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La psicosociología en México una historia cultural

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La psicosociología en México: 
una historia cultural
 Jahir Navalles Gómez*
El presente trabajo argumenta sobre los inicios de la psicología social 
en México, no como disciplina, no como ciencia, sino como costum-
bre o como producto del pensamiento social. Esto genera una polé-
mica. Desde sus orígenes, la psicología social era una historia cultural. 
La discusión se ubica en la transición del siglo XIX al XX, con base en 
los discursos y escenarios que a partir del proyecto de la modernidad 
se desplegaron; se recreó entonces esa reunión entre lo académico, 
lo intelectual y lo coloquial de las descripciones cotidianas sucedi-
das a inicios del pasado siglo. Se argumenta que la psicosociología en 
México es autónoma de la psicología y de la sociología, disciplinas 
que también estaban en construcción. La psicología social puede ser 
rastreada en los problemas generados a partir de las transformaciones 
del entorno urbano, de los lugares de ocio y recreación y en las rela-
ciones y prácticas sociales que realizaban personajes mundanos. Al 
final, reintroduce aquel proceso psicosocial que vuelve comprensible 
los cambios culturales, la imitación. 
Palabras clave: psicología social, historia, cultura, ambiente, imita-
ción.
Preámbulo
Algunos dirán que escribir una historia disciplinar es innecesario, que está de más porque al final de cuentas “eso ya se sabe”, “alguien ya 
lo escribió”, o “lo dijo más bonito”, lo cual es cierto pero ni siquiera llega 
* Licenciado en Psicología por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y 
maestro en Psicología Social por la Universidad Autónoma de Querétaro (UAQ). Profesor aso-
ciado en el Departamento de Sociología de la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa 
(UAM-I). Correo electrónico: <jahir.n@gmail.com>. PO
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a ser un argumento. Empero, parece que dentro de la investigación so-
cial, “eso”, el punto de partida de un campo de conocimiento, ya se nos 
ha olvidado. O hemos confiado ciegamente en los datos y presupuestos 
sobre una historia y sobre los orígenes de una idea, disciplina, sociedad 
o comportamiento colectivo. O en las voces de expertos en el tema, quie-
nes en ocasiones, y con buena fe, inculcan lecturas o sugieren textos, de 
preferencia esos donde ellos o ellas escriben. Así, todos aquellos interesa-
dos –que no son historiadores sino aficionados desde una disciplina y se 
involucran con su historia institucional– en los orígenes de la dinámica 
y el pensamiento social, aspiran a tener el último dato que se vuelva la 
póstuma palabra sobre el cómo, el quién, el dónde; surgen y se difunden 
ciertos hábitos, discursos, comportamientos, premisas teóricas y metodo-
lógicas; el riesgo o el conformismo de quedarse con esa última palabra, y 
no ponerla en duda, o no re-significarla en un contexto contemporáneo, 
adolece de un exceso de soberbia y resignación porque lo único que im-
pone es una especie de historia adjetiva, y de sentencias cortas que alguien 
dijo que pueden memorizarse e ideologizarse para después transmitirlas 
en cursos, conferencias y debates cientificistas.
Una historia disciplinar, en este caso la de la psicología social, será 
significativa mientras todavía se pregunte el porqué y para qué de su 
existencia, propuestas y argumentos que le permitan consolidarse, reco-
nocerse en su originalidad y autonomía, distinguirse de otros campos 
de conocimiento que no pueden, o no quieren, o no les interesa, res-
ponder esas preguntas que desde aquí se están generando. 
Sugerir que un campo de conocimiento o disciplina cuya pretensión 
fue instaurarse como científica en la transición de un cambio de siglo 
–del XIX al XX– tiene orígenes culturales,1 tal como sucedió con la 
1 Lo psicosocial es un asunto cultural e histórico, y en estricto apego a las interrogantes sobre 
el ¿qué es?, la respuesta incluye distintos escenarios, por ejemplo, los siguientes: uno, aquel que 
hace referencia a los comportamientos colectivos (Sharpe, 1991), o ese otro que se interesa por 
lo que la gente piensa o siente a diario (Burke, 1991), o uno más, enfocado en la descripción de 
algunos hábitos o prácticas que devienen conocimiento, malos o buenos, eruditos o profanos 
(Le Goff y Nora, 1974). Y esto no suena descabellado, al contrario, es totalmente coherente. 
Por caso, siguiendo con los ejemplos, y mal parafraseando a Gaston Bouthoul, sociólogo e 
historiador, él señala que el objeto de estudio de la psicología social son las mentalidades (1979: 
126); asimismo, Serge Moscovici, filósofo de la ciencia y psicosociólogo en toda la extensión 
de sus honoris causa, se interesó en cómo describe la gente común un conocimiento erudito y 
lo vuelve mundano (1961), y algo que también llamó su atención fueron las formas como la 
gente se reúne (1981), para manifestarse, explotar, explorar, condensarse en una fuerza social y 
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psicología social en México, se torna relevante porque hasta la fecha, 
desde diversos apartados y discusiones (Stoetzel, 1970; Buceta, 1979; 
Farr, 1996; Álvaro y Garrido, 2003; 2003b), y durante más de un siglo, 
su definición ha sido confusa o recurrente, eso si somos políticamente 
correctos con lo previamente dicho. Por otro lado, y sin la mínima pre-
tensión de quedar bien con nadie, la indefinición de la psicología social 
(en el ámbito mundial, local o gremial), seguramente es una irrespon-
sabilidad de quienes la configuran, la describen, delimitan y transmiten 
a las posteriores generaciones, sean alumnos o colegas. Algunas veces 
dicen que ésta no es nada, y así, sacudiéndose las conciencias y las pre-
guntas, siguen tan campantes por sus cubículos, como depositarios del 
saber. Otras veces dicen que es algo, pero no lo describen, y en otras 
más acaban conformándose con decir que la psicología social es “medio 
psicológica” o “medio sociológica”, o que es el “híbrido” de las dos, o 
que es más o menos social y menos y más individual. Total, puro co-
nocimiento basado en dicotomías. Individuos versus sociedad. Y eso, al 
final, no es más que sentido común.
El contexto
No es social ni individual sino psicosocial la aproximación que se des-
prende de este campo de conocimiento, y ese es el argumento central 
de la presente discusión. Para sustentarlo, habrá que dejar de pensar en 
quién dijo qué, y cuándo lo dijo; eso es importante pero complemen-
tario ya que lo que nos interesa es identificar qué fue lo que se pensó 
sobre el –o cómo se reaccionó al– contexto sociohistórico y su defini-
ción como problemática social. Por caso, lo que sucedió en la confor-
mación de la psicología social en México. 
“No somos los primeros en darnos cuenta de que la cultura, en 
nuestra concepción actual, tiene historia” dice Peter Burke (1997: 16). 
Y no seremos los últimos en interceder por las transformaciones cultu-
rales (Arciga, 2007), desde las que llevan tiempo, como la edificación 
de una ciudad o el asentamiento de una costumbre, hasta las que son 
efímeras pero impactantes en el devenir cotidiano, por caso, la efusivi-
ejercer presión contra alguien o algo: pensamiento o tirano, o los dos. Y eso no devela más que 
el constante interés por expresiones, descripciones o relaciones hechas de “cultura”. 
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dad afectiva en un concierto o una manifestación que se torna recuerdo 
y sentencia, pasado el tiempo. A eso se hace referencia cuando se habla 
de cultura, a las expresiones colectivas, a las prácticas cotidianas, y a 
cuánto permanecen en las conciencias, y quiénes, cómo y por qué las 
asimilaron, y quiénes no, y las descalificaron. 
Una historia cultural proviene de la cotidianidad, se enfoca en un 
periodo sociohistórico determinado y se ve trastocada a partir de las ver-
siones que sobre las prácticas comunes se van estableciendo, imponiendo 
y desapareciendo; esto es, dándole seguimiento al uso, o a la discontinui-
dad de una práctica, a la transformaciónde una en otra, a la instauración 
y el reconocimiento de diversos comportamientos que no serán sólo co-
lectivos, sino personales, serán actitudes que toda una sociedad adoptó 
o asimiló para volver comprensible su entorno diario (Gonzalbo, 2006). 
Así, y en apego a lo que han sido las investigaciones históricas enfocadas 
hacia la cultura (Burke, 1997: 33-39), el presente texto coincide con esas 
premisas, y se interesa por los mismos “objetos de estudio”. Apelando a 
“lo mundano”, a “lo cotidiano”, a “lo popular”, a lo que se hacía en las 
tardes, o al despertar en las mañanas, o a lo que se dio por llamar “diver-
siones nocturnas”, a los hábitos de lectura, a ver qué se leía y se escribía, 
a saber qué se decía del vecino y cómo se conspiraba contra tal o cual 
personaje, rechazándolo, segregándolo; a esos deambulares por la ciudad 
que parecían “normales”; a reconocer aquellos sitios que se frecuentaban 
para divertirse, convivir, departir y saber de los demás. 
Y cómo todo eso se fue transformando, poco a poco o “de golpe y 
porrazo”, aun cuando “visto desde dentro, lo cotidiano parece intempo-
ral” (Burke, 1991: 26). La pretensión del texto es adentrarse en lo que 
fue cambiando en un cierto periodo histórico, por caso en la transición 
del siglo XIX al XX, y bosquejar sus consecuencias, de la mano de las 
disposiciones y reglamentos, y tomando como pretexto a la psicología 
social, no elogiando sus logros en aquel contexto, sino ahondando en 
lo que ésta, como otras tantas disciplinas, veía, diseccionaba, analizaba 
y categorizaba de la realidad social; lo que ésta podría asumir como 
“problemáticas sociales”. 
