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Barrabás - El verdugo - El enano by Pär Lagerkvist

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Barrabás	(1950),	se	basa	en	la	historia	bíblica	de	la	liberación	del	ladrón
Barrabás	en	lugar	de	Jesucristo.	El	escritor	imagina	la	vida	de	Barrabás
después	de	su	liberación.	El	criminal	cree	que	fue	salvado	para	difundir
el	mensaje	de	Jesús,	pero	en	su	lucha	religiosa	no	entiende	el	porqué	de
las	persecuciones	ni	la	inacción	de	Dios	para	evitarlas.
El	Verdugo	 (1933),	expone	el	simbolismo	del	verdugo	que	ejecutaba	 la
pena	capital	en	la	edad	media.	Es	una	crítica	al	totalitarismo,	al	racismo,
a	 los	 actos	 de	 lesa	 humanidad,	 y	 en	 concreto	 al	 nazismo.	 El	 verdugo
simboliza	al	poder	de	la	muerte	y	el	odio,	una	especie	de	cristo	salvador
inmortal	que	encumbra	a	unos	a	costa	de	 la	muerte	de	otros,	mientras
que	Dios	es	un	ser	lejano	de	piedra	totalmente	inactivo.
El	Enano	(1944),	es	una	obra	donde	el	protagonista,	un	enano	de	la	Italia
renacentista,	es	 la	encarnación	del	mal.	Extremadamente	cruel,	ama	 la
guerra	 y	 desdeña	 las	 debilidades	 humanas.	 Un	 ejemplo	 de	 la	 gran
maldad	que	se	puede	albergar	en	el	alma	y	la	ruptura	de	la	línea	entre	lo
humano	y	lo	bestial.
Pär	Lagerkvist
Barrabás	-	El	verdugo	-	El	enano
ePub	r1.0
JeSsE	12.09.13
Título	original:	Barabbas	-	Bödeln	-	Dvärgen
Pär	Lagerkvist,	1933
Traducción:	Martín	Aldao	&	Fausto	de	Tezanos	Pinto
Retoque	de	portada:	JeSsE
Editor	digital:	JeSsE
ePub	base	r1.0
BARRABÁS
Todo	el	mundo	sabe	que	Fue	crucificado	al	mismo	tiempo	que	otros	dos;	se
sabe	 quiénes	 eran	 las	 personas	 que	 se	 agrupaban	 alrededor	 de	 Él:	 María,	 Su
madre,	y	María	Magdalena,	Verónica	y	Simón	el	Cirineo,	que	había	 llevado	 la
cruz,	y	 José	de	Arimatea,	que	debía	 sepultarlo.	Pero	un	poco	más	abajo,	 en	el
declive	 del	 monte	 y	 apartado	 de	 los	 demás,	 un	 hombre	 observó	 fijamente	 a
Aquel	que	se	hallaba	clavado	en	la	cruz	y	siguió	la	agonía	del	principio	al	fin.	Se
llamaba	Barrabás.	De	él	se	trata	en	este	libro.
Era	un	mocetón	de	unos	 treinta	años,	 robusto,	de	pálida	 tez,	barba	 rojiza	y
cabellos	 negros.	 Las	 cejas	 eran	 también	 negras;	 los	 ojos	 se	 hundían	 en	 las
órbitas,	 como	 si	 la	 mirada	 hubiese	 querido	 esconderse.	 Bajo	 uno	 de	 los	 ojos
corría	una	profunda	cicatriz,	que	desaparecía	en	la	barba.	Pero	el	aspecto	físico
de	un	ser	humano	no	significa	gran	cosa.
Había	 seguido	 por	 las	 calles	 a	 la	 muchedumbre	 desde	 el	 pretorio,	 pero	 a
cierta	 distancia	 detrás	 de	 los	 demás.	Cuando	 el	Rabino,	 agotado,	 se	 desplomó
bajo	 la	 cruz,	 se	 detuvo	un	 instante	 para	 no	 llegar	 hasta	 el	 sitio	 donde	yacía	 la
cruz.	Casi	no	había	hombres	en	el	 cortejo,	 fuera	de	 los	 soldados	 romanos,	por
cierto;	 eran	 sobre	 todo	mujeres	 quienes	 seguían	 al	 condenado	 a	muerte,	 y	 una
bandada	 de	 chicuelos,	 que	 siempre	 acudía	 cuando	 por	 su	 calle	 pasaba	 alguno
para	ser	crucificado;	consideraban	una	diversión	ese	espectáculo.
Pero,	 habiéndose	 aburrido	 bien	 pronto,	 volvieron	 a	 sus	 juegos	 después	 de
haber	echado	una	mirada	al	hombre	que	caminaba	detrás	de	 los	demás,	y	cuya
mejilla	tenía	una	gran	cicatriz.
Parado	ya	en	el	lugar	del	suplicio,	observaba	a	Aquel	que	estaba	clavado	en
la	 cruz	 del	 medio	 sin	 poder	 retirar	 la	 mirada.	 En	 realidad,	 no	 había	 tenido
intención	de	subir	hasta	allí,	pues	todo	en	el	sitio	era	sucio,	lleno	de	inmundicias;
y	cuando	alguien	se	aventuraba	a	entrar	en	el	lugar	maldito	dejaba	algo	de	sí.	No
obstante,	una	potencia	maléfica	forzaba	a	volver	de	tiempo	en	tiempo,	hasta	que
un	buen	día	ya	no	se	 lograba	salir.	Cráneos	y	osamentas	yacían	esparcidos	por
todos	 lados;	 y	 cruces	 caídas,	medio	 podridas,	 que	 ya	 no	 podían	 ser	 utilizadas,
pero	 que	 no	 se	 retiraban	 porque	 nadie	 quería	 tocar	 las	 cosas	 que	 estaban	 allí.
¿Por	qué,	pues,	se	quedaba?	No	conocía	a	aquel	hombre	y	no	tenía	nada	que	ver
con	él	¿Qué	hacía	en	el	Gólgota,	él,	que	había	sido	liberado?
El	 crucificado	 respiraba	 con	dificultad	 y	 su	 cabeza	 colgaba	hacia	 adelante.
Poca	vida	debía	de	quedarle.	No	era	un	mocetón.	El	cuerpo	era	magro	y	endeble,
y	los	brazos	finos,	como	si	nunca	hubieran	sido	usados.	Era	un	hombre	extraño,
de	barba	escasa	y	pecho	sin	vello,	como	el	de	un	adolescente.	Todo	eso	disgustó
al	espectador.
Desde	 que	 lo	 vio	 en	 el	 pretorio	 del	 palacio,	 sintió	 que	 había	 en	 él	 algo
extraordinario.	No	hubiera	podido	decir	qué	era:	simplemente	lo	sentía.	No	creía
haber	encontrado	jamás	un	ser	semejante.	Lo	había	visto	como	envuelto	en	una
claridad	deslumbrante,	sin	duda	porque	acababa	de	salir	del	calabozo	y	sus	ojos
no	estaban	aún	acostumbrados	a	la	luz.	Al	cabo	de	un	breve	instante,	por	cierto,
la	claridad	se	había	desvanecido	y	su	vista,	de	nuevo	normal,	percibió	todo,	no
solamente	a	Aquel	que	estaba	allí,	aislado	en	la	altura.	Pero	continuó	creyendo
que	había	algo	muy	extraño	en	aquel	Hombre	y	que	no	se	parecía	a	nadie.	No
llegaba	a	comprender	que	se	trataba	de	un	preso	y	que	había	sido	condenado	a
muerte,	exactamente	como	él.	No	comprendía	nada.	El	asunto,	por	supuesto,	no
le	 interesaba:	 pero	 ¿cómo	 se	 podía	 condenar	 así?	El	Hombre	 era	 inocente,	 sin
duda.
Sin	embargo,	 lo	habían	crucificado,	mientras	que	a	él	 le	habían	quitado	 las
cadenas	y	 lo	habían	declarado	libre.	En	suma,	nada	podía	hacer.	Era	asunto	de
ellos.	Tenían	el	derecho	de	elegir	a	quien	se	les	antojara,	y	así	habían	procedido.
De	los	dos	condenados,	uno	debía	ser	indultado.	Él	fue	el	primer	sorprendido	por
la	elección.	Mientras	le	quitaban	las	cadenas	había	visto	al	Otro	que,	con	la	cruz
sobre	el	hombro	y	entre	soldados,	desaparecía	bajo	la	bóveda	del	pórtico.
Quedó	mirando	el	pórtico	vacío,	y	uno	de	los	guardias	lo	golpeó,	al	tiempo
que	 le	 gritaba:	 «¿Qué	 haces	 ahí	 con	 la	 boca	 abierta?	 Vete,	 ¡estás	 libre!».
Entonces	 se	 despertó,	 salió	 por	 la	 misma	 puerta,	 y	 cuando	 vio	 al	 Otro	 que
arrastraba	 la	 cruz	por	 la	 calle,	 lo	 siguió.	 ¿Por	qué?	No	 lo	 sabía.	Ni	por	qué	 se
había	 quedado	 durante	 horas	 observando	 al	 crucificado	 y	 su	 larga	 agonía,
¡precisamente	él,	que	nada	tenía	que	ver	con	Él!
¿Habían	sido	obligadas	a	quedarse	allí	las	personas	que	se	hallaban	al	pie	de
la	 cruz?	A	menos	 que	 lo	 hubiesen	 querido,	 nada	 las	 obligaba	 a	 subir	 allí	 para
exponerse	 a	 la	 infección	de	 esos	 lugares	 inmundos.	Pero	 eran	 los	padres	o	 los
amigos	 íntimos	 del	 Hombre,	 y,	 cosa	 extraña,	 no	 parecían	 temer	 la
contaminación.
Esa	mujer	debía	de	ser	su	madre,	aunque	en	nada	se	le	parecía.	Pero	¿quién
hubiera	podido	asemejársele?	Tenía	el	 aspecto	de	una	campesina	 ruda	y	 tosca.
De	vez	en	cuando,	se	pasaba	el	dorso	de	la	mano	sobre	la	boca	y	la	nariz,	que	le
goteaba,	porque	estaba	a	punto	de	llorar.	Sin	embargo,	no	lloraba.	Su	pesar	era
diferente	del	de	los	otros,	como	era	diferente	la	forma	en	que	lo	miraba.	Sí,	era
su	 madre.	 Experimentaba,	 sin	 duda,	 una	 compasión	 más	 profunda	 que	 la	 de
cualquier	otro;	pero	parecía	reprocharle	haberse	prestado	para	hacerse	crucificar.
Lo	 había	 querido,	 sin	 duda,	 Él,	 tan	 puro	 e	 inocente,	 y	 no	 podía	 aprobar	 su
conducta.	Siendo	su	madre,	estaba	segura	de	que	era	inocente.	Nunca	lo	hubiera
considerado	culpable.	Sea	cual	fuere	lo	que	hubiese	hecho,	lo	habría	considerado
siempre	inocente.
El	 espectador	 no	 tenía	madre.	 Padre	 tampoco;	 en	 verdad,	 ni	 lo	 había	 oído
nombrar.	No	recordaba	tampoco	a	pariente	alguno.	Si	lo	hubieran	crucificado	no
habría	habido	tantas	lamentaciones	como	las	que	acompañaban	a	aquel	Hombre.
Las	 gentes	 se	 golpeaban	 el	 pecho	 y	 se	 comportaban	 como	 si	 nunca	 hubieran
tenido	que	hacer	frente	a	una	desgracia	semejante.	Las	lágrimas	y	los	suspiros	no
cesaban.	Era	espantoso.
Conocía	 al	 crucificado	 de	 la	 derecha.	 Si	 éste	 lo	 hubiera	 visto	 se	 habría
imaginado	 que	 había	 venido	 por	 él,	 para	 verlo	 sufrir.	 No	 era	 así.	 Pero	 no	 se
afligía	de	verlo	en	la	cruz.	Si	alguien	merecía	la	muerte,	era	ese	canalla,	aunque
por	 un	motivo	 bien	 diferente	 del	 invocado	 en	 la	 sentencia.	 ¿Por	 qué,	 pues,	 lo
miraba,	y	no	al	delmedio,	que	sufría	la	crucifixión	en	su	lugar	y	por	quien	había
venido;	Aquel	que	lo	había	llevado	contra	su	voluntad	a	ese	sitio	con	un	extraño
poder?	¿Un	poder?	Si	alguien	parecía	impotente	era	ese	hombre.	Imposible	ver	a
un	condenado	más	digno	de	lástima.	Los	otros	dos	eran	enteramente	diferentes	y
no	 parecían	 sufrir	 de	 la	 misma	 manera.	 Era	 evidente	 que	 tenían	 una	 mucho
mayor	 reserva	 de	 fuerzas.	 Él	 no	 podía	 ni	 siquiera	 enderezar	 la	 cabeza,	 que
colgaba	hacia	adelante.
Pero	he	 ahí	 que	 la	 enderezó	un	poco;	 elevó	un	poco	 el	 pecho	magro	y	 sin
vello;	 jadeante,	 pasó	 la	 lengua	 sobre	 los	 labios	 secos.	 Gimió	 algo	 como
significando	que	tenía	sed.	Los	soldados	estaban	un	poco	más	abajo,	jugando	a
los	dados	para	entretenerse	mientras	los	condenados	se	decidían	a	morir,	y	no	lo
oyeron.	 Pero	 uno	 de	 sus	 allegados	 descendió	 hacia	 donde	 estaban	 y	 les	 dijo:
«Tiene	sed».	Refunfuñando,	un	soldado	se	 levantó,	empapó	una	esponja	en	un
recipiente	de	barro	cocido	y	 se	 la	 alcanzó	en	 la	punta	de	una	pértiga.	No	bien
sintió	 el	 gusto	 de	 lo	 que	 se	 le	 ofrecía,	 no	 quiso	 más.	 El	 bruto	 del	 soldado
encontró	 esto	 muy	 cómico,	 y,	 cuando	 se	 reunió	 con	 sus	 compañeros,	 todos
bromearon	con	él.	¡Demonios!
Los	 parientes,	 o	 los	 que	 parecían	 tales,	 miraron	 desesperados	 al	 infeliz
crucificado.	 Respiraba	 cada	 vez	 con	mayor	 dificultad	 y	 era	 evidente	 que	muy
pronto	moriría.	Y	más	valía,	por	cierto,	que	acabara	pronto,	a	fin	de	que	cesase
de	sufrir.	Tal	era	también	el	pensamiento	del	que	miraba:	¡si	eso	acabara	de	una
vez!	Se	apresuraría	en	seguida	a	huir	y	no	volvería	a	acordarse	jamás…	Pero	de
repente	la	colina	entera	se	ensombreció,	como	si	el	sol	hubiera	perdido	su	brillo,
y	en	 la	oscuridad	el	crucificado	clamó	con	voz	potente:	«Dios,	Dios	mío,	¿por
qué	 me	 has	 abandonado?».	 Las	 palabras	 resonaron	 en	 forma	 lúgubre.	 ¿Qué
significaban?	 ¿Y	 por	 qué	 semejante	 oscuridad?	 Era	 pleno	 día.	 Era
incomprensible.
La	visión	de	las	tres	cruces,	apenas	perceptibles	allá	arriba,	daba	escalofríos.
