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Barrabás (1950), se basa en la historia bíblica de la liberación del ladrón Barrabás en lugar de Jesucristo. El escritor imagina la vida de Barrabás después de su liberación. El criminal cree que fue salvado para difundir el mensaje de Jesús, pero en su lucha religiosa no entiende el porqué de las persecuciones ni la inacción de Dios para evitarlas. El Verdugo (1933), expone el simbolismo del verdugo que ejecutaba la pena capital en la edad media. Es una crítica al totalitarismo, al racismo, a los actos de lesa humanidad, y en concreto al nazismo. El verdugo simboliza al poder de la muerte y el odio, una especie de cristo salvador inmortal que encumbra a unos a costa de la muerte de otros, mientras que Dios es un ser lejano de piedra totalmente inactivo. El Enano (1944), es una obra donde el protagonista, un enano de la Italia renacentista, es la encarnación del mal. Extremadamente cruel, ama la guerra y desdeña las debilidades humanas. Un ejemplo de la gran maldad que se puede albergar en el alma y la ruptura de la línea entre lo humano y lo bestial. Pär Lagerkvist Barrabás - El verdugo - El enano ePub r1.0 JeSsE 12.09.13 Título original: Barabbas - Bödeln - Dvärgen Pär Lagerkvist, 1933 Traducción: Martín Aldao & Fausto de Tezanos Pinto Retoque de portada: JeSsE Editor digital: JeSsE ePub base r1.0 BARRABÁS Todo el mundo sabe que Fue crucificado al mismo tiempo que otros dos; se sabe quiénes eran las personas que se agrupaban alrededor de Él: María, Su madre, y María Magdalena, Verónica y Simón el Cirineo, que había llevado la cruz, y José de Arimatea, que debía sepultarlo. Pero un poco más abajo, en el declive del monte y apartado de los demás, un hombre observó fijamente a Aquel que se hallaba clavado en la cruz y siguió la agonía del principio al fin. Se llamaba Barrabás. De él se trata en este libro. Era un mocetón de unos treinta años, robusto, de pálida tez, barba rojiza y cabellos negros. Las cejas eran también negras; los ojos se hundían en las órbitas, como si la mirada hubiese querido esconderse. Bajo uno de los ojos corría una profunda cicatriz, que desaparecía en la barba. Pero el aspecto físico de un ser humano no significa gran cosa. Había seguido por las calles a la muchedumbre desde el pretorio, pero a cierta distancia detrás de los demás. Cuando el Rabino, agotado, se desplomó bajo la cruz, se detuvo un instante para no llegar hasta el sitio donde yacía la cruz. Casi no había hombres en el cortejo, fuera de los soldados romanos, por cierto; eran sobre todo mujeres quienes seguían al condenado a muerte, y una bandada de chicuelos, que siempre acudía cuando por su calle pasaba alguno para ser crucificado; consideraban una diversión ese espectáculo. Pero, habiéndose aburrido bien pronto, volvieron a sus juegos después de haber echado una mirada al hombre que caminaba detrás de los demás, y cuya mejilla tenía una gran cicatriz. Parado ya en el lugar del suplicio, observaba a Aquel que estaba clavado en la cruz del medio sin poder retirar la mirada. En realidad, no había tenido intención de subir hasta allí, pues todo en el sitio era sucio, lleno de inmundicias; y cuando alguien se aventuraba a entrar en el lugar maldito dejaba algo de sí. No obstante, una potencia maléfica forzaba a volver de tiempo en tiempo, hasta que un buen día ya no se lograba salir. Cráneos y osamentas yacían esparcidos por todos lados; y cruces caídas, medio podridas, que ya no podían ser utilizadas, pero que no se retiraban porque nadie quería tocar las cosas que estaban allí. ¿Por qué, pues, se quedaba? No conocía a aquel hombre y no tenía nada que ver con él ¿Qué hacía en el Gólgota, él, que había sido liberado? El crucificado respiraba con dificultad y su cabeza colgaba hacia adelante. Poca vida debía de quedarle. No era un mocetón. El cuerpo era magro y endeble, y los brazos finos, como si nunca hubieran sido usados. Era un hombre extraño, de barba escasa y pecho sin vello, como el de un adolescente. Todo eso disgustó al espectador. Desde que lo vio en el pretorio del palacio, sintió que había en él algo extraordinario. No hubiera podido decir qué era: simplemente lo sentía. No creía haber encontrado jamás un ser semejante. Lo había visto como envuelto en una claridad deslumbrante, sin duda porque acababa de salir del calabozo y sus ojos no estaban aún acostumbrados a la luz. Al cabo de un breve instante, por cierto, la claridad se había desvanecido y su vista, de nuevo normal, percibió todo, no solamente a Aquel que estaba allí, aislado en la altura. Pero continuó creyendo que había algo muy extraño en aquel Hombre y que no se parecía a nadie. No llegaba a comprender que se trataba de un preso y que había sido condenado a muerte, exactamente como él. No comprendía nada. El asunto, por supuesto, no le interesaba: pero ¿cómo se podía condenar así? El Hombre era inocente, sin duda. Sin embargo, lo habían crucificado, mientras que a él le habían quitado las cadenas y lo habían declarado libre. En suma, nada podía hacer. Era asunto de ellos. Tenían el derecho de elegir a quien se les antojara, y así habían procedido. De los dos condenados, uno debía ser indultado. Él fue el primer sorprendido por la elección. Mientras le quitaban las cadenas había visto al Otro que, con la cruz sobre el hombro y entre soldados, desaparecía bajo la bóveda del pórtico. Quedó mirando el pórtico vacío, y uno de los guardias lo golpeó, al tiempo que le gritaba: «¿Qué haces ahí con la boca abierta? Vete, ¡estás libre!». Entonces se despertó, salió por la misma puerta, y cuando vio al Otro que arrastraba la cruz por la calle, lo siguió. ¿Por qué? No lo sabía. Ni por qué se había quedado durante horas observando al crucificado y su larga agonía, ¡precisamente él, que nada tenía que ver con Él! ¿Habían sido obligadas a quedarse allí las personas que se hallaban al pie de la cruz? A menos que lo hubiesen querido, nada las obligaba a subir allí para exponerse a la infección de esos lugares inmundos. Pero eran los padres o los amigos íntimos del Hombre, y, cosa extraña, no parecían temer la contaminación. Esa mujer debía de ser su madre, aunque en nada se le parecía. Pero ¿quién hubiera podido asemejársele? Tenía el aspecto de una campesina ruda y tosca. De vez en cuando, se pasaba el dorso de la mano sobre la boca y la nariz, que le goteaba, porque estaba a punto de llorar. Sin embargo, no lloraba. Su pesar era diferente del de los otros, como era diferente la forma en que lo miraba. Sí, era su madre. Experimentaba, sin duda, una compasión más profunda que la de cualquier otro; pero parecía reprocharle haberse prestado para hacerse crucificar. Lo había querido, sin duda, Él, tan puro e inocente, y no podía aprobar su conducta. Siendo su madre, estaba segura de que era inocente. Nunca lo hubiera considerado culpable. Sea cual fuere lo que hubiese hecho, lo habría considerado siempre inocente. El espectador no tenía madre. Padre tampoco; en verdad, ni lo había oído nombrar. No recordaba tampoco a pariente alguno. Si lo hubieran crucificado no habría habido tantas lamentaciones como las que acompañaban a aquel Hombre. Las gentes se golpeaban el pecho y se comportaban como si nunca hubieran tenido que hacer frente a una desgracia semejante. Las lágrimas y los suspiros no cesaban. Era espantoso. Conocía al crucificado de la derecha. Si éste lo hubiera visto se habría imaginado que había venido por él, para verlo sufrir. No era así. Pero no se afligía de verlo en la cruz. Si alguien merecía la muerte, era ese canalla, aunque por un motivo bien diferente del invocado en la sentencia. ¿Por qué, pues, lo miraba, y no al delmedio, que sufría la crucifixión en su lugar y por quien había venido; Aquel que lo había llevado contra su voluntad a ese sitio con un extraño poder? ¿Un poder? Si alguien parecía impotente era ese hombre. Imposible ver a un condenado más digno de lástima. Los otros dos eran enteramente diferentes y no parecían sufrir de la misma manera. Era evidente que tenían una mucho mayor reserva de fuerzas. Él no podía ni siquiera enderezar la cabeza, que colgaba hacia adelante. Pero he ahí que la enderezó un poco; elevó un poco el pecho magro y sin vello; jadeante, pasó la lengua sobre los labios secos. Gimió algo como significando que tenía sed. Los soldados estaban un poco más abajo, jugando a los dados para entretenerse mientras los condenados se decidían a morir, y no lo oyeron. Pero uno de sus allegados descendió hacia donde estaban y les dijo: «Tiene sed». Refunfuñando, un soldado se levantó, empapó una esponja en un recipiente de barro cocido y se la alcanzó en la punta de una pértiga. No bien sintió el gusto de lo que se le ofrecía, no quiso más. El bruto del soldado encontró esto muy cómico, y, cuando se reunió con sus compañeros, todos bromearon con él. ¡Demonios! Los parientes, o los que parecían tales, miraron desesperados al infeliz crucificado. Respiraba cada vez con mayor dificultad y era evidente que muy pronto moriría. Y más valía, por cierto, que acabara pronto, a fin de que cesase de sufrir. Tal era también el pensamiento del que miraba: ¡si eso acabara de una vez! Se apresuraría en seguida a huir y no volvería a acordarse jamás… Pero de repente la colina entera se ensombreció, como si el sol hubiera perdido su brillo, y en la oscuridad el crucificado clamó con voz potente: «Dios, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Las palabras resonaron en forma lúgubre. ¿Qué significaban? ¿Y