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Las pantallas y el cerebro emocional - Joan Ferres i Prats - Gloria Ramos Dado

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LAS PANTALLAS Y EL CEREBRO
EMOCIONAL
Joan Ferrés i Prats
http://www.gedisa.com
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http://www.gedisa.com
© Joan Ferrés i Prats
Diseño de cubierta: Marco Sandoval/Estudio Alterna
Primera edición: febrero de 2014, Barcelona
Derechos reservados para todas las ediciones en castellano
© Editorial Gedisa, S.A.
Avenida del Tibidabo, 12, 3º
08022 Barcelona (España)
Tel. 93 253 09 04
Correo electrónico: gedisa@gedisa.com
http://www.gedisa.com
Preimpresión:
Editor Service, S.L.
Diagonal 299, entresòl 1ª
08013 Barcelona
Tel. 93 457 50 65
creadisseny@editorservice.net
www.editorservice.net
eISBN: 978-84-9784-806-0
Depósito legal: B.1053-2014
Queda prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio de impresión, en forma idéntica, extractada o
modificada, de esta versión castellana de la obra.
Reconocimiento
Este libro ha sido realizado en el marco del Proyecto I+D del Ministerio de Economía y Competitividad con clave:
EDU2010-21395-C03, titulado La competencia en comunicación audiovisual en un entorno digital. Diagnóstico
de necesidades en tres ámbitos sociales.
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A la memòria del meu pare.
A la meva mare, a la Carme,
i a la Mireia, el Joan i l’Anna
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Índice
PRÓLOGO
INTRODUCCIÓN
LA METÁFORA DEL ICEBERG
1
Pantallas y emociones
En el umbral del laberinto
El inconsciente como laberinto
Indefensos en el laberinto
Las trampas del empowerment
Una larga tradición racionalista
Un cambio de paradigma
Las emociones en el denominador
Las emociones en el numerador
Pantallas, emociones y poder
Emociones, poder y marketing
Emociones, poder y pantallas
La estructura de la propuesta
PRIMERA PARTE
EL PODER DE LAS EMOCIONES
LA METÁFORA DE LA CENTRAL ENERGÉTICA
2
La dimensión movilizadora de las emociones
En busca de energía
El peso del inconsciente
La insuficiencia movilizadora de la razón
La doble vía para la toma de decisiones
El papel de las emociones en cada circuito
Las autopistas del laberinto
La fuente del laberinto sumergido
La emoción como energía canalizada
La ambivalencia emocional de las pantallas
A modo de síntesis
LA METÁFORA DEL CONTAGIO
3
La dimensión cognitiva de las emociones
7
La sabiduría del inconsciente
Distorsiones en la evaluación emocional de la realidad
Distorsiones con efectos retroactivos
La lógica oculta tras la falta de lógica
A modo de síntesis
SEGUNDA PARTE
EL PODER DE LAS PANTALLAS
LA METÁFORA DE LAS REDES
4
Pantallas y emociones en la cultura de la convergencia
Pantallas, redes y emociones
Las emociones en la convergencia de códigos
La convergencia emocional en la comunicación con fines comerciales
La convergencia emocional en las redes digitales de comunicación
La red como ardid
A modo de síntesis
LA METÁFORA DE LA CONTAMINACIÓN
5
Pantallas y emociones en la cultura de la hibridación
Hibridación y cultura líquida
La hibridación en la comunicación
El aprendizaje como hibridación
La hibridación en el procesamiento de las informaciones
Distorsiones en la percepción
La hibridación en la comunicación con fines comerciales
La hibridación en el ámbito de los valores
El fracaso de las estrategias compartimentadas
Hibridación y violencia mediática
A modo de síntesis
LA METÁFORA DEL ESPEJO
6
Pantallas y emociones en la cultura de la simulación
Simulación, pantallas y neurociencia
Las emociones en la fascinación por la simulación
Las emociones en los efectos de la simulación
Pantallas y neuronas espejo
Las pantallas como catalizadores
A modo de síntesis
8
LA METÁFORA DE LA GASOLINA
7
Pantallas y emociones en la cultura participativa
Las pantallas en la cultura participativa
La importancia de la motivación
La era de la fascinación
Estímulos emocionalmente competentes
La zona de desarrollo próximo emocional
Mensajes débiles, mensajes potentes
Reivindicación del deseo
Otras estrategias de movilización
A modo de síntesis
TERCERA PARTE
EL PODER DE LA EDUCACIÓN MEDIÁTICA
LA METÁFORA DE LA CONCILIACIÓN
8
Criterios para la educación mediática
Saliendo al paso de las reticencias
Superando dicotomías
Insuficiencias y reduccionismos
A vueltas con el sentido crítico
Despertar la conciencia
Conciliación en el reparto de responsabilidades
Propuesta metodológica para el análisis de relatos audiovisuales
La necesidad de una metodología
Radiografía del receptor
Radiografía de la obra
Diagnóstico sobre la obra
Diagnóstico sobre el receptor
Manifiesto
A modo de síntesis
Bibliografía
9
Prólogo
El profesor Joan Ferrés i Prats es un investigador riguroso que no se deja llevar por los
cantos de sirena que dan por hechas las utopías «tecnologicistas» que nos sitúan en la
antesala del mejor de los mundos. Nada mejor que ilustrar esta idea reproduciendo una
cita de este libro: «No hace falta ser apocalíptico para advertir que conceptos como los
de inteligencia colectiva, multitudes inteligentes o cultura participativa, expresan un
horizonte utópico hacia el que las tecnologías permiten encaminarse, pero están muy
lejos de reflejar lo que para buena parte de los ciudadanos y ciudadanas representa hoy la
experiencia cotidiana de interacción con las pantallas». Las pantallas y el cerebro
emocional está lleno de sugerentes y relevantes aportaciones que, en mi opinión,
convierten a este texto en el mejor de su autor.
El rigor y la lucidez demostrados por el profesor Ferrés en todas sus publicaciones, le
hacen ser uno de los mayores expertos en el ámbito de la competencia mediática en el
contexto iberoamericano. Dentro de este mismo territorio destaca por haberse
especializado desde hace años en el estudio de las vinculaciones entre la neurociencia y
los diferentes campos que abarca la educación en competencia mediática. Su último libro
recoge conclusiones de investigaciones realizadas en las últimas décadas y realiza una
aportación original e innovadora al papel que desempeña el cerebro emocional en las
experiencias mediáticas, vinculando los campos de las Ciencias, las Humanidades y las
Ciencias Sociales. Como ya han señalado investigadores de la talla de Francisco Mora
Teruel,1 «Ciencias y Humanidades tienen la misma raíz, que no es otra cosa que el
cerebro humano. La raíz y el tronco conforman ese cerebro. Ramas y hojas son Ciencias
y Humanidades». Desde este punto de vista, Joan Ferrés realiza una aportación
sustantiva en esa búsqueda de interrelaciones entre neurociencia, educación,
comunicación mediática y enseñanzas artísticas. El paso adelante que se propone en este
texto es el de profundizar en la idea de que la educación en competencia mediática debe
tener en cuenta, de forma prioritaria, las investigaciones que la neurociencia ha aportado
a finales del siglo XX —los años noventa han sido identificados como la década del
cerebro—.
Estos primeros años del siglo XXI se han caracterizado por los nuevos avances en el
campo de la neurociencia. Algunos investigadores han llegado a proponer el desarrollo
de una nueva especialidad denominada neuroeducación. Para el profesor Mora Teruel
«el mundo que vemos es el mundo que construimos con nuestro propio cerebro». Este
mismo investigador llega a plantear que Platón y Aristóteles estaban equivocados porque
«el ser humano no es un ser racional, sino un ser emocional. La supervivencia de la
propia especie está en la emoción. La curiosidad es la base para aprender, es lo que
enciende la emoción. Con la curiosidad se pone en marcha el conocer
conscientemente».2
10
El interés de Ferrés en estos temas está presente ya en algunas de sus obras escritas en
la década de los noventa del pasado siglo, como Televisión subliminal, y de forma más
explícita en otro libro editado ya en el año 2000 y titulado Educar en una cultura del
espectáculo. Pero es en su texto de 2008, La educación como industria del deseo,
también editado por Gedisa, en el que se maduran todas estas ideas que confirman los
cambios radicales que contradicen los paradigmas reduccionistas manejados hasta ahora
por el pensamientoneoliberal para definir los conceptos de cultura y de educación.
Joan Ferrés ha estudiado en todo este tiempo la influencia del cerebro emocional en la
construcción de la autonomía personal como base de la educación; y es que esas bases
para el manejo de una actitud crítica, analítica y creativa, que debería ser el objetivo
último de la educación, parten de las intuiciones de pedagogos pioneros como Decroly,
Freinet, Montessori y otros muchos, y durante el siglo XX están presentes en un desarrollo
que inspira a los grandes pioneros de la comunicación popular y de la educomunicación.
Hay que recordar aquí el trabajo realizado por personalidades como Paulo Freire, Mario
Kaplún, Luis Ramiro Beltrán, Manuel Calvelo, Jesús Martín Barbero, Omar Rincón,
Francisco Gutiérrez, Valerio Fuenzalida, Rosa María Alfaro, Teresa Quiroz, Delia Crovi,
Roxana Morduchowicz, Roberto Aparici o Guillermo Orozco, por poner sólo algunos
ejemplos representativos de una línea de trabajo inspiradora, madurada durante décadas
de forma sustancial en Iberoamérica. El diálogo iberoamericano que se ha realizado
desde los diferentes frentes de la educomunicación se ha convertido en un territorio muy
fértil que habrá de seguirse cultivando en esta nueva era, que cuenta con las
imprescindibles e irrenunciables aportaciones realizadas desde la neurociencia.
El texto de Joan Ferrés sirve también al objetivo de crear esos puentes de
intercomunicación entre los descubrimientos de la neurociencia y una educación en
competencia mediática, que también está alcanzando fértiles desarrollos en España.
