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HISTORIA DE LA SEXUALIDAD I - Carlos Martinez

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HISTORIA DE LA SEXUALIDAD I 
 
La Voluntad de Saber 
 
 
Michel Foucault 
 
 
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Traducción de 
ULISES GUIÑAZÚ 
HISTORIA DE LA SEXUALIDAD. 1 
LA VOLUNTAD DE SABER 
por MICHEL FOUCAULT 
 
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Siglo veintiuno editores, s.a. de c.v. 
CERRO DEL AGUA 248 DELEGACIÓN COYOACAN. 04310 MÉXICO. D F 
 
siglo veintiuno de españa editores, s.a. 
CALLE PLAZA 5. 28043 MADRID. ESPAÑA 
 
 
 
edición al cuidado de juan almela 
portada de carlos palleiro 
 
primera edición en español, 1977 
decimoctava edición en español, nuevo formato, 1991 
vigesimoquinta edición en español, 1998 
© siglo xxi editores, s.a. de c.v. 
Isbn 968-23-0118-1 (obra completa) 
Isbn 968-23-1735-5 
 
primera edición en francés, 1976 
© éditions gallimard, parís 
título original: histoire de la sexualité 1: la volonté de savoir 
 
derechos reservados conforme a la ley 
impreso y hecho en méxico / printed and made in mexico 
 
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ÍNDICE 
 
 
 
 
I. NOSOTROS, LOS VICTORIANOS....................................................5 
II. LA HIPÓTESIS REPRESIVA..........................................................12 
1. LA INCITACIÓN A LOS DISCURSOS............................................................ 13 
2. LA IMPLANTACIÓN PERVERSA................................................................... 24 
III. SCIENTIA SEXUALIS ....................................................................32 
IV. EL DISPOSITIVO DE SEXUALIDAD ..........................................45 
1. LA APUESTA................................................................................................... 49 
2. MÉTODO......................................................................................................... 55 
3. DOMINIO........................................................................................................ 62 
4. PERIODIZACIÓN ........................................................................................... 69 
V. DERECHO DE MUERTE Y PODER SOBRE LA VIDA..............80 
 
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[7] 
I. NOSOTROS, LOS VICTORIANOS 
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[9] 
Mucho tiempo habríamos soportado, y padeceríamos aún hoy, un régimen 
Victoriano. La gazmoñería imperial figuraría en el blasón de nuestra sexualidad retenida, 
muda, hipócrita. 
Todavía a comienzos del siglo XVII era moneda corriente, se dice, cierta franqueza. 
Las prácticas no buscaban el secreto; las palabras se decían sin excesiva reticencia, y las 
cosas sin demasiado disfraz; se tenía una tolerante familiaridad con lo ilícito. Los códigos 
de lo grosero, de lo obsceno y de lo indecente, si se los compara con los del siglo XIX, eran 
muy laxos. Gestos directos, discursos sin vergüenza, trasgresiones visibles, anatomías 
exhibidas y fácilmente entremezcladas, niños desvergonzados vagabundeando sin molestia 
ni escándalo entre las risas de los adultos: los cuerpos se pavoneaban. 
A ese día luminoso habría seguido un rápido crepúsculo hasta llegar a las noches 
monótonas de la burguesía victoriana. Entonces la sexualidad es cuidadosamente encerrada. 
Se muda. La familia conyugal la confisca. Y la absorbe por entero en la seriedad de la 
función reproductora. En torno al sexo, silencio. Dicta la ley la pareja legítima y 
procreadora. Se impone como modelo, hace valer la norma, detenta la verdad, retiene el 
derecho de hablar —reservándose el principio del secreto. Tanto en el espacio social como 
en el corazón de cada hogar existe un único lugar de sexualidad reconocida, utilitaria y 
fecunda: la alcoba de los padres. El resto no tiene más que esfumarse; la [10] conveniencia 
de las actitudes esquiva los cuerpos, la decencia de las palabras blanquea los discursos. Y el 
estéril, si insiste y se muestra demasiado, vira a lo anormal: recibirá la condición de tal y 
deberá pagar las correspondientes sanciones. 
Lo que no apunta a la generación o está trasfigurado por ella ya no tiene sitio ni ley. 
Tampoco verbo. Se encuentra a la vez expulsado, negado y reducido al silencio. No sólo no 
existe sino que no debe existir y se hará desaparecer a la menor manifestación —actos o 
palabras. Por ejemplo, es sabido que los niños carecen de sexo: razón para prohibírselo, 
razón para impedirles que hablen de él, razón para cerrar los ojos y taparse los oídos en 
todos los casos en que lo manifiestan, razón para imponer un celoso silencio general. Tal 
sería lo propio de la represión y lo que la distingue de las prohibiciones que mantiene la 
simple ley penal: funciona como una condena de desaparición, pero también como orden de 
silencio, afirmación de inexistencia, y, por consiguiente, comprobación de que de todo eso 
nada hay que decir, ni ver, ni saber. Así marcharía, con su lógica baldada, la hipocresía de 
nuestras sociedades burguesas. Forzada, no obstante, a algunas concesiones. Si 
verdaderamente hay que hacer lugar a las sexualidades ilegítimas, que se vayan con su 
escándalo a otra parte: allí donde se puede reinscribirlas, si no en los circuitos de la 
producción, al menos en los de la ganancia. El burdel y el manicomio serán esos lugares de 
tolerancia: la prostituta, el cliente y el rufián, el psiquiatra y su histérico —esos "otros 
Victorianos", diría Stephen Marcus— parecen haber hecho pasar subrepticiamente el placer 
que no se menciona al orden de las cosas que se [11] contabilizan; las palabras y los gestos, 
autorizados entonces en sordina, se intercambian al precio fuerte. Únicamente allí el sexo 
salvaje tendría derecho a formas de lo real, pero fuertemente insularizadas, y a tipos de 
discursos clandestinos, circunscritos, cifrados. En todos los demás lugares el puritanismo 
moderno habría impuesto su triple decreto de prohibición, inexistencia y mutismo. 
HISTORIA DE LA SEXUALIDAD I – LA VOLUNTAD DE SABER 
 
 7
¿Estaríamos ya liberados de esos dos largos siglos donde la historia de la sexualidad 
debería leerse en primer término como la crónica de una represión creciente? Tan poco, se 
nos dice aún. Quizá por Freud. Pero con qué circunspección, qué prudencia médica, qué 
garantía científica de inocuidad, y cuántas precauciones para mantenerlo todo, sin temor de 
"desbordamiento", en el espacio más seguro y discreto, entre diván y discurso: aún otro 
cuchicheo en un lecho que produce ganancias. ¿Y podría ser de otro modo? Se nos explica 
que si a partir de la edad clásica la represión ha sido, por cierto, el modo fundamental de 
relación entre poder, saber y sexualidad, no es posible liberarse sino a un precio 
considerable: haría falta nada menos que una trasgresión de las leyes, una anulación de las 
prohibiciones, una irrupción de la palabra, una restitución del placer a lo real y toda una 
nueva economía en los mecanismos del poder; pues el menor fragmento de verdad está 
sujeto a condición política. Efectos tales no pueden pues ser esperados de una simple 
práctica médica ni de un discurso teórico, aunque fuese riguroso. Así, se denuncia el 
conformismo de Freud, las funciones de normalización del psicoanálisis, tanta timidez bajo 
los arrebatos de Reich, y todos los efectos de integración asegurados por la "ciencia" [12] 
del sexo o las prácticas, apenas sospechosas, de la sexología. 
Bien se sostiene este discurso sobre la moderna represión del sexo. Sin duda porque 
es fácil de sostener. Lo protege una seria caución histórica y política; al hacer que nazca la 
edad de la represión en el siglo XVII, después de centenas de años de aire libre y libre 
expresión, se lo lleva a coincidir con el desarrollo del capitalismo: formaría parte del orden 
burgués. La pequeña crónica del sexo y de sus vejaciones se traspone de inmediato en la 
historia ceremoniosa de los modos de producción; su futilidad se desvanece. Del hecho 
mismo parte un principio de explicación: si el sexo es reprimido con tanto rigor, se debe a 
que es incompatible conuna dedicación al trabajo general e intensiva; en la época en que se 
explotaba sistemáticamente la fuerza de trabajo, ¿se podía tolerar que fuera a dispersarse en 
los placeres, salvo aquellos, reducidos a un mínimo, que le permitiesen reproducirse? El 
sexo y sus efectos quizá no sean fáciles de descifrar; su represión, en cambio, así restituida, 
es fácilmente analizable. Y la causa del sexo —de su libertad, pero también del 
conocimiento que de él se adquiere y del derecho que se tiene a hablar de él— con toda 
legitimidad se encuentra enlazada con el honor de una causa política: también el sexo se 
inscribe en el porvenir. Quizá un espíritu suspicaz se preguntaría si tantas precauciones para 
dar a la historia del sexo un padrinazgo tan considerable no llevan todavía la huella de los 
viejos pudores: como si fueran necesarias nada menos que esas correlaciones valorizantes 
para que ese discurso pueda ser pronunciado o recibido. 
[13] 
Pero tal vez hay otra razón que torna tan gratificante para nosotros el formular en 
términos de represión las relaciones del sexo y el poder: lo que podría llamarse el beneficio 
del locutor. Si el sexo está reprimido, es decir, destinado a la prohibición, a la inexistencia y 
al mutismo, el solo hecho de hablar de él, y de hablar de su represión, posee como un aire 
de trasgresión deliberada. Quien usa ese lenguaje hasta cierto punto se coloca fuera del 
poder; hace tambalearse la ley; anticipa, aunque sea poco, la libertad futura. De ahí esa 
solemnidad con la que hoy se habla del sexo. Cuando tenían que evocarlo, los primeros 
demógrafos y los psiquiatras del siglo XIX estimaban que debían hacerse perdonar el 
MICHEL FOUCAULT 
 
