Descarga la aplicación para disfrutar aún más
Vista previa del material en texto
2 3 LAS PANTALLAS Y EL CEREBRO EMOCIONAL Joan Ferrés i Prats http://www.gedisa.com 4 http://www.gedisa.com © Joan Ferrés i Prats Diseño de cubierta: Marco Sandoval/Estudio Alterna Primera edición: febrero de 2014, Barcelona Derechos reservados para todas las ediciones en castellano © Editorial Gedisa, S.A. Avenida del Tibidabo, 12, 3º 08022 Barcelona (España) Tel. 93 253 09 04 Correo electrónico: gedisa@gedisa.com http://www.gedisa.com Preimpresión: Editor Service, S.L. Diagonal 299, entresòl 1ª 08013 Barcelona Tel. 93 457 50 65 creadisseny@editorservice.net www.editorservice.net eISBN: 978-84-9784-806-0 Depósito legal: B.1053-2014 Queda prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio de impresión, en forma idéntica, extractada o modificada, de esta versión castellana de la obra. Reconocimiento Este libro ha sido realizado en el marco del Proyecto I+D del Ministerio de Economía y Competitividad con clave: EDU2010-21395-C03, titulado La competencia en comunicación audiovisual en un entorno digital. Diagnóstico de necesidades en tres ámbitos sociales. 5 mailto:gedisa%40gedisa.com?subject= http://www.gedisa.com mailto:creadisseny%40editorservice.net?subject= http://www.editorservice.net A la memòria del meu pare. A la meva mare, a la Carme, i a la Mireia, el Joan i l’Anna 6 Índice PRÓLOGO INTRODUCCIÓN LA METÁFORA DEL ICEBERG 1 Pantallas y emociones En el umbral del laberinto El inconsciente como laberinto Indefensos en el laberinto Las trampas del empowerment Una larga tradición racionalista Un cambio de paradigma Las emociones en el denominador Las emociones en el numerador Pantallas, emociones y poder Emociones, poder y marketing Emociones, poder y pantallas La estructura de la propuesta PRIMERA PARTE EL PODER DE LAS EMOCIONES LA METÁFORA DE LA CENTRAL ENERGÉTICA 2 La dimensión movilizadora de las emociones En busca de energía El peso del inconsciente La insuficiencia movilizadora de la razón La doble vía para la toma de decisiones El papel de las emociones en cada circuito Las autopistas del laberinto La fuente del laberinto sumergido La emoción como energía canalizada La ambivalencia emocional de las pantallas A modo de síntesis LA METÁFORA DEL CONTAGIO 3 La dimensión cognitiva de las emociones 7 La sabiduría del inconsciente Distorsiones en la evaluación emocional de la realidad Distorsiones con efectos retroactivos La lógica oculta tras la falta de lógica A modo de síntesis SEGUNDA PARTE EL PODER DE LAS PANTALLAS LA METÁFORA DE LAS REDES 4 Pantallas y emociones en la cultura de la convergencia Pantallas, redes y emociones Las emociones en la convergencia de códigos La convergencia emocional en la comunicación con fines comerciales La convergencia emocional en las redes digitales de comunicación La red como ardid A modo de síntesis LA METÁFORA DE LA CONTAMINACIÓN 5 Pantallas y emociones en la cultura de la hibridación Hibridación y cultura líquida La hibridación en la comunicación El aprendizaje como hibridación La hibridación en el procesamiento de las informaciones Distorsiones en la percepción La hibridación en la comunicación con fines comerciales La hibridación en el ámbito de los valores El fracaso de las estrategias compartimentadas Hibridación y violencia mediática A modo de síntesis LA METÁFORA DEL ESPEJO 6 Pantallas y emociones en la cultura de la simulación Simulación, pantallas y neurociencia Las emociones en la fascinación por la simulación Las emociones en los efectos de la simulación Pantallas y neuronas espejo Las pantallas como catalizadores A modo de síntesis 8 LA METÁFORA DE LA GASOLINA 7 Pantallas y emociones en la cultura participativa Las pantallas en la cultura participativa La importancia de la motivación La era de la fascinación Estímulos emocionalmente competentes La zona de desarrollo próximo emocional Mensajes débiles, mensajes potentes Reivindicación del deseo Otras estrategias de movilización A modo de síntesis TERCERA PARTE EL PODER DE LA EDUCACIÓN MEDIÁTICA LA METÁFORA DE LA CONCILIACIÓN 8 Criterios para la educación mediática Saliendo al paso de las reticencias Superando dicotomías Insuficiencias y reduccionismos A vueltas con el sentido crítico Despertar la conciencia Conciliación en el reparto de responsabilidades Propuesta metodológica para el análisis de relatos audiovisuales La necesidad de una metodología Radiografía del receptor Radiografía de la obra Diagnóstico sobre la obra Diagnóstico sobre el receptor Manifiesto A modo de síntesis Bibliografía 9 Prólogo El profesor Joan Ferrés i Prats es un investigador riguroso que no se deja llevar por los cantos de sirena que dan por hechas las utopías «tecnologicistas» que nos sitúan en la antesala del mejor de los mundos. Nada mejor que ilustrar esta idea reproduciendo una cita de este libro: «No hace falta ser apocalíptico para advertir que conceptos como los de inteligencia colectiva, multitudes inteligentes o cultura participativa, expresan un horizonte utópico hacia el que las tecnologías permiten encaminarse, pero están muy lejos de reflejar lo que para buena parte de los ciudadanos y ciudadanas representa hoy la experiencia cotidiana de interacción con las pantallas». Las pantallas y el cerebro emocional está lleno de sugerentes y relevantes aportaciones que, en mi opinión, convierten a este texto en el mejor de su autor. El rigor y la lucidez demostrados por el profesor Ferrés en todas sus publicaciones, le hacen ser uno de los mayores expertos en el ámbito de la competencia mediática en el contexto iberoamericano. Dentro de este mismo territorio destaca por haberse especializado desde hace años en el estudio de las vinculaciones entre la neurociencia y los diferentes campos que abarca la educación en competencia mediática. Su último libro recoge conclusiones de investigaciones realizadas en las últimas décadas y realiza una aportación original e innovadora al papel que desempeña el cerebro emocional en las experiencias mediáticas, vinculando los campos de las Ciencias, las Humanidades y las Ciencias Sociales. Como ya han señalado investigadores de la talla de Francisco Mora Teruel,1 «Ciencias y Humanidades tienen la misma raíz, que no es otra cosa que el cerebro humano. La raíz y el tronco conforman ese cerebro. Ramas y hojas son Ciencias y Humanidades». Desde este punto de vista, Joan Ferrés realiza una aportación sustantiva en esa búsqueda de interrelaciones entre neurociencia, educación, comunicación mediática y enseñanzas artísticas. El paso adelante que se propone en este texto es el de profundizar en la idea de que la educación en competencia mediática debe tener en cuenta, de forma prioritaria, las investigaciones que la neurociencia ha aportado a finales del siglo XX —los años noventa han sido identificados como la década del cerebro—. Estos primeros años del siglo XXI se han caracterizado por los nuevos avances en el campo de la neurociencia. Algunos investigadores han llegado a proponer el desarrollo de una nueva especialidad denominada neuroeducación. Para el profesor Mora Teruel «el mundo que vemos es el mundo que construimos con nuestro propio cerebro». Este mismo investigador llega a plantear que Platón y Aristóteles estaban equivocados porque «el ser humano no es un ser racional, sino un ser emocional. La supervivencia de la propia especie está en la emoción. La curiosidad es la base para aprender, es lo que enciende la emoción. Con la curiosidad se pone en marcha el conocer conscientemente».2 10 El interés de Ferrés en estos temas está presente ya en algunas de sus obras escritas en la década de los noventa del pasado siglo, como Televisión subliminal, y de forma más explícita en otro libro editado ya en el año 2000 y titulado Educar en una cultura del espectáculo. Pero es en su texto de 2008, La educación como industria del deseo, también editado por Gedisa, en el que se maduran todas estas ideas que confirman los cambios radicales que contradicen los paradigmas reduccionistas manejados hasta ahora por el pensamientoneoliberal para definir los conceptos de cultura y de educación. Joan Ferrés ha estudiado en todo este tiempo la influencia del cerebro emocional en la construcción de la autonomía personal como base de la educación; y es que esas bases para el manejo de una actitud crítica, analítica y creativa, que debería ser el objetivo último de la educación, parten de las intuiciones de pedagogos pioneros como Decroly, Freinet, Montessori y otros muchos, y durante el siglo XX están presentes en un desarrollo que inspira a los grandes pioneros de la comunicación popular y de la educomunicación. Hay que recordar aquí el trabajo realizado por personalidades como Paulo Freire, Mario Kaplún, Luis Ramiro Beltrán, Manuel Calvelo, Jesús Martín Barbero, Omar Rincón, Francisco Gutiérrez, Valerio Fuenzalida, Rosa María Alfaro, Teresa Quiroz, Delia Crovi, Roxana Morduchowicz, Roberto Aparici o Guillermo Orozco, por poner sólo algunos ejemplos representativos de una línea de trabajo inspiradora, madurada durante décadas de forma sustancial en Iberoamérica. El diálogo iberoamericano que se ha realizado desde los diferentes frentes de la educomunicación se ha convertido en un territorio muy fértil que habrá de seguirse cultivando en esta nueva era, que cuenta con las imprescindibles e irrenunciables aportaciones realizadas desde la neurociencia. El texto de Joan Ferrés sirve también al objetivo de crear esos puentes de intercomunicación entre los descubrimientos de la neurociencia y una educación en competencia mediática, que también está alcanzando fértiles desarrollos en España. El profesor Ferrés ha estructurado su libro de manera sumamente didáctica en nueve capítulos, el último de los cuales finaliza con una propuesta metodológica de máxima utilidad desde un punto de vista pedagógico. Los capítulos se hallan desglosados muy pormenorizadamente de forma que el lector no se pierde en ningún momento. La bibliografía incluida es en sí misma una relevante