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(FEMIN~1 - Juan Cordero

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María Angeles Durán
Si Aristóteles levantara 
la cabeza
Quince ensayos sobre las ciencias 
y las letras
EDICIONES CÁTEDRA 
UNIVERSITAT DE VALENCIA 
INSTITUTO DE LA MUJER
Feminismos
Consejo asesor:
Giulia Colaizzi: Universitat de Valencia 
María Teresa Gallego: Universidad Autónoma de Madrid 
Isabel Martínez Benlloch: Universitat de Valencia 
Mary Nash: Universidad Central de Barcelona 
Verena Stolcke: Universidad Autónoma de Barcelona 
Amelia Valcárcel: Universidad de Oviedo 
Instituto de la Mujer
Dirección y coordinación: Isabel Morant Deusa: Universitat de Valencia
Diseño de cubierta: Carlos Pérez-Bermúdez 
Ilustración de cubierta: Júpiter y sus satélites: lo, Calixto y Ganimedes
N.I.P.O.: 207-00-008-5 
© María Ángeles Durán 
© Ediciones Cátedra (Grupo Anaya, S. A.), 2000 
Juan Ignacio Luca de Tena, 15. 28027 Madrid 
Depósito legal: M. 10.233-2000 
I.S.B.N.: 84-376-1800-2 
Prínted in Spain 
Impreso en Lavel, S. A.
Prólogo
Aristóteles pensaba que las mujeres no podían participar 
en el gobierno o en la política. Sin embargo, en los comien­
zos del siglo XXI la mayoría de las constituciones democrá­
ticas se han modificado o promulgado de nuevo para reco­
nocer la igualdad de hombres y mujeres en el derecho a ele­
gir y ser elegidos. La constatación de ese cambio, y de todo 
lo que el cambio significa, es lo que sintetiza el título del 
libro.
Aristóteles no fue solamente uno de los fundadores de la 
teoría política, sino de gran parte de los campos o disciplinas 
que todavía hoy se siguen cultivando. La biología, la ética, la 
economía, la psicología, la lógica, la poética y el arte, entre 
otras materias, le reconocen como uno de sus principales ini­
ciadores. Igual que se han transformado las leyes, ahora es 
preciso rehacer y renovar la cultura en la que hunden sus raí­
ces. Si Aristóteles levantara la cabeza es un conjunto de 
ensayos sobre la ciencia y los procesos de conocimiento. Me 
hubiera gustado leer un libro de parecido talante en mis pri­
meros años universitarios o en los últimos de bachillerato. 
Pero entonces no lo había. Ha tenido que pasar mucho tiem­
po para estar en condiciones de fabricarlo por mí misma. 
Ahora puedo olvidar al autor y hacerme la ilusión de que por 
fin me ha llegado un regalo largamente prometido y retrasa­
do. Mientras escribía, la cabeza y la mano estaban frías pero 
no así el corazón, que ha conocido momentos de alegría, de 
temor, de esperanza y de ira. Incluso, en alguna ocasión, hu­
biera querido dejar el papel y el bolígrafo, y dar gracias por 
el privilegio de vivir en esta época y de poder exponer mi 
pensamiento con una libertad de la que carecieron millones 
de mujeres que, no obstante, han sido mis precursoras en el 
intento de reinterpretar la cultura desde su propia experiencia.
Aunque no pretenda parangonarme con sus autores, 
quiero reconocer la deuda que tienén estas páginas con tres 
obras literarias. La primera es Doce cuentos peregrinos, de 
Gabriel García Márquez; si no fuese por ella no me habría 
metido en esta aventura. Cuando la leí, había recibido una 
invitación de Isabel Morant para presentar un original en 
esta colección que ella dirige. Pero no me sentía con fuerzas 
para ponerla en práctica, ya que los proyectos de investiga­
ción del CSIC suelen tener comprometida la edición desde 
el principio con sus promotores y me dejaban poco margen 
de maniobra y especialmente de tiempo. Del libro de García 
Márquez, que me gustó mucho, dice su autor en el prólogo 
que es una recopilación de textos breves, escritos en diversas 
épocas, entrelazados algunos de ellos entre sí, y finalmente 
puestos unos junto a otros, relativamente homogeneizados, 
en un volumen único. Se me ocurrió entonces que podría 
reunir en una sola obra, rehaciéndolos, textos publicados 
hace años con otros más recientes y añadir otros nuevos.
La segunda deuda es con El cuarto de atrás de Carmen 
Martín Gaite, que no sabría si clasificar como análisis nove­
lado o como novela de investigación; en cualquier caso, 
radiografía magistralmente el proceso de escribir y permite a 
los escritores, incluso a los no literarios, reflejarse y recono­
cerse en el desarrollo de la acción. La tercera deuda y más 
reciente ha sido Memorial del convento, de José Saramago. 
Los diálogos que sus personajes de ficción mantienen sobre 
el poder, la ciencia, la ilusión y la ignorancia me han ense­
ñado más que cualquier obra formalmente dedicada a los 
mismos temas. Sin que tengan coincidencias aparentes, me
recuerdan mucho a los diálogos de los personajes que inven­
tó Galileo en 1632 para defender sus teorías sobre el movi­
miento de la Tierra en tomo al Sol, en la obra Diálogo sobre 
los dos principales sistemas del mundo.
A estos libros y autores, y a otros que no cito, debo mu­
cho en estos ensayos y en el conjunto de mi trabajo. Cuando 
Kuhn destacó la importancia del “contexto del descubri­
miento” en los avances del conocimiento científico estaba 
poniendo el dedo en la llaga de una interpretación de la cien­
cia, que quiere olvidarse de las circunstancias sociales en 
que se produce y de las consecuencias o sesgos que cada 
contexto acarrea al posterior desarrollo del conocimiento. 
Todo lo contrario a la imagen del investigador que presentan 
algunos profesionales, como si fuesen ajenos tanto personal­
mente como en su actividad laboral a las contiendas ideoló­
gicas de su época. Los investigadores viven tan intensamen­
te como cualquier otro ser humano estas tensiones. El resul­
tado no se traduce solamente en lo que se hace (no es que al 
“medir” o “experimentar” salgan resultados diferentes según 
la ideología del autor), sino sobre todo en lo que no se hace, 
en lo que queda por investigar y, consecuentemente, carente 
de la posibilidad de desarrollar técnicas que permitan modi­
ficarlo o controlarlo. A veces no hay tiempo, ni dinero, ni 
autoridad para investigar sobre cosas realmente importantes 
y hay que limitarse a exponer hipótesis o resultados sin pre­
tensiones científicas, como si fuesen una ficción.
La cultura nos envuelve; fuera de ella ni siquiera pode­
mos pensamos a nosotros mismos, porque la base de la cul­
tura es el lenguaje y el lenguaje fija los nombres de las cosas 
y el modo en que podemos referimos a ellas. ¿Cuál es, pues, 
el nuevo desafío del acceso de las mujeres a la cultura? No 
lo es ya, en general, el acceso a las aulas, aunque en algunos 
sitios siga siendo un problema. Tampoco lo es, aunque aún 
falte mucho para resolverlo por completo, el acceso a pues­
tos decisivos en el sistema docente. Donde realmente se 
encuentra el reto intelectual para el siglo XXI es en la inno­
vación y reinterpretación de la cultura, acumulada durante la
ausencia secular de las mujeres de los lugares de producción 
de ciencia y conocimiento.
A lo largo de dieciocho meses he trabajado en dos doce­
nas de artículos, pero finalmente los he reducido a quince. 
Al núcleo de textos que ya estaban disponibles he añadido 
cinco nuevos ensayos escritos expresamente para este libro, 
así como la presentación de cada uno que refleja la intencio­
nalidad de la primera escritura, las vicisitudes recorridas por 
el texto y los cambios introducidos en la nueva versión. 
Todos los ensayos tienen en común que se refieren al proce­
so de conocimiento, pero entre la primera versión del más 
antiguo y el más reciente han pasado veinte años. Algunos 
han pasado de constar de dos o tres páginas a diez o doce. En 
otros casos, he refundido varios estudios previos en uno 
solo, muy abreviado. Por todos los artículos seleccionados 
siento cariño; de lo contrario, no me habría tomado la moles­
tia de llamarles y reencontrarme con ellos. En algunos casos 
el título se ha acuñado de nuevo, asociándolo con una idea 
básica que aparece en el texto pero no en las versiones ante­
riores. También he aligerado el texto de citas y referencias 
para hacerlo más liviano. He mantenido la trascendencia del 
tema de fondo, que no es otro que una reflexión sobrela 
ciencia y la cultura como proceso social, pero he intentado 
darle una forma más atractiva y accesible.
Ha habido artículos en proyecto que no he tenido tiempo 
de desarrollar: por ejemplo, “Los pronombres opacos”, dedi­
cado al laísmo, o uno dedicado a la música, que tendrán que 
esperar nueva ocasión para ver la luz. Otros alcanzaron el 
tamaño mínimo para dejar de ser un guión o nota, pero lle­
van dentro argumentos e intenciones que aquí han podido 
asomar. A estos artículos o ensayos, que todavía no han dado 
de sí todo lo que pueden y que necesitan que pase el tiempo 
y maduren, les llamo “los grávidos”. Casi siempre acaban 
dando lugar, años más tarde, a un trabajo más extenso o, lo 
que es aún más prometedor, son continuados por otras per­
sonas que recogen el testigo y siguen haciendo crecer por su 
cuenta la idea apenas apuntada.