En los orígenes de una historia disciplinar se intenta resignificar 
esos datos duros, y construir otros tantos más, a partir de las formas de 
interacción mundana, de los discursos que se usaban para describir y hacer 
comprensible una realidad. Algo les interesó a los científicos sociales de la 
época, algo llamó su atención, algo con lo que convivían o que sobresalía, 
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algo que creyeron que sería extraño, raro, enfermo o poco común. Sin 
embargo, en lo común es donde lo psicosocial tendría asiento. 
La cultura es una creencia, sugiere Pablo Fernández (2007); la cultu-
ra “es” en lo que la gente cree, lo cual significa que no hay una definición 
exacta ni verdadera ni única ni última de lo que la cultura es, provenga 
de donde provenga. La cultura es una contingencia; la cultura cambia, 
se transforma, y esos cambios son imperceptibles, por más control y 
seguimiento que se les pudiera hacer. Empero, creemos en la estabili-
dad del conocimiento, o de la vida social, y de su relación determinista; 
creemos en que ese conocimiento encauzó los comportamientos, los 
discursos, las prácticas sociales, y por eso nos apegamos a los datos (en 
este caso, históricos) que lo confirman; ideologizamos lecturas (básicas 
o secundarias, obligadas o pasajeras, de acuerdo con nuestros prejuicios, 
valores o humores), también autores, y aseveramos conclusiones de an-
taño. Sin embargo, otro puede ser el sendero por recorrer, dejando de 
ver los datos como verdades absolutas y mejor proponiéndolos como 
experiencias (Fernández, 2007: 34-40), posiblemente como historias 
que se entrecruzan en un cierto tiempo y lugar, y que gestan realidades, 
muchas, las necesarias, y no una sola realidad predominante. Así las 
cosas, la psicología social de principios del siglo XX en México fue una 
de las tantas historias que abrevó de las demás historias que se estaban 
sucediendo, y a la vez logró compartir algo con éstas, su preocupación 
por un proyecto de sociedad. Si lo logró o no, ya es otra historia. 
De ahí la propuesta de visualizar los orígenes de la psicología social 
como una historia cultural, y no como una simple disciplina científica, 
sino como un escenario que se desprendió de lo cotidiano de las prácti-
cas, las costumbres y los discursos. La psicología social se interesa por lo 
psicosocial, no por lo psico ni por lo socio, como dicen los manuales que 
es, y lo psicosocial se deriva de lo cotidiano. 
Lo cotidiano, ese escenario del que todos hablan como si no lo vivie-
ran, amerita una definición, una que no tenga reclamo y que sea dicha 
por alguien que sí sabe del oficio (de historiar, por ejemplo). De esta 
manera, lo cotidiano será aquello que es lo común a todos y lo que a la 
vez es lo peculiar en un determinado colectivo, un momento y un lugar 
(Gonzalbo, 2006: 26). Para los fines del presente texto, coincidimos 
plenamente con esa definición. 
En estas líneas se bosqueja aquella otra versión disciplinar que se 
ha omitido de los emplazamientos académicos involucrados en los 
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orígenes de un campo de conocimiento, preocupados en señalar quié-
nes fueron los “padres fundadores” de la disciplina en una cierta lo-
calidad, y cuáles fueron sus aportaciones intelectuales, qué de ello es 
lo que ha perdurado, quiénes han sido influenciados y continúan por 
esa vertiente intelectual (eso sí ya está muy leído). Por supuesto que 
son datos obligados, pero se tornan insuficientes cuando lo que nos 
importa no son tanto los nombres, ni su terruño científico, sino las 
formas coloquiales de relacionarse, identificarse, convivir y compar-
tir acaecidas en un cierto periodo histórico, y cómo una comunidad 
científica estableció los presupuestos para redefinir de acuerdo con sus 
intereses esa realidad, y encauzarla, estandarizarla e institucionalizarla, 
según la ideología y los preceptos que en la época se exigía compartir 
y/o legitimar. 
Los científicos sociales en la transición del siglo XIX al XX, abocados 
a la configuración de una realidad, elaboraron su propia versión, una 
que se distinguiera del conocimiento común, del común de la gente, de 
la gente común, enfocándose en ésta para elaborar categorías sociales, es-
tereotipos, perfiles, estadísticas, quiénes más y quiénes menos, quiénes 
serían acreditados como normales y quiénes no tanto, o nada; quiénes 
serían parte de la vida social (y de un proyecto de sociedad moderna y 
positiva que se estaba impulsando), y quiénes deberían ser desplazados, 
expulsados, relegados de la misma. A saber: 
La ciudad moderna
Cada ciudad tiene su voz propia, 
sus exclamaciones particulares, su ruido especial, 
algo que es como el conjunto de todos sus rumores… 
Ángel de Campo (Micrós)
Según datos históricos (Valderrama, 1982-1983; 1984; 2004; Rodrí-
guez, 2005; Álvarez, 2011), es en el ámbito pedagógico y educativo 
donde se ubican las primeras influencias de la psicología hacia la des-
cripción de la realidad social mexicana, pendientes de las distintas ideo-
logías gestadas, y de su impacto en las conciencias, de su transmisión, 
cuyo trasfondo va muy de la mano de los supuestos porfiristas enfoca-
dos en la instauración de aquella máxima preocupada por el orden y el 
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progreso (López, 1999; Solís, 1999). Pero eso fue lo que sucedió con la 
psicología, no con la psicología social.1 
La psicología social en México está contenida en una historia por 
demás interesante. Además de ser una mirada original, sus orígenes 
disciplinares exponen los prejuicios y las buenas intenciones de los 
intelectuales de principios del siglo XIX, de finales de ese mismo siglo 
y de los inicios de una época “moderna” y positiva (Zea, 1943; Ga-
llegos, 1982-1983; Cházaro, 1994). Algunos de ellos tendenciosos, 
otros conservadores, otros llamados y vistos como liberales, y algunos 
más, engrosarán aquella comunidad de cronistas interesados en des-
cribir cómo la vida social se vivía y sobrellevaba. Y para justificar su 
pertinencia como fuentes de información, acudimos a algo dicho por 
Escalante: 
La intervención de los escritores en la vida pública mediante manifiestos, 
declaraciones, cartas abiertas, es un fenómeno típico del siglo XX. Interve-
nían […] no estrictamente como escritores sino como intelectuales: eran 
parte, parte central sin duda,de un grupo en que se integraban por igual 
pensadores, filósofos, universitarios, incluso algún periodista; en térmi-
nos generales, “gente de letras”, cuya conciencia colectiva dependía de eso 
(2007: 22-23). 
Y es que a éstos se acudía para esclarecer y resolver las problemáticas 
sociales, urbanas, demográficas, educativas y políticas de ese tiempo. La 
historia se ha interesado por todos estos escenarios, los ha abordado, y 
en su rastreo y configuración se han generado nuevas formas históricas 
de aproximación a la realidad (Le Goff y Nora, 1974; Burke, Darnton, 
1 Toda historia es un retorno a los orígenes, y a la vez es un reencuentro con las posibili-
dades acerca de una potencial –otra– realidad, disciplinariamente sugiere poner en entredicho 
los datos que se han asimilado, ideologizado, sobre quién, cómo, cuándo, dónde y por qué, no 
siempre completamente explorados, ni en ese orden ni con el suficiente interés, en ocasiones 
simplemente privilegiando respuestas que se adecuen y justifiquen teorías, personajes, ideo-
logías y uno que otro método. Práctica intelectual que no resulta extraña, pero sí omitida de 
los registros; cada quien reivindica a sus propios “padres fundadores”, la ideología que más le 
acomoda y los escenarios que mejor le simpaticen. Entre psicólogos sociales puede ser o bien 
Wilhelm Wundt (Danziger, 1990), o Gabriel Tarde (Farr, 1996), o James M. Baldwin o Eze-
quiel Chávez (Valderrama, et al., 1994; Rodríguez, 2005), aunque al final, no serán los autores 
los que trasciendan el tiempo, sino la coherencia teórica de sus argumentos lo que se seguirá 
debatiendo. 
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Gaskell et al., 1991; Burke, 1997; Dosse, 2003), donde los grandes ejes 
de la vida social, lo político, lo económico, lo religioso, son puestos en 
entredicho, y donde esas nuevas versiones históricas de interesarse por 
la realidad, permiten evidenciar que aquel tipo de conocimiento en pos 
del orden, el progreso, la estabilidad, la vida moderna, cuya intención 
es ocultar cualquier problemática social evidente, es conformista y poco 
crítica con sus excesos. 
Empero, se vuelve necesaria una nueva mirada a la realidad conoci-
da, deambulando entre los datos históricos sabidos, proponiendo que 
éstos no son los últimos ni los únicos, identificando relaciones entre és-
tos y nuevos datos, exponiendo lo que antes había sido omitido o des-
plazado o descalificado, incorporando a otros personajes para generar 
una nueva y distinta discusión, enfocándonos en un periodo, un queha-
cer intelectual y un contexto común, eso es lo que se pone a discusión. 