aportación a nuestro campo y debe inspirar también la consulta de quienes trabajan estrictamente en los ámbitos de la neurociencia y desconocen los desarrollos y las aportaciones realizadas desde las investigaciones más recientes en educación en competencia mediática. El libro cuenta con numerosos ejemplos prácticos vinculados con investigaciones ilustrativas que anclan de manera excelente las reflexiones teóricas y consiguen salvar las conocidas reticencias a la lectura de muchos universitarios españoles, con una redacción clara y directa, una estructuración ejemplar y una breve síntesis final que concentra algunas de las mejores aportaciones de cada capítulo. Este texto responde a todas las cualidades ya apuntadas. El nivel de reiteración que se puede encontrar en esta obra es en general muy adecuado para facilitar la inteligibilidad de sus contenidos. La obra es recomendable para alumnos de 1º a 4º grado y también de posgrado en cualquiera de las ramas de la comunicación: Periodismo, Comunicación 11 Audiovisual y Publicidad. Es asimismo un libro de máxima utilidad para profesores de todos los niveles educativos y estudiantes de escuelas de Magisterio y facultades de Educación, Psicología y Ciencias Sociales, Jurídicas y estudios de Humanidades en general. Como antes se ha apuntado, los alumnos que cursan estudios de Ciencias e incluso en escuelas técnicas, en sus diferentes campos de especialización, tienen una oportunidad extraordinaria para conocer cómo se pueden explotar los resultados de la investigación de la neurociencia en los ámbitos de la educación y de la comunicación. Agustín García Matilla Universidad de Valladolid, Campus Público María Zambrano de la UVa en Segovia 1 de diciembre de 2013 Notas: 1. Mora Teruel, F. (2013). Neuroeducación. Sólo se puede aprender aquello que se ama. Alianza, Madrid. 2. Los textos entrecomillados son citas literales de la conferencia titulada Neuroeducación y emoción que el profesor Francisco Mora Teruel impartió dentro de las jornadas AVACYL de Arte Contemporáneo, celebradas en el Palacio de Quintanar de Segovia, el 30 de noviembre de 2013. 12 Introducción LA METÁFORA DEL ICEBERG 1 Pantallas y emociones «A caballo de todas las paradojas se cabalga hacia todas las verdades.» Friedrich Nietzsche En el umbral del laberinto Hay experiencias que obligan a enfrentarse a dimensiones desconocidas de la realidad. El pensador canadiense Derrick De Kerckhove vivió una de ellas cuando aceptó someterse a un experimento. Su amigo Stephen Kline, director del Media Analysis Lab en la Universidad Simon Frazier de Vancouver, y el hermano de éste, Rob Kline, habían inventado un sofisticado sistema para analizar los procesos mentales de las personas que interaccionan con las pantallas. Stephen y su hermano le propusieron ser uno de sus conejillos de indias. Enfrentado a una pantalla «Me conectaron a un ordenador mediante varios dispositivos colocados en mi piel. Conectaron uno a mi dedo medio izquierdo para medir la conductividad cutánea, otro a mi frente —presumiblemente para examinar mi actividad cerebral—, un tercero me fue puesto en mi muñeca izquierda para tomar mi pulso, y el último sobre el área de mi corazón, para controlar la circulación. Otro dispositivo, un rudo joystick, fue colocado en mi mano izquierda. Presionándolo hacia adelante y hacia atrás, podría indicar si me gustaba o me desagradaba lo que estaba viendo. Entonces Rob y Stephen abandonaron el laboratorio y comenzó el espectáculo. Vi un típico menú de imágenes a ritmo rápido: sexo, publicidad, noticias, debates, sentimentalismo y tedio. Los cortes parecían durar unos quince segundos cada uno. Para los estándares normales de la televisión, esa velocidad no parecía excesiva, pese a que en mi papel de crítico instintivo, encontraba muy difícil mantener el ritmo con el joystick. Al final del experimento de veinte minutos, me sentía absolutamente frustrado por no haber podido expresar mucho más que algunas débiles aprobaciones y desaprobaciones. En muchas escenas, no había tenido tiempo suficiente para expresar nada en absoluto. Cuando Rob y Stephen regresaron para rebobinar la cinta y revisar los gráficos en el ordenador, les comenté mi sensación de impotencia. Entonces ellos se rieron y me invitaron a mirar la pantalla mientras volvían a poner la cinta sincronizando los datos. Para mi absoluto asombro, vi que cada escena, cada golpe, cada cambio de imagen habían sido grabados por un sensor u otro, y habían sido introducidos en el ordenador. Podía ver los densos perfiles de los gráficos que se correspondían con mi con- ductividad cutánea, mi pulso, los latidos de mi corazón y con cualquier misteriosa reacción que mi frente había estado registrando. Estaba atónito. Mientras me esforzaba en expresar una opinión, todo mi cuerpo había estado escuchando y observando, y había reaccionado instantáneamente». La piel de la cultura Derrick De Kerckhove, 1999: 35-36 13 Derrick De Kerckhove quedó sorprendido al observar el mapa de aquel extraño laberinto en el que no era consciente de haber penetrado. Del experimento al que se sometió extrajo la conclusión de que las pantallas «se comunican sobre todo con el cuerpo, no con la mente» (De Kerckhove, 1999: 36). Para ser más precisos, habría que decir que las imágenes se comunican con la mente a través del cuerpo, y que se comunican sobre todo con la mente inconsciente. Mediante el experimento pudo comprobar que ni siquiera aquellas pantallas a las que se ha calificado como tontas producen en la mente del interlocutor un encefalograma plano. Incluso esas pantallas generan una intensa actividad mental, y una buena parte de esta actividad tiene lugar en la mente sumergida, en el laberinto de las emociones. En esto reside su fuerza seductora y su potencia socializadora. El inconsciente como laberinto Si se recurre al laberinto como metáfora de la mente sumergida es por lo que tiene de misterioso, confuso, caótico, tortuoso, enmarañado, intrincado y enrevesado, pero también de fascinante, seductor y lúdico. El laberinto,como la mente inconsciente, tiene una lógica interna más allá de su apariencia caótica y confusa. Es un mundo cerrado y aparentemente sin salidas, que invita al juego, a perderse, a abandonarse, pero es también, por su complejidad, un reto a la inteligencia, un desafío a la búsqueda de salidas. Como los más suntuosos laberintos construidos durante siglos, el laberinto sumergido ofrece al ser humano un reto constante. Le propone muchas oportunidades de perderse y una única salida. Le desafía a alcanzar el centro absoluto de sí mismo y a encontrar la salida de sí, propiciando el encuentro con el otro. Sólo conociendo y gestionando la compleja arquitectura del laberinto emocional se puede hacer frente a estos retos. El laberinto es una metáfora pertinente para los objetivos de este libro porque «no es una trampa, es un viaje al interior de uno mismo. Para encontrarse, hay que perderse. Para avanzar, para crecer, no sirven las certezas. Nos hemos de perder una, diez, cincuenta veces al minuto para no quedarnos en la piel de las cosas. Cuanto más nos perdemos, más puertas abrimos» (Finzi, 2011: 80). Lo prueba una experiencia realizada hace años en el laberinto de Hampton Court. Construido a finales del siglo XVII, es el laberinto más antiguo que se conserva en Inglaterra y uno de los más famosos del mundo por su complejidad y su belleza. No sólo ha sido fuente de inspiración para el amor y la poesía, también oportunidad para la investigación científica. Unos investigadores llevaron al laberinto a un amnésico crónico. Le preguntaron si había estado alguna vez allá. El amnésico respondió que no. Le dieron un silbato y le invitaron a perderse por los intrincados vericuetos, pidiéndole que, cuando llegara al centro, hiciera sonar el silbato. Los investigadores controlaron el tiempo que había tardado. Al día siguiente se repitió la historia. El amnésico no recordaba haber estado nunca en aquel lugar. Le dieron nuevamente el silbato y controlaron el tiempo que tardaba en 14 llegar al centro. Día tras día la misma historia. Pese a que no recordaba haber estado antes allá, el tiempo que tardaba en llegar al centro era cada vez menor. Aunque no era consciente de la acumulación de experiencias, iba aprendiendo. Con el paso del tiempo, y sin recurrir a la memoria explícita, iba construyendo un esquema mental que le habilitaba para moverse cada vez con mayor solvencia por el complejo entramado del laberinto (Hogshead, 2010: 31-32). La experiencia del amnésico del laberinto Hampton Court se une a la de Derrick De Kerchkove para dotar al libro de un marco de referencia. Del análisis de ambas experiencias se desprende que la actividad mental generada por las pantallas, incluso cuando se desarrolla en el laberinto de la mente sumergida, tiene una incidencia directa en la configuración de nuestros mapas mentales, condicionando nuestra manera de pensar, de sentir, de hacer y de ser. Indefensos en el laberinto Los experimentos de Derrick De Kerchkove y del amnésico de Hampton Court deberían provocar inquietud en el ámbito académico, porque ponen en tela de juicio el paradigma en el que se ha venido sustentando la cultura occidental en lo tocante a la suficiencia de la razón y de la conciencia. Mientras algunos profesionales de la educación y de la cultura se preocupan por la cantidad de personas que son incapaces de adoptar ante las pantallas una actitud comprometida, reflexiva y crítica, las pantallas provocan en esas personas y en ellos mismos un torbellino de sensaciones y de emociones, cuyos mecanismos y efectos suelen pasar desapercibidos tanto para unos como para otros. Mucha gente no busca en las pantallas más que la gratificación del sentir. Algunas personas se imponen ante ellas la obligación de pensar, pero hay algo en lo que coinciden: no suelen considerar necesario pensar sobre el sentir. Y mucho menos, gestionar el sentir. Ni desde la educación ni desde la cultura se suele advertir la conveniencia de gestionar el laberinto de la mente sumergida, de convertir en consciente lo que se vive de manera inconsciente. Tampoco de construir puentes entre lo emotivo y lo reflexivo, de convertir la emoción en reflexión y la reflexión en emoción. Estas carencias tienen que ver con el doble registro desde el que el ciudadano puede acceder hoy a las pantallas. Fue Alvin Toffler (1980) el que acuñó el concepto de prosumidor. Gracias a las nuevas herramientas tecnológicas y a las nuevas prácticas comunicativas, hoy el usuario de pantallas tiene tantas oportunidades de producir mensajes como de consumirlos. El desconocimiento de los mecanismos por los que se rige el cerebro emocional impide la autonomía del ciudadano en ambos registros. Como consecuencia de estas carencias se ensancha cada vez más la brecha entre unos mensajes mediáticos fascinantes que recurren a la emoción y al inconsciente sin activar la racionalidad y unos mensajes con voluntad educativa y cultural que creen posible activar la racionalidad sin recurrir a la emoción. 