Logo Studenta

15 Historia de la Iglesia en Chile 1962-1988

¡Este material tiene más páginas!

Vista previa del material en texto

168
Chile y la Iglesia: 1962-1988
Patricio Jiménez P.
Magíster en Historia, PUC
1. La Iglesia en la encrucijada: los años ’60 y la perspectiva de los cambios
La década de los ’60 fue la antesala de los cambios y conflictos que se hicieron evidentes durante el gobierno de la Unidad Popular y más tarde en el transcurso de la Dictadura. Las diferencias políticas fueron marcadas en la medida en que la izquierda institucional fue obteniendo claras ventajas electorales sobre los partidos conservadores y en los que el centro político, con la Democracia Cristiana a la cabeza, fue decantándose también por un discurso y una praxis de transformación estructural, especialmente en aquellas áreas relacionadas con la tenencia y administración de las tierras de labranza.
A nivel eclesiástico también hubo un aggiornamento de la Iglesia. Juan XXIII hizo un esfuerzo profundo por reconducir a la Iglesia hacia la denuncia de los abusos que oprimían al pueblo. Sus encíclicas Mater et Magistra (1961) y Pacem in Terris (1963) son un claro ejemplo de esta política papal que apuntaba hacia un sentido largamente olvidado de la comprensión del concepto de Iglesia. Ésta no podía ser un cuerpo ajeno al mundo, sino todo lo contrario: en la medida en que se halla conformada por personas que habitan un espacio y tiempo determinados, la Iglesia está condicionada por lo que esas personas pueden sentir y pensar. El Concilio Vaticano II y la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe (CELAM), celebrada en Medellín en el año 1968, son una prueba más de la existencia de una jerarquía católica preocupada por transmitir el mensaje salvífico del Evangelio en un contexto político, social, cultural y económico diferente. 
En Chile fueron los obispos Manuel Larraín y Raúl Silva Henríquez quienes, siguiendo las directrices que venían desde Roma y siendo conscientes del sufrimiento y explotación que padecía el pueblo creyente, propiciaron la implementación de una reforma agraria en sus respectivas diócesis para devolver a cientos de familias la dignidad humana de la que habían sido arrebatados. 
1. La juventud rebelde y contestataria
Durante el transcurso de la década de 1960 hubo una serie de movimientos internacionales que afectaron especialmente a la juventud. Nuestro país no se mantuvo ajeno a esto y en varios de ellos la Iglesia se encontró en el medio de la polémica.
En agosto de 1967 los alumnos de la Universidad Católica se tomaron el centro educativo por considerar que la institución había olvidado la misión católica para la cual había sido creada, pues según ellos no brindaba un servicio real a todos los habitantes del país[footnoteRef:1]. Otro punto en discusión fue que la universidad seguía anclada en prácticas antidemocráticas que no tenían justificación a mediados del siglo XX, como se desprende del hecho de que todas las decisiones de su funcionamiento interno se tomasen en el Vaticano sin consultar a quienes participaban de la vida universitaria. Por ello los jóvenes consideraron necesario realizar una reforma universitaria de grandes magnitudes que permitiese insertar en el debate de la educación superior las carencias que afectaban al Chile de la época. [1: Por lo general puede encontrarse a lo largo de toda la década de los ’60 una potente irrupción de la juventud en el ámbito político, tanto de izquierda como de derecha. Cf. Joaquín Fermandois, Mundo y fin de mundo. Chile en la política mundial 1900-2004, Santiago, Ediciones Universidad Católica de Chile, 2005, pp. 319-320.] 
Lo cierto es que ya habían surgido voces disidentes y favorables a la Doctrina Social de la Iglesia en los círculos católicos de Chile. La revista Mensaje, fundada por el jesuita Alberto Hurtado, señaló en muy duros términos cinco años antes de la toma de la Universidad Católica que
[...] el universitario no es un hombre cualquiera. Es un intelectual, acostumbrado a ver lo que se esconde detrás de las apariencias y, por lo mismo, particularmente sensible a la mentira. Y esto es muy importante para lo que vamos a ver: en América Latina no sólo hay miseria: hay mentira, que intenta perpetuar esa miseria ocultándola o justificándola. Mentiras son, por ejemplo, instituciones de justicia o de gobierno democrático que sólo en el papel existen para todos los ciudadanos. Mentira, una función política que pretende ser la última instancia del bien común cuando en realidad lo que hace es distribuir privilegios a unos pocos. [...] La miseria [obliga al universitario] [...] a disponer desde ahora una buena parte de ese capital prestado para comprar con él un puesto activo en la lucha social[footnoteRef:2]. [2: Mensaje, n° 113, octubre de 1962, p. 480. La cursiva está en el original.] 
Este llamado de atención no solamente invitaba a los universitarios a tomar conciencia de los problemas de la sociedad, sino que también era una denuncia a aquellos adultos que, bajo la apariencia de legalidad, e incluso a veces bajo presupuestos religiosos, explotaban al campesinado y al proletariado, manteniéndolos en una situación de ignorancia y precariedad económica. Por el contrario, aquellos que habían tenido la dicha de ser favorecidos con una buena educación debían tomar en sus manos las riendas para una repartición equitativa de los bienes. 
No sorprende entonces que al momento de producirse el movimiento estudiantil nuevamente Mensaje salga a defenderlos señalando que:
El conflicto ha servido para que los jóvenes muestren señales de madurez y de responsabilidad poco comunes, ofreciendo un ejemplo a los mayores. A través de varios años, fueron casi los únicos en percibir que, tras una fachada imponente, la Universidad estaba enferma, encastillada, ausente del proceso histórico, defectuosa en su misión católica. Fueron ellos los que indicaron y lucharon por el cambio. Y son ellos los que han obtenido un vuelco que no puede menos que calificarse de histórico. Han tenido también la virtud de despertar la conciencia de los profesores, de obligarlos a reunirse y a pensar, de permitirles comenzar su auto-crítica[footnoteRef:3]. [3: Mensaje, n° 162, septiembre de 1967, p. 397. ] 
En este escenario, en el que el gobierno del presidente democratacristiano Eduardo Frei Montalva marchaba hacia su recta final, las demandas de ciertos sectores del catolicismo aumentaron. Cuando se conmemoraba un año de la toma de la Casa Central de la Universidad Católica, el domingo 11 de agosto de 1968, un grupo compuesto por cerca de doscientos laicos, seis sacerdotes y dos religiosas que desempeñaban sus funciones en las distintas poblaciones de la capital y que conformaban el movimiento denominado Iglesia Joven, se tomaron por casi catorce horas la catedral de Santiago en un acto de protesta por la visita del Papa Pablo VI a la ciudad de Bogotá. Su lema: “Por una Iglesia junto al pueblo y sus luchas”, representaba la frustración que sentían al ver que la Iglesia de la que eran parte no se comprometía del todo con las reivindicaciones y sufrimientos de su pueblo. 
Tras haber realizado los días anteriores algunas advertencias, alrededor de las cuatro de la mañana ingresaron a sus dependencias y sin que mediase la participación de Carabineros abandonaron el lugar cercanas las cinco y media de la tarde. Durante el transcurso de la jornada muchos fueron los curiosos que se acercaron a presenciar lo que estaba ocurriendo. Las autoridades eclesiásticas lograron conversar con los implicados y monseñor Jorge Gómez afirmó que no autorizarían la entrada de fuerzas especiales, pues los reunidos les habían prometido que abandonarían la catedral en el transcurso del día[footnoteRef:4]. Así fue, pero a pesar de la salida pacífica el hecho dividió profundamente a la opinión pública. [4: El Mercurio, Santiago, 12 de agosto de 1968, p. 23.] 
Es importante destacar que mientras en algunas diócesis, como la de Santiago, la Iglesia marchaba a la cabeza de las transformaciones sociales, en otras, como en Valparaíso, hubo grandes dificultades para implementarlas[footnoteRef:5].Con todo, Iglesia Joven no era un grupo rupturista, al menos no en este momento, sino que más bien deseaba interpelar a la jerarquía sin negar sus funciones y competencias[footnoteRef:6]. Con el correr del tiempo, sin embargo, las distancias con la Iglesia oficial serán mucho más evidentes. [5: La historiadora Catalina Siles reconoce tres posturas al interior de la Iglesia chilena en aquellos años: una mayoría de la Conferencia Episcopal, bajo la dirección del cardenal Raúl Silva Henríquez, habría insistido en la necesidad de realizar un cambio estructural de la sociedad. Al igual que el Concilio Vaticano II, estos obispos señalaban que no podían desentenderse de la realidad nacional. Esto no quiere decir que pretendiesen introducirse en cuestiones de política contingente, pero sí que se preocupaban de dar ciertas directrices para trazar los fundamentos morales del país.
Una segunda tendencia se habría mostrado más conservadora y contraria a los nuevos aires renovadores del Concilio, criticando los cambios sociales que se proponían y la aplicación de la Doctrina Social de la Iglesia en materias políticas. A este grupo adscribirían los simpatizantes de Fiducia.
Finalmente se habría encontrado un tercer grupo, los “cristianos de avanzada”, críticos a las estructuras eclesiásticas y a su colaboración con el régimen dominador. Según Siles en ellos se advertía una clara politización de su mensaje y una importante presencia intelectual, aunque sin mayor arraigo en las comunidades de base. Este último punto, sin embargo, merece cuestionarse. Catalina Siles, Teoría y praxis de la Teología de la Liberación en Chile entre 1968-1973, Santiago, Tesis de Magíster PUC, 2013, pp. 29-33.] [6: María Antonieta Huerta y Luis Pacheco Pastene, La Iglesia chilena y los cambios sociopolíticos, Santiago, Pehuén Editores, 1988, pp. 256-258.] 
En cuanto a los testigos de los hechos, éstos reaccionaron de muy variadas maneras. El Mercurio recoge varios testimonios, entre los que destaca el de un sacerdote español que defendió a los involucrados en la toma y señaló que Camilo Torres, sacerdote colombiano muerto en un enfrentamiento entre las tropas guerrilleras y el ejército en un lugar cercano a Bucaramanga dos años antes, era un santo y un ejemplo a seguir. Otros pensaban que debía respetarse el oficio religioso y finalmente también intervino un comerciante que consideró todo el asunto como una broma de mal gusto[footnoteRef:7]. Precisamente será ésta la reacción que más se repetirá. [7: El Mercurio, Santiago, 12 de agosto de 1968, pp. 33-34.] 