por qué semejante oscuridad? Era pleno día. Era incomprensible. La visión de las tres cruces, apenas perceptibles allá arriba, daba escalofríos. Seguramente iba a suceder algo terrible. Los soldados se levantaron de un salto y tomaron sus armas. Sucediera lo que sucediese, se precipitaban siempre sobre sus armas. Estaban allí alrededor de la cruz blandiendo lanzas, y los oyó cambiar murmullos de espanto. ¡Tenían miedo! ¡Ya no bromeaban! Eran supersticiosos, naturalmente. Él también tuvo miedo. Y se alegró cuando volvió un poco de claridad y todo comenzó a retomar su aspecto normal. La luz llegaba lentamente, como al amanecer. Se expandía por la colina y por los olivos vecinos; los pájaros, que habían enmudecido, volvieron a gorjear. Sí, aquello recordaba realmente el amanecer. Los allegados, allá arriba, estaban silenciosos. Ya no se oían llantos ni quejidos. Se contentaban con mirar al Hombre en la cruz… ¡Y hasta los soldados hacían lo mismo! ¡Todo había quedado tan calmo! Ahora podía alejarse todo lo que quisiera. Había terminado. El sol brillaba nuevamente y las cosas estaban como siempre. La noche había durado sólo un momento, durante la muerte del Hombre. Sí, ahora se iría. Era necesario irse, era evidente. Ya nada lo retenía. No tenía ninguna razón para quedarse, ya que el Otro había muerto. Descendieron el cuerpo de la cruz: lo vio antes de partir. Los dos hombres lo envolvieron en una mortaja de tela fina: lo vio también. El cuerpo estaba completamente blanco, y los sepultureros lo movían con tantas precauciones como si hubieran temido hacerle el menor mal y causarle dolor; procedían de una manera muy extraña, pues, ¿acaso no había el Hombre padecido el suplicio de la cruz y todo lo demás? En verdad, eran gentes extrañas. Pero la madre miraba con ojos sin lágrimas al que había sido su Hijo. Su rostro tosco y cetrino parecía incapaz de expresar el dolor. Pero sucedía que no podía explicarse lo que había pasado, y no podría perdonarlo jamás. A ella la comprendía mejor. Cuando pasaron juntos, a corta distancia de él, los hombres llevando el cadáver envuelto, las mujeres siguiendo el lúgubre cortejo, una de ellas, señalando a Barrabás, dijo algo en voz baja a Su madre. Esta se detuvo y lo miró con un aspecto tan lleno de desesperación y de reproche que jamás podría olvidarlo. Continuaron descendiendo del Gólgota y tomaron luego otro camino a la izquierda. Los siguió desde bastante lejos para que nadie reparase, hasta un huerto de la vecindad, donde depositaron el cadáver en un sepulcro tallado en la misma roca. Después de haber rezado cerca del sepulcro, hicieron rodar una gran piedra delante de la entrada y se marcharon. A su vez se acercó y permaneció inmóvil. No rezó, pues era un malhechor cuya oración no hubiera sido escuchada porque él no había expiado su crimen. Por otra parte, no conocía al muerto. Sin embargo, quedó allí un momento. Luego se dirigió también a Jerusalén. Entrando por la puerta de David, había dado apenas unos pasos por la calle cuando encontró a la mujer del labio leporino. Se deslizaba junto a las casas y simuló no verlo; pero se dio cuenta de que lo había visto y que no quería encontrarse con él. Tal vez creía que lo habían crucificado. La alcanzó y se puso a caminar al lado de ella. Así fue como volvieron a encontrarse. Y no era necesario. Tampoco necesitaba hablarle, y fue el primero en sorprenderse de haberlo hecho. Ella también se sorprendió, en cuanto pudo advertirse. Le dirigió una tímida mirada, sólo cuando no pudo evitarlo. No hablaron de lo que ocupaba sus pensamientos. Preguntó solamente adónde iba ella y si tenía noticias de Gilgal. No respondió sino lo imprescindible, tartajeando como siempre, de suerte que era difícil comprenderla, y cuando le preguntó dónde vivía, no contestó nada. Notó que el vestido de la mujer estaba gastado en el borde y que sus pies, anchos y sucios, no tenían calzado. Dejaron de hablar y se contentaron con caminar uno al lado del otro en silencio. Por la abertura de una puerta, que parecía un agujero negro, se oyeron voces ruidosas y, en el momento en que pasaban delante de la casa, una mujer alta y gorda salió precipitadamente llamando a Barrabás. Como estaba ebria, agitó sus enormes brazos, dichosa de verlo nuevamente, y quiso hacerlo entrar en seguida en la casa. Vaciló, algo molesto por su extraña compañía, pero lo arrastró y se metieron adentro. Cuando estuvo en la casa, fue recibido por las sonoras exclamaciones de dos hombres y tres mujeres a quienes logró distinguir sólo al cabo de un instante, cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra. Le hicieron rápidamente lugar alrededor de la mesa, le sirvieron vino y se pusieron a charlar. ¡Pensar que había salido de la cárcel y que había sido indultado! Mayor suerte, imposible: ¡habían crucificado a otro en su lugar! Todos, achispados por el vino, querían contagiarse de su suerte y lo tocaban para hacerla pasar a ellos; una de las mujeres deslizó la mano debajo de la túnica y la puso sobre su pecho desnudo, lo que hizo reír a mandíbula batiente a la mujer gorda. Barrabás bebió con ellos, pero no dijo gran cosa. Miraba en el vacío. Sus ojos negros se hundían en las órbitas, como si hubieran querido esconderse. Encontraron que estaba un poco raro. Eso le ocurría a veces. Las mujeres le sirvieron más vino. Bebió de nuevo y dejó que los demás charlaran, sin mezclarse mucho en la conversación. Al fin, sus compañeros se preguntaron qué tenía y por qué estaba así, estando con ellos. Pero la mujer grande y gorda lo abrazó por el cuello y dijo que no debían sorprenderse de que se hallase así después de haber estado tanto tiempo en un calabozo y casi muerto, pues el que está condenado a perecer está ya muerto. Podráindultársele, pero estuvo muerto y no hizo más que resucitar. No es lo mismo estar vivo como los demás. Como se burlasen de esos dichos, la mujer se enfureció y gritó que los echaría a todos, menos a Barrabás y a la del labio leporino, a quien no conocía, pero que le parecía buena persona, aunque un poco ingenua. Los dos hombres rieron a carcajadas de que una mujer les hablara de esa manera; luego se calmaron, se quedaron serios y se pusieron a conversar en voz baja con Barrabás, informándole que al caer la noche volverían a la montaña; no habían venido sino para sacrificar un cabrito que habían traído. Pero como el cabrito no fue aceptado, lo habían vendido y habían sacrificado en su lugar dos palomas. Con el dinero que les quedó habían venido a divertirse a la casa de la mujer gorda. Deseaban saber cuándo se reuniría Barrabás con ellos allá arriba, y le dijeron dónde se alojaban por el momento. Barrabás, con un movimiento de cabeza, les dio a entender que comprendía, pero no dijo palabra. En el ínterin, una de las mujeres hablaba del Hombre a quien habían crucificado en lugar de Barrabás; lo había visto una vez, de paso únicamente, y varias personas le aseguraron que se trataba de un Rabino muy versado en las Sagradas Escrituras, que recorría la comarca profetizando y haciendo milagros. Eso no era reprensible; muchos procedían de la misma manera. Así, pues, si lo habían crucificado, debía de haber otro motivo. Sólo recordaba que era muy delgado. La segunda mujer no lo conocía ni de vista; pero estaba al tanto de sus vaticinios: el templo se derrumbaría, Jerusalén sería destruida por un terremoto y luego las llamas consumirían el cielo y la tierra. Cosas absurdas. No era extraño, pues, que lo hubieran crucificado. La tercera agregó que Él frecuentaba sobre todo a los pobres, a quienes prometía que entrarían en el Reino de Dios; eso mismo había prometido a las prostitutas. Todo esto les causó mucha gracia; pero no dejaban de reconocer que se habrían regocijado si hubiese sido verdad. Barrabás los escuchaba y, aunque no se dignara ni sonreír siquiera, parecía menos abstraído. Se sobresaltó cuando la mujer gorda volvió a abrazarlo diciendo que no se preocupara en lo más mínimo de lo que había sido el Otro, y que, en todo caso, estaba muerto. A Él lo habían crucificado y no a Barrabás; esto era lo esencial. La mujer del labio leporino se había quedado en un principio ensimismada, como si nada de lo que ocurría a su alrededor le concerniese; pero después de escuchar con viva atención la descripción del Otro, se condujo de una manera muy singular. Poniéndose en pie y clavando la mirada en su compañero de la calle con una expresión de pavor en el rostro pálido y famélico, gritó con su extraña voz gangosa: «¡Barrabás!». Esto, en verdad, nada tenía de extraordinario; lo nombraba simplemente, y, sin embargo, todos la miraron sorprendidos, sin comprender lo que significaba semejante llamamiento. Barrabás pareció también desconcertado, pues, según su costumbre, cuando no quería mirar a alguien dejaba que su vista errara aquí y allí. ¿Por qué? No había manera de saberlo, y esto, por otra parte, importaba poco. Barrabás podía ser un buen compañero y tener excelentes cualidades; pero era así: nunca se sabría lo que pasaba en sus adentros. Volvió la mujer a sentarse en el fondo de la pieza, sobre una extremidad de la estera que cubría el piso de tierra apisonada, más seguía fijando en él su mirada ardiente. La mujer gorda fue a buscar comida para Barrabás, pues se le ocurría que estaba hambriento; no se preocupaban, en verdad, de alimentar convenientemente a los presos en esas inmundas y malditas cárceles. Le puso ante los ojos pan, sal y un pedazo de cordero seco. No probó ni un bocado y se apresuró a