15 El objetivo del libro es salir al paso de estas carencias, afrontando los complejos mecanismos por los que se rigen las interacciones entre las pantallas y la mente sumergida. Las trampas del empowerment Para referirse al objetivo último de la educación mediática en los textos especializados se suele recurrir al término empowerment. No cabe duda de que el término inglés tiene una fuerza muy superior a la de los términos por los que se suele traducir, como capacitación o fortalecimiento. Por esto se recurre cada vez más al neologismo empoderamiento. El objetivo de la educación mediática sería, pues, dotar de poder al ciudadano o ciudadana para que pueda hacer frente, de manera autónoma, al poder de las pantallas, y para que sea capaz de transmitir a través de ellas unos mensajes potentes. Hay una doble trampa agazapada tras la potencia del concepto empoderamiento, una que se podía detectar en la concepción clásica de la educación mediática y otra incrustada en la concepción moderna. De los manuales clásicos se desprende la convicción de que una persona empoderada es una persona que en su interacción con las pantallas despliega una intensa actividad reflexiva y crítica. En aquellos manuales apenas se habla de emociones. No se sabe si se las considera perjudiciales o simplemente superfluas. Tanto en un supuesto como en el otro basta la entronización de la razón para garantizar el empoderamiento. La razón es causa necesaria y suficiente para garantizar la competencia mediática de la ciudadanía. La trampa escondida en la moderna concepción de la educación mediática tiene que ver con la utopía tecnológica. El optimismo de los utópicos tecnológicos se basa en la asociación que tienden a hacer entre las nuevas herramientas y la sociedad de la información y del conocimiento y, en consecuencia, en la convicción de que las nuevas tecnologías garantizan la primacía de lo racional, en contraposición con el entorno mediático anterior, mucho más vinculado al espectáculo y a lo emocional. Estas reticencias ante lo emocional y estas preferencias por lo racional no deberían sorprender a nadie. A lo largo de los siglos la cultura occidental ha ignorado o marginado, cuando no despreciado o condenado, las emociones, considerándolas interferencias, elementos perturbadores, entorpecedores del adecuado funcionamiento de la maquinaria de la razón. Una larga tradición racionalista La escisión entre inteligencia y emoción se remonta casi a los orígenes del pensamiento occidental. Ya en la cultura griega se concebía por separado la racionalidad y la emotividad, y el privilegio que se concedió a la dimensión racional de la mente fue en detrimento de la emocional: las emociones fueron consideradas enemigas de la razón y de la verdad. Platón expulsó a la poesía de su República porque agita las emociones y éstas impiden a la humanidad el acceso a la verdad. Aristóteles no fue menos severo: «Las pasiones 16 son ciertamente las causantes de que los hombres se hagan volubles y cambien en lorelativo a sus juicios» (Aristóteles, 1990: 1378a 20). El rechazo de las emociones por parte de la filosofía fue secundado por las grandes religiones. Sirva como muestra el testimonio de san Agustín en su obra La ciudad de Dios: «Para el placer de morir sin pena bien vale la pena vivir sin placer». En 1515, uno de los grandes reformistas del pensamiento político, Thomas More, sugería que había que forzar a la gente a abandonar su casa para que no se emocionara con los objetos y los recuerdos acumulados. Con el desarrollo de la ciencia empírica culminó el proceso de entronización de la razón y, paralelamente, el de la marginación, cuando no rechazo, de las emociones y los sentimientos. Kant consideraba que las pasiones humanas eran enfermedades del alma. En el mejor de los casos, eran vestigios de un estadio anterior, que había que superar. En el siglo pasado se mantenía vigente la escisión. Si Freud habló de las emociones como algo separado, e incluso antagónico, a la inteligencia, Piaget se aproximó a la inteligencia como algo relativamente independiente de las emociones. El rechazo de las emociones por parte de la ciencia empírica ha llegado hasta nuestros días. Paradójicamente, uno de los máximos exponentes de la aproximación científica a las emociones, el neurobiólogo portugués Antonio Damasio, que dirige el Institute for the Neurological Study of Emotion and Creativity en la Universidad del Sur de California, en Estados Unidos, se inició en este estudio con la oposición frontal de la comunidad científica. Al principio tuvo que aceptar «el consejo establecido según el cual los sentimientos se hallan fuera del cuadro científico» (Damasio, 2005: 10). En la cultura occidental se ha consolidado la convicción de que la cima de la civilización se alcanza mediante el control y el dominio de las emociones por parte de la racionalidad: «Es tremendo que el nombre con que designamos la ciencia de las enfermedades —patología— signifique en realidad «ciencia de los afectos», pues eso es lo que significa pathos en griego. Según esta perspicaz lengua, padecemos nuestros sentimientos. Son fuerzas, dioses, bestezuelas que desde fuera nos atacan. Incluso un sentimiento tan pacífico como la calma nos invade» (Marina, 1996: 11-12). No cambiaron las cosas con la aparición del cognitivismo. En una primera fase el cognitivismo marginó las emociones, no les prestó atención. Más adelante, se interesó por ellas, pero como simples apéndices de la racionalidad, a la que están sometidas y a la que necesitan para ser explicadas. El filósofo cognitivista William Lyons (1993), por ejemplo, afirma que «la conducta surge, racionalmente, del aspecto evaluativo, por medio de los deseos». Es decir, tanto los pensamientos como los sentimientos fluyen de una misma fuente. Para los racionalistas no se puede establecer una oposición entre emotividad y racionalidad porque las emociones y los sentimientos están controlados directamente por la mente racional. Es lógico que este planteamiento filosófico haya acabado impregnando el lenguaje cotidiano. En la base metafórica del lenguaje verbal se descubre una constante: la metáfora «lo bueno es arriba y lo malo es abajo» se traduce, en el ámbito que nos ocupa, por «lo racional es arriba, lo emocional es abajo». 17 Abundan los ejemplos en el lenguaje cotidiano: «La discusión cayó a un nivel puramente emocional, pero la levanté otra vez al plano racional. Dejamos nuestros sentimientos a un lado y mantuvimos una discusión de alto nivel intelectual sobre el tema. No pudo sobreponerse a sus emociones» (Lakoff y Johnson, 1995: 54). Es significativo que este planteamiento se haya llegado a reflejar hasta en la industria del entretenimiento. En la serie Star Trek aparecía un personaje de orejas puntiagudas, Mister Spock, perteneciente a la etnia de los vulcanianos, unos seres extraterrestres que habían conseguido una refinada inteligencia, superando los vestigios primitivos de sus antepasados animales. Para destacar la superioridad de los vulcanianos sobre los seres humanos, en la serie se representaba a Mister Spock como un personaje exclusivamente racional, es decir, liberado del todo de las pasiones. Se daba por supuesto que una criatura sin emociones era, por eso mismo, superior en inteligencia, perpetuando y legitimando el mito racionalista de la tradición occidental. Un cambio de paradigma La década del cerebro Algo ha cambiado durante las últimas décadas, tras siglos de imperialismo de la razón. Las experiencias de Derrick De Kerckhove y del amnésico de Hampton Court son tan sólo una pequeña muestra de una larga serie de descubrimientos sobre el funcionamiento del cerebro humano realizados a partir de los años noventa del siglo pasado. La década de los noventa es conocida como la década del cerebro. Y es que se ha sabido más sobre el funcionamiento del cerebro humano a partir de esta década que a lo largo de toda la historia de la humanidad. Y lo que se ha descubierto pone en entredicho los postulados en los que se ha venido sustentando la cultura occidental en cuanto a las complejas relaciones entre conciencia e inconsciente, entre emoción y razón. Bastan unas citas como ejemplo. El neurobiólogo estadounidense de origen francés Joseph LeDoux, profesor de Neurociencia y Psicología en la Universidad de Nueva York, escribió a finales de los noventa sobre «las lastimosas consecuencias» que se derivan del tratamiento que la teoría cognitivista ha hecho de las emociones (LeDoux, 1999: 43). En otro momento LeDoux explica por qué se equivocaron los cognitivistas: «Freud tenía razón cuando definió la conciencia como la punta del iceberg mental» (ídem: 20). LeDoux va más allá cuando escribe: «Es en el inconsciente emocional donde tiene lugar gran parte de la actividad emocional del cerebro» (ídem: 71). Y todavía: «La cognición y la emoción […] parecen funcionar a nivel inconsciente, y al nivel consciente únicamente llegan los resultados de los procesos cognitivos y emocionales, y sólo en algunas ocasiones» (ídem: 23). Hoy la mayor parte de los científicos están de acuerdo. «No más del 5% de la actividad mental se desarrolla de manera consciente» (Punset, 2005: 159). Algunos se atreven a ir más lejos: «En el inconsciente radica una porción mucho mayor de la vida psíquica de la que imaginó Freud» (Braidot, 2005: 177). 