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La Rebelion de las masas - Ortega y Gasset - Gabriel Aspetia

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José Ortega y Gasset 
 
La Rebelión de las Masas 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
La rebelión de las masas José Ortega y Gasset 
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PRÓLOGO PARA FRANCESES 
 
 Este libro -suponiendo que sea un libro- data... Comenzó a publicarse 
en un diario madrileño en 1926, y el asunto de que trata es demasiado 
humano para que no le afecte demasiado el tiempo. Hay, sobre todo, épocas 
en que la realidad humana, siempre móvil, se acelera, se embala en 
velocidades vertiginosas. Nuestra época es de esta clase porque es de 
descensos y caídas. De aquí que los hechos hayan dejado atrás el libro. 
Mucho de lo que en él se anuncia fue pronto un presente y es ya un pasado. 
Además, como este libro ha circulado mucho durante estos años fuera de 
Francia, no pocas de sus fórmulas han llegado ya al lector francés por vías 
anónimas y son puro lugar común. Hubiera sido, pues, excelente ocasión 
para practicar la obra de caridad más propia de nuestro tiempo: no publicar 
libros superfluos. Yo he hecho todo lo posible en este sentido -va para 
cinco años que la casa Stock me propuso su versión-; pero se me ha hecho 
ver que el organismo de ideas enunciadas en estas páginas no consta al 
lector francés y que, acertado o erróneo, fuera útil someterlo a su 
meditación y a su crítica. 
 No estoy muy convencido de ello, pero no es cosa de formalizarse. 
Me importa, sin embargo, que no entre en su lectura con ilusiones 
injustificadas. Conste, pues, que se trata simplemente de una serie de 
artículos publicados en un diario madrileño de gran circulación. Como casi 
todo lo que he escrito, fueron escritas estas páginas para unos cuantos 
españoles que el destino me había puesto delante. ¡No es sobremanera 
improbable que mis palabras, cambiando ahora de destinatario, logren decir 
a los franceses lo que ellas pretenden enunciar? Mal puedo esperar mejor 
fortuna cuando estoy persuadido de que hablar es una operación mucho más 
ilusoria de lo que suele creerse; por supuesto, como casi todo lo que el 
hombre hace. Definimos el lenguaje como el medio que nos sirve para 
manifestar nuestros pensamientos. Pero una definición, si es verídica, es 
irónica, implica tácitas reservas, y cuando no se la interpreta así, produce 
funestos resultados. Así ésta. Lo de menos es que el lenguaje sirva también 
para ocultar nuestros pensamientos, para mentir. La mentira sería imposible 
si el hablar primario y normal no fuese sincere. La moneda falsa circula 
sostenida por la moneda sana. A la postre, el engaño resulta ser un humilde 
parásito de la ingenuidad. 
 No; lo más peligroso de aquella definición es la añadidura optimista 
con que solemos escucharla. Porque ella misma no nos asegura que 
mediante el lenguaje podamos manifestar con suficiente adecuación todos 
La rebelión de las masas José Ortega y Gasset 
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nuestros pensamientos. No se comprende a tanto, pero tampoco nos hace 
ver francamente la verdad estricta: que siendo al hombre imposible 
entenderse con sus semejantes, estando condenado a radical soledad, se 
extenúa en esfuerzos para llegar al prójimo. De estos esfuerzos es el 
lenguaje quien consigue a veces declarar con mayor aproximación algunas 
de las cosas que nos pasan dentro. Nada más. Pero de ordinario no usamos 
estas reservas. Al contrario, cuando el hombre se pone a hablar, lo hace 
porque cree que va a poder decir cuanto piensa. Pues bien: esto es lo 
ilusorio. El lenguaje no da para tanto. Dice, poco mas o menos, una parte de 
lo que pensamos, y pone una valla infranqueable a la transfusión del resto. 
Sirve bastante bien para enunciados y pruebas matemáticas; ya al hablar de 
física empieza a hacerse equívoco e insuficiente. Pero conforme la 
conversación se ocupa de temas más importantes que ésos, más humanos, 
más «reales», va aumentando su imprecisión, su torpeza y confusionismo. 
Dóciles al prejuicio inveterado de que hablando nos entendemos, decimos y 
escuchamos tan de buena fe, que acabamos muchas veces por 
malentendernos mucho más que si, mudos, procurásemos adivinarnos. 
 Se olvida demasiado que todo auténtico decir no sólo dice algo, sino 
que lo dice alguien a alguien. En todo decir hay un emisor y un receptor, los 
cuales no son indiferentes al significado de las palabras. Éste varía cuando 
aquéllas varían. Duo si idem dicunt, non est idem. Todo vocablo es 
ocasional. El lenguaje es por esencia diálogo, y todas las otras formas del 
hablar depotencian su eficacia. Por eso yo creo que un libro sólo es bueno 
en la medida en que nos trae un diálogo latente, en que sentimos que el 
autor sabe imaginar concretamente a su lector y éste percibe como si de 
entre las líneas saliese una mano ectoplásmica que palpa su persona, que 
quiere acariciarla -o bien, muy cortésmente, darle un puñetazo. 
 Se ha abusado de la palabra, y por eso ha caído en desprestigio. Como en 
tantas otras cosas, ha consistido aquí el abuse en el uso sin preocupaciones, 
sin conciencia de la limitación del instrumento. Desde hace casi dos siglos 
se ha creído que hablar era hablar urbi et orbi, es decir, a todo el mundo y a 
nadie. Yo detesto esta manera de hablar y sufro cuando no sé muy 
concretamente a quién hablo. 
 Cuentan, sin insistir demasiado sobre la realidad del hecho, que 
cuando se celebró el jubileo de Víctor Hugo fue organizada una gran fiesta 
en el palacio del Elíseo, a que concurrieron, aportando su homenaje, 
representaciones de todas las naciones. El gran poeta se hallaba en la gran 
sala de recepción, en solemne actitud de estatua, con el codo apoyado en el 
reborde de una chimenea. Los representantes de las naciones se iban 
adelantando ante el público, y presentaban su homenaje al vate de Francia. 
Un ujier, con voz de Esténtor, los iba anunciando: 
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 «Monsieur le Représentant de 1'Angleterre!» Y Víctor Hugo, con voz 
de dramático trémolo, poniendo los ojos en blanco, decía: «L'Angleterre! 
Ah Shakespeare!» El ujier prosiguió: «Monsieur le Représentant de 
1'Espagne!» Y Víctor Hugo: «L'Espagne! Ah Cervantes!» El ujier: 
«Monsieur le Représentant de 1'Allemagne!» Y Víctor Hugo: 
«L'Allemagne! Ah Goethe!» 
 Pero entonces llegó el turno a un pequeño señor, achaparrado, 
gordinflón y torpe de andares. El ujier exclamó: «Monsieur le Représentant 
de la Mésopotamie!» Víctor Hugo, que hasta entonces había permanecido 
impertérrito y seguro de sí mismo, pareció vacilar. Sus pupilas, ansiosas, 
hicieron un gran giro circular como buscando en todo el cosmos algo que 
no encontraba. Pero pronto se advirtió que lo había hallado y que volvía a 
sentirse dueño de la situación. En efecto, con el mismo tono patético, con 
no menor convicción, contestó al homenaje del rotundo representante 
diciendo: «La Mésopotamie! Ah I'humanité!» 
 He referido esto a fin de declarar, no sin la solemnidad de Víctor 
Hugo, que yo no he escrito ni hablado nunca para la Mesopotamia, y que no 
me he dirigido jamás a la humanidad. Esta costumbre de hablar a la 
humanidad, que es la forma más sublime y, por lo tanto, más despreciable 
de la democracia, fue adoptada hacia 1750 por intelectuales descarriados, 
ignorantes de sus propios limites, y que siendo, por su oficio, los hombres 
del decir, del logos, han usado de él sin respeto ni precauciones, sin darse 
cuenta de que la palabra es un sacramento de muy delicada administración. 
 