pasar los alimentos al labio leporino, como si estuviera ya saciado. La mujer se abalanzó y los engulló con la voracidad de un animal famélico; luego se precipitó fuera de la casa y desapareció. Atreviéronse los demás a preguntar quién era; pero Barrabás, por supuesto, no respondió. Tal era su modo de ser. No se le conocía, en verdad, sino así, y resultaba imposible sacarle algo cuando se trataba de sus asuntos personales. —¿Qué milagros hacía ese predicador? —interrogó dirigiéndose a las mujeres—. ¿Y qué ha profetizado? Contestaron que curaba enfermos y ahuyentaba a los demonios. Se susurraba también que resucitaba a los muertos, pero nadie lo había comprobado y era seguramente una mentira. Respecto a lo que predicaba, no tenían ni la menor idea. Sin embargo, una de ellas conocía una historia que Él había referido. Alguien había preparado un gran festín para una boda o algo parecido; pero los invitados no se habían presentado; fue necesario, pues, ir por los caminos e invitar a los primeros que aparecían, de tal suerte que fueron a la casa sólo mendigos o desdichados semidesnudos y muertos de hambre; entonces el Señor había montado en cólera, a menos que hubiera manifestado indiferencia —la mujer no recordaba este punto—. Barrabás seguía prestando viva atención, como si lo que estaban contando fuera algo notable. Y cuando otra añadió que el hombre era de los que se creían el Mesías, se acarició la barba rojiza y se tornó pensativo; parecía reflexionar sobre algo importante. —¿El Mesías?… No, no lo era —murmuró para sí mismo. —Por cierto que no —dijo un hombre—; si hubiera sido el Mesías, jamás habrían podido crucificarlo. Los mismos demonios se habrían visto aplastados. Pero ¿no sabía ella acaso lo que es un Mesías? —¡Claro está! Hubiera bajado de la cruz y los habría aniquilado, de un solo golpe. —¡Un Mesías que se deja crucificar! ¿Quién ha oído semejante cosa? Barrabás aprisionaba su barba en su mano vigorosa y seguía mirando el suelo de tierra apisonada. No, aquel hombre no era un Mesías… —Bebe, Barrabás —dijo uno de sus compañeros sacudiéndolo con rudeza; era extraordinario que se atreviera a tanto, pero así ocurrió. Y Barrabás sorbió un buen trago de la jarra de arcilla, que rechazó luego pensativo. Las mujeres se apresuraron a llenarla nuevamente, y cuando insistieron en que bebiese un segundo trago, no se opuso. Aunque el vino debía de surtir efecto, estaba aún absorto en sus reflexiones. Su compañero lo sacudió nuevamente: —Pero ¡bebe! Debes alegrarte de haber salido a flote, de hallarte entre tus mejores amigos y de pasarlo bien, en vez de estar pudriéndote en la cruz. ¿No es más agradable? ¿Acaso no te encuentras a gusto aquí? ¡Piénsalo, Barrabás! ¡Has salvado tu pellejo! ¡Vives! ¡Vives, Barrabás! —Sí, sí, no hay duda —profirió él—. No hay duda. Consiguieron poco a poco que no se quedara allí como alelado y que se asemejara más a las personas normales. Pero mientras se hablaba de una cosa y otra, hizo una extraña pregunta. Preguntó a sus compañeros qué pensaban de las tinieblas de aquel día y del hecho de que el sol, durante algunos momentos, se había oscurecido. —¿Tinieblas? ¿Qué tinieblas? —lo miraron estupefactos—: Aquí no ha habido tinieblas. ¿Cuándo las hubo? —Hacia la hora sexta. ¡Ah! ¿Qué cuentos eran ésos? ¡Nadie había comprobado semejante cosa! Se sintió desconcertado y miró con desconfianza a uno y otro. Afirmaban todos que no habían visto tinieblas, como tampoco las habían visto los demás habitantes de Jerusalén. Pero ¿qué impresión recordaba él sobre el particular? ¿Qué se había ido la luz? ¡En pleno día! Era extraordinario. Si había tenido realmente esa impresión, ¿por qué no pensar que sus ojos estaban enfermos después de tan larga reclusión en un calabozo? Así debía de ser. La mujer gorda afirmó queél no había podido acostumbrarse en seguida a la luz. Durante unos momentos estuvo como deslumbrado. ¿Por qué había de llamar esto la atención? Barrabás los miró no muy seguro de sí mismo. Luego pareció aliviado. Se enderezó un poco y alargó la diestra hacia el vaso, que vació casi enteramente. No lo dejó en la mesa como la vez anterior, sino que lo retuvo en la mano y lo tendió para que lo llenaran de nuevo. Bebieron todos. Visiblemente, Barrabás encontraba ahora el vino más a su gusto. Bebió según acostumbraba hacerlo cuando lo invitaban; pronto todos se dieron cuenta de que la bebida lo reanimaba. Sin tornarse muy expansivo, habló un poco de su vida en la cárcel. Un infierno, por supuesto. ¡Cómo extrañarse que estuviera un poco trastornado! Pero pretender que había salido a flote, ¡hum! No es tan fácil librarse de sus garras cuando lo tienen a uno en su poder. ¡Qué suerte! ¿Eh? Haber estado a punto de ser crucificado poco antes de Pascua, justamente en el momento en que se ponía en libertad a un condenado. ¡Y que ese feliz mortal fuera él! ¡Una suerte loca! Él tampoco podía creer en lo que veían sus ojos. Cuando los demás le dieron unas palmadas en los hombros e, inclinándose, le soplaron al semblante el cálido aliento, se echó a reír y bebió con cada uno de ellos sucesivamente. Toda tirantez había desaparecido de sus modales; una creciente animación se apoderó de él y, como el vino le subía ya a la cabeza, se abrió la túnica, pues sentía calor; luego, para estar más cómodo, se recostó en el suelo como los demás. Su bienestar saltaba a la vista. Aprisionó entre sus brazos a la mujer que tenía más cerca y la atrajo sobre su pecho. Sin más, ella se le aferró al cuello, prorrumpiendo en una carcajada. Pero la mujer gorda la separó con violencia de Barrabás y dijo que ahora reconocía a su amor, que era por fin como debía ser y que había recobrado su equilibrio, después de la horrible reclusión. Y nunca más imaginaría cuentos de tinieblas; no, no, no. Lo atrajo a su vez contra su pecho y oprimió la boca contra el rostro de Barrabás; le pasó sus carnosos dedos por la nuca y jugueteó con la barba rojiza. Todos se alegraron de semejante cambio: era de nuevo el Barrabás que solía ser en sus momentos de buen humor. Y se desenfrenaron totalmente. Bebieron, charlaron, estuvieron de acuerdo en todo, hallaron muy agradables los momentos que pasaban allí todos juntos y se excitaron recíprocamente a medida que bebían. Aquellos hombres, que no habían probado vino ni visto mujeres desde hacía varios meses, recuperaban el tiempo perdido. Pronto volverían a sus montañas; no tenían mucho tiempo por delante: era menester que festejaran debidamente su breve permanencia en Jerusalén ¡y la liberación de Barrabás! Tras de haberse emborrachado con aquel vino agrio y fuerte, se concedieron abundante placer con todas las mujeres, salvo con la mujer gorda, llevándolas a la otra extremidad de la pieza, detrás de un pedazo de tela, de donde volvían rojos y jadeantes para beber y gritar de nuevo. Según su costumbre, todo lo hacían a fondo. Continuaron así hasta el ocaso. Entonces los dos hombres se levantaron y declararon que era hora de emprender viaje. Se despidieron y se cubrieron con sus pieles de cabra, debajo de las cuales escondieron sus armas. Luego salieron furtivamente a la calle, donde reinaba ya una semioscuridad. Las tres mujeres fueron sin más a acostarse detrás del pedazo de tela, completamente ebrias y agotadas; se durmieron en seguida. Ya sola con Barrabás, la mujer gorda preguntó si no había llegado para ambos el momento de abandonarse al placer; debía de necesitarlo tras haber sufrido tan malos tratos; ella, por su parte, sentíase muy atraída por un hombre que se había consumido durante tanto tiempo en la cárcel y había estado a punto de ser crucificado. Lo llevó a la terraza, donde tenía para la estación cálida una cabaña de hojas de palmera. Se acostaron y, no bien ella lo acarició un poco, él, desenfrenado, se echó sobre aquel cuerpo macizo como si no quisiera apartarse jamás de él. Transcurrió la mitad de la noche sin que tuvieran conciencia de lo que los rodeaba. Por fin no tuvieron más fuerzas para continuar; la mujer se dio vuelta y se durmió en el acto. Pero él se quedó despierto junto al cuerpo sudoroso de su compañera, contemplando el techo de la cabaña. Pensaba en el crucificado del centro y en lo que había ocurrido en la colina del suplicio. Luego se devanó los sesos esforzándose por hallar una explicación plausible al misterio de las tinieblas. ¿No se habrían producido, según afirmaban los demás, sólo en su imaginación? ¿O tratábase de un fenómeno que ocurría exclusivamente en el Gólgota, ya que en otra parte a nadie había llamado la atención? Sin embargo, allí arriba la oscuridad había sido completa; los soldados tuvieron miedo. ¿O se habría figurado esto también? ¿Otra visión de su fantasía? No; él no hallaba explicación plausible; no sabía a qué atenerse… Barrabás pensó de nuevo en el crucificado. Acostado, con los ojos abiertos y sin poder dormir, sentía contra su persona las gruesas espaldas de la mujer. A través de las hojas marchitas del techo veía el cielo —pues era indudablemente el cielo—, aunque no se distinguieran estrellas ni nada. Solamente la oscuridad. Sí, ya todo estaba sumido en las tinieblas: el Gólgota y el resto del mundo. Al día siguiente Barrabás dio una vuelta por la ciudad. Encontró a mucha gente que conocía, amigos y enemigos. Casi todos se sorprendieron de verlo, y algunos se sobresaltaron como si ante ellos hubiese surgido un fantasma. Esto le resultó penoso. ¿Acaso no era voz corriente que había recobrado su libertad? ¿Cuándo se darían cuenta de que a él no lo habían