Como no puede ser de otra manera, cada reflexión pone 
de manifiesto una perspectiva sociológica, atenta a las posi­
bilidades y límites del cambio social. Creo que el tema de 
cada ensayo me hubiera interesado igual, aunque mi ocupa­
ción principal fuera la farmacología, internet o me dedicase 
en exclusiva a llevar adelante las tareas de una casa, porque 
no son cuestiones técnicas o conocimientos concretos lo que 
los han motivado, sino una aspiración general a entender el 
mundo en que vivo. Al no tratarse de cuestiones directamen­
te relacionadas con mi actividad laboral y mi salario, pude 
disponer de total libertad para su tratamiento: sólo me apro­
ximé a los temas cuando respondían a una preocupación, y 
sólo he continuado trabajando en cada ensayo cuando los 
resultados que iba consiguiendo eran parejos al interés que 
me despertaba. Que no sea especialista en cada tema no 
quiere decir que no los haya abordado seriamente. Cuando 
se tiene la investigación por oficio hay un “modo de hacer” 
o “un modo de mirar” que es común a cualquier temática y 
que garantiza la seriedad de la mirada. Pero mi aportación es 
la del que viene de fuera, la del interdisciplinar que no se 
atiene a las acotaciones, cánones y sistemas de referencia 
que operan entre quienes trabajan profesionalmente dentro 
de cada campo específico. A mí me parece rasgo común de 
estas páginas su carácter inconformista, aunque no lo diga 
con letra impresa, porque pretenden ver las disciplinas cien­
tíficas de un modo diferente al usual, respetuosa pero no 
obedientemente. También creo que son ensayos bienhumo- 
rados, con su pizca de ironía a veces y con la necesaria dis­
tancia, pero básicamente optimistas y confiados en que a 
pesar de todo la evolución de la ciencia nos lleva hacia un 
mundo mejor. Varios de estos ensayos nacieron como una 
lectura personalizada o como una discusión con un autor clá­
sico en su campo que ha tenido repercusiones sociales por el 
contenido de sus ideas: Aristóteles, Galileo, Gonzalo de Ber- 
ceo, Fray Luis de León, Juan Luis Vives, Linneo, Ramón y 
Cajal, Ortega. No he llegado a ellos por necesidad de mi tra­
bajo, sino por curiosidad intelectual y para mirarlos más de
cerca, con la atención de quien se considera ciudadana plena 
de nuestro siglo.
Los quince ensayos son también reflexiones sobre la 
ciencia y el lenguaje, porque el modo inicial de nombrar un 
campo científico o una actividad ya prefigura lo que después 
va a dar de sí y sus consecuencias o usos sociales. Todos 
nacieron de una sorpresa, de un súbito extrañamiento inte­
lectual ante algo que venía pareciendo “neutral” o “normal” 
y que, sin embargo, podría considerarse “coyuntural” o “in­
teresado”. A diferencia de los trabajos de investigación en 
los que el investigador trata de desaparecer para que el resul­
tado del trabajo no parezca contaminado de su humanidad, 
en estos ensayos se ha hecho patente la relación afectiva que 
impulsa el trabajo de investigación. Los sentimientos (el 
rechazo, la confianza, el temor, la ilusión, la ironía) son un 
motor poderosísimo en la producción intelectual, probable­
mente incluso más que los recursos monetarios adscritos a 
cada proyecto. Aquí no se han ocultado, sino todo lo contra­
rio, especialmente en la presentación y en las últimas líneas 
de cada capítulo.
En el tiempo transcurrido entre el más antiguo de los 
ensayos y el más reciente he sido editora de tres libros colec­
tivos que evidencian la continuidad de mi preocupación por 
los procesos de producción del conocimiento: son Libera­
ción y Utopía (Akal, 1983), La fotmación del pensamiento 
igualitario, (Castalia, 1998) y Mujeres y hombres en la for­
mación de la teoría sociológica (CIS, 1998). En el primero 
ya enumeraba algunas propuestas o programas de investiga­
ción, de los que todo lo demás no son otra cosa que desarro­
llos o puestas en práctica. A diferencia de estos ensayos de 
temática más dispar, los libros tienen una armazón más ho­
mogénea, más encajada en el modelo habitual académico o 
científico, pero carecen del grado de libertad, frescura e ima­
ginación que pueden depositarse en estos escritos breves y 
sueltos.
En cuanto a su cronología, el primero fue “El Renaci­
miento que vivimos hoy”, una conferencia con la que se
inauguraron las actividades del actual Instituto Universita­
rio de Investigación de Estudios de la Mujer, en la Univer­
sidad Autónoma de Madrid. Allí presenté críticamente una 
historia de la ciencia de las universidades y de las ideas so­
bre las mujeres. En los veinte años transcurridos desde 
entonces, la figura de Galileo ha cobrado para mí más y 
más relieve, y se ha convertido en un interlocutor relativa­
mente frecuente en mis disquisiciones intelectuales. A ello 
no es ajeno, probablemente, el paso por el Instituto Euro­
peo de Florencia, donde aparte de estudiar el análisis inter­
nacional comparado del Producto Interior Bruto, me im­
pactó la huella visible en las calles y en la vida cotidiana de 
éste y otros grandes hombres de las ciencias y las letras ita­
lianas. En la versión actual del ensayo, la reflexión sobre 
Galileo ha tomado mayor peso, porque ejemplifica el con­
flicto eterno entre libertad de pensamiento y obediencia al 
orden establecido, en el que participamos intensamente las 
mujeres de este cambio de milenio. El último ensayo, cro­
nológicamente, ha sido “Viaje a la Osa Mayor”: es un texto 
casi colectivo y muy abierto, que espero dé pie a (múlti­
ples) continuaciones y debates por otras personas. Su nú­
cleo central es la reflexión sobre el lenguaje y los mitos 
como creadores de identidad.
Como he sido profesora en varias facultades de Ciencias 
Económicas y actualmente lo soy en el Departamento de Eco­
nomía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 
era bastante lógico que me preguntase por el origen y evolu­
ción de la palabra “economía”. Treinta y tantos años de in­
vestigación sobre las relaciones entre economía y sociedad 
me han hecho ver que las palabras esconden muchos signifi­
cados y que la buena investigación tiene que someter a revi­
sión sus conceptos antes de poner en marcha procedimientos 
de medida. La revisión del concepto de economía me ha lle­
vado hasta buena parte de los trabajos reunidos en este volu­
men, aunque entre sí estén más unidos por el contacto, como 
las zarzas que se enganchan unas en otras, que por una filia­
ción lineal claramente visible.
En el momento actual, son muchos los investigadores 
que desde diversas instituciones tratan de analizar y medir la 
evolución de algunos indicadores macroeconómicos, como 
la Renta Nacional o el Producto Interior Bruto. De ahí nos 
viene la necesidad de disntiguir entre recursos monetariza- 
dos y no monetarizados, o de reflexionar sobre el papel que 
juegan los acuerdos y convenciones en la preparación de las 
estadísticas. De ese tema trata el ensayo titulado “Los fabri­
cantes de espejos”.
De la reflexión sobre el concepto actual de economía he 
pasado, de modo no sólo natural sino inevitable, a la bús­
queda de la raíz histórica de este concepto; y eso me hizo 
llegar casi directamente hasta el Oykonomikosde Jenofonte 
y la Oykonomia de Aristóteles, que son su raíz etimológica. 
Los dos están centrados en el oykos (casa). Los temas que 
hoy me preocupan son parecidos, pero con una aproxima­
ción casi opuesta a los que se supone que preocupaban a 
Sócrates cuando dialogaba en la avenida de columnas de la 
Acrópolis. De la comparación entre aquello y esto nació el 
ensayo titulado “De la Oykonomia a las ciencias econó­
micas”.
En la vida de un autor, las obras no son compartimentos 
estancos. Unas influyen en otras, se complementan, se con­
tinúan. De la Oykonomia de Aristóteles no tuve más remedio 
que pasar a La política, siendo esta última más larga y explí­
cita que la primera. Pero Aristóteles otorga una fuerte base 
biológica al carácter, y por tanto a la conducta, tanto política 
como económica. Así que tuve que continuar la búsqueda en 
su Historia de los animales. Ahí podría haber cerrado, por­
que había material suficiente para ello. Pero, por buena o 
mala suerte, encontré en este último libro algo que me des­
concertó y espoleó los deseos de mayor investigación. Aris­
tóteles plantea una serie de condiciones biológicas generales 
que tienen su correlato en el carácter de machos y hembras, 
pero acepta dos excepciones, los osos y los leopardos. ¿Por 
qué aceptaría Aristóteles excepciones a su regla general y 
por qué consideraría excepcionales a estos animales? La pri­
mera cuestión plantea un problema epistemológico, y el es­
tatuto de las excepciones siempre es atractivo. ¿Por qué ésas 
y no otras? ¿Por qué pierde fuerza la regla general? ¿Son las 
excepciones los augures de un cambio o los restos de reglas 
anteriores? En cuanto a la segunda cuestión, la respuesta 
puede venir sobre todo de dos vías: las ciencias naturales o 
la historia de las ideas. En la primera he hecho sólo algunas 
tímidas incursiones, un par de calas en enciclopedias y un 
par de consultas en museos, y lo cierto es que no he encon­
trado nada que justifique la excepcionalidad que aceptó 
Aristóteles. La segunda vía, en cambio, me ha llevado por 
derroteros muy diferentes, a la búsqueda de mitologías del 
oso y del leopardo en Grecia o en pueblos limítrofes en la 
época anterior o simultánea a la que Aristóteles vivía. De 
estas correrías y tras varios meses de desaforada consulta a 
antropólogos, amigos, colegas y varias bibliotecas, ha naci­
do un ensayo muy diferente a la idea que inicialmente tenía 
en la cabeza. Lo que menos podía imaginar cuando empecé 
a trabajar en ello es que terminaría disfrutando de un hermo­
sísimo panorama de mitos antiguos en los que reconozco sin 
dificultad buena parte de mis propias creencias actuales. Tal 
vez no haya llegado a nada concluyente, pero, como decía 
Lévi-Strauss, los animales no son buenos para comer, sino 
para pensar. Y a pensar, eso no hay duda, me ha obligado 
muchísimo este capítulo dedicado a la Osa Mayor.
Aunque distanciado en el tiempo y en la temática, hay 
otro ensayo de esta colección que guarda relación con la 
Oykonomia. Se titula “Matrimonio y división del trabajo”, y 
es una lectura en clave económica y psicológica de La per­
fecta casada de Fray Luis de León, que a su vez se inspiró 
parcialmente en Aristóteles. Después de trabajar en las 
conexiones entre el modelo español de “perfecta casada” y 
el de la Grecia clásica, era natural que tratase de conocer el 
contexto intelectual y normativo del Siglo de Oro en que 
vivió Fray Luis de León, aunque fuese una “derivación” 
fuera de horas. De ahí nació el ensayo sobre la Pedagogía de 
Luis Vives, cuya presencia como patrono en tantos centros
docentes y de investigación siempre me había llamado la 
atención.