Seguramente	iba	a	suceder	algo	terrible.	Los	soldados	se	levantaron	de	un	salto	y
tomaron	 sus	 armas.	 Sucediera	 lo	 que	 sucediese,	 se	 precipitaban	 siempre	 sobre
sus	armas.	Estaban	allí	alrededor	de	la	cruz	blandiendo	lanzas,	y	los	oyó	cambiar
murmullos	de	espanto.	¡Tenían	miedo!	¡Ya	no	bromeaban!	Eran	supersticiosos,
naturalmente.
Él	 también	 tuvo	miedo.	 Y	 se	 alegró	 cuando	 volvió	 un	 poco	 de	 claridad	 y
todo	comenzó	a	retomar	su	aspecto	normal.	La	luz	llegaba	lentamente,	como	al
amanecer.	Se	 expandía	por	 la	 colina	y	por	 los	olivos	vecinos;	 los	pájaros,	 que
habían	 enmudecido,	 volvieron	 a	 gorjear.	 Sí,	 aquello	 recordaba	 realmente	 el
amanecer.
Los	 allegados,	 allá	 arriba,	 estaban	 silenciosos.	 Ya	 no	 se	 oían	 llantos	 ni
quejidos.	Se	contentaban	con	mirar	al	Hombre	en	la	cruz…	¡Y	hasta	los	soldados
hacían	lo	mismo!	¡Todo	había	quedado	tan	calmo!
Ahora	podía	alejarse	 todo	 lo	que	quisiera.	Había	 terminado.	El	 sol	brillaba
nuevamente	y	 las	cosas	estaban	como	siempre.	La	noche	había	durado	sólo	un
momento,	durante	la	muerte	del	Hombre.
Sí,	ahora	se	iría.	Era	necesario	irse,	era	evidente.	Ya	nada	lo	retenía.	No	tenía
ninguna	 razón	 para	 quedarse,	 ya	 que	 el	 Otro	 había	 muerto.	 Descendieron	 el
cuerpo	de	la	cruz:	lo	vio	antes	de	partir.	Los	dos	hombres	lo	envolvieron	en	una
mortaja	de	tela	fina:	 lo	vio	también.	El	cuerpo	estaba	completamente	blanco,	y
los	 sepultureros	 lo	 movían	 con	 tantas	 precauciones	 como	 si	 hubieran	 temido
hacerle	 el	menor	mal	y	 causarle	dolor;	 procedían	de	una	manera	muy	extraña,
pues,	 ¿acaso	 no	 había	 el	 Hombre	 padecido	 el	 suplicio	 de	 la	 cruz	 y	 todo	 lo
demás?	 En	 verdad,	 eran	 gentes	 extrañas.	 Pero	 la	 madre	 miraba	 con	 ojos	 sin
lágrimas	al	que	había	sido	su	Hijo.	Su	rostro	tosco	y	cetrino	parecía	incapaz	de
expresar	el	dolor.	Pero	sucedía	que	no	podía	explicarse	lo	que	había	pasado,	y	no
podría	perdonarlo	jamás.	A	ella	la	comprendía	mejor.
Cuando	 pasaron	 juntos,	 a	 corta	 distancia	 de	 él,	 los	 hombres	 llevando	 el
cadáver	 envuelto,	 las	 mujeres	 siguiendo	 el	 lúgubre	 cortejo,	 una	 de	 ellas,
señalando	a	Barrabás,	dijo	algo	en	voz	baja	a	Su	madre.	Esta	se	detuvo	y	lo	miró
con	 un	 aspecto	 tan	 lleno	 de	 desesperación	 y	 de	 reproche	 que	 jamás	 podría
olvidarlo.
Continuaron	 descendiendo	 del	 Gólgota	 y	 tomaron	 luego	 otro	 camino	 a	 la
izquierda.
Los	siguió	desde	bastante	lejos	para	que	nadie	reparase,	hasta	un	huerto	de	la
vecindad,	donde	depositaron	el	cadáver	en	un	sepulcro	tallado	en	la	misma	roca.
Después	 de	 haber	 rezado	 cerca	 del	 sepulcro,	 hicieron	 rodar	 una	 gran	 piedra
delante	de	la	entrada	y	se	marcharon.
A	su	vez	se	acercó	y	permaneció	 inmóvil.	No	rezó,	pues	era	un	malhechor
cuya	oración	no	hubiera	sido	escuchada	porque	él	no	había	expiado	su	crimen.
Por	otra	parte,	no	conocía	al	muerto.	Sin	embargo,	quedó	allí	un	momento.
Luego	se	dirigió	también	a	Jerusalén.
Entrando	por	la	puerta	de	David,	había	dado	apenas	unos	pasos	por	la	calle
cuando	encontró	a	 la	mujer	del	 labio	 leporino.	Se	deslizaba	 junto	a	 las	casas	y
simuló	 no	 verlo;	 pero	 se	 dio	 cuenta	 de	 que	 lo	 había	 visto	 y	 que	 no	 quería
encontrarse	con	él.	Tal	vez	creía	que	lo	habían	crucificado.
La	 alcanzó	 y	 se	 puso	 a	 caminar	 al	 lado	 de	 ella.	Así	 fue	 como	volvieron	 a
encontrarse.	Y	no	era	necesario.	Tampoco	necesitaba	hablarle,	y	fue	el	primero
en	 sorprenderse	de	haberlo	hecho.	Ella	 también	 se	 sorprendió,	 en	 cuanto	pudo
advertirse.	Le	dirigió	una	tímida	mirada,	sólo	cuando	no	pudo	evitarlo.
No	 hablaron	 de	 lo	 que	 ocupaba	 sus	 pensamientos.	 Preguntó	 solamente
adónde	 iba	 ella	 y	 si	 tenía	 noticias	 de	 Gilgal.	 No	 respondió	 sino	 lo
imprescindible,	 tartajeando	 como	 siempre,	 de	 suerte	 que	 era	 difícil
comprenderla,	y	cuando	le	preguntó	dónde	vivía,	no	contestó	nada.	Notó	que	el
vestido	de	la	mujer	estaba	gastado	en	el	borde	y	que	sus	pies,	anchos	y	sucios,	no
tenían	calzado.	Dejaron	de	hablar	y	se	contentaron	con	caminar	uno	al	lado	del
otro	en	silencio.
Por	la	abertura	de	una	puerta,	que	parecía	un	agujero	negro,	se	oyeron	voces
ruidosas	y,	en	el	momento	en	que	pasaban	delante	de	la	casa,	una	mujer	alta	y
gorda	salió	precipitadamente	llamando	a	Barrabás.	Como	estaba	ebria,	agitó	sus
enormes	brazos,	dichosa	de	verlo	nuevamente,	y	quiso	hacerlo	entrar	en	seguida
en	la	casa.	Vaciló,	algo	molesto	por	su	extraña	compañía,	pero	 lo	arrastró	y	se
metieron	 adentro.	 Cuando	 estuvo	 en	 la	 casa,	 fue	 recibido	 por	 las	 sonoras
exclamaciones	de	dos	hombres	y	tres	mujeres	a	quienes	logró	distinguir	sólo	al
cabo	 de	 un	 instante,	 cuando	 sus	 ojos	 se	 acostumbraron	 a	 la	 penumbra.	 Le
hicieron	rápidamente	lugar	alrededor	de	la	mesa,	le	sirvieron	vino	y	se	pusieron
a	 charlar.	 ¡Pensar	 que	 había	 salido	 de	 la	 cárcel	 y	 que	 había	 sido	 indultado!
Mayor	 suerte,	 imposible:	 ¡habían	 crucificado	 a	 otro	 en	 su	 lugar!	 Todos,
achispados	por	el	vino,	querían	contagiarse	de	su	suerte	y	lo	tocaban	para	hacerla
pasar	a	ellos;	una	de	las	mujeres	deslizó	la	mano	debajo	de	la	 túnica	y	la	puso
sobre	su	pecho	desnudo,	lo	que	hizo	reír	a	mandíbula	batiente	a	la	mujer	gorda.
Barrabás	 bebió	 con	 ellos,	 pero	 no	 dijo	 gran	 cosa.	Miraba	 en	 el	 vacío.	 Sus
ojos	 negros	 se	 hundían	 en	 las	 órbitas,	 como	 si	 hubieran	 querido	 esconderse.
Encontraron	que	estaba	un	poco	raro.	Eso	le	ocurría	a	veces.
Las	mujeres	 le	 sirvieron	más	 vino.	 Bebió	 de	 nuevo	 y	 dejó	 que	 los	 demás
charlaran,	sin	mezclarse	mucho	en	la	conversación.
Al	fin,	sus	compañeros	se	preguntaron	qué	tenía	y	por	qué	estaba	así,	estando
con	 ellos.	 Pero	 la	mujer	 grande	 y	 gorda	 lo	 abrazó	 por	 el	 cuello	 y	 dijo	 que	 no
debían	sorprenderse	de	que	se	hallase	así	después	de	haber	estado	tanto	tiempo
en	 un	 calabozo	 y	 casi	 muerto,	 pues	 el	 que	 está	 condenado	 a	 perecer	 está	 ya
muerto.	Podráindultársele,	pero	estuvo	muerto	y	no	hizo	más	que	resucitar.	No
es	lo	mismo	estar	vivo	como	los	demás.
Como	 se	 burlasen	 de	 esos	 dichos,	 la	 mujer	 se	 enfureció	 y	 gritó	 que	 los
echaría	a	todos,	menos	a	Barrabás	y	a	la	del	labio	leporino,	a	quien	no	conocía,
pero	que	 le	parecía	buena	persona,	 aunque	un	poco	 ingenua.	Los	dos	hombres
rieron	 a	 carcajadas	 de	 que	 una	 mujer	 les	 hablara	 de	 esa	 manera;	 luego	 se
calmaron,	 se	 quedaron	 serios	 y	 se	 pusieron	 a	 conversar	 en	 voz	 baja	 con
Barrabás,	 informándole	que	al	caer	la	noche	volverían	a	la	montaña;	no	habían
venido	sino	para	sacrificar	un	cabrito	que	habían	traído.	Pero	como	el	cabrito	no
fue	aceptado,	 lo	habían	vendido	y	habían	 sacrificado	en	 su	 lugar	dos	palomas.
Con	 el	 dinero	 que	 les	 quedó	 habían	 venido	 a	 divertirse	 a	 la	 casa	 de	 la	mujer
gorda.	 Deseaban	 saber	 cuándo	 se	 reuniría	 Barrabás	 con	 ellos	 allá	 arriba,	 y	 le
dijeron	 dónde	 se	 alojaban	 por	 el	 momento.	 Barrabás,	 con	 un	 movimiento	 de
cabeza,	les	dio	a	entender	que	comprendía,	pero	no	dijo	palabra.
En	 el	 ínterin,	 una	 de	 las	 mujeres	 hablaba	 del	 Hombre	 a	 quien	 habían
crucificado	en	lugar	de	Barrabás;	lo	había	visto	una	vez,	de	paso	únicamente,	y
varias	personas	 le	 aseguraron	que	 se	 trataba	de	un	Rabino	muy	versado	en	 las
Sagradas	Escrituras,	que	recorría	 la	comarca	profetizando	y	haciendo	milagros.
Eso	no	era	reprensible;	muchos	procedían	de	la	misma	manera.	Así,	pues,	si	lo
habían	 crucificado,	 debía	 de	 haber	 otro	 motivo.	 Sólo	 recordaba	 que	 era	 muy
delgado.	La	segunda	mujer	no	lo	conocía	ni	de	vista;	pero	estaba	al	tanto	de	sus
vaticinios:	el	templo	se	derrumbaría,	Jerusalén	sería	destruida	por	un	terremoto	y
luego	las	llamas	consumirían	el	cielo	y	la	tierra.	Cosas	absurdas.	No	era	extraño,
pues,	 que	 lo	 hubieran	 crucificado.	 La	 tercera	 agregó	 que	Él	 frecuentaba	 sobre
todo	 a	 los	 pobres,	 a	 quienes	 prometía	 que	 entrarían	 en	 el	 Reino	 de	Dios;	 eso
mismo	había	prometido	a	las	prostitutas.	Todo	esto	les	causó	mucha	gracia;	pero
no	dejaban	de	reconocer	que	se	habrían	regocijado	si	hubiese	sido	verdad.
Barrabás	 los	escuchaba	y,	aunque	no	se	dignara	ni	sonreír	siquiera,	parecía
menos	 abstraído.	 Se	 sobresaltó	 cuando	 la	 mujer	 gorda	 volvió	 a	 abrazarlo
diciendo	que	no	se	preocupara	en	lo	más	mínimo	de	lo	que	había	sido	el	Otro,	y
que,	 en	 todo	caso,	 estaba	muerto.	A	Él	 lo	habían	crucificado	y	no	a	Barrabás;
esto	era	lo	esencial.
La	mujer	del	labio	leporino	se	había	quedado	en	un	principio	ensimismada,
como	si	nada	de	 lo	que	ocurría	a	 su	alrededor	 le	concerniese;	pero	después	de
escuchar	 con	viva	 atención	 la	descripción	del	Otro,	 se	 condujo	de	una	manera
muy	 singular.	 Poniéndose	 en	 pie	 y	 clavando	 la	mirada	 en	 su	 compañero	 de	 la
calle	 con	 una	 expresión	 de	 pavor	 en	 el	 rostro	 pálido	 y	 famélico,	 gritó	 con	 su
extraña	 voz	 gangosa:	 «¡Barrabás!».	 Esto,	 en	 verdad,	 nada	 tenía	 de
extraordinario;	 lo	 nombraba	 simplemente,	 y,	 sin	 embargo,	 todos	 la	 miraron
sorprendidos,	 sin	 comprender	 lo	 que	 significaba	 semejante	 llamamiento.
Barrabás	pareció	 también	desconcertado,	pues,	 según	su	costumbre,	cuando	no
quería	mirar	a	alguien	dejaba	que	su	vista	errara	aquí	y	allí.	¿Por	qué?	No	había
manera	de	saberlo,	y	esto,	por	otra	parte,	importaba	poco.	Barrabás	podía	ser	un
buen	compañero	y	 tener	excelentes	cualidades;	pero	era	así:	nunca	se	sabría	 lo
que	pasaba	en	sus	adentros.
Volvió	la	mujer	a	sentarse	en	el	fondo	de	la	pieza,	sobre	una	extremidad	de
la	 estera	 que	 cubría	 el	 piso	 de	 tierra	 apisonada,	 más	 seguía	 fijando	 en	 él	 su
mirada	ardiente.
La	mujer	 gorda	 fue	 a	 buscar	 comida	para	Barrabás,	 pues	 se	 le	 ocurría	 que
estaba	 hambriento;	 no	 se	 preocupaban,	 en	 verdad,	 de	 alimentar
convenientemente	 a	 los	 presos	 en	 esas	 inmundas	 y	malditas	 cárceles.	 Le	 puso
ante	los	ojos	pan,	sal	y	un	pedazo	de	cordero	seco.	No	probó	ni	un	bocado	y	se
apresuró	a	pasar	los	alimentos	al	labio	leporino,	como	si	estuviera	ya	saciado.	La
mujer	se	abalanzó	y	los	engulló	con	la	voracidad	de	un	animal	famélico;	luego	se
precipitó	fuera	de	la	casa	y	desapareció.