Todos estos elementos son los que dieron vida a la psicosociología en 
México, a saber. 
Aquellos fueron los factores que institucionalizaron un conocimien-
to, en contraparte, apelar a una historia cultural implica el despliegue 
de un origen distinto, porque es una manera de contar la historia pero 
desde dentro, desde la cultura, igual de intangible y atmosférica que 
una historia cultural (Burke, 1997: 15), intercediendo por un desarro-
llo velado, una difusión contingente; características que impactaron a la 
psicosociología hecha en México y que la configuraron como un cam-
po autónomo, que a destiempo de los orígenes históricos registrados 
de la psicología social mundial (Gallegos, 1982-1983; Jurado, 1982; 
Moscovici y Markova, 2006; Rodríguez, 2007), gestaron esa mirada 
psicocolectiva interesada por las relaciones humanas, el intercambio y la 
difusión de los símbolos y significados que permitirían comprender las 
transformaciones culturales acaecidas en ese periodo histórico, colofón 
de esa transición entre siglos y de las polémicas constantes entre las dis-
tintas disciplinas preocupadas por definirse a sí mismas al tiempo que 
pretendían definir la realidad.
De lugares y personajes
Con la psicología social se devela otro escenario, inmerso en los rumo-
res, la literatura (la prensa, las crónicas, las novelas, los ensayos), los 
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registros demográficos, las conversaciones mundanas que a partir de los 
temas en boga se desplegaban; en el sentido común expuesto por cada 
una de las clases sociales que se reconocían o se desconocían entre sí; en 
las prácticas sociales que se realizaban; en la crítica cultural y política 
que se volvió, más allá de una afición, una discusión fundamentada; y 
en la descripción de la vida urbana y las implicaciones de sobrellevarla 
y adaptarse a la misma. Es en la transición del siglo XIX al XX cuando 
en la sociedad mexicana se reinterpretan esos elementos dispersos en la 
cotidianidad del país, en sus personajes, sus actitudes, ante esa realidad 
vivida y que puede proponerse como núcleo del mosaico psicosocial de 
la sociedad mexicana (Bisbal, 1963; González, 1990; Speckman, 2006; 
Piccato, 2010). 
Todo eso tuvo consecuencias, será por lo pintoresco y festivo, por lo 
irreverente -hacia las buenas costumbres y las normas sociales de unos 
cuantos- de los comportamientos y las actitudes, será porque el pensa-
miento conservador de la época exigía una gran dosis de recato y apego 
a la ideología cientificista que se estaba imponiendo en las instituciones 
políticas y educativas del país (López, 1999; Solís, 1999; Rodríguez, 
2007; Álvarez, 2011) o será el sereno, es decir, el ambiente urbano que se 
venía desplegando, la atmósfera citadina, el clima social de una ciudad 
que se recreaba en la movilidad social y los asentamientos (González, 
1990; Álvarez y López, 1999; Rodríguez y Navarro, 1999; Campos, 
2001), el cual se tornó un nuevo personaje, ya no hecho de individuos 
ni grupos sociales, sino de interacciones, de distanciamientos, gustos o 
afinidades, de visitas asiduas a uno o muchos lugares, de recreaciones 
sobre las divisiones impuestas a las razas y las clases sociales (González, 
1990; Buffington, 2001; López, 2002). 
La frase cómica del párrafo anterior, más allá de su carácter colo-
quial, es un reconocimiento sugerente de las transformaciones urbanas, 
de las calles, de los espacios de ocio y esparcimiento, y asimismo de los 
lugares obligados de tránsito o de reunión, en donde cada cual impon-
dría sus propias dinámicas para interactuar, siendo éstas el único requi-
sito para convivir, dinámicas que harían evidentes las políticas públicas 
y gubernamentales preocupadas por la higiene y la salubridad, por el 
libre tránsito y por la designación de espacios y sus respectivas activida-
des (González, 1990; Álvarez y López, 1999; Barbosa, 2006). 
Estas divisiones fueron las que demarcaron el cómo, el qué y el para 
qué de las prácticas sociales. Para unos, se volvería prioridad definir y 
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clasificar a todos aquellos que contravinieran las normas, o confronta-
ran las jerarquías sociales, enfocados en quienes simplemente se vistie-
ran distinto, o se relacionaran distinto, o estuvieran embebidos en há-
bitos que se calificaban de reprobables, de poco sanos, de anormales, de 
estrafalarios, y es que ya siendo identificados podrían ser catalogados, 
vigilados, relegados de la vida social y/o encarcelados, desplegando esa 
manera tan clásica de hacer uso del conocimiento y las técnicas de selec-
ción y exclusión social. Restringiendo su participación en la vida civil, 
y postulando todas las posibles dicotomías que permitieran controlar la 
realidad social, a saber, indio-mestizo, conservador-liberal, sano-insano, 
ciudadano o criminal o delincuente o vago, mujer-hombre, joven-an-
ciano, útil-inútil. 
Y estaban aquellos otros, los mismos que habrían sido calificados 
y relegados, pero daba la casualidad que ellos disfrutaban lo que ha-
cían (y eso a los clasificadores les molestaba), y para nada veían, o in-
terpretaban, o repudiaban sus acciones, porque las desempeñaban con 
gusto y algarabía, les encantaba la vida diurna y la nocturna, el festejo 
y los galimatías, el brindar por todo y con todos, y degustaban alco-
hol, pulque o aguardiente, y eranasiduos a los expendios donde los 
vendían y ahí mismo los consumían (las vinaterías, las pulquerías, las 
cantinas), y ahí también hacían alarde de los excesos. En consecuencia, 
les fascinaba la bravuconería, el machismo y el lenguaje imprudente, 
el albur y la lotería, el juego por el simple hecho de serlo, el rumor, el 
chisme y el cotilleo por el simple hecho de contarlo, la vida social por 
el simple hecho de vivirla. Así sobrellevaban su jornada, por ello valía la 
pena terminar aprisa las actividades del día, o mejor no hacerlas, o ha-
cerlas mal, porque era preferible pasar por perezoso que por “aguafies-
tas”, porque la tradición del “San Lunes” era más importante que la de 
“llegar a tiempo”, o sobrio o limpio, y porque “la raya” -el antecedente 
colonial del sueldo moderno- no era lo mismo si no se despilfarraba, 
se apostaba y se perdía en un volado, en la rayuela cotidiana, o en cua-
lesquier juego de azar, o si el mismo no se volvía botín de un robo, una 
injusticia o canallada de parte de los patrones, compañeros de parranda 
o mujer rentada (Viqueira, 1987; González, 1990; Núñez, 2002; Spec-
kman, 2006). 
Al final del siglo XIX, las prácticas y las costumbres, los hábitos y las 
maneras de ser se condensaron, se tornaron visibles, más que cuando 
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por primera vez aparecieron,2 y su contraparte, la regulación de las mis-
mas, a partir de técnicas y registros, también se impuso. En la literatura 
es donde pueden ser rastreadas, tanto en el dato duro proveniente de las 
estadísticas como en el dato ligero, coloquial; así, las novelas, más que 
la crónica, serán el documento donde la sociedad mexicana se reconoce, 
a saber, “un ambiente histórico y político” (Bisbal, 1963: 23) es el que 
delimita el nacimiento de la novela mexicana. Personajes, gestos, com-
portamientos, actitudes, diferencias entre clases sociales, estereotipos, 
son los que conciben el género literario, y las historias contadas, los 
relatos que se publican, aunque vistos como ficción o imaginarios, serán 
reales, actuales, cotidianos, dignos de ser un documento serio, a razón 
de exponer indirectamente el pensamiento de la sociedad, su transición 
y transformación de las costumbres, o lo que visto de manera racional y 
cientificista será definido como problemáticas sociales. 
La literatura, tanto la científica como la corriente, se leía y se revi-
saba por cualesquier interesado, y se entremezclaba a partir de las dis-
cusiones acaecidas en los más diversos escenarios, bien podían suceder 
en las aulas universitarias o en las cafeterías de las diversas zonas de la 
ciudad, las cuales cada día eran más abundantes (Díaz y de Ovando, 
2000; Campos, 2001). 
Pero ¿qué significaba todo esto? Las querellas intelectuales sobre la 
realidad social de la época no se circunscribirían a un solo lugar, ni se-
rían exclusivas de una sola disciplina; por ello, ni los eruditos las podían 
contener ni los legos las podían evitar, los primeros las difundían y los 
segundos las escuchaban al pasar. Empero, ese conocimiento devendría 
rumor y cotilleo; e inversamente, esa práctica social, la de escuchar, reco-
nocer, difundir y reinterpretar [dice Marco Antonio Campos en su texto: 
2 Valga una acotación. Las costumbres adolecen de exactitud histórica, no se sabe a ciencia 
cierta cuándo aparecieron, simplemente permanecen mientras se sigan realizando, y se van 
transformando de acuerdo con las necesidades y empatías, con los personajes que las practican, 
en nuevos o viejos discursos y descripciones de su existencia. Es posible rastrear un aproximado 
de su aparición, de su implantación en la conciencia colectiva, pero cabe la imposibilidad al 
identificar su erosión como dinámica social, y es que los grupos que las convocaban han desapa-
recido, ya no se reúnen para realizarla, ya no son de su interés; los grupos, o se volvieron otros, o 
la costumbre después de tanto tiempo quedó relegada de sus vidas (Halbwachs, 1925). Las cos-
tumbres son un recuerdo, son muchos recuerdos a la vez, y quienes las hacen las conmemoran, 
y quienes no, ya las han olvidado. Como dijera aquel sociólogo francés: “No existe idea social 
que no sea, al mismo tiempo, un recuerdo de la sociedad” (Halbwachs, 1925: 343). Recordar 
un periodo histórico no es lo mismo que conmemorarlo; en esto último se está resignificando, 
en lo primero, se está ideologizando. 
