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La virgen de la tosquera - Samuel Aguilera

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La Virgen de la 
tasquera 
Silvia vivía sola en su propio departamento 
alquilado, con un a planta de marihuana de me-
tro y medio en el patio y una habitación enor -
me con el colchón en el piso. Tenía su propia 
oficina en el Mini sterio de Educaci ón , un suel-
do , se teñía el pelo largo de negro azabache y 
u saba camisolas hindúes de mangas anchas a 
la altura de las muñeca s, con hilos plateados 
que brillaban bajo el sol. Era de Olavarría y te-
nía un primo que había desaparecido misterio-
samente mientras recorría el interior de Mé-
xico. Era nuestra amiga «grande », la que nos 
cuidaba cuando salíamo s y la que nos prestaba 
la casa para qu e pudiéramos fumar porro y en-
contramo s con chicos. Pero la queríamos arrui-
nada , ind efensa, destruida. Porque Silvia siem -
pre sabía más: si algun a de no sotras descubría 
a Frida Kahlo, ah, ella ya había visitado la casa 
de Frida con su primo en México, antes de que 
él desapar eciera. Si prob ábamo s una droga nue-
va, ella ya hab ía tenido una sobredosis con la 
mi sma susta nci a. Si descubr íamos a una ban-
25 
Mariana Enriquez 
da que nos gustaba, ella ya había dejado de ser 
fan del mi sm o grupo. Odiábamos que tuviera el 
pelo lacio y pesado, negrísimo, teñido con una 
tintura que no podíamos encontrar en ninguna 
peluquería normal. ¿Qué marca sería? Ella a lo 
mejor no s lo hubiera dicho, pero jamás se lo 
preguntamos. Odiábamos que siempre tuviera 
plata, para otra cerveza, para otros veinticinco 
gramos, para otra pi zza . ¿Cómo podía ser? Ella 
decía que además del sueldo disponía de la 
cuenta de su padre, rico, que no la veía ni la ha-
bía reconocido, pero le depositaba plata en el 
banco. Era mentira, seguro . Tan mentira como 
que su hermana fuera modelo: la habíamos vis-
to cuando la chica visitó a Silvia y no valía ni 
tres puteadas, una morocha petisa de culo gran-
de y rulos rebeldes marcados con gel más gra-
sa imposible, rec01;1tra ordinaria, no podía ni 
so ñar con subirse a una pa sare la. 
Pero sobre todo queríamos verla derrotada 
porque Diego gustaba de ella. A Diego lo habí-
amos conocido nosotras en Bariloche, en nues-
tro viaje de egresadas. Era flaco, tenía las cejas 
gruesas y siempre usaba una remera diferente 
de los Rolling Stones ( una con la lengua, otra 
con la tapa de Tatuado, otra con Ja gger aga-
rrando un micrófono con cab le terminado en 
cabeza de serpiente). Diego nos tocó canc ion es 
en la gu itarra acústica después de la caba lgata 
cuando se hacía de noche cerca del cerro Cate-
26 
Los p eligros de fumar en la ca ma 
dral, y después en el hotel no s enseñó la medi-
da justa de vodka y naranja para hac er un buen 
destornillador. Nos trató bien pero solam ente 
quiso besarno s y no quiso acostarse con noso-
tras, a lo mejor porque era má s grande (había 
repetido, tenía dieciocho), o porque no le gus-
tábamos. Después, cuando volvimos a Buenos 
Aires, lo llamamos para invitarlo a una fiesta . 
Nos prestó atención un rato ha sta que Silvia le 
dio charla. Y desd e entonc es nos siguió tratan-
do bien, eso sí, pero Silvia lo acaparaba y lo des-
lumbraba ( o lo abrumaba: la s opiniones esta-
ban divididas) con sus historias de México y 
peyote y calaveras de azúcar. Ella también era 
gra nde, hacía dos años qtJ.e había terminado la 
secundaria . Diego no había viajado mucho, pero 
quería irse de mochilero al norte ese mismo ve-
rano; Silvia ya habí a hecho ese recorrido (¡cla-
ro!) y le daba consejos, le decía que la llamara 
para recomendarle hoteles baratos y casas de 
fami lias que daban alojamiento, y él se creía 
todo, a pesar de que Silvia no tenía ni un a sola 
foto, ni una, para proba r que ese viaje-o cual-
quiera de los otros, era muy viajada- había sido 
real. 
