Logo Studenta

Alberto_Savaruz-Honore_de_Balzac - Israel Alejandro Palacios Alcántara

¡Este material tiene más páginas!

Vista previa del material en texto

0á 
 
 
Alberto 
Savaruz 
 
Honoré 
de 
Balzac 
(1799-1850) 
 
1 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
 Alberto Savaruz 
 Honoré de Balzac 
 
 
A la señora Emilia de Girardin 
 
 Uno de los salones en los que se dejaba ver el arzobispo de 
Besanzón y el que gozaba de sus preferencias, en tiempos de la 
Restauración, era el de la señora baronesa de Watteville. 
Diremos unas palabras acerca de esta señora, el personaje 
femenino tal vez más importante de Besanzón. 
 El señor de Watteville, sobrino del famoso Watteville, el feliz 
y el más ilustre de los asesinos y renegados cuyas 
extraordinarias aventuras son demasiado conocidas para que 
aquí las relatemos, era tranquilo como turbulento había sido su 
tío. Después de haber vivido en el Franco Condado como una 
cucaracha en una grieta, casó con la heredera de la célebre 
familia de Rupt. La señorita de Rupt unió 20 000 francos de 
renta en tierras a los 10 000 francos de renta en bienes raíces del 
barón de Watteville. El escudo de armas del gentilhombre 
suizo, porque los Watteville son de Suiza, desapareció bajo el 
viejo escudo de los Rupt. Este casamiento, decidido desde el 
año 1802, efectuóse en 1815, después de la segunda 
Restauración. Transcurridos tres años del nacimiento de una 
hija, todos los abuelos de la señora de Watteville habían muerto 
y sus herencias liquidadas. Vendieron entonces la casa del 
señor de Watteville para establecerse en la calle de la 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
2 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
Prefectura, en el hermoso hotel de Rupt, cuyo vasto jardín se 
extiende hacia la calle del Perron. La señora de Watteville, 
joven devota, fue más devota después de su boda. Es una de las 
reinas de la santa cofradía que confiere a la alta sociedad de 
Besanzón un aire sombrío y unas maneras gazmoñas en 
consonancia con el carácter de esta ciudad. 
 El señor barón de Watteville, hombre flaco y sin inteligencia, 
parecía gastado, sin que pudiera averiguarse en qué, puesto 
que gozaba de una crasa ignorancia; pero como su mujer era de 
un rubio de fuego y de una naturaleza seca que se hizo 
proverbial (se dice aún "puntiaguda como la señora de 
Watteville"), algunos bromistas de la magistratura pretendían 
que el barón se había gastado contra aquella roca. (Rupt es una 
palabra que evidentemente viene de rupes, roca). Los sabios 
observadores de la naturaleza social no dejarán de comentar 
que Rosalía fue el único fruto del matrimonio de los Watteville 
con los Rupt. 
 El señor de Watteville se pasaba la vida en un hermoso taller 
de tornero. Le gustaba tornear. Como complemento a esta 
existencia, habíase entregado al capricho de las colecciones. 
Para los médicos filósofos, dados al estudio de la locura, esta 
tendencia a coleccionar constituye un primer grado de 
enajenación mental, cuando se refiere a cosas pequeñas. El 
barón de WatteviIle recogía conchas, insectos y fragmentos 
geológicos del territorio de Besanzón. Algunos contradictores, 
sobre todo mujeres, decían del señor de Watteville: 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
3 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
 ¡Tiene un alma hermosa! Desde el principio comprendió que 
no podría dominar a su mujer y entonces se entregó a una 
ocupación mecánica y a darse la gran vida. 
 El hotel de Rupt no carecía de cierto esplendor digno del de 
Luis XIV, y se resentía de la nobleza de las dos familias, unidas 
en 1815. Brillaba en él un viejo lujo que nada sabía de la moda. 
Las arañas de cristal tallado en forma de hojas, los damascos, 
los tapices, los muebles dorados, todo estaba en consonancia 
con las viejas libreas y los viejos criados. Aunque servida en 
plata ennegrecida, la comida era exquisita. Los vinos escogidos 
por el señor de Watteville, que para ocupar sus horas e 
introducir en ellas la variedad habíase constituido en su propio 
bodeguero, gozaban de cierta celebridad provinciana. La 
fortuna de la señora de Watteville era considerable, ya que la de 
su marido, que consistía en las tierras de Rouxey y que valían 
unas 10 000 libras de renta, no fue incrementada con ninguna 
herencia. No hace falta comentar que las relaciones muy 
íntimas de la señora de Watteville con el arzobispo habían 
establecido en su casa a los tres o cuatro abates notables e 
inteligentes del arzobispo, quienes no odiaban en modo alguno 
los placeres de la buena mesa. 
 En una comida suntuosa, dada yo no sé en ocasión de qué 
boda a comienzos del mes de septiembre del año 1834, en el 
momento en que las mujeres se hallaban colocadas en círculo 
ante la chimenea del salón y los hombres formando grupos 
junto a las ventanas, prodújose una aclaración a la vista del 
señor de Grancey, el cual fue anunciado entonces. 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
4 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
 —Bien, ¿y el proceso? —le preguntaron. 
 —¡Ganado! —Respondió el vicario general—. La sentencia de 
la corte, de la que ya desesperábamos, ya sabéis por qué... 
 Era una alusión a la composición de la corte real desde el año 
1830. Casi todos los legitimistas habían presentado la dimisión. 
 —...La sentencia acaba de hacernos ganar la causa en todos los 
puntos, y viene a reformar el juicio de primera instancia. 
 —Todo el mundo os creía perdidos. 
 —Y lo estábamos sin mí. He conseguido que nuestro abogado 
se fuera a París, y he podido tomar, en el momento de la batalla, 
otro abogado, al que debemos el haber ganado el proceso, un 
hombre extraordinario... 
 —¿En Besanzón? —preguntó ingenuamente el señor de 
Watteville. 
 —En Besanzón —respondió el abate de Grancey. 
 —¡Ah, sí, Savaron! —dijo un apuesto joven que se hallaba 
sentado cerca de la baronesa y se llamaba de Soulas. 
 —Ha pasado cinco o seis noches estudiando el caso, ha 
devorado los documentos, ha tenido siete u ocho conferencias 
de varias horas conmigo —repuso el señor de Grancey que 
había llegado al hotel de Rupt por primera vez hacía veinte 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
5 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
días—. En fin, que el señor Savaron acaba de derrotar 
completamente al famoso abogado que nuestros adversarios 
habían ido a buscar a París. Este joven es maravilloso, según 
dicen ciertos consejeros. Así, el cabildo ha salido dos veces 
vencedor: ha vencido en derecho; luego, en política ha vencido 
al liberalismo en la persona del defensor de nuestro 
Ayuntamiento. "Nuestros adversarios, ha dicho nuestro abogado, 
no deben esperar encontrar en todas partes complacencia para 
arruinar los arzobispos..." El presidente se ha visto obligado a 
imponer silencio. Toda la gente de Besanzón ha aplaudido. Así, 
la propiedad de los edificios del antiguo convento sigue siendo 
del cabildo de la catedral de Besanzón. Por otra parte, el señor 
Savaron ha invitado a su colega de París a comer con él cuando 
salieron del Palacio de Justicia. Al aceptar, éste ha dicho: "A todo 
vencedor, todo honor", y le ha felicitado sin rencor por su triunfo. 
 —¿De dónde habéis, pues, sacado ese abogado? —Dijo la 
señora de Watteville—. Nunca había oído pronunciar ese 
nombre. 
 —Pues podéis distinguir desde aquí sus ventanas 
—respondió el vicario general—. El señor Savaron vive en la 
calle del Perron y el jardín de su casa es contiguo al vuestro. 
 —¿No será del Franco Condado? —Preguntó el señor de 
Watteville. 
 —No se sabe de dónde es —dijo la señora de Chavoncourt. 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
6 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
 —Pero, ¿qué es ese hombre? —Preguntó la señora de 
Watteville tomando el brazo al señor de Soulas para 
encaminarse al comedor—. Si es forastero, ¿por que ha venido 
a establecerse en Besanzón? Es una idea bien singular para un 
abogado. 
 —¡Bien singular! —repitió el joven Amadeo de Soulas, cuya 
biografía debe trazarse paramejor comprender esta historia. 
 En todas las épocas, Francia e Inglaterra han efectuado un 
intercambio de futilidades, tanto más continuo cuanto que 
escapa a la tiranía de las aduanas. La moda que llamamos 
inglesa en París, se llama francesa en Londres, y viceversa. La 
enemistad de los dos pueblos cesa en dos puntos, en la cuestión 
de las palabras y en el del vestir. God save the king, el himno 
nacional de Inglaterra, es una música compuesta por Lulli para 
los coros de Ester o de Atalia. Los miriñaques llevados por una 
inglesa en París fueron inventados en Londres, ya se sabe por 
quién, por una francesa, la famosa duquesa de Portsmouth; 
comenzaron a producir tanta risa, que la primera inglesa que 
apareció en las Tullerías estuvo a punto de ser aplastada por la 
multitud; pero fueron adoptados. Esta moda ha tiranizado a las 
mujeres de Europa durante medio siglo. En la paz de 1815, se 
bromeó durante un año sobre las cinturas largas de las inglesas, 
y todo París fue a ver a Poitier y Brunet en Les anglaises pour rire; 
pero en 1816 y 1817, los cinturones de las francesas, que les 
cortaban el seno en 1814, descendieron gradualmente hasta 
hacer resaltar sus caderas. Desde hace diez años, Inglaterra nos 
ha obsequiado con dos pequeños regalos lingüísticos. Al 
incroyable, al merveilleux al élégant, esos tres herederos de los 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
7 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
petits maitres, cuya etimología es bastante indecente, han 
sucedido el dandy, luego el lion. El lion no ha engendrado la 
lionne. “La leona” se debe a la famosa canción de Alfredo de 
Musset: Avez-vous vu dans Barcelone... C'est ma maîtresse, ma 
lionne: ha habido fusión o, si queréis, confusión entre los dos 
términos y las dos ideas dominantes. Cuando una tontería 
divierte a París, que devora tantas obras maestras como 
tonterías, es difícil que la provincia se prive de ello. Así, 
después de que el león paseó por París su melena, su barba y su 
bigote, su chaleco y su impertinente sostenido sin la ayuda de 
las manos, por la contracción de la mejilla y del arco superciliar, 
las capitales de algunos departamentos han visto varios 
subleones que protestaron con su elegancia contra la incuria de 
sus compatriotas. Así, pues, Besanzón gozaba, en 1834, de uno 
de tales leones en la persona de aquel señor Amadeo Silvano 
Jaime de Soulas, escrito Souleyas en tiempos de la ocupación 
española. Amadeo de Soulas es quizá en Besanzón el único que 
desciende de una familia española. España enviaba gente a 
realizar sus negocios en el Franco Condado, pero se establecían 
pocos españoles. Los Soulas se quedaron a causa de su alianza 
con el cardenal Granvela. El joven de Soulas hablaba siempre 
de irse de Besanzón, ciudad triste, devota, poco literaria, ciudad 
de guerra y de guarnición, cuyas costumbres y fisonomía valen 
la pena de que se describan. Esta opinión le permitía alojarse, 
en calidad de hombre que no está seguro en cuanto a su 
porvenir, en tres aposentos muy poco amueblados al extremo 
de la calle de Navarra, en el lugar donde ésta se encuentra con 
la calle de la Prefectura. 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
8 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
 El joven señor de Soulas no podía privarse de tener un tigre. 