El profesor Ferrés ha estructurado su libro de manera sumamente didáctica en nueve
capítulos, el último de los cuales finaliza con una propuesta metodológica de máxima
utilidad desde un punto de vista pedagógico. Los capítulos se hallan desglosados muy
pormenorizadamente de forma que el lector no se pierde en ningún momento. La
bibliografía incluida es en sí misma una relevante aportación a nuestro campo y debe
inspirar también la consulta de quienes trabajan estrictamente en los ámbitos de la
neurociencia y desconocen los desarrollos y las aportaciones realizadas desde las
investigaciones más recientes en educación en competencia mediática.
El libro cuenta con numerosos ejemplos prácticos vinculados con investigaciones
ilustrativas que anclan de manera excelente las reflexiones teóricas y consiguen salvar
las conocidas reticencias a la lectura de muchos universitarios españoles, con una
redacción clara y directa, una estructuración ejemplar y una breve síntesis final que
concentra algunas de las mejores aportaciones de cada capítulo. 
Este texto responde a todas las cualidades ya apuntadas. El nivel de reiteración que se
puede encontrar en esta obra es en general muy adecuado para facilitar la inteligibilidad
de sus contenidos. La obra es recomendable para alumnos de 1º a 4º grado y también de
posgrado en cualquiera de las ramas de la comunicación: Periodismo, Comunicación
11
Audiovisual y Publicidad. Es asimismo un libro de máxima utilidad para profesores de
todos los niveles educativos y estudiantes de escuelas de Magisterio y facultades de
Educación, Psicología y Ciencias Sociales, Jurídicas y estudios de Humanidades en
general. Como antes se ha apuntado, los alumnos que cursan estudios de Ciencias e
incluso en escuelas técnicas, en sus diferentes campos de especialización, tienen una
oportunidad extraordinaria para conocer cómo se pueden explotar los resultados de la
investigación de la neurociencia en los ámbitos de la educación y de la comunicación.
Agustín García Matilla
Universidad de Valladolid, Campus Público
María Zambrano de la UVa en Segovia
1 de diciembre de 2013
Notas:
1. Mora Teruel, F. (2013). Neuroeducación. Sólo se puede aprender aquello que se ama. Alianza, Madrid.
2. Los textos entrecomillados son citas literales de la conferencia titulada Neuroeducación y emoción que el
profesor Francisco Mora Teruel impartió dentro de las jornadas AVACYL de Arte Contemporáneo, celebradas
en el Palacio de Quintanar de Segovia, el 30 de noviembre de 2013.
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Introducción
LA METÁFORA DEL ICEBERG
1
Pantallas y emociones
«A caballo de todas las paradojas
se cabalga hacia todas las verdades.»
Friedrich Nietzsche
En el umbral del laberinto
Hay experiencias que obligan a enfrentarse a dimensiones desconocidas de la realidad.
El pensador canadiense Derrick De Kerckhove vivió una de ellas cuando aceptó
someterse a un experimento. Su amigo Stephen Kline, director del Media Analysis Lab
en la Universidad Simon Frazier de Vancouver, y el hermano de éste, Rob Kline, habían
inventado un sofisticado sistema para analizar los procesos mentales de las personas que
interaccionan con las pantallas. Stephen y su hermano le propusieron ser uno de sus
conejillos de indias.
Enfrentado a una pantalla
«Me conectaron a un ordenador mediante varios dispositivos colocados en mi piel. Conectaron uno a mi dedo medio izquierdo
para medir la conductividad cutánea, otro a mi frente —presumiblemente para examinar mi actividad cerebral—, un tercero me
fue puesto en mi muñeca izquierda para tomar mi pulso, y el último sobre el área de mi corazón, para controlar la circulación.
Otro dispositivo, un rudo joystick, fue colocado en mi mano izquierda. Presionándolo hacia adelante y hacia atrás, podría
indicar si me gustaba o me desagradaba lo que estaba viendo. Entonces Rob y Stephen abandonaron el laboratorio y comenzó
el espectáculo.
Vi un típico menú de imágenes a ritmo rápido: sexo, publicidad, noticias, debates, sentimentalismo y tedio. Los cortes parecían
durar unos quince segundos cada uno. Para los estándares normales de la televisión, esa velocidad no parecía excesiva, pese a
que en mi papel de crítico instintivo, encontraba muy difícil mantener el ritmo con el joystick.
Al final del experimento de veinte minutos, me sentía absolutamente frustrado por no haber podido expresar mucho más que
algunas débiles aprobaciones y desaprobaciones. En muchas escenas, no había tenido tiempo suficiente para expresar nada en
absoluto.
Cuando Rob y Stephen regresaron para rebobinar la cinta y revisar los gráficos en el ordenador, les comenté mi sensación de
impotencia. Entonces ellos se rieron y me invitaron a mirar la pantalla mientras volvían a poner la cinta sincronizando los
datos. Para mi absoluto asombro, vi que cada escena, cada golpe, cada cambio de imagen habían sido grabados por un sensor u
otro, y habían sido introducidos en el ordenador. Podía ver los densos perfiles de los gráficos que se correspondían con mi con-
ductividad cutánea, mi pulso, los latidos de mi corazón y con cualquier misteriosa reacción que mi frente había estado
registrando. Estaba atónito. Mientras me esforzaba en expresar una opinión, todo mi cuerpo había estado escuchando y
observando, y había reaccionado instantáneamente».
La piel de la cultura
Derrick De Kerckhove, 1999: 35-36
13
Derrick De Kerckhove quedó sorprendido al observar el mapa de aquel extraño laberinto
en el que no era consciente de haber penetrado. Del experimento al que se sometió
extrajo la conclusión de que las pantallas «se comunican sobre todo con el cuerpo, no
con la mente» (De Kerckhove, 1999: 36). Para ser más precisos, habría que decir que las
imágenes se comunican con la mente a través del cuerpo, y que se comunican sobre todo
con la mente inconsciente.
Mediante el experimento pudo comprobar que ni siquiera aquellas pantallas a las que
se ha calificado como tontas producen en la mente del interlocutor un encefalograma
plano. Incluso esas pantallas generan una intensa actividad mental, y una buena parte de
esta actividad tiene lugar en la mente sumergida, en el laberinto de las emociones. En
esto reside su fuerza seductora y su potencia socializadora.
El inconsciente como laberinto
Si se recurre al laberinto como metáfora de la mente sumergida es por lo que tiene de
misterioso, confuso, caótico, tortuoso, enmarañado, intrincado y enrevesado, pero
también de fascinante, seductor y lúdico. El laberinto,como la mente inconsciente, tiene
una lógica interna más allá de su apariencia caótica y confusa. Es un mundo cerrado y
aparentemente sin salidas, que invita al juego, a perderse, a abandonarse, pero es
también, por su complejidad, un reto a la inteligencia, un desafío a la búsqueda de
salidas.
Como los más suntuosos laberintos construidos durante siglos, el laberinto sumergido
ofrece al ser humano un reto constante. Le propone muchas oportunidades de perderse y
una única salida. Le desafía a alcanzar el centro absoluto de sí mismo y a encontrar la
salida de sí, propiciando el encuentro con el otro. Sólo conociendo y gestionando la
compleja arquitectura del laberinto emocional se puede hacer frente a estos retos.
El laberinto es una metáfora pertinente para los objetivos de este libro porque «no es
una trampa, es un viaje al interior de uno mismo. Para encontrarse, hay que perderse.
Para avanzar, para crecer, no sirven las certezas. Nos hemos de perder una, diez,
cincuenta veces al minuto para no quedarnos en la piel de las cosas. Cuanto más nos
perdemos, más puertas abrimos» (Finzi, 2011: 80).
Lo prueba una experiencia realizada hace años en el laberinto de Hampton Court.
Construido a finales del siglo XVII, es el laberinto más antiguo que se conserva en
Inglaterra y uno de los más famosos del mundo por su complejidad y su belleza. No sólo
ha sido fuente de inspiración para el amor y la poesía, también oportunidad para la
investigación científica.
Unos investigadores llevaron al laberinto a un amnésico crónico. Le preguntaron si
había estado alguna vez allá. El amnésico respondió que no. Le dieron un silbato y le
invitaron a perderse por los intrincados vericuetos, pidiéndole que, cuando llegara al
centro, hiciera sonar el silbato. Los investigadores controlaron el tiempo que había
tardado.
Al día siguiente se repitió la historia. El amnésico no recordaba haber estado nunca en
aquel lugar. Le dieron nuevamente el silbato y controlaron el tiempo que tardaba en
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llegar al centro.
Día tras día la misma historia. Pese a que no recordaba haber estado antes allá, el
tiempo que tardaba en llegar al centro era cada vez menor. Aunque no era consciente de
la acumulación de experiencias, iba aprendiendo. Con el paso del tiempo, y sin recurrir a
la memoria explícita, iba construyendo un esquema mental que le habilitaba para
moverse cada vez con mayor solvencia por el complejo entramado del laberinto
(Hogshead, 2010: 31-32).
La experiencia del amnésico del laberinto Hampton Court se une a la de Derrick De
Kerchkove para dotar al libro de un marco de referencia. Del análisis de ambas
experiencias se desprende que la actividad mental generada por las pantallas, incluso
cuando se desarrolla en el laberinto de la mente sumergida, tiene una incidencia directa
en la configuración de nuestros mapas mentales, condicionando nuestra manera de
pensar, de sentir, de hacer y de ser.
Indefensos en el laberinto
Los experimentos de Derrick De Kerchkove y del amnésico de Hampton Court deberían
provocar inquietud en el ámbito académico, porque ponen en tela de juicio el paradigma
en el que se ha venido sustentando la cultura occidental en lo tocante a la suficiencia de
la razón y de la conciencia.