Ella fue la que apareció con la idea de las tos-
queras ese verano, y tuvimos que concederle: fue 
una muy buena idea. Silvia odiaba las piletas pú-
blicas y las de club, hasta las de las quintas o ca-
sas de fin de semana : decía que el agua no era 
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Mariana Enrique z 
fresca, que la sentía estancada. Como el río más 
cercano estaba contamina do, ella no tenía dón-
de nadar. A no sotra s no s parecfa «qui én se cree 
qué es Silvia, como si hubi era nacido en un a pla-
ya del sur de Francia ». Pero Diego escuchó la ex-
plicación de por qué quería agua «fresca » y es-
tuvo totalmente de acu erdo. Hablaron un poco 
de mare s y cascadas y arroyitos hasta que Silvia 
mencionó las ta squeras. Alguien , en el tr abajo, 
le había dicho que podía encontrar un montón 
en la ruta para el sur , y qu e la gente apenas las 
usaba para bañarse, porque les daban miedo , se 
decía que eran peligro sas . Ahí mi smo propu so 
qu e fuéramo s el siguient e fin de semana, y no-
sotra s aceptamos de inmediato porque sabíamos 
que Diego iba a decir que sí y no quería mos que 
fueran los dos solos. A lo mejor si veía el feo cuer-
po que tenía ella, u.nas pierna s bien ma cetona s, 
Silvia decía que porqu e había ju gado al hóckey 
de chica , pero la mitad de no sotra s habíamo s ju-
gado al hó ckey y nin gun a tenía esos jamone s; el 
culo chato y las caderas anchas, por eso le que-
daban tan m al los jea ns ; si veía esos defectos 
(más los pelo s qu e nun ca se depilaba bien, a lo 
mejor no se podían saca r de raíz, ella era muy 
morocha), a lo mejor Diego dejaba de gustar de 
Silvia y de un a bu ena vez se fijaba en no sotras. 
Ella aver iguó un poco y dijo que teníamos 
qu e ir a la tosquera de la Virgen, que era la me-
jor, la más limpi a. Tambi én era la más gra nd e, 
28 
Los peligros de fumar en la cama 
la má s hond a y la más peligro sa de toda s las tas-
queras. Quedaba muy lejo s, casi al fina l del re-
corrido del 307, cuando el colectivo ya tom aba 
la rut a. La to squ era de la Virgen era especial 
porque, decía n, cas i nadie iba a bañars e ahí. El 
peligro que alejaba a la gente no era la profun-
didad: era el dueño. Decían qu e algui en la ha-
bía comprado , y lo aceptábamos : nin gun a de 
no sotra s sabía para qué servía un a tasquera ni 
si se podía comprar , pero sin embargo no no s 
resultaba raro que tuviera du eño y ent endíamo s 
que él no qui siera extr años bañ ánd ose en su 
propiedad. 
Según contaban , cuan do h abía intru sos el 
dueño aparecía por detr~ s de 'una loma en su 
camion et a y les disparab a . A vece s tambi én les 
soltaba sus perro s. Había decorado su to sque-
ra privada con un altar gigant e, un a gruta para 
la Virgen en un o de los lado s del piletón prin-
cipal. Se podía llega~ rod eando la tosquera por 
un camino de tierra del lado der echo, un cam i-
no que empezaba en una entrada improvi sada , 
cerca de la ruta, mar ca da por un angos to arco 
de hi erro. Del otro lado estaba la loma desde la 
que podía asomarse la camio n eta. El agua fren-
te a la Virgen esta ba qui et ísima , n egra . De este 
lado, un a playita de ti erra arcillo sa . 