Fue tal la indignación que se produjo entre la derecha católica, e incluso entre los que favorecían el diálogo y tenían opiniones más de centro, como el arzobispo de Santiago, cardenal Raúl Silva Henríquez[footnoteRef:8], por aquello que veían como la profanación del más sagrado de los templos nacionales, que los sacerdotes fueron suspendidos temporalmente de sus funciones. El cardenal sólo se retractó tras recibir una carta firmada por los miembros de Iglesia Joven y haber conversado personalmente con algunos de los que habían participado de la toma. Pero aunque el arzobispo supo perdonar y dar vuelta la página ante un hecho lamentable, la prensa estuvo más interesada en resaltar la infiltración marxista en el seno de la Iglesia que en los desmanes cometidos por los manifestantes[footnoteRef:9]. Todavía el fantasma de la toma será recordado años más tarde por el grupo integrista Fiducia como una “sacrílega osadía” en el nombre del “anti-credo de Satanás[footnoteRef:10]”, el marxismo; y el obispo emérito de Puerto Montt, monseñor Jorge Hourton, reconocido por su labor en la defensa de los derechos humanos en los tiempos de la Dictadura, expondrá en sus memorias el rechazo que le produjo el evento en cuestión[footnoteRef:11]. Hasta el Vaticano tendrá una palabra que decir frente al asunto, desconociendo el sentimiento de pertenencia a la Iglesia que habría movido a los activistas[footnoteRef:12]. Que haya causado tanto revuelo nos ayuda a comprender entonces cómo se desarrollarán las cosas años más tarde, cuando la acusación de infiltración marxista de la Iglesia sea pan de cada día y gobierne el país una Junta Militar declaradamente anticomunista. [8: El cardenal se referiría a este hecho como “La acción de unos pocos sacerdotes descontrolados, olvidados de su misión de Paz y Amor, ha llevado a un grupo de laicos y de jóvenes a efectuar uno de los actos más tristes de la historia eclesiástica de Chile”. Raúl Silva Henríquez, op. cit., p. 141.] [9: Mensaje, n° 172, septiembre 1968, p. 404.] [10: Fiducia, La Iglesia del Silencio en Chile. La TFP proclama la verdad entera, Santiago, Sociedad Chilena de Defensa de la Tradición, Familia y Propiedad, 1976, p. 99.] [11: “[...] me cayó muy mal la actitud de este grupito liderado por Leonardo Jeff, que no representaba a mucha gente”. Jorge Hourton, Memorias de un obispo sobreviviente. Episcopado y Dictadura, Santiago, LOM Ediciones, 2009, p. 119.] [12: Para L'Osservatore Romano “el ‘gran amor’ a la Iglesia, expuesto mediante el canto de tonadas folklóricas y el fumar cigarrillos frente al altar (como puede leerse de los despachos de Santiago) es poco convincente”. El Mercurio, Santiago, 14 de agosto de 1968, p. 1. ] 
Por último, conviene tener presentes las reflexiones de Mensaje aparecidas en el número de septiembre de 1968, potentes por provenir de un organismo eclesial:
Cristo no necesita de multitudes que canten por las calles y aclamen a su Vicario [el Papa], ni miles de cirios, ni de hermosos altares. Cristo, presente en el pobre, necesita de la acción [las cursivas están en el original] de los que creen en Él, de una acción decidida, valiente y generosa, destinada a cambiar las condiciones de vida de una masa latinoamericana, explotada a veces por los mismos cristianos [las cursivas son mías][footnoteRef:13]. [13: Mensaje, n° 172, septiembre 1968, p. 431.] 
1. La reforma agraria y la vocación por los oprimidos
Uno de los debates más recurrentes y candentes a nivel político y social fue el de una reforma agraria, cuya puesta en marcha fue presentada como una de las necesidades más urgentes para la Iglesia. A diferencia de los grupos políticos que veían en el reparto de tierras una cuestión puramente económica, la Iglesia postulaba una reforma que significase una promoción de los valores del trabajo, de la familia, de la moral y de la fe en el campesinado, todo ello sumado a la entrega de herramientas que le permitiesen volver rentable la tierra.
El obispo de Talca, monseñor Manuel Larraín, y el arzobispo de Santiago fueron dos grandes defensores de esta reforma y dieron ejemplo repartiendo varios predios de sus diócesis.
A su vez la llegada a La Moneda de Eduardo Frei Montalva y de su idea de revolución en libertad permitió por primera vez en la historia chilena la convergencia de una visión de cambio dentro de la Iglesia y la de un partido político inspirado en estos principios. A diferencia de lo que estaba ocurriendo en Cuba, donde Fidel Castro había logrado derrocar a Fulgencio Batista con la ayuda de la guerra de guerrillas, Frei se propuso llevar a cabo una revolución en la sociedad, en la cultura y en la agricultura sin derramar una sola gota de sangre y sin tener que renunciar a la libertad de una sociedad democrática y de inspiración cristiana. La impresión que causó este discurso fue tan positiva entre algunos círculos católicos que la revista Mensaje llegó a decir que la revolución que se iba a desarrollar en Chile podía poner fin a la Guerra Fría[footnoteRef:14]. Esto debido a que el programa de Frei apelaba al concepto de revolución, propio del bloque socialista, pero al mismo tiempo se esforzaba en mantener la legalidad y la institucionalidad tan queridas por un Occidente temeroso de cualquier fuerza violenta capaz de sacudir los cimientos políticos y sociales. [14: Mensaje, n° 133, octubre 1964, p. 482.] 
Todas estas ideas iban en consonancia con el estilo de vida cristiana promovido por el ConcilioVaticano II. La experiencia práctica de la teología latinoamericana invitaba a hacerse cargo de los problemas de los trabajadores en base al diálogo y a los actos de buena fe, ya que ésta sin justicia para con los más necesitados no era sino una fe vacía carente de sentido verdadero[footnoteRef:15]. [15: “Un cristianismo satisfecho de sí mismo es un triunfalismo, incapaz de afrontar la realidad tal cual es. Un cristianismo que no se proponga como tarea el realizar la justicia, como compromiso de Fe, generalmente insiste en predicar una resignación en expectativa del más allá y ello provoca en los fieles una alienación”. Fernando Aliaga, Historia de los movimientos apostólico-juveniles de Chile, Santiago, Equipo de Servicios de la Juventud (ESEJ), 1973, p. 21.] 
Con este impulso eclesiástico vieron la luz grupos que pretendieron acercar a la Iglesia a jóvenes y adultos por medio de temáticas propias de su edad (comunidades enfocadas en la música, trabajos voluntarios en el campo y en las poblaciones, conciertos, etc.), pero la coyuntura política hizo que se produjese un cambio en la forma de conducirlos. En la medida en que comenzaron a originarse los primeros golpes de Estado latinoamericanos algunos sacerdotes colgaron la sotana y se volcaron a la guerrilla, remeciendo toda la estructura eclesiástica.
Fue así como al mismo tiempo que la Iglesia manifestaba su opción preferencial por los pobres fueron creciendo las denuncias que la acusaban de estar siendo infiltrada por la izquierda, desconociendo sus críticos el origen evangélico de la vocación de servicio a la que adscribían. Al despuntar el año de 1970 un nuevo proceso electoral se inició en Chile, uno que terminó por llevar a un candidato marxista a ocupar el sillón presidencial. En un hecho histórico, el triunfo de Salvador Allende despertó amplias simpatías entre los sectores populares, pero, del mismo modo, no fueron pocos los que mostraron su escepticismo y rechazo ante la perspectiva de ser gobernados por un socialista. La Iglesia, como institución formada por seres humanos, tampoco estuvo libre de estas disputas. 
1. La lucha de la Iglesia por alcanzar la reconciliación nacional durante el gobierno de Salvador Allende
Para comprender mejor qué entendió la Iglesia chilena y cuál fue la importancia que le otorgó a la idea de reconciliación en los momentos previos al golpe de Estado conviene tener presentes algunas de las indicaciones que la Conferencia Episcopal le dio a sus fieles en Evangelio, política y socialismos, escrito poco antes de cumplirse el primer año de gobierno de Salvador Allende. En él los obispos reconocieron que la Iglesia no puede excluir a alguien por sus ideas políticas, pues el Evangelio está destinado a todos los hombres sin distinciones de ningún tipo. Mucho menos puede abandonar a un grupo porque los demás creyentes lo consideren pecador o peligroso. El mismo Jesús rechazó esta postura manifestando en su ministerio que había venido a salvar a los pecadores[footnoteRef:16]. Militar en un partido o sentir simpatías por la izquierda no podía ser sinónimo de no ser cristiano, como tampoco lo era votar por la derecha. El documento también es enfático en señalar la opción preferencial de la Iglesia por los que sufren, especialmente los pobres y abandonados. Esto no quería decir que se identificase a Cristo de forma exclusiva con una clase social o un partido político, como aseguraban algunos, sino que Dios, a través de su Iglesia, se preocupa especialmente de los más necesitados, tanto en su dimensión espiritual como material[footnoteRef:17]. [16: “Jesús tomó la palabra y les dijo: ‘No son las personas sanas las que necesitan médico, sino las enfermas. He venido, no para llamar a los buenos, sino para invitar a los pecadores a que se arrepientan’”. Lc 5, 31-32; “Jesús [...] les dijo: ‘No son los sanos los que necesitan al médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores’”. Mc 2, 17.] [17: Conferencia Episcopal de Chile, Evangelio, política y socialismos, Santiago, 27 de mayo de 1971, 13-15.] 
