Logo Studenta

James, W (1989) Principios de psicología México FCE - Jessica Galván

Esta es una vista previa del archivo. Inicie sesión para ver el archivo original

r- ■ <3_______
_______William James
Principios de psicologia
B iblioteca de Psicología y Psicoanálisis
dirigida por Ramón de la Fuente
PRINCIPIOS DE PSICOLOGÍA
Traducción de
A gustín Barcena
WILLIAM JAMES
PRINCIPIOS
DE
PSICOLOGÍA
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
MÉXICO
Primera edición en ingles, 1890 
Primera edición en inglés, definid va, 1981
(patrocinada por American Council of Leamed Sociclies) 
Segunda edición en inglés, 1983 
Primera edición en español, 1989
Título original:
The Principies o f Psychology
© 1981, 1983, the Presidcnt and Pcllows of Harvard Collcgc 
Publicado por Harvard Univcrsity Press, Cambridge 
ISBN 0-674-70625 0 (pbk.)
D. R. © 1989, F ondo de C ultura E conómica, S. A. de C. V. 
Av. de la Universidad, 975; 03100 México, D. F.
ISBN 968-16-2617-6
Impreso en México
PRÓLOGO
Principios de psicología es la obra fundamental de William James, médico 
y fisiólogo, profesor de psicología experimental y de filosofía en la Universidad, 
de Harvard al final del siglo pasado. De ella puede afirmarse que contribuyó 
en forma significativa a establecer la psicología como disciplina científica 
autónoma.
James, el empirista radical, sostuvo que hay verdades que pueden fundarse 
en la medición objetiva y en el experimento, y otras que pueden fundarse en el 
examen de la experiencia subjetiva y que son verificables, confrontándolas 
con la propia sabiduría y la experiencia de otros. Anticipándose a la psico­
logía de la Gestalt, sostuvo que la realidad psicológica no puede alcanzarse 
partiendo de los componentes, porque la reducción y el análisis la distorsionan. 
Crítico implacable del reduccionismo, también lo fue del conductismo, enton­
ces naciente, por su ceguera ante la realidad de la experiencia mental. James 
hubiera sido también sin duda un crítico del biologismo en la psiquiatría. 
La experiencia, escribió, es total: pensamiento y sentimiento, cognición y 
afecto, en forma inseparable. La emoción está presente en todos los trabajos 
de la mente.
La conciencia fue eh objeto central del interés de James que lo llevó al 
centro del debate filosófico iniciado por Descartes, acerca de la separación 
del sujeto pensante y el mundo material. No consideró necesario postular un 
Ego trascendente, ni un soberano que presida o reciba mensajes. “La mente es, 
ante todo, una corriente que fluye.” Esto explica, escribió, que el’ hombre 
no sea un receptor pasivo del mundo, sino un perspectivista.
James invirtió el postulado de la bifurcación de la naturaleza que había 
prevalecido desde Descartes; intentó superar la separación, derivando los ele­
mentos de la actividad y no la actividad de los elementos. Por ello, Whitehead 
dijo que James causó una revolución en la filosofía que terminó con el rei­
nado de Descartes.
Hay realidades, escribió James, que son patentes: se mezclan, se desvanecen 
y regresan; que pueden ser entendidas aun cuando no puedan ser medidas con 
precisión. ¿Quién puede medir el odio o la influencia personal? La psicología 
y la sociología son áreas del conocimiento en las que algo inherente les impide 
ser ciencias totalmente empíricas. Los temas del pensamiento intuitivo son 
complejos, no son mensurables y no pueden ser concebidos geométricamente. 
Se trata de cosas evidentemente reales, pero que son subjetivas.
Es claro que su programa no fue del todo el del psicólogo empírico y que 
asumió algunos de los errores de su época. Sin embargo, tuvo originalidad y 
por ello gozó de un prestigio que rebasó las fronteras de su país. Su obra 
cubre un amplio espectro del pensamiento psicológico del final del siglo 
pasado y principio del actual. Abarca desde el tiempo de reacción, la dis-
VII
VIII PRÓLOGO
criminación perceptual y las ilusiones ópticas, hasta la diversidad de las expe­
riencias religiosas, en relación con las cuales usó la noción del inconsciente.
La reaparición de los Principios de psicología es oportuna en este tiempo 
en que diversas corrientes psicológicas convergen con renovado interés en el 
estudio de la conciencia, relegada por varias décadas a una posición subalterna. 
Muchos estudiantes de psicología y de psiquiatría pueden aún enriquecerse 
con la lectura de esta obra maestra, en la que un hombre de genio intentó 
la tarea de iluminar áreas oscuras de la mente humana, fundiendo conoci­
mientos basados en la ciencia y otros que se arraigan en la intuición y en el 
sentimiento.
Ramón de la Fuente
NOTA DE LA EDICIÓN EN INGLÉS
La edición Harvard de los Principios de psicología pone a nuestro alcance, 
por vez primera, un texto autorizado de esta gran obra, que incorpora los 
cientos de cambios que James introdujo en las ocho impresiones que supervisó 
y también, cosa muy importante, las revisiones y el material nuevo que insertó 
en el ejemplar anotado de su propiedad; estas modificaciones y adiciones fue­
ron tan extensas que no pudieron introducirse en las páginas del libro original. 
Así pues, este texto representa, con tanta fidelidad como es posible, las ideas 
finales de James. Sus muchas citas, algunas de ellas hechas de memoria, han 
sido comprobadas y corregidas, y a sus referencias a fuentes se les han dado 
citas completas y exactas.
A lo largo de los años, la obra fue reimpresa muchas veces, siempre con la 
misma numeración de las páginas, independientemente del editor o de su fecha, 
lo cual significó que antes de 1981 todas las referencias por número de página 
de la obra remitían a la paginación original. Al final de este volumen se ofrece 
una clave de paginación merced a la cual estas citas se pueden relacionar de 
inmediato con las páginas correspondientes del presente texto.*
En 1981 se publicó por vez primera esta edición con pasta dura, como parte 
de The Works of William James, edición definitiva de los escritos publicados 
y no publicados de James hecha bajo los auspicios del American Council of 
Leamed Societies. El editor general es Frederick Burkhardt; el editor del texto 
es Fredson Bowers. En la edición empastada el texto se halla en dos volúmenes 
y en un tercero se encuentran amplias anotaciones, apéndices e información 
sobre el texto.
* En esta versión en español se ha suprimido dicha clave, y los números de páginas 
remiten directamente a los de la presente edición. [E.]
IX
INTRODUCCIÓN
G eorge A. M iller
Los Principios de psicología son un tesoro de la historia intelectual de los 
Estados Unidos, una exploración precursora de la ciencia de la mente, muy 
valiosa no nada más por su calidad literaria sino también por su contenido 
científico. William James poseyó, en un estilo mucho más abierto, buena parte 
del don de expresión de su hermano, Henry, el novelista. Como dice Lewis 
Mumford, “hay elegancia familiar en los escritos de James, belleza en la 
presentación del pensamiento”.1 Los Principios perduran desde 1890 y segui­
rán viviendo para encanto de nuevas generaciones de lectores, sencillamente 
porque tienen arte.
La prosa de James habla por sí misma, pero nada nos dice del papel histó­
rico que han tenido los Principios. El modo en que James ayudó a la psicología 
a escapar de su prisión filosófica bien merece una presentación introductoria.
La mayoría de los psicólogos contemporáneos saben, porque se les ha dicho, 
que antes de 1900 la psicología era una rama de la filosofía. Entender lo que 
entrañaba esta alianza — entender qué significaba para la psicología que la 
explicación científica fuera no ya una ambición, sino ni siquiera un criterio— 
exige una imaginación activa, vivaz. Una actitud conformista hacia la historia 
ha inducido a los estudiantes de psicología de nuestros días a dar por sen­
tado que los psicólogos anteriores a 1900 eran similares a los psicólogos de 
hoy en día.
Si al definir la psicología hacemos que incluya toda suerte de curiosidad 
especulativa sobre estados o procesos mentales, entonces su historia es muy 
larga. Sin embargo, ya como ciencia su historia comienza en el siglo xix. Da 
principio a mediados del siglo cuando un puñado
de hombres despiertos y 
ambiciosos quisieron llevar a la psicología algunos de los principios de experi­
mentación que tan venturosos estaban resultando en la fisiología. Sus comien­
zos se sitúan en los momentos en que esos primeros empeños se realizaban y 
sistematizaban: en Alemania, en la obra de Wilhelm Wundt, Grundzüge der 
physiologischen Psychologie (1874); en los Estados Unidos en los Principios 
de psicología (1890) de William James. Se da como fecha oficial del naci­
miento de la psicología científica el año de 1879, en que Wundt estableció 
en la Universidad de Leipzig el primer laboratorio psicológico, si bien tanto 
él como James tenían laboratorios de demostración desde 1875.
Es interesante ver por qué fue necesario este doble nacimiento. Los dos
1 The Golden Doy: A Study in American Experience and Culture (Nueva York, Nor­
ton, 1933), p. 255.
XI
xn INTRODUCCIÓN
fundadores representan dos puntos de vista del hombre, distintos y a menudo 
opuestos, dos escuelas de pensamiento cuyas diferencias nunca han sido 
resueltas. En el siglo xvii, el filósofo y matemático francés René Descartes 
rechazó el fundamento de la autoridad como base de todo el conocimien­
to y propuso en su lugar una fuente intuitiva. Las leyes científicas, al 
igual que los teoremas matemáticos, debían deducirse únicamente por la razón; 
se afirmaba que la razón estaba preparada innatamente para comprender el 
mundo.
Cuando finalizaba el siglo xvii, el filósofo inglés John Locke, siguiendo los 
pasos de Descartes, rechazó el escolasticismo, pero no aceptó las ideas innatas. 
Sostuvo que al nacer no hay nada en la mente, que todo el conocimiento llega 
por la experiencia sensible; esta afirmación sería el eje del empirismo inglés. 
