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Cronicas_matematicas_Antonio_J_Duran_Guardeno - joana Hernández

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Índice
Portada
Sinopsis
Portadilla
Cita
Prólogo	muy	menudo
Primera	parte.	Qué	son	las	matemáticas	y	para	qué	sirven
1.	¿Prudencia	contra	pasión?
2.	¿Sirvienta	o	señora?
Segunda	parte.	Del	siglo	XVII	a	las	cavernas
3.	De	la	logística	al	álgebra	renacentista
4.	El	paraíso	geométrico	de	los	griegos
5.	De	la	geometría	analítica	al	cálculo	infinitesimal
Tercera	parte.	Del	siglo	XVIII	a	nuestros	días	(o	casi)
6.	Análisis:	el	lenguaje	de	la	naturaleza
7.	La	geometría	del	mundo
8.	De	las	ecuaciones	al	álgebra	abstracta,	pasando	por	la	teoría	de	números
9.	Probabilidad,	topología	y	fundamentos
Moraleja	final
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SINOPSIS
¿Qué	son	las	matemáticas?	¿Para	qué	sirven?	¿Por	qué	es	importante	conocer
su	historia?	Estas	son	algunas	de	las	preguntas	a	las	que	da	respuesta	esta
obra	que	nos	narra	de	forma	concisa	la	historia	de	esta	ciencia	desde	la
Prehistoria	hasta	nuestros	días.	Pero	esta	narración	no	es	solamente	una
superposición	de	personajes	históricos	y	de	sus	felices	descubrimientos,	sino
que	es	una	reivindicación	de	los	componentes	emocionales,	incluso
irracionales,	que	muchas	veces	han	acompañado	las	actitudes	apasionadas	de
estos	célebres	personajes	que	se	han	empeñado	en	buscar	soluciones	a	los
más	diversos	problemas.
Antonio	J.	Durán	destaca	y	reivindica	con	este	libro	la	«inmortalidad»	de	las
ideas	matemáticas	por	encima	de	otro	tipo	de	lenguajes:	«se	recordará	a
Arquímedes	aun	cuando	Esquilo	haya	sido	olvidado,	pues	los	lenguajes
perecen	mientras	que	las	ideas	matemáticas	no	mueren	nunca».
Crónicas
matemáticas
Una	breve	historia	de	la	ciencia	más	antigua	y	sus	personajes
Antonio	J.	Durán
Quiero	contarles	una	historia...
porque	todos	tenemos	siempre	una	historia
NINA	SIMONE
Prólogo	muy	menudo
En	1976,	en	el	Festival	de	Jazz	de	Montreux	(Suiza),	la	cantante	y	pianista
Nina	Simone	interpretó	una	versión	libre	de	la	canción	Stars	de	Janis	Ian.	Fue
una	interpretación	memorable,	profunda	e	inspirada,	que	curiosamente
comenzó	con	una	regañina	que	Nina	Simone	dirigió	a	una	espectadora	que	no
acababa	de	sentarse.	En	la	canción	de	Janis	Ian,	que	ya	contiene	una	gran
carga	emocional	y	autobiográfica,	Simone	introdujo	bastantes
improvisaciones,	sobre	todo	desde	que,	hacia	la	mitad	de	la	canción,	tarareó
con	un	susurro	de	voz:	«Pero	lo	que	quiero	decir	es	esto»,	y	siguió:	«Quiero
contarles	una	historia...	porque	todos	nosotros	tenemos	una	historia».	La
expresión	«contar	una	historia»	sobrevoló	una	y	otra	vez	la	interpretación	de
Simone:	«Ellos	tienen	una	historia»,	«Estoy	intentando	contarles	mi	historia»,
«Todos	nosotros	tenemos	siempre	una	historia»...	Muy	emotivo,	incluso	si
tenemos	en	cuenta	que	al	traducir	la	letra	de	la	canción	al	castellano	se
pierde	el	matiz	entre	las	palabras	inglesas	«story»	y	«history»;	y	es	«story»	el
término	que	cruza	una	y	otra	vez	la	canción	de	Janis	Ian,	y	todavía	hace	sentir
más	su	peso	en	la	interpretación	de	Nina	Simone.
Vienen	a	cuento	estas	reflexiones	porque	dan	el	tono	de	lo	que	esta	breve
historia	de	las	ideas	matemáticas	pretende	ser.	No	será	sólo	un	libro	de
historia,	en	su	acepción	primera	del	diccionario	de	la	RAE:	«Narración	y
exposición	de	los	acontecimientos	pasados	y	dignos	de	memoria,	sean
públicos	o	privados»	—que	coincide	con	el	inglés	«history»—.	También	lo	será
de	historias,	en	la	acepción	sexta	del	diccionario:	«Relación	de	cualquier
aventura	o	suceso»	—y	que	corresponde	con	el	inglés	«story»—;	o,	por
precisar	más,	esas	historias	serán	narraciones	sobre	algunas	de	las	personas
que	han	hecho	matemáticas	a	lo	largo	de	los	últimos	tres	milenios;	historias
sobre	las	personas	pero	también	sobre	sus	circunstancias.	Y,	naturalmente,
esas	historias	se	contarán	manteniendo	en	lo	posible	sus	componentes
emocionales	—siempre	las	tienen,	aunque	no	siempre	se	cuentan—.	Y	es	que,
desde	mi	punto	de	vista,	las	circunstancias	emocionales	de	las	personas	que
han	dedicado	parte	de	su	vida,	o	su	vida	entera	en	algunos	casos,	a	las
matemáticas	son	muy	necesarias	cuando	se	trata	de	narrar	historia,	aunque
sea	breve,	de	las	matemáticas,	la	ciencia	lógica	y	abstracta	por	antonomasia.
¿Qué	es,	pues,	lo	que	un	lector	va	a	encontrar	en	las	páginas	de	esta	breve
crónica	de	las	ideas	matemáticas	y	sus	protagonistas?
He	dividido	el	libro	en	tres	partes,	de	las	cuales	las	dos	últimas	contienen
propiamente	una	historia	de	las	ideas	matemáticas,	distribuidas	en	las
diversas	áreas	que	componen	las	matemáticas,	y	siguiendo	el	orden
cronológico,	o	casi.	Soy	un	convencido	de	que	las	matemáticas	son	parte	de	la
cultura,	por	lo	que	haré	un	esfuerzo	por	encuadrarlas	adecuadamente	en	la
historia	de	la	humanidad,	mostrando	la	influencia	que	acontecimientos
fundamentales,	como	la	Revolución	Francesa	o	las	guerras	mundiales	del
siglo	XX,	tuvieron	sobre	ellas.	Además,	claro	está,	de	establecer	conexiones
con	otras	ciencias	—sobre	todo	la	física—	y	áreas	de	la	cultura	—como	la
filosofía,	o	la	pintura—.
He	vertebrado	la	historia	tomando	el	siglo	XVII	como	eje.	Antes	de	ese	siglo
las	matemáticas	consistían	esencialmente	en	dos	áreas	separadas:	aritmética/
álgebra	y	geometría.	Esta	situación	cambió	en	el	siglo	XVII,	cuando	la
geometría	analítica	estableció	una	fuerte	conexión	entre	el	álgebra	y	la
geometría;	y,	además,	nació	el	cálculo	infinitesimal,	que	luego	derivó	en	el
análisis	matemático,	la	tercera	de	las	áreas	fundamentales	de	las
matemáticas.
Esto	produjo	cambios	sustanciales	en	las	matemáticas	que	se	hicieron	en	los
siglos	XVIII	y	XIX,	donde	se	dio	un	mestizaje	muy	enriquecedor	—el	análisis
se	alió	con	la	geometría	analítica	para	producir	la	geometría	diferencial,	por
citar	sólo	un	ejemplo—,	hasta	que	la	llegada	del	siglo	XX,	y	la	axiomatización
de	muchas	de	las	estructuras	abstractas	surgidas	en	los	dos	siglos	anteriores,
detuvo	y,	hasta	cierto	punto,	revirtió	ese	mestizaje.
Naturalmente,	la	producción	matemática	no	ha	sido	uniforme	a	lo	largo	de	los
más	de	tres	mil	años	que	se	recorrerán	en	la	segunda	y	tercera	parte	de	este
libro,	ni	homogénea	su	distribución	geográfica.	Hubo	momentos	estelares
como	el	protagonizado	por	los	griegos	entre	los	siglos	V	y	II	a.	C.,	y	momentos
de	profunda	decadencia	como	los	vividos	en	Europa	durante	buena	parte	de	la
Edad	Media.	Aunque	sí	es	cierto	que	a	partir	del	siglo	XVI	ha	habido	un
crecimiento	continuado	de	la	producción	matemática;	lo	que	explica	que	la
segunda	parte	de	esta	obra	abarque	de	las	cavernas	al	siglo	XVII,	y	la	tercera,
del	siglo	XVIII	a	nuestros	días.	O	casi,	porque	conforme	nos	adentramos	en	el
siglo	XX,	la	progresiva	especialización	y	abstracción,	y	el	incremento
exponencial	de	la	producción	matemática,	hacen	imposible	darle	cabida	en
una	historia	breve	y	básica	como	esta.
Lo	que	sí	he	procurado	es	incluir	un	catálogo	de	problemas,	todo	lo	extenso
que	me	permite	el	perfil	de	esta	obra,	sobre	los	que	se	sigue	investigando	hoy
en	día	con	denuedo,	por	la	sencilla	razón	de	que	seguimos	desconociendo	su
solución.	Esto	es	algo	fundamental	porque,	si	bien	este	es	un	libro	de	historia,
las	matemáticas	son	sobre	todo	futuro:	la	increíble	vitalidad	de	que	goza	hoy
esta	ciencia	milenaria	deviene	precisamente	de	un	catálogo	interminable	de
problemas	sin	resolver.	Y,	aunque	muchos	de	ellos	vienen	de	lejos,	ese
catálogo	se	renueva	continuamente	por	el	propio	desarrollo	interno	de	las
matemáticas	y,	también,	por	los	problemas	que	el	resto	de	las	ciencias	y	la
tecnología,	donde	las	matemáticas	son	fundamentales,	le	acaban	planteando.
El	lector	atento	habrá	ya	observado	que	he	dejado	para	el	final	describir	lo
que	haré	en	la	primera	parte	de	este	libro:	será	un	ampliopreámbulo	donde
trataré	algunos	asuntos	que	no	son	propiamente	historia,	pero	sí	relevantes
tanto	para	entender	las	matemáticas	como	su	desarrollo	histórico.	En	la
primera	parte	describiré	qué	son	las	matemáticas	y	para	qué	sirven,	y
discutiré	la	importancia	que	tiene	esa	componente	emocional	a	la	que	me
refería	al	principio	de	este	prólogo.	Porque	eso	marcará	la	filosofía	con	que	he
escrito	este	libro:	será	una	breve	historia	de	las	ideas	matemáticas,	pero
analizadas	en	su	contexto	histórico	y	arropadas	por	sus	circunstancias
emocionales.	Todo	lo	cual	conformará	un	mosaico	de	historias	rico	e
interesante,	que	va	desde	que	la	humanidad	habitaba	las	cavernas	hasta
nuestros	días.
Quiero	señalar	por	último	que	este	libro	es	tributario	de	la	docena	larga	que,
fruto	de	mis	desvelos	por	la	historia	y	la	divulgación	de	las	matemáticas,	en
particular,	y	de	la	ciencia,	en	general,	he	publicado	en	las	últimas	dos
décadas.	Además,	naturalmente,	de	lo	aprendido	en	historias	generales	de	las
matemáticas	y	otras	ciencias,	particulares	de	alguna	de	sus	áreas	o	alguno	de
sus	problemas,	estudios	biográficos	y	misceláneas;	sin	olvidar,	claro	está,	el
débito	que	tengo	con	las	fuentes	originales	—por	más	que	a	eso	se	añada	la
satisfacción	impagable	que	siempre	produce	su	lectura	y	consulta—.
Primera	parte
Qué	son	las	matemáticas	y	para	qué	sirven
Siendo	muy	sintéticos	y	un	poco	imprecisos,	podemos	afirmar	que	las
matemáticas,	o	al	menos	lo	que	se	ha	venido	entendiendo	por	matemáticas	en
el	mundo	occidental	desde	los	últimos	dos	milenios	y	medio,	pueden	definirse
como	la	búsqueda	y	el	descubrimiento	de	secretos	ocultos	en	sistemas	de
objetos	que	responden	a	un	cierto	patrón	más	o	menos	conocido,	secretos	que
una	vez	descubiertos	hay	que	demostrar	usando	un	depurado	razonamiento
lógico.	Los	sistemas	de	objetos	donde	se	ocultan	secretos	de	interés
matemático	pueden	ser	de	lo	más	variado.	Los	hay	de	tipo	geométrico,	como
triángulos	o	círculos,	o	de	tipo	numérico,	como	los	familiares	números	0,	1,	2,
3...	que	usamos	para	contar,	o	las	fracciones	que	con	ellos	podemos	formar,	o
los	más	complicados	que	usamos	para	medir	distancias	—que	incluyen	los
números	irracionales
,
...	o	los	trascendentes	como	π	o	e	—.	Históricamente,	estos	sistemas
geométricos	y	numéricos	fueron	los	primeros	que	se	consideraron,	pero
conforme	los	siglos	iban	desgranándose	fueron	estudiándose	otros	más
complejos	y	abstractos.