A raíz del Concilio Vaticano II y de la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe fueron muchos los sacerdotes que se dedicaron a la misión pastoral en poblaciones obreras, convirtiéndose en varios casos ellos mismos en trabajadores manuales. La Iglesia latinoamericana comenzó a reflexionar de forma intensa sobre la necesidad de transformaciones sociales profundas, por lo que no fue extraño que miembros del clero sintiesen simpatías por los gobiernos de izquierda que prometían realizarlas. Por ejemplo, las conclusiones de Medellín sugerían que la opresión ejercida por los grupos de poder generaba la falsa impresión de paz pero que en realidad no era sino un germen para rebeliones y futuras guerras. La paz verdadera sólo se alcanzaría creando un orden nuevo en el que todos participasen activamente[footnoteRef:18]. [18: II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, II, 14. ] 
Esto constituyó una gran novedad porque ya no existió un rechazo a priori a los gobiernos de corte socialista. La revista Mensaje señaló en su número de octubre de 1970, a raíz de las diversas reacciones que despertó el triunfo de Salvador Allende, que 
Esperábamos más de la madurez y serenidad de los chilenos. Pero, al parecer, la simplista y sistemática campaña del terror – el triunfo de Allende significa paredones, la implantación del régimen cubano, el imperialismo soviético, el fin de todas las libertades, la ruina económica, etc. – ha producido en vastos sectores sus nefastos efectos y, por otra parte, la desconfianza y la imagen distorsionada que muchos tienen del socialismo y del comunismo han contribuido a expandir el temor[footnoteRef:19]. [19: Mensaje, n° 193, octubre de 1970, p. 454.] 
En este extracto se puede apreciar un llamado a la calma y una advertencia a quienes se apresuraban a sacar conclusiones sobre una ideología que nunca antes se había probado en Chile. El respeto por las instituciones democráticas y la participación ciudadana eran una característica arraigada en el grueso de la Iglesia chilena y no el patrimonio de unos pocos grupos de avanzada. También es importante destacar la denuncia que la revista hace de los que jugaban con el miedo de las personas desplegando en la prensa una campaña de difamación y terror con la intención de desestabilizar al país. En esta línea Mensaje incluye el asesinato del general René Schneider, perpetrado, según ella, para defender una democracia limitada destinada a satisfacer los “mezquinos y egoístas intereses” de los victimarios[footnoteRef:20]. [20: Mensaje, n° 194, noviembre de 1970, p. 510.] 
La Conferencia Episcopal también se mostró contraria a precipitarse en los juicios relativos al nuevo gobierno. En un documento del 24 de septiembre de 1970, declararon que 
Es un hecho que el temor se ha apoderado de una parte de la familia chilena.
Se teme cambios precipitados, excesivos, errados. Se teme la cesantía, la escasez, la crisis económica. Se teme una dictadura, un adoctrinamiento compulsivo, la pérdida del patrimonio espiritual de la patria.
Otros en cambio no ven esos peligros o los aceptan. Se sienten animados por una gran esperanza y una voluntad constructiva.
Los Obispos somos pastores de los unos y de los otros. Sabemos que hay creyentes en todos los sectores. Y queremos hablar a todos ellos.
¿Cuál debe ser la actitud del cristiano en Chile hoy? ¿Evadirse, huir de los problemas? Nunca ha sido la enseñanza ni la actitud de Cristo. ¿Permanecer atemorizado y detenido en espera resignada de lo que venga? Tampoco. ¿Recurrir a la violencia? De ningún modo.
El camino cristiano es otro.
Buscar, junto con los demás, una solución justa, original y creativa a la problemática chilena. Tenemos primero que convertirnos a Dios, unirnos a Él en la oración, con un corazón purificado y sereno. Quitar de nosotros todo odio, todo rencor, llenar nuestra alma de los sentimientos de Cristo: rectitud, coraje, autenticidad, bondad.Y actuar. Comprometidos en la vida, en el estudio, en el trabajo, siempre al servicio de la verdad, de la justicia, con el pueblo, con la familia, con la juventud y con todas las fuerzas vivas de la patria, siempre con comprensión, con bondad para todos, e inteligente vigilancia como enseña el Evangelio[footnoteRef:21]. [21: CECH, Declaración de los Obispos chilenos sobre la situación actual del país, Punta de Tralca, 24 de septiembre de 1970, 6. ] 
Esta voluntad de apertura tampoco significó que la Iglesia se transformase en un títere de la Unidad Popular y que aceptase sus políticas públicas sin ninguna clase de cuestionamientos. Al contrario, el programa de la Educación Nacional Unificada, ENU, fue objeto de constantes revisiones y oposiciones por parte de la jerarquía, que pensaba que en caso de materializarse destruiría los valores humanos y cristianos a los que buena parte de la población adscribía. 
Por otro lado, en la declaración plenaria de la Conferencia Episcopal del 22 de abril de 1971, los obispos señalaron que era necesario buscar el diálogo para construir una patria común e invitaron a todos los sectores políticos a plegarse a él. Esto sólo sería posible en la medida en que estuviese sustentado en la sinceridad, el respeto y la lealtad de las diferentes partes involucradas, por lo que reiteraron su compromiso de colaborar con la legítima autoridad elegida por el pueblo. Sin embargo, no por ello dejaron de invocar el principio por el cual tenían la facultad de criticar los asuntos que tuviesen relación con el bienestar de los chilenos y que no se estuviesen desarrollando de manera óptima[footnoteRef:22]. [22: Mons. Carlos Oviedo Cavada, Documentos del Episcopado. Chile 1970-1973, Santiago, Ediciones Mundo, 1974, p. 56. Declaración de la Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal de Chile, “El Evangelio exige comprometerse en profundas y urgentes renovaciones sociales”, 22 de abril de 1971, 7-8.] 
Este espíritu de crítica constructiva fue lo que generó el rechazo de la jerarquía eclesiástica hacia Cristianos por el Socialismo, pues su lectura del Evangelio excluía a muchos católicos de la participación en la Iglesia[footnoteRef:23]. [23: Ibid., p. 122. Carta circular de Monseñor Carlos Oviedo, Secretario General de la CECH, a los presidentes de Conferencias Episcopales de América Latina, sobre Reunión Latinoamericana de “Cristianos por el Socialismo”, en Santiago de Chile, Santiago, 12 de enero de 1972.] 
Cristianos por el Socialismo nació a raíz de un encuentro realizado entre los días 14 y 16 de abril de 1971 en el que participaron ochenta sacerdotes de las diversas poblaciones de Santiago. El motivo que los convocó fue su preocupación por el rol que debían desempeñar como pastores en la construcción del socialismo, la vía política a la que había adscrito la mayoría de sus fieles. Después de un amplio debate llegaron a la conclusión que tenían que estar comprometidos con los cambios y las luchas de su pueblo, lo que en el contexto de la época significaba sumarse al proyecto de la Unidad Popular[footnoteRef:24]. Pero para muchos sacerdotes y laicos esta postura generaba una nueva clase de clericalismo, en el que los cristianos que no se plegasen a la visión de mundo compartida por ellos serían rechazados en su condición de creyentes. Igual de preocupante les resultaba el respaldo que hacían de la lucha armada y su falta de pluralismo democrático[footnoteRef:25]. El cardenal Silva se lamentaba de lo difícil que era no ver en sus actitudes y actividades una intención proselitista, situación que le dolía aún más al conocer y tener amistad con algunos de sus dirigentes como los sacerdotes Gonzalo Arroyo, Alfonso Baeza, Ignacio Pujadas, Esteban Gumucio, Sergio Torres y Santiago Thijssen[footnoteRef:26]. [24: Mario Amorós, op. cit., pp. 112.] [25: María Antonieta Huerta y Luis Pacheco Pastene, op. cit., pp. 286-287; Cf. Teresa Donoso, Historia de los Cristianos por el Socialismo en Chile, Santiago, Editorial Vaitea, 1975.] [26: Raúl Silva Henríquez, op. cit., pp. 202-205.] 
Todo esto se vio agravado por el rápido crecimiento que tuvo el movimiento, que alcanzó un importante peso mediático que para Fermandois superó por mucho la cantidad real de sus afiliados, que siguió siendo menor en comparación a la composición total de la Iglesia chilena[footnoteRef:27]. [27: Joaquín Fermandois, op. cit, pp. 420-421.] 
Una muestra de esta presencia fue la convocatoria y realización del Primer Encuentro Latinoamericano de Cristianos por el Socialismo entre los días 23 y 30 de abril de 1972, que no contó con la aprobación del cardenal Silva. El arzobispo de Santiago consideró que las jornadas tendrían hondas repercusiones políticas al involucrar a la Iglesia directamente con la revolución marxista. Sin embargo, el encuentro se llevó a cabo con la presencia de unos cuatrocientos sacerdotes provenientes de toda América Latina y con unos pocos europeos. La participación más controvertida la protagonizó el obispo mexicano de la diócesis de Cuernavaca, Sergio Méndez Arceo[footnoteRef:28]. Fue esta presencia la que resultó particularmente molesta a la Conferencia Episcopal, pues contravenía expresamente sus deseos de independencia partidista[footnoteRef:29]. [28: Mario Amorós, op. cit., p. 117.] [29: Mons. Carlos Oviedo, op. cit., p. 138. Carta de Monseñor Carlos Oviedo, Secretario General de la CECH., a Monseñor Sergio Méndez Arceo, Obispo de Cuernavaca, con motivo de su participación en el Encuentro Latinoamericano de Cristianos por el Socialismo, Santiago, 16 de mayo de 1972.] 
Lo cierto es que los obispos estaban en una situación muy delicada en la que de todos los frentes les llegaban acusaciones, ya fuese denunciando la tibieza que manifestaban con la solución de los problemas sociales o por su presunta alianza con el marxismo internacional. En este escenario la Iglesia se comportó como una institución de acogida en la que todos tenían cabida y que llamaba a mantener la calma y favorecer el diálogo. Así es como debe entenderse la idea de reconciliación surgida durante el gobierno de Salvador Allende: un llamado a escuchar y ver al otro como a un hermano con el que se pueden tener diferencias, pero que sigue siendo hijo de un mismo Padre y miembro de una misma familia[footnoteRef:30]. [30: Cf. Lc 15, 11-32.] 