Por su parte, el filósofo y matemático alemán Gottfried Leibniz respondió 
diciendo que, al nacer, en la mente no hay nada excepto la propia mente, lo 
cual ya en sí es mucho. Para él la mente era una unidad racional y activa; 
esta opinión fue el eje del racionalismo alemán.
Wundt pertenece a la tradición racionalista de Leibniz, James a la tradición 
empirista de Locke. La sistematización de Wundt de la nueva psicología revela 
la influencia de Spinoza, Kant, Humboldt, Hegel, Schopenhauer. Los mentores 
implícitos de James son Hartley, Hume, James y John Stuart Mili, Condillac, 
Condorcet. Ni una ni otra tradición aceptaría una psicología científica que 
contuviera los presupuestos filosóficos de la otra. Cada una tendría que sacar 
sus propias consecuencias de la nueva experimentación.
O sea que desde sus comienzos la psicología científica tuvo esqueletos filo­
sóficos en su armario. Ciertamente, no eran esqueletos para Wundt y James, 
cuyo interés en la psicología era visto como interés en la filosofía. Todo lo que 
escribieron fue juzgado, inevitablemente, conforme a las normas prevalecientes de 
la filosofía sistemática; su aspiración a ser juzgados también contra normas 
de explicación y de prueba científicas fue un distanciamiento atrevido del 
dogma de esos días, un dogma que se apoyaba en siglos de precedentes. La 
separación de la psicología de la filosofía, la creación de facultades académicas 
separadas, de sociedades profesionales propias, así como de publicaciones y 
libros de texto, no llegó a ser total sino hasta bien entrado ya el siglo xx.
Hoy los psicólogos jóvenes, en particular los norteamericanos, son enseñados 
a considerar la psicología como una disciplina independiente de la filosofía 
con sus propios problemas y métodos. Incluso cuando batallan con proble­
mas que también conciernen a los filósofos, los psicólogos trabajan casi siem­
pre solos, al parecer basados en el supuesto de que es posible no hacer caso 
de los esqueletos a condición de que no abramos el armario.
Pero a veces los huesos cascabelean, por ejemplo cuando compiten las hipó­
tesis empirista y nativista, o cuando los conductistas pasan por alto procesos 
mentales, o cuando los psicólogos cognoscitivos quieren investigar representa­
ciones mentales de conocimiento. Y también cuando los psicólogos suponen 
que sus conceptos básicos pueden ser reducidos (o no pueden ser reducidos) 
a mecanismos neurofisiológicos o bioquímicos. A veces hay tanto matraqueo
INTRODUCCIÓN XUI
que algunos psicólogos, ya seguros al fin en su independencia, han empezado a 
abrir el armario apenas lo bastante como para echar un atisbo filosófico.
William James nació en la ciudad de Nueva York el 11 de enero de 1842. 
Sus padres fueron Mary y Henry James. Lo siguieron tres hermanos y una 
hermana; el más joven fue apenas seis años menor que William.
Una inversión venturosa en el canal de Erie dio a los James riqueza sufi­
ciente para que el padre de William se dedicara a los debates teológicos y a 
escribir sobre teología, a conversar y a tener correspondencia con los más 
destacados pensadores ingleses y norteamericanos de esos días y, además, al 
desarrollo intelectual y espiritual de sus talentosos hijos. La instrucción de 
William resultó intensa, variada, substanciosa y, definitivamente, poco común.
La primera enseñanza de William y de su hermano Henry se encomendó a 
una serie de mujeres, pero su padre, inconforme con lo que Henry llamó des­
pués las “damas educadoras”, los envió en seguida a una serie de establecimien­
tos en donde les enseñaron lenguas extranjeras, los iniciaron en la aritmética 
y, en términos generales, pusieron al descubierto sus jóvenes talentos. Luego, 
entre 1855 y 1860, William (a menudo con Henry) fue a escuelas de Ingla­
terra, Francia, Suiza y Alemania. Dado que el primogénito James no se satis­
facía fácilmente, la característica dominante de su educación formal fue la de 
un continuo cambio.
Para la familia James pocas cosas fueron más interesantes que ellos mismos. 
Sus vidas y sus pensamientos, así como los de sus amigos, están conservados 
en cartas y libros voluminosos. Estas fuentes dejan la impresión de que una de 
las influencias educativas más importantes en los jóvenes James debe de haber 
sido el animado diálogo en la mesa del comedor de su padre. E. L. Godkin 
nos da una vislumbre de ello:
No podía haber mayor solaz que comer en casa de los James, cuando todos los 
jóvenes se hallaban presentes. Había copiosos relatos del sabor más extraño y 
se ventilaban cuestiones de moral, de gusto o de literatura con tan vigorosa voci­
feración que a veces los jóvenes dejaban sus sillas y gesticulaban puestos de pie. 
Recuerdo que en el fragor de estas caldcadas discusiones era cosa común que los 
jóvenes invocaran maldiciones jocosas sobre su padre, una de las cuales era que 
“tu puré de papa esté lleno siempre de terrones”.2
En el otoño de 1861, mientras otros jóvenes norteamericanos iban a la guerra, 
William James fue a Harvard, a la Lawrence Scientific School; su fragilidad 
física lo exentó del servicio militar. Estudió química con Charles William Eliot, 
pero luego descubrió que sus intereses cambiaban; se dedicó a la fisiología y a 
la anatomía comparada teniendo como maestro a Jeffries Wyman, quien al 
parecer le comunicó su conciencia científica y su devoción a la verdad. En 
1864 pasó a la Harvard Medical School, pero allí sus estudios fueron espo-
- Citado en la obra de Ralph Barton Perry, The Thonaht and Character of William 
James (Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1948), p. 23.
XIV INTRODUCCIÓN
rádicos. En un año malhadado en que acompañó a Louis Agassiz en una 
expedición por el río Amazonas, contrajo viruelas y resultó afectado por 
una “sensibilidad” de los ojos que lo hizo sufrir intermitentemente por el 
resto de sus días.
Mala salud y un deseo vigoroso de estudiar fisiología en Alemania lo envia­
ron de nuevo a Europa en 1867. Tomó baños buscando alivio para su espalda, 
estudió algo de fisiología y leyó muchísimo, jugueteó con ideas de suicidio y 
volcó su nostalgia por el hogar en un torrente de correspondencia. En una 
carta a Henry Bowditch3 menciona el proyecto de ir a Heidelberg porque Helm- 
holtz estaba allí, “y un hombre
llamado Wundt”, del cual esperaba aprender 
algo de fisiología de los sentidos; pero sus esperanzas se vieron frustradas por 
su constante mala salud.
En noviembre de 1868 regresó a Harvard, y en junio de 1869 se recibió de 
médico. Pero su salud siguió menguando, al grado de que la primavera 
de 1870 lo halló sumido en profunda melancolía. Sus biógrafos se han pre­
guntado la significación que tuvo este periodo en su vida, pues parece que en 
estos sombríos meses empezó a elaborar una filosofía personal que lo vendría 
a sostener contra la desesperanza. Cuando algunos ensayos de Charles Renou- 
vier lo convencieron de que la mente afecta el cuerpo en una forma tal que 
puede ser controlado por actos deliberados, escribió en su diario: “Mi primer 
acto de libre albedrío será creer en el libre albedrío.”4 5 Pensó que podría curar­
se con la sola creencia. Entonces empezó a mejorar, lo cual lo convenció de 
que sus dificultades personales habían sido vencidas gracias a la filosofía.
Ya para 1872 había mejorado lo suficiente como para aceptar un ofreci­
miento del rector Eliot para enseñar fisiología a los estudiantes de Harvard. 
Le agradó revivir su interés en la fisiología; el empleo lo alejaba de la enfer­
miza introspección. De 1875 a 1876 ofreció un curso titulado “Relaciones entre 
Fisiología y Psicología” que versó sobre la nueva psicología experimental. Y 
en 1878 aceptó escribir un texto sobre psicología para Henry Holt, que pensó 
terminar en dos años. Tal libro llegó a ser los Principios de psicología, y le 
exigió no dos sino doce años de trabajo intenso.’
La psicología llevó a James a la Facultad de Filosofía, donde se quedaría. 
Debe recordarse, sin embargo, que el autor de los Principios se ocupó de fisio­
logía (1872-1880), psicología (1889-1897) y filosofía (1880-1907); estas 
tres disciplinas se encuentran en sus páginas.
El matrimonio de James con Alice Howe Gibbons, en 1878, mejoró aún más 
su salud; aunque nunca fue del todo buena, a lo largo de los siguientes treinta 
años llevó una vida muy activa como maestro, autor y conferenciante. Su tra-
3 The Selecled Letíers of William James, comp. por Elizabeth Hardwick (Boston, Go- 
dine, 1980), p. 57.
4 Citado en la obra de Perry, Thought and Characíer, p. 121.
5 En el volumen III de la edición en pasta dura de Harvard se halla una exposición 
detallada y fascinadora de las interacciones que hubo entre James y el tenaz Holt: Fre- 
aerick Burkhardt, Fredson Bowers e Ignas K. Skrupskelis, comps., The Principies of Psy- 
chology (Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1981), pp. 1532-1579.
INTRODUCCIÓN XV
¿tajo ni siquiera se alteró en 1882, año en que en un lapso de diez meses 
murieron sus padres; esta pérdida debe haberse sentido muchísimo en una 
familia tan unida. Había aprendido ya a vivir con sus sentimientos, con tris­
teza y también con depresión.
