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Martin Tetaz - Psychonomics - E S

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BajaLibros.com
Tetaz, Martín
Psychonomics. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Vi-Da Global, 2014.
E-Book.
ISBN 978-987-34-2052-8
1. Economía. I. Título
CDD 330
Fecha de catalogación: 12/03/2014
Diseño de portada e interior: Donagh | Matulich
Psychonomics
Martín Tetaz
1ra edición
© Martín Tetaz , 2014
© Ediciones B Argentina S.A., 2014
Av. Paseo Colón 221, piso 6 - Ciudad Autónoma
de Buenos Aires, Argentina
www.edicionesb.com.ar
ISBN 978-987-34-2052-8
Queda hecho el depósito que establece la Ley 11.723.
Libro de edición argentina.
No se permite la reproducción total o parcial, el almacenamiento, el alquiler,
la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por
cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización
u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está
penada por las leyes 11.723 y 25.446.
http://www.edicionesb.com.ar/
A Pikes, Tito, Lore, Neto y Agustín,
por compartir (en promedio) el 50% de mi paquete genético,
con todo lo que ello implica en materia de conductas y carácter.
A La Mo y a Solcito, por haberme elegido
aún a pesar de no compartir ni un solo gen,
con todo lo que ello implica.
Agradecimientos
Me gradué de Economista el 21 de diciembre del 2001 y aunque sabía que quería seguir
estudiando no hubiera encontrado mi norte si en el 2002 la Academia Sueca no le hubiera
dado el Premio Nobel de Economía a un Psicólogo, Daniel Kahneman, por sus aportes
para entender el modo en que las personas toman decisiones en contextos de
incertidumbre. Mi primer agradecimiento es para con ellos.
La segunda persona que influyó decisivamente en mi inclinación a la Economía del
Comportamiento es Sebastián Campanario, que con la publicación de “La Economía de lo
Insólito” me voló la cabeza y me enseñó que había un mundo súper interesante más allá
de los modelos de la micro y la macroeconomía convencionales. Sebastián es, además,
una persona extremadamente generosa que me abrió muchas puertas y a quien le debo
buena parte de mi desarrollo profesional.
Guillermo Cruces ha sido mi compañero de debates, una especie de sparring que me
llamó la atención sobre muchos de los temas que se publican en el libro, me motivó
siempre con este proyecto y me ayudó a moldear varias ideas.
También estoy muy agradecido a Tomás Bulat, quien para mí siempre había sido una
referencia desde mis tiempos de estudiante, pero que también me demostró en este
último año que detrás del gran economista, periodista y comunicador, hay un tipo de
primera que siempre me abrió el juego y me dio oportunidades de mostrar mi trabajo.
Varias personas colaboraron leyendo borradores del libro y estoy obviamente muy
agradecido con todos ellos, pero quiero mencionar particularmente a Diego Golombek,
porque su crítica me resultó de muchísima utilidad.
Por último, tengo un agradecimiento especial a un desconocido que en el verano del año
2004, dejo un libro difícil de conseguir en la mesa de saldos de ocho pesos de una
conocida librería de Pinamar. Compré “Como funciona la mente”, por la curiosidad que
me inspiró el título, sin saber que Steven Pinker era uno de los máximos exponentes de la
Psicología Cognitiva y desde entonces le estoy agradecido al anónimo librero.
Prólogo I
El día previo a una elección presidencial suele ser aburrido y rutinario en las
redacciones de los diarios. Ya no se pueden publicar encuestas, porque rige la veda, y los
esfuerzos se van en planificar la cobertura del día siguiente. El 6 de noviembre de 2012,
los principales medios gráficos de los Estados Unidos abrieron sus ediciones con notas de
servicios —dónde y cómo votar, las listas completas de candidatosy con artículos de color
destinados a contar las horas previas, de nervios, de los principales aspirantes a la Casa
Blanca. Tanto el demócrata Barack Obama como el republicano Mitt Romney fueron
retratados en compañía de sus familias, y tomando un café en sus bares favoritos con
amigos. Los fotógrafos que enfocaron sus cámaras al escritorio de Obama captaron un
detalle: el presidente que sería reelecto al otro día estaba leyendo —luego aclaró en un
reportaje que “con devoción”el libro Pensar rápido, pensar despacio, del premio nobel de
Economía 2002, Daniel Kahneman.
Pensar rápido… fue publicado en 2011 y recopila las principales investigaciones de la
vida de Kahneman, el padre de la denominada “economía del comportamiento”, que cruza
a la ciencia de Adam Smith y John Maynard Keynes con enseñanzas provenientes de la
psicología. El psicólogo israelí, residente en los Estados Unidos, se había negado hasta
entonces a escribir un libro de divulgación —lo consideraba “poco académico”-, que
terminó siendo un boom.
El hecho de que el presidente de la principal economía del mundo haya estado leyendo
un trabajo sobre economía del comportamiento y de la felicidad no es un dato anecdótico.
Se suma al interés de líderes de otros gobiernos, como Inglaterra, Francia, Canadá o
países de Asia por aplicar en políticas públicas lecciones de la psicoeconomía que sean de
provecho para mejorar la vida de la sociedad, y por captar en mediciones oficiales los
niveles agregados de felicidad que no se reflejan en las estimaciones tradicionales de PBI.
En la actualidad, unos 30 países hacen esfuerzos estatales por medir el bienestar
emocional de sus respectivas poblaciones.
Las conclusiones de la economía del comportamiento y de la felicidad hace años que
abandonaron su lugar de “colección de curiosidades” y pasaron a nutrir la caja de
herramientas de los economistas para mejorar las políticas públicas y para promover un
mayor éxito en los negocios. El campo ya tiene reconocimiento académico, con decenas de
centros especializados en todo el mundo y journals específicos, además de las
“behavioural units” ya mencionadas en varias estructuras estatales.
En la Argentina, en la última media década aparecieron los primeros trabajos locales
sobre el tema, gracias al aporte y al entusiasmo de un grupo todavía pequeño de
economistas intrépidos que se lanzaron a la conquista de este nuevo campo. Martín Tetaz,
el autor de este libro, está a la vanguardia de este grupo. No solo porque cuenta con
estudios en psicología cognitiva —además de su título en Economía-, sino porque ostenta
una combinación única de pasión por divulgar y rigor técnico. Martín trabaja en varias
instituciones pero tiene su base en el CEDLAS (Centro de Estudios Distributivos y
Laborales) de la Universidad de La Plata, el principal centro de investigaciones sobre
temas de desigualdad de América latina.
A lo largo de Psychonomics esta combinación se hará presente una y otra vez, para
provocar con datos curiosos y sorprendentes al lector no especializado. Se responderán
preguntas tales como: ¿Cómo debería comportarse un consumidor de acuerdo a lo que
sabemos sobre el funcionamiento de la mente?
¿Cómo pueden los gobiernos mejorar el logro de sus objetivos y el impacto de sus
políticas, usando economía del comportamiento? ¿Qué lecciones deberían aprender los
comerciantes y productores que buscan mejorar el posicionamiento de sus productos; qué
nudges les servirían? ¿Qué nos hace más felices? ¿Hacia donde irá la ciencia económica,
cuando terminen de incorporarse estos insights en los modelos?
Es fundamental que este tipo de preguntas comiencen a ser abordadas con encuestas y
estudios locales, porque los estudios antropológicos más recientes muestran que los
“sesgos” o errores sistemáticos que toma la economía del comportamiento varían mucho
su intensidad dependiendo de la cultura. La “aversión a perder” o el “sentido de justicia”
muestran valores muy distintos, según se hagan mediciones en Latinoamérica, en
Europa, en Estados Unidos o en otras partes del mundo.
En este sentido, Martín no es un economista de escritorio, sino que se “embarra”
cuando hay que hacerlo. Y lo hace literalmente: a principios de 2013 coordinó un equipo
de la UNLP, junto a María Laura Alzúa, que determinó los costos de la terrible inundaciónque unos días antes había castigado a La Plata. Fue luego de encontrar en una plaza a sus
dos perras, perdidas durante el desastre, en un momento muy emotivo que fue tapa de
varios diarios y portales de noticias. Como diría Sheldon Cooper, el físico genio
protagonista de “The Big Bang Theory”: “Esto es lo que la gente no familiarizada con la
teoría de los grandes números llamaría una casualidad”.
Aunque con recursos mucho más limitados que en EE.UU. y Europa, la Argentina tiene
cada vez más excelentes investigadores económicos abocados a estudiar temas de
frontera. En la reunión anual de la Asociación Argentina de Economía Política (AAEP), el
porcentaje de papers presentados sobre nuevas temáticas está en franco aumento. El
diálogo interdisciplinario —con psicólogos, físicos, neurocientíficos, matemáticos,
biólogos, etc.también es cada vez más fluido. Es en estas zonas de intersección y cruce, en
las que bucea Psychonomics, donde están surgiendo las ideas más interesantes.
Además de ser los dos de La Plata, comparto con Martín la pasión por exploraciones de
frontera de distintas ciencias. De este territorio aparecen ocurrencias que los dos
compartimos todas las semanas con los lectores, Martín, desde su columna en el diario El
Día y yo, desde el espacio Alter Eco, los domingos en La Nación. (Ambos bromeamos que
formamos una Cámara de Columnistas de Economía no Convencional de domingo en
diarios de derecha, en la que cada año nos turnamos la presidencia y la vicepresidencia).
Ojalá puedan disfrutar tanto como yo de un libro que cuenta una historia que, en realidad,
recién empieza.
Sebastián Campanario
Prólogo II
Cuando me llamó Martín para proponerme que escriba el prólogo a su libro, no pude
más que ponerme contento. En primer lugar porque no sabía que estaba escribiendo un
libro, y segundo, por el tema que estaba desarrollando en el libro.