 
II 
 
 Esta tesis que sustenta la exigüidad del radio de acción eficazmente 
concedido a la palabra, podía parecer invalidada por el hecho mismo de que 
este volumen haya encontrado lectores en casi todas las lenguas de 
Europa.Yo creo, sin embargo, que este hecho es más bien síntoma de otra 
cosa, de otra grave cosa: de la pavorosa homogeneidad de situaciones en 
que va cayendo todo el Occidente. Desde la aparición de este libro, por la 
mecánica que en el mismo se describe, esa identidad ha crecido en forma 
angustiosa. Digo angustiosa porque, en efecto, lo que en cada país es 
sentidocomo circunstancia dolorosa, multiplica hasta el infinito su efecto 
deprimente cuando el que lo sufre advierte que apenas hay lugar en el 
continente donde no acontezca estrictamente lo mismo. Podía antes 
ventilarse la atmósfera confinada de un país abriendo las ventanas que dan 
sobre otro. Por ahora no sirve de nada este expediente, porque en el otro 
país es la atmósfera tan irrespirable como en el propio. De aquí la sensación 
opresora de asfixia. Job, que era un terrible prince-sans-rire, pregunta a sus 
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amigos, los viajeros y mercaderes que han andado por el mundo: Unde 
sapientia venit et quis locus intelligentiae? «¿Sabéis de algún lugar del 
mundo donde la inteligencia exista?» 
 Conviene, sin embargo, que en esta progresiva asimilación de las 
circunstancias distingamos dos dimensiones diferentes y de valor 
contrapuesto. 
 Este enjambre de pueblos occidentales que partió a volar sobre la 
historia desde las ruinas del mundo antiguo, se ha caracterizado siempre por 
una forma dual de vida. Pues ha acontecido que conforme cada uno iba 
formando su genio peculiar, entre ellos o sobre ellos, se iba creando un 
repertorio común de ideas, maneras y entusiasmos. Más aún. Este destino 
que les hacía, a la par, progresivamente homogéneos y progresivamente 
dispersos, ha de entenderse con cierto superlativo de paradoja. Porque en 
ellos la homogeneidad no fue ajena a la diversidad. Al contrario: cada 
nuevo principio uniforme fertilizaba la diversificación. La idea cristiana 
engendra las Iglesias nacionales: el recuerdo del Imperium romano inspira 
las diversas formas del Estado; la «restauración de las letras» en el siglo xv 
dispara las literaturas divergentes; la ciencia y el principio unitario del 
hombre como «razón pura» crea los distintos estilos intelectuales que 
modelan diferencialmente hasta las extremas abstracciones de la obra 
matemática. En fin, y para colmo: hasta la extravagante idea del siglo 
XVIII, según la cual todos los pueblos han de tener una constitución 
idéntica, produce el efecto de despertar románticamente la conciencia 
diferencial de las nacionalidades, que viene a ser como incitar a cada uno 
hacia su particular vocación. 
 Y es que para estos pueblos llamados europeos, vivir ha sido siempre 
-claramente desde el siglo XI, desde Otón II- moverse y actuar en un 
espacio o ámbito común. Es decir, que para cada uno vivir era convivir con 
los demás. Esta convivencia tomaba indiferentemente aspecto pacífico o 
combativo. Las guerras intereuropeas han mostrado casi siempre un curioso 
estilo que las hace parecerse mucho a las rencillas domésticas. Evitan la 
aniquilación del enemigo y son más bien certámenes, luchas de emulación, 
como la de los motes dentro de una aldea, o disputas de herederos por el 
reparto de un legado familiar. Un poco de otro modo, todos van a lo mismo. 
Eadem sed aliter. Como Carlos V decía de Francisco I: «Mi primo 
Francisco y yo estamos por completo de acuerdo: los dos queremos Milán.» 
 Lo de menos es que a ese espacio histórico común, donde todas las 
gentes de Occidente se sentían como en su casa, corresponda un espacio 
físico que la geografía denomina Europa. El espacio histórico a que aludo 
se mide por el radio de efectiva y prolongada convivencia -es un espacio 
social-. Ahora bien: convivencia y sociedad son términos equipolentes. 
Sociedad es lo que se produce automáticamente por el simple hecho de la 
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convivencia. De suyo, e ineluctablemente, segrega ésta costumbres, usos, 
lengua, derecho, poder público. Uno de los más graves errores del 
pensamiento «moderno», cuyas salpicaduras aún padecemos, ha sido 
confundir la sociedad con la asociación, que es aproximadamente lo 
contrario de aquélla. Una sociedad no se constituye por acuerdo de las 
voluntades. Al revés: todo acuerdo de voluntades presupone la existencia 
de una sociedad, de gentes que conviven, y el acuerdo no puede consistir 
sino en precisar una u otra forma de esa convivencia, de esa sociedad 
preexistente. La idea de la sociedad como reunión contractual, por lo tanto, 
jurídica, es el más insensato ensayo que se ha hecho de poner la carreta 
delante de los bueyes. Porque el derecho, la realidad «derecho» -no las 
ideas de él del filósofo, jurista o demagogo, es, si se me tolera la expresión 
barroca, secreción espontánea de la sociedad, y no puede ser otra cosa. 
Querer que el derecho rija las relaciones entre seres que previamente no 
viven en efectiva sociedad, me parece -y perdóneseme la insolencia- tener 
una idea bastante confusa y ridícula de lo que el derecho es. 
 No debe extrañar, por otra parte, la preponderancia de esa opinión 
confusa y ridícula sobre el derecho, porque una de las máximas desdichas 
del tiempo es que, al topar las gentes de Occidente con los terribles 
conflictos públicos del presente, se han encontrado pertrechados con un 
utillaje arcaico y torpísimo de nociones sobre lo que es sociedad, 
colectividad, individuo, usos, ley, justicia, revolución, etcétera. Buena parte 
del azoramiento actual proviene de la incongruencia entre la perfección de 
nuestras ideas sobre los fenómenos físicos y el retraso escandaloso de las 
«ciencias morales». El ministro, el profesor, el físico ilustre y el novelista 
suelen tener de esas cosas conceptos dignos de un barbero suburbano. ¿No 
es perfectamente natural que sea el barbero suburbano quien dé la tonalidad 
al tiempo? 
 Pero volvamos a nuestra ruta. Quería insinuar que los pueblos 
europeos son desde hace mucho tiempo una sociedad, una colectividad, en 
el mismo sentido que tienen estas palabras aplicadas a cada una de las 
naciones que integran aquélla. Esta sociedad manifiesta todos los atributos 
de tal: hay costumbres europeas, usos europeos, opinión pública europea, 
derecho europeo, poder público europeo. Pero todos estos fenómenos 
sociales se dan en la forma adecuada a] estado de evolución en que se 
encuentra la sociedad europea, que no es, claro está, tan avanzado como el 
de sus miembros componentes, las naciones. 
 Por ejemplo: la forma de presión social que es el poder público 
funciona en toda sociedad, incluso en aquellas primitivas donde no existe 
aún un órgano especial encargado de manejarlo. Si a este órgano 
diferenciado a quien se encomienda el ejercicio del poder público se le 
quiere llamar Estado, dígase que en ciertas sociedades no hay Estado, pero 
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no se diga que no hay en ellas poder público. Donde hay opinión pública, 
¿cómo podrá faltar un poder público, si éste no es mas que la violencia 
colectiva disparada por aquella opinión? Ahora bien: que desde hace siglos 
y con intensidad creciente existe una opinión pública europea -y hasta una 
técnica para influir en ella-, es cosa incómoda de negar. 
 Por esto recomiendo al lector que ahorre la malignidad de una sonrisa 
al encontrar que en los últimos capítulos de este volumen se hace con cierto 
denuedo, frente al cariz opuesto de las apariencias actuales, la afirmación 
de una pasión, de una probable unidad estatal de Europa. No niego que los 
Estados Unidos de Europa son una de las fantasías más módicas que 
existen, y no me hago solidario de lo que otros han pensado bajo estos 
signos verbales. Mas, por otra parte, es sumamente improbable que una 
sociedad, una colectividad tan madura como la que ya forman los pueblos 
europeos, no ande cerca de crearse su artefacto estatal mediante el cual 
formalice el ejercicio del poder público europeo ya existente. No es, pues, 
debilidad ante las solicitaciones de la fantasía ni propensión a un 
«idealismo» que detesto, y contra el cual he combatido toda mi vida, lo que 
me lleva a pensar así. Ha sido el realismo histórico el que me ha enseñado a 
ver que la unidad de Europa como sociedad no es un «ideal», sino un hecho 
y de muy vieja cotidianidad. Ahora bien: una vez que se ha visto esto, la 
probabilidadde un Estado general europeo se impone necesariamente. La 
ocasión que lleve súbitamente a término el proceso puede ser cualquiera: 
por ejemplo, la coleta de un chino que asome por los Urales o bien una 
sacudida del gran magma islámico. 
 La figura de ese Estado supranacional será, claro está, muy distinta 
de las usadas, como, según en esos mismos capítulos se intenta mostrar, ha 
sido muy distinto el Estado nacional del Estado-ciudad que conocieron los 
antiguos. Yo he procurado en estas páginas poner en franquía las mentes 
para que sepan ser fieles a la sutil concepción del Estado y sociedad que la 
tradición europea nos propone. 
 Al pensamiento grecorromano no le fue nunca fácil concebir la 
realidad como dinamismo. No podía desprenderse de lo visible o sus 
sucedáneos, como un niño no entiende bien de un libro más que las 
ilustraciones. Todos los esfuerzos de sus filósofos autóctonos para 
trascender esa limitación fueron vanos. En todos sus ensayos para 
comprender actúa, más o menos, como paradigma, el objeto corporal, que 
es para ellos la «cosa» por excelencia. Sólo aciertan a ver una sociedad, un 
Estado donde la unidad tenga el carácter de contigüidad visual; por 
ejemplo, una ciudad. La vocación mental del europeo es opuesta. Toda cosa 
visible le parece, en cuanto tal, simple máscara aparente de una fuerza 
latente que la está constantemente produciendo y que es su verdadera 
realidad. Allí donde la fuerza, la dynamis, actúa unitariamente, hay real 
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unidad, aunque a la vista nos aparezcan como manifestación de ella sólo 
cosas diversas. 
 Sería recaer en la limitación antigua no descubrir unidad de poder 
público más que donde éste ha tomado máscaras ya conocidas y como 
solidificadas de Estado; esto es, en las naciones particulares de Europa. 
Niego rotundamente que el poder público decisivo actuante en cada una de 
ellas consista exclusivamente en su poder público inferior o nacional. 
Conviene caer de una vez en la cuenta de que desde hace muchos siglos -y 
con conciencia de ello desde hace cuatro- viven todos los pueblos de 
Europa sometidos a un poder público que por su misma pureza dinámica no 
tolera otra denominación que la extraída de la ciencia mecánica: el 
«equilibrio europeo» o balance of power. 
 Ese es el auténtico Gobierno de Europa que regula en su vuelo por la 
historia al enjambre de pueblos, solícitos y pugnaces como abejas, 
escapados a las ruinas del mundo antiguo. La unidad de Europa no es una 
fantasía, sino que es la realidad misma, y la fantasía es precisamente lo otro, 
la creencia de que Francia, Alemania, Italia o España son realidades 
sustantivas e independientes. 
 Se comprende, sin embargo, que no todo el mundo perciba con 
evidencia la realidad de Europa, porque Europa no es una «cosa», sino un 
equilibrio. Ya en el siglo XVIII el historiador Robertson llamó al equilibrio 
europeo «the great secret of modern politics». 
 ¡Secreto grande y paradójico, sin duda! Porque el equilibrio o 
balanza de poderes es una realidad que consiste esencialmente en la 
existencia de una pluralidad. Si esta pluralidad se pierde, aquella unidad 
dinámica se desvanecería. Europa es, en efecto, enjambre: muchas abejas y 
un solo vuelo. 
 Este carácter unitario de la magnífica pluralidad europea es lo que yo 
llamaría la buena homogeneidad, la que es fecunda y deseable, la que hacía 
ya decir a Montesquieu: «L'Europe n'est qu'une nation composée de 
plusieurs», y a Balzac, más románticamente, le hacía hablar de la «grande 
famille continentale, dont tous les efforst tendent à je ne sais quel mystère 
de civilisation» 
 