crucificado? El sol quemaba como fuego; los ojos no podían casi soportar aquella luz violenta. ¿Estarían los suyos realmente enfermos tras aquella permanencia en la cárcel? Le pareció preferible seguir en la sombra. Al pasar por las arcadas que llevaban a la plaza del Templo, se le ocurrió sentarse debajo de la bóveda para que su vista descansara unos instantes. Experimentó gran alivio. Algunos hombres se habían sentado antes que él a lo largo de la pared. Hablaban en voz baja; lejos de mirar con buenos ojos la llegada de Barrabás, echáronle miradas oblicuas y bajaron más aún la voz. Oyó una que otra palabra, pero le resultó imposible seguir el hilo de la conversación, y, por otra parte, ¿de qué le hubiera valido? Los secretos de esa gente no le interesaban. Uno de ellos era un hombre de su edad, con una barba rojiza como la suya; los cabellos, también rojizos, desgreñados y abundantes, se fundían con la barba. El color azul de sus ojos denotaba cierta singular ingenuidad; tenía un rostro ancho, de gruesas mejillas. Todo en él revelaba vigor físico. Era un mocetón muy poco refinado, un artesano, a juzgar por sus manos y su vestimenta. Barrabás no se preocupaba de lo que podía ser ni de su aspecto, pero se hallaba frente a uno de esos hombres que no pueden pasar inadvertidos, si bien no se observaba en su persona nada característico. Salvo los ojos, evidentemente. Parecía aquel mocetón bastante afligido, y dijérase que los demás se lamentaban también. Hablaban seguramente de alguien que acababa de morir, o de un tema análogo. De vez en cuando suspiraban profundamente, a pesar de ser hombres, Si se trataba realmente de ese caso, si esa gente lloraba a alguien, ¿por qué no dejaban las lamentaciones para las mujeres, para alguna llorona, en todo caso? De pronto, Barrabás oyó que el muerto de que estaban hablando había sido crucificado.Y que había sido crucificado la víspera. ¿La víspera? Prestó más atención, pero las voces bajaron de nuevo el tono y ya no pudo oír más. ¿A quién se referían? Iban y venían los transeúntes, y le resultó imposible seguir la conversación. Cuando se restableció un silencio relativo, oyó lo suficiente como para darse cuenta de que no se equivocaba. Se trataba de Él, del hombre que… Cosa extraña… En Él pensaba desde hacía un rato. Al pasar por casualidad ante el pórtico del palacio, se había acordado de Él. Y en el lugar donde el condenado se había desplomado bajo el peso de la cruz, también se había acordado de Él. Y he ahí que las personas allí presentes hablaban precisamente de ese hombre… Extraño. ¿Qué tenían que ver con el crucificado? ¿Y por qué bajaban el tono de la voz? El único que se expresaba en voz bastante alta como para que le oyesen era el hombretón de cabellos y barba rojizos; su corpulencia se avenía mal con los cuchicheos. ¿Aludían a la oscuridad que se había producido en el momento de la muerte del crucificado? Barrabás escuchaba con atención; una atención tan intensa que los otros debieron notarlo. Pues de pronto callaron y durante un buen rato no pronunciaron ni una sílaba, limitándose a mirarlo de soslayo. Luego murmuraron algo que no pudo entender, y a poco, tras haberse despedido del hombretón, se marcharon. Eran cuatro, y ninguno de ellos le resultó agradable. Ya solo con el compañero de aquéllos, tuvo ganas de dirigirle la palabra, más no sabía cómo iniciar la conversación. El sujeto movía los labios y de vez en cuando meneaba la cabezota. Según la costumbre de las almas sencillas, traducía con gestos y ademanes sus preocupaciones. Por fin, Barrabás le preguntó sin ambages qué le afligía. Aquél, perturbado, alzó los ojos, azules y redondos, y nada repuso. Pero tras de mirar ingenuamente durante algunos segundos al desconocido, inquirió si Barrabás era de Jerusalén. No; de allí no era. —Encuentro, sin embargo, que tienes el dejo de los que han nacido aquí, ¿o me equivoco? Respondió Barrabás que no venía de muy lejos, sino de aquellas montañas del lado del oriente. Esto inspiró visiblemente más confianza a su interlocutor. No estimaba a los nativos de Jerusalén, y lo decía sin rodeos; la mayoría eran bribones, verdaderos bandidos. Barrabás se rió un poco y fue de la misma opinión. ¿Y su interlocutor? ¡Oh!, venía de muy lejos. Sus ojos de niño trataron de expresar esa larga distancia. Y, le confió con el corazón abierto, hubiera preferido estar en su patria o en cualquier otro lugar de la tierra antes que en Jerusalén. Pero nunca volvería a su tierra para vivir y morir, como había sido su intención y se lo había figurado en otra época. Barrabás se extrañó de eso. —¿Por qué no? —preguntó—. Nadie podría oponerse; cada cual tiene derecho de disponer de su persona. —¡Oh, no! —repuso el hombretón, algo pensativo—. Así no es. Pero ¿por qué se hallaba en Jerusalén? Esta pregunta brotó de los labios de Barrabás sin que pudiera refrenarla. El otro no contestó en seguida; por fin confesó, vacilando, que allí estaba por su Maestro. —¿Tu Maestro? —Sí. ¿No has oído hablar del Maestro? —No. —¿Del que fue crucificado ayer en el Gólgota? —¿Crucificado en el Gólgota? No sé nada. Pero ¿por qué han hecho eso? —Porque estaba escrito que así debía ser. —¿Escrito? ¿Estaba escrito que sería crucificado? —Claro que sí. Basta leer las Escrituras; y por otra parte, El mismo lo predijo. —¿Lo predijo? ¿Y eso estaba en las Escrituras? A fe mía, no las conozco bastante para saberlo. —Ni yo tampoco; pero es así. Barrabás no tuvo dudas al respecto. Pero ¿cómo era posible que el Maestro debiera fatalmente morir en la cruz? ¿Qué se ganaba con eso? De todos modos, era extraño. —Sin duda. Yo también lo encuentro muy singular. No comprendo por qué tenía que morir, y de una manera tan atroz. Pero las cosas debían ocurrir como Él las había predicho. Todo debía ocurrir como Él lo había decretado. Y muchas veces repitió que debía sufrir y morir por nosotros —añadió inclinando la cabezota. Barrabás le clavó la mirada. —¡Morir por nosotros! —Sí, en nuestro lugar. Sufrir y morir inocente en lugar nuestro. Pues debemos reconocer que los culpables somos nosotros y no él. Dejó Barrabás errar la mirada por la calle, y durante unos momentos no preguntó nada más. —Ahora se comprende mucho mejor lo que tenía costumbre de decir — murmuró el otro como hablando consigo mismo. —¿Lo conocías? —preguntó Barrabás. —Claro que sí. Por cierto que lo conocía. Estuve con Él desde que empezó allí arriba, en nuestra tierra. —¡Ah! ¿Era tu tierra? —Y lo seguí continuamente, a todas partes donde fue. —¿Por qué? —¿Por qué? ¡Vaya una pregunta! Ya se ve que no lo has conocido. —¿Qué quieres decir? —Sí, sabes, ejercía un poder sobre uno, un poder extraordinario. Decía simplemente: «¡Sígueme!». Y había que seguirlo. No se podía hacer otra cosa. Si lo hubieras conocido te habrías dado cuenta. Tú también lo habrías seguido. Calló Barrabás durante unos segundos. Luego dijo: —Sí, debía de ser un hombre extraordinario, si es cierto lo que cuentas. Sin embargo, el hecho de que haya sido crucificado ¿no demuestra acaso que su poder no era tan grande? —No…, no se trata de eso. Antes lo creí, y esto es lo más penoso. ¡Qué yo haya podido un solo segundo creer semejante cosa! Pero ahora me parece haber comprendido el significado de su muerte ignominiosa, ahora particularmente que he reflexionado un poco y he hablado con los otros, con los que son más versados en las Escrituras. Parece ser que estaba decretado que debía sufrir todo eso, a pesar de ser inocente, sí, y aun bajar al reino de las sombras, por amor a nosotros. Pero volverá y desplegará toda su potencia. ¡Resucitará de entre los muertos! De eso estamos absolutamente seguros. —¡Resucitar de entre los muertos! ¡Qué cuento es ése! —No es un cuento. Lo hará seguramente. Y muchos creen que resucitará mañana por la mañana. Pues será el tercer día. Declaró, según parece, que se quedaría tres días en el reino de los muertos. Sin embargo, personalmente, nunca le oí decir eso. Pero ha de haberlo dicho. Y mañana por la mañana, al salir el sol… Barrabás se encogió de hombros. —¿Lo dudas? —No. —No, no… tú no puedes… tú nunca lo has conocido, tú. Pero muchos de los nuestros lo creen. ¿Y por qué no resucitaría él cuando ha resucitado a tantos muertos? —¿Resucitar a muertos? ¡No es posible! —Sí, sí. Lo he visto con mis propios ojos. —¿Es cierto? —Absolutamente; es una verdad resplandeciente. Tiene bastante poder… Nada le resulta imposible; le basta querer… ¡Si al menos quisiera valerse de su poder para sí mismo! Pero nunca lo ha hecho. —¿Y por qué se dejó crucificar si tenía tanto poder…? —Sí, si, lo sé… Pero no es fácil comprender esas cosas, nada fácil. Soy un hombre bastante simple, ¿entiendes?; y no me resulta fácil comprender todo eso, puedes creerme. —¿No estás seguro de que resucitará? —Sí, sí, estoy seguro de que es cierto lo que dicen. Que el Maestro volverá y que se presentará ante nosotros con todo su poder y toda su gloria. De eso estoy convencido; y ellos también; conocen mejor que yo las Escrituras. Será un gran día. Sí, anuncian el comienzo de una nueva era; sí, la era de la felicidad, en la que el Hijo del Hombre reinará en su reino… —¿El Hijo del Hombre? —Sí; Él mismo se ha llamado así. Pero algunos creen… No puedo decirlo… Barrabás se le aproximó. —Dime lo que creen. —Creen… que es el mismo Hijo de Dios. —¡El Hijo de Dios! —Sí… Pero ¿será cierto? Imposible no sentir un poco de miedo. Yo preferiría que volviese tal como era. Barrabás, inquieto, se indignó. —¡Cómo se pueden contar semejantes