Cuando yo compro un libro lo hago bajo dos criterios: me gusta cómo escribe el autor, o
bien el tema me interesa más allá de quién sea su autor. En este caso, se cumplen ambas
condiciones: vale la pena leerlo por el autor y por el tema. Así que doblete.
Voy a hablar primero del autor. Martín Tetaz.
Martín es un gran economista y una gran persona. Lo conocí hace un tiempo gracias a
sus artículos. Hacía bastante que un economista no me llamaba la atención con sus
enfoques de los problemas que vivimos los argentinos. Porque Martín tiene una
formación académica profunda y moderna, y hace el esfuerzo permanente por aplicar
aquello que la teoría dice a nuestro momento económico. Ese es el principal desafío de
todo economista...
Están los que se quedan en la teoría y la realidad les molesta porque no se comporta
como el modelo dice que debería hacerlo, y están aquellos que sin mucha formación
teórica describen superficialmente lo que sucede. Martín es ese salto de calidad que uno
espera encontrar: teoría y coyuntura.
Ese es el escritor. Que se sigue sorprendiendo cuando aprende y por lo tanto sigue
enseñando. Es profesor también de alma. Le gusta enseñar y por lo tanto le gusta
aprender. Y en este libro me enseñó mucho y, mejor aún, me ayudó a ordenar y
sistematizar los conocimientos.
Así que un autor apasionado de lo que hace, con ganas de enseñar es poco habitual y hay
que aprovecharlo.
El tema. La economía del comportamiento.
Los economistas solemos decir que “la economía es la más exacta de las ciencias
sociales”. Por ello es que usamos muchos datos estadísticos y fórmulas que nos permiten
explicar lo que pasó, con bastante certeza, y prever lo que pasará, con más convicción que
realismo.
Porque justamente la economía es una ciencia social, por lo cual depende del
comportamiento del hombre y eso implica cierto grado de imprevisibilidad. Si queremos
saber qué puede pasar en el futuro tenemos que entender cómo se comporta el ser
humano hoy. Es decir, cómo te comportás vos, lector de este libro. Mientras mayor sea
nuestra capacidad para entender nuestro comportamiento, estaremos en mejores
condiciones de prever que pasará en la economía. De eso se trata, tan sencillo y tan
complejo como eso.
Todas las personas somos distintas, por lo tanto nuestras reacciones son diferentes, lo
cual nos haría completamente imprevisibles. En realidad, no es exactamente así. Maitena
tiene una frase que define muy bien la situación, dice “las mujeres somos todas distintas,
pero nos pasan las mismas cosas”. Es aplicable a todo el género humano.
Lo cierto, y tal como lo dice Martín en su libro, somos en un alto porcentaje muy
parecidos: “En términos estrictos, es probable que no encuentre muchas personas como
yo a quienes les guste desayunar con café amargo por la mañana mientras chequean los
mails, acostumbren usar ropa de moda, vayan caminando a todos lados, saturen el
celular, almuercen a las 2 de la tarde, miren mujeres de 35 años por la calle, salgan a
correr por las tardes y se regalen comidas autoelaboradas convenientemente regadas
con un buen malbec, antes de irse a dormir en un somier de una plaza y media. Sin
embargo, estoy seguro de que podría encontrar muchísimas personas que hagan el 90%
de todo lo anterior con alguna variante, y, en todo caso, considero que las cosas que me
identifican con exclusividad no son tan relevantes como para hacer que mi modo de
organizar el mundo y la realidad difiera en demasía del que caracteriza a muchas otras
personas.”
Ese comportamiento casi común, en Martín —cuento— ya se ha modificado con la
llegada de Agustín, su primer hijo. Ahora yo tengo más capacidad predictiva de cómo va a
ser su vida que él, porque ya tengo 3 hijos. Muchas de las acciones que realicé como padre
y sus consecuencias, las tendrá Martín. No todas, muchas. Y cuando logramos ser
comprendidos, tenemos más pautas para anticipar nuestras futuras acciones.
Esto es lo que me fascinó del libro. Que cada explicación que ofrece, ya sea de la
memoria, de cómo encapsulamos los recuerdos o de cómo tomamos algunas decisiones
eran lisa y llanamente una descripción de mi propio comportamiento, de cuando tomo
una decisión, cuando recuerdo algo o cuando doy clases.
En la sección de la economía invasiva es un capítulo mejor que el otro. Invasiva lo llamo
porque se introduce en casi todos los aspectos de nuestra vida, desde el afectivo, por qué
nos casamos o por qué somos infieles hasta el educativo o el muy interesante sobre las
políticas públicas. Esa lectura nos llevan a descubrir dos cosas: que algunos prejuiciosos
suelen tener razón de ser, el viejo “piensa mal y acertarás”, pero lo más interesante es
descubrir cómo aquello que llamamos sentido común, suele ser una burrada. Muchas
veces nuestro “sentido común” choca con realidades más complejas y menos obvias.
Es un libro que te atrapa porque te descubrís vos mismo. Leerlo es repasar conductas de
tu vida. Además, te brinda herramientas para ayudarte a tomar decisiones que mejoren tu
calidad de vida, con las restricciones reales que hoy tenemos todos.
Siempre, mientras más entendemos, mejores decisiones tomamos. No son ni serán
siempre las correctas, pero sí mejores. Todos buscamos en nuestra vida ser felices, lo cual
depende ya no solo del contexto sino de cómo reaccionamos en ese contexto, para lo cual
estoy seguro que este libro te será de gran utilidad. Ojalá lo disfrutes como lo disfruté yo.
Tomás Bulat
Introducción
Un vuelo de reconocimiento
en las tierras de la Psicoeconomía
Mercedes Ramón Negrete es un tipo de suerte. El 10 de abril de 1972, este obrero textil
de origen paraguayo controló los resultados de los trece partidos del concurso de
pronósticos deportivos, más conocido por su sigla PRODE, y se le heló la sangre.
“No puede ser…venga Fabiana, ayúdeme”, le ordenó a su mujer, que trabajosamente
acomodó su generosa anatomía en la silla lindera.
Repasó una y otra vez la boleta y se convenció: era el ganador del millonario pozo, de
una magnitud equivalente a un Loto o Quini 6 actuales.
Es probable que ese año haya sido el más feliz de su vida. Dejó a su mujer, retornó a su
tierra natal, hizovarias inversiones y se cansó de contar billetes.
La dicha por desgracia duró poco y no porque la falta de educación de Negrete lo
condenara a dilapidar su dinero, algo que sucedería a la postre, sino por uno de los
hallazgos más notables descubiertos por la Psicología: el denominado “efecto
habituación”.
Tal y como lo demostró uno de los primeros científicos en estudiar este tema, el
profesor Richard Thompson del Departamento de Psicobiología de la Universidad de
California, este acostumbramiento a las nuevas condiciones es en realidad una
característica fundamental que hizo posible nuestra supervivencia como especie a lo largo
de los años...
La idea es que los cambios en el estado de ánimo que llevan a que nos sintamos más o
menos felices son respuestas de nuestro organismo ante una novedad que exige de
nuestra parte cierta acción compensadora para restaurar el balance con el ambiente, del
mismo modo que lo haría un termostato.
El fenómeno es, además, naturalmente simétrico. Corre para las buenas pero también
para las malas, y ello explica porqué las personas que hacen los trabajos más
desagradables, como limpiar inodoros o preparar cuerpos para un velorio, no son menos
felices que los que pasan sus días tranquilamente sentados detrás de un escritorio.
Incluso cuando la desgracia golpea a nuestra puerta súbitamente, también terminamos
habituándonos tarde o temprano, como descubrió el psicólogo Phillip Brickman en un
estudio en el que entrevistó a 22 ganadores de lotería y 29 personas que habían quedado
parapléjicas luego de sufrir diversos accidentes, descubriendo que al cabo de un tiempo
del evento crucial todos volvían a reportar niveles de felicidad similares a los que
declaraban antes de esa circunstancia que les cambió la vida.
Este efecto habituación explica además por qué los habitantes de los países con mayor
PBI per cápita no son necesariamente más felices que los que viven en naciones más
pobres, del mismo modo que tampoco las generaciones actuales que disfrutan de ingresos
muy superiores a los que percibían sus padres hace 25 años se sienten más a gusto con
sus vidas.
Un simpático investigador de la Universidad de Southern California llamado Richard
Easterlin se encontró por sorpresa con este resultado cuarenta años atrás mientras
intentaba ponerle precio a la felicidad. Y es el culpable de que dediquemos un amplio
capítulo de este libro a ver qué es lo que entonces nos hace felices.
¿Nunca importa el ingreso? ¿Cuánto pesan la inflación y el desempleo en la felicidad?
¿Somos envidiosos de lo que ganan los otros? ¿Nos hará más felices tener una pareja
estable o sexo con la mayor cantidad de personas que nos sea posible? ¿Y la religión, y la
actividad política, y el gimnasio, el trabajo, la familia…?
¿Qué es lo que la ciencia demostró que realmente nos hace felices?
Pero las relaciones entre la Economía y la Psicología no terminan en la felicidad.
En noviembre del 2002, la Academia Sueca le entregó el Premio Nobel de Economía a
un psicólogo israelí, llamado Daniel Kahneman, quien luego de efectuar cuantiosos
experimentos demostró que cometemos errores, o sesgos, de manera sistemática a la hora
de tomar decisiones, y sobre todo cuando lo hacemos en contextos de mucha
incertidumbre. Parece que simplemente usamos reglas o heurísticas que nos funcionan,
aunque no nos permitan alcanzar los mejores resultados. Uno de esos sesgos, por
ejemplo, es el de representatividad. Este premio nobel, actual profesor de la Universidad
de Princeton, descubrió que tenemos la propensión a creer que la realidad que nos rodea
es representativa del total del país, cuando en verdad tendemos a juntarnos con personas
de nuestro mismo nivel socioeconómico, que además suelen pensar como nosotros y
compartir muchas de nuestras prácticas.
