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BajaLibros.com Tetaz, Martín Psychonomics. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Vi-Da Global, 2014. E-Book. ISBN 978-987-34-2052-8 1. Economía. I. Título CDD 330 Fecha de catalogación: 12/03/2014 Diseño de portada e interior: Donagh | Matulich Psychonomics Martín Tetaz 1ra edición © Martín Tetaz , 2014 © Ediciones B Argentina S.A., 2014 Av. Paseo Colón 221, piso 6 - Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina www.edicionesb.com.ar ISBN 978-987-34-2052-8 Queda hecho el depósito que establece la Ley 11.723. Libro de edición argentina. No se permite la reproducción total o parcial, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446. http://www.edicionesb.com.ar/ A Pikes, Tito, Lore, Neto y Agustín, por compartir (en promedio) el 50% de mi paquete genético, con todo lo que ello implica en materia de conductas y carácter. A La Mo y a Solcito, por haberme elegido aún a pesar de no compartir ni un solo gen, con todo lo que ello implica. Agradecimientos Me gradué de Economista el 21 de diciembre del 2001 y aunque sabía que quería seguir estudiando no hubiera encontrado mi norte si en el 2002 la Academia Sueca no le hubiera dado el Premio Nobel de Economía a un Psicólogo, Daniel Kahneman, por sus aportes para entender el modo en que las personas toman decisiones en contextos de incertidumbre. Mi primer agradecimiento es para con ellos. La segunda persona que influyó decisivamente en mi inclinación a la Economía del Comportamiento es Sebastián Campanario, que con la publicación de “La Economía de lo Insólito” me voló la cabeza y me enseñó que había un mundo súper interesante más allá de los modelos de la micro y la macroeconomía convencionales. Sebastián es, además, una persona extremadamente generosa que me abrió muchas puertas y a quien le debo buena parte de mi desarrollo profesional. Guillermo Cruces ha sido mi compañero de debates, una especie de sparring que me llamó la atención sobre muchos de los temas que se publican en el libro, me motivó siempre con este proyecto y me ayudó a moldear varias ideas. También estoy muy agradecido a Tomás Bulat, quien para mí siempre había sido una referencia desde mis tiempos de estudiante, pero que también me demostró en este último año que detrás del gran economista, periodista y comunicador, hay un tipo de primera que siempre me abrió el juego y me dio oportunidades de mostrar mi trabajo. Varias personas colaboraron leyendo borradores del libro y estoy obviamente muy agradecido con todos ellos, pero quiero mencionar particularmente a Diego Golombek, porque su crítica me resultó de muchísima utilidad. Por último, tengo un agradecimiento especial a un desconocido que en el verano del año 2004, dejo un libro difícil de conseguir en la mesa de saldos de ocho pesos de una conocida librería de Pinamar. Compré “Como funciona la mente”, por la curiosidad que me inspiró el título, sin saber que Steven Pinker era uno de los máximos exponentes de la Psicología Cognitiva y desde entonces le estoy agradecido al anónimo librero. Prólogo I El día previo a una elección presidencial suele ser aburrido y rutinario en las redacciones de los diarios. Ya no se pueden publicar encuestas, porque rige la veda, y los esfuerzos se van en planificar la cobertura del día siguiente. El 6 de noviembre de 2012, los principales medios gráficos de los Estados Unidos abrieron sus ediciones con notas de servicios —dónde y cómo votar, las listas completas de candidatosy con artículos de color destinados a contar las horas previas, de nervios, de los principales aspirantes a la Casa Blanca. Tanto el demócrata Barack Obama como el republicano Mitt Romney fueron retratados en compañía de sus familias, y tomando un café en sus bares favoritos con amigos. Los fotógrafos que enfocaron sus cámaras al escritorio de Obama captaron un detalle: el presidente que sería reelecto al otro día estaba leyendo —luego aclaró en un reportaje que “con devoción”el libro Pensar rápido, pensar despacio, del premio nobel de Economía 2002, Daniel Kahneman. Pensar rápido… fue publicado en 2011 y recopila las principales investigaciones de la vida de Kahneman, el padre de la denominada “economía del comportamiento”, que cruza a la ciencia de Adam Smith y John Maynard Keynes con enseñanzas provenientes de la psicología. El psicólogo israelí, residente en los Estados Unidos, se había negado hasta entonces a escribir un libro de divulgación —lo consideraba “poco académico”-, que terminó siendo un boom. El hecho de que el presidente de la principal economía del mundo haya estado leyendo un trabajo sobre economía del comportamiento y de la felicidad no es un dato anecdótico. Se suma al interés de líderes de otros gobiernos, como Inglaterra, Francia, Canadá o países de Asia por aplicar en políticas públicas lecciones de la psicoeconomía que sean de provecho para mejorar la vida de la sociedad, y por captar en mediciones oficiales los niveles agregados de felicidad que no se reflejan en las estimaciones tradicionales de PBI. En la actualidad, unos 30 países hacen esfuerzos estatales por medir el bienestar emocional de sus respectivas poblaciones. Las conclusiones de la economía del comportamiento y de la felicidad hace años que abandonaron su lugar de “colección de curiosidades” y pasaron a nutrir la caja de herramientas de los economistas para mejorar las políticas públicas y para promover un mayor éxito en los negocios. El campo ya tiene reconocimiento académico, con decenas de centros especializados en todo el mundo y journals específicos, además de las “behavioural units” ya mencionadas en varias estructuras estatales. En la Argentina, en la última media década aparecieron los primeros trabajos locales sobre el tema, gracias al aporte y al entusiasmo de un grupo todavía pequeño de economistas intrépidos que se lanzaron a la conquista de este nuevo campo. Martín Tetaz, el autor de este libro, está a la vanguardia de este grupo. No solo porque cuenta con estudios en psicología cognitiva —además de su título en Economía-, sino porque ostenta una combinación única de pasión por divulgar y rigor técnico. Martín trabaja en varias instituciones pero tiene su base en el CEDLAS (Centro de Estudios Distributivos y Laborales) de la Universidad de La Plata, el principal centro de investigaciones sobre temas de desigualdad de América latina. A lo largo de Psychonomics esta combinación se hará presente una y otra vez, para provocar con datos curiosos y sorprendentes al lector no especializado. Se responderán preguntas tales como: ¿Cómo debería comportarse un consumidor de acuerdo a lo que sabemos sobre el funcionamiento de la mente? ¿Cómo pueden los gobiernos mejorar el logro de sus objetivos y el impacto de sus políticas, usando economía del comportamiento? ¿Qué lecciones deberían aprender los comerciantes y productores que buscan mejorar el posicionamiento de sus productos; qué nudges les servirían? ¿Qué nos hace más felices? ¿Hacia donde irá la ciencia económica, cuando terminen de incorporarse estos insights en los modelos? Es fundamental que este tipo de preguntas comiencen a ser abordadas con encuestas y estudios locales, porque los estudios antropológicos más recientes muestran que los “sesgos” o errores sistemáticos que toma la economía del comportamiento varían mucho su intensidad dependiendo de la cultura. La “aversión a perder” o el “sentido de justicia” muestran valores muy distintos, según se hagan mediciones en Latinoamérica, en Europa, en Estados Unidos o en otras partes del mundo. En este sentido, Martín no es un economista de escritorio, sino que se “embarra” cuando hay que hacerlo. Y lo hace literalmente: a principios de 2013 coordinó un equipo de la UNLP, junto a María Laura Alzúa, que determinó los costos de la terrible inundaciónque unos días antes había castigado a La Plata. Fue luego de encontrar en una plaza a sus dos perras, perdidas durante el desastre, en un momento muy emotivo que fue tapa de varios diarios y portales de noticias. Como diría Sheldon Cooper, el físico genio protagonista de “The Big Bang Theory”: “Esto es lo que la gente no familiarizada con la teoría de los grandes números llamaría una casualidad”. Aunque con recursos mucho más limitados que en EE.UU. y Europa, la Argentina tiene cada vez más excelentes investigadores económicos abocados a estudiar temas de frontera. En la reunión anual de la Asociación Argentina de Economía Política (AAEP), el porcentaje de papers presentados sobre nuevas temáticas está en franco aumento. El diálogo interdisciplinario —con psicólogos, físicos, neurocientíficos, matemáticos, biólogos, etc.también es cada vez más fluido. Es en estas zonas de intersección y cruce, en las que bucea Psychonomics, donde están surgiendo las ideas más interesantes. Además de ser los dos de La Plata, comparto con Martín la pasión por exploraciones de frontera de distintas ciencias. De este territorio aparecen ocurrencias que los dos compartimos todas las semanas con los lectores, Martín, desde su columna en el diario El Día y yo, desde el espacio Alter Eco, los domingos en La Nación. (Ambos bromeamos que formamos una Cámara de Columnistas de Economía no Convencional de domingo en diarios de derecha, en la que cada año nos turnamos la presidencia y la vicepresidencia). Ojalá puedan disfrutar tanto como yo de un libro que cuenta una historia que, en realidad, recién empieza. Sebastián Campanario Prólogo II Cuando me llamó Martín para proponerme que escriba el prólogo a su libro, no pude más que ponerme contento. En primer lugar porque no sabía que estaba escribiendo un libro, y segundo, por el tema que estaba desarrollando en el libro. Cuando yo compro un libro lo hago bajo dos criterios: me gusta cómo escribe el autor, o bien el tema me interesa más allá de quién sea su autor. En este caso, se cumplen ambas condiciones: vale la pena leerlo por el autor y por el tema. Así que doblete. Voy a hablar primero del autor. Martín