 Cuando en octubre de 1972 el gremio de camioneros, respaldado por la derecha política y económica, paralizó el país por casi un mes entero, la Iglesia nuevamente se abocó a la tarea de mediar entre el gobierno y la oposición, en un esfuerzo por crear conciencia acerca de las terribles consecuencias que tendría para Chile el no volver a la normalidad en un plazo razonable. En este contexto la Conferencia Episcopal redactó una exhortación apostólica en la que se dirigió a sus fieles señalando que
 Más allá de los conflictos gremiales hay una confrontación sorda de grandes sectores de la población que podría desembocar en una lucha de imprevisibles consecuencias o en el aplastamiento y la exclusión de uno de esos sectores. Hay que hacer todo para evitarlo[footnoteRef:31]. [31: Mons. Carlos Oviedo, op. cit., p. 146. Exhortación de los Obispos de Chile: “Pedimos un espíritu constructivo y fraternal”, 21 de octubre de 1972, 2. Las cursivas son mías.] 
Poco menos de un año antes del golpe de Estado la Iglesia era consciente de la sangrienta represión que sufrirían quienes resultasen derrotados en una eventual guerra civil, por no mencionar a todos aquellos que perderían la vida en el transcurso de aquella lucha fratricida. Por ello Mensaje escribía que 
La novedad y la legitimación de la llamada “vía chilena” que proclama la UP radica en la convicción que la defensa de los intereses de los trabajadores no pasa necesariamente por la opresión ni por la sangre[footnoteRef:32]. [32: Mensaje, n° 213, octubre de 1972, p. 571.] 
Una auténtica revolución sería aquella en la que se estuviese dispuesto a generar las condiciones necesarias para que todos los chilenos pudiesen viviren armonía y con la confianza puesta en el respeto de su condición de personas. La Iglesia jerárquica actuó con mesura y como puente, ya que no estaba dentro de sus ideas profundizar la crisis y dividir todavía más a los creyentes en posturas irreconciliables. De hecho el cardenal Raúl Silva Henríquez fue una importante figura en el esfuerzo por generar consensos y acercar al gobierno con la Democracia Cristiana, aunque no encontró el espíritu receptivo para que pudiese dar frutos[footnoteRef:33]. [33: Hugo Cancino, Chile: Iglesia y Dictadura 1973-1989. Un estudio sobre el rol político de la Iglesia Católica y el conflicto con el régimen militar, Dinamarca, Odense University Press, 1997, pp. 19-20.] 
Esto se volvió aún más evidente en la medida en que se acercaba el golpe de Estado. En su mensaje de Navidad de 1972 los obispos recordaron que
Siempre pensamos que la paz depende de los demás. Nos creemos pacíficos y estimamos que los culpables de la falta de paz son los demás. Pero no es así.
El primer responsable de la falta de paz es uno mismo[footnoteRef:34]. [34: Mons. Carlos Oviedo, op. cit., p. 147. “La paz es posible”, Mensaje de Navidad del Comité Permanente del Episcopado de Chile, Santiago, 24 de diciembre de 1972, 5-6. Las cursivas son mías.] 
Esta dura afirmación está en sintonía con el pluralismo democrático que defendió la Conferencia Episcopal y que hunde sus raíces en la comparación que hace san Pablo entre los distintos órganos del cuerpo humano y la pertenencia de todos los fieles al cuerpo de Cristo, la Iglesia[footnoteRef:35]. Cada uno de los actores políticos resultaba importante para la conformación del debate nacional. En la medida en que uno de estos grupos fuese marginado o no participase de la construcción de la República, el cuerpo entero, en este caso Chile, sería afectado en su correcto funcionamiento. La concepción que se encuentra detrás es muy simple: el todo es mayor que las partes y sin una de las partes no puede existir el todo. [35: 1 Cor 12, 12-27.] 
El mismo llamado a la unidad y a buscar los elementos comunes que se comparten en lugar de las diferencias que dividen se puede apreciar en el número de Mensaje de julio de 1973, que citando un documento de la Iglesia de Santiago afirma que:
Pedimos buscar más lo que nos reúne y no lo que nos divide. Nos parece necesario servir más a los hombres concretos, con nombres y con rostros, antes que jugar con definiciones o palabras. Valen más los hombres que los sistemas; importan más las personas que las ideologías. Las ideologías dividen; la historia, la sangre, la lengua común, el amor humano y la tarea semejante que los chilenos tenemos hoy deben ayudarnos a formar una familia. Nuestra palabra no tiene otro objetivo ni otra esperanza que la de ayudar a mirarnos como iguales, como hermanos. No merecemos vivir en la angustia, la incertidumbre, el odio o la venganza[footnoteRef:36]. [36: Mensaje, n° 220, julio de 1973, p. 336. CECH, “Solo con amor se es capaz de construir un país”. Carta pastoral de los Obispos de la provincia eclesiástica de Santiago, Santiago, 1 de junio de 1973.] 
En su mensaje de Pentecostés la Conferencia Episcopal utilizó expresamente el concepto de reconciliación para referirse a la coyuntura política. Haciendo referencia al Año Santo proclamado por el Papa Pablo VI para 1975, la Iglesia señaló que la urgencia de la reconciliación tal vez nunca se había sentido tan fuerte como en el aquel momento de la historia nacional[footnoteRef:37]. Lo mismo pudo observarse semanas más tarde durante la celebración de la fiesta de la Virgen del Carmen, cuando los obispos convocaron a una jornada de oración por la paz en Chile y recordaron que [37: Mons. Carlos Oviedo, op. cit., p. 168. Exhortación del Comité Permanente del Episcopado para la reconciliación, como tema del Año Santo, Santiago, Fiesta de Pentecostés del año 1973, 2.] 
La Virgen del Carmen inspiró a los Padres de la Patria cuando luchaban por la Independencia. [Pero] ¿De qué nos serviría lo que ellos ganaron tan duramente si ahora asesinamos [a] la nación?[footnoteRef:38] [38: Ibid., p. 173. “La paz de Chile tiene un precio”. Exhortación del Comité Permanente del Episcopado de Chile. Festividad de la Virgen del Carmen, Santiago, 1973, 10.] 
Los obispos eran conscientes de la grave situación que atravesaba el país y por ello, aunque no pertenecían a un grupo político, se sintieron impelidos a hacer un llamado a la unidad y a evitar que se “pisotee la sangre de Cristo en una guerra fratricida[footnoteRef:39]”. [39: Ibid., p. 171.] 
No obstante, la suerte de muchos quedó sellada cuando en la madrugada de un 11 de septiembre los cuarteles se abrieron y de ellos salieron los tanques y soldados que sitiaron el centro de Santiago. 
1. La perspectiva de diálogo y reconciliación según Fiducia 
Desde la década de los ’60 una parte de los católicos se sintió profundamente disconforme y molesta con el aggiornamento promovido por el Papa Juan XXIII y otros obispos en el interior de la Iglesia. Esto se vio acentuado aún más con la realización del Concilio Vaticano II y con el rumbo que tomaron varias conferencias episcopales después de él. 
En el Brasil de 1960 el ex diputado Plinio Correa de Oliveira formó la Sociedad Brasileña de Defensa de la Tradición, la Familia y la Propiedad, que se distinguió por ser una institución profundamente intolerante con las nuevas ideas del catolicismo y por su fuerte anticomunismo. A su vez, en el resto del continente se crearon diversas filiales del movimiento y Chile no fue una excepción: en 1962 estudiantes de la Universidad Católica fundaron la revista Fiducia y un par de años más tarde ingresaron al circuito internacional de TFP (Tradición, Familia y Propiedad)[footnoteRef:40]. [40: Luis Eduardo González Navarro, “Fiducia y su cruzada en contra de la Democracia Cristiana. Chile 1962-1967”, en Revista Divergencia, n°1, Viña del Mar, enero-junio 2012, p. 25. ] 
Para ellos tanto la toma de la Universidad Católica como la ocupación de la catedral de Santiago en 1968 fueron posibles gracias a las simpatías del cardenal Silva Henríquez por los sectores de izquierda, con los que no habría actuado como un mediador sino más bien como un activo promotor, envalentonando a unos pocos extremistas a seguir por el camino de la vía armada[footnoteRef:41]. En esta misma línea situaban la visita del arzobispo de Olinda y Recife, Helder Cámara, calificado por ellos como el Obispo Rojo, quien habría encendido el fuego revolucionario en los estudiantes universitarios al despuntar el año académico de 1968[footnoteRef:42]. [41: Fiducia, op. cit., p. 85. ] [42: Ibid., pp. 87-88.] 
A diferencia de lo que estaba sucediendo en la Conferencia Episcopal y en otros sectores de la Iglesia, para los seguidores de Fiducia todo diálogo con el marxismo debía ser desestimado por completo. Para sus partidarios dicha ideología había demostrado que sus principios atentaban directamente contra los pilares de la sociedad cristiana, por lo que no podía ni pensarse en la posibilidad de conversar con sus representantes. El miedo al cambio que experimentaron en una década bastante tumultuosa los llevó a cuestionar la participación política en una democracia pluralista que podía prestarse para múltiples excesos. En esto no diferían mayormente de los uniformados que gobernaron el país entre 1973 y 1990.
El reconocimiento que le brindó la Iglesia a Allende tras ser ratificado como presidente por el Congreso, aunque sólo contaba con una mayoría relativa y una buena cantidad de los parlamentarios de derecha y de la Democracia Cristiana se opusieron a que ocupase su cargo, les resultó desconcertante. Más tarde dirán que esta condescendencia, y hasta simpatía, con la Unidad Popular posibilitó los tres años del calvario socialista[footnoteRef:43]. En pocas palabras, la intervención de la Iglesia habría sido crucial en el proceso de polarización y de crisis de la República. La jerarquía habría tenido la posibilidad de impedir su ascenso, pero alpermitir que los fieles votasen por Allende, en lugar de condenarlo como a un enemigo de la patria, el marxismo tuvo la oportunidad de asentarse en el territorio nacional. [43: Ibid., p. 139.] 