En una investigación que acabamos de publicar con Guillermo Cruces, del Centro de
Estudios Distributivos Laborales y Sociales de la Universidad de La Plata (CEDLAS), y
Ricardo Pérez Truglia, de Harvard, hicimos una encuesta a una muestra de vecinos
representativa del área metropolitana del Gran Buenos Aires, en la que el entrevistador
les preguntaba: “En la República Argentina hay aproximadamente 10 millones de
familias, ¿cuántas familias con menores ingresos que las suyas creen que existen?”.
Pues, sistemáticamente los entrevistados más pobres tendían a contestar que había 4 o
5 millones de hogares que la pasan peor que ellos, al tiempo que los que estaban en el 10
o 20 por ciento de mayores ingresos creían que había solo cinco o seis millones más
pobres. Todos creían ser más clase media de lo que en realidad eran.
Otro hallazgo notable de Kahneman es que por distorsiones en nuestro sistema de
memoria no recordamos exactamente lo mismo que experimentamos y entonces no hay
manera de asegurar que tomemos decisiones correctas en nuestras vidas. Si probamos
escribir en un cuaderno un relato de nuestras últimas vacaciones, veremos que nos
alcanza con un par de hojas porque buena parte del tiempo transcurrido simplemente se
ha borrado de nuestro recuerdo, y hasta es muy posible que hayamos tergiversado lo que
en realidad pasó.
Que no recordemos algunos momentos de nuestras vacaciones puede ser trivial; quizás
terminemos sobrevalorando lo bien que la pasamos y gastando demasiado dinero en el
próximo receso laboral, pero que fragüemos las memorias de nuestra última relación
amorosa puede llevarnos a cometer el error de reincidir en una pareja que en rigor no
funciona.
Los problemas con la memoria no quedan allí. Sabemos por investigaciones de
psicólogos cognitivos como Endel Tulving que no tenemos una sola memoria, sino un
sistema con distintos almacenes donde guardamos diferentes informaciones.
El funcionamiento del sistema de memoria será de hecho uno de los ejes de este libro,
porque veremos que tanto el marketing como las políticas públicas tienen un efecto que
depende del tipo de memoria al que apelen.
Comprender esto nos permitirá entender por qué sube el dólar en nuestro país y por qué
no funcionan las campañas de prevención del consumo de cigarrillos, alcohol y drogas,
pero también cómo hay que hacer para lograr que la gente se comporte como los
hacedores de políticas públicas desean.
El diseño de la arquitectura de elección es la especialidad de otro experto en Economía
del Comportamiento, el profesor de la Universidad de Chicago, Richard Thaler, quien ha
estudiado pequeños trucos (nudges) para lograr que las personas donen más órganos,
consuman menos grasas, ahorren más, gasten menos energía y estén dispuestas a
resignar subsidios públicos o comprar un vino más caro en un restaurante.
Todos estos descubrimientos son solo la punta del iceberg del comportamiento. Una
abundante literatura científica revela cientos de resultados que no coinciden con las
predicciones de los modelos económicos tradicionales que se enseñan en la mayoría de
las universidades del mundo entero.
Sin embargo, durante muchos años, no obstante la obvia relación que la Economía y la
Psicología deberían haber guardado, ambas disciplinas siguieron caminos diferentes.
Los modelos que se aprenden en las facultades de Economía suponen que los seres
humanos son máquinas absolutamente racionales, capaces de efectuar millones de
cálculos por segundo sin ningún costo, con el objeto de maximizar su utilidad, aun
cuando nadie haya podido establecer hasta el momento qué es concretamente la utilidad.
Hay investigaciones más sofisticadas que tienen en cuenta variables como la
información imperfecta y los costos de transacción, pero estos estudios siguen sin indagar
cómo es que las personas, realmente, toman sus decisiones. Parten de suponer que los
individuos presentan fallas o sesgos en sus conductas por el mero hecho de enfrentar
situaciones en las cuales su acceso a la información es deficiente; como les sucede, por
ejemplo, a quienes tienen que comprar una computadora o arreglar el auto, puesto que no
saben nada respecto de las características tecnológicas (de los procesadores y motores) y
tampocoestán dispuestos a gastar el tiempo y el dinero que necesitarían para ilustrarse
en el tema.
Nadie estudia qué es aquello que las personas efectivamente hacen cuando entran al
supermercado o, más importante quizás, qué tienen en cuenta cuando toman decisiones
económicas absolutamente relevantes a largo plazo, como por ejemplo cuánto estudiar,
qué carrera elegir, qué nivel de esfuerzo dedicar a los estudios, cuándo trabajar y dónde,
con quién formar pareja, cuántos hijos tener o cómo preparar su jubilación.
Mejor dicho, estas cuestiones no son objeto de estudio entre los representantes del
mainstream de la economía científica, pero sí son tenidas en cuenta por las empresas.
Desde la publicación del famoso libro que Vance Packard escribió en los años cincuenta,
Las formas ocultas de la propaganda, sabemos que las empresas de primera línea
montan sus centros de investigación en la parte trasera de los supermercados y no dejan
absolutamente nada librado al azar. Establecen con precisión cuál debe ser la ubicación de
los productos en las góndolas, el color de las etiquetas, el precio de las mercancías y la
forma de los paquetes. También estudian en detalle quiénes son sus clientes y qué días
del mes realizan sus compras, entre otros datos. Sin embargo, los resultados de esas
investigaciones difícilmente se publican.
Se sabe muy poco respecto al modo en que las personas toman las decisiones
económicas que resultan más importantes para sus vidas. El sector privado, de hecho, no
tiene el hábito de contratar economistas para que integren los departamentos de
marketing, de fidelización de clientes y de inteligencia comercial, puesto que los modelos
que nuestra ciencia ofrece no tienen poder para explicar el modo en que los consumidores
efectivamente eligen.
En el sector público, como resultado de la falta de conocimientos más precisos sobre las
causas que determinan los comportamientos económicos, la calidad de las políticas
diseñadas por los economistas resulta bastante baja, y en consecuencia la sociedad se
encuentra a la deriva, en manos de Estados que no logran planificar el desarrollo ni
corregir los rumbos indeseados.
¿Saben los científicos y los políticos, por ejemplo, cuáles son los factores que causan el
bajo esfuerzo de los docentes y de los alumnos? ¿Saben qué explica la elección de una
carrera o su abandono?
El modelo económico tradicional indica que el alumno evalúa mediante una ecuación
cuáles son los costos y los beneficios de estudiar, y en función del resultado decide
continuar o interrumpir sus estudios. No obstante, como mostró el economista Robert
Jensen, de la Universidad de California, en un artículo publicado en el prestigioso
Quarterly Journal of Economics, los alumnos tienen una distorsión bastante grande
respecto de cuáles son las tasas de retorno de la educación.
Es decir, no saben cuánto van a ganar cuando se reciban, y las estimaciones que realizan
están muy lejos de coincidir con los salarios que efectivamente se perciben en el mercado
laboral, porque en general sus cálculos están basados en los salarios del grupo reducido
que ellos conocen.
Más aún, cuando se les informa cuánto gana en promedio una persona que se ha
recibido, como sucedió en un experimento reciente efectuado en un grupo de colegios de
Madagascar, son menos propensos a abandonar los estudios.
La inmensa mayoría de los ingresantes a las universidades cree que van a terminar sus
estudios en un lapso de alrededor de cinco o seis años, cuando el promedio de duración de
las carreras es de entre ocho y nueve años.
Los niveles de abandono de los estudios superiores son pasmosos (se recibe
aproximadamente solo el 20 por ciento de los alumnos que ingresan), y probablemente
esto se deba a que al cabo del primer o segundo año, cuando pueden evaluar la cantidad
de materias que en efecto rindieron en ese período, la inconsistencia entre sus
previsiones y la realidad se hace patente.
¿Qué sucede con las decisiones en el mercado laboral? Un resultado interesante de la
reciente literatura sobre la economía del comportamiento señala que, al ser consultadas
sobre sus preferencias, la mayor parte de las personas se muestran más de acuerdo con
una empresa que otorga un aumento salarial del 10 por ciento en un contexto de inflación
del 20 por ciento anual que con otra que reduce los salarios un 5 por ciento en un
contexto de estabilidad de precios, si bien en términos de capacidad adquisitiva del salario
la segunda empresa es más favorable para los empleados que la primera, porque un
aumento de 10 por ciento con una inflación de 20 por ciento equivale a una caída de la
capacidad adquisitiva de casi un 10 por ciento, mientras que si no hay inflación y los
salarios nominales se reducen un 5 por ciento, esa es toda la pérdida.
Esto ocurre básicamente por dos razones; la primera de ellas es que los seres humanos
sufrimos de ilusión monetaria y por ello siempre preferimos ganar más, incluso cuando la
capacidad adquisitiva de ese nuevo salario sea en realidad más baja. La segunda tiene que
ver con una aversión a las injusticias, por la que rechazamos cualquier recorte salarial
cuando este es el resultado deliberado de la acción de alguien (en este caso el empresario,
por ejemplo), al tiempo que nos cuesta identificar al culpable de la inflación con la misma
facilidad.
Adam Smith, en su famoso libro que constituyó la piedra fundacional de la ciencia
económica, cita cinco elementos que explican las diferencias entre los salarios que
perciben los trabajadores, y entre ellos menciona el grado en que un trabajo es del gusto
de la persona que lo efectúa.