 
III 
 
 Esta muchedumbre de modos europeos que brota constantemente de 
su radical unidad y revierte a ella manteniéndola es el tesoro mayor del 
Occidente. Los hombres de cabezas toscas no logran pensar una idea tan 
acrobática como ésta en que es preciso brincar, sin descanso, de la 
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afirmación de la pluralidad al reconocimiento de la unidad, y viceversa. Son 
cabezas pesadas nacidas para existir bajo las perpetuas tiranías de Oriente. 
 Triunfa hoy sobre todo el área continental una forma de 
homogeneidad que amenaza consumir por completo aquel tesoro. 
Dondequiera ha surgido el hombre-masa de que este volumen se ocupa, un 
tipo de hombre hecho de prisa, montado nada más que sobre unas cuantas y 
pobres abstracciones y que, por lo mismo, es idéntico de un cabo de Europa 
al otro. A él se debe el triste aspecto de asfixiante monotonía que va 
tomando la vida en todo el continente. Este hombre-masa es el hombre 
previamente vaciado de su propia historia, sin entrañas de pasado y, por lo 
mismo, dócil a todas las disciplinas llamadas «internacionales». Más que un 
hombre, es sólo un caparazón de hombre constituido por meres idola fori; 
carece de un «dentro», de una intimidad suya, inexorable e inalienable, de 
un yo que no se pueda revocar. De aquí que esté siempre en disponibilidad 
para fingir ser cualquier cosa. Tiene sólo apetitos, cree que tiene sólo 
derechos y no cree que tiene obligaciones: es el hombre sin la nobleza que 
obliga -sine nobilitate-, snob. 
 Este universal esnobismo, que tan claramente aparece, por ejemplo, 
en el obrero actual, ha cegado las almas para comprender que, si bien toda 
estructura dada de la vida continental tiene que ser trascendida, ha de 
hacerse esto sin pérdida grave de su interior pluralidad. Como el esnob está 
vacío de destino propio, como no siente que existe sobre el planeta para 
hacer algo determinado e incanjeable, es incapaz de entender que hay 
misiones particulares y especiales mensajes. Por esta razón es hostil al 
liberalismo, con una hostilidad que se parece a la del sordo hacia la palabra. 
La libertad ha significado siempre en Europa franquía para ser el que 
auténticamente somos. Se comprende que aspire a prescindir de ella quien 
sabe que no tiene auténtico quehacer. 
 Con extraña facilidad, todo el mundo se ha puesto de acuerdo para 
combatir y denostar al viejo liberalismo. La cosa es sospechosa. Porque las 
gentes no suelen ponerse de acuerdo si no es en cosas un poco bellacas o un 
poco tontas. No pretendo que el viejo liberalismo sea una idea plenamente 
razonable: ¿cómo va a serlo si es viejo y si es ismo! Pero si pienso que es 
una doctrina sobre la sociedad mucho más honda y cara de lo que suponen 
sus detractores colectivistas, que empiezan por desconocerlo. Hay además 
en él una intuición de lo que Europa ha sido, altamente perspicaz. 
 Cuando Guizot, por ejemplo, contrapone la civilización europea a las 
demás, haciendo notar que en ellas no ha triunfado nunca en forma absoluta 
ningún principio, ninguna idea, ningún grupo o clase, y que a esto se debe 
su crecimiento permanente y su carácter progresivo, no podemos menos de 
poner el oído atento. Este hombre sabe lo que dice. La expresión es 
insuficiente porque es negativa, pero sus palabras nos llegan cargadas de 
La rebelión de las masas José Ortega y Gasset 
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visiones inmediatas. Como del buzo emergente trascienden olores abisales, 
vemos que este hombre llega efectivamente del profundo pasado de Europa 
donde ha sabido sumergirse. Es, en efecto, increíble que en los primeros 
años del siglo XIX, tiempo retórico y de gran confusión, se haya compuesto 
un libro como la Histoire de la civilisation en Europe. Todavía el hombre 
de hoy puede aprender allí cómo la libertad y el pluralismo son dos cosas 
recíprocas y cómo ambas constituyen la permanente entraña de Europa. 
 Pero Guizot ha tenido siempre mala prensa, como, en general, los 
doctrinarios. A mí no me sorprende. Cuando veo que hacia un hombre o 
grupo se dirige fácil e insistente el aplauso, surge en mí la vehemente 
sospecha de que en ese hombre o en ese grupo, tal vez junto a dotes 
excelentes, hay algo sobremanera impuro. Acaso es esto un error que 
padezco, pero debo decir que no lo he buscado, sino que lo ha ido dentro de 
mí decantandola experiencia. De todas suertes, quiero tener el valor de 
afirmar que este grupo de los doctrinarios, de quien todo el mundo se ha 
reído y ha hecho mofas escurriles, es, a mi juicio, lo más valioso que ha 
habido en la política del continente durante el siglo XIX. Fueron los únicos 
que vieron claramente lo que había que hacer en Europa después de la Gran 
Revolución, y fueron además hombres que crearon en sus personas un gesto 
digno y distante, en medio de la chabacaneria y la frivolidad creciente de 
aquel siglo. Rotas y sin vigencia casi todas las normas con que la sociedad 
presta una continencia al individuo, no podía éste constituirse una dignidad 
si no la extraía del fondo de sí mismo. Mal puede hacerse esto sin alguna 
exageración, aunque sea sólo para defenderse del abandono orgiástico en 
que vivía su contorno. Guizot supo ser, como Buster Keaton, el hombre que 
no ríe. No se abandona jamás. Se condensan en él varias generaciones de 
protestantes nimeses que habían vivido en perpetuo alerta, sin poder notar a 
la deriva en el ambiente social, sin poder abandonarse. Había llegado en 
ellos a convertirse en un instinto la impresión radical de que existir es 
resistir, hincar los talones en tierra para oponerse a la corriente. En una 
época como la nuestra, de puras «corrientes» y abandonos, es bueno tomar 
contacto con hombres que «no se dejan llevar». Los doctrinarios son un 
caso excepcional de responsabilidad intelectual, es decir, de lo que más ha 
faltado a los intelectuales europeos desde 1750; defecto que es, a su vez, 
una de las causas profundas del presente desconcierto. 
 Pero yo no sé si, aun dirigiéndome a lectores franceses, puedo aludir 
al doctrinarismo como a una magnitud conocida. Pues se da el caso 
escandaloso de que no existe un solo libro donde se haya intentado precisar 
lo que aquel grupo de hombres pensaba, como, aunque parezca increíble, no 
hay tampoco un libro medianamente formal sobre Guizot ni sobre Royer-
Collard. Verdad es que ni uno ni otro publicaron nunca un soneto. Pero, en 
fin, pensaron hondamente, originalmente, sobre los problemas más graves 
La rebelión de las masas José Ortega y Gasset 
 11 
de la vida pública europea, y construyeron el doctrinal político más 
estimable de toda la centuria. Ni será posible reconstruir la historia de ésta 
si no se cobra intimidad con el modo en que se presentaron las grandes 
cuestiones ante estos hombres. Su estilo intelectual no es sólo diferente en 
especie, sino como de otro género y de otra esencia que todos los demás 
triunfantes en Europa antes y después de ellos. Por eso no se les ha 
entendido, a pesar de su clásica claridad. Y, sin embargo, es muy posible 
que el porvenir pertenezca a tendencias de intelecto muy parecidas a las 
suyas. Por lo menos, garantizo a quien se proponga formular con rigor 
sistemático las ideas de los doctrinarios, placeres de pensamiento no 
esperados y una intuición de la realidad social y política totalmente distinta 
de las usadas. Perdura en ellos activa la mejor tradición racionalista en que 
el hombre se compromete consigo mismo a buscar cosas absolutas; pero, a 
diferencia del racionalismo linfático de enciclopedistas y revolucionarios, 
que encuentran lo absoluto en abstracciones bon marché, descubren ellos lo 
histórico como el verdadero absoluto. La historia es la realidad del hombre. 
No tiene otra. En ella se ha llegado a hacer tal como es. Negar el pasado es 
absurdo e ilusorio, porque el pasado es «lo natural del hombre y vuelve al 
galope». El pasado no está ahí y no se ha tomado el trabajo de pasar para 
que lo neguemos, sino para que lo integremos. Los doctrinarios 
despreciaban los «derechos del hombre» porque son absolutos 
«metafísicos», abstracciones e irrealidades. Los verdaderos derechos son 
los que absolutamente están ahí, porque han ido apareciendo y 
consolidándose en la historia: tales son las «libertades», la legitimidad, la 
magistratura, las «capacidades». De alentar hoy, hubieran reconocido el 
derecho a la huelga (no política) y el contrato colectivo. A un inglés le 
parecería todo esto lo más obvio; pero los continentales no hemos llegado 
todavía a esa estación. Tal vez desde el tiempo de Alcuino, vivimos 
cincuenta años, cuando menos, retrasados respecto a los ingleses. 
 Parejo desconocimiento del viejo liberalismo padecen los 
colectivistas de ahora cuando suponen, sin más ni más, como cosa 
incuestionable, que era individualista. En todos estos temas andan, como he 
dicho, las nociones sobremanera turbias. Los rusos de estos años pasados 
solían llamar a Rusia «el Colectivo». ¿No sería interesante averiguar qué 
ideas o imágenes se desperezaban al conjure de ese vocablo en la mente un 
tanto gaseosa del hombre ruso que tan frecuentemente; como el capitán 
italiano de que habla Goethe, «bisogna aver una confusione nella testa»? 
Frente a todo ello, yo rogaría al lector que tomase en cuenta, no para 
aceptarlas, sino para que sean discutidas y pasen luego a sentencia, las tesis 
siguientes: 
La rebelión de las masas José Ortega y Gasset 
 12 
 Primera. El liberalismo individualista pertenece a la flora del siglo 
XVIII; inspira, en parte, la legislación de la Revolución francesa; pero 
muere con ella. 
 Segunda. La creación artística del siglo XIX ha sido precisamente el 
colectivismo. Es la primera idea que inventa apenas nacido y que, a lo largo 