No fueron pocas las familias que temieron lo peor de un gobierno que intuían totalitario y dispuesto a arrasar con los bienes acumulados por generaciones o por años de trabajo. Por ello cuando en 1971 se realizaron elecciones municipales y el episcopado nuevamente se negó a esgrimir razones religiosas para impedir que los católicos votasen por los candidatos de izquierda, Fiducia acusó a los obispos de oponerse a la resistencia que los genuinos cristianos estaban emprendiendo en esta cruzada, puesto que desde su perspectiva las principales causas por las que no se podía apoyar a la Unidad Popular eran de carácter religioso y moral[footnoteRef:44]. [44: Ibid., p. 151.] 
Todo aquello que amenazase el statu quo social era tildado como socialista por los miembros de PFT, por lo que desde su perspectiva el gobierno democratacristiano de Eduardo Frei Montalva también se había esforzado en pervertir el orden natural de las cosas al proponer un igualitarismo propenso a arrasar con la sociedad jerárquica y las tradiciones. En esto también la Iglesia habría desempeñado un papel nefasto[footnoteRef:45]. Por ello la sola idea de reconciliación con la Unidad Popular les resultaba impensada y hasta desagradable, pues significaba la convivencia pacífica con aquello que identificaban como la “gangrena marxista[footnoteRef:46]”. No es extraño entonces que en el transcurso de la administración de Allende esperasen ansiosos la intervención de las fuerzas armadas, hecho que para ellos haría posible el auténtico renacer de Chile. Fue así como tras el golpe de Estado siguieron mostrando sus molestias con los obispos que [45: Ibid., p. 245.] [46: Ibid., p. 20.] 
Salvo algunos elogios protocolarios y vacíos dirigidos a las autoridades militares que tomaron a su cargo la tarea sobrehumana de reconstruir el País, [...] pasaron a obstaculizar la heroica lucha del Chile católico por afirmar su destino. Ni su celo pastoral ni su patriotismo parecieron conmoverse ante el espectáculo de una nación pequeña que, como David contra Goliat, decidió enfrentar al coloso comunista ante el cual se doblegan, misteriosamente, dirigentes religiosos, políticos y empresariales en diversas naciones del mundo entero[footnoteRef:47]”. [47: Ibid., p. 23.] 
1. A tiempos difíciles, opciones valientes: La labor de la Iglesia chilena en la protección de los derechos humanos durante la Dictadura
El golpe de Estado perpetrado por las fuerzas armadas en la mañana del 11 de septiembre de 1973 supuso no solamente el quiebre de una institucionalidad respetada en Occidente, sino también el inicio de un largo proceso de persecución, tortura, exilio, muerte y desaparición de miles de chilenos y extranjeros residentes en nuestro país. Paul Drake, en el prólogo del libro de María Angélica Cruz, se aventura a considerar este acontecimiento como el más traumático del siglo XX sudamericano, al menos a los ojos del mundo[footnoteRef:48]. Para el historiador estadounidense el golpe demostró que cualquier democracia corre el riesgo de ser pisoteada por el ejército y constituyó un retroceso no sólo para el marxismo, sino también para las corrientes reformistas y para el populismo latinoamericano en general[footnoteRef:49]. [48: María Angélica Cruz, Iglesia, represión y memoria. El caso chileno, Madrid, Siglo XXI Editores, 2004, p. XIII.] [49: Ibid., p. XIV.] 
Frente a las inseguridades del momento la Iglesia no tardó en pronunciarse ante los hechos que se fueron conociendo por goteo, convirtiéndose en la única voz disidente medianamente tolerada por el nuevo régimen, pues todos los miembros de la Junta se declararon católicos y manifestaron su pretensión, al menos en el papel, de restaurar la civilización cristiana atacada por el marxismo internacional. El jesuita Jeffrey Klaiber va más lejos al indicar que Augusto Pinochet se dejó llevar por un sentido mesiánico, fusionando símbolos religiosos con una misión política y militar. De esta forma la Dictadura guiada por él habría iniciado una cruzada contra la herejía marxista que arrebataba a Dios de las conciencias de los hombres y al no obtener el apoyo esperado por parte de la jerarquía eclesiástica buscó su legitimidad en grupos protestantes fundamentalistas que defendían los valores de orden, respeto y autoridad supuestamente perdidos después del Concilio Vaticano II[footnoteRef:50]. [50: Jeffrey Klaiber s.j., Iglesia, dictaduras y democracia en América Latina, Lima, Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 1997, pp. 87-89. Cf. Jorge Hourton, op. cit., p. 166.] 
Sin embargo, a pesar del activo protagonismo que tuvo la Iglesia en la atención de las víctimas de violación a los derechos humanos y a la denuncia rápida que hizo, primero de lo que consideró excesos de algunos pocos uniformados y más tarde parte de un sistema de violencia estructural, se ha tendido a señalar más bien el carácter ambiguo existente entre la praxis y el discurso eclesiástico. Esta postura se apoya en declaraciones como las de monseñor Carlos Camus, quien en una entrevista dada el 14 de abril de 1975 señaló que 
“[…] en la doctrina de la Iglesia, en las consecuencias del Evangelio, no puede haber discrepancias [entre los obispos], porque tenemos la misma fuente de formación. En lo que hay discrepancia – y creo que es normal que la haya; y nadie se escandaliza de ello – es en la apreciación de la realidad[footnoteRef:51]”. [51: Eugenio Yáñez, La Iglesia y el Gobierno Militar. Itinerario de una difícil relación (1973-1988), Chile, Editorial Andante, 1989, p. 39] 
Otro tanto puede decirse de las memorias del cardenal Silva, quien al hablar del 11 de septiembre reconoce que ese día los obispos coincidieron en que 
[…] el golpe había sido previsible y casi inevitable; estábamos conscientes, como muchos en el país, de que la última etapa del gobierno de la UP nos había acercado como nunca antes a un clima de guerra civil, cuya resolución era imprevisible, pero de todas maneras sangrienta; creíamos sinceramente que las Fuerzas Armadas pondrían fin al clima de violencia, y que luego, a la brevedad posible, como en sus propias declaraciones lo decían, retornarían a sus funciones profesionales. De modo que no había en nuestras palabras ánimo de reproche ni nada parecido[footnoteRef:52]. [52: Raúl Silva Henríquez, op. cit., p. 288. Las cursivas son mías.] 
Si bien la posibilidad de un golpe de Estado rondaba en el ambiente de septiembre de 1973, vivirlo fue diferente. Como muchos chilenos, el cardenal Silva se enteró de lo que estaba sucediendo en el centro de Santiago gracias a la información de terceros, pues no había abandonado su residencia en la comuna de Ñuñoa cuando los tanques salieron a las calles. Ese día el teléfono no dejó de sonar, tanto para reportar lo que estaba pasando en las parroquias de los sectores populares – por ejemplo en la de San Cayetano, en La Legua, un grupo de jóvenes se organizó con el sacerdote belga Luis Borremans para atender a los heridos, siendo detenidos por fuerzas de seguridad que consideraron que estaban armando un policlínico clandestino – como para saber sobre el estado en el que se encontraba el cardenal[footnoteRef:53]. [53: Raúl Silva Henríquez, op. cit., pp. 283-284.] 
En estas circunstancias la Conferencia Episcopal de Chile (CECH) se reunió rápidamente para sacar dos días más tarde un documento en el que manifestaron su opinión acerca de los recientes eventos que conmocionaron al país:
Consta al país que los Obispos hicimos cuanto estuvo de nuestra parte porque se mantuviera Chile dentro de la Constitución y de la Ley y se evitara cualquier desenlace violento como el que ha tenido nuestra crisis institucional. Desenlace que los miembros de la Junta de Gobierno han sido los primeros en lamentar.
Nos duele inmensamente y nos oprime la sangre que ha enrojecido nuestras calles,nuestras poblaciones y nuestras fábricas – sangre de civiles y sangre de soldados – y las lágrimas de tantas mujeres y niños. 
Pedimos respeto por los caídos en la lucha y, en primer lugar, por el que fue hasta el martes 11 de septiembre, Presidente de la República.
Pedimos moderación frente a los vencidos. Que no haya innecesarias represalias. Que se tome en cuenta el sincero idealismo que inspiró a muchos de los que hoy han sido derrotados. Que se acabe el odio, que vuelva la hora de la reconciliación.
Confiamos que los adelantos logrados en Gobiernos anteriores por la clase obrera y campesina, no volverán atrás y, por el contrario, se mantendrán y se acrecentarán hasta llegar a la plena igualdad y participación de todos en la vida nacional.
 Confiando en el patriotismo y el desinterés que han expresado los que han asumido la difícil tarea de restaurar el orden institucional y la vida económica del país, tan gravemente alterados, pedimos a los chilenos que, dadas las actuales circunstancias, cooperen a llevar a cabo esta tarea, y sobre todo, con humildad y con fervor, pedimos a Dios que los ayude.
La cordura y el patriotismo de los chilenos, unidos a la tradición de democracia y de humanismo de nuestras Fuerzas Armadas, permitirán que Chile pueda volver muy luego a la normalidad institucional, como lo han prometido los mismos integrantes de la Junta de Gobierno y reiniciar su camino de progreso en la Paz[footnoteRef:54]. [54: CECH, Declaración del Comité Permanente del Episcopado sobre la situación del país, Santiago, 13 de septiembre de 1973. ] 
El nuevo gobierno no encontró un apoyo irrestricto de la jerarquía eclesiástica a su intervención, por lo que rechazó la solicitud del régimen de celebrar un Te Deum de acción de gracias durante las Fiestas Patrias y, por primera vez en la historia republicana, sólo se efectuó una liturgia de oración por Chile. Ésta no se llevó a cabo en el tradicional espacio catedralicio, sino en la iglesia de la Gratitud Nacional, donde miembros de diferentes credos pidieron por los caídos y por la reconciliación de los chilenos, mientras distintas unidades de comandos acordonaban el recinto con un despliegue militar particularmente intenso[footnoteRef:55]. [55: El Mercurio, Santiago, 19 de septiembre de 1973, pp. 1 y 15.] 