 8
retener la atención de sus lectores en temas tan bajos y fútiles. Después de decenas de años, 
nosotros no hablamos del sexo sin posar un poco: conciencia de desafiar el orden 
establecido, tono de voz que muestra que uno se sabe subversivo, ardor en conjurar el 
presente y en llamar a un futuro cuya hora uno piensa que contribuye a apresurar. Algo de 
la revuelta, de la libertad prometida y de la próxima época de otra ley se filtran fácilmente 
en ese discurso sobre la opresión del sexo. En el mismo se encuentran reactivadas viejas 
funciones tradicionales de la profecía. Para mañana el buen sexo. Es porque se afirma esa 
represión por lo que aún se puede hacer coexistir, discretamente, lo que el miedo al ridículo 
o la amargura de la historia impiden relacionar a la mayoría de nosotros: la revolución y la 
felicidad; o la revolución y un cuerpo otro, más nuevo, más bello; o incluso la revolución y 
el placer. Hablar contra los poderes, decir la verdad y prometer el goce; ligar entre sí [14] la 
iluminación, la liberación y multiplicadas voluptuosidades; erigir un discurso donde se 
unen el ardor del saber, la voluntad de cambiar la ley y el esperado jardín de las delicias: he 
ahí indudablemente lo que sostiene en nosotros ese encarnizamiento en hablar del sexo en 
términos de represión; he ahí lo que quizá también explica el valor mercantil atribuido no 
sólo a todo lo que del sexo se dice, sino al simple hecho de prestar el oído a aquellos que 
quieren eliminar sus efectos. Después de todo, somos la única civilización en la que ciertos 
encargados reciben retribución para escuchar a cada cual hacer confidencias sobre su sexo: 
como si el deseo de hablar de él y el interés que se espera hubiesen desbordado 
ampliamente las posibilidades de la escucha, algunos han puesto sus oídos en alquiler. 
Pero más que esa incidencia económica, me parece esencial la existencia en nuestra 
época de un discurso donde el sexo, la revelación de la verdad, el derrumbamiento de la ley 
del mundo, el anuncio de un nuevo día y la promesa de cierta felicidad están imbricados 
entre sí. Hoy es el sexo lo que sirve de soporte a esa antigua forma, tan familiar e 
importante en occidente, de la predicación. Una gran prédica sexual —que ha tenido sus 
teólogos sutiles y sus voces populares— ha recorrido nuestras sociedades desde hace 
algunas decenas de años; ha fustigado el antiguo orden, denunciado las hipocresías, cantado 
el derecho de lo inmediato y de lo real; ha hecho soñar con otra ciudad. Pensemos en los 
franciscanos. Y preguntémonos cómo ha podido suceder que el lirismo y la religiosidad que 
acompañaron mucho tiempo al proyecto revolucionario, en las sociedades industriales[15] 
y occidentales se hayan vuelto, en buena parte al menos, hacia el sexo. 
La idea del sexo reprimido no es pues sólo una cuestión de teoría. La afirmación de 
una sexualidad que nunca habría sido sometida con tanto rigor como en la edad de la 
hipócrita burguesía, atareada y contable, va aparejada al énfasis de un discurso destinado a 
decir la verdad sobre el sexo, a modificar su economía en lo real, a subvertir la ley que lo 
rige, a cambiar su porvenir. El enunciado de la opresión y la forma de la predicación se 
remiten el uno a la otra; recíprocamente se refuerzan. Decir que el sexo no está reprimido o 
decir más bien que la relación del sexo con el poder no es de represión corre el riesgo de no 
ser sino una paradoja estéril. No consistiría únicamente en chocar con una tesis aceptada. 
Consistiría en ir contra toda la economía, todos los "intereses" discursivos que la 
subtienden. 
En este punto desearía situar la serie de análisis históricos de los cuales este libro es, 
a la vez, la introducción y un primer acercamiento: localización de algunos puntos 
HISTORIA DE LA SEXUALIDAD I – LA VOLUNTAD DE SABER 
 
 9
históricamente significativos y esbozos de ciertos problemas teóricos. Se trata, en suma, de 
interrogar el caso de una sociedad que desde hace más de un siglo se fustiga ruidosamente 
por su hipocresía, habla con prolijidad de su propio silencio, se encarniza en detallar lo que 
no dice, denuncia los poderes que ejerce y promete liberarse de las leyes que la han hecho 
funcionar. Desearía presentar el panorama no sólo de esos discursos, sino de la voluntad 
que los mueve y de la intención estratégica que los sostiene. La pregunta que querría 
formular no es: ¿por qué somos reprimidos?, sino: ¿por qué [16] decimos con tanta pasión, 
tanto rencor contra nuestro pasado más próximo, contra nuestro presente y contra nosotros 
mismos que somos reprimidos? ¿Por qué espiral hemos llegado a afirmar que el sexo es 
negado, a mostrar ostensiblemente que lo ocultamos, a decir que lo silenciamos —y todo 
esto formulándolo con palabras explícitas, intentando que se lo vea en su más desnuda 
realidad, afirmándolo en la positividad de su poder y de sus efectos? Con toda seguridad es 
legítimo preguntarse por qué, durante tanto tiempo, se ha asociado sexo y pecado (pero 
habría que ver cómo se realizó esa asociación y cuidarse de decir global y apresuradamente 
que el sexo estaba "condenado"), mas habría que preguntarse también la razón de que hoy 
nos culpabilicemos tanto por haberlo convertido antaño en un pecado. ¿Por cuáles caminos 
hemos llegado a estar "en falta" respecto de nuestro propio sexo? ¿Y a ser una civilización 
lo bastante singular como para decirse que ella misma, durante mucho tiempo y aún hoy, ha 
"pecado" contra el sexo por abuso de poder? ¿Cómo ha ocurrido ese desplazamiento que, 
pretendiendo liberarnos de la naturaleza pecadora del sexo, nos abruma con una gran culpa 
histórica que habría consistido precisamente en imaginar esa naturaleza culpable y en 
extraer de tal creencia efectos desastrosos? 
Se me dirá que si hay tantas personas actualmente que señalan esa represión, ocurre 
así porque es históricamente evidente. Y que si hablan de ella con tanta abundancia y desde 
hace tanto tiempo, se debe a que la represión está profundamente anclada, que posee raíces 
y razones sólidas, que pesa sobre el sexo de manera tan rigurosa que [17] una única 
denuncia no podría liberarnos; el trabajo sólo puede ser largo. Tanto más largo sin duda 
cuanto que lo propio del poder —y especialmente de un poder como el que funciona en 
nuestrasociedad— es ser represivo y reprimir con particular atención las energías inútiles, 
la intensidad de los placeres y las conductas irregulares. Era pues de esperar que los efectos 
de liberación respecto de ese poder represivo se manifestasen con lentitud; la empresa de 
hablar libremente del sexo y de aceptarlo en su realidad es tan ajena al hilo de una historia 
ya milenaria, es además tan hostil a los mecanismos intrínsecos del poder, que no puede 
sino atascarse mucho tiempo antes de tener éxito en su tarea. 
Ahora bien, frente a lo que yo llamaría esta "hipótesis represiva", pueden 
enarbolarse tres dudas considerables. Primera duda: ¿la represión del sexo es en verdad una 
evidencia histórica? Lo que a primera vista se manifiesta —y que por consiguiente autoriza 
a formular una hipótesis inicial— ¿es la acentuación o quizá la instauración, a partir del 
siglo XVII, de un régimen de represión sobre el sexo? Pregunta propiamente histórica. 
Segunda duda: la mecánica del poder, y en particular la que está en juego en una sociedad 
como la nuestra, ¿pertenece en lo esencial al orden de la represión? ¿La prohibición, la 
censura, la denegación son las formas según las cuales el poder se ejerce de un modo 
general, tal vez, en toda sociedad, y seguramente en la nuestra? Pregunta histórico-teórica. 
Por último, tercera duda: el discurso crítico que se dirige a la represión, ¿viene a cerrarle el 
MICHEL FOUCAULT 
 
 10
paso a un mecanismo del poder que hasta entonces había funcionado sin discusión o bien 
forma[18] parte de la misma red histórica de lo que denuncia (y sin duda disfraza) 
llamándolo "represión"? ¿Hay una ruptura histórica entre la edad de la represión y el 
análisis crítico de la represión? Pregunta histórico-política. Al introducir estas tres dudas, 
no se trata sólo de erigir contrahipótesis, simétricas e inversas respecto de las primeras; no 
se trata de decir: la sexualidad, lejos de haber sido reprimida en las sociedades capitalistas y 
burguesas, ha gozado al contrario de un régimen de constante libertad; no se trata de decir: 
en sociedades como las nuestras, el poder es más tolerante que represivo y la crítica dirigida 
contra la represión bien puede darse aires de ruptura, con todo forma parte de un proceso 
mucho más antiguo que ella misma, y según el sentido en que se lea el proceso aparecerá 
como un nuevo episodio en la atenuación de las prohibiciones o como una forma más astuta 
o más discreta del poder. 
Las dudas que quisiera oponer a la hipótesis represiva se proponen menos mostrar 
que ésta es falsa que colocarla en una economía general de los discursos sobre el sexo en el 
interior de las sociedades modernas a partir del siglo XVII. ¿Por qué se ha hablado de la 
sexualidad, qué se ha dicho? ¿Cuáles eran los efectos de poder inducidos por lo que de ella 
se decía? ¿Qué lazos existían entre esos discursos, esos efectos de poder y los placeres que 
se encontraban invadidos por ellos? ¿Qué saber se formaba a partir de allí? En suma, se 
trata de determinar, en su funcionamiento y razones de ser, el régimen de poder-saber-
placer que sostiene en nosotros al discurso sobre la sexualidad humana. De ahí el hecho de 
que el punto esencial (al menos en primera instancia) no sea [19] saber si al sexo se le dice 
sí o no, si se formulan prohibiciones o autorizaciones, si se afirma su importancia o si se 
niegan sus efectos, si se castigan o no las palabras que lo designan; el punto esencial es 
tomar en consideración el hecho de que se habla de él, quiénes lo hacen, los lugares y 
puntos de vista desde donde se habla, las instituciones que a tal cosa incitan y que 
almacenan y difunden lo que se dice, en una palabra, el "hecho discursivo" global, la 
"puesta en discurso" del sexo. De ahí también el hecho de que el punto importante será 
saber en qué formas, a través de qué canales, deslizándose a lo largo de qué discursos llega 
el poder hasta las conductas más tenues y más individuales, qué caminos le permiten 
alcanzar las formas infrecuentes o apenas perceptibles del deseo, cómo infiltra y controla el 
placer cotidiano —todo ello con efectos que pueden ser de rechazo, de bloqueo, de 
descalificación, pero también de incitación, de intensificación, en suma: las "técnicas 
polimorfas del poder". De ahí, por último, que el punto importante no será determinar si 
esas producciones discursivas y esos efectos de poder conducen a formular la verdad del 
sexo o, por el contrario, mentiras destinadas a ocultarla, sino aislar y aprehender la 
"voluntad de saber" que al mismo tiempo les sirve de soporte y de instrumento. 
Entendámonos: no pretendo que el sexo no haya sido prohibido o tachado o 
enmascarado o ignorado desde la edad clásica; tampoco afirmo que lo haya sido desde ese 
momento menos que antes. No digo que la prohibición del sexo sea una engañifa, sino que 
lo es trocarla en el elemento fundamental y constituyente a partir del cual se [20] podría 
escribir la historia de lo que ha sido dicho a propósito del sexo en la época moderna. Todos 
esos elementos negativos —prohibiciones, rechazos, censuras, denegaciones— que la 
hipótesis represiva reagrupa en un gran mecanismo central destinado a decir no, sin duda 
sólo son piezas que tienen un papel local y táctico que desempeñar en una puesta en 
HISTORIA DE LA SEXUALIDAD I – LA VOLUNTAD DE SABER 
 