Este tigre era el hijo de uno de sus granjeros, un criado de 
catorce años de edad, regordete, llamado Babylas. El león había 
vestido muy bien a su tigre: levita corta de tela gris, con un 
cinturón de cuero barnizado, pantalón de pana azul, chaleco 
rojo, botas acharoladas, sombrero redondo con cintillo negro, 
botones amarillos con las armas de los Soulas. Amadeo daba a 
este muchacho guantes de algodón blanco, el lavado de la ropa 
y 36 francos al mes, para comer, lo cual parecía monstruoso a 
las grisetas de Besanzón: ¡420 francos a un niño de quince años, 
sin contar los regalos! Los regalos consistían en la venta de los 
trajes reformados, en una propina cuando de Soulas cambiaba 
alguno de sus caballos, y en la venta del estiércol. Los dos 
caballos, administrados con sórdida economía, costaban 800 
francos al año. La cuenta de París en lo que respecta a 
perfumes, corbatas, joyas, botes de betún, trajes, ascendía a 
1 200 francos. Si sumáis a ello el botones o el tigre, los caballos, 
un gran tren de vida y un alquiler de 600 francos, encontraréis 
un total de 3 000 francos. Ahora bien, el padre del joven señor 
de Soulas no le había dejado más de 4 000 francos de renta, 
producidos por algunas granjas bastante malas que requerían 
ser conservadas y cuya conservación imprimía una desdichada 
incertidumbre en los ingresos. Apenas si le quedaban al león 
tres francos diarios para la vida, el bolsillo y el juego. Así, comía 
a menudo fuera de casa y desayunaba con notable frugalidad. 
Cuando era imprescindible comer a sus expensas, mandaba a 
su tigre a buscar dos platos a un restaurante sin darle más de 25 
sueldos. El joven señor de Soulas era considerado como un 
derrochador, un hombre que cometía locuras, mientras que el 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
9 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
desgraciado anudaba los dos extremos del año con una astucia, 
con un talento que habría constituido la gloria de una buena 
ama de casa. Todavía se ignoraba, sobre todo en Besanzón, 
hasta qué punto seis francos de betún extendido sobre las botas 
o los zapatos, unos guantes amarillos de 50 sueldos, limpiados 
en el más profundo secreto para que pudieran servir tres veces, 
corbatas de diez francos que duran tres meses, cuatro chalecos 
de 25 francos y pantalones que encajan con la bota, llegan a 
impresionar en una capital. ¿Cómo podría suceder de otro 
modo, puesto que vemos en París a mujeres que conceden una 
atención especial a los tontos que van a ellas y triunfan de los 
hombres más notables, a causa de las frívolas ventajas que 
pueden procurarse por quince luises, incluidos el peinado y 
una camisa de tela de Holanda? 
 Si ese desgraciado joven os parece que se convirtió en un león 
por muy poco precio, debéis saber que Amadeo de Soulas había 
ido tres veces a Suiza, en carro y a pequeñas jornadas; dos veces 
a París, y una vez de París a Inglaterra. Pasaba por ser un 
viajero instruido y podía decir: "A Inglaterra, adonde he ido", 
etcétera. Las viejas le decían: "Vos que habéis estado en 
Inglaterra", etcétera. Había llegado hasta la Lombardía, había 
bordeado los lagos de Italia. Leía obras nuevas. En fin, mientras 
él estaba limpiando sus guantes, el tigre Babylas respondía a los 
visitantes: "El señor está trabajando". Así, habían tratado de 
calificar al joven de Soulas con esta frase: "Es un hombre muy 
avanzado". Amadeo poseía el talento de soltar en la 
conversación con gravedad provinciana, los lugares comunes 
que estaban de moda, lo cual le confería el mérito de ser uno de 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
10 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
los hombres más instruidos de la nobleza. Llevaba sobre su 
traje las joyas de moda y en su cabeza los pensamientos 
controlados por la prensa. 
 En 1834, Amadeo era un joven de veinticinco años, de 
estatura mediana, moreno, con el tórax muy abultado, hombros 
caídos, los muslos algo redondos, el pie regordete, la mano 
blanca y torneada, un bigote que rivalizaba con los de la 
guarnición, una cara grande y rojiza, la nariz chata, los ojos 
pardos y sin expresión; por otra parte, nada español. 
Acercábase a grandes pasos a una obesidad fatal para su 
presunción. Sus uñas estaban cuidadas, iba bien rasurado, los 
menores detalles de su indumentaria estaban cuidados con 
exactitud inglesa. Así, pues, consideraba la gente a Amadeo de 
Soulas como el hombre más guapo de Besanzón. Un peluquero, 
que iba a peinarle a una hora convenida (¡otro lujo de 60 francos 
al año!) lo preconizaba como el árbitro soberano en lo que se 
refiere a modas y elegancia. Amadeo se levantaba tarde, se 
arreglaba y salía a caballo hacia el mediodía para ir a una desus 
granjas a ejercitarse en el tiro de pistola. Daba a esta ocupación 
la misma importancia que lord Byron en sus últimos días. 
Luego regresaba a las tres, admirado sobre su caballo por las 
coquetas y por las personas que se hallaban asomadas a la 
ventana. Después de ciertos pretendidos trabajos que parecían 
tenerle ocupado hasta las cuatro, se vestía para ir a comer fuera 
de casa y pasaba las veladas en los salones de la aristocracia de 
Besanzón, jugando al whist, y regresaba para acostarse a las 
once. Ninguna existencia podía ser más clara, más prudente e 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
11 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
irreprochable, ya que puntualmente asistía a la misa el 
domingo y los días de fiesta. 
 Para que podáis comprender cuán exorbitante era esta vida, 
es preciso explicar cómo era la ciudad de Besanzón en pocas 
palabras. Ninguna ciudad como ésta ofrece una resistencia más 
sorda y muda al progreso. En Besanzón, los administradores, 
los empleados, los militares, en fin, todos aquellos a quienes el 
gobierno, a quienes París envía para ocupar un cargo 
cualquiera, son designados en bloque con el expresivo nombre 
de la colonia. La colonia es el terreno neutro, el único en el que, 
como en la iglesia, pueden encontrarse la sociedad noble y la 
sociedad burguesa de la ciudad. En este terreno comienzan, 
motivados por una palabra, una mirada o un gesto, unos odios 
entre casa y casa, entre mujeres burguesas y mujeres nobles, 
odios que duran hasta la muerte y cavan aún más hondos los 
fosos insalvables por los cuales las dos sociedades se hallan ya 
separadas. Con la excepción de los Clermont-Saint-Jean, los 
Beauffremont, los de Scey, los Gramont y algunos otros que en 
el Franco Condado sólo habitan en sus tierras, la nobleza de 
Besanzón no se remonta más allá de dos siglos, a la época de la 
conquista por Luis XIV. Este mundo es esencialmente 
parlamentario y de una gravedad y altivez que no puede 
compararse con la corte de Viena, porque los habitantes de 
Besanzón harían que en esto se avergonzasen los salones 
vieneses. De Victor Hugo, de Nodier, de Fourier, las glorias de 
la ciudad, nadie habla de ellos. Los matrimonios entre nobles se 
arreglan desde la cuna de los hijos, hasta tal punto se hallan 
determinadas todas las cosas, desde las más graves a las más 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
12 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
simples. Jamás un forastero, un intruso, pudo deslizarse al 
interior de aquellas casas. Para lograr que fueran admitidos en 
ellas unos coroneles o unos oficiales con título, pertenecientes a 
las mejores familias de Francia, cuando los había en la 
guarnición, fueron necesarios unos esfuerzos de diplomacia que 
el príncipe de Talleyrand habríase considerado feliz de poder 
conocer, para servirse de ellos en un congreso. En 1834, 
Amadeo era el único que en Besanzón llevaba trabillas. Esto os 
explicará ya la leonería del joven señor de Soulas. En fin, una 
pequeña anécdota os dará una buena idea de Besanzón. 
 Algún tiempo antes del día en que da comienzo esta historia, 
la prefectura sintió la necesidad de hacer venir de París un 
redactor para su periódico, con objeto de defenderse contra la 
pequeña Gazette que la gran Gazette había dado a luz en 
Besanzón, y contra Le Patriote, que la República hacía bullir y 
menearse en la ciudad. París envió un joven que ignoraba lo 
que era el Franco Condado y el cual debutó con un primer 
Besanzón de la escuela del Charivari. El jefe del partido del 
centro, un hombre del Ayuntamiento, mandó llamar al 
periodista y le dijo: 
 —Sabed, caballero, que nosotros somos graves, más que 
graves, aburridos, no queremos que nos diviertan y estamos 
furiosos por haber reído. Sed tan duro de digerir como las más 
espesas amplificaciones de la Revue des Deux Mondes, y aun con 
ello apenas estaréis a tono con los habitantes de Besanzón. 