Inmediatamente después del golpe de Estado las personas comenzaron a acudir en masa a iglesias y capillas buscando ayuda e información sobre el paradero de sus familiares y amigos detenidos[footnoteRef:56]. El cardenal Silva se dirigió entonces al Estadio Nacional, reconvertido en un gigantesco campo de concentración, ya que entre su círculo se comentaba que allí se estaban cometiendo toda clase de abusos. Tocado por el hacinamiento y las súplicas de los internos el arzobispo no pudo contener las lágrimas[footnoteRef:57]. Fue fraguándose así la futura política eclesial: [56: Cristián Precht, En la Huella del Buen Samaritano. Breve Historia de la Vicaría de la Solidaridad, Santiago, Editorial Tiberíades, 1998, p. 17; Raúl Silva Henríquez, op. cit., p. 295.] [57: Ibid., pp. 293-295.] 
Nosotros supimos desde el primer momento que debíamos estar al lado de las víctimas, sin que nos importara su color ni su ideología. Nuestra obligación era salvaguardar la vida humana, y para ello debíamos proteger intransigentemente los derechos de las personas. Yo diría que en esto no hubo nunca desacuerdos entre los obispos de Chile; cosa muy diversa es que algunos prefiriesen una intervención militar prolongada, o incluso que expresaran con dureza su rechazo al régimen depuesto[footnoteRef:58]. [58: Ibid., p. 292.] 
El 3 de octubre de 1973 se fundó el Comité Nacional de Ayuda a los Refugiados, CONAR, con la participación ecuménica de distintas iglesias cristianas y de la comunidad judía, siendo presidido por el obispo luterano Helmut Frenz en colaboración con el obispo católico Fernando Ariztía. Gracias a este organismo alrededor de 5.000 extranjeros que no estaban en condiciones de regresar a sus respectivos países – muchos de ellos ya se encontraban exiliados – pudieron abandonar Chile entre los meses de octubre de 1973 y febrero de 1974[footnoteRef:59]. Esta cifra resulta particularmente importante cuando se la compara con los más de 5.000 recursos de amparo que se pusieron en los tribunales entre el 11 de septiembre de 1973 y comienzos de 1979, pues sólo uno de ellos logró ser acogido por la justicia[footnoteRef:60]. Pero si los extranjeros se hallaban en una situación delicada frente al brote de xenofobia que las acusaciones de espionaje realizadas por el gobierno producían entre la población, los chilenos sufrieron atropellos muchas veces peores. [59: Hugo Cancino, op. cit., p. 30. ] [60: Sofía Correa et al., Historia del siglo XX chileno, Santiago, Editorial Sudamericana, 2001, p. 283.] 
Al igual que en la defensa de los inmigrantes y refugiados, el mundo católico y protestante junto al Gran Rabino se aliaron para formar el Comité Ecuménico de Cooperación Para la Paz en Chile, conocido simplemente como el Comité Pro Paz. Dicha institución recibió desde su primer día cientos de denuncias sobre arrestos arbitrarios y otras situaciones irregulares que se estaban produciendo a lo largo de todo Chile. Mientras tanto, la caza de brujas de las que fueron víctimas sacerdotes y laicos vinculados al mundo popular se volvió sistemática[footnoteRef:61]. La Iglesia vivió en carne propia lo que significaba ser perseguida, por más que se tratase de una práctica selectiva que no afectó a todos los católicos por igual. Sin embargo, frente a estos hechos se produjo una de las acciones más cuestionables de los obispos en los años de la Dictadura, sobre todo al compararla con la labor realizada en paralelo. [61: Raúl Silva Henríquez, Memorias. Tomo III, Ascanio Cavallo (ed.), Santiago, Ediciones Copygraph, 1994, p. 15; Carlos González Cruchaga, ¿Y qué hiciste con tu hermano? Testimonio de un obispo, 1973 a 1990, Santiago, LOM Ediciones, 2008, pp. 22-23.] 
En un intento por demostrar cierta buena voluntad hacia el gobierno, la CECH publicó el documento Cristianismo y Política, elaborado con anterioridad al golpe, pero publicado a comienzos de 1974. En él se dejó en una posición bastante complicada a los miembros de Cristianos por el Socialismo. Gran parte de su texto se dedicaba a condenar al movimiento, al que se acusaba de confundir las competencias de la Iglesia con las del mundo civil, volviéndose en la práctica un partido político más[footnoteRef:62]. Esto supuso reabrir el debate sobre la peligrosidad de ciertos sacerdotes y dar un margen para la acción represiva de los uniformados, represión que como se sospechaba en la época hacía uso extensivo e intensivo de la tortura. [62: CECH, Cristianismo y Política. Hablan los Obispos chilenos, Santiago, 1974.] 
En el nuevo año de 1974 la Iglesia siguió orientada a alcanzar la reconciliación de todos los chilenos. Con motivo de la preparación del Año Santo convocado por Pablo VI para 1975 los obispos esperaron obtenerla a través de “una toma de conciencia más profunda del carácter fraternal de la humanidad, de la dignidad inviolable del ser humano que deriva de nuestro común origen divino y del hecho de que Dios se haya hecho, en Cristo, un hombre como nosotros[footnoteRef:63]”. [63: CECH, La Iglesia Católica chilena y el Año Santo, Santiago, 29 de marzo de 1974.] 
Los meses siguientes al golpe provocaron una fuerte tensión al interior de la Iglesia, pues el arzobispo de Santiago no dejó de mantener reuniones con Pinochet en las que le transmitía la preocupación que existía entre los obispos por los cuerpos encontrados en el río Mapocho y por las constantes noticias de abusos que les llegaban desde Arica a Punta Arenas. Consultado al respecto, el general se limitaba a asegurar que esta era una situación esperable en tiempos de guerra pero se comprometía a detener los arrestos y fusilamientos lo antes posible, aunque sin atreverse a entregar plazos concretos para la normalización del país[footnoteRef:64]. Frentea esto la mayoría de los obispos quería romper relaciones con el gobierno, pero el cardenal se oponía ya que pensaba que obrar así desencadenaría una radicalización de las persecuciones[footnoteRef:65]. [64: Raúl Silva Henríquez, Memorias. Tomo III, p. 23.] [65: Ibid., p. 27.] 
Estas controversias llegaron incluso hasta el Vaticano. Aprovechando una visita a Pablo VI a finales de octubre de 1973, el pontífice lo interpeló acerca de lo que estaba sucediendo en Chile. El Papa era de la idea de entregar un comunicado condenando el golpe y la violencia de las fuerzas armadas, pero don Raúl le contestó que la Iglesia chilena todavía estaba a la espera de ver cómo evolucionaban las cosas. Pensaba que si de verdad querían garantizar el respeto a los derechos humanos “era indispensable que nuestras relaciones con el gobierno militar fuesen buenas y que sus dirigentes no nos viesen como adversarios”, por lo que había que reflexionar bastante antes de llevar a cabo cualquier acción de condena. Pablo VI accedió a su petición pero precisó que la Iglesia debía mantener su independencia frente al régimen y situarse junto a los perseguidos, esforzándose también para que las conquistas alcanzadas por los trabajadores durante la Unidad Popular se respetasen[footnoteRef:66]. [66: Más tarde, cuando ya estaba claro que el régimen no tenía intenciones de abandonar el poder y que los “excesos” eran parte de una política planificada desde el Estado para deshacerse de quienes eran considerados sus enemigos, el cardenal Silva le pidió a Pablo VI que hiciese público el documento de condena, pero el pontífice contestó que ya había pasado la hora para eso. Ibid, pp. 16-17. ] 
Esta actitud de prudencia fue acompaña por otra práctica de compromiso con los más necesitados. Según Cristián Precht en los dos años que funcionó el Comité Pro Paz más de 40.000 personas pidieron ayuda jurídica a la institución, se hicieron más de 70.000 atenciones médicas y 35.000 niños fueron alimentados en sus comedores públicos. Y esto sólo en Santiago[footnoteRef:67]. Paralelamente muchos profesores, intelectuales y trabajadores vinculados a los proscritos partidos de izquierda hallaron en la Iglesia un lugar donde poder desempeñarse laboralmente, cuando en otras partes las puertas se les cerraban una y otra vez. Esto molestaba a muchos católicos conservadores que acusaron a la Iglesia de entrometerse en política y denunciar hechos que no pasaban en Chile[footnoteRef:68]. [67: Cristián Precht, op. cit., p. 20.] [68: Mensaje, n° 230, julio de 1974, p. 265.] 
a) La disolución de Pro Paz
En la noche del 15 de octubre agentes de la Dirección de Inteligencia Nacional, DINA, allanaron en Malloco una parcela que funcionaba como refugio para la cúpula del proscrito Movimiento de Izquierda Revolucionaria. Después de intercambiar disparos por más de hora y media Dagoberto Pérez, segundo al mando de la agrupación, murió acribillado, mientras que otros cinco miembros fueron detenidos[footnoteRef:69]. El resto se dispersó en la oscuridad y acudió a pedir auxilio en distintas iglesias, “seguramente sabiendo que nadie más los querría ayudar[footnoteRef:70]”. El cardenal valoró este hecho porque [69: El Mercurio, Santiago, 17 de octubre de 1975, p. 1] [70: Raúl Silva Henríquez, Memorias. Tomo III, p. 77.] 
[…] hombres que jamás habían querido a la Iglesia, que quizás la hubiesen perseguido de haber tenido el poder, enfrentados al peligro de la muerte, no encontraban más refugio de confianza que Ella. Se me dijo muchas veces que esto era ingenuidad, que confundíamos la caridad con la tontería, que los terroristas no nos perdonarían ni a nosotros; e invariablemente respondí que un sacerdote ante un hombre acorralado, perseguido, herido, no está frente al terrorismo, que es algo abstracto, sino frente a un dolor humano, un dolor que debemos salvar, porque para eso nos instituyó Cristo en la tierra[footnoteRef:71]. [71: Ibidem. Las cursivas son mías. Lo mismo destacó la revista Mensaje en su número de diciembre.] 
Cristián Precht, quien había quedado a cargo de coordinar la acción de Pro Paz, fue informado a la mañana siguiente de lo que estaba pasando. Consciente de que desafiaban directamente a la DINA, fue a contarle al cardenal Silva lo sucedido. Éste le expuso que debía ser prudente, pero como lo más seguro era que en caso de ser capturados los fugitivos fuesen asesinados sin ninguna clase de juicio, no podía dudar sobre lo que debía hacerse. La Iglesia se movilizó entonces para garantizar la seguridad de los involucrados una vez éstos depusieron sus armas. Varios sacerdotes se encargaron de trasladarlos por distintas parroquias y a uno de ellos, herido de bala, se le brindó la ayuda médica de la británica Sheila Cassidy, contando en el camino con la participación del obispo Enrique Alvear[footnoteRef:72]. [72: Ibidem.] 