Quizá la pérdida de sus padres le ayudó a dar forma a su muy debatida 
teoría de la emoción, que fue publicada en 1884 y que luego llegó a ser el 
capítulo xxv de los Principios. Según una publicación de 1884,
silbar para conservar el valor no es mera figura del lenguaje. Por otra parte, 
sentarse todo el día en actitud de abatimiento, suspirar y contestar a todo con 
una voz quejumbrosa prolonga nuestra melancolía. Según consta a todos los 
que tienen experiencia, no hay precepto más valioso en la educación moral que 
éste: si deseamos vencer indeseables tendencias emocionales en nosotros, asidua­
mente debemos (al principio a sangre fría) realizar los movimientos externos de 
las inclinaciones contrarias a las que queremos externar. El premio de esta persis­
tencia vendrá infaliblemente: se desvanecerá el enfado o la depresión, y en su 
lugar vendrán alegría y buena disposición.6
Como comenta un erudito: “Haber escrito el artículo pudo haber sido parte 
de un esfuerzo de autodisciplina en ese momento crítico de su vida.”7 Nada 
tiene de extraño que el capítulo xxv de los Principios empiece con una expo­
sición de lo que es el dolor.
Después de 1890 James dedicó casi todo su pensamiento a la filosofía, si 
bien nunca dejó de ser psicólogo. En 1907 renunció a su cátedra en Harvard. 
Murió en su casa en Chocorua, New Hampshire, el 26 de agosto de 1910, 
a la edad de 68 años.
La personalidad de James ha fascinado a sus biógrafos, probablemente por­
que su singular combinación de inocencia y complejidad es muy escurridiza. 
Ralph Barton Perry distinguió tres William James: el neurasténico, inestable, 
a veces enfermizamente imaginativo, tornadizo y opuesto al rigor intelectual; 
el radiante, vivido, generoso, amoroso y sensitivo, y un tercer James “en el 
cual el segundo de estos temperamentos es ahondado y enriquecido por unirse 
con el primero”.8
En una carta a su esposa unos meses después de su matrimonio escribió lo 
que su hijo Henry llamó “un trocito poco común de autoanálisis” :
Con frecuencia he pensado que el mejor modo de definir el carácter de un indi­
viduo sería descubrir la actitud particular mental o moral en que, al presentársele, 
, se sienta más profunda e intensamente activo y vivo. En tales momentos hay una 
voz interior que habla y que dice: “¡Éste es mi yo verdadero!”. . . Ahora bien, 
conforme a lo mejor que puedo describirla, esta actitud característica siempre 
requiere en mí un elemento de tensión activa, de conservar la personalidad, como
6 “What Is an Emotion?”, Mind, 9 (1884), p. 198.
7 Saúl Rosenzweig, “The Jameses’ Stream of Consciousness”, Contemporary Psycho- 
logy, 3 (1958), pp. 250-257.
8 Perry, Thought and Characler, p. 385.
XVI INTRODUCCIÓN
quien dice, y de confiar en que las cosas externas harán su parte de modo que 
se produzca una armonía plena, pero sin garantía de que así ocurrirá. En cuan­
to se presenta una garantía, la actitud se vuelve para mí conciencia paralizante 
y no estimulante. Pero quitemos la garantía, y entonces siento una especie (siem­
pre y cuando esté überhaupt en condición vigorosa) de profundo arrobamiento 
entusiasta, o de amarga complacencia para hacer y sufrir cualquier cosa, que 
se traduce físicamente en una especie de dolor punzante en el interior de mi 
esternón (no sonrían ante esto, ¡para mí es un elemento esencial de toda esta 
cuestión!), y que, aunque es un simple estado de ánimo o emoción al cual no 
puedo dar forma en palabras, se autentica ante mí como el principio más pro­
fundo de toda la determinación activa y teórica que poseo.®
Consideremos el caso de un hombre que está sometido a la tensión de la incer­
tidumbre y hagámosle firmar un contrato para escribir un libro de texto intro­
ductorio. ¿Qué hará? ¿Se limitará a poner al día el texto vigente? ¿Aceptará 
la garantía de una buena lista de temas y un orden de presentación? ¿O se 
conformará con enunciar mejor las generalidades y conclusiones que han saca­
do otros autores?
No William James. Este hombre debe poner su sello personal en cada capí­
tulo, pues de otra suerte no hay desafío, no hay dolor punzante en el esternón. 
Los Principios fueron una aventura intelectual, y en toda la obra refulge 
William James, profunda e intensamente activo y lleno de vida.
Durante el decenio de 1870 William James no sólo sobrevivió a su depresión 
sino que empezaron a cobrar forma en su mente sus ideas psicológicas y filosó­
ficas fundamentales. Fueron ésos los días del Club Metafísico, fundado en 
1871 por Charles Sanders Peirce. El club incluía además a Chauncey Wright, 
Oliver Wendell Holmes, Nicholas St. John Green y otros rebeldes jóvenes inte­
lectuales de Harvard. El pragmatismo, la versión característicamente norte­
americana de la filosofía empirista, tuvo su origen en un trabajo que Peirce 
leyó en el Club Metafísico en 1872.
En 1859, el filósofo inglés Alexander Bain definió la creencia como “una 
actitud o disposición para prepararse a actuar”.8 * 10 Peirce escribiría después que 
“con base en esta definición, el pragmatismo es más bien un simple corolario, 
al grado de que estoy dispuesto a pensar que es la abuela del pragmatismo”.11
Por ejemplo, creer que un objeto es duro es estar preparado para operar sobre 
esc objeto conforme a modos característicos de tales objetos. Peirce infirió 
que la función de la creencia es establecer hábitos de acción.
En el trabajo de Peirce, que no fue publicado hasta 1878, de la conexión 
entre creencia y acción surgió un método para llegar al significado de nuestras
8 Selected Letters, p. 109.
10 The Emotions and the Will (1859), citado en la obra de Israel Scheffler, Four
Pragmatists: A Critical Introduction to Peirce, James, Mead, and Dewey (Nueva York, 
Humanities Press, 1974), p. 58.
11 Charles Harlshorne y Paul Weiss, comps., Collected Papers of Charles Sanders 
Peirce (Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1931-1958), vol. V, párrafo 12.
INTRODUCCIÓN XVII
ideas. El significado de una cosa no es más que el conjunto de actos habituales 
que induce. Así, ¿qué significa “Este bloque es duro”? Según Peirce, significa 
que si operamos con el bloque de este modo y de aquel otro se seguirán tales 
más cuales experiencias. El todo de nuestro concepto de dureza es nuestro 
concepto de sus efectos prácticos. Un concepto que no tiene efectos prácticos 
carece de significación.
Pero fue William James, no C. S. Pcirce, el que popularizó el pragmatismo. 
En 1898, o sea veintiséis años después de que Peirce explicara su teoría del 
significado al Club Metafísico, James, en un trabajo sobre “Conceptos filo­
sóficos y resultados prácticos”, anunció públicamente la doctrina y la identificó 
como el método que los empiristas ingleses habían seguido instintivamente. 
En una serie de ocho conferencias públicas (1906) lo desarrolló aún más, y 
al año siguiente publicó sus tesis en forma de libro, Pragmatismo.
A la teoría pragmática del significado de Peirce, James agregó una teoría 
pragmática de la verdad ¿Cuál es el significado de que sea cierto “Este bloque 
es duro”? ¿Significa algo más que “Este bloque es duro”? Según lo enseñado 
por Peirce, el enunciado debía expresarse así: Si uno actúa del modo carac­
terístico, se tendrán estas y aquellas consecuencias. Pero ¿cómo debía hacerse 
esta expresión? James sostuvo que creer es como obrar, que decirle a alguien 
que “p es verdad” es decirle que crea en p. Pero tal cosa es solamente la mitad 
de la regla: “Si cree en p, entonces. . .” ¿Entonces qué? ¿Qué experiencias 
deben seguir? Seguramente nada malo se seguirá de creer en p si p es verdad. 
O sea que la forma completa es “p es verdad”, lo que significa que “Si crees 
en p, los efectos serán satisfactorios” .
La teoría de James sobre la verdad provocó una controversia violenta. De 
inmediato Peirce objetó diciendo que James hacía de la verdad una cuestión 
personal — que lo que para una persona es satisfactorio puede no serlo para 
otra— en tanto que la verdad que la ciencia necesita es interpersonal. Años 
después, un sagaz estudioso de los escritos de James apuntó que
las referencias que hace James a la satisfacción parecen aceptar una interpreta­
ción amplia y una estrecha. En la estrecha, la creencia funciona satisfactoria­
mente cuando es satisfecha o confirmada por la experiencia. En la amplia, no 
se trata únicamente de si la creencia es satisfecha, es decir, confirmada, sino 
también de si el que cree deriva la satisfacción consiguiente a su creencia en 
la proposición en cuestión.12
James advirtió qontra el mal uso de la interpretación amplia, pero muchos 
de sus censores afirmaron que estaba diciendo: “Todo aquello que te agrada es 
verdad para ti.”
Aunque las primeras enunciaciones de la teoría pragmática de James se 
remontan a 1885, la tormenta que se desató mucho después no debe inquietar 
a los lectores de los Principios. Lo cierto es que en esa obra saca partido del 
principio pragmático de que la significación depende de efectos prácticos. Por
12 Israel Scheffler, Four Pragmatists, p. 105.
XVIII INTRODUCCIÓN
ejemplo, en el capítulo vi, James rechaza el punto de vista de que los indivi­
duos son autómatas conscientes (ahí la conciencia no tiene función mecánica) 
arguyendo que la conciencia evolucionó porque es eficaz, porque cumple una 
función selectiva (p. 114), es decir, porque la conciencia tiene “efectos prác­
ticos”. Aunque James no invoca explícitamente la máxima de Peirce, este con­
cepto instrumental de la mente, a menudo llamado darwiniano, se sigue de 
los mismos supuestos fundamentales. El capítulo vn, que se ocupa de la “teoría 
de la materia psíquica”, es también un ejercicio de crítica pragmática.
Cuando James se lanza en estas direcciones puramente filosóficas, la argu­
mentación va a dar, cosa extraña, a oídos educados en la psicología científica. 
Sin embargo, en otros pasajes James se toma puramente fisiológico o pura­
mente psicológico. Ver cómo el maestro entreteje estas hebras da mayor placer 
a la lectura.
Cada capítulo de los Principios es un ensayo que puede erguirse aisladamente. 