 Así lo hizo el redactor, y habló en una jerga filosófica, la más 
difícil de entender, con lo que tuvo un éxito completo. 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
13 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
 Si el joven señor de Soulas no perdió consideración en los 
salones de Besanzón, fue pura vanidad de su parte: a la 
aristocracia le gustaba aparentar que se estaba modernizando y 
poder ofrecer a los nobles parisienses que pasaban de viaje por 
el Franco Condado un joven que se les parecía bastante. Todo 
este trabajo oculto, esta locura aparente, esta prudencia latente, 
tenían un fin; sin ello, el león de Besanzón no habría pertenecido 
a aquel lugar. Amadeo quería llegar a un matrimonio ventajoso, 
demostrando un día que sus granjas no estaban hipotecadas y 
que había hecho economías. Quería ocupar la ciudad, quería ser 
el hombre más guapo de ella, el más elegante, para alcanzar 
primero la atención y luego la mano de la señorita Rosalía de 
Watteville. ¡Ah! 
 En 1830, en el momento en que el joven señor de Soulas dio 
comienzo a su oficio de dandy, Rosalía contaba catorce años de 
edad. En 1834, la señorita de Watteville llegaba, pues, a aquella 
edad en la que las jóvenes son fácilmente impresionadas por 
todas las singularidades que significaban para Amadeo la 
atención de la ciudad. Hay muchos leones que se convierten en 
leones por cálculo y especulación. Los Watteville, ricos desde 
hacía doce años, de 50 000 francos de renta, no gastaban más de 
24 000 francos al año, a pesar de que recibían a la alta sociedad 
de Besanzón los lunes y los viernes. Los lunes comían en su 
casa, los viernes se pasaba allí la velada. Así, al cabo de doce 
años, ¡qué suma no representarían 26 000 francos economizados 
anualmente e invertidos con la discreción que caracteriza a 
estas familias! En general se creía que, considerándose bastante 
rica en tierras, la señora de Watteville había puesto al 3 por 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
14 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
ciento sus economías en 1830. La dote de Rosalía debía ser por 
aquel entonces de unos 40 000 francos de renta. Desde hacía 
cinco años, el león había trabajado, pues, como un topo, para 
colocarse en lo más alto de la estima de la severa baronesa, 
procurando al propio tiempo halagar el amor propio de la 
señorita de Watteville. La baronesa estaba en el secreto de las 
invenciones por medio de las cuales Amadeo llegaba a sostener 
su rango en Besanzón y se lo apreciaba muchísimo. Soulas se 
había colocado bajo el ala de la baronesa cuando ella contaba 
treinta años, tuvo entonces la audacia de admirarla y hacer de 
ella un ídolo, llegó al extremo de poderle contar, sólo él en el 
mundo, las murmuraciones que casi todas las devotas gustan 
de oír, ya que sus virtudes les autorizan a contemplar abismos 
sin caer en ellos y a ver las emboscadas del demonio sin que 
éstas puedan atraparlas. ¿Comprendéis ahora por qué este león 
no se permitía la más ligera intriga? Clarificaba su vida, vivía 
en cierto modo en la calle con objeto de poder desempeñar el 
papel de amante sacrificado al lado de la baronesa y regalarle 
los oídos con pecados que ella prohibía a su propia carne. El 
hombre que posee el privilegio de deslizar cosas atrevidas al 
oído de una beata, es a los ojos de ésta un hombre encantador. 
Si aquel león ejemplar hubiera conocido mejor el corazón 
humano, habría podido permitirse sin peligro algunos amoríos 
con las coquetas de Besanzón, las cuales lo miraban como a un 
rey, y sus asuntos habrían prosperado cerca de la severa y 
mojigata baronesa. Con Rosalía, aquel Catón parecía un 
derrochador: hacía profesión de vida elegante, le mostraba en 
perspectiva el brillante papel de una mujer de moda en París, 
adonde él iría en calidad de diputado. Estas sabias maniobras 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
15 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
viéronse coronadas por un éxito total. En 1834, las madres de 
las cuarenta familias nobles que componen la alta sociedad de 
Besanzón citaban al joven Amadeo de Soulascomo el hombre 
más simpático de la ciudad, nadie se atrevía a disputarle el sitio 
al gallo del hotel de Rupt, y todo Besanzón lo consideraba como 
futuro esposo de Rosalía de Watteville. Incluso sobre este tema 
habíanse cambiado ya algunas palabras entre la baronesa y 
Amadeo, a las cuales la pretendida nulidad del barón confería 
algo de certidumbre. 
 La señorita de Watteville, a quien su fortuna, enorme un día, 
confería entonces proporciones considerables, educada en el 
recinto del hotel que su madre raras veces abandonaba, tanto 
era el afecto que profesaba a su querido arzobispo, habíase 
visto fuertemente reprimida por una educación exclusivamente 
religiosa y por el despotismo de su madre. Rosalía no sabía 
absolutamente nada. ¿Es saber algo el haber estudiado la 
geografía en Guthrie, la historia sagrada, la historia antigua, la 
historia de Francia y las cuatro reglas, todo ello pasado por el 
tamiz de un viejo jesuita? El dibujo, la música y la danza fueron 
prohibidos, como mas adecuados para corromper que para 
embellecer la vida. La baronesa enseñó a su hija todos los 
puntos posibles de la tapicería y las pequeñas labores: la 
costura, el bordado, la calceta. A la edad de diecisiete años, 
Rosalía no había leído más que las Cartas edificantes y algunas 
obras de ciencia heráldica. Jamás un periódico había mancillado 
sus miradas. Todas las mañanas oía misa en la catedral adonde 
la llevaba su madre, regresaba para desayunar, trabajaba 
después de dar un pequeño paseo por el jardín y recibía visitas 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
16 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
sentada al lado de la baronesa hasta la hora de comer; luego, 
salvo los lunes y los viernes, acompañaba a la señora de 
Watteville a las veladas, sin poder hablar de lo que querían las 
ordenanzas maternas. A los dieciocho años, la señorita de 
Watteville era una joven frágil, delgada, rubia, blanca, 
insignificante. Sus ojos, de un azul pálido, embellecíanse 
mediante el juego de los párpados, que, al bajarse, producían 
una sombra en sus mejillas. Algunas pecas perjudicaban la 
belleza de su frente, por otra parte bien perfilada. Su rostro 
parecíase completamente al de las santas de Alberto Durero y 
de los pintores anteriores al Perugino: la misma delicadeza 
entristecida por el éxtasis, la misma severa inocencia. Todo en 
ella, hasta su actitud, recordaba aquellas vírgenes cuya belleza 
sólo aparece en su místico esplendor a los ojos de un conocedor 
atento. Tenía hermosas manos, pero rojas, y un pie sumamente 
lindo, pie de castellana. Generalmente llevaba vestidos de 
simple algodón, pero el domingo y los días de fiesta su madre 
le permitía llevarlos de seda. Sus modas, hechas en Besanzón, 
casi la hacían fea, mientras que su madre trataba de obtener 
gracia, belleza, elegancia, de las modas de París, merced a la 
solicitud del joven señor de Soulas. Rosalía no había llevado 
nunca medias de seda ni borceguíes, sino medias de algodón y 
zapatos de piel. Los días de gala, llevaba un vestido de 
muselina y calzaba zapatos de piel bronceada. La educación y 
la actitud modesta de Rosalía ocultaban un carácter de hierro. 
Los fisiólogos y los profundos observadores de la naturaleza 
humana os dirán, con gran sorpresa vuestra quizá, que en las 
familias, los humores, los caracteres, la inteligencia, el genio, 
reaparecen a grandes intervalos de un modo absolutamente 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
17 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
igual a lo que llaman las enfermedades hereditarias. Así, el 
talento, lo mismo que la gota, hace a veces un salto de dos 
generaciones. De este fenómeno tenemos un ilustre ejemplo en 
George Sand, en quien reviven la fuerza, el poder y la 
inteligencia del mariscal de Sajonia, su abuelo natural. El 
carácter decidido, la audacia aventurera del famoso Watteville 
habían reaparecido en el alma de su sobrina, aun agravados por 
la tenacidad, el orgullo de la sangre de los Rupt. Pero estas 
cualidades o estos defectos, si queréis, estaban tan 
profundamente ocultos en el alma de aquella joven en 
apariencia blanda y débil, como las hirvientes lavas están 
ocultas bajo una colina antes de que ésta se convierta en un 
volcán. Solamente la señora de Watteville sospechaba quizás 
aquel legado de las dos sangres. Mostrábase tan severa con 
Rosalía, que un día contestó al arzobispo, el cual le reprochaba 
el que la tratase tan duramente: 
 —¡Dejadme que la eduque así, monseñor; la conozco! ¡Tiene 
más de un demonio en la piel! 
 La baronesa observaba tanto más a su hija cuanto que creía 
que en ello le iba su honor de madre. Además, era su único 
trabajo. Clotilde de Rupt, que a la sazón contaba treinta y cinco 
años de edad y estaba casi viuda de un marido que seguía 
trabajando en su taller de tornero, que fabricaba cajas de rapé 
para sus amigos, coqueteaba discreta y honradamente con 
Amadeo de Soulas. Cuando este joven se hallaba en la casa, ella 
mandaba llamar y despedía sucesivamente a su hija y trataba 
de sorprender en aquella alma joven movimientos de celos, con 
objeto de tener ocasión para demorarlos. Imitaba a la policía en 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
18 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
sus relaciones con los republicanos; pero por más que hacía, 
Rosalía no se entregaba a ninguna especie de insurrección. La 
seca beata reprochaba entonces a su hija su completa falta de 
sensibilidad. Rosalía conocía bastante a su madre para saber 
que si le hubiera parecido bien el joven de Soulas se habría 
atraído una buena reprimenda. Así, a todas las pullas que le 
dirigía su madre respondía ella con aquellas frases tan 
impropiamente llamadas jesuíticas, porque los jesuitas eran 
fuertes, y tales reticencias son los baluartes tras los cuales se 
abriga la debilidad. Entonces la madre trataba de hipócrita a su 
hija. Si, por desgracia, aparecía un destello del verdadero 
carácter de los Watteville y de los de Rupt, la madre se armaba 
del respeto que los padres deben inspirar a sus hijos para 
reducir a Rosalía a la obediencia pasiva. Este combate librábase 
en el recinto más sagrado de la vida doméstica, a puerta 
cerrada. El vicario general, el abate de Grancey, amigo del 
difunto arzobispo, por muy poderoso que fuese en su calidad 
de gran penitenciario de la diócesis, no podía adivinar si 
aquella lucha había promovido cierto odio entre la madre y la 
hija, si la madre estaba celosa de antemano, o si la corte que 
Amadeo hacía a la hija en la persona de la madre no había 
rebasado los límites. En su calidad de amigo de la familia no 
confesaba ni a la madre ni a la hija. Rosalía, algo derrotada, 
moralmente hablando, a propósito del joven señor de Soulas, 
no podía aguantarlo, usando un término del lenguaje familiar. 