18 El cerebro humano procesa la mayor parte de los estímulos externos de manera no consciente. Se calcu+la que los cinco sentidos procesan unos once millones de bits de información por segundo, la mayor parte de ellos a través de la visión, pero la conciencia no puede procesar más de cuarenta bits por segundo (Bachrach, 2013: 104). Puede decirse, en consecuencia, que «la mayor parte de las decisiones que se adoptan tienen un responsable: el inconsciente» (ídem: 31). Comienza a adquirir consistencia el concepto de laberinto sumergido. El reto del cambio Parece, pues, que, pese al descrédito al que se le ha pretendido someter, Freud se quedó corto. La mente sumergida tiene un peso específico en los procesos mentales muy superior al que se suponía. No obstante, los profesionales de la educación y de la cultura parecen ajenos al impacto de estos descubrimientos y siguen centrando su interés en esta área reducida del cerebro humano que es la mente racional y consciente. La incapacidad de las instituciones educativas y culturales para dejarse interpelar por los descubrimientos de la neurociencia resulta cuanto menos paradójica. En la tradición occidental la filosofía, la antropología, la religión, la psicología y la pedagogía se han construido sobre la base de que el «conócete a ti mismo» es el fundamento de la sabiduría y el secreto de la felicidad. En cambio, el paradigma dominante en esta cultura ha impedido y sigue impidiendo este conocimiento. No ha de extrañar, pues, que hoy desde la neurociencia se inste a «que cambie para siempre la manera en que pensamos de nosotros mismos» (Ratey, 2003: 11). O que se nos invite a «hacer las paces con quienes somos realmente»(ídem: 15), lo que equivale a reconocer que hemos vivido instalados en el engaño. La cuestión tiene especial relevancia cuando de lo que se trata es de hacer frente a las experiencias de interacción con las pantallas. ¿Por qué? La comunicación audiovisual tiene una incidencia directa e inevitable sobre las emociones y el inconsciente. Lo reconocen cineastas de la talla de Ingmar Bergman, cuando compara el cine con la música, en el sentido de que ambos influyen sobre nuestras emociones directamente, sin necesidad de pasar por el intelecto (Bergman, 1988: 84). O, muchos años antes, el cineasta soviético Sergei M. Eisenstein: «El cine opera de la imagen al sentimiento y del sentimiento a la idea» (citado por Gubern, 1971: 220). En definitiva, difícilmente se puede adoptar ante las pantallas una actitud autónoma, crítica y comprometida, y difícilmente se las puede utilizar para una comunicación eficaz, si se desconocen los mecanismos de funcionamiento del área más extensa e influyente de la mente humana. Las pantallas en el viaje a la felicidad La progresiva irrupción de todo tipo de pantallas (televisión, móvil, ordenador, tabletas, videoconsolas, etcétera) en la vida cotidiana, ha acabado por convertirlas en una especie de prótesis, de prolongaciones de uno mismo y, en consecuencia, en algo imprescindible para que uno pueda sentirse vivo y socialmente integrado. 19 La sensación de indefensión y de vacío que se experimenta ante el olvido del teléfono móvil demuestra hasta qué punto forma parte de uno mismo, hasta qué punto se ha convertido en un componente básico de la identidad personal. El chiste gráfico de Jordi Labanda pone en escena esta correlación o dependencia entre pantallas y felicidad. Pero la correlación puede y debe abordarse desde un punto de vista más complejo. El científico y divulgador Eduardo Punset reúne en su libro El viaje a la felicidad (2005) los resultados de las principales investigaciones científicas (incluidas las provenientes de la neurociencia) en torno a la eterna aspiración humana a la felicidad, dando por sentado que la felicidad se alcanza a través del pleno desarrollo de las potencialidades humanas. Al final del libro, Punset recoge los factores que considera más relevantes para la consecución de la felicidad y los estructura en lo que denomina la fórmula de la felicidad. La presenta en forma de ecuación: No importa ahora el sentido de cada uno de los componentes de la ecuación. Basta saber 20 que Punset coloca en el numerador lo que denomina las joyas de la corona, las máximas potencialidades del ser humano. Es lo que habría que maximizar para alcanzar la plenitud humana. Y en el denominador coloca los lastres, las limitaciones, lo que habría que eliminar, corregir o por lo menos reducir para conseguir la máxima plenitud. Por descontado, Punset no habla en ningún momento de pantallas, pero tanto en el numerador como en el denominador hay un factor que incide de manera directa en el papel que juegan las emociones en la experiencia de interacción con las pantallas. Son dos factores que coinciden con las dos grandes dimensiones en torno a las que se van a analizar las emociones en los dos capítulos siguientes, la movilizadora y la cognitiva. Las emociones en el denominador En el denominador de la ecuación de la fórmula de la felicidad, Punset coloca, pues, los factores reductores, lo que limita al ser humano, lo que le lastra. Si el secreto de la felicidad pasa por la capacidad de reducir al mínimo posible los factores reductores, en primer lugar habrá que identificarlos. La herencia es sólo uno de ellos. Punset señala otro factor: lo que denomina asociaciones inútiles o falsas. Para comprender este concepto resulta pertinente el análisis que Antonio Damasio y otros expertos hacen en torno la base biológica de las actitudes racistas. Desde tiempos inmemoriales, y a lo largo de los siglos, en el seno de las sociedades tribales los humanos desarrollaron la capacidad de detectar la diferencia, porque la diferencia era para ellos sinónimo de riesgo, de peligro. Durante siglos, la capacidad o incapacidad de reaccionar con rapidez ante el extraño, ante el desconocido, la capacidad de defenderse de seres que no pertenecían al propio colectivo marcó la diferencia entre la vida y la muerte. A partir de ahí, se fue potenciando en el psiquismo humano una actitud de recelo, de prevención y hasta de hostilidad hacia el extraño, el extranjero, el distinto, actitud que se traducía, según los casos, en comportamientos de huida o de agresión (Damasio, 2005: 44). Esta actitud, alimentada por siglos de evolución, ha sido extraordinariamente eficaz en la lucha por la supervivencia de la especie. Precisamente por su eficacia, la asociación «extranjero = amenaza» quedó incrustada en lo más profundo del psiquismo humano. Hoy, en las sociedades desarrolladas, las reacciones de recelo ante el que es distinto no están justificadas. No sólo son irracionales, sino que son fuente de conflicto, generadoras de comportamientos discriminatorios, racistas o xenófobos. De ahí que Punset introduzca un concepto de vital importancia en su fórmula de la felicidad: el de desaprender. Si se pretende alcanzar las más altas cotas de felicidad, de desarrollo de las potencialidades humanas, hay que aprender a desaprender todas aquellas asociaciones que son inútiles o falsas. Pues bien, una de las hipótesis de las que se parte en este libro es la de que las pantallas son una fuente inagotable de asociaciones. La mayor parte de ellas se producen de manera automática e inconsciente. Y muchas son inútiles y falsas. 21 La competencia mediática, estrechamente vinculada a la competencia emocional, comporta, pues, ante todo, la capacidad de detectar aquellas asociaciones que van ligadas a las emociones generadas por las pantallas. En segundo lugar, la capacidad de evaluar si estas asociaciones son útiles o inútiles y si se adecuan o no a la realidad. Y, finalmente, la capacidad de desaprender aquéllas que son inútiles o falsas. Desaprenderlas no sólo desde el punto de vista cognitivo. También, y sobre todo, desde el emocional, desde el actitudinal. Las emociones en el numerador Las emociones como interferencias Como se ha indicado, Eduardo Punset coloca en el numerador de la fórmula de la felicidad las joyas de la corona, las máximas potencialidades humanas: capacidad de análisis, de relación... No es el momento de entrar en un análisis pormenorizado. Basta decir que se expresa mediante estas siglas: M + C + P. Pero Punset no se limita a sumar. En su fórmula el numerador queda configurado así: E (M + C + P). La E es, obviamente, la emoción. Es el multiplicando del numerador, lo que significa que la suma de las máximas potencialidades humanas ha de multiplicarse por la emoción. Si la emoción es cero, el resultado final será cero. En un estimulante estudio sobre la emoción, Michel Lacroix afirma que si la máxima expresión de la carencia humana para la ciencia del siglo XX era l’enfant sauvage, el máximo exponente de la carencia humana para la ciencia del siglo XXI es Phineas Gage (Lacroix, 2005: 65). L’enfant sauvage era un niño de unos 12 años que, en enero de 1880, fue encontrado desnudo en unos bosques de la provincia de L’Aveyron, en el centro de Francia. Se había criado entre animales. No había desarrollado ninguna de sus facultades superiores: hablar, escribir, calcular, memorizar, abstraer... El muchacho, al que pusieron el nombre de Víctor, fue educado por Jean-Marc Izard, un joven médico interesado por la naciente medicina mental. Phineas Gage, por su parte, era un joven de 25 años que ejercía de capataz en las obras de construcción de una nueva línea de ferrocarril en Nueva Inglaterra, en Estados Unidos, a mediados del siglo XIX. Gage sufrió un grave accidente laboral el 13 de septiembre de 1848, como consecuencia de una deflagración accidental. Una barra de hierro de casi un metro de longitud y de tres centímetros de diámetro le atravesó el cráneo. Dañó gravemente