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Filosofia - Filosofia en 11 frases- Dario Sztajnszrajber - Carlos Hermosillo

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Índice de contenido
Portadilla
Introducción
«Nadie puede bañarse dos veces en el mismo río» (Heráclito)
«Soy el que soy» (Dios)
«Solo sé que no sé nada» (Sócrates)
«Oh amigos, no hay amigos» (Aristóteles)
«Ama y haz lo que quieras» (San Agustín)
«El hombre es el lobo del hombre» (Hobbes)
«Pienso, luego existo» (Descartes)
«Todo lo sólido se desvanece en el aire» (Marx)
«Dios ha muerto» (Nietzsche)
«Nada hay fuera del texto» (Derrida)
«Donde hay poder, hay resistencia» (Foucault)
Notas
Agradecimientos
Bibliografía
Filosofía en 11 frases
DARÍO SZTAJNSZRAJBER
FILOSOFÍA EN 11 FRASES
Sztajnszrajber, Darío
Filosofía en 11 frases / Darío Sztajnszrajber. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de
Buenos Aires : Paidós, 2018.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga
ISBN 978-950-12-9706-5
1. Filosofía. I. Título.
CDD 190
Diseño de cubierta: Departamento de Arte de Grupo Editorial Planeta S.A.I.C.
Todos los derechos reservados
© 2018, Darío Sztajnszrajber
© 2018, de todas las ediciones:
Editorial Paidós SAICF
Publicado bajo su sello PAIDÓS®
Independencia 1682/1686,
Buenos Aires – Argentina
E-mail: difusion@areapaidos.com.ar
www.paidosargentina.com.ar
Primera edición en formato digital: mayo de 2018
Digitalización: Proyecto451
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del
“Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total
de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el
tratamiento informático.
Inscripción ley 11.723 en trámite
ISBN edición digital (ePub): 978-950-12-9706-5
INTRODUCCIÓN
Frases. Frases filosóficas. Textos diseccionados que en su quebranto
fabrican un lugar común. La filosofía contra el sentido común sin embargo se
presenta en la repetición despojada de frases masivas. Frases recordadas por
todos que parecen traicionar la problematización filosófica: ¿o no es una frase
casi un jingle, una etiqueta, un sobrecito de azúcar, un tweet? ¿Y no es la
filosofía exactamente lo contrario a aquello que privilegia un formato, un
ritmo, una experiencia estética? ¿No tiene la filosofía la intención de
desestabilizar toda comodidad, todo bienestar, toda comprensión inmediata?
¿No se trata de una práctica emancipatoria que resquebraja toda
industrialización del pensamiento? ¿Y no son las frases filosóficas, en su
formato, industria pura?
Sí y no. Está claro que el quedarse solamente con la frase carece
absolutamente de apuesta crítica. ¿Pero qué sería quedarse con la frase?
¿Reducir todo el pensamiento cartesiano a «pienso, luego existo», o el
nietzscheano a «Dios ha muerto»? ¿Y qué sería reducir? ¿Suponer que estos
y otros pensadores solamente sostuvieron alguna que otra idea y no
inmiscuirse en un desarrollo más extensivo del resto de su obra? Está claro
que toda reducción es opuesta al intento filosófico de abrir los conceptos y
generar recorridos diversos, pero en ese sentido ¿no habría también
reduccionismo cuando en una clase se desiste del acontecimiento filosófico
en pos de la repetición de nombres, citas, fechas, o de la destreza en hallar el
comentario del comentario del comentario?
De nuevo, ¿qué significa quedarse? No creemos que el problema sea
hermenéutico, esto es, acerca de cómo interpretar cada frase, sino de crear las
condiciones para que cada frase posibilite una multiplicidad de
interpretaciones diversas. El problema de la frase es que cierre la oportunidad
del cuestionamiento, del mismo modo como nos cierra un concepto
naturalizado en nuestro dispositivo social, o como hay zonas de la existencia
que suponemos que no vale la pena poner en cuestión, o como cuando
asumimos como propias las ideas, prácticas y valores que otros necesitan que
creamos.
Es cierto que la elaboración de un listado con las frases filosóficas más
conocidas de la historia parecería estar reproduciendo lo mismo que la
filosofía se supone que cuestiona. No tanto en su contenido sino en sus
formas: cuánto se dispone en la necesidad de listados para ordenar la vida, o
cómo la subjetividad va incorporando jerarquías, competencias, eficacias.
Nunca lo que importa es el contenido de esa lista, ya sean frases, canciones,
jugadores de fútbol, deseos de cumpleaños, o nombres de amores, sino el que
haya listas, la «listificación» general de la existencia. Después da igual con
qué las rellenemos mientras no se visibilice el contorno y sobre todo mientras
no se visibilice que ese contorno es uno más y que podría haber otros que
dispusieran órdenes muy diferentes.
Pero también es cierto que las frases filosóficas lejos están de producir un
aquietamiento, ya que su formulación provoca como mínimo cierto
extrañamiento inicial. No se puede permanecer indiferente ante la frase «Solo
sé que no sé nada». Convoca. ¿Al final, sé o no sé? La sola presencia de la
frase dispara un juego de palabras que es siempre un juego del pensamiento,
que es siempre un juego que, como todo juego, emancipa al sentido común de
su dirección unilineal. La frase provoca un efecto, inspira a la pregunta y en
ese acto algo de la filosofía acaece. O la frase de Derrida: «Nada hay fuera
del texto». Imposible, no puede ser cierto que solo exista el lenguaje, y sin
embargo no hay otro modo de relacionarnos con las cosas sino a través de los
signos. Entonces ya el gesto, la necesidad de comprender lo inverosímil de la
frase, su desfachatez, incluso su estupidez (en el sentido por el cual estúpido
se asocia etimológicamente a estupefacto y por lo tanto a estudio: estudiar
demasiado estupidiza ya que nos coloca en una distancia polémica con el
sentido común), y avanzar hacia la pregunta: ¿por qué?, ¿qué quiso decir?,
nunca lo había pensado de ese modo.
Así, las frases filosóficas parecen comulgar una situación aparentemente
paradójica: lo masivo en este caso podría verse animado a un pliegue que lo
saque de sus lugares habituales. Diríamos que es hasta una exigencia política
poder escabullirnos de una realidad binaria que, por un lado, condena lo
masivo a la reproducción del sentido común y, por otro lado, resguarda las
prácticas filosóficas tradicionales de toda impureza. Un mundo dual ha sido
siempre una gran escapada farmacológica. Recuerdo siempre el primer
manual de filosofía que tuve entre manos con un epígrafe que más o menos
decía que, aunque todos poseamos capacidad racional, no todos podíamos
hacer filosofía. Aquí partimos exactamente de la condición inversa,
recuperando la convicción socrática: todos podemos hacer filosofía aunque
no lo sepamos. O muchas veces en ciertos razonamientos, en determinado
tipo de análisis o de interrogación, todos estamos haciendo filosofía aunque
en el momento no nos demos cuenta.
Por eso, quedarse con la frase puede también significar el que la frase, con
su simpatía, su ritmo, su eficiencia retórica, su contundencia, comience a
desparramarse por las neuronas para contaminarnos. Es cierto que hay
algunas más incisivas que otras, pero también es cierto que hay lectores más
proclives que otros, o realidades sociales más impactables que otras.
Entendemos que lo más interesante de los listados es hacerlos explotar,
evidenciar su contingencia. Debe haber alguna razón debidamente
fundamentada para haber elegido estas once frases y no otras, ¿no? A ver,
explicite…
Sí y no. Todo listado es arbitrario. No hay ninguna razón objetiva, salvo el
que entendemos que son frases significativas de algún aspecto de la obra de
algún filósofo. Luego, seleccionamos. Obviamente son frases reconocidas
masivamente, aunque en algunos casos no sea la frase de mayor alcance del
pensador en cuestión: hay frases de Marx más difundidas que «Todo lo sólido
se desvanece en el aire» o que la atribuida a Aristóteles sobre la amistad. Es
más, tenemos un listado de muchas otras frases que fueron quedando en el
camino. ¿Habrá alguna cuya ausencia nos resulte imperdonable?
También el listado tuvo que lidiar con otras fronteras: la del género
literario (con la consabida polémica acerca del canon filosófico: ¿podría
haber entradoJorge Luis Borges, Franz Kafka o las variadas e incisivas frases
de muchísimas películas?), la de representar del modo más equilibrado
diferentes épocas filosóficas (vicio de docente: un listado cronológico que
cubra todos los tiempos), la de ser frases originales (aquí ampliamos el
horizonte a frases propias, atribuidas o confundidas). Fronteras que en
algunos casos traspasamos y en otros no, aunque hay un aspecto fronterizo
sobre el que tomamos partido: nos importa la frase y no el autor. O sea, nos
importa solo el autor en tanto nos ayuda a abrir nuevas ideas sobre lo que la
frase convoca. Pero nuestro propósito es la frase. No es este un análisis
sociológico sobre las condiciones de producción de un libro sino al contrario:
desarmamos el libro para quedarnos con la frase y ver qué nos abre.
El libro tiene varios registros. Intentamos poner en juego todo aquello que
nos atraviesa cuando hacemos filosofía. Las frases se van imbricando con la
deriva de un personaje que se ve obligado a escapar a partir de un suceso
fundante. Tal vez toda la filosofía no sea más que un escape permanente,
donde, cada vez que alcanzamos algún tipo de comodidad, suena alguna
alarma y el cuerpo reemprende retiradas. Es que escapar no es ir para
adelante sino retirarse. ¿De qué nos retiramos? ¿De qué escapamos? Si la
respuesta rápida es «de la muerte», la contrarrespuesta es aún más veloz, ya
que todos sabemos que es una huida sin sentido. En todo caso, solo con dar
vuelta el imperativo que incesantemente nos machaca en la necesidad de
creer que hay un sentido de la vida comenzamos la marcha. Reaccionamos.
Frente a lo dado, reaccionamos. Y siempre, antes, se encuentra lo dado. Nada
empieza desde cero. Siempre hay algo previo frente a lo que respondemos.
Pero lo previo viene con un orden. Tal vez estemos escapando de un orden
para después escapar del siguiente, y la filosofía no sea más que ese
permanente estado de huida infinita.
Nuestro personaje huye por la ciudad de Buenos Aires. Está angustiado.