patrañas! —prorrumpiócon violencia —. ¡El Hijo de Dios! ¡El Hijo de Dios crucificado! ¿No comprendes que es imposible? —He dicho que eso podría no ser cierto. Si quieres, lo volveré a decir. —¿Quiénes son los locos que creen en eso? —reanudó Barrabás, y la cicatriz que tenía debajo de uno de los ojos, se tornó más roja como en las grandes circunstancias—. ¡El Hijo de Dios! Es evidente que no lo era. ¿Crees tú que el Hijo de Dios descienda a la tierra? ¡Y que se ponga a predicar en tu comarca! —¿Por qué no? Eso no era imposible. Allí como en otra parte. Es una comarca pequeña y pobre sin duda; pero es preciso empezar en alguna parte. El mocetón se expresaba con tanta candidez que por poco Barrabás no se echó a reír. Pero la indignación lo contuvo. Tironeaba continuamente su manto de piel de cabra, como si la prenda se le hubiera caído del hombro, lo cual no era el caso. —Y de los prodigios que señalaron su muerte, ¿qué piensas? —¿Qué prodigios? —Se oscureció todo en el momento en que moría. Barrabás desvió la mirada y se restregó los ojos. —Tembló la tierra y la colina del Gólgota se partió en el lugar preciso en que se alzaba la cruz. —¡Eso, con toda seguridad, no es cierto! Vosotros lo habéis inventado. ¿Cómo sabes que la colina se partió? ¿Acaso estabas allí? El mocetón cambió repentinamente de actitud. Miró vacilante a Barrabás; luego bajó la vista. —Por mi parte no sé y no puedo ser testigo —balbuceó. Tras suspirar profundamente, se quedó un buen rato silencioso. Por fin, apoyando la mano en el brazo de Barrabás, profirió—: ¿Sabes…? Yo no estaba con mi Maestro mientras él sufría y moría. Yo acababa de huir. Si, lo había abandonado para huir. Y antes había renegado de Él. Eso es lo peor; he renegado de Él. ¿Cómo podrá perdonarme, si vuelve? ¿Qué le diré? ¿Qué le contestaré si me interroga? Meneándose de un lado a otro, aprisionó entre sus manos su rostro ancho y barbudo. —¿Cómo he podido hacer una cosa semejante? ¿Cómo he podido hacer una cosa semejante?… Sus ojos de un azul tan límpido estaban húmedos cuando por fin levantó de nuevo la cabeza para mirar a Barrabás. —Me has preguntado cuál era el motivo de mi aflicción. Ahora lo sabes. Y mi Señor y mi Maestro lo sabe mejor aún. Soy un pobre ser despreciable. ¿Crees tú que podrá perdonarme? Barrabás contestó que así lo creía. En realidad, no se interesaba mucho por lo que decía el otro; pero respondió de tal suerte porque a pesar suyo no podía dejar de sentir simpatía por alguien que se acusaba como un criminal, cuando de nada era culpable. ¿Quién, en efecto, no ha cometido alguna traición en su vida? El hombre le tomó la mano y la estrechó con fuerza en la suya. —¿Piensas así? ¿Piensas así realmente? —repitió con voz entrecortada. En aquel momento algunos transeúntes divisaron al hombretón de cabellos rojizos. Viendo al sujeto con quien estaba conversando y cuya mano estrechaba, se sobrecogieron y demostraron estupor. Se aproximaron en seguida y, dirigiéndose con profundo respeto al hombre mal vestido articularon vivamente: —¿No sabes quién es ese individuo? —No —repuso, y decía la verdad—, no sé quién es; pero se compadece del prójimo, y hemos tenido una buena conversación. —¿No sabes acaso que el Maestro ha sido crucificado en su lugar? El hombretón de cabellos rojizos soltó la mano de Barrabás y paseó la mirada del uno al otro, sin poder esconder su emoción. Los recién llegados manifestaron más claramente aún sus sentimientos; estaban trémulos de indignación. Barrabás se había puesto en pie y les volvía la espalda, para que nadie le viera la cara. —¡Vete, hombre maldito! —vociferaron con singular violencia. Se arrebujó en su manto y se alejó por la calle sin mirar hacia atrás. La mujer del labio leporino no podía conciliar el sueño. Con la mirada fija en las estrellas, pensaba en lo que iba a ocurrir. En verdad, no quería dormir; quería pasar toda la noche en vela. Estaba acostada sobre unas ramillas y un poco de paja que había amontonado en un hoyo en las afueras de la Puerta de las Basuras; oía a su alrededor a los enfermos que se lamentaban y agitaban en sueños; también oía el sonido de las campanillas del leproso, obligado por los padecimientos a levantarse. El olor de los montones de inmundicias flotaba en el valle, y hacía que se respirara con dificultad, pero la mujer se había acostumbrado a semejante tufo y ya no lo advertía. Nadie en aquel paraje lo advertía. Mañana al salir el sol… Mañana al salir el sol. Maravilloso pensamiento. Pronto los enfermos serían curados y los hambrientos recibirían comida. Costaba imaginarlo. ¿Cómo ocurriría semejante portento? Lo que no admitía duda era que el cielo se abriría y que bajarían los ángeles a alimentarlos a todos. A todos los pobres por lo menos. Los ricos seguirían probablemente comiendo en su casa; pero los pobres, aquellos que padecían realmente de hambre, serían alimentados por los ángeles, y aquí, en la Puerta de las Basuras, se pondrían manteles en el suelo, blancos manteles de fina tela, sobre los cuales se colocarían los platos más variados, y uno se recostaría para comer. En el fondo, resultaba fácil representarse todo eso; bastaba pensar que todo sería completamente distinto. Nada se asemejaría a lo que uno había visto o conocido hasta entonces. Ella misma llevaría quizá otros vestidos. ¿Quién lo sabría? Blancos, tal vez. ¿O una túnica azul? Todo cambiaría, pues el Hijo de Dios habría resucitado y empezaría una nueva era. Acostada en aquel pozo, entreteníase en pensar en lo que estaba por ocurrir. Mañana… Mañana… al salir el sol. ¡Qué felicidad saberlo! Oyó el sonido de las campanillas del leproso, que se aproximaba. Reconocía aquel sonido; el leproso, valiéndose de la oscuridad nocturna, solía subir hasta allí, si bien las personas que padecían de su enfermedad se hallaban confinadas en el fondo del valle y no tenían el derecho de sobrepasar los límites de su recinto; pero en las tinieblas se atrevía a hacerlo. Uno tenía la impresión de que él experimentaba la necesidad de aproximarse a los seres humanos, y, por otra parte, había dicho una vez que así era. Vio que avanzaba cauteloso entre las gentes dormidas bajo la luz de las estrellas. El reino de la muerte… en resumidas cuentas, ¿cómo era? Decíase que a la sazón el Maestro recorría el reino de la muerte… ¿Qué aspecto tenía? No, en verdad, ella no podía representárselo. El viejo ciego se quejaba en sueños. Y un poco más lejos el adolescente demacrado jadeaba como de costumbre. Muy cerca de ella estaba acostada la mujer de Galilea que tenía contracciones en los brazos porque estaba poseída por el espíritu de otro. Las inmediaciones estaban llenas de seres por el estilo, que esperaban curarse con el barro de la fuente, o de pobres infelices que vivían de las sobras halladas entre las inmundicias. Al día siguiente nadie las removería. Se retorcían en sueños, pero ninguno merecía ya compasión. ¿No soplaría algún ángel en el agua a fin de purificarla? Y al sumergirse los enfermos se curarían, y también los leprosos, quizá. ¿Los dejarían bajar hasta el mismo manantial? ¿Nadie se opondría realmente? No se podía saber con precisión lo que ocurriría. En verdad, no se sabía gran cosa… Tal vez nada ocurriría en la fuente; nadie pensaría en eso. Enjambres de ángeles volarían tal vez sobre el Gei-Hinnom y sobre toda la tierra para barrer con sus alas enfermedades, aflicciones y desgracias. Recostada en la paja, decíase que tal vez ocurriría eso. Recordó luego el día en que había encontrado al Hijo de Dios y la bondadosa actitud de éste para con ella. Nadie, jamás, le había demostrado tanta bondad. Hubiera podido rogarle que la curara desu enfermedad crónica; pero ella no había querido. Lo hubiera hecho muy fácilmente; pero ella no había querido. Él ayudaba a los que necesitaban ayuda; cumplía grandes obras. Ella había preferido no importunarle por tan poco. Era con todo extraño, muy extraño lo que le dijo cuando ella se arrodilló en el polvo del camino y cuando, volviendo sobre sus pasos, Él se le aproximó inesperadamente: —¿Imploras tú también un milagro? —preguntó. —No, Señor. Me contento con verte pasar. Entonces, envolviéndola con una mirada muy suave y sin embargo triste, le acarició una mejilla y le tocó la boca, sin que se produjera ningún cambio. Luego murmuró: «Atestiguarás por mí». Palabras extraordinarias. ¿Qué había querido decir? ¿Atestiguar por él? Era incomprensible. ¿Cómo podía ella hacer semejante cosa? A Él, en cambio, no le había costado como a la demás gente entender lo que ella decía; la había comprendido en el acto; más esto resultaba muy natural, pues era el Hijo de Dios. Sí, ella pensaba en mil cosas: en la mirada del Maestro cuando le dirigió la palabra, en el olor de su mano cuando le tocó los labios… Reflejábanse las estrellas en sus ojos muy abiertos, y ella se sorprendía de ver que aumentaba el número a medida que las contemplaba. Desde que no vivía bajo techo, había visto tantas… ¿Qué eran en resumidas cuentas las estrellas? No lo sabía. Dios, por cierto, las había creado; pero ¿qué eran?