la corteza órbito-frontal,un área vinculada al cerebro emocional, que está situada un poco más arriba del punto en el que se encuentran la nariz y la frente. De manera sorprendente, no sólo no perdió la vida. Ni siquiera perdió la conciencia. El neurobiólogo Antonio Damasio tuvo acceso a sus restos mortales y a la abundante documentación que se conserva sobre su caso. Sus facultades superiores permanecieron intactas. Podía hablar, escribir, pensar, calcular, razonar, etcétera. Y, al tener dañada la corteza órbito-frontal, que actúa como puente o interfaz entre el sistema límbico y la 22 corteza prefrontal, es decir, entre los procesos de emocionalidad primaria y los deliberativos, las emociones no podían interferir en su razonamiento. Había perdido la capacidad de anticipar las sensaciones físicas de sus acciones, de anticipar emotivamente las consecuencias de sus actos. Se podría decir que, a raíz del accidente, Phineas Gage ofrecía a la ciencia, encarnado en la realidad, el ideal de la razón pura, no contaminada por las interferencias del cerebro emocional, un ideal soñado por la filosofía occidental desde Platón y representado en la ficción por Mister Spock, el personaje de Star Trek. Pero no fue éste el caso. Su vida quedó destrozada. Volvió a trabajar, pero su temperamento había cambiado. Antes del accidente Phineas Gage era un joven diligente y responsable. Sus jefes le consideraban «el capataz más eficiente y competente que habían tenido». Después del accidente, perdió pronto su puesto de trabajo. Perdió también a su mujer. Pasó de ser una persona prudente y sensata a que se le considerase un animal salvaje, grosero y maleducado, carente de sentido moral. Nunca más fue capaz de tomar una decisión adecuada, ni desde el punto de vista de la ética ni desde el de la eficacia. Parece claro que «las etiquetas emocionales (o marcadores somáticos, como los denominan los investigadores) guían nuestras tomas de decisiones. Sin estas etiquetas emocionales, incluso el más enciclopédico conocimiento o el más poderoso intelecto no nos puede ayudar a decidir» (Fine, 2006: 37). Las emociones como motor Un caso similar es el de Elliot, un paciente de Antonio Damasio. Elliot era un abogado competente y un buen marido y padre de familia, pero un tumor obligó a que se le extirpara el meningioma, provocándole unas carencias similares a las de Phineas Gage. Sus facultades superiores siguieron funcionando correctamente, pero lo acabó perdiendo todo: el trabajo, el dinero... Se separó de su mujer y se casó con una prostituta, de la que pronto se divorció también. Perdía el tiempo interesado por menudencias, no era capaz de distinguir entre lo esencial y lo accesorio. Le resultaba imposible establecer prioridades. Era incapaz de reaccionar emocionalmente ante imágenes extremadamente violentas o turbadoras, y había perdido la capacidad de decidir adecuadamente, a corto y a largo plazo, en lo tocante a la eficacia y en lo tocante a la ética (Damasio, 1996: 47-61; Ratey, 2003: 357-359; Klein, 2004: 53-54). A Elliot le resultaba imposible evaluar las informaciones. La corteza orbitofrontal está relacionada con la detección de estímulos agradables y gratificantes, de manera que la lesión de esta área le impedía anticipar el resultado de cada una de las opciones, valorar cómo iba a sentirse en el caso de decidirse por una u otra opción (Klein, 2004: 59). Y es que «la lógica puede indicar distintas posibilidades y rechazar las variantes absurdas. Pero la razón no sirve cuando hay que elegir entre dos variantes que objetivamente presentan idéntica utilidad. Donde no existe una preferencia, la mente ha de continuar analizando todas las consecuencias posibles de la decisión hasta el final» (ídem: 55). Falta el empujón que da la etiqueta emocional. 23 Antonio Damasio y su mujer Hanna Damasio han estudiado otros doce pacientes con lesiones similares y todos mostraron unas carencias semejantes en lo emocional y en lo social, coincidiendo con investigaciones en las que se demuestra que los animales a los que se ha extirpado la amígdala descuidan a sus crías y se someten a situaciones de peligro que pueden llegar a costarles la vida (Ratey, 2003: 89). Hasta ahora se había sospechado, y la ciencia lo ha confirmado, que la corteza prefrontal, que controla la racionalidad, cumple una función inhibidora sobre las estructuras del sistema límbico, es decir, del cerebro emocional. Efectivamente, lesiones en determinadas zonas de la corteza prefrontal producen efectos de desinhibición social o sexual. Lo paradójico es descubrir que también las lesiones en el sistema límbico producen efectos de desinhibición. La conclusión que extraen los profesionales de la neurociencia del estudio de todos estos casos es paradójica y revolucionaria: las emociones, que a menudo interfieren en el funcionamiento del cerebro racional, son un componente imprescindible para su funcionamiento. En palabras de Jonah Lehrer, «la razón sin emoción es impotente» (Lehrer, 2009: 26). No ha de extrañar, pues, que a lo largo del libro se hable reiteradamente de situaciones paradójicas. El físico Niels Bohr hablaba de dos clases de verdad: triviales, donde lo opuesto es obviamente absurdo, y profundas, reconocidas porque lo contrario es también una verdad profunda. Es la diferencia entre las verdades relativas a las ciencias de la naturaleza y las relativas a las ciencias humanas. La paradoja está, pues, en la base de la realidad humana, en la base del funcionamiento del cerebro y en la base del funcionamiento de las pantallas. Sólo desde la paradoja nos podemos comprender y podemos gestionar las interacciones con las pantallas. La relación entre la emoción y la razón forma parte de estas verdades profundas, porque se explica sólo desde la paradoja. Para empezar, no es sino una gran paradoja la similitud entre el pequeño salvaje y Phineas Gage. La carencia emocional acaba produciendo unos efectos similares a la carencia racional. Tenía razón Goya cuando decía que el sueño de la razón produce monstruos. También la tenía Chesterton al decir que el hombre loco no es el que ha perdido la razón, sino el que lo ha perdido todo excepto la razón. Y es que, en palabras del neurobiólogo chileno Humberto Maturana, «las emociones constituyen el fundamento de todo lo que hacemos, incluso el razonar» (Maturana y Bloch, 1998: 137). En una línea similar se expresa Damasio: «El sentimiento es un componente integral de la maquinaria de la razón» (Damasio, 1996: 9). Y más adelante: «Determinados aspectos del proceso de la emoción y del sentimiento son indispensables para la racionalidad» (ídem: 10). «Los sentimientos son determinantes para el éxito incluso en aquellas situaciones de la vida que, estrictamente hablando, la razón podría resolver por sí sola» (Klein, 2004: 58). «Lejos de ser un estorbo, las emociones y los sentimientos son, en palabras del filósofo de la Universidad de Bristol, Finn Spicer, el aceite que lubrica el sistema o engranaje de la razón» (Morgado, 2006: 100). Tal vez habría que matizar a Morgado, pero sólo al principio de su cita: «Aunque a veces puedan ser un 24 estorbo...». El resto es inapelable. En definitiva, mientras la mente emocional se puede activar independientemente de la racional, la mente que piensa necesita a la que siente para poder funcionar. Una nueva paradoja que viene a cuestionar algunas de las más arraigadas seguridades epistemológicas de la cultura occidental. Pantallas, emociones y poder Las experiencias de Phineas Gage y de Eliott demuestran que no puede haber empoderamiento sin capacidad para gestionar las propias emociones. No se trata de privilegiar el cerebro emocional por encima del racional, sino de gestionarlo como condición indispensable para que pueda funcionar el racional. Pero la problemática de las emociones en relación con las pantallas no se puede abordar sólo desde una perspectiva personal. En las sociedades desarrolladas las pantallas se han convertido en uno de los principales escenarios en los que se ponen en escena losgrandes conflictos de poder. Se podría pensar que el poder que otorgan las pantallas está condicionado por la capacidad de manejar la razón en beneficio propio, es decir, por la capacidad de argumentar, razonar, persuadir, convencer. Sirva como respuesta a esta creencia un viejo cuento oriental. El adivino y el rey El rey estaba furioso. No podía soportar que aquel adivino le hubiera pasado por delante en las preferencias del pueblo. Decidido a poner de manifiesto su poder, mandó llamar al adivino y le tendió una trampa: —¡Morirás! Sólo podrás librarte de la muerte si eres capaz de adivinar el día en el que vas a morir. El adivino no se inmutó: —Moriré un día antes que vos. El rey palideció. Quedó perplejo. Cuando fue capaz de reaccionar, mandó que instalaran al adivino en el palacio y le protegió y le atendió como nunca antes había hecho con nadie. En este relato oriental están presentes, de manera latente, la mayor parte de los contenidos en torno a los que gira este libro. Es un relato que habla de pantallas sin hablar de ellas. Habla de poder, de control sobre uno mismo y sobre los demás. Y habla de emociones. El relato pone de manifiesto la vulnerabilidad de la razón cuando entra en conflicto con una emoción primaria. Si se está de acuerdo con el planteamiento de este relato, legitimado por las investigaciones en torno a los enfermos orbitofrontales, habrá que concluir que quien es capaz de gestionar las emociones de los demás tiene poder sobre ellos. O que para tener poder sobre los demás hay que ser capaz de gestionar sus emociones. Y, en todo caso, que sólo conociendo y controlando las propias emociones se pueden garantizar el control y el poder sobre uno mismo. De lo que no cabe duda es de que las pantallas son una de las armas preferidas por todos aquéllos que detentan alguna clase de poder: económico, político, ideológico, religioso, etcétera. Y que los conflictos de poder que se ponen en escena en las pantallas 25 no se suelen ventilar