La cuestión es que no se dispone de modelos de mercados de trabajo que incorporen el
principio de habituación al estudio de las tareas que realizan los trabajadores, y por ende
se desconoce cómo aplicar políticas que administren exitosamente la oferta laboral, dado
que si las personas se acostumbran rápidamente a las nuevas condiciones laborales,
entonces un cambio en esas condiciones, destinado a atraer más trabajadores, por
ejemplo, podría no tener los efectos esperables a priori.
Las tasas de ahorro interno de los países, por mencionar otro ejemplo, son un indicador
que se relaciona estrechamente con sus tasas de inversión, las cuales determinan, a su
vez, las tasas de crecimiento de sus economías a largo plazo. Por ello, las autoridades de
política económica muchas veces buscan modificar las decisiones de ahorro de las
familias, pero no poseen modelos apropiados que indiquen qué es lo que determina que
una persona ahorre el 10 por ciento de su ingreso en lugar del 20 por ciento, o que no
ahorre nada.
Walter Mischel, de la Universidad de Stanford, llevó a cabo un experimento muy
interesante en el marco de un estudio realizado con varios niños a fin de analizar los
efectos de la postergación del placer.
A un grupo de niños de un jardín de infantes se les ofrecía un bombón de regalo, pero
antes de que se lo guardaran, los investigadores les proponían la posibilidad de devolver la
golosina a cambio de recibir dos al día siguiente.
Mischel, quien siguió visitando a los alumnos durante varios años, realizó un
descubrimiento notable: aquellos que habían postergado el momento de comer el
chocolate en busca de lograr una mayor satisfacción posterior (es decir, los más
propensos al ahorro) fueron quienes mostraron mejores índices de rendimiento
académico en la escuela secundaria.
Lo destacable no es la relación entre paciencia y tasa de ahorro, o entre ansiedad y
consumo, sino que este hallazgo está muy relacionado con los resultados del análisis de
las evaluaciones de calidad educativa a nivel internacional.
Todos los años, en varios países se llevan adelante dos pruebas estandarizadas que
miden el rendimiento de los alumnos en matemática, lengua y ciencias. Las evaluaciones
son muy conocidas internacionalmente por sus siglas en inglés, PISA (Programme for
International Student Assessment) y TIMSS (Trends in International Mathematics and
Science Study). ¿Qué países creeusted que presentan mejor rendimiento académico? Le
doy una pista: Estados Unidos no figura entre los primeros puestos. Tampoco se destacan
Francia, Australia, Inglaterra o Argentina (que presenta peores resultados que Rumania).
Son los países asiáticos los que lideran la mayoría de los rankings: no solo tienen las
tasas de ahorro más altas del mundo, sino que además crecen a tasas más elevadas (cabe
mencionar que Finlandia también presenta excelentes indicadores académicos, así como
una de las tasas de ahorro más altas de Europa).
Así, podría extenderse largamente la lista de ejemplos que muestran la enorme
necesidad de que la Economía incorpore modelos de la Psicología para mejorar su
comprensión y explicación del modo en que las personas toman sus decisiones.
Este libro no es sin embargo un catálogo de fallas en el funcionamiento de la mente; de
rarezas de coleccionistas mentales.
Estos comportamientos que sistemáticamente nos alejan de lo que haría el homo
economicus son en realidad consecuencia del normal funcionamiento de la mente, y no
anomalías, como su nombre lo sugiere, y de allí que resulte tan interesante indagar con
más profundidad en las aguas de la Psicología Cognitiva, para buscar las bases sobre las
cuales se asentará el edificio de la Psicoeconomía.
El estudio de esas aparentes “fallas” en el comportamiento y del modo en que las
personas efectivamente toman sus decisiones tiene aplicaciones de suma utilidad en la
psicología de las finanzas personales, en el análisis del modo en que las personas razonan
cuando enfrentan una elección económica, en la psicoeconomía de la publicidad, en la
psicoanatomía de las crisis económicas, en la economía de la felicidad, en la
representación mental que la gente hace de las políticas públicas, en la psicoeconomía de
las relaciones personales y en su equivalente en la educación, así como en el terreno
donde la sofisticación de la mente alcanza su máxima expresión: los comportamientos
estratégicos y la teoría de los juegos.
Las áreas de investigación mencionadas probablemente formarán parte de la agenda que
resultará de la unión entre la Economía y la Psicología en los próximos veinte años.
Primera Parte
¿Cómo funciona la mente?
De Pinker y Fodor a Damasio,
Kahneman y Rangel
En el 1070 de la Quinta Avenida, una estructura con forma de caracol balconea sus cinco
circulares pisos de cara al Central Park. Aunque la mayoría de las exposiciones suelen ser
rotativas, el 15 de agosto del 2012, un festival de formas geométricas de distintos colores
deslumbró la vista de los afortunados espectadores que decidieron salirse de la rampa
principal en el cuarto piso y girar a la izquierda para apreciar la pintura. Uno de cada
noventa visitantes del famoso Museo Guggenheim incluso escuchó música mientras
deleitaba su vista en esa pequeña área destinada a exhibir cuadros de Wassily Wasilyevich
Kandinsky, el extraordinario artista ruso poseedor de una extraña condición hereditaria
cuyo nombre se forma de la combinación de dos vocablos griegos: syn (junto) y aesthesis
(sensación). Para la enorme mayoría de los mortales, los sentidos están encapsulados y
son específicos de dominio, de modo que no es posible que se influyan los unos a los
otros; no se pueden oír colores o sentir el tacto de un sonido. Pero para quienes tienen
sinestesia es perfectamente posible ver colores cuando escuchan un sonido, leerlos
cuando observan un número o letra, e incluso hay quienes son capaces de olerlos.
Ahora bien, en la arquitectura cognitiva de la mente humana existe un conjunto de
módulos perceptivos que captan los estímulos sensoriales del medio ambiente que puede
asimilarse al entorno y transportan los datos al procesador central, denominado sistema
ejecutivo.
Estos módulos, como bien ha indicado Jerry Fodor, se distinguen de las facultades
horizontales —mecanismos generales que están presentes o “auxilian” procesos mentales
de distintas funciones como, por ejemplo, la memoria, la atención y el juicio, entre otras
—. Constituyen más bien facultades verticales, esto es: “mecanismos específicos de
dominio, genéticamente determinados, asociados a estructuras neurales diferenciadas y
computacionalmente autónomos”, en el sentido de que operan sin información de otros
módulos (como por ejemplo la visión).
Consideremos, por ejemplo, el caso de la visión. Es evidente que se trata de un
mecanismo que solo contempla el dominio de las imágenes (salvo para los sinestésicos) y
que se encuentra encapsulado en el sentido de que no se altera con información
proveniente de otros sentidos o de la razón misma. Es cierto que un ruido llamaría la
atención sobre el objeto que lo produjese, ocasionando que este fuera visto, pero si una
persona ya estuviera dirigiendo su atención hacia ese objeto no lo vería más brilloso, ni
más grande ni más cercano por más ruidos que generase.
El caso de las ilusiones ópticas ya es un clásico de la literatura desde el trabajo pionero
del neurocientífico David Marr de principios de 1980. Por ejemplo, si usted se para sobre
las vías de un tren, verá que estas “convergen” a medida que su vista se aleja, aun cuando
usted sepa a ciencia cierta que eso no es posible, pues las vías siempre corren paralelas.
El problema es que el mecanismo de la visión (no la información sobre las vías) se
encuentra encapsulado y no puede ser modificado ni siquiera por las propias creencias o
certezas de quien mira. Además es evidente que el mecanismo de la visión es autónomo,
por cuanto no recluta información proveniente de ningún otro módulo o sistema, del
mismo modo en que no ejerce ninguna influencia sobre otros sistemas modulares.
Además de los módulos perceptivos, innatos y por tanto heredados y diseñados por la
selección natural, hay comportamientos que pueden ser parcialmente modularizados y
automatizados, del mismo modo que existen otros elementos del sistema cognitivo que
son de naturaleza mucho más general en lo que hace a su dominio de acción (no
modulares).
Pensemos, por ejemplo, en el mecanismo de la memoria.
El backstage de la memoria
Clive Wearing recuerda perfectamente muchas de las grises tardes inglesas en que se
ganaba la vida como director de orquesta, aunque esa no es la razón por la que está siendo
entrevistado por la BBC. Durante el reportaje, aparece de manera imprevista su mujer,
Deborah. Clive se incorpora para recibirla, olvidando por completo a los periodistas y se
funde en un emotivo abrazo, puesto que hace 25 años que no la veía. O por lo menos, eso
es lo que él cree.
En 1985, este simpático bretón tuvo una terrible encefalitis que le produjo un daño en el
hipocampo, una zona del cerebro particularmente importante en la tarea de almacenar
experiencias. Como consecuencia de ello, aunque no ha perdido sus viejas memorias, es
incapaz de atesorar nuevos recuerdos; no puede trasladar sus vivencias a los almacenes de
largo plazo que posee la mente, y por lo tanto la información se desvanece de su
conciencia a los 15 segundos de haber ingresado, que es aproximadamente el tiempo que
perduran los recuerdos en la memoria de corto plazo, parte fundamental de la memoria
de trabajo.
Su dolencia nos recuerda al personaje central de la película Memento, quien consciente
de su problema de memoria, escribe la información que va obteniendo en todo su cuerpo,
puesto que sabe que olvidará todo pronto y busca entonces evitar el tener que comenzar a
reconstruir sus recuerdos otra vez desde cero. Una característica similar explotan los
autores de Como si fuera la primera vez, una divertida comedia romántica en la que
Adam Sandler debe reconquistar todos los días a una Drew Barrymore que lo olvida todo
ni bien apoya la cabeza contra la almohada.