Tetaz. Martín es un gran economista y una gran persona. Lo conocí hace un tiempo gracias a sus artículos. Hacía bastante que un economista no me llamaba la atención con sus enfoques de los problemas que vivimos los argentinos. Porque Martín tiene una formación académica profunda y moderna, y hace el esfuerzo permanente por aplicar aquello que la teoría dice a nuestro momento económico. Ese es el principal desafío de todo economista... Están los que se quedan en la teoría y la realidad les molesta porque no se comporta como el modelo dice que debería hacerlo, y están aquellos que sin mucha formación teórica describen superficialmente lo que sucede. Martín es ese salto de calidad que uno espera encontrar: teoría y coyuntura. Ese es el escritor. Que se sigue sorprendiendo cuando aprende y por lo tanto sigue enseñando. Es profesor también de alma. Le gusta enseñar y por lo tanto le gusta aprender. Y en este libro me enseñó mucho y, mejor aún, me ayudó a ordenar y sistematizar los conocimientos. Así que un autor apasionado de lo que hace, con ganas de enseñar es poco habitual y hay que aprovecharlo. El tema. La economía del comportamiento. Los economistas solemos decir que “la economía es la más exacta de las ciencias sociales”. Por ello es que usamos muchos datos estadísticos y fórmulas que nos permiten explicar lo que pasó, con bastante certeza, y prever lo que pasará, con más convicción que realismo. Porque justamente la economía es una ciencia social, por lo cual depende del comportamiento del hombre y eso implica cierto grado de imprevisibilidad. Si queremos saber qué puede pasar en el futuro tenemos que entender cómo se comporta el ser humano hoy. Es decir, cómo te comportás vos, lector de este libro. Mientras mayor sea nuestra capacidad para entender nuestro comportamiento, estaremos en mejores condiciones de prever que pasará en la economía. De eso se trata, tan sencillo y tan complejo como eso. Todas las personas somos distintas, por lo tanto nuestras reacciones son diferentes, lo cual nos haría completamente imprevisibles. En realidad, no es exactamente así. Maitena tiene una frase que define muy bien la situación, dice “las mujeres somos todas distintas, pero nos pasan las mismas cosas”. Es aplicable a todo el género humano. Lo cierto, y tal como lo dice Martín en su libro, somos en un alto porcentaje muy parecidos: “En términos estrictos, es probable que no encuentre muchas personas como yo a quienes les guste desayunar con café amargo por la mañana mientras chequean los mails, acostumbren usar ropa de moda, vayan caminando a todos lados, saturen el celular, almuercen a las 2 de la tarde, miren mujeres de 35 años por la calle, salgan a correr por las tardes y se regalen comidas autoelaboradas convenientemente regadas con un buen malbec, antes de irse a dormir en un somier de una plaza y media. Sin embargo, estoy seguro de que podría encontrar muchísimas personas que hagan el 90% de todo lo anterior con alguna variante, y, en todo caso, considero que las cosas que me identifican con exclusividad no son tan relevantes como para hacer que mi modo de organizar el mundo y la realidad difiera en demasía del que caracteriza a muchas otras personas.” Ese comportamiento casi común, en Martín —cuento— ya se ha modificado con la llegada de Agustín, su primer hijo. Ahora yo tengo más capacidad predictiva de cómo va a ser su vida que él, porque ya tengo 3 hijos. Muchas de las acciones que realicé como padre y sus consecuencias, las tendrá Martín. No todas, muchas. Y cuando logramos ser comprendidos, tenemos más pautas para anticipar nuestras futuras acciones. Esto es lo que me fascinó del libro. Que cada explicación que ofrece, ya sea de la memoria, de cómo encapsulamos los recuerdos o de cómo tomamos algunas decisiones eran lisa y llanamente una descripción de mi propio comportamiento, de cuando tomo una decisión, cuando recuerdo algo o cuando doy clases. En la sección de la economía invasiva es un capítulo mejor que el otro. Invasiva lo llamo porque se introduce en casi todos los aspectos de nuestra vida, desde el afectivo, por qué nos casamos o por qué somos infieles hasta el educativo o el muy interesante sobre las políticas públicas. Esa lectura nos llevan a descubrir dos cosas: que algunos prejuiciosos suelen tener razón de ser, el viejo “piensa mal y acertarás”, pero lo más interesante es descubrir cómo aquello que llamamos sentido común, suele ser una burrada. Muchas veces nuestro “sentido común” choca con realidades más complejas y menos obvias. Es un libro que te atrapa porque te descubrís vos mismo. Leerlo es repasar conductas de tu vida. Además, te brinda herramientas para ayudarte a tomar decisiones que mejoren tu calidad de vida, con las restricciones reales que hoy tenemos todos. Siempre, mientras más entendemos, mejores decisiones tomamos. No son ni serán siempre las correctas, pero sí mejores. Todos buscamos en nuestra vida ser felices, lo cual depende ya no solo del contexto sino de cómo reaccionamos en ese contexto, para lo cual estoy seguro que este libro te será de gran utilidad. Ojalá lo disfrutes como lo disfruté yo. Tomás Bulat Introducción Un vuelo de reconocimiento en las tierras de la Psicoeconomía Mercedes Ramón Negrete es un tipo de suerte. El 10 de abril de 1972, este obrero textil de origen paraguayo controló los resultados de los trece partidos del concurso de pronósticos deportivos, más conocido por su sigla PRODE, y se le heló la sangre. “No puede ser…venga Fabiana, ayúdeme”, le ordenó a su mujer, que trabajosamente acomodó su generosa anatomía en la silla lindera. Repasó una y otra vez la boleta y se convenció: era el ganador del millonario pozo, de una magnitud equivalente a un Loto o Quini 6 actuales. Es probable que ese año haya sido el más feliz de su vida. Dejó a su mujer, retornó a su tierra natal, hizovarias inversiones y se cansó de contar billetes. La dicha por desgracia duró poco y no porque la falta de educación de Negrete lo condenara a dilapidar su dinero, algo que sucedería a la postre, sino por uno de los hallazgos más notables descubiertos por la Psicología: el denominado “efecto habituación”. Tal y como lo demostró uno de los primeros científicos en estudiar este tema, el profesor Richard Thompson del Departamento de Psicobiología de la Universidad de California, este acostumbramiento a las nuevas condiciones es en realidad una característica fundamental que hizo posible nuestra supervivencia como especie a lo largo de los años... La idea es que los cambios en el estado de ánimo que llevan a que nos sintamos más o menos felices son respuestas de nuestro organismo ante una novedad que exige de nuestra parte cierta acción compensadora para restaurar el balance con el ambiente, del mismo modo que lo haría un termostato. El fenómeno es, además, naturalmente simétrico. Corre para las buenas pero también para las malas, y ello explica porqué las personas que hacen los trabajos más desagradables, como limpiar inodoros o preparar cuerpos para un velorio, no son menos felices que los que pasan sus días tranquilamente sentados detrás de un escritorio. Incluso cuando la desgracia golpea a nuestra puerta súbitamente, también terminamos habituándonos tarde o temprano, como descubrió el psicólogo Phillip Brickman en un estudio en el que entrevistó a 22 ganadores de lotería y 29 personas que habían quedado parapléjicas luego de sufrir diversos accidentes, descubriendo que al cabo de un tiempo del evento crucial todos volvían a reportar niveles de felicidad similares a los que declaraban antes de esa circunstancia que les cambió la vida. Este efecto habituación explica además por qué los habitantes de los países con mayor PBI per cápita no son necesariamente más felices que los que viven en naciones más pobres, del mismo modo que tampoco las generaciones actuales que disfrutan de ingresos muy superiores a los que percibían sus padres hace 25 años se sienten más a gusto con sus vidas. Un simpático investigador de la Universidad de Southern California llamado Richard Easterlin se encontró por sorpresa con este resultado cuarenta años atrás mientras intentaba ponerle precio a la felicidad. Y es el culpable de que dediquemos un amplio capítulo de este libro a ver qué es lo que entonces nos hace felices. ¿Nunca importa el ingreso? ¿Cuánto pesan la inflación y el desempleo en la felicidad? ¿Somos envidiosos de lo que ganan los otros? ¿Nos hará más felices tener una pareja estable o sexo con la mayor cantidad de personas que nos sea posible? ¿Y la religión, y la actividad política, y el gimnasio, el trabajo, la familia…? ¿Qué es lo que la ciencia demostró que realmente nos hace felices? Pero las relaciones entre la Economía y la Psicología no terminan en la felicidad. En noviembre del 2002, la Academia Sueca le entregó el Premio Nobel de Economía a un psicólogo israelí, llamado Daniel Kahneman, quien luego de efectuar cuantiosos experimentos demostró que cometemos errores, o sesgos, de manera sistemática a la hora de tomar decisiones, y sobre todo cuando lo hacemos en contextos de mucha incertidumbre. Parece que simplemente usamos reglas o heurísticas que nos funcionan, aunque no nos permitan alcanzar los mejores resultados. Uno de esos sesgos, por ejemplo, es el de representatividad. Este premio nobel, actual profesor de la Universidad de Princeton, descubrió que tenemos la propensión a creer que la realidad que nos rodea es representativa del total del país, cuando en verdad tendemos a juntarnos con personas de nuestro mismo nivel socioeconómico, que además suelen pensar como nosotros y compartir muchas de nuestras prácticas. En una investigación que acabamos de publicar con Guillermo Cruces, del Centro de Estudios Distributivos Laborales y Sociales de la Universidad de La Plata (CEDLAS), y Ricardo Pérez Truglia, de Harvard, hicimos una encuesta a una muestra de vecinos representativa del área metropolitana del Gran Buenos Aires, en la que el entrevistador les preguntaba: “En la República Argentina hay aproximadamente 10 millones de familias, ¿cuántas familias con menores ingresos que las suyas creen que existen?”