No importa nunca el origen concreto de la angustia existencial porque lo
propio de la angustia es que nada de lo concreto le cierra. Y sin embargo,
desde la cotidianeidad más cercana se promueve la pregunta. Por algún
motivo que nunca importa él aleatoriamente estaba allí y aleatoriamente tuvo
que huir. Podría haber escapado en cualquier otro sitio que no fuese la ciudad
de Buenos Aires. Pero la filosofía es una tensión creativa entre lo local y lo
universal, entre lo territorial y lo ilimitado. No creemos en filosofías
nacionales, pero al mismo tiempo entendemos que no hay categoría filosófica
que no se encuentre situada. Por eso, esta es la deriva de alguien que puede ir
desgranando frases filosóficas en el subte D, en una pizzería, en el cementerio
de la Chacarita, a través de la General Paz o en una plaza en Villa Urquiza.
Alguien cuya problemática ontológica se desvive arrojada en la historia de la
Argentina reciente. Dice Roberto Espósito que lo que tiene de propia la
filosofía italiana es que siempre buscó desapropiarse (1). ¿Qué tendrá de
propia una filosofía argentina que no recaiga en esencialismos?
Hacemos filosofía desde la ficción, pero también hacemos filosofía en
sentido tradicional. Analizamos las frases, las explicamos, las argumentamos
y las contraargumentamos, intentamos comprender contextos y textos, pero
sobre todo habilitamos los contrastes que las frases generan. Contrastes que
en general marcan dos posiciones bastante divergentes, que terminan
sucumbiendo frente a la irrupción de una terca posición. Siempre hay un otro.
Un otro del otro que no es el otro, esto es, del otro que el pensamiento binario
constituye como tal. Aquí no hay superación dialéctica sino deconstrucción.
El tercero siempre intenta la deconstrucción para que el dispositivo se
desarme. Estas tres posiciones dialogan entre sí a lo largo de todo el libro,
casi como si estuviéramos abriendo nuestro ser en sus permanentes sacadas
de quicio. El libro está intervenido incesantemente por un diálogo de a tres,
casi como si la interioridad se plasmase en sus conflictos constantes.
¿Interioridad? Aquí adentro habitan muchos. Y en conflicto. Y ni siquiera
adentro.
Es por eso que apostamos por una filosofía obstinada en romper un binario
que no es más que un monólogo creando su propia sombra. Pero los
fantasmas disuelven la divisoria entre la sombra y la luz. Un fantasma no es
un ser humano que no termina el proceso de la muerte o alguien muerto que
busca denodadamente reincorporarse a esta vida. Esas son definiciones que
no pueden escapar al binario y conciben la vida y la muerte como dos
momentos estáticos y cerrados. El fantasma molesta y aterra porque
deconstruye todo binomio y demuestra la contaminación impura entre ambos
polos, esto es que no somos más que fantasmas: es solo cuestión de grados.
Este libro está poblado de fantasmas. De individuos, de ciudadanos, de
olvidados. De una sociedad fantasma: de derechos, de exclusiones, de
violencias. Nadie habla desde ningún lugar y nada no proviene de ningún
lado. Pero no hay causas sino huellas. Lo dado es siempre una huella y, frente
a ella, los fantasmas dejan sus propias huellas. Las frases también son huellas
que dejan huellas. No somos más que huellas. O sea, la presencia como
ausencia. O sea, escape.
«NADIE PUEDE BAÑARSE DOS VECES
EN EL MISMO RÍO»
(HERÁCLITO)
Hay algo que molesta. Siempre molestó. Hay algo que molesta aquí
adentro, pero no es algo que venga desde afuera. Es como una incomodidad,
un agujero sin fondo, una ansiedad. Puede ser una ansiedad, pero una
ansiedad ciega. Algo a lo que quiero llegar pero no puedo. Y no puedo
porque no lo hay. Siento que hay algo a donde quiero llegar, pero no puedo
porque no existe. Algo que es algo porque no lo puedo casi determinar, algo
que se me esfuma cuando intento concentrarme en alcanzarlo. Se me va.
Quiero llegar, pero no puedo porque está en su ser el irse. O sea, algo que ni
siquiera sé, en realidad, si lo hay o no lo hay, ya que, en tanto lo enfoco, se
desvanece. O peor, cuanto más lo enfoco, más se desvanece. Su búsqueda me
interpela, pero a la vez me frustra. Y por eso molesta. ¿Cómo se calma la
ansiedad? ¿Se calma?
Siento un malestar, pero sobre todo «siento». Eso es importante: es un
malestar en el cuerpo, pero en el cuerpo no tengo heridas. ¿Qué es esta herida
en el cuerpo que es sin cuerpo y que no puede calmarse? Siento que todo se
me vuelve estrecho, angosto. ¿Será realmente ansiedad? ¿O será tedio? ¿Será
aburrimiento? ¿Será depresión? ¿Será melancolía, será enojo? Una vez más,
la necesidad de constituir esta sensación como un algo. Comprender para
tranquilizarme. Creo que estoy huyendo de la palabra clave. Creo que huyo.
Pero ¿se puede huir de la angustia? ¿O es la angustia la conciencia de que no
somos más que huida?
Angustia viene de angosto, pero ¿qué es lo que se angosta? ¿Qué se
estrecha? ¿Las respuestas, el sentido? ¿No es al revés? ¿No vivimos en un
mundo que tiene respuestas para todo? ¿Y entonces, por qué la angustia?
Todo, todo esto que me rodea puede ser explicado. Este edificio que no se
cae, estas vidrieras transparentes por las que puedo ver a través, los
automóviles que funcionan solos, los celulares con sus luces, sonidos y
vibraciones; incluso el que ahora sea mediodía debido al movimiento
específico de la Tierra en relación al Sol, o el que yo mismo esté
comprendiendo todo esto por la llegada dosificada de la sangre a mi cerebro.
Todo, todo esto que me sucede puede ser explicado. Esta sensación en el
cuerpo, pero también estos recuerdos, un pequeño aire que me eriza por unos
segundos la piel, los ojos que observan algo que suponemos es una juguetería
y que traspasan su fachada para concentrarse en una pelota de fútbol, el deseo
de estar corriendo ahora pateando esa pelota, el cansancio, el desgano, el
miedo a morir.
Todo puede ser explicado, lo que no implica que las explicaciones
expliquen algo de modo absoluto, que es en su origen lo que se supone que
define a una explicación. Es quehay respuestas para todo, pero todo no es
todo, ya que el todo es inaprensible, y no porque no nos alcance la condición
humana para acceder al todo, sino porque, si el todo es el todo, contiene en su
ser también a la nada. Y la nada, por ser nada, se nos escapa. Todo puede ser
explicado. Todo lo posible. Pero el todo no es solo lo posible, sino también lo
imposible. Y lo imposible, molesta. Molesta porque nos excede, nos
desborda, nos provoca, nos huye, nos evidencia. Nos angustia…
¿Se puede resolver la angustia? ¿Se debe? ¿Es la angustia un estado
psicológico o filosófico, es decir, existencial? ¿Y tiene que ver con nuestra
condición humana o con algo que nos excede? ¿Por qué huimos de la
angustia? ¿Nos duele? ¿Nos hiere? ¿Podemos morirnos de angustia o más
bien nos angustiamos cuando nos damos cuenta de que nos vamos a morir?
¿Pero qué tiene que ver la angustia con la muerte? ¿O qué tiene que ver la
angustia con la conciencia de la muerte? Es que nos angustia la conciencia
última del sinsentido de todo. Nos angustia la extrañeza de estar siendo y la
peor extrañeza de dejar de ser dentro de muy poco. Nos angustia que, en el
fondo, las preguntas más fundamentales no tengan respuesta. Nos angustia el
haber nacido para morir. Nos angustia que haya cuando pudo no haber
habido nada. Nos angustia la nada…
Nos angustia el estar sumergidos en una cotidianeidad que incluye este
edificio, estos automóviles, esta vidriera, esa pelota de fútbol, este mediodía,
estos recuerdos, este cuerpo, el leve viento que circula por la avenida
Cabildo, estas preguntas, estos pendientes, la organización sistemática del
tiempo, día a día, para cumplir con lo que se supone que es el sentido de la
vida que uno cree haber elegido, el paso inexorable de las horas, el
advenimiento inescrutable de la muerte, el dejar de ser. ¿Realmente tiene
sentido todo esto que estamos haciendo si al final de cuentas nacimos para
morir?
No entiendo para qué hay que pensar en todo esto, ¿pero podríamos no
hacerlo? Pensar en esto es hacer filosofía. La filosofía angustia. La pregunta
angustia. No nos hace felices, o por lo menos no nos brinda el sosiego de la
certeza. Nos obliga a replantearnos todo, incluso la misma idea que tenemos
de felicidad. La filosofía nos golpea de lleno con nuestras propias
limitaciones. Interrumpe el fluir de una cotidianeidad segura donde todo
funciona, y pone por eso todo entre paréntesis. Todo; en especial la noción de
funcionamiento como supuesto último de todas nuestras acciones. Al
interrumpir, la filosofía hace que todo lo que venía funcionando normalmente
se detenga. Es que interrumpir es básicamente cuestionar la normalidad,
evidenciar la norma. Y así, se interrumpe la lógica del buen funcionamiento y
se abre el espacio para la pregunta. La pregunta por el porqué. La pregunta
que inquiere y no la que busca una respuesta. Una pregunta con respuesta nos
calma. Una respuesta que aun puede ser abierta con una nueva pregunta nos
moviliza. Y si cada nueva respuesta puede a su vez ser abierta, alcanzamos lo
abierto. Lo abierto angustia. Lo cerrado angustia. Todo angustia. El todo
angustia. La nada angustia…
Angustia el cambio, o sea, el pasaje permanente entre lo que es y lo que
no es. Angustia no que el mundo cambie sino que el cambio sea nuestro
mundo, nuestra realidad. El cambio asusta. Es vertiginoso, imprevisible. Ya
lo había comprendido y padecido Platón, quien elaboró por eso toda una
metafísica con esa única finalidad: sustraernos del cambio y afirmar que lo
único real es lo que no cambia, lo eterno, lo perfecto, la totalidad. Platón
propuso que nos sustrajéramos de la muerte. Es que el cambio mata. ¿Por qué
mata? Mata porque introduce al no ser, le da la posibilidad a la nada, a que
algo deje de ser. Si hay cambio, existe la posibilidad de que algo pueda ser de
otra manera, o sea que deje de ser lo que era. Pero si no hay cambio y todo
sigue siendo lo que es, entonces todo es planificable, dominable,
administrable. Si hay cambio, hay algo aún no realizado, aún no hecho, algo
posible (y hasta imposible). El cambio habilita la incertidumbre, lo no
disponible, lo que se me escapa. Y lo que se nos escapa, angustia…
Si hay cambio, hay algo que aún no es, ya que esto, por ejemplo, esta
pelota de fútbol detrás de la vidriera puede ser comprada por alguien para un
regalo y, en ese preciso momento, la pelota cambia su estatus. Deja de ser
aquella que era aquí en la vidriera para pasar a ser aquella que se va en una
bolsa de regalo rumbo a un niño que la recibirá feliz, jugará unas semanas y
luego la olvidará en un rincón. La pelota es ahora aquí, pero dejará de serlo
para pasar a ser o estar como regalo en otro lado. Algo de su condición
cambió. Algo esencial. Dejó de ser acá para pasar a ser allá. Pasó del ser (en
la vidriera) al no ser (ya no en la vidriera) y del no ser (aun no regalo) al ser
(ya como regalo). Por eso decimos que el cambio habilita al no ser, o sea, le
da lugar a la nada. Y si algo angustia es la nada…
El cambio introduce además la idea misma de posibilidad, ya que porque
hay cambio es que hay posibilidades. Si no hubiera cambio y todo
permaneciera de modo absoluto cerrado sobre sí mismo, entonces no tendría
sentido hablar de lo posible. Algo es posible porque aún no se ha realizado.