Fray Luis de León es un personaje complejo. Aunque a 
mí me atraiga antagónicamente su interpretación de los 
deberes económicos de la casada ante la hacienda familiar, 
sin duda es un autor que maneja espléndidamente el lengua­
je. Tratando de entenderle mejor fui a dar con su traducción 
y comentarios del Cantar de los Cantares de Salomón, que 
me emocionó. ¡Es tan difícil para nosotras, las investigado­
ras de hoy, relacionamos con la memoria de los maestros! 
¡Han dicho tantas cosas que tenemos que arrancar de nues­
tra cultura y, al mismo tiempo, les debemos tanto! Comencé 
el ensayo sobre el Cantar de un modo muy académico, con­
sulté varias ediciones críticas y me interesé sobre todo por el 
trasfondo de la lucha por la libertad, por la que pagó Fray 
Luis tan alto precio. Pero a la mitad de la redacción ya me 
había ganado la mera belleza de su escritura, y mi última 
página en este ensayo es en realidad un acto de homenaje y 
agradecimiento al hombre que junto a la terrible perfecta 
casada de los Proverbios abrió para todos nosotros el acceso 
en lengua vulgar a los poemas de amor del rey hebreo.
Si la relación con Fray Luis de León como creador y 
difusor de modelos femeninos hoy periclitados es compleja, 
no lo es menos la relación con casi todos los grandes funda­
dores de las disciplinas científicas recientes, cuyas ideas a 
propósito de las mujeres no han conservado la vigencia ge­
neral de su producción intelectual o científica. Aunque se 
produzca un salto de siglos en los personajes que dan cuer­
po a la reflexión, el ensayo sobre “La difícil relación con los 
Padres Fundadores”, es una continuación de la reflexión 
sobre estos mismos temas. Igual que las ideas o las institu­
ciones, los maestros acumulan y sintetizan visiones del mun­
do, propuestas de actuación. Ante ellos no tenemos más 
remedio que tomar posiciones, desmarcándonos o identifi­
cándonos, y es más fácil y probable que la necesidad de po- 
sicionamiento se haga consciente y explícita ante una perso­
na con voz y rostro que cuando se trata de una corriente difu­
sa y envolvente de autores muertos, conocidos indirecta­
mente o sólo a través de sus obras u otras señales aún más 
sutiles o perecederas. Por eso se dedica un ensayo a las rela­
ciones de filialidad, recepción y rechazo parcial de la heren­
cia cultural recibida, centrándolo en dos grandes maestros 
del pensamiento español de principios del siglo XX: uno en 
el campo de las Ciencias, Ramón y Cajal, y el otro en el de 
las Letras, Ortega y Gasset. Galileo se posicionó ante Aris­
tóteles; Ortega, ante Galileo; y yo, desde la ventana del si­
glo XXI y consciente de mi limitada estatura personal, pero 
también de la pertenencia a un gran movimiento colectivo, 
ante todos ellos.
Los ensayos restantes no tienen que ver directamente 
con la economía, ni han surgido como desviaciones en la 
búsqueda de conceptos próximos. Más bien tienen que ver 
con la reflexión sobre el propio proceso de investigación, 
sobre la vida cotidiana en la que nos movemos los investiga­
dores y cuya influencia sobre nuestra obra es innegable, aun­
que raramente explícita. A mí me divierte la pretensión de 
algunos científicos de colocarse en un “se” impersonal, 
como si el trabajo saliera de sus manos o de sus probetas 
limpio de toda contaminación humana, directamente insu­
flado por un nuevo viento de Pentecostés laico que les atra­
vesase sin romperlos ni mancharlos, haciendo de ellos un 
mero instrumento en el desarrollo del conocimiento. En con­
traposición a esta postura, que esconde como con vergüenza 
en un cajón cerrado el contexto de sus descubrimientos, me 
gusta pararme a reflexionar sobre las circunstancias en que 
tiene lugar mi propio trabajo. No puedo hacerlo a todas 
horas, porque un exceso de consciencia impediría que se 
fuera realizando la investigación básica, que en mi caso, ya 
lo dije al principio, consiste en sacar adelante proyectos 
colectivos sobre economía no monetaria. Pero de vez en 
cuando, como antídoto frente a esta limitación o concentra­
ción en un foco único de interés, respiro hondo y miro hacia 
otros sitios: hacia dentro de mí misma o hacia lo que me 
rodea y constituye mi vida, fuera del marco institucional en
que trabajo. Creo que estas pausas son muy necesarias, muy 
vivificadoras; y aunque puedan parecer interrupciones, sir­ven para profundizar y ver más lejos en el propio trabajo 
principal, el de todos los días.
De lenguaje y de literatura se ocupa también el ensayo 
sobre “La abadesa preñada” que transcribe fragmentos de la 
versión antigua de la obra de Berceo. El lector perspicaz pro­
bablemente hallará una línea de continuidad entre el conflic­
to ético que se trata en el Milagro (los embarazos no desea­
dos) y las reflexiones sobre la sumisión a la naturaleza con 
que se abría el capítulo sobre Aristóteles; porque, a fin de 
cuentas, el problema de la abadesa preñada es la imposición 
de las leyes ciegas de la biología sobre su voluntad y su pro­
yecto humano. Su personaje simboliza a todas las mujeres 
que sufren gestaciones no deseadas, así como a los hombres 
que sufren con ellas. La abadesa representa un arquetipo, y 
pide a gritos que alguien con más capacidad literaria que la 
mía la convierta en un personaje universal. La rebelión fren­
te a las leyes mecánicas de la biología, el enfrentamiento con 
el sistema judicial y la remisión a órdenes morales superio­
res a los de las jerarquías inmediatas son elementos que pue­
den dar de sí para una gran figura épica o trágica, o desarro­
llarse en un análisis minucioso e intimista, casi proustiano. 
El conflicto de la abadesa es muy actual, afecta de un modo 
u otro a millones de mujeres en todo el mundo y merece un 
tratamiento literario y filosófico a la altura de su intensidad. 
Este es uno de los ensayos con cuya escritura más he disfru­
tado. No me he sentido solo autora al hacerlo, sino también 
ciudadana de un país que reconoce estos problemas en los 
mismos inicios de su lengua.
“La abadesa” se relaciona cronológicamente con “Auto­
res y lectores”. Fue en la preparación de unas jomadas sobre 
“Literatura y vida cotidiana”, a las que este ensayo sirvió de 
prólogo, cuando oí hablar por primera vez del personaje de 
la abadesa en la literatura medieval. Creo que la mejor mane­
ra de entender el texto es buscar la analogía entre literatura y 
producción científica, porque ambas son procesos en los que
un autor/científico trata de un tema, y su trabajo, sea escritu­
ra o investigación, implica una selección y una perspectiva 
respecto al tema tratado. En ambos casos se produce una 
recepción de los resultados, y hay un público o audiencia que 
rechaza, soporta o recibe activamente la obra. El placer de 
escribir toma forma distinta, pero es esencialmente el mismo 
que en la investigación empírica; el autor hace hablar, da 
música a las palabras; y el investigador escucha la música de 
los números, de los materiales, y les da un sentido, lo trasla­
da a una partitura. A la literatura, como se reconoce que es 
fantasía y ficción, se le perdonan muchas cosas; por eso 
es más fácil escudriñar en la poesía o en la novela que en la 
medicina o la economía, aunque por sus condicionantes so­
ciales haya poca diferencia entre ellas.
Por una vía distinta, la Historia de los animales de Aris­
tóteles me llevó hacia la botánica y zoología del Siglo de las 
Luces. Una vez destapada la caja de los truenos de las clasi­
ficaciones, y el papel de los humanos en el conjunto de los 
animales, era casi inevitable recalar en Linneo, tanto por su 
clasificación de los mamíferos como del homo sapiens. Se 
concretó en un ensayo sobre su época, titulado Femina Sa­
piens, Homo Testiculans. Más que sobre el ilustre botánico, 
de lo que trata es del poder del lenguaje y sus evocaciones 
en el campo de las ciencias naturales. En el siglo XVIII, la 
tensión ideológica daba lugar a cierto tipo de polémicas, 
centradas alrededor del gradacionismo: en el siglo XXI pue­
de dar lugar a otro tipo de discusiones motivadas por las 
nuevas demandas de los movimientos sociales, entre los 
que juegan un papel relevante los movimientos sociales de 
mujeres.
En la última parte, los ensayos no tienen filiación los 
unos con los otros, pero todos ellos son como hermanos e 
hijos de la misma madre.
“Los nombres en las calles de la ciudad” y “La escalera 
en el lenguaje, el cine y la arquitectura”, son filtrajes de mi 
vida cotidiana. Después de tantos años de guiarme en la ciu­
dad por los nombres de sus calles, de detenerme junto a las
estatuas, o de subir y bajar escalones, he encontrado un rato 
para preguntarme qué significado tienen para mí y para los 
otros. Creo que los científicos sociales han perdido un filón 
magnífico de conocimiento al renunciar a la introspección, 
sacrificada a favor de la observación externa de los hechos. 
Con estos dos ensayos, que no pretenden ser de experta o 
erudita sino de ciudadana que busca dentro de sí misma, he 
compensado esta sequedad intelectual ocasionada por el 
exceso en el hábito de mirar afuera. El primero es una refle­
xión sobre el poder de los nombres en la evocación de la 
memoria y, por tanto, en la construcción de la identidad 
colectiva y personal: la ideología se extiende a la humaniza­
ción de los lugares físicos a través de la toponimia (nombra­
miento de los lugares) y de la ectoponimia (lugares privados 
de nombres y nombres privados de lugares que los perpe­
túen). El callejero de Madrid da cabida a una reflexión sobre 
el conformismo e inconformismo en geografía. En cuanto al 
ensayo sobre “La escalera” fue el objeto de un seminario 
sobre los límites entre el espacio público y el espacio priva­
do en el Colegio de Arquitectos de Málaga; como en mi caso 
no cabía esperar conocimiento técnico sobre resistencias de 
materiales ni nada parecido, la escalera acabó convirtiéndo­
se en la excusa para un viaje interior, una metáfora sobre el 
proceso de conocimiento que se apoyó en los materiales 
ofrecidos por la arquitectura, el lenguaje y el cine.