mediante razones y argumentos, sino mediante la activación de emociones primarias, intensas pero elementales. Emociones, poder y marketing Transformación del paradigma Tal vez sea en los ámbitos de la economía y del marketing donde más patente resulta la puesta en escena de estas estrategias. Y es que probablemente son los ámbitos en los que más incidencia han tenido los descubrimientos de la neurociencia durante la década del cerebro, hasta el punto de que han provocado en estas ciencias un cambio radical de paradigma: se ha pasado de la economía y el marketing clásicos a la neuroeconomía y al neuromarketing. Más allá del crédito que pueda merecer el neuromarketing en cuanto al rigor científico en la aplicación de los principios de la neurociencia, lo interesante para los objetivos de este libro es descubrir el cambio que ha supuesto en los planteamientos de la comunicación persuasiva. Hasta finales del siglo XX, la economía y el marketing se habían regido por el paradigma del homo economicus. Se partía de la convicción de que en materia de economía el hombre se comportaba de acuerdo con unos parámetros de estricta racionalidad. En el año 2002, el premio Nobel de Economía era otorgado, de manera sorprendente, a un psicólogo cognitivo de origen israelí, Daniel Kahneman, por sus aportaciones sobre las decisiones no probabilísticas en situaciones de incertidumbre. Aquel premio Nobel había de suponer un punto de inflexión en la evolución de la economía como ciencia. Las aportaciones de Kahneman propiciaron la aparición de la neuroeconomía, que incorpora modelos de comportamiento no racionales y que otorga un importante peso específico a las emociones primarias y al inconsciente en los procesos de toma de decisiones. A raíz de este giro de la economía clásica, también el marketing tradicional se iba a convertir en neuromarketing. La aparición de la neuroeconomía y del neuromarketing comportaron un cambio en las estrategias de la comunicación persuasiva, que abandonó el paradigma tradicional, la creencia de que las decisiones humanas, y en concreto las económicas, están regidas por el yo racional y consciente. Se pusieron en entredicho recursos que hasta entonces habían sido incuestionables en los estudios de mercado, como los cuestionarios, los grupos de muestra o las entrevistas en profundidad. Y es que «a pesar de la creencia de los entrevistados de que tienen control sobre sus sentimientos, pensamientos y emociones, éstos son dirigidos mucho más por su inconsciente que por su consciente» (Braidot, 2005: 177). «La evidencia indica que lo que los consumidores dicen en respuesta a una pregunta explícita está, muchas veces, en contradicción con lo que realmente sienten, piensan hacer y hacen en realidad» (Zaltman, 2003: 163). Los profesionales del marketing sacan la conclusión de que «ya no alcanza con lo que dicen nuestros clientes, debemos indagar en su cerebro para descubrir lo que verdaderamente piensan» (Braidot, 2005: VIII). Para 26 ser precisos, habría que añadir: «y sobre todo lo que sienten». Un cambio en las estrategias persuasivas El cambio de paradigma comportó un cambio en los criterios de valoración de lo que es y de lo que no es un mensaje publicitario eficiente. Desde el punto de vista de la educación mediática, es decir, de la voluntad de contribuir al empoderamiento de los ciudadanos, resultan inquietantes citas como las que siguen, en las que desde el neuromarketing se definen los objetivos de una publicidad ideal: «Si una empresa encuentra que su marca despierta una respuesta en la corteza somatosensorial, puede concluir que no ha provocado una compra instintiva e inmediata. Aun cuando un cliente presente una actitud positiva hacia el producto, si tiene que “probarlo mentalmente” no está instantáneamente identificado con éste» (Braidot, 2005: 450). Y sigue: «El “punto mágico”, lo que muchos denominan el botón de compra, está en la corteza media prefrontal. Si esta área se activa, el cliente no está deliberando, sino que está ansioso por comprar o poseer el producto. Es un acto intuitivo» (ibídem). En otras palabras, expertos en neuromarketing como el argentino Nestor Braidot califican como poco eficaz y, en consecuencia, inadecuada una publicidad que provoca una decisión reflexiva y consciente, aunque suscite la adhesión al producto. Consideran que un mensaje publicitario eficaz (el mensaje publicitario ideal) es el que activa exclusivamente las áreas cerebrales vinculadas con los automatismos inconscientes, las áreas que suscitan una compra impulsiva, automática, inmediata, irreflexiva. La sorpresa aumenta al advertir que el uso de estas estrategias, que rayan en lo subliminal, se realiza para el bien del cliente: «Esto no significa manipulación del cliente. Lo que se pretende es asegurarle un nivel tal de satisfacción que cuando sienta una necesidad determinada lo primero que se le venga a la mente sea el producto que le ofrecemos» (Braidot, 2005: 186). En pocas palabras, hay que impedir que el cliente pueda tomar decisiones reflexivas, deliberativas, pero se hace por su bien: «No perdamos de vista que el principal objetivo del marketing es comprender y satisfacer, cada vez mejor, las necesidades y deseos de los clientes» (ídem: X). Esta voluntad de servicio al cliente adquiere tintes tragicómicos cuando se lee a Kevin Roberts, creativo publicitario, autor de una obra de culto con un título muy significativo: Lovemarks. Roberts defiende que los publicitarios han de luchar por conseguir, no ya la implicación, sino el compromiso de los clientes. Y define ambos conceptos de manera ingeniosa pero preocupante: «En un plato de huevos con beicon, la gallina sólo está implicada, el cerdo está comprometido» (Roberts, 2005: 182). Y más adelante: «El compromiso puede hacer que la lealtad pase de ser una aceptación mecánica a un estado impregnado de emociones reales: es la Lealtad Más Allá de La Razón» (ídem: 183). Queda claro que el servicio que se nos presta como clientes es el de lograr de nosotros el compromiso del cerdo…¡Más Allá de La Razón! Emociones, poder y pantallas 27 Si se ha prestado una atención especial a la transformación de la economía clásica en neuroeconomía y del marketing clásico en neuromarketing, es porque los mecanismos mentales a los que recurren los profesionales de la neuroeconomía y del neuromarketing son similares a los que, intencionalmente o no, se activan en la interacción con los demás discursos de las pantallas, desde los videojuegos o los videoclips hasta las películas o las series televisivas. En cualquier caso, si la neurociencia y el neuromarketing tienen poder sobre la mente humana es porque saben más sobre nosotros que nosotros mismos. Y lo que es válido para el marketing lo es para la mayor parte de los profesionales de la industria persuasivo-seductora. Sirvan como conclusión de este capítulo y como respuesta a la interpelación del neuromarketing, unas autorizadas reflexiones del neurobiólogo Antonio Damasio (2006: 20) en torno a las complejas relaciones entre emociones y poder: «Es un error pensar que es mejor no avanzar en la neurociencia porque sus descubrimientos pueden ser utilizados por los manipuladores de cerebros o por los publicitarios. Son los manipuladores los que deben temer: cuanto más sabemos cómo funcionan nuestras mentes, más difícil resulta manipularnos». Damasio es consciente de que el conocimiento de las potencialidades y de los límites del cerebro humano es un arma poderosa, pero también de que los efectos de esta arma serán radicalmente distintos si se mantiene exclusivamente en manos de los poderes fácticos o pasa a estar a disposición de todos los ciudadanos y ciudadanas. Los objetivos de este libro coinciden con el espíritu de las palabras de Damasio. Se pretende contribuir a democratizar el conocimiento sobre el funcionamiento del cerebro humano, como requisito indispensable para empoderar a los ciudadanos y ciudadanas en sus experiencias de interacción con las pantallas. Hay que insistir, por otra parte, en el hecho de que, si en esta obra se concede una importancia capital a las emociones, no es en detrimento de la racionalidad, sino porque la única manera de garantizar el pleno ejercicio de la racionalidad es aprendiendo a gestionar la emotividad. La estructura de la propuesta La primera parte del libro está dedicada al estudio del laberinto de las emociones. La segunda, al estudio de las interacciones entre las pantallas y el laberinto. En la primera parte se desvelan algunos secretos sobre la intrincada arquitectura del laberinto sumergido, analizando la compleja trama de senderos que lo recorren. En la segunda se aborda la necesidad de gestionar las emociones como requisito para extraer todo el potencial de las nuevas herramientas tecnológicas y de las nuevas prácticas comunicativas, y para garantizar la autonomía y la eficacia comunicativa de la persona que interacciona con ellas. En los dos capítulos que siguen, correspondientes a la primera parte de la obra, no se habla, pues, de pantallas, sino de personas. Si las experiencias mediáticas son el resultado de la interacción entre unas pantallas y unas personas, el conocimiento de las 28 personas es fundamental para poder comprender las experiencias. En el primer capítulo se afronta la cuestión de la dimensión movilizadora de las emociones. En el segundo, la de su dimensión cognitiva. Sólo desde el conocimiento de estas dos dimensiones se puede comprender por qué fascinan las pantallas y cómo socializan. Y sólo desde la gestión de estas dos dimensiones se puede lograr el empoderamiento mediático de los ciudadanos y ciudadanas como productores de mensajes y como interlocutores de mensajes ajenos. En la segunda parte, dedicada específicamente a las pantallas, se afronta el papel de las emociones en la cultura de la convergencia, en la cultura de la hibridación, en la cultura de la simulación y en la cultura participativa. La tercera parte del libro está dedicada al poder de la educación mediática. Desde una actitud conciliadora, se ofrecen criterios para integrar los descubrimientos de la neurociencia a la práctica de la educación mediática y se desarrolla una propuesta metodológica para el análisis de todo tipo de relatos. El libro finaliza con un breve manifiesto. En síntesis, en este libro se descubrirá que la gestión de las emociones es el requisito imprescindible para interaccionar de manera autónoma y crítica con mensajes ajenos y para garantizar la eficacia en la transmisión de mensajes de cara a la construcción colaborativa de conocimientos, a la mejora del entorno social o a la potenciación de la creatividad y de la sensibilidad estética. 