 11
discurso, en una técnica de poder, en una voluntad de saber que están lejos de reducirse a 
dichos elementos. 
En suma, desearía desprender el análisis de los privilegios que de ordinario se 
otorgan a la economía de escasez y a los principios de rarefacción, para buscar en cambio 
las instancias de producción discursiva (que ciertamente también manejan silencios), de 
producción de poder (cuya función es a veces prohibir), de las producciones de saber (que a 
menudo hacen circular errores o ignorancias sistemáticos); desearía hacer la historia de esas 
instancias y sus trasformaciones. Pero una primera aproximación, realizada desde este 
punto de vista, parece indicar que desde el fin del siglo XVI la "puesta en discurso" del 
sexo, lejos de sufrir un proceso de restricción, ha estado por el contrario sometida a un 
mecanismo de incitación creciente; que las técnicas de poder ejercidas sobre el sexo no han 
obedecido a un principio de selección rigurosa sino, en cambio, de diseminación e 
implantación de sexualidades polimorfas, y que la voluntad de saber no se ha detenido ante 
un tabú intocable sino que se ha encarnizado —a través, sin duda, de numerosos errores— 
en constituir una ciencia de la sexualidad. Son estos movimientos los que querría (pasando 
de alguna manera por [21] detrás de la hipótesis represiva y de los hechos de prohibición o 
exclusión que invoca) hacer aparecer ahora de modo esquemático a partir de algunos 
hechos históricos que tienen valor de hitos. 
 
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[23] 
II. LA HIPÓTESIS REPRESIVA 
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[25] 
1. LA INCITACIÓN A LOS DISCURSOS 
Siglo XVII: sería el comienzo de una edad de represión, propia de las sociedades 
llamadas burguesas, y de la que quizá todavía no estaríamos completamente liberados. A 
partir de ese momento, nombrar el sexo se habría tornado más difícil y costoso. Como si 
para dominarlo en lo real hubiese sido necesario primero reducirlo en el campo del 
lenguaje, controlar su libre circulación en el discurso, expulsarlo de lo que se dice y apagar 
las palabras que lo hacen presente con demasiado vigor. Y aparentemente esas mismas 
prohibiciones tendrían miedo de nombrarlo. Sin tener siquiera que decirlo, el pudor 
moderno obtendría que no se lo mencione merced al solo juego de prohibiciones que se 
remiten las unas a las otras: mutismos que imponen el silencio a fuerza de callarse. 
Censura. 
Pero considerando esos últimos tres siglos en sus continuas trasformaciones, las 
cosas aparecen muy diferentes: una verdadera explosión discursiva en torno y a propósito 
del sexo. Entendámonos. Es bien posible que hayahabido una depuración —y 
rigurosísima— del vocabulario autorizado. Es posible que se haya codificado toda una 
retórica de la alusión y de la metáfora. Fuera de duda, nuevas reglas de decencia filtraron 
las palabras: policía de los enunciados. Control, también, de las enunciaciones: se ha 
definido de manera mucho más estricta dónde y cuándo no era posible hablar [26] del sexo; 
en qué situación, entre qué locutores, y en el interior de cuáles relaciones sociales; así se 
han establecido regiones, si no de absoluto silencio, al menos de tacto y discreción: entre 
padres y niños, por ejemplo, o educadores y alumnos, patrones y sirvientes. Allí hubo, es 
casi seguro, toda una economía restrictiva, que se integra en esa política de la lengua y el 
habla —por una parte espontánea, por otra concertada— que acompañó las redistribuciones 
sociales de la edad clásica. 
En desquite, al nivel de los discursos y sus dominios, el fenómeno es casi inverso. 
Los discursos sobre el sexo —discursos específicos, diferentes a la vez por su forma y su 
objeto— no han cesado de proliferar: una fermentación discursiva que se aceleró desde el 
siglo XVIII. No pienso tanto en la multiplicación probable de discursos "ilícitos", discursos 
de infracción que, con crudeza, nombran el sexo a manera de insulto o irrisión a los nuevos 
pudores; lo estricto de las reglas de buenas maneras verosímilmente condujo, como 
contraefecto, a una valoración e intensificación del habla indecente. Pero lo esencial es la 
multiplicación de discursos sobre el sexo en el campo de ejercicio del poder mismo: 
incitación institucional a hablar del sexo, y cada vez más; obstinación de las instancias del 
poder en oír hablar del sexo y en hacerlo hablar acerca del modo de la articulación explícita 
y el detalle infinitamente acumulado. 
MICHEL FOUCAULT 
 
 14
Sea la evolución de la pastoral católica y del sacramento de penitencia después del 
concilio de Trento. Poco a poco se vela la desnudez de las preguntas que formulaban los 
manuales de confesión de la Edad Media y buen número de las que aún tenían curso en el 
siglo XVII. Se evita entrar [27] en esos pormenores que algunos, como Sánchez o 
Tamburini, creyeron mucho tiempo indispensables para que la confesión fuera completa: 
posición respectiva de los amantes, actitudes, gestos, caricias, momento exacto del placer: 
todo un puntilloso recorrido del acto sexual en su operación misma. La discreción es 
recomendada con más y más insistencia. En lo relativo a los pecados contra la pureza es 
necesaria la mayor reserva: "Esta materia se asemeja a la pez, que de cualquier modo que se 
la manipule y aunque sólo sea para arrojarla lejos, sin embargo mancha y ensucia 
siempre."1 Y más tarde Alfonso de Liguori prescribirá que conviene comenzar —sin 
perjuicio de reducirse a ello, sobre todo con los niños— con preguntas "indirectas y algo 
vagas".2 
Pero la lengua puede pulirse. La extensión de la confesión, y de la confesión de la 
carne, no deja de crecer. Porque la Contrarreforma se dedica en todos los países católicos a 
acelerar el ritmo de la confesión anual. Porque intenta imponer reglas meticulosas de 
examen de sí mismo. Pero sobre todo porque otorga cada vez más importancia en la 
penitencia —a expensas, quizá, de algunos otros pecados— a todas las insinuaciones de la 
carne: pensamientos, deseos, imaginaciones voluptuosas, delectaciones, movimientos 
conjuntos del alma y del cuerpo, todo ello debe entrar en adelante, y en detalle, en el juego 
de la confesión y de la dirección. Según la nueva pastoral, el sexo ya no debe ser nombrado 
sin prudencia; pero sus aspectos,[28] correlaciones y efectos tienen que ser seguidos hasta 
en sus más finas ramificaciones: una sombra en una ensoñación, una imagen expulsada 
demasiado lentamente, una mal conjurada complicidad entre la mecánica del cuerpo y la 
complacencia del espíritu: todo debe ser dicho. Una evolución doble tiende a convertir la 
carne en raíz de todos los pecados y trasladar el momento más importante desde el acto 
mismo hacia la turbación, tan difícil de percibir y formular, del deseo; pues es un mal que 
afecta al hombre entero, y en las formas más secretas: "Examinad pues, diligentemente, 
todas las facultades de vuestra alma, la memoria, el entendimiento, la voluntad. Examinad 
también con exactitud todos vuestros sentidos... Examinad aún todos vuestros 
pensamientos, todas vuestras palabras y todas vuestras acciones. Incluso examinad hasta 
vuestros sueños, para saber si despiertos no les habéis dado vuestro consentimiento... Por 
último, no estiméis que en esta materia tan cosquillosa y peligrosa pueda haber algo 
insignificante o ligero."3 Un discurso obligado y atento debe, pues, seguir en todos sus 
desvíos la línea de unión del cuerpo y el alma: bajo la superficie de los pecados, saca a la 
luz la nervadura ininterrumpida de la carne. Bajo el manto de un lenguaje depurado de 
manera que el sexo ya no pueda ser nombrado directamente, ese mismo sexo es tomado a 
su cargo (y acosado) por un discurso que pretende no dejarle ni oscuridad ni respiro. Es 
 
1 P. Segneri, L'instruction du pénitent, traducción de 1695, p. 301. 
2 A. de Liguori, Pratique des confesseurs (trad. francesa, 1854), p. 140. 
3 P. Segneri, loc. cit., pp. 301-302. 
HISTORIA DE LA SEXUALIDAD I – LA VOLUNTAD DE SABER 
 