Fu imo s todos los sábados de ese enero , el ca-
lor era torm entoso y el agua estaba tan fría: era 
como sum ergirse en un mil agro . Ha sta nos ol-
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Mariana Enrique z 
vidamos un poco de Diego y Silvia. Ellos tam-
bi én se habían olvidado el uno del otro, mara-
villados por la frescura y el secr eto. Tratábamos 
de estar callados, de no ha cer es~ándalo para 
no despertar al dueño esco ndido. Nunca vimos 
a nadie más, aunque a veces algunas personas 
compartían la parada del cole ctivo a la vuelta, 
y debían supo ner que volvíamo s de la tosquera 
por nuestro pelo mojado y el olor que se nos 
qu edaba pe gado a la piel, olor a pi edra y sal. 
Una vez el colectivero nos dijo algo extraño : que 
tuvi éramos cuidado con los p erros sueltos, me-
dio salvajes . Nos dio un escalofrío, pero el si-
guiente fin de semana estuvimo s tan solos como 
siempre, no escucha mo s ni siquiera un ladrido 
lejano. 
Y podíamos ver qu e Diego empe zaba a mi-
rar con int erés nu estros muslo s dorados, nu es-
tros tobillo s fino s, los vientr es chatos. Igual se-
guía má s cercano a Silvia y todavía parecía 
fascin ado aup.que ya se había dado cuenta de 
qu e nosotr as éramos mucho, mucho má s lin-
da s. El problema era qu e los dos nadaban muy 
bien, y aunque ju gaban con no sotras en el agua 
y nos enseñaban alguna s cosa s, a veces se abu-
rrían y se alejaban nadando rápid o, con pr eci-
sión. Era impo sible alcanzarlos. La tosquera era 
enorm e de verdad; no sotra s, cerca de la orilla, 
veíamos sus dos cabezas oscura s flot ando so-
br e la sup erfic ie, y veíamos sus labi os moverse , 
30 
Los peligros de fumar en la cama 
pero no teníamos idea de lo que se decían. Se 
reían mucho, eso sí, y Silvia tenía un a risa es-
candalosa, teníamo s que retarla para que baja-
ra la voz. Los dos parecían tan contento s. Sa-
bí,1mos que se iban a acordar dentro de muy 
poco de lo mucho que se gustaban, que la fre s-
cura del verano cerca de la ruta era algo pa sa -
jero. Teníamo s que deten erlos. Nosotras había-
mos encontrado a Diego, ella no podía quedar se 
con todo. 
Diego estaba cada día mejor. La prim er a vez 
que se sacó la remera descubrimo s qu e tenía la 
espalda ancha, los hombros caídos y fuertes, y 
un color arena en la espa lda, justo sobr e el pan-
talón, que era sencillam ente hermo so . Nos en-
señó a armar una tuquer'a para el porro con la 
cajita de fósforos, y nos cuidab a para que no 
nos metiéramos al agua reloca s, por si no s aho-
gábamo s dro gada s. Nos ripeaba discos de las 
bandas que, creía, teníamo s que conoc er, y des-
pués nos tomaba examen, era encantador, se po-
nía cont ent o cuand o not aba qu e no s había gus-
tado de veras alguna de sus favorita s. Nosotras 
escuchábamos con devoc ión y buscábamos 
mensajes, ¿nos querría decir algo?, por las du-
das hasta traducíamos las canciones qu e esta-
ban en ingl és usando el diccion ar io; nos las le-
íamos por teléfono y debatíamos. Era mu y 
confuso, había decenas de mensaj es cruzado s. 