de sus cien años, no ha hecho sino crecer hasta inundar todo el horizonte. 
 Tercera. Esta idea es la de origen francés. Aparece por primera vez 
en los archirreaccionarios De Bonald y De Maistre. En lo esencial es 
inmediatamente aceptada por todos, sin más excepción que Benjamín 
Constant, un «retrasado» del siglo anterior. Pero triunfa en Saint-Simon, en 
Ballanche, en Comte, y pulula dondequiera. Por ejemplo, un médico de 
Lyon, M. Amard, hablará en 1821 del collectivisme frente al personnalisme. 
Léanse los artículos que en 1830 y 1831 publica L'Avenir contra el 
individualismo. 
 Pero más importante que todo esto es otra cosa. Cuando, avanzando 
por la centuria, llegamos hasta los grandes teorizadores dei liberalismo -
Stuart Mill o Spencer-, nos sorprende que su presunta defensa del individuo 
no se basa en mostrar que la libertad beneficia o interesa a éste, sino todo lo 
contrario, en que beneficia e interesa a la sociedad. El aspecto agresivo del 
título que Spencer escoge para su libro -El individuo contra el Estado- ha 
sido causa de que lo malentiendan tercamente los que no leen de los libros 
más que los títulos. Porque individuo y Estado significan en este título dos 
meres órganos de un único sujeto -la sociedad-. Y lo que se discute es si 
ciertas necesidades sociales son mejor servidas por uno u otro órgano. Nada 
más. El famoso «individualismo» de Spencer boxea continuamente dentro 
de la atmósfera colectivista de su sociología. Resulta, a la postre, que tanto 
él como Stuart Mill tratan a los individuos con la misma crueldad 
socializante que los termites a ciertos de sus congéneres, a los cuales ceban 
para chuparles luego la sustancia. ¡Hasta ese punto era la primacía de lo 
colectivo, el fondo por sí mismo evidente sobre que ingenuamente 
danzaban sus ideas! 
 De donde se colige que mi defensa lohengrinesca del viejo 
liberalismo es por completo desinteresada y gratuita. Porque es el caso que 
yo no soy un «viejo liberal». El descubrimiento -sin duda glorioso y 
esencial- de lo social, de lo colectivo, era demasiado reciente. Aquellos 
hombres palpaban, más que veían, el hecho de que la colectividad es una 
realidad distinta de los individuos y de su simple suma, pero no sabían bien 
en qué consistía y cuáles eran sus efectivos atributos. Por otra parte, los 
fenómenos sociales del tiempo camuflaban la verdadera economía de la 
colectividad, porque entonces convenía a ésta ocuparse en cebar bien a los 
individuos. No había aún llegado la hora de la nivelación, de la expoliación 
y del reparto en todos los órdenes. 
La rebelión de las masas José Ortegay Gasset 
 13 
 De aquí que los «viejos liberales» se abriesen sin suficientes 
precauciones al colectivismo que respiraban. Mas cuando se ha visto con 
claridad lo que en el fenómeno social, en el hecho colectivo, simplemente y 
como tal, hay, por un lado, de beneficio, pero, por otro, de terrible, de 
pavoroso, sólo puede uno adherir a un liberalismo de estilo radicalmente 
nuevo, menos ingenuo y de más diestra beligerancia, un liberalismo que 
está germinando ya, próximo a florecer en la línea misma del horizonte. 
 Ni era posible que, siendo estos hombres, como eran, de sobra 
perspicaces, no entreviesen de cuando en cuando las angustias que su 
tiempo no reservaba. Contra lo que suele creerse, ha sido normal en la 
historia que el porvenir sea profetizado. En Macaulay, en Tocqueville, en 
Comte, encontramos predibujada nuestra hora. Véase, por ejemplo, lo que 
hace más de ochenta años escribía Stuart Mill: «Aparte las doctrinas 
particulares de pensadores individuales, existe en el mundo una fuerte y 
creciente inclinación a extender en forma extrema el poder de la sociedad 
sobre el individuo, tanto por medio de la fuerza de la opinión como por la 
legislativa. Ahora bien: como todos los cambios que se operan en el mundo 
tienen por efecto el aumento de la fuerza social y la disminución del poder 
individual, este desbordamiento no es un mal que tienda a desaparecer 
espontáneamente, sino, al contrario, tiende a hacerse cada vez más 
formidable. La disposición de los hombres, sea como soberanos, sea como 
conciudadanos, a imponer a los demás como regla de conducta su opinión y 
sus gustos, se halla tan enérgicamente sustentada por algunos de los 
mejores y algunos de los peores sentimientos inherentes a la naturaleza 
humana, que casi nunca se contiene más que por faltarle poder. Y como el 
poder no parece hallarse en vía de declinar, sino de crecer, debemos 
esperar, a menos que una fuerte barrera de convicción moral no se eleve 
contra el mal, debemos esperar, digo, que en las condiciones presentes del 
mundo esta disposición no hará sino aumentar». 
 Pero lo que más nos interesa en Stuart Mill es su preocupación por la 
homogeneidad de mala clase que veía crecer en todo Occidente. Esto le 
hace acogerse a un gran pensamiento emitido por Humboldt en su juventud. 
Para que lo humano se enriquezca, se consolide y se perfeccione, es 
necesario, según Humboldt, que exista «variedad de situaciones». Dentro 
de cada nación, y tomando en conjuro las naciones, es preciso que se den 
circunstancias diferentes. Así, al fallar una, quedan otras posibilidades 
abiertas. Es insensato poner la vida europea a una sola carta, a un solo tipo 
de hombre, a una idéntica «situación». Evitar esto ha sido el secrete acierto 
de Europa hasta el día, y la conciencia de este secrete es la que, clara o 
balbuciente, ha movido siempre los labios del perenne liberalismo europeo. 
En esa conciencia se reconoce a sí misma, como valor positivo, como bien 
y no como mal, la pluralidad continental. Me importaba aclarar esto para 
La rebelión de las masas José Ortega y Gasset 
 14 
que no se tergiversase la idea de una supernación europea que este volumen 
postula. 
 Tal y como vamos, con mengua progresiva de la «variedad de 
situaciones», nos dirigimos en vía recta hacia el Bajo Imperio. También fue 
aquél un tiempo de masas y de pavorosa homogeneidad. Ya en tiempo de 
los Antoninos se advierte claramente un extraño fenómeno, menos 
subrayado y analizado de lo que debiera: los hombres se han vuelto 
estúpidos. El proceso venía de tiempo atrás. Se ha dicho, con alguna razón, 
que el estoico Posidonio, maestro de Cicerón, es el último hombre antiguo 
capaz de colocarse ante los hechos con la mente porosa y activa, dispuesto 
a investigarlos. Después de él, las cabezas se obliteran y, salvo los 
alejandrinos, no van a hacer más que repetir, estereotipar. 
 Pero el síntoma y documento más terrible de esta forma, a un tiempo 
homogénea y estúpida -y lo uno por lo otro-, que adopta la vida de un cabo 
a otro del Imperio, está donde menos se podía esperar y donde todavía, que 
yo sepa, nadie la ha buscado: en el idioma. La lengua, que no nos sirve para 
decir suficientemente lo que cada uno quisiéramos decir, revela, en cambio, 
y grita, sin que lo queramos, la condición más arcana de la sociedad que la 
habla. En la porción no helenizada del pueblo romano, la lengua vigente es 
la que se ha llamado «latín vulgar», matriz de nuestros romances. No se 
conoce bien este latín vulgar y, en buena parte, sólo se llega a él por 
reconstrucciones. Pero lo que se conoce basta y sobra para que nos 
produzcan espanto dos de sus caracteres. Uno es la increíble simplificación 
de su mecanismo gramatical en comparación con el latín clásico. La sabrosa 
complejidad indoeuropea, que conservaba el lenguaje de las clases 
superiores, quedó suplantada por un habla plebeya, de mecanismo muy 
fácil, pero a la vez, o por lo mismo, pesadamente mecánico, como material; 
gramática balbuciente y perifrástica, de ensayo y rodeo, como la infantil. 
Es, en efecto, una lengua pueril o gaga, que no permite la fina arista del 
razonamiento ni líricos tornasoles. Es una lengua sin luz ni temperatura, sin 
evidencia y sin calor de alma, una lengua triste que avanza a tientas. Los 
vocablos parecen viejas monedas de cobre, mugrientas y sin rotundidad, 
como hartas de rodar por las tabernas mediterráneas. ¡Qué vidas evacuadas 
de sí mismas, desoladas, condenadas a eterna cotidianidad, se adivinan tras 
este seco artefacto lingüístico! 
 El otro carácter aterrador del latín vulgar es precisamente su 
homogeneidad. Los lingüistas, que acaso son, después de los aviadores, los 
hombres menos dispuestos a asustarse de cosa alguna, no parecen inmutarse 
ante el hecho de que hablasen lo mismo países tan dispares como Cartago y 
Galia, Tingitania y Dalmacia, Hispania y Rumania. Yo, en cambio, que soy 
bastante tímido, que tiemblo cuando veo cómo el viento fatiga unas cañas, 
no puedo reprimir ante ese hecho un estremecimiento medular. Me parece, 
La rebelión de las masas José Ortega y Gasset 
 15 
sencillamente, atroz. Verdad es que trato de representarme cómo era por 
dentro eso que mirado desde fuera nos aparece, tranquilamente, como 
homogeneidad; procuro descubrir la realidad viviente de que ese hecho es 
la quieta impronta. Consta, claro está, que había africanismos, hispanismos, 
galicismos. Pero al constar esto quiere decir que el torso de la lengua era 
común e idéntico, a pesar de las distancias, del escaso intercambio, de la 
dificultad de comunicaciones y de que no contribuía a fijarlo una literatura. 
¿Cómo podían venir a coincidencia el celtíbero y el belga, el vecino de 
Hipona y el de Lutecia, el mauritano y el dacio, sino en virtud de un 
achatamiento general, reduciendo la existencia a su base, nulifícando sus 
vidas? El latín vulgar está ahí en los archivos, como un escalofriante 
petrefacto, testimonio de que una vez la historia agonizó bajo el imperio 
homogéneo de la vulgaridad por haber desaparecido la fértil «variedad de 
situaciones». 
 