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“no hay cronista que en los dos siglos de existencia del café en México no 
ponga a cafeinómanos y chismógrafos como gacetilleros orales […] y los 
reconozca como personajes altamente dotados para emponzoñar el am-
biente del local (2001: 23)]. Lo que se decía era la realidad, generaría más 
preguntas, escritos, disertaciones y políticas que en conjunto se tornarían 
el primer y único bastión al cual acudir para legitimar aquellas acciones 
en pos del registro sistemático, la vigilancia extrema, la selección arbi-
traria (Buffington, 2001; Piccato, 2010), la lógica higienista (Guerrero, 
1901; Agostini, 2005), la moralidad exacerbada, la distinción tácita entre 
clases y razas y prácticas y preferencias (Urías, 2000), el enjuiciamiento 
del entretenimiento y el ocio (González, 1990). 
El contexto exigía que las prácticas y comportamientos se regularan, 
y si no se hacía por las buenas, sucedería por las malas; o mejor dicho, 
si aquellos que hacían toda clase de actividades que atentaban contra la 
incipiente modernidad no reparaban en que estaban truncando ese pro-
yecto, habría quienes sí elaborarían estrategias para que los inconscientes 
reparasen en el daño infligido a la nación (Barbosa, 2006). A partir de la 
instauración desde el discurso científico de lo que el uso y asunción de las 
pruebas y perfiles, la diferenciación entre razas (Urías, 2000), los hábitos 
y las características físicas determinarían, y posiblemente esa es la palabra 
clave, el determinismo como estandarte, y su impacto en la división social 
y las relaciones que se podrían establecer en la sociedad mexicana. 
Con el proyecto de nación que intentaría establecer el Estado porfi-
rista (Colotla y Jurado, 1982-1983; López, 1999), la modernidad reque-
ría que se siguieran al pie de la letra las siguientes premisas: orden [lim-
pieza] y progreso, porque en éstas no tendría cabida ningún exabrupto 
social, ni ninguna igualdad social. Las medidas a tomar ubicarían los 
presupuestos cientificistas como las directrices y cabría resaltar que el 
eclecticismo en la conformación del ámbito científico en la sociedad 
mexicana le proveyó de un abanico de posibilidades para instaurar y 
justificar cualesquier práctica. 
Por un lado, la instauración de un pensamiento positivista que regu-
lase las ideologías y a las instituciones, las educativas en específico; por 
otro lado, la recuperación de textos escritos por juristas y criminólogos 
reconocidos y leídos en diversas latitudes europeas. De manera específi-
ca, se acudió a textos de Gabriel Tarde para hablar de procesos de imi-
tación y de lógica social (Buffington, 2001; Núñez, 2002; Rodríguez, 
2007: 237), no así aquellos otros del mismo autor que recuperarían 
Jahir Navalles Gómez
87
el papel de los públicos, la conversación y los lugares de recreación; 
además basados en ese eclecticismo en la configuración de lo científi-
co, asistieron a aquello que en algún momento podría ser reconocido 
como la psicología criminalística, o mejor dicho, la psicología colectiva 
italiana, o mejor ubicado, las tesis de Enrico Ferri y Cesare Lombroso 
(Cházaro, 1994; Núñez, 2002), que condensaban las reflexiones de la 
vieja escuela italiana que se basaba en estudios antropológicos y bioló-
gicos sobre el cómo identificar las influencias tanto del ambiente hacia 
el individuo como de éste hacia el ambiente. El enfoque del “criminal 
nato” tuvo tanto éxito en esa época y en las latitudes mexicanas (Picca-
to, 2010), que se intentó mantenerlo en los discursos hasta la década de 
los setenta del pasadosiglo XX (Urías, 1996). 
Ciertamente, el positivismo en todas sus vertientes influyó en las 
distintas formas de conocimiento a las cuales se podía acudir para 
afrontar problemáticas sociales o ambientales (Zea, 1943; Cházaro, 
1994; Álvarez y López, 1999), porque se vislumbraron como las más 
adecuadas, porque serían enriquecidas y ejemplificadas con todas las 
manifestaciones o fotografías culturales y nacionalistas y porque allende 
las fronteras la imagen que se quería proyectar de la sociedad mexicana 
no era la de la recreación y ocio que la caracterizó (Viqueira, 1987; 
Gonzalbo, 2006), sino la de una sociedad que atajaba todas las mani-
festaciones y particularidades que le pudieran hacer quedar mal en el 
ámbito internacional (Aguado, Avendaño y Mondragón, 1999; Picca-
to, 2010; Álvarez, 2011). 
La psicología social que se gestó en México abrevó de todos esos es-
cenarios; de los personajes y actitudes ordinarios, comunes, que se vol-
vieron extraordinarios, estrafalarios, anómicos e imprudentes para ser 
expuestos en cualquier situación; y por eso se justificaba su represión y 
control, por eso las cárceles y manicomios se volvieron tan importan-
tes, porque era mejor observar detalladamente a esos personajes que 
verlos interactuar en las calles (Barbosa, 2006). Con catálogo en mano, 
los distintos rostros de la sociedad mexicana conformaron un zoológico 
humano asentado en prejuicios y falsas creencias, en rumores, temores y 
desobediencias, y donde la única –y última– solución sería arrasar con 
todo eso, apagar las disidencias, imponiendo un solo discurso, sugirien-
do un lenguaje lleno de tecnicismos, postulando una manera de vivir 
basada en las buenas costumbres, las élites respetables y las cientificistas 
aspiraciones como bandera (Rodríguez, 2005; Álvarez, 2011). 
La psicosociología en México: una historia cultural
88
Es en la transición del siglo XIX al XX cuando sucede todo esto. 
Extrañamente, esos discursos y actitudes han perdurado hasta la fe-
cha; será porque, o son muy creíbles o tienen un dejo de razón, o 
porque son cómodos y en raras ocasiones se les ha puesto en tela de 
juicio, o porque tanto a la psicología como a la psicología social reali-
zada en este país le importa un bledo su historia y sus emplazamientos 
disciplinares, y prefiere el olvido institucional a la crítica ontológica e 
histórica de sus orígenes. 
Para la psicología social en ciernes, tanto el crimen como las estra-
tegias pedagógicas, así como la descripción de los ambientes inscritos 
en la vida urbana y en la movilidad social, son procesos (psico)sociales 
que no estaban basados en premisas ni fisiológicas ni cientificistas sino 
en dinámicas más culturales y colectivas, y que se referían a sí mismas 
a partir de las nociones y asimilaciones coloquiales que la gente común 
y corriente hacía de los discursos que se les imponían para describirlas. 
Lo científico se recrearía en las nociones mundanas, y en las historias y 
narraciones que sobre la vida social se desplegaban y publicitaban. Por 
eso es que los estigmas impregnaron el discurso cotidiano y para cual-
quiera fue fácil acudir a ellos para describir al prójimo, a su vecino, para 
restringir las relaciones en familia y alejar a sus hijos de cualquiera que 
acreditara todas las características que se supondría tendría el criminal, 
el delincuente, el suicida, el vago, el indigente o el loco malviviente. 
Empero, en estos últimos personajes mencionados recayó la mayor 
crítica y los desplantes cientificistas. Para cada uno de ellos hubo una des-
cripción, un diagnóstico y una solución, y para cada uno, una institución 
de amparo o de reclusión: hospitales, hospicios, orfanatos, Lecumberri o 
La Castañeda [estas dos instituciones, junto con la Universidad Nacional, 
fueron construidas en la primera década del siglo XX (Valderrama, 1985; 
Solís, 1999)], asilos y albergues, pero nunca serían bien vistos en la calle, 
nadie los quería rondando por allí, saber de su existencia era tema de con-
versación, pero topárselos de frente significaba que el proyecto de realidad 
que se ofrecía no estaba resultando (Barbosa, 2006). 
Los personajes que deambulaban en la calle exponían los contrastes 
de la vida social y cotidiana, estaban fuera de lugar, lo cual justificaba 
su exclusión, reclusión y segregación. Como contraargumento, estos 
mismos personajes eran asiduos, contingentes, aparecían, desaparecían 
y reaparecían en lugares específicos, sea por el puro gusto de estar ahí, 
sea porque de esa manera se generaría una concurrencia, un público, 
Jahir Navalles Gómez
89
múltiples temas y conversaciones, clientes distinguidos y múltiples ac-
tividades por realizar.
Los cafés, por caso, son el emplazamiento cultural, político e ideoló-
gico que funcionaría como el referente de todas las discusiones. Ahí se 
construían y destruían reputaciones, buenaventuras y enemistades inte-
lectuales, polémicas sobre lo que habría que hacer si se quería avanzar, 
o si se quería modificar las circunstancias. Sergio González sugiere que 
“el territorio neutro de los espacios públicos es el café” (1990: 93); pero, 
a decir de la historiadora Clementina Díaz y de Ovando: “Los cafés en 
México fueron, desde sus inicios, espacios de reunión, de conspiracio-
nes políticas, de lectura de periódicos y peñas literarias” (2000: 13). 