Mientras algunos profesionales de la educación y de la cultura se preocupan por la
cantidad de personas que son incapaces de adoptar ante las pantallas una actitud
comprometida, reflexiva y crítica, las pantallas provocan en esas personas y en ellos
mismos un torbellino de sensaciones y de emociones, cuyos mecanismos y efectos
suelen pasar desapercibidos tanto para unos como para otros.
Mucha gente no busca en las pantallas más que la gratificación del sentir. Algunas
personas se imponen ante ellas la obligación de pensar, pero hay algo en lo que
coinciden: no suelen considerar necesario pensar sobre el sentir. Y mucho menos,
gestionar el sentir.
Ni desde la educación ni desde la cultura se suele advertir la conveniencia de gestionar
el laberinto de la mente sumergida, de convertir en consciente lo que se vive de manera
inconsciente. Tampoco de construir puentes entre lo emotivo y lo reflexivo, de convertir
la emoción en reflexión y la reflexión en emoción.
Estas carencias tienen que ver con el doble registro desde el que el ciudadano puede
acceder hoy a las pantallas. Fue Alvin Toffler (1980) el que acuñó el concepto de
prosumidor. Gracias a las nuevas herramientas tecnológicas y a las nuevas prácticas
comunicativas, hoy el usuario de pantallas tiene tantas oportunidades de producir
mensajes como de consumirlos. El desconocimiento de los mecanismos por los que se
rige el cerebro emocional impide la autonomía del ciudadano en ambos registros. Como
consecuencia de estas carencias se ensancha cada vez más la brecha entre unos mensajes
mediáticos fascinantes que recurren a la emoción y al inconsciente sin activar la
racionalidad y unos mensajes con voluntad educativa y cultural que creen posible activar
la racionalidad sin recurrir a la emoción.
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El objetivo del libro es salir al paso de estas carencias, afrontando los complejos
mecanismos por los que se rigen las interacciones entre las pantallas y la mente
sumergida.
Las trampas del empowerment
Para referirse al objetivo último de la educación mediática en los textos especializados se
suele recurrir al término empowerment. No cabe duda de que el término inglés tiene una
fuerza muy superior a la de los términos por los que se suele traducir, como capacitación
o fortalecimiento. Por esto se recurre cada vez más al neologismo empoderamiento.
El objetivo de la educación mediática sería, pues, dotar de poder al ciudadano o
ciudadana para que pueda hacer frente, de manera autónoma, al poder de las pantallas, y
para que sea capaz de transmitir a través de ellas unos mensajes potentes.
Hay una doble trampa agazapada tras la potencia del concepto empoderamiento, una
que se podía detectar en la concepción clásica de la educación mediática y otra
incrustada en la concepción moderna.
De los manuales clásicos se desprende la convicción de que una persona empoderada
es una persona que en su interacción con las pantallas despliega una intensa actividad
reflexiva y crítica. En aquellos manuales apenas se habla de emociones. No se sabe si se
las considera perjudiciales o simplemente superfluas. Tanto en un supuesto como en el
otro basta la entronización de la razón para garantizar el empoderamiento. La razón es
causa necesaria y suficiente para garantizar la competencia mediática de la ciudadanía.
La trampa escondida en la moderna concepción de la educación mediática tiene que
ver con la utopía tecnológica. El optimismo de los utópicos tecnológicos se basa en la
asociación que tienden a hacer entre las nuevas herramientas y la sociedad de la
información y del conocimiento y, en consecuencia, en la convicción de que las nuevas
tecnologías garantizan la primacía de lo racional, en contraposición con el entorno
mediático anterior, mucho más vinculado al espectáculo y a lo emocional.
Estas reticencias ante lo emocional y estas preferencias por lo racional no deberían
sorprender a nadie. A lo largo de los siglos la cultura occidental ha ignorado o
marginado, cuando no despreciado o condenado, las emociones, considerándolas
interferencias, elementos perturbadores, entorpecedores del adecuado funcionamiento de
la maquinaria de la razón.
Una larga tradición racionalista
La escisión entre inteligencia y emoción se remonta casi a los orígenes del pensamiento
occidental. Ya en la cultura griega se concebía por separado la racionalidad y la
emotividad, y el privilegio que se concedió a la dimensión racional de la mente fue en
detrimento de la emocional: las emociones fueron consideradas enemigas de la razón y
de la verdad.
Platón expulsó a la poesía de su República porque agita las emociones y éstas impiden
a la humanidad el acceso a la verdad. Aristóteles no fue menos severo: «Las pasiones
16
son ciertamente las causantes de que los hombres se hagan volubles y cambien en lorelativo a sus juicios» (Aristóteles, 1990: 1378a 20).
El rechazo de las emociones por parte de la filosofía fue secundado por las grandes
religiones. Sirva como muestra el testimonio de san Agustín en su obra La ciudad de
Dios: «Para el placer de morir sin pena bien vale la pena vivir sin placer».
En 1515, uno de los grandes reformistas del pensamiento político, Thomas More,
sugería que había que forzar a la gente a abandonar su casa para que no se emocionara
con los objetos y los recuerdos acumulados.
Con el desarrollo de la ciencia empírica culminó el proceso de entronización de la
razón y, paralelamente, el de la marginación, cuando no rechazo, de las emociones y los
sentimientos. Kant consideraba que las pasiones humanas eran enfermedades del alma.
En el mejor de los casos, eran vestigios de un estadio anterior, que había que superar.
En el siglo pasado se mantenía vigente la escisión. Si Freud habló de las emociones
como algo separado, e incluso antagónico, a la inteligencia, Piaget se aproximó a la
inteligencia como algo relativamente independiente de las emociones.
El rechazo de las emociones por parte de la ciencia empírica ha llegado hasta nuestros
días. Paradójicamente, uno de los máximos exponentes de la aproximación científica a
las emociones, el neurobiólogo portugués Antonio Damasio, que dirige el Institute for
the Neurological Study of Emotion and Creativity en la Universidad del Sur de
California, en Estados Unidos, se inició en este estudio con la oposición frontal de la
comunidad científica. Al principio tuvo que aceptar «el consejo establecido según el cual
los sentimientos se hallan fuera del cuadro científico» (Damasio, 2005: 10).
En la cultura occidental se ha consolidado la convicción de que la cima de la
civilización se alcanza mediante el control y el dominio de las emociones por parte de la
racionalidad: «Es tremendo que el nombre con que designamos la ciencia de las
enfermedades —patología— signifique en realidad «ciencia de los afectos», pues eso es
lo que significa pathos en griego. Según esta perspicaz lengua, padecemos nuestros
sentimientos. Son fuerzas, dioses, bestezuelas que desde fuera nos atacan. Incluso un
sentimiento tan pacífico como la calma nos invade» (Marina, 1996: 11-12).
No cambiaron las cosas con la aparición del cognitivismo. En una primera fase el
cognitivismo marginó las emociones, no les prestó atención. Más adelante, se interesó
por ellas, pero como simples apéndices de la racionalidad, a la que están sometidas y a la
que necesitan para ser explicadas. El filósofo cognitivista William Lyons (1993), por
ejemplo, afirma que «la conducta surge, racionalmente, del aspecto evaluativo, por
medio de los deseos». Es decir, tanto los pensamientos como los sentimientos fluyen de
una misma fuente. Para los racionalistas no se puede establecer una oposición entre
emotividad y racionalidad porque las emociones y los sentimientos están controlados
directamente por la mente racional.
Es lógico que este planteamiento filosófico haya acabado impregnando el lenguaje
cotidiano. En la base metafórica del lenguaje verbal se descubre una constante: la
metáfora «lo bueno es arriba y lo malo es abajo» se traduce, en el ámbito que nos ocupa,
por «lo racional es arriba, lo emocional es abajo».
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Abundan los ejemplos en el lenguaje cotidiano: «La discusión cayó a un nivel
puramente emocional, pero la levanté otra vez al plano racional. Dejamos nuestros
sentimientos a un lado y mantuvimos una discusión de alto nivel intelectual sobre el
tema. No pudo sobreponerse a sus emociones» (Lakoff y Johnson, 1995: 54).
Es significativo que este planteamiento se haya llegado a reflejar hasta en la industria
del entretenimiento. En la serie Star Trek aparecía un personaje de orejas puntiagudas,
Mister Spock, perteneciente a la etnia de los vulcanianos, unos seres extraterrestres que
habían conseguido una refinada inteligencia, superando los vestigios primitivos de sus
antepasados animales. Para destacar la superioridad de los vulcanianos sobre los seres
humanos, en la serie se representaba a Mister Spock como un personaje exclusivamente
racional, es decir, liberado del todo de las pasiones. Se daba por supuesto que una
criatura sin emociones era, por eso mismo, superior en inteligencia, perpetuando y
legitimando el mito racionalista de la tradición occidental.
Un cambio de paradigma
La década del cerebro
Algo ha cambiado durante las últimas décadas, tras siglos de imperialismo de la razón.
Las experiencias de Derrick De Kerckhove y del amnésico de Hampton Court son tan
sólo una pequeña muestra de una larga serie de descubrimientos sobre el funcionamiento
del cerebro humano realizados a partir de los años noventa del siglo pasado.
La década de los noventa es conocida como la década del cerebro. Y es que se ha
sabido más sobre el funcionamiento del cerebro humano a partir de esta década que a lo
largo de toda la historia de la humanidad. Y lo que se ha descubierto pone en entredicho
los postulados en los que se ha venido sustentando la cultura occidental en cuanto a las
complejas relaciones entre conciencia e inconsciente, entre emoción y razón.
Bastan unas citas como ejemplo. El neurobiólogo estadounidense de origen francés
Joseph LeDoux, profesor de Neurociencia y Psicología en la Universidad de Nueva
York, escribió a finales de los noventa sobre «las lastimosas consecuencias» que se
derivan del tratamiento que la teoría cognitivista ha hecho de las emociones (LeDoux,
1999: 43).