… En el desierto había habido muchas estrellas… Y asimismo en las montañas… las montañas de Gilgal… Pero no la noche en que…, esa noche, no. Pensó luego en la casa que estaba entre los dos cedros… De pie en el umbral, su madre la seguía con la vista, mientras ella bajaba la cuesta bajo el peso de una maldición… Sí, era evidente que sus padres la echarían y que ella viviría en el futuro como los animales en sus cuevas… Se acordó de los campos, que eran tan verdes esa primavera, y de su madre que la seguía con la mirada, quedándose un poco atrás de la puerta, en la penumbra, para no ser vista por el que había maldecido… Pero aquello no importaba ya. Nada importaba más. El ciego se sentó, como en acecho. Se acababa de despertar y había oído las campanillas del leproso. —¡Vete! —gritó amenazándole en la oscuridad con el puño—. ¡Vete! ¿Qué haces aquí? El sonido de las campanillas se extinguió poco a poco en la noche y volvió el anciano a recostarse, refunfuñando y con la mano apoyada en sus ojos vacíos. ¿También los niños muertos están en el reino de las sombras? Sí, con excepción, sin duda, de los que murieron cuando aún eran niños de pecho. A esos no se los podía torturar y hacer sufrir; no era posible. No tenía, sin embargo, certeza alguna al respecto… Ni la menor certeza… Maldito sea el fruto de tus entrañas… Pero con la nueva era que se anunciaba ¿no quedarían sin efecto las maldiciones? Eso es posible… Si bien tampoco se podía estar seguro. Maldito… sea… el fruto de tus entrañas… Se estremeció como si hubiera tenido frío. ¡Con qué impaciencia esperaba la mañana! ¿No aclararía pronto? ¿No hacía mucho tiempo que estaba acostada allí, y la noche nunca terminaría? Sí, las estrellas, encima de su cabeza no eran las mismas y la hoz de la luna se había ocultado, desde hacía un buen rato, detrás de las montañas. Ya había tenido lugar el último relevo de los guardias, pues acababa de ver las antorchas por tercera vez en la muralla de la ciudad. La noche había pasado seguramente. La última noche… Sí, el lucero matutino ya se elevaba detrás del monte de los Olivos. En seguida se lo reconocía, pues era muy grande y brillante, mucho más grande que las demás. Nunca la mujer del labio leporino le había notado semejante resplandor. Se cruzó las manos en el hundido pecho y permaneció un rato aún acostada, con la ardiente mirada fija en el astro. Luego se levantó y marchóse precipitadamente en la noche. Él se había refugiado en un matorral de tamarindos, del otro lado de la carretera, justo frente al sepulcro. No bien aclarara, tendría la tumba delante de los ojos. Desde aquel lugar lo vería perfectamente. ¡Si al menos el sol se dignara aparecer! Que el muerto no pudiera resucitar de entre los muertos, ya lo sabía, por cierto; más quería comprobarlo con sus propios ojos. Tal era la razón por la cual, levantado desde muy temprano, mucho antes de que despuntara el alba, hallábase como en acecho detrás de aquel matorral. Le extrañaba, con todo, su actitud; le sorprendía particularmente el hecho de estar allí. Al fin y al cabo, ¿por qué se interesaba tanto en un asunto de esa índole? ¿En qué le concernía? Se le había ocurrido que varias personas irían allí para asistir al gran milagro. Se había escondido, por lo tanto, a fin de que no lo vieran. Era fácil comprobar que ningún otro se escondía allí. Era extraño. Pero se equivocaba; a la sazón divisaba a una mujer que se había arrodillado delante de él, a corta distancia, en medio del camino. Apenas se distinguía la figura gris en el polvo del mismo color. Amaneció y poco después los primeros rayos solares iluminaron el peñasco en que estaba cavado el sepulcro. Sucedió esto con tal rapidez que Barrabás no llegó a fijarse, ¡en el momento preciso en que hubiera debido hacerlo! El cuerpo no estaba ya en el sepulcro. Habían apartado la piedra que lo cerraba, y el hueco en la pared formada por la misma roca ¡estaba vacío! Tal fue su estupor que, sin moverse, clavó de pronto la mirada en la hendidura por la cual, según había comprobado con sus propios ojos, introdujeron al crucificado, y en la enorme piedra que, bajo su vista, habían colocado. Luego comprendió lo ocurrido. En realidad, nada de extraordinario había pasado. A su llegada, ya habían derribado la piedra, y el sepulcro estaba vacío. No era difícil adivinar quién la había derribado y quién se había llevado al muerto. Fueron los discípulos, naturalmente, los que llevaron a cabo semejante empresa. Favorecidos por la oscuridad, se habían llevado al querido Maestro, a quien adoraban, a fin de poder decir más tarde que había resucitado, exactamente según lo había predicho él. No era necesario ser un sabio para adivinar eso. Y así se explicaba que no se presentaran aquella mañana a primera hora, cuando hubiera debido verdaderamente producirse el milagro. ¡Preferían, con razón, estar lejos! Barrabás salió de su escondite y se aproximó al sepulcro para examinarlo de cerca. Al pasar delante de la forma gris arrodillada en el polvo del camino, le echó una mirada y con gran sorpresa descubrió que era el labio leporino. Se detuvo repentinamente y se quedó como clavado en el sitio, observándola. Volvía la mujer su pálido e hinchado semblante hacia el lado del sepulcro. Su mirada extática no veía otra cosa. Tenía la boca entreabierta; pero respiraba apenas; la horrible cicatriz en el labio superior se había puesto blanca. No advertía la presencia de Barrabás. Al verla así experimentó una impresión extraña, casi de impudor. Y se acordó de algo —de algo que hubiera querido borrar de su memoria—. El rostro de esa mujer había tenido en aquellas circunstancias el mismo aspecto. Y él había experimentado la misma impresión de impudor. Se encogió de hombros, como para apartar de su mente aquella imagen. Por fin ella lo vio. Y pareció asimismo sorprenderse del encuentro, en aquel lugar sobre todo. Sorpresa muy natural, por cierto; ¿acaso no estaba él mismo muy sorprendido? ¿En qué le concernía semejante historia? Barrabás habría preferido dar la impresión de que pasaba casualmente por aquel camino, sin saber qué sitio era ése ni que había allí una tumba. ¿Sería capaz de fingir? Aquello no parecería muy verosímil; tal vezella no le creería. En todo caso, le dijo: —¿Qué haces ahí de rodillas? El labio leporino no alzó la vista ni se movió; siguió inmóvil como antes, la mirada fija en el sepulcro. Él entendió apenas lo que ella decía cuando murmuró, hablando consigo misma: —El Hijo de Dios ha resucitado… Sintióse hondamente conmovido al oír tales palabras, y experimentó un sentimiento involuntario que no acertaba a explicarse. Quedó indeciso un instante, no sabiendo qué decir ni qué hacer. Luego se aproximó a la tumba, según su primera intención, y comprobó que estaba vacía. Pero ya lo sabía de antemano y que nada hubiera adentro no significaba gran cosa. Se volvió luego hacia la mujer, siempre de rodillas, cuyo rostro expresaba un recogimiento y una felicidad extática tales, que Barrabás sintió una secreta piedad. Pues nada de lo que la hacía tan feliz era cierto. Hubiera podido explicarle lo que se escondía detrás de aquella resurrección, pero ¿acaso no la había herido ya bastante en otra oportunidad? No tuvo valor de decirle la verdad. Se contentó con preguntarle prudentemente cómo se figuraba lo ocurrido, esto es, cómo el crucificado había resucitado. Alzó ella hacia Barrabás una mirada llena de estupor. ¿No lo sabía él? Luego, entusiasmada, refirió con su voz gangosa que un ángel había bajado del cielo repentinamente, con un brazo tendido como una punta de lanza y con su manto detrás de él, como una llama. La lanza, al hundirse entre la enorme piedra y el peñasco, los había separado. Eso podía parecer muy sencillo, y era en efecto muy sencillo, aunque se tratara de un milagro. He ahí lo que acababa de ocurrir. ¿Acaso él no lo había visto? Bajó Barrabás la vista y respondió que no lo había visto. En el fondo se felicitaba, pues esto probaba que sus ojos se hallaban a la sazón en buen estado, como los de los demás, que no tenía alucinaciones, sino que veía solamente la realidad. Aquel hombre ya no tenía más poder sobre él, que no había asistido a resurrección alguna ni a nada. Sin embargo, la mujer del labio leporino permanecía en el mismo sitio, los ojos brillantes de dicha al evocar lo que había visto. Cuando por fin se levantó para marcharse, caminaron juntos un buen rato en dirección a la ciudad. Hablaron poco, más él se enteró de que la mujer, después de haberse separado ambos, había acabado por creer en el que ella llamaba el Hijo de Dios y que él, Barrabás, por su parte, denominaba el muerto. Cuando Barrabás le preguntó qué enseñaba en el fondo aquel hombre, ella no quiso contestar. Desvió la mirada, evitando la del interlocutor. En el lugar donde se bifurcaba el camino, ella pareció tener la intención de tomar hacia el Gei- Hinnom, mientras él pensaba seguir derecho hasta la puerta de David. Entonces —aunque esto no le concerniera— volvió a preguntar a la mujer en qué consistía la doctrina predicada por aquel hombre y en la cual ella creía. Se detuvo la mujer unos momentos, con los párpados bajos; luego le dirigió una mirada llena de temor y repuso con su voz gangosa: «Amaos los unos a los otros». En seguida se separaron. Durante un largo rato, Barrabás la siguió con la mirada. Barrabás se preguntaba a veces por qué seguía en Jerusalén, cuando nada tenía que hacer allí. Erraba por las calles sin ocupación ni objeto. Adivinaba, sin embargo, que allá arriba, en las montañas, sus compañeros se sorprendían de que tardase tanto en reunírseles. ¿Por qué se quedaba en la ciudad? El mismo no lo sabía. La mujer gorda, que había imaginado en un principio que había sido a causa de ella, no tardó en comprender que se equivocaba. Sintióse algo herida; pero, Dios mío, los hombres son siempre tan ingratos cuando se los complace en todo. Al fin y al cabo se acostaba con ella, y esto agradaba a la mujer. Resultábale agradable haber