Ese aún no es lo que lo hace posible. O sea, lo posible nunca es (aún), sino
que incluso resignifica la noción misma de ser, ya que no nos resulta posible
hablar de lo posible como si fuera algo concreto. Pero entonces, ¿qué es lo
posible? ¿El poder subirme a continuación al subte? ¿El poder tomarme un
taxi? ¿El poder quedarme sin hacer nada? ¿Qué tiene entonces que ver lo
posible con el poder?
Lo que sea lo posible, aún no es. Lo posible es lo que advendrá, pero que,
cuando adviene, deja de ser posible para concretarse. Lo posible está en
estado de posibilidad: es algo aún no siéndolo. Claro que así parece romper el
esquema binario entre el ser y el no ser. Como el cambio. Me pregunto: ¿lo
posible es o no es? ¿El cambio es o no es? El drama es que en ambos casos
son y no son, algo que exasperaba a Platón y buscaba por eso desterrarlo: ¿se
puede pensar lo real sustraído al cambio? Para Platón, se debe, ya que era la
única forma de vencer a la muerte: un mundo donde, al no darse el cambio,
nada pueda dejar de ser. Y sobre todo, nuestra existencia.
Pero, ¿cómo sería ese mundo? Está claro que algo que no cambia de modo
absoluto es algo que no puede nunca dejar de ser ni carecer de nada. Otra vez
la nada. Mucha presencia de la palabra nada, ¿no? Y hace calor. ¿Se presenta
más la nada con el calor? Es mediodía. ¿Hay un momento del día especial
para el advenimiento de la nada? Estoy angustiado. ¿Es la angustia un hecho
meridiano? Alguien me dijo que, cuando me sienta así, tengo que moverme.
No sé qué será la angustia, pero seguro que algo se posterga cuando nos
movemos. A media cuadra está el subte, la estación Juramento. Me voy para
el centro (¿hay un centro?). ¿Para qué? No importa. Debo moverme. La
angustia es como una sombra que busca finalmente confundirse con mi
cuerpo y tomarme por completo. Pero moviéndome la voy postergando. Le
voy ganando tiempo.
No me pasa nada. O más bien, me pasa todo. No estoy angustiado por
nada concreto y es que de eso se trata esta angustia: de nada en concreto. Si
hubiera algo en concreto, lo resolveríamos; pero como no hay nada en
concreto, no puedo ni resolverlo ni no resolverlo. No puedo. No me es
posible. Otra vez lo imposible. Por eso, si me muevo, el cuerpo le gana
metros a la mente. En realidad, una parte del cuerpo le gana metros a otra
parte del cuerpo que se detiene, o se pierde, o se desconcentra. Es que la
angustia sobreviene por un exceso de pensamiento. Sobreviene en ese punto
de autoconciencia extrema. La angustia existencial sobreviene en la
radicalización de la pregunta por el porqué. Si ejerzo la pregunta hasta los
fundamentos, se van desmoronando las certezas últimas. La pregunta abre y,
cuanto más improductiva sea, más devela los contornos. Los marcosque
enmarcan los valores instalados, asumidos, incorporados, normalizados,
dominantes.
La pregunta infinita por el porqué abre y nos arroja a un estado de
posibilidad permanente donde toda totalidad se resquebraja. Exceso de
pensamiento. Sigo aquí parado: soy acá. Si voy hacia el subte, dejo de estar
acá y paso a estar allí. O sea, dejo de ser aquí para pasar a ser allá, donde
antes no era nada. Soy aquí en la vereda y no soy allí en el subte. Ahora me
dirijo hacia el subte: dejo de ser allí en la vereda y soy aquí en el subte.
Cambio: pasaje del ser al no ser y del no ser al ser. Presencia de la nada.
Potencial presencia de la nada. Para que haya cambio tiene que darse
potencialmente la posibilidad del no ser. Platón huye al cambio porque
entiende que, si hay cambio, hay muerte. ¿Pero se puede escapar de la
muerte?
Otra vez la angustia, pero por lo menos estoy bajando por una escalera
mecánica…
¿Baja o sube la escalera mecánica? Yo estoy bajando en ella, pero ella
gira, da vueltas, ni empieza ni termina. La gente ingresa en ella y desciende o
asciende, la utiliza para un recorrido lineal, aunque el suyo sea un recorrido
circular, eterno. Una madre le grita a su pequeño hijo para que levante el pie
y no se enganche al salir de la escalera. Miro para atrás, o sea para arriba,
mientras sigo descendiendo. Una pareja tomada de la mano entra a la
escalera. No bien llego al andén, corro hacia la otra punta para volver a subir
por la otra escalera de nuevo hacia arriba, hacia la zona de boleterías. ¿Para
qué subí?
Algo me perturba. Vuelvo a ingresar a la escalera anterior para volver a
descender hacia el andén, me agacho y pego una cinta adhesiva usada —que
encuentro en una bolsa que me dieron en la farmacia— en el peldaño móvil
en el que estoy parado. ¿Quiénes subirán a esta escalera y usarán el mismo
escalón que usé yo? O peor, ¿quiénes serán a lo largo del día todas las
personas que hayan descendido por el mismo peldaño? ¿Y a lo largo del mes,
de los años, de la existencia misma del subterráneo? ¿Nos unirá algo? ¿Habrá
algún patrón? ¿Habrá alguna lógica que conecte a todos los que descendimos
justo por el mismo peldaño? ¿Y todos los que descendimos justo en el mismo
peldaño a la misma hora del día? ¿Habrá dos pasajeros que se llamen igual o
que cumplan años el mismo día, o que se hayan escarbado la nariz justo en el
mismo lugar del mismo recorrido? ¿Escarbado? ¿Hay patrones en las cosas o
solo se trata de la insoportable necesidad de enhebrar y encontrarle algún
sentido un poco más interesante a la rutina cotidiana de todos los días, donde
una escalera mecánica gira y gira de modo circular llevando y trayendo
personas que suben y bajan, suben y bajan?
Tenía que hacer algo hoy, pero ya no me acuerdo. Soy un cazador que
espera la silueta de aquel o aquella que vaya a encajar en el mismo lugar en el
que yo estaba minutos antes, pero sobre todo aquel o aquella que vaya a
coincidir en el uso del mismo escalón. En realidad, no entiendo bien qué tiene
de extraño, o de excepcional, o de meritorio el hecho de focalizarme tanto en
este dato.
Algo me perturba. ¿De qué se trata esta perturbación? No puedo sino
pensar en una sola cosa. ¿De qué se trata este «no puedo sino»? Tengo la
cabeza partida. Puedo estar aquí entramado en toda una serie de artefactos
que funcionan perfectamente y que no necesitan de mí más que mi propia
disposición a utilizarlos; y al mismo tiempo poner todo esto entre paréntesis y
desviar la mirada, o más bien el pensamiento, o más bien la pregunta hacia
los fundamentos, o sea hacia los marcos que posibilitan desde los márgenes
que todo esto funcione. O sea, puedo al mismo tiempo vivir la cotidianeidad
y cuestionarla existencialmente. Subir y bajar por una escalera mecánica y
preguntarme por el ser mismo del subir, del bajar, de las escaleras, del
espacio, de los cuerpos, de las dimensiones, de la percepción, de la
conciencia, del ser, de la nada, y así…
Es una joven. Es bonita. El cabello largo, castaño claro. Camina segura,
estable. Tiene unos anteojos de sol. Lleva unas bolsas en la mano y una
cartera. Parece como si viniera de compras. En la otra mano lleva el celular,
que lee mientras desciende por la escalera. El mismo escalón, la cinta
adhesiva lo comprueba. La sigo por atrás. ¿Qué estoy buscando? Yo estuve
allí hace seis, siete minutos. Intento recordar por un instante qué era lo que
tenía que hacer hoy en este momento, por qué me encontraba en la calle
Cabildo, de dónde venía, pero no puedo. Algo se interrumpió. Ahora solo me
interesa comprobar algo que no tiene ninguna importancia. Me lleva. Me
puede. Me pierde. La joven ya bajó y está en el andén. Ahora, vuelvo a hacer
de nuevo todo el recorrido para volver a bajar yo mismo por el mismo
escalón de la misma escalera. La palabra mismo me está haciendo ruido,
mientras no puedo dejar de observar a la joven que sigue mirando el celular
mientras espera el subte en el andén. Casi se me cuela una señora, pero logro
volver a bajar por el mismo escalón. ¿Qué estoy buscando? Puedo pasar todo
el día bajando por el mismo escalón, componiendo de ese modo una
regularidad y solo lograría una narrativa un poco más rítmica del paso del
tiempo. Algo no me cierra. ¿Para qué vine al subte? ¿Para bajar horas y horas
por la misma escalera mecánica, por el mismo escalón, por el mismo? ¿Será
siempre el mismo? ¿Será siempre el mismo aunque no sea siempre el mismo?
¿Cómo se da la mismidad? ¿Qué es la mismidad? ¿Existe?