En otro momento LeDoux explica por qué se equivocaron los cognitivistas: «Freud
tenía razón cuando definió la conciencia como la punta del iceberg mental» (ídem: 20).
LeDoux va más allá cuando escribe: «Es en el inconsciente emocional donde tiene lugar
gran parte de la actividad emocional del cerebro» (ídem: 71). Y todavía: «La cognición y
la emoción […] parecen funcionar a nivel inconsciente, y al nivel consciente únicamente
llegan los resultados de los procesos cognitivos y emocionales, y sólo en algunas
ocasiones» (ídem: 23).
Hoy la mayor parte de los científicos están de acuerdo. «No más del 5% de la actividad
mental se desarrolla de manera consciente» (Punset, 2005: 159). Algunos se atreven a ir
más lejos: «En el inconsciente radica una porción mucho mayor de la vida psíquica de la
que imaginó Freud» (Braidot, 2005: 177).
18
El cerebro humano procesa la mayor parte de los estímulos externos de manera no
consciente. Se calcu+la que los cinco sentidos procesan unos once millones de bits de
información por segundo, la mayor parte de ellos a través de la visión, pero la conciencia
no puede procesar más de cuarenta bits por segundo (Bachrach, 2013: 104).
Puede decirse, en consecuencia, que «la mayor parte de las decisiones que se adoptan
tienen un responsable: el inconsciente» (ídem: 31). Comienza a adquirir consistencia el
concepto de laberinto sumergido.
El reto del cambio
Parece, pues, que, pese al descrédito al que se le ha pretendido someter, Freud se quedó
corto. La mente sumergida tiene un peso específico en los procesos mentales muy
superior al que se suponía. No obstante, los profesionales de la educación y de la cultura
parecen ajenos al impacto de estos descubrimientos y siguen centrando su interés en esta
área reducida del cerebro humano que es la mente racional y consciente.
La incapacidad de las instituciones educativas y culturales para dejarse interpelar por
los descubrimientos de la neurociencia resulta cuanto menos paradójica. En la tradición
occidental la filosofía, la antropología, la religión, la psicología y la pedagogía se han
construido sobre la base de que el «conócete a ti mismo» es el fundamento de la
sabiduría y el secreto de la felicidad. En cambio, el paradigma dominante en esta cultura
ha impedido y sigue impidiendo este conocimiento.
No ha de extrañar, pues, que hoy desde la neurociencia se inste a «que cambie para
siempre la manera en que pensamos de nosotros mismos» (Ratey, 2003: 11). O que se
nos invite a «hacer las paces con quienes somos realmente»(ídem: 15), lo que equivale a
reconocer que hemos vivido instalados en el engaño.
La cuestión tiene especial relevancia cuando de lo que se trata es de hacer frente a las
experiencias de interacción con las pantallas. ¿Por qué? La comunicación audiovisual
tiene una incidencia directa e inevitable sobre las emociones y el inconsciente. Lo
reconocen cineastas de la talla de Ingmar Bergman, cuando compara el cine con la
música, en el sentido de que ambos influyen sobre nuestras emociones directamente, sin
necesidad de pasar por el intelecto (Bergman, 1988: 84). O, muchos años antes, el
cineasta soviético Sergei M. Eisenstein: «El cine opera de la imagen al sentimiento y del
sentimiento a la idea» (citado por Gubern, 1971: 220).
En definitiva, difícilmente se puede adoptar ante las pantallas una actitud autónoma,
crítica y comprometida, y difícilmente se las puede utilizar para una comunicación
eficaz, si se desconocen los mecanismos de funcionamiento del área más extensa e
influyente de la mente humana.
Las pantallas en el viaje a la felicidad
La progresiva irrupción de todo tipo de pantallas (televisión, móvil, ordenador, tabletas,
videoconsolas, etcétera) en la vida cotidiana, ha acabado por convertirlas en una especie
de prótesis, de prolongaciones de uno mismo y, en consecuencia, en algo imprescindible
para que uno pueda sentirse vivo y socialmente integrado.
19
La sensación de indefensión y de vacío que se experimenta ante el olvido del teléfono
móvil demuestra hasta qué punto forma parte de uno mismo, hasta qué punto se ha
convertido en un componente básico de la identidad personal. El chiste gráfico de Jordi
Labanda pone en escena esta correlación o dependencia entre pantallas y felicidad.
Pero la correlación puede y debe abordarse desde un punto de vista más complejo. El
científico y divulgador Eduardo Punset reúne en su libro El viaje a la felicidad (2005)
los resultados de las principales investigaciones científicas (incluidas las provenientes de
la neurociencia) en torno a la eterna aspiración humana a la felicidad, dando por sentado
que la felicidad se alcanza a través del pleno desarrollo de las potencialidades humanas.
Al final del libro, Punset recoge los factores que considera más relevantes para la
consecución de la felicidad y los estructura en lo que denomina la fórmula de la
felicidad. La presenta en forma de ecuación:
No importa ahora el sentido de cada uno de los componentes de la ecuación. Basta saber
20
que Punset coloca en el numerador lo que denomina las joyas de la corona, las máximas
potencialidades del ser humano. Es lo que habría que maximizar para alcanzar la
plenitud humana. Y en el denominador coloca los lastres, las limitaciones, lo que habría
que eliminar, corregir o por lo menos reducir para conseguir la máxima plenitud.
Por descontado, Punset no habla en ningún momento de pantallas, pero tanto en el
numerador como en el denominador hay un factor que incide de manera directa en el
papel que juegan las emociones en la experiencia de interacción con las pantallas. Son
dos factores que coinciden con las dos grandes dimensiones en torno a las que se van a
analizar las emociones en los dos capítulos siguientes, la movilizadora y la cognitiva.
Las emociones en el denominador
En el denominador de la ecuación de la fórmula de la felicidad, Punset coloca, pues, los
factores reductores, lo que limita al ser humano, lo que le lastra. Si el secreto de la
felicidad pasa por la capacidad de reducir al mínimo posible los factores reductores, en
primer lugar habrá que identificarlos.
La herencia es sólo uno de ellos. Punset señala otro factor: lo que denomina
asociaciones inútiles o falsas. Para comprender este concepto resulta pertinente el
análisis que Antonio Damasio y otros expertos hacen en torno la base biológica de las
actitudes racistas.
Desde tiempos inmemoriales, y a lo largo de los siglos, en el seno de las sociedades
tribales los humanos desarrollaron la capacidad de detectar la diferencia, porque la
diferencia era para ellos sinónimo de riesgo, de peligro. Durante siglos, la capacidad o
incapacidad de reaccionar con rapidez ante el extraño, ante el desconocido, la capacidad
de defenderse de seres que no pertenecían al propio colectivo marcó la diferencia entre la
vida y la muerte.
A partir de ahí, se fue potenciando en el psiquismo humano una actitud de recelo, de
prevención y hasta de hostilidad hacia el extraño, el extranjero, el distinto, actitud que se
traducía, según los casos, en comportamientos de huida o de agresión (Damasio, 2005:
44).
Esta actitud, alimentada por siglos de evolución, ha sido extraordinariamente eficaz en
la lucha por la supervivencia de la especie. Precisamente por su eficacia, la asociación
«extranjero = amenaza» quedó incrustada en lo más profundo del psiquismo humano.
Hoy, en las sociedades desarrolladas, las reacciones de recelo ante el que es distinto no
están justificadas. No sólo son irracionales, sino que son fuente de conflicto, generadoras
de comportamientos discriminatorios, racistas o xenófobos.
De ahí que Punset introduzca un concepto de vital importancia en su fórmula de la
felicidad: el de desaprender. Si se pretende alcanzar las más altas cotas de felicidad, de
desarrollo de las potencialidades humanas, hay que aprender a desaprender todas
aquellas asociaciones que son inútiles o falsas.
Pues bien, una de las hipótesis de las que se parte en este libro es la de que las
pantallas son una fuente inagotable de asociaciones. La mayor parte de ellas se producen
de manera automática e inconsciente. Y muchas son inútiles y falsas.
21
La competencia mediática, estrechamente vinculada a la competencia emocional,
comporta, pues, ante todo, la capacidad de detectar aquellas asociaciones que van ligadas
a las emociones generadas por las pantallas. En segundo lugar, la capacidad de evaluar si
estas asociaciones son útiles o inútiles y si se adecuan o no a la realidad. Y, finalmente,
la capacidad de desaprender aquéllas que son inútiles o falsas. Desaprenderlas no sólo
desde el punto de vista cognitivo. También, y sobre todo, desde el emocional, desde el
actitudinal.
Las emociones en el numerador
Las emociones como interferencias
Como se ha indicado, Eduardo Punset coloca en el numerador de la fórmula de la
felicidad las joyas de la corona, las máximas potencialidades humanas: capacidad de
análisis, de relación... No es el momento de entrar en un análisis pormenorizado. Basta
decir que se expresa mediante estas siglas: M + C + P.
Pero Punset no se limita a sumar. En su fórmula el numerador queda configurado así:
E (M + C + P). La E es, obviamente, la emoción. Es el multiplicando del numerador, lo
que significa que la suma de las máximas potencialidades humanas ha de multiplicarse
por la emoción. Si la emoción es cero, el resultado final será cero.
En un estimulante estudio sobre la emoción, Michel Lacroix afirma que si la máxima
expresión de la carencia humana para la ciencia del siglo XX era l’enfant sauvage, el
máximo exponente de la carencia humana para la ciencia del siglo XXI es Phineas Gage
(Lacroix, 2005: 65).
L’enfant sauvage era un niño de unos 12 años que, en enero de 1880, fue encontrado
desnudo en unos bosques de la provincia de L’Aveyron, en el centro de Francia. Se
había criado entre animales. No había desarrollado ninguna de sus facultades superiores:
hablar, escribir, calcular, memorizar, abstraer... El muchacho, al que pusieron el nombre
de Víctor, fue educado por Jean-Marc Izard, un joven médico interesado por la naciente
medicina mental.