He	aquí	dos	ejemplos	del	tipo	de	secretos	que	un	matemático	busca	descubrir
en	un	sistema	de	objetos	que	responden	a	un	cierto	patrón	más	o	menos
conocido.	El	primer	ejemplo	es	el	de	mayor	solera	histórica	de	todas	las
matemáticas,	y	afecta	a	un	sistema	de	objetos	geométricos:	todos	los
triángulos,	uno	de	cuyos	ángulos	es	recto	—ese	es	el	patrón	conocido—.	El
secreto	en	cuestión	oculto	en	ese	sistema	de	objetos	responde	a	la	pregunta:
¿habrá	alguna	relación	especial	entre	los	lados	de	cada	uno	de	tales
triángulos?	La	respuesta	es	que	sí	y	se	la	conoce	como	«teorema	de
Pitágoras»,	aunque	esa	relación	era	ya	conocida	por	matemáticos	babilonios
más	de	mil	años	antes	del	nacimiento	de	Pitágoras.	Lo	que	establece	una
antigüedad	de,	al	menos,	tres	milenios	y	medio	para	ese	resultado	matemático
—sobre	todo	esto	daré	más	detalles	en	la	sección	1.1—.
El	segundo	ejemplo	prometido	tiene	como	ambiente	el	familiar	sistema	de	los
números	enteros:	el	secreto	que	queremos	descubrir	consiste	en	dar	con
todos	los	números	enteros	que	son,	a	la	vez,	producto	de	dos	y	tres	enteros
consecutivos.	Es	un	problema	mucho	más	reciente.	La	primera	referencia	que
yo	he	encontrado	es	del	siglo	XX	—aunque	no	descarto	que	haya	sido
considerado	algunos	siglos,	o	incluso	decenas	de	siglos,	antes—.	Lo	resolvió
L.	J.	Mordell	en	1963:	«El	problema	me	fue	propuesto	por	el	profesor	Burton
Jones	—escribió	Mordell—,	quien	lo	recibió	del	señor	Edgar	Emerson».	Diré
mucho	más	sobre	este	problema,	y	otros	parecidos,	en	la	sección	7.5.
Así	pues,	los	matemáticos	nos	dedicamos	a	buscar	secretos	en	sistemas	de
objetos	más	o	menos	abstractos.	Pero	hay	algo	más,	algo	que	tiene	que	ver
con	actitudes	de	tipo	emocional.	Habitualmente	esa	búsqueda	de	secretos	es
apasionada,	a	veces	casi	podría	calificársela	de	irracional;	la	célebre	frialdad
lógica	de	las	matemáticas	sólo	reside	en	las	demostraciones,	pero	a	menudo
brilla	por	su	ausencia	en	la	indagación	y	descubrimiento	de	los	secretos.	Esta
presencia	de	lo	apasionado	en	las	matemáticas	se	suele	pasar	por	alto	en	las
historias	de	esta	ciencia,	aunque	personalmente	me	parece	algo	fundamental,
porque,	de	un	lado,	lo	emocional	y	lo	racional	se	entrecruzan	en	las
matemáticas	de	forma	a	la	vez	intrincada	e	intensa,	y	es	precisamente	en	esa
mezcla	de	lo	emocional	y	lo	racional	donde	se	esconde	la	esencia	de	la
condición	humana.	La	conclusión	es	que	una	historia	de	las	matemáticas,
aunque	sea	breve	como	esta,	que	atienda	adecuadamente	los	aspectos
emocionales	además	de	los	racionales,	puede	ayudarnos	a	comprender	algo
mejor	nuestra	naturaleza	como	especie.
Si	hay	un	concepto	matemático	donde	se	den	cita	con	especial	intensidad
estos	aspectos	emocionales,	ese	es	el	de	infinito.	El	infinito	es	como	un	nido
de	víboras,	y	a	la	inteligencia	humana	le	ha	costado	milenios	meter	ahí	la
mano;	para	domarlo	se	han	necesitado	buenas	dosis	de	pasión,	locura,
valentía,	ciencia	y	arte.
A	los	aspectos	emocionales	de	las	matemáticas	y	al	infinito	le	dedicaré	el
primer	capítulo	de	este	libro.
El	segundo	capítulo	de	esta	primera	parte	estará	dedicado	a	mostrar	que	las
matemáticas	son	más	que	un	puro	divertimento.	A	pesar	de	que,	en	buena
manera,	consisten	en	elucubrar	con	objetos	cuyo	carácter	abstracto	los	aleja
del	mundo	real	que	nos	rodea,	las	matemáticas	tienen	aplicaciones.	La
dicotomía	entre	lo	puro	y	lo	aplicado	ha	transitado	toda	la	historia	de	las
matemáticas,	a	veces	de	forma	un	tanto	esquizofrénica	como	si	de	la	pugna
entre	el	doctor	Jekyll	y	el	señor	Hyde	se	tratara.	Una	circunstancia
especialmente	relevante	en	esa	disputa	es	hasta	qué	punto	la	inmensa
utilidad	que	las	matemáticas	tienen	para	estudiar	la	naturaleza	es
sorprendente	—el	Nobel	de	Física	Eugene	Wigner	llegó	a	calificar	esa	utilidad
de	«irracional»—.	Otra	cuestión	que	trataré	es	la	del	valor	estético	de	las
matemáticas,	porque,	a	mi	entender,	las	matemáticas	son	un	arte	con
aplicaciones,	lo	que	establece	una	conexión	muy	íntima	con	la	parte
emocional	del	ser	humano	—a	la	que	me	refería	unas	líneas	más	arriba—,	y
aumenta	el	halo	«irracional»	que	tiene	su	utilidad	para	explicar	la	naturaleza
—como	si	la	paleta	de	colores	que	usó	Van	Gogh	pudiera	explicar	el	espectro
de	la	luz	blanca—.	Andrés	Trapiello	escribió:	«La	poesía	es	verdad
indemostrable».	La	poesía	pretende,	según	el	diccionario,	manifestar	la
belleza	o	el	sentimiento	estético	por	medio	de	la	palabra,	en	verso	o	en	prosa.
Las	matemáticas,	a	fin	de	cuentas,	son	verdades	demostradas,	por	lo	que	su
universo	no	debe	andar	demasiado	alejado	del	poético.
No	pretendo	en	estos	dos	primeros	capítulos	enhebrar	un	elaborado	discurso
teórico,	ni	amontonar	tesis,	argumentos	o	proclamas;	el	propósito	será
ilustrar	mis	razones	con	un	puñado	de	bien	escogidos	ejemplos	que,	en	este
caso,	corresponderán	con	apuntes	biográficos	de	algunos	grandes
matemáticos.	Así,	en	el	primer	capítulo	comparecerán	tres	de	los	más	grandes
matemáticos	del	último	siglo	y	medio:	Cantor,	Hardy	y	Ramanujan;	mientras
que	en	el	segundo	capítulo	lo	harán	dos	de	los	situados	en	el	podio	supremo:
Arquímedes	y	Gauss.
1
¿Prudencia	contra	pasión?
1.1.	APOLO	Y	DIONISOS
No	es	raro	encontrarse	con	los	griegos	al	comienzo	de	una	historia	de	las
matemáticas,	aunque	lo	habitual	es	darse	de	bruces	con	«matemáticos
griegos»	y	no,	como	es	el	caso	de	este	libro,	con	dos	«dioses	griegos»:	Apolo	y
Dionisos,	representante	el	primero	de	los	comportamientos	serenos	y
prudentes,	y	el	segundo	de	los	irracionales	y	apasionados.	Pero	para
responder	cabalmente	a	la	pregunta	«¿qué	son	las	matemáticas?»	es
imprescindible	procurar	que	los	lectores	reflexionen	sobre	laprudencia	y	la
pasión,	y	quizá	nada	mejor	que	apelar	a	la	capacidad	explicativa	y	de	síntesis
de	los	mitos	griegos	para	iniciar	esa	reflexión.
Apolo,	después	de	Zeus,	acaso	sea	el	más	importante	de	todos	los	dioses
griegos;	y	a	pesar	de	ser,	con	toda	probabilidad,	una	incorporación	asiática,
es	el	más	griego	de	los	dioses.	Hijo	de	Zeus	y	Leto,	a	Apolo	se	le	consagró	el
santuario	más	célebre	y	celebrado	de	todos	los	santuarios	griegos:	el	de
Delfos,	supuestamente	tras	matar	allí	con	sus	flechas	al	monstruo-serpiente
Pitón;	en	el	santuario	se	ubicaba	el	omphalos	,	u	ombligo	del	mundo.	Según
cuenta	Robert	Graves	en	Los	mitos	griegos	:	«En	la	época	clásica,	la	música,
la	poesía,	la	filosofía,	la	astronomía,	las	matemáticas,	la	medicina	y	la	ciencia
se	hallaban	bajo	la	dirección	de	Apolo.	Como	enemigo	de	la	barbarie,	defendía
la	moderación	en	todas	las	cosas».	Sereno,	distante,	prudente,	Apolo
representa	el	conocimiento	contemplativo.
Por	contra	Dionisos	—o	Baco,	nombre	por	el	que	también	se	le	conoce—	es	el
dios	más	singular	del	panteón	griego,	un	dios	que	tuvo	un	doble	nacimiento	o,
si	se	prefiere,	una	muerte	y	posterior	resurrección.	Sus	orígenes	son	tracios
y,	de	su	compleja	teogonía,	a	mí	me	interesa	resaltar	aquí	el	mito	que	lo
describe	como	hijo	de	Zeus	y	Perséfone.	De	niño,	Dionisos	fue	raptado	por	los
titanes;	hay	distintas	versiones	sobre	el	rapto	y	los	posteriores
acontecimientos,	pero	todas	ellas	pintan	una	cruel	y	terrible	tragedia:	con	sus
rasgos	blanqueados	con	yeso,	los	titanes	engañan	al	dios	niño	con	regalos	y	lo
atraen	utilizando	el	reflejo	de	su	rostro	infantil	en	un	espejo,	después	lo
descuartizan	y	devoran	asados	sus	miembros.	Para	cuando	son	alcanzados	por
el	rayo	vengador	de	Zeus	y	reducidos	a	cenizas,	sólo	queda	del	horrendo
festín	el	corazón	de	Dionisos,	que	su	padre	come	para	devolverlo	así	a	la	vida.
Muerte	y	resurrección.	Y	un	corolario:	el	nacimiento	de	los	humanos,	que	nos
cuenta	así	Carlos	García	Gual	en	su	Diccionario	de	mitos	:	«De	la	ceniza	de
los	fieros	titanes	nacieron	los	hombres,	con	un	fondo	bestial	y	titánico,	pero
también	con	cierta	esquirla	dionisíaca.	Es	decir,	con	una	propensión	a	la
hybris	,	al	desenfreno	y	a	la	violencia,	pero	con	un	impulso	divino	en	su
alma».
La	dimensión	ritual	y	mistérica	de	lo	dionisíaco,	que	late	en	el	origen	del	mito,
contrasta	con	la	de	los	otros	dioses	griegos,	en	especial	con	la	serenidad	de
Apolo.	Tomando	como	punto	de	partida	esas	diferencias	entre	Apolo	y
Dionisos,	Friedrich	Nietzsche	(1844-1900)	estableció	una	dicotomía	entre	lo
apolíneo	y	lo	dionisíaco.	Lo	primero,	lo	propio	del	dios	Apolo,	es	lo	que	tiene
mesura	y	serenidad;	es,	como	escribió	Nietzsche:	«La	libertad	bajo	la	ley».	Lo
segundo,	lo	propio	de	Dionisos,	es	el	desenfreno,	la	embriaguez,	lo	que
desborda	la	medida	y	el	orden.	La	prudencia	es	virtud	apolínea,	mientras	que
la	pasión	es	dionisíaca.
Bertrand	Russell,	en	su	magnífica	Historia	de	la	filosofía	occidental	,
insistiendo	en	la	dicotomía	entre	lo	apolíneo	y	lo	dionisíaco	escribió:	«Muchas
cosas	admirables	de	las	obras	humanas	llevan	en	sí	un	elemento	de
embriaguez	—mental,	no	alcohólica—,	donde	la	prudencia	es	barrida	por	la
pasión.	Sin	el	elemento	dionisíaco,	la	vida	carecería	de	interés;	con	él,	es
peligrosa.	La	prudencia	contra	la	pasión:	este	conflicto	se	extiende	por	toda	la
historia.	Es	un	conflicto	en	el	cual	no	debíamos	tomar	parte	por	uno	o	por
otro	bando	resueltamente».
En	esa	batalla	entre	prudencia	y	pasión,	¿de	qué	parte	caerían	las
matemáticas?	Seguramente	son	mayoría	los	que	opinan	que	las	matemáticas
son	la	prudencia	contra	la	pasión.	En	mi	opinión,	eso	es	bastante	equivocado,
pues	ese	conflicto	late	también,	y	con	muchísima	fuerza,	en	el	corazón	de	un
matemático,	porque	para	hacer	matemáticas	hay	que	mantener	un	exquisito
equilibrio	entre	prudencia	y	pasión,	lo	que	es	tanto	como	decir	aguantar	el
desgarro	que	producen	Apolo	y	Dionisos	tirando	cada	uno	para	su	lado.	Y	es
que	las	matemáticas	no	son	sino	un	equilibrio	inestable	entre	prudencia	y
pasión,	una	mezcla	sutil	de	cautela	y	de	afición	vehemente,	un	diálogo	a
media	voz	hecho	con	templanza	dialéctica,	y	un	afecto	del	ánimo
profundamente	embriagador	y	desordenado.
Escribía	unas	páginas	más	arriba	que,	en	una	primera	aproximación,	las
matemáticas	pueden	definirse	como	la	búsqueda	y	descubrimiento	de
secretos	ocultos	en	objetos	o	sistemas	de	objetos	que	responden	a	un	cierto
patrón	más	o	menos	conocido,	secretos	que,	una	vez	descubiertos,	hay	que
demostrar	usando	la	más	pura	lógica.	Explicaré	más	detalladamente	todo	esto
con	un	ejemplo	—el	teorema	de	Pitágoras—,	para	después	analizar	cómo	la
dicotomía	entre	prudencia	y	pasión	ayuda	a	entender	más	cabalmente	ese
esquema	de	lo	que	son	las	matemáticas.