. Pues, sistemáticamente los entrevistados más pobres tendían a contestar que había 4 o 5 millones de hogares que la pasan peor que ellos, al tiempo que los que estaban en el 10 o 20 por ciento de mayores ingresos creían que había solo cinco o seis millones más pobres. Todos creían ser más clase media de lo que en realidad eran. Otro hallazgo notable de Kahneman es que por distorsiones en nuestro sistema de memoria no recordamos exactamente lo mismo que experimentamos y entonces no hay manera de asegurar que tomemos decisiones correctas en nuestras vidas. Si probamos escribir en un cuaderno un relato de nuestras últimas vacaciones, veremos que nos alcanza con un par de hojas porque buena parte del tiempo transcurrido simplemente se ha borrado de nuestro recuerdo, y hasta es muy posible que hayamos tergiversado lo que en realidad pasó. Que no recordemos algunos momentos de nuestras vacaciones puede ser trivial; quizás terminemos sobrevalorando lo bien que la pasamos y gastando demasiado dinero en el próximo receso laboral, pero que fragüemos las memorias de nuestra última relación amorosa puede llevarnos a cometer el error de reincidir en una pareja que en rigor no funciona. Los problemas con la memoria no quedan allí. Sabemos por investigaciones de psicólogos cognitivos como Endel Tulving que no tenemos una sola memoria, sino un sistema con distintos almacenes donde guardamos diferentes informaciones. El funcionamiento del sistema de memoria será de hecho uno de los ejes de este libro, porque veremos que tanto el marketing como las políticas públicas tienen un efecto que depende del tipo de memoria al que apelen. Comprender esto nos permitirá entender por qué sube el dólar en nuestro país y por qué no funcionan las campañas de prevención del consumo de cigarrillos, alcohol y drogas, pero también cómo hay que hacer para lograr que la gente se comporte como los hacedores de políticas públicas desean. El diseño de la arquitectura de elección es la especialidad de otro experto en Economía del Comportamiento, el profesor de la Universidad de Chicago, Richard Thaler, quien ha estudiado pequeños trucos (nudges) para lograr que las personas donen más órganos, consuman menos grasas, ahorren más, gasten menos energía y estén dispuestas a resignar subsidios públicos o comprar un vino más caro en un restaurante. Todos estos descubrimientos son solo la punta del iceberg del comportamiento. Una abundante literatura científica revela cientos de resultados que no coinciden con las predicciones de los modelos económicos tradicionales que se enseñan en la mayoría de las universidades del mundo entero. Sin embargo, durante muchos años, no obstante la obvia relación que la Economía y la Psicología deberían haber guardado, ambas disciplinas siguieron caminos diferentes. Los modelos que se aprenden en las facultades de Economía suponen que los seres humanos son máquinas absolutamente racionales, capaces de efectuar millones de cálculos por segundo sin ningún costo, con el objeto de maximizar su utilidad, aun cuando nadie haya podido establecer hasta el momento qué es concretamente la utilidad. Hay investigaciones más sofisticadas que tienen en cuenta variables como la información imperfecta y los costos de transacción, pero estos estudios siguen sin indagar cómo es que las personas, realmente, toman sus decisiones. Parten de suponer que los individuos presentan fallas o sesgos en sus conductas por el mero hecho de enfrentar situaciones en las cuales su acceso a la información es deficiente; como les sucede, por ejemplo, a quienes tienen que comprar una computadora o arreglar el auto, puesto que no saben nada respecto de las características tecnológicas (de los procesadores y motores) y tampocoestán dispuestos a gastar el tiempo y el dinero que necesitarían para ilustrarse en el tema. Nadie estudia qué es aquello que las personas efectivamente hacen cuando entran al supermercado o, más importante quizás, qué tienen en cuenta cuando toman decisiones económicas absolutamente relevantes a largo plazo, como por ejemplo cuánto estudiar, qué carrera elegir, qué nivel de esfuerzo dedicar a los estudios, cuándo trabajar y dónde, con quién formar pareja, cuántos hijos tener o cómo preparar su jubilación. Mejor dicho, estas cuestiones no son objeto de estudio entre los representantes del mainstream de la economía científica, pero sí son tenidas en cuenta por las empresas. Desde la publicación del famoso libro que Vance Packard escribió en los años cincuenta, Las formas ocultas de la propaganda, sabemos que las empresas de primera línea montan sus centros de investigación en la parte trasera de los supermercados y no dejan absolutamente nada librado al azar. Establecen con precisión cuál debe ser la ubicación de los productos en las góndolas, el color de las etiquetas, el precio de las mercancías y la forma de los paquetes. También estudian en detalle quiénes son sus clientes y qué días del mes realizan sus compras, entre otros datos. Sin embargo, los resultados de esas investigaciones difícilmente se publican. Se sabe muy poco respecto al modo en que las personas toman las decisiones económicas que resultan más importantes para sus vidas. El sector privado, de hecho, no tiene el hábito de contratar economistas para que integren los departamentos de marketing, de fidelización de clientes y de inteligencia comercial, puesto que los modelos que nuestra ciencia ofrece no tienen poder para explicar el modo en que los consumidores efectivamente eligen. En el sector público, como resultado de la falta de conocimientos más precisos sobre las causas que determinan los comportamientos económicos, la calidad de las políticas diseñadas por los economistas resulta bastante baja, y en consecuencia la sociedad se encuentra a la deriva, en manos de Estados que no logran planificar el desarrollo ni corregir los rumbos indeseados. ¿Saben los científicos y los políticos, por ejemplo, cuáles son los factores que causan el bajo esfuerzo de los docentes y de los alumnos? ¿Saben qué explica la elección de una carrera o su abandono? El modelo económico tradicional indica que el alumno evalúa mediante una ecuación cuáles son los costos y los beneficios de estudiar, y en función del resultado decide continuar o interrumpir sus estudios. No obstante, como mostró el economista Robert Jensen, de la Universidad de California, en un artículo publicado en el prestigioso Quarterly Journal of Economics, los alumnos tienen una distorsión bastante grande respecto de cuáles son las tasas de retorno de la educación. Es decir, no saben cuánto van a ganar cuando se reciban, y las estimaciones que realizan están muy lejos de coincidir con los salarios que efectivamente se perciben en el mercado laboral, porque en general sus cálculos están basados en los salarios del grupo reducido que ellos conocen. Más aún, cuando se les informa cuánto gana en promedio una persona que se ha recibido, como sucedió en un experimento reciente efectuado en un grupo de colegios de Madagascar, son menos propensos a abandonar los estudios. La inmensa mayoría de los ingresantes a las universidades cree que van a terminar sus estudios en un lapso de alrededor de cinco o seis años, cuando el promedio de duración de las carreras es de entre ocho y nueve años. Los niveles de abandono de los estudios superiores son pasmosos (se recibe aproximadamente solo el 20 por ciento de los alumnos que ingresan), y probablemente esto se deba a que al cabo del primer o segundo año, cuando pueden evaluar la cantidad de materias que en efecto rindieron en ese período, la inconsistencia entre sus previsiones y la realidad se hace patente. ¿Qué sucede con las decisiones en el mercado laboral? Un resultado interesante de la reciente literatura sobre la economía del comportamiento señala que, al ser consultadas sobre sus preferencias, la mayor parte de las personas se muestran más de acuerdo con una empresa que otorga un aumento salarial del 10 por ciento en un contexto de inflación del 20 por ciento anual que con otra que reduce los salarios un 5 por ciento en un contexto de estabilidad de precios, si bien en términos de capacidad adquisitiva del salario la segunda empresa es más favorable para los empleados que la primera, porque un aumento de 10 por ciento con una inflación de 20 por ciento equivale a una caída de la capacidad adquisitiva de casi un 10 por ciento, mientras que si no hay inflación y los salarios nominales se reducen un 5 por ciento, esa es toda la pérdida. Esto ocurre básicamente por dos razones; la primera de ellas es que los seres humanos sufrimos de ilusión monetaria y por ello siempre preferimos ganar más, incluso cuando la capacidad adquisitiva de ese nuevo salario sea en realidad más baja. La segunda tiene que ver con una aversión a las injusticias, por la que rechazamos cualquier recorte salarial cuando este es el resultado deliberado de la acción de alguien (en este caso el empresario, por ejemplo), al tiempo que nos cuesta identificar al culpable de la inflación con la misma facilidad. Adam Smith, en su famoso libro que constituyó la piedra fundacional de la ciencia económica, cita cinco elementos que explican las diferencias entre los salarios que perciben los trabajadores, y entre ellos menciona el grado en que un trabajo es del gusto de la persona que lo efectúa. La cuestión es que no se dispone de modelos de mercados de trabajo que incorporen el principio de habituación al estudio de las tareas que realizan los trabajadores, y por ende se desconoce cómo aplicar políticas que administren exitosamente la oferta laboral, dado que si las personas se acostumbran rápidamente a las nuevas condiciones laborales, entonces un cambio en esas condiciones, destinado a atraer más trabajadores, por ejemplo, podría no tener los efectos esperables a priori. Las tasas de ahorro interno de los