Puede parecer que la secuencia es arbitraria, pero una consideración más cer­
cana revela que la obra es mucho más sistemática de lo que sugiere una ojeada 
superficial a su índice de materias. Debido a que James no insiste en una opi­
nión como verdadera y preferible sobre todas las demás, sino que presenta 
interrogantes de un modo imparcial, reúne los hechos con honestidad y deja 
abiertas las respuestas, es cosa corriente que psicólogos de escuelas muy dife­
rentes lo citen diciendo que es su antepasado intelectual. Son más los psicólogos 
que han citado los Principios que los que han leído la obra de principio a fin. 
Aunque el libro puede resultar provechoso tomando porciones o piezas de él, 
el único modo de apreciar el alcance de la psicología de James es seguir el 
texto capítulo tras capítulo, según se desarrolla la exposición.
Tras un corto ensayo sobre el alcance de la psicología, James lanza su obra 
maestra con dos capítulos sobre el cerebro, a los que sigue una teoría del 
hábito basada fisiológicamente. Este modo de presentar la psicología fue poco 
común y provocó muchos comentarios. En aquellos días los textos comenzaban 
con las sensaciones elementales de visión, audición, gusto, olfato y tacto, luego 
reunían estas sensaciones en ideas complejas de objetos, luego en ideas sucesi­
vas por medio de leyes de asociación, y gradualmente, partiendo de las meno­
res, construían estructuras mentales más y más grandes.
James se opuso a este enfoque, en parte, no hay duda, porque era el modo 
aceptado, y en parte porque no le gustaba la psicofísica sensorial; también 
porque sentía que la psicología debía edificarse sobre una base biológica; 
pero sobre todo porque destruía la unidad de la experiencia consciente. En 
1900, en su prefacio a la edición italiana, escribió:
Por ello, en vez de comenzar con los elementos atribuidos a la mente (que siem­
pre son abstracciones) y luego edificar gradualmente, me he esforzado por man­
tener al lector en contacto, durante el mayor número posible de capítulos, con la 
unidad consciente y real que todos nosotros sentimos ser en todo momento. Esta 
unidad es lo que el esplritualismo clásico ha enfrentado siempre contra la doctrina 
asociacionista que dice que la mente no es más que una colección de “ideas”.
INTRODUCCIÓN XIX
Pero dado que quise liberar a la psicología, en la medida de lo posible, de 
cualquier alianza estrecha con cuestiones últimas de metafísica, he limitado mi 
razonamiento a lo que es verificable empíricamente, o sea a la unidad de cada 
oleada o campo de conciencia.13
Los Principios empiezan con el cerebro. Aun habiendo abierto el libro con su 
voz fisiológica, James enfrenta de inmediato la necesidad de distinguir entre 
fisiología y psicología, es decir, de ocuparse de esos problemas añejos e inso­
lubles de las relaciones entre el cerebro y la mente. Por eso la voz filosófica 
domina unos cuantos capítulos posteriores, hasta que, finalmente, interviene 
la voz psicológica, que dice casi impacientemente: "La actitud del psicólogo 
con relación a ¡a cognición. . . es un dualismo irreconciliable.
Supone la exis­
tencia de dos elementos, la mente que conoce y la cosa conocida, y los trata 
como irreductibles” [p. 176],
Lo cierto es que James el filósofo nunca queda satisfecho con el dualismo. 
Por ejemplo, en el capítulo xvi, después de que James el psicólogo examina 
los trabajos experimentales sobre la memoria, y de que James el fisiólogo 
agrega que la memoria es una importante función del cerebro, James el filó­
sofo dice la última palabra:
Según los supuestos de esta obra, los pensamientos acompañan a las funciones 
del cerebro, y esos pensamientos son cognoscitivos de realidades. Toda esta rela­
ción es tal que sólo podemos hablar de ella empíricamente, confesando que 
no hay a la vista el menor destello de explicación. El cerebro debe dar ori­
gen a una conciencia que conoce, tal es el misterio que vuelve una y otra vez, 
no importa de qué tipo de conciencia y de qué tipo de conocimiento se pueda 
tratar [p. 551],
Por todo el libro campean advertencias filosóficas así. Se diría que James el 
filósofo esculca en todos los bolsillos de la psicología, que busca algún cri­
terio decisivo que le sirva para distinguir lo mental de lo físico. . . y no lo en­
cuentra.
Los Principios están hechos de fisiología y de neurología clínica, con porcio­
nes de biología evolucionista; de psicología introspectiva, experimental y clí­
nica; de filosofía vivificada con sermones laicos ocasionales. Los vacíos y 
tensiones entre estas fuentes tal vez desalentaran a otros hombres, pero a James 
le sivieron de estímulo.
El libro no contiene ningún estudio de diferencias individuales, ninguna expo­
sición seria del desarrollo cognoscitivo o emocional de los niños, ni tampoco 
ninguna apreciación real de las dimensiones sociales y culturales de la vida 
mental. Los dos primeros de estos vacíos fueron inevitables: en 1890 aún no 
existía la psicología diferencial y de desarrollo. Pero el tercero es el más 
interesante.
No es que James no diera importancia a las relaciones sociales, sino que,
13 Reproducido en el volumen III de The Principies (supra, nota 5), p. 1483.
XX INTRODUCCIÓN
para una persona tan tremendamente social y sociable, su opinión sobre ellas 
resulta curiosamente limitada. Por ejemplo, su teoría de la verdad habla de lo 
que es verdad para el individuo, no de una verdad compartida socialmente. 
Esta limitación se halla ilustrada en un pasaje famoso (p. 99) en el que 
llama al hábito el volante enorme de la sociedad, un agente conservador 
que nos mantiene a todos en nuestras sendas individuales; en los comienzos 
quedamos atrapados en alguna búsqueda y la costumbre nos congela ahí. 
Un comentarista ha dicho que James “está alejado de una perspectiva genuina- 
mente social. La tesis de que las posibilidades se abren y cierran a los indivi­
duos no simplemente como una función de una creciente rigidez personal sino 
como una función de la organización social es cosa que al parecer nunca cruza 
por su mente”.14 Este vacío social en la psicología de James es todavía más 
notable porque, como no tardarían en mostrar George Herbert Mead y John 
Dewey, la filosofía pragmática de James se prestaba muchísimo al desarrollo 
de la psicología social y a teorías de reconstrucción y reformas sociales.
Cupo a la escuela de filosofía y psicología de Chicago la tarea de desarrollar 
muchas de las implicaciones de las tesis de James. Como filósofos, fueron 
pragmáticos; como psicólogos, fueron funcionalistas. Aunque en los Principios 
se hallaba la inspiración, lo cierto es que fue John Dewey el que instigó el 
trabajo de la psicología funcional, que no tardó en aflorar como el rival de más 
fuste de la psicología de Wundt. En tanto que los wundtianos se interesaban 
en la estructura de la mente, los psicólogos norteamericanos, bajo la direc­
ción de Dewey, se interesaban en las funciones a las que aquélla servía.
Los psicólogos funcionales heredaron una preocupación pragmática con 
efectos prácticos; el efecto práctico de la mente es guiar la conducta. Ensan­
char esta definición de psicología a fin de que incluyera tanto fenómenos con- 
ductuales como mentales, permitió al funcionalismo absorber observaciones 
conductuales de animales, de niños, de retrasados o trastornados mentales, de 
grupos sociales. A las pruebas mentales se les vio como muestras de conducta. 
Para cuando ocurrió la muerte de Wundt en 1920, la ciencia introspectiva que 
había fundado en Leipzig había sido arrollada y eclipsada por la ciencia norte­
americana, más amplia y más pragmática.
Tuvo tal éxito la atención de los funcionalistas a la conducta que el aspecto 
subjetivo de la psicología acabó pareciendo innecesario. En 1913 John B. 
Watson fundó una escuela de psicología que únicamente se ocupaba de la con­
ducta: todos los fenómenos mentales fueron sustituidos por las pruebas 
conductuales de las cuales se inferían. La objetividad aparente de esie enfoque 
fue tan atractiva que el conductismo llegó a ser una influencia importante en 
el pensamiento psicológico de los Estados Unidos. Es irónico que la filosofía 
pragmática de James resultara tan afín a estas ideas materialistas, dado que una 
psicología sin conciencia es una psicología que no necesita el notable talento 
introspectivo de James.
Hacia 1955, muchos psicólogos norteamericanos reafirmaron su interés en
14 Scheffler, Four Pragmatists, p. 124.
INTRODUCCIÓN XXI
la conciencia y en la representación cognoscitiva de la realidad; muchos de los 
que se habían rebelado contra el conductismo buscaron apoyo en William 
James. Hojearon ansiosos los Principios buscando citas que dieran credibilidad 
a un resurgimiento del mentalismo.
Y así es como ha sucedido que, aun cuando la mismísima definición de la 
psicología científica osciló violentamente del funcionalismo al conductismo y 
de vuelta al cognoscitivismo, los Principios de psicología de William James 
siguen disfrutando de un lugar vivido en el pensamiento de todo el mundo. Tal 
es el genio del hombre y de su trabajo.
PRINCIPIOS DE PSICOLOGÍA
TOMO I
A mi entrañable amigo 
F ranqois P illon 
como muestra de afecto 
y de reconocimiento de lo 
que debo a la 
Crítica Filosófica
PREFACIO
El tratado que el lector tiene en sus manos es hijo sobre todo de la relación 
del autor con el aula de Psicología, si bien no hay la menor duda de que algu­
nos de los capítulos son más “metafísicos” y otros más detallados de lo que 
es apropiado para estudiantes que se internan por vez primera en esta materia. 