El	teorema	de	Pitágoras	es	uno	de	los	pocos	resultados	matemáticos	que
forman	parte	de	lo	que	se	ha	dado	en	llamar	el	«imaginario	colectivo»,	esa
supuesta	colección	de	enseñanzas,	conocimientos	y	datos	que	todos,	o	casi
todos,	albergamos	de	forma	común	en	nuestra	memoria.	El	teorema	establece
que	en	todo	triángulo	rectángulo	—esto	es,	uno	de	sus	ángulos	es	recto—	el
lado	mayor	al	cuadrado	es	igual	a	la	suma	de	los	cuadrados	de	los	otros	dos
lados.	Como	ya	escribí	antes,	a	pesar	de	llamarse	teorema	de	Pitágoras,	esa
relación	entre	los	lados	de	un	triángulo	rectángulo	era	ya	conocida	por
matemáticos	babilonios	más	de	mil	años	antes	del	nacimiento	de	Pitágoras.
En	efecto,	tenemos	constancia	escrita	de	que	en	Mesopotamia,	décadas	antes
de	que	el	rey	Hammurabi	reinara	en	Babilonia,	había	matemáticos	que	sabían
que	si	los	catetos	de	un	triángulo	rectángulo	miden	3	y	4,	entonces	su
hipotenusa	mide	5;	y	si	estos	miden	119	y	120,	entonces	la	hipotenusa	mide
169;	o	si	miden	65	y	42,	entonces	la	hipotenusa	mide	97.	Cabe	pues	concluir
que	los	babilonios	habían	descubierto	ese	secreto	tan	bien	escondido	en	un
triángulo	rectángulo.	Ahora	bien,	a	partir	de	los	primeros	matemáticos
griegos,	y	Pitágoras	fue	el	más	importante	de	ellos	—aunque	su	figura	es	más
mítica	que	histórica—,	además	de	descubrir	secretos	ocultos,	el	matemático
tiene	que	hacer	algo	más:	tiene	que	«demostrar»	la	veracidad	de	ese	secreto
que	dice	haber	encontrado.	Pitágoras	y	sus	seguidores	propusieron	algo	de	lo
que	no	se	ha	encontrado	rastro	en	ninguna	civilización	anterior	a	los	griegos.
Primero	afirmaron	que	la	relación	entre	los	catetos	y	la	hipotenusa	no	sólo	se
da	en	unos	cuantos	triángulos	rectángulos,	sino	en	todos	los	triángulos
rectángulos	que	puedan	existir;	y,	segundo,	proporcionaron	una
«demostración»	de	ese	hecho.
Es	muy	posible	que	los	matemáticos	babilonios	comprobaran	que	en	muchos
casos	concretos	de	triángulos	rectángulos,	como	los	ejemplos	anteriormente
citados,	se	verifica	esa	relación	entre	los	catetos	y	la	hipotenusa.	Pitágoras,
en	cambio,	se	cuestionó	si	esa	propiedad	era	cierta	en	«todos»	los	triángulos
rectángulos.	Naturalmente	esto	es	algo	muy	ambicioso;	y	hay,	además,	algo
pretencioso	en	plantearse	si	la	propiedad	vale	o	no	en	«todos»	los	triángulos
rectángulos,	porque	es	evidente	que	no	se	pueden	dibujar	y	medir	todos	los
triángulos	rectángulos,	¿cómo	saber	entonces	que	esa	propiedad	se	verifica
en	todos?	Consecuente	con	su	pretensión,	Pitágoras	propuso	entonces	que
para	que	este	tipo	de	afirmaciones	ambiciosas	se	puedan	tomar	en	serio,	hay
que	justificarlas	adecuadamente,	dar	algún	tipo	de	razón	que	vaya	más	allá	de
comprobar	lo	que	ocurre	en	unos	cuantos	casos	particulares.	En	otras
palabras,	dar	un	razonamiento	que	nos	convenza,	fuera	de	toda	duda,	de	la
verdad	de	nuestra	afirmación.	Esto	es	lo	que	se	llama,	en	matemáticas,	una
demostración.	En	una	demostración	se	parte	de	uno	o	varios	hechos	evidentes
y	mediante	una	cadena	de	razonamientos,	cada	uno	de	los	cuales	se	deduce
lógicamente	de	los	anteriores,	se	alcanza	otro	hecho	no	evidente	cuya	verdad
queda	entonces	establecida.	Una	demostración	es	algo	cualitativamente	muy
diferente	a	la	comprobación	de	unos	cuantos	casos.	Esa	exigencia	que	los
matemáticos	griegos	se	impusieron	hace	que	sus	matemáticastengan	un	olor
y	un	sabor	muy	distinto	al	que	tenían	las	matemáticas	de	babilonios	y
egipcios.	Y	ese	oler	y	saber	distinto	nos	está	señalando	algo	fundamental:	que
los	griegos	parieron	unas	matemáticas	distintas,	cualitativamente	distintas,	a
las	que	hicieron	otras	culturas	anteriores.	Unas	matemáticas	muchísimo	más
sofisticadas	y	ambiciosas,	y	cuyas	características	son	prácticamente	idénticas
a	las	que	nosotros	seguimos	haciendo	hoy	en	día.
¿Qué	tiene	todo	esto	que	ver	con	la	pelea	entre	la	prudencia	y	la	pasión
representadas	por	la	dicotomía	entre	lo	apolíneo	y	lo	dionisíaco?	Como	escribí
antes,	un	matemático	es	un	detective	que	busca	secretos,	un	descubridor,	en
suma.	Y	en	el	proceso	de	búsqueda	prima	el	elemento	pasional,	dionisíaco,
porque	en	el	proceso	que	lleva	a	hacer	un	gran	descubrimiento	matemático,
como	en	el	que	lleva	a	hacer	un	descubrimiento	geográfico,	hay	mucho	de
aventura.	Lo	que	requiere	apasionarse	por	lo	buscado,	una	buena	dosis	de
tesón,	bastante	fe	y	mucha	confianza	en	que	seremos	capaces	de	encontrarlo
—pasión,	fe	y	confianza	a	menudo	bastante	irracionales—;	no	es	raro	que
también	se	requieran	grandes	cantidades	de	imaginación,	sobre	todo	para
descubrir	caminos	nuevos	que	nos	lleven	al	objetivo	cuando	encontremos
bloqueados	los	que	seguíamos;	por	supuesto,	requiere	energía	y	cierta
embriaguez	del	espíritu	que	nos	haga	más	soportable	la	fatiga	y	aleje	de
nosotros	el	desaliento.
Pero	no	sólo	se	trata	de	encontrar	secretos:	una	vez	descubiertos,	esos
secretos	tienen	que	ser	demostrados	usando	la	más	pura	lógica.	Y	aquí	es
donde	entra	en	juego	el	elemento	apolíneo	de	la	prudencia,	porque	cuando	de
demostrar	se	trata,	hay	que	ser	fríos,	calculadores,	escrupulosos	con	la	lógica;
prudentes,	en	suma.
Si	apelamos	al	diccionario	de	la	RAE,	encontraremos	que	«prudencia»	es
«templanza,	cautela,	moderación»,	y	«sensatez	y	buen	juicio»;	mientras	que
«pasión»	es	«cualquier	perturbación	o	afecto	desordenado	del	ánimo»	y
«apetito	o	afición	vehemente	a	una	cosa».	Es	por	ello	que,	en	matemáticas,
hay	que	ser	pasionales	en	la	búsqueda	de	secretos	pero	prudentes	cuando	se
trata	de	establecer	su	validez	mediante	una	demostración.	Lo	que	nos	vuelve
a	llevar	al	enfrentamiento	entre	lo	apolíneo	y	lo	dionisíaco.	La	demostración
debe	estar	guiada	por	la	«libertad	bajo	la	ley»	lógica,	mientras	que	en	la
indagación	impera	cierta	embriaguez	y	desenfreno	que	desborda	la	medida	y
el	orden.
1.2.	LAS	MATEMÁTICAS	Y	SUS	CIRCUNSTANCIAS
Consideraré	ahora	otro	de	los	aspectos	de	las	matemáticas	más	desconocidos
y	poco	tratados:	el	conglomerado	emocional	que	las	rodea.	Si	paramos	al	azar
a	alguien	por	la	calle	y	le	preguntamos	por	la	condición	humana	y	las
matemáticas,	seguramente	diría	que	son	asuntos	ajenos	uno	del	otro.	Y,
posiblemente,	esa	sería	también	la	respuesta	de	más	de	un	matemático.	Las
matemáticas	tienen	fama	de	ser	un	conjunto	de	abstracciones	que	guardan
poca	o	ninguna	relación	con	los	sentimientos	de	los	humanos.	Pero,	tal	y	como
ya	apunté	unas	páginas	antes,	las	matemáticas	y	sus	circunstancias
emocionales	son	capaces	de	ayudarnos	a	revelar	lo	que	somos	y,	por	tanto,
sirven	también	para	que	los	humanos	nos	podamos	comprender	mejor	a
nosotros	mismos,	para	profundizar,	en	suma,	en	el	conocimiento	de	la
condición	humana.
Ya	sé	que	esto	suena	raro,	y	que	nuestro	viandante	imaginario	dirá	que	cómo
pueden	las	matemáticas,	que	en	buena	medida	no	entendió	cuando	se	las
enseñaron	en	la	escuela,	hacerle	conocer	mejor	el	género	humano.	Y	seguro
que	más	de	un	matemático,	que	sí	comprende	los	misterios	de	su	ciencia,
tampoco	alcanzará	a	ver	cómo	puede	esta	iluminar	ese	pozo	oscuro	que	es	la
naturaleza	humana.	Para	los	escépticos	debo	recalcar	que	esa	capacidad
iluminadora	la	poseen	las	matemáticas	cuando	le	añadimos	sus
circunstancias.	Por	circunstancias	de	un	teorema,	por	ejemplo,	me	refiero	a
los	entresijos	históricos	en	que	se	desenvolvieron	el	autor,	o	los	autores,	de
ese	teorema,	ya	fuera	la	persona	que	lo	conjeturó,	aquella	que	lo	demostró	o
lo	refutó,	o	aquellas	otras	que	intentaron	una	cosa	u	otra	sin	éxito,	si	alguna
hubo.
Entiendo	que	las	circunstancias	de	las	matemáticas	son,	en	cierta	forma,
similares	a	las	circunstancias	que	describió	Ortega	y	Gasset	como
compañeras	inseparables	para	entender	el	yo.	Esas	circunstancias	de	las
matemáticas	tienen	mucho	que	ver	con	la	historia	de	las	matemáticas,	pero,
tal	y	como	yo	lo	entiendo,	no	son	la	misma	cosa.
Ahora	puedo	precisar	algo	mejor	esa	afirmación,	inverosímil	para	nuestro
viandante	y	dudosa	incluso	para	más	de	un	matemático	incrédulo,	de	que	las
matemáticas	pueden	ayudarnos	a	entender	mejor	lo	que	somos.	Yo	tengo	para
mí	que	de	la	confrontación	del	mundo	abstracto	de	las	matemáticas	y	el
mundo	emocional	donde	moran	quienes	las	descubren	o	las	inventan,	se
desprende	una	luz	que	puede	ayudar	a	alumbrar	las	más	recónditas
profundidades	de	la	naturaleza	humana;	no	en	vano,	casi	más	que	ninguna
otra	creación	humana,	las	matemáticas	son	hijas	de	nuestra	mente	—en	su
forma	más	descarnada	y	solitaria—,	y,	no	lo	olvidemos,	es	nuestro	cerebro	lo
que	nos	hace	ser	lo	que	somos.
Como	el	lector	estará	comprobando,	ese	puente	que	tienden	las	matemáticas
entre	la	parte	más	abstracta	y	la	más	emocional	del	cerebro	humano	es,	en
cierta	forma,	consustancial	a	la	dicotomía	ya	discutida	entre	lo	apolíneo	y	lo
dionisíaco,	o	entre	prudencia	y	pasión.
Como	expliqué	antes,	este	libro	no	pretende	enhebrar	un	elaborado	discurso
teórico	sobre	las	matemáticas	y	su	historia,	ni	amontonar	razones,
argumentos	o	proclamas	a	favor	de	algunas	tesis	aquí	defendidas.	En	la
manera	de	lo	posible,	su	propósito	será	ilustrarlas	con	un	puñado	de	bien
escogidos	ejemplos,	en	su	mayoría	biografías	de	matemáticos	relevantes.	Que
el	lector	después	saque	sus	propias	conclusiones.	En	el	caso	de	la	dicotomía
tan	fundamental	en	matemáticas	entre	la	prudencia	y	la	pasión,	así	como	en
lo	relativo	a	sus	circunstancias	emocionales,	hay	varios	ejemplos	de
matemáticos	de	diversas	épocas	que	se	pueden	tomar	como	modelo.	Por
diversas	razones,	una	de	las	cuales	es	que	corresponden	a	la	más	cercana
historia	de	las	matemáticas	del	siglo	XX,	yo	he	elegido	a	G.	Harold	Hardy
(1877-1947)	y	Srinivasa	Ramanujan	(1887-1920).	Para	resaltar	la	complejidad
de	la	naturaleza	humana,	tan	presente	en	las	circunstancias	de	las
matemáticas,	he	procurado	dotar	a	los	apuntes	biográficos	de	los
matemáticos,	en	particular	a	los	que	siguen	de	Hardy	y	Ramanujan,	de	cierta
tensión	narrativa,	especialmente	en	momentos	de	intensidad	emocional	—
tanta	hay	en	este	caso,	que	la	historia	sirvió	de	guión	en	2015	de	una	película
británica	protagonizada	por	Dev	Patel	(Ramanujan)	y	Jeremy	Irons	(Hardy);	a
mi	modo	de	ver,	la	película	es	algo	floja	y	no	refleja	ni	de	cerca	la	complejidad
y	profundidad	de	una	historia	tan	apasionante—.