Phineas Gage, por su parte, era un joven de 25 años que ejercía de capataz en las obras
de construcción de una nueva línea de ferrocarril en Nueva Inglaterra, en Estados
Unidos, a mediados del siglo XIX. Gage sufrió un grave accidente laboral el 13 de
septiembre de 1848, como consecuencia de una deflagración accidental. Una barra de
hierro de casi un metro de longitud y de tres centímetros de diámetro le atravesó el
cráneo. Dañó gravemente la corteza órbito-frontal,un área vinculada al cerebro
emocional, que está situada un poco más arriba del punto en el que se encuentran la nariz
y la frente. De manera sorprendente, no sólo no perdió la vida. Ni siquiera perdió la
conciencia.
El neurobiólogo Antonio Damasio tuvo acceso a sus restos mortales y a la abundante
documentación que se conserva sobre su caso. Sus facultades superiores permanecieron
intactas. Podía hablar, escribir, pensar, calcular, razonar, etcétera. Y, al tener dañada la
corteza órbito-frontal, que actúa como puente o interfaz entre el sistema límbico y la
22
corteza prefrontal, es decir, entre los procesos de emocionalidad primaria y los
deliberativos, las emociones no podían interferir en su razonamiento. Había perdido la
capacidad de anticipar las sensaciones físicas de sus acciones, de anticipar emotivamente
las consecuencias de sus actos.
Se podría decir que, a raíz del accidente, Phineas Gage ofrecía a la ciencia, encarnado
en la realidad, el ideal de la razón pura, no contaminada por las interferencias del cerebro
emocional, un ideal soñado por la filosofía occidental desde Platón y representado en la
ficción por Mister Spock, el personaje de Star Trek.
Pero no fue éste el caso. Su vida quedó destrozada. Volvió a trabajar, pero su
temperamento había cambiado. Antes del accidente Phineas Gage era un joven diligente
y responsable. Sus jefes le consideraban «el capataz más eficiente y competente que
habían tenido». Después del accidente, perdió pronto su puesto de trabajo. Perdió
también a su mujer. Pasó de ser una persona prudente y sensata a que se le considerase
un animal salvaje, grosero y maleducado, carente de sentido moral. Nunca más fue capaz
de tomar una decisión adecuada, ni desde el punto de vista de la ética ni desde el de la
eficacia.
Parece claro que «las etiquetas emocionales (o marcadores somáticos, como los
denominan los investigadores) guían nuestras tomas de decisiones. Sin estas etiquetas
emocionales, incluso el más enciclopédico conocimiento o el más poderoso intelecto no
nos puede ayudar a decidir» (Fine, 2006: 37).
Las emociones como motor
Un caso similar es el de Elliot, un paciente de Antonio Damasio. Elliot era un abogado
competente y un buen marido y padre de familia, pero un tumor obligó a que se le
extirpara el meningioma, provocándole unas carencias similares a las de Phineas Gage.
Sus facultades superiores siguieron funcionando correctamente, pero lo acabó perdiendo
todo: el trabajo, el dinero... Se separó de su mujer y se casó con una prostituta, de la que
pronto se divorció también. Perdía el tiempo interesado por menudencias, no era capaz
de distinguir entre lo esencial y lo accesorio. Le resultaba imposible establecer
prioridades. Era incapaz de reaccionar emocionalmente ante imágenes extremadamente
violentas o turbadoras, y había perdido la capacidad de decidir adecuadamente, a corto y
a largo plazo, en lo tocante a la eficacia y en lo tocante a la ética (Damasio, 1996: 47-61;
Ratey, 2003: 357-359; Klein, 2004: 53-54).
A Elliot le resultaba imposible evaluar las informaciones. La corteza orbitofrontal está
relacionada con la detección de estímulos agradables y gratificantes, de manera que la
lesión de esta área le impedía anticipar el resultado de cada una de las opciones, valorar
cómo iba a sentirse en el caso de decidirse por una u otra opción (Klein, 2004: 59). Y es
que «la lógica puede indicar distintas posibilidades y rechazar las variantes absurdas.
Pero la razón no sirve cuando hay que elegir entre dos variantes que objetivamente
presentan idéntica utilidad. Donde no existe una preferencia, la mente ha de continuar
analizando todas las consecuencias posibles de la decisión hasta el final» (ídem: 55).
Falta el empujón que da la etiqueta emocional.
23
Antonio Damasio y su mujer Hanna Damasio han estudiado otros doce pacientes con
lesiones similares y todos mostraron unas carencias semejantes en lo emocional y en lo
social, coincidiendo con investigaciones en las que se demuestra que los animales a los
que se ha extirpado la amígdala descuidan a sus crías y se someten a situaciones de
peligro que pueden llegar a costarles la vida (Ratey, 2003: 89).
Hasta ahora se había sospechado, y la ciencia lo ha confirmado, que la corteza
prefrontal, que controla la racionalidad, cumple una función inhibidora sobre las
estructuras del sistema límbico, es decir, del cerebro emocional. Efectivamente, lesiones
en determinadas zonas de la corteza prefrontal producen efectos de desinhibición social
o sexual. Lo paradójico es descubrir que también las lesiones en el sistema límbico
producen efectos de desinhibición.
La conclusión que extraen los profesionales de la neurociencia del estudio de todos
estos casos es paradójica y revolucionaria: las emociones, que a menudo interfieren en el
funcionamiento del cerebro racional, son un componente imprescindible para su
funcionamiento. En palabras de Jonah Lehrer, «la razón sin emoción es impotente»
(Lehrer, 2009: 26).
No ha de extrañar, pues, que a lo largo del libro se hable reiteradamente de situaciones
paradójicas. El físico Niels Bohr hablaba de dos clases de verdad: triviales, donde lo
opuesto es obviamente absurdo, y profundas, reconocidas porque lo contrario es también
una verdad profunda. Es la diferencia entre las verdades relativas a las ciencias de la
naturaleza y las relativas a las ciencias humanas.
La paradoja está, pues, en la base de la realidad humana, en la base del funcionamiento
del cerebro y en la base del funcionamiento de las pantallas. Sólo desde la paradoja nos
podemos comprender y podemos gestionar las interacciones con las pantallas.
La relación entre la emoción y la razón forma parte de estas verdades profundas,
porque se explica sólo desde la paradoja. Para empezar, no es sino una gran paradoja la
similitud entre el pequeño salvaje y Phineas Gage. La carencia emocional acaba
produciendo unos efectos similares a la carencia racional. Tenía razón Goya cuando
decía que el sueño de la razón produce monstruos. También la tenía Chesterton al decir
que el hombre loco no es el que ha perdido la razón, sino el que lo ha perdido todo
excepto la razón. Y es que, en palabras del neurobiólogo chileno Humberto Maturana,
«las emociones constituyen el fundamento de todo lo que hacemos, incluso el razonar»
(Maturana y Bloch, 1998: 137).
En una línea similar se expresa Damasio: «El sentimiento es un componente integral
de la maquinaria de la razón» (Damasio, 1996: 9). Y más adelante: «Determinados
aspectos del proceso de la emoción y del sentimiento son indispensables para la
racionalidad» (ídem: 10). «Los sentimientos son determinantes para el éxito incluso en
aquellas situaciones de la vida que, estrictamente hablando, la razón podría resolver por
sí sola» (Klein, 2004: 58). «Lejos de ser un estorbo, las emociones y los sentimientos
son, en palabras del filósofo de la Universidad de Bristol, Finn Spicer, el aceite que
lubrica el sistema o engranaje de la razón» (Morgado, 2006: 100). Tal vez habría que
matizar a Morgado, pero sólo al principio de su cita: «Aunque a veces puedan ser un
24
estorbo...». El resto es inapelable.
En definitiva, mientras la mente emocional se puede activar independientemente de la
racional, la mente que piensa necesita a la que siente para poder funcionar. Una nueva
paradoja que viene a cuestionar algunas de las más arraigadas seguridades
epistemológicas de la cultura occidental.
Pantallas, emociones y poder
Las experiencias de Phineas Gage y de Eliott demuestran que no puede haber
empoderamiento sin capacidad para gestionar las propias emociones. No se trata de
privilegiar el cerebro emocional por encima del racional, sino de gestionarlo como
condición indispensable para que pueda funcionar el racional.
Pero la problemática de las emociones en relación con las pantallas no se puede
abordar sólo desde una perspectiva personal. En las sociedades desarrolladas las
pantallas se han convertido en uno de los principales escenarios en los que se ponen en
escena losgrandes conflictos de poder.
Se podría pensar que el poder que otorgan las pantallas está condicionado por la
capacidad de manejar la razón en beneficio propio, es decir, por la capacidad de
argumentar, razonar, persuadir, convencer. Sirva como respuesta a esta creencia un viejo
cuento oriental.
El adivino y el rey
El rey estaba furioso. No podía soportar que aquel adivino le hubiera pasado por delante en las preferencias del pueblo.
Decidido a poner de manifiesto su poder, mandó llamar al adivino y le tendió una trampa:
—¡Morirás! Sólo podrás librarte de la muerte si eres capaz de adivinar el día en el que vas a morir.
El adivino no se inmutó:
—Moriré un día antes que vos.
El rey palideció. Quedó perplejo. Cuando fue capaz de reaccionar, mandó que instalaran al adivino en el palacio y le protegió y
le atendió como nunca antes había hecho con nadie.
En este relato oriental están presentes, de manera latente, la mayor parte de los
contenidos en torno a los que gira este libro. Es un relato que habla de pantallas sin
hablar de ellas. Habla de poder, de control sobre uno mismo y sobre los demás. Y habla
de emociones. El relato pone de manifiesto la vulnerabilidad de la razón cuando entra en
conflicto con una emoción primaria.