Aunque Clive olvidará dentro de unos pocos segundos que ha visto a su mujer y volverá
a emocionarse cuando ella salga del baño, lo despierte por las mañanas o le lleve al
mediodía el almuerzo a la mesa, en verdad la breve duración de la información en la
memoria de corto plazo no es el problema central de Wearing. Todoslos seres humanos
perdemos en un lapso del orden de quince segundos cualquier dato que no nos hayamos
ocupado de almacenar en la memoria de largo plazo y para todos nosotros la capacidad de
esa memoria es muy reducida respecto de la cantidad de elementos que podemos procesar
al mismo tiempo.
Así, nos olvidamos de un número de teléfono que nos acaban de pasar si no lo anotamos
rápidamente en alguna parte, y si en vez de tratarse de un celular, nos quieren dar una
lista de veinte artículos que debemos comprar en el supermercado, también tenemos
problemas para recordar muchos de ellos, puesto que como demostró el psicólogo
cognitivo de la Universidad de Princeton, George Miller, en un famoso trabajo de la
década del 50, la memoria de corto plazo solo puede almacenar entre cinco y nueve
elementos (siete en promedio).
La clave entonces pasa por la codificación de la información en la memoria de largo
plazo.
Sabemos, gracias a los trabajos del psicólogo experimental Endel Tulving y de su colega
Alan Baddeley, de la Universidad inglesa de York, que los mecanismos encargados del
almacenamiento de información a largo plazo parecen diferenciarse entre sí en cuanto a
la naturaleza de la información que guardan (episódica, semántica, procedural y
perceptual).
Por ejemplo, esperamos que todo lo que usted está leyendo en este libro sea almacenado
en la memoria semántica, que es la que guarda los conocimientos transmitidos, los datos
que se aprenden, los valores y hechos de carácter más enciclopédico.
El acto de la lectura, en cambio, del mismo modo que el ambiente que lo rodea en este
momento, el almuerzo que tuvo ayer, su primer beso y lo que hizo el último año nuevo
son experiencias autobiográficas que nadie le contó, sino que han sido vividas por usted y
serán guardadas entonces en la memoria episódica, marcadas o señalizadas por las
emociones que sintió cuando pasaban esas cosas.
Otros recuerdos han sido tan automatizados que no necesitamos siquiera pensar en
ellos conscientemente para traerlos al presente. Tal es el caso de las actividades que se
conservan en la memoria procedural, como por ejemplo las reglas que deben seguirse
para conducir un auto, o manejar una bicicleta.
Finalmente, hay imágenes, formas y disposiciones de colores que son grabadas en la
memoria perceptual y que hacen que reconozcamos fácilmente un objeto, producto (o
marca) en un golpe de vista, incluso antes de que los hayamos notado de manera
consciente.
Más allá del tipo de memoria que esté en juego, lo que resulta evidente es que se trata
de una facultad innata en los seres humanos (y probablemente también lo sea en los
animales). Esto se hace patente al observar la nula variabilidad que presenta el
funcionamiento del mecanismo de la memoria en las distintas culturas. También parece
existir cierta localización cerebral de los distintos subsistemas de memoria, como
muestran los estudios de neurocirugía efectuados por Tulving en pacientes con lesiones
focalizadas, quienes pierden algunas de las capacidades memorísticas pero conservan
otras.
Más aún, esta importante facultad cognitiva es entrenable y puede estar influida por
otros elementos del sistema mental, a punto tal que, como lo demuestran las
investigaciones de Elizabeth Loftus, la memoria puede incluso ser manipulada y
tergiversada. Esta prestigiosa psicóloga de Irvine, Universidad de California, es habitual
perito forense en la justicia norteamericana desde que a principios de la década del 80
comenzara a trabajar en el caso de Steve Titus, un manager de un restaurante en Seattle
que fue erróneamente enviado a la cárcel porque una mujer que había sufrido una
violación lo confundió con el violador.
A contramano de la mayoría de los psicólogos que trabajan en el área de memoria,
Loftus no se especializa en investigar por qué olvidamos, sino justamente lo opuesto; esto
es: por qué recordamos, qué es lo que recordamos y por qué nuestras memorias son tan
susceptibles al error.
Más allá de la memoria
Si bien otros investigadores como Daniel Shacter, han corroborado y confirmado las
hipótesis de Loftus, tampoco podría sostenerse que nuestro sistema de memoria fuese
tan frágil, porque si así hubiese sido, las presiones evolutivas nos hubieran pasado factura
y no estaríamos sobre la faz de la tierra discutiendo sobre estos temas.
En todo caso, parece que el sistema de memoria ha funcionado globalmente de modo
efectivo para sortear los problemas de nuestra especie y es probable que las fallas hayan
persistido en el tiempo porque contamos con un montón de comportamientos
preconfigurados de origen; heredados en mayor o menor medida, que nos ayudan a
desenvolvernos de modo satisfactorio en el medio que nos rodea.
Tal parece ser la idea de Pinker cuando, en Cómo funciona la mente, plantea que los
seres humanos venimos al mundo equipados con un conjunto de programas innatos que
han sido adquiridos por nuestra especie porque a lo largo de los años le han brindado
ventajas reproductivas o de subsistencia. Para ponerlo en términos computacionales: esto
es como suponer que nuestro hardware (cerebro) ya viene con algunos programas
(software) preinstalados.
Hace un millón de años, nuestros ancestros cazadores y recolectores estaban expuestos
a diferentes desafíos de supervivencia y reproducción. Según este psicólogo evolucionista
de Harvard, aquellos que por mutaciones fortuitas (o simplemente por configuraciones
dispuestas al azar) poseían programas de comportamiento funcionales a las
circunstancias ambientales tenían más chances de sobrevivir y de reproducirse,
transmitiendo así sus genes (y con ellos el nuevo programa) a las generaciones futuras.
Para Pinker los programas de comportamiento son redes neuronales “estructuradas
para manipular símbolos”, de modo tal que ante un problema (input) determinado
generan representaciones mentales, a partir de cuya manipulación y procesamiento se
obtienen soluciones (outputs) aptas evolutivamente. Como veremos más adelante, esas
representaciones mentales son clave a la hora de evaluar distintos cursos de acción por
parte de los consumidores.
Ahora bien, es poco probable que la evolución haya diseñado programas de
comportamiento completamente configurados en forma azarosa. Si las conexiones
predeterminadas de un programa estuvieran distribuidas de manera aleatoria, solo unos
pocos individuos (o quizás ninguno) habrían sido dotados con la configuración correcta
para resolver un problema de supervivencia o de reproducción.
Además, como señala el nobel de Medicina, Eric Kandel, esa ventaja aleatoria habría
desaparecido rápidamente cuando el portador se apareara con otro individuo que no
hubiera resultado tan afortunado en cuanto a su dotación inicial.
En el otro extremo, si el programa comportamental no hubiera incluido ninguna
conexión preconfigurada y nuestros ancestros hubieran sido solo tabula rasa (como
sugería Locke, que creía que veníamos al mundo completamente en blanco y lo
absorbíamos todo como esponjas), entonces el proceso de aprendizaje necesario para
lograr conexiones aptas para resolver un determinado problema habría resultado muy
arduo, y los individuos habrían tenido escasas posibilidades de sobrevivir a todos los
errores que, seguramente, habrían cometido.
Parece más plausible pensar en que la realidad esté en un lugar intermedio, puesto que
es fácil pensar en la hipótesis de que la selección natural fue favoreciendo la transmisión
de genes que codificaban arquitecturas neuronales con algunas conexiones
preestablecidas, junto con mecanismos de aprendizaje para establecer satisfactoriamente
las restantes conexiones.
Piense en los comportamientos de aversión a los riesgos, de altruismo y cooperación, de
consumo presuntuoso (el que se hace para demostrar estatus social), de interacción
estratégica en juegos (como por ejemplo el engaño), de ahorro e inversión, etcétera.
¿Tenemos una predisposición innata a determinados comportamientos económicos,
como por ejemplo la corrupción y el consumismo? ¿Los aprendemos acasode nuestros
padres y entorno?
portamientos son heredados; vienen de fábrica. No conforme con postular la existencia
de tendencias de cooperación y propensiones a las preferencias de justicia distributiva,
por mencionar algunas áreas sobre las que hay consenso en aceptar cierto grado de
transmisión hereditaria, el profesor Pinker plantea la existencia de una biología intuitiva,
una psicología intuitiva, una física intuitiva, una lógica intuitiva, una aritmética intuitiva
y una economía intuitiva, todas ellas de carácter innato.
Más aún, en el planteo de Pinker cada uno de estos campos estaría compuesto por
subprogramas: un módulo de diferenciación entre lo inanimado y lo animado, otro para
diferenciar lo nutritivo de lo venenoso, un tercero para reconocer potenciales predadores,
un módulo detector de tramposos, otro para comprender la geometría, y así
sucesivamente.
En síntesis, cientos de programas y aplicaciones que nos permiten tomar decisiones
todos los días y que ya vienen precargados, como los que tienen hoy en día los
smartphones.
Claro que este planteo nos genera un problema adicional, porque si efectivamente
nuestro aparato cognitivo estuviera conformado por un conjunto de programas
computacionales muy amplio, cabe preguntarnos cómo se lograría la coherencia global en
casos en que los diversos módulos emitieran órdenes contradictorias. Así, parece
necesaria la emergencia de algún tipo de sistema ejecutivo central encargado de coordinar
y arbitrar las respuestas de los distintos programas.