1.3.	RAMANUJAN	Y	HARDY
En	la	historia	de	las	matemáticas	no	escasean	los	personajes	singulares;	los
ha	habido	con	una	intensa	vida	emocional,	además	de	científica,	rajados	otros
de	parte	a	parte	por	las	circunstancias	históricas,	políticas	y	sociales	que	les
tocó	en	suerte	o	en	desgracia	vivir;	unos,	quizá	los	más,	han	tirado	a
eremíticos	mientras	que	otros,	los	menos,	no	han	rehuido	fiestas	ni	saraos.	De
todos	los	matemáticos	de	primera	fila	que	ha	habido	a	lo	largo	de	la	historia,
Ramanujan	ha	sido,	sin	duda,	el	más	singular,	o	por	ser	más	preciso:	el	más
inexplicable.	Precisamente	porque	en	él,	el	elemento	apasionado,	lo
dionisíaco,	alcanza	proporciones	difícilmente	imaginables.	Uno	de	sus
primeros	biógrafos	supo	condensar	en	una	frase	el	ímpetu	con	que
transcurrió	su	vida:	«Como	un	meteoro,	Srinivasa	Ramanujan	apareció
súbitamente	en	el	firmamento	matemático,	cruzó	raudo	la	corta	duración	de
su	vida,	se	consumió	y	desapareció	con	igual	rapidez».
Nacido	en	1887	en	un	pueblo	al	sur	de	Madrás	en	una	familia	de	brahmines
pobres,	Ramanujan	fue	incapaz	de	obtener	siquiera	el	equivalente	al	título	de
bachiller,	y	no	tanto	por	razones	económicas,	sino	porque	nunca	le	interesó
ningún	otro	estudioque	no	fueran	las	matemáticas.	Fue	un	muchacho
«especial»	que	cayó	bajo	el	embrujo	de	los	números	y	logró	levantar	de	la
nada	un	soberbio	edificio	matemático.	Y	lo	hizo	solo,	sin	la	ayuda	de	nadie,
sentado	a	la	puerta	de	su	casa,	escribiendo	en	una	pizarra	y	borrando	con	el
codo.	Hasta	ese	momento,	su	mayor	fuente	de	conocimiento	matemático
había	sido	un	singular	libro,	escrito	por	George	S.	Carr	y	publicado	en	1880,
que	consistía	en	unos	cinco	mil	resultados	encadenados	uno	detrás	de	otro;
resultados	que	correspondían,	mayormente,	a	fórmulas,	ecuaciones	o
teoremas	agrupados	según	las	áreas	más	tradicionales	y	básicas	de	las
matemáticas:	álgebra,	geometría,	trigonometría,	cálculo	infinitesimal,	etc.	El
libro	no	contenía	demostraciones,	aunque	ocasionalmente	se	indicaba	cómo
unos	resultados	podían	ser	deducidos	de	otros;	era,	en	cierta	forma,	un	libro
anticuado	y	seguramente	inapropiado	para	aprender	matemáticas	a	finales
del	siglo	XIX,	y	que	hoy	es	conocido	únicamente	porque	fue	el	que	inflamó	el
apasionado	romance	que	Ramanujan	mantuvo	con	las	matemáticas	a	lo	largo
de	su	muy	corta	vida.
Cuando	los	teoremas	y	fórmulas	de	Ramanujan	empezaron	a	trascender,	la
pequeña	comunidad	científica	de	Madrás	—o	Chennai,	por	usar	el	nombre
actual	de	la	ciudad—	fue	incapaz	de	determinar	si	estaba	ante	un	genio	o	ante
un	loco.	Comprendiendo	que	nadie	en	su	entorno	más	cercano	podía	entender
sus	fórmulas,	Ramanujan	decidió	enviarlas	a	Cambridge,	centro	entonces	de
las	matemáticas	inglesas.	Pero	ni	la	primera	carta	que	envió,	ni	la	segunda,
surtieron	ningún	efecto,	porque	los	catedráticos	ingleses	a	quienes	iban
destinadas	estaban	demasiado	ocupados	para	intentar	comprender	lo	que	un
desconocido	oficinista	del	puerto	de	Madrás	les	enviaba.	La	tercera	carta
cayó	en	mejores	manos,	las	de	G.	Harold	Hardy.	Tenía	entonces	trenta	y	cinco
años	y	ejercía	de	pacifista	en	tiempos	de	guerra,	de	estilista	de	las
matemáticas	y	de	gourmet	de	los	números.	Fue,	según	su	propia	estimación,
el	quinto	mejor	matemático	puro	de	su	tiempo.	Lo	de	establecer	rankings	era
muy	del	gusto	de	Hardy	—lo	que	quizá	revele	un	carácter	competitivo—.	En
otra	ocasión	Hardy	elaboró	un	ranking	sobre	habilidad	matemática	natural,
donde	él	mismo	se	atribuía	25	puntos	sobre	100,	mientras	que	a	su	más
estrecho	colaborador,	John	Littlewood,	le	atribuyó	30,	y	al	alemán	David
Hilbert,	el	matemático	más	ilustre	de	la	época,	80.	La	máxima	puntuación	de
100	puntos	se	la	otorgó	a	Srinivasa	Ramanujan.
Hardy	se	tomó	el	trabajo	de	leer	la	carta	de	Ramanujan,	entre	sorprendido	e
incrédulo	por	lo	que	allí	estaba	escrito	—«Ciertamente	la	carta	más
extraordinaria	que	haya	recibido	jamás»,	afirmaría	después	Hardy—.	Pero
hizo	más,	se	tomó	la	molestia	de	estudiar	a	fondo	lo	que	el	oficinista	indio	le
había	enviado	—para	lo	que	buscó	la	ayuda	de	su	colega	Littlewood—,	y
cuando	calibró	que	estaba	ante	la	obra	de	un	genio,	removió	cielo	y	tierra
hasta	que	consiguió	llevar	a	Ramanujan	a	Cambridge.	Lo	que	no	fue	fácil,
porque	había	problemas	religiosos	que	se	interponían.	Ramanujan,	aunque
muy	pobre,	pertenecía	a	la	casta	más	selecta	de	la	India,	la	de	los	brahmines.
Y	un	brahmín	ortodoxo,	y	Ramanujan	lo	era,	tenía	prohibido	cruzar	los	mares,
algo	que	se	consideraba	tan	repugnante	como	comer	vaca	o	casarse	con	una
viuda.	Desobedecer	la	proscripción	de	no	cruzar	los	mares	significaba
desairar	la	casta	y	acarreaba	una	sentencia	de	ostracismo:	eventuales
problemas	para	acceder	a	los	templos,	negación	de	ayuda	para	el	funeral	de
los	familiares	muertos,	renuncia	de	las	hijas	casadas	a	visitarte	por	miedo	a
contaminarse.	Gandhi,	que	cruzó	los	mares	para	estudiar	derecho	en
Inglaterra	unas	décadas	antes,	vivió	una	situación	parecida,	y	fue	excluido	de
su	casta.	De	hecho,	muchos	de	los	parientes	brahmines	de	Ramanujan	no
asistieron	a	su	funeral,	porque	el	proceso	de	purificación	que	la	madre	había
decidido	aplicarle	a	su	hijo	cuando	volvió	de	Inglaterra	no	se	pudo	realizar
por	su	pésimo	estado	de	salud.
A	Hardy,	estos	escrúpulos	religiosos	le	disgustaron	bastante,	porque	él	era
más	que	ateo.	Dejó	de	creer	en	Dios	siendo	estudiante	del	Trinity	College	de
Cambridge.	Consecuente	como	era,	le	dijo	al	decano	que	no	volvería	a	ir	a	la
capilla,	algo	obligatorio	en	el	college	;	a	lo	que	el	decano	respondió	que	no	se
opondría	si,	a	cambio,	Hardy	ponía	a	sus	padres	en	antecedentes.	El	decano	y,
por	supuesto,	Hardy	sabían	que	estos	eran	muy	religiosos,	y	que	el	ateísmo
del	hijo	les	iba	a	causar	dolor.	Después	de	pensarlo	mucho,	Hardy	les	escribió
y,	efectivamente,	les	causó	gran	dolor;	como	alguien	dijo,	un	dolor	que	a
nosotros,	más	de	un	siglo	y	cuarto	después,	nos	es	difícil	imaginar.	Así	que
Hardy	no	sólo	dejó	de	creer	en	Dios,	sino	que	a	partir	de	entonces	lo
consideró	su	enemigo	personal.	Algo	ciertamente	incongruente	que	provocó
más	de	una	anécdota	jugosa,	como	cuando	salía	bien	abrigado	y	cargado	con
un	paraguas	en	las	tardes	soleadas:	no	es	que	Hardy	fuera	más	precavido	de
la	cuenta,	es	que	pensaba	que	si	Dios	lo	veía	pertrechado	con	un	paraguas	no
se	iba	a	tomar	la	molestia	de	estropear	la	tarde	con	lluvia.
El	problema	religioso	que	impedía	a	Ramanujan	cruzar	los	mares	acabó
arreglándose,	pero	no	sin	trabajo.	La	principal	guardiana	de	la	ortodoxia
religiosa	de	Ramanujan	fue	su	madre,	la	formidable	Komalatammal.	Ella
había	hecho	de	Ramanujan	lo	que,	en	cierta	forma,	él	llegó	luego	a	ser;	tal	fue
la	influencia	que	buena	parte	de	los	gustos	del	hijo	fueron	calcados	de	los	de
la	madre	—astrología,	numerología	y,	naturalmente,	gastronomía—.	La
semejanza	alcanzaba	también	al	parecido	físico.	Se	conservan	tres	fotografías
de	Ramanujan	—todas	ellas	tomadas	en	Inglaterra—	y	una	de	Komalatammal;
suficientes	para	mostrar	que	se	parecían	como	dos	gotas	de	agua,	tanto	en	los
rasgos	como	en	la	complexión.	Komalatammal	había	hecho	también	de	su	hijo
un	ferviente	brahmín,	inculcándole	amor,	respeto	y	veneración	por	los	dioses
preferidos	de	su	casta,	repulsión	por	las	castas	inferiores,	y	directamente
asco	por	los	parias	o	intocables	—las	madres	y	abuelas	lograban	inculcar	esa
repugnancia	por	los	intocables	a	base	de	obligar	a	los	niños	a	realizar	una
complicada,	aburrida	y	larga	sesión	de	baño	cada	vez	que	habían	tocado	a
uno	de	ellos;	«polución»	denomina	el	hinduismo	a	ese	contacto,	y
«purificación»	al	baño	ritual	necesario	para	revertirla;	en	fin,	cosas	de	las
religiones—.
Para	facilitar	la	partida	de	Ramanujan	hacia	Inglaterra,	la	diosa	tutelar	de	la
familia	indujo	en	Komalatammal	un	trance	muy	vívido	en	el	que	vio	a
Ramanujan	iluminado	por	un	halo	y	rodeado	de	sabios	europeos,	y	escuchó
que	la	diosa	le	ordenaba	no	interponerse	entre	su	hijo	y	el	propósito	de	su
vida.	Para	confirmar	la	visión	de	su	madre,	Ramanujan	fue	en	peregrinación	a
un	templo	de	la	diosa	situado	a	350	kilómetros	al	suroeste	de	Madrás.
Ramanujan	estuvo	allí	tres	días,	durmiendo	en	las	escalinatas	del	templo	y
contemplando	cómo	eran	exorcizadas	un	grupo	de	mujeres.	La	noche	del
último	día	tuvo	un	sueño	en	el	que	recibió,	como	si	fuera	un	destello,	una
revelación	que	le	eximía	del	mandato	de	no	cruzar	los	mares.	Aunque,	antes
de	partir	para	Inglaterra,	Ramanujan	tuvo	que	aprender	a	marchas	forzadas
costumbres	occidentales:	vestir	pantalones,	camisas,	corbatas	y	chaquetas,
andar	con	calcetines	y	zapatos	e,	incluso,	llevar	sombrero;	todo	lo	cual,	según
confesión	propia,	fue	una	verdadera	tortura,	porque	hasta	entonces	solía
vestir	un	ligero	y	cómodo	dhoti	,	la	pieza	rectangular	de	tela	que	se	enrolla	a
la	cintura	y	se	pliega	a	través	de	las	piernas	hasta	formar	esa	especie	de
pantalones	holgados	típicos	de	los	indios,	andaba	con	sandalias,	cuando	no
descalzo,	y,	de	vez	en	cuando,	se	encasquetaba	un	turbante.	También	le
instruyeron	en	el	uso	de	los	cubiertos,	pues	Ramanujan	comía	con	los	dedos,
como	solía,	y	suele	todavía,	ser	habitual	en	la	India.	Finalmente	sufrió	una
humillación	adicional;	Ramanujan	tenía	kutumi	,	o	sea,	una	típica	coleta	india.
Un	amigo	de	Ramanujan	pensó	que	aquello	sería	un	problema	en	Inglaterra,y
le	persuadió,	o	acaso	le	forzó	—los	primeros	biógrafos	de	Ramanujan	no	se
ponen	de	acuerdo	sobre	esto—,	a	que	se	la	cortara.	Ramanujan	lo	sintió	como
una	amputación,	hasta	el	punto	de	no	poder	evitar	que	unas	lágrimas	se
deslizaran	por	sus	mejillas	mientras	el	barbero	procedía.	El	kutumi	tiene
cierto	significado	religioso,	así	que	Ramanujan	ocultó	el	hecho	tanto	a	su
madre	como	a	su	esposa,	que	no	lo	supieron	hasta	su	regreso	de	Inglaterra.