En el entretanto la DINA fue siguiendo las pistas a los sospechosos y el 2 de noviembre llegó hasta la casa del sacerdote estadounidense Gerardo Whelan, de la congregación de la Santa Cruz, arrestándolo junto a uno de los miristas[footnoteRef:73]. También cayeron presos los sacerdotes Rafael Maroto y Fermín Donoso. Simultáneamente la casa de los padres columbanos fue rodeada y sometida a fuego de ametralladoras sin que mediase provocación alguna, asesinando a una mujer que trabajaba en el lugar[footnoteRef:74]. En el recinto se encontraba Cassidy, quien tras una sesión de torturas narró todo lo que sabía[footnoteRef:75]. [73: El Mercurio, Santiago, 5 de noviembre de 1975, p. 1.] [74: No obstante, El Mercurio informó que la muerte se produjo a causa de disparos efectuados por la misma Sheila Cassidy y uno de los miristas. Ibid., p. 20.] [75: Raúl Silva Henríquez, Memorias. Tomo III, p. 78.] 
El peso comunicacional del asunto terminó asestándole un golpe fatal al Comité. El gobierno aprovechó de decretar que todo aquel que ayudase a un extremista fuese juzgado por tribunales militares como encubridor de actos terroristas. Esto iba desde facilitar su fuga a prestarles atención médica[footnoteRef:76]. Por su parte, Pinochet le informó personalmente al cardenal que si no disolvía por las buenas Pro Paz se vería obligado a hacerlo por la fuerza, pues no podía permitir el funcionamiento de un organismo que, según él, tenía fuertes vínculos con el terrorismo[footnoteRef:77]. Al arzobispo no le quedó más remedio que aceptar después de solicitar y recibir un pedido por escrito. [76: El Mercurio, Santiago, 6 de noviembre de 1975, p. 1.] [77: Raúl Silva Henríquez, Memorias. Tomo III, p. 79.] 
Si bien la experiencia de Pro Paz terminó con esta acción, no sucedió lo mismo con la labor de la Iglesia en la protección de los derechos humanos. Como el cardenal se lo explicó al general: “Si usted quiere impedirlo, tendrá que ir a buscar a la gente a mi casa, porque los meteré debajo de mi cama si es necesario[footnoteRef:78]”. Incluso Pablo VI estuvo de acuerdo en que los sacerdotes perseguidos eran “mártires de la caridad cristiana”, por lo que motivó a la Iglesia chilena a seguir adelante en la difícil misión de velar por ellos. La pérdida del carácter ecuménico trajo sus cosas negativas, pero también hizo posible que la Iglesia pudiese disponer íntegramente de “la tarea profética de defender el Evangelio en un clima de incomprensión y dureza[footnoteRef:79]”. [78: Ibid., p. 80.] [79: Ibid., p. 82.] 
El 1 de enero de 1976 los deseos del romano pontífice se hicieron realidad. El año nuevo trajo consigo nuevas esperanzas y desafíos para el catolicismo con el nacimiento de la Vicaría de la Solidaridad. Su mismo edificio, ubicado a un costado de la catedral de Santiago, fue un grito al Cielo diciendo que no claudicaría en la defensa de la dignidad del ser humano.
b) La consolidación de un modelo de Iglesia: 1976-1982 
Las relaciones entre el gobierno y la Iglesia en el período iniciado en 1976 fueron mucho más agrias que en el precedente. El tenso episodio previo a la fundación de la Vicaría de la Solidaridad volvió másfuerte las desconfianzas que se venían arrastrando en los dos últimos años. No sólo se pasó a denunciar las detenciones arbitrarias y los crímenes que salieron a la luz pública – como el de los detenidos desaparecidos hallados en los hornos de Lonquén en noviembre de 1978 –, sino también las transformaciones de carácter económico que comenzaron a implementarse. En la nueva sociedad neoliberal había poco espacio para la construcción de una comunidad inspirada en valores cristianos[footnoteRef:80]. [80: Joaquín Fermandois, op. cit., p. 422.] 
Con los cambios estructurales fueron muchas las familias que se vieron privadas de los ingresos de un empleo estable. Para tener un ejemplo, sólo en la administración pública cien mil funcionarios fueron despedidos. En diciembre de 1974 la cesantía era de un 9.7%, en marzo de 1975 había subido a un 13.3% y para julio la cifra era ya del 16%. Por otro lado, si se contabiliza a las personas que participaban del Programa de Empleo Mínimo, quienes a duras penas podían llegar a fin de mes, la cifra bordeaba el 20%[footnoteRef:81]. [81: Verónica Valdivia Ortiz de Zárate, “‘¡Estamos en guerra, señores!’. El régimen militar de Pinochet y el ‘pueblo’, 1973-1980”, en Historia, n° 43, vol. I, Santiago, enero-junio 2010, p. 183.] 
Por otro lado, en aquellos años se desarrolló una mayor conciencia de que las prácticas abusivas del régimen no eran un fenómeno aislado que respondía a las lógicas enfermizas de unos pocos individuos, sino que se replicaban en el resto del continente con ejércitos que atentaban de igual manera contra la libertad de los partidos políticos, de la prensa y de todos los que se atrevían a disentir de la voz oficial[footnoteRef:82]. Una muestra fue la detención de diecisiete obispos y varios sacerdotes, monjas y laicos en Riobamba, Ecuador, invitados por el obispo Leónidas Proaño para discutir sobre la situación de los campesinos e indígenas de la región. Entre los arrestados se encontraban tres obispos chilenos: Fernando Ariztía (Copiapó), Carlos González (Talca) y Enrique Alvear (auxiliar de Santiago). Las acusaciones del gobierno ecuatoriano eran simples: los implicados estaban celebrando un encuentro subversivo[footnoteRef:83]. [82: Cf. Gustavo Morello s.j., Dónde estaba Dios. Católicos y terrorismo de Estado en la Argentina de los setentas, Buenos Aires, Ediciones B, 2014, pp. 249-257; Emilio Mignone, Iglesia y Dictadura. El papel de la Iglesia a la luz de sus relaciones con el régimen militar, Buenos Aires, Ediciones Colihue, 2013 [1986]; SELADOC, Panorama de la teología latinoamericana IV.] [83: CECH, Declaración del Secretario General sobre la detención de Obispos en Ecuador, entre los cuales hay tres chilenos, Santiago, 13 de agosto de 1976; Raúl Silva Henríquez, Memorias. Tomo III, p. 97; Eugenio Yáñez, op. cit., p. 71; Jeffrey Klaiber s.j., op. cit., p. 93.] 
El obispo González recordará años más tarde que el 12 de agosto de 1976 la sala en la que se reunían sufrió el allanamiento de cuarenta policías armados con ametralladoras que sin mayores explicaciones los tomaron detenidos y procedieron a llevarlos a todos en bus hasta Quito, donde fueron recluidos en el casino de un regimiento. Allí escribieron una carta a Pablo VI en la que le narraron lo sucedido y le aseguraron que ninguno de los presentes había participado de actividades o reflexiones ajenas a su ministerio[footnoteRef:84]. Por el contrario, el ministro ecuatoriano Javier Manrique aseguraba que el encuentro había tenido connotaciones subversivas y marxistas que buscaban dañar a su gobierno y al de los países vecinos, por lo que conminó a los obispos a abandonar Ecuador lo antes posible[footnoteRef:85]. Mientras tanto, la embajada chilena no se pronunciaba y sólo tras la mediación de Estados Unidos los involucrados pudieron recuperar su libertad[footnoteRef:86]. [84: Carlos González Cruchaga, op. cit., pp. 34-37.] [85: El Mercurio, Santiago, 14 de agosto de 1976, p. 8.] [86: Carlos González Cruchaga, op. cit., p. 37.] 
No contentos con este agravio a la Iglesia, cuando los tres chilenos aterrizaron en el aeropuerto de Pudahuel fueron recibidos por unos trecientos agentes de la DINA, quienes no sólo portaban carteles en los que se leía “curas chuecos”, “hijos del marxismo” o “sacerdotes sí, activistas no”, sino que les escupieron, golpearon y hasta destruyeron los vehículos que pasaron a recogerlos, atacando en el proceso a familiares y amigos de las víctimas[footnoteRef:87]. La prensa proclive a la Dictadura tampoco contribuyó a mejorar el clima, pues lanzó toda clase de acusaciones y sospechas contra ellos[footnoteRef:88]. [87: Ibid., pp. 38-40.] [88: Cf. el editorial “Clericalismo de Izquierda” aparecido en El Mercurio el 15 de agosto. Algunas de las afirmaciones que realiza el principal diario capitalino son las siguientes: “La posibilidad de que algunos prelados participen en reuniones políticas y asuman actitudes subversivas es algo que puede sorprender, pero que ya no parece inverosímil. […] el clericalismo de izquierda es ultrista y soberbio, al igual que lo era su antepasado el clericalismo de derechas. […] los Estados que experimentan amenazas contra su seguridad por obra de sacerdotes comprometidos en acciones guerrilleras, en el extremismo político y en la subversión, puedan y deban adoptar las medidas que exige el resguardo del bien común temporal”. El Mercurio, Santiago, 15 de agosto de 1976, p. 3.] 