El último de los ensayos es diferente. Toma la forma de 
un diario y relata el proceso cotidiano de la relación que tie­
ne el investigador con las bibliotecas y los libros en el desa­
rrollo de su trabajo. No es que los diarios sean cosa rara, 
pero por su forma externa difieren bastante de las caracterís­
ticas habituales de los ensayos. Para mí, los cuatro meses que 
duró su escritura fue un proceso interesantísimo, y tal vez al 
lector le interese repetir y hacer suya la experiencia. Por su 
tono intimista y la progresiva aceleración del ritmo, ofrece 
una contrapartida al quehacer habitual de la investigación, 
del que sólo se conocen los resultados finales, independien­
temente del modo en que el autor haya vivido el proceso.
Galileo vuelve a aparecer fugazmente como una referencia 
última y permanente a la tensión entre la razón y los condi­
cionantes históricos que dificultan su avance.
Se concluye el texto con un breve epílogo titulado “Cien­
cia para la Vida, ciencia para la Libertad”. Tenía que ir el úl­
timo, aunque lo escribí casi al principio, porque es un resu­
men de mi propósito y una despedida al lector. Hay muchos 
investigadores que justifican la ciencia por sí misma, el co­
nocer por el conocer. O la ciencia y la investigación como 
oficio, como motivo para recibir un sueldo a fin de mes. Yo 
no podría investigar si no recibiese mi manutención por ello, 
pero no considero que estas razones sean suficientes, aunque 
sí necesarias. No me importa reconocer que la investigación, 
el diálogo del pensamiento, es para mí la más apasionante 
aventura, que se lleva las horas por delante sin sentir y no 
entiende de calendarios ni jomadas. Pero no la ciencia por la 
ciencia, sino la ciencia humanizada, la que trata de agrandar 
los límites de la libertad y de la vida.
C a p í t u l o p r i m e r o
Si Aristóteles levantara la cabeza
P r e s e n t a c i ó n
Aristóteles fue el fundador de casi todo. O, al menos, de 
casi todo lo que hoy permanece dando nombre a las ramas 
de las Ciencias y las Letras. En este ensayo he buscado sus 
ideas sobre la Política, tan influyentes que durante dos mil 
años se han invocado como autoridad en el tema. Aunque 
amarga un poco, he expuesto con claridad lo que Aristóteles 
dijo, para que el lector/a vea cuáles son las raíces denuestro 
pensamiento social y político.
Las huellas de Aristóteles asoman todavía en muchas 
partes, en campos aparentemente alejados de la filosofía. 
Hasta 1978 estuvo en vigor en España una legislación que 
consagraba la subordinación de las mujeres. De la reflexión 
sobre el papel de la ideología en las Leyes y en el concepto 
de Justicia, he pasado después, inevitablemente, a la refle­
xión sobre la Biología, porque Aristóteles ponía en la Natu­
raleza las bases del orden social.
Por comparación entre lo que veía Aristóteles y lo que 
hoy ven mis ojos, me alegro de haber nacido en esta época y 
no en aquélla; no obstante, todavía espero que la Historia
depare a mis sucesoras una experiencia más igualitaria que 
la mía. Aristóteles pensaba que lo intrínsecamente humano 
es la palabra, y que mediante la palabra se construye el 
hogar, la ciudad y la justicia. Aquí van mis palabras modes­
tas, en busca de otras que se le junten para equilibrar las 
palabras ajenas que hemos tenido que asumir durante tantos 
siglos como propias.
Ante los cambios legales y los cambios en la presencia 
de mujeres en las instituciones en el siglo XXI, ¿qué diría 
Aristóteles, el fundador de la Política? Quiero pensar que 
si Aristóteles levantara la cabeza, reaccionaría con grandeza. 
Y en lugar de pugnar por la restauración de las viejas épocas, 
se alegraría al reconocer que estaba equivocado.
I . O r d e n n a t u r a l y s u b o r d i n a c i ó n e n “La P o l í t i c a ” 
d e A r i s t ó t e l e s
1.1 .La complacencia del intérprete
La Política de Aristóteles (384-322 a.C.) es una inter­
pretación de la naturaleza en lo que afecta a la vida social 
de los hombres1. La naturaleza es “cada cosa, una vez aca­
bada su generación”: lo que, leído en sentido contrario, 
obliga a comenzar el análisis de las cosas por su final, que 
es lo que le da el sentido. Pero el final de las cosas, y espe­
cialmente el de las cosas humanas, es menos evidente de lo 
que los humanos desearían y hay que recurrir a los intér­
pretes.
Aristóteles fue un intérprete complacido de lo que la na­
turaleza le revelaba: música celestial debió de parecerle esta 
revelación, porque le permitía ordenar el mundo reservándo­
1 Todas las citas de La Política provienen de la edición bilingüe de Ju­
lián Marías y María Araujo, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1951.
se para sí un lugar excelente. Fuera de la naturaleza (de su 
interpretación de la naturaleza) no tienen cabida los hom­
bres: o son monstruos o son dioses, como dice parafrasean­
do a Homero.
Para las aspiraciones expansionistas y subyugadoras de 
cualquier persona o grupo social, no hay nada mejor que 
encontrar un teórico que justifique sus deseos. Si algún 
intérprete complaciente de la naturaleza, algún “intelectual 
orgánico”, define la naturaleza de estos colectivos (varones, 
cristianos, blancos, ilustrados o cualquier otro de los muchos 
que en la Historia ha habido) como superior, la dominación 
de los demás no será oprobio ni delito, sino virtud. Justifica­
rá, por tanto, la dominación de unas naciones sobre otras, la 
ocupación, la guerra y la conquista. Como diría Aristóteles 
aplicando esta lógica: “es justo que los griegos manden so­
bre los bárbaros” (pág. 2).
Tribu, ley y hogar son para Aristóteles los tres pilares de 
la socialidad del hombre. El hogar es una entidad natural: 
pero “natural” en este caso significa la disponibilidad de 
buey y de mujer. Ambos son necesarios para el manteni­
miento de la casa, porque “el buey es el criado del pobre”, el 
que hace las tareas más duras de la agricultura. La aso­
ciación entre casa, mujer y buey llega incólume desde Aris­
tóteles hasta la cultura de la Edad Moderna en España, y 
Fray Luis de León recogerá sus palabras casi textualmente 
en La perfecta casada.
En el hogar del modelo aristotélico se producen tres ti­
pos de relaciones:
1) La del amo y el esclavo.
2) La del marido y la mujer.
3) La del padre y los hijos.
La casa perfecta aristotélica consta de esclavos y li­
bres. El esclavo, según Aristóteles, por naturaleza no se 
pertenece a sí mismo, sino a otro. En cuanto a la mujer, 
por naturaleza es inferior al hombre. Los hijos, por natura­
leza obedecerán al padre, porque el gobierno doméstico es 
una monarquía, y toda casa debe ser gobernada por uno 
sólo.
Mientras Aristóteles reconoce que el gobierno político 
es “de libres e iguales”, para la casa reclama una organiza­
ción monárquica. En los regímenes de ciudadanos, “éstos 
alternan sucesivamente en las funciones de gobernante y 
gobernado, pues son iguales en cuanto a su naturaleza” 
(pág. 23). Aristóteles otorga un importante papel a los sig­
nos externos de jerarquía, como el atavío, los tratamientos y 
los honores, que son necesarios precisamente para distin­
guir a los que en lo esencial son iguales. Los “signos exter­
nos” no son naturales, sino temporales y sustituibles. De 
alguna manera, esta reflexión anticipa la importancia del 
consumo y los “signos externos” en la identidad de los ciu­
dadanos de las sociedades democráticas y móviles de los 
siglos XX y XXI.
Frente a la igualdad de los varones libres entre sí, Aris­
tóteles establece que “salvo excepciones antinaturales, el 
varón es más apto para la dirección que la hembra,... y el de 
más edad más que el joven y todavía inmaduro... El padre y 
marido gobierna a su mujer y a sus hijos como libres en 
ambos casos, pero no con la misma clase de autoridad: sino 
a la mujer como un ciudadano y a sus hijos como vasallos” 
(op. cit., pág. 22).
La estructura jerarquizada de la casa no sólo es monár­
quica (el padre-rey), sino en cierto modo divina (el padre- 
dios), porque Aristóteles establece que los dioses se gobier­
nan monárquicamente. Leído en sentido contrario, no desde 
la perspectiva del mantenimiento del orden sino desde la de 
su ruptura, es evidente que tanto la emancipación de los 
esclavos como la de las mujeres requiere enfrentarse a la 
naturaleza, a la ley política y a la divina.
1.2. Los que nacen para obedecer: esclavos, mujeres
y animales
Según La Política, ya desde el nacimiento unos seres 
están destinados a ser regidos y otros a regir. Con esta afir­
mación, Aristóteles y quienes después han desarrollado y 
mantenido sus doctrinas se enfrentan tanto a los principios 
igualitarios como al reconocimiento de la labor transforma­
dora de la educación. Sostienen que el mando es inherente a 
la complejidad y, dondequiera que haya varios elementos, 
éstos se ordenarán jerárquicamente. Quienes son “capaces 
de prever con la mente” son por naturaleza "jefes y señores” 
y los que sólo ejecutan las previsiones son, también por 
naturaleza, súbditos y esclavos.
En sentido contrario podría hoy decirse que si el recono­
cimiento de la unidad del oykos u hogar entraña la inevitable 
subordinación de las partes, éstas no tendrán otro medio de 
escapar a la subordinación que constituirse en unidades indi­
viduales o islotes sociales. Si no hay formas mixtas, com­
partidas, la jerarquización extrema llevará precisamente 
hacia la fragmentación y la anarquía, hacia la disolución del 
“hogar” y la “polis” en la forma en que Aristóteles creía que 
las había creado la naturaleza.
Para Aristóteles, regir y ser regidos no son sólo cosas 
necesarias, sino convenientes. Los que nacen para obedecer 
son los esclavos, las mujeres y los animales. Los esclavos 
son aquellos cuyo “rendimiento es el uso del cuerpo, y esto 
es lo mejor que pueden aportar”, por lo que para ellos es 
mejor “estar sometidos a esta clase de imperio”. El esclavo 
es “el que es capaz de ser de otro” y “participa de la razón en 
medida suficiente para reconocerla pero sin poseerla”. Aris­
tóteles lleva su convicción de que la naturaleza decide quié­
nes han de ser esclavos, hasta el punto de que ésta “estable­
ce una diferencia entre los cuerpos de los libres y los de los 
esclavos, haciendo los de éstos fuertes para los trabajos ser­
viles y los de aquéllos erguidos e inútiles para estos menes­teres, pero útiles en cambio para la vida política, sea guerre­
ra o pacífica” (pág. 9).