“[…] todo el mundo sabe que la convivencia literaria y el café son casi 
indisolubles” insiste el periodista Sergio González (1990: 93). Todo lo 
que le preocupaba a la sociedad mexicana pasaba por ahí, y cualquiera 
se podía integrar a la discusión, cualquiera podía opinar, y tal vez por 
eso, el atractivo de aquellos lugares de bebidas calientes y aroma parti-
cular se tornaría una total invitación a frecuentarlos. 
¿Quiénes alternaban ahí? Cualquiera con curiosidad de escuchar, o 
de probar esas infusiones, espumas, sabores dulces o amargos; o cual-
quiera que quisiera debatir, o presumir, o contonearse por la ciudad, 
gestando un mosaico hecho de sujetos sociales, de personajes munda-
nos, de personificaciones, de registros gestuales y visuales. Como sea, 
el cronista y viajero Guillermo Prieto dio un listado inicial: “Militares 
retirados y en servicio, tahúres en asueto, vagos consuetudinarios, abo-
gados sin bufete, politiqueros sin ocupación, clérigos mundanos y resi-
duos de covachuelas, garitos y juzgados civiles y criminales” (citado por 
Campos, 2000: 25); una página adelante, y después de citar al cronista, 
el poeta y narrador Campos engrosa la lista: “galanes, jóvenes ociosos, 
bolsistas, colegiales, actrices, bailarinas, periodistas, literatos y jugadores 
de ajedrez y dominó” (Campos, 2001: 26). 
Y aun cuando podría no parecer importante, la misma cita de Prieto 
la recupera Díaz y de Ovando, en su texto sobre Los cafés en México en el 
siglo XIX, texto crucial e imprescindible por ser de los primeros en voltear 
la mirada a esos lugares, y porque entre sus páginas uno puede ir recolec-
tando “personajes que pasaban casi todo su tiempo en el café” (2000: 50), 
“los parroquianos del café” (2000: 18), como ella misma los llama, quie-
nes eran el sonoro reflejo del ambiente que allí se gestaba y de lo que se 
discutía: “Los cafés eran también clubs políticos, centros de conspiración, 
La psicosociología en México: una historia cultural
90
de espionaje, de refugio de cesantes, vagos, empleados, jugadores, caballe-
ros de industria, asilo de políticos, periodistas, militares, literatos, cómi-
cos, ‘niños de casa rica’, dueños de haciendas, asombrados payos” (2000: 
19). Todos confluían aquí, en el siglo pasado o en el antepasado. El desfile 
de personajes consolidaba todo un espectáculo, y al buen observador le 
permitía desplegar historias sobre la asistencia de aquellos cualquiera en 
aquel sitio; y la existencia de múltiples cafés sugería también que eran 
otras las conversaciones, posiblemente uno podría convocar la existencia 
de un personaje que los conoció a todos, un personaje que llevaba consigolo que en otros sitios escuchaba, eso no se sabe. 
Decir que eran otras las conversaciones significaría que eran otros 
los públicos, lo cual implica que el acceso a estos emplazamientos mu-
chas veces dependería de los que ahí se congregaban; empero, la distin-
ción privado-público se volvió tajante –y digna de estudio (Gonzalbo, 
2006). Semiprivadas las conversaciones, semipúblicos los espacios, así 
es como se construyen temas de interés, se enfocan problemáticas, se 
dividen los grupos y las experiencias. Así, darse una vuelta por algún 
café de la ciudad llevaría consigo una oportunidad de mejorar la pro-
pia existencia. “…escribanos, agentes de negocios, corredores sin título, 
empleadillos, jubilados, caballeros de industria, parásitos, anhelosos de 
trabajo y payos” (Díaz y de Ovando, 2000: 41) eran otros de los tantos 
personajes. Asimismo, hubo otros cafés que serían el refugio “de dan-
dies, de gomosos, de lagartijos, de elegantes, de damas de abolengo” 
(2000: 61, cursivas en el original). En la escalada social, frecuentar un 
café era conocer, reconocer y desconocer, pláticas, intereses, personas, 
apodos, firmas, voces, nombres, rostros y apellidos. Práctica común, 
cotidiana, propia de cualquier lugar. 
Para quienes se preguntan cuál es la relevancia histórica de los cafés, 
su constante alusión está estrictamente relacionada con que, a partir de 
esos emplazamientos, se generaron otros más, en algunos se relajaba la 
moral, en otros se pretendía la elevación cultural. Y como punto final, 
es el café uno de los estandartes espaciales de la vida moderna. 
Cuando la concurrencia cambió, los cafés se vieron obligados a ha-
cer lo mismo, tendrían que ser o más festivos o más intelectuales; más 
de plática, que de cotilleo; más de exhibición y malos hábitos, que de 
discursos pomposos y redundantes; o daban un giro de 180 grados o 
desaparecían del horizonte urbano, lo cual sucedió y provocó que otros 
protagonistas se mantuvieran en el límite de lo bien visto y lo mal in-
Jahir Navalles Gómez
91
tencionado, o que de día se dedicaran a “algo” y de noche fueran “al-
guien”. Junto con la conversación, el baile fue una de las actividades que 
se incorporó a los cafés, y la exhibición, y la búsqueda de aventuras, ya 
no sólo valían como tema de conversación, ahora se trataba de vivirlas 
(Díaz y de Ovando, 2000; Campos, 2001; González, 1990). 
Ese espacio semipúblico, el café (Fernández, 1991), se reconoce 
como un refugio para el ciudadano, personaje representativo de la mo-
dernidad, personaje que se distinguía claramente de los que no eran 
reconocidos bajo ninguna etiqueta, aquellos mismos desplazados de 
cualquier parte, en específico los que vivían de –en– las calles (Barbosa, 
2006), protagonistas que figuraban en las estampas sociales pero que la 
clase ilustrada desconocía como elemento primigenio de un proyecto 
de sociedad. Al café acudían sólo los individuos que tenían algo que 
decir, algo que conjeturar, algún tema del que podrían opinar; en el café 
se propondría una sutil estancia para conversar, una lógica sedentaria, 
llena de tranquilidad, reflejo digno de la modernidad. El café era –es– el 
lugar ideal para retirarse del barullo urbano, pero también para discutir, 
a la distancia, sobre el mismo. Según Fernández: 
La razón por la cual parece necesario un espacio diferente al de la calle, es 
que la ciudad ya se ha vuelto demasiado grande, y entre mercantilismo e 
inmigración, demasiado poblada de desconocidos y extraños, por lo que 
se dificulta el establecimiento de una conversación más allá de las fórmulas 
de saludo y de trabajo (1991: 165). 
Las calles eran –son– el espacio de transición para desplazarse de un 
lugar a otro; y las historias sucedían en las calles, pero se acordaban en 
ciertos otros espacios (el café, las aulas, la cantina, la pulquería o el ho-
gar), y se quería llegar a estos para contar lo que se había visto en las 
calles, y para describirlo, en papel y con buena pluma, o compartirlo en 
sana prosa o concibiéndolo épicamente. Eso, los cronistas, los novelistas, 
los ensayistas, la “gente de letras” de la época, lo supieron hacer muy 
bien (Bisbal, 1963; De Campo, 1975; González, 1990; Escalante, 2007). 
Desde siempre, el café se ha reconocido como otro personaje literario, ahí 
sucedían encuentros, se iniciaban historias, se tramaban conspiraciones, 
tenían lugar romances y rompimientos, y todo eso fue registrado, vuelto 
recuento, dilema moral y exposición de la vida social. Como sea, “es en 
los cafés donde habita la sociedad civil” (Fernández, 1991: 165). 
La psicosociología en México: una historia cultural
92
Pero no todo era la vida en el café; mejor dicho, no sólo en el café se 
discutió sobre el progreso, hubo otros espacios, lugares, emplazamien-
tos, donde el reverso del espejo pulcro de la modernidad sería exhibido, 
con diferente iluminación, con una luz tenue y sugerente, o una oscu-
ridad mediada. También aparecieron otros personajes, con sus respec-
tivas dinámicas de convivencia, y nuevas prácticas (sociales, políticas, 
sexuales, higiénicas). Hubo cafeterías que degeneraron en prostíbulos 
y hubo prostíbulos que impondrían una nueva estética, aquella que 
proviene de la clandestinidad y la discreción. Como sea, en el café se 
fundaron algunos procesos psicocolectivos, el de la conversación y el de 
la opinión; y en los prostíbulos se generaron otros, los del intercambio 
y la sumisión. 
De inicio, la prostitución se ubicaría en las esquinas, al ofrecer pú-
blicamente un servicio que se iba a disfrutar en lo privado; claro está, 
todo por un precio, al que habría de corresponder con caricias, insultos, 
vejaciones, y en ocasiones, los clientes solamente querrían a alguien que 
les hiciera compañía, que los escuchara, pero en otras se pagaría y se 
cobraría para disponer o asumirse, respectivamente, como un costal. 