países, por mencionar otro ejemplo, son un indicador que se relaciona estrechamente con sus tasas de inversión, las cuales determinan, a su vez, las tasas de crecimiento de sus economías a largo plazo. Por ello, las autoridades de política económica muchas veces buscan modificar las decisiones de ahorro de las familias, pero no poseen modelos apropiados que indiquen qué es lo que determina que una persona ahorre el 10 por ciento de su ingreso en lugar del 20 por ciento, o que no ahorre nada. Walter Mischel, de la Universidad de Stanford, llevó a cabo un experimento muy interesante en el marco de un estudio realizado con varios niños a fin de analizar los efectos de la postergación del placer. A un grupo de niños de un jardín de infantes se les ofrecía un bombón de regalo, pero antes de que se lo guardaran, los investigadores les proponían la posibilidad de devolver la golosina a cambio de recibir dos al día siguiente. Mischel, quien siguió visitando a los alumnos durante varios años, realizó un descubrimiento notable: aquellos que habían postergado el momento de comer el chocolate en busca de lograr una mayor satisfacción posterior (es decir, los más propensos al ahorro) fueron quienes mostraron mejores índices de rendimiento académico en la escuela secundaria. Lo destacable no es la relación entre paciencia y tasa de ahorro, o entre ansiedad y consumo, sino que este hallazgo está muy relacionado con los resultados del análisis de las evaluaciones de calidad educativa a nivel internacional. Todos los años, en varios países se llevan adelante dos pruebas estandarizadas que miden el rendimiento de los alumnos en matemática, lengua y ciencias. Las evaluaciones son muy conocidas internacionalmente por sus siglas en inglés, PISA (Programme for International Student Assessment) y TIMSS (Trends in International Mathematics and Science Study). ¿Qué países creeusted que presentan mejor rendimiento académico? Le doy una pista: Estados Unidos no figura entre los primeros puestos. Tampoco se destacan Francia, Australia, Inglaterra o Argentina (que presenta peores resultados que Rumania). Son los países asiáticos los que lideran la mayoría de los rankings: no solo tienen las tasas de ahorro más altas del mundo, sino que además crecen a tasas más elevadas (cabe mencionar que Finlandia también presenta excelentes indicadores académicos, así como una de las tasas de ahorro más altas de Europa). Así, podría extenderse largamente la lista de ejemplos que muestran la enorme necesidad de que la Economía incorpore modelos de la Psicología para mejorar su comprensión y explicación del modo en que las personas toman sus decisiones. Este libro no es sin embargo un catálogo de fallas en el funcionamiento de la mente; de rarezas de coleccionistas mentales. Estos comportamientos que sistemáticamente nos alejan de lo que haría el homo economicus son en realidad consecuencia del normal funcionamiento de la mente, y no anomalías, como su nombre lo sugiere, y de allí que resulte tan interesante indagar con más profundidad en las aguas de la Psicología Cognitiva, para buscar las bases sobre las cuales se asentará el edificio de la Psicoeconomía. El estudio de esas aparentes “fallas” en el comportamiento y del modo en que las personas efectivamente toman sus decisiones tiene aplicaciones de suma utilidad en la psicología de las finanzas personales, en el análisis del modo en que las personas razonan cuando enfrentan una elección económica, en la psicoeconomía de la publicidad, en la psicoanatomía de las crisis económicas, en la economía de la felicidad, en la representación mental que la gente hace de las políticas públicas, en la psicoeconomía de las relaciones personales y en su equivalente en la educación, así como en el terreno donde la sofisticación de la mente alcanza su máxima expresión: los comportamientos estratégicos y la teoría de los juegos. Las áreas de investigación mencionadas probablemente formarán parte de la agenda que resultará de la unión entre la Economía y la Psicología en los próximos veinte años. Primera Parte ¿Cómo funciona la mente? De Pinker y Fodor a Damasio, Kahneman y Rangel En el 1070 de la Quinta Avenida, una estructura con forma de caracol balconea sus cinco circulares pisos de cara al Central Park. Aunque la mayoría de las exposiciones suelen ser rotativas, el 15 de agosto del 2012, un festival de formas geométricas de distintos colores deslumbró la vista de los afortunados espectadores que decidieron salirse de la rampa principal en el cuarto piso y girar a la izquierda para apreciar la pintura. Uno de cada noventa visitantes del famoso Museo Guggenheim incluso escuchó música mientras deleitaba su vista en esa pequeña área destinada a exhibir cuadros de Wassily Wasilyevich Kandinsky, el extraordinario artista ruso poseedor de una extraña condición hereditaria cuyo nombre se forma de la combinación de dos vocablos griegos: syn (junto) y aesthesis (sensación). Para la enorme mayoría de los mortales, los sentidos están encapsulados y son específicos de dominio, de modo que no es posible que se influyan los unos a los otros; no se pueden oír colores o sentir el tacto de un sonido. Pero para quienes tienen sinestesia es perfectamente posible ver colores cuando escuchan un sonido, leerlos cuando observan un número o letra, e incluso hay quienes son capaces de olerlos. Ahora bien, en la arquitectura cognitiva de la mente humana existe un conjunto de módulos perceptivos que captan los estímulos sensoriales del medio ambiente que puede asimilarse al entorno y transportan los datos al procesador central, denominado sistema ejecutivo. Estos módulos, como bien ha indicado Jerry Fodor, se distinguen de las facultades horizontales —mecanismos generales que están presentes o “auxilian” procesos mentales de distintas funciones como, por ejemplo, la memoria, la atención y el juicio, entre otras —. Constituyen más bien facultades verticales, esto es: “mecanismos específicos de dominio, genéticamente determinados, asociados a estructuras neurales diferenciadas y computacionalmente autónomos”, en el sentido de que operan sin información de otros módulos (como por ejemplo la visión). Consideremos, por ejemplo, el caso de la visión. Es evidente que se trata de un mecanismo que solo contempla el dominio de las imágenes (salvo para los sinestésicos) y que se encuentra encapsulado en el sentido de que no se altera con información proveniente de otros sentidos o de la razón misma. Es cierto que un ruido llamaría la atención sobre el objeto que lo produjese, ocasionando que este fuera visto, pero si una persona ya estuviera dirigiendo su atención hacia ese objeto no lo vería más brilloso, ni más grande ni más cercano por más ruidos que generase. El caso de las ilusiones ópticas ya es un clásico de la literatura desde el trabajo pionero del neurocientífico David Marr de principios de 1980. Por ejemplo, si usted se para sobre las vías de un tren, verá que estas “convergen” a medida que su vista se aleja, aun cuando usted sepa a ciencia cierta que eso no es posible, pues las vías siempre corren paralelas. El problema es que el mecanismo de la visión (no la información sobre las vías) se encuentra encapsulado y no puede ser modificado ni siquiera por las propias creencias o certezas de quien mira. Además es evidente que el mecanismo de la visión es autónomo, por cuanto no recluta información proveniente de ningún otro módulo o sistema, del mismo modo en que no ejerce ninguna influencia sobre otros sistemas modulares. Además de los módulos perceptivos, innatos y por tanto heredados y diseñados por la selección natural, hay comportamientos que pueden ser parcialmente modularizados y automatizados, del mismo modo que existen otros elementos del sistema cognitivo que son de naturaleza mucho más general en lo que hace a su dominio de acción (no modulares). Pensemos, por ejemplo, en el mecanismo de la memoria. El backstage de la memoria Clive Wearing recuerda perfectamente muchas de las grises tardes inglesas en que se ganaba la vida como director de orquesta, aunque esa no es la razón por la que está siendo entrevistado por la BBC. Durante el reportaje, aparece de manera imprevista su mujer, Deborah. Clive se incorpora para recibirla, olvidando por completo a los periodistas y se funde en un emotivo abrazo, puesto que hace 25 años que no la veía. O por lo menos, eso es lo que él cree. En 1985, este simpático bretón tuvo una terrible encefalitis que le produjo un daño en el hipocampo, una zona del cerebro particularmente importante en la tarea de almacenar experiencias. Como consecuencia de ello, aunque no ha perdido sus viejas memorias, es incapaz de atesorar nuevos recuerdos; no puede trasladar sus vivencias a los almacenes de largo plazo que posee la mente, y por lo tanto la información se desvanece de su conciencia a los 15 segundos de haber ingresado, que es aproximadamente el tiempo que perduran los recuerdos en la memoria de corto plazo, parte fundamental de la memoria de trabajo. Su dolencia nos recuerda al personaje central de la película Memento, quien consciente de su problema de memoria, escribe la información que va obteniendo en todo su cuerpo, puesto que sabe que olvidará todo pronto y busca entonces evitar el tener que comenzar a reconstruir sus recuerdos otra vez desde cero. Una característica similar explotan los autores de Como si fuera la primera vez, una divertida comedia romántica en la que Adam Sandler debe reconquistar todos los días a una Drew Barrymore que lo olvida todo ni bien apoya la cabeza contra la almohada. Aunque Clive olvidará dentro de unos pocos segundos que ha visto a su mujer y volverá a emocionarse cuando ella salga del baño, lo despierte por las mañanas o le lleve al mediodía el almuerzo a la mesa, en verdad la breve duración de la información en la memoria de corto plazo no es el problema central de Wearing. Todoslos seres humanos perdemos en un lapso del orden de quince segundos cualquier dato que no nos