Así, cuando el joven le dirigía la palabra con objeto de sondear 
su corazón, ella lo recibía con bastante frialdad. Esta aversión, 
visible tan sólo a los ojos de su madre, era un tema continuo de 
reconvenciones. 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
19 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
 —Rosalía, no comprendo por qué mostráis tanta frialdad para 
con Amadeo. ¿Acaso es porque es amigo de la casa, y que nos 
agrada a vuestro padre y a mí?... 
 —¡Oh mamá! —Respondió un día la pobre criatura—. Si lo 
acogiera bien, ¿no me regañaríais aún más por ello? 
 —¿Qué significa eso? —Exclamó la señora de Watteville—. 
¿Qué entendéis por esas palabras? ¿Es que vuestra madre es 
injusta, y según vos, lo sería en todos los casos? ¡Que jamás 
vuelva a salir tal respuesta de vuestra boca, a vuestra madre!... 
 Esta disputa duró tres horas y tres cuartos y Rosalía así lo 
comentó. La madre se puso pálida de ira y mandó a su hija que 
se retirase a su aposento, donde Rosalía estudió el sentido de 
esta escena, sin comprender nada de ella, ¡tan inocente era! Así, 
el joven señor de Soulas, a quien toda la ciudad de Besanzón 
creía tan cerca de su objetivo, con sus corbatas, sus botes debetún, y que tan gran cantidad de tinte gastaba para su bigote, 
tantos lindos chalecos, herraduras y corsés, puesto que llevaba 
un chaleco de piel, que es el corsé de los leones, Amadeo estaba 
tan lejos de este objetivo como el primero que acabara de llegar, 
aunque tuviera a su favor el digno y noble abate de Grancey. 
Por otra parte, Rosalía no sabía entonces, en el momento en que 
comienza esta historia, que el joven conde Amadeo de Souleyas 
le estuviera destinado como marido. 
 —Señora —dijo el señor de Soulas dirigiéndose a la baronesa, 
mientras esperaba que se enfriase un poco la sopa y afectando 
dar un tono novelesco a lo que estaba diciendo—, un buen día 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
20 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
llegó al Hotel Nacional un parisiense, que, después de haber 
buscado unos apartamentos, se decidió por el primer piso de la 
casa de la señorita Galard, en la calle del Perron. Luego, el 
forastero ha ido directamente a la alcaldía, a hacer una 
declaración de domicilio real y político. Finalmente se ha hecho 
inscribir en el cuadro de abogados de la corte, presentando 
títulos en regla, y ha dejado una tarjeta en casa de todos sus 
nuevos colegas, en la de los oficiales ministeriales, en la de los 
consejeros de la corte y en la de todos los miembros del 
tribunal, una tarjeta en la que se leía: ALBERTO SAVARON. 
 —El nombre de Savaron es célebre —dijo Rosalía, que estaba 
muy fuerte en heráldica—. Los Savaron de Savarus son una de 
las familias más antiguas, más nobles y más ricas de Bélgica. 
 —Es francés, y trovador —repuso Amadeo de Soulas—. Si 
quiere tomar las armas de los Savaron de Savarus pondrá una 
barra, ya que no hay en Brabante más que una señorita Savarus, 
una rica heredera casadera. 
 —La barra es, en verdad, un signo de bastardía; pero el 
bastardo de un conde de Savarus es noble —dijo la señorita de 
Watteville. 
 —¡Basta, Rosalía! —dijo la baronesa. 
 —¡Habéis querido que ella supiera heráldica, pues la sabe 
muy bien! —dijo el barón. 
 —Continuad, Amadeo. 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
21 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
 —Comprenderéis que, en una ciudad en la que todo está 
clasificado, definido, conocido, cifrado, numerado como en 
Besanzón, Alberto Savarus ha sido recibido por nuestros 
abogados sin ninguna dificultad. Todos se han contentado con 
decir: "He aquí un pobre diablo que no conoce su Besanzón. 
¿Qué demonio ha podido aconsejarle que viniera aquí? ¿Qué 
pretende hacer? Enviar su tarjeta a los magistrados en lugar de 
presentarse personalmente a ellos... ¡qué error!" Así, tres días 
después, ya no se ha vuelto a saber de Savaron. Tomó como 
criado al antiguo ayuda de cámara del señor Galard, que en paz 
descanse, Jerónimo, que sabe cocinar un poco. Ha sido fácil 
olvidar a Alberto Savaron, porque nadie ha vuelto a verlo o 
encontrarlo. 
 —¿Es que no va a misa? —preguntó la señora de 
Chavoncourt. 
 —El domingo, en San Pedro, pero a la primera misa, a las 
ocho. Se levanta todas las noches entre la una y las dos de la 
mañana, trabaja hasta las ocho, desayuna y luego vuelve a 
trabajar. Se pasea por el jardín, da cincuenta, sesenta vueltas en 
él; vuelve a entrar en la casa, come y se acuesta entre las siete y 
las ocho. 
 —¿Cómo sabéis todo eso? —dijo la señora de Chavoncourt al 
señor de Soulas. 
 —Ante todo, señora, yo vivo en la calle Nueva, en la esquina 
con la calle del Perron. Desde mi ventana veo la casa en que se 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
22 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
aloja ese misterioso personaje; además, existen relaciones entre 
mi tigre y Jerónimo. 
 —¿Vos habláis, entonces, con Babylas? 
 —¿Qué queréis que haga durante mis paseos? 
 —Bien, ¿cómo habéis tomado a un forastero como abogado? 
—dijo la baronesa cediendo así la palabra al vicario general. 
 —El primer presidente nombró a ese abogado para que 
defendiese a un labrador algo imbécil, acusado de fraude. El 
señor Savaron ha hecho que pusieran en libertad a ese pobre 
hombre demostrando su inocencia y probando que fue sólo un 
instrumento de los verdaderos culpables. No sólo ha triunfado 
su sistema, sino que ha exigido la detención de dos de los 
testigos, los cuales, reconocidos como culpables, han sido 
condenados. Sus defensas han sorprendido al tribunal y a los 
jurados. Uno de ellos, un negociante, ha confiado al día 
siguiente un proceso delicado al señor Savaron y lo ha ganado. 
En la situación en que nos encontrábamos, el señor de 
Garcenault nos aconsejó que tomásemos a ese señor Alberto 
Savaron, prediciéndonos el éxito. Tan pronto como lo vi, tan 
pronto como le oí hablar, tuve fe en él y no me he equivocado. 
 —¿Tiene, entonces, algo de extraordinario? —inquirió la 
señora de Chavoncourt. 
 —Sí —respondió el vicario general. 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
23 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
 —Bien, explicadnos eso —dijo la señora de Watteville. 
 —La primera vez que lo vi —dijo el abate de Grancey—, me 
recibió en la primera pieza que viene después del recibidor (el 
antiguo salón del señor Galard), que ha hecho pintar de color 
de roble y que he encontrado completamente tapizado con 
libros de derecho. Esta pintura y los libros constituyen todo el 
lujo, ya que el mobiliario consiste en un escritorio de vieja 
madera tallada, seis viejos sofás tapizados, en las ventanas hay 
cortinas de color carmelita bordadas de verde y en el suelo una 
alfombra. La estufa del recibidor calienta también esta 
biblioteca. Mientras lo esperaba, no me imaginaba ver a mi 
abogado con rasgos de hombre joven. Este cuadro singular está 
realmente en consonancia con la figura, porque el señor 
Savaron se presentó con bata negra, sujeta por un cinturón de 
cuerda roja, zapatillas rojas, un chaleco de franela roja, un 
pantalón rojo. 
 —¡La librea del diablo! —exclamó la señora Watteville. 
 —Sí —dijo el abate—, pero una cabeza magnífica: cabellos 
negros, con algunas canas mezcladas ya entre ellos; unos 
cabellos como los de San Pedro y San Pablo de nuestros 
cuadros, con rizos espesos y brillantes, cabellos duros como 
crin, un cuello blanco y redondo como el de una mujer, una 
magnífica frente surcada por aquella gran arruga que los 
grandes proyectos, los grandes pensamientos, las intensas 
meditaciones inscriben en la frente de los grandes hombres; un 
color de piel aceitunado, adornado con manchas rojas, una 
nariz cuadrada, ojos de fuego; además, las mejillas hundidas, 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
24 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
marcadas con dos largas arrugas llenas de sufrimientos, una 
boca de sonrisa triste y una barbilla delgada y demasiado corta; 
los ojos sumidos, brillantes como globos ardientes; pero, a pesar 
de todos estos indicios de pasiones violentas, un aspecto sereno, 
profundamente resignado, la voz de una dulzura penetrante, y 
que me ha sorprendido en el Palacio de Justicia por su facilidad, 
la verdadera voz del orador, tan pronto pura y astuta, tan 
pronto insinuante y tonante cuando es preciso, plegándose 
luego al sarcasmo y haciéndose entonces más incisiva. El señor 
Savaron es de mediana estatura, ni gordo ni flaco. En fin, tiene 
manos de prelado. La segunda vez que fui a su casa me recibió 
en su habitación, contigua a su biblioteca, y se sonrió al 
observar mi asombro, cuando yo vi una mala cómoda, una 
mala alfombra, un lecho de colegial y en las ventanas cortinas 
de calicó. Salía de su gabinete, en el que no entra nadie, según 
me ha dicho Jerónimo, el cual tampoco entra, y se contenta con 
llamar a la puerta. El señor Savaron ha cerrado él mismo esa 
puerta delante de mí. La tercera vez, se hallaba desayunando en 
su biblioteca del modo más frugal; pero, esta vez, como él había 
pasado la noche examinando nuestras piezas, yo estaba con mi 
abogado, habíamos de pasar un buen rato juntos y el bueno del 
señor Girardet es muy hablador,pude permitirme el lujo de 
estudiar cómodamente a ese forastero. Ciertamente, no se trata 
de un sujeto corriente. Hay más de un secreto detrás de esa 
máscara a la vez terrible y dulce, paciente e impaciente, llena y 
hueca. Lo hallé levemente encorvado, como todos los hombres 
sobre los cuales gravita alguna pesada carga. 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
25 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
 —¿Por qué ese hombre tan elocuente ha abandonado París? 