“Nada más porque la ven a una parada en la esquina creen que estás 
dispuesta a todo”, se lee en una entrevista-testimonio (Aranda, 1990: 
101). Como ésta, muchas son las historias que se han contado, desde 
siempre, o mejor dicho, desde que el oficio tuvo registro (González, 
1990: 62-63). Empero, por un lado están todas esas historias y por el 
otro estará la intención de hacer del oficio un dato histórico, una es-
tadística, una problemática (Núñez, 2002: 11), un tumor que extirpar 
del cuerpo social. 
De la prostitución se despliega esa doble moral que ha caracterizado 
por siempre a la sociedad mexicana: liberal en lo privado, conservadora 
en lo público, enfocada en desplazar personajes y a la vez incorporar 
afinidades. Esa actitud conservadora es más el producto de una presión 
social constante y de los juicios sumarios de los que nadie quiere ser su-
jeto, pero de los que siempre se querría participar. De ahí se desprende 
lo liberal que la modernidad izó como estandarte, que cada quien haga 
con su vida lo que quiera mientras que aquello que realice no impacte 
en mi persona, mucho menos en mi familia, o ya en extenso, en mi 
barrio o colectivo. Eso significaría que cualquier práctica sería bien vista 
mientras no tuviera lugar en los alrededores del vecindario, la colonia, 
la delegación. Disposiciones urbanas que se reconocerían a partir de 
Jahir Navalles Gómez
93
las actividades y de los grupos y clases sociales que ahí construirían su 
residencia (Álvarez y López, 1999; Barbosa, 2002). 
De la mano de la modernidad, se crearon personajes que pudieran 
ser relegados de ese proyecto, y técnicas de depuración, exclusión, reclu-
sión serían asimiladas por la población, con el propósito velado de ubi-
carse dentro de las categorías que resonaban como parte de un proyecto 
de sociedad. El crimen y la delincuencia, por caso (Buffington, 2001), 
son parte de esa historia oculta respecto a lo que se hizo para respaldar 
los avances ocurridos en el México moderno. 
El ocio y el esparcimiento, el qué hacía la gente en sus ratos libres, 
con quién se reunía y discutía, cuáles eran sus hábitospúblicos y per-
sonales o qué hacía en la cama, con quién y dónde, se volvieron temas 
de interés, ¿objetos de estudio?, o ni siquiera de eso, sino que atrajeron 
la curiosidad de los investigadores de buenas conciencias, misóginos, 
juiciosos, y con los recursos y respaldos morales suficientes como para 
decir y señalar qué estaba bien hacer o practicar y qué sería penalizado, 
a saber, el pensamiento rígido del cientificismo positivo comenzó su 
atentado contra el libre albedrío. 
Esa división, mejor dicho, esa segregación imponía sus propios cri-
terios, los de la modernidad, los de la exhibición de una buena imagen, 
los de la pulcritud, los de una elevada moralidad. La bandera higienista 
se izó para territorializar las prácticas sociales. Cuando la modernidad 
se instauró en la sociedad mexicana, lo hizo de manera selectiva, omi-
tiendo prácticas y exaltando discursos; lo científico sería el bastión de 
tal distinción, donde la cotidianidad sería puesta en un segundo o tercer 
plano de discusión. 
Diversas tesis con connotaciones científicas se volvieron comunes 
entre los intelectuales, los académicos, los ciudadanos; cada una sería 
aplicada porque se confiaba ciegamente en sus presupuestos, resultaban 
creíbles aunque los ejemplos no fueran los más adecuados, eran univer-
sales aunque no tuvieran ninguna relación con la dinámica local, se-
rían sentencias prácticas y oraciones cómodas pero nada éticas sobre un 
posible tratamiento enfocado hacia uno o varios individuos, un grupo 
en particular o toda una colectividad. Por ejemplo, Rodríguez (2007) 
documentó magistralmente lo que Julio Guerrero y su propuesta hi-
gienista hicieron para depurar la vida social, repetirlo aquí sería una 
necedad, y por ello mejor sólo menciono la investigación que ya se ha 
encargado de esa discusión. 
La psicosociología en México: una historia cultural
94
Desde lo individual hasta lo ideológico, el pensamiento científico 
positivista tendría alguna respuesta y solución (Urías, 1996, 2000; Bu-
ffington, 2001; Piccato, 2010). El caso más ilustrativo es el del registro 
y politización de la prostitución, una práctica que se justificaba porque 
entre las conciencias eruditas y populares se le vería como un “mal ne-
cesario”; podía existir pero se debía controlar, y ocultar de las miradas 
decentes e inocentes de una sociedad encaminada al progreso. Empero, 
habría que tener bajo estricta vigilancia los comportamientos de ese 
personaje, y en específico dar seguimiento a sus hábitos, justificando así 
el “promover la higiene privada de la prostituta, que es una mujer pú-
blica” (Núñez, 2002: 31). Los discursos provienen del siglo antepasado, 
y su instauración sucedió a inicios del siglo XX. Desde la antropología 
criminal, se categoriza a la prostituta como la versión femenina del “cri-
minal nato” (2000: 17), ambos vistos como sujetos dignos, respectiva-
mente, de disección y de extinción.
A partir de la versión científica, no de la novelada (Rodríguez, 2007: 
327), responsabilidad de Luis Lara y Pardo, llamada La prostitución en 
México. Estudio de higiene social, de 1908, fue como a las involucradas 
en ese oficio se les repudiaría, por insalubres, primitivas, pobres y feas, 
adjetivaciones que, además de ridículas, fueron los criterios a los que 
se apegaron los higienistas para clasificarlas, o para –con la mejor de 
las voluntades– relegarlas a los lugares adecuados (Rodríguez, 1990), 
evidentes emplazamientos permisivos, instaurados claramente para que 
sus tarifas devinieran impuestos (Barbosa, 2002). 
La relación prostitución-crimen-pobreza-fealdad generó toda una 
tipología cargada de prejuicios y desplegó una mentalidad y una actitud 
negativa a todo lo que proviniera de cualquiera de esas definiciones 
científicas conservadoras. Quién sabe si en realidad se asumieran como 
verdaderas, como reales; empero, se acudía a éstas para rechazar, desca-
lificar, ideologizar, intimidar y humillar a quienes eran así catalogados. 
Y éstos, ni enterados. 
Lugares, personajes, recorridos, deambulares, estancias, permanen-
cias, narrativas, registros, placas, hábitos, asistencias, de todos estos ele-
mentos, por separado o en conjunto, se encargó la psicología social. 
Todo esto llamó su atención, ahí es donde se localizaban sus objetos de 
estudio. Lo que la definía como disciplina se relacionaba con lo que veía 
y describía a partir de la cotidianidad; le importaba cómo los grupos 
Jahir Navalles Gómez
95
iban apareciendo, multiplicándose las prácticas, construyendo lugares, 
proponiendo conversaciones de mucha o poca relevancia.
En sus orígenes, la psicología social en México se interesó por la 
cultura, por lo que la gente común y corriente decía, hacía o pensaba, y 
no buscaba respuestas ni soluciones, era más comprensiva que explica-
tiva, más descriptiva que analítica, más vivencial que comportamental. 
La paradoja es la siguiente: lo que nunca quiso ser es lo que la asumió 
como disciplina científica e independiente, una falacia intelectual, que 
hasta la fecha pervive, ya que aquellos objetos de estudio se desdibujaron 
en pos de otros más adecuados para ese hacer las cosas tan natural y 
cientificista. 
Orígenes 
La responsabilidad sobre esta manera de concebir la realidad es de la 
psicología general, una que se ha interesado por todos los individuos o 
colectividades que se distinguen de lo normal, y para los cuales se fueron 
elaborando etiquetas y perfiles e instrumentos de medición (Colotla y 
Jurado, 1982-1983). La realidad se volvería aprehensible a partir de 
estas técnicas; se volvería selectiva, se impondrían categorías, se recha-
zarían o aceptarían nuevos grupos y dinámicas sociales. Desde sus ini-
cios, la psicología en México repetía e imputaba los criterios positivistas 
en la investigación,1 donde la imposición desplazaría otras maneras de 
aproximarse al contexto, y la repetición de esa ideología sería por como-
didad: era más fácil catalogar a alguien o algo de anómico o diferente 
1 Ciertamente, el positivismo repercutió en las investigaciones que en México se realizaban. 
La propuesta incorporaba planteamientos originales y coherentes para describir la realidad. 
Asimismo, y al amparo de la cientificidad que propugnaba, a la comunidad intelectual le pa-
reció adecuada la adopción de esa postura. Y se puede hablar tanto de las virtudes como de los 
excesos cometidos en todos los ámbitos en nombre del positivismo. Esta última acotación es 
la que más argumentos ha desplegado y se ha vuelto la tarea más común en la investigación en 
ciencias sociales. Según dice la maestra Laura Cházaro: “Parece ser, que algunos han querido 
únicamente mostrar cuánto el positivismo afectó a la educación, haciendo al positivismo la 
doctrina oficial del Porfiriato” (1994: 64), y en efecto, los científicos sociales han tratado de 
evidenciar las responsabilidades intelectuales del positivismo, y, a decir verdad, quién sabe si 
esa influencia sucedió en todos los escenarios, pero en el caso específico de la psicología y la 
psicología social sí lo logró, permeó los criterios y las conciencias, los discursos, y se tornó una 
afirmación, de modo que ostentar una investigación con criterios positivistas serviría para des-
calificar cualquier otra investigación. 
La psicosociología en México: una historia cultural
96
o extravagante o impresentable, que reconocerle su autenticidad como 
una forma, o una distinta relación social. 