hayamos ocupado de almacenar en la memoria de largo plazo y para todos nosotros la capacidad de esa memoria es muy reducida respecto de la cantidad de elementos que podemos procesar al mismo tiempo. Así, nos olvidamos de un número de teléfono que nos acaban de pasar si no lo anotamos rápidamente en alguna parte, y si en vez de tratarse de un celular, nos quieren dar una lista de veinte artículos que debemos comprar en el supermercado, también tenemos problemas para recordar muchos de ellos, puesto que como demostró el psicólogo cognitivo de la Universidad de Princeton, George Miller, en un famoso trabajo de la década del 50, la memoria de corto plazo solo puede almacenar entre cinco y nueve elementos (siete en promedio). La clave entonces pasa por la codificación de la información en la memoria de largo plazo. Sabemos, gracias a los trabajos del psicólogo experimental Endel Tulving y de su colega Alan Baddeley, de la Universidad inglesa de York, que los mecanismos encargados del almacenamiento de información a largo plazo parecen diferenciarse entre sí en cuanto a la naturaleza de la información que guardan (episódica, semántica, procedural y perceptual). Por ejemplo, esperamos que todo lo que usted está leyendo en este libro sea almacenado en la memoria semántica, que es la que guarda los conocimientos transmitidos, los datos que se aprenden, los valores y hechos de carácter más enciclopédico. El acto de la lectura, en cambio, del mismo modo que el ambiente que lo rodea en este momento, el almuerzo que tuvo ayer, su primer beso y lo que hizo el último año nuevo son experiencias autobiográficas que nadie le contó, sino que han sido vividas por usted y serán guardadas entonces en la memoria episódica, marcadas o señalizadas por las emociones que sintió cuando pasaban esas cosas. Otros recuerdos han sido tan automatizados que no necesitamos siquiera pensar en ellos conscientemente para traerlos al presente. Tal es el caso de las actividades que se conservan en la memoria procedural, como por ejemplo las reglas que deben seguirse para conducir un auto, o manejar una bicicleta. Finalmente, hay imágenes, formas y disposiciones de colores que son grabadas en la memoria perceptual y que hacen que reconozcamos fácilmente un objeto, producto (o marca) en un golpe de vista, incluso antes de que los hayamos notado de manera consciente. Más allá del tipo de memoria que esté en juego, lo que resulta evidente es que se trata de una facultad innata en los seres humanos (y probablemente también lo sea en los animales). Esto se hace patente al observar la nula variabilidad que presenta el funcionamiento del mecanismo de la memoria en las distintas culturas. También parece existir cierta localización cerebral de los distintos subsistemas de memoria, como muestran los estudios de neurocirugía efectuados por Tulving en pacientes con lesiones focalizadas, quienes pierden algunas de las capacidades memorísticas pero conservan otras. Más aún, esta importante facultad cognitiva es entrenable y puede estar influida por otros elementos del sistema mental, a punto tal que, como lo demuestran las investigaciones de Elizabeth Loftus, la memoria puede incluso ser manipulada y tergiversada. Esta prestigiosa psicóloga de Irvine, Universidad de California, es habitual perito forense en la justicia norteamericana desde que a principios de la década del 80 comenzara a trabajar en el caso de Steve Titus, un manager de un restaurante en Seattle que fue erróneamente enviado a la cárcel porque una mujer que había sufrido una violación lo confundió con el violador. A contramano de la mayoría de los psicólogos que trabajan en el área de memoria, Loftus no se especializa en investigar por qué olvidamos, sino justamente lo opuesto; esto es: por qué recordamos, qué es lo que recordamos y por qué nuestras memorias son tan susceptibles al error. Más allá de la memoria Si bien otros investigadores como Daniel Shacter, han corroborado y confirmado las hipótesis de Loftus, tampoco podría sostenerse que nuestro sistema de memoria fuese tan frágil, porque si así hubiese sido, las presiones evolutivas nos hubieran pasado factura y no estaríamos sobre la faz de la tierra discutiendo sobre estos temas. En todo caso, parece que el sistema de memoria ha funcionado globalmente de modo efectivo para sortear los problemas de nuestra especie y es probable que las fallas hayan persistido en el tiempo porque contamos con un montón de comportamientos preconfigurados de origen; heredados en mayor o menor medida, que nos ayudan a desenvolvernos de modo satisfactorio en el medio que nos rodea. Tal parece ser la idea de Pinker cuando, en Cómo funciona la mente, plantea que los seres humanos venimos al mundo equipados con un conjunto de programas innatos que han sido adquiridos por nuestra especie porque a lo largo de los años le han brindado ventajas reproductivas o de subsistencia. Para ponerlo en términos computacionales: esto es como suponer que nuestro hardware (cerebro) ya viene con algunos programas (software) preinstalados. Hace un millón de años, nuestros ancestros cazadores y recolectores estaban expuestos a diferentes desafíos de supervivencia y reproducción. Según este psicólogo evolucionista de Harvard, aquellos que por mutaciones fortuitas (o simplemente por configuraciones dispuestas al azar) poseían programas de comportamiento funcionales a las circunstancias ambientales tenían más chances de sobrevivir y de reproducirse, transmitiendo así sus genes (y con ellos el nuevo programa) a las generaciones futuras. Para Pinker los programas de comportamiento son redes neuronales “estructuradas para manipular símbolos”, de modo tal que ante un problema (input) determinado generan representaciones mentales, a partir de cuya manipulación y procesamiento se obtienen soluciones (outputs) aptas evolutivamente. Como veremos más adelante, esas representaciones mentales son clave a la hora de evaluar distintos cursos de acción por parte de los consumidores. Ahora bien, es poco probable que la evolución haya diseñado programas de comportamiento completamente configurados en forma azarosa. Si las conexiones predeterminadas de un programa estuvieran distribuidas de manera aleatoria, solo unos pocos individuos (o quizás ninguno) habrían sido dotados con la configuración correcta para resolver un problema de supervivencia o de reproducción. Además, como señala el nobel de Medicina, Eric Kandel, esa ventaja aleatoria habría desaparecido rápidamente cuando el portador se apareara con otro individuo que no hubiera resultado tan afortunado en cuanto a su dotación inicial. En el otro extremo, si el programa comportamental no hubiera incluido ninguna conexión preconfigurada y nuestros ancestros hubieran sido solo tabula rasa (como sugería Locke, que creía que veníamos al mundo completamente en blanco y lo absorbíamos todo como esponjas), entonces el proceso de aprendizaje necesario para lograr conexiones aptas para resolver un determinado problema habría resultado muy arduo, y los individuos habrían tenido escasas posibilidades de sobrevivir a todos los errores que, seguramente, habrían cometido. Parece más plausible pensar en que la realidad esté en un lugar intermedio, puesto que es fácil pensar en la hipótesis de que la selección natural fue favoreciendo la transmisión de genes que codificaban arquitecturas neuronales con algunas conexiones preestablecidas, junto con mecanismos de aprendizaje para establecer satisfactoriamente las restantes conexiones. Piense en los comportamientos de aversión a los riesgos, de altruismo y cooperación, de consumo presuntuoso (el que se hace para demostrar estatus social), de interacción estratégica en juegos (como por ejemplo el engaño), de ahorro e inversión, etcétera. ¿Tenemos una predisposición innata a determinados comportamientos económicos, como por ejemplo la corrupción y el consumismo? ¿Los aprendemos acasode nuestros padres y entorno? portamientos son heredados; vienen de fábrica. No conforme con postular la existencia de tendencias de cooperación y propensiones a las preferencias de justicia distributiva, por mencionar algunas áreas sobre las que hay consenso en aceptar cierto grado de transmisión hereditaria, el profesor Pinker plantea la existencia de una biología intuitiva, una psicología intuitiva, una física intuitiva, una lógica intuitiva, una aritmética intuitiva y una economía intuitiva, todas ellas de carácter innato. Más aún, en el planteo de Pinker cada uno de estos campos estaría compuesto por subprogramas: un módulo de diferenciación entre lo inanimado y lo animado, otro para diferenciar lo nutritivo de lo venenoso, un tercero para reconocer potenciales predadores, un módulo detector de tramposos, otro para comprender la geometría, y así sucesivamente. En síntesis, cientos de programas y aplicaciones que nos permiten tomar decisiones todos los días y que ya vienen precargados, como los que tienen hoy en día los smartphones. Claro que este planteo nos genera un problema adicional, porque si efectivamente nuestro aparato cognitivo estuviera conformado por un conjunto de programas computacionales muy amplio, cabe preguntarnos cómo se lograría la coherencia global en casos en que los diversos módulos emitieran órdenes contradictorias. Así, parece necesaria la emergencia de algún tipo de sistema ejecutivo central encargado de coordinar y arbitrar las respuestas de los distintos programas. Pinker propone que la conciencia (como capacidad de acceso a la información) puede cumplir ese rol. La conciencia, entonces, puede funcionar como un programa más (quizá como un metaprograma) encargado de aislar la información relevante (fijar la atención), ponderarla según su valor en términos de reproducción y de supervivencia (tal vez con un marcador somático emotivo) y tomar las decisiones de acción pertinentes. La emoción al poder Volvamos sobre esta última idea: estamos diciendo que el sistema ejecutivo central probablemente haga uso de las emociones