Ramanujan	se	había	casado	en	1909,	aunque	sería	mejor	decir	que	su	madre
lo	había	casado.	En	1908,	la	madre	de	Ramanujan,	preocupada	por	ver	a	su
hijo	sin	otra	ocupación	ni	preocupación	que	hacer	números	sentado	en	el
porche	de	su	casa,	decidió	que	las	cosas	debían	cambiar;	y	la	forma	de
cambiarlas,	entendía	ella,	era	casándolo.	No	mucho	tiempo	después	había
encontrado	una	buena	candidata;	Janaki	Ammal	(1899-1994)	se	llamaba,	y
pertenecía	a	una	próspera	familia	venida	a	menos.	Los	horóscopos	de	los
novios	parecían	favorables,	y	la	boda	se	celebró	en	1909.	Como	solía	suceder
en	la	India	de	esos	días,	y	aún	sucede	hoy	a	menudo,	sobre	todo	en	las	zonas
rurales,	los	novios	se	conocieron	el	mismo	día	de	la	boda:	él	tenía	entonces
veintiún	años	y	ella	once	recién	cumplidos.	Posiblemente	la	boda	fuera	ilegal,
pues	los	ingleses	habían	ido	decretando	leyes	durante	todo	el	siglo	XIX	para
intentar	evitar	la	inveterada	costumbre	india	de	casar	a	las	niñas	antes	de	la
pubertad	—la	ley,	evidentemente,	no	se	cumplía,	como	hoy	tampoco	se
cumplen,	o	no	siempre	ni	en	todo	el	territorio	indio,	las	que	intentan	suprimir
los	privilegios	y	discriminaciones	de	casta—.	Como	era	habitual	en	ese	tipo	de
matrimonios,	Janaki	siguió	viviendo	con	sus	padres	mientras	fue	impúber,	con
intermitentes	visitas	a	su	familia	política;	familia	que	tuvo	entonces	una	baza
más	con	que	presionar	a	Ramanujan	para	que	buscara	trabajo:	había	ahora
una	esposa	a	la	que	mantener.	Cuando	Ramanujan	fue	contratado	en	1912
como	oficinista	en	el	puerto	de	Madrás,	Janaki	se	fue	a	vivir	con	él.	Con	él	y
con	la	suegra.	Según	recordó	la	propia	Janaki	años	después,	Komalatammal
dormía	entre	ella	y	su	marido,	y	cuando	regresaba	por	unos	días	a
Kumbakonam	—donde	residía	el	resto	de	su	familia—,	el	puesto	lo	ocupaba	la
abuela	de	Ramanujan.	Nada	de	esto	era	raro	en	la	India.	Janaki	permaneció
en	la	India	cuando	Ramanujan	se	fue	a	Inglaterra.
Allí,	a	la	Universidad	de	Cambridge	en	concreto,	llegó	en	1914,	casi
coincidiendo	con	el	comienzo	de	la	primera	guerra	mundial,	y	cuando	Hardy,
su	figura	todavía	no	desgastada	por	la	posición	pacifista	que	mantuvo	durante
la	guerra,	reinaba	en	todo	lo	referente	a	las	matemáticas.
Hardy	tenía,	en	opinión	de	Bertrand	Russell,	la	clase	de	ojos	brillantes	que
sólo	las	personas	muy	inteligentes	tienen.	Acaso	no	fuera	un	genio	como	lo
fue	Einstein	pero,	para	muchos,	tuvo	una	faceta	donde	lo	superó:	su
capacidad	para	convertir	cualquier	trabajo	intelectual	en	una	obra	de	arte.
Capacidad	que	dejó	bien	patente	en	un	librito	que	escribió	unos	años	antes	de
morir,	A	Mathematician’s	Apology	es	su	título,	y,	según	Graham	Greene,	es	la
mejor	descripción	de	lo	que	significa	ser	un	artista	creador.
Hardy	lideró	las	matemáticas	inglesas	desde	la	primera	década	del	siglo	XX
hasta	el	comienzo	de	la	segunda	guerra	mundial.	Autor	de	más	de	trescientos
artículos	de	investigación	y	once	libros,	su	producción	científica	fue	muy
extensa	y	cubre	casi	cualquier	rama	del	análisis	matemático	y	la	teoría	de
números.	Para	él	las	matemáticas	tenían	mucho	de	competición	—ser	el
primero	en	la	historia	en	resolver	un	problema	de	reconocida	dificultad—;	su
vivencia	matemática	fue,	mayormente,	estética.	«Las	configuraciones
construidas	por	un	matemático,	lo	mismo	que	sucede	con	las	de	un	pintor	o
un	poeta,	deben	poseer	belleza»,	escribió	en	A	Mathematician’s	Apology	.	La
pasión	que	sintió	Hardy	por	las	matemáticas	lo	consumió.	Al	final	de	su	vida,
cuando	ya	su	energía	mental	no	daba	para	producir	matemáticas,	acabó
deprimido	e	intentó	suicidarse.
Hardy	recibió	una	excelente	educación	inglesa,	primero	en	el	colegio	de
Surrey,	al	oeste	de	Londres,	donde	sus	padres	trabajaban	como	maestros;
después,	con	trece	años	obtuvo	el	primer	puesto	de	entre	102	candidatos	para
estudiar	en	Winchester,	en	un	prestigioso	colegio	privado.	Y,	finalmente,
ingresó	con	diecinueve	años	en	el	Trinity	College	de	Cambridge	—el	college
donde	dos	siglos	y	pico	antes	se	había	formado	y	había	trabajado	Isaac
Newton—.
Hardy	vivió	casi	exclusivamente	por	y	para	las	matemáticas.	Tuvo	el	tipo	de
frialdad	que	el	imaginario	colectivo	asocia	con	lo	típicamente	inglés,	además
de	un	carácter	algo	histriónico	y	excéntrico.	Su	odio	por	los	espejos	—cuando
llegaba	a	un	hotel	los	tapaba	con	toallas—	le	obligaba	a	afeitarse	al	tacto;	odio
que	hizo	extensivo	a	algunos	aparatos	mecánicos:	nunca	usó	reloj	ni
estilográfica.	Y	tampoco	usó	el	teléfono,	salvo	en	situaciones	extremas	y	sólo
para	hablar	él.	Aparte	de	las	matemáticas,	su	otra	gran	afición	fue	el	críquet,
un	juego	casi	tan	arcano	como	las	propias	matemáticas.
Hardy	fue	buen	amigo	de	Bertrand	Russell,	seguidor	de	sus	posturas
pacifistas	durante	la	primera	guerra	mundial,	y	un	leal	defensor	de	la
integridad	y	universalidad	de	la	hermandad	matemática.	El	ambiente	que	se
vivió	en	Cambridge	durante	la	primera	guerra	mundial	lo	decidió	a	cambiar
de	universidad,	aceptando	en	1919	una	cátedra	en	Oxford.	Volvió	a
Cambridge	doce	años	después.	Echaba	de	menos	estar	en	el	centro	de	la
matemática	inglesa,	entonces	en	Cambridge;	y,	también,	la	seguridad	que
tenía	allí	de	seguir	en	su	alojamiento	del	college	una	vez	jubilado.	Hardy
permaneció	siempre	soltero,	y	los	últimos	años	los	pasó	cuidado	por	su
hermana	Gertrude,	a	quien	había	dejado	tuerta	jugando	de	niño
descuidadamente	con	un	bate	de	críquet	—el	accidente	nunca	rompió	la
excelente	relación	que	los	hermanos	mantuvieron	toda	su	vida—.
Hardy	fue	un	gran	conversador,	aunque	acaso	su	aparente	sinceridad	y
gracejo	tapara	más	que	mostraba;	como	consecuencia,	fue	amigo	de	muchos
pero	íntimo	de	muy	pocos,	como	dijo	alguien.	Hardy	perteneció	al	exclusivo
club	de	los	Apóstoles,	una	singular	hermandad	secreta	creada	en	Cambridge
que	contó	con	miembros	de	gran	solera	y	prestigio	intelectual:	Edward	M.
Foster,	John	Maynard	Keynes,	Bertrand	Russell,	Ludwig	Wittgestein,	Lytton
Strachey	y	otros	componentes	de	lo	que	luego	se	llamaría	el	grupo	de
Bloomsbury.	«No	había	tabús	—escribió	Russell	sobre	los	Apóstoles—,	ni
limitaciones,	nada	se	consideraba	escandaloso,	ni	se	levantaba	ninguna
barrera	a	la	libertad	de	reflexión	y	discusión».
A	pesar	de	que	muchos	de	los	Apóstoles	no	fueron	homosexuales,	una	cierta
corriente	gay	atravesó	la	hermandad.	Foster,	Keynes	y	Strachey	lo	fueron	y,
posiblemente,	también	Hardy,	aunque	su	discreción	hace	difícil	saberlo	con
certeza.	Según	Littlewood,	con	quien	colaboró	durante	cuarenta	años:	«Hardy
fue	un	homosexual	no	practicante»;	lo	más	parecido	a	un	affaire	que	se	le
conoce	fue	que	en	1903	compartió	habitaciones	y	una	gata	con	Russell	Gaye,
un	experto	en	clásicos	grecolatinos.	«Eran	absolutamente	inseparables	—
escribió	sobre	ellos	el	marido	de	Virginia	Woolf—,	y	raramente	se	les	veía
hablando	con	otra	gente»	—seis	años	después	Gaye	se	suicidó—.	«Es	difícil
saber	si	Hardy	fue	un	homosexual	practicante	—escribió	Robert	Kanigel	en	la
biografía	de	Ramanujan—;	pudo	llevar	tanto	una	vida	asexuada	como	una
intensa	vida	sexual	secreta	tan	bien	oculta	que	incluso	sus	amigos	nada
supieron	de	ella	y	quienes	sí	supieron	nada	dijeron».	La	única	crónica	que
tenemos	de	Hardy	como	actor	sexual	se	refiere	a	una	reunión	de	los	Apóstoles
en	1899,	cuando,	tras	una	discusión	sobre	la	masturbación,	se	votó	si	era
buena	como	medio	pero	mala	como	fin,	a	lo	que	Hardy	votó	que	sí.
Contamos	con	un	notable	testimonio	que	atestigua	el	estado	de	excitación	que
la	carta	de	Ramanujan	a	Hardy	creó	en	este	y	en	su	colega	Littlewood.	Es	de
Bertrand	Russell;	en	una	carta	del	2	de	febrero	de	1913	dirigida	a	su	amante
Ottoline	Morrell	le	cuenta:	«Encontré	a	Hardyy	a	Littlewood	en	un	estado	de
excitación	salvaje,	porque	creen	haber	dado	con	un	nuevo	Newton,	un
oficinista	hindú	de	Madrás	que	gana	20	libras	al	año.	Escribió	a	Hardy
contándole	algunos	resultados	que	ha	obtenido;	Hardy	piensa	que	son
magníficos,	especialmente	si	se	tiene	en	cuenta	que	el	hombre	sólo	tiene
estudios	primarios.	Hardy	ha	escrito	a	la	Oficina	India	y	espera	tenerlo	aquí
pronto.	Por	ahora,	esto	es	confidencial,	pero	me	entusiasmó	la	noticia».
La	primera	guerra	mundial	trastocó	los	planes	de	Hardy	sobre	Ramanujan.
Este	quedó	prácticamente	aislado	en	Cambridge	con	Hardy	como	única
posibilidad	de	cooperación	matemática;	por	un	lado,	Littlewood	se	incorporó
pronto	a	la	guerra,	y,	por	otro,	Hardy	tenía	en	mente	conectar	a	Ramanujan
con	el	potente	grupo	alemán	de	Gotinga	que	hacía	teoría	de	números	—una
de	las	grandes	aficiones	de	Ramanujan—,	cosa	que	la	guerra	obviamente
imposibilitó.
Hardy	pudo	comprobar	que	Ramanujan	era	un	diamante	en	bruto:	tenía	una
intuición	monstruosamente	afinada	para	números	y	fórmulas,	aunque
desconocía	conceptos	y	herramientas	básicas	que	cualquier	aspirante
aplicado	a	matemático	debe	dominar	en	los	primeros	años	de	la	carrera.	Pero
el	milagro	se	produjo,	lo	imposible	sucedió,	porque	Ramanujan,	que	se	había
formado	matemáticamente	a	sí	mismo	en	el	porche	de	su	casa	en	el	sur
profundo	de	la	India,	fue	capaz	de	colaborar	fructíferamente	y	en	pie	de
igualdad	con	Hardy,	uno	de	los	más	logrados	frutos	del	prestigioso	sistema
educativo	inglés.
La	relación	matemática	entre	Hardy	y	Ramanujan	fue	extraordinaria,	no	tanto
la	humana,	que	fue	algo	fría;	«Ramanujan	era	indio	—escribió	Hardy	décadas
después—,	y	supongo	que	siempre	es	un	poco	complicado	para	un	inglés	y	un
indio	entenderse	propiamente».	Hardy	siempre	la	consideró	un	episodio
fundamental	en	su	vida:	«Mi	asociación	con	Ramanujan	—confesó	Hardy	en
cierta	ocasión—	ha	sido	el	único	incidente	romántico	de	mi	vida.	A	él	le	debo
más	que	a	nadie	en	el	mundo,	con	una	sola	excepción».	Y	no	sólo	eso:	Hardy
se	enorgulleció	tanto	de	haber	colaborado	con	Ramanujan	que	situó	esa
colaboración	como	una	medida	de	su	valía	personal:	«Todavía	me	digo,
cuando	estoy	deprimido	o	tengo	que	escuchar	a	alguien	vanidoso	y	aburrido:
“Bueno,	he	hecho	algo	que	usted	nunca	podría	haber	hecho,	que	es	haber
colaborado	tanto	con	Littlewood	como	con	Ramanujan	en,	digamos,	igualdad
de	condiciones”»,	escribió	en	A	Mathematician’s	Apology	.