Pero con la psicología social sería otro cantar, ya que las clasificacio-
nes, etiquetas y categorías serían vistas como formas de interacción, de 
relacionarse, y entonces las preguntas contrastaban con aquellas otras 
que intentaban reafirmar que todo lo diferente sería negativo, que su 
existencia o presencia afectaría el bienestar social, que las conductas de-
berían ser de una sola manera, que los comportamientos estaban regula-
dos para ser practicados y bien vistos en un solo lugar, que las actitudes 
no eran algo que se medía, registraba y se podríamanipular, sino que las 
actitudes eran, relativamente, producto del pensamiento social. 
La vida social y la psicología social
 Saber algo no significa que uno pueda demostrarlo. 
James Ellroy
La psicología social en México tiene un registro histórico, hay datos 
y documentos que lo avalan, pero los orígenes siempre se confunden 
o con una fecha o con un lugar,2 y pocas veces se pone atención a la 
2 Quién sabe si eso suceda en todas las disciplinas, o si la manera de hacer investigación 
imponga la ideologización de las fechas como el origen de un campo de conocimiento. Cierta-
mente, el dato es importante, pero no es absoluto. Las fechas, así como los lugares o latitudes 
geográficas, ponen en contexto, permiten reconocer cuándo y dónde se generó ese presupuesto, 
pero además permiten identificar las relaciones que se establecen con aquel apartado sociohis-
tórico. Esto implica preguntarse por qué se pensaba algo en ese momento, qué era lo que a 
los distintos grupos que conformaban esa sociedad les interesaba responder, qué era lo que les 
preocupaba, y en específico cómo es que todo esto generó una nueva mirada, “psicosocial” le 
podríamos llamar. Sin embargo, parece ser que es una la fecha que todo psicólogo social debe 
aprenderse y memorizar: 1908, avalando esa historia tendenciosa anclada en los manuales esco-
lares (Álvaro y Garrido, 2004), develando el impacto que tendría la publicación y divulgación 
de una idea. En efecto, en 1908 se publican dos textos con el mismo título en sus portadas, 
escritos desde latitudes geográficas distintas y por autores diversos, siendo esos datos los que 
se memorizarán para dar cuenta de los inicios disciplinares, y de la subsecuente división en el 
interior de la misma. Pero así como publicar un texto se volvió un dato histórico, no publicarlo 
también, por caso, lo que sucedió con el manuscrito de Gabriel Tarde, Psicología social y lógica 
social, que hubiera pasado a la historia como la primigenia teorización de psicología social si no 
se le hubiera obligado a dividirlo en dos partes, Las leyes de la imitación (1890) y La lógica social 
(1895), para su publicación (Ibáñez, 1990). Aunque la justificación –que no argumento– para 
que esto se refiriera así, es que según Collier, Minton y Reynolds (1991: 86), Tarde no sabía que 
Jahir Navalles Gómez
97
narración, a la descripción, al despliegue de conocimiento entre las con-
ciencias, en diversos escenarios –el académico3 y el cotidiano– y entre 
las personas –el intelectual, el científico, el lego de la calle, el disidente 
social. Entre todas se concibió una definición, contingente, relativa, 
justificada a partir de los juicios y de los acuerdos momentáneos, de 
las políticas educativas, de lo que se enseñaba en las aulas, o lo que se 
conversaba en los ratos de ocio, describiendo lo que se veía a diario y 
en los más pintorescos lugares, de lo que se hacía pasar, o se entendía, 
como “problemática social”. 
La pobreza era una y la insalubridad otra más, y entre las dos pa-
recían evidenciar que el proyecto de la modernidad no estaba funcio-
nando como sostenían los discursos políticos e institucionales. Ver a los 
pobres en las calles y que ellos hicieran lo que les diera su regalada gana, 
a muchos no les parecía muy satisfactorio (Piccato, 2010); por ejemplo, 
los políticos los ignoraban pero en sus campañas los referían y men-
cionaban; los intelectuales, los cronistas, los periodistas, los novelistas, 
escribían sobre aquéllos, sobre las penurias y sobre las vejaciones, por 
increíbles, o porque uno nunca se imaginaría –desde una posición aco-
modada– lo que se necesita para sobrevivir; la literatura –la coloquial 
y la que pretendía ser documento serio–4 en la transición de un siglo 
estaba hablando de “psicología social”, y Ross (uno de los autores que publicó en 1908), sí. Una 
aseveración arriesgada, ya que si lo psicosocial es un acuerdo, un paradigma postulado por una 
comunidad científica, esto nos obliga a discutir qué sí y qué no es, en la actualidad, “psicología 
social”. Y las reflexiones de Tarde, ahora, lo son (Fernández, 2006; Latour, 2013). 
3 Así como publicar es importante, disciplinarmente hablando tiene relevancia rastrear en 
qué contextos se comenzó a mencionar esa nueva mirada. Dos casos en específico nos permiten 
ilustrar lo dicho: el seminario que desde 1900 impartió el filósofo George Herbert Mead en la 
Universidad de Chicago y que llamó “psicología social” (Farr, 1996); y el proyecto histórico que 
elaboró durante 20 años Wilhelm Wundt y que algunos reconocen como “psicología social” 
(Boring, 1950). Publicaciones, seminarios e instituciones se interrelacionan para dar cuenta de 
una historia disciplinar. 
4 “Tales intersecciones de la ficción literaria con la historia o la ciencia de la sociedad, lejos 
de ser recientes, se han venido produciendo, por lo menos, desde el siglo XVIII, época en que 
estas dos maneras de abordar el estudio de la vida social adquirieron su forma característica-
mente moderna” (Berger, 1977: 12). Productos de una misma época, reflejos del pensamiento 
social, exigencias sobre cómo aproximarse a la realidad, a la sociedad vivida, a las experiencias 
compartidas. Sin embargo, las exigencias de la modernidad obligaron a que cada una de estas 
maneras de describir el contexto fuese cada vez más distinguible, y que se pretendiera imponer 
una sobre otra. El debate surge a partir de las preguntas: ¿Cuál de las dos es más real?, ¿cuál de 
las dos es más verdadera? La respuesta, para los fines de este escrito, sería: ¿Y por qué alguna 
de las dos tendría que serlo? Entramparnos en una polémica tal sería desgastante, y también 
La psicosociología en México: una historia cultural
98
a otro fue ilustrativa con respecto a los personajes o tipos sociales que 
iban apareciendo, que según se decía salían de las cloacas (González, 
1990) o provenían de otras localidades (Barbosa, 2006) y realizaban 
toda clase de nuevas, atractivas y originales prácticas. 
Reglamentos para las multitudes
Iniciado el siglo XX, lo que sucedió en la capital de la sociedad mexica-
na, fueron abundantes transformaciones culturales, provenientes de los 
más diversos flancos, por ejemplo, el urbanístico, que iba desde el trazo 
de las calles hasta la identificación de quiénes sí podrían transitarlas; 
desde la instalación del alumbrado y la iluminación pública (López, 
2002) hasta desplazar grupos, sujetos o colectividades hacia la sombras; 
desde la reglamentación de cierta clase de prácticas en las calles hasta 
el deambular justificado por la clandestinidad (González, 1990). Y será 
en las grandes urbes, en la instauración de ese proyecto, donde tendrán 
cabida imposiciones higienistas. “Orden y progreso”, tal como rezaba la 
modernidad, sería un asunto de depuración y limpieza (étnica, racial, 
moral, de clase). 
“Uniformizar a la población” (Barbosa, 2006: 117), al final eso fue 
lo que sucedió bajo la consigna de la modernidad. Los estereotipos sur-
gieron de las clasificaciones cientificistas y de las categorías académicas 
enfocadas a las problemáticas sociales. Los reglamentos fueron los dis-
positivos para legitimar la higiene pública y la asistencia social, pero, a 
la vez, con los reglamentos se despliega una mentalidad, a saber: la del 
control, contención, delimitación, de lo que se asumía como amenazas 
a la estabilidad y lo que era obligado esconder. La modernidad y la 
verdad científica iban de la mano, ejerciendo coerción, y evidente ex-
clusión, hacia cualquiera que se distanciara de las mismas. 
Había reglamentos para todo, porque se temía que cualquier prácti-
ca fuera de los acuerdos cientificistas podría atentar contra el avance que 
se anhelaba. Hubo reglamentos para vigilar las prácticas sexuales, para 
los hábitos alimenticios, para la vestimenta que se usaba públicamente, 
interesante, pero desviaría la atención sobre lo que en este texto se pretende; y no es que sean 
más “reales” o “verdaderas” las afirmaciones o sentenciasde una y otra aproximación, sino que 
son válidas (Berger, 1977: 284) para continuar describiendo realidades, contextos, sociedades, 
prácticas y costumbres. 
Jahir Navalles Gómez
99
para las actividades recreativas, para la velocidad al caminar las calles, 
para la apariencia e higiene personal, para el manejo del entorno y de la 
basura producida (Rodríguez, 1990; Núñez, 2002; Barbosa, 2006). Y 
su justificación era un asunto de percepción social, porque todas serían 
percibidas así, como inmorales, antihigiénicas, anormales e indecentes. 