 15
quizá entonces cuando se impone por primera vez, en la forma de una coacción general, esa 
conminación tan propia del occidente moderno. 
[29] 
No hablo de la obligación de confesar las infracciones a las leyes del sexo, como lo 
exigía la penitencia tradicional; sino de la tarea, casi infinita, de decir, de decirse a sí 
mismo y de decir a algún otro, lo más frecuentemente posible, todo lo que puede concernir 
al juego de los placeres, sensaciones y pensamientos innumerables que, a través del alma y 
el cuerpo, tienen alguna afinidad con el sexo. Este proyecto de una "puesta en discurso" del 
sexo se había formado hace mucho tiempo, en una tradición ascética y monástica. El siglo 
XVII lo convirtió en una regla para todos. Se dirá que, en realidad, no podía aplicarse sino a 
una reducidísima élite; la masa de los fieles que no se confesaban sino raras veces en el año 
escapaban a prescripciones tan complejas. Pero lo importante, sin duda, es que esa 
obligación haya sido fijada al menos como punto ideal para todo buen cristiano. Se plantea 
un imperativo: no sólo confesar los actos contrarios a la ley, sino intentar convertir el 
deseo, todo el deseo, en discurso. Si es posible, nada debe escapar a esa formulación, 
aunque las palabras que emplee deban ser cuidadosamente neutralizadas. La pastoral 
cristiana ha inscrito como deber fundamental llevar todo lo tocante al sexo al molino sin fin 
de la palabra.4 La prohibición de determinados vocablos, la decencia de las expresiones, 
todas las censuras al vocabulario podrían no ser sino dispositivos secundarios respecto de 
esa gran sujeción: maneras de tornarla moralmente aceptable y técnicamente útil. 
[30] 
Podría trazarse una línea recta que iría desde la pastoral del siglo XVII hasta lo que 
fue su proyección en la literatura, y en la literatura "escandalosa". Decirlo todo, repiten los 
directores: "no sólo los actos consumados sino las caricias sensuales, todas las miradas 
impuras, todas las palabras obscenas..., todos los pensamientos consentidos".5 Sade vuelve 
a lanzar la conminación en términos que parecen trascritos de los tratados de guía 
espiritual: "Vuestros relatos necesitan los detalles más grandes y extensos; no podemos 
juzgar en qué la pasión que nos contáis atañe a las costumbres y caracteres del hombre sino 
en la medida en que no disfracéis circunstancia alguna; por lo demás, las menores 
circunstancias son infinitamente útiles para lo que esperamos de vuestros relatos."6 Y en las 
postrimerías del siglo XIX el anónimo autor de My Secret Life se sometió también a la 
misma prescripción; sin duda fue,al menos en apariencia, una especie de libertino 
tradicional; pero a esa vida que había consagrado casi por entero a la actividad sexual, tuvo 
la idea de acompañarla con el más meticuloso relato de cada uno de sus episodios. Se 
excusa a veces haciendo valer su preocupación de educar a los jóvenes, él que hizo 
imprimir sólo algunos ejemplares de sus once volúmenes dedicados a las menores 
aventuras, placeres y sensaciones de su sexo; vale más creerle cuando deja infiltrarse en su 
 
4 La pastoral reformada, aunque de manera más discreta, también ha formulado reglas acerca del 
discurso sobre el sexo. Esto será desarrollado en el siguiente volumen, La carne y el cuerpo. 
5 A. de Liguori, Préceptes sur le sixième commandement (trad. 1835), p. 5. 
6 D.-A. de Sade, Les 120 journées de Sodome, ed. Pauvert, I, pp. 139-140. 
MICHEL FOUCAULT 
 
 16
texto la voz del puro imperativo: "Narro los hechos como se produjeron, en la medida en 
que puedo recordarlos; es [31] todo lo que puedo hacer"; "una vida secreta no debe 
presentar ninguna omisión; no hay nada de lo cual avergonzarse (...) jamás se conocerá 
demasiado la naturaleza humana"7 El solitario de la Vida secreta a menudo dice, para 
justificar las descripciones que ofrece, que sus más extrañas prácticas eran ciertamente 
comunes a millares de hombres sobre la superficie de la tierra. Pero el principio de la más 
extraña de esas prácticas, la que consiste en contarlas todas, en detalle y día tras día, había 
sido depositado en el corazón del hombre moderno dos buenos siglos antes. En lugar de ver 
en este hombre singular al evadido valiente de un "victorianismo" que lo constreñía al 
silencio, me inclinaría a pensar que, en una época donde dominaban consignas muy prolijas 
de discreción y pudor, fue el representante más directo y en cierto modo más ingenuo de 
una plurisecular conminación a hablar del sexo. El accidente histórico estaría constituido 
más bien por los pudores del "puritanismo Victoriano"; serían en todo caso una peripecia, 
un refinamiento, un giro táctico en el gran proceso de puesta en discurso del sexo. 
Más que su soberana, ese inglés sin identidad puede servir de figura central a la 
historia de una sexualidad moderna que en buena parte se forma ya con la pastoral cristiana. 
De modo opuesto a esta última, para él sin duda se trataba de aumentar las sensaciones que 
experimentaba gracias al pormenor de lo que decía de ellas; como Sade, él escribía, en el 
sentido fuerte de la expresión, "para su placer"; mezclaba cuidadosamente la redacción y la 
relectura de su texto con escenas eróticas[32] cuya repetición, prolongación y estímulo eran 
esa redacción y relectura. Pero, después de todo, también la pastoral cristiana buscaba 
producir efectos específicos sobre el deseo, por el solo hecho de ponerlo, íntegra y 
aplicadamente, en discurso: efectos de dominio y desapego, sin duda, pero también efecto 
de reconversión espiritual, de retorno hacia Dios, efecto físico de bienaventurado dolor al 
sentir en el cuerpo las dentelladas de la tentación y el amor que se le resiste. Allí está lo 
esencial. Que el hombre occidental se haya visto desde hace tres siglos apegado a la tarea 
de decirlo todo sobre su sexo; que desde la edad clásica haya habido un aumento constante 
y una valoración siempre mayor del discurso sobre el sexo; y que se haya esperado de tal 
discurso —cuidadosamente analítico— efectos múltiples de desplazamiento, de 
intensificación, de reorientación y de modificación sobre el deseo mismo. No sólo se ha 
ampliado el dominio de lo que se podía decir sobre el sexo y constreñido a los hombres a 
ampliarlo siempre, sino que se ha conectado el discurso con el sexo mediante un dispositivo 
complejo y de variados efectos, que no puede agotarse en el vínculo único con una ley de 
prohibición. ¿Censura respecto al sexo? Más bien se ha construido un artefacto para 
producir discursos sobre el sexo, siempre más discursos, susceptibles de funcionar y de 
surtir efecto en su economía misma. Tal técnica quizá habría quedado ligada al destino de 
la espiritualidad cristiana o a la economía de los placeres individuales si no hubiese sido 
apoyada y reimpulsada por otros mecanismos. Esencialmente, un "interés público". No una 
curiosidad o una sensibilidad nuevas; tampoco una [33] nueva mentalidad. Sí, en cambio, 
mecanismos de poder para cuyo funcionamiento el discurso sobre el sexo —por razones 
sobre las que habrá que volver— ha llegado a ser esencial. Nace hacia el siglo XVIII una 
 
7 An., My Secret Lije, reeditado por Grove Press, 1964. 
HISTORIA DE LA SEXUALIDAD I – LA VOLUNTAD DE SABER 
 
 17
incitación política, económica y técnica a hablar del sexo. Y no tanto en forma de una teoría 
general de la sexualidad, sino en forma de análisis, contabilidad, clasificación y 
especificación, en forma de investigaciones cuantitativas o causales. Tomar "por su cuenta" 
el sexo, pronunciar sobre él un discurso no únicamente de moral sino de racionalidad, fue 
una necesidad lo bastante nueva como para que al principio se asombrara de sí misma y se 
buscase excusas. ¿Cómo un discurso de razón podría hablar de eso? "Rara vez los filósofos 
han dirigido una mirada tranquila sobre esos objetos colocados entre la repugnancia y el 
ridículo, donde se necesitaba evitar, a la vez, la hipocresía y el escándalo."8 Y cerca de un 
siglo después, la medicina, de la cual se habría podido esperar que estuviese menos 
sorprendida ante lo que debía formular, también trastabilla en el momento de expresarse: 
"La sombra que envuelve esos hechos, la vergüenza y la repugnancia que inspiran, alejaron 
siempre la mirada de los observadores... Mucho tiempo he dudado en hacer entrar en este 
estudio el cuadro nauseabundo..."9 Lo esencial no está en todos esos escrúpulos, en el 
"moralismo" que traicionan, en la hipocresía que en ellos se puede sospechar, sino en la 
reconocida necesidad de que hay que superarlos. Se debe hablar del sexo, se debe hablar 
públicamente y de [34] un modo que no se atenga a la división de lo lícito y lo ilícito, 
incluso si el locutor mantiene para sí la distinción (para mostrarlo sirven esas solemnes 
declaraciones liminares); se debe hablar como de algo que no se tiene, simplemente, que 
condenar o tolerar, sino que dirigir, que insertar en sistemas de utilidad, regular para el 
mayor bien de todos, hacer funcionar según un óptimo. El sexo no es cosa que sólo se 
juzgue, es cosa que se administra. Participa del poder público; solicita procedimientos de 
gestión; debe ser tomado a cargo por discursos analíticos. En el siglo XVIII el sexo llega a 
ser asunto de "policía". Pero en el sentido pleno y fuerte que se daba entonces a la palabra 
—no represión del desorden sino mejoría ordenada de las fuerzas colectivas e individuales: 
"Afianzar y aumentar con la sabiduría de sus reglamentos el poder interior del Estado, y 
como ese poder no consiste sólo en la República en general y en cada uno de los miembros 
que la componen, sino también en las facultades y talentos de todos los que le pertenecen, 
se sigue que la policía debe ocuparse enteramente de esos medios y de ponerlos al servicio 
de la felicidad pública. Ahora bien, no puede alcanzar esa meta sino gracias al 
conocimiento que tiene de esas diferentes ventajas."10 Policía del sexo: es decir, no el rigor 
de una prohibición sino la necesidad de reglamentar el sexo mediante discursos útiles y 
públicos. 
Nada más algunos ejemplos. En el siglo XVIII, una de las grandes novedades en las 
técnicas del poder fue el surgimiento, como problema económico[35] y político, de la 
"población": la población-riqueza, la población-mano de obra o capacidad de trabajo, la 
población en equilibrio entre su propio crecimiento y los recursos de que dispone. Los 
gobiernos advierten que no tienen que vérselas con individuos simplemente, ni siquiera con 
un "pueblo", sino con una "población"y sus fenómenos específicos, sus variables propias: 
natalidad, morbilidad, duración de la vida, fecundidad, estado de salud, frecuencia de 
 