En una lectura “sensu contrario” podría entenderse que 
el que consiente en ser de otro se hace esclavo, y que la pose­
sión de razón requiere su demostración expresa, porque el 
entender no es signo suficiente de tenerla plenamente. Tam­
poco podrá mostrar, quien quiera ser libre, habilidad para los 
trabajos que los otros definen como serviles, porque sería 
como reclamar para sí la condición de esclavo. Mucho de 
este pensamiento queda todavía vivo hoy en España, donde 
sigue latiendo el temor a desempeñar oficios de bajo rango 
aunque la alternativa sea el paro. Y, sin duda, afecta a la ima­
gen de las mujeres emancipadas que siguen ejecutando los 
antiguos trabajos reservados a las mujeres subordinadas.
En cuanto a la naturaleza obediente de las mujeres, 
requiere para Aristóteles menos argumentación que la de los 
esclavos y le basta con afirmarla:
tratándose de la relación entre macho y hembra, el pri­
mero es superior y la segunda inferior: por eso, el prime­
ro rige y la segunda es regida (pág. 8).
Si la naturaleza les hace nacer inferiores y los destina a 
ser regidos, ¿puede esperarse que desarrollen virtudes los 
esclavos, las mujeres y los niños? Si todos tuvieran virtud, 
¿por qué unos habían de mandar y los otros de obedecer? 
Aristóteles reconoce que ésta es una cuestión difícil y que 
hasta los sabios se dividen en la controversia. “En todos 
ellos existen las partes del alma, pero existen de distinto 
modo; el esclavo carece por completo de facultad delibera­
tiva: la hembra la tiene, pero desprovista de autoridad; el 
niño la tiene, pero imperfecta.” En cuanto a las virtudes 
morales, sólo el que rige debe poseer la virtud moral per­
fecta; y cada uno de los demás, “en la medida en que le co­
rresponda” (pág. 24).
Para lograr la reconciliación entre inferioridad y virtud, 
Aristóteles necesita adjetivar las virtudes de los inferiores,
establecerles gradación y, simultáneamente, inferiorizarlas. 
Por eso dice que el esclavo necesita de poca virtud, la indis­
pensable para no faltar al trabajo por intemperancia o 
cobardía.
En cuanto a la mujer, aun siendo como reconoce el pro­
pio Aristóteles “la mitad de la población libre”, tampoco le 
corresponde desarrollar las virtudes más valiosas del modo 
como deben hacerlo los varones.
No es la misma templanza la de la mujer que la del 
hombre, ni la misma fortaleza, como creía Sócrates, sino 
que la del hombres es una fortaleza para mandar y la de 
la mujer para servir (pág. 25).
Hasta las virtudes se interpretan finalistamente: y si el 
final es la obediencia, sólo las virtudes que desarrollen esta 
condición serán reconocidas como virtudes. Con lo que, 
podría concluirse con una óptica distinta, la misma virtud se 
convierte en vicio cuando es ejercitada por quien no tiene 
derecho a ella.
1.3. La naturaleza de los vencidos
Aristóteles es consciente de que un revés militar puede 
llevar a la esclavitud a los varones griegos. El riesgo de un 
levantamiento social de los esclavos (como el que protagoni­
zaría siglos más tarde Espartaco), de consecuencias durade­
ras, es pequeño. En cuanto a la rebelión de las mujeres y sus 
posibilidades de trastocar realmente el orden social, es aún 
menor. En cambio, de las derrotas militares había clara 
memoria histórica en la Grecia del siglo IV a.C. Incluso en 
épocas expansivas y victoriosas, como el reinado de Alejan­
dro Magno, de quien Aristóteles fue maestro, no son raros 
los reveses parciales que pueden ocasionar el aprehendi- 
miento de campesinos y soldados por los pueblos bárbaros. 
Aristóteles reconoce que existe una convención, un acuerdo 
generalmente aceptado, de que “lo cogido en la guerra es de
los vencedores” (pág. 9). Pero también existe el temor a que, 
por este procedimiento, “no siendo justa la causa que origi­
na la guerra, los mejor nacidos sean esclavos e hijos de 
esclavos si son hechos prisioneros y vendidos” (pág. 10).
Los griegos “no quieren llamarse a sí mismos esclavos, 
sino a los bárbaros” (pág. 10), porque su condición de libres 
o de nobles es tan consustancial que no deberían afectarles la 
circunstancia concreta en que se encuentren. Los nobles se 
consideran como tales “no sólo entre ellos sino en todas par­
tes” (pág. 10), mientras que a los bárbaros esta condición 
sólo se les reconoce en su propio país.
Por eso, Aristóteles recoge la opinión de quienes denun­
cian esta ley o derecho, porque “es cosa tremenda que el que 
puede ejercer la violencia y es superior en fuerza, haga de su 
víctima su esclavo y su vasallo”, y “no se puede llamar de 
ninguna manera esclavo a quien no merece la esclavitud” 
(págs. 9 y 10).
La distinción entre esclavos por naturaleza y esclavos 
por derrota es, pues, esencial, y en su reconocimiento desem­
peña un papel esencial el factor tiempo. Sin embargo, Aris­
tóteles se plantea el tema con unos horizontes de tiempo 
muy cortos y no da cabida a la reflexión sobre el hábito o el 
entrenamiento. La reflexión sobre la derrota colectiva de las 
mujeres, o la de los esclavos, no cabe en su esquema. Aun 
recogiendo la controversia entre quienes opinan que la justi­
cia estriba en la benevolencia y los que opinan que la justicia 
está precisamente en que mande el más fuerte, a la larga, lo 
que es y lo que deber ser tienden a fundirse en su exposición, 
porque “la virtud, cuando ha conseguido recursos, tiene la 
máxima capacidad de imperar por la fuerza, y el vencedor 
descuella siempre por algo bueno” (pág. 10).
El paso del tiempo consolida la dominación, que es la 
otra cara del perfeccionamiento de la naturaleza, pues “lo 
mismo que las bestias engendran bestias, los hombres bue­
nos engendran hombres buenos” (pág. 11).
Visto con mayor distancia temporal, los esclavos por 
accidente acaban convirtiéndose en “verdaderos” esclavos,
en esclavos por naturaleza. Para estos últimos, según Aristó­
teles, la esclavitud es a la vez conveniente y justa: sus intere­
ses son los mismos que los del amo, y por eso surgirá entre 
ellos la amistad recíproca. Sólo cuando la esclavitud sea re­
sultado de convención y violencia sucederá lo contrario.
En sentido inverso, podríamos interpretar que la falta de 
amistad con los vencedores es una forma de reconocimiento 
de la condición forzada de la relación. Tal vez ése sea un paso 
necesario para la identificación con el segundo grupo al que 
se refiere el propio Aristóteles al decir que “unos son escla­
vos en todas partes y otros no lo son en ninguna” (pág. 10).
Aristóteles es, decididamente, un determinista biológico 
que justifica en la naturaleza la esclavitud, el dominio de los 
otros pueblos y la inferioridad y exclusión de la vida política 
de las mujeres. No obstante, es suficientemente inteligente 
como para admitir que en su interpretación finalista del 
mundo hay puntos difíciles de justificar. Aunque sólo sea 
para rebatirlos, reconoce que otros sabios mantienen opinio­
nes distintas: y por ello acepta que en este grandioso esque­
ma de ordenación, “la naturaleza no siempre consigue” sus 
propósitos y tienen cabida las excepciones (pág. 11).
1.4. El papel de la voz y la palabra
La voz es signo del placer y del dolor, y no es exclusiva 
del hombre: también los animales expresan placer y descon­
tento y se lo comunican a otros. Pero la palabra es exclusiva­
mente humana. Aristóteles pone la palabra en los fundamen­
tos mismos de la ciudad, la polis, porque “la palabra es para 
manifestar lo conveniente y lo dañoso, lo justo y lo injusto, 
el sentido del bien y del mal” (pág. 4).
La palabra permite la ciudad, porque sin ella no podría 
expresarse la Justicia, que es el orden de la comunidad civil. 
Por eso, cuando Aristóteles dice que “el esclavo carece en 
absoluto de facultad deliberativa; la hembra la tiene, pero 
desprovista de autoridad” (pág. 24), está privando a ambos
del acceso a la palabra; a los esclavos, plenamente; a las mu­
jeres, de modo parcial, porque ¿de quésirve deliberar sobre 
lo justo y lo injusto, lo conveniente y lo dañoso, si luego ha 
de guardarse silencio sobre las conclusiones?
Desafortunadamente, el robo de la palabra ha caracteri­
zado la vida de las mujeres durante siglos, tal vez milenios. 
Ante la ausencia de la palabra pública, la voz se aniña y 
enreda en expresiones inmediatas. Reclama Aristóteles para 
las mujeres “el ornato del silencio”. El silencio del discerni­
miento sobre el bien y el mal, sobre la organización de la jus­
ticia, sobre los asuntos de Dios y de los hombres.
De la pérdida de la palabra no nos ha levantado todavía 
en España la Constitución democrática de 1978, aunque 
reconozca el pleno derecho al voto y a ser elegidas. El silen­
cio se ha hecho huella espesa, ausencia, cobijo de aparentes 
amistades y aceptaciones. Nuestros mejores humanistas del 
Siglo de Oro, como más adelante veremos, seguirán espar­
ciendo a los cuatro vientos, dos mil años más tarde, las con­
signas de silencio que Aristóteles plantó en La Política.
A falta de palabra, casi hemos perdido también la capa­
cidad de oír lo que otros dicen. ¿Cómo recuperar los siglos 
de mudez, la descompensada acumulación de las palabras de 
otros que enmudecen nuestra lengua?
II. A r i s t ó t e l e s y e l d e t e r m i n i s m o b i o l ó g i c o
II. 1. La “Historia de los animales ”
Aristóteles fue un gran impulsor del determinismo bio­
lógico, el exponente más ilustre en la antigüedad de una 
corriente de pensamiento que ha llegado hasta nuestros días 
bajo la forma de sociobiologismo.