La descalificación fue un asunto generalizado. El desdén por lo que 
un amplio sector de la sociedad realizaba gestó a una entidad intangi-
ble y sin rastro en las estadísticas, en los documentos serios, en el dato 
duro que se intentaba crear, inaprehensible, eran “los seres fronterizos” 
(Rodríguez, 1990: 24), los fracasos de la modernidad, los ceros sociales, 
susceptibles de cualquier medida, y que, si no fuera por las crónicas, 
las novelas, los registros visuales de sus actividades, seguirían siendo 
invisibles para toda sociedad que se regodea en esa soberbia retórica de 
la modernidad. 
Colofón
El discurso de la modernidad impactó en los incipientes campos de co-
nocimiento, y lo que les cuestionó, para reconocerles, fue lo funcionales 
o útiles o impactantes, que serían esas primeras disertaciones. Según 
cada uno de los autores, las aportaciones que se podrían recuperar de 
aquellas primeras citas sobre una disciplina con tal nombre y apellido 
son variadas y dependen de lo que se intenta cuestionar con esos datos: 
por un lado, su cientificidad (Gallegos, 1981-82; Álvarez, 2011), y por 
el otro, su trasfondo sociocultural (Rodríguez, 2007). 
Cada quien es libre de extraer sus propias conclusiones; lo único 
claro es que éstas tienen intencionalidad, y en la búsqueda o construc-
ción de un dato histórico, se corre el riesgo de terminar emitiendo un 
juicio de valor. Eso es lo que ha pasado con los que se interesaron en 
la historia de la psicología, olvidando que los criterios para señalar qué 
vale y qué no en una disciplina no dependen de ellos, ni de sus com-
parsas, ni de hacerlo público en un texto, porque eso no es más que un 
proceso de ideologización.
Para el presente texto, lo que importa no es la psicología sino la 
psicología social, y a partir de un mismo dato –la impartición de una 
cátedra de psicosociología en la Escuela de Altos Estudios Profesio-
nales en 1905 por James Mark Baldwin- tiene cabida otra discusión, 
La psicosociología en México: una historia cultural
100
proveniente de ese nuevo escenario, la psicosociología. ¿Qué sugería?, 
¿cuáles serían sus aportaciones?, ¿cuál era el objeto de estudio que pro-
ponía?, ¿por qué un campo de conocimiento con esas características?, 
¿quiénes hablaban de ésta en el mundo?, ¿a qué problemáticas se en-
focaba en el ámbito local?, ¿para qué un curso con esas características 
enfocado en la realidad mexicana? Esas son las preguntas que guían 
la discusión. 
Leer a Baldwin o a Tarde
La psicología social desarrollada en México abrevó de lo que, desde dis-
tintas latitudes políticas, culturales e intelectuales, propondrían. El con-
texto tan variado permitió que cualquier teoría desplegara una respuesta 
hacia las problemáticas sociales. Las tesis criminalísticas e higienistas son 
el ejemplo más a la mano que permite ilustrar todo esto. Su valor radica 
en la visibilidad de su “objeto de estudio”, observable, medible y cuanti-
ficable, esto es, las conductas y comportamientos a los que se referían y 
su identificación como elemento de cambio en las prácticas cotidianas. 
Empero, toda conducta, todo comportamiento, proviene de una actitud, 
esto es, constituye una manifestación del pensamiento social, alguien lo 
inventó, a los demás les resulta atractivo y lo imitan, y fue a partir del 
intento de apegarse a esa primera versión, que su difusión y práctica cons-
tante permitió nuevas y distintas maneras de relacionarse. 
J. M. Baldwin, quien podría pasar a la historia disciplinar como 
el introductor del término psicosociología, fue lo suficientemente hábil 
como para explorar aquel proceso psicosocial que Gabriel Tarde propuso 
como el objeto de estudio de la psicología social, un proceso “intermen-
tal” lo llamó el francés, “algo” que no surge del interior del individuo 
sino que se ubica “en medio de”. Debatir quién lo dijo primero o quién 
de los dos elaboró una propuesta teórica más completa sería materia 
de otro texto. Lo que cabría señalar son los distintos puntos de partida 
para llegar a las casi mismas conclusiones. Baldwin (1897) abogó por la 
herencia social y el desenvolvimiento moral (será por eso que junto con 
las tesis higienistas y biologicistas, en México se vio con tan buenos ojos 
su propuesta); mientras que Tarde (1890) intercedió por la noción de 
interacción (noción que nadie sabía con certeza a qué se refería, o será 
que su escritura tipo ensayo siempre fue objeto de crítica y rechazo), 
Jahir Navalles Gómez
101
y la psicología social que postuló no la llamó así, sino inter-psicología 
(término más que adecuado para sus propios intereses). 
Para ejemplificar su propuesta, Baldwin convocó a la infancia, o 
mejor dicho, el registro de lo que cualquier niño realiza en sus etapas 
de desarrollo, lo que aprende y, más que nada, lo que imita o repite; y 
ahí radica la confusión: la imitación para Baldwin era la repetición de 
las conductas que observaba en su ambiente, cercano, local, de convi-
vencia, y en esa repetición el niño se reconocía él mismo como un ser 
diferente; y a los demás, como sus iguales, sujetos sociales que podrían 
repetir lo mismo que él había realizado.
La propuesta de Baldwin llega a ser muy ilustrativa en el contexto 
mexicano a partir de la cantidad de nuevas actividades que se estaban 
efectuando, nadie sabía de dónde provenían, ni cómo y a partir de qué 
se estaban multiplicando. Cada actividad sugería un nuevo personaje, 
un obligado registro, una evidente reglamentación, un latente impues-
to. Todas las actividades que llevaban a cabo hombres, mujeres, ancia-
nos y niños, en la calle, en la casa, en la plaza, eran formas de subsistir, 
y dado el grado de excesiva insalubridad, insuficiente asistencia, visi-
ble pobreza, eran formas aprendidas en los círculos más cercanos para 
sobrevivir. 
Esta versión, la de Baldwin, contiene dejos de paternalismo, altruis-
mo y justificada sumisión si es que cualquiera desea modificar sus con-
diciones cercanas; no pasa lo mismo con lo propuesto por Tarde, y es 
que para el jurista francés, “la sociedad [completa] es imitación” (1890: 
221), es el proceso constante en el cual estamos inmersos, con el que 
nos reconocemos y, con base en la imitación, pertenecemos a una so-
ciedad. Imitamos todo, los gestos, el tono de voz, la ropa, el andar, los 
hábitos, y ciertamente aprendemos actividades y comportamientos que 
nos permiten sobrevivir, pero por sobre todas las cuestiones imitamos 
para convivir, por curiosidad y porque, visto en perspectiva, el apartado 
cultural del progreso se localiza en la contraparte de la imitación, esto 
es, la invención, al proponer algo distinto, diferente, al descubrir que 
con los mismos elementos, otra historia puede ser contada. 
Tarde tenía un gusto exagerado por las estadísticas porque, según él, 
reflejaban lo que una sociedad hacía o había hecho durante un deter-
minado espacio y tiempo. Puede ser que las problemáticas identificadas 
terminaran por volverse una cifra impactante, y ante la impresión que 
sugiere un número nada se podría ya hacer. Sin embargo, esas cifras, las 
La psicosociología en México: una historia cultural
102
conocidas y las ocultas, conllevan un trasfondo psicosociológico,5 en 
México, a través de todo lo que se quiso reglamentar, instaurar, preve-
nir, desplazar. Y otra historia hubiera sido si se hubiera leído a un autor 
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5 Da la impresión de que “la cultura” es un tema de moda, pero no. Las prácticas munda-
nas, el lenguaje coloquial, la identificación de las costumbres de hoy, tienen mucho de las que 
se realizaban ayer, o el deambular callejero, o los emplazamientos clandestinos, o el arrabal, o 
el reconocimiento de personajes ordinarios y sus disertaciones, sus maneras de ver el mundo y 
la realidad, sus estrategias para afrontarla o aceptarla tal cual es o tal como la han vivido. Todo 
eso interesa para la psicología social. Y valdría una acotación: éstas no son temáticas exclusivas 
de ninguna disciplina o campo de conocimiento que se pregunte por lo que es “lo social”. Cada 
cual trata de problematizarlo, en su muy particular forma, y bajo lo que propiamente sugieren 
como el método adecuado para hacerlo, hablan con las personas, les preguntan de qué va, por 
dónde andan y cómo ven al mundo; o las acompañan toda una jornada, y se interesan por lo que 
viven día a día, y les preguntan por qué es tan interesante su cotidianidad. Si ellas mismas la ven 
como tal o si solamente es una invención académica. Entonces ellos, o ellas, o todos, contestan, 
y dicen lo que saben, o lo que el mismo contexto les da a entender. Y adquieren conciencia de lo 
que han hecho, o de lo que han sido, o de lo que jamás van a ser o hacer; reconocen los juicios 
de valor a partir de los cuales se les ha preguntado por su vida, y a la vez las normas sociales que 
se han acordado o impuesto según sea el caso, o los grupos sociales a los cuales pertenecen, o se 
les ha forzado a pertenecer. Así, al llamarles “gente de la calle”, “malvivientes”, “desobligados”, 
“baquetones”, “mujerzuelas”, “viciosos”, “pobres”, “desadaptados sociales”, “vagos”, gestan esas 
realidades. Dinámicas sociales que se desprenden de estos distintos sujetos, personajes ordina-
rios que dejan de serlo para volverse etiquetas, clasificaciones o estereotipos. 
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