8 Condorcet, citado por J. L. Flandrin, Familles, 1976. 
9 A. Tardieu, Étude médico-légale sur les attentats aux moeurs, 1857, p. 114. 
10 J. von Justi, Éléments généraux de police, trad. 1769, p. 20. 
MICHEL FOUCAULT 
 
 18
enfermedades, formas de alimentación y de vivienda. Todas esas variables se hallan en la 
encrucijada de los movimientos propios de la vida y de los efectos particulares de las 
instituciones: "Los Estados no se pueblan según la progresión natural de la propagación, 
sino en razón de su industria, de sus producciones y de las distintas instituciones... Los 
hombres se multiplican como las producciones del suelo y en proporción con las ventajas y 
recursos que encuentran en sus trabajos."11 En el corazón de este problema económico y 
político de la población, el sexo: hay que analizar la tasa de natalidad, la edad del 
matrimonio, los nacimientos legítimos e ilegítimos, la precocidad y la frecuencia de las 
relaciones sexuales, la manera de tornarlas fecundas o estériles, el efecto del celibato o de 
las prohibiciones, la incidencia de las prácticas anticonceptivas —esos famosos "secretos 
funestos" que según saben los demógrafos, en vísperas de la Revolución, son ya corrientes 
en el campo. Por cierto, hacía mucho tiempo que se afirmaba que un país debía estar 
poblado si quería ser rico y poderoso. Pero es la primera vez que, [36] al menos de una 
manera constante, una sociedad afirma que su futuro y su fortuna están ligados no sólo al 
número y virtud de sus ciudadanos, no sólo a las reglas de sus matrimonios y a la 
organización de las familias, sino también a la manera en que cada cual hace uso de su 
sexo. Se pasa de la desolación ritual acerca del desenfreno sin fruto de los ricos, los célibes 
y los libertinos a un discurso en el cual la conducta sexual de la población es tomada como 
objeto de análisis y, a la vez, blanco de intervención; se va de las tesis masivamente 
poblacionistas de la época mercantil a tentativas de regulación más finas y mejor 
calculadas, que oscilarán, según los objetivos y las urgencias, hacia una dirección natalista 
o antinatalista. A través de la economía política de la población se forma toda una red de 
observaciones sobre el sexo. Nace el análisis de las conductas sexuales, de sus 
determinaciones y efectos, en el límite entre lo biológico y lo económico. También 
aparecen esas campañas sistemáticas que, más allá de los medios tradicionales —
exhortaciones morales y religiosas, medidas fiscales— tratan de convertir el 
comportamiento sexual de las parejas en una conducta económica y política concertada. 
Los racismos de los siglos XIX y XX encontrarán allí algunos de sus puntos de anclaje. Que 
el Estado sepa lo que sucede con el sexo de los ciudadanos y el uso que le dan, pero que 
cada cual, también, sea capaz de controlar esa función. Entre el Estado y el individuo, el 
sexo ha llegado a ser el pozo de una apuesta, y un pozo público, invadido por una trama de 
discursos, saberes, análisis y conminaciones. Igual ocurre en cuanto al sexo de los niños. Se 
dice con frecuencia que la edad clásica lo sometió [37] a un ocultamiento del que no se 
desprendió antes de los Tres ensayos o las benéficas angustias del pequeño Hans. Es verdad 
que desapareció una antigua "libertad" de lenguaje entre niños y adultos, o alumnos y 
maestros. Ningún pedagogo del siglo XVII habría aconsejado públicamente a su discípulo 
sobre la elección de una buena prostituta, como lo hace Erasmo en sus Diálogos. Y las risas 
sonoras que habían acompañado tanto tiempo —y, al parecer, en todas las clases sociales— 
a la sexualidad precoz de los niños, se apagaron poco a poco. Mas no por ello se trata de un 
puro y simple llamado al silencio. Se trata más bien de un nuevo régimen de los discursos. 
No se dice menos: al contrario. Se dice de otro modo; son otras personas quienes lo dicen, a 
partir de otros puntos de vista y para obtener otros efectos. El propio mutismo, las cosas 
 
11 C. J. Herbert, Essai sur la police genérale des grains (1753), pp. 320-321. 
HISTORIA DE LA SEXUALIDAD I – LA VOLUNTAD DE SABER 
 
 19
que se rehusa decir o se prohibe nombrar, la discreción que se requiere entre determinados 
locutores, son menos el límite absoluto del discurso (el otro lado, del que estaría separado 
por una frontera rigurosa) que elementos que funcionan junto a las cosas dichas, con ellas y 
a ellas vinculadas en estrategias de conjunto. No cabe hacer una división binaria entre lo 
que se dice y lo que se calla; habría que intentar determinar las diferentes maneras de callar, 
cómo se distribuyen los que pueden y los que no pueden hablar, qué tipo de discurso está 
autorizado o cuál forma de discreción es requerida para los unos y los otros. No hay un 
silencio sino silencios varios y son parte integrante de estrategias que subtienden y 
atraviesan los discursos. 
Sean los colegios del siglo XVIII. Globalmente, se puede tener la impresión de que 
casi no se habla [38] del sexo. Pero basta echar una mirada a los dispositivos 
arquitectónicos, a los reglamentos de disciplina y toda la organización interior: el sexo está 
siempre presente. Los constructores pensaron en él, y de manera explícita. Los 
organizadores lo tienen en cuenta de manera permanente. Todos los poseedores de una 
parte de autoridad están en un estado de alerta perpetua, reavivado sin descanso por las 
disposiciones, las precauciones y el juego de los castigos y las responsabilidades. El 
espacio de la clase, la forma de las mesas, el arreglo de los patios de recreo, la distribución 
de los dormitorios (con o sin tabiques, con o sin cortinas) , los reglamentos previstos para el 
momento de ir al lecho y durante el sueño, todo ello remite, del modo más prolijo, a la 
sexualidad de los niños.12 Lo que se podría llamar el discurso interno de la institución —el 
que se dice a sí misma y circula entre quienes la hacen funcionar— está en gran parte 
articulado sobre la comprobación de que esa sexualidad existe, precoz, activa y 
permanente. Pero hay más: el sexo del colegial llegó a ser durante el siglo XVIII —de un 
modo más particular que el de los adolescentes en general— [39] un problema público. Los 
médicos se dirigen a los directores de establecimientos y a los profesores, pero también dan 
sus opiniones a las familias; los pedagogos forjan proyectos y los someten a las 
autoridades; los maestros se vuelven hacia los alumnos, les hacen recomendaciones y 
redactan para ellos libros de exhortación, de ejemplos morales o médicos. En torno al 
colegial y su sexo prolifera toda una literatura de preceptos, opiniones, observaciones, 
consejos médicos, casos clínicos, esquemas de reforma, planes para instituciones ideales. 
Con Basedow y el movimiento "filantrópico" alemán esa puesta en discurso del sexo 
adolescente adquirió una amplitud considerable. Incluso Saltzmann había organizado una 
escuela experimental cuyo carácter particular consistía en un control y una educación del 
 
12 Règlement de police por les lycées (1809). art. 67: "Habrá siempre, durante las horas de clase y de 
estudio, un maestro de estudio vigilando el exterior, para impedir a los alumnos que hayan salido por sus 
necesidades, quedarse afuera y reunirse. 
68. Después de la oración de la noche, los alumnos serán llevados al dormitorio, donde los 
maestros los harán acostarse de inmediato. 
69. Los maestros no se acostarán sino después de haberse cerciorado de que cada alumno está en 
su lecho. 
70. Los lechos estarán separados por tabiques de dos metros de altura. Los dormitorios 
permanecerán iluminados durante la noche." 
MICHEL FOUCAULT 
 
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sexo tan bien pensados que el universal pecado de juventudno debía practicarse jamás allí. 
Y en medio de todas esas medidas, el niño no debía ser sólo el objeto mudo e inconsciente 
de cuidados concertados por los adultos únicamente; se le imponía cierto discurso 
razonable, limitado, canónico y verdadero sobre el sexo —una especie de ortopedia 
discursiva. Puede servirnos de viñeta la gran fiesta organizada en el Philanthropinum en 
mayo de 1776. Fue —en la forma mezclada del examen, los juegos florales, la distribución 
de premios y el consejo de revisión— la primera comunión solemne del sexo adolescente y 
del discurso razonable. Para mostrar el éxito de la educación sexual que se daba a sus 
alumnos, Basedow invitó a los notables de Alemania (Goethe fue uno de los pocos que 
declinó la invitación). Ante el público reunido, uno de los profesores, Wolke, planteó a los 
alumnos preguntas [40] escogidas acerca de los misterios del sexo, del nacimiento, de la 
procreación: les hizo comentar grabados que representaban a una mujer encinta, una pareja, 
una cuna. Las respuestas fueron inteligentes, sin vergüenza, sin desazón. No las perturbó 
ninguna risa chocante, salvo, precisamente, de parte de un público adulto más pueril que los 
niños y al que Wolke reprendió severamente. Por último se aplaudió a aquellos jovencitos 
mofletudos que, frente a los mayores, tejieron con hábil saber las guirnaldas del discurso y 
del sexo.13 
Sería inexacto decir que la institución pedagógica impuso masivamente el silencio 
al sexo de los niños y los adolescentes. Desde el siglo XVIII, por el contrario, multiplicó las 
formas del discurso sobre el tema; le estableció puntos de implantación diferentes; cifró los 
contenidos y calificó a los locutores. Hablar del sexo de los niños, hacer hablar a 
educadores, médicos, administradores y padres (o hablarles), hacer hablar a los propios 
niños y ceñirlos en una trama de discursos que tan pronto se dirigen a ellos como hablan de 
ellos, tan pronto les imponen conocimientos canónicos como forman a partir de ellos un 
saber que no pueden asir: todo esto permite vincular una intensificación de los poderes con 
una multiplicación de los discursos. A partir del siglo XVIII el sexo de niños y adolescentes 
se tornó un objetivo importante y a su alrededor se erigieron innumerables dispositivos 
institucionales y estrategias discursivas. Es bien posible que se haya despojado a los adultos 
y a los propios niños de cierta manera [41] de hablar del sexo infantil, y que se la haya 
descalificado por directa, cruda, grosera. Pero eso no era sino el correlato y quizá la 
condición para el funcionamiento de otros discursos, múltiples, entrecruzados, sutilmente 
jerarquizados y todos articulados con fuerza en torno de un haz de relaciones de poder. 
Se podrían citar otros muchos focos que entraron en actividad, a partir del siglo 
XVIII o del XIX, para suscitar los discursos sobre el sexo. En primer lugar la medicina, por 
mediación de las "enfermedades de los nervios"; luego la psiquiatría, cuando se puso a 
buscar en el "exceso", luego en el onanismo, luego en la insatisfacción, luego en los 
"fraudes a la procreación" la etiología de las enfermedades mentales, pero sobre todo 
cuando se anexó como dominio propio el conjunto de las perversiones sexuales; también la 
justicia penal, que durante mucho tiempo había tenido que encarar la sexualidad, sobre todo 
en forma de crímenes "enormes" y contra natura, y que a mediados del siglo XIX se abrió a 
 