29 Primera parte El poder de las emociones 30 LA METÁFORA DE LA CENTRAL ENERGÉTICA 2 La dimensión movilizadora de las emociones «No hay acción humana sin una emoción que la funde como tal y la haga posible como acto.» Humberto Maturana En busca de energía Moverse por emociones Rita Carter, una de las periodistas científicas más prestigiosas de Estados Unidos, expresa de una manera intuitiva la importancia de las emociones cuando define el sistema límbico, es decir, el cerebro emocional, en estos términos: «El sistema límbico es la central energética del cerebro, generadora de los apetitos, impulsos, emociones y estados de ánimo que dirigen nuestra conducta» (Carter, 2002: 54). Cuando uno comenta, refiriéndose a otra persona, que «me deja frío», está afirmando implícitamente que esa persona forma parte de su mente en lo cognitivo, pero no en lo emotivo o pasional. Sirve lo mismo para una idea o para un valor. La cognición es condición necesaria pero no suficiente para movilizar. A una persona sólo le mueven aquellas realidades (personas, acontecimientos, situaciones, ideas o valores) a las que ama o a las que odia, es decir, que tienen conexión con su cerebro emocional, con su central energética. Lo que distingue a unas personas de otras es el tipo de emociones por las que se mueven. Cuando se dice de una persona que se mueve por una idea o por un valor, en realidad habría que decir que se mueve por la pasión por esa idea o ese valor. No basta que las haya integrado en su mente cognitiva, como demuestran las historias de Phineas Gage y de Elliot. Las emociones no son estados, son dinámicas relacionales. La propia etimología de la palabra emocionar (e-movere, en latín) indica que la experiencia a la que se refiere el término es movilizadora. Son múltiples y muy diversas las acciones que pueden derivarse de una emoción: huida, lucha, pelea, desmayo, abrazo, beso, etcétera. En cualquier caso, es la emoción lo que mueve. El neurobiólogo Joseph LeDoux es contundente: «En los sentimientos emocionales intervienen muchos más mecanismos cerebrales que en los pensamientos […]. Las emociones crean una furia de actividad dedicada a un solo objetivo. Los pensamientos, a no ser que activen los mecanismos emocionales, no hacen esto» (LeDoux, 1999: 337). Lo que emociona mueve. Para ser más precisos, sólo mueve lo que emociona. 31 La carencia emocional Para tomar conciencia de la importancia de las emociones en la toma de decisiones nada mejor que retomar los casos de Phineas Gage y de Elliot, que marcan un antes y un después en la comprensión de la mente humana. Los pacientes con este tipo de déficit son hábiles en el análisis, pero incapaces de tomar una decisión. No pueden discriminar. Les falta el significado emocional de las informaciones, la etiqueta positiva o negativa que el cerebro emocional confiere a cada una de las opciones que entra en juego en el raciocinio (Ratey, 2003: 285). A la hora de concertar una nueva cita, Damasio le propuso a uno de estos pacientes dos alternativas: el martes o el jueves. El paciente comenzó a valorar las ventajas y los inconvenientes de cada alternativa, sin pronunciarse por ninguna de ellas. Al cabo de media hora, Damasio intervino: «¿Qué te parece el martes?». A lo que el paciente repuso sin el más mínimo problema: «¡Perfecto!» (Damasio, 1996: 183). Cuando a otro de estos pacientesle preguntaron si iría al trabajo en moto o en coche, se explayó interminablemente sobre las ventajas y los inconvenientes de cada una de las opciones, agotando a la concurrencia sin acabar de pronunciarse por ninguna de ellas (Evans, 2002: 135-136). La incapacidad de decidir se explica, pues, porque es el sistema emocional el que asigna valores distintos a opciones diferentes. Para que la razón pueda tomar una decisión se necesita el apoyo del marcador somático emotivo, es preciso que se confiera significado emocional a las realidades. Al recién nacido sólo le movilizan unos pocos instintos con los que nace biológicamente equipado. Como consecuencia de su desarrollo genético y de su escasa experiencia, la libido del bebé está vinculada a unos pocos objetos de deseo. En cambio, la persona adulta madura y comprometida es capaz de movilizarse por una amplia gama de valores, que incluyen estímulos mucho más complejos. La capacidad movilizadora de las emociones se pone de manifiesto en la etimología del verbo conmover: mover en una dirección, mover en la misma dirección que el elemento que conmueve. Si se me permite un diagnóstico simplificador, se podría decir que la capacidad de influencia de la que disfrutaron en otras épocas instituciones dedicadas a la comunicación persuasiva como la escuela o la iglesia fue debida en buena medida a su habilidad para utilizar en beneficio propio las emociones negativas, el miedo al palo (los castigos y los métodos represivos en un caso, la explotación del miedo al infierno en el otro). Y que una buena parte de su fracaso en la actualidad se explica por su incapacidad para utilizar en beneficio propio las emociones positivas, para sustituir el palo por la zanahoria, es decir, por su incapacidad para convertir sus productos en objetos de deseo. Sin emoción, del signo que sea, no hay movilización. El exceso emocional Que las emociones sean imprescindibles para movilizar en cualquier ámbito, también en el racional, no significa que no puedan perturbar el ejercicio de la racionalidad. Los 32 expertos hablan en estos casos de secuestro de la racionalidad. Si la carencia de emoción comporta un grave perjuicio para el ser humano, también lo comporta el exceso. Sirva como ejemplo la trágica historia de Mary Jackson, una joven universitaria de 19 años, inteligente, serena, educada, madura y con un futuro brillante ante ella. De repente su vida dio un vuelco. Comenzó a beber más de la cuenta. Experimentó con la cocaína. Se iba a la cama con hombres al azar. No atendía en clase. Su memoria de trabajo comenzó a desvanecerse. Se enfurecía con suma facilidad, manifestaba impulsos autodestructivos. Todo lo que veía lo tocaba, todo lo que tocaba lo quería, todo lo que quería lo necesitaba. Era consciente de su comportamiento autodestructivo, pero lo mantenía de todos modos. Finalmente, detectaron la causa: un tumor en la corteza prefrontal, la región cerebral que permite el pensamiento abstracto, la planificación a largo plazo, el control de los impulsos y de las emociones primarias. La corteza prefrontal permite a una persona controlar la reacción instintiva cuando ésta puede llevar a una decisión equivocada. En el Laboratorio de Medios de Comunicación del MIT (Massachussets Institute of Technology) se realizó un estudio relacionado con las experiencias sexuales. En una primera fase se invitaba a los participantes a responder a una serie de preguntas en torno a tres cuestiones relacionadas con el sexo: preferencias sexuales, probabilidad de incurrir en comportamientos sexuales inmorales y probabilidad de incurrir en comportamientos relacionados con el sexo no seguro. Unos días después, tras haber respondido a las preguntas en un estado tranquilo, frío y racional, se inducía a los participantes, individualmente, a una situación de excitación sexual, desde la que debían responder a las mismas cuestiones. Pues bien, cuando estaban excitados predecían que su deseo de realizar actividades sexuales poco comunes sería un 72% más elevado de lo que habían predicho cuando respondieron en frío. La actividad sexual con animales, por ejemplo, resultaba más que doblemente atractiva. En lo relativo a incurrir en actividades inmorales, cuando estaban excitados predecían que dicha tendencia era un 136% más elevada de lo que habían predicho en frío. Por ejemplo, estaban mucho más dispuestos a decirle a la otra persona que la amaban, aunque no fuera cierto, para aumentar la probabilidad de mantener con ella una relación sexual. En cuanto al sexo seguro, en estado de excitación se mostraban un 25% más predispuestos a prescindir del preservativo que en estado frío, pese a las advertencias contrarias recibidas durante años. Esta investigación pone de relieve los cambios que el cerebro emocional puede provocar en los gustos, preferencias, creencias y decisiones, pero también demuestra la incapacidad de predecir la influencia de la excitación sexual en los comportamientos relativos al sexo. Es decir, demuestra el escaso conocimiento que la mayoría de personas tienen sobre ellas mismas: ni los propios participantes sabían cómo les podía cambiar un deseo apasionado (Ariely, 2008: 210-215). Lo que se desprende de esta experiencia en torno a la excitación sexual es transferible a otros excesos pasionales, relacionados, por 33 ejemplo, con los celos, la ira o el hambre. El peso del inconsciente De los experimentos de Derrik de Kerchkove y del amnésico de Hampton Court se extrajo la conclusión de que las pantallas desencadenan un torbellino de reacciones emocionales, buena parte de las cuales tienen lugar en la parte oculta del iceberg mental, y de que la actividad de este laberinto sumergido incide en la conciencia en forma de creencias y comportamientos. En otras palabras, que una buena parte de la energía movilizadora está sumergida. Una investigación realizada hace años por un equipo de científicos de la Universidad de Iowa y que luego se repitió en diversos países puede ayudar a comprender la potencia de la