 
IV 
 
 Ni este volumen ni yo somos políticos. El asunto de que aquí se 
habla es previo a la política y pertenece a su subsuelo. Mi trabajo es oscura 
labor subterránea de minero. La misión del llamado «intelectual» es, en 
cierto modo, opuesta a la del político. La obra intelectual aspira, con 
frecuencia en vano, a aclarar un poco las cosas, mientras que la del político 
suele, por el contrario, consistir en confundirlas más de lo que estaban. Ser 
de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infínitas maneras que 
el hombre puede elegir para ser un imbécil: ambas, en efecto, son formas de 
la hemiplejía moral. Además, la persistencia de estos calificativos 
contribuye no poco a falsificar más aún la «realidad» del presente, ya falsa 
de por sí, porque se ha rizado el rizo de las experiencias políticas a que 
responden, como lo demuestra el hecho de que hoy las derechas prometenrevoluciones y las izquierdas proponen tiranías. 
 Hay obligación de trabajar sobre las cuestiones del tiempo. Esto, sin 
duda. Y yo lo he hecho toda mi vida. He estado siempre en la brecha. Pero 
una de las cosas que ahora se dicen -una «corriente»- es que, incluso a costa 
de la claridad mental, todo el mundo tiene que hacer política sensu stricto. 
Lo dicen, claro está, los que no tienen otra cosa que hacer. Y hasta lo 
corroboran citando de Pascal el imperativo d'abêtissement. Pero hace 
mucho tiempo que he aprendido a ponerme en guardia cuando alguien cita a 
Pascal. Es una cautela de higiene elemental. 
 El politicismo integral, la absorción de todas las cosas y de todo el 
hombre por la política, es una y misma cosa con el fenómeno de rebelión de 
las masas que aquí se describe. La masa en rebeldía ha perdido toda 
La rebelión de las masas José Ortega y Gasset 
 16 
capacidad de religión y de conocimiento. No puede tener dentro más que 
política, una política exorbitada, frenética, fuera de sí, puesto que pretende 
suplantar al conocimiento, a la religión, a la sagesse -en fin, a las únicas 
cosas que por su sustancia son aptas para ocupar el centro de la mente 
humana-. La política vacía al hombre de soledad e intimidad, y por eso es la 
predicación del politicismo integral una de las técnicas que se usan para 
socializarlo. 
 Cuando alguien nos pregunta qué somos en política o, anticipándose 
con la insolencia que pertenece al estilo de nuestro tiempo, nos adscribe a 
una, en vez de responder, debemos preguntar al impertinente qué piensa él 
que es el hombre y la naturaleza y la historia, qué es la sociedad y el 
individuo, la colectividad, el Estado, el uso, el derecho. La política se 
apresura a apagar las luces para que todos estos gatos resulten pardos. 
 Es preciso que el pensamiento europeo proporcione sobre todos estos 
temas nueva claridad. Para eso está ahí, no para hacer la rueda del pavo real 
en las reuniones académicas. Y es preciso que lo haga pronto, o, como 
Dante decía, que encuentre la salida: 
 
 ... studiate il passo 
 mentre che l'Occidente non s'annera. 
 
 (Purg., XXVII, 62-63.) 
 