Anteriormente nos hemos referido al papel que Aristóte­
les hace desempeñar a la naturaleza en la asignación de los 
papeles sociales de esclavos y mujeres, que se expone en su 
libro sobre La Política. En la Historia de los animales, que 
es un compendio de zoología, Aristóteles pone las bases para
una psicología biologista, asignando rasgos de carácter a las 
personas y a los animales, en virtud de su sexo. Aristóteles 
incurrió en varios errores anatómicos, en parte explicables 
porque no realizó disecciones humanas, como tampoco lo 
hacían los hipocráticos; pero sobre todo porque sus valores 
sociales le impulsaban a establecer diferencias anatómicas 
inexistentes entre las mujeres (gyné) y los varones (ánthro- 
pos), entre los blancos y los negros, o entre los rubios y los 
morenos. Por ejemplo, sostiene que el cráneo de la mujer 
presenta una sola sutura de forma circular, mientras que en 
el hombre con frecuencia son tres (García Gual, pág. 59). 
Sus errores se concentran en las explicaciones sobre el pro­
ceso de gestación, muy teñidas de ideología inferiorizada 
hacia las mujeres. Dice, por ejemplo, que “las mujeres que 
no pueden concebir sin un medicamento o alguna otra cir­
cunstancia favorable, normalmente dan a luz más niñas que 
niños” (García Gual, pág. 400), o que la menstruación rea­
parece antes de treinta días tras quedarse la mujer encinta si 
el embrión es hembra, y alrededor de cuarenta si es macho 
(García Gual, pág. 391). Los embriones se mueven hacia la 
derecha (que es el lado “noble”) y a los cuarenta días si son 
masculinos, pero hacia la izquierda y en noventa días si 
son femeninos. Los fetos de varón abortados a los noventa 
días adquieren ya cierta apariencia humana, pero los feme­
ninos de tres meses son todavía una masa inarticulada (pági­
na 392). Estas cuestiones, que Aristóteles consideraba pro­
badas, han tenido consecuencias de tipo legal y moral: por 
ejemplo, un grado diferente de penalización en los abortos 
según el género del feto, por entender que a los tres meses aún 
no se había producido la “animación” en los fetos femeninos, 
pero sí en los masculinos. También afirmó que el feto hem­
bra alcanza más lentamente que el varón el desarrollo com­
pleto de sus partes y exige más a menudo que el varón una 
gestación de diez meses (pág. 393). A continuación se repro­
ducen los párrafos que mejor reflejan su pensamiento2:
2 Todas las citas provienen de la edición de la Historia animalium de
En todos los géneros en los que se hallan diferencias 
entre macho y hembra, la Naturaleza hace una diferen­
ciación similar en las características mentales de los dos 
sexos. Esta diferenciación es máximamente visible en el 
caso de la especie humana y en el de los mayores anima­
les cuadrúpedos.
En todos los casos, excepto el del oso y el leopardo, 
la hembra es menos animosa que el macho; en cuanto a 
los dos casos excepcionales, el coraje es de la hembra. 
En todos los demás animales, la hembra tiene una dispo­
sición más suave que el macho, es más maliciosa, menos 
simple, más impulsiva y más atenta a la alimentación de 
los hijos. Por otra parte, el macho es más animoso que la 
hembra, más salvaje, más simple y menos astuto.
La naturaleza del hombre es la más acabada y com­
pleta; consecuentemente en el hombre las cualidades o 
capacidades antes referidas se han perfeccionado. Por 
tanto, la mujer es más compasiva que el hombre, llora 
más fácilmente, y al mismo tiempo es más celosa, más 
quejosa, más propensa a regañar y golpear. Además, ella 
es más propensa al abatimiento y menos esperanzada 
que el hombre, más desprovista de vergüenza o respeto 
por sí misma, más falta de palabra, más engañosa, y tie­
ne mayor retentividad de memoria. También es más aler­
ta, más amilanada, más difícil de ponerse en acción y 
requiere menos cantidad de nutrición.
Aristóteles realizada por W. Thompson, Oxford, Clarendon Press, 1910, 
Libro IX. La traducción del inglés es mía. Posteriormente, he trabajado 
con la cuidada edición de C. García Gual (Aristóteles, Investigación 
sobre los animales, Madrid, Gredos, 1992), y me hubiese ahorrado 
muchos esfuerzos si hubiera empezado con ella desde el principio. Gar­
cía Gual no repara en la referencia a osos y leopardos que da pie a estos 
epígrafes, ni hace comentarios sobre ella. En el índice de citas de anima­
les utiliza indistintamente las que se refieren a leopardo y pantera (pár- 
dalis, he, género femenino), mientras que respecto a los osos (arktos) 
recoge ho y he, masculino y femenino. En el prólogo comenta breve­
mente los principales errores anatómicos que comete Aristóteles, deriva­
dos de su inferiorización de las mujeres. En cambio no comenta los erro­
res referentes a blancos y negros o a rubios y morenos.
Como antes se dijo, el macho es más valiente que la 
hembra y propicio a prestar ayuda. Incluso en el caso de 
los moluscos, cuando la sepia es golpeada con el triden­
te, el macho se queda para ayudar a la hembra; pero 
cuando el macho es atacado, la hembra huye.
En resumen, los rasgos que Aristóteles asigna a los ani­
males machos son los siguientes: a) son animosos; b) son 
simples; c) son salvajes; d) no son astutos; e) son propicios a 
prestar ayuda. En cuanto a las hembras, los rasgos que des­
taca son: a) son suaves; b) son maliciosas; c) no son simples;
d) son impulsivas; e) están atentas a la alimentación de sus 
hijos.
En el paso de las características de los animales, espe­
cialmente las de los cuadrúpedos vivíparos que son los más 
próximos a los humanos, estas cualidades se transforman en 
condiciones morales. La constatación de que las mujeres 
necesitan menos cantidad de nutrición se asociará en la cul­
tura occidental posterior con la obligación moral de la fruga­
lidad. La astucia, la complejidad y la maliciosidad son cuali­
dades muy próximas al discernimiento, a la habilidad para 
conocer y prever que Aristóteles describía precisamente 
como características del hombre libre, y que son opuestas a 
la simpleza o falta de astucia que adscribe a los varones. 
Pero no entra en la visión del mundo y de las relaciones de 
género de Aristóteles el reconocimiento de que una cualidad 
tan importante pueda haber sido dispuesta por la naturaleza 
en las mujeres. Aunque, según sus propias palabras, la natu­
raleza se perfecciona en el hombre, que es el más acabado de 
los animales, las cualidades más notables de las hembras cua­
drúpedas no se “perfeccionan” enlas mujeres, sino que desa­
parecen. O, al menos, el intérprete no puede reconocerlas. De 
las cualidades intelectuales, Aristóteles sólo asigna a las 
mujeres su capacidad de “estar alerta”, y la de “retentividad 
de memoria”.
La compasión no es para Aristóteles una virtud de rango 
tan elevado como la prudencia, el sentido de la justicia, la
fortaleza o la templanza, y puede considerarse emparentada 
con la general característica de las hembras de ocuparse de 
la alimentación de los hijos; además, para restar importancia 
a este rasgo, Aristóteles señala que el macho es más propicio 
a prestar ayuda, especialmente en el caso de ataques. La faci­
lidad de las mujeres para llorar no indica sólo su mayor com­
pasión; sino su impresionabilidad y falta de control. Podría 
ser signo de virtud, pero no es así como se interpreta, sino 
que se degrada hasta asemejarse a un vicio.
La retahila de condiciones caracterológicas que Aristó­
teles atribuye a las mujeres es muy larga, y atravesada de jui­
cios morales. Entre paréntesis señalamos la contra-lectura 
que puede hacerse de estos caracteres:
a) celosa (de la conducta libre de otros),
b) quejosa (de los bienes de otros y de los males propios),
c) propensa a regañar y golpear (a ejercer la educación 
sin autoridad),
d) propensa al abatimiento (ante sus condiciones de vida),
e) poco esperanzada (con memoria y capacidad de pre­
ver),
f) desprovista de vergüenza o respeto por sí misma (des­
tinada a obedecer),
g) falsa de palabra y engañosa (el silencio es su ornato; 
no se le permite usar la palabra salvo en asuntos me­
nores),
h) le es difícil ponerse en acción (porque depende de 
autorizaciones y recursos ajenos).
II.2. Osos y leopardos: dos excepciones en el sistema 
de clasificación aristotélico
En una lectura rápida de los párrafos anteriores puede 
pasar casi desapercibida la referencia al oso y al leopardo. 
Sin embargo, desde un punto de vista epistemológico, las 
excepciones tienen un valor extraordinario. Son, con pala­
bras de Celia Amorós, “puntos hemorrágicos”3. O dicho de 
otro modo, agujeros por los que se desangra o pierde fuerza 
una construcción o cadena de conceptos, que evidencia ahí 
su punto débil.
Probablemente Aristóteles había recibido noticias a tra­
vés de sus informantes, o era una creencia generalizada en 
su época, que los leopardos y los osos diferían del resto de 
los animales en sus caracteres de base sexual. Aristóteles 
tenía que rechazar o aceptar tal información, y resolvió 
aceptarla y consignarla en su obra. En la actualidad, en cam­
bio, los biólogos no señalan peculiaridades a estos animales;
lo que sí constatan es que los osos son animales que viven la 
mayor parte del tiempo solitarios, uniéndose sólo para el 
apareamiento. También constatan que, a pesar de su gran 
tamaño y capacidad destructiva, los osos no suelen atacar a 
otros animales, y la mayor parte de los ataques son realiza­
dos por hembras cuando sienten amenazadas sus crías.
En el párrafo reseñado, Aristóteles no hace ningún juicio 
o valoración moral sobre la situación de osos y leopardos, 
limitándose a reseñarla. Pero si esta situación se hubiese pro­
ducido entre humanos, por ejemplo en algún pueblo bárbaro, 
le hubiera sido difícil prescindir de las valoraciones o conde­
nas morales y sin duda lo hubiese definido como antinatural, 
igual que dice en La Política respecto a los hogares en los 
que rige la esposa.