13 J. Schummel, Fritzens Reise nach Dessau (1776), citado por A. Pinloche, La réforme de 
l'éducation en Allemagne au XVIIIº siècle (1889), pp. 125-129. 
HISTORIA DE LA SEXUALIDAD I – LA VOLUNTAD DE SABER 
 
 21
la jurisdicción menuda de los pequeños atentados, ultrajes secundarios, perversiones sin 
importancia; por último, todos esos controles sociales que se desarrollaron a fines del siglo 
pasado y que filtraban la sexualidad de las parejas, de los padres y de los niños, de los 
adolescentes peligrosos y en peligro —emprendiendo la tarea de proteger, separar y 
prevenir, señalando peligros por todas partes, llamando la atención, exigiendo diagnósticos, 
amontonando informes, organizando terapéuticas—; irradiaron discursos alrededor del 
sexo, intensificando la consciencia de un peligro incesante que a su vez reactivaba la 
incitación a hablar de él. 
[42] 
Un obrero agrícola del pueblo de Lapcourt, un tanto simple de espíritu, empleado 
según las estaciones por unos o por otros, alimentado aquí o allá por un poco de caridad y 
para los peores trabajos, alojado en las granjas o los establos, fue denunciado un día de 
1867: al borde de un campo había obtenido algunas caricias de una niña, como ya antes lo 
había hecho, como lo había visto hacer, como lo hacían a su alrededor los pilluelos del 
pueblo; en el lindero del bosque, o en la cuneta de la ruta que lleva a Saint-Nicolas, se 
jugaba corrientemente al juego llamado de "la leche cuajada". Fue, pues, señalado por los 
padres al alcalde del pueblo, denunciado por el alcalde a los gendarmes, conducido por los 
gendarmes al juez, inculpado por éste y sometido a un médico primero, luego a otros dos 
expertos, quienes redactaron un informe y posteriormente lo publicaron.14 ¿La importancia 
de esta historia? Su carácter minúsculo; el hecho de que esa cotidianidad de la sexualidad 
aldeana, las ínfimas delectaciones montaraces, a partir de cierto momento hayan podido 
llegar a ser no sólo objeto de intolerancia colectiva sino de una acción judicial, de una 
intervención médica, de un examen clínico atento y de toda una elaboración teórica. Lo 
importante es que ese personaje, parte integrante hasta entonces de la vida campesina, haya 
sido sometido a mediciones de su caja craneana, a estudios de la osamenta de su cara, a 
inspecciones anatómicas a fin de descubrir los posibles signos de degeneración; que se lo 
haya hecho hablar; que se lo haya interrogado sobre sus pensamientos, inclinaciones, 
hábitos, [43] sensaciones, juicios. Y que se haya decidido finalmente, considerándolo 
inocente de todo delito, convertirlo en un puro objeto de medicina y de saber, objeto por 
hundir hasta el fin de su vida en el hospital de Maréville, pero también digno de ser dado a 
conocer al mundo científico mediante un análisis pormenorizado. Se puede apostar que en 
la misma época el maestro de Lapcourt enseñaba a los pequeños aldeanos a pulir su 
lenguaje y a no hablar de todas esas cosas en voz alta. Pero sin duda ésa era una de las 
condiciones para que las instituciones de saber y de poder pudieran recubrir ese pequeño 
teatro cotidiano con sus discursos solemnes. He aquí que nuestra sociedad —la primera en 
la historia, sin duda— ha invertido todo un aparato de discurrir, de analizar y de conocer en 
esos gestos sin edad, en esos placeres apenas furtivos que intercambiaban los simples de 
espíritu con los niños despabilados. 
Entre el inglés libertino que se encarnizaba en escribir para sí mismo las 
singularidades de su vida secreta y su contemporáneo, ese tonto de aldea que daba algunas 
 
14 H. Bonnet y J. Bulard, Rapport médico-légal sur l'état mental de Ch.-J. Jouy, 4 de enero de 
1868. 
MICHEL FOUCAULT 
 
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monedas a las niñas a cambio de complacencias que las mayores le rehusaban, hay sin duda 
alguna un lazo profundo: de un extremo al otro, el sexo se ha convertido, de todos modos, 
en algo que debe ser dicho, y dicho exhaustivamente según dispositivos discursivos 
diversos pero todos, cada uno a su manera, coactivos. Confidencia sutil o interrogatorio 
autoritario, refinado o rústico, el sexo debe ser dicho. Una gran conminación polimorfa 
somete tanto al anónimo inglés como al pobre campesino de Lorena, del que quiso la 
historia que se llamara Jouy.∗ 
[44] 
Desde el siglo XVIII el sexo no ha dejado de provocar una especie de eretismo 
discursivo generalizado. Y tales discursos sobre el sexo no se han multiplicadofuera del 
poder o contra él, sino en el lugar mismo donde se ejercía y como medio de su ejercicio; en 
todas partes fueron preparadas incitaciones a hablar, en todas partes dispositivos para 
escuchar y registrar, en todas partes procedimientos para observar, interrogar y formular. Se 
lo desaloja y constriñe a una existencia discursiva. Desde el imperativo singular que a cada 
cual impone trasformar su sexualidad en un permanente discurso hasta los mecanismos 
múltiples que, en el orden de la economía, de la pedagogía, de la medicina y de la justicia, 
incitan, extraen, arreglan e institucionalizan el discurso del sexo, nuestra sociedad ha 
requerido y organizado una inmensa prolijidad. Quizá ningún otro tipo de sociedad 
acumuló jamás, y en una historia relativamente tan corta, semejante cantidad de discursos 
sobre el sexo. Bien podría ser que hablásemos de él más que de cualquier otra cosa; nos 
encarnizamos en la tarea; nos convencemos, por un extraño escrúpulo, de que nunca 
decimos bastante, de que somos demasiado tímidos y miedosos, de que nos ocultamos la 
enceguecedora evidencia por inercia y sumisión, y de que lo esencial se nos escapa siempre 
y hay que volver a partir en su busca. Respecto al sexo, la sociedad más inagotable e 
impaciente bien podría ser la nuestra. 
Pero ya este primer vistazo a vuelo de pájaro lo muestra: se trata menos de un 
discurso sobre el sexo que de una multiplicidad de discursos [45] producidos por toda una 
serie de equipos que funcionan en instituciones diferentes. La Edad Media había 
organizado alrededor del tema de la carne y de la práctica de la penitencia un discurso no 
poco unitario. En los siglos recientes esa relativa unidad ha sido descompuesta, dispersada, 
resuelta en una multiplicidad de discursividades distintas, que tomaron forma en la 
demografía, la biología, la medicina, la psiquiatría, la psicología, la moral, la pedagogía, la 
crítica política. Más aún: el sólido vínculo que unía la teología moral de la concupiscencia 
con la obligación de la confesión (el discurso teórico sobre el sexo y su formulación en 
primera persona), tal vínculo fue, ya que no roto, al menos distendido y diversificado: entre 
la objetivación del sexo en discursos racionales y el movimiento por el que cada cual es 
puesto a narrar su propio sexo, se produjo, desde el siglo XVIII, toda una serie de tensiones, 
conflictos, esfuerzos de ajuste, tentativas de retrascripción. No es, pues, simplemente en 
términos de extensión continua como cabe hablar de ese crecimiento discursivo; en ella 
debe verse más bien una dispersión de los focos emisores de los discursos, una 
 
∗ Alusión al verbo jouir: gozar. Las tres personas del singular del presente del indicativo, así como 
el participio pasado, se pronuncian exactamente igual que el apellido Jouy. [T.] 
HISTORIA DE LA SEXUALIDAD I – LA VOLUNTAD DE SABER 
 