En el Crátilo, Platón sostiene en boca de Sócrates que «en algún sitio,
dice Heráclito (que) “todo se mueve y nada permanece” y comparando los
seres con la corriente de un río añade “no podrías sumergirte dos veces en el
mismo río”» (2). El Crátilo es un diálogo platónico donde se debate sobre el
origen de las palabras, en especial, se polemiza a partir de una instancia
bipolar: o hay un origen realista del lenguaje, o bien se trata de un origen
convencional; dicho de otro modo, o el lenguaje expresa la esencia de las
cosas, o el lenguaje es una construcción cultural producto de las costumbres.
El Sócrates platónico desacredita ambas posiciones al cuestionar en
especial el lugar de mediación de la palabra: nunca el lenguaje podría
ayudarnos a acceder a la verdadera naturaleza de la realidad, ya que de alguna
u otra manera lo estaría distorsionando. A lo real en sí mismo hay que
acceder en sí mismo. A lo absoluto solo se lo puede conocer de modo
absoluto: la palabra siempre es imperfecta.
Tal vez esta mención sea la más aproximada a la frase «nadie puede
bañarse dos veces en el mismo río». La más aproximada y la más difundida.
Como difundida también es la primera parte de la cita: todo se mueve, o todo
pasa, o todo fluye, y nada está quieto, nada permanece, conformándose así
una primera lectura del pensamiento de Heráclito directamente asociado a la
idea de cambio infinito. De hecho, en los fragmentos heraclíteos más fiables,
la idea es bastante similar aunque con alguna que otra diferencia que hace un
poco más ambigua la contundencia con la que se desperdigó el adjetivo
«heraclíteo» como sinónimo de naturaleza efímera.
El «todo fluye» en conjunto con la imagen del río hizo de Heráclito —a
través de las menciones de Platón y de Aristóteles, y desde allí hacia adelante
— el filósofo del cambio, de lo transitorio, de lo efímero, de la contingencia,
del devenir. Pero sobre todo, de la imposibilidad de un verdadero
conocimiento. Es que si todo cambia no hay manera de justificar un saber
verdadero, ya que el conocimiento, para ser cierto, según Platón, no puede
tener como objeto algo que esté todo el tiempo mutando. Un verdadero
conocimiento solo puede referirse a una realidad absoluta. El problema es que
en este mundo, nuestro mundo, según se desprendería de Heráclito, todo
parece estar dado en el más infinito devenir. ¿Hay algo en este mundo que no
cambie? La respuesta de Platón es contundente: no, y por eso este nuestro
mundo no es real. Dicho de otro modo: Platón postula la existencia de un
verdadero mundo que no puede tenerninguno de los rasgos del nuestro, ya
que, de ser así, estaría condenado al cambio. Un mundo sin cambio es el
único mundo que puede ser real: existe, pero no es el nuestro…
De este modo, Heráclito comienza a ser cada vez más asociado con la idea
del devenir absoluto, como si la realidad no encontrase nunca algún tipo de
principio estable, un origen y un final, algo inmutable. Un devenir absoluto
que abriera el universo a la más absoluta contingencia: un mundo que en
estado de cambio incesante imposibilitaría todo sosiego, algo de paz.
Una idea tradicional que asocia la tranquilidad espiritual a la certeza de
estabilidad, de orden, de totalidad, como si un universo cerrado nos brindara
la posibilidad de alcanzar su verdad, y por eso, de poseer el saber necesario
para morigerar toda angustia. Y también hay otra idea tradicional que asocia
esta angustia con la incertidumbre, con el estado de posibilidad que nunca se
termina de realizar de modo absoluto, dejando siempre algo abierto.
Claramente, lo abierto angustia, pero lo cerrado también angustia: ¿o no nos
angustia la posibilidad de que no haya más posibilidades? Angustia el estado
de posibilidad y angustia el estado de imposibilidad. ¿Pero es que la
imposibilidad es también una posibilidad? Y si lo fuera, ¿no dejaría de ser
una imposibilidad? ¿Habrá alguna otra interpretación de la frase de
Heráclito?
Nadie puede bajar dos veces por el mismo escalón de la misma escalera
mecánica. ¡Pero si es el mismo escalón! ¡Tiene pegada la cinta adhesiva! ¿Se
puede o no se puede? En el fondo se trata de una cuestión de acento. Se trata
de la definición misma del cambio, de dónde poner el acento cuando se
define el cambio. ¿Es el cambio, como decíamos antes, una cuestión de
pasaje entre dos puntos, o es el cambio el pasaje mismo y los dos puntos no
son más que construcciones originarias de una sola cosa (cosa, o lo que sea)
que deviene infinitamente?
Si el cambio es un tránsito entre dos momentos, entonces cada uno de esos
momentos puede arrogarse una estancia por fuera del tiempo, por fuera del
cambio. Como si el cambio fuese una propiedad secundaria, accidental, que
poseen las cosas para relacionarse entre sí. Como si la realidad fuese un
conjunto de situaciones estáticas, detenidas, que cada tanto (los segundos, las
milésimas de segundos) comienzan a vincularse. Yo estoy de nuevo ahora
aquí, al pie de esta escalera mecánica. Allí abajo está la joven con el celular.
Dos momentos, dos situaciones sustraídas al cambio, como dos fotografías,
sin movimiento. Ahora bien, el hecho de que yo me dirija hacia donde está la
joven, bajando por la escalera, motivaría el cambio. El cambio tendría
siempre un punto de origen y un punto final que luego se convertiría en
origen de otro cambio, y así.
Hay dos adolescentes que me miran y se ríen. Creo que se ríen de mí al
verme subir y bajar la escalera constantemente. Me da vergüenza. Se ríen de
mi comportamiento. Es cierto que, visto desde afuera, genera como mínimo
cierta extrañeza. ¿Qué hace una persona subiendo y bajando por la misma
escalera sin parar? Parece un juego y el juego, fuera de contexto, extraña.
Aunque con esa lógica no se entiende por qué entonces a nadie le resulta
extraño el hecho de subir y bajar a diario por esa misma escalera mecánica y
meterse todos los días en un bólido de metal que atraviesa subterráneamente
la ciudad para dirigirse a ejecutar una actividad repetitiva que se supone
realiza un sentido que en realidad no realiza, ya que en general la mayoría
trabajamos no de lo que nos realiza sino de cualquier otra cosa con tal de
percibir un salario básico que legalmente se nos presenta como la paga justa
por lo que hacemos, que nunca es lo que quisiéramos hacer. Trabajo
abstracto, claro, pero justo llega el subte. Me quedé con ganas de decirle algo
a la joven, no sé qué. Algo del patrón, del tiempo, algo que pulule entre la
lógica y la magia. Los adolescentes me distrajeron. No se puede todo y otra
vez la angustia en ese «me quedé con ganas» o en ese «no sé qué». Todos se
fueron en el mismo vagón y yo vuelvo una vez más a bajar por el mismo
escalón que no es el mismo, pero es el mismo.
Nadie puede bañarse dos veces en el mismo río porque las aguas son
siempre diferentes y, una vez que vuelvo a meterme en el río, es imposible
que me toquen las mismas aguas que antes, ya que las aguas fluyen sin
retorno. Claro, salvo que el río fuese una escalera mecánica. O sea, que las
aguas del río desembocasen en un mar y que, por una disposición científica
hasta ahora no descubierta, retornasen al inicio mismo de donde el río fluye,
generando así un eterno retorno de las aguas o del escalón. Sin embargo, por
ahora no se trataría más que de una aventurada hipótesis metafísica que,
como toda metafísica, excede el campo de la ciencia, o por lo menos de los
modos en que la ciencia se narra a sí misma, ya que, si se profundiza un poco
en los supuestos que sostienen el discurso científico, encontramos mucha más
metafísica de lo que creemos.
Las aguas no retornan. O por lo menos, no retornan las mismas. Podría sin
embargo llover y darse el caso de que justo el agua que tocó nuestro cuerpo
cuando nos bañamos es la que se evaporó, se transformó en nube y, en un
juego de casualidades increíble, terminó cayendo en forma de lluvia justo
cuando ingresábamos al río al otro día. Podría. Lo posible en ese límite
amplio con lo imposible. Pero el texto de Heráclito parece no dejar dudas; o
por lo menos el texto de Platón que remite a un supuesto texto o testimonio
de Heráclito, ya que es fuerte que el personaje Sócrates del diálogo platónico
diga en el Crátilo que «en algún sitio» Heráclito dijo. ¿En cuál? ¿Qué dijo
Heráclito? ¿Dijo exactamente esto: que nadie puede bañarse dos veces en el
mismo río? ¿Qué quiso decir? ¿Que el río son sus aguas y por eso nunca es el
mismo o que, aunque el río sean sus aguas, siempre se trata del mismo río?
¿Y de quién está hablando? ¿De la realidad, de las cosas, de los seres
humanos, de lo viviente? En el Crátilo dice Platón «comparando los seres (o
las cosas existentes) con la corriente de un río». ¿Cuáles seres? ¿Hay más de
uno? ¿El ser no es uno? Y si es uno, ¿cómo podría cambiar? ¿A qué podría
cambiar? Pero entonces, ¿hay cambio?
—Heráclito sostiene que todo cambia, ¿no? Pero si así fuera, tendríamos
un problema, una contradicción, ya que la idea de totalidad es incompatible
con la idea de cambio. Para que haya cambio, tiene que haber aún algo no
hecho, algo no realizado hacia donde la entidad que cambia pueda cambiar.
En cambio, si hay totalidad, todo ya está realizado y por lo tanto el cambio es
imposible. ¿Me explico?
—Creo que sí. Ponele, si A cambia a B, esto quiere decir que, cuando A es
A, B aún no es nada, y por eso resulta necesario que haya algo que sea nada,
¿no? Perdón que suene mal decir «algo que no sea nada», pero el lenguaje me
trampea.
—Está perfecto. O sin caer en absolutos, resulta necesario que haya una
entidad que carezca aún de algo. Suponete: estoy desnudo y todavía no estoy
vestido. Cambio. Ahora, mientras me voy poniendo la remera, paso de A a B,
pero la entidad siempre soy yo. Me cuesta entender la idea de que «todo»
cambia. Me cuesta más el «todo» que el «cambia». Es que, si todo es cambio,
¿el cambio a qué cambia?
—No entiendo.
—Perdón que me meta, pero déjenme decirles algo a ambos. Lo que están
obviando es que Heráclito pertenece a la filosofía presocrática, una época en
la que la pregunta cosmológica fundamental era precisamente esa: ¿cuál es el
principio de todas las cosas? Y Heráclito, parece que dijo «el cambio».
—¿Cómo «parece»? ¿Lo dijo o no lo dijo?