 Eso sería lo único de que podría esperarse con alguna vaga 
probabilidad la solución del tremendo problema que las masas actuales 
plantean. 
 Este volumen no pretende, ni de muy lejos, nada parecido. Como sus 
últimas palabras hacen constar, es sólo una primera aproximación al 
problema del hombre actual. Para hablar sobre él más en serio y más a 
fondo, no habría más remedio que ponerse en traza abismática, vestirse la 
escafandra y descender a lo más profundo del hombre. Esto hay que hacerlo 
sin pretensiones, pero con decisión, y yo lo he intentado en un libro 
próximo a aparecer en otros idiomas bajo el título El hombre y la gente. 
 Una vez que nos hemos hecho bien cargo de cómo es este tipo 
humano hoy dominante, y que he llamado el hombre-masa, es cuando se 
suscitan las interrogaciones más fértiles y más dramáticas. ¿Se puede 
reformar este tipo de hombre? Quiero decir: los graves defectos que hay en 
él, tan graves que si no se los extirpa producirán de modo inexorable la 
aniquilación de Occidente, ¿toleran ser corregidos? Porque, como verá el 
lector, se trata precisamente de un hombre hermético, que no está abierto de 
verdad a ninguna instancia superior. 
La rebelión de las masas José Ortega y Gasset 
 17 
 La otra pregunta decisiva, de la que, a mi juicio, depende toda 
posibilidad de salud, es ésta: ¿Pueden las masas, aunque quisieran, 
despertar a la vida personal? No cabe desarrollar aquí el tremebundo tema, 
porque está demasiado virgen. Los términos en que hay que plantearlo no 
constan en la conciencia pública. Ni siquiera está esbozado el estudio del 
distinto margen de individualidad que cada época del pasado ha dejado a la 
existencia humana. Porque es pura inercia mental del «progresismo» 
suponer que conforme avanza la historia crece la holgura que se concede al 
hombre para poder ser individuo personal, como creía el honrado ingeniero, 
pero nulo historiador, Herbert Spencer. No; la historia está llena de 
retrocesos en este orden, y acaso la estructura de la vida en nuestra época 
impide superlativamente que el hombre pueda vivir como persona. 
 Al contemplar en las grandes ciudades esas inmensas aglomeraciones 
de seres humanos que van y vienen por sus calles y se concentran en 
festivales y manifestaciones políticas, se incorpora en mí, obsesionante, 
este pensamiento: ¿Puede hoy un hombre de veinte años formarse un 
proyecto de vida que tenga figura individual y que, por lo tanto, necesitaría 
realizarse mediante sus iniciativas independientes, mediante sus esfuerzos 
particulares? Al intentar el despliegue de esta imagen en su fantasía, ¿no 
notará que es, si no imposible, casi improbable, porque no hay a su 
disposición espacio en que poder alojarla y en que poder moverse según su 
propio dictamen? Pronto advertirá que su proyecto tropieza con el prójimo, 
como la vida del prójimo aprieta la suya. El desánimo le llevará, con la 
facilidad de adaptación propia de su edad, a renunciar no sólo a todo acto, 
sino hasta a todo deseo personal, y buscará la solución opuesta: imaginará 
para sí una vida estándar, compuesta de desiderata comunes a todos, y verá 
que para lograrla tiene que solicitarla o exigirla en colectividad con los 
demás. De aquí la acción en masa. 
 La cosa es horrible, pero no creo que exagera la situación efectiva en 
que van hallándose casi todos los europeos. En una prisión donde se han 
amontonado muchos más presos de los que caben, ninguno puede mover un 
brazo ni una pierna por propia iniciativa, porque chocaría con los cuerpos 
de los demás. En tal circunstancia, los movimientos tienen que ejecutarse 
en común, y hasta los músculos respiratorios tienen que funcionar a ritmo 
de reglamento. Esto sería Europa convertida en termitera. Pero ni siquiera 
esta cruel imagen es una solución. La termitera humana es imposible, 
porque fue el llamado «individualismo» el que enriqueció al mundo y a 
todos en el mundo, y fue esta riqueza la que prolificó tan fabulosamente la 
planta humana. Cuando los restos de ese «individualismo» desaparecieran, 
haría su reaparición en Europa el famelismo gigantesco del Bajo Imperio, y 
la termitera sucumbiría como al soplo de un dios torvo y vengativo. 
Quedarían muchos menos hombres, que lo serían un poco más. 
La rebelión de las masas José Ortega y Gasset 
 18 
 Ante el feroz patetismo de esta cuestión que, queramos o no, está ya a 
la vista, el tema de la «justicia social», con ser tan respetable, empalidece y 
se degrada hasta parecer retórico e insincero suspire romántico. Pero, al 
mismo tiempo, orienta sobre los caminos acertados para conseguir lo que de 
esa «justicia social» es posible y es justo conseguir, caminos que no 
parecen pasar por una miserable socialización, sino dirigirse en vía recta 
hacia un magnánimo solidarismo. Este último vocablo es, por lo demás, 
inoperante, porque hasta la fecha no se ha condensado en él un sistema 
enérgico de ideas históricas y sociales; antes bien, rezuma sólo vagas 
filantropías. 
 La primera condición para un mejoramiento de la situación presente 
es hacerse bien cargo de su enorme dificultad. Sólo esto nos llevará a atacar 
el mal en los estratos hondos donde verdaderamente se origina. Es, en 
efecto, muy difícil salvar una civilización cuando le ha llegado la hora de 
caer bajo el poder de los demagogos. Los demagogos han sido los grandes 
estranguladores de civilizaciones. La griega y la romana sucumbieron a 
manes de esta fauna repugnante que hacía exclamar a Macaulay: «En todos 
los siglos, los ejemplos más viles de la naturaleza humana se han 
encontrado entre los demagogos». Pero no es un hombre demagogo 
simplemente porque se ponga a gritar ante la multitud. Esto puede ser en 
ocasiones una magistratura sacrosanta. La demagogia esencial del 
demagogo esta dentro de su mente y radica en su irresponsabilidad antelas 
ideas mismas que maneja y que él no ha creado, sino recibido de los 
verdaderos creadores. La demagogia es una forma de degeneración 
intelectual que, como amplio fenómeno de la historia europea, aparece en 
Francia hacia 1750. ¿Por qué entonces? ¿Por qué en Francia? Éste es uno 
de los puntos neurálgicos del destino occidental y, especialmente, del 
destino francés. 
 Ello es que desde entonces cree Francia, y por irradiación de ella casi 
todo el continente, que el método para resolver los grandes problemas 
humanos es el método de la revolución, entendiendo por tal lo que ya 
Leibniz llamaba una «revolución general», la voluntad de transformar de un 
golpe todo y en todos los géneros. Merced a ello, esta maravilla que es 
Francia llega en malas condiciones a la difícil coyuntura del presente. 
Porque ese país tiene o cree que tiene una tradición revolucionaria. Y si ser 
revolucionario es ya cosa grave, ¡cuán más serio, paradójicamente, por 
tradición! Es cierto que en Francia se ha hecho una gran revolución y varias 
torvas o ridículas; pero si nos atenemos a la verdad desnuda de los anales, 
lo que encontramos es que esas revoluciones han servido principalmente 
para que durante todo un siglo, salvo unos días o unas semanas, Francia 
haya vivido más que ningún otro pueblo bajo formas políticas, en una u otra 
dosis, autoritarias y contrarrevolucionarias . Sobre todo, el gran bache 
La rebelión de las masas José Ortega y Gasset 
 19 
moral de la historia francesa que fueron los veinte años del Segundo 
Imperio se debió bien claramente a la botaratería de los revolucionarios de 
1848, gran parte de los cuales confesó el propio Raspail que habían sido 
antes clientes suyos. 
 En las revoluciones intenta la abstracción sublevarse contra lo 
concrete; por eso es consustancial a las revoluciones el fracaso. Los 
problemas humanos no son, como los astronómicos, o los químicos, 
abstractos. Son problemas de máxima concreción, porque son históricos. Y 
el único método de pensamiento que proporciona alguna probabilidad de 
acierto en su manipulación es la «razón histórica». Cuando se contempla 
panorámicamente la vida pública de Francia durante los últimos ciento 
cincuenta años, salta a la vista que sus geómetras, sus físicos y sus médicos 
se han equivocado casi siempre en sus juicios políticos, y que han sabido, 
en cambio, acertar sus historiadores. Pero el racionalismo fisicomatemático 
ha sido en Francia demasiado glorioso para que no tiranice a la opinión 
pública. Malebranche rompe con un amigo suyo porque vio sobre su mesa 
un Tucídides. 
 Estos meses pasados, empujando mi soledad por las calles de París, 
caía en la cuenta de que yo no conocía en verdad a nadie de la gran ciudad, 
salvo las estatuas. Algunas de éstas, en cambio, son viejas amistades, 
antiguas incitaciones o perennes maestros de mi intimidad. Y como no tenía 
con quién hablar, he conversado con ellas sobre grandes temas humanos. 
No sé si algún día saldrán a la luz estas «Conversaciones con estatuas», que 
han dulcificado una etapa dolorosa y estéril de mi vida. En ellas se razona 
con el marqués de Condorcet, que está en el Quai Conti, sobre la peligrosa 
ideal del progreso. Con el pequeño busto de Comte que hay en su 
departamento de la rue Monsieur-le-Prince he hablado sobre el pouvoir 
spirituel, insuficientemente ejercido por mandarines literarios y por una 
Universidad que ha quedado por completo excéntrica a la efectiva vida de 
las naciones. Al propio tiempo he tenido el honor de recibir el encargo de 
un enérgico mensaje que ese busto dirige al otro, al grande, erigido en la 
plaza de la Sorbona, y que es el busto del falso Comte, del oficial, del de 
Littré. Pero era natural que me interesase sobre todo escuchar una vez más 
la palabra de nuestro sumo maestro Descartes, el hombre a quien más debe 
Europa. 
 El puro azar que zarandea mi existencia ha hecho que redacte estas 
líneas teniendo a la vista el lugar de Holanda que habitó en 1642 el nuevo 
descubridor de la raison. Este lugar, llamado Endegeest, cuyos árboles dan 
sombra a mi ventana, es hoy un manicomio. Dos veces al día -y en 
amonestadora proximidad- veo pasar los idiotas y los dementes que orean 
un rato a la intemperie su malograda hombría. 
La rebelión de las masas José Ortega y Gasset 
 20 
 Tres siglos de experiencia «racionalista» nos obligan a recapitular 
sobre el esplendor y los límites de aquella prodigiosa raison cartesiana. 
Esta raison es sólo matemática, física, biológica. Sus fabulosos triunfos 
sobre la naturaleza, superiores a cuanto pudiera sonarse, subrayan tanto más 
su fracaso ante los asuntos propiamente humanos e invitan a integrarla en 
otra razón más radical, que es la «razón» histórica. 
 Ésta nos muestra la vanidad de toda revolución general, de todo lo 
que sea intentar la transformación súbita de una sociedad y comenzar de 
nuevo la historia, como pretendían los confusionarios del 89. Al método de 
la revolución opone el único digno de la larga experiencia que el europeo 
actual tiene a su espalda. Las revoluciones, tan incontinentes en su prisa, 
hipócritamente generosa, de proclamar derechos, han violado siempre, 
hollado y roto el derecho fundamental del hombre, tan fundamental, que es 
la definición misma de su sustancia: el derecho a la continuidad. La única 
diferencia radical entre la historia humana y la «historia natural» es que 
aquélla no puede nunca comenzar de nuevo. Köhler y otros han mostrado 
cómo el chimpancé y el orangután no se diferencian del hombre por lo que, 
hablando rigorosamente, llamamos inteligencia, sino porque tienen mucha 
menos memoria que nosotros. Las pobres bestias se encuentran cada 
mañana con que han olvidado casi todo lo que han vivido el día anterior, y 
su intelecto tiene que trabajar sobre un mínimo material de experiencias. 
Parejamente, el tigre de hoy es idéntico al de hace seis mil años, porque 
cada tigre tiene que empezar de nuevo a ser tigre, como si no hubiese 
habido antes ninguno. El hombre, en cambio, merced a su poder de 
recordar, acumula su propio pasado, lo posee y lo aprovecha. El hombre no 
es nunca un primer hombre: comienza desde luego a existir sobre cierta 
altitud de pretérito amontonado. Éste es el tesoro único del hombre, su 
privilegio y su señal. Y la riqueza menor de ese tesoro consiste en lo que de 
él parezca acertado y digno de conservarse: lo importante es la memoria de 
los errores, que nos permite no cometer los mismos siempre. El verdadero 
tesoro del hombre es el tesoro de sus errores, la larga experiencia vital 
decantada gota a gota en milenios. Por eso Nietzsche define el hombre 
superior como el ser «de la más larga memoria». 
 Romper la continuidad con el pasado, querer comenzar de nuevo, es 
aspirar a descender y plagiar al orangután. Me complace que fuera un 
francés, Dupont-Withe, quien, hacia 1860, se atreviese a clamar: «La 
continuité est un droit de I'homme: elle est un hommage à tout ce qui le 
distingue de la bête». 
 Delante de mí está un periódico donde acabo de leer el relato de las 
fiestas con que ha celebrado Inglaterra la coronación del nuevo rey. Se dice 
que desde hace mucho tiempo la monarquía inglesa es una institución 
meramente simbólica. Esto es verdad, pero diciéndolo así dejamos escapar 
La rebelión de las masas José Ortega y Gasset 
 21 
lo mejor. Porque, en efecto, la monarquía no ejerce en el Imperio británico 
ninguna función material y palpable. Su papel no es gobernar, ni 
administrar la justicia, ni mandar el ejército. Mas no por esto es una 
institución vacía, vacante de servicio. La monarquía en Inglaterra ejerce 
una función determinadísima y de alta eficacia: la de simbolizar. Por eso el 
pueblo inglés, con deliberado propósito, ha dado ahora inusitada 
solemnidad al rito de la coronación. Frente a la turbulencia actual del 
continente, ha querido afirmar las normas permanentes que regulan su vida. 
Nos ha dado una lección más. Como siempre, ya que siempre pareció 
Europa un tropelde pueblos -los continentales, llenos de genio, pero 
exentos de serenidad, nunca maduros, siempre pueriles, y al fondo, detrás 
de ellos, Inglaterra... como la nurse de Europa. 
 Este es el pueblo que siempre ha llegado antes al porvenir, que se ha 
anticipado a todos en casi todos los órdenes. Prácticamente deberíamos 
omitir el casi. Y he aquí que este pueblo nos obliga, con cierta 
impertinencia del más puro dandismo, a presenciar un vetusto ceremonial y 
a ver cómo actúan -porque no han dejado nunca de ser actuales- los más 
viejos y mágicos trabajos de su historia, la corona y el cetro, que entre 
nosotros rigen sólo al azar de la baraja. El inglés tiene empeño en hacernos 
constar que su pasado, precisamente porque ha pasado, porque le ha 
pasado a él sigue existiendo para él Desde un futuro al cual no hemos 
llegado, nos muestra la vigencia lozana de su pretérito. Este pueblo circula 
por todo su tiempo, es verdaderamente señor de sus siglos, que conserva 
con activa posesión. Y esto es ser un pueblo de hombres: poder hoy seguir 
en su ayer sin dejar por eso de vivir para el futuro; poder existir en el 
verdadero presente, ya que el presente es sólo la presencia del pasado y del 
porvenir, el lugar donde pretérito y futuro efectivamente existen. 
 Con las fiestas simbólicas de la coronación, Inglaterra ha opuesto, 
una vez más, al método revolucionario el método de la continuidad, el 
único que puede evitar en la marcha de las cosas humanas ese aspecto 
patológico que hace de la historia una lucha ilustre y perenne entre los 
paralíticos y los epilépticos. 
 
 
V 
 
 Como en estas páginas se hace la anatomía del hombre hoy 
dominante, procedo partiendo de su aspecto externo, por decirlo así, de su 
piel, y luego penetro un poco más en dirección hacia sus vísceras. De aquí 
que sean los primeros capítulos los que han caducado más. La piel del 
tiempo ha cambiado. El lector debería, al leerlos, retrotraerse a los años 
1926-1928. Ya ha comenzado la crisis en Europa, pero aún parece una de 
La rebelión de las masas José Ortega y Gasset 
 22 
tantas. Todavía se sienten las gentes en plena seguridad. Todavía gozan de 
los lujos de la inflación. Y, sobre todo, se pensaba: ahí esta América! Era la 
América de la fabulosa prosperity. 
 Lo único que cuanto va dicho en estas páginas que me inspira algún 
orgullo, es no haber padecido el inconcebible error de óptica que entonces 
sufrieron casi todos los europeos, incluso los mismos economistas. Porque 
no conviene olvidar que entonces se pensaba muy en serio que los 
americanos habían descubierto otra organización de la vida que anulaba 
para siempre las perpetuas plagas humanas que son las crisis. A mí me 
sonrojaba que los europeos, inventores de lo más alto que hasta ahora se ha 
inventado -el sentido histórico-, mostrasen en aquella ocasión carecer de él 
por completo. El viejo lugar común de que América es el porvenir había 
nublado un momento su perspicacia. Tuve entonces el coraje de oponerme a 
semejante desliz, sosteniendo que América, lejos de ser el porvenir, era en 
realidad un remoto pasado, porque era primitivismo. Y, también contra lo 
que se cree, lo era y lo es mucho más América del Norte que la América del 
Sur, la hispánica. Hoy la cosa va siendo clara, y los Estados Unidos no 
envían ya al viejo continente señoritas para -como una me decía a la sazón- 
«convencerse de que en Europa no hay nada interesante». 
 Haciéndome a mi mismo violencia, he aislado en este casi libro, del 
problema total que es para el hombre, y aun especialmente para el hombre 
europeo su inmediato porvenir, un solo factor: la caracterización del 
hombre medio que hoy va adueñándose de todo. Esto me ha obligado a un 
duro ascetismo, a la abstención de expresar mis convicciones sobre cuanto 
toco de paso. Más aún: a presentar con frecuencia las cosas en forma que, si 
era la más favorable para aclarar el tema exclusive de este estudio, era la 
peor para dejar ver mi opinión sobre esas cosas. Baste señalar una cuestión, 
aunque fundamental. He medido al hombre medio actual en cuanto a su 
capacidad para continuar la civilización moderna y en cuanto a su adhesión 
a la cultura. Cualquiera diría que esas dos cosas -la civilización y la cultura- 
no son para mí cuestión. La verdad es que ellas son precisamente lo que 
pongo en cuestión casi desde mis primeros escritos. Pero yo no debía 
complicar los asuntos. Cualquiera que sea nuestra actitud ante la 
civilización y la cultura, está ahí, como un factor de primer orden con que 
hay que contar, la anomalía representada por el hombre-masa. Por eso urgía 
aislar crudamente sus síntomas. 
 No debe, pues, el lector francés esperar más de este volumen, que no 
es, a la postre, sino un ensayo de serenidad en medio de la tormenta. 
 