Si se está de acuerdo con el planteamiento de este relato, legitimado por las
investigaciones en torno a los enfermos orbitofrontales, habrá que concluir que quien es
capaz de gestionar las emociones de los demás tiene poder sobre ellos. O que para tener
poder sobre los demás hay que ser capaz de gestionar sus emociones. Y, en todo caso,
que sólo conociendo y controlando las propias emociones se pueden garantizar el control
y el poder sobre uno mismo.
De lo que no cabe duda es de que las pantallas son una de las armas preferidas por
todos aquéllos que detentan alguna clase de poder: económico, político, ideológico,
religioso, etcétera. Y que los conflictos de poder que se ponen en escena en las pantallas
25
no se suelen ventilar mediante razones y argumentos, sino mediante la activación de
emociones primarias, intensas pero elementales.
Emociones, poder y marketing
Transformación del paradigma
Tal vez sea en los ámbitos de la economía y del marketing donde más patente resulta la
puesta en escena de estas estrategias. Y es que probablemente son los ámbitos en los que
más incidencia han tenido los descubrimientos de la neurociencia durante la década del
cerebro, hasta el punto de que han provocado en estas ciencias un cambio radical de
paradigma: se ha pasado de la economía y el marketing clásicos a la neuroeconomía y al
neuromarketing. Más allá del crédito que pueda merecer el neuromarketing en cuanto al
rigor científico en la aplicación de los principios de la neurociencia, lo interesante para
los objetivos de este libro es descubrir el cambio que ha supuesto en los planteamientos
de la comunicación persuasiva.
Hasta finales del siglo XX, la economía y el marketing se habían regido por el
paradigma del homo economicus. Se partía de la convicción de que en materia de
economía el hombre se comportaba de acuerdo con unos parámetros de estricta
racionalidad.
En el año 2002, el premio Nobel de Economía era otorgado, de manera sorprendente, a
un psicólogo cognitivo de origen israelí, Daniel Kahneman, por sus aportaciones sobre
las decisiones no probabilísticas en situaciones de incertidumbre. Aquel premio Nobel
había de suponer un punto de inflexión en la evolución de la economía como ciencia.
Las aportaciones de Kahneman propiciaron la aparición de la neuroeconomía, que
incorpora modelos de comportamiento no racionales y que otorga un importante peso
específico a las emociones primarias y al inconsciente en los procesos de toma de
decisiones. A raíz de este giro de la economía clásica, también el marketing tradicional
se iba a convertir en neuromarketing.
La aparición de la neuroeconomía y del neuromarketing comportaron un cambio en las
estrategias de la comunicación persuasiva, que abandonó el paradigma tradicional, la
creencia de que las decisiones humanas, y en concreto las económicas, están regidas por
el yo racional y consciente. Se pusieron en entredicho recursos que hasta entonces
habían sido incuestionables en los estudios de mercado, como los cuestionarios, los
grupos de muestra o las entrevistas en profundidad. Y es que «a pesar de la creencia de
los entrevistados de que tienen control sobre sus sentimientos, pensamientos y
emociones, éstos son dirigidos mucho más por su inconsciente que por su consciente»
(Braidot, 2005: 177).
«La evidencia indica que lo que los consumidores dicen en respuesta a una pregunta
explícita está, muchas veces, en contradicción con lo que realmente sienten, piensan
hacer y hacen en realidad» (Zaltman, 2003: 163). Los profesionales del marketing sacan
la conclusión de que «ya no alcanza con lo que dicen nuestros clientes, debemos indagar
en su cerebro para descubrir lo que verdaderamente piensan» (Braidot, 2005: VIII). Para
26
ser precisos, habría que añadir: «y sobre todo lo que sienten».
Un cambio en las estrategias persuasivas
El cambio de paradigma comportó un cambio en los criterios de valoración de lo que es
y de lo que no es un mensaje publicitario eficiente. Desde el punto de vista de la
educación mediática, es decir, de la voluntad de contribuir al empoderamiento de los
ciudadanos, resultan inquietantes citas como las que siguen, en las que desde el
neuromarketing se definen los objetivos de una publicidad ideal: «Si una empresa
encuentra que su marca despierta una respuesta en la corteza somatosensorial, puede
concluir que no ha provocado una compra instintiva e inmediata. Aun cuando un cliente
presente una actitud positiva hacia el producto, si tiene que “probarlo mentalmente” no
está instantáneamente identificado con éste» (Braidot, 2005: 450). Y sigue: «El “punto
mágico”, lo que muchos denominan el botón de compra, está en la corteza media
prefrontal. Si esta área se activa, el cliente no está deliberando, sino que está ansioso por
comprar o poseer el producto. Es un acto intuitivo» (ibídem).
En otras palabras, expertos en neuromarketing como el argentino Nestor Braidot
califican como poco eficaz y, en consecuencia, inadecuada una publicidad que provoca
una decisión reflexiva y consciente, aunque suscite la adhesión al producto. Consideran
que un mensaje publicitario eficaz (el mensaje publicitario ideal) es el que activa
exclusivamente las áreas cerebrales vinculadas con los automatismos inconscientes, las
áreas que suscitan una compra impulsiva, automática, inmediata, irreflexiva.
La sorpresa aumenta al advertir que el uso de estas estrategias, que rayan en lo
subliminal, se realiza para el bien del cliente: «Esto no significa manipulación del
cliente. Lo que se pretende es asegurarle un nivel tal de satisfacción que cuando sienta
una necesidad determinada lo primero que se le venga a la mente sea el producto que le
ofrecemos» (Braidot, 2005: 186).
En pocas palabras, hay que impedir que el cliente pueda tomar decisiones reflexivas,
deliberativas, pero se hace por su bien: «No perdamos de vista que el principal objetivo
del marketing es comprender y satisfacer, cada vez mejor, las necesidades y deseos de
los clientes» (ídem: X).
Esta voluntad de servicio al cliente adquiere tintes tragicómicos cuando se lee a Kevin
Roberts, creativo publicitario, autor de una obra de culto con un título muy significativo:
Lovemarks. Roberts defiende que los publicitarios han de luchar por conseguir, no ya la
implicación, sino el compromiso de los clientes. Y define ambos conceptos de manera
ingeniosa pero preocupante: «En un plato de huevos con beicon, la gallina sólo está
implicada, el cerdo está comprometido» (Roberts, 2005: 182). Y más adelante: «El
compromiso puede hacer que la lealtad pase de ser una aceptación mecánica a un estado
impregnado de emociones reales: es la Lealtad Más Allá de La Razón» (ídem: 183).
Queda claro que el servicio que se nos presta como clientes es el de lograr de nosotros
el compromiso del cerdo…¡Más Allá de La Razón!
Emociones, poder y pantallas
27
Si se ha prestado una atención especial a la transformación de la economía clásica en
neuroeconomía y del marketing clásico en neuromarketing, es porque los mecanismos
mentales a los que recurren los profesionales de la neuroeconomía y del neuromarketing
son similares a los que, intencionalmente o no, se activan en la interacción con los demás
discursos de las pantallas, desde los videojuegos o los videoclips hasta las películas o las
series televisivas.
En cualquier caso, si la neurociencia y el neuromarketing tienen poder sobre la mente
humana es porque saben más sobre nosotros que nosotros mismos. Y lo que es válido
para el marketing lo es para la mayor parte de los profesionales de la industria
persuasivo-seductora.
Sirvan como conclusión de este capítulo y como respuesta a la interpelación del
neuromarketing, unas autorizadas reflexiones del neurobiólogo Antonio Damasio (2006:
20) en torno a las complejas relaciones entre emociones y poder: «Es un error pensar que
es mejor no avanzar en la neurociencia porque sus descubrimientos pueden ser utilizados
por los manipuladores de cerebros o por los publicitarios. Son los manipuladores los que
deben temer: cuanto más sabemos cómo funcionan nuestras mentes, más difícil resulta
manipularnos».
Damasio es consciente de que el conocimiento de las potencialidades y de los límites
del cerebro humano es un arma poderosa, pero también de que los efectos de esta arma
serán radicalmente distintos si se mantiene exclusivamente en manos de los poderes
fácticos o pasa a estar a disposición de todos los ciudadanos y ciudadanas.
Los objetivos de este libro coinciden con el espíritu de las palabras de Damasio. Se
pretende contribuir a democratizar el conocimiento sobre el funcionamiento del cerebro
humano, como requisito indispensable para empoderar a los ciudadanos y ciudadanas en
sus experiencias de interacción con las pantallas.
Hay que insistir, por otra parte, en el hecho de que, si en esta obra se concede una
importancia capital a las emociones, no es en detrimento de la racionalidad, sino porque
la única manera de garantizar el pleno ejercicio de la racionalidad es aprendiendo a
gestionar la emotividad.
La estructura de la propuesta
La primera parte del libro está dedicada al estudio del laberinto de las emociones. La
segunda, al estudio de las interacciones entre las pantallas y el laberinto. En la primera
parte se desvelan algunos secretos sobre la intrincada arquitectura del laberinto
sumergido, analizando la compleja trama de senderos que lo recorren. En la segunda se
aborda la necesidad de gestionar las emociones como requisito para extraer todo el
potencial de las nuevas herramientas tecnológicas y de las nuevas prácticas
comunicativas, y para garantizar la autonomía y la eficacia comunicativa de la persona
que interacciona con ellas.
En los dos capítulos que siguen, correspondientes a la primera parte de la obra, no se
habla, pues, de pantallas, sino de personas. Si las experiencias mediáticas son el
resultado de la interacción entre unas pantallas y unas personas, el conocimiento de las
28
personas es fundamental para poder comprender las experiencias.
En el primer capítulo se afronta la cuestión de la dimensión movilizadora de las
emociones. En el segundo, la de su dimensión cognitiva. Sólo desde el conocimiento de
estas dos dimensiones se puede comprender por qué fascinan las pantallas y cómo
socializan. Y sólo desde la gestión de estas dos dimensiones se puede lograr el
empoderamiento mediático de los ciudadanos y ciudadanas como productores de
mensajes y como interlocutores de mensajes ajenos.