La Conferencia Episcopal condenó duramente estas agresiones como también las de los medios que “Antes de conocer suficientemente los hechos y – sobre todo – de oír a los inculpados, […] se han apresurado a marcados [sic] con un estigma de subversión, de criminalidad política y de traición a la fe[footnoteRef:89]”. El gobierno tampoco se libró de los reproches, pues era evidente que los agentes debían de haber contado con su permiso para intimidar a la Iglesia[footnoteRef:90]. [89: CECH, Declaración sobre la detención y ataque en Pudahuel a 3 obispos chilenos detenidos en Ecuador, Santiago, 17 de agosto de 1976.] [90: Al respecto los obispos señalaron que estas prácticas “Se eslabonan en un proceso o sistema de características perfectamente definidas, y que amenaza imperar sin contrapeso en nuestra América Latina. Invocando siempre el inapelable justificativo de la seguridad nacional, se consolida más y más un modelo de sociedad que ahoga las libertades básicas, conculca los derechos más elementales y sojuzga a los ciudadanos en el marco de un temido y omnipotente Estado Policial. De consumarse este proceso, estaríamos lamentando la ‘sepultura de la democracia’ en América Latina, como acertadamente y a propósito de estos sucesos acaba de manifestarlo Mons. López Trujillo, Secretario General del CELAM.
La Iglesia no puede permanecer pasiva ni neutral ante situación semejante. El legado que ella ha recibido de Cristo comporta el anuncio de la dignidad humana y la protección eficaz de su libertad y sus derechos de persona”. Ibidem. ] 
No conformes con esto, la CECH terminó su declaración con una denuncia muy potente sobre la realidad de muchos otros chilenos que no disponían de los recursos de los obispos para denunciar los maltratos y abusos sufridos:
Muchos otros hermanos, que no son Obispos, han sufrido y sufren ultrajes igualmente condenables, privados arbitrariamente también de su libertad y de su honra o impedidos de ejercer derechos fundamentales de la persona humana. Aquí cabe la reflexión del Señor: “Si esto han hecho con el leño verde, ¿qué no harán con el seco?” (Lc 23, 31). Agradecemos al Señor esta ocasión privilegiada de experimentar, en carne propia, los sufrimientos de tantos que no pueden defenderse como lo puede un Obispo[footnoteRef:91]. [91: Ibidem. ] 
Los sucesos de Pudahuel, sumados a los exilios simultáneos de los reconocidos abogados Jaime Castillo Velasco y Eugenio Velasco Letelier, hicieron despertar a parte importante de la jerarquía eclesiástica que hasta ese entonces se había mostrado más bien cauta con el régimen. Lapregunta por la integridad física y psicológica del resto de la población estaba ya lanzada[footnoteRef:92]. Mensaje en julio de 1976 contabiliza la existencia de 340 personas que desaparecieron al momento de ser detenidas por las fuerzas armadas y que el gobierno se empecinaba en negar en dicha situación[footnoteRef:93]. La justicia no había sido capaz de garantizar la seguridad y los derechos mínimos de sus habitantes, sumiendo a las familias en la difícil tarea de reconocerlos como muertos o continuar el día a día con la esperanza de encontrarlos con vida. [92: En palabras de la misma CECH: “Si esto sucede con dos profesionales de prestigio, de reconocida capacidad intelectual y que han ejercido cargos de alta responsabilidad, ¿qué podrá suceder con modestos e ignorados ciudadanos?”. CECH, Declaración sobre la expulsión de los Sres. Jaime Castillo y Eugenio Velasco, Santiago, 16 de agosto de 1976.] [93: Mensaje, n° 250, julio de 1976, p. 294.] 
Poco a poco la Iglesia se fue mostrando más decidida en la recuperación de la democracia y en el restablecimiento de un Estado de derecho, condición indispensable para proteger a la ciudadanía[footnoteRef:94]. Mientras el país no tuviese una constitución “nueva o vieja, ratificada por sufragio popular” y mientras las leyes no fuesen dictadas por los representantes de la nación, muy poco se podía llegar a hacer para evitar la violación a los derechos humanos[footnoteRef:95]. Sin embargo, la supresión definitiva de los partidos políticos en marzo de 1977 volvió más lejana la materialización de este sueño. Tampoco ayudó la disolución de la DINA en agosto del mismo año, evento que pudo ser aprovechado como una oportunidad de enmendar el camino andado, pero que fue reemplazada inmediatamente por la Central Nacional de Informaciones, CNI, que pasó a cumplir las mismas funciones represivas bajo un nombre distinto. [94: En su número de septiembre de 1977 Mensaje reconoce que el principal problema del momento era la recuperación de la democracia. Advertía a sus lectores que los plazos son necesarios, pero que si se espera por mucho tiempo se corre el riesgo de hacerlo indefinidamente. Mensaje, n° 262, septiembre de 1977, pp. 472-473.] [95: José Aldunate s.j., Fernando Castillo y Joaquín Silva, Los Derechos Humanos y la Iglesia chilena. La doctrina de la Iglesia Católica de Chile sobre los Derechos Humanos, desde Medellín a Puebla. Informe de investigación, Santiago, ECO, Educación y Comunicaciones, 19--., p. 228.] 
Paralelamente, en el plano internacional la Junta Militar se encontró aislada, siendo objeto de una fuerte condena de la ONU. Pinochet convocó a una consulta exprés el 21 de diciembre de 1977 con la intención de que fuese la ciudadanía quien legitimase o no la acción de su gobierno el 4 de enero del año siguiente. A la Iglesia no le gustó esta medida y denunció que no se cumplían los requisitos mínimos para garantizar su validez, ya que no sólo no existían registros electorales – habían sido destruidos tras el golpe – y el tiempo de preparación era pequeño, sino que la población estaba siendo bombardeada por una propaganda unidireccional que tendenciaba la votación[footnoteRef:96]. Tampoco ayudaba la persistencia de un estado de emergencia que provocaba que muchos temiesen las consecuencias que tendría expresarse con absoluta libertad[footnoteRef:97]. Por tales motivos la CECH recomendó postergarla para otro momento en el que se pudiesen dar las condiciones que todo proceso democrático exige. No obstante, la Junta Militar no transó y el referéndum se realizó igual, obteniendo un resultado ampliamente favorable. [96: Para Mensaje el problema de este plebiscito consistía en que “los desaparecidos no reaparecen, ni las torturas dejan de haber tenido lugar o los derechos de haber sido conculcados, porque una mayoría diga Sí al dilema planteado por el Gobierno. Más aún, si la votación no se realiza con los requisitos propios de una auténtica votación (libertad, información y un procedimiento inobjetable en el escrutinio), se puede convertir en un nuevo atropello a los Derechos Humanos [...]”. Mensaje, n° 267, marzo-abril de 1978, pp. 105-106.] [97: CECH, Carta del Comité Permanente a la Junta de Gobierno sobre la Consulta Nacional, Santiago, 30 de diciembre de 1977.] 
La misma Junta siguió definiendo, tras más de cuatro años del derrocamiento de la Unidad Popular, que el país atravesaba un período de guerra no convencional, por lo que la paz no podía ser contemplada sino como una posibilidad muy lejana[footnoteRef:98]. Esta política fue respaldada por el Decreto Ley 2.191 que amnistió todos los crímenes de lesa humanidad cometidos entre el 11 de septiembre de 1973 y el 10 de marzo de 1978. El decreto fue tan amplio que ya en la misma época fueron muchos los que pensaron que lo que se pretendía era liberar de culpas a la DINA, pues entre los delitos que se incluían en el perdón figuraban los arrestos arbitrarios, la falsificación de documentos y el homicidio[footnoteRef:99]. La auto amnistía no generó ninguna confianza en el sistema y dio la impresión de que más adelante podrían perdonarse otros delitos iguales o más graves[footnoteRef:100]. [98: Ibid., pp. 20-22. ] [99: Mensaje, n° 269, junio de 1978, p. 279.] [100: Ibid., p. 282.] 
Como una forma de pronunciarse sobre estos abusos y aprovechando la coyuntura que proporcionaba el aniversario de los treinta años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el cardenal Silva declaró 1978 como el año de los derechos humanos y confió su organización a la Vicaría de la Solidaridad. Su intención era demostrar que “todo hombre tiene derecho a ser persona[footnoteRef:101]”. Para ello se cuidó mucho el Simposio Internacional de Derechos Humanos celebrado en la catedral de Santiago. Esta instancia contó con la participación de representantes de diversos países e instituciones afines a la materia, como la ONU, y el problema de los detenidos desaparecidos se convirtió en uno de los ejes centrales de toda la reunión[footnoteRef:102]. [101: Cristián Precht, op. cit., p. 43.] [102: Ibid., p. 44.] 
Si en julio de 1976 la cifra que manejaba Mensaje era de 340 desaparecidos, dos años más tarde la misma revista subió a 615 el número de personas que se hallaban en dicha condición[footnoteRef:103]. Tras varios meses de gestiones infructuosas la CECH no tuvo más remedio que reconocer que probablemente los detenidos, a todas luces arrestados por agentes del Estado, habían sido asesinados al margen de la ley[footnoteRef:104]. Estas sospechas fueron confirmadas pocos días después cuando a finales de noviembre de 1978 fueron hallados los restos de quince campesinos fusilados y enterrados clandestinamente en los hornos de cal de la localidad de Lonquén. Este episodio no fue sino el primero de muchos otros que salieron a la luz pública en los años venideros. [103: Mensaje, n° 270, julio de 1978, p. 357. Cristián Precht en 1998 ya habla de la existencia de 999 detenidos desaparecidos en los registros de la Vicaría de la Solidaridad, un promedio anual de 91.973 personas que pidieron apoyo o asesoría jurídica, 9.000 recursos de amparo puestos entre 1973 y 1988 (de los que sólo se acogieron 23) y 40.043 personas detenidas en ese mismo período de tiempo. Cristián Precht, op. cit., pp. 53-54. Hoy, cuando contamos con más información que ha salido a la luz pública, Mensaje reconoce a 2.309 personas desaparecidas, 36.953 casos de prisioneros políticos y torturados, 57.514 detenidos en protestas ocurridas entre 1983 y 1989 y 246.526 chilenos que sufrieron el exilio entre 1973 y 1989. Mensaje, n° 634, noviembre de 2014, p. 39.] [104: CECH, Declaración acerca de los Detenidos Desaparecidos, Santiago, 9 de noviembre de 1978, 4.] 
En 1980 ya no existía ninguna confianza sobre las intenciones del régimen. Con un estado de emergencia que se prolongaba indefinidamente, la Conferencia Episcopal les recordó a sus miembros que en un Estado democrático es posible limitar momentáneamente ciertas libertades y derechos

Otros materiales