En	esa	relación	la	dicotomía	entre	prudencia	y	pasión	quedó	repartida	entre
los	dos	protagonistas,	Ramanujan	fue	el	apasionado,	el	dionisíaco,	y	Hardy	el
prudente,	el	apolíneo.	Analizaré	con	algo	más	de	detalle	este	reparto	de	roles
comentando	el	más	importante	de	los	resultados	obtenidos	por	Hardy	y
Ramanujan.	El	problema	en	cuestión	consiste	en	calcular	las	particiones	de
un	número,	o	sea,	contar	las	distintas	formas	en	que	un	determinado	número
puede	escribirse	como	suma	de	otros.	El	problema	aparece	propuesto	por
Leibniz	a	uno	de	sus	discípulos	científicos	en	una	carta	fechada	el	año	1696.
Pero	no	fue,	sin	embargo,	hasta	mediados	del	siglo	XVIII	cuando	se	hizo	algún
progreso,	y	este	vino	de	manos	del	gran	Leonhard	Euler	que,	aunque
encontró	fórmulas	para	calcular	las	particiones	de	forma	recurrente,	no	fue
capaz	de	dar	con	una	fórmula	aproximada	para	el	cálculo	de	las	particiones.
El	problema,	pues,	ya	llevaba	dos	siglos	largos	preocupando	a	los	mejores
matemáticos	cuando	Hardy	y	Ramanujan	le	hincaron	el	diente.
Pensemos,	por	ejemplo,	en	el	número	4;	en	este	caso,	mediante	un	cálculo
directo	sencillo	podemos	escribir
4	=	4,				4	=	3	+	1,				4	=	2	+	2,				4	=	2	+	1	+	1,				4	=	1	+	1	+	1	+	1.
Y	no	hay	más	formas	de	partirlo	como	suma	de	otros	que	esas	5.	Para
simplificar,	si	tenemos	un	número	genérico	n	,	representaremos	por	p	(n	)	el
número	correspondiente	a	sus	particiones;	así	p	(4)	=	5.
El	número	de	particiones	de	un	número	aumenta	considerablemente
conforme	el	número	se	hace	mayor	y,	obviamente,	cada	vez	cuesta	más
trabajo	calcularlo.	Antes	de	la	existencia	de	ordenadores	se	había	calculado	—
apoyándose	en	los	trabajos	de	Euler—	que
p	(100)	=	190.569.292,
p	(200)	=	3.972.999.029.388.
Pero,	ni	siquiera	usando	el	más	potente	de	los	ordenadores	de	este	mundo,
podríamos	seguir	calculando	el	número	de	particiones	correspondiente	a
números	mucho	mayores	a	base	de	generarlas	todas	y	contarlas	—aun
ayudándose	de	las	fórmulas	de	Euler—.	La	solución	del	problema	consiste,
pues,	en	dar	con	una	fórmula	que	permita	conocer	de	manera	exacta,	o	al
menos	aproximada,	las	particiones	de	un	número.
En	un	alarde	de	espíritu	dionisíaco,	Ramanujan	pensaba	que	podría	ser	capaz
de	encontrar	una	fórmula	que	permitiera	calcular	de	forma	exacta	el	número
de	particiones	de	un	número,	sin	necesidad	de	calcular	antes	estas.	De	hecho,
el	germen	de	esa	fórmula	estaba	ya	implícito	en	su	primera	carta	a	Hardy.
Hardy,	más	mesurado	y	prudente,	pensaba	que	lo	más	que	se	podría	lograr
era	dar	con	una	buena	aproximación.
Y	eso	fue,	precisamente,	lo	que	lograron	ambos	trabajando	juntos	en
Cambridge:	una	fórmula	que	permite	calcular	p	(n	)	de	forma	aproximada.	A
pesar	de	ser	obviamente	un	problema	aritmético,	ellos	usaron	técnicas
analíticas	para	estudiarlo,	en	la	línea	que	había	inaugurado	Dirichlet	un	siglo
antes	y	que	se	dio	en	llamar	teoría	analítica	de	números	—que	será	tratada	en
la	sección	8.2.2—.	Merece	la	pena	escribir	aquí	esa	fórmula	—o,	al	menos,
una	versión	simplificada—:
donde	las	letras	π	y	e	representan,	respectivamente,	las	dos	constantes
matemáticas	más	célebres.	El	signo	~	señala	que	lo	que	hay	del	lado
izquierdo	se	parece	al	derecho	en	un	cierto	y	preciso	sentido	que	no	hace
falta	explicar	aquí.	Por	ejemplo,	el	lado	derecho	de	la	fórmula	anterior	para	n
=	100	vale	190.568.944,8,	mientras	que	para	n	=	200	vale
3.972.998.993.185,9	...	compárense	con	los	valores	exactos	de	p	(100)	y	p
(200)	escritos	anteriormente.
Hardy	y	Ramanujan	hicieron	algo	más,	dieron	con	un	procedimiento	para,	en
sucesivos	pasos,	acercarse	más	y	más	al	valor	exacto	de	p	(n	)	—mucho	más
de	lo	que	permitía	la	aproximación	escrita	más	arriba—.	En	concreto,	su
fórmula	aproximada	les	permitió	encontrar	p	(100)	y	p	(200)	con	un	error	de
cuatro	milésimas	—lo	que,	dado	que	ambos	números	son	enteros,	equivale	a
encontrarlos	exactamente—.	«Esperábamos	un	resultado	bueno	—escribió
Hardy	muchos	años	después—,	con	un	error	del	orden	de	las	decenas,	pero
nunca	habíamos	imaginado	alcanzar	un	resultado	tan	exacto	como	ese.»
Hardy	estaba	tan	sorprendido	con	lo	que	habían	obtenido	que	su	espíritu
prudente	empezó	a	ceder	ante	las	acometidas	dionisíacas	de	Ramanujan,
hasta	el	punto	de	que	acabó	reconociendo	que	aquel	método	podía	llevarlos	a
una	fórmula	exacta	de	p	(n	):	«Esos	resultados	sugieren	muy	claramente	—se
lee	en	el	artículo	de	Hardy	y	Ramanujan—	que	es	posible	obtener	una	fórmula
para	p	(n	)	que	no	sólo	dé	cuenta	de	su	orden	de	magnitud	o	su	estructura,
sino	que	también	pueda	ser	usada	para	calcular	su	valor	exacto	para
cualquier	número	n	.	Pensamos	que	esto	podría	hacerse	sin	ningún	cambio
fundamental	en	nuestro	análisis,	aunque	requeriría	una	revisión	muy
cuidadosa	de	nuestros	argumentos».
Esa	revisión	se	produjo,	de	hecho,	década	y	media	después;	por	partida	doble,
además.	Tanto	el	matemático	alemán	Hans	Rademacher	como	el	noruego	Atle
Selberg	revisaron	los	argumentos	de	Hardy	y	Ramanujan	y	dieron	con	la
fórmula	exacta	para	las	particiones	de	un	número.	Rademacher	publicó	su
fórmula	en	1937,	pero	no	así	Selberg;	Selberg	encontró	por	casualidad	la
referencia	al	artículo	de	Rademacher,	vio	allí	publicada	la	fórmula	que	él
también	acababa	de	encontrar	y	renunció	a	publicar	sus	resultados.	Sin
embargo,	con	ocasión	del	centenario	del	nacimiento	de	Ramanujan,	Selberg
habló	de	sus	resultados	y	sobre	por	qué,	en	su	opinión,	Hardy	y	Ramanujan	se
quedaron	tan	cerca	de	dar	ellos	mismos	con	la	fórmula.	Su	veredicto	fue
clarísimo:	«La	responsabilidad	fue	de	Hardy:	si	hubiera	confiado	más	en
Ramanujan	tengo	pocas	dudas	de	que	habrían	acabado	encontrandola
fórmula	exacta».	Que	es	tanto	como	decir	que,	en	este	caso,	la	pasión	se	dejó
vencer	por	la	prudencia,	y	aun	llegando	muy	lejos	no	alcanzó	el	objetivo	final
ya	casi	al	alcance	de	las	manos.
Ramanujan	estuvo	en	Inglaterra	casi	cinco	años	—durante	los	cuales	se
desarrolló	la	primera	guerra	mundial—,	aunque	los	dos	últimos	los	pasó
enfermo	e	internado	en	varios	sanatorios;	la	soledad,	el	clima	húmedo	de	la
campiña	inglesa	y	los	rigores	de	una	dieta	inflexible	—Ramanujan	era,	por
razones	religiosas	y	culturales,	estrictamente	vegetariano—,	agravada	por	la
escasez	de	alimentos	apropiados	durante	la	guerra,	lo	hicieron	enfermar	de
un	mal	que	ninguno	de	los	varios	médicos	que	lo	atendieron	supo	diagnosticar
adecuadamente.
Ramanujan	regresó	a	la	India	en	1919,	pero	lo	hizo	para	morir.	Salió	de	su
país	orondo	y	lozano	y	volvió	consumido	por	la	enfermedad;	salió	siendo	un
desconocido	y	volvió	convertido	en	celebridad:	fue	elegido	miembro	de	la
Royal	Society	de	Londres,	el	miembro	más	joven	de	su	centenaria	historia	y	el
segundo	de	nacionalidad	india	—el	primero	fue	elegido	en	1841—,	y	el	primer
indio	en	ser	nombrado	fellow	del	Trinity	College	de	Cambridge;	el	Times	de
Madrás	le	dedicó	un	artículo	al	poco	de	llegar,	donde	se	podía	leer:	«Como
alguien	en	Cambridge	ha	afirmado,	desde	Newton	no	ha	habido	nadie	igual,	lo
que,	no	necesita	decirse,	es	el	mayor	de	los	elogios».	Ramanujan	murió	en
abril	de	1920	con	treinta	y	dos	años	de	edad.	De	no	haber	muerto	«Habría
llegado	a	ser	el	matemático	más	grande	de	su	tiempo»,	por	decirlo	en
palabras	de	Hardy.
Además	de	sus	trabajos	publicados	—mayormente	durante	su	estancia	en
Inglaterra—,	ya	fuera	con	Hardy	o	en	solitario,	Ramanujan	dejó	una	colección
de	cuadernos	repletos	de	fórmulas	y	teoremas.	Hasta	muy	recientemente,	la
comunidad	matemática	no	ha	llegado	a	entender	el	pleno	significado	de
muchas	de	las	fórmulas	de	Ramanujan;	y	ese	significado	es	de	tal
transcendencia	y	profundidad	que	ha	acabado	aupándolo	al	Olimpo	de	los
más	grandes	matemáticos	de	la	historia.
En	esos	cuadernos,	el	carácter	apasionado	de	Ramanujan	para	con	las
matemáticas,	su	faceta	de	Dionisos	de	los	números	es	absolutamente
deslumbrante	y	alcanza	cotas	difícilmente	imaginables.	Uno	de	los	resultados
donde	mejor	se	aprecia	esto	es	en	sus	series	para	el	número	π	.
Dado	que	el	número	π	no	es	racional	—esto	es,	no	es	un	cociente	de	números
enteros—,	encontrar	aproximaciones	fraccionarias	o,	lo	que	es	igual,	cifras
decimales	exactas	del	número	π	,	ha	sido	una	tarea	que	ha	fascinado	a	buen
número	de	personas,	matemáticos	y	no,	a	lo	largo	de	la	historia.	Aun	con	los
modernos	computadores	electrónicos,	calcular	eficientemente	cifras
decimales	del	número	π	depende,	en	buena	medida,	de	la	representación	de	π
que	usemos,	sobre	todo	si	queremos	alcanzar	o	ir	más	allá	de	los	varios
billones	de	cifras	exactas	conocidas.	Todavía	hoy	estos	cálculos	tienen	interés,
porque,	cada	vez	que	se	desarrolla	un	nuevo	procesador	electrónico,	una
forma	de	medir	su	capacidad	de	cálculo	es	comprobando	la	eficacia	que	tiene
calculando	cifras	decimales	del	número	π	.	Y	buena	parte	de	las
representaciones	de	π	que	hoy	se	usan	para	hacer	esos	cálculos	se	basan	en
las	obtenidas	por	el	ingenio	prodigioso	de	Ramanujan.
Calcular	cifras	exactas	del	número	π	requiere	disponer	de	buenas
representaciones	de	ese	número;	para	conseguir	esas	representaciones	son
necesarias	ideas	matemáticas	a	menudo	muy	brillantes.	Una	vez	se	tiene	una
de	estas	representaciones	del	número	π	,	el	proceso	del	cálculo	efectivo	de
cifras	exactas	es	ya	meramente	calculístico	y,	a	menudo,	no	necesita	de
excesivo	ingenio,	aunque	sí	del	tesón	que	pone	un	mulo	para	hacer	girar	una
noria	—sobre	todo	en	los	tiempos	donde	había	que	hacer	las	cuentas	a	mano
—.	El	número	de	cifras	exactas	y	la	eficiencia	con	que	se	pueden	calcular
depende,	desde	luego,	de	la	facilidad	y	rapidez	para	realizar	cálculos	que	la
tecnología	permita	en	un	determinado	momento;	pero,	sobre	todo,	depende
de	la	representación	que	se	use	del	número	π	.	Habitualmente	ocurre	que	una
determinada	representación	agota	su	capacidad	de	producir	cifras	exactas,	y
los	grandes	récords	en	el	cálculo	de	cifras	suelen	corresponder	más	con	el
hallazgo	de	mejores	representaciones	para	π	que	con	el	desarrollo	de
computadores	más	potentes.