Atreviéronse	 los	demás	a	preguntar	quién	era;	pero	Barrabás,	por	supuesto,
no	respondió.	Tal	era	su	modo	de	ser.	No	se	 le	conocía,	en	verdad,	sino	así,	y
resultaba	imposible	sacarle	algo	cuando	se	trataba	de	sus	asuntos	personales.
—¿Qué	 milagros	 hacía	 ese	 predicador?	 —interrogó	 dirigiéndose	 a	 las
mujeres—.	¿Y	qué	ha	profetizado?
Contestaron	que	curaba	enfermos	y	ahuyentaba	a	los	demonios.	Se	susurraba
también	 que	 resucitaba	 a	 los	 muertos,	 pero	 nadie	 lo	 había	 comprobado	 y	 era
seguramente	 una	mentira.	 Respecto	 a	 lo	 que	 predicaba,	 no	 tenían	 ni	 la	menor
idea.	 Sin	 embargo,	 una	 de	 ellas	 conocía	 una	 historia	 que	 Él	 había	 referido.
Alguien	había	preparado	un	gran	festín	para	una	boda	o	algo	parecido;	pero	los
invitados	 no	 se	 habían	 presentado;	 fue	 necesario,	 pues,	 ir	 por	 los	 caminos	 e
invitar	 a	 los	 primeros	 que	 aparecían,	 de	 tal	 suerte	 que	 fueron	 a	 la	 casa	 sólo
mendigos	o	desdichados	semidesnudos	y	muertos	de	hambre;	entonces	el	Señor
había	 montado	 en	 cólera,	 a	 menos	 que	 hubiera	 manifestado	 indiferencia	—la
mujer	no	recordaba	este	punto—.	Barrabás	seguía	prestando	viva	atención,	como
si	 lo	 que	 estaban	 contando	 fuera	 algo	 notable.	 Y	 cuando	 otra	 añadió	 que	 el
hombre	era	de	los	que	se	creían	el	Mesías,	se	acarició	la	barba	rojiza	y	se	tornó
pensativo;	parecía	reflexionar	sobre	algo	importante.
—¿El	Mesías?…	No,	no	lo	era	—murmuró	para	sí	mismo.
—Por	 cierto	 que	 no	—dijo	 un	 hombre—;	 si	 hubiera	 sido	 el	Mesías,	 jamás
habrían	podido	crucificarlo.	Los	mismos	demonios	se	habrían	visto	aplastados.
Pero	¿no	sabía	ella	acaso	lo	que	es	un	Mesías?
—¡Claro	está!	Hubiera	bajado	de	la	cruz	y	los	habría	aniquilado,	de	un	solo
golpe.
—¡Un	Mesías	que	se	deja	crucificar!	¿Quién	ha	oído	semejante	cosa?
Barrabás	aprisionaba	su	barba	en	su	mano	vigorosa	y	seguía	mirando	el	suelo
de	tierra	apisonada.	No,	aquel	hombre	no	era	un	Mesías…
—Bebe,	Barrabás	—dijo	uno	de	 sus	 compañeros	 sacudiéndolo	 con	 rudeza;
era	extraordinario	que	se	atreviera	a	tanto,	pero	así	ocurrió.
Y	Barrabás	 sorbió	 un	 buen	 trago	 de	 la	 jarra	 de	 arcilla,	 que	 rechazó	 luego
pensativo.	 Las	 mujeres	 se	 apresuraron	 a	 llenarla	 nuevamente,	 y	 cuando
insistieron	en	que	bebiese	un	segundo	trago,	no	se	opuso.	Aunque	el	vino	debía
de	surtir	efecto,	estaba	aún	absorto	en	sus	reflexiones.	Su	compañero	lo	sacudió
nuevamente:
—Pero	 ¡bebe!	Debes	 alegrarte	de	haber	 salido	 a	 flote,	 de	hallarte	 entre	 tus
mejores	amigos	y	de	pasarlo	bien,	en	vez	de	estar	pudriéndote	en	la	cruz.	¿No	es
más	agradable?	¿Acaso	no	te	encuentras	a	gusto	aquí?	¡Piénsalo,	Barrabás!	¡Has
salvado	tu	pellejo!	¡Vives!	¡Vives,	Barrabás!
—Sí,	sí,	no	hay	duda	—profirió	él—.	No	hay	duda.
Consiguieron	 poco	 a	 poco	 que	 no	 se	 quedara	 allí	 como	 alelado	 y	 que	 se
asemejara	más	a	las	personas	normales.
Pero	 mientras	 se	 hablaba	 de	 una	 cosa	 y	 otra,	 hizo	 una	 extraña	 pregunta.
Preguntó	 a	 sus	 compañeros	 qué	 pensaban	 de	 las	 tinieblas	 de	 aquel	 día	 y	 del
hecho	de	que	el	sol,	durante	algunos	momentos,	se	había	oscurecido.
—¿Tinieblas?	 ¿Qué	 tinieblas?	 —lo	 miraron	 estupefactos—:	 Aquí	 no	 ha
habido	tinieblas.	¿Cuándo	las	hubo?
—Hacia	la	hora	sexta.
¡Ah!	¿Qué	cuentos	eran	ésos?	¡Nadie	había	comprobado	semejante	cosa!
Se	 sintió	 desconcertado	 y	miró	 con	 desconfianza	 a	 uno	 y	 otro.	Afirmaban
todos	 que	 no	habían	 visto	 tinieblas,	 como	 tampoco	 las	 habían	 visto	 los	 demás
habitantes	de	Jerusalén.
Pero	¿qué	 impresión	 recordaba	él	 sobre	el	particular?	¿Qué	se	había	 ido	 la
luz?	¡En	pleno	día!	Era	extraordinario.	Si	había	tenido	realmente	esa	impresión,
¿por	qué	no	pensar	que	sus	ojos	estaban	enfermos	después	de	tan	larga	reclusión
en	un	calabozo?	Así	debía	de	ser.	La	mujer	gorda	afirmó	queél	no	había	podido
acostumbrarse	 en	 seguida	 a	 la	 luz.	 Durante	 unos	 momentos	 estuvo	 como
deslumbrado.	¿Por	qué	había	de	llamar	esto	la	atención?
Barrabás	 los	miró	no	muy	 seguro	de	 sí	mismo.	Luego	pareció	aliviado.	Se
enderezó	un	poco	y	alargó	la	diestra	hacia	el	vaso,	que	vació	casi	enteramente.
No	lo	dejó	en	la	mesa	como	la	vez	anterior,	sino	que	lo	retuvo	en	la	mano	y	lo
tendió	 para	 que	 lo	 llenaran	 de	 nuevo.	 Bebieron	 todos.	Visiblemente,	 Barrabás
encontraba	 ahora	 el	 vino	 más	 a	 su	 gusto.	 Bebió	 según	 acostumbraba	 hacerlo
cuando	 lo	 invitaban;	 pronto	 todos	 se	 dieron	 cuenta	 de	 que	 la	 bebida	 lo
reanimaba.	Sin	tornarse	muy	expansivo,	habló	un	poco	de	su	vida	en	la	cárcel.
Un	infierno,	por	supuesto.	¡Cómo	extrañarse	que	estuviera	un	poco	trastornado!
Pero	 pretender	 que	 había	 salido	 a	 flote,	 ¡hum!	No	 es	 tan	 fácil	 librarse	 de	 sus
garras	 cuando	 lo	 tienen	 a	 uno	 en	 su	 poder.	 ¡Qué	 suerte!	 ¿Eh?	Haber	 estado	 a
punto	de	ser	crucificado	poco	antes	de	Pascua,	justamente	en	el	momento	en	que
se	ponía	en	libertad	a	un	condenado.	¡Y	que	ese	feliz	mortal	fuera	él!	¡Una	suerte
loca!	 Él	 tampoco	 podía	 creer	 en	 lo	 que	 veían	 sus	 ojos.	 Cuando	 los	 demás	 le
dieron	unas	palmadas	en	los	hombros	e,	inclinándose,	le	soplaron	al	semblante	el
cálido	aliento,	se	echó	a	reír	y	bebió	con	cada	uno	de	ellos	sucesivamente.	Toda
tirantez	había	desaparecido	de	sus	modales;	una	creciente	animación	se	apoderó
de	él	y,	como	el	vino	le	subía	ya	a	la	cabeza,	se	abrió	la	túnica,	pues	sentía	calor;
luego,	 para	 estar	 más	 cómodo,	 se	 recostó	 en	 el	 suelo	 como	 los	 demás.	 Su
bienestar	saltaba	a	la	vista.	Aprisionó	entre	sus	brazos	a	la	mujer	que	tenía	más
cerca	 y	 la	 atrajo	 sobre	 su	 pecho.	 Sin	 más,	 ella	 se	 le	 aferró	 al	 cuello,
prorrumpiendo	en	una	carcajada.	Pero	la	mujer	gorda	la	separó	con	violencia	de
Barrabás	y	dijo	que	ahora	reconocía	a	su	amor,	que	era	por	fin	como	debía	ser	y
que	había	recobrado	su	equilibrio,	después	de	la	horrible	reclusión.	Y	nunca	más
imaginaría	cuentos	de	tinieblas;	no,	no,	no.	Lo	atrajo	a	su	vez	contra	su	pecho	y
oprimió	la	boca	contra	el	rostro	de	Barrabás;	le	pasó	sus	carnosos	dedos	por	la
nuca	y	jugueteó	con	la	barba	rojiza.	Todos	se	alegraron	de	semejante	cambio:	era
de	 nuevo	 el	 Barrabás	 que	 solía	 ser	 en	 sus	 momentos	 de	 buen	 humor.	 Y	 se
desenfrenaron	 totalmente.	 Bebieron,	 charlaron,	 estuvieron	 de	 acuerdo	 en	 todo,
hallaron	 muy	 agradables	 los	 momentos	 que	 pasaban	 allí	 todos	 juntos	 y	 se
excitaron	 recíprocamente	 a	 medida	 que	 bebían.	 Aquellos	 hombres,	 que	 no
habían	probado	vino	ni	visto	mujeres	desde	hacía	varios	meses,	recuperaban	el
tiempo	perdido.	Pronto	volverían	a	sus	montañas;	no	 tenían	mucho	 tiempo	por
delante:	 era	 menester	 que	 festejaran	 debidamente	 su	 breve	 permanencia	 en
Jerusalén	¡y	la	liberación	de	Barrabás!	Tras	de	haberse	emborrachado	con	aquel
vino	agrio	y	fuerte,	se	concedieron	abundante	placer	con	todas	las	mujeres,	salvo
con	 la	mujer	 gorda,	 llevándolas	 a	 la	 otra	 extremidad	 de	 la	 pieza,	 detrás	 de	 un
pedazo	de	tela,	de	donde	volvían	rojos	y	jadeantes	para	beber	y	gritar	de	nuevo.
Según	su	costumbre,	todo	lo	hacían	a	fondo.
Continuaron	 así	 hasta	 el	 ocaso.	 Entonces	 los	 dos	 hombres	 se	 levantaron	 y
declararon	que	era	hora	de	emprender	viaje.	Se	despidieron	y	se	cubrieron	con
sus	pieles	de	cabra,	debajo	de	las	cuales	escondieron	sus	armas.	Luego	salieron
furtivamente	 a	 la	 calle,	 donde	 reinaba	 ya	 una	 semioscuridad.	Las	 tres	mujeres
fueron	 sin	más	 a	 acostarse	 detrás	 del	 pedazo	 de	 tela,	 completamente	 ebrias	 y
agotadas;	 se	 durmieron	 en	 seguida.	 Ya	 sola	 con	 Barrabás,	 la	 mujer	 gorda
preguntó	si	no	había	llegado	para	ambos	el	momento	de	abandonarse	al	placer;
debía	 de	 necesitarlo	 tras	 haber	 sufrido	 tan	 malos	 tratos;	 ella,	 por	 su	 parte,
sentíase	 muy	 atraída	 por	 un	 hombre	 que	 se	 había	 consumido	 durante	 tanto
tiempo	 en	 la	 cárcel	 y	 había	 estado	 a	 punto	 de	 ser	 crucificado.	 Lo	 llevó	 a	 la
terraza,	donde	tenía	para	la	estación	cálida	una	cabaña	de	hojas	de	palmera.	Se
acostaron	 y,	 no	 bien	 ella	 lo	 acarició	 un	 poco,	 él,	 desenfrenado,	 se	 echó	 sobre
aquel	 cuerpo	macizo	 como	 si	 no	quisiera	 apartarse	 jamás	de	 él.	Transcurrió	 la
mitad	de	la	noche	sin	que	tuvieran	conciencia	de	lo	que	los	rodeaba.
Por	 fin	no	 tuvieron	más	 fuerzas	para	continuar;	 la	mujer	se	dio	vuelta	y	se
durmió	 en	 el	 acto.	 Pero	 él	 se	 quedó	 despierto	 junto	 al	 cuerpo	 sudoroso	 de	 su
compañera,	contemplando	el	 techo	de	 la	cabaña.	Pensaba	en	el	 crucificado	del
centro	y	en	lo	que	había	ocurrido	en	la	colina	del	suplicio.	Luego	se	devanó	los
sesos	 esforzándose	 por	 hallar	 una	 explicación	 plausible	 al	 misterio	 de	 las
tinieblas.	 ¿No	 se	 habrían	 producido,	 según	 afirmaban	 los	 demás,	 sólo	 en	 su
imaginación?	 ¿O	 tratábase	 de	 un	 fenómeno	 que	 ocurría	 exclusivamente	 en	 el
Gólgota,	ya	que	en	otra	parte	a	nadie	había	 llamado	 la	atención?	Sin	embargo,
allí	arriba	la	oscuridad	había	sido	completa;	los	soldados	tuvieron	miedo.	¿O	se
habría	 figurado	 esto	 también?	 ¿Otra	 visión	 de	 su	 fantasía?	 No;	 él	 no	 hallaba
explicación	plausible;	no	sabía	a	qué	atenerse…
Barrabás	pensó	de	nuevo	en	el	crucificado.	Acostado,	con	los	ojos	abiertos	y
sin	poder	dormir,	 sentía	 contra	 su	persona	 las	gruesas	 espaldas	de	 la	mujer.	A
través	de	las	hojas	marchitas	del	techo	veía	el	cielo	—pues	era	indudablemente
el	cielo—,	aunque	no	se	distinguieran	estrellas	ni	nada.	Solamente	la	oscuridad.
Sí,	ya	todo	estaba	sumido	en	las	tinieblas:	el	Gólgota	y	el	resto	del	mundo.
Al	 día	 siguiente	Barrabás	 dio	 una	 vuelta	 por	 la	 ciudad.	 Encontró	 a	mucha
gente	que	conocía,	amigos	y	enemigos.	Casi	todos	se	sorprendieron	de	verlo,	y
algunos	se	sobresaltaron	como	si	ante	ellos	hubiese	surgido	un	fantasma.	Esto	le
resultó	 penoso.	 ¿Acaso	 no	 era	 voz	 corriente	 que	 había	 recobrado	 su	 libertad?