para decidir cómo ponderar la información del ambiente en el cual se desenvuelve el sujeto a la hora de tomar decisiones. Se trata de un planteo sumamente importante, porque existe una idea muy difundida en el conocimiento popular según la cual las personas tendríamos dos sistemas de toma de decisiones diferentes: la razón, por un lado, y la emoción, por el otro. Justamente, aquí se está postulando que en el proceso de toma de decisiones el sistema ejecutivo central utiliza las emociones como insumos informativos, de modo que no habría dos sistemas separados que funcionarían en forma paralela, sino que las emociones serían parte constitutiva del sistema cognitivo global. Por supuesto, las emociones son programas “a la Pinker”, que han sido evidentemente seleccionados en respuesta a las demandas del entorno, porque han permitido integrar de manera bastante modular (esto es, con un grado bastante alto de automatismo) un conjunto de información ambiental relevante para mejorar las chances de supervivencia y de reproducción. Afirmar que las emociones son heredadas y comunes a la especie no es una idea nueva. Darwin planteó en 1872 la extraordinaria similitud de un conjunto de emociones en culturas diferentes, y Paul Ekman (el científico en cuyo trabajo se basó la popular serie Lie to Me) confirmó la hipótesis al estudiar la interpretación de seis emociones diferentes en distintas culturas y corroborar que, en todas ellas, asumían un mismo significado (alegría, enojo, tristeza, miedo, aversión y sorpresa). Si, en cambio, las emociones fueran un desarrollo de la cultura, existirían variaciones significativas de lugar a lugar y lo que para algunos grupos es una cara de susto para otros sería de alegría. Sin embargo eso no es lo que sucede. Las emociones son universales, probando de ese modo que han sido el producto de la evolución de nuestra especie. Pero por si ese hallazgo no fuera suficiente, Gili Peleg y sus colegas de la Universidad de Haifa, en Israel, encontraron en una investigación reciente una alta correlación entre los gestos faciales de niños ciegos y los de sus padres, demostrando que estos necesariamente habían sido heredados. Es interesante señalar que, al estudiar las expresiones faciales, Ekman descubrió que el reconocimiento de los gestos de sorpresa es universal. Este hallazgo coincide con los resultados de los estudios pioneros de la experta en Desarrollo Infantil de la Universidad de Harvard, Elizabeth Spelke, quien demostró que los bebés de poco tiempo de vida presentan rápidamente signos de habituación cuando un estímulo permanece constante, mientras que se sorprenden cuando el estímulo varía. Es en esta capacidad de percibir variaciones que reside una de las claves más importantes del funcionamiento de la mente, porque cualquier sistema cognitivo que intente efectuar clasificaciones, abstracciones de regularidades e inferencias inductivas — que son las tareas propias del pensamiento y de la toma de decisiones— usa como insumo indispensable la variabilidad ambiental o del entorno de los sujetos. Nuestro particular apetito por la sorpresa explica también buena parte de los sesgos atencionales que estudiaremos luego y por los que las personas prestamos particular atención a los atributos de nuestro entorno que cambian, dejando de lado aquellos parámetros que se mantienen inalterados. Por ejemplo creemos que la inflación es más alta porque subió la carne en el supermercado, pero no prestamos atención al hecho de que quizás las verduras o las tarifas de los servicios no aumentaron. El trabajo de Spelke es además importante porque si los bebés pequeños perciben variaciones es porque de algún modo identifican atributos relevantes de los objetos (y descartan otros). O sea que son capaces de resolver el famoso problema de indeterminación de Goodman, que surge cuando no es posible identificar la relevancia de un atributo sin hacer referencia a su relación con otro que tiene que haber sido, por fuerza, identificado con anterioridad. A fin de que el lector comprenda mejor esta cuestión, traigamos el famoso cuento de Borges, “Funes, el memorioso”. Funes cae de un caballo y queda postrado en una cama. El golpe, sin embargo, lo dota de una memoria prodigiosa que le permite retener y diferenciar hasta el más mínimo detalle. Tal capacidad, cuenta Borges, le impide a Funes pensar, e incluso generar categorías. “No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y formas; le molestaba que el perro de las tres y catorce, visto de perfil, tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto visto de frente”. “Pensar —dice Borges en el cuento— es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer”. Para que el sistema cognitivo funcione correctamente y sea capaz de abstraer regularidades y de generar categorías no necesitamos siquiera que la fuente de variación del entorno del sujeto sea consciente. Es decir, no necesitamos acceder a ninguna representación mental del estado del mundo para generar una emoción determinada que dirija nuestra atención a un fenómeno particular (más allá de que las representaciones mentales efectivamente puedan disparar emociones). De hecho, muchas de las emociones que garantizan nuestra supervivencia han sido localizadas en términos anatómicos en un área de la base del cerebro (la raíz del lóbulo temporal) denominada amígdala. Los estudios realizados mediante la técnica de neuroimagen muestran que la activación de la amígdala precede la actividad de los lóbulos frontales, normalmente asociados a la actividad cognitiva consciente. Es justamente la amígdala la responsable de que nos peguemos un susto bárbaro cuando pasamos por una casa con un perro grandote que comienza a ladrar. Uno ve claramente la reja y comprende en un segundo que el poderoso can se encuentra atrapado del otro lado sin posibilidad de traspasarla. Empero, la amígdala reaccionaincluso antes de que seamos conscientes de la reja y nos dispara la emoción del miedo, para darnos una ventaja de décimas de segundo que, cuando los perros eran leones o jabalíes en el medio de la sabana africana, eran la diferencia entre la vida y la muerte. Es posible afirmar que las emociones básicas son vectores informativos que recogen información ambiental (no necesariamente percibida de manera consciente) y la resumen en un output que es captado por el sistema sensorial (algunas veces, con simples neurotransmisores; otras, mediante el sistema endocrino). Ese producto es el responsable de que nuestra atención se dirija sesgadamente hacia la consideración de determinadas fuentes de variabilidad ambiental, dejando de lado otras. La idea, de un modo u otro, ya aparecía en la obra de la experta en desarrollo cognitivo de la Universidad de Londres, Annette Karmiloff Smith, cuando postuló la existencia de preferencias estimulares innatas, para referirse por ejemplo a la preferencia de los bebés por las cosas novedosas. Por esta razón las emociones muchas veces son difíciles de racionalizar. Uno “siente” que algo no le gusta, percibe que le están mintiendo, simpatiza con alguien a primera vista, tiene “un pálpito” para un negocio, frena una inversión porque “algo” no le cierra, aunque no pueda identificar exactamente de qué se trata. A propósito de la mención de Karmiloff Smith, es interesante señalar que esta autora ofrece una síntesis de la antítesis Pinker-Fodor respecto de los programas de comportamiento que vienen preinstalados en nuestro cerebro. Karmiloff introduce la idea de que los módulos (como programas más o menos específicos de dominio, automáticos y relativamente encapsulados) pueden ser construidos a partir de la experiencia del sujeto. Esto significa que las personas, al interactuar con el ambiente, detectan regularidades y edifican sus propias teorías sobre el funcionamiento del mundo que las rodea. Una vez que estas teorías construidas resultan satisfactorias para explicar algunos acontecimientos novedosos de la vida del sujeto, se produce un proceso de modularización (débil): dichas teorías se encapsulan y se automatizan para ser aplicadas en el dominio particular en el cual se generaron. Lo interesante de esta idea es que soporta el planteo a partir del cual Kahneman construyó los cimientos de su Premio Nobel. En efecto, Kahneman sostiene que buena parte de los sesgos cognitivos que alejan el comportamiento de los sujetos de aquel que predican las leyes de la racionalidad postuladas por la economía tradicional tiene que ver con la existencia de dos sistemas de toma de decisiones diferentes: uno automático, cuyo mecanismo es más o menos inconsciente, y otro deliberado, cuya lógica responde a la evaluación consciente que se efectúa cuando se enfrenta un problema. El funcionamiento del sistema automático (sistema 1) que postula Kahneman remite claramente a la idea de módulos construidos a la Karmiloff Smith. Por eso muchas veces los mercados no funcionan de manera eficiente, porque las personas no se detienen a pensar los pros y contras de cada decisión, sino que muchas veces las toman con mecanismos más o menos automáticos que han construido a partir de su experiencia y luego han modularizado. Por ejemplo, cada vez que se genera una situación de incertidumbre en la economía argentina, los ahorristas corren a comprar dólares, sin detenerse a considerar los riesgos y ventajas asociados; simplemente han desarrollado un “módulo precautorio” que automáticamente dispara la conducta de compra. No importa que en muchas oportunidades durante los últimos doce años no haya sido un buen negocio comprar dólares, porque no se hace una evaluación deliberada de las condiciones del mercado, de la evolución de la cotización de la moneda norteamericana, etcétera. Prima la emoción. La ansiedad por dolarizarse emerge como el síntoma de que nuestro sistema cognitivo capta (de manera no necesariamente consciente) una serie de elementos y características de la situación económica actual que lo ponen en alerta. Prueba de ello es que muchas