 23
diversificación de sus formas y el despliegue complejo de la red que los enlaza. Más que la 
uniforme preocupación de ocultar el sexo, más que una pudibundez general del lenguaje, lo 
que marca a nuestros tres últimos siglos es la variedad, la amplia dispersión de los aparatos 
inventados para hablar, para hacer hablar del sexo, para obtener que él hable por sí mismo, 
para escuchar, registrar, trascribir y redistribuir lo que se dice. Alrededor del sexo, toda una 
trama de discursos variados, específicos y coercitivos: ¿una censura [46] masiva, después 
de las decencias verbales impuestas por la edad clásica? Se trata más bien de una incitación 
a los discursos, regulada y polimorfa. 
Sin duda, puede objetarse que si para hablar del sexo fueron necesarios tantos 
estímulos y tantos mecanismos coactivos, ocurrió así porque reinaba, de una manera global, 
determinada prohibición fundamental; únicamente necesidades precisas —urgencias 
económicas, utilidades políticas— pudieron levantar esa prohibición y abrir al discurso 
sobre el sexo algunos accesos, pero siempre limitados y cuidadosamente cifrados; tanto 
hablar del sexo, tanto arreglar dispositivos insistentes para hacer hablar de él, pero bajo 
estrictas condiciones, ¿no prueba acaso que se trata de un secreto y que se busca sobre todo 
conservarlo así? Pero, precisamente, habría que interrogar este tema frecuentísimo de que el 
sexo está fuera del discurso y que sólo la eliminación de un obstáculo, la ruptura de un 
secreto puede abrir la ruta que lleva hasta él. ¿No forma este tema parte de la conminación 
mediante la cual se suscita el discurso? ¿No es para incitar a hablar del sexo, y para 
recomenzar siempre a hablar de él, por lo que se lo hace brillar y convierte en señuelo en el 
límite exterior de todo discurso actual, como el secreto que es indispensable descubrir, 
como algo abusivamente reducido al mutismo y que es, a un tiempo, difícil y necesario, 
peligroso y valioso mentarlo? No hay que olvidar que la pastoral cristiana, al hacer del 
sexo, por excelencia, lo que debe ser confesado, lo presentó siempre como el enigma 
inquietante: no lo que se muestra con obstinación, sino lo que se esconde siempre, una 
presencia insidiosa a la cual puede uno permanecer [47] sordo pues habla en voz baja y a 
menudo disfrazada. El secreto del sexo no es sin duda la realidad fundamental respecto de 
la cual se sitúan todas las incitaciones a hablar del sexo —ya sea que intenten romper el 
secreto, ya que mantengan su vigencia de manera oscura en virtud del modo mismo como 
hablan. Se trata más bien de un tema que forma parte de la mecánica misma de las 
incitaciones: una manera de dar forma a la exigencia de hablar, una fábula indispensable 
para la economía indefinidamente proliferante del discurso sobre el sexo. Lo propio de las 
sociedades modernas no es que hayan obligado al sexo a permanecer en la sombra, sino que 
ellas se hayan destinado a hablar del sexo siempre, haciéndolo valer, poniéndolo de relieve 
como el secreto. 
HTTP://BIBLIOTECA.D2G.COM 
[48] 
2. LA IMPLANTACIÓN PERVERSA 
Objeción posible: sería un error ver en esa proliferación de los discursos un simple 
fenómeno cuantitativo, algo como un puro crecimiento, como si fuera indiferente lo que se 
dice en tales discursos, como si el hecho de hablar fuera en sí más importante que las 
formas de imperativos que se imponen al sexo al hablar de él. Pues, ¿acaso la puesta en 
discurso del sexo no está dirigida a la tarea de expulsar de la realidad las formas de 
sexualidad no sometidas a la economía estricta de la reproducción: decir no a las 
actividades infecundas, proscribir los placeres vecinos, reducir o excluir las prácticas que 
no tienen la generación como fin? A través de tantos discursos se multiplicaron las 
condenas judiciales por pequeñas perversiones; se anexó la irregularidad sexual a la 
enfermedad mental; se definió una norma de desarrollo de la sexualidad desde la infancia 
hasta la vejez y se caracterizó con cuidado todos los posibles desvíos; se organizaron 
controles pedagógicos y curas médicas; los moralistas pero también (y sobre todo) los 
médicos reunieron alrededor de las menores fantasías todo el enfático vocabulario de la 
abominación: ¿no constituyen otros tantos medios puestos en acción para reabsorber, en 
provecho de una sexualidad genitalmente centrada, tantos placeres sin fruto? Toda esa 
atención charlatana con la que hacemos ruido en torno de la sexualidad desde hace dos o 
tres siglos, ¿no está [49] dirigida a una preocupación elemental: asegurar la población, 
reproducir la fuerza de trabajo, mantener la forma de las relaciones sociales, en síntesis: 
montar una sexualidad económicamente útil y políticamente conservadora? 
Yo todavía no sé si tal es, finalmente, el objetivo. Pero, en todo caso, no fue por 
reducción como se intentó alcanzarlo. El siglo XIX y el nuestro fueron más bien la edad de 
la multiplicación: una dispersión de las sexualidades, un refuerzo de sus formas 
disparatadas, una implantación múltiple de las "perversiones". Nuestraépoca ha sido 
iniciadora de heterogeneidades sexuales. 
Hasta fines del siglo XVIII, tres grandes códigos explícitos —fuera de las 
regularidades consuetudinarias y de las coacciones sobre la opinión— regían las prácticas 
sexuales: derecho canónico, pastoral cristiana y ley civil. Fijaban, cada uno a su manera, la 
línea divisoria de lo lícito y lo ilícito. Pero todos estaban centrados en las relaciones 
matrimoniales: el deber conyugal, la capacidad para cumplirlo, la manera de observarlo, las 
exigencias y las violencias que lo acompañaban, las caricias inútiles o indebidas a las que 
servía de pretexto, su fecundidad o la manera de tornarlo estéril, los momentos en que se lo 
exigía (períodos peligrosos del embarazo y la lactancia, tiempo prohibido de la cuaresma o 
de las abstinencias), su frecuencia y su rareza —era esto, especialmente, lo que estaba 
saturado de prescripciones. El sexo de los cónyuges estaba obsedido por reglas y 
recomendaciones. La relación matrimonial era el más intenso foco de coacciones; sobre 
HISTORIA DE LA SEXUALIDAD I – LA VOLUNTAD DE SABER 
 
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todo era de ella de quien se hablaba; más que cualesquiera otras, debía confesarse con todo 
detalle. Estaba [50] bajo estricta vigilancia: si caía en falta, tenía que mostrarse y 
demostrarse ante testigo. El "resto" permanecía mucho más confuso: piénsese en la 
incertidumbre de la condición de la "sodomía" o en la indiferencia ante la sexualidad de los 
niños. Además, esos diferentes códigos no establecían división neta entre las infracciones a 
las reglas de las alianzas y las desviaciones referidas a la genitalidad. Romper las leyes del 
matrimonio o buscar placeres extraños significaba, de todos modos, condenación. En la 
lista de los pecados graves, separados sólo por su importancia, figuraban el estupro 
(relaciones extramatrimoniales), el adulterio, el rapto, el incesto espiritual o carnal, pero 
también la sodomía y la "caricia" recíproca. En cuanto a los tribunales, podían condenar 
tanto la homosexualidad como la infidelidad, el matrimonio sin consentimiento de los 
padres como la bestialidad. Lo que se tomaba en cuenta, tanto en el orden civil como en el 
religioso, era una ilegalidad de conjunto. Sin duda el "contra natura" estaba marcado por 
una abominación particular. Pero no era percibida sino como una forma extrema de lo que 
iba "contra la ley"; infringía, también ella, decretos tan sagrados como los del matrimonio 
y que habían sido establecidos para regir el orden de las cosas y el plano de los seres. Las 
prohibiciones referidas al sexo eran fundamentalmente de naturaleza jurídica. La 
"naturaleza" sobre la cual se solía apoyarlas era todavía una especie de derecho. Durante 
mucho tiempo los hermafroditas fueron criminales, o retoños del crimen, puesto que su 
disposición anatómica, su ser mismo embrollaba y trastornaba la ley que distinguía los 
sexos y prescribía su conjunción. 
[51] 
La explosión discursiva de los siglos XVIII y XIX provocó dos modificaciones en 
ese sistema centrado en la alianza legítima. En primer lugar, un movimiento centrífugo 
respecto a la monogamia heterosexual. Por supuesto, continúa siendo la regla interna del 
campo de las prácticas y de los placeres. Pero se habla de ella cada vez menos, en todo caso 
con creciente sobriedad. Se renuncia a perseguirla en sus secretos; sólo se le pide que se 
formule día tras día. La pareja legítima, con su sexualidad regular, tiene derecho a mayor 
discreción. Tiende a funcionar como una norma, quizá más rigurosa, pero también más 
silenciosa. En cambio, se interroga a la sexualidad de los niños, a la de los locos y a la de 
los criminales; al placer de quienes no aman al otro sexo; a las ensoñaciones, las 
obsesiones, las pequeñas manías o las grandes furias. A todas estas figuras, antaño apenas 
advertidas, les toca ahora avanzar y tomar la palabra y realizar la difícil confesión de lo que 
son. Sin duda, no se las condena menos. Pero se las escucha; y si ocurre que se interrogue 
nuevamente a la sexualidad regular, es así por un movimiento de reflujo, a partir de esas 
sexualidades periféricas. 
De allí, en el campo de la sexualidad, la extracción de una dimensión específica del 
"contra natura". En relación con las otras formas condenadas (y que lo son cada vez 
menos), como el adulterio o el rapto, adquieren autonomía: casarse con un pariente 
próximo, practicar la sodomía, seducir a una religiosa, ejercer el sadismo, engañar a la 
esposa y violar cadáveres se convierten en cosas esencialmente diferentes. El dominio 
cubierto por el sexto mandamiento comienza a disociarse. 
[52] 
MICHEL FOUCAULT 
 