JOSÉ ORTEGA Y GASSET. 
 
«Het Witte Huis», Oegstgeest. Holanda, mayo de 1937. 
La rebelión de las masas José Ortega y Gasset 
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PRIMERA PARTE 
 
LA REBELIÓN DE LAS MASAS 
 
 
I 
 
EL HECHO DE LAS AGLOMERACIONES 
 
 Hay un hecho que, para bien o para mal, es el más importante en la 
vida pública europea de la hora presente. Este hecho es el advenimiento de 
las masas al pleno poderío social. Como las masas, por definición, no deben 
ni pueden dirigir su propia existencia, y menos regentar la sociedad, quiere 
decirse que Europa sufre ahora la más grave crisis que a pueblos, naciones, 
culturas, cabe padecer. Esta crisis ha sobrevenido más de una vez en la 
historia. Su fisonomía y sus consecuencias son conocidas. También se 
conoce su nombre. Se llama la rebelión de las 
masas. 
 Para la inteligencia del formidable hecho conviene que se evite dar 
desde luego a las palabras «rebelión», «masas», «poderío social», etc., un 
significado exclusiva o primariamente político. La vida pública no es sólo 
política, sino, a la par y aun antes, intelectual, moral, económica, religiosa; 
comprende los usos todos colectivos e incluye el modo de vestir y el modo 
de gozar. 
 Tal vez la mejor manera de acercarse a este fenómeno histórico 
consista en referirnos a una experiencia visual, subrayando una facción de 
nuestra época que es visible con los ojos de la cara. 
 Sencillísima de enunciar, aunque no de analizar, yo la denomino el 
hecho de la aglomeración, del «lleno». Las ciudades están llenas de gente. 
Las casas, llenas de inquilinos. Los hoteles, llenos de huéspedes. Los 
trenes, llenos de viajeros. Los cafés, llenos de consumidores. Los paseos, 
llenos de transeúntes. Las salas de los médicos famosos, llenas de enfermos. 
Los espectáculos, como no sean muy extemporáneos, llenos de 
espectadores. Las playas, llenas de bañistas. Lo que antes no solía ser 
problema empieza a serlo casi de continuo: encontrar sitio. 
 Nada más. ¿Cabe hecho más simple, más notorio, más constante, en 
la vida actual? Vamos ahora a punzar el cuerpo trivial de esta observación, 
y nos sorprenderá ver cómo de él brota un surtidor inesperado, donde la 
blanca luz del día, de este día, del presente, se descompone en todo su rico 
cromatismo interior. 
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 ¿Qué es lo que vemos, y al verlo nos sorprende tanto? Vemos la 
muchedumbre, como tal, posesionada de los locales y utensilios creados por 
la civilización. Apenas reflexionamos un poco, nos sorprendemos de 
nuestra sorpresa. Pues qué, ¿no es el ideal? El teatro tiene sus localidades 
para que se ocupen; por lo tanto, para que la sala esté llena. Y lo mismo los 
asientos del ferrocarril, y sus cuartos el hotel. Sí; no tiene duda. Pero el 
hecho es que antes ninguno de estos establecimientos y vehículos solían 
estar llenos, y ahora rebosan, queda fuera gente afanosa de usufructuarlos. 
Aunque el hecho sea lógico, natural, no puede desconocerse que antes no 
acontecía y ahora sí; por lo tanto, que ha habido un cambio, una 
innovación, la cual justifica, por lo menos en el primer momento, nuestra 
sorpresa. 
 Sorprenderse, extrañarse, es comenzar a entender. Es el deporte y el 
lujo específicodel intelectual. Por eso su gesto gremial consiste en mirar al 
mundo con los ojos dilatados por la extrañeza. Todo en el mundo es extraño 
y es maravilloso para unas pupilas bien abiertas. Esto, maravillarse, es la 
delicia vedada al futbolista, y que, en cambio, lleva al intelectual por el 
mundo en perpetua embriaguez de visionario. Su atributo son los ojos en 
pasmo. Por eso los antiguos dieron a Minerva la lechuza, el pájaro con los 
ojos siempre deslumbrados. 
 La aglomeración, el lleno, no era antes frecuente. ¿Por qué lo es 
ahora? 
 Los componentes de esas muchedumbres no han surgido de la nada. 
Aproximadamente, el mismo número de personas existía hace quince años. 
Después de la guerra parecería natural que ese número fuese menor. Aquí 
topamos, sin embargo, con la primera nota importante. Los individuos que 
integran estas muchedumbres preexistían, pero no como muchedumbre. 
Repartidos por el mundo en pequeños grupos, o solitarios, llevaban una 
vida, por lo visto, divergente, disociada, distante. Cada cual -individuo o 
pequeno grupo- ocupaba un sitio, tal vez el suyo, en el campo, en la aldea, 
en la villa, en el barrio de la gran ciudad. 
 Ahora, de pronto, aparecen bajo la especie de aglomeración, y 
nuestros ojos ven dondequiera muchedumbres. ¿Dondequiera? No, no; 
precisamente en los lugares mejores, creación relativamente refinada de la 
cultura humana, reservados antes a grupos menores, en definitiva, a 
minorías. 
 La muchedumbre, de pronto, se ha hecho visible, se ha instalado en 
los lugares preferentes de la sociedad. Antes, si existía, pasaba inadvertida, 
ocupaba el fondo del escenario social; ahora se ha adelantado a las baterías, 
es ella el personaje principal. Ya no hay protagonistas: sólo hay 
coro. 
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 El concepto de muchedumbre es cuantitativo y visual. 
Traduzcámoslo, sin alterarlo, a la terminología sociológica. Entonces 
hallamos la idea de masa social. La sociedad es siempre una unidad 
dinámica de dos factores: minorías y masas. Las minorías son individuos o 
grupos de individuos especialmente cualificados. La masa es el conjunto de 
personas no especialmente cualificadas. No se entienda, pues, por masas, 
sólo ni principalmente «las masas obreras». Masa es el «hombre medio». 
De este modo se convierte lo que era meramente cantidad -la 
muchedumbre- en una determinación cualitativa: es la cualidad común, es 
lo mostrenco social, es el hombre en cuanto no se diferencia de otros 
hombres, sino que repite en sí un tipo genérico. ¿Qué hemos ganado con 
esta conversión de la cantidad a la cualidad? Muy sencillo: por medio de 
ésta comprendemos la génesis de aquella. Es evidente, hasta perogrullesco, 
que la formación normal de una muchedumbre implica la coincidencia de 
deseos, de ideas, de modo de ser, en los individuos que la integran. Se dirá 
que es lo que acontece con todo grupo social, por selecto que pretenda ser. 
En efecto; pero hay una esencial diferencia. 
 En los grupos que se caracterizan por no ser muchedumbre y masa, la 
coincidencia efectiva de sus miembros consiste en algún deseo, idea o ideal, 
que por sí solo excluye el gran número. Para formar una minoría, sea la que 
fuere, es preciso que antes cada cual se separe de la muchedumbre por 
razones especiales, relativamente individuales. Su coincidencia con los 
otros que forman la minoría es, pues, secundaria, posterior, a haberse cada 
cual singularizado, y es, por lo tanto, en buena parte, una coincidencia en 
no coincidir. Hay cosas en que este carácter singularizador del grupo 
aparece a la intemperie: los grupos ingleses que se llaman a sí mismos «no 
conformistas», es decir, la agrupación de los que concuerdan sólo en su 
disconformidad respecto a la muchedumbre ìlimitada. Este ingrediente de 
juntarse los menos, precisamente para separarse de los más, va siempre 
involucrado en la formación de toda minoría. Hablando del reducido 
público que escuchaba a un músico refínado, dice graciosamente Mallarmé 
que aquel público subrayaba con la presencia de su escasez la ausencia 
multitudinaria. 
 En rigor, la masa puede definirse, como hecho psicológico, sin 
necesidad de esperar a que aparezcan los individuos en aglomeración. 
Delante de una sola persona podemos saber si es masa o no. Masa es todo 
aquel que no se valora a sí mismo -en bien o en mal- por razones especiales, 
sino que se siente «como todo el mundo» y, sin embargo, no se angustia, se 
siente a saber al sentirse idéntico a los demás. Imagínese un hombre 
humilde que al intentar valorarse por razones especiales -al preguntarse si 
tiene talento para esto o lo otro, si sobresale en algún orden-, advierte que 
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no posee ninguna cualidad excelente. Este hombre se sentirá mediocre y 
vulgar, mal dotado; pero no se sentirá «masa». 
 Cuando se habla de «minorías selectas», la habitual bellaquería suele 
tergiversar el sentido de esta expresión, fingiendo ignorar que el hombre 
selecto no es el petulante que se cree superior a los demás, sino el que se 
exige más que los demás, aunque no logre cumplir en su persona esas 
exigencias superiores. Y es indudable que la división más radical que cabe 
hacer de la humanidad es ésta, en dos clases de criaturas: las que se exigen 
mucho y acumulan sobre sí mismas dificultades y deberes, y las que no se 
exigen nada especial, sino que para ellas vivir es ser en cada instante lo que 
ya son, sin esfuerzo de perfección sobre sí mismas, boyas que van a la 
deriva. 
 Esto me recuerda que el budismo ortodoxo se compone de dos 
religiones distintas: una, más rigurosa y difícil; otra, más laxa y trivial: el 
Mahayana -«gran vehículo», o «gran carril»-, el Himayona -«pequeño 
vehículo», «camino menor»-. Lo decisivo es si ponemos nuestra vida a uno 
u otro vehículo, a un máximo de exigencias o a un mínimo. 
 La división de la sociedad en masas y minorías excelentes no es, por 
lo tanto, una división en clases sociales, sino en clases de hombres, y no 
puede coincidir con la jerarquización en clases superiores e inferiores. 
Claro está que en las superiores, cuando llegan a serlo, y mientras lo fueron 
de verdad, hay más verosimilitud de hallar hombres que adoptan el «gran 
vehículo», mientras las inferiores están normalmente constituidas por 
individuos sin calidad. Pero, en rigor, dentro de cada clase social hay masa 
y minoría auténtica. Como veremos, es característico del tiempo el 
predominio, aun en los grupos cuya tradición era selectiva, de la masa y el 
vulgo. Así, en la vida intelectual, que por su misma esencia requiere y 
supone la calificación, se advierte el progresivo triunfo de los 
seudointelectuales incualifícados, incalificables y descalificados por su 
propia contextura. Lo mismo en los grupos supervivientes de la «nobleza» 
masculina y femenina. En cambio, no es raro encontrar hoy entre los 
obreros, que antes podían valer como el ejemplo más puro de esto que 
llamamos «masa», almas egregiamente disciplinadas. 
 Ahora bien: existen en la sociedad operaciones, actividades, 
funciones del más diverso orden, que son, por su misma naturaleza, 
especiales, y, consecuentemente, no pueden ser bien ejecutadas sin dotes 
también especiales. Por ejemplo: ciertos placeres de carácter artístico y 
lujoso o bien las funciones de gobierno y de juicio político sobre los 
asuntos públicos. Antes eran ejercidas estas actividades especiales por 
minorías calificadas -califícadas, por lo menos, en pretensión-. La masa no 
pretendía intervenir en ellas: se daba cuenta de que si quería intervenir 
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tendría, congruentemente, que adquirir esas dotes especiales y dejar de ser 
masa. Conocía su papel en una saludable dinámica social. 
 Si ahora retrocedemos a los hechos enunciados al principio, nos 
aparecerán inequívocamente como nuncios de un cambio de actitud en la 
mesa. Todos ellos indican que ésta ha resuelto adelantarse al primerpiano 
social y ocupar los locales y usar los utensilios y gozar de los placeres antes 
adscritos a los pocos. Es evidente que, por ejemplo, los locales no estaban 
premeditados para las muchedumbres, puesto que su dimensión es muy 
reducida, y el gentío rebosa constantemente de ellos, demostrando a los 
ojos y con lenguaje visible el hecho nuevo: la masa que, sin dejar de serlo, 
suplanta a las minorías. 
 Nadie, creo yo, deplorará que las gentes gocen hoy en mayor medida 
y número que antes, ya que tienen para ello el apetito y los medios. Lo malo 
es que esta decisión tomada por las masas de asumir las actividades propias 
de las minorías no se manifiesta, ni puede manifestarse, sólo en el orden de 
los placeres, sino que es una manera general del tiempo. Así -anticipando lo 
que luego veremos-, creo que las innovaciones políticas de los más 
recientes años no significan otra cosa que el imperio político de las masas. 
La vieja democracia vivía templada por una abundante dosis de liberalismo 
y de entusiasmo por la ley. Al servir a estos principios, el individuo se 
obligaba a sostener en sí mismo una disciplina difícil. Al amparo del 
principio liberal y de la norma jurídica podían actuar y vivir las minorías. 
Democracia y ley, convivencia legal, eran sinónimos. Hoy asistimos al 
triunfo de una hiperdemocracia en que la masa actúa directamente sin ley, 
por medio de materiales presiones, imponiendo sus aspiraciones y sus 
gustos. Es falso interpretar las situaciones nuevas como si la masa se 
hubiese cansado de la política y encargase a personas especiales su 
ejercicio. Todo lo contrario. Eso era lo que antes acontecía, eso era la 
democracia liberal. La masa presumía que, al fin y al cabo, con todos sus 
defectos y lacras, las minorías de los políticos entendían un poco más de los 
problemas públicos que ella. Ahora, en cambio, cree la masa que tiene 
derecho a imponer y dar vigor de ley a sus tópicos de café. Yo dudo que 
haya habido otras épocas de la historia en que la muchedumbre llegase a 
gobernar tan directamente como en nuestro tiempo. Por eso hablo de 
hiperdemocracia. 
 Lo propio acaece en los demás órdenes, muy especialmente en el 
intelectual. Tal vez padezco un error; pero el escritor, al tomar la pluma 
para escribir sobre un tema que ha estudiado largamente, debe pensar que el 
lector medio, que nunca se ha ocupado del asunto, si le lee, no es con el fin 
de aprender algo de él, sino, al revés, para sentenciar sobre él cuando no 
coincide con las vulgaridades que este lector tiene en la cabeza. Si los 
individuos que integran la masa se creyesen especialmente dotados, 
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tendríamos no más que un caso de error personal, pero no una subversión 
sociológica. Lo característico del momento es que el alma vulgar, 
sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad 
y lo impone dondequiera. Como se dice en Norteamérica: ser diferente es 
indecente. La masa arrolla todo lo diferente, egregio, individual, calificado 
y selecto. Quien no sea como todo el mundo, quien no piense como todo el 
mundo, corre el riesgo de ser eliminado. Y claro está que ese «todo el 
mundo» no es «todo el mundo». «Todo el mundo» era, normalmente, la 
unidad compleja de masa y minorías discrepantes, especiales. Ahora «todo 
el mundo» es sólo la masa. 
 