La consecuencia de esto es que, a pesar de haber dejado fuera temas tan 
importantes como el placer y el dolor, y las sensaciones y juicios morales y 
estéticos, la obra ha resultado mucho más extensa de lo que el propio autor 
hubiera querido. Se necesita pecar de optimista para esperar que en esta época 
tan atiborrada, muchos lectores se interesen en estas 1400 páginas salidas de 
su pluma. Pero wer vieles bringt, wird manchem etwas bringen; y también, 
entresacando con buen criterio lo que convenga a sus necesidades particulares, 
estoy seguro de que muchos lectores, incluso aquellos que empiezan a estu­
diar el tema, hallarán de utilidad mi obra. Dado que los principiantes necesitan 
más orientación, les aconsejo que omitan completamente la lectura de los capí­
tulos vi, vil, viii, x, xii, x iii, xv, xvii, xx, xxi y xxviii. Tal vez el mejor orden 
para despertar el interés de los neófitos sea pasar del capítulo iv a los capí­
tulos xxni, xxiv, xxv y xxvi y volver de allí al primer volumen. El capítulo 
xx, que versa sobre la percepción espacial, es una cosa terrible: sólo por­
que se escribió con tanto detalle fue posible tratar adecuadamente el tema. 
Una condensación del capítulo a la cual se dio el nombre de “The Spatial 
Quale”, que se publicó en The Journal of Speculative Philosophy, vol. XIII, 
p. 64, podría ser sustituto útil para algunos lectores respecto a ese capítulo.
A lo largo de toda esta obra me he mantenido muy cerca del punto de vista 
de la ciencia natural. Todas las ciencias
naturales dan por sentados —sin espíritu 
crítico— ciertos datos y eluden enfrentar los elementos que son propios de sus 
mismas leyes y de los cuales se sacan sus deducciones. La Psicología, la ciencia 
de las mentes individuales finitas, da por sentados como datos suyos 1) pensa­
mientos y sensaciones, 2) un mundo físico en tiempo y espacio con el cual 
coexisten y que 3) conocen. Es evidente que estos datos son discutibles; pero su 
discusión o estudio (así como los de otros elementos) recibe el nombre de meta­
física y cae fuera del tema de esta obra. Esta obra, dando por sentado que 
existen pensamientos y sensaciones y que son vehículos del conocimiento, 
sostiene en seguida que, cuando la psicología ha advertido la correlación empí­
rica de diversas clases de pensamiento o de sensación con condiciones diversas 
del cerebro, no puede ir más adelante —no puede ir más adelante, queremos 
decir, como ciencia natural— . Si da un paso más, se vuelve metafísica. Todos 
nuestros empeños por explicar nuestros pensamientos fenomenales como pro­
ductos de entidades más hondas (sea que se llamen “Alma”, “Ego Trascen­
dental”, “Ideas”, o “Unidades Elementales de Conciencia” ) son metafísicos. 
Por esta razón, esta obra rechaza tanto las teorías asociacionistas como espiri­
3
4 PREFACIO
tualistas; y es por este punto de vista estrictamente positivista por lo que me 
siento tentado a afirmar que tengo originalidad. Por supuesto, este punto de 
vista está muy lejos de ser el final. Los hombres deben seguir pensando; y los 
datos que la psicología da por ciertos, al igual que los de la física y de otras 
ciencias naturales, deberán ser revisados y actualizados tarde o temprano. El 
esfuerzo por actualizarlos es claro y completamente metafísico; pero la meta­
física sólo puede desempeñar su cometido cuando está claramente consciente 
de su gran magnitud. Una metafísica fragmentaria, que no responde, que está 
medio despierta y que casi no tiene conciencia de que es metafísica, arruina 
las dos cosas cuando se inserta en una ciencia natural. Y me parece que las 
teorías, tanto las de un agente espiritual como las de “ideas” asociadas, son, 
tal como se exponen en las obras de psicología, meras metafísicas como ésta. 
Y aun cuando sus resultados fueran verdaderos, sería igualmente bueno man­
tenerlas (así presentadas) fuera de la psicología, del mismo modo que es 
bueno mantener fuera de la física los resultados del idealismo.
Por ello, he tratado nuestros pensamientos momentáneos como íntegros, 
y a las simples leyes de su coexistencia con estados cerebrales como leyes fina­
les de nuestra ciencia. El lector buscará en vano algún sistema cerrado en las 
páginas que siguen. Principalmente se trata de una masa de detalles descriptivos 
que se internan en indagaciones que sólo una metafísica que tenga plena con­
ciencia del peso de su tarea puede esperar enfrentar venturosamente. Eso, pro­
bablemente, ocurrirá dentro de varias centurias; mientras ocurre, la mejor mues­
tra de salud que puede dar una ciencia es este frente, al parecer inconcluso.
Ha sido tan larga la realización de esta obra que muchos de sus capítulos 
fueron publicados con buena fortuna en Mind, Journal of Speculative Philo- 
sophy, Popular Science Monthly y Scribner’s Magazirte. (Doy reconocimiento 
en los lugares apropiados.)
La bibliografía, me apena decirlo, no es nada sistemática. En ciertos hechos 
experimentales especiales he puesto en el platillo de la balanza el peso de mi 
autoridad; pero en general me he esforzado por citar obras que muy proba­
blemente podrían ser de utilidad a los estudiantes universitarios ordinarios como 
material colateral. La bibliografía de Lehrbuch der Psychologie (1875), de 
W. Volkmann von Volkmar, es tan completa, hasta su fecha, que no hay 
razón para hacer un duplicado de calidad inferior. Referencias más recientes 
se hallarán en Outlines de Sully, Psychology de Dewey y Handbook of Psy- 
chology de Baldwin; estas obras son de gran provecho.
Finalmente, cuando uno debe tanto a tantos, es punto menos que absurdo 
enunciar algunos créditos y agradecimientos; sin embargo, no puedo resistir la 
tentación, ahora que estoy terminando mi primera incursión como escritor, de 
agradecer la inspiración que hallé en J. S. Mili, Lotze, Renouvier, Hodgson 
y Wundt, así como en la compañía intelectual de (sólo mencionaré unos cuan­
tos nombres) Chauncey Wright y Charles Peirce, en tiempos ya idos, y más 
recientemente, de Stanley Hall, James Putnam y Josiah Royce.
Universidad de Harvard, agosto de 1890
I. EL CAMPO DE LA PSICOLOGIA
L a Psicología es la Ciencia de la Vida Mental, tanto en sus fenómenos como 
en sus condiciones. Los fenómenos son cosas como las que llamamos sensa­
ciones, deseos, cogniciones, razonamientos, decisiones, etc.; y, considerados su­
perficialmente es tal su variedad y complejidad que dejan una impresión 
caótica en el observador. El modo más natural y, consiguientemente, el más 
antiguo de unificar este material, fue, ante todo, clasificarlo lo mejor posible, 
y, en seguida, atribuir los diversos modos mentales descubiertos de esta mane­
ra a una entidad simple, el Alma personal, de la cual se considera que son 
manifestaciones facultativas. Así, por ejemplo, el Alma manifiesta su facultad 
de Memoria, o de Razonamiento, o de Volición, por no decir nada de su 
Imaginación o su Apetito. Ésta es la teoría “espiritualista” ortodoxa del esco­
lasticismo y del sentido común. Otro modo menos obvio de unificar el caos es 
buscar elementos comunes en los diversos hechos mentales en vez de buscar 
tras ellos un' agente común, y de explicarlos constructivamente por medio de 
las diversas formas de disposición de estos elementos, del mismo modo que 
uno explica las casas por medio de piedras y ladrillos. Las escuelas “asocia- 
cionistas” de Herbart en Alemania y de Hume, los Mili y Bain en Inglaterra, 
han elaborado, pues, una psicología sin alma para lo cual tomaron “ideas” 
diferentes, débiles o vividas, y mostraron cómo, por medio de sus cohesiones, 
repulsiones y formas de sucesión, se pueden engendrar cosas tales como remi­
niscencias, percepciones, emociones, voliciones, pasiones, teorías y todos los 
demás integrantes de la mente individual. De este modo, el mismísimo Yo o 
ego del individuo acaba siendo visto no como la fuente preexistente de las 
representaciones, sino más bien como su fruto final y más complicado.
Ahora bien, si nos esforzamos por simplificar rigurosamente los fenómenos 
conforme a cualquiera de estos dos medios, pronto nos daremos cuenta de 
lo inadecuado de nuestro método. Según la teoría del alma, por ejemplo, 
toda cognición o recuerdo se explica refiriéndolo a las facultades espirituales 
de Cognición o de Memoria. Se afirma que estas facultades son propiedades 
absolutas del alma; o sea, tomando el caso de la memoria, no se da razón 
alguna para explicar por qué debemos recordar un hecho tal como ocurrió; 
nos limitamos a afirmar que recordarlo de este modo constituye la esencia de 
nuestra Capacidad Recordatoria. Siendo espiritualistas, podríamos tratar de ex­
plicar las fallas y desatinos de nuestra memoria recurriendo a causas secundarias. 
Pero sus aciertos pueden no deberse a factores específicos, excepto a la existen­
cia, por una parte, de ciertas cosas objetivas que deben ser recordadas, y por 
otra, a nuestra facultad de memoria. Cuando, por ejemplo, recuerdo el día de 
mi graduación, y desentierro todos sus incidentes y emociones, ninguna causa 
mecánica puede explicar este proceso, ni ningún análisis lo puede reducir a 
términos más simples ni hacer que su naturaleza parezca algo diferente a un
5
6 EL CAMPO DE LA PSICOLOGÍA
datum final, el cual, sea que nos rebelemos ante su misterio o que lo aceptemos, 
debemos contentarnos con darlo como hecho si es que queremos explicarnos 
psicológicamente. Sin embargo, aunque el asociacionista represente las ideas 
actuales como si se atropellaran y distribuyeran, el espiritualista insistirá en que
a final de cuentas tiene que admitir que algo, llámese cerebro, llámese “ideas”, 
llámese “asociación”, distingue al tiempo pasado como pasado, y lo llena con 
este o con aquel hecho. Y cuando el espiritualista llama a la memoria una 
“facultad irreductible”, lo único que hace es afirmar lo que concede esta ad­
misión del asociacionista.