—Con los presocráticos nunca se sabe, ya que sus textos llegan a nosotros
por intermedio de otros que los citan, como en el caso de Platón en el Crátilo.
—Está bien, pero ese es otro tema. Quiero volver a la cuestión inicial.
Heráclito dice, o dicen que dijo, que en el principio está el cambio; o sea, que
todo cambia. Te vuelvo a preguntar: si todo cambia, ¿a qué cambia el
cambio?
—No sé.—Simple. El cambio cambia al no cambio, ya que es lo único que no es
cambio y que garantiza entonces que el cambio sea realmente cambio.
—Me mareé.
—Una gran paradoja. Si todo cambia, el cambio como un todo solo puede
cambiar a aquello que él mismo no es, o sea, al no cambio, esto es, a la
permanencia, a lo que no muta. Pero si así fuera, se estaría contradiciendo, ya
que habría algo que no cambia. ¿Me seguís?
—Creo que sí. Si todo cambia, el cambio mismo tendría que cambiar, pero
solo puede cambiar a lo que no es cambio, y por eso llegamos a la conclusión
opuesta: no todo cambia.
—Claro, pero a la inversa tampoco llegamos a ningún lado, ya que si, para
no caer en esta trampa lógica, pensáramos que todo cambia menos el cambio,
entonces más claramente veríamos que hay algo que no cambia —el cambio
mismo—, contradiciendo así la afirmación de que todo cambia. Partiendo de
que todo cambia, siempre nos contradecimos: si todo cambia, el cambio
también tiene que cambiar, y solo puede cambiar a lo que no es cambio; por
lo tanto, si todo cambia, no todo cambia, lo que se llama una aporía.
—Perdón que me meta de nuevo. ¿Este argumento para qué lo utilizan?
—Creo que lo que él pretende es mostrar la imposibilidad de alegar que el
cambio es principio de todo.
—Buen punto. Por eso yo prefiero ir por otro lado. ¿Y si el problema
estuviese en permanecer arrojados en un pensamiento dicotómico según el
cual solo podemos afirmar o negar el cambio como si fuera una cosa, una
entidad, esto es, como si fuera algo determinable solamente con las categorías
de ser y no ser? ¿Se entiende? ¿Y si no nos diera la lógica para pensar al
cambio y por eso el cambio resultase en realidad una figura que nos permite
deconstruir el carácter binario de toda lógica como un dispositivo de
inclusión/exclusión?
—¿Tanto, che?
Pero entonces, ¿qué quiso decir Heráclito? Lo peor del caso es que se trata
de uno de los pensadores sobre los cuales más cabe hacer una hermenéutica
abierta, ya que solo sobreviven unos pocos fragmentos condicionados sobre
todo por el lugar en el cual cierta filosofía oficial ha puesto a Heráclito como
el filósofo del cambio permanente. «Filósofo del cambio» con un claro
propósito de degradar ese punto de vista, en comparación con la estabilidad y
el orden que proveen los sistemas de pensamiento que encuentran un
principio ordenador inmutable.
Es famoso cómo se ha ido construyendo una polémica históricamente
incomprobable entre Heráclito y Parménides, como representantes de dos
puntos de vista opuestos: o el ser en el fondo cambia, o el ser es permanente.
El punto de vista heraclíteo fue instalándose como aquel que en un gesto casi
de renunciamiento, y por qué no decir también de anarquía, hacía explotar
toda base sólida justificando un tipo de saber fundado en lo cambiante, que
por eso no podía resultar un verdadero conocimiento. Un tema recurrente en
la historia de la filosofía: ¿son los conocimientos imperfectos verdaderos
conocimientos? Por eso en los diálogos de Platón y en los escritos
aristotélicos, la mención a Heráclito es muchas veces utilizada para adjetivar
aquellas posiciones que sostienen la mutabilidad de todas las cosas y la
ausencia de un fundamento último.
O peor; se configura un camino que desde Heráclito lleva directamente al
más radical escepticismo, ya que, si todo cambia, entonces ningún
conocimiento tiene sentido. Así caracterizaba Aristóteles a Crátilo,
calificándolo con el vocablo heraclitizan: «De esta concepción surgió, en
efecto, la opinión más extrema entre las mencionadas —la de los que afirman
que heraclitizan—, y tal como la tenía Crátilo, el cual, finalmente, creía que
no se debía decir nada, limitándose a mover el dedo, y censuraba a Heráclito
por haber dicho que no es posible entrar dos veces en el mismo río, pues él
creía que ni una» (3).
La imposibilidad de asociar un verdadero saber con una realidad en
permanente cambio ha sido a lo largo de la filosofía una justificación para
consagrar el saber verdadero y sacarlo de este mundo, en ese sentido de la
consagración según la cual lo sagrado les es sustraído a los seres humanos
para brindárselo a los dioses (4). Por eso, hay algo de profano en el
sostenimiento de un pensamiento heraclíteo que desde el devenir busca sin
embargo construir un saber. ¿Pero de qué saber se trata?
Es evidente que, para el discurso del orden, el pensamiento heraclíteo
anarquiza (an-arché) en el sentido etimológico de un término que significa
«privación o negación de orden», pero que puede ser principio, causa, origen,
fundamento. Arché es el término griego que remite a la idea de un principio
para todas las cosas. Un principio real, incluso material en algunos casos,
pero que en tanto principio ni termina ni comienza y está presente en todo
haciendo que todo sea lo que es. Pero Heráclito, al tomar partido por el
devenir, parece estar negando ese arché, privando a la realidad de un sostén
último a partir del cual clasificar y encasillar a todas las cosas para que todo
se vuelva claro, ordenado, correcto. Es que, si en el fondo todo cambia,
entonces en el fondo no hay fondo, que es la negación de la búsqueda que dio
origen a la filosofía.
Y para mayor confusión, en el caso de Heráclito se agrega otra variable:
no solo el cuestionamiento de aquellos que le achacan su renunciamiento a
una realidad ordenada, sino que de la lectura más holística de la totalidad de
sus fragmentos surgen interpretaciones de la filosofía de Heráclito que
también contradicen la idea del cambio indiscriminado, hacia una
interpretación mucho más normativa de un cambio que parecería estar
siguiendo ciertas leyes metafísicas inflexibles. Pero entonces, ¿se trata del
filósofo que justifica el relativismo más exacerbado ya que, si todo cambia,
entonces todo vale? ¿O no todo vale ya que el devenir sigue una lógica, esto
es, un logos? ¿Y qué es el logos?
¿Qué le quería decir a la joven? ¿Por qué le quería decir algo? Hay algo
que molesta, ¿pero cómo decir la molestia? ¿Y para qué sirve decir la
molestia? ¿Se va la molestia si se la dice? ¿Tanto poder tiene la palabra?
Anuncian por el altoparlante que el subte viene con demora. Bajo una vez
más por el mismo escalón que no es el mismo, pero es el mismo, mientras
vuelvo a escuchar el mismo anuncio que no es el mismo, pero es el mismo.
Es evidente que se trata de un mensaje grabado. Grabado y repetido. Pero si
se repite siempre el mismo mensaje, entonces se trata del mismo mensaje.
Alguien aprieta una tecla para que el mensaje se escuche: el mensaje es el
mismo, repetido una, diez o mil veces. Una misma grabación que vuelve a
emitirse. Claro que en otros tiempos, con otros receptores, en otros mundos
(si definimos mundo a lo Heidegger, como plexo de sentido epocal). O sea
que, en términos absolutos (tal vez todo el problema sea este: el absoluto),
nada puede ser idéntico a sí mismo ya que está todo el tiempo siendo otro.
¿Cómo definir a la entidad mensaje de modo absoluto sino desde la sumatoria
de todos los condicionamientos que hacen a este mensaje en todos sus
tiempos y espacios posibles? El mensaje debe incluir todas las posibilidades
del mismo para que sea el mismo, pero nunca se da de ese modo, ya que
nuestro mundo es el mundo de lo posible y la suma de todas las posibilidades
no es algo posible. ¿Será algo imposible? Pero si es imposible, ni siquiera es
la suma de todas las posibilidades…
Ni siquiera. La demora de la demora. No alcanza. No llega. Nada alcanza
si en el fondo no hay fondo. ¿Pero hay algo más? ¿Hay algo más, más allá del
algo? Vuelven a emitir el anuncio. Alguien, una locutora, grabó un mensaje
que dice que el subte viene con demora. Alguien más aprieta una tecla de una
computadora y dice sin decir nada. Otros alguien, nosotros, escuchamos y
nos disponemos a esperar más de la cuenta. Me siento en el piso ya que los
pocos lugares para sentarse que hay ya están ocupados. El piso está limpio.
¿Dónde estará la locutora? Hoy, ahora, mientras se escucha su voz
anunciando que alguien perdió su presentismo,o que alguien llegó tarde a
una cita con quien —en el arco de posibilidades posibles— podría haber sido
la persona que iba a cambiar su vida, pero que, molesto por la demora, se fue
sin esperar más que unos minutos y entonces no solo su vida no cambió, sino
que cambió para muchos otros itinerarios, ninguno tan beneficioso como
aquel que no pudo sustanciarse porque el subte vino con demora.
¿Dónde está? ¿Qué dijo? ¿Por qué lo dijo? Tal vez cuando la locutora
grabó el mensaje se acababa de pelear con su madre, a quien le recriminó una
histórica decisión que hizo que ella definiera su vida profesional como
locutora y no como cantante, o amante, o jugadora de handball. Pudo
finalmente decirle a su madre aquello que durante años se había guardado. Su
madre no pudo aceptar lo que escuchaba, amparada en su militancia por la
libertad de elección y otros valores progresistas. Pero algo le quedó flotando
en algún lugar del cuerpo, mientras leía angustiada esa tarde el diario de la
mañana que no había llegado a leer. Y mientras la locutora, más aliviada por
su vómito, llegaba al estudio a grabar un mensaje que decía que la línea D
circula con demora. Demora. Demorada está la vocación que sin embargo
hoy, después del vómito de hija, pudo colarse en algún resquicio e impulsar a
mandar ese mail con ese nombre de una profesora de canto que una vieja
amiga le había pasado. Y entonces la palabra demora no está ligada al subte,
sino a la madre, siempre a la madre, incluso desde la ruptura. ¿Se escucha ese
primer indicio de emancipación en la palabra demora que un altoparlante
repite incesantemente cada dos o tres minutos? ¿Sabrá esa madre que hay un
significante demora que anda desperdigando por todo el subte una situación
pendiente que ese día pudo esa hija finalmente aclarar? Y sin embargo, para
la gran mayoría que andamos esperando el subte, la palabra demora es solo
un sonido que rápidamente y en este contexto asociamos con su significado
oficial: ¡mierda, cuánto tarda el subte!