Pinker propone que la conciencia (como capacidad de acceso a la información) puede
cumplir ese rol. La conciencia, entonces, puede funcionar como un programa más (quizá
como un metaprograma) encargado de aislar la información relevante (fijar la atención),
ponderarla según su valor en términos de reproducción y de supervivencia (tal vez con un
marcador somático emotivo) y tomar las decisiones de acción pertinentes.
La emoción al poder
Volvamos sobre esta última idea: estamos diciendo que el sistema ejecutivo central
probablemente haga uso de las emociones para decidir cómo ponderar la información del
ambiente en el cual se desenvuelve el sujeto a la hora de tomar decisiones.
Se trata de un planteo sumamente importante, porque existe una idea muy difundida en
el conocimiento popular según la cual las personas tendríamos dos sistemas de toma de
decisiones diferentes: la razón, por un lado, y la emoción, por el otro.
Justamente, aquí se está postulando que en el proceso de toma de decisiones el sistema
ejecutivo central utiliza las emociones como insumos informativos, de modo que no
habría dos sistemas separados que funcionarían en forma paralela, sino que las
emociones serían parte constitutiva del sistema cognitivo global.
Por supuesto, las emociones son programas “a la Pinker”, que han sido evidentemente
seleccionados en respuesta a las demandas del entorno, porque han permitido integrar de
manera bastante modular (esto es, con un grado bastante alto de automatismo) un
conjunto de información ambiental relevante para mejorar las chances de supervivencia y
de reproducción.
Afirmar que las emociones son heredadas y comunes a la especie no es una idea nueva.
Darwin planteó en 1872 la extraordinaria similitud de un conjunto de emociones en
culturas diferentes, y Paul Ekman (el científico en cuyo trabajo se basó la popular serie
Lie to Me) confirmó la hipótesis al estudiar la interpretación de seis emociones diferentes
en distintas culturas y corroborar que, en todas ellas, asumían un mismo significado
(alegría, enojo, tristeza, miedo, aversión y sorpresa).
Si, en cambio, las emociones fueran un desarrollo de la cultura, existirían variaciones
significativas de lugar a lugar y lo que para algunos grupos es una cara de susto para otros
sería de alegría. Sin embargo eso no es lo que sucede. Las emociones son universales,
probando de ese modo que han sido el producto de la evolución de nuestra especie.
Pero por si ese hallazgo no fuera suficiente, Gili Peleg y sus colegas de la Universidad de
Haifa, en Israel, encontraron en una investigación reciente una alta correlación entre los
gestos faciales de niños ciegos y los de sus padres, demostrando que estos necesariamente
habían sido heredados.
Es interesante señalar que, al estudiar las expresiones faciales, Ekman descubrió que el
reconocimiento de los gestos de sorpresa es universal. Este hallazgo coincide con los
resultados de los estudios pioneros de la experta en Desarrollo Infantil de la Universidad
de Harvard, Elizabeth Spelke, quien demostró que los bebés de poco tiempo de vida
presentan rápidamente signos de habituación cuando un estímulo permanece constante,
mientras que se sorprenden cuando el estímulo varía.
Es en esta capacidad de percibir variaciones que reside una de las claves más
importantes del funcionamiento de la mente, porque cualquier sistema cognitivo que
intente efectuar clasificaciones, abstracciones de regularidades e inferencias inductivas —
que son las tareas propias del pensamiento y de la toma de decisiones— usa como insumo
indispensable la variabilidad ambiental o del entorno de los sujetos.
Nuestro particular apetito por la sorpresa explica también buena parte de los sesgos
atencionales que estudiaremos luego y por los que las personas prestamos particular
atención a los atributos de nuestro entorno que cambian, dejando de lado aquellos
parámetros que se mantienen inalterados. Por ejemplo creemos que la inflación es más
alta porque subió la carne en el supermercado, pero no prestamos atención al hecho de
que quizás las verduras o las tarifas de los servicios no aumentaron.
El trabajo de Spelke es además importante porque si los bebés pequeños perciben
variaciones es porque de algún modo identifican atributos relevantes de los objetos (y
descartan otros). O sea que son capaces de resolver el famoso problema de
indeterminación de Goodman, que surge cuando no es posible identificar la relevancia de
un atributo sin hacer referencia a su relación con otro que tiene que haber sido, por
fuerza, identificado con anterioridad.
A fin de que el lector comprenda mejor esta cuestión, traigamos el famoso cuento de
Borges, “Funes, el memorioso”. Funes cae de un caballo y queda postrado en una cama. El
golpe, sin embargo, lo dota de una memoria prodigiosa que le permite retener y
diferenciar hasta el más mínimo detalle. Tal capacidad, cuenta Borges, le impide a Funes
pensar, e incluso generar categorías. “No sólo le costaba comprender que el símbolo
genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y formas; le
molestaba que el perro de las tres y catorce, visto de perfil, tuviera el mismo nombre que
el perro de las tres y cuarto visto de frente”. “Pensar —dice Borges en el cuento— es
olvidar diferencias, es generalizar, abstraer”.
Para que el sistema cognitivo funcione correctamente y sea capaz de abstraer
regularidades y de generar categorías no necesitamos siquiera que la fuente de variación
del entorno del sujeto sea consciente. Es decir, no necesitamos acceder a ninguna
representación mental del estado del mundo para generar una emoción determinada que
dirija nuestra atención a un fenómeno particular (más allá de que las representaciones
mentales efectivamente puedan disparar emociones). De hecho, muchas de las emociones
que garantizan nuestra supervivencia han sido localizadas en términos anatómicos en un
área de la base del cerebro (la raíz del lóbulo temporal) denominada amígdala. Los
estudios realizados mediante la técnica de neuroimagen muestran que la activación de la
amígdala precede la actividad de los lóbulos frontales, normalmente asociados a la
actividad cognitiva consciente.
Es justamente la amígdala la responsable de que nos peguemos un susto bárbaro
cuando pasamos por una casa con un perro grandote que comienza a ladrar. Uno ve
claramente la reja y comprende en un segundo que el poderoso can se encuentra atrapado
del otro lado sin posibilidad de traspasarla. Empero, la amígdala reaccionaincluso antes
de que seamos conscientes de la reja y nos dispara la emoción del miedo, para darnos una
ventaja de décimas de segundo que, cuando los perros eran leones o jabalíes en el medio
de la sabana africana, eran la diferencia entre la vida y la muerte.
Es posible afirmar que las emociones básicas son vectores informativos que recogen
información ambiental (no necesariamente percibida de manera consciente) y la resumen
en un output que es captado por el sistema sensorial (algunas veces, con simples
neurotransmisores; otras, mediante el sistema endocrino). Ese producto es el responsable
de que nuestra atención se dirija sesgadamente hacia la consideración de determinadas
fuentes de variabilidad ambiental, dejando de lado otras. La idea, de un modo u otro, ya
aparecía en la obra de la experta en desarrollo cognitivo de la Universidad de Londres,
Annette Karmiloff Smith, cuando postuló la existencia de preferencias estimulares
innatas, para referirse por ejemplo a la preferencia de los bebés por las cosas novedosas.
Por esta razón las emociones muchas veces son difíciles de racionalizar. Uno “siente”
que algo no le gusta, percibe que le están mintiendo, simpatiza con alguien a primera
vista, tiene “un pálpito” para un negocio, frena una inversión porque “algo” no le cierra,
aunque no pueda identificar exactamente de qué se trata.
A propósito de la mención de Karmiloff Smith, es interesante señalar que esta autora
ofrece una síntesis de la antítesis Pinker-Fodor respecto de los programas de
comportamiento que vienen preinstalados en nuestro cerebro.
Karmiloff introduce la idea de que los módulos (como programas más o menos
específicos de dominio, automáticos y relativamente encapsulados) pueden ser
construidos a partir de la experiencia del sujeto. Esto significa que las personas, al
interactuar con el ambiente, detectan regularidades y edifican sus propias teorías sobre el
funcionamiento del mundo que las rodea.
Una vez que estas teorías construidas resultan satisfactorias para explicar algunos
acontecimientos novedosos de la vida del sujeto, se produce un proceso de
modularización (débil): dichas teorías se encapsulan y se automatizan para ser aplicadas
en el dominio particular en el cual se generaron. Lo interesante de esta idea es que
soporta el planteo a partir del cual Kahneman construyó los cimientos de su Premio
Nobel.
En efecto, Kahneman sostiene que buena parte de los sesgos cognitivos que alejan el
comportamiento de los sujetos de aquel que predican las leyes de la racionalidad
postuladas por la economía tradicional tiene que ver con la existencia de dos sistemas de
toma de decisiones diferentes: uno automático, cuyo mecanismo es más o menos
inconsciente, y otro deliberado, cuya lógica responde a la evaluación consciente que se
efectúa cuando se enfrenta un problema.
El funcionamiento del sistema automático (sistema 1) que postula Kahneman remite
claramente a la idea de módulos construidos a la Karmiloff Smith. Por eso muchas veces
los mercados no funcionan de manera eficiente, porque las personas no se detienen a
pensar los pros y contras de cada decisión, sino que muchas veces las toman con
mecanismos más o menos automáticos que han construido a partir de su experiencia y
luego han modularizado.
Por ejemplo, cada vez que se genera una situación de incertidumbre en la economía
argentina, los ahorristas corren a comprar dólares, sin detenerse a considerar los riesgos y
ventajas asociados; simplemente han desarrollado un “módulo precautorio” que
automáticamente dispara la conducta de compra. No importa que en muchas
oportunidades durante los últimos doce años no haya sido un buen negocio comprar
dólares, porque no se hace una evaluación deliberada de las condiciones del mercado, de
la evolución de la cotización de la moneda norteamericana, etcétera.