encontrado por fin a un hombre fuerte y viril, a quien podía acariciar a su gusto. Además tenía esto de bueno Barrabás: no se apegaba a ella; pero tampoco se encaprichaba con ninguna otra mujer. No le importaba nadie en serio. Siempre había sido así. Por otra parte, ella no se preocupaba de saber si él la quería, al menos en los ratos en que hacían el amor. Más en seguida sentíase a veces apesadumbrada y lloraba a solas un poco. Ni siquiera esto le disgustaba. El llanto podía procurar una grata impresión. Era muy experta en el amor y lo aceptaba bajo todas sus formas. ¿Porqué, pues, seguía prolongando su permanencia en Jerusalén? No llegaba a descubrirlo. Ni tampoco se explicaba cómo empleaba él las interminables horas del día. No era un haragán como esos pillos que vagabundeaban por las calles. Era un hombre acostumbrado a una vida agitada y peligrosa. Con su carácter, no debía de habituarse al callejeo ocioso. No, ya no era el mismo desde aquella aventura. Desde que por poco lo crucifican. Se hubiera creído, pensaba ella, que no podía habituarse a su buena suerte de haber escapado al suplicio. Mientras estaba recostada, durante las horas más calurosas, con las manos apoyadas en el voluminoso vientre, se echaba a veces a reír ante esa sola idea. Barrabás no podía evitar algunos encuentros con los discípulos del rabino crucificado. Nadie hubiera podido afirmar que lo hacía adrede; pero éstos se hallaban un poco en todas partes, en las plazas y en las calles, y si se topaba con ellos, se detenía muy gustoso a charlar; los interrogaba sobre la singular doctrina que seguía siendo para él un enigma. Amaos los unos a los otros… Rehuyendo la plaza del Templo y las hermosas calles adyacentes, frecuentaba las callejuelas de la ciudad baja, donde los artesanos trabajaban en sus tiendas y donde los revendedores ofrecían sus mercancías. Entre esa gente sencilla había muchos creyentes, y a Barrabás le disgustaban menos que los que se instalaban debajo de las arcadas. Llegó así a conocer una parte de sus sorprendentes concepciones, más no era fácil bucear la vida íntima de aquellos hombres y comprenderlos a fondo. Y esto debido quizás a su manera ingenua de expresarse. Estaban firmemente convencidos de que el Maestro de todos ellos había resucitado de entre los muertos y que pronto se presentaría a la cabeza de sus legiones celestiales para instaurar su reino. Todos afirmaban lo mismo; de seguro repetían una lección aprendida de memoria. Más no todos estaban seguros de que fuera el Hijo de Dios. Les parecía extraordinario que se dijera eso, pues lo habían visto y escuchado, sí, y hasta habían hablado con él. Uno de ellos le cosió un par de sandalias, le tomó las medidas e hizo todo el trabajo. ¡Cómo admitir semejantes afirmaciones! Pero otros declaraban que era cierto y que un día aparecería en medio de las nubes, en un trono, al lado de su Padre. Sólo era necesario que antes hubiese desaparecido este mundo imperfecto y lleno de pecados. En fin, ¿quiénes eran esos hombres tan singulares? Se daban cuenta perfectamente de que Barrabás no compartía sus creencias y, en su presencia, se colocaban sobre aviso. Algunos le demostraron claramente su desconfianza y todos le dejaron entrever que no les inspiraba mucha simpatía. Barrabás estaba ya acostumbrado a actitudes poco amistosas; pero, cosa extraña, esta vez sentíase vagamente mortificado, lo cual nunca le había sucedido. La gente le había esquivado sin mayor disimulo; preferían no tener nada que ver con él. Tal vez a causa de su fisonomía, de la cuchillada en la barba, cuyo origen se ignoraba, y de sus ojos, tan hundidos en las órbitas, que no se los veía bien. Sabía Barrabás todo eso, más ¿qué le importaba la opinión de los demás? Nunca le había atribuido importancia. Nunca hasta ese momento se había dado cuenta de que sufría.Todas esas personas estaban estrechamente ligadas entre sí por la fe común y se esmeraban en no dejar penetrar en su grupo a quien no la compartía. Tenían sus cofradías y sus ágapes, donde partían juntos el pan, como si formaran todos ellos una gran familia. Eso estaba comprendido en su doctrina, en aquel «Amaos los unos a los otros». Más ¿podían amar a alguien que no se les parecía? Era difícil averiguarlo. Barrabás no hubiera querido tomar parte en semejantes ágapes, por nada del mundo; la sola idea de mezclarse así con los demás le chocaba. No quería ser sino él mismo, y eso era todo. Sin embargo, los buscaba. Hasta simulaba la intención de querer ser uno de ellos… si llegaba tan sólo a comprender bien la nueva creencia. Respondían que mucho se felicitarían si eso ocurriera y que deseaban vivamente explicarle lo mejor posible la doctrina de su Maestro, más en realidad no parecían muy contentos. Era extraño. Reprochábanse de no experimentar una verdadera alegría ante tales insinuaciones y ante la perspectiva de conseguir un nuevo adepto, lo cual solía ocasionarles una gran dicha. ¿A qué se debía eso? Barrabás lo comprendía perfectamente. Levantándose de pronto, se marchaba rápidamente, mientras la cicatriz, debajo del ojo, tomaba el color de la sangre. ¡Creer! ¿Cómo podría creer en el hombre que había visto clavado en una cruz? En el hombre cuyo cuerpo se hallaba sin vida desde hacía tiempo y que no había resucitado, según lo verificara él mismo. Semejantes creencias eran pura imaginación. Nadie se levantaba de entre los muertos, y el «Maestro» adorado no más que otro. Y, por su parte, él, Barrabás, ¡no era responsable de la elección que habían hecho! ¡Eso era asunto de ellos! Podían elegir al preso que se les antojara, y la casualidad había dispuesto así las cosas. ¡Hijo de Dios! Eso sí que no, pues de otro modo no lo habrían crucificado, a menos que él lo hubiese querido. Pero ¡tal vez lo había querido! Era extraño y espantoso que él hubiera querido sufrir. Si hubiese sido realmente el Hijo de Dios, nada le habría sido más fácil que evitar el suplicio. Más él no quería evitarlo. Quería padecer y morir de la manera más atroz, no evitar eso. Y eso había sucedido, y había transformado en realidad su voluntad de ser liberado. Había hecho que lo soltaran a él, a Barrabás, en su lugar. Había ordenado: «Poned en libertad a Barrabás y crucificadme a mí». Era la evidencia misma, aunque no fuera el Hijo de Dios… Había empleado su poder de la manera más singular. Lo había empleado sin usarlo, por decirlo así, dejando que los demás decidieran todo a su antojo, sin intervenir él en lo más mínimo y, no obstante, había conseguido que triunfara su voluntad, que era la de ser crucificado en lugar de Barrabás. Contaban los discípulos que había muerto por ellos. Tal vez. Pero que hubiera muerto verdaderamente por él, Barrabás, ¡cómo negarlo! Él, Barrabás, se hallaba en realidad más cerca moralmente de aquel hombre que cualquiera; estaba unido al Maestro, si bien de una manera muy particular. ¡Y eso que le rechazaban! El elegido era él, podría decirse. ¡No había tenido que sufrir! ¡Había eludido los tormentos! Él era el verdadero elegido, él quien habían soltado en lugar del Hijo de Dios, porque el Hijo de Dios deseaba que así fuera ¡y hasta lo había ordenado! ¡Y los demás no tenían siquiera la menor sospecha! Más a él poco le importaban las cofradías de aquella gente, sus ágapes y aquel «Amaos los unos a los otros». Él era el mismo. Y en sus relaciones con aquel a quien llamaban el Hijo de Dios, con el crucificado, era también él mismo, como en todo el resto. ¡No un esclavo como ellos! No uno de aquellos que suspiraban a los pies del «Maestro» y lo adoraban. ¿Cómo es posible querer sufrir, cuando no es necesario y nadie obliga a uno a sufrir? Era incomprensible. Esa sola idea, en verdad, inspira una especie de repugnancia. Cuando pensaba en lo ocurrido, volvía a ver aquel cuerpo descarnado y que inspiraba lástima, con los brazos que se doblaban y la boca tan seca que apenas podía pedir de beber. No, él no quería a quien buscaba de semejante manera el sufrimiento y que se había, por decirlo así, clavado él mismo en la cruz. ¡No lo quería! Pero esa gente adoraba al crucificado, sus padecimientos, su ignominiosa muerte, que no les parecía despreciable. Adoraban la misma muerte. Era repugnante; llenaba de asco a Barrabás, y su aversión se extendía a todos ellos, a su doctrina y al que constituía el objeto de aquella fe. No, él no se sentía atraído por la muerte, ¡en absoluto! La aborrecía y no tenía el menor deseo de morir. ¿Sería ésta la causa por la cual no había debido soportar la muerte? ¿Esta, la causa que le había valido su salvación? Si el crucificado era realmente el Hijo de Dios, debía saberlo todo y en particular que Barrabás no quería ni sufrir ni morir. He ahí el motivo por el cual le había sustituido. Y la única obligación de Barrabás había sido seguirle hasta el Gólgota para asistir a la crucifixión. Nada más se le exigió, y, con todo, la carga le había parecido dura, a tal punto le disgustaba la muerte y todo lo que le concernía. Sí, ¡él era realmente el hombre por quien el Hijo de Dios acababa de morir! Por él y no por otro fueron pronunciadas las palabras: «¡Poned en libertad a ese hombre y crucificadme a mí!». En todo eso pensaba Barrabás mientras se alejaba de los discípulos, tras su tentativa de incorporarse a aquel rebaño; siguiendo de prisa la calleja de los alfareros, se había alejado del taller en que los creyentes le habían mostrado tan claramente que no deseaban tenerlo entre ellos. Y decidió no juntarse más con ellos en lo sucesivo. Al día siguiente volvió, sin