En la segunda parte, dedicada específicamente a las pantallas, se afronta el papel de las
emociones en la cultura de la convergencia, en la cultura de la hibridación, en la cultura
de la simulación y en la cultura participativa.
La tercera parte del libro está dedicada al poder de la educación mediática. Desde una
actitud conciliadora, se ofrecen criterios para integrar los descubrimientos de la
neurociencia a la práctica de la educación mediática y se desarrolla una propuesta
metodológica para el análisis de todo tipo de relatos. El libro finaliza con un breve
manifiesto.
En síntesis, en este libro se descubrirá que la gestión de las emociones es el requisito
imprescindible para interaccionar de manera autónoma y crítica con mensajes ajenos y
para garantizar la eficacia en la transmisión de mensajes de cara a la construcción
colaborativa de conocimientos, a la mejora del entorno social o a la potenciación de la
creatividad y de la sensibilidad estética.
29
Primera parte
El poder de las emociones
30
LA METÁFORA DE LA CENTRAL ENERGÉTICA
2
La dimensión movilizadora de las emociones
«No hay acción humana sin una emoción
que la funde como tal y la haga posible como acto.»
Humberto Maturana
En busca de energía
Moverse por emociones
Rita Carter, una de las periodistas científicas más prestigiosas de Estados Unidos,
expresa de una manera intuitiva la importancia de las emociones cuando define el
sistema límbico, es decir, el cerebro emocional, en estos términos: «El sistema límbico
es la central energética del cerebro, generadora de los apetitos, impulsos, emociones y
estados de ánimo que dirigen nuestra conducta» (Carter, 2002: 54).
Cuando uno comenta, refiriéndose a otra persona, que «me deja frío», está afirmando
implícitamente que esa persona forma parte de su mente en lo cognitivo, pero no en lo
emotivo o pasional. Sirve lo mismo para una idea o para un valor. La cognición es
condición necesaria pero no suficiente para movilizar. A una persona sólo le mueven
aquellas realidades (personas, acontecimientos, situaciones, ideas o valores) a las que
ama o a las que odia, es decir, que tienen conexión con su cerebro emocional, con su
central energética.
Lo que distingue a unas personas de otras es el tipo de emociones por las que se
mueven. Cuando se dice de una persona que se mueve por una idea o por un valor, en
realidad habría que decir que se mueve por la pasión por esa idea o ese valor. No basta
que las haya integrado en su mente cognitiva, como demuestran las historias de Phineas
Gage y de Elliot.
Las emociones no son estados, son dinámicas relacionales. La propia etimología de la
palabra emocionar (e-movere, en latín) indica que la experiencia a la que se refiere el
término es movilizadora. Son múltiples y muy diversas las acciones que pueden
derivarse de una emoción: huida, lucha, pelea, desmayo, abrazo, beso, etcétera. En
cualquier caso, es la emoción lo que mueve.
El neurobiólogo Joseph LeDoux es contundente: «En los sentimientos emocionales
intervienen muchos más mecanismos cerebrales que en los pensamientos […]. Las
emociones crean una furia de actividad dedicada a un solo objetivo. Los pensamientos, a
no ser que activen los mecanismos emocionales, no hacen esto» (LeDoux, 1999: 337).
Lo que emociona mueve. Para ser más precisos, sólo mueve lo que emociona.
31
La carencia emocional
Para tomar conciencia de la importancia de las emociones en la toma de decisiones nada
mejor que retomar los casos de Phineas Gage y de Elliot, que marcan un antes y un
después en la comprensión de la mente humana.
Los pacientes con este tipo de déficit son hábiles en el análisis, pero incapaces de
tomar una decisión. No pueden discriminar. Les falta el significado emocional de las
informaciones, la etiqueta positiva o negativa que el cerebro emocional confiere a cada
una de las opciones que entra en juego en el raciocinio (Ratey, 2003: 285).
A la hora de concertar una nueva cita, Damasio le propuso a uno de estos pacientes dos
alternativas: el martes o el jueves. El paciente comenzó a valorar las ventajas y los
inconvenientes de cada alternativa, sin pronunciarse por ninguna de ellas. Al cabo de
media hora, Damasio intervino: «¿Qué te parece el martes?». A lo que el paciente repuso
sin el más mínimo problema: «¡Perfecto!» (Damasio, 1996: 183).
Cuando a otro de estos pacientesle preguntaron si iría al trabajo en moto o en coche,
se explayó interminablemente sobre las ventajas y los inconvenientes de cada una de las
opciones, agotando a la concurrencia sin acabar de pronunciarse por ninguna de ellas
(Evans, 2002: 135-136).
La incapacidad de decidir se explica, pues, porque es el sistema emocional el que
asigna valores distintos a opciones diferentes. Para que la razón pueda tomar una
decisión se necesita el apoyo del marcador somático emotivo, es preciso que se confiera
significado emocional a las realidades.
Al recién nacido sólo le movilizan unos pocos instintos con los que nace
biológicamente equipado. Como consecuencia de su desarrollo genético y de su escasa
experiencia, la libido del bebé está vinculada a unos pocos objetos de deseo. En cambio,
la persona adulta madura y comprometida es capaz de movilizarse por una amplia gama
de valores, que incluyen estímulos mucho más complejos.
La capacidad movilizadora de las emociones se pone de manifiesto en la etimología
del verbo conmover: mover en una dirección, mover en la misma dirección que el
elemento que conmueve.
Si se me permite un diagnóstico simplificador, se podría decir que la capacidad de
influencia de la que disfrutaron en otras épocas instituciones dedicadas a la
comunicación persuasiva como la escuela o la iglesia fue debida en buena medida a su
habilidad para utilizar en beneficio propio las emociones negativas, el miedo al palo (los
castigos y los métodos represivos en un caso, la explotación del miedo al infierno en el
otro). Y que una buena parte de su fracaso en la actualidad se explica por su incapacidad
para utilizar en beneficio propio las emociones positivas, para sustituir el palo por la
zanahoria, es decir, por su incapacidad para convertir sus productos en objetos de deseo.
Sin emoción, del signo que sea, no hay movilización.
El exceso emocional
Que las emociones sean imprescindibles para movilizar en cualquier ámbito, también en
el racional, no significa que no puedan perturbar el ejercicio de la racionalidad. Los
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expertos hablan en estos casos de secuestro de la racionalidad. Si la carencia de emoción
comporta un grave perjuicio para el ser humano, también lo comporta el exceso.
Sirva como ejemplo la trágica historia de Mary Jackson, una joven universitaria de 19
años, inteligente, serena, educada, madura y con un futuro brillante ante ella. De repente
su vida dio un vuelco. Comenzó a beber más de la cuenta. Experimentó con la cocaína.
Se iba a la cama con hombres al azar. No atendía en clase. Su memoria de trabajo
comenzó a desvanecerse. Se enfurecía con suma facilidad, manifestaba impulsos
autodestructivos. Todo lo que veía lo tocaba, todo lo que tocaba lo quería, todo lo que
quería lo necesitaba. Era consciente de su comportamiento autodestructivo, pero lo
mantenía de todos modos. Finalmente, detectaron la causa: un tumor en la corteza
prefrontal, la región cerebral que permite el pensamiento abstracto, la planificación a
largo plazo, el control de los impulsos y de las emociones primarias. La corteza
prefrontal permite a una persona controlar la reacción instintiva cuando ésta puede llevar
a una decisión equivocada.
En el Laboratorio de Medios de Comunicación del MIT (Massachussets Institute of
Technology) se realizó un estudio relacionado con las experiencias sexuales. En una
primera fase se invitaba a los participantes a responder a una serie de preguntas en torno
a tres cuestiones relacionadas con el sexo: preferencias sexuales, probabilidad de incurrir
en comportamientos sexuales inmorales y probabilidad de incurrir en comportamientos
relacionados con el sexo no seguro.
Unos días después, tras haber respondido a las preguntas en un estado tranquilo, frío y
racional, se inducía a los participantes, individualmente, a una situación de excitación
sexual, desde la que debían responder a las mismas cuestiones.
Pues bien, cuando estaban excitados predecían que su deseo de realizar actividades
sexuales poco comunes sería un 72% más elevado de lo que habían predicho cuando
respondieron en frío. La actividad sexual con animales, por ejemplo, resultaba más que
doblemente atractiva.
En lo relativo a incurrir en actividades inmorales, cuando estaban excitados predecían
que dicha tendencia era un 136% más elevada de lo que habían predicho en frío. Por
ejemplo, estaban mucho más dispuestos a decirle a la otra persona que la amaban,
aunque no fuera cierto, para aumentar la probabilidad de mantener con ella una relación
sexual.
En cuanto al sexo seguro, en estado de excitación se mostraban un 25% más
predispuestos a prescindir del preservativo que en estado frío, pese a las advertencias
contrarias recibidas durante años.
Esta investigación pone de relieve los cambios que el cerebro emocional puede
provocar en los gustos, preferencias, creencias y decisiones, pero también demuestra la
incapacidad de predecir la influencia de la excitación sexual en los comportamientos
relativos al sexo. Es decir, demuestra el escaso conocimiento que la mayoría de personas
tienen sobre ellas mismas: ni los propios participantes sabían cómo les podía cambiar un
deseo apasionado (Ariely, 2008: 210-215). Lo que se desprende de esta experiencia en
torno a la excitación sexual es transferible a otros excesos pasionales, relacionados, por
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ejemplo, con los celos, la ira o el hambre.
El peso del inconsciente
De los experimentos de Derrik de Kerchkove y del amnésico de Hampton Court se
extrajo la conclusión de que las pantallas desencadenan un torbellino de reacciones
emocionales, buena parte de las cuales tienen lugar en la parte oculta del iceberg mental,
y de que la actividad de este laberinto sumergido incide en la conciencia en forma de
creencias y comportamientos. En otras palabras, que una buena parte de la energía
movilizadora está sumergida.