A	lo	largo	de	la	historia,	algunos	de	los	más	grandes	matemáticos	han
aportado	su	granito	de	arena	al	cálculo	de	cifras	exactas	del	número	π	,	sobre
todo	encontrándole	buenas	representaciones.	Es	el	caso	de	Arquímedes,	al
que	se	debe	la	más	célebre	aproximación	del	número	π	de	la	Antigüedad,
.
En	tiempos	más	recientes	las	aproximaciones	del	número	π	se	han	calculado
usando	sumas	infinitas.	Por	ejemplo,	la	primera	suma	infinita	cuyo	valor	es	el
número	π	la	descubrió	el	escocés	James	Gregory	a	mediados	del	siglo	XVII	—
redescubierta	por	Leibniz	unos	años	después—:
La	serie	de	arriba,	sin	embargo,	es	pésima	para	el	cálculo	aproximado	del
número	π	,	debido	a	que	los	sumandos	decrecen	muy	lentamente;	por
ejemplo,	se	necesitan	sumar	cerca	de	mil	términos	para	encontrar	un	valor
aproximado	mejor	que	el	de	Arquímedes.
El	mismísimo	Newton	desarrolló	un	procedimiento	para	encontrar	series	muy
apropiadas	para	el	cálculo	aproximado	del	número	π	,	y	con	una	de	ellas	le
calculó	varias	docenas	de	decimales.	Una	variación	de	las	series	de	Newton
fue	usada,	poco	después,	por	John	Machin,	profesor	de	astronomía	en
Londres,	para	calcular	cien	cifras	decimales	exactas	del	número	π	—todo	un
récord	en	la	época—;	la	serie	en	cuestión	es	la	siguiente:
Hasta	la	irrupción	de	los	modernos	computadores	a	mediados	del	siglo	XX,	se
habían	calculado	poco	más	de	quinientas	cifras	exactas	de	π	.	En	1949,
usando	el	primero	de	ellos,	el	ENIAC,	se	calcularon	más	de	dos	mil;	en	1961
ya	se	habían	calculado	más	de	100.000	—usando	un	IBM	y	más	de	nueve
horas	de	cálculo—;	el	primer	millón	se	alcanzó	en	1973,	hacia	1986	ya	se
habían	calculado,	con	un	ordenador	de	la	NASA,	cerca	de	treinta	millones	de
cifras	decimales	de	π	,	y	en	los	albores	del	tercer	milenio	ya	son	varios	de
billones	las	conocidas	—a	finales	de	2009	se	consiguió	un	récord	usando	un
ordenador	doméstico	y	más	de	cuatro	meses	de	computación—.
En	mayor	o	menor	medida,	todos	los	cálculos	aproximados	del	número	π
llevados	a	cabo	durante	los	siglos	XVIII,	XIX	y	casi	todo	el	siglo	XX	se	basan
en	variantes	de	la	serie	(1.3).	Entonces	Ramanujan	entró	en	acción.
Ramanujan	produjo	casi	dos	docenas	de	misteriosas	series	para	el	inverso	del
número	π	.	He	aquí	una	de	ellas
donde	los	sumandos	que	aparecen	en	esa	suma	son	las	fracciones	obtenidas
poniendo	n	=	0,	1,	2,	3	...	en	la	fórmula
Esa	fórmula,	y	otras	de	similar	estilo,	aparecen	misteriosamente	en	uno	de	los
cuadernos	de	Ramanujan,	sin	ninguna	demostración;	cosa,	por	otro	lado,
habitual	en	los	cuadernos	y	en	él.	En	1914	Ramanujan	las	publicó	en	una
revista	de	investigación	inglesa,	en	esta	ocasión	con	algunas	indicaciones	de
cómo	componer	una	demostración,	cuyos	argumentos	principales	parecen
salidos	de	la	chistera	de	un	mago	y	es	difícil,	si	no	imposible,	entender	cómo
se	le	pudieron	ocurrir	a	Ramanujan.	Esas	expresiones,	de	hecho,	no	fueron
cabalmente	entendidas	hasta	los	años	ochenta,	coincidiendo	con	el	centenario
del	nacimiento	de	Ramanujan	y	cuando	los	procedimientos	para	el	cálculo
aproximado	del	número	π	recobraron	interés	a	rebufo	del	vertiginoso
desarrollo	de	los	computadores	electrónicos.	Con	las	fórmulas	de	Ramanujan,
y	otras	similares	que	se	descubrieron	entonces,	se	consiguió	calcular	miles	de
millones	de	cifras	exactas	del	número	π	,	lo	que	permitió	alcanzar	varios
récords	en	las	cifras	conocidas	de	la	más	célebre	de	las	constantes
matemáticas.
Pero	¿de	dónde	sacó	Ramanujan	sus	fórmulas?	Esta	es	una	de	las	preguntas
más	inquietantes	y	llenas	de	misterio	que	podemos	hacernos	sobre	el	proceso
creativo	en	ciencia	y,	en	particular,	en	matemáticas,	y	sobre	la	presencia	de
elementos	dionisíacos	en	el	proceso	de	descubrimiento	matemático	—
apasionamiento	por	lo	buscado,	tesónirracional	para	persistir	en	la	búsqueda,
grandes	dosis	de	imaginación	e	inteligencia,	que	no	excluyen	las
connotaciones	mágicas,	y	cierta	embriaguez	del	espíritu—.	En	este	sentido,
Ramanujan	es	un	caso	extremo,	excepcional,	hasta	el	punto	de	que,	aun
siendo	un	científico,	un	matemático,	se	puede	llegar	a	percibir	su	producción
más	como	la	obra	de	un	mago	que	la	de	un	genio.	Es	precisamente	esa
condición	de	mago	de	los	números,	de	las	fórmulas,	una	de	las	circunstancias
que	hacen	de	él	el	matemático	más	inexplicable	que	haya	existido	jamás;	la
otra	circunstancia	es	el	hecho	de	haber	conseguido	buena	parte	de	sus
descubrimientos	sin	haber	recibido	ningún	tipo	de	formación	matemática
específica.	Y	quizá	ambas	cosas	estén	inextricablemente	unidas	entre	sí,	y
también	al	carácter	dionisíaco	de	sus	descubrimientos.
En	1907,	Ramanujan	abandonó	sus	estudios	oficiales;	tres	o	cuatro	años	antes
había	caído	bajo	el	embrujo	de	las	matemáticas	y	desde	entonces	había
cosechado	fracaso	tras	fracaso	académico.	Ese	mismo	año,	Ramanujan
empezó	a	escribir	sus	«cuadernos».	Los	«cuadernos»	matemáticos	de
Ramanujan	son	uno	de	los	documentos	matemáticos	más	importantes	del
siglo	XX.	En	ellos	encontramos	multitud	de	fórmulas,	prácticamente	sin
ninguna	demostración	o	sugerencia	de	cómo	pudo	encontrarlas:	pura	pasión
sin	rastro	casi	de	prudencia.
Se	conservan	tres	cuadernos	—publicados	en	dos	volúmenes	en	edición
facsímil	en	1957—;	el	primero	tiene	casi	doscientos	folios,	el	segundo	otros
tantos	y	el	tercero	apenas	veinte.	El	segundo	cuaderno	es	una	copia	ampliada
y	mejorada	del	primero;	según	comentó	uno	de	sus	amigos,	Ramanujan	se
decidió	a	hacerla	por	motivos	de	seguridad	y,	al	principio,	pretendió	que	fuera
una	copia	fiel,	pero	conforme	iba	copiando	no	pudo	resistir	la	tentación	de
mejorar	sus	resultados	y	ampliarlos	con	otros	nuevos.
Tras	dejar	el	instituto	en	1907,	Ramanujan	se	dedicó	en	cuerpo	y	alma	a	las
matemáticas.	Sin	ninguna	guía	ni	otro	consejo	más	allá	de	su	pura	intuición	y
gusto	personal,	empezó	por	recoger	en	los	cuadernos	resultados	que
seguramente	había	encontrado	durante	sus	últimos	años	en	el	colegio.	Así,	los
cuadernos	comienzan	con	unas	disquisiciones	dedicadas	a	la	construcción	de
cuadrados	mágicos	—números	insertos	en	una	retícula	cuadrada,	la	suma	de
cuyas	líneas	verticales,	horizontales	y	diagonales	es	siempre	la	misma—.
Pero	esos	juegos	matemáticos	de	aficionado	pronto	dieron	paso	a	problemas
matemáticos	más	complicados	y	profundos	que	incluían	teoría	de	números,
sumas	y	productos	infinitos,	cálculo	de	integrales,	funciones	especiales,
aproximaciones	de	funciones	y	otros	asuntos	de	gran	enjundia	matemática.
Esos	años	en	que	estuvo	redactando	los	cuadernos	fueron,	en	un	sentido,
duros	para	Ramanujan;	pero,	en	otro	sentido,	quizá	los	más	felices	de	su	vida.
Duros	en	el	sentido	económico	y	material,	porque	su	familia	apenas	conseguía
dinero	para	alimentos	y,	con	seguridad,	debían	quejarse	por	la	actitud	del
hijo;	no	sólo	había	desaprovechado	la	oportunidad	de	obtener	un	título	que	le
hubiera	facilitado	un	trabajo	bien	remunerado	—para	los	estándares	indios—,
sino	que,	además,	en	vez	de	buscar	trabajo	o	alguna	ocupación	remunerada,
se	dedicaba	a	hacer	cuentas	sentado	en	el	porche	de	su	casa,	y	a	anotar
números	y	fórmulas	en	unos	cuadernos.	La	penuria	económica	llegó	a	ser	tal
que	Ramanujan	tuvo	que	ganarse	unas	rupias	dando	clases	particulares.	El
asunto	no	fue,	precisamente,	un	éxito,	pues	Ramanujan	se	empeñaba	en
enseñarle	a	sus	alumnos	matemáticas	superiores	en	vez	de	las	que	a	ellos	les
exigían	en	la	escuela;	y,	así,	claro	está,	los	alumnos	no	le	duraban	mucho.
Pero	fueron,	a	su	vez,	los	más	felices	en	el	plano	intelectual,	porque	durante
esos	años	Ramanujan	se	dedicó	a	lo	único	por	lo	que	sentía	verdadera	pasión:
a	hacer	matemáticas;	y	a	hacerlas	compulsivamente.	Nada	raro,	por	otra
parte,	pues,	cuando	les	coges	afición,	esa	es	la	única	manera	de	hacer
matemáticas,	como	sabe	cualquiera	que	a	ellas	se	haya	dedicado	alguna	vez.
«Ramanujan	había	encontrado	un	hogar	en	las	matemáticas	—escribió	Robert
Kanigel—,	tan	completamente	confortable,	además,	que	difícilmente	quería
nunca	salir	de	él.	Le	satisfacían	intelectual,	estética	y	emocionalmente.»
En	esos	períodos	de	creación,	de	profunda	concentración,	Ramanujan	se
olvidaba	incluso	de	comer;	pero,	en	su	casa	de	Kumbakonam,	tenía	a	su
madre	y	su	abuela	cuidando	de	él.	La	mujer	de	Ramanujan	contó	una	vez	lo
tierno	de	la	escena:	«A	menudo,	las	matemáticas	le	absorbían	hasta	el	punto
de	que	se	olvidaba	de	las	comidas.	En	algunas	ocasiones,	su	abuela	o	su
madre	le	tenían	incluso	que	dar	de	comer;	para	no	interrumpir	la	corriente	de
su	pensamiento,	le	iban	poniendo	en	la	mano	bolas	de	arroz	mezclado	con
sambhar	,	rasam	o	cuajada,	que	él	comía	mecánicamente.	También	les	solía
pedir	que	lo	despertaran	a	media	noche,	para	seguir	con	su	trabajo	ayudado
por	el	silencio	y	el	frescor	de	la	noche».
A	partir	de	1910,	Ramanujan	trató	de	sacar	algo	de	rédito	al	material
matemático	que	había	conseguido.	Con	sus	cuadernos	bajo	el	brazo,	a	manera
de	tarjeta	de	presentación,	Ramanujan	visitó	a	varios	matemáticos	indios.
Ninguno	llegó	a	entender	las	matemáticas	de	Ramanujan	ni,	mucho	menos,
apreciar	su	calidad.	Tampoco	supieron	determinar	si	era	un	loco	o	un	genio
pero,	al	menos,	Ramanujan	logró,	tras	varias	visitas,	la	ayuda	de
Ramachandra	Rao.	Rao	describió	años	después	la	escena,	tierna	y	surrealista
a	la	vez,	de	su	primer	encuentro	con	Ramanujan:	«En	la	plenitud	de	mi
madurez	matemática,	condescendí	a	que	Ramanujan	me	visitara.	Un	tipo
pequeño	y	tosco,	gordo,	mal	afeitado	y	no	precisamente	limpio,	con	un	rasgo
conspicuo,	sus	ojos	brillantes,	entró	con	un	raído	cuaderno	bajo	el	brazo.
“Déjame	ver	el	cuaderno”,	le	pedí.	Tras	echarle	una	ojeada	le	dije:	“Mi
conocimiento	matemático	no	da	para	entender	este	material”.	“Señor,	sólo
son	unos	pocos	resultados	sencillos”,	me	contestó.	“Serán	sencillos,	pero	me
han	dicho	que	no	se	encuentran	en	los	libros	que	se	han	consultado”,	le	dije.