Pero Heráclito «dice en alguna parte», dice Platón en el Crátilo, que todo
fluye y que nadie puede bañarse dos veces en el mismo río. Y comprendemos
lo que Platón dice a través de la copia de aproximadamente trece escribas que
en diferentes momentos de la historia, durante casi mil quinientos años,
fueron copiando manuscritos que parecen remitir al primer original de Platón
(5). Trece copias desde Platón hasta el último manuscrito que finalmente
llegó a la imprenta cuando esta fue creada para ser impreso y difundido.
Leemos una traducción al español de un texto de Platón, en el mejor de los
casos en su idioma original griego, cuando si no en inglés o en francés, que
remite a alguna edición erudita que a su vez remite a algún original
emparentado con ese primer texto de Platón socializado por las primeras
imprentas en el siglo XV o XVI, que a su vez supone el trabajo manuscrito de
reproducción de otros originales manuscritos que datan en su conjunto y
secuencia de por lo menos mil quinientos años, hasta llegar a un supuesto
primer original platónico que cita sin ninguna referencia más que el «en algún
lugar Heráclito dijo», lo que todo el mundo a lo largo de la historia oficial de
la filosofía repite como la frase que expresa la naturaleza del pensamiento de
Heráclito. Y todo eso sin contar las múltiples tergiversaciones intencionales y
no intencionales de cada escriba, traductor, editor y hasta diagramador. Pero
entonces, ¿qué dijo Heráclito? ¿Importa?
—No entiendo. ¿Entonces no hay forma de saber si los textos de los
presocráticos son reales?
—Si está escrito, es real. No entiendo tu pregunta. ¿A qué te referís con
real?
—Dale, me entendés. Quiero decir que no hay manera de certificar la
veracidad de esos textos en relación a quiénes son estrictamente sus autores.
—Así planteado, nada es efectivamente comprobable en un ciento por
ciento. Y menos textos tan antiguos. Siempre llegan a nosotros por medio de
intermediarios. Y siempre podés dudar de cuánto el intermediario manipula la
transmisión de esa información. Por ejemplo, Aristóteles realiza en su libro
Metafísica (que no es un libro y que nunca utilizó esa palabra, pero ahora no
viene al caso) una breve historia de la filosofía como un antecedente a su
propio pensamiento. La cuestión es que es muy evidente que esa historia está
escrita ya desde las ideas propias que Aristóteles quería presentar como su
propia culminación. Hayan dicho lo que hayan dicho los presocráticos,
cuando Aristóteles los transcribe, les hace decir justo lo necesario para que
encajen como eslabones previos a su propia filosofía. El riesgo histórico allí
es muy fuerte.
—Está bien, comprendo. Pero no creo que Aristóteles haya distorsionado
a tal punto los textos «perdidos» de los presocráticos para hacerles decir,
ponele, lo contrario a lo que decían…
—Perdón que los interrumpa de nuevo: se supone que no, pero nunca lo
sabremos. A lo sumo podemos inferir por contexto ciertas ideas. Por ejemplo,
con Heráclito nos pasa algo inesperado. No bien vas analizando la totalidad
de sus fragmentos, te vas alejando de lo que todos querían que Heráclito
dijese. Basta con tomar sus fragmentos y encontrar semejanzas conceptuales,
ideas que se repiten, para comprender que mucho de lo que se cree que
Heráclito dijo puede ser de otra manera…
—O sea que hasta las palabras mismas tal vez sean como el río, ¿no?
Los textos de los presocráticos nos han llegado a partir de una
recopilación de sus citas en los libros antiguos más cercanos a su contexto de
producción. Las obras de Platón y Aristóteles son las primeras que citan a los
presocráticos, y que han llegado hasta nosotros. Pero al mismo tiempo
muchos historiadores, literatos e incluso otros filósofos posteriores continúan
esta tarea de citado que ha permitido una clasificación y sistematización del
pensamiento griego arcaico: Plutarco, Simplicio, Diógenes Laercio en el siglo
III d.C. con su Vida y obra de los filósofos.
Se calcula este período de seiscientos años entre el siglo III a.C. y el siglo
III d.C. como el tiempo en el que se rastrillan todas las citas que todos los
grandes exponentes de la cultura griega y romana han hecho de los
pensadores presocráticos. Se sabe que desde Anaximandro muchos de ellos
escribieron libros que se perdieron; de ahí el problema de reconstruir sus
voces a través de la intermediación distorsiva de sus discípulos históricos.
Por suerte en el siglo XIX y principios del XX dos filólogos alemanes,
Hermann Diels y luego Walther Kranz, sistematizaron los fragmentos de los
presocráticos constituyendo algo así como un canon del que toda la crítica
parte tomándolos como base.
Pero, ¿quiénes fueron los presocráticos? ¿Y qué lugar ocupa Heráclito en
esta filosofía? Se suele sostener a grandes rasgos que los presocráticos buscan
el principio ordenatorio de todo lo que hay: ¿cuál es el principio de todas las
cosas? No viene el subte. ¿Por qué? Viene con demora. ¿Por qué? Parece que
están arreglando unos rieles. ¿Por qué? Con el objetivo de resguardar la
seguridad del transporte. ¿Por qué? Para que la gente viaje más rápido, más
cómoda y más segura. ¿Por qué? El capitalismo es un sistema de producción
basado en la acumulación de capital a partir de la extracción de plusvalía de
un asalariado que por eso debe alcanzar la más alta productividad en sus
tareas y para eso tiene que llegar a su lugar de trabajo del modo más efectivo.
¿Por qué? Porque el fundamento de la vida social, según Marx, es el trabajo y
las relaciones sociales que se entretejen alrededor de todo proceso de
producción. ¿Por qué? Ya hay sin embargo un primer asomo de un
fundamento: el trabajo como principio ordenatorio. Pero lejos están los
presocráticos de esta resolución.
Parece que los primeros pensadores con origen en la ciudad de Mileto
tomaron partido por un fundamento material: el agua, el aire, lo material
indiscriminado. Otros propusieron respuestas más abstractas, como Pitágoras
que se inclinó por los números, o el mismo Dios (no el religioso) según
Jenófanes.Pero Heráclito de Efeso, nacido hacia el 540 a.C., propuso según
Aristóteles el fuego como principio, aunque no en tanto fuego sino, según es
posible interpretar, como metáfora del cambio. Es movimiento puro, la mejor
expresión de un devenir incesante que el fuego muy bien estaría
representando. Por ejemplo, el fragmento 30 dice: «Este mundo, el mismo
para todos, no fue hecho por ninguno de los dioses ni por ninguno de los
hombres; sino que fue, es y será fuego siempre vivo que se enciende y se
apaga de acuerdo al logos» (6). Aquí se ve la posible metáfora del fuego
como cambio, aunque se añade otro problema: ¿qué significa de acuerdo al
logos? ¿Qué significa que el cambio sigue una lógica? Otra vez el logos, la
racionalidad, el discurso y hasta la ley. Pero si todo es cambio, ¿cómo
hablaríamos de ley, lógica o racionalidad?
El subte no viene por algo. Ese algo se produce por otro algo que a su vez
tiene su causa o razón de ser en otro algo. Y así hasta llegar al algo más
fundamental de todo, o sea, al algo de todos los algos. Podemos pensar la
realidad como un conjunto de causas que se entrelazan y que todas derivan de
una primera que es origen y sentido de todo lo que hay. Pero el subte no
viene y todos acá nos estamos poniendo nerviosos. Y aunque no recuerde
todavía a dónde tengo que ir, me pongo nervioso igual. No se puede estar
esperando un subte eternamente. ¿Hasta cuándo? ¿Hasta la muerte? Lo
abierto angustia. Otra vez la angustia. Tal vez todo el relato presocrático haya
tenido que ver con eso: elaborar un sistema lógico y ordenado con un cierre o
inicio (que es lo mismo) cerrado, definitivo, absoluto. Así no hay angustia.
Así sabemos, siempre sabemos, que aunque esperemos mucho tiempo el
subte va a llegar. Si tarda mucho, nos enojamos. Si viene a tiempo, nos
alegramos. Pero si no viene, nos angustiamos. Y sin embargo, angustiarse no
es posible, no está permitido, razón por la cual tendremos que inventar un
porqué del porqué del porqué que explique, que siempre explique y
tranquilice.
Toda la filosofía presocrática puede definirse a partir de este esquema. Es
cosmocéntrica, esto es, intenta encontrar un fundamento (centro) para el
cosmos, palabra que en griego significa universo pero en tanto orden: el
orden universal. Por eso se trata siempre de encontrar el contenido de ese
fundamento. O sea, se entiende el esquema: hay un principio, hay una razón
última que explica en su ultimidad desde por qué el subte viene con demora
hasta el sentido de la vida (y de la muerte), pero lo que falta definir es su
contenido. ¿Ese fundamento último es aire, palabra, número, espíritu, dioses,
trabajo, poder, ser? ¿O es, como sostiene Heráclito, el cambio? Pero si fuera
el cambio, ¿puede convivir una totalidad ordenada con el hecho de que todo
cambie, inclusive la misma totalidad ordenada? ¿Pero qué significa «la
misma»?
Algo falló. El subte nunca vino. Como si un día las aguas del río se
detuviesen. O peor, dejasen de venir, casi como un espectáculo bíblico o una
anomalía catastrófica de la naturaleza. Por suerte ya no escuchamos el mismo
mensaje por el altoparlante, que ahora mutó en otro mucho más terminal: se
suspendió el servicio de subterráneo. ¿Es la misma locutora? Ya ni siquiera la
escucho. Me sumo al enojo colectivo de todos aquellos que van subiendo por
la otra escalera mecánica para ir a reclamar la devolución del monto de su
pasaje y ver de qué modo dirigirse a sus respectivos lugares, ya sin
presentismo, ya sin cita, ya con las novedades de los acontecimientos que
modifican imprevisiblemente el futuro presente. Lo que no llego a
comprender es mi enojo, ya que en mi caso no recuerdo hacia dónde me
dirigía. Estoy aquí en el subte como un modo de demorar la angustia y
gracias al subte llegué a la palabra demora, que no es poco.