veces resulta incluso difícil verbalizar las razones por las que los ahorristas se lanzan a las divisas extranjeras. Uno “siente” que está haciendo lo correcto, aunque no pueda justificar en palabras su accionar. Una compu con fallas La metáfora del ordenador que tanto utiliza la psicología cognitiva a priori parece ser acorde con la idea de racionalidad de la ciencia económica tradicional. Después de todo, los críticos más fervientes de los idílicos supuestos de los libros de texto con que estudiamos economía en las universidades sostienen frecuentemente que los modelos económicos presentan al homo economicus como si este fuera una computadora, o sea, el paradigma de las reglas y de la racionalidad. Sin embargo, puesto que “nuestra computadora” ha sido moldeada y construida como resultado de cientos de miles de años de evolución durante los cuales fuerzas muy diferentes presionaron para que distintos atributos predominaran, ella presenta numerosas “fallas”. Las comillas vienen a cuento ya que, en rigor, nuestro cerebro es la herramienta que mejor ha sabido sortear los problemas de la supervivencia y de la reproducción a lo largo de la historia de la especie, y por lo tanto, si la prueba de confiabilidad —de cualquier característica física en general y de la mente en particular— consiste en la capacidad de reproducirse y de sobrevivir, entonces no puede hablarse de un diseño inefectivo. Pero, de ahí a afirmar que se trate del mejor diseño posible para resolver el conjunto de problemas que un individuo enfrenta en la vida contemporánea hay una distancia considerable. Buena parte de esa distancia tiene que ver con que el ambiente en el cual nuestra especie evolucionó es, sin dudas, muy diferente del actual. Hace 100 mil o 150 mil años, época de la cual data aproximadamente el homo sapiens sapiens, no había ciudades, ni electricidad, ni transportes, ni dinero, ni leyes. Más importante aún, tampoco había agricultura. Por lo tanto, no existía la posibilidad de ahorrar ni de acumular, y por ende no existía desigualdad en los ingresos de la población, o al menos no en los términos en que se presenta actualmente. Es posible pensar que los principales desafíos del hombre por aquel entonces tenían que ver con cómo alimentarse, cómo reproducirse y cómo evitar ser devorado por otros animales. Los “otros animales” que se mencionan en el párrafo anterior bien pueden haber sido hombres de otras tribus, dispuestos a exterminar a sus congéneres quizás no necesariamente con el objeto de alimentarse de carne humana, pero sí ciertamente con el fin de eliminar la competencia por los recursos escasos (la comida, el acceso a la reproducción y a un buen territorio, básicamente). Si esto fue así, las relaciones personales, grupales y sociales —aun en las organizaciones primitivas— deben haber tenido enorme peso en la supervivencia. El o los más aptos para construir alianzas y conducirlas seguramente tuvieron más y mejores chances de sobrevivir. Por lo tanto, cuando repasemos los sesgos cognitivos descubiertos, en general, en los laboratorios de los psicólogos siempre buscaremos alguna explicación evolutivamente plausible, pues dado que estos comportamientos “anómalos” se presentan de manera sistemática sin distinguir culturas ni razas, resulta evidente que tienen que haber brindado alguna ventaja evolutiva en algún momento de la historia, o no se habrían transmitido por herencia de manera exitosa. Pero si deseamos darle crédito a la idea de que muchos de esos comportamientos, lejos de ser producto de la selección natural darwiniana, se construyen a partir de la experiencia del sujeto, tendríamos que considerar las consecuencias en el modo en que las personas toman decisiones. Por ejemplo, dada la diversidad cultural deberíamos observar una alta heterogeneidad en el comportamiento de personas de distintas culturas o en diferentes momentos históricos, donde los patroneseconómicos, si seguimos esta lógica, terminarían siendo más bien consecuencia de la idiosincrasia de la gente que puebla esas regiones en cada momento del tiempo. Si mal no recuerdo Para desentrañar los misterios de la decisión humana parece acertado comenzar indagando los distintos mecanismos de la memoria. Daniel Schacter y Elizabeth Loftus, a quienes ya hemos presentado más temprano, probablemente sean las dos personas que más saben sobre el funcionamiento de ese sistema en todo el mundo. El primero de ellos, psicólogo de la Universidad de Harvard, publicó en 2002 Los siete pecados de la memoria, un apasionante recorrido por las aparentes debilidades de nuestro sistema de memoria, que nos enseña que no recordamos la mayor parte de la información a la cual estamos expuestos diariamente, y que, cuando lo hacemos, normalmente “elaboramos” nuestros propios recuerdos. Nuestra memoria, dice este especialista, no graba literalmente los eventos como un disco rígido, sino que guarda fragmentos de lo experimentado; lo que hacemos con eso que guardamos es una suerte de edición al producir un recuerdo. Loftus, por su parte, lo sabe muy bien por su especialidad de ser perito judicial. Sus investigaciones van más allá al demostrar que incluso es posible introducir recuerdos falsos en la memoria de las personas. Esta científica experta en memoria, presenta abrumadora evidencia sobre la facilidad con que es posible inducir a testigos para que crean haber visto determinados sucesos durante un accidente, por ejemplo, o sobre cuán simple puede ser convencer a las personas de que han padecido aberrantes abusos infantiles. Incluso, en una de las investigaciones llevadas adelante por Loftus y su equipo, los investigadores lograron convencer a un grupo de sujetos de que se habían indigestado siendo niños por comer huevos duros o pickles, suministrándoles cuestionarios tendenciosos y generando falsos feedback. Quienes participaron en el experimento sistemáticamente evitaron a posteriori la ingesta de los productos que consideraban responsables de la supuesta indigestión, poniendo de manifiesto que las falsas memorias pueden incluso modificar nuestros hábitos de consumo futuros. En otro experimento, estos psicólogos mostraron a los participantes de la investigación una grabación de un accidente automovilístico extraído de una película, pero hicieron trampa a la hora de preguntarles a los voluntarios a qué velocidad creían que venía uno de los autos. A la mitad de los espectadores se les preguntó a qué velocidad venía el auto rojo cuando se estrelló contra el gris, mientras que a la otra mitad se le formuló la pregunta cambiando la palabra “estrelló” por la palabra “pegó”. Sistemáticamente, aquellos a los que se les preguntó a qué velocidad venía el auto rojo cuando “pegó” contra el gris indicaron una velocidad menor que los espectadores a quienes se les formuló la pregunta usando la palabra “estrelló”. Más aún, los catedráticos volvieron a contactar a los voluntarios una semana después, solo que esta vez les preguntaron si recordaban haber visto vidrios rotos en la escena del accidente. Para sorpresa de muchos, los participantes a quienes se les había preguntado usando la palabra “estrelló” recordaban haber visto vidrios rotos, mientras que los que habían sido interrogados con la palabra “pegó” no recordaban los vidrios. El resultado de este experimento nos proporciona la excusa perfecta para comenzar a hablar de la cuestión de la utilidad. Este concepto tan fácil de transmitir pero tan difícil de definir es el corazón de la teoría microeconómica estándar. Se supone que las personas tienen una función de utilidad o satisfacción que buscan maximizar cada vez que toman una decisión. Así, si me da más utilidad el helado de dulce de leche que una porción de ensalada de fruta y ambos productos tienen el mismo precio, se espera que elijamos el primero de ellos. Hasta el momento este era un resultado indiscutible de la teoría económica, pero el Nobel de Economía y padre de la Economía del Comportamiento demostró que una cosa es utilidad experimentada, que es la que tiene en mente la economía tradicional para explicar la toma de decisiones de los agentes económicos, y otra cosa muy distinta es la “utilidad recordada”, que es el grado de satisfacción declarado cuando con posterioridad se le pide al sujeto que recuerde la acción. El punto es que si no podemos confiar en nuestros recuerdos, entonces no tenemos garantías de que a la hora de tomar una decisión efectivamente estemos maximizando la utilidad, como sugiere el enfoque económico tradicional, porque para ello tendríamos que ser capaces de predecir con exactitud el grado de satisfacción que una elección nos proporcionará y esto no podemos hacerlo con base en un recuerdo que difiere de la realidad. Imagine el lector, por ejemplo, que tiene que considerar la posibilidad de volver con su ex pareja. Es evidente que no elegirá el curso de acción que le asegure la mayor satisfacción si basa su decisión en un recuerdo distorsionado de la relación, que difiera de la realidad que efectivamente le tocó experimentar. Concretamente, frente a varios cursos de acción posibles se termina eligiendo uno, y la tarea de cualquier ciencia económica que se precie de tal es explicar con mayor o menor precisión las razones que llevan a la elección efectiva, de manera tal que a futuro la teoría explicativa pueda ser utilizada para predecir el comportamiento humano ante circunstancias similares. Los libros de texto de microeconomía nos dicen que el sujeto computa por separado el resultado que obtendría de los distintos cursos de acción posibles y elige aquel que le proporciona la mayor utilidad. Sin embargo, los descubrimientos antes presentados parecen señalar que el problema tiene dos respuestas diferentes: si los cursos de acción refieren a experiencias ya vividas (y en ese caso, pesan la evocación y el recuerdo para la decisión) o, si por el contrario, se está ante una novedad. El enfoque tradicional es útil en particular cuando se trata de explicar el comportamiento ante