Ramanujan	era	miserablemente	pobre,	pero	no	quería	ninguna	distinción,
sólo	tiempo	libre.	En	otras	palabras,	que	se	le	proveyera	de	un	poco	de
comida	sin	otro	compromiso	por	su	parte	que	seguir	con	sus	ensoñaciones
matemáticas».	Rao	accedió	a	pasarle	unas	pocas	rupias	de	su	propio	bolsillo,
apenas	nada,	pero	suficiente	para	que	Ramanujan	pudiera	salir	de	casa	de	sus
padres	en	Kumbakonam	y	mudarse	a	una	casa	mísera	y	mal	ventilada	en
Madrás.
Allí	siguió	jugando	sin	aparente	cansancio	con	números	y	fórmulas.	Para	los
cálculos	se	ayudaba	de	un	pequeño	pizarrín	de	50	por	30	centímetros	—que
todavía	hoy	se	conserva—,	que	luego	solía	borrar	con	el	codo;	el	papel	lo
racionaba	con	el	mismo	desordenado	afán	que	un	avaro	aplica	a	su	dinero.	El
único	esparcimiento	de	Ramanujan	era	pasear	por	la	playa	de	Triplicane	al
frescor	de	la	noche	y	conversar	con	sus	amigos.	Uno	de	ellos	contó	luego	la
siguiente	conversación:
—Ramanujan,	todo	el	mundo	dice	que	eres	un	genio.
—¿Un	genio?	Pregúntale	mejor	a	mi	codo.
—¿Qué	le	pasa	a	tu	codo?	¿Por	qué	lo	tienes	tan	sucio	y	desollado?
—Es	el	precio	que	pago	por	ser	un	genio.	Día	y	noche	los	paso	haciendo
cálculos	sobre	mi	pizarra;	y	he	descubierto	que	borrar	con	el	codo	es	más
rápido	que	andar	buscando	el	trapo	y	borrar	con	él.	Lo	malo	es	que	tengo	que
borrar	cada	pocos	minutos.
—Pero	si	tantos	cálculos	tienes	que	hacer,	¿por	qué	usas	un	pizarrín?	¿Por
qué	no	usas	papel?
—Cuando	la	comida	misma	es	un	problema	—contestó	Ramanujan—,	¿cómo
voy	a	gastar	dinero	en	papel?
La	situación	mejoró	ligeramente	cuando,	en	marzo	de	1912,	Ramanujan
consiguió	un	puesto	de	contable	en	el	puerto	de	Madrás.	Aunque	su	voracidad
por	el	papel	continuó:	«Unos	años	después	me	lo	encontré	por	casualidad
cerca	del	puerto	de	Madrás	—contó	un	amigo—,	donde	Ramanujan	trabajaba.
Estaba	recogiendo	papel	de	embalar.	“Lo	necesito	para	los	cálculos	que
requieren	mis	problemas	de	matemáticas”,	me	explicó.	Después	supe	que
para	ahorrarse	papel	solía	sobrescribir	en	tinta	roja	comentariosu	otros
problemas	sobre	lo	ya	escrito».
A	partir	de	sus	comienzos	de	contable	en	el	puerto	de	Madrás,	sus	amigos
indios	incrementaron	sus	esfuerzos	para	decidir	sobre	el	alcance	y	la
naturaleza	del	talento	matemático	de	Ramanujan;	todavía	no	sabían	si	se	las
entendían	con	un	genio,	un	loco	o,	simplemente,	un	habilidoso	calculista.	Para
averiguarlo	implicaron	a	matemáticos	ingleses	de	la	Universidad	de	Madrás,	e
incluso	del	University	College	de	Londres.	Pero	lo	único	que	se	pudo
conseguir	fueron	pronunciamientos	y	recomendaciones	vagas,	cuando	no
equívocas,	del	tipo	de:	«Me	da	la	impresión	de	que	tiene	cerebro,	aunque
quizá	sea	semejante	al	de	uno	de	esos	calculistas»;	o:	«Indudablemente	tiene
gusto	por	las	matemáticas	y	parece	que	habilidad	también.	Quizá	no	se	le
debería	desalentar	en	su	tarea».	En	vista	de	que	nadie	en	la	India	parecía
comprender	sus	matemáticas,	algunos	le	aconsejaron	que	escribiera	a
Cambridge,	o	a	algún	otro	lugar	similar	de	Occidente,	y	pidiera	ayuda	allí.	Así
fue	como	Ramanujan	empezó	a	enviar	cartas	a	Cambridge,	hasta	que	una	de
ellas	llegó	a	las	manos	de	Hardy.
Ramanujan	fue	matemático,	a	pesar	de	lo	cual	es	imposible	describir	o
entender	su	trabajo	sin	que	medie	una	comparación	con	el	proceso	de
creación	artística.	Podemos	pensar	que	Ramanujan	movía	los	números	como
si	fueran	las	cuencas	de	cristal	de	un	caleidoscopio,	y	el	juego	de	colores
obtenido	lo	sustanciaba	en	una	fórmula	que	era	anotada	cuidadosamente	en
sus	cuadernos.	O	podemos	pensar	en	un	poeta	que	distribuye	adjetivos,
verbos	y	nombres	buscando	la	combinación	más	adecuada	para	describir	un
sentimiento,	una	vivencia,	un	instante,	que	finalmente	quedan	atrapados	en	la
sonoridad	de	un	par	de	versos;	igualmente	Ramanujan	distribuía	números	por
aquí	y	por	allá,	y	dejándose	llevar	por	no	se	sabe	qué	tipo	de	sensibilidad
lograba	sintetizar	con	ellos	una	fórmula	que	bien	podría	describir	lo	que	unos
números	sentían	por	los	otros.	Podemos	también	pensar	en	un	compositor,
que	teclea	notas	en	un	piano	buscando	la	melodía	precisa	que	transforme	en
sonido	la	emoción	que	en	ese	momento	le	cruza	el	ánimo;	y	podemos
imaginarnos	a	Ramanujan	pulsando	números	hasta	componer	con	ellos	una
melodía	que	palpita	en	el	interior	de	la	correspondiente	fórmula.
¿Y	la	lógica,	y	el	razonamiento	deductivo	propio	del	discurso	matemático?,
preguntará	algún	lector.	Ocurre	que	no	es	el	razonamiento	deductivo	o	la
lógica	rigurosa	la	mejor	manera	de	explicar	las	matemáticas	de	Ramanujan.
En	sus	cuadernos	no	hay	demostraciones;	a	veces,	pero	sólo	unas	pocas
veces,	hay	alguna	que	otra	indicación	del	camino	que	le	llevó	a	descubrir	sus
fórmulas	y	resultados,	pero	son	estas	indicaciones	no	más	que	unos	breves
bosquejos	mayormente	oscuros	e	incomprensibles,	un	rastro	apenas	visible	y
sumamente	complicado	de	seguir.
Después	de	la	muerte	de	Ramanujan,	han	sido	varios	los	matemáticos	que	han
intentado	demostrar	las	fórmulas	que	el	genio	indio	incluyó	en	sus	cuadernos,
dedicándole	a	ello	buena	parte	de	sus	trayectorias	científicas;	el	último	ha
sido	Bruce	C.	Berndt	(1939-),	profesor	de	matemáticas	de	la	Universidad	de
Illinois,	y	antes	que	él	ya	lo	intentaron,	entre	otros,	el	propio	Hardy,	B.	M.
Wilson,	o	G.	N.	Watson,	profesor	de	la	Universidad	de	Birmingham.	El
profesor	Berndt	ha	escrito	cinco	libros,	aparecidos	entre	1986	y	1998	—
aparte	de	incontables	artículos—,	donde	pone	en	orden	las	matemáticas
contenidas	en	los	cuadernos	de	Ramanujan;	esos	cinco	libros	abarcan	cerca
de	dos	mil	quinientas	páginas	donde	se	demuestra,	con	toda	la	artillería
matemática	desarrollada	por	Occidente	en	varios	siglos,	las	fórmulas	que
Ramanujan	encontró	trabajando	en	la	más	absoluta	soledad	del	sur	profundo
de	la	India.	No	todo	lo	que	encontró	Ramanujan	era	original;	fue	inevitable
que	redescubriera	muchas	fórmulas	ya	conocidas	en	Occidente.	Hardy	estimó
que	los	dos	tercios	de	su	producción	en	India	eran	redescubrimientos,	aunque
a	Berndt	esta	cifra	le	parece	demasiado	alta	y	quizá	un	tercio	se	ajuste	más	a
la	realidad.	Lo	de	redescubrir	era	inevitable	pues,	tal	y	como	vívidamente	lo
describió	Hardy:	«Ramanujan	sufrió	una	desventaja	imposible,	un	pobre	y
solitario	hindú	machacándose	el	cerebro	contra	el	saber	acumulado	de
Europa».
Después	de	dedicarle	media	vida	a	los	cuadernos	de	Ramanujan,	Bruce
Berndt	escribió:	«Todavía	no	entiendo	sus	matemáticas	del	todo.	Puedo	ser
capaz	de	demostrar	sus	resultados,	pero	no	sé	de	dónde	vienen	ni	dónde	se
acomodan	entre	las	demás	matemáticas.	Muchas	de	las	conjeturas	de
Ramanujan	no	se	han	demostrado	todavía,	pero	son	muchas	más	las	que
seguimos	sin	comprender	cabalmente.	El	proceso	creativo	de	Ramanujan
sigue	siendo	un	enigma	oculto	por	una	cortina	que	apenas	ha	sido
descorrida».
Como	apuntó	Robert	Kanigel,	quizá	la	mejor	manera	de	abordar	el	genio
matemático	de	Ramanujan	sea	apelando	a	la	distinción	entre	genio	científico
ordinario	y	genio	científico	mágico	que	Mark	Kac	estableció	en	su
autobiografía:	«En	ciencia,	al	igual	que	en	otros	campos	de	la	empresa
humana,	hay	dos	clases	de	genios,	los	“ordinarios”	y	los	“magos”.	Un	genio
ordinario	es	un	tipo	que	sería	tan	bueno	como	usted	o	como	yo,	en	el	supuesto
de	que	nuestra	capacidad	mejorara	en	varios	órdenes	de	magnitud.	El
funcionamiento	de	su	mente	no	es	ningún	misterio.	Una	vez	comprendemos	lo
que	él	ha	hecho,	nos	gana	la	impresión	de	que	nosotros	también	lo	podríamos
haber	hecho.	La	cosa	es	diferente	con	los	magos.	La	forma	en	que	trabaja	su
mente	es,	a	todos	los	efectos,	incomprensible.	Incluso	después	de	haber
comprendido	lo	que	han	hecho,	el	proceso	que	han	seguido	queda	en	la	más
absoluta	oscuridad.	Rara	vez,	si	alguna,	tienen	discípulos	porque	no	se	les
puede	emular,	y	es	terriblemente	frustrante	para	una	mente	joven	y	brillante
hacer	frente	a	la	forma	misteriosa	en	que	la	mente	de	un	mago	trabaja».
Ramanujan	fue	uno	de	estos	magos,	quizá	el	de	mayor	calibre	que	han
producido	las	matemáticas.
Comparemos,	por	ejemplo,	las	fórmulas	anteriores,	numeradas	con	las
etiquetas	(1.2),	(1.3)	y	(1.4),	para	el	cálculo	del	número	π	.	Las	dos	primeras,
numeradas	con	las	etiquetas	(1.2)	y	(1.3)	unas	páginas	atrás,	provienen	de	la
serie
En	el	siglo	XIV,	el	matemático	indio	Madhawa	había	reconocido	en	esa	serie
una	de	las	funciones	trigonométricas	básicas,	a	la	que	llamamos
acrotangente;	descubrimiento	que	volvería	a	hacer	el	escocés	James	Gregory
dos	siglos	y	medio	después.	El	valor	del	arcotangente	en	1	es
,	así	que	cuando	insertamos	en	la	serie	anterior	el	valor	x	=	1,	obtenemos	la
serie	(1.2)	de	James	Gregory	para	π	.	Como	se	dijo	antes,	esa	serie	es	pésima
para	calcular	cifras	decimales	del	número	π	,	porque	los	sumandos	se	hacen
pequeños	muy	lentamente.	Newton	tuvo	una	idea	genial,	y	encontró	un	truco
para	poder	usar	esa	misma	serie	pero	evaluada	en	un	número	x	mucho	más
pequeño	que	1.	Ahí	tiene	su	origen	la	serie	(1.3)	recogida	unas	páginas	atrás:
una	simple	ojeada	muestra	que	esa	serie	es	una	combinación	de	la	que	se
obtiene	en	la	serie	(1.5)	al	poner	x	=
y	x	=
.	Esa	idea	de	Newton	es	el	tipo	de	idea	genial	ordinaria	que	uno,	a	poco	que
tenga	cierto	conocimiento	matemático,	entiende	cuando	se	la	explican.
Las	series	de	Ramanujan,	en	cambio,	corresponden	al	tipo	de	idea	genial
mágica,	totalmente	dionisíaca	sin	elemento	apolíneo	alguno.	Ramanujan	sólo
sugirió	de	forma	muy	vaga	e	imprecisa	de	dónde	podrían	venir.	De	hecho,	la
primera	demostración	detallada	que	permitió	empezar	a	entender	cabalmente
las	series	de	Ramanujan	se	debe	a	los	hermanos	Jonathan	y	Peter	Borwein,	y
data	de	mediados	de	los	años	ochenta	—o	sea,	tres	cuartos	de	siglo	después
de	que	Ramanujan	las	encontrara—:	«Probablemente	las	matemáticas	todavía
no	han	sentido	el	impacto	pleno	del	genio	de	Ramanujan	—escribieron	los
Borwein	en	1988—.	Desafortunadamente	Ramanujan	solía	listar	sus
resultados	con	pocas	indicaciones	de	cómo	los	había	demostrado;	así,	una
simple	línea	en	sus	“cuadernos”	puede	fácilmente	necesitar	muchas	páginas
de	comentarios».	A	pesar	de	todo,	no	entendemos	aún	por	completo	el	camino

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