Una investigación realizada hace años por un equipo de científicos de la Universidad
de Iowa y que luego se repitió en diversos países puede ayudar a comprender la potencia
de la actividad mental desencadenada por el laberinto sumergido.
Los sujetos del experimento recibían cuatro montones de naipes, dos de color rojo y
dos de color azul. Con cada uno de los naipes iban a ganar o a perder una cierta cantidad
de dinero. Debían darles la vuelta uno a uno, intentando obtener el mayor número
posible de dólares.
Los sujetos no sabían que los naipes estaban trucados. Los rojos ofrecían premios
cuantiosos, pero también pérdidas muy elevadas. Para ganar debían recurrir a los azules,
que garantizaban unas ganancias constantes moderadas de 50 dólares y unas pérdidas
también moderadas.
Los sujetos estaban conectados a un detector emocional, de estrés, que medía la
actividad de las glándulas sudoríparas de la palma de la mano, que responden al estrés
provocando sudor cuando se está nervioso.
Los científicos descubrieron que la mayoría de los sujetos comenzaba a intuir de qué
iba el juego cuando habían levantado una media de unos cincuenta naipes. En aquel
momento se daban cuenta de que preferían los azules, pero no sabían articular una razón
coherente. La mayoría sólo eran capaces de dar una explicación precisa de por qué los
naipes rojos no eran recomendables cuando habían levantado unos ochenta naipes.
No obstante, el descubrimiento más significativo que hicieron los científicos de Iowa
fue que los jugadores habían comenzado a generar respuestas emocionales de estrés a las
cartas rojas cuando habían levantado tan sólo diez naipes, es decir, cuarenta cartas antes
de que pudieran intuir que estas cartas producían resultados negativos. Y, lo que es más
importante, casi al mismo tiempo que les empezaban a sudar las manos, comenzaban a
cambiar de comportamiento: mostraban preferencia por los naipes azules, sacando cada
vez menos cartas rojas (Bechara et al., 1997: 1293-1295).
En definitiva, mientras la mente racional o reflexiva necesitaba 80 naipes para tomar
una decisión, y la intuición 50, a la mente sumergida le bastaba con 10, y sin un atisbo
de conciencia.El experimento sirvió para demostrar que los jugadores habían descubierto la lógica
del juego bastante antes de darse cuenta de que la habían descubierto. Su decisión estaba
tomada mucho antes de que se dieran cuenta de que la estaban tomando, y modificaron
su conducta mucho antes de ser conscientes de que la estaban modificando (Gladwell,
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2005: 17 y 59).
Los resultados del experimento de los naipes coinciden con los de un experimento
clásico que en la década de 1960 realizó el científico Benjamin Libet. Fue un
experimento pionero en la relación entre la conciencia y el inconsciente. Libet colocó
electrodos en la cabeza de unos voluntarios y les pidió que levantaran el dedo en el
momento en que quisieran, observando en un reloj de alta precisión el instante exacto en
el que sentían el impulso de moverlo.
Libet comprobó que los sujetos eran conscientes del impulso un cuarto de segundo
antes de que llevaran a cabo el movimiento. Pero lo sorprendente fue que las ondas
cerebrales se habían activado más de un segundo antes de que los sujetos sintieran el
impulso de llevar a cabo el movimiento (Libet, 1983: 623-642). El laberinto sumergido
precedía a la conciencia.
El inconsciente influye, pues, en lo que pensamos, y más allá de lo que pensamos,
aunque no es esto lo que pensamos sobre el inconsciente. Se puede decir que el
inconsciente emocional actúa como avanzadilla, como motor inadvertido de los cambios.
«El cuerpo reacciona ante el peligro incluso antes de que hayamos empezado a sentir el
miedo. Las reacciones corporales anteceden a los sentimientos, como la onda de proa va
por delante del barco» (Klein, 2004: 43-44).
La insuficiencia movilizadora de la razón
El fracaso de la vía racional
Es el momento de hacer frente a un equívoco bastante generalizado en el ámbito
académico: el de considerar que en la comunicación persuasivo-seductora se puede
distinguir entre mecanismos basados en lo racional y mecanismos basados en lo
emocional.
Los creativos publicitarios, por ejemplo, suelen coincidir en que para conferir sentido y
valor a los productos se puede recurrir a dos estrategias que consideran contrapuestas: la
vía racional y la emocional (Bassat, 1993: 95). Es una distinción a la que yo mismo me
aboné en una obra anterior (Ferrés, 1996: 253-255).
A la luz de las aportaciones de la neurociencia, la distinción no es válida. Si el sistema
límbico es la central energética del cerebro, si lo que mueve a las personas son las
emociones, los argumentos sólo podrán movilizar a una persona si tienen para ella un
componente emocional. Piénsese, por ejemplo, en las dificultades que tienen los adictos
para superar el apego al tabaco. El argumento supuestamente más potente al que pueden
recurrir, el del instinto de conservación o supervivencia, pierde toda su eficacia si entra
en conflicto con una emoción más potente de signo contrario.
Sirve también como ejemplo una publicidad que garantiza ante notario para un
producto la misma calidad que el producto de la competencia pero a mitad de precio. Un
argumento en apariencia tan contundente, no conseguirá movilizar a una persona para la
que tenga más peso el afán de ostentación que el interés por el ahorro.
Si la energía del cerebro proviene del sistema límbico, no se puede pensar en una vía
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racional que sea contrapuesta a la emocional. Los casos de Phineas Gage y de Elliot
demuestran que un argumento racional sin un componente emocional no puede llevar a
una decisión eficaz. El gráfico que sigue es elocuente al respecto: el cerebro emocional
tiene acceso directo al área de la toma de decisiones, mientras que el racional no. La
razón necesita ser penetrada o fecundada por la emotividad para poder influir en una
decisión.
Es la demostración de la validez científica de la moraleja extraída del cuento El adivino y
el rey. La potencia de las pantallas proviene de su capacidad para influir en la toma de
decisiones a partir de su capacidad para suscitar emociones y canalizarlas en una
determinada dirección.
El sustrato emocional del cerebro racional
El neurobiólogo chileno Humberto Maturana habla del papel que juegan las emociones
en el funcionamiento del cerebro racional: «Todo argumento racional se funda en algún
conjunto de premisas básicas aceptadas a priori, es decir, desde el emocionar, según las
preferencias, gustos o deseos, conscientes e inconscientes, que se tienen» (Maturana,
1998: 293).
De ahí el error, según Maturana, de plantearse las discusiones como si las
discrepancias fueran lógicas, racionales, cuando no lo son. Las discrepancias están en las
premisas básicas que sustentan los argumentos en oposición, y esas premisas son de
carácter emocional.
Maturana lo ejemplifica: la decisión en torno a la conveniencia o no de talar un bosque
nativo no surge desde un vacío emocional, cualquiera que sea la argumentación que uno
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proponga para hacer lo uno o lo otro; todos los argumentos se basan en premisas
aceptadas a priori desde ciertas preferencias, propósitos o sentimientos. La discusión
entre los que mantienen una u otra postura nunca podrá ser racional, porque cada
argumento es válido, independientemente del otro, en su propio dominio. Las
discrepancias pertenecen al dominio de las preferencias, de los deseos, a la esfera
emocional. Por ejemplo, privilegiar el crecimiento económico o el desarrollo sostenible
(ídem: 321).
De lo que se desprende que «los discursos racionales, por impecables y perfectos que
sean, son completamente inefectivos para convencer a otro si el que habla y el que
escucha lo hacen desde emociones distintas» (Maturana, 1997: 107).
Para que unos argumentos contrapuestos sean racionales basta que no contengan
ningún error lógico, que sean coherentes entre sí. El problema son las premisas, que se
excluyen mutuamente y que se aceptan o se rechazan no desde la razón sino desde la
emoción (ídem: 18).
A partir de estas consideraciones, tal vez no sorprenda que el experto en decisiones
Dylan Evans (2002) afirme que las decisiones —todas las decisiones— son emocionales.
Las decisiones pueden ser el resultado de una respuesta generada de manera impulsiva
por el cerebro emocional o de un argumento generado por el cerebro racional pero
fecundado por una emoción del que razona.
En otras palabras, «para tomar una decisión correcta no basta con saber qué se debería
hacer, sino que también es preciso que el cuerpo nos lo haga sentir» (Motterlini, 2008:
256). Todo el mundo sabe que va a morir, pero para que este conocimiento tenga una
incidencia real en la propia vida es preciso que alguna incidencia (la edad, una
enfermedad o la muerte de una persona afectivamente muy cercana) nos remueva
emocionalmente.
De lo expuesto se infiere que existen, efectivamente, dos vías diferenciadas para la
toma de decisiones, pero que no es pertinente denominarlas emotiva y racional, porque
las emociones han de estar presentes en ambas si se pretende que la persona se movilice.
Las decisiones han de ser afectivas si se pretende que sean efectivas. ¿Cuáles serían,
entonces, las dos vías?
La doble vía para la toma de decisiones
Cognitivismo cuestionado
Durante la segunda mitad del siglo XX, los conocimientos disponibles sobre el
funcionamiento del cerebro humano parecían avalar los planteamientos cognitivistas,
según los cuales las emociones eran el resultado de una evaluación consciente de la
realidad efectuada por la corteza cerebral, por el cerebro superior. Parecía demostrado
que las informaciones que llegan a las áreas cerebrales que controlan las emociones
(como el hipocampo y la amígdala) provienen de las que controlan los procesos de
reflexión y de análisis (la corteza cerebral o neocórtex).
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Los estímulos sensoriales (en el caso de la ilustración que precede a estas líneas, la
visión de algo que puede parecer una serpiente) llegan de los sentidos al tálamo, que los
convierte en una imagen mental, y pasan luego al neocórtex, donde son analizados y
clasificados. Si la corteza cerebral considera que son portadores de una carga

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