Toda especu lación se cortó en seco -como 
31 
Mariana Enrique z 
si no s hubi eran pa sado un cuchillo helado por 
la columna vertebral- cuando no s enter amo s 
de qu e Silvia y Diego se habían pu esto de no-
vios. ¡Cuánd o ! ¡Cóm o! Ello s eran grand es , no 
tenían p or qu é est ar en ca sa temprano , Silvia 
tenía su propio departam ento, qué estúpidas, 
aplic arl e a ellos nu estr as limitacione s de p en-
dejas . Y eso que nos escapábamos bastante pero 
igual no s controlab an con horarios, celul ar y 
padr es que se cono cían entr e sí y no s llevaban 
ha sta los lugar es - boli ches , casa s de ami gas, 
casas nu estra s, club- en auto. 
Los detalles los tuvimos pronto, y no eran de-
ma siado esp ectacul are s. Se veían al marg en de 
no sotra s desde hacía un tiempo ; de noche, en 
efecto, pero a veces él la pasaba a bus car por el 
, Mini sterio y se iban a tomar algo, y otra s se que-
daban a dormir ju11tos en su departam ento. Se-
guro fum aban el porro de la plant a de Silvia en 
la cama despu és de coger. Algun as de no sotra s 
no h abíamo s cogido a los diecisiete añ os, un es-
pant o; chupar pija sí, ya sabíamo s ha cerlo mu y 
bien , pero coger, algun as, no tod as . Nos dio un 
odio terrible. Queríam os a Diego para nosotra s, 
no qu eríamo s que fuera nu estr o novio, qu ería -
mo s nom ás qu e nos cog ier a, qu e no s enseñara 
com o no s enseñaba sobr e el ro canrol, prep ara r 
trago s y nadar m ari posa . 
De todas , la m ás obses iona da era Na talia . 
Ella era virge n todavía . Decía qu e qu ería gu ar-
32 
Los pe ligros de fumar en la cam a 
da rse para un o qu e valier a la pen a, y Diego va-
lía la pena. Cuando se le m etía algo en la cabe-
za, era mu y difícil que dier a m ar cha atrás. Una 
vez, se hab ía toma do veint e pa stillas de suma-
má cuand o le pr oh ibiero n ir al b oliche po r un a 
semana -la s notas del colegio eran un desas -
tre-. La dejaron seguir yend o, per o la mand a-
ro n al psicólogo . Natali a falta ba y se gasta ba la 
plata de las ses ion es en sus cosas. Con Diego 
qu ería algo especia l. No qu ería tirárse le enci-
ma . Qu ería que él la qui siera, gu st arl e, enl o-
quecerlo . Per o en las fiestas, cuand o se acerca -
ba a hablar le, Diego le hacía una sonri sa de 
costa do y seguía en su conversac ión , con cual-
qu ier otra de nosotras . No. le contes taba el telé-
fon o, y si lo hacía, las conversac iones era n lán-
guidas y él siem pr e las cort aba. En la tos qu er a, 
no se le quedaba miran do el cuerpo, las piernas 
largas y fuertes y el culo firm e, o la mira ba como 
si se fijara en un a planta m edio aburrid a, un fi-
cus, por ejemplo. Eso sí que Nata lia no podía 
creerlo. Ella no sabía nadar , pero se hum edecía 
cerca de la orilla y des pu és salía del agua fría 
con la ma lla amari lla pega da al cuerpo br once-
ado , tan peg ada qu e se le marca ban los pezo -
nes, er izado s por el agu a h elada; y Natalia sa -
bía que cua lqu ier otro qu e la viera se mataría a 
paj as, pero Diego no, ¡prefería a la negra de culo 
ch ato! Nosotra s coincidíamo s en que er a in -
com pr ens ible. 
33 
Mariana Enriquez 
Una tarde, cuando íbamos para la clase de 
educación física, nos contó que le había echa-
do sangre de menstruación al café de Diego. Lo 
había hecho en la casa de Silvia, ¡dónde si no! 