¿Con qué intención ha venido a Besanzón? ¿Acaso no le han 
dicho las pocas probabilidades que los forasteros tienen de 
triunfar aquí? Se servirán de él, pero la gente de Besanzón no le 
permitirá que se sirva de ellos. ¿Por qué, si ha venido, se ha 
movido tan poco, y ha hecho falta el capricho del primer 
presidente para que fuera descubierto? —dijo la hermosa 
señora de Chavoncourt. 
 —Después de haber estudiado bien aquella magnífica cabeza 
—repuso el abate de Grancey, que miró con insistencia a su 
interruptora, dando a pensar que ocultaba algo—, y sobre todo, 
después de haber escuchado cómo replicaba esta mañana a una 
de las águilas del foro de París, creo que ese hombre, que debe 
contar unos treinta y cinco años de edad, causará más tarde una 
gran sensación... 
 —¿Por qué ocuparnos de él? Habéis ganado vuestro proceso, 
lo habéis pagado —dijo la señora de Watteville observando a su 
hija, que desde que el vicario general había comenzado a hablar 
estaba pendiente de sus labios. 
 La conversación tomó otro giro y ya no se volvió a hablar de 
Alberto Savaron. 
 El retrato bosquejado por el más inteligente de los vicarios 
generales de la diócesis tuvo tanto aliciente como una novela 
para Rosalía, y es que en realidad contenía una novela. Por 
primera vez en su vida encontraba aquel elemento 
extraordinario, maravilloso, que acarician todas las jóvenes 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
26 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
imaginaciones, y ante el cual se precipita la curiosidad, tan viva 
en la edad de Rosalía. ¡Qué ser tan ideal aquel Alberto, sombrío, 
doliente, elocuente, comparado por la señorita de Watteville 
con aquel conde mofletudo, rebosante de salud, decidor de 
frases halagadoras, hablando de elegancia ante el esplendor de 
los antiguos condes de Rupt! Amadeo sólo le ocasionaba 
disputas y reprensiones; por otra parte, lo conocía demasiado, y 
aquel Alberto Savaron ofrecía muchos enigmas que descifrar. 
 —Alberto Savaron de Savarus —repetíase a sí misma. 
 Luego, poder verlo..., tal fue el deseo de una joven que hasta 
entonces no había tenido deseo alguno. Repasaba en su 
corazón, en su imaginación, en su mente, las menores frases 
dichas por el abate de Grancey, ya que todas las palabras 
habían producido su impresión. 
 —Una hermosa frente —decíase mirando la frente de cada 
uno de los hombres que se hallaban sentados a la mesa—, no 
veo ni una sola que sea hermosa... La del señor de Soulas está 
demasiado abombada, la del señor de Grancey es bella, pero 
tiene setenta años y ya no tiene cabellos, ya no se sabe dónde 
empieza y dónde termina la frente. 
 —¿Qué tenéis, Rosalía? Veo que no coméis... 
 —No tengo apetito, mamá —respondió la joven—. Manos de 
prelado... —prosiguió diciendo para sí—, ya no recuerdo las de 
nuestro guapo arzobispo, el cual, sin embargo, me confirmó. 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
27 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
 En fin, en medio de las idas y venidas que hacía en el 
laberinto de su imaginación, recordó, brillando a través de los 
árboles de los dos jardines contiguos, una ventana iluminada 
que ella había visto desde la cama cuando por casualidad se 
despertó durante la noche. 
 —Entonces, ¡era su luz! —se dijo—. ¡Podré verlo, y lo veré! 
 —Señor de Grancey, ¿está ya todo terminado lo relativo al 
proceso del cabildo? —dijo a quemarropa Rosalía al vicario 
general durante un momento de silencio. 
 La señora de Watteville cambió una rápida mirada con el 
vicario general. 
 —¿Y qué tenéis vos que ver en todo ello, querida hija? —dijo a 
Rosalía poniendo en sus palabras una fingida dulzura que hizo 
a su hija circunspecta por el resto de sus días. 
 —Pueden recurrir a casación; pero nuestros adversarios lo 
pensarán dos veces —respondió el abate. 
 —Nunca habría creído que Rosalía pudiera pensar en un 
proceso durante toda una comida —repuso la señora de 
Watteville. 
 —Y yo tampoco —dijo Rosalía con un aire soñador que 
provocó sonrisas—, pero el señor de Grancey se ocupaba tanto 
de ello, que me he sentido interesada. ¡Eso es todo! 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
28 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
 Se levantaron de la mesa y se dirigieron de nuevo al salón. 
Durante toda la velada, Rosalía estuvo con el oído atento por si 
volvía a hablarse de Alberto Savaron; pero, aparte las 
felicitaciones que cada recién llegado dirigía al abate con 
respecto al proceso ganado, y en las que nadie habló del 
abogado, ya no volvió a tocarse este tema. La señorita de 
Watteville aguardó que llegara la noche con impaciencia. 
Habíase prometido levantarse entre las dos y las tres de la 
madrugada para ver las ventanas del gabinete de Alberto. 
Cuando llegó esta hora, experimentó casi placer al contemplar 
la luz que proyectaban, a través de los árboles despojados casi 
de hojas, las bujías del abogado. Con ayuda de la excelente vista 
que poseía la joven y que la curiosidad parecía aumentar, vio a 
Alberto mientras se hallaba escribiendo, creyó distinguir el 
color de los muebles, que le parecieron rojos. La chimenea 
levantaba encima del tejado una densa columna de humo. 
 —Cuando todo el mundo duerme, él está velando... ¡como 
Dios! —se dijo. 
 La educación de las jóvenes entraña problemas tan graves, 
puesto que el porvenir de una nación se halla en manos de la 
madre, que desde hace tiempo la Universidad de Francia se ha 
propuesto no pensar en tal educación. He aquí uno de estos 
problemas. ¿Hay que ilustrar a las jóvenes? ¿Hay que reprimir 
su inteligencia? Ni que decir tiene que el sistema religioso es 
represor: si las ilustráis, las convertís en demonios 
prematuramente; si les impedís que piensen, llegáis a la súbita 
explosión tan bien descrita en el personaje de Inés, de Molière, 
y ponéis en esa inteligencia comprimida, tan nueva, tan 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
29 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
perspicaz, rápida y consecuente como la de un salvaje, a 
merced de un acontecimiento, crisis fatal acarreada en el caso 
de la señorita de Watteville por el imprudente bosquejo que se 
permitió hacer en la mesa de uno de los más prudentes abates 
del prudente cabildo de Besanzón. 
 A la mañana siguiente, la señorita de Watteville, mientras se 
vestía, miró necesariamente a Alberto Savaron, que se estaba 
paseando por el jardín contiguo al del hotel de Rupt. 
 —¿Qué habría sido de mí —se dijo la joven—, si él se hubiera 
ido a vivir a otra parte? Ahora puedo verlo. ¿Qué estará 
pensando? 
 Después de haber visto, aunque a distancia, a aquel hombre 
extraordinario, el único cuya fisonomía se destacaba 
vigorosamente de la masa de los rostros de Besanzón vistos 
hasta entonces, Rosalía pasó ágilmente a la idea de penetrar en 
su interior, de saber las razones de tantos misterios, de escuchar 
aquella voz elocuente, de obtener una mirada de aquellos 
hermosos ojos. Quiso todo esto, pero ¿cómo conseguirlo? 
 Durante todo el día, bordaba con aquella atención obtusa de 
la joven que, como Inés, no parece pensar en nada y que 
reflexiona con tanta atención sobre todas las cosas, que sus 
ardides resultan infalibles. De esta profunda meditación resultó 
en Rosalía un intenso deseo de confesarse. A la mañana 
siguiente, después de la misa, tuvo una pequeña conversación, 
en Nuestra Señora, con el abate Giroud, y supo tan bien 
arreglárselas, que la confesión quedó convenida para el 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/30 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
domingo por la mañana, a las siete y media, antes de la misa de 
ocho. Dijo una docena de mentiras para poder encontrarse en la 
iglesia, una sola vez, en la hora en que el abogado iba a misa. 
Finalmente, sintió un excesivo movimiento de ternura hacia su 
padre y fue a ver a éste en su taller, y le hizo mil preguntas 
acerca del arte del tornero, hasta llegar a aconsejar a su padre 
que tornease grandes piezas, columnas. Después de haber 
embarcado a su padre en la idea de las columnas salomónicas, 
una de las dificultades del arte del torno, le aconsejó que 
aprovechase un gran montón de piedras que había en medio 
del jardín para hacer con ellas una gruta, sobre la cual pondría 
un templete en forma de mirador, en el que se utilizarían las 
columnas salomónicas, las cuales suscitarían la admiración de 
toda la gente. 
 En medio de la alegría que esta tarea producía en aquel 
hombre desocupado, Rosalía le dijo abrazándolo: 
 —Sobre todo, no le digas a mamá quién te ha inspirado tal 
idea, porque me regañaría. 
 —Descuida —respondió el señor de Watteville, que, al igual 
que su hija, gemía bajo la opresión de aquella terrible mujer de 
la familia de los Rupt. De este modo tuvo Rosalía la seguridad 
de ver construir pronto un lindo observatorio desde donde su 
vista se sumergiría en el gabinete del abogado. Y hay hombres 
para los cuales las jóvenes realizan tales obras maestras de 
diplomacia que, la mayoría de las veces, como en el caso de 
Alberto Savaron, éstos ni se enteran. 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
31 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
 Aquel domingo, tan impacientemente esperado, llegó, y 
Rosalía se arregló con tanto esmero que hizo sonreír a Marieta, 
la doncella de la señora y de la señorita de Watteville. 
 —¡Es la primera vez que veo a la señorita tan presumida! 
—dijo Marieta. 
 —Hacéis que me acuerde —dijo Rosalía lanzando a Marieta 
una mirada que hizo sonrojarse vivamente a la doncella— de 
que hay días en que vos también os mostráis particularmente 
presumida. 