Prima la emoción. La ansiedad por dolarizarse emerge como el síntoma de que nuestro
sistema cognitivo capta (de manera no necesariamente consciente) una serie de
elementos y características de la situación económica actual que lo ponen en alerta.
Prueba de ello es que muchas veces resulta incluso difícil verbalizar las razones por las
que los ahorristas se lanzan a las divisas extranjeras. Uno “siente” que está haciendo lo
correcto, aunque no pueda justificar en palabras su accionar.
Una compu con fallas
La metáfora del ordenador que tanto utiliza la psicología cognitiva a priori parece ser
acorde con la idea de racionalidad de la ciencia económica tradicional. Después de todo,
los críticos más fervientes de los idílicos supuestos de los libros de texto con que
estudiamos economía en las universidades sostienen frecuentemente que los modelos
económicos presentan al homo economicus como si este fuera una computadora, o sea, el
paradigma de las reglas y de la racionalidad.
Sin embargo, puesto que “nuestra computadora” ha sido moldeada y construida como
resultado de cientos de miles de años de evolución durante los cuales fuerzas muy
diferentes presionaron para que distintos atributos predominaran, ella presenta
numerosas “fallas”. Las comillas vienen a cuento ya que, en rigor, nuestro cerebro es la
herramienta que mejor ha sabido sortear los problemas de la supervivencia y de la
reproducción a lo largo de la historia de la especie, y por lo tanto, si la prueba de
confiabilidad —de cualquier característica física en general y de la mente en particular—
consiste en la capacidad de reproducirse y de sobrevivir, entonces no puede hablarse de
un diseño inefectivo.
Pero, de ahí a afirmar que se trate del mejor diseño posible para resolver el conjunto de
problemas que un individuo enfrenta en la vida contemporánea hay una distancia
considerable. Buena parte de esa distancia tiene que ver con que el ambiente en el cual
nuestra especie evolucionó es, sin dudas, muy diferente del actual.
Hace 100 mil o 150 mil años, época de la cual data aproximadamente el homo sapiens
sapiens, no había ciudades, ni electricidad, ni transportes, ni dinero, ni leyes. Más
importante aún, tampoco había agricultura. Por lo tanto, no existía la posibilidad de
ahorrar ni de acumular, y por ende no existía desigualdad en los ingresos de la población,
o al menos no en los términos en que se presenta actualmente.
Es posible pensar que los principales desafíos del hombre por aquel entonces tenían que
ver con cómo alimentarse, cómo reproducirse y cómo evitar ser devorado por otros
animales.
Los “otros animales” que se mencionan en el párrafo anterior bien pueden haber sido
hombres de otras tribus, dispuestos a exterminar a sus congéneres quizás no
necesariamente con el objeto de alimentarse de carne humana, pero sí ciertamente con el
fin de eliminar la competencia por los recursos escasos (la comida, el acceso a la
reproducción y a un buen territorio, básicamente). Si esto fue así, las relaciones
personales, grupales y sociales —aun en las organizaciones primitivas— deben haber
tenido enorme peso en la supervivencia. El o los más aptos para construir alianzas y
conducirlas seguramente tuvieron más y mejores chances de sobrevivir.
Por lo tanto, cuando repasemos los sesgos cognitivos descubiertos, en general, en los
laboratorios de los psicólogos siempre buscaremos alguna explicación evolutivamente
plausible, pues dado que estos comportamientos “anómalos” se presentan de manera
sistemática sin distinguir culturas ni razas, resulta evidente que tienen que haber
brindado alguna ventaja evolutiva en algún momento de la historia, o no se habrían
transmitido por herencia de manera exitosa.
Pero si deseamos darle crédito a la idea de que muchos de esos comportamientos, lejos
de ser producto de la selección natural darwiniana, se construyen a partir de la
experiencia del sujeto, tendríamos que considerar las consecuencias en el modo en que
las personas toman decisiones.
Por ejemplo, dada la diversidad cultural deberíamos observar una alta heterogeneidad
en el comportamiento de personas de distintas culturas o en diferentes momentos
históricos, donde los patroneseconómicos, si seguimos esta lógica, terminarían siendo
más bien consecuencia de la idiosincrasia de la gente que puebla esas regiones en cada
momento del tiempo.
Si mal no recuerdo
Para desentrañar los misterios de la decisión humana parece acertado comenzar
indagando los distintos mecanismos de la memoria. Daniel Schacter y Elizabeth Loftus, a
quienes ya hemos presentado más temprano, probablemente sean las dos personas que
más saben sobre el funcionamiento de ese sistema en todo el mundo. El primero de ellos,
psicólogo de la Universidad de Harvard, publicó en 2002 Los siete pecados de la memoria,
un apasionante recorrido por las aparentes debilidades de nuestro sistema de memoria,
que nos enseña que no recordamos la mayor parte de la información a la cual estamos
expuestos diariamente, y que, cuando lo hacemos, normalmente “elaboramos” nuestros
propios recuerdos. Nuestra memoria, dice este especialista, no graba literalmente los
eventos como un disco rígido, sino que guarda fragmentos de lo experimentado; lo que
hacemos con eso que guardamos es una suerte de edición al producir un recuerdo.
Loftus, por su parte, lo sabe muy bien por su especialidad de ser perito judicial. Sus
investigaciones van más allá al demostrar que incluso es posible introducir recuerdos
falsos en la memoria de las personas. Esta científica experta en memoria, presenta
abrumadora evidencia sobre la facilidad con que es posible inducir a testigos para que
crean haber visto determinados sucesos durante un accidente, por ejemplo, o sobre cuán
simple puede ser convencer a las personas de que han padecido aberrantes abusos
infantiles.
Incluso, en una de las investigaciones llevadas adelante por Loftus y su equipo, los
investigadores lograron convencer a un grupo de sujetos de que se habían indigestado
siendo niños por comer huevos duros o pickles, suministrándoles cuestionarios
tendenciosos y generando falsos feedback.
Quienes participaron en el experimento sistemáticamente evitaron a posteriori la
ingesta de los productos que consideraban responsables de la supuesta indigestión,
poniendo de manifiesto que las falsas memorias pueden incluso modificar nuestros
hábitos de consumo futuros.
En otro experimento, estos psicólogos mostraron a los participantes de la investigación
una grabación de un accidente automovilístico extraído de una película, pero hicieron
trampa a la hora de preguntarles a los voluntarios a qué velocidad creían que venía uno de
los autos.
A la mitad de los espectadores se les preguntó a qué velocidad venía el auto rojo cuando
se estrelló contra el gris, mientras que a la otra mitad se le formuló la pregunta
cambiando la palabra “estrelló” por la palabra “pegó”.
Sistemáticamente, aquellos a los que se les preguntó a qué velocidad venía el auto rojo
cuando “pegó” contra el gris indicaron una velocidad menor que los espectadores a
quienes se les formuló la pregunta usando la palabra “estrelló”.
Más aún, los catedráticos volvieron a contactar a los voluntarios una semana después,
solo que esta vez les preguntaron si recordaban haber visto vidrios rotos en la escena del
accidente. Para sorpresa de muchos, los participantes a quienes se les había preguntado
usando la palabra “estrelló” recordaban haber visto vidrios rotos, mientras que los que
habían sido interrogados con la palabra “pegó” no recordaban los vidrios.
El resultado de este experimento nos proporciona la excusa perfecta para comenzar a
hablar de la cuestión de la utilidad.
Este concepto tan fácil de transmitir pero tan difícil de definir es el corazón de la teoría
microeconómica estándar. Se supone que las personas tienen una función de utilidad o
satisfacción que buscan maximizar cada vez que toman una decisión. Así, si me da más
utilidad el helado de dulce de leche que una porción de ensalada de fruta y ambos
productos tienen el mismo precio, se espera que elijamos el primero de ellos.
Hasta el momento este era un resultado indiscutible de la teoría económica, pero el
Nobel de Economía y padre de la Economía del Comportamiento demostró que una cosa
es utilidad experimentada, que es la que tiene en mente la economía tradicional para
explicar la toma de decisiones de los agentes económicos, y otra cosa muy distinta es la
“utilidad recordada”, que es el grado de satisfacción declarado cuando con posterioridad se
le pide al sujeto que recuerde la acción.
El punto es que si no podemos confiar en nuestros recuerdos, entonces no tenemos
garantías de que a la hora de tomar una decisión efectivamente estemos maximizando la
utilidad, como sugiere el enfoque económico tradicional, porque para ello tendríamos que
ser capaces de predecir con exactitud el grado de satisfacción que una elección nos
proporcionará y esto no podemos hacerlo con base en un recuerdo que difiere de la
realidad.
Imagine el lector, por ejemplo, que tiene que considerar la posibilidad de volver con su
ex pareja. Es evidente que no elegirá el curso de acción que le asegure la mayor
satisfacción si basa su decisión en un recuerdo distorsionado de la relación, que difiera de
la realidad que efectivamente le tocó experimentar.
Concretamente, frente a varios cursos de acción posibles se termina eligiendo uno, y la
tarea de cualquier ciencia económica que se precie de tal es explicar con mayor o menor
precisión las razones que llevan a la elección efectiva, de manera tal que a futuro la teoría
explicativa pueda ser utilizada para predecir el comportamiento humano ante
circunstancias similares.
Los libros de texto de microeconomía nos dicen que el sujeto computa por separado el
resultado que obtendría de los distintos cursos de acción posibles y elige aquel que le
proporciona la mayor utilidad. Sin embargo, los descubrimientos antes presentados
parecen señalar que el problema tiene dos respuestas diferentes: si los cursos de acción
refieren a experiencias ya vividas (y en ese caso, pesan la evocación y el recuerdo para la
decisión) o, si por el contrario, se está ante una novedad.