Lo cierto es que esta admisión está lejos de ser una simplificación satisfac­
toria de los hechos concretos. Pues, ¿por qué razón esta Capacidad absoluta, 
tan acomodaticia, retiene mucho mejor los hechos ocurridos ayer que los del 
año pasado y, mejor que ningunos, los de hace una hora? ¿Por qué, pregunta­
mos, en la vejez están tan firmes los recuerdos de la niñez? ¿Por qué la debili­
tan la enfermedad y el agotamiento? ¿Por qué la repetición de una experiencia 
robustece nuestro recuerdo de ella? ¿Por qué algunas drogas, calenturas, asfi­
xia y las emociones resucitan cosas largo tiempo olvidadas? Si nos contentamos 
con afirmar que la facultad de la memoria está constituida por la naturaleza 
de modo peculiar a fin de que tenga estas singularidades, nada habremos gana­
do con ello, pues nuestra explicación se vuelve tan complicada como la de los 
hechos crudos con que empezamos. Por si fuera poco, hay algo grotesco c irra­
zonable en la suposición de que el alma está dotada de facultades elementales 
de una especie tan intrincadamente ingeniosa. ¿Por qué nuestra memoria ha de 
aferrarse con más facilidad a lo cercano que a lo remoto? ¿Por qué pierde 
antes la comprensión de los nombres propios que de los nombres abstractos? 
Estas peculiaridades parecen punto menos que fantásticas; y, con base en lo 
que vemos a priori, podrían resultar ser exactamente lo contrario de lo que son. 
Es evidente, pues, que la facultad no existe de un modo absoluto, sino que 
trabaja bajo ciertas condiciones; entonces, la tarca más interesante del psicó­
logo no es otra que la indagación de estas condiciones.
Por mucho que se aferre al alma y a su facultad de recordación, debe ad­
mitir que nunca ejerce esta última facultad sin un estímulo, y que por fuerza 
algo debe preceder y recordarnos lo que recordamos. “ ¡Una ideal”, dice el 
asociacionista, “una idea asociada con la cosa recordada; y esto explica tam­
bién por qué las cosas encontradas repetidamente se recuerdan con más facili­
dad, pues sus asociadas en diversas ocasiones proporcionan muchas sendas 
distintas de recordación”. Esto, empero, no explica los efectos de la fiebre, del 
cansancio, del hipnotismo, de la vejez, etc. En general, la explicación pura 
del asociacionista de nuestra vida mental es casi tan asombrosa como la del es- 
pirituralista puro. Esta multitud de ideas, que existen de un modo absoluto, pero 
que se aferran entre sí, que entretejen una interminable alfombra de ellas mis­
mas, como fichas de dominó que cambian sin cesar, o como los trocitos de 
vidrio de un caleidoscopio, ¿de dónde sacan sus fantásticas leyes de apiña­
miento, y por qué se apiñan justamente del modo en que lo hacen?
En cuanto a esto, el asociacionista debe introducir el orden de la experiencia
EL CAMPO DE LA PSICOLOGIA 7
en el mundo exterior. La danza de las ideas es una copia, un tanto mutilada 
y alterada, del orden de los fenómenos. No obstante, la reflexión más ligera 
nos muestra que los fenómenos no tienen ningún poder para influir sobre nues­
tras ideas a menos que previamente hayan impresionado nuestros sentidos y 
nuestro cerebro. La simple existencia de un hecho pasado no basta para nues­
tro recuerdo. A menos que lo hayamos visto, o que de algún modo hayamos 
sufrido su influencia, nunca tendremos conocimiento de su existencia. Así pues, 
las experiencias del cuerpo son una de las condiciones de que la facultad de la 
memoria sea lo que es. Y una reflexión ligera de los hechos nos indicará que 
una parte del cuerpo, a saber, el cerebro, es la parte cuyas experiencias están 
relacionadas directamente. Si se corta la comunicación nerviosa entre el cerebro 
y otras partes, las experiencias de esas partes no existen para la mente. El ojo 
es ciego, el oído sordo y la mano insensible e inmóvil. Y a la inversa, si el 
cerebro se daña, la conciencia se borra o se altera aun cuando todos los demás 
órganos del cuerpo estén listos para desempeñar su función normal. Un golpe 
en la cabeza, la pérdida repentina de sangre o la presión de un derrame apoplé­
tico, pueden tener el primer efecto; en tanto que unas cuantas onzas de alcohol, 
unos miligramos de opio o de hachís, o una bocanada de cloroformo o de óxido 
nitroso tendrán el segundo. El delirio de la fiebre o el yo alterado de la 
locura, se deben a que materias extrañas circulan por el cerebro, o bien, a 
cambios patológicos en la sustancia de ese órgano. Hoy día, todo el mundo 
admite el hecho de que el cerebro es la condición corporal inmediata de las 
operaciones mentales; por eso no insistiré más en ello; lo dejaré como pos­
tulado, y seguiré de frente. Todo el resto de esta obra será más o menos la 
prueba de que el postulado es correcto.
Por consiguiente, las experiencias corporales, y muy en particular las expe­
riencias del cerebro, deben tener un sitio entre aquellas condiciones de la vida 
mental que debe estudiar la Psicología. Tanto el espiritualista como el asocia- 
cionista deben ser “cerebralistas”, al menos en la medida en que admitan que 
ciertas peculiaridades del modo en que operan sus principios favoritos son expli­
cables únicamente por el hecho de que las leyes del cerebro son un codetermi­
nante del resultado.
De aquí surge nuestra primera conclusión: que en la Psicología deberá pre­
suponerse o incluirse una buena dosis de fisiología del cerebro.1
Y en otro sentido, el psicólogo está obligado a ser en parte neurofisiólogo. 
Los fenómenos mentales no nada más están condicionados a parte ante por los 
procesos corporales, sino que llevan a ellos a parte post. Que llevan a actos 
es, por supuesto, la más conocida de las verdades; sin embargo, no estoy ha­
blando de actos únicamente en el sentido de acciones musculares voluntarias 
y deliberadas. Los estados mentales ocasionan también cambios en el calibre 
de los vasos sanguíneos, alteran el ritmo del corazón u ocasionan procesos más 
sutiles aún, en glándulas y visceras. Si consideramos también estos últimos
1 Cf. George T. Ladd, Elements of Physiological Psychology, 1887, parte III, cap. ni, 
§§ 9, 12.
8 EL CAMPO DE LA PSICOLOGÍA
así como los actos mentales que siguen en un periodo remoto porque el 
estado mental estuvo ahí en cierto momento, podría enunciarse, sin temor a 
errar, la ley general de que no hay ninguna modificación mental que no ocurra 
acompañada o seguida por un cambio corporal. Por ejemplo, las ideas y las 
sensaciones que estos caracteres impresos excitan en la mente del lector no 
nada más producen movimientos en sus ojos y vislumbres de pronunciación 
en su boca, sino que algún día lo harán hablar o tomar partido en una discu­
sión, o bien dar un consejo, o escoger un libro para leerlo, todo ello diferen­
temente de como hubiera sido el caso de no haber impresionado su retina. 
Por ello, nuestra psicología no debe limitarse a considerar las condiciones pre­
vias a los estados mentales, sino también las consecuencias que resulten de ellas.
Las acciones que originalmente fueron inducidas por la inteligencia consciente 
pueden volverse tan automáticas a fuerza de repetirlas que pueden verse como 
realizadas inconscientemente. Ponerse de pie, caminar, abotonarse y desabo­
tonarse, tocar el piano, hablar e incluso decir nuestras oraciones, todo ello 
puede hacerse mientras nuestra mente está absorta en otras cosas. Caen en esta 
categoría los actos semiautomáticos de instinto animal y los actos reflejos de 
autoconservación. Parecen, sin embargo, actos inteligentes en cuanto que pro­
ducen los mismos resultados que en otras ocasiones crea deliberadamente la 
conciencia de los animales. ¿Deberemos estudiar en la Psicología estos actos 
cuasimecánicos, que, sin embargo,
tienen un propósito?
Es vaga la línea limítrofe de la certeza mental. Es mejor no caer en la 
pedantería, y dejar que la ciencia sea tan vaga como su materia, e incluir fenó­
menos tales como éstos si de ese modo podemos arrojar algo de luz sobre el 
tema principal en cuestión. Confío en que pronto veremos que sí podemos; 
y que ganamos mucho estableciendo un concepto amplío, no angosto, de nues­
tra ciencia. En todas las ciencias, en cierta etapa de su desarrollo cierto 
grado de vaguedad es lo que mejor se aviene con la fecundidad. Puede afir­
marse que pocas fórmulas recientes han hecho un servicio más real, aunque 
no refinado, en el campo de la psicología que la spenceriana de que es una 
sola la esencia de la vida mental y orgánica, que no es otra cosa que “el ajuste 
de las relaciones internas con las externas’’. Esta fórmula es la vaguedad encar­
nada; pero como toma en cuenta el hecho de que las mentes habitan medios 
que actúan sobre ellas y sobre los cuales ellas actúan a su vez; porque, en 
suma, se ocupa de la mente en medio de todas sus relaciones concretas, es 
inmensamente más fértil que la anticuada “psicología racional”, que trataba al 
alma como una entidad aparte, suficiente en sí misma, y que afirmaba que sólo 
consideraba sus propiedades y su naturaleza. Por esta razón, me siento en liber­
tad de hacer algunas incursiones en la zoología o en la neurofisiología pura 
que tal vez sean apropiadas a nuestros fines, aunque por lo demás dejaré esas 
ciencias a los fisiólogos.
¿Podremos enunciar de un modo todavía más claro la forma en que la vida 
mental parece intervenir entre impresiones provenientes de fuera que actúan
EL CAMPO DE LA PSICOLOGÍA 9
sobre el organismo, y las reacciones del organismo sobre el mundo exterior? 
Demos un vistazo a unos cuantos hechos.