 Al bajar la escalinata, al cruzar el patio, al pasar por la puerta, 
al salir a la calle, el corazón de Rosalía palpitaba como cuando 
presentimos un gran acontecimiento. Hasta entonces ignoraba 
lo que era ir por las calles: había creído que su madre leería sus 
proyectos en su frente y que le prohibiría ir a confesar; sintió 
una sangre nueva en los pies y los levantó como si estuviera 
caminando sobre ascuas. Naturalmente, se había citado con su 
confesor a las ocho y cuarto, diciendo las ocho a su madre, con 
objeto de estar aguardando un cuarto de hora junto a Alberto. 
Llegó a la iglesia antes de la misa y, después de rezar una breve 
oración, fue a ver si el abate Giroud estaba en su confesionario, 
únicamente para poder darse una vuelta por la iglesia. Así, se 
encontró colocada de tal suerte que pudo mirar a Alberto en el 
momento en que éste entró. 
 Habría hecho falta que un hombre fuera horriblemente feo 
para que Rosalía no lo encontrara guapo, dado su estado de 
ánimo. Ahora bien, Alberto Savaron, ya bastante digno de 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
32 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
interés, causó una impresión tanto mayor en el ánimo de 
Rosalía, cuanto que su modo de ser, sus andares, su actitud, 
todo, hasta su modo de vestir, poseía aquella cosa vaga que 
sólo se explica con la palabra ¡misterio! Entró. La iglesia, hasta 
entonces oscura, parecióle a Rosalía como iluminada. La joven 
quedó fascinada por aquel modo de andar lento y casi solemne 
de las personas que llevan un mundo sobre sus espaldas, y 
cuya mirada profunda y cuyo gesto concuerdan en expresar un 
pensamiento o devastador o dominador. Rosalía comprendió 
entonces en toda su extensión las palabras del vicario general: 
sí, aquellos ojos de color pardo encerraban un ardor que se 
traicionaba por medio de rápidas miradas. Rosalía, con una 
imprudencia que no pasó inadvertida a Marieta, colocóse en el 
lugar por donde había de pasar el abogado, de suerte que pudo 
cambiar con éste una mirada; y esta mirada hizo que su sangre 
hirviera a borbotones, como si la temperatura hubiese 
aumentado. Tan pronto como Alberto se hubo sentado, la 
señorita de Watteville escogió pronto un sitio de forma que 
pudiera verlo perfectamente todo el rato que el abate Giroud lo 
permitiese. Cuando dijo Marieta: "Ya está ahí el padre Giroud", 
parecióle a Rosalía como si sólo hubieran transcurrido breves 
minutos. Después salió del confesionario, pero la misa había 
terminado, y Alberto ya no se hallaba en la iglesia. 
 "El vicario general tiene razón —pensaba— ¡ese hombre sufre! 
¿Por qué esa águila, puesto que tiene ojos de águila, ha venido a 
abatirse sobre Besanzón? ¡Oh! Voy a averiguarlo todo... Pero 
¿cómo?" 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
33 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
 Bajo el fuego de este nuevo deseo, Rosalía iba bordando con 
admirable exactitud su tapicería, y ocultaba sus meditaciones 
bajo un aire cándido con el que quería engañar a la señora de 
Watteville. Desde el domingo en que la señorita de Watteville 
había recibido aquella mirada, o si queréis, aquel bautismo de 
fuego, magnífica expresión de Napoleón que puede servir para 
el amor, activó vivamente el asunto del mirador. 
 —Mamá —dijo cuando vio que ya estaban terminadas dos 
columnas—, a mi padre se le ha metido en la cabeza una 
singular idea: está torneando unas columnas para un mirador 
que proyecta mandar construir valiéndose de aquel montón de 
piedras que se encuentra en medio del jardín; ¿vos aprobáis esa 
idea? A mí me parece que... 
 —Yo apruebo todo lo que hace vuestro padre —replicó 
secamente la señora de Watteville, y es deber de las mujeres el 
someterse a su marido, aun cuando no aprueben las ideas de 
él... ¿Por qué habría de oponerme a una cosa que en sí es 
indiferente, desde el momento en que divierte al señor de 
Watteville? 
 —Pero es que desde allí veremos la casa del señor de Soulas, y 
el señor de Soulas nos verá cuando estemos en el mirador. 
Quizá la gente diría... 
 —¿Acaso, Rosalía, tenéis la pretensión de guiar a vuestros 
padres y de saber más que ellos sobre la vida y las 
conveniencias sociales? 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
34 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
 —Ya me callo, mamá. Además, mi padre dice que la gruta 
formará una sala en la que se estará fresco y a la que podrá irse 
a tomar café. 
 —Vuestro padre ha tenido con ello una excelente idea 
—respondió la señora de Watteville, la cual quiso ir a ver las 
columnas. 
 Dio su aprobación al proyecto del barón de Watteville 
indicando para la erección del monumento un sitio al fondo del 
jardín desde el cual no podía uno ser visto de la casa del señor 
de Soulas, pero desde donde se podía ver perfectamente la casa 
del señor Alberto Savaron. Un maestro de obras fue encargado 
de construir una gruta a lo alto de la cual se llegaría por un 
sendero de tres pies de ancho, en cuyas rocallas se plantaría 
hierba doncella, iris, viburnos, hiedras, madreselvas, vides 
silvestres. La baronesa tuvo la idea de mandar tapizar el 
interior de la gruta con madera rústica, entonces de moda, 
colocar al fondo un espejo, un diván y una mesa de 
marquetería. El señor de Soulas propuso que el suelo fuese de 
asfalto. Rosalía dijo que no estaría mal suspender del techo una 
lámpara de madera tosca. 
 —Los Watteville van a hacer algo muy bonito en su jardín 
—decía la gente de Besanzón. 
 —Son ricos, y bien pueden gastarse 1 000 escudos en un 
capricho. 
 —¿1 000 escudos...? —dijo la señora de Chavoncourt. 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
35 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
 —Sí, 1 000 escudos —exclamó el joven señor de Soulas—. 
Hacen venir de París a un hombre para arreglar de un modo 
rústico el interior, pero quedará muy bonito. El señor de 
Watteville hace él mismola lámpara, comienza a tallar la 
madera... 
 —Dicen que Berquet va a hacer una cueva —dijo un abate. 
 —No —repuso el joven señor de Soulas—, construye el 
mirador encima de un macizo de hormigón para que no haya 
humedad. 
 —Conocéis los menores detalles que se realizan en la casa 
—dijo secamente la señora de Chavoncourt mirando a una de 
sus hijas, casaderas desde hacía un año. 
 La señorita de Watteville, que experimentaba cierto 
sentimiento de orgullo al pensar en el éxito de su mirador, 
reconoció en sí una eminente superioridad con respecto a 
cuanto la rodeaba. Nadie adivinaba que una niña, a la que 
tenían por tonta, había querido sencillamente ver más de cerca 
el gabinete del abogado Savaron. 
 La resonante defensa que Alberto Savaron había hecho del 
cabildo de la catedral fue olvidada tan de prisa como se 
despertó la envidia de los otros abogados. Por otra parte, fiel a 
su retiro, Savaron no se dejaba ver. Al no ver a nadie, aumentó 
las posibilidades de ser olvidado, que en una ciudad como 
Besanzón abundan para un forastero. Sin embargo, actuó en 
tres ocasiones ante el tribunal de comercio, en tres asuntos 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
36 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
espinosos que tuvieron que ser llevados a la corte. Tuvo de este 
modo como clientes a cuatro de los comerciantes más 
importantes de la ciudad, que reconocieron en él tanta 
inteligencia, que le confiaron sus casos. El día en que la casa 
Watteville inauguraba su mirador, Savaron levantaba su 
monumento. Gracias a las relaciones que había trabado con el 
alto comercio de Besanzón, fundaba allí una revista quincenal, 
llamada la Revue de l'Est, por medio de cuarenta acciones de 500 
francos cada una puestas en manos de sus diez primeros 
clientes, a quienes hizo sentir la necesidad de ayudar al destino 
de Besanzón, la ciudad en la que debía fijarse el tránsito entre 
Mulhouse y Lyón, punto capital entre el Rin y el Ródano. 
 Para rivalizar con Estrasburgo, ¿no debía ser también 
Besanzón un centro de intelectuales, como lo era de 
comerciantes? Sólo en una revista podían tratarse las altas 
cuestiones relativas a los intereses del Este. ¡Qué gloria, la de 
arrebatar a Estrasburgo y a Dijon su influencia literaria, de 
ilustrar el este de Francia, y de luchar contra la centralización 
parisiense! Estas consideraciones, ideadas por Alberto, las 
repetían los diez negociantes, quienes se las atribuyeron. 
 El abogado Savaron no cometió el error de poner su nombre 
al frente de la revista, dejó la dirección financiera a su primer 
cliente, el señor Boucher, aliado por medio de su mujer con uno 
de los más importantes editores de obras eclesiásticas; pero se 
reservó la redacción, con una parte de los beneficios en calidad 
de fundador. El comercio hizo un llamamiento a Dôle, a Dijon, 
a Salins, a Neufchâtel, en el Jura, Bourg, Nantua, Lons-le-
Saulnier. Reclamóse el concurso de los cerebros y de los 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
37 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
esfuerzos de todos los hombres estudiosos de las tres 
provincias del Bugey, de Bresse y del Franco Condado. Gracias 
a las relaciones de comercio y de confraternidad, hiciéronse 
ciento cincuenta suscripciones, teniendo en cuenta el bajo 
precio de la revista, que costaba ocho francos trimestrales. Para 
no herir el amor propio de los provincianos rehusando la 
publicación de algunos artículos, el abogado tuvo la buena idea 
de hacer desear la dirección literaria de esta Revue al hijo mayor 
del señor Boucher, joven de veintidós años, muy ávido de 
gloria, para quien las trampas y las preocupaciones de la 
república de las letras le eran completamente desconocidas. 
Alberto conservó secretamente la verdadera dirección de la 
revista y convirtió a Alfredo Boucher en su instrumento. 
Alfredo fue la única persona de Besanzón con la que se 
familiarizó el rey del foro. Alfredo acababa de hablar aquella 
mañana con Alberto en el jardín sobre los asuntos de la entrega. 