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También se deshace, en el orden civil, la confusa categoría de "desenfreno", que 
durante más de un siglo había constituido una de las razones más frecuentes de encierro 
administrativo. De sus restos surgen, por una parte, las infracciones a la legislación (o a la 
moral) del matrimonio y la familia, y, por otra, los atentados contra la regularidad de un 
funcionamiento natural (atentados que la ley, por lo demás, puede sancionar). Quizá se 
alcance aquí una razón, entre otras, del prestigio de Don Juan, que tres siglos no han 
apagado. Bajo el gran infractor de las reglas de la alianza —ladrón de mujeres, seductor de 
vírgenes, vergüenza de las familias e insulto a maridos y padres— se deja ver otro 
personaje: el que se halla atravesado, a despecho de sí mismo, por la sombría locura del 
sexo. Debajo del libertino, el perverso. Infringe la ley deliberadamente, pero al mismo 
tiempo algo como una naturaleza extraviada lo conduce lejos de toda naturaleza; su muerte 
es el momento en que el retorno sobrenatural de la ofensa y la vindicta interrumpe la huida 
hacia el contra natura. Los dos grandes sistemas de reglas que Occidente ha concebido para 
regir el sexo —la ley de la alianza y el orden de los deseos— son destruidos por la 
existencia de Don Juan, surgida en su frontera común. Dejemos a los psicoanalistas 
interrogarse para saber si era homosexual, narcisista o impotente. 
No sin lentitud y equívoco, leyes naturales de la matrimonialidad y reglas 
inmanentes de la sexualidad comienzan a inscribirse en dos registros diferentes. Se dibuja 
un mundo de la perversión, que no es simplemente una variedad del mundo de la infracción 
legal o moral, aunque tenga una [53] posición de secante en relación con éste. De los 
antiguos libertinos nace todo un pequeño pueblo, diferente a pesar de ciertos primazgos. 
Desde las postrimerías del siglo XVIII hasta el nuestro, corren en los intersticios de la 
sociedad, perseguidos pero no siempre por las leyes, encerrados pero no siempre en las 
prisiones, enfermos quizá, pero escandalosas, peligrosas víctimas presas de un mal extraño 
que también lleva el nombre de vicio y a veces el de delito. Niños demasiado avispados, 
niñitas precoces, colegiales ambiguos, sirvientes y educadores dudosos, maridos crueles o 
maniáticos, coleccionistas solitarios, paseantes con impulsos extraños: pueblan los consejos 
de disciplina, los reformatorios, las colonias penitenciarias, los tribunales y los asilos; 
llevan a los médicos su infamia y su enfermedad a los jueces. Trátase de la innumerable 
familia de los perversos, vecinos de los delincuentes y parientes de los locos. A lo largo del 
siglo llevaron sucesivamente la marca de la "locura moral", de la "neurosis genital", de la 
"aberración del sentido genésico", de la "degeneración" y del "desequilibrio psíquico". 
¿Qué significa la aparición de todas esas sexualidades periféricas? ¿El hecho de que 
puedan aparecer a plena luz es el signo de que la regla se afloja? ¿O el hecho de que se les 
preste tanta atención es prueba de un régimen más severo y de la preocupación de tener 
sobre ellas un control exacto? En términos de represión, las cosas son ambiguas. 
Indulgencia, si se piensa que la severidad de los códigos a propósito de los delitos sexuales 
se atenuó considerablemente durante el siglo XIX, y que a menudo la justiciase declaró 
incompetente en provecho de la medicina. Pero [54] astucia suplementaria de la severidad 
si se piensa en todas las instancias de control y en todos los mecanismos de vigilancia 
montados por la pedagogía o la terapéutica. Es muy posible que la intervención de la Iglesia 
en la sexualidad conyugal y su rechazo de los "fraudes" a la procreación hayan perdido 
mucho de su insistencia desde hace 200 años. Pero la medicina ha entrado con fuerza en los 
placeres de la pareja: ha inventado toda una patología orgánica, funcional o mental, que 
HISTORIA DE LA SEXUALIDAD I – LA VOLUNTAD DE SABER 
 
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nacería de las prácticas sexuales "incompletas", ha clasificado con cuidado todas las formas 
anexas de placer; las ha integrado al "desarrollo" y a las "perturbaciones" del instinto; y ha 
emprendido su gestión. 
Lo importante quizá no resida en el nivel de indulgencia o la cantidad de represión, 
sino en la forma de poder que se ejerce. Cuando se nombra, como para que se levante, a 
toda esa vegetación de sexualidades dispares, ¿se trata de excluirlas de lo real? Al parecer, 
la función del poder que aquí se ejerce no es la de prohibir; al parecer, se ha tratado de 
cuatro operaciones muy diferentes de la simple prohibición. 
1] Sean las viejas prohibiciones de alianzas consanguíneas (por numerosas y 
complejas que fueran) o la condenación del adulterio, con su inevitable frecuencia; sean, 
por otra parte, los controles recientes con los cuales, desde el siglo XIX, se ha invadido la 
sexualidad infantil y perseguido sus "hábitos solitarios". Es evidente que no se trata del 
mismo mecanismo de poder. No sólo porque se trata aquí de medicina y allá de la ley; aquí 
de educación, allá de penalidad; sino también porque no es la misma la táctica puesta en 
acción. En [55] apariencia, se trata en ambos casos de una tarea de eliminación siempre 
destinada al fracaso y obligada a recomenzar siempre. Pero la prohibición de los "incestos" 
apunta a su objetivo mediante una disminución asintótica de lo que condena; el control de 
la sexualidad infantil lo hace mediante una difusión simultánea de su propio poder y del 
objeto sobre el que se ejerce. Procede según un crecimiento doble prolongado al infinito. 
Los pedagogos y los médicos han combatido el onanismo de los niños como a una 
epidemia que se quiere extinguir. En realidad, a lo largo de esa campaña secular que 
movilizó el mundo adulto en torno al sexo de los niños, se trató de encontrar un punto de 
apoyo en esos placeres tenues, constituirlos en secretos (es decir, obligarlos a esconderse 
para permitirse descubrirlos), remontar su curso, seguirlos desde los orígenes hasta los 
efectos, perseguir todo lo que pudiera inducirlos o sólo permitirlos; en todas partes donde 
existía el riesgo de que se manifestaran se instalaron dispositivos de vigilancia, se 
establecieron trampas para constreñir a la confesión, se impusieron discursos inagotables y 
correctivos; se alertó a padres y educadores, se sembró en ellos la sospecha de que todos los 
niños eran culpables y el temor de serlo también ellos si no se tornaban bastante suspicaces; 
se los mantuvo despiertos ante ese peligro recurrente; se les prescribió una conducta y 
volvió a cifrarse su pedagogía; en el espacio familiar se anclaron las tomas de contacto de 
todo un régimen médico-sexual. El "vicio" del niño no es tanto un enemigo como un 
soporte; es posible designarlo como el mal que se debe suprimir; el necesario fracaso, el 
extremado encarnizamiento [56] en una tarea bastante vana permiten sospechar que se le 
exige persistir, proliferar hasta los límites de lo visible y lo invisible, antes que desaparecer 
para siempre. A lo largo de ese apoyo el poder avanza, multiplica sus estaciones de enlace y 
sus efectos, mientras que el blanco en el cual deseaba acertar se subdivide y ramifica, 
hundiéndose en lo real al mismo paso que el poder. Se trata, en apariencia, de un 
dispositivo de contención; en realidad, se han montado alrededor del niño líneas de 
penetración indefinida. 
2] Esta nueva caza de las sexualidades periféricas produce una incorporación de las 
perversiones y una nueva especificación de los individuos. La sodomía —la de los antiguos 
derechos civil y canónico— era un tipo de actos prohibidos; el autor no era más que su 
MICHEL FOUCAULT 
 
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sujeto jurídico. El homosexual del siglo XIX ha llegado a ser un personaje: un pasado, una 
historia y una infancia, un carácter, una forma de vida; asimismo una morfología, con una 
anatomía indiscreta y quizás misteriosa fisiología. Nada de lo que él es in toto escapa a su 
sexualidad. Está presente en todo su ser: subyacente en todas sus conductas puesto que 
constituye su principio insidioso e indefinidamente activo; inscrita sin pudor en su rostro y 
su cuerpo porque consiste en un secreto que siempre se traiciona. Le es consustancial, 
menos como un pecado en materia de costumbres que como una naturaleza singular. No 
hay que olvidar que la categoría psicológica, psiquiátrica, médica, de la homosexualidad se 
constituyó el día en que se la caracterizó —el famoso artículo de Westphal sobre las 
"sensaciones sexuales contrarias" (1870) puede valer [57] como fecha de nacimiento—1 no 
tanto por un tipo de relaciones sexuales como por cierta cualidad de la sensibilidad sexual, 
determinada manera de invertir en sí mismo lo masculino y lo femenino. La 
homosexualidad apareció como una de las figuras de la sexualidad cuando fue rebajada de 
la práctica de la sodomía a una suerte de androginia interior, de hermafroditismo del alma. 
El sodomita era un relapso, el homosexual es ahora una especie. 
Del mismo modo que constituyen especies todos esos pequeños perversos que los 
psiquiatras del siglo XIX entomologizan dándoles extraños nombres de bautismo: existen 
los exhibicionistas de Lasègue, los fetichistas de Binet, los zoófilos y zooerastas de Krafft-
Ebing, los automonosexualistas de Rohleder; existirán los mixoescopófilos, los 
ginecomastas, los presbiófilos, los invertidos sexoestéticos y las mujeres dispareunistas. 
Esos bellos nombres de herejías remiten a una naturaleza que se olvidaría de sí lo bastante 
como para escapar a la ley, pero se recordaría lo bastante como para continuar produciendo 
especies incluso allí donde ya no hay más orden. La mecánica del poder que persigue a toda 
esa disparidad no pretende suprimirla sino dándole una realidad analítica, visible y 
permanente: la hunde en los cuerpos, la desliza bajo las conductas, la convierte en principio 
de clasificación y de inteligibilidad, la constituye en razón de ser y orden natural del 
desorden. ¿Exclusión de esas mil sexualidades aberrantes? No. En cambio, especificación, 
solidificación regional de cada una de ellas. Al diseminarlas [58], se trata de sembrarlas en 
lo real y de incorporarlas al individuo. 
3] Para ejercerse, esta forma de poder exige, más que las viejas prohibiciones, 
presencias constantes, atentas, también curiosas; supone proximidades; procede por 
exámenes y observaciones insistentes; requiere un intercambio de discursos, a través de 
preguntas que arrancan confesiones y de confidencias que desbordan los interrogatorios. 
Implica una aproximación física y un juego de sensaciones intensas. La medicalización de 
lo insólito es, a un tiempo, el efecto y el instrumento de todo ello. Internadas en el cuerpo, 
convertidas en carácter profundo de los individuos, las rarezas del sexo dependen de una 
tecnología de la salud y de lo patológico. E inversamente, desde el momento en que se 
vuelve cosa médica o medicalizable, es en tanto que lesión, disfunción o síntoma como hay 
que ir a sorprenderla en el fondo del organismo o en la superficie de la piel o entre todos los 
signos del comportamiento. El poder que, así, toma a su cargo a la sexualidad, se impone el 
deber de rozar los cuerpos; los acaricia con la mirada; intensifica sus regiones; electriza 
 
1 Westphal, Archiv für Neurologie,

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