¿Cuándo	se	darían	cuenta	de	que	a	él	no	lo	habían	crucificado?
El	 sol	 quemaba	 como	 fuego;	 los	 ojos	 no	 podían	 casi	 soportar	 aquella	 luz
violenta.	¿Estarían	los	suyos	realmente	enfermos	tras	aquella	permanencia	en	la
cárcel?	Le	pareció	preferible	seguir	en	 la	sombra.	Al	pasar	por	 las	arcadas	que
llevaban	a	la	plaza	del	Templo,	se	le	ocurrió	sentarse	debajo	de	la	bóveda	para
que	su	vista	descansara	unos	instantes.	Experimentó	gran	alivio.
Algunos	 hombres	 se	 habían	 sentado	 antes	 que	 él	 a	 lo	 largo	 de	 la	 pared.
Hablaban	 en	 voz	 baja;	 lejos	 de	mirar	 con	 buenos	 ojos	 la	 llegada	 de	Barrabás,
echáronle	miradas	oblicuas	y	bajaron	más	aún	la	voz.	Oyó	una	que	otra	palabra,
pero	le	resultó	imposible	seguir	el	hilo	de	la	conversación,	y,	por	otra	parte,	¿de
qué	le	hubiera	valido?	Los	secretos	de	esa	gente	no	le	interesaban.	Uno	de	ellos
era	 un	 hombre	 de	 su	 edad,	 con	 una	 barba	 rojiza	 como	 la	 suya;	 los	 cabellos,
también	 rojizos,	 desgreñados	 y	 abundantes,	 se	 fundían	 con	 la	 barba.	 El	 color
azul	de	 sus	ojos	denotaba	cierta	 singular	 ingenuidad;	 tenía	un	 rostro	ancho,	de
gruesas	mejillas.	 Todo	 en	 él	 revelaba	 vigor	 físico.	 Era	 un	mocetón	muy	 poco
refinado,	un	 artesano,	 a	 juzgar	por	 sus	manos	y	 su	vestimenta.	Barrabás	no	 se
preocupaba	de	lo	que	podía	ser	ni	de	su	aspecto,	pero	se	hallaba	frente	a	uno	de
esos	hombres	que	no	pueden	pasar	 inadvertidos,	 si	bien	no	se	observaba	en	su
persona	nada	característico.	Salvo	los	ojos,	evidentemente.
Parecía	 aquel	 mocetón	 bastante	 afligido,	 y	 dijérase	 que	 los	 demás	 se
lamentaban	también.	Hablaban	seguramente	de	alguien	que	acababa	de	morir,	o
de	un	tema	análogo.	De	vez	en	cuando	suspiraban	profundamente,	a	pesar	de	ser
hombres,	Si	se	trataba	realmente	de	ese	caso,	si	esa	gente	lloraba	a	alguien,	¿por
qué	no	dejaban	las	lamentaciones	para	las	mujeres,	para	alguna	llorona,	en	todo
caso?
De	pronto,	Barrabás	oyó	que	el	muerto	de	que	estaban	hablando	había	sido
crucificado.Y	que	había	sido	crucificado	la	víspera.	¿La	víspera?
Prestó	más	atención,	pero	las	voces	bajaron	de	nuevo	el	 tono	y	ya	no	pudo
oír	más.
¿A	quién	se	referían?
Iban	y	venían	los	transeúntes,	y	le	resultó	imposible	seguir	la	conversación.
Cuando	 se	 restableció	 un	 silencio	 relativo,	 oyó	 lo	 suficiente	 como	 para	 darse
cuenta	de	que	no	se	equivocaba.	Se	trataba	de	Él,	del	hombre	que…
Cosa	extraña…	En	Él	pensaba	desde	hacía	un	rato.	Al	pasar	por	casualidad
ante	 el	 pórtico	 del	 palacio,	 se	 había	 acordado	 de	 Él.	 Y	 en	 el	 lugar	 donde	 el
condenado	 se	 había	 desplomado	 bajo	 el	 peso	 de	 la	 cruz,	 también	 se	 había
acordado	de	Él.	Y	he	ahí	que	las	personas	allí	presentes	hablaban	precisamente
de	ese	hombre…	Extraño.	¿Qué	tenían	que	ver	con	el	crucificado?	¿Y	por	qué
bajaban	el	tono	de	la	voz?	El	único	que	se	expresaba	en	voz	bastante	alta	como
para	que	le	oyesen	era	el	hombretón	de	cabellos	y	barba	rojizos;	su	corpulencia
se	avenía	mal	con	los	cuchicheos.
¿Aludían	a	la	oscuridad	que	se	había	producido	en	el	momento	de	la	muerte
del	crucificado?
Barrabás	 escuchaba	 con	 atención;	 una	 atención	 tan	 intensa	 que	 los	 otros
debieron	 notarlo.	 Pues	 de	 pronto	 callaron	 y	 durante	 un	 buen	 rato	 no
pronunciaron	ni	una	sílaba,	limitándose	a	mirarlo	de	soslayo.	Luego	murmuraron
algo	que	no	pudo	entender,	y	a	poco,	tras	haberse	despedido	del	hombretón,	se
marcharon.	Eran	cuatro,	y	ninguno	de	ellos	le	resultó	agradable.
Ya	solo	con	el	compañero	de	aquéllos,	tuvo	ganas	de	dirigirle	la	palabra,	más
no	 sabía	 cómo	 iniciar	 la	 conversación.	El	 sujeto	movía	 los	 labios	 y	 de	 vez	 en
cuando	meneaba	la	cabezota.	Según	la	costumbre	de	las	almas	sencillas,	traducía
con	 gestos	 y	 ademanes	 sus	 preocupaciones.	 Por	 fin,	 Barrabás	 le	 preguntó	 sin
ambages	 qué	 le	 afligía.	Aquél,	 perturbado,	 alzó	 los	 ojos,	 azules	 y	 redondos,	 y
nada	 repuso.	 Pero	 tras	 de	 mirar	 ingenuamente	 durante	 algunos	 segundos	 al
desconocido,	inquirió	si	Barrabás	era	de	Jerusalén.	No;	de	allí	no	era.
—Encuentro,	sin	embargo,	que	tienes	el	dejo	de	los	que	han	nacido	aquí,	¿o
me	equivoco?
Respondió	Barrabás	que	no	venía	de	muy	 lejos,	 sino	de	aquellas	montañas
del	 lado	del	oriente.	Esto	 inspiró	visiblemente	más	confianza	a	su	 interlocutor.
No	estimaba	a	 los	nativos	de	 Jerusalén,	y	 lo	decía	 sin	 rodeos;	 la	mayoría	eran
bribones,	 verdaderos	 bandidos.	 Barrabás	 se	 rió	 un	 poco	 y	 fue	 de	 la	 misma
opinión.	¿Y	su	interlocutor?	¡Oh!,	venía	de	muy	lejos.	Sus	ojos	de	niño	trataron
de	 expresar	 esa	 larga	 distancia.	 Y,	 le	 confió	 con	 el	 corazón	 abierto,	 hubiera
preferido	 estar	 en	 su	 patria	 o	 en	 cualquier	 otro	 lugar	 de	 la	 tierra	 antes	 que	 en
Jerusalén.	Pero	nunca	volvería	a	su	tierra	para	vivir	y	morir,	como	había	sido	su
intención	y	se	lo	había	figurado	en	otra	época.	Barrabás	se	extrañó	de	eso.
—¿Por	 qué	 no?	 —preguntó—.	 Nadie	 podría	 oponerse;	 cada	 cual	 tiene
derecho	de	disponer	de	su	persona.
—¡Oh,	no!	—repuso	el	hombretón,	algo	pensativo—.	Así	no	es.
Pero	¿por	qué	se	hallaba	en	Jerusalén?	Esta	pregunta	brotó	de	los	labios	de
Barrabás	 sin	 que	 pudiera	 refrenarla.	 El	 otro	 no	 contestó	 en	 seguida;	 por	 fin
confesó,	vacilando,	que	allí	estaba	por	su	Maestro.
—¿Tu	Maestro?
—Sí.	¿No	has	oído	hablar	del	Maestro?
—No.
—¿Del	que	fue	crucificado	ayer	en	el	Gólgota?
—¿Crucificado	en	el	Gólgota?	No	sé	nada.	Pero	¿por	qué	han	hecho	eso?
—Porque	estaba	escrito	que	así	debía	ser.
—¿Escrito?	¿Estaba	escrito	que	sería	crucificado?
—Claro	 que	 sí.	 Basta	 leer	 las	 Escrituras;	 y	 por	 otra	 parte,	 El	 mismo	 lo
predijo.
—¿Lo	predijo?	 ¿Y	 eso	 estaba	 en	 las	Escrituras?	A	 fe	mía,	 no	 las	 conozco
bastante	para	saberlo.
—Ni	yo	tampoco;	pero	es	así.
Barrabás	no	tuvo	dudas	al	respecto.	Pero	¿cómo	era	posible	que	el	Maestro
debiera	fatalmente	morir	en	la	cruz?	¿Qué	se	ganaba	con	eso?	De	todos	modos,
era	extraño.
—Sin	duda.	Yo	también	lo	encuentro	muy	singular.	No	comprendo	por	qué
tenía	que	morir,	y	de	una	manera	tan	atroz.	Pero	las	cosas	debían	ocurrir	como
Él	las	había	predicho.	Todo	debía	ocurrir	como	Él	lo	había	decretado.	Y	muchas
veces	 repitió	 que	 debía	 sufrir	 y	 morir	 por	 nosotros	 —añadió	 inclinando	 la
cabezota.
Barrabás	le	clavó	la	mirada.
—¡Morir	por	nosotros!
—Sí,	 en	 nuestro	 lugar.	 Sufrir	 y	 morir	 inocente	 en	 lugar	 nuestro.	 Pues
debemos	reconocer	que	los	culpables	somos	nosotros	y	no	él.
Dejó	 Barrabás	 errar	 la	 mirada	 por	 la	 calle,	 y	 durante	 unos	 momentos	 no
preguntó	nada	más.
—Ahora	 se	 comprende	 mucho	 mejor	 lo	 que	 tenía	 costumbre	 de	 decir	 —
murmuró	el	otro	como	hablando	consigo	mismo.
—¿Lo	conocías?	—preguntó	Barrabás.
—Claro	que	sí.	Por	cierto	que	lo	conocía.	Estuve	con	Él	desde	que	empezó
allí	arriba,	en	nuestra	tierra.
—¡Ah!	¿Era	tu	tierra?
—Y	lo	seguí	continuamente,	a	todas	partes	donde	fue.
—¿Por	qué?
—¿Por	qué?	¡Vaya	una	pregunta!	Ya	se	ve	que	no	lo	has	conocido.
—¿Qué	quieres	decir?
—Sí,	 sabes,	 ejercía	 un	 poder	 sobre	 uno,	 un	 poder	 extraordinario.	 Decía
simplemente:	«¡Sígueme!».	Y	había	que	seguirlo.	No	se	podía	hacer	otra	cosa.	Si
lo	hubieras	conocido	te	habrías	dado	cuenta.	Tú	también	lo	habrías	seguido.
Calló	Barrabás	durante	unos	segundos.	Luego	dijo:
—Sí,	debía	de	ser	un	hombre	extraordinario,	si	es	cierto	lo	que	cuentas.	Sin
embargo,	 el	 hecho	 de	 que	 haya	 sido	 crucificado	 ¿no	 demuestra	 acaso	 que	 su
poder	no	era	tan	grande?
—No…,	no	se	trata	de	eso.	Antes	lo	creí,	y	esto	es	lo	más	penoso.	¡Qué	yo
haya	podido	un	solo	segundo	creer	semejante	cosa!	Pero	ahora	me	parece	haber
comprendido	el	significado	de	su	muerte	ignominiosa,	ahora	particularmente	que
he	 reflexionado	 un	 poco	 y	 he	 hablado	 con	 los	 otros,	 con	 los	 que	 son	 más
versados	en	las	Escrituras.	Parece	ser	que	estaba	decretado	que	debía	sufrir	todo
eso,	a	pesar	de	ser	inocente,	sí,	y	aun	bajar	al	reino	de	las	sombras,	por	amor	a
nosotros.	 Pero	 volverá	 y	 desplegará	 toda	 su	 potencia.	 ¡Resucitará	 de	 entre	 los
muertos!	De	eso	estamos	absolutamente	seguros.
—¡Resucitar	de	entre	los	muertos!	¡Qué	cuento	es	ése!
—No	 es	 un	 cuento.	 Lo	 hará	 seguramente.	 Y	muchos	 creen	 que	 resucitará
mañana	 por	 la	mañana.	 Pues	 será	 el	 tercer	 día.	Declaró,	 según	 parece,	 que	 se
quedaría	tres	días	en	el	reino	de	los	muertos.	Sin	embargo,	personalmente,	nunca
le	oí	decir	 eso.	Pero	ha	de	haberlo	dicho.	Y	mañana	por	 la	mañana,	 al	 salir	 el
sol…
Barrabás	se	encogió	de	hombros.
—¿Lo	dudas?
—No.
—No,	no…	tú	no	puedes…	tú	nunca	lo	has	conocido,	tú.	Pero	muchos	de	los
nuestros	 lo	 creen.	 ¿Y	 por	 qué	 no	 resucitaría	 él	 cuando	 ha	 resucitado	 a	 tantos
muertos?
—¿Resucitar	a	muertos?	¡No	es	posible!
—Sí,	sí.	Lo	he	visto	con	mis	propios	ojos.
—¿Es	cierto?
—Absolutamente;	 es	 una	 verdad	 resplandeciente.	 Tiene	 bastante	 poder…
Nada	le	resulta	imposible;	le	basta	querer…	¡Si	al	menos	quisiera	valerse	de	su
poder	para	sí	mismo!	Pero	nunca	lo	ha	hecho.
—¿Y	por	qué	se	dejó	crucificar	si	tenía	tanto	poder…?
—Sí,	si,	lo	sé…	Pero	no	es	fácil	comprender	esas	cosas,	nada	fácil.	Soy	un
hombre	bastante	simple,	¿entiendes?;	y	no	me	resulta	fácil	comprender	todo	eso,
puedes	creerme.
—¿No	estás	seguro	de	que	resucitará?
—Sí,	sí,	estoy	seguro	de	que	es	cierto	lo	que	dicen.	Que	el	Maestro	volverá	y
que	se	presentará	ante	nosotros	con	todo	su	poder	y	toda	su	gloria.	De	eso	estoy
convencido;	y	ellos	también;	conocen	mejor	que	yo	las	Escrituras.	Será	un	gran
día.	Sí,	anuncian	el	comienzo	de	una	nueva	era;	sí,	 la	era	de	 la	felicidad,	en	 la
que	el	Hijo	del	Hombre	reinará	en	su	reino…
—¿El	Hijo	del	Hombre?
—Sí;	Él	mismo	se	ha	llamado	así.	Pero	algunos	creen…	No	puedo	decirlo…
Barrabás	se	le	aproximó.
—Dime	lo	que	creen.
—Creen…	que	es	el	mismo	Hijo	de	Dios.
—¡El	Hijo	de	Dios!