Escucho gritos en la boletería. Los boleteros tienen orden de devolver el
pasaje solamente con otro pasaje para ser usado en otra oportunidad, pero no
pueden devolver dinero. Un joven con un tatuaje en el cuello y una guitarra
en la espalda se queja airadamente: argumenta que no tiene dinero para
tomarse el colectivo y que necesita el efectivo sí o sí. Siempre me gustó la
expresión «sí o sí», ya que denota una falsa disyunción, o más bien deja más
que claro que toda disyunción al final de cuentas termina en el mismo lugar.
Claro que posee una intención imperativa que no deja lugar a ninguna otra
opción: me devolvés el dinero, sí o sí. No hay opción. O la opción es la
guerra, ya que la respuesta negativa al exceder la falsa alternativa se coloca
radicalmente afuera del mundo de lo posible. Así lo entendió el joven que,
apoyando con mucho cuidado la guitarra contra una pared, comenzó a patear
con una violencia desmedida los vidrios de la boletería frente al pánico
general y los boleteros que huían desesperadamente.
Algo falló. Algo siempre falla. ¿Pero es lo mismo o no es lo mismo el
boleto que el monto del dinero? Hay más de cien fragmentos de Heráclito,
todos ellos escritos con cierta poética que los coloca más del lado de los
enigmas y los misterios que de las explicaciones pedagógicas. A Heráclito lo
llamaban «el oscuro», con lo cual se supone que esta forma metafórica de la
escritura excede el hecho de ser los fragmentos recortes de sus textos: se
piensa que Heráclito escribía así, con el objetivo de generar con sus frases,
dichos, ideas, la posibilidad de una interpretación que escape a lo lineal.
Este carácter hermenéutico de su obra también ayudó a pensarlo como un
relativista, pero a la inversa, si uno se va adentrando en los fragmentos, se
encuentra con otro tipo de afirmaciones. «(…) Pero aun siendo el logos
general a todos, los más viven como si tuvieran una inteligencia particular»
(2) (7). En este fragmento parecería que Heráclito está sosteniendo que hay
un logos común a todos, aunque después cada uno lo interprete a su manera o
conciba su propia interpretación como si fuera la verdadera. Lo mismo en
este otro: «(…) No escuchando a mí, sino al logos, sabio es que reconozcas
que todas las cosas son uno» (50). ¿Pero qué es ese logos? ¿Nos presenta
Heráclito la idea de una inteligencia universal? ¿Y el uno? ¿Y entonces, el
cambio?
«Lo que se opone es concorde, y de los discordantes (se forma) la más
bella armonía…» (8). ¿Pero cómo va a ser concorde lo discorde? O dicho de
otro modo, ¿de qué se trata esa armonía (que además es «bella»)? Cayeron
todos los vidrios. La gente gritaba desaforadamente y entre los gritos y los
ruidos de los vidrios rompiéndose, el estruendo general se asemejaba a un
combate en plena guerra. «La guerra es el padre de todas las cosas y el rey
de todas, y a unos los revela dioses, a los otros hombres, a unos los hace
hombres libres, a los otros esclavos» (53). Todo cambia, pero detrás de ese
todo y ese cambio hay una lógica subyacente que hace que todo tenga
sentido. Incluso un sentido que nosotros no podemos terminar de
comprender, arrojados a la facticidad de la experiencia. ¿Pero qué hay detrás?
¿Qué se esconde detrás de esta guerra?
«No comprenden cómo lo divergente converge consigo mismo: armonía
de tensiones opuestas, como (las) del arco y de la lira» (51). La mano del
joven ya sangra. Se comienzan a escuchar las sirenas de los autos de la
policía. Paz y violencia. Movimiento y quietud. Ruido y silencio. El bien y el
mal. El todo y la nada. Lo que es y lo que no es. Distinguir para comprender.
La guerra, la discordia, la diferencia hace posible en su diferencia la
comprensión. La comprensión y la ignorancia. Y así. Pero el joven solo
quiere su dinero. Quiere su dinero para tomarse el colectivo ya que el subte
está suspendido y poder ir a su ensayo con su banda, ya que este fin de
semana presenta su segundo disco independiente, casero, nada que les
importe a los tres policías que lo tiran contra el piso, mientras se escucha por
los altoparlantes a la locutora (ahora sí la reconozco) anunciar que el subte
está suspendido por un paro de los trabajadores debido a una situación de
violencia contra el personal. Otra vezla angustia. Es que tal vez comprendí el
todo, pero el joven sangrando ahora también en su rostro y en su vientre,
excede todo sentido. «A la naturaleza le place ocultarse» (123). ¿Y si lo suyo
es el ocultamiento?
—¿A quién representa el río?
—Podría ser a la realidad, al mundo, ¿no? En general, Heráclito suele
referirse al todo, al uno, al cosmos, aunque también el río podríamos ser
nosotros, lo humano, lo viviente.
—Me encanta la pregunta. A mí siempre la metáfora del río me hizo
pensar en la cuestión de la identidad. Ese río soy yo que nunca soy yo porque
siempre estoy siendo otro. Es que, si el río nunca es el mismo, entonces yo
nunca puedo seguir siendo yo, ¿no? Por eso el problema. ¿O no necesita el
yo, para ser un yo, cierta unidad en el tiempo? Un yo que cada vez está
siendo otro no es un yo, sino un conjunto de otros que no es posible unir,
porque por definición cada otro es otro del otro anterior. Si hay semejanza
entre los otros, ya no son otros, sino un yo que se despliega desde algo común
a través del tiempo. O sea, creo que la clave del fragmento está en entender si
hay algo que permanece en las aguas que devienen o no. Y si la respuesta es
no, no se entendería entonces qué es lo que posibilitaría que haya un yo,
incluso en el caso de que se trate de una identidad narrativa.
—¿A qué te referís con identidad narrativa?
—A que se trate de un texto que se está escribiendo. La vida como un
texto que se cuenta a sí mismo sin una voluntad central que escribe, ya que la
escritura nos excede como conciencia central autónoma.
—Hola, perdón, pero ese es otro tema. Por eso me parece más atinado
pensar en estas dos posibilidades: o todo es cambio y nada continúa con lo
anterior, o hay algo que permanece y el cambio es accidental. La primera
postura nos arrojaría al más inclasificable caos, ya que todo estaría
cambiando y, por eso, siendo otra cosa distinta de sí misma a cada segundo:
por ejemplo yo, el que está hablando ahora, ya no soy más yo, dado que
ahora transcurrí por diez segundos más de vida, perdí diez mil células, dije
estas palabras que antes no había dicho, sentí este olor a sangre que no había
sentido. Incluso toda esta explicación ya no se correspondería con el que
acaba de enunciarla, o peor, las palabras con las que esgrimí esta explicación
ya no tienen el mismo significado que tenían segundos antes. Imposible.
Necesitaríamos, entiendo, una mínima unidad. Pero la segunda postura
también sería problemática ya que disolvería la singularidad de Heráclito, al
colocarlo en la línea de cualquier pensador antiguo que entiende el cambio
como algo secundario.
—Creo que hay otro problema, ya que habría a su vez dos posibles
lecturas del fragmento en relación a la naturaleza misma del cambio: o el
cambio es ilimitado, o el cambio sigue una lógica. Si es ilimitado, esto es,
azaroso, puede mutar a cualquier cosa. Pero si sigue una lógica, se vuelve
parte de una totalidad que escapa a nuestros parámetros tradicionales…
—Como si el cambio fuera la cosa y no una propiedad de las cosas, ¿no?
—Algo así. Es que la idea de totalidad da algo estático…
—La clave es llevar la contradicción hasta su radicalidad. Nadie puede
bañarse dos veces en el mismo río, pero el río siempre es el mismo. Es el
mismo río, pero sus aguas son siempre diferentes. Ahora bien, ¿qué define a
un río? ¿Sus aguas o su cauce?
—Sus aguas.
—Entonces nunca es el mismo…
—Su cauce.
—Entonces siempre es el mismo…
—Su agua y su cauce.
—Entonces es y no es el mismo río…
—¿Es y no es? Insoportable…
La sangre comienza a desparramarse por el piso. Es muy impactante ver
una mancha de sangre avanzando. Parece que se va apropiando de todo lo
que toca, lo va enrojeciendo, lo va inundando. Como un río. Aparte, no se
escucharon disparos ni ningún sonido fuerte como para justificar tanta sangre,
pero el joven estaba herido. Más que herido, estaba muriendo, o tal vez ya
estaba muerto. Era mucha sangre para que estuviera agonizando. Mucha y
con olor, con mucho olor. No era estrictamente el olor de las clínicas donde
uno se saca sangre para un análisis temprano a la mañana. Era otro olor.
Como de matadero, como de carnicería. ¿Lo habrán acuchillado? La policía
se movía de un lado para otro como asumiendo el acontecimiento. Era
claramente un caso de gatillo fácil. Gatillo fácil sin gatillo. ¿Cuchillo fácil?
Evidentemente algún objeto rompió piel y tejidos para que la sangre brote,
pero en principio nadie vio nada. La guitarra ya no estaba apoyada en la
pared. Obviamente se la habían robado. Aquí sí el río había terminado. El
joven había llegado a su fin. Lo habían llegado. Ya no era un otro. Ya no era.
No quise mirarlo aunque el olor me atraía. ¿Por qué me atrae la muerte? Pero
no la muerte, sino el olor a muerte. Alguien comenzó a limpiar el charco de
sangre frente a los gritos desesperados de un policía que no era ninguno de
los tres que advertía sobre el resguardo de la escena. No tocar nada. Dejar
todo como estaba. Pero era imposible. Nada permanece idéntico a sí mismo
porque todo deviene todo el tiempo. Una escena del crimen siempre va a
suponer una pérdida, algo que se distorsiona, porque nada es lo mismo,
aunque se trate de la misma escena, que en definitiva por ser una escena ya
no es lo mismo.
¿Es lo mismo o no es lo mismo? Parece entonces que, según Heráclito, el
río es el mismo y no es el mismo al mismo tiempo, deconstruyendo de ese
modo el principio de tercero excluido que sostiene que las cosas o son o no
son, y que no hay lugar para una tercera posibilidad. Decir que el río es y no
es el mismo, aunque incomprensible por contradictorio, nos ayuda a
desmarcarnos de un pensamiento binario que exige una polaridad.