Estaban los tres solos, y en un ~omento Diego 
y Silvia fueron hasta la cocina, por unos minu-
tos, a buscar café y galletitas; el café ya estaba 
servido sobre la mesa. Natalia, muy rápido, echó 
lo que había podido juntar -muy poco- en un 
mínimo frasquito de muestra de perfume. Ha-
bía logrado juntar la sangre retorciendo algo-
dón húmedo, un asco porque ella siempre usa-
ba toallitas o tampones, se había puesto algodón 
sólo para poder conseguir sangre. Estaba un 
poco diluida en agua, pero ella decía que tenía 
que servir igual. Había sacado el método de un 
libro de parap~icología: ahí decían que era poco 
higiénico, pero infalible para amarrar al ser 
amado. 
No funcionó. Una semana después de que 
Diego toma~a la sangre de Natalia, la propia Sil-
via nos contó que estaban de novios, que era ofi-
cial. La siguiente vez que los vimos, no paraban 
de besuquearse. Ese fin de semana fuimos a la 
tosquera con ellos de la mano, y no lo podíamo s 
entender. No lo podíamos entender. La bikini 
roja con dibujos de corazones de una ; la panza 
chatí sima con unpier cing en el ombliao de otra· ::, , 
el excelente corte de pelo con un m echó n en la 
cara, la s piernas sin un so lo pelo, la s axilas 
34 
Los peligros de fumar en la cama 
como de mármol. ¿Y él la prefería a ella? ¿Por 
qué? ¿Porque se la cogía? ¡Si nosotras también 
queríamos coger, no queríamos otra cosa! O 
acaso no se daba cuenta cuando nos sentába-
mos sobre sus rodillas apoyando el culo con mu-
cha fuerza, y tratando de manotearle la pija con 
la mano, como en un descuido. O cuando nos 
reíamos cerca de su boca, mostrándole la len-
gua. ¿Por qué no nos tirábamos encima de él y 
listo? Porque nos pasaba a todas, no era sola-
mente la obsesión de Natalia: queríamos que 
Diego nos eligiera. Queríamos estar con él to-
davía mojadas del agua fría de la tosquera, co-
giendo una tras otra, él acostado sobre la pla-
yita, esperando los disparos del dueño, y correr 
hacia la ruta medio desnudas bajo una lluvia de 
balas. 
Pero no. Estábamos ahí sentadas en toda 
nuestra gloria, y él besándose con Silvi a cu lo 
chato vieja además. El sol ardía, y a Silvi a cu-
lo chato ya se le esta ba pelando la n ar iz, un de-
sas tre, u saba protectores solares de cuarta. No-
so tras, impec ab les . En un mom ento, Diego 
parec ió darse cuenta. Nos miró distinto, como 
si registrara que estaba con una ne gra fea. Y 
dijo «por qué no vamos nadando hasta la Vir-
gen ». Nata lia se puso pálida, porque ella no sa-
bía nad ar. Nosotras sí, pero no nos an im ába-
mos a cruzar la tosquera, que era muy profunda 
y lar ga, si nos ahogábamos no había quién nos 
35 
Mariana En riqu.ez 
salvara, estábamos en el medio de la nada. Die-
go adivinó: «Sil y yo vamos nadando, ustede s 
agarren por el costado caminando y nos vemos 
allá . Qui ero ver ese altar decerca, ¿se copan? » 
Dijimos que sí, que claro, aunque estábamos 
preocupadas porque si le decía «Sil» a lo mejor 
nue stra percepción de que nos miraba distinto 
era equ ivocada, nom ás nos moríamos de ganas 
de que fuera así y ya estábamos medio locas. 
Empezamos a caminar. Rodear la tosquera no 
era fác il: parecía mucho más chica cuando una 
estaba sentada en la playit a . Era enorme. Debía 
ten er unas tre s cuadras de largo . Diego y Silvia 
avanzaban m ás que nosotra s, y veíamos las ca-
bezas oscuras aparecer a int ervalos, medio do-
radas bajo el sol, tan lumino sas, y los brazo s 
levantando surcos de agua, resbal adi zos . En un 
momento tuvieron que parar, lo vim os desde 
el costado-nosÓtra s, bajo el sol, con polvo pe-
gado al cuerpo por la transpiración, algunas con 
dolor de cabeza por el calor y la lu z fuerte en 
los ojos, caminando como si anduvi éra mos cues-
ta arriba-; los vim os parar y hablar se, Silvia se 
reía tirando la cabeza para atrás y m ante nien-
do los brazos en movimiento para no hundi rse. 