—Sí…	 Pero	 ¿será	 cierto?	 Imposible	 no	 sentir	 un	 poco	 de	 miedo.	 Yo
preferiría	que	volviese	tal	como	era.
Barrabás,	inquieto,	se	indignó.
—¡Cómo	se	pueden	contar	semejantes	patrañas!	—prorrumpiócon	violencia
—.	 ¡El	 Hijo	 de	 Dios!	 ¡El	 Hijo	 de	 Dios	 crucificado!	 ¿No	 comprendes	 que	 es
imposible?
—He	dicho	que	eso	podría	no	ser	cierto.	Si	quieres,	lo	volveré	a	decir.
—¿Quiénes	son	los	locos	que	creen	en	eso?	—reanudó	Barrabás,	y	la	cicatriz
que	 tenía	 debajo	 de	 uno	 de	 los	 ojos,	 se	 tornó	 más	 roja	 como	 en	 las	 grandes
circunstancias—.	¡El	Hijo	de	Dios!	Es	evidente	que	no	lo	era.	¿Crees	tú	que	el
Hijo	de	Dios	descienda	a	la	tierra?	¡Y	que	se	ponga	a	predicar	en	tu	comarca!
—¿Por	 qué	 no?	 Eso	 no	 era	 imposible.	 Allí	 como	 en	 otra	 parte.	 Es	 una
comarca	pequeña	y	pobre	sin	duda;	pero	es	preciso	empezar	en	alguna	parte.
El	mocetón	 se	 expresaba	 con	 tanta	 candidez	 que	 por	 poco	Barrabás	 no	 se
echó	a	reír.	Pero	la	indignación	lo	contuvo.	Tironeaba	continuamente	su	manto
de	piel	de	cabra,	como	si	la	prenda	se	le	hubiera	caído	del	hombro,	lo	cual	no	era
el	caso.
—Y	de	los	prodigios	que	señalaron	su	muerte,	¿qué	piensas?
—¿Qué	prodigios?
—Se	oscureció	todo	en	el	momento	en	que	moría.
Barrabás	desvió	la	mirada	y	se	restregó	los	ojos.
—Tembló	la	tierra	y	la	colina	del	Gólgota	se	partió	en	el	lugar	preciso	en	que
se	alzaba	la	cruz.
—¡Eso,	 con	 toda	 seguridad,	 no	 es	 cierto!	 Vosotros	 lo	 habéis	 inventado.
¿Cómo	sabes	que	la	colina	se	partió?	¿Acaso	estabas	allí?
El	 mocetón	 cambió	 repentinamente	 de	 actitud.	Miró	 vacilante	 a	 Barrabás;
luego	bajó	la	vista.
—Por	 mi	 parte	 no	 sé	 y	 no	 puedo	 ser	 testigo	 —balbuceó.	 Tras	 suspirar
profundamente,	se	quedó	un	buen	rato	silencioso.	Por	fin,	apoyando	la	mano	en
el	 brazo	 de	 Barrabás,	 profirió—:	 ¿Sabes…?	 Yo	 no	 estaba	 con	 mi	 Maestro
mientras	 él	 sufría	 y	moría.	Yo	 acababa	 de	 huir.	 Si,	 lo	 había	 abandonado	 para
huir.	Y	antes	había	renegado	de	Él.	Eso	es	 lo	peor;	he	renegado	de	Él.	¿Cómo
podrá	perdonarme,	si	vuelve?	¿Qué	le	diré?	¿Qué	le	contestaré	si	me	interroga?
Meneándose	de	un	lado	a	otro,	aprisionó	entre	sus	manos	su	rostro	ancho	y
barbudo.
—¿Cómo	he	podido	hacer	una	cosa	semejante?	¿Cómo	he	podido	hacer	una
cosa	semejante?…
Sus	ojos	de	un	azul	tan	límpido	estaban	húmedos	cuando	por	fin	levantó	de
nuevo	la	cabeza	para	mirar	a	Barrabás.
—Me	has	preguntado	cuál	era	el	motivo	de	mi	aflicción.	Ahora	lo	sabes.	Y
mi	Señor	y	mi	Maestro	lo	sabe	mejor	aún.	Soy	un	pobre	ser	despreciable.	¿Crees
tú	que	podrá	perdonarme?
Barrabás	contestó	que	así	lo	creía.	En	realidad,	no	se	interesaba	mucho	por	lo
que	decía	el	otro;	pero	respondió	de	tal	suerte	porque	a	pesar	suyo	no	podía	dejar
de	sentir	simpatía	por	alguien	que	se	acusaba	como	un	criminal,	cuando	de	nada
era	culpable.	¿Quién,	en	efecto,	no	ha	cometido	alguna	traición	en	su	vida?
El	hombre	le	tomó	la	mano	y	la	estrechó	con	fuerza	en	la	suya.
—¿Piensas	así?	¿Piensas	así	realmente?	—repitió	con	voz	entrecortada.
En	aquel	momento	 algunos	 transeúntes	divisaron	 al	 hombretón	de	 cabellos
rojizos.	Viendo	al	sujeto	con	quien	estaba	conversando	y	cuya	mano	estrechaba,
se	 sobrecogieron	 y	 demostraron	 estupor.	 Se	 aproximaron	 en	 seguida	 y,
dirigiéndose	con	profundo	respeto	al	hombre	mal	vestido	articularon	vivamente:
—¿No	sabes	quién	es	ese	individuo?
—No	—repuso,	y	decía	la	verdad—,	no	sé	quién	es;	pero	se	compadece	del
prójimo,	y	hemos	tenido	una	buena	conversación.
—¿No	sabes	acaso	que	el	Maestro	ha	sido	crucificado	en	su	lugar?
El	 hombretón	 de	 cabellos	 rojizos	 soltó	 la	 mano	 de	 Barrabás	 y	 paseó	 la
mirada	 del	 uno	 al	 otro,	 sin	 poder	 esconder	 su	 emoción.	 Los	 recién	 llegados
manifestaron	 más	 claramente	 aún	 sus	 sentimientos;	 estaban	 trémulos	 de
indignación.
Barrabás	 se	 había	 puesto	 en	 pie	 y	 les	 volvía	 la	 espalda,	 para	 que	 nadie	 le
viera	la	cara.
—¡Vete,	hombre	maldito!	—vociferaron	con	singular	violencia.
Se	arrebujó	en	su	manto	y	se	alejó	por	la	calle	sin	mirar	hacia	atrás.
La	mujer	del	labio	leporino	no	podía	conciliar	el	sueño.	Con	la	mirada	fija	en
las	estrellas,	pensaba	en	lo	que	iba	a	ocurrir.	En	verdad,	no	quería	dormir;	quería
pasar	 toda	 la	noche	en	vela.	Estaba	acostada	sobre	unas	 ramillas	y	un	poco	de
paja	 que	 había	 amontonado	 en	 un	 hoyo	 en	 las	 afueras	 de	 la	 Puerta	 de	 las
Basuras;	 oía	 a	 su	 alrededor	 a	 los	 enfermos	 que	 se	 lamentaban	 y	 agitaban	 en
sueños;	 también	oía	 el	 sonido	de	 las	 campanillas	del	 leproso,	obligado	por	 los
padecimientos	a	levantarse.	El	olor	de	los	montones	de	inmundicias	flotaba	en	el
valle,	 y	 hacía	 que	 se	 respirara	 con	 dificultad,	 pero	 la	 mujer	 se	 había
acostumbrado	 a	 semejante	 tufo	 y	 ya	 no	 lo	 advertía.	 Nadie	 en	 aquel	 paraje	 lo
advertía.
Mañana	al	salir	el	sol…	Mañana	al	salir	el	sol.
Maravilloso	 pensamiento.	 Pronto	 los	 enfermos	 serían	 curados	 y	 los
hambrientos	recibirían	comida.	Costaba	 imaginarlo.	¿Cómo	ocurriría	semejante
portento?	Lo	que	no	admitía	duda	era	que	el	cielo	se	abriría	y	que	bajarían	los
ángeles	 a	 alimentarlos	 a	 todos.	 A	 todos	 los	 pobres	 por	 lo	 menos.	 Los	 ricos
seguirían	 probablemente	 comiendo	 en	 su	 casa;	 pero	 los	 pobres,	 aquellos	 que
padecían	realmente	de	hambre,	serían	alimentados	por	los	ángeles,	y	aquí,	en	la
Puerta	de	las	Basuras,	se	pondrían	manteles	en	el	suelo,	blancos	manteles	de	fina
tela,	sobre	 los	cuales	se	colocarían	los	platos	más	variados,	y	uno	se	recostaría
para	comer.	En	el	 fondo,	 resultaba	 fácil	 representarse	 todo	eso;	bastaba	pensar
que	 todo	 sería	 completamente	distinto.	Nada	 se	 asemejaría	 a	 lo	 que	uno	había
visto	o	conocido	hasta	entonces.
Ella	misma	llevaría	quizá	otros	vestidos.	¿Quién	lo	sabría?	Blancos,	tal	vez.
¿O	una	 túnica	azul?	Todo	cambiaría,	pues	el	Hijo	de	Dios	habría	 resucitado	y
empezaría	una	nueva	era.
Acostada	en	aquel	pozo,	entreteníase	en	pensar	en	lo	que	estaba	por	ocurrir.
Mañana…	Mañana…	al	salir	el	sol.	¡Qué	felicidad	saberlo!
Oyó	el	sonido	de	las	campanillas	del	leproso,	que	se	aproximaba.	Reconocía
aquel	 sonido;	el	 leproso,	valiéndose	de	 la	oscuridad	nocturna,	 solía	 subir	hasta
allí,	si	bien	las	personas	que	padecían	de	su	enfermedad	se	hallaban	confinadas
en	 el	 fondo	 del	 valle	 y	 no	 tenían	 el	 derecho	 de	 sobrepasar	 los	 límites	 de	 su
recinto;	pero	en	las	tinieblas	se	atrevía	a	hacerlo.	Uno	tenía	la	impresión	de	que
él	experimentaba	 la	necesidad	de	aproximarse	a	 los	seres	humanos,	y,	por	otra
parte,	 había	 dicho	 una	 vez	 que	 así	 era.	 Vio	 que	 avanzaba	 cauteloso	 entre	 las
gentes	dormidas	bajo	la	luz	de	las	estrellas.
El	reino	de	la	muerte…	en	resumidas	cuentas,	¿cómo	era?	Decíase	que	a	la
sazón	 el	Maestro	 recorría	 el	 reino	 de	 la	muerte…	¿Qué	 aspecto	 tenía?	No,	 en
verdad,	ella	no	podía	representárselo.
El	 viejo	 ciego	 se	 quejaba	 en	 sueños.	 Y	 un	 poco	 más	 lejos	 el	 adolescente
demacrado	 jadeaba	 como	 de	 costumbre.	Muy	 cerca	 de	 ella	 estaba	 acostada	 la
mujer	de	Galilea	que	tenía	contracciones	en	los	brazos	porque	estaba	poseída	por
el	espíritu	de	otro.	Las	 inmediaciones	estaban	 llenas	de	seres	por	el	estilo,	que
esperaban	curarse	con	el	barro	de	la	fuente,	o	de	pobres	infelices	que	vivían	de
las	sobras	halladas	entre	 las	 inmundicias.	Al	día	siguiente	nadie	 las	 removería.
Se	retorcían	en	sueños,	pero	ninguno	merecía	ya	compasión.	¿No	soplaría	algún
ángel	en	el	agua	a	fin	de	purificarla?	Y	al	sumergirse	los	enfermos	se	curarían,	y
también	 los	 leprosos,	 quizá.	 ¿Los	 dejarían	 bajar	 hasta	 el	 mismo	 manantial?
¿Nadie	se	opondría	realmente?	No	se	podía	saber	con	precisión	lo	que	ocurriría.
En	verdad,	no	se	sabía	gran	cosa…
Tal	 vez	 nada	 ocurriría	 en	 la	 fuente;	 nadie	 pensaría	 en	 eso.	 Enjambres	 de
ángeles	volarían	 tal	vez	sobre	el	Gei-Hinnom	y	sobre	 toda	 la	 tierra	para	barrer
con	sus	alas	enfermedades,	aflicciones	y	desgracias.
Recostada	en	la	paja,	decíase	que	tal	vez	ocurriría	eso.
Recordó	luego	el	día	en	que	había	encontrado	al	Hijo	de	Dios	y	la	bondadosa
actitud	de	 éste	 para	 con	 ella.	Nadie,	 jamás,	 le	 había	 demostrado	 tanta	 bondad.
Hubiera	 podido	 rogarle	 que	 la	 curara	 desu	 enfermedad	 crónica;	 pero	 ella	 no
había	querido.	Lo	hubiera	hecho	muy	fácilmente;	pero	ella	no	había	querido.	Él
ayudaba	 a	 los	 que	 necesitaban	 ayuda;	 cumplía	 grandes	 obras.	 Ella	 había
preferido	no	importunarle	por	tan	poco.
Era	con	todo	extraño,	muy	extraño	lo	que	le	dijo	cuando	ella	se	arrodilló	en
el	 polvo	 del	 camino	 y	 cuando,	 volviendo	 sobre	 sus	 pasos,	 Él	 se	 le	 aproximó
inesperadamente:
—¿Imploras	tú	también	un	milagro?	—preguntó.
—No,	Señor.	Me	contento	con	verte	pasar.
Entonces,	envolviéndola	con	una	mirada	muy	suave	y	sin	embargo	triste,	le
acarició	una	mejilla	y	le	tocó	la	boca,	sin	que	se	produjera	ningún	cambio.	Luego
murmuró:	«Atestiguarás	por	mí».
Palabras	extraordinarias.	¿Qué	había	querido	decir?	¿Atestiguar	por	él?	Era
incomprensible.	¿Cómo	podía	ella	hacer	semejante	cosa?
A	Él,	en	cambio,	no	le	había	costado	como	a	la	demás	gente	entender	lo	que
ella	decía;	la	había	comprendido	en	el	acto;	más	esto	resultaba	muy	natural,	pues
era	el	Hijo	de	Dios.
Sí,	ella	pensaba	en	mil	cosas:	en	la	mirada	del	Maestro	cuando	le	dirigió	la
palabra,	 en	 el	 olor	 de	 su	 mano	 cuando	 le	 tocó	 los	 labios…	 Reflejábanse	 las
estrellas	en	sus	ojos	muy	abiertos,	y	ella	se	sorprendía	de	ver	que	aumentaba	el
número	 a	medida	 que	 las	 contemplaba.	 Desde	 que	 no	 vivía	 bajo	 techo,	 había
visto	 tantas…	¿Qué	eran	en	resumidas	cuentas	 las	estrellas?	No	lo	sabía.	Dios,
por	 cierto,	 las	 había	 creado;	 pero	 ¿qué	 eran?…	 En	 el	 desierto	 había	 habido
muchas	 estrellas…	 Y	 asimismo	 en	 las	 montañas…	 las	 montañas	 de	 Gilgal…
Pero	no	la	noche	en	que…,	esa	noche,	no.