Si sobre una mesa esparcimos limaduras de hierro y luego ponemos un imán 
cerca de ellas, volarán cierta distancia y luego se pegarán a su superficie. Un 
salvaje que viera el fenómeno lo explicaría como resultado de la atracción o 
amor entre el imán y las limaduras. Pero cúbranse con un cartón los polos del 
imán y las limaduras se apretarán contra su superficie; en ningún momento 
se les ocurrirá dar la vuelta al cartón para entrar en contacto más directo con 
el objeto de su amor. Si soplamos aire por un tubo cuyo extremo está en el 
fondo de un cubo de agua, las burbujas subirán a la superficie y se mezclarán 
con el aire, Poéticamente, su conducta podría explicarse como debida al ansia 
por recombinarse con la atmósfera-madre de arriba de la superficie. Pero si 
sobre el cubo invertimos una jarra llena de agua, las burbujas subirán de todos 
modos y quedarán bajo el fondo de la jarra, aisladas del mundo exterior, a 
pesar de que una ligera desviación de su curso en sus comienzos, o un ligero 
descenso hasta el borde de la jarra cuando se encontraron con que su marcha 
ascendente no las llevaba al aire, las hubiera puesto fácilmente en libertad.
Pero si ahora pasamos de acciones como éstas a las de las cosas vivientes, 
observamos una notable diferencia. Romeo quiere a Julieta como las limaduras 
quieren al imán; y si no hay obstáculos, marcha hacia ella siguiendo una línea 
tan recta como la de las limaduras. Pero Romeo y Julieta, si se topan con una 
pared entre ellos, no se quedarán tontamente apretando sus caras contra los 
lados opuestos del muro como lo hacen el imán y las limaduras con el cartón. 
No tarda Romeo en hacer un rodeo, sea escalando la pared o de cualquier 
otro modo, para tocar directamente los labios de Julieta. Con las limaduras, 
la senda es fija; que lleguen o no al fin dependerá de accidentes. En cambio, 
con el amante el fin es fijo, pero la senda se puede modificar indefinidamente.
Supongamos el caso de una rana en la posición en que colocamos nuestras 
burbujas de aire, es decir, en el fondo de un cubo de agua. La falta de aire 
la hará querer reunirse con la atmósfera-madre, para lo cual tomará el camino 
más corto nadando en derechura hacia arriba. Pero si topa con una jarra 
invertida llena de agua, la rana no pegará perpetuamente sus narices, como 
hicieron las burbujas, contra un fondo que no cede, sino que explorará incan­
sablemente los alrededores hasta que, descendiendo, descubrirá el camino que 
rodea el borde y llegará a la meta de sus deseos. ¡Una vez más el fin fijo, 
los medios variables!
Estos contrastes entre los actos de lo viviente y de lo inanimado han termi­
nado por inducir a los hombres a negar que haya metas finales en el mundo 
físico. Hoy, amores y deseos ya no se imputan a las partículas de hierro o de 
aire. Ya nadie supone que el fin de alguno de sus actos sea un propósito ideal 
que preside la actividad desde sus comienzos y que le da vida por una especie 
de vis a fronte. Por el contrario, se piensa que el fin es un simple resultado 
pasivo, que recibió el ser a tergo, y que no tuvo voz, por decirlo así, en su 
producción. Altérense las condiciones preexistentes y con materiales inorgánicos 
tendremos cada vez un fin aparente distinto. En cambio, con los agentes
10 EL CAMPO DE LA PSICOLOGIA
inteligentes, alterar las condiciones cambia la actividad desplegada, pero no el 
fin alcanzado; porque aquí la idea de un fin aún no alcanzado co-opera con las 
condiciones y con ellas determina cuáles serán las actividades.
El perseguir fines futuros y el elegir medios para su consecución son, pues, 
la marca y el criterio que indican la presencia de mentalidad en un fenómeno. 
Todos nos valemos de esta prueba para distinguir entre un acto inteligente y 
uno mecánico. No imputamos mentalidad alguna a palos y piedras, porque 
nunca se mueven por razón de algo, sino solamente cuando se les empuja, 
y aun así se mueven con indiferencia sin mostrar ningún signo de elección. Por 
todo esto los llamamos insensibles.
Así es como formamos nuestras decisiones respecto a los más profundos 
problemas filosóficos: ¿Es el Cosmos expresión de inteligencia racional en su 
naturaleza interna o es un hecho puro y simple, externo y brutal? Si al con­
templarlo nos hallamos incapaces de borrar la impresión de que es un reino 
de propósitos finales, que existe por alguna razón, entonces ponemos inteli­
gencia en su porción más recóndita y tendremos una religión. Si, por el contra­
rio, al contemplar su incontenible fluir, sólo podemos pensar en el presente 
como un simple brote mecánico del pasado, que no tiene referencia alguna con 
el futuro, entonces seremos ateos y materialistas.
En los prolijos estudios realizados por los psicólogos sobre el monto de 
inteligencia que muestran ios mamíferos inferiores, o por la cantidad de con­
ciencia que exigen los centros nerviosos de los reptiles, siempre se ha aplicado 
la misma prueba: ¿Es tal la índole de los actos que debamos creer que han sido 
realizados por razón de su resultado? El resultado en cuestión lo veremos una 
y otra vez de aquí en adelante, es útil; como regla, el animal está más seguro 
bajo las circunstancias que resultaron de su creación. Hasta aquí la acción 
tiene un carácter teleológico; pero una teleología simple como ésta (externa) 
puede ser el resultado ciego de vis a tergo. El crecimiento y los movimientos 
de las plantas, los procesos de desarrollo, digestión, secreción, etc., de los ani­
males, nos ofrecen innumerables ejemplos de actos útiles para el individuo, 
que, sin embargo, la mayoría de nosotros supondríamos que son producidos 
por algún mecanismo automático. El fisiólogo no afirma confiadamente que 
exista inteligencia consciente en la médula espinal de la rana sino hasta 
que ha demostrado que el resultado útil que produce la maquinaria nerviosa 
ante una irritación dada sigue siendo el mismo cuando la maquinaria está 
alterada. Si, tomando un ejemplo muy sobado, irritamos con ácido la rodilla 
derecha de una rana decapitada, el pie derecho lo limpiará. Mas, si amputamos 
este pie, con frecuencia el animal levantará el pie izquierdo, lo llevará al sitio 
y limpiará frotando el material irritante.
Con base en tales hechos, he aquí cómo razonan Pflüger y Lewes: Si la pri­
mera reacción fue resultado de simple maquinaria, dicen; si esa porción de 
piel irritada descargó la pata derecha como un gatillo descarga su propio barril 
de una escopeta; entonces, amputar el pie derecho vendrá a frustrar el lim­
piamiento, pero no hará que se mueva la pata izquierda. Solo hará que el muñón
EL CAMPO DE LA PSICOLOGÍA
derecho se mueva por entre el aire (que es el fenómeno que a veces se obser­
va). El gatillo derecho no hace ningún esfuerzo por descargar el barril izquierdo 
cuando el derecho está descargado; ni una máquina eléctrica se torna jamás 
inquieta porque sólo pueda emitir chispas y no dobladillar fundas como una 
máquina de coser.
Si, por el contrario, la pata derecha se movió originalmente con el propósito 
de limpiar el ácido, entonces nada es más natural que esto, cuando no da 
resultado el medio más fácil de realizar esto, habrá que intentar otros medios. 
Cada fracaso mantendrá al animal en un estado de frustración que lo inducirá 
a toda suerte de intentos y de recursos; no quedará tranquilo sino hasta que 
alguno de éstos, por un golpe de suerte, logre el resultado deseado.
De un modo similar, Goltz atribuye inteligencia al cerebelo y los lóbulos 
ópticos de la rana. Ya hicimos mención de la forma en que una rana sana, 
aprisionada en agua, acabará descubriendo una salida a la atmósfera. Goltz 
halló que ranas privadas de sus hemisferios cerebrales suelen hacer gala de un 
ingenio similar. Una rana así, después de ascender desde el fondo y toparse 
en su camino con una campana de vidrio invertida, no persistirá en estrellar 
su nariz contra el obstáculo hasta finalmente morir ahogada, sino que más bien 
descenderá y saldrá de debajo de la campana, no a resultas de una definida 
propulsión mecánica hacia arriba, sino más bien como si un deseo consciente 
de llegar al aire a como dé lugar fuera el móvil principal de su actividad. De 
lo dicho concluyó Goltz que los hemisferios no son en las ranas la sede de las 
facultades intelectuales. Sacó la misma conclusión al observar que una rana 
sin cerebro, puesta de espaldas se volvería a pesar de que una de sus patas se 
le hubiera cosido, aunque los movimientos requeridos en este caso son muy 
diferentes de los que se requieren en circunstancias normales debido a la misma 
posición incómoda. Consiguientemente, parecen determinados no nada más por 
el irritante antecedente, sino por el objeto final, aunque, claro, es el irritante 
lo que hace desear el fin.
Otro brillante autor alemán, Liebmann,- arguye contra la tesis de que el 
mecanismo del cerebro explica la acción mental; se basa en consideraciones 
muy similares. Una máquina como el cerebro, dice, producirá buenos resultados 
cuando se encuentre en orden, y malos cuando necesite reparación. Pero ambas 
clases de resultados fluirán de sus orígenes con necesidad igualmente fatal. No 
podemos suponer que un mecanismo como el del reloj cuya estructura lo deter­
mina fatalmente a cierta velocidad, perciba que esta velocidad es demasiado 
lenta o demasiMo rápida, y que trate en vano de corregirla. Su conciencia, de 
tenerla, será tan buena como la del mejor cronómetro, porque obedecen por 
igual a las mismas leyes mecánicas eternas, intrínsecas a ellos mismos. Pero 
si el cerebro anda mal y el hombre dice “Cuatro por dos, dos”, en vez de 
“Cuatro por dos, ocho”, o también “Debo ir al carbón a comprar el muelle” 
en vez de “Debo ir al muelle a comprar el carbón”, surge de inmediato una 
conciencia de error. El acto equivocado, aunque obedece a las mismas leyes 2
11
2 Zur Analysis der Wirklichkeit, p. 489.
12 EL CAMPO DE LA PSICOLOGÍA
mecánicas que el correcto, es condenado, condenado por contradecir la ley 
intrínseca, la ley que viene del frente, el propósito o ideal por cuya razón debe 
actuar el cerebro, aunque en la práctica no lo haga así.