 
II 
 
LA SUBIDA DEL NIVEL HISTÓRICO 
 
 Éste es el hecho formidable de nuestro tiempo, descrito sin ocultar la 
brutalidad de su apariencia. Es, además, de una absoluta novedad en la 
historia de nuestra civilización. Jamás, en todo su desarrollo, ha acontecido 
nada parejo. Si hemos de hallar algo semejante, tendríamos que brincar 
fuera de nuestra historia y sumergirnos en un orbe, en un elemento vital, 
completamente distinto del nuestro; tendríamos que insinuarnos en el 
mundo antiguo y llegar a su hora de declinación. La historia del Imperio 
romano es también la historia de la subversión, del imperio de las masas, 
que absorben y anulan a las minorías dirigentes y se colocan en su lugar. 
Entonces se produce también el fenómeno de la aglomeración, del lleno. 
Por eso, como ha observado muy bien Spengler, hubo que construir, al 
modo que ahora, enormes edificios. La época de las masas es la época de lo 
colosal. 
 Vivimos bajo el brutal imperio de las masas. Perfectamente; ya 
hemos llamado dos veces «brutal» a este imperio, ya hemos pagado nuestro 
tributo al dios de los tópicos; ahora, con el billete en la mano, podemos 
alegremente ingresar en el tema, ver por dentro el espectáculo. ¿O se creía 
que iba a contentarme con esa descripción, tal vez exacta, pero externa, que 
es sólo la haz, la vertiente, bajo las cuales se presenta el hecho tremendo 
cuando se le mira desde el pasado? Si yo dejase aquí este asunto y 
estrangulase sin más mi presente ensayo, quedaría el lector pensando, muy 
justamente, que este fabuloso advenimiento de las masas a la superficie de 
la historia no me inspiraba otra cosa que algunas palabras displicentes, 
desdeñosas, un poco de abominación y otro poco de repugnancia; a mí, de 
quien es notorio que sustento una interpretación de la historia radicalmente 
aristocrática. Es radical, porque yo no he dicho nunca que la sociedad 
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humana deba ser aristocrática, sino mucho más que eso. He dicho, y sigo 
creyendo, cada día con más enérgica convicción, que la sociedad humana es 
aristocrática siempre, quiera o no, por su esencia misma, hasta el punto de 
que es sociedad en la medida en que sea aristocrática, y deja de serlo en la 
medida en que se desaristocratice. Bien entendido que hablo de la sociedad 
y no del Estado. Nadie puede creer que frente a este fabuloso 
encrespamiento de la masa sea lo aristocrático contentarse con hacer un 
breve mohín amanerado, como un caballerito de Versalles. Versalles -se 
entiende ese Versalles de los mohínes- no es aristocracia, es todo lo 
contrario: es la muerte y la putrefacción de una magnífica aristocracia. Por 
eso, de verdaderamente aristocrático sólo quedaba en aquellos seres la 
gracia digna con que sabían recibir en su cuello la visita de la guillotina: la 
aceptaban como el tumor acepta el bisturí. No; a quien sienta la misión 
profunda de las aristocracias, el espectáculo de la masa le incita y enardece 
como al escultor la presencia del mármol virgen. La aristocracia social no 
se parece nada a ese grupo reducidísimo que pretende asumir para sí, 
íntegro, el nombre de «sociedad», que se llama a sí mismo «la sociedad» y 
que vive simplemente de invitarse o de no invitarse. Como todo en el 
mundo tiene su virtud y su misión, también tiene las suyas dentro del vasto 
mundo, este pequeño «mundo elegante», pero una misión muy subalterna e 
incomparable con la faena hercúlea de las auténticas aristocracias. Yo no 
tendría inconveniente en hablar sobre el sentido que posee esa vida 
elegante, en apariencia tan sin sentido; pero nuestro tema es ahora otro de 
mayores proporciones. Por supuesto que esa misma «sociedad distinguida» 
va también con el tiempo. Me hizo meditar mucho cierta damita en flor, 
toda juventud y actualidad, estrella de primera magnitud en el zodíaco de la 
elegancia madrileña, porque me dijo: «Yo no puedo sufrir un baile al que 
han sido invitadas menos de ochocientas personas.» A través de esta frase 
vi que el estilo de las masas triunfa hoy sobre toda el área de la vida y se 
impone aun en aquellos últimos rincones que parecían reservados a los 
happy few. 
 Rechazo, pues, igualmente, toda interpretación de nuestro tiempo que 
no descubra la significación positiva oculta bajo el actual imperio de las 
masas y las que lo aceptan beatamente, sin estremecerse de espanto. Todo 
destino es dramático y trágico en su profunda dimensión. Quien no haya 
sentido en la mano palpitar el peligro del tiempo, no ha llegado a la entraña 
del destino, no ha hecho más que acariciar su mórbida mejilla. En el 
nuestro, el ingrediente terrible

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