Pensó	luego	en	la	casa	que	estaba	entre	los	dos	cedros…	De	pie	en	el	umbral,
su	madre	la	seguía	con	la	vista,	mientras	ella	bajaba	la	cuesta	bajo	el	peso	de	una
maldición…	Sí,	era	evidente	que	sus	padres	la	echarían	y	que	ella	viviría	en	el
futuro	como	los	animales	en	sus	cuevas…	Se	acordó	de	los	campos,	que	eran	tan
verdes	esa	primavera,	y	de	su	madre	que	la	seguía	con	la	mirada,	quedándose	un
poco	 atrás	 de	 la	 puerta,	 en	 la	 penumbra,	 para	 no	 ser	 vista	 por	 el	 que	 había
maldecido…
Pero	aquello	no	importaba	ya.	Nada	importaba	más.
El	ciego	se	sentó,	como	en	acecho.	Se	acababa	de	despertar	y	había	oído	las
campanillas	del	leproso.
—¡Vete!	—gritó	amenazándole	en	la	oscuridad	con	el	puño—.	¡Vete!	¿Qué
haces	aquí?	El	sonido	de	las	campanillas	se	extinguió	poco	a	poco	en	la	noche	y
volvió	el	anciano	a	recostarse,	refunfuñando	y	con	la	mano	apoyada	en	sus	ojos
vacíos.
¿También	 los	 niños	 muertos	 están	 en	 el	 reino	 de	 las	 sombras?	 Sí,	 con
excepción,	 sin	 duda,	 de	 los	 que	murieron	 cuando	 aún	 eran	 niños	 de	 pecho.	A
esos	no	se	los	podía	torturar	y	hacer	sufrir;	no	era	posible.	No	tenía,	sin	embargo,
certeza	alguna	al	 respecto…	Ni	 la	menor	certeza…	Maldito	sea	el	 fruto	de	 tus
entrañas…
Pero	 con	 la	 nueva	 era	 que	 se	 anunciaba	 ¿no	 quedarían	 sin	 efecto	 las
maldiciones?	Eso	es	posible…	Si	bien	tampoco	se	podía	estar	seguro.
Maldito…	sea…	el	fruto	de	tus	entrañas…
Se	estremeció	como	si	hubiera	tenido	frío.	¡Con	qué	impaciencia	esperaba	la
mañana!	 ¿No	 aclararía	 pronto?	 ¿No	 hacía	 mucho	 tiempo	 que	 estaba	 acostada
allí,	y	la	noche	nunca	terminaría?	Sí,	las	estrellas,	encima	de	su	cabeza	no	eran
las	mismas	y	la	hoz	de	la	luna	se	había	ocultado,	desde	hacía	un	buen	rato,	detrás
de	 las	montañas.	Ya	 había	 tenido	 lugar	 el	 último	 relevo	 de	 los	 guardias,	 pues
acababa	de	ver	las	antorchas	por	tercera	vez	en	la	muralla	de	la	ciudad.	La	noche
había	pasado	seguramente.	La	última	noche…
Sí,	 el	 lucero	 matutino	 ya	 se	 elevaba	 detrás	 del	 monte	 de	 los	 Olivos.	 En
seguida	se	lo	reconocía,	pues	era	muy	grande	y	brillante,	mucho	más	grande	que
las	 demás.	 Nunca	 la	 mujer	 del	 labio	 leporino	 le	 había	 notado	 semejante
resplandor.	Se	cruzó	 las	manos	en	el	hundido	pecho	y	permaneció	un	 rato	aún
acostada,	con	la	ardiente	mirada	fija	en	el	astro.
Luego	se	levantó	y	marchóse	precipitadamente	en	la	noche.
Él	 se	 había	 refugiado	 en	 un	 matorral	 de	 tamarindos,	 del	 otro	 lado	 de	 la
carretera,	justo	frente	al	sepulcro.	No	bien	aclarara,	tendría	la	tumba	delante	de
los	ojos.	Desde	aquel	lugar	lo	vería	perfectamente.	¡Si	al	menos	el	sol	se	dignara
aparecer!
Que	 el	 muerto	 no	 pudiera	 resucitar	 de	 entre	 los	 muertos,	 ya	 lo	 sabía,	 por
cierto;	más	quería	comprobarlo	con	sus	propios	ojos.	Tal	era	la	razón	por	la	cual,
levantado	 desde	 muy	 temprano,	 mucho	 antes	 de	 que	 despuntara	 el	 alba,
hallábase	como	en	acecho	detrás	de	aquel	matorral.	Le	extrañaba,	con	 todo,	su
actitud;	le	sorprendía	particularmente	el	hecho	de	estar	allí.	Al	fin	y	al	cabo,	¿por
qué	se	interesaba	tanto	en	un	asunto	de	esa	índole?	¿En	qué	le	concernía?
Se	le	había	ocurrido	que	varias	personas	irían	allí	para	asistir	al	gran	milagro.
Se	había	escondido,	por	lo	tanto,	a	fin	de	que	no	lo	vieran.	Era	fácil	comprobar
que	ningún	otro	se	escondía	allí.	Era	extraño.
Pero	se	equivocaba;	a	la	sazón	divisaba	a	una	mujer	que	se	había	arrodillado
delante	 de	 él,	 a	 corta	 distancia,	 en	medio	 del	 camino.	Apenas	 se	 distinguía	 la
figura	gris	en	el	polvo	del	mismo	color.
Amaneció	y	poco	después	los	primeros	rayos	solares	iluminaron	el	peñasco
en	que	estaba	cavado	el	sepulcro.	Sucedió	esto	con	tal	rapidez	que	Barrabás	no
llegó	a	fijarse,	¡en	el	momento	preciso	en	que	hubiera	debido	hacerlo!	El	cuerpo
no	estaba	ya	en	el	sepulcro.	Habían	apartado	la	piedra	que	lo	cerraba,	y	el	hueco
en	la	pared	formada	por	la	misma	roca	¡estaba	vacío!
Tal	 fue	 su	 estupor	 que,	 sin	 moverse,	 clavó	 de	 pronto	 la	 mirada	 en	 la
hendidura	 por	 la	 cual,	 según	 había	 comprobado	 con	 sus	 propios	 ojos,
introdujeron	 al	 crucificado,	 y	 en	 la	 enorme	 piedra	 que,	 bajo	 su	 vista,	 habían
colocado.	 Luego	 comprendió	 lo	 ocurrido.	 En	 realidad,	 nada	 de	 extraordinario
había	pasado.	A	su	 llegada,	ya	habían	derribado	 la	piedra,	y	el	sepulcro	estaba
vacío.	No	era	difícil	adivinar	quién	la	había	derribado	y	quién	se	había	llevado	al
muerto.	Fueron	los	discípulos,	naturalmente,	 los	que	llevaron	a	cabo	semejante
empresa.	Favorecidos	por	la	oscuridad,	se	habían	llevado	al	querido	Maestro,	a
quien	adoraban,	a	fin	de	poder	decir	más	tarde	que	había	resucitado,	exactamente
según	lo	había	predicho	él.	No	era	necesario	ser	un	sabio	para	adivinar	eso.
Y	 así	 se	 explicaba	 que	 no	 se	 presentaran	 aquella	 mañana	 a	 primera	 hora,
cuando	 hubiera	 debido	 verdaderamente	 producirse	 el	 milagro.	 ¡Preferían,	 con
razón,	estar	lejos!
Barrabás	salió	de	su	escondite	y	se	aproximó	al	sepulcro	para	examinarlo	de
cerca.	Al	pasar	delante	de	 la	 forma	gris	 arrodillada	 en	 el	 polvo	del	 camino,	 le
echó	 una	 mirada	 y	 con	 gran	 sorpresa	 descubrió	 que	 era	 el	 labio	 leporino.	 Se
detuvo	 repentinamente	 y	 se	 quedó	 como	 clavado	 en	 el	 sitio,	 observándola.
Volvía	 la	mujer	 su	pálido	e	hinchado	semblante	hacia	el	 lado	del	 sepulcro.	Su
mirada	 extática	 no	 veía	 otra	 cosa.	 Tenía	 la	 boca	 entreabierta;	 pero	 respiraba
apenas;	 la	 horrible	 cicatriz	 en	 el	 labio	 superior	 se	 había	 puesto	 blanca.	 No
advertía	la	presencia	de	Barrabás.
Al	 verla	 así	 experimentó	 una	 impresión	 extraña,	 casi	 de	 impudor.	 Y	 se
acordó	de	algo	—de	algo	que	hubiera	querido	borrar	de	su	memoria—.	El	rostro
de	 esa	 mujer	 había	 tenido	 en	 aquellas	 circunstancias	 el	 mismo	 aspecto.	 Y	 él
había	experimentado	 la	misma	 impresión	de	 impudor.	Se	encogió	de	hombros,
como	para	apartar	de	su	mente	aquella	imagen.
Por	fin	ella	lo	vio.	Y	pareció	asimismo	sorprenderse	del	encuentro,	en	aquel
lugar	 sobre	 todo.	Sorpresa	muy	natural,	 por	 cierto;	 ¿acaso	no	 estaba	 él	mismo
muy	sorprendido?	¿En	qué	le	concernía	semejante	historia?
Barrabás	 habría	 preferido	 dar	 la	 impresión	 de	 que	 pasaba	 casualmente	 por
aquel	 camino,	 sin	 saber	 qué	 sitio	 era	 ése	 ni	 que	 había	 allí	 una	 tumba.	 ¿Sería
capaz	de	fingir?	Aquello	no	parecería	muy	verosímil;	 tal	vezella	no	le	creería.
En	todo	caso,	le	dijo:
—¿Qué	haces	ahí	de	rodillas?
El	labio	leporino	no	alzó	la	vista	ni	se	movió;	siguió	inmóvil	como	antes,	la
mirada	fija	en	el	sepulcro.	Él	entendió	apenas	lo	que	ella	decía	cuando	murmuró,
hablando	consigo	misma:
—El	Hijo	de	Dios	ha	resucitado…
Sintióse	 hondamente	 conmovido	 al	 oír	 tales	 palabras,	 y	 experimentó	 un
sentimiento	 involuntario	 que	 no	 acertaba	 a	 explicarse.	 Quedó	 indeciso	 un
instante,	 no	 sabiendo	 qué	 decir	 ni	 qué	 hacer.	 Luego	 se	 aproximó	 a	 la	 tumba,
según	 su	primera	 intención,	y	 comprobó	que	estaba	vacía.	Pero	ya	 lo	 sabía	de
antemano	y	que	nada	hubiera	adentro	no	significaba	gran	cosa.	Se	volvió	luego
hacia	la	mujer,	siempre	de	rodillas,	cuyo	rostro	expresaba	un	recogimiento	y	una
felicidad	extática	tales,	que	Barrabás	sintió	una	secreta	piedad.	Pues	nada	de	lo
que	 la	 hacía	 tan	 feliz	 era	 cierto.	Hubiera	 podido	 explicarle	 lo	 que	 se	 escondía
detrás	de	aquella	resurrección,	pero	¿acaso	no	la	había	herido	ya	bastante	en	otra
oportunidad?	No	 tuvo	 valor	 de	 decirle	 la	 verdad.	 Se	 contentó	 con	 preguntarle
prudentemente	cómo	se	figuraba	lo	ocurrido,	esto	es,	cómo	el	crucificado	había
resucitado.
Alzó	 ella	 hacia	 Barrabás	 una	 mirada	 llena	 de	 estupor.	 ¿No	 lo	 sabía	 él?
Luego,	entusiasmada,	refirió	con	su	voz	gangosa	que	un	ángel	había	bajado	del
cielo	 repentinamente,	 con	un	brazo	 tendido	como	una	punta	de	 lanza	y	con	 su
manto	detrás	de	él,	como	una	llama.	La	lanza,	al	hundirse	entre	la	enorme	piedra
y	el	peñasco,	los	había	separado.	Eso	podía	parecer	muy	sencillo,	y	era	en	efecto
muy	sencillo,	aunque	se	tratara	de	un	milagro.	He	ahí	lo	que	acababa	de	ocurrir.
¿Acaso	él	no	lo	había	visto?
Bajó	 Barrabás	 la	 vista	 y	 respondió	 que	 no	 lo	 había	 visto.	 En	 el	 fondo	 se
felicitaba,	pues	esto	probaba	que	sus	ojos	se	hallaban	a	la	sazón	en	buen	estado,
como	los	de	 los	demás,	que	no	 tenía	alucinaciones,	sino	que	veía	solamente	 la
realidad.	Aquel	hombre	ya	no	tenía	más	poder	sobre	él,	que	no	había	asistido	a
resurrección	 alguna	 ni	 a	 nada.	 Sin	 embargo,	 la	 mujer	 del	 labio	 leporino
permanecía	en	el	mismo	sitio,	los	ojos	brillantes	de	dicha	al	evocar	lo	que	había
visto.
Cuando	por	fin	se	levantó	para	marcharse,	caminaron	juntos	un	buen	rato	en
dirección	a	la	ciudad.	Hablaron	poco,	más	él	se	enteró	de	que	la	mujer,	después
de	haberse	 separado	 ambos,	 había	 acabado	por	 creer	 en	 el	 que	 ella	 llamaba	 el
Hijo	 de	Dios	 y	 que	 él,	Barrabás,	 por	 su	 parte,	 denominaba	 el	muerto.	Cuando
Barrabás	 le	 preguntó	 qué	 enseñaba	 en	 el	 fondo	 aquel	 hombre,	 ella	 no	 quiso
contestar.	Desvió	 la	mirada,	 evitando	 la	 del	 interlocutor.	 En	 el	 lugar	 donde	 se
bifurcaba	 el	 camino,	 ella	 pareció	 tener	 la	 intención	 de	 tomar	 hacia	 el	 Gei-
Hinnom,	mientras	él	pensaba	seguir	derecho	hasta	la	puerta	de	David.	Entonces
—aunque	esto	no	le	concerniera—	volvió	a	preguntar	a	la	mujer	en	qué	consistía
la	doctrina	predicada	por	aquel	hombre	y	en	la	cual	ella	creía.	Se	detuvo	la	mujer
unos	momentos,	 con	 los	 párpados	 bajos;	 luego	 le	 dirigió	 una	mirada	 llena	 de
temor	y	repuso	con	su	voz	gangosa:	«Amaos	los	unos	a	los	otros».
En	seguida	se	separaron.
Durante	un	largo	rato,	Barrabás	la	siguió	con	la	mirada.
Barrabás	 se	 preguntaba	 a	 veces	 por	 qué	 seguía	 en	 Jerusalén,	 cuando	 nada
tenía	que	hacer	allí.	Erraba	por	las	calles	sin	ocupación	ni	objeto.	Adivinaba,	sin
embargo,	que	allá	arriba,	en	las	montañas,	sus	compañeros	se	sorprendían	de	que
tardase	tanto	en	reunírseles.	¿Por	qué	se	quedaba	en	la	ciudad?	El	mismo	no	lo
sabía.
La	mujer	gorda,	que	había	imaginado	en	un	principio	que	había	sido	a	causa
de	ella,	no	 tardó	en	comprender	que	se	equivocaba.	Sintióse	algo	herida;	pero,
Dios	mío,	los	hombres	son	siempre	tan	ingratos	cuando	se	los	complace	en	todo.