Eran demasiados metros para nadar de un ti-
rón, ellos no era n pr ofesio nales. Pero a Natal ia 
le dio la impr esión de que no paraban nomá s 
por can sancio, creyó que esta ban tram ando al-
go, «a esa yegua se le ocurr ió alguna », dijo, y si-
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Los peligros de fumar en la cama 
E!Uió caminando ha cia la Virgen que apenas se 
veía adentro de la gruta. 
Diego y Silvia llega ron ju sto cuando noso-
tras dob lábamos a la derecha, a caminar los úl -
timos cincuenta metros que nos separaban de 
la gruta de la Virgen. Segurament e no s vieron 
resoplando, con las axilas oliendo a cebolla y el 
pelo pegado a las sienes. Nos miraron bien , se 
rie ron igual que lo habían he cho cuando deja-
ro n de nadar, y se volvieron a tirar al agua, para 
nada r con toda velocidad de vuelta a la orilla 
de la playita. Así nomás. Se les escucharon las 
carcaj adas burlonas junto al chapuzón. « ¡ Chau, 
chicas! », gritó Silvia triunfal antes de volver na-
da ndo , y no sotras ahí helada s a pesar del bo-
chorno, qué cosa rara , helada s y más muertas 
de ca lor que nunca, con las orejas ardiendo de 
odio mientras los veíamos ir se riéndose de las 
tontas que no sabíamos nadar, imaginando 
nuestros propios reproches. Humilladas, a cin-
cuenta metros de la Virgen, que ya nadi e tenía 
ganas de ver, que ninguna de nosotras había te -
nido ganas de ver nunca . Miramos a Natalia. Era 
tanta la rabia que las lágrima s no caía n de sus 
ojos. Le dijimos que teníamo s que volver. Dijo 
que no , que quería ver a la Virgen. Nosotras es-
tábamos cansadas y avergo nzadas, no s senta -
mos a fumar , le dijimos que la esperábamos . 
Tardó ba sta nt e, unos quin ce minutos. Raro, 
¿habría estado reza ndo ? No le pre guntamos, la 
37 
Mariana Enriquez 
conocí amo s bi en cuando se enojaba, a una de 
no sotras no s había mordido en un ata qu e de fu-
ria, de ver dad , un mord iscó n enorme en el br a-
zo que había dejado una marca por casi una se-
mana. Volvió con no sotr as, no s pidió de fumar 
un a pit ada -no le gust aba fumar cigarrillos en-
teros- y empe zó a caminar. La seguimos . Po-
díamo s ver a Silvia y Diego en la playa, secá n-
dose mutuament e, no los escuchábamos bien , 
pero se reían, y de pronto un grito de Silvia, «no 
se enojen chicas, fue un chi ste». 
Natalia se dio vuelta en seco . Estaba cubier-
ta de polvo. Tenía polvo hasta en los ojo s . Nos 
miró fijo, estudiándonos. Sonrió y dijo: 
-No es un a Virgen. 
-¿ Qué cosa? 
-Tiene un manto blan co para ocultar, par a 
taparla, pero no e.s una Virgen. Es una muj er 
roja, de yeso , y está en pelota s. Tien e los pezo -
ne s negros . 
Nos dio mi edo. Le preguntamos qui én era, 
entonc es. Nos dijo que no sa bía, algo brasilero. 
También no s dijo que le había pedido algo. Que 
el rojo esta b a muy bi en pintado, y brillaba, pa-
recía acrí lico. Que tenía un pelo muy lindo, ne-
gro y largo, más oscuro y m ás sedoso que el de 
Silvia. Y que cu ando se le acercó, el falso man-
to blanco virgin al se le cayó solo, sin que ella lo 
tocara, como si quisiera que Nata lia la reco no-
ciera. Entonc es le h abía pedido algo . 