embargo. Le preguntaron cuál era el punto de su creencia que él no comprendía, demostrándole así que se arrepentían de no haberlo recibido bien y de no haberse apresurado a instruir e iluminar a alguien que tenía sed de conocimientos. ¿Qué deseaba? ¿Qué era lo que no comprendía? Barrabás tuvo en un principio la intención de encogerse de hombros y de responder que todo le resultaba oscuro, pero que el asunto al fin y al cabo no le quitaba el sueño. Luego, enardeciéndose, citó como ejemplo su renuncia a concebir la idea de la resurrección. No creía que alguien hubiera jamás resucitado de entre los muertos. Los alfareros levantaron los ojos para mirarle y en seguida se miraron entre sí. Tras el cuchicheo que se produjo entre ellos, preguntó el más anciano a Barrabás si quería ver a un hombre a quien el Maestro había resucitado. Ya se arreglarían para presentárselo, más no sería posible antes de la tarde, después del trabajo, pues ese hombre vivía en las afueras de Jerusalén. Barrabás tuvo miedo. No esperaba cosa semejante. Había creído que se pondrían a discutir el problema, exponiendo sus puntos de vista, y que no tratarían de ponerlo frente a una prueba tan sorprendente. Por supuesto, estaba convencido de que todo eso no era sino obra de la imaginación, una piadosa superchería, y que en realidad el hombre no había muerto. Sin embargo, tuvo miedo. Por nada quería encontrarse con aquel hombre. Pero le resultaba difícil confesarlo. Debía simular que aceptaba con gratitud la oportunidad que le ofrecían los discípulos de comprobar el poder de su Señor y Maestro. A la espera de la hora, se paseaba por las calles con creciente excitación. No bien volvió al taller, al final de la tarde, se encontró con un joven que lo acompañó hasta el monte de los Olivos, fuera de las puertas de la ciudad. Aquel a quien iban a visitar vivía en una aldea enel flanco de la montaña. Cuando el joven alfarero apartó la cortina de paja que obstruía la entrada, lo vieron sentado con los brazos apoyados en una mesa y con la mirada perdida en el vacío. Sólo cuando lo saludaron ruidosamente advirtió la presencia de los recién llegados. Volvió entonces lentamente la cabeza hacia la puerta y con voz extraña, sin timbre, contestó al saludo. Luego, no bien el joven le transmitió el saludo de los hermanos de la calle de los Alfareros y le hizo conocer el objeto de la visita, invitó con amplio ademán a ambos visitantes a que se sentaran a su mesa. Barrabás se sentó frente a él y, a pesar suyo le observó el rostro, que era amarillento y parecía duro como un hueso, con la piel reseca. Barrabás no hubiera imaginado nunca que un rostro pudiese tener semejante aspecto; no había visto nada más desconsolador. Le recordaba el desierto. Como el joven alfarero lo interrogase, el hombre explicó que había estado realmente muerto, pero que el Rabino de Galilea, su Maestro común, lo había resucitado. A pesar de los cuatro días transcurridos en la tumba, las fuerzas de su cuerpo y de su alma eran las mismas que antes; nada había cambiado desde ese punto de vista. El Maestro había manifestado con eso su poder y su gloria y mostrado que era el Hijo de Dios. El hombre hablaba lentamente, en tono monocorde, mirando continuamente a Barrabás, con ojos apagados y descoloridos. Cuando terminó su relato, la conversación giró durante un rato aún sobre el Maestro y las grandes obras cumplidas por Él. Barrabás no interpuso una sola palabra. Luego, el joven alfarero se levantó y los dejó para ir a ver a sus padres, que vivían en la misma aldea. Barrabás no tenía el menor deseo de quedarse solo con el hombre; pero no podía despedirse así de pronto, y no lograba encontrar un pretexto. El otro seguía mirándolo con su extraña mirada sin brillo, que no expresaba nada, sobre todo ni el menor interés por Barrabás, pero que, sin embargo, lo atraía de una manera inexplicable. Barrabás hubiera preferido irse, escapar, huir, pero no podía. El resucitado quedó unos momentos silencioso; luego le preguntó si creía que aquel Rabino era el Hijo de Dios. Tras cierta vacilación, Barrabás contestó negativamente, pues le hubiera sido penoso mentir ante esos ojos vacíos, que no parecían preocuparse en absoluto de la verdad ni de la mentira. El hombre no se ofendió; movió tan sólo la cabeza, y dijo: —Sí, hay otros que no creen. Su madre que ayer vino a verme, tampoco cree. Pero a mí me ha resucitado de entre los muertos para que yo sea testigo. Barrabás replicó que en un caso semejante era lógico que él creyera en su Maestro y le estuviese eternamente agradecido por el milagro realizado a su favor. El hombre contestó que lo estaba: todos los días agradecía al Maestro el haberle devuelto la vida, haberle sacado del reino de la muerte. —¿El reino de la muerte? —prorrumpió Barrabás, y notó que su propia voz temblaba—. ¿El reino de la muerte?… ¿Cómo es? Tú que has estado allí, ¡dime cómo es! —¿Cómo es? —repitió el otro con una mirada interrogadora. Era evidente que no comprendía muy bien lo que Barrabás quería decir. —¡Sí! ¿En qué consiste ese lugar por donde has pasado? —No he ido a ninguna parte —respondió el hombre, que no pareció hallar muy a su gusto la agitación de su visitante—. Estuve muerto, eso es todo; y la muerte no es nada. —¿Nada? —¿No? ¿Qué quieres que sea? Barrabás lo miró fijamente. —¿Crees que debería contarte algo sobre el reino de la muerte? No puedo. Existe, pero ¡no es nada! Barrabás seguía mirando fijamente aquel rostro escuálido que le espantaba, pero del cual no podía apartar la vista. —No —dijo el hombre dejando que su mirada vacía se perdiera en la lejanía —, el reino de la muerte no es nada. Más para quien estuvo en el más allá todo el resto tampoco es nada… Es extraño que me hagas semejantes preguntas — continuó—. ¿Por qué lo haces? Nadie lo hace, por lo general. Y le contó entonces que los hermanos de Jerusalén le enviaban gente para que los convirtiera, y que muchos lo habían sido. Sirviendo de tal suerte al Maestro, pagaba algo de la gran deuda que había contraído con Él. Casi todos los días el joven alfarero o algún otro le llevaba a alguien, ante quien atestiguaba acerca de su propia resurrección. Pero no hablaba del reino de la muerte. Era la primera vez que le interrogaban sobre eso. Caía la noche. Se levantó para encender la lámpara de aceite que colgaba del techo. Fue a buscar en seguida pan y sal, que puso entre ambos sobre la mesa. Partió el pan; ofreció un pedazo a Barrabás, hundió el suyo en la sal e invitó a su visitante a hacer otro tanto. Barrabás tuvo que decidirse a hacerlo, aunque le temblara la mano, y comieron juntos en silencio, bajo la mortecina claridad de la lámpara de aceite. A él, a Barrabás, no le repugnaba compartir la comida con ese hombre, que no era exigente como los hermanos de Jerusalén, y no establecía tantas diferencias entre tal persona y tal otra. Más cuando le tocó llevarse a la boca el pedazo de pan que le brindaban aquellos dedos secos y amarillos, creyó notar un sabor de cadáver. ¿Qué podía significar el hecho de comer con aquel hombre? ¿Cuál podía ser el secreto alcance de una comida tan singular? No bien terminaron, su huésped lo acompañó hasta la puerta, deseándole que se marchara en paz. Masculló Barrabás algunas palabras y se alejó precipitadamente en la noche. Bajó a zancadas el camino que flanqueaba el cerro, la cabeza llena de tumultuosos pensamientos. La mujer gorda se sorprendió de la violencia con que la poseyó aquella noche. Por cierto, no puso Barrabás un ardor mediocre. Ella no sabía a qué atribuir la causa de semejantes bríos, más, al parecer, él necesitaba aferrarse a algo. Y ella era precisamente la que podía darle lo que deseaba. Acostada a su lado, soñó que era joven y que tenía un novio… A la mañana siguiente, evitó la ciudad baja y la calleja de los Alfareros, pero un hombre del taller lo encontró por azar bajo las arcadas de Salomón y le preguntó cómo había pasado la víspera y si había reconocido la verdad de lo que se le había dicho. Contestó que ya no dudaba de que el hombre en cuya casa había estado hubiera resucitado de entre los muertos, pero encontraba que devolverle la vida había sido un error del Maestro. El alfarero, estupefacto, se tornó casi lívido cuando oyó estas palabras ofensivas para su Señor. Entonces Barrabás se dio la vuelta y lo dejó partir. Se comentó el episodio no solamente en la calleja de los Alfareros, sino también en la de los Aceiteros, en la de los Curtidores y en muchas otras. Cuando después de algún tiempo Barrabás volvió a pasar por aquellos lugares, advirtió un cambio en los creyentes con los cuales tenía costumbre de conversar. Permanecían taciturnos y no dejaban de mirarle de soslayo con expresión recelosa. Nunca había habido intimidad entre Barrabás y los discípulos, pero ahora éstos le mostraban abiertamente su desconfianza. Hasta un viejecito medio consumido, a quien ni siquiera conocía, se precipitó sobre él y le preguntó por qué iba allí con tanta frecuencia, qué tenía que hacer allí y si venía enviado por el guardián del templo, por los guardias, el gran sacerdote o por los saduceos. Sin contestar, Barrabás miró al viejecito, cuya cabeza calva estaba roja de cólera. Hasta entonces nunca lo había visto y no sabía quién era; salvo que era evidentemente tintorero, pues tenía en las orejas, a guisa de pendientes, trozos de lana azules y rojos. Barrabás comprendió que había ofendido a los discípulos y que la disposición de ánimo de
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