Ni que decir tiene que el número de prueba contenía una 
Meditación de Alfredo, que gozó de la aprobación de Savaron. 
En su conversación con Alfredo, Alberto dejaba escapar 
grandes ideas, temas de artículos de los que se aprovechaba el 
joven Boucher. ¡Así, el hijo del negociante creía estar 
explotando a aquel gran hombre! Alberto era para Alfredo un 
hombre genial, un profundo político. Los negociantes, 
encantados con el éxito, sólo tuvieron que invertir tres décimas 
partes de sus acciones. Todavía otras doscientas acciones, y la 
revista daría el 5 por ciento de dividendos a sus accionistas, no 
estando pagada la redacción. Esta redacción era impagable. 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
38 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
 Al tercer número, la revista había obtenido el intercambio 
con todos los periódicos de Francia que Alberto leyó entonces 
en su casa. Aquel tercer número contenía una novela firmada 
por A.S., y atribuida al famoso letrado. A pesar de la escasa 
atención que la alta sociedad de Besanzón prestaba a esta 
revista, acusada de liberalismo, en casa de la señora de 
Chavoncourt, durante el invierno, hablóse de aquella primera 
novela nacida en el Franco Condado. 
 —Papá —dijo Rosalía—, en Besanzón se hace una revista, 
tendrías que suscribirte a ella y guardarla, porque mamá no me 
la dejaría leer, pero tú me la prestarás. 
 Apresurándose a obedecer a su querida Rosalía, que desde 
hacía cinco meses le daba pruebas de cariño, el señor de 
Watteville fue personalmente a suscribirse por un año a la 
Revue de l'Est y prestó a su hija los cuatro números que habían 
aparecido. Durante la noche, Rosalía pudo devorar aquella 
novela, la primera que leía en su vida; ¡pero sólo se sentía vivir 
desde hacía dos meses! Así, no hay que juzgar del efecto que 
esta obra había de producir en ella a base de los datos 
corrientes. Sin querer prejuzgar nada en pro o en contra del 
mérito de aquella composición debida a un parisiense que traía 
a la provincia el estilo, el brillo, si queréis, de la nueva escuela 
literaria, no podía dejar de ser una obra maestra para una joven 
que entregaba su inteligencia virgen, su corazón puro a una 
primera obra de esta clase. Por otra parte, por lo que había oído 
decir, Rosalía se había formado, por intuición, una idea que 
realzaba singularmente el valor de aquella novela. Esperaba 
encontrar en ella los sentimientos y tal vez algo de la vida de 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
39 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
Alberto. Desde las primeras páginas, esta opinión asumió en 
ella una consistencia tan grande, que después de haber acabado 
de leer aquel fragmento tuvo la certeza de no equivocarse. He 
aquí, pues, esta confidencia, en la que, según los críticos del 
salón Chavoncourt, Alberto habría imitado a algunos escritores 
modernos que, por falta de inventiva, cuentan sus propias 
alegrías, sus propios dolores o los sucesos misteriosos de su 
existencia: 
 
EL AMBICIOSO POR AMOR 
 En 1823, dos jóvenes que se habían propuesto recorrer Suiza, 
partían de Lucerna, una hermosa mañana de julio, en una barca 
conducida por tres remeros, y dirigíanse a Fluelen, con la idea 
de detenerse en el lago tan famoso de los Cuatro Cantones. Los 
paisajes que de Lucerna a Fluelen rodean las aguas presentan 
todas las combinaciones que la imaginación más exigente 
puede pedir a las montañas y a los ríos, a los lagos y a las rocas, 
a los arroyos y al verdor, a los árboles y a los torrentes. Tan 
pronto se trata de austeras soledades y graciosos promontorios, 
valles, verdes y frescos, bosques colocados como un penacho 
sobre el granito cortado a pico, bahías solitarias y frescas que 
se abren, valles cuyos tesoros aparecen embellecidos por la 
lejanía de los sueños. 
 Al pasar por delante del encantador pueblo de Gersau, uno de 
los dos amigos contempló largamente una casa de madera, que 
parecía construida desde hacía poco tiempo,rodeada de una 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
40 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
estacada, asentada sobre un promontorio y casi bañada por las 
aguas. Cuando la barca pasó por delante de la casa, una cabeza 
femenina se levantó desde el fondo de la habitación que se 
encontraba en el último piso del edificio, para gozar del efecto 
de la barca sobre el lago. Uno de los dos jóvenes recibió la 
mirada que con gran indiferencia le dirigió la desconocida. 
 —Detengámonos aquí —dijo a su amigo—, aunque 
queríamos hacer de Lucerna nuestro cuartel general para visitar 
Suiza, espero que no tendrás inconveniente, Leopoldo, en que 
cambie de idea y me quede aquí. Tú puedes hacer lo que 
quieras; por mi parte, mi viaje ha terminado. Marineros, 
desembarcadnos en este pueblo, donde vamos a desayunar. Yo 
iré a buscar a Lucerna todo nuestro equipaje, y sabrás, antes de 
partir de aquí, en qué casa me alojaré, para encontrarme en 
ella a tu regreso. 
 —Aquí o en Lucerna —dijo Leopoldo—, no hay razón alguna 
para que yo no te impida obedecer a un capricho. 
 Estos dos jóvenes eran amigos en la verdadera acepción de la 
palabra. Tenían la misma edad, habían hecho sus estudios en el 
mismo colegio, y después de haber terminado su carrera de 
leyes, dedicaban sus vacaciones al clásico viaje a Suiza. Por 
efecto de la voluntad paterna, Leopoldo estaba ya destinado a 
trabajar al lado de un notario de París. Su espíritu de rectitud, 
su dulzura, la serenidad de sus sentidos y de su inteligencia 
garantizaban su docilidad; Leopoldo veíase ya notario en París: 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
41 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
su vida aparecía ante él como una de esas grandes carreteras 
que atraviesan una llanura de Francia, la abarcaba con toda su 
extensión con una resignación llena de filosofía. 
 El carácter de su compañero, al que llamaremos Rodolfo, 
ofrecía con el suyo un contraste cuyo antagonismo había sin 
duda tenido como resultado el de estrechar aún más los lazos 
que los unían. Rodolfo era hijo natural de un gran señor que fue 
sorprendido por una muerte prematura, sin haber podido 
efectuar disposiciones con las que asegurar medios de 
subsistencia a una mujer tiernamente amada y a Rodolfo. 
Engañada de tal modo por un golpe del destino, la madre de 
Rodolfo recurrió entonces a un medio heroico. Vendió todo lo 
que había recibido de la munificencia del padre de su hijo, 
formó una suma de más de 100 000 francos, la colocó a su 
propio nombre como vitalicio, a un interés considerable, y de 
este modo se constituyó una renta de unos 15 000 francos, 
adoptando la resolución de consagrarlo todo a la educación de 
su hijo, con el fin de dotarlo de las ventajas personales más 
adecuadas para hacer fortuna, y de reservarle, a fuerza de 
economías, un capital para cuando llegase a su mayoría de 
edad. Era algo atrevido, era contar con su propia vida; pero sin 
esta audacia, sin duda le habría sido imposible a aquella madre 
vivir, educar convenientemente a su hijo, su única esperanza, su 
futuro y el único manantial de sus satisfacciones. Nacido de una 
de las más lindas parisienses y de un hombre notable de la 
aristocracia brabanzona, fruto de una pasión compartida, 
Rodolfo viose afligido de una excesiva sensibilidad. Desde su 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
42 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
infancia había manifestado el más vivo ardor en todas las 
cosas. En él, el deseo convirtióse en una fuerza superior y en el 
móvil de todo el ser, el estimulante de su imaginación, la razón 
de sus acciones. A pesar de los esfuerzos de una madre 
inteligente, que se asustó desde el instante en que advirtió tal 
predisposición, Rodolfo deseaba de la misma manera que un 
poeta imagina, un sabio calcula, un pintor pinta, un músico 
compone sus melodías. Tierno como su madre, lanzábase con 
violencia inaudita y por medio del pensamiento hacia la cosa 
deseada, devorando el tiempo. Al soñar en la realización de sus 
proyectos, suprimía siempre los medios para ejecutarlos. 
 —Cuando mi hijo tenga hijos a su vez —decía la madre—, 
querrá verlos grandes en seguida. 
 Este hermoso ardor, convenientemente dirigido, sirvió a 
Rodolfo para realizar brillantes estudios, para convertirse en lo 
que los ingleses llaman un perfecto gentilhombre. Su madre 
estaba entonces orgullosa de él, aunque temiendo siempre 
cualquier catástrofe, si alguna vez una pasión se adueñaba de 
aquel corazón a la vez tan tierno y tan sensible, tan violento y 
tan bueno. Así, aquella mujer prudente había alentado la 
amistad que unía a Leopoldo con Rodolfo y a Rodolfo con 
Leopoldo, viendo en el frío y abnegado notario un tutor, un 
confidente que podría, hasta cierto punto, sustituirle al lado de 
Rodolfo, si por desgracia llegaba ella a faltar. Bella aún a su 
edad de cuarenta y tres años, la madre de Rodolfo había 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
43 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
inspirado la más viva pasión en Leopoldo. Esta circunstancia 
hacía que los dos amigos fueran aún más íntimos. 
 Leopoldo, que conocía bien a Rodolfo, no se sorprendió, pues, 
al ver, a causa de una mirada dirigida hacia una casa, cómo su 
amigo se detenía en un pueblo y renunciaba a la proyectada 
excursión al San Gotardo. Mientras les preparaban el desayuno 
en la fonda de El cisne, los dos amigos dieron una vuelta por el 
pueblo y llegaron a la parte cercana a la linda casa nueva, 
donde, caminando y charlando con los habitantes, Rodolfo 
descubrió una casa de burgueses dispuestos a aceptarlo a 
pensión, según la costumbre bastante generalizada en Suiza. Se 
le ofreció una habitación con vista sobre el lago, sobre las 
montañas, y desde la cual se descubría el magnífico panorama 
de uno de aquellos prodigiosos recodos que recomiendan el 
lago de los Cuatro Cantones a la admiración de los turistas. Esta 
casa se hallaba cerca de aquella en la que Rodolfo había 
entrevisto el rostro de su bella desconocida. 