El enfoque tradicional es útil en particular cuando se trata de explicar el
comportamiento ante situaciones repetitivas: el recuerdo de la utilidad experimentada
inclinará la balanza a favor de una elección similar ante un curso de acción también
similar.
En cambio, cuando se trata de elegir entre productos o cursos de acción novedosos o
poco conocidos no existen garantías de que el resultado recordado por el sujeto coincida
con el que experimentará en esta nueva elección. Al menos, no existen tales garantías
para la gran mayoría de los mortales que no han sido diagnosticados con hyperthymesia,
una enfermedad extraordinaria que actúa de un modo exactamente opuesto a la amnesia.
Jill Price, Ric Baron y Brad Williams, por el contrario, bien podrían ser las únicas
personas sobre la tierra a quienes se les aplique el modelo tradicional de comportamiento
del consumidor que aprendemos en microeconomía. Estos norteamericanos tienen la
paradójica desgracia de poseer una memoria episódica perfecta. Son capaces de recordar
con lujo de detalles qué hicieron el 25 de abril de 1995 a las tres y media de la tarde, qué
tenían puesto el 3 de junio de 1998, qué comieron el 2 de enero de 2001 o qué
temperatura hizo hace exactamente un año, por mencionar solamente algunos ejemplos
caprichosos.
Esta capacidad podría ser de utilidad para entretenerse un rato o divertir a los ex
compañeros de escuela en una reunión anual, pero para vivir una vida normal resulta
tortuoso no poder olvidar toda aquella información que es por completo irrelevante.
Quien todo lo recuerda se vuelve obsesivo porque carece de la capacidad de resumir su
historia en un conjunto acotado de eventos que le den sentido. Así, en lugar de relatar:
“Me separé de mi novia y pasé tres meses solo”, una persona que padeciera esta condición
diría: “Llegué a las 15.24 a la casa de mi novia en un taxi marca…, con patente…, que tenía
dos ventanillas bajas y dos a medio subir. El chofer me dijo que ese día había mucho
tráfico debido a un corte de calles,mientras sudaba profusamente una camisa marca…”, y
así continuaría dando detalles sin poder arribar a un punto significativo del relato.
Afortunadamente, la inmensa mayoría de los mortales almacenamos la información de
un modo parcial, fraccionado y selectivo. Tal como lo demostraron Christopher Chabris y
Daniel Simons en El gorila invisible, elegimos qué información almacenamos, y el
proceso de elección tiene que ver con aquello que (consciente o inconscientemente)
consideramos relevante en función de nuestra realidad. Muchas veces, como veremos,
esta tendencia genera un sesgo de selección (sería algo así como seleccionar de manera
tendenciosa a los testigos de un juicio), puesto que recordamos en mayor medida aquella
información que tiene que ver con nuestras propias hipótesis sobre el funcionamiento del
mundo.
Más difícil aún es tener que elegir entre un curso de acción cuyo resultado podemos
recordar con precisión y otro que nunca hemos experimentado directamente, y que por lo
tanto debemos proyectar en nuestra imaginación. Quien cambia de automóvil, compra
una prenda de moda, prueba una comida nueva, inicia una relación amorosa o cambia de
trabajo, se encuentra en esta situación. Conoce o cree saber qué le proporcionó lo viejo,
pero no sabe qué sucederá con lo nuevo.
Ahora bien, cuando hablamos de la memoria dijimos que existían distintos tipos de
almacenes mnémicos, según la naturaleza de la información guardada. En este punto
resulta de interés considerar la diferencia entre la memoria episódica (también
denominada autobiográfica) y la semántica.
La primera de ellas tiene que ver con el recuerdo de hechos vividos, y permite responder
a preguntas como “¿Qué hizo usted el día de su último cumpleaños?” o “¿Le gustó el
helado de chocolate?”. En cambio, cuando se trata de datos o de saberes concretos que no
resultaron de una vivencia particular, la codificación y el almacenamiento son
completamente diferentes. Los conocimientos transmitidos o aprendidos, como los que se
adquieren en la escuela o los que se obtienen de una enciclopedia, se ubican en la
memoria semántica.
Entonces: quien esté frente a una acción nunca experimentada y deba tomar una
decisión bien puede buscar en su memoria episódica los eventos más parecidos entre los
ya vividos, o bien puede recurrir a la memoria semántica (datos obtenidos mediante
lectura de información o por comentarios de otras personas), porque allí reside el
conocimiento que indica, por ejemplo, que Cuba tiene mejores playas que Chile, que
resultará de utilidad para quien nunca ha viajado a ninguno de los dos lugares.
Por lo tanto, el consumidor se imagina en la situación que se produciría a partir de los
diferentes cursos de acción posibles y elige en el presente no aquel que le proporcionará
la mayor utilidad en el futuro, sino el que le resulta más grato imaginar. Elección que está
además contaminada por las probables imperfecciones de la información almacenada en
uno y otro tipo de memoria.
Y Daniel Kahneman nos enseña que, aun pudiendo recordar con precisión y
confiabilidad los resultados experimentados, el mecanismo que utilizamos para optar
ente dos cursos de acción posibles no consiste en comparar el total de la utilidad
experimentada en cada uno de ellos sino, probablemente, el pico de utilidad (o de
displacer) con que concluye cada experiencia.
En un famoso estudio efectuado por el doctor Don Redelmeier junto con Kahneman,
hace 19 años, 682 pacientes que fueron sometidos a una colonoscopía reportaron la
intensidad de la desagradable experiencia en intervalos de un minuto, y al finalizar el
estudio dieron una apreciación final de cuán molesto les había resultado el
procedimiento.
A la mitad de los pacientes los inescrupulosos médicos les dejaron el colonoscopio en
“la zona de examen” durante un minuto más luego de haber concluido la inspección.
Como en general ese minuto provoca baja molestia en relación con el resto del
procedimiento, esos individuos señalaron, en promedio, que el tratamiento les había
resultado menos molesto en comparación con lo que indicaron el resto de los pacientes a
quienes se les retiró el colonoscopio inmediatamente después de haber experimentado los
momentos de mayor dolor.
La paradójica conclusión de este experimento es que podemos reducir el displacer
experimentado simplemente agregando más displacer, siempre que este resulte menos
molesto que el padecido durante el resto del tratamiento, porque el mecanismo cognitivo
de nuestra especie no computa el total de placer o displacer de una experiencia, sino que
considera especialmente el gozo o el dolor experimentados al final.
Entonces, si usted tiene un restaurante, por ejemplo, y estaba pensando en mejorar la
calidad del primer plato o de los postres, ya sabe qué resultará más conveniente a fin de
aumentar la sensación de satisfacción de sus clientes.
Si por el contrario está planeando las próximas vacaciones, no gaste dinero en ir muchos
días, porque el recuerdo de las mismas estará fuertemente influenciado por lo que haya
hecho en las últimas jornadas, de modo que resultará muy conveniente dejar las
actividades más placenteras para el final.
Más piedras en el camino
Si el diablo me contratara de fiscal para criticar los resultados obtenidos por la
Psicología Cognitiva, y en particular los hallazgos de la Economía del Comportamiento,
mi alegato seguramente apuntaría a la metodología experimental utilizada en esas
investigaciones. El típico experimento de la clase de investigaciones que consideraremos
en la próxima sección se basa en el estudio de grupos integrados por un centenar de
estudiantes universitarios, los cuales, a su vez, son divididos en forma aleatoria en dos
subgrupos: el grupo de tratamiento y el grupo de control.
El grupo de tratamiento recibe una consigna apenas modificada respecto de la que se le
proporciona al grupo de control, y el cambio tiene que ver, justamente, con aquello que se
pretende someter a prueba.
Por ejemplo, hablemos de priming. El priming es un registro de información que se
almacena en un tercer tipo de memoria, denominado sistema de representación
perceptual, que por lo general es de acceso no consciente. Es como una suerte de
preactivación neuronal que condiciona futuras elecciones.
Para someter a prueba la existencia de este mecanismo, veamos un experimento
habitual. A quienes integran el grupo de tratamiento se les solicita que miren un monitor
en blanco en el cual de repente aparece, por ejemplo, una marca de galletitas; la imagen
dura menos de doscientos milisegundos en pantalla, de modo que nadie podría tener
conciencia de haberla visto. A los que conforman el grupo de control, en cambio, se les
pide que miren un monitor en el que nunca aparecerá ninguna imagen.
El resultado habitual es que, si bien los integrantes de ambos grupos declaran no haber
visto absolutamente nada en la pantalla, cuando el investigador les solicita que nombren
marcas de galletitas, sistemáticamente los miembros del grupo de tratamiento son más
propensos a nombrar la marca correspondiente al estímulo visual al que fueron
expuestos, aunque no sepan por qué lo hacen.
Más allá de la leyenda urbana que afirma que todas las películas contienen imágenes
escondidas de marcas que tan solo duran unos milisegundos, puestas allí a propósito para
inducirnos a consumirlas, lo cierto es que los resultados de las pruebas mencionadas
muestran que, aunque existe una tendencia del grupo de tratamiento a dar respuestas
diferentes a las del grupo de control, esta diferencia no es absoluta.
Es decir, no todos los individuos sometidos al priming citan la marca de galletitas
mostrada, mientras que algunos integrantes del grupo de control también la mencionan.
Esto sucede en la mayoría de los experimentos de este tipo. En todo caso, es posible
afirmar que existe una tendencia sistemática de los sujetos que participan en ellos a
brindar respuestas diferentes según se encuentren en el grupo de control o en el de
tratamiento.
Lo importante es que a partir

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