Al	 fin	 y	 al	 cabo	 se	 acostaba	 con	 ella,	 y	 esto	 agradaba	 a	 la	mujer.	Resultábale
agradable	 haber	 encontrado	 por	 fin	 a	 un	 hombre	 fuerte	 y	 viril,	 a	 quien	 podía
acariciar	a	su	gusto.	Además	tenía	esto	de	bueno	Barrabás:	no	se	apegaba	a	ella;
pero	tampoco	se	encaprichaba	con	ninguna	otra	mujer.	No	le	importaba	nadie	en
serio.	Siempre	había	sido	así.	Por	otra	parte,	ella	no	se	preocupaba	de	saber	si	él
la	quería,	al	menos	en	los	ratos	en	que	hacían	el	amor.	Más	en	seguida	sentíase	a
veces	apesadumbrada	y	lloraba	a	solas	un	poco.	Ni	siquiera	esto	le	disgustaba.	El
llanto	 podía	 procurar	 una	 grata	 impresión.	 Era	 muy	 experta	 en	 el	 amor	 y	 lo
aceptaba	bajo	todas	sus	formas.
¿Porqué,	pues,	seguía	prolongando	su	permanencia	en	Jerusalén?	No	llegaba
a	 descubrirlo.	 Ni	 tampoco	 se	 explicaba	 cómo	 empleaba	 él	 las	 interminables
horas	del	día.	No	era	un	haragán	como	esos	pillos	que	vagabundeaban	por	 las
calles.	 Era	 un	 hombre	 acostumbrado	 a	 una	 vida	 agitada	 y	 peligrosa.	 Con	 su
carácter,	no	debía	de	habituarse	al	callejeo	ocioso.
No,	 ya	 no	 era	 el	 mismo	 desde	 aquella	 aventura.	 Desde	 que	 por	 poco	 lo
crucifican.	Se	hubiera	creído,	pensaba	ella,	que	no	podía	habituarse	a	su	buena
suerte	de	haber	escapado	al	suplicio.	Mientras	estaba	recostada,	durante	las	horas
más	 calurosas,	 con	 las	manos	 apoyadas	 en	 el	 voluminoso	 vientre,	 se	 echaba	 a
veces	a	reír	ante	esa	sola	idea.
Barrabás	 no	 podía	 evitar	 algunos	 encuentros	 con	 los	 discípulos	 del	 rabino
crucificado.	 Nadie	 hubiera	 podido	 afirmar	 que	 lo	 hacía	 adrede;	 pero	 éstos	 se
hallaban	un	poco	en	todas	partes,	en	las	plazas	y	en	las	calles,	y	si	se	topaba	con
ellos,	se	detenía	muy	gustoso	a	charlar;	los	interrogaba	sobre	la	singular	doctrina
que	seguía	siendo	para	él	un	enigma.	Amaos	los	unos	a	los	otros…	Rehuyendo
la	plaza	del	Templo	y	las	hermosas	calles	adyacentes,	frecuentaba	las	callejuelas
de	 la	 ciudad	 baja,	 donde	 los	 artesanos	 trabajaban	 en	 sus	 tiendas	 y	 donde	 los
revendedores	 ofrecían	 sus	 mercancías.	 Entre	 esa	 gente	 sencilla	 había	 muchos
creyentes,	y	a	Barrabás	le	disgustaban	menos	que	los	que	se	instalaban	debajo	de
las	 arcadas.	 Llegó	 así	 a	 conocer	 una	 parte	 de	 sus	 sorprendentes	 concepciones,
más	no	era	 fácil	bucear	 la	vida	 íntima	de	aquellos	hombres	y	comprenderlos	a
fondo.	 Y	 esto	 debido	 quizás	 a	 su	 manera	 ingenua	 de	 expresarse.	 Estaban
firmemente	 convencidos	 de	 que	 el	Maestro	 de	 todos	 ellos	 había	 resucitado	 de
entre	 los	 muertos	 y	 que	 pronto	 se	 presentaría	 a	 la	 cabeza	 de	 sus	 legiones
celestiales	para	instaurar	su	reino.	Todos	afirmaban	lo	mismo;	de	seguro	repetían
una	lección	aprendida	de	memoria.	Más	no	todos	estaban	seguros	de	que	fuera	el
Hijo	de	Dios.	Les	parecía	extraordinario	que	se	dijera	eso,	pues	lo	habían	visto	y
escuchado,	 sí,	 y	 hasta	 habían	 hablado	 con	 él.	Uno	 de	 ellos	 le	 cosió	 un	 par	 de
sandalias,	le	tomó	las	medidas	e	hizo	todo	el	trabajo.	¡Cómo	admitir	semejantes
afirmaciones!	 Pero	 otros	 declaraban	 que	 era	 cierto	 y	 que	 un	 día	 aparecería	 en
medio	 de	 las	 nubes,	 en	 un	 trono,	 al	 lado	 de	 su	 Padre.	 Sólo	 era	 necesario	 que
antes	hubiese	desaparecido	este	mundo	imperfecto	y	lleno	de	pecados.
En	fin,	¿quiénes	eran	esos	hombres	tan	singulares?
Se	daban	cuenta	perfectamente	de	que	Barrabás	no	compartía	sus	creencias
y,	en	su	presencia,	se	colocaban	sobre	aviso.	Algunos	le	demostraron	claramente
su	desconfianza	y	todos	le	dejaron	entrever	que	no	les	inspiraba	mucha	simpatía.
Barrabás	estaba	ya	acostumbrado	a	actitudes	poco	amistosas;	pero,	cosa	extraña,
esta	 vez	 sentíase	 vagamente	mortificado,	 lo	 cual	 nunca	 le	 había	 sucedido.	 La
gente	 le	 había	 esquivado	 sin	mayor	 disimulo;	 preferían	 no	 tener	 nada	 que	 ver
con	él.	Tal	vez	a	causa	de	su	fisonomía,	de	la	cuchillada	en	la	barba,	cuyo	origen
se	ignoraba,	y	de	sus	ojos,	tan	hundidos	en	las	órbitas,	que	no	se	los	veía	bien.
Sabía	Barrabás	todo	eso,	más	¿qué	le	importaba	la	opinión	de	los	demás?	Nunca
le	había	atribuido	importancia.
Nunca	hasta	ese	momento	se	había	dado	cuenta	de	que	sufría.Todas	esas	personas	estaban	estrechamente	ligadas	entre	sí	por	la	fe	común	y
se	esmeraban	en	no	dejar	penetrar	en	su	grupo	a	quien	no	la	compartía.	Tenían
sus	cofradías	y	sus	ágapes,	donde	partían	juntos	el	pan,	como	si	formaran	todos
ellos	una	gran	familia.	Eso	estaba	comprendido	en	su	doctrina,	en	aquel	«Amaos
los	 unos	 a	 los	 otros».	Más	 ¿podían	 amar	 a	 alguien	 que	 no	 se	 les	 parecía?	Era
difícil	averiguarlo.
Barrabás	no	hubiera	querido	tomar	parte	en	semejantes	ágapes,	por	nada	del
mundo;	 la	 sola	 idea	de	mezclarse	así	 con	 los	demás	 le	 chocaba.	No	quería	 ser
sino	él	mismo,	y	eso	era	todo.
Sin	embargo,	los	buscaba.
Hasta	simulaba	la	intención	de	querer	ser	uno	de	ellos…	si	llegaba	tan	sólo	a
comprender	bien	la	nueva	creencia.	Respondían	que	mucho	se	felicitarían	si	eso
ocurriera	y	que	deseaban	vivamente	explicarle	lo	mejor	posible	la	doctrina	de	su
Maestro,	 más	 en	 realidad	 no	 parecían	 muy	 contentos.	 Era	 extraño.
Reprochábanse	 de	 no	 experimentar	 una	 verdadera	 alegría	 ante	 tales
insinuaciones	y	ante	 la	perspectiva	de	conseguir	un	nuevo	adepto,	 lo	cual	solía
ocasionarles	 una	 gran	 dicha.	 ¿A	 qué	 se	 debía	 eso?	 Barrabás	 lo	 comprendía
perfectamente.	 Levantándose	 de	 pronto,	 se	marchaba	 rápidamente,	mientras	 la
cicatriz,	debajo	del	ojo,	tomaba	el	color	de	la	sangre.
¡Creer!	 ¿Cómo	 podría	 creer	 en	 el	 hombre	 que	 había	 visto	 clavado	 en	 una
cruz?	En	el	hombre	cuyo	cuerpo	se	hallaba	sin	vida	desde	hacía	tiempo	y	que	no
había	resucitado,	según	lo	verificara	él	mismo.
Semejantes	creencias	eran	pura	imaginación.	Nadie	se	levantaba	de	entre	los
muertos,	y	el	«Maestro»	adorado	no	más	que	otro.	Y,	por	su	parte,	él,	Barrabás,
¡no	era	 responsable	de	 la	elección	que	habían	hecho!	 ¡Eso	era	asunto	de	ellos!
Podían	elegir	al	preso	que	se	les	antojara,	y	la	casualidad	había	dispuesto	así	las
cosas.	¡Hijo	de	Dios!	Eso	sí	que	no,	pues	de	otro	modo	no	lo	habrían	crucificado,
a	menos	que	él	lo	hubiese	querido.	Pero	¡tal	vez	lo	había	querido!	Era	extraño	y
espantoso	 que	 él	 hubiera	 querido	 sufrir.	 Si	 hubiese	 sido	 realmente	 el	 Hijo	 de
Dios,	 nada	 le	 habría	 sido	 más	 fácil	 que	 evitar	 el	 suplicio.	 Más	 él	 no	 quería
evitarlo.	Quería	 padecer	 y	morir	 de	 la	manera	más	 atroz,	 no	 evitar	 eso.	Y	 eso
había	 sucedido,	 y	 había	 transformado	 en	 realidad	 su	 voluntad	 de	 ser	 liberado.
Había	 hecho	 que	 lo	 soltaran	 a	 él,	 a	 Barrabás,	 en	 su	 lugar.	 Había	 ordenado:
«Poned	en	libertad	a	Barrabás	y	crucificadme	a	mí».
Era	la	evidencia	misma,	aunque	no	fuera	el	Hijo	de	Dios…
Había	empleado	su	poder	de	la	manera	más	singular.	Lo	había	empleado	sin
usarlo,	 por	decirlo	 así,	 dejando	que	 los	demás	decidieran	 todo	a	 su	 antojo,	 sin
intervenir	él	en	lo	más	mínimo	y,	no	obstante,	había	conseguido	que	triunfara	su
voluntad,	que	era	la	de	ser	crucificado	en	lugar	de	Barrabás.
Contaban	 los	 discípulos	 que	 había	 muerto	 por	 ellos.	 Tal	 vez.	 Pero	 que
hubiera	muerto	verdaderamente	por	él,	Barrabás,	¡cómo	negarlo!	Él,	Barrabás,	se
hallaba	 en	 realidad	 más	 cerca	 moralmente	 de	 aquel	 hombre	 que	 cualquiera;
estaba	 unido	 al	Maestro,	 si	 bien	 de	 una	manera	muy	 particular.	 ¡Y	 eso	 que	 le
rechazaban!	El	elegido	era	él,	podría	decirse.	¡No	había	tenido	que	sufrir!	¡Había
eludido	 los	 tormentos!	Él	 era	 el	 verdadero	 elegido,	 él	 quien	 habían	 soltado	 en
lugar	del	Hijo	de	Dios,	porque	el	Hijo	de	Dios	deseaba	que	así	fuera	¡y	hasta	lo
había	ordenado!	¡Y	los	demás	no	tenían	siquiera	la	menor	sospecha!
Más	 a	 él	 poco	 le	 importaban	 las	 cofradías	 de	 aquella	 gente,	 sus	 ágapes	 y
aquel	«Amaos	 los	unos	a	 los	otros».	Él	era	el	mismo.	Y	en	sus	 relaciones	con
aquel	 a	 quien	 llamaban	 el	 Hijo	 de	 Dios,	 con	 el	 crucificado,	 era	 también	 él
mismo,	como	en	todo	el	resto.	¡No	un	esclavo	como	ellos!	No	uno	de	aquellos
que	suspiraban	a	los	pies	del	«Maestro»	y	lo	adoraban.
¿Cómo	es	posible	querer	sufrir,	cuando	no	es	necesario	y	nadie	obliga	a	uno
a	 sufrir?	 Era	 incomprensible.	 Esa	 sola	 idea,	 en	 verdad,	 inspira	 una	 especie	 de
repugnancia.	 Cuando	 pensaba	 en	 lo	 ocurrido,	 volvía	 a	 ver	 aquel	 cuerpo
descarnado	y	que	inspiraba	lástima,	con	los	brazos	que	se	doblaban	y	la	boca	tan
seca	 que	 apenas	 podía	 pedir	 de	 beber.	 No,	 él	 no	 quería	 a	 quien	 buscaba	 de
semejante	 manera	 el	 sufrimiento	 y	 que	 se	 había,	 por	 decirlo	 así,	 clavado	 él
mismo	 en	 la	 cruz.	 ¡No	 lo	 quería!	 Pero	 esa	 gente	 adoraba	 al	 crucificado,	 sus
padecimientos,	 su	 ignominiosa	 muerte,	 que	 no	 les	 parecía	 despreciable.
Adoraban	 la	misma	muerte.	 Era	 repugnante;	 llenaba	 de	 asco	 a	 Barrabás,	 y	 su
aversión	se	extendía	a	todos	ellos,	a	su	doctrina	y	al	que	constituía	el	objeto	de
aquella	fe.
No,	 él	 no	 se	 sentía	 atraído	 por	 la	muerte,	 ¡en	 absoluto!	 La	 aborrecía	 y	 no
tenía	el	menor	deseo	de	morir.	¿Sería	ésta	la	causa	por	la	cual	no	había	debido
soportar	 la	 muerte?	 ¿Esta,	 la	 causa	 que	 le	 había	 valido	 su	 salvación?	 Si	 el
crucificado	era	realmente	el	Hijo	de	Dios,	debía	saberlo	todo	y	en	particular	que
Barrabás	 no	 quería	 ni	 sufrir	 ni	 morir.	 He	 ahí	 el	 motivo	 por	 el	 cual	 le	 había
sustituido.	Y	la	única	obligación	de	Barrabás	había	sido	seguirle	hasta	el	Gólgota
para	asistir	a	la	crucifixión.	Nada	más	se	le	exigió,	y,	con	todo,	la	carga	le	había
parecido	dura,	a	tal	punto	le	disgustaba	la	muerte	y	todo	lo	que	le	concernía.
Sí,	¡él	era	realmente	el	hombre	por	quien	el	Hijo	de	Dios	acababa	de	morir!
Por	él	y	no	por	otro	fueron	pronunciadas	las	palabras:	«¡Poned	en	libertad	a	ese
hombre	y	crucificadme	a	mí!».
En	todo	eso	pensaba	Barrabás	mientras	se	alejaba	de	 los	discípulos,	 tras	su
tentativa	 de	 incorporarse	 a	 aquel	 rebaño;	 siguiendo	 de	 prisa	 la	 calleja	 de	 los
alfareros,	se	había	alejado	del	taller	en	que	los	creyentes	le	habían	mostrado	tan
claramente	que	no	deseaban	tenerlo	entre	ellos.