 Por 100 francos al mes, Rodolfo no tuvo que preocuparse por 
ninguna de las cosas necesarias a la vida. Pero en consideración 
a los gastos que el matrimonio Stopfer se proponía hacer, 
pidieron el pago anticipado de los tres primeros meses. "Por 
poco que frotéis a un suizo, reaparecerá un usurero." Después 
de desayunar, Rodolfo se instaló inmediatamente, depositando 
en su habitación los efectos que había traído para su excursión 
al San Gotardo, y miró pasar a Leopoldo, el cual, por espíritu de 
orden, iba a continuar la excursión por cuenta propia y de 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
44 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
Rodolfo. Cuando Rodolfo, sentado sobre una roca, ya no vio la 
barca de Leopoldo, examinó la casa nueva, esperando ver a la 
desconocida. Pero, ¡ay!, volvió a entrar sin que la casa hubiera 
dado señales de vida. A la hora de la comida que le ofrecieron el 
señor y la señora Stopfer, antiguos toneleros de Neufchâtel, los 
interrogó acerca de los alrededores, y terminó por enterarse de 
todo cuanto quería saber sobre la desconocida, gracias a las 
ganas de hablar que tenían sus anfitriones, quienes, sin hacerse 
rogar, vaciaron el saco de los chismes. 
 La desconocida se llamaba Fanny Lovelace. Este apellido, que 
se pronuncia lovles, pertenece a viejas familias inglesas; pero 
Richardson hizo de él una creación cuya celebridad edipsa a 
cualquier otra. Miss Lovelace había venido a establecerse a 
orillas del lago a causa de la salud de su padre, a quien los 
médicos habían recomendado los aires del cantón de Lucerna. 
Estos dos ingleses, que tenían por único sirviente una niña de 
catorce años, muy adicta a miss Fanny, una pequeña muda que 
la servía con gran inteligencia, habíanse arreglado, antes del 
pasado invierno, con el señor y la señora Bergmann, antiguos 
jardineros mayores de Su Excelencia el conde Borromeo en la 
isola Bella y la isola Madre, en el lago Mayor. Estos suizos, ricos 
de alrededor de 1000 escudos de renta, tenían alquilada a los 
Lovelace la parte superior de su casa a razón de 200 francos 
anuales y por tres años. El viejo Lovelace, anciano nonagenario, 
muy quebrantado de salud, demasiado pobre para permitirse 
ciertos gastos, raras veces salía; su hija trabajaba para hacerlo 
vivir, traduciendo, según se decía, libros ingleses y escribiendo 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
45 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
también libros ella misma. Así, los Lovelace no se atrevían ni a 
alquilar barcas para pasear por el lago, ni caballos, ni guías 
para visitar los alrededores. Una indigencia que exige tales 
privaciones excita en el caso de los suizos una compasión tanto 
más viva cuanto que para ellos representa una pérdida de 
ganancias. La cocinera de la casa alimentaba a aquellos tres 
ingleses a razón de 100 francos al mes, todo incluido. Pero 
creíase en todo Gersau que los antiguos jardineros, a pesar de 
su pretensión a la burguesía, se escudaban bajo el nombre de 
su cocinera para efectuar las ganancias de aquel negocio. Los 
Bergmann habían creado admirables jardines y un magnífico 
invernadero alrededor de su casa. Las flores, los frutos, las 
rarezas botánicas de aquella casa habían decidido a miss Fanny 
a escogerla, cuando pasó por Gersau. Creíase que contaba 
diecinueve años de edad miss Fanny, la cual, último vástago de 
aquel anciano, debía de estar muy mimada por él. Hacia dos 
meses que se había procurado un piano de alquiler, llegado de 
Lucerna, porque parecía loca por la música. 
 —Le gustan las flores y la música —pensó Rodolfo—, ¿y aún 
no está casada? ¡Qué suerte! 
 Al día siguiente, Rodolfo mandó pedir permiso para visitar los 
invernaderos y los jardines, que empezaban a gozar de cierta 
fama. Este permiso no le fue concedido inmediatamente. 
Aquellos antiguos jardineros pidieron, ¡cosa extraña!, que se les 
mostrara el pasaporte de Rodolfo, quien se lo mandó 
seguidamente. El pasaporte no le fue devuelto hasta el día 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
46 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
siguiente por mano de la cocinera, quien le comunicó que sus 
señores tendrían un gran placer en enseñarle su 
establecimiento. Rodolfo no fue a la casa de los Bergmann sin 
cierto temblor que sólo conocen las personas de emociones 
vivas, y que despliegan en un instante tanta pasión como la que 
despliegan ciertos hombres durante toda su vida. Vestido con 
elegancia, con objeto de agradar a los antiguos jardineros de 
las islas Borromeas, ya que vio en ellos los guardianes de su 
tesoro, recorrió los jardines, mirando de vez en cuando hacia la 
casa, pero con prudencia: los dos viejos propietarios le 
atestiguaban una desconfianza harto visible. Pero su atención 
viose pronto excitada por la inglesita muda, en la cual su 
sagacidad, joven aún, le hizo reconocer a una hija del África, o 
por lo menos, a una siciliana. Aquella niña poseía el color 
dorado de un cigarro de La Habana, ojos de fuego, párpados 
armenios con pestañas de una longitud antibritánica, cabellos 
más que negros, y bajo aquella piel casi aceitunada unos 
nervios de una fuerza singular, de una vivacidad febril. Lanzaba 
sobre Rodolfo unas miradas inquisitivas de un increíble descaro, 
y seguía los más mínimos movimientos del joven. 
 —¿De quién es esa morita? —preguntó a la respetable señora 
Bergmann. 
 —De los ingleses —contestó el señor Bergmann. 
 —¡Pero seguramente no habrá nacido en Inglaterra! 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
47 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
 —Quizá la trajeron de las Indias —respondió la señora 
Bergmann. 
 —Me han dicho que la señorita Lovelace era amante de la 
música: yo estaría encantado si, durante mi estancia a orillas de 
este lago, a la cual me condena una prescripción facultativa, me 
permitiera cultivar la música con ella... 
 —No reciben ni quieren ver a nadie —dijo el viejo jardinero. 
 Rodolfo se mordió los labios y salió sin haber sido invitado a 
entrar en la casa, ni ser conducido a la parte del jardín que se 
encontraba entre la fachada y el borde del promontorio. Por 
aquel lado, la casa tenía encima del primer piso una galería de 
madera, cubierta por el tejado, cuyo alero era excesivamente 
grande y que sobresalía de los cuatro costados del edificio, 
según la moda suiza. Rodolfo había alabado mucho aquella 
elegante disposición y elogiado la vista de aquella galería, pero 
todo fue en vano. Cuando se hubo despedido de los Bergmann, 
encontróse consigo mismo, como todo hombre de inteligencia y 
de imaginación que se ha visto burlado por el fracaso de un 
plan de cuyo éxito estaba convencido. 
 Por la tarde, fue a pasear en barca por el lago, alrededor de 
aquel promontorio, fue hasta Brünnen, en el cantón de Schwitz, 
y regresó al caer la noche. Desde lejos distinguió la ventana 
abierta y muy iluminada, pudo oír los sones del piano y los 
acentos de una voz deliciosa. Así, pues, mandó parar la barca, 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
48 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
para entregarse a la fascinación de escuchar un aria italiana 
divinamente cantada. Cuando el canto hubo cesado, Rodolfo 
desembarcó y despidió la barca y los dos remeros. 
Exponiéndose a mojarse los pies, fue a sentarse bajo la peña de 
granito roída por las aguas, que estaba coronada por un 
compacto seto de acacias espinosas, y a lo largo del cual se 
extendía, en el jardín de los Bergmann, una avenida de tilos 
jóvenes. Al cabo de una hora, oyó hablar y caminar por encima 
de su cabeza; pero las palabras que llegaron a su oído eran 
todas italianas y pronunciadas por dos voces femeninas, dos 
mujeres jóvenes. Aprovechó un instante en que las dos 
interlocutoras se hallaban en un extremo, para deslizarse hacia 
el otro sin hacer ruido. Después de media hora de esfuerzos, 
llegó al extremo de la avenida y pudo, sin ser visto ni oído, 
colocarse en un sitio desde donde vería a las dos mujeres sin 
que lo vieran a él cuando se acercasen. ¡Cuál no fue el asombro 
de Rodolfo al reconocer a la pequeña muda en una de las dos 
mujeres! Hablaba italiano con miss Lovelace. Eran las once de la 
noche. La calma era tan grande en la superficie del lago y 
alrededor de la casa, que aquellas dos mujeres debían creerse 
seguras: en todo Gersau sólo sus ojos podían estar abiertos a 
aquellas horas. Rodolfo pensó que el mutismo de la niña era un 
ardid necesario. Por el modo como hablaban italiano, adivinó 
Rodolfo que se trataba de la lengua madre de aquellas dos 
mujeres; dedujo de ello que también era un ardid lo de hacerse 
pasar por inglesas. 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
49 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
 —Se trata de italianos refugiados —pensó—, proscritos que 
sin duda deben temer a la policía de Austria o de Cerdeña. La 
joven aguarda a que llegue la noche para poder pasear y 
conversar con toda seguridad. 
 En seguida se tumbó en el suelo, a lo largo del seto y se 
arrastró como una serpiente para encontrar un paso entre dos 
raíces de acacia. Exponiéndose a producirse profundas heridas 
en la espalda, atravesó el seto cuando la pretendida miss Fanny 
y su pretendida muda estuvieron en el otro extremo de la 
avenida; luego, cuando llegaron a veinte pasos de él sin verlo, 
que se encontraba en la sombra del seto, entonces 
intensamente iluminado por la luz de la luna, se puso en pie 
rápidamente. 
 —No temáis —dijo en francés a la italiana—, no soy ningún 
espía. Sois unos refugiados, lo he adivinado. Yo soy un francés a 
quien una sola de vuestras miradas ha clavado en Gersau. 
 Rodolfo, no pudiendo soportar el dolor que le causó un 
instrumento de acero que le desgarró el costado, cayó 
desplomado. 
 —¡Nel lago con pietra! —dijo la terrible muda. 
 —¡Ah! Gina —exclamó la italiana. 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/
50 
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx 
 —Ha fallado el golpe —dijo Rodolfo sacando de la herida un 
estilete

Otros materiales

Materiales relacionados