actividad mental desencadenada por el laberinto sumergido. Los sujetos del experimento recibían cuatro montones de naipes, dos de color rojo y dos de color azul. Con cada uno de los naipes iban a ganar o a perder una cierta cantidad de dinero. Debían darles la vuelta uno a uno, intentando obtener el mayor número posible de dólares. Los sujetos no sabían que los naipes estaban trucados. Los rojos ofrecían premios cuantiosos, pero también pérdidas muy elevadas. Para ganar debían recurrir a los azules, que garantizaban unas ganancias constantes moderadas de 50 dólares y unas pérdidas también moderadas. Los sujetos estaban conectados a un detector emocional, de estrés, que medía la actividad de las glándulas sudoríparas de la palma de la mano, que responden al estrés provocando sudor cuando se está nervioso. Los científicos descubrieron que la mayoría de los sujetos comenzaba a intuir de qué iba el juego cuando habían levantado una media de unos cincuenta naipes. En aquel momento se daban cuenta de que preferían los azules, pero no sabían articular una razón coherente. La mayoría sólo eran capaces de dar una explicación precisa de por qué los naipes rojos no eran recomendables cuando habían levantado unos ochenta naipes. No obstante, el descubrimiento más significativo que hicieron los científicos de Iowa fue que los jugadores habían comenzado a generar respuestas emocionales de estrés a las cartas rojas cuando habían levantado tan sólo diez naipes, es decir, cuarenta cartas antes de que pudieran intuir que estas cartas producían resultados negativos. Y, lo que es más importante, casi al mismo tiempo que les empezaban a sudar las manos, comenzaban a cambiar de comportamiento: mostraban preferencia por los naipes azules, sacando cada vez menos cartas rojas (Bechara et al., 1997: 1293-1295). En definitiva, mientras la mente racional o reflexiva necesitaba 80 naipes para tomar una decisión, y la intuición 50, a la mente sumergida le bastaba con 10, y sin un atisbo de conciencia.El experimento sirvió para demostrar que los jugadores habían descubierto la lógica del juego bastante antes de darse cuenta de que la habían descubierto. Su decisión estaba tomada mucho antes de que se dieran cuenta de que la estaban tomando, y modificaron su conducta mucho antes de ser conscientes de que la estaban modificando (Gladwell, 34 2005: 17 y 59). Los resultados del experimento de los naipes coinciden con los de un experimento clásico que en la década de 1960 realizó el científico Benjamin Libet. Fue un experimento pionero en la relación entre la conciencia y el inconsciente. Libet colocó electrodos en la cabeza de unos voluntarios y les pidió que levantaran el dedo en el momento en que quisieran, observando en un reloj de alta precisión el instante exacto en el que sentían el impulso de moverlo. Libet comprobó que los sujetos eran conscientes del impulso un cuarto de segundo antes de que llevaran a cabo el movimiento. Pero lo sorprendente fue que las ondas cerebrales se habían activado más de un segundo antes de que los sujetos sintieran el impulso de llevar a cabo el movimiento (Libet, 1983: 623-642). El laberinto sumergido precedía a la conciencia. El inconsciente influye, pues, en lo que pensamos, y más allá de lo que pensamos, aunque no es esto lo que pensamos sobre el inconsciente. Se puede decir que el inconsciente emocional actúa como avanzadilla, como motor inadvertido de los cambios. «El cuerpo reacciona ante el peligro incluso antes de que hayamos empezado a sentir el miedo. Las reacciones corporales anteceden a los sentimientos, como la onda de proa va por delante del barco» (Klein, 2004: 43-44). La insuficiencia movilizadora de la razón El fracaso de la vía racional Es el momento de hacer frente a un equívoco bastante generalizado en el ámbito académico: el de considerar que en la comunicación persuasivo-seductora se puede distinguir entre mecanismos basados en lo racional y mecanismos basados en lo emocional. Los creativos publicitarios, por ejemplo, suelen coincidir en que para conferir sentido y valor a los productos se puede recurrir a dos estrategias que consideran contrapuestas: la vía racional y la emocional (Bassat, 1993: 95). Es una distinción a la que yo mismo me aboné en una obra anterior (Ferrés, 1996: 253-255). A la luz de las aportaciones de la neurociencia, la distinción no es válida. Si el sistema límbico es la central energética del cerebro, si lo que mueve a las personas son las emociones, los argumentos sólo podrán movilizar a una persona si tienen para ella un componente emocional. Piénsese, por ejemplo, en las dificultades que tienen los adictos para superar el apego al tabaco. El argumento supuestamente más potente al que pueden recurrir, el del instinto de conservación o supervivencia, pierde toda su eficacia si entra en conflicto con una emoción más potente de signo contrario. Sirve también como ejemplo una publicidad que garantiza ante notario para un producto la misma calidad que el producto de la competencia pero a mitad de precio. Un argumento en apariencia tan contundente, no conseguirá movilizar a una persona para la que tenga más peso el afán de ostentación que el interés por el ahorro. Si la energía del cerebro proviene del sistema límbico, no se puede pensar en una vía 35 racional que sea contrapuesta a la emocional. Los casos de Phineas Gage y de Elliot demuestran que un argumento racional sin un componente emocional no puede llevar a una decisión eficaz. El gráfico que sigue es elocuente al respecto: el cerebro emocional tiene acceso directo al área de la toma de decisiones, mientras que el racional no. La razón necesita ser penetrada o fecundada por la emotividad para poder influir en una decisión. Es la demostración de la validez científica de la moraleja extraída del cuento El adivino y el rey. La potencia de las pantallas proviene de su capacidad para influir en la toma de decisiones a partir de su capacidad para suscitar emociones y canalizarlas en una determinada dirección. El sustrato emocional del cerebro racional El neurobiólogo chileno Humberto Maturana habla del papel que juegan las emociones en el funcionamiento del cerebro racional: «Todo argumento racional se funda en algún conjunto de premisas básicas aceptadas a priori, es decir, desde el emocionar, según las preferencias, gustos o deseos, conscientes e inconscientes, que se tienen» (Maturana, 1998: 293). De ahí el error, según Maturana, de plantearse las discusiones como si las discrepancias fueran lógicas, racionales, cuando no lo son. Las discrepancias están en las premisas básicas que sustentan los argumentos en oposición, y esas premisas son de carácter emocional. Maturana lo ejemplifica: la decisión en torno a la conveniencia o no de talar un bosque nativo no surge desde un vacío emocional, cualquiera que sea la argumentación que uno 36 proponga para hacer lo uno o lo otro; todos los argumentos se basan en premisas aceptadas a priori desde ciertas preferencias, propósitos o sentimientos. La discusión entre los que mantienen una u otra postura nunca podrá ser racional, porque cada argumento es válido, independientemente del otro, en su propio dominio. Las discrepancias pertenecen al dominio de las preferencias, de los deseos, a la esfera emocional. Por ejemplo, privilegiar el crecimiento económico o el desarrollo sostenible (ídem: 321). De lo que se desprende que «los discursos racionales, por impecables y perfectos que sean, son completamente inefectivos para convencer a otro si el que habla y el que escucha lo hacen desde emociones distintas» (Maturana, 1997: 107). Para que unos argumentos contrapuestos sean racionales basta que no contengan ningún error lógico, que sean coherentes entre sí. El problema son las premisas, que se excluyen mutuamente y que se aceptan o se rechazan no desde la razón sino desde la emoción (ídem: 18). A partir de estas consideraciones, tal vez no sorprenda que el experto en decisiones Dylan Evans (2002) afirme que las decisiones —todas las decisiones— son emocionales. Las decisiones pueden ser el resultado de una respuesta generada de manera impulsiva por el cerebro emocional o de un argumento generado por el cerebro racional pero fecundado por una emoción del que razona. En otras palabras, «para tomar una decisión correcta no basta con saber qué se debería hacer, sino que también es preciso que el cuerpo nos lo haga sentir» (Motterlini, 2008: 256). Todo el mundo sabe que va a morir, pero para que este conocimiento tenga una incidencia real en la propia vida es preciso que alguna incidencia (la edad, una enfermedad o la muerte de una persona afectivamente muy cercana) nos remueva emocionalmente. De lo expuesto se infiere que existen, efectivamente, dos vías diferenciadas para la toma de decisiones, pero que no es pertinente denominarlas emotiva y racional, porque las emociones han de estar presentes en ambas si se pretende que la persona se movilice. Las decisiones han de ser afectivas si se pretende que sean efectivas. ¿Cuáles serían, entonces, las dos vías? La doble vía para la toma de decisiones Cognitivismo cuestionado Durante la segunda mitad del siglo XX, los conocimientos disponibles sobre el funcionamiento del cerebro humano parecían avalar los planteamientos cognitivistas, según los cuales las emociones eran el resultado de una evaluación consciente de la realidad efectuada por la corteza cerebral, por el cerebro superior. Parecía demostrado que las informaciones que llegan a las áreas cerebrales que controlan las emociones (como el hipocampo y la amígdala) provienen de las que controlan los procesos de reflexión y de análisis (la corteza cerebral o neocórtex). 37 Los estímulos sensoriales (en el caso de la ilustración que precede a estas líneas, la visión de algo que puede parecer una serpiente) llegan de los sentidos al tálamo, que los convierte en una imagen mental, y pasan luego al neocórtex, donde son analizados y clasificados. Si la corteza cerebral considera que son portadores de una carga
Compartir