Y	decidió	no	juntarse	más	con	ellos	en	lo	sucesivo.
Al	día	siguiente	volvió,	sin	embargo.	Le	preguntaron	cuál	era	el	punto	de	su
creencia	 que	 él	 no	 comprendía,	 demostrándole	 así	 que	 se	 arrepentían	 de	 no
haberlo	recibido	bien	y	de	no	haberse	apresurado	a	instruir	e	iluminar	a	alguien
que	tenía	sed	de	conocimientos.	¿Qué	deseaba?	¿Qué	era	lo	que	no	comprendía?
Barrabás	 tuvo	 en	 un	 principio	 la	 intención	 de	 encogerse	 de	 hombros	 y	 de
responder	que	todo	le	resultaba	oscuro,	pero	que	el	asunto	al	fin	y	al	cabo	no	le
quitaba	 el	 sueño.	 Luego,	 enardeciéndose,	 citó	 como	 ejemplo	 su	 renuncia	 a
concebir	 la	 idea	 de	 la	 resurrección.	 No	 creía	 que	 alguien	 hubiera	 jamás
resucitado	de	entre	los	muertos.
Los	alfareros	levantaron	los	ojos	para	mirarle	y	en	seguida	se	miraron	entre
sí.	 Tras	 el	 cuchicheo	 que	 se	 produjo	 entre	 ellos,	 preguntó	 el	 más	 anciano	 a
Barrabás	si	quería	ver	a	un	hombre	a	quien	el	Maestro	había	resucitado.	Ya	se
arreglarían	para	presentárselo,	más	no	sería	posible	antes	de	la	tarde,	después	del
trabajo,	pues	ese	hombre	vivía	en	las	afueras	de	Jerusalén.
Barrabás	 tuvo	 miedo.	 No	 esperaba	 cosa	 semejante.	 Había	 creído	 que	 se
pondrían	 a	 discutir	 el	 problema,	 exponiendo	 sus	 puntos	 de	 vista,	 y	 que	 no
tratarían	de	ponerlo	 frente	a	una	prueba	 tan	 sorprendente.	Por	 supuesto,	 estaba
convencido	 de	 que	 todo	 eso	 no	 era	 sino	 obra	 de	 la	 imaginación,	 una	 piadosa
superchería,	 y	 que	 en	 realidad	 el	 hombre	 no	 había	muerto.	 Sin	 embargo,	 tuvo
miedo.	Por	nada	quería	encontrarse	con	aquel	hombre.	Pero	 le	 resultaba	difícil
confesarlo.	 Debía	 simular	 que	 aceptaba	 con	 gratitud	 la	 oportunidad	 que	 le
ofrecían	los	discípulos	de	comprobar	el	poder	de	su	Señor	y	Maestro.
A	la	espera	de	la	hora,	se	paseaba	por	las	calles	con	creciente	excitación.	No
bien	 volvió	 al	 taller,	 al	 final	 de	 la	 tarde,	 se	 encontró	 con	 un	 joven	 que	 lo
acompañó	hasta	el	monte	de	los	Olivos,	fuera	de	las	puertas	de	la	ciudad.
Aquel	a	quien	 iban	a	visitar	vivía	en	una	aldea	enel	 flanco	de	 la	montaña.
Cuando	 el	 joven	 alfarero	 apartó	 la	 cortina	 de	 paja	 que	 obstruía	 la	 entrada,	 lo
vieron	sentado	con	los	brazos	apoyados	en	una	mesa	y	con	la	mirada	perdida	en
el	 vacío.	 Sólo	 cuando	 lo	 saludaron	 ruidosamente	 advirtió	 la	 presencia	 de	 los
recién	llegados.	Volvió	entonces	lentamente	la	cabeza	hacia	la	puerta	y	con	voz
extraña,	sin	timbre,	contestó	al	saludo.	Luego,	no	bien	el	 joven	le	transmitió	el
saludo	de	los	hermanos	de	la	calle	de	los	Alfareros	y	le	hizo	conocer	el	objeto	de
la	 visita,	 invitó	 con	 amplio	 ademán	 a	 ambos	 visitantes	 a	 que	 se	 sentaran	 a	 su
mesa.
Barrabás	 se	 sentó	 frente	 a	 él	 y,	 a	 pesar	 suyo	 le	 observó	 el	 rostro,	 que	 era
amarillento	 y	 parecía	 duro	 como	 un	 hueso,	 con	 la	 piel	 reseca.	 Barrabás	 no
hubiera	 imaginado	 nunca	 que	 un	 rostro	 pudiese	 tener	 semejante	 aspecto;	 no
había	visto	nada	más	desconsolador.	Le	recordaba	el	desierto.
Como	 el	 joven	 alfarero	 lo	 interrogase,	 el	 hombre	 explicó	 que	 había	 estado
realmente	muerto,	 pero	que	 el	Rabino	de	Galilea,	 su	Maestro	 común,	 lo	 había
resucitado.	A	pesar	de	los	cuatro	días	transcurridos	en	la	tumba,	las	fuerzas	de	su
cuerpo	y	de	su	alma	eran	las	mismas	que	antes;	nada	había	cambiado	desde	ese
punto	 de	 vista.	 El	Maestro	 había	manifestado	 con	 eso	 su	 poder	 y	 su	 gloria	 y
mostrado	 que	 era	 el	 Hijo	 de	 Dios.	 El	 hombre	 hablaba	 lentamente,	 en	 tono
monocorde,	 mirando	 continuamente	 a	 Barrabás,	 con	 ojos	 apagados	 y
descoloridos.
Cuando	terminó	su	relato,	la	conversación	giró	durante	un	rato	aún	sobre	el
Maestro	y	 las	grandes	obras	 cumplidas	por	Él.	Barrabás	no	 interpuso	una	 sola
palabra.	Luego,	el	joven	alfarero	se	levantó	y	los	dejó	para	ir	a	ver	a	sus	padres,
que	vivían	en	la	misma	aldea.
Barrabás	no	 tenía	el	menor	deseo	de	quedarse	solo	con	el	hombre;	pero	no
podía	despedirse	así	de	pronto,	y	no	lograba	encontrar	un	pretexto.	El	otro	seguía
mirándolo	con	su	extraña	mirada	sin	brillo,	que	no	expresaba	nada,	sobre	todo	ni
el	menor	 interés	por	Barrabás,	pero	que,	 sin	embargo,	 lo	atraía	de	una	manera
inexplicable.	Barrabás	hubiera	preferido	irse,	escapar,	huir,	pero	no	podía.
El	 resucitado	 quedó	 unos	momentos	 silencioso;	 luego	 le	 preguntó	 si	 creía
que	aquel	Rabino	era	el	Hijo	de	Dios.	Tras	cierta	vacilación,	Barrabás	contestó
negativamente,	pues	le	hubiera	sido	penoso	mentir	ante	esos	ojos	vacíos,	que	no
parecían	preocuparse	en	absoluto	de	la	verdad	ni	de	la	mentira.	El	hombre	no	se
ofendió;	movió	tan	sólo	la	cabeza,	y	dijo:
—Sí,	hay	otros	que	no	creen.	Su	madre	que	ayer	vino	a	verme,	tampoco	cree.
Pero	a	mí	me	ha	resucitado	de	entre	los	muertos	para	que	yo	sea	testigo.
Barrabás	 replicó	que	 en	un	 caso	 semejante	 era	 lógico	que	 él	 creyera	 en	 su
Maestro	 y	 le	 estuviese	 eternamente	 agradecido	 por	 el	 milagro	 realizado	 a	 su
favor.	El	hombre	contestó	que	lo	estaba:	todos	los	días	agradecía	al	Maestro	el
haberle	devuelto	la	vida,	haberle	sacado	del	reino	de	la	muerte.
—¿El	reino	de	la	muerte?	—prorrumpió	Barrabás,	y	notó	que	su	propia	voz
temblaba—.	¿El	reino	de	la	muerte?…	¿Cómo	es?	Tú	que	has	estado	allí,	¡dime
cómo	es!
—¿Cómo	 es?	—repitió	 el	 otro	 con	 una	mirada	 interrogadora.	Era	 evidente
que	no	comprendía	muy	bien	lo	que	Barrabás	quería	decir.
—¡Sí!	¿En	qué	consiste	ese	lugar	por	donde	has	pasado?
—No	he	 ido	a	ninguna	parte	—respondió	el	hombre,	que	no	pareció	hallar
muy	a	su	gusto	la	agitación	de	su	visitante—.	Estuve	muerto,	eso	es	 todo;	y	 la
muerte	no	es	nada.
—¿Nada?
—¿No?	¿Qué	quieres	que	sea?
Barrabás	lo	miró	fijamente.
—¿Crees	que	debería	contarte	algo	sobre	el	 reino	de	 la	muerte?	No	puedo.
Existe,	pero	¡no	es	nada!
Barrabás	seguía	mirando	fijamente	aquel	 rostro	escuálido	que	 le	espantaba,
pero	del	cual	no	podía	apartar	la	vista.
—No	—dijo	el	hombre	dejando	que	su	mirada	vacía	se	perdiera	en	la	lejanía
—,	el	reino	de	la	muerte	no	es	nada.	Más	para	quien	estuvo	en	el	más	allá	todo	el
resto	 tampoco	 es	 nada…	 Es	 extraño	 que	 me	 hagas	 semejantes	 preguntas	 —
continuó—.	¿Por	qué	lo	haces?	Nadie	lo	hace,	por	lo	general.
Y	 le	 contó	 entonces	que	 los	hermanos	de	 Jerusalén	 le	 enviaban	gente	para
que	 los	 convirtiera,	 y	 que	 muchos	 lo	 habían	 sido.	 Sirviendo	 de	 tal	 suerte	 al
Maestro,	pagaba	algo	de	la	gran	deuda	que	había	contraído	con	Él.	Casi	todos	los
días	 el	 joven	 alfarero	o	 algún	otro	 le	 llevaba	 a	 alguien,	 ante	 quien	 atestiguaba
acerca	de	su	propia	resurrección.	Pero	no	hablaba	del	reino	de	la	muerte.	Era	la
primera	vez	que	le	interrogaban	sobre	eso.
Caía	la	noche.	Se	levantó	para	encender	la	lámpara	de	aceite	que	colgaba	del
techo.	Fue	a	buscar	en	seguida	pan	y	sal,	que	puso	entre	ambos	sobre	la	mesa.
Partió	el	pan;	ofreció	un	pedazo	a	Barrabás,	hundió	el	suyo	en	la	sal	e	invitó	a	su
visitante	 a	 hacer	 otro	 tanto.	 Barrabás	 tuvo	 que	 decidirse	 a	 hacerlo,	 aunque	 le
temblara	la	mano,	y	comieron	juntos	en	silencio,	bajo	la	mortecina	claridad	de	la
lámpara	de	aceite.
A	él,	a	Barrabás,	no	le	repugnaba	compartir	la	comida	con	ese	hombre,	que
no	 era	 exigente	 como	 los	 hermanos	 de	 Jerusalén,	 y	 no	 establecía	 tantas
diferencias	entre	tal	persona	y	tal	otra.	Más	cuando	le	tocó	llevarse	a	la	boca	el
pedazo	de	pan	que	le	brindaban	aquellos	dedos	secos	y	amarillos,	creyó	notar	un
sabor	de	cadáver.
¿Qué	podía	significar	el	hecho	de	comer	con	aquel	hombre?	¿Cuál	podía	ser
el	secreto	alcance	de	una	comida	tan	singular?
No	bien	terminaron,	su	huésped	lo	acompañó	hasta	la	puerta,	deseándole	que
se	 marchara	 en	 paz.	 Masculló	 Barrabás	 algunas	 palabras	 y	 se	 alejó
precipitadamente	 en	 la	 noche.	 Bajó	 a	 zancadas	 el	 camino	 que	 flanqueaba	 el
cerro,	la	cabeza	llena	de	tumultuosos	pensamientos.
La	 mujer	 gorda	 se	 sorprendió	 de	 la	 violencia	 con	 que	 la	 poseyó	 aquella
noche.	 Por	 cierto,	 no	 puso	 Barrabás	 un	 ardor	 mediocre.	 Ella	 no	 sabía	 a	 qué
atribuir	 la	 causa	de	 semejantes	bríos,	más,	 al	 parecer,	 él	 necesitaba	 aferrarse	 a
algo.	Y	ella	era	precisamente	 la	que	podía	darle	 lo	que	deseaba.	Acostada	a	su
lado,	soñó	que	era	joven	y	que	tenía	un	novio…
A	la	mañana	siguiente,	evitó	la	ciudad	baja	y	la	calleja	de	los	Alfareros,	pero
un	 hombre	 del	 taller	 lo	 encontró	 por	 azar	 bajo	 las	 arcadas	 de	 Salomón	 y	 le
preguntó	cómo	había	pasado	la	víspera	y	si	había	reconocido	la	verdad	de	lo	que
se	 le	 había	 dicho.	Contestó	 que	 ya	 no	 dudaba	 de	 que	 el	 hombre	 en	 cuya	 casa
había	 estado	 hubiera	 resucitado	 de	 entre	 los	 muertos,	 pero	 encontraba	 que
devolverle	 la	vida	había	 sido	un	 error	del	Maestro.	El	 alfarero,	 estupefacto,	 se
tornó	 casi	 lívido	 cuando	 oyó	 estas	 palabras	 ofensivas	 para	 su	Señor.	Entonces
Barrabás	se	dio	la	vuelta	y	lo	dejó	partir.
Se	 comentó	 el	 episodio	 no	 solamente	 en	 la	 calleja	 de	 los	 Alfareros,	 sino
también	 en	 la	 de	 los	 Aceiteros,	 en	 la	 de	 los	 Curtidores	 y	 en	 muchas	 otras.
Cuando	después	de	algún	 tiempo	Barrabás	volvió	a	pasar	por	aquellos	 lugares,
advirtió	un	cambio	en	los	creyentes	con	los	cuales	tenía	costumbre	de	conversar.
Permanecían	 taciturnos	 y	 no	 dejaban	 de	 mirarle	 de	 soslayo	 con	 expresión
recelosa.	 Nunca	 había	 habido	 intimidad	 entre	 Barrabás	 y	 los	 discípulos,	 pero
ahora	éstos	le	mostraban	abiertamente	su	desconfianza.	Hasta	un	viejecito	medio
consumido,	a	quien	ni	siquiera	conocía,	se	precipitó	sobre	él	y	 le	preguntó	por
qué	iba	allí	con	tanta	frecuencia,	qué	tenía	que	hacer	allí	y	si	venía	enviado	por
el	guardián	del	 templo,	por	 los	guardias,	 el	gran	 sacerdote	o	por	 los	 saduceos.
Sin	contestar,	Barrabás	miró	al	viejecito,	cuya	cabeza	calva	estaba	roja	de	cólera.
Hasta	 entonces	 nunca	 lo	 había	 visto	 y	 no	 sabía	 quién	 era;	 salvo	 que	 era
evidentemente	tintorero,	pues	tenía	en	las	orejas,	a	guisa	de	pendientes,	trozos	de
lana	azules	y	rojos.
Barrabás	 comprendió	 que	 había	 ofendido	 a	 los	 discípulos	 y	 que	 la
disposición	de	ánimo	de

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