Si una clasificación asocia el género con las característi­
cas del comportamiento, la capacidad determinante de la 
expresión “todos los animales” se quiebra al introducir la ex­
cepción. Si no obliga a unos, puede no obligar a otros: por­
que no es una asociación tan fuerte como parecía. Según cuál 
sea la valoración que merezca la asociación de categorías a la 
que se refiere, puede concluirse que la regla no “protege” o 
no “castiga” plenamente y sus efectos son evitables. En el
3 Agradezco a Celia Amorós y a Dolores Juliano los comentarios in­
formales sobre este tema que me regalaron durante un largo viaje en 
automóvil, entre Baeza y Madrid, en octubre de 1999.
texto de Aristóteles que comentamos, la biología, o sea el 
“orden natural”, parece exigir una correlación entre los atri­
butos morfológicos o fisiológicos y las formas de comporta­
miento. Sin embargo, el propio Aristóteles tiene que enfren­
tarse a la constatación de que el “orden inmutable de la natu­
raleza” no siempre se mantiene. O lo que es lo mismo: que 
incluso dentro de la naturaleza existe la excepción y, por tan­
to, la posibilidad de cambio.
Lo curioso es el modo u ocasión que obliga a Aristóteles 
a desdecirse, a abrir un boquete en el muro de sus conclusio­
nes sobre hembras y machos o sobre varones y mujeres.
Si se contempla desde la perspectiva de la evolución 
temporal que ha llevado a la situación presente, la excepción 
es la emisaria de un tiempo nuevo, que aún no se ha implanta­
do extensamente; o, por el contrario, es el vestigio de un tiem­
po arcaico, ya desaparecido. Si lo que presagia es un tiempo 
futuro distinto, lo que ahora es excepción acabará por con­
vertirse en regla; y si la excepción no es más que un resto, 
terminará por desaparecer definitivamente. Pero la evolu­
ción en el tiempo en una dirección única para todas las espe­
cies, como si fuesen ordenadas desde el comienzo de la crea­
ción hacia un solo fin, también puede contestarse con inter­
pretaciones no finalistas ni unitarias de la Creación.
Las excepciones son nudos intelectualmente poderosos, 
que obligan a poner en duda y re-pensar temas que anterior­
mente se daban por sentado. ¿Se tratará no de una excepción 
sino de un error en la observación y recogida de datos? ¿Será 
una confusión o desajuste lingüístico, introducido a lo laigo 
de sucesivas copias y traducciones?
Según el viejo refrán castellano, las excepciones confir­
man la regla. Este aparente despropósito viene a significar 
que, de no ser por las excepciones que la contradicen o ame­
nazan, la regla pasaría desapercibida y no nos daríamos 
cuenta de su existencia. Sin embargo, se adquiere conscien­
cia de ella al resaltar lo insólito de la excepción. Por este pro­
cedimiento, la regla se hace más afirmativa, más explícita, y 
acaba fortalecida.
Éste podría ser el sentido de la excepcional idad de los 
osos y leopardos de Aristóteles, aunque no es seguro. Tal vez 
Aristóteles o sus informantes tuviesen noticias del culto al 
oso y lo asociaran con los bárbaros vecinos del Norte, igual 
que asociasen el leopardo con los bárbaros vecinos asiáticos 
del Sur, con Egipto o Mauritania. Si así fuera, la “ajenidad” 
del animal se reforzaría aceptando que algunos de sus hábi­
tos de conducta eran distintos de los de los animales próxi­
mos y “normales”. Pero es difícil saber concluyentemente si 
esta construcción del “otro” por inversión del “sí mismo”, 
que frecuentemente funciona como un mecanismo de crea­
ción y refuerzo de identidades, la aplicó o no Aristóteles a 
los osos y leopardos, aunque sin duda “construya” a las mu­
jeres con las “anticualidades” de los hombres. Como la cla­
sificación se construye por asociaciones de conceptos, que­
da vacío el espacio que correspondería a las mujeres valien­
tes, alegres, con respeto de sí mismas, que mantienen su 
palabra y confían en sus parejas, que disfrutan de su condi­
ción, tienen autoridad, confían en el futuro y son capaces de 
organizarse para la acción. A Aristóteles no se le ocurre que 
tal cosa pueda suceder entre las mujeres griegas: pero el es­
pacio vacío lo llenan los mitos de sus contemporáneos, crean­
do el pueblo de las amazonas. Las amazonas representan la 
antítesis de las mujeres “normales”: son guerreras, y no for­
man hogar con varones aunque copulen con ellos. Para los 
varones griegos, representaban la monstruosidad y tenían 
que incorporarlas a sus mitos para potenciar el valor de las 
mujeres subordinadas que tenían a su lado.
Hoy, los expertos piensan que a Aristóteles le faltaba 
información directa sobre losanimales, pero nadie niega su 
enorme impacto sobre las ideas que han estado circulando y 
desarrollándose en Europa en los últimos veinticinco siglos. 
Esto podría hacemos pensar en cuántas de las cosas que han 
dicho los sabios y expertos estaban basadas en informacio­
nes deficientes que pasaron por buenas durante milenios 
hasta que alguien las puso en duda. O lo que es lo mismo: 
que la duda y la desconfianza metódica siguen siendo una de
las mejores armas intelectuales contra la inercia de lo “ya 
sabido”, y que los movimientos sociales que aspiran a intro­
ducir cambios generales tienen que adoptar este cartesiano 
hábito ante todas las manifestaciones de la cultura que han 
heredado.
III. Si A r i s t ó t e l e s l e v a n t a r a l a c a b e z a
III. 1. Rebeldía intelectual e innovación social
Para una investigadora del siglo XXI resulta difícil leer a 
Aristóteles sin que se le dispare la adrenalina. Incluso cuan­
do ponía los fundamentos de las futuras Ciencias Naturales 
o cuando iniciaba el estudio de la anatomía, fisiología, eco­
logía y etología, sus palabras estaban envenenando el futuro 
desarrollo de la ciencia. Nadie pone en duda que Aristóteles 
fue un hombre de gran talla intelectual, un compilador y un 
maestro: pero las consecuencias sociales de su pensamiento 
han llegado vivas hasta nuestros días y los varones que han 
construido el saber de las Universidades y las Academias no 
se han dado apenas cuenta de que esas consecuencias eran 
radicalmente contrarias a los intereses de las mujeres. O, si 
se dieron cuenta, prefirieron pensar que ellos tenían derecho 
a llevarse la mejor parte.
Tampoco debe Aristóteles cargar en solitario con las cul­
pas de un pensamiento con tres mil años de historia, en el 
que han dejado su impronta tantos hombres ilustres. Como 
toda obra colectiva, los resultados finales dependen de 
muchos, y no sólo por lo que hacen, sino por lo que dejan de 
hacer. Quizá uno de los pasajes más hermosos y emocionan­
tes de La Política es aquél en que Aristóteles reconoce, a 
pesar de su proclividad a dar por bueno todo lo que del poder 
dimana, que “hay hombres que son esclavos en todas partes 
y otros que no lo son en ninguna”. O lo que es lo mismo, que 
nada puede acabar con el deseo radical de libertad, ni siquie­
ra las circunstancias externas más adversas.
Para las mujeres, y también para los varones proceden­
tes de grupos sociales históricamente sojuzgados, la rebeldía 
intelectual es un paso necesario en la búsqueda de la igual­
dad. La rebeldía pone en cuestión el orden establecido, tanto 
el orden intelectual como la organización de la producción y 
las instituciones. La rebeldía comienza por la duda, y en ese 
sentido, cada cartesiano es un rebelde y cada rebelde, un car­
tesiano. Pero la rebeldía no sólo cuestiona las ideas o el pen­
samiento, sino que desata pasiones y sentimientos podero­
sos. La rebeldía pone en marcha energías considerables, que 
pueden amedrantar a muchos o terminar, si no encuentran 
cauce, volviéndose en contra de quienes les dan albergue. 
Para que la rebeldía intelectual rebase el estricto límite del 
sujeto capaz de sentirla tiene que transmitirse, arraigar en 
otros, extenderse: hacerse motor de la innovación social. En 
ese sentido, los/las investigadores lúcidos tienen que enfren­
tarse al desafío de prever las consecuencias sociales de su 
obra; y los líderes de movimientos sociales tienen que en­
contrar los fundamentos intelectuales, teóricos, de sus pro­
puestas concretas. Dejar de hacer es una forma de hacer. Los 
intelectuales e investigadores que miran para otro lado, que 
se encastillan en un trabajo “técnico”, que se escudan en una 
posición “cientifista”, contribuyen a que las raíces discrimi­
natorias de las ciencias en que investigan sigan produciendo 
efectos, porque nadie sabe cómo detectar esos orígenes y los 
sesgos a los que conducen, ni cómo enfrentarlos y sustituir­
los por otros más acordes con las transformaciones sociales 
que requieren los nuevos tiempos.
Si para todos es necesaria la reflexión sobre los orígenes, 
para las mujeres es una cuestión vital, porque no pueden pre­
tender cambios igualitarios en la estructura social y en su 
vida cotidiana si la cultura de la que se nutren es antiiguali­
taria. Y no pueden esperar que el precio de esa revisión lo 
paguen solamente algunos o algunas, porque en ese caso el 
precio sería lapidario para estos pocos (por eso volveremos 
insistentemente sobre la figura de Galileo) y además corren 
el riesgo de que los resultados se demoren indefinidamente 
o sean tan débiles que apenas se noten.
II 1.2. Las mujeres y la política en el siglo XXI
Desde que Aristóteles dijo en La Política que las mu­
jeres son inferiores y no deben participar en el gobierno de 
la polis, hasta hoy, han pasado casi veinticinco siglos.
En España, la incorporación de las mujeres a la vida 
política es un hecho muy reciente. El cambio social ha ido 
precedido de movimientos intelectuales que propugnaban la 
igualdad. En ocasiones, esos movimientos ideológicos han 
cuajado en leyes que se adelantaban a las prácticas sociales 
y servían como acicate o meta más que como reflejo4. Según 
la Constitución de 1978:
España se constituye en un Estado social y democrá­
tico de Derecho, que propugna como valores superiores 
de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la 
igualdad y el pluralismo político (1.1).
En este título preliminar, la igualdad se interpreta y pro­
pone como un valor, junto a otros tres valores superiores. Si 
el orden de enumeración tuviese algún significado jerárqui­
co o de evidencia, la igualdad estaría situada en la escala 
axiológica por debajo de la libertad y de la justicia.
El artículo 14 de la Constitución ofrece una interpreta­
ción de los orígenes o fuentes de la desigualdad, ya que al 
condenar explícitamente algunas formas de discriminación, 
reconoce de hecho su existencia y destaca la multicausali- 
dad, la apertura, el papel de los sujetos individuales y la 
capacidad generadora de desigualdad de las condiciones 
sociales.
Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda 
prevalecer discriminación alguna por razón de nacimien­
to, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condi­
ción o circunstancia personal o social.
4 M. A. Duran (ed.), La formación del pensamiento igualitario..., Ma­
drid, Castalia, 1993.
El artículo 32.1 se refiere a la igualdad en el matrimo­
nio, y el 35.1 a la igualdad en el trabajo. El artículo 35.1 con­
dena expresamente la discriminación por sexo en el trabajo, 
y no cita los otros factores de desigualdad (nacimiento, raza, 
religión, opinión) mencionados conjuntamente en el artícu­
lo 14, porque no los considera de tan probable riesgo o tan 
dignos de ser protegidos.
La Constitución es también un proyecto de acción. Las 
menciones más relevantes a la igualdad en este proyecto de 
acción se contienen en el artículo 9.2:
Corresponde a los poderes políticos promover las 
condiciones para que la libertad y la igualdad del indivi­
duo y de los grupos en que se integra sean reales y efec­
tivas: remover los obstáculos que impidan o dificulten su 
plenitud y facilitar la participación de todos los ciudada­
nos en la vida política, económica, cultural y social.
Como proyecto político/administrativo, la Constitución 
señala la obligación de los sujetos intermedios (“los poderes 
políticos”) de contribuir a una tarea gigantesca: la de promo­
ver las condiciones y la de remover los obstáculos que difi­
culten la aplicación del valor básico de la igualdad. Este es el 
punto de la Constitución que más se aproxima al modelo del 
igualitarismo radical, puesto que se trata de un objetivo de 
gran alcance en extensión y profundidad, no limitado a la 
infracción de la ley sino a situaciones generales en las que 
resulta difícil su aplicación. La participación implica un ele­
vado grado de presencia en los grupos y las instituciones; no 
se agota en el “derecho” a participar sino en su correlativo“deber de participación”. Y, si no es una forma disfrazada de 
obediencia, los participantes tienen que ser co-responsables 
en la toma de decisiones y en el acceso a los riesgos y las 
recompensas.
Recién inaugurado el nuevo milenio, la incorporación de 
las mujeres a la vida política sigue siendo más débil que la 
de los varones, pero los cambios que han tenido lugar en
Europa en el último siglo son espectaculares. Para ello hubo 
que modificar la concepción del oykos, la familia u hogar. 
Todavía hoy sigue siendo difícil la conciliación entre la vida 
de familia y la participación en los organismos legislativos, 
judiciales o ejecutivos: pero en muchos países se han reali­
zado modificaciones constitucionales para recoger la nueva 
ideología igualitaria y para facilitar medidas que favorezcan 
la democracia paritaria.
La proporción de mujeres en el Congreso español en la 
última legislatura del siglo ha sido de un 22% y en el Sena­
do, de un 16%. La proporción de mujeres entre los represen­
tantes españoles en el Parlamento Europeo es del 34%5. 
Todavía no es la paridad, pero el salto respecto a las legisla­
turas anteriores es considerable.
5 Vid. M. A. Duran (dir)., Conciliación entre vida familiar y política, 
Senado, 1999. Vid. especialmente J. Astelarra, La representación parla­
mentaria de las mujeres españolas, págs. 127-151.
Viaje a la Osa Mayor
P r e s e n t a c i ó n
Este ensayo lo acabé de escribir el 2 de febrero del año 
2000, fiesta de las Candelas. Por orden de escritura, ha sido 
el último de los que componen el volumen que debía haber 
entregado a la editorial para las fiestas de mayo del año an­
terior.
Inicialmente pensé que iba a hacer un ensayo casi humo­
rístico sobre los osos y los leopardos. Ambos son hoy ani­
males tan exóticos y mediatizados por el cómic (el oso Yogui 
y Baboo son los más conocidos) que resulta chocante situar­
los contra el trasfondo severo de Aristóteles. Creí que el 
tema me brindaba la posibilidad de hacer unas bromas y 
unas risas, igual que ofrecen risas y bromas el carnaval o las 
fiestas de disfraces. Sin embargo, poco a poco las risas ini­
ciales dejaron paso a una indagación sobre las historias, apa­
rentemente sin sentido, que se cuentan en estas fiestas. La 
búsqueda del sentido de la excepción ya no era un juego, 
aunque siguiese siendo interesante.
Entre la Candelaria y el comienzo del verano tienen 
lugar en toda Europa las fiestas de renovación de la prima-
vera, a las que los antropólogos e historiadores han dedicado 
tantas y tan hermosas páginas. Después de terminar el pri­
mer capítulo, que encierra la Historia de los animales de 
Aristóteles, necesitaba un contrapunto, un desentumeci­
miento.
Para intentar comprender y respirar aire fresco tiré del 
ovillo de la Osa Mayor. Los epígrafes que siguen eslabonan 
muchas y variadas voces. Son las voces de las personas que 
me ayudaron a avanzar tras las huellas de Aristóteles, sus 
leopardos y sus osas. Como en un poema que oí recitar a 
Gloria Fuertes dedicado a las vecinas (“Me ha prestado una 
cebolla”), empecé pidiendo ayuda a mi cuñada Eugenia, que 
no sólo es experta, sino enamorada del mundo griego. En 
una hojita de agenda, después de la sopa de almendras del 
día de Navidad, me pasó las primeras pistas sobre Arktos, la 
osa. Seguí luego con amigos y amigas, con colegas e inclu­
so con desconocidos investigadores de museos y otras insti­
tuciones científicas que por su trabajo se ocupan hoy de osos 
vivientes. He recurrido a documentalistas, bibliotecarios, 
biólogos, lingüistas, antropólogos e historiadores de la cien­
cia. Cuando ya casi se cerraba el círculo, recibí la última sor­
presa: mientras visitaba el Ayuntamiento de Madrid, la guía 
nos obsequió espontáneamente con unos bienhumorados 
comentarios sobre La Osa y el Madroño.
Con tantas pistas y dádivas'habría materiales para un 
libro, pero he tenido que cortar los caminos, apenas inicia­
dos. Aunque las osas y los leopardos se me han escapado, 
disfruté muchísimo con las mitologías antiguas. Tal vez sea 
conveniente que, en lugar de excavar en los mitos antiguos, 
pongamos en circulación otros nuevos. Así, transformándo­
se, es como han llegado hasta hoy los que ahora conocemos.
La aventura por los abiertos caminos de la leyenda y el 
mito tiene ahora que hacer una pausa. Necesito volver a la 
relativa seguridad del quehacer cotidiano: a esa lucha con­
centrada, unifocal y sistemática, y a esa pelea silenciosa con 
los silogismos y con las mediciones a la que llamamos inves­
tigación científica.
Durante los meses de peregrinaje tras osos y mitos me 
han vuelto a la memoria las tardes de mayo de hace mucho 
tiempo, cuando yo llevaba velos de organdí blanco y cintas 
azules en el pecho. Entonces no sabía que las arktoi de 
Brauron se habían arrodillado en sitios parecidos para agra­
decer el triunfo dulce de la vida y la llegada de la primave­
ra. Me alegro de saberlo ahora, de reconocer que un hilo de 
siglos me une a ellas, igual que me unirá a las nietas de mis 
nietas, en siglos venideros. Llevarán quizá, estas últimas, 
brillantes rayos de luz láser o tendrán las rodillas ingrávidas, 
acostumbradas a las atmósferas espaciales. Junto a todos los 
conocimientos científicos, que verán estos míos de hoy 
como apenas atisbos de protociencia, seguirán necesitando 
de mitos propios y elegirán algunos que las diferencien de 
los “otros” y les permitan saber que son ellas mismas. Con­
fío en que las nietas de mis nietas sepan crear y conservar 
sus mitos protectores, mientras manejan la más avanzada 
tecnología.
I . L O S A N IM A L E S Y L A V IS IÓ N D E L M U N D O
1.1. La excepción de arktos, la osa
Aristóteles pensaba que los osos eran excepcionales en­
tre los restantes animales porque las hembras eran más 
valientes que los machos. Como Aristóteles ponía las bases 
de la exclusión de las mujeres de la vida política en sus con­
diciones morfológicas de hembras de la especie humana, 
resulta del mayor interés la interpretación de por qué el gran 
compilador de la ciencia en la Grecia clásica llega a estas 
conclusiones. ¿Qué tenían los osos y las osas de aquella épo­
ca que les hacían distintos a los demás animales, incluido el 
hombre?
Para tratar de dar respuesta a esta pregunta vamos a rea­
lizar un viaje alrededor de arktos, el término griego que
nombra al oso. Es un viaje iniciático, en que abriremos 
tantas puertas como tipos de conocimiento hemos solicita­
do; empezaremos situando a los osos en su más concreta 
realidad física, para continuar con los procesos de culturi- 
zación o apropiación cultural de diversos animales. Distin­
guiremos entre el intento científico de conocimiento de los 
animales y la fabulación en torno a ellos. No sólo los ani­
males, sino la naturaleza entera, sirven de campo de pro­
yección de la cultura, que refleja los temores, deseos, valo­
raciones y jerarquías humanas sobre las plantas, los anima­
les y los planetas.
Si entre el lugar asignado a los animales y el lugar que el 
hombre se reserva a sí mismo en los mitos hay algún tipo de 
asociación, el descolocamiento de los osos en cuanto al 
carácter diferencial de machos y hembras tendría que res­
ponder a algún tipo de excepcionalidad en los mitos, o a 
algún mito específico que llenase este hueco de excepciona­
lidad. La puerta abierta al campo de los mitos ha servido 
sobre todo para subrayar su inabarcabilidad, su carácter 
intrincado y laberíntico. Entre la multitud de historias entre­
lazadas se destacan dos referencias de mayor peso; por una 
parte, las que llevan hacia Artemisa, protectora de las muje­
res; y por otra, las que llevan hacia arktos, la osa, en el con­
texto próximo a Artemisa o fundida con ella. El camino 
hacia Artemisa se desdobla en múltiples vericuetos arqueo­
lógicos, antropológicos y lingüísticos. ¿Existió, realmente, 
una época anterior a la Edad del Bronce en que los humanos 
creían en la Gran Diosa? ¿Hubo un derrocamiento y sustitu­
ción de antiquísimos sistemas

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