38 
Los peligros de fumar en la cama 
No le cont estamos nada. A veces hacía cosas 
así de locas, como lo de la menstrua ción en el 
café. Despu és se le pasaba. 
Llegamos de mu y malhumor a la playita, y 
au nque Silvia y Diego trat aron de hac emo s reír, 
no hubo man era. Vimos cómo les entraba la cul-
pa. Pidieron perdón y disculpas . Admiti eron que 
había sido una broma de mal gusto, pesada, di-
señada para avergonzarnos, mala leche, de s-
preciativa . Sacaron de la hel ader ita que siem -
pre ·llevábamos a la tosqu era un a cerveza bien 
fresca, y cuando Diego la destapó con su ab ri-
dor-llave ro, esc uch a mo s el primer resop lido . 
Fue tan alto, claro y fuerte que pareció ven ir de 
muy cerca . Pero Silvia se p~ró y señaló con el 
dedo la loma por donde apa recía el dueño. Ha-
bía un perro negro . Aunqu e lo prim ero que Die-
go dij o fue «es un caballo ». Ni bi en terminó la 
pala bra, el perro ladró, y el ladrido llenó la tar -
de y nosotras jur amos que hizo temblar un poco 
la superficie del agua de la tosquera. Era gran-
de como un potrillo, comp letame nt e n egro , y se 
not aba que estaba dispuesto a bajar la loma. 
Pero no era el único. El primer resoplido había 
llegado de atrás nuestro, del fond o de la playa . 
Allá, muy cerca, caminaban tres perros -potri-
llos babosos, sus costados subían y bajaban, se 
les notaban las cost illas, esta ban flacos. Éstos 
no eran los perros del dueño, pensamos, eran 
los perros de los que había hab lado el colecti-
39 
Mariana Enriqu.ez 
vero, salvajes y peligrosos. Diego les hizo «shhh » 
para amansarlos, y Silvia dijo «no hay que mo s-
trarles que estamos asustados», y entonces Na-
talia, enojada, llorando por fin, les gritó: «So-
berbios de mierda, vos sos un a ne gra culo chato, 
vos un pelo tudo, ¡y ellos son mis perro s !» 
Había uno a cinco m etros de Silvia. Diego ni 
le prestó atención a Natalia: se puso delante de 
su novia para protegerla, pero entonces apareció 
otro perro atrás de él, y dos más chicos que ba-
jaron corriendo ladrando la lomita por la que no 
se asomaba el dueño, y de repente erppezaron los 
rugido s de hambr e o de odio, no sabíamos . Lo 
que sí sabíamos, de lo qu e nos dimos cuenta por-
qu e era tan obvio, era de que los perros ni no s 
miraban. A nin guna de no sotras. No no s pr esta-
ban atención, como si no existiéramos, como si 
ahí junto a la tosquera sólo estuvieran Silvia y 
Diego . Natalia se puso una remera y una pollera, 
no s susurró que no s vistiéramos también, y des-
pués no s agarró de las mano s. Caminó ha sta la 
entrada de hierro tipo arco que daba a la ruta, y 
recién ahí emp ezó a correr hasta la parada del 
307, y nosotras detrás de ella. Si pensamos en 
buscar ayuda, no lo dijimos. Si pensamos en vol-
ver, tampoco lo dijimo s. Cuando escucha mo s los 
gr ito s de Silvia y Diego desde la ruta, rezamos 
secretamente para que no parara nin gún aut o 
y también los esc uchara; a veces, como éramos 
tan jóvenes y lind as , no s ofrecían llevamos gra-
40 
Los peligros de fumar en la cama 
tis hasta la ciudad. Llegó el 307 y subimos con 
tranquilidad para no levantar sospecha s. El cho-
fer nos pr egu ntó cómo andábamos y le dijimos, 
bien, bárbaro, todo tranquilo, todo tranquilo. 
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