Deconstruir las polaridades nunca es salirse de ellas, ya que cualquier
salida nos coloca en un nuevo polo. Deconstruir es un primer asomo para
comprender que, aunque nuestra conciencia solo admite polos, hay un entre,
esto es, la oscilación constante entre ambos polos que tal vez sea lo único que
haya, siendo los polos meros momentos de un péndulo infinito. Pero no se
puede pensar el cambio porque no se puede decir el cambio, sino que el
cambio es ese movimiento que hace que un concepto refiera a otro, una
palabra a otra, y así se produzca la comprensión. Sin silencios no hay
lenguaje. Sin silencios no hay diferencia, y el lenguaje es diferencia aunque
se nos presente como un absoluto. Otra vez la angustia. Hay angustia porque
hay lo que no hay. Está muerto, grita uno de los policías: el final del cambio
o el cambio absoluto.
Y si el río es el tiempo, todo consiste en distinguir entre una interpretación
que haga del fluir del tiempo recorridos entre momentos absolutos —los
instantes—, o por otro lado, una interpretación que entienda que esos
instantes no son más que ilusiones creadas para detener aunque sea
conceptualmente el irreverente y despiadado paso de un tiempo que nunca se
detiene porque la detención misma es otra ilusión. El instante, una ilusión; si
no hay otra cosa que tiempo yéndose.
¿A dónde se va el tiempo? La necesidad farmacológica del instante para
que la cosa no se vaya, el horror a ese diluirse indetenible. El instante, una
ilusión. Y así, de ilusiones soportamos la existencia, hasta que un
acontecimiento hace implotar ese pacto ficcional que nunca pudo cerrarse de
modo definitivo. Heráclito puro: el instante y el movimiento, la tranquilidad y
la angustia, los opuestos convergiendo para que la cosa tenga sentido, aunque
ese sentido no sea más que la sustanciación de una ilusión. La ilusión y lo
real, ¿pero se puede romper la dicotomía o es la dicotomía y su lucha la clave
para comprender el vínculo entre la ilusión y lo real? Entre. El río que es y no
es el mismo río. El río, un entre. El todo, un entre.
Y sin embargo, Heráclito: «El Dios es día-noche, invierno-verano,
guerra-paz, hartura-hambre, todos los opuestos; esta inteligencia toma
formas mudables…» (67). ¿Cómo se relacionan los opuestos? ¿Es un cambio
azaroso o el cambio sigue alguna lógica? Hay logos en Heráclito. Hay una
búsquedade lógica en el cambio. Distinguimos los opuestos para que esa
totalidad, para que cada pequeña totalidad que se muestra como tal evidencie
su dependencia con su contrario.
Es que el logos para Heráclito tiene que ver con los opuestos que
coinciden. No hay cambio azaroso, si no la ilusión no se sustancia y no se
produce mundo. Huir del caos sin asumir acríticamente el cosmos que se
presenta a nuestros sentidos. Pero huir del caos. Buscar que la ilusión
anestesie, ¿o hay algún otro propósito para el conocimiento? El logos, la
lógica oculta y la constancia de que la cosa no se va. Y si se va, entender por
qué, comprender sus razones, creer que comprendemos razones. Creer.
Hay un logos en Heráclito que conecta los opuestos para que las aguas
sosieguen. El cambio no es anárquico. El joven muerto y desangrado no
revivirá. Estos vidrios rotos no mutarán en un café con leche. Hay una ley,
tiene que haber una ley, cierta proforma, una racionalidad oculta, una serie de
posibilidades. Lo imposible no solo es la imposibilidad de las posibilidades.
Lo imposible es que lo posible solo pueda ser lo posible, y que la vaca no se
vuelva vaso y que esta angustia no se vuelva una tarjeta de crédito, con poco
crédito. Lo imposible determina en Heráclito que el cambio sea previsible,
imprevisiblemente previsible, pero previsible al fin: el niño crecerá y no será
árbol, sino adulto. Y algún día morirá. O no. O algún día morirá fuera de
tiempo, a destiempo, antes de tiempo, como este joven al que miro finalmente
y observo desangrarse. La sangre que no para. Como el río…
«SOY EL QUE SOY»
(DIOS)
No llevaba ningún documento, escucho que un policía le dice a otro,
mientras intentan tapar al muerto con unas hojas de un diario que se reparte
gratuitamente en el subte. La sangre va manchando el papel de diario. La
sangre manchada de papel de diario. La sangre que se sigue desparramando.
El rostro del joven ya está cubierto. ¿Estará realmente muerto? De lejos
parece no respirar, pero unos nuevos policías que llegan nos empiezan a sacar
a todos del lugar. ¿Cómo?, ¿no necesitan testigos?
Hay un señor que se resiste con gritos acusatorios y otras dos chicas que
se la pasaron sacando fotos de todo el suceso. El que parece ser el líder de
todos los policías ordena rápidamente echar a todo el mundo y confiscar el
celular con las fotos. Comienza un nuevo tironeo hasta que una de las dos
jóvenes, en su intento por zafarse, se resbala en la sangre y cae a los gritos
sobre el reciente cadáver destapando su rostro. Mientras voy saliendo lo
puedo mirar de frente. Está muerto. No hablo de ciencia ni de medicina, ni de
religión. Solo está muerto. Se ve, se siente, se percibe. La vida extinguida. El
deceso. El deceso reciente. Demasiado reciente. Como si hubiera un eco de
su último respiro. Se sabe. Es previo a cualquier explicación. Se presenta tal
vez en esa detención absoluta de cualquier movimiento. O peor, en esa
detención absoluta en medio de un todo que deviene. Y se mueve. Todo,
menos él. O lo que queda de él. Parece un muñeco. La boca un poco abierta,
la nariz que no se mueve. Nada se mueve. Hace mucho calor y nada se mueve
en ese muñeco muerto, recientemente asesinado. No pude ver cómo lo
mataron, pero veo su rostro joven, muy joven.
Tiene cara de Juan. Dicen que el nombre Juan significa favor de Dios, o
regalo de Dios, o Dios ha donado, o fiel a Dios. En todo caso proviene en
última instancia del hebreo Iojanán o Yeojanán, nombre bíblico que contiene
parte del nombre de Dios. ¿Será que la policía estaría siendo cómplice de la
muerte de Dios? Es que si el nombre expresa algo de la naturaleza de quien lo
porta y este joven se llamaba Juan, entonces hay algo de Dios en él. Pero,
¿Dios existe?, o peor, ¿por qué suponemos que un nombre expresa algo de
alguna naturaleza? Y además, ¿quién dijo que se llamaba Juan? O
doblemente peor: si el nombre no expresa su naturaleza, ¿qué importa cómo
se llamaba? O peor, peor: ¿qué es lo que importa? ¿Su muerte? ¿La muerte en
general? ¿Pero muere alguien en la muerte en general? O dicho de otro modo,
¿no es la muerte siempre singular? ¿Y si el que muere es nadie? Que no es lo
mismo que decir: ¿y si no murió nadie? ¿Es lo mismo?…
En el Antiguo Testamento, los nombres de las personas no son casuales.
Todo el tiempo, incluso, el texto explica las razones por las que alguien lleva
su nombre, o también las razones por las que lo cambia o le es cambiado. Eso
supone una relación directa entre el nombre como significante y su
significado. Un significado que estaría expresando cierta realidad que hace a
la persona o entidad en cuestión. Por ejemplo, Isaac (Itzjak) remite en hebreo
a la raíz del verbo reír. Así, el hijo de Abraham y Sara recibe ese nombre ya
que Sara se rió cuando le anunciaron proféticamente que cerca de sus cien
años iba a poder ser madre, hecho que no pudo consumar durante toda su
vida. Ya creyéndose estéril y habiendo consentido que su esposo tuviera un
hijo con su criada, es anoticiada de su próximo embarazo y responde riéndose
en una respuesta casi de desprecio. Por eso, cuando el niño nace, su nombre
remite a esa carcajada.
El significado del nombre así, remite. No es casual ni arbitrario: está
indicando algo. Como si quien escribiera la Biblia se hubiera decidido por
darles a los nombres un lugar singular más allá de ser un mero juego de
letras. Y más aún, ya que además a la cuestión ontológica se le añade una
dimensión propedéutica; esto es, la faceta explicativa de los nombres que
pedagógicamente nos indican que, por ejemplo, aquel es Pedro porque es la
piedra desde la que se levantará la Iglesia, o este es Israel porque luchó contra
el ángel de Dios. O sea, nombres que no son casuales y además se explican.
¿Habrá por eso algún destino o enigma en este joven músico encerrado en su
nombre? ¿Estará anunciada su muerte en un nombre que todavía no sabemos
cuál es? Pero si así fuera, ¿sería Juan o como se llame un protagonista de la
Biblia? ¿Es que solo la Biblia escribe sus nombres con intención ontológica,
propedéutica, etcétera? ¿Estaremos siendo parte de un relato bíblico sin
darnos cuenta, o será que este dispositivo se ha ido secularizando y
permanece en la necesidad de nuestros nombres de querer ser más que un
mero juego de palabras?
¿Y si entonces lo pensamos al revés? ¿No encontraríamos en Juan, tuviese
el nombre que sea, siempre —si queremos— una conexión entre este nombre
que sea y esta supuesta muerte sin sentido de un joven con una guitarra que
necesitaba el dinero de un subte que dejó de funcionar, creo que por un paro
o no sabemos bien por qué? Siempre vamos a encontrar una conexión —si
queremos— entre un significante y algún significado. Si queremos e incluso
aunque no queramos. La inercia del significante que busca sobrepasarse a sí
mismo y crear sentido. Así funciona. Así se sobrevive. Este conjunto de
palabras que nos atiborra y necesita convergir en una red de significados
donde todo encaje en el lugar exacto. La infinita batalla entre el caos y
nuestro ejército de palabras. Un nombre albergando un destino domestica
nuestra muerte. Y nuestra vida…
Se llama Martín, dice un policía mirando un celular, y no alcanzo a
escuchar bien el apellido. No «se llama» más, señor policía. Se llamaba…
Martín viene de Marte, dios de la guerra. Guerra. Fácil. Ya está, fin del
misterio. O inicio. Las palabras y su significado que no son las cosas, sino
otras palabras. El significado de cualquier nombre es siempre toda otra trama
de palabras que a su vez remite a otras más, y así. Y el deseo de hacer
coincidir unas palabras con otras hace el resto. Mucho se juega en ese deseo.
Ahí sí hay alguna clave que se nos escapa.
Lo cierto es que Martín, o como queramos llamarlo, murió, más allá de las
palabras (o con las palabras), y su sangre se desparrama por el piso. Martín
perdió la guerra, demasiado fácil, lo cierto es que podría haber sido cualquier
otro (nombre) y algún significado siempre hubiéramos encontrado. El ser
humano, ese animal que se narra. Pero si hay narraciones,

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