situaciones repetitivas: el recuerdo de la utilidad experimentada inclinará la balanza a favor de una elección similar ante un curso de acción también similar. En cambio, cuando se trata de elegir entre productos o cursos de acción novedosos o poco conocidos no existen garantías de que el resultado recordado por el sujeto coincida con el que experimentará en esta nueva elección. Al menos, no existen tales garantías para la gran mayoría de los mortales que no han sido diagnosticados con hyperthymesia, una enfermedad extraordinaria que actúa de un modo exactamente opuesto a la amnesia. Jill Price, Ric Baron y Brad Williams, por el contrario, bien podrían ser las únicas personas sobre la tierra a quienes se les aplique el modelo tradicional de comportamiento del consumidor que aprendemos en microeconomía. Estos norteamericanos tienen la paradójica desgracia de poseer una memoria episódica perfecta. Son capaces de recordar con lujo de detalles qué hicieron el 25 de abril de 1995 a las tres y media de la tarde, qué tenían puesto el 3 de junio de 1998, qué comieron el 2 de enero de 2001 o qué temperatura hizo hace exactamente un año, por mencionar solamente algunos ejemplos caprichosos. Esta capacidad podría ser de utilidad para entretenerse un rato o divertir a los ex compañeros de escuela en una reunión anual, pero para vivir una vida normal resulta tortuoso no poder olvidar toda aquella información que es por completo irrelevante. Quien todo lo recuerda se vuelve obsesivo porque carece de la capacidad de resumir su historia en un conjunto acotado de eventos que le den sentido. Así, en lugar de relatar: “Me separé de mi novia y pasé tres meses solo”, una persona que padeciera esta condición diría: “Llegué a las 15.24 a la casa de mi novia en un taxi marca…, con patente…, que tenía dos ventanillas bajas y dos a medio subir. El chofer me dijo que ese día había mucho tráfico debido a un corte de calles,mientras sudaba profusamente una camisa marca…”, y así continuaría dando detalles sin poder arribar a un punto significativo del relato. Afortunadamente, la inmensa mayoría de los mortales almacenamos la información de un modo parcial, fraccionado y selectivo. Tal como lo demostraron Christopher Chabris y Daniel Simons en El gorila invisible, elegimos qué información almacenamos, y el proceso de elección tiene que ver con aquello que (consciente o inconscientemente) consideramos relevante en función de nuestra realidad. Muchas veces, como veremos, esta tendencia genera un sesgo de selección (sería algo así como seleccionar de manera tendenciosa a los testigos de un juicio), puesto que recordamos en mayor medida aquella información que tiene que ver con nuestras propias hipótesis sobre el funcionamiento del mundo. Más difícil aún es tener que elegir entre un curso de acción cuyo resultado podemos recordar con precisión y otro que nunca hemos experimentado directamente, y que por lo tanto debemos proyectar en nuestra imaginación. Quien cambia de automóvil, compra una prenda de moda, prueba una comida nueva, inicia una relación amorosa o cambia de trabajo, se encuentra en esta situación. Conoce o cree saber qué le proporcionó lo viejo, pero no sabe qué sucederá con lo nuevo. Ahora bien, cuando hablamos de la memoria dijimos que existían distintos tipos de almacenes mnémicos, según la naturaleza de la información guardada. En este punto resulta de interés considerar la diferencia entre la memoria episódica (también denominada autobiográfica) y la semántica. La primera de ellas tiene que ver con el recuerdo de hechos vividos, y permite responder a preguntas como “¿Qué hizo usted el día de su último cumpleaños?” o “¿Le gustó el helado de chocolate?”. En cambio, cuando se trata de datos o de saberes concretos que no resultaron de una vivencia particular, la codificación y el almacenamiento son completamente diferentes. Los conocimientos transmitidos o aprendidos, como los que se adquieren en la escuela o los que se obtienen de una enciclopedia, se ubican en la memoria semántica. Entonces: quien esté frente a una acción nunca experimentada y deba tomar una decisión bien puede buscar en su memoria episódica los eventos más parecidos entre los ya vividos, o bien puede recurrir a la memoria semántica (datos obtenidos mediante lectura de información o por comentarios de otras personas), porque allí reside el conocimiento que indica, por ejemplo, que Cuba tiene mejores playas que Chile, que resultará de utilidad para quien nunca ha viajado a ninguno de los dos lugares. Por lo tanto, el consumidor se imagina en la situación que se produciría a partir de los diferentes cursos de acción posibles y elige en el presente no aquel que le proporcionará la mayor utilidad en el futuro, sino el que le resulta más grato imaginar. Elección que está además contaminada por las probables imperfecciones de la información almacenada en uno y otro tipo de memoria. Y Daniel Kahneman nos enseña que, aun pudiendo recordar con precisión y confiabilidad los resultados experimentados, el mecanismo que utilizamos para optar ente dos cursos de acción posibles no consiste en comparar el total de la utilidad experimentada en cada uno de ellos sino, probablemente, el pico de utilidad (o de displacer) con que concluye cada experiencia. En un famoso estudio efectuado por el doctor Don Redelmeier junto con Kahneman, hace 19 años, 682 pacientes que fueron sometidos a una colonoscopía reportaron la intensidad de la desagradable experiencia en intervalos de un minuto, y al finalizar el estudio dieron una apreciación final de cuán molesto les había resultado el procedimiento. A la mitad de los pacientes los inescrupulosos médicos les dejaron el colonoscopio en “la zona de examen” durante un minuto más luego de haber concluido la inspección. Como en general ese minuto provoca baja molestia en relación con el resto del procedimiento, esos individuos señalaron, en promedio, que el tratamiento les había resultado menos molesto en comparación con lo que indicaron el resto de los pacientes a quienes se les retiró el colonoscopio inmediatamente después de haber experimentado los momentos de mayor dolor. La paradójica conclusión de este experimento es que podemos reducir el displacer experimentado simplemente agregando más displacer, siempre que este resulte menos molesto que el padecido durante el resto del tratamiento, porque el mecanismo cognitivo de nuestra especie no computa el total de placer o displacer de una experiencia, sino que considera especialmente el gozo o el dolor experimentados al final. Entonces, si usted tiene un restaurante, por ejemplo, y estaba pensando en mejorar la calidad del primer plato o de los postres, ya sabe qué resultará más conveniente a fin de aumentar la sensación de satisfacción de sus clientes. Si por el contrario está planeando las próximas vacaciones, no gaste dinero en ir muchos días, porque el recuerdo de las mismas estará fuertemente influenciado por lo que haya hecho en las últimas jornadas, de modo que resultará muy conveniente dejar las actividades más placenteras para el final. Más piedras en el camino Si el diablo me contratara de fiscal para criticar los resultados obtenidos por la Psicología Cognitiva, y en particular los hallazgos de la Economía del Comportamiento, mi alegato seguramente apuntaría a la metodología experimental utilizada en esas investigaciones. El típico experimento de la clase de investigaciones que consideraremos en la próxima sección se basa en el estudio de grupos integrados por un centenar de estudiantes universitarios, los cuales, a su vez, son divididos en forma aleatoria en dos subgrupos: el grupo de tratamiento y el grupo de control. El grupo de tratamiento recibe una consigna apenas modificada respecto de la que se le proporciona al grupo de control, y el cambio tiene que ver, justamente, con aquello que se pretende someter a prueba. Por ejemplo, hablemos de priming. El priming es un registro de información que se almacena en un tercer tipo de memoria, denominado sistema de representación perceptual, que por lo general es de acceso no consciente. Es como una suerte de preactivación neuronal que condiciona futuras elecciones. Para someter a prueba la existencia de este mecanismo, veamos un experimento habitual. A quienes integran el grupo de tratamiento se les solicita que miren un monitor en blanco en el cual de repente aparece, por ejemplo, una marca de galletitas; la imagen dura menos de doscientos milisegundos en pantalla, de modo que nadie podría tener conciencia de haberla visto. A los que conforman el grupo de control, en cambio, se les pide que miren un monitor en el que nunca aparecerá ninguna imagen. El resultado habitual es que, si bien los integrantes de ambos grupos declaran no haber visto absolutamente nada en la pantalla, cuando el investigador les solicita que nombren marcas de galletitas, sistemáticamente los miembros del grupo de tratamiento son más propensos a nombrar la marca correspondiente al estímulo visual al que fueron expuestos, aunque no sepan por qué lo hacen. Más allá de la leyenda urbana que afirma que todas las películas contienen imágenes escondidas de marcas que tan solo duran unos milisegundos, puestas allí a propósito para inducirnos a consumirlas, lo cierto es que los resultados de las pruebas mencionadas muestran que, aunque existe una tendencia del grupo de tratamiento a dar respuestas diferentes a las del grupo de control, esta diferencia no es absoluta. Es decir, no todos los individuos sometidos al priming citan la marca de galletitas mostrada, mientras que algunos integrantes del grupo de control también la mencionan. Esto sucede en la mayoría de los experimentos de este tipo. En todo caso, es posible afirmar que existe una tendencia sistemática de los sujetos que participan en ellos a brindar respuestas diferentes según se encuentren en el grupo de control o en el de tratamiento. Lo importante es que a partir
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