No es éste el lugar para discutir si estos autores, al sacar sus conclusiones 
hicieron justicia a todas las premisas de los casos que trataron. Hemos citado 
sus razonamientos únicamente para mostrar cómo apelan al principio de que 
sólo las acciones que se hacen por un fin, y que muestran una elección de 
medios, pueden ser llamadas indubitablemente expresiones de la Mente.
Adoptaré esto como el criterio por el cual circunscribiré el tema de esta obra 
en la medida en que la acción entra en ella. Muchas manifestaciones nerviosas 
no serán mencionadas, por ser puramente fisiológicas; ni tampoco describiremos 
de nuevo la anatomía del sistema nervioso y de los sentidos. El lector encontrará 
en Human Body, de H. N. Martin, y en Physiological Psychology, de G. T. 
Ladd, y en todas las anatomías y fisiologías comunes, un acopio de informa­
ción que debemos considerar como preliminar e indispensable para la obra 
presente.3 Sin embargo, será bueno dar alguna información sobre las funciones 
de los hemisferios cerebrales, ya que ellos se encargan directamente de la con­
ciencia.
3 N a d a m á s f á c i l q u e f a m i l i a r i z a r s e c o n e l c e r e b r o d e l o s m a m í f e r o s . C o n s í g a s e l a 
c a b e z a d e u n a o v e j a , u n a s i e r r a p e q u e ñ a , u n c i n c e l , e s c a l p e l o y f ó r c e p s , t o d o lo c u a l 
s e p u e d e c o m p r a r e n u n a t i e n d a d e i n s t r u m e n t o s q u i r ú r g i c o s , y p o n g a a l d e s c u b i e r t o s u s 
p a r t e s , s e a c o n a y u d a d e u n a o b r a d e d i s e c c i ó n h u m a n a , c o m o M a n u a l a f A n a ta m y , d e 
H o l d e n , o m e d i a n t e l a s d i r e c c i o n e s e s p e c í f i c a s ad h oc q u e s e e n c u e n t r a n e n o b r a s t a l e s 
c o m o P ractica l P h ysio lo g y , d e F o s t e r y L a n g l e y ( M a c m i l l a n ) o C o m p a ra tiv e A n a to m y , 
a n d G u id e to D issec tio n , d e M o r r e l l ( L o n g m a n & C o . ) .
II. LAS FUNCIONES DEL CEREBRO
Si nos ponemos a dar hachazos al pie del tronco de un árbol, sus ramas no 
resentirán nuestro acto, y sus hojas seguirán murmurando apaciblemente, meci­
das por el viento. Pero si maltratamos los pies de algún hombre, el resto de su 
cuerpo responde de inmediato a la agresión con movimientos de alarma o 
defensa. La razón de esta diferencia es que el hombre tiene sistema nervioso 
y el árbol no, y que la función del sistema nervioso es hacer que cada parte 
coopere armoniosamente con las demás. Los nervios aferentes, cuando son ex­
citados por un irritante físico, ya sea tan basto en su modo de operar como un 
hachazo, ya sea tan sutil como las ondas de luz, llevan la excitación a los 
centros nerviosos.
La conmoción causada en los centros no termina allí, sino que se descarga, 
si es lo bastante fuerte, a través de los nervios eferentes hacia músculos y 
glándulas, excitando movimientos de los miembros y de las visceras, o también 
secreciones, que varían según el animal y el irritante aplicado. Estos actos de 
respuesta tienen la característica común de ser actos de servicio. Rechazan los 
estímulos dañosos y apoyan los benéficos; el estímulo, aunque en sí indiferente, 
puede ser signo de alguna circunstancia distante de importancia práctica; los 
actos del animal se dirigen a esta circunstancia a fin de evitar sus peligros o 
aprovechar sus beneficios, según sea el caso. Tomemos un ejemplo común: 
si oímos al conductor gritar Váaaamonos!” al entrar a la estación, el corazón 
se detiene primeramente, luego palpita, y nuestras piernas responden, a las on­
das sonoras que caen en nuestros tímpanos, acelerando sus movimientos. Si al 
correr tropezamos, la sensación de la caída inminente nos hace estirar los 
brazos en dirección de la caída a fin de que escuden al cuerpo de un golpe 
súbito. Si una ceniciüa entra a nuestro ojo, los párpados se cierran con fuerza 
y un flujo de lágrimas busca eliminarla.
Sin embargo, las tres respuestas a un estímulo sensorial
difieren en muchos 
aspectos. El cierre del ojo y el lagrimeo son involuntarios, como también lo 
es el desorden del corazón. A estas respuestas involuntarias las llamamos actos 
“reflejos”. También puede ser considerado reflejo el movimiento de los brazos 
para evitar un daño mayor por la caída, pues ocurre con tal rapidez que no 
puede considerarse deliberado. Es dudoso si es intuitivo o resultado de la edu­
cación para caminar dada en la niñez; en todo caso, es menos automático que 
los actos previos; se podría aprender a hacerlo con más destreza o bien a su­
primirlo por completo. Los actos de este tipo en que el instinto y la volición 
intervienen en iguales términos se llaman “semirreflejos”. En cambio, el acto de 
correr para alcanzar el tren no tiene nada de instintivo. Es puramente el resul­
tado de la educación, y es precedido por una conciencia de la meta que debe 
alcanzarse y por un claro mandato de la voluntad. Es un “acto voluntario”. 
Es decir, que los actos reflejos y voluntarios del animal se entremezclan gra­
13
14 LAS FUNCIONES DFI. CFKFURO
dualmente y son conectados por actos que con frecuencia son automáticos, 
pero que también pueden ser modificados por la inteligencia consciente.
El observador externo, que no percibe la conciencia concomitante, no distin­
guirá entre los actos automáticos y los que estuvieron regidos por la voluntad. 
Pero si el criterio de la existencia de la mente gobierna la elección de los me­
dios apropiados para el logro de un fin supuesto, entonces todos los actos 
parecen inspirados por la inteligencia, porque a todos los caracteriza la pro­
piedad. Ahora, este hecho ha llevado a dos teorías completamente opuestas 
sobre la relación de las funciones nerviosas con la conciencia. Algunos autores, 
viendo que los voluntarios más elevados parecen requerir la guía del sentir, 
concluyen que sobre los reflejos más bajos preside algún sentir, aunque puede 
ser un sentir del cual no tenemos conciencia. Otros, viendo que los actos refle­
jos y semiauiomáticos pueden ocurrir, a pesar de su propiedad, con una incons­
ciencia al parecer completa, se disparan al extremo opuesto y sostienen que 
la propiedad, aun de los actos voluntarios, no debe nada al hecho de que la 
conciencia los presida. Son, según estos autores, resultados puros y simples de 
mecanismos fisiológicos. En un capítulo próximo volveremos sobre esta con­
troversia. Echemos ahora un vistazo más cercano al cerebro y a la forma 
en que sus estados pueden supuestamente condicionar los de la mente.
Los CEN TRO S NI KMOSOS Olí LAS RANAS
Tanto la anatomía minúscula como la fisiología detallada del cerebro son 
logros de la generación actual, o más bien dicho (empezando con Meynert) 
de los últimos veinte años. Aunque muchos puntos siguen siendo oscuros y 
están sujetos a controversia, se ha llegado a un concepto general del órgano 
cuya característica principal parece bastante verosímil y que, incluso, ofrece 
una pauta bastante plausible del modo en que se acompañan las operaciones 
cerebrales y mentales.
El mejor modo de acercarnos a este tema será tomar un ser inferior, como 
una rana, y estudiar mediante el método viviseccional las funciones de sus dife­
rentes centros nerviosos. En el diagrama adjunto, que no requiere explicación, 
aparecen los centros nerviosos de la rana. Primeramente explicaré lo que ocurre 
cuando se retiran diversas porciones de las partes anteriores, en diferentes ranas, 
del modo en que lo hace cualquier estudiante, es decir, sin tomar precauciones 
extremas en cuanto a la pureza de la operación. De este modo lograremos un 
concepto muy simple de las funciones de los diversos centros, incluso el con­
traste más acentuado posible entre los hemisferios cerebrales y los lóbulos 
inferiores. Este bien delineado concepto tendrá ventajas didácticas: con fre­
cuencia es muy instructivo empezar con una fórmula demasiado simple y 
corregirla después. Como veremos más adelante, nuestra primera fórmula será 
suavizada en cierta medida por los resultados de experimentos más cuidadosos 
realizados en ranas y aves, y también por las observaciones más recientes 
hechas en perros, monos y en el hombre. De entrada nos colocará en posesión
LAS FUNCIONES DFI CEREBRO 15
indisputada de alguna nociones y distinciones fundamentales que con otros 
medios no habríamos alcanzado; ninguna de ellas será echada por tierra por 
el concepto posterior más completo.
F igura 1. HC, hemisferios cerebrales’, TO, tálamos ópticos’, LO, lóbulos ópticos’, 
Cb., cerebelo MO, médula oblongada’, ME, médula espinal.
Si, así las cosas, reducimos el sistema nervioso de la rana a la médula espi­
nal, haciendo un corte atrás de la base del cráneo entre la médula espinal y la 
oblongada, con lo cual aislamos el cerebro de toda conexión con el resto del 
cuerpo, la rana seguirá viviendo, pero con una actividad modificada muy pecu­
liarmente. Deja de respirar o de tragar; descansa sobre toda su panza, pero 
no se yergue sobre sus patas delanteras, aunque las traseras las tiene, como 
siempre, dobladas contra el cuerpo y, en caso de que se le estiren, las vuelve 
a plegar de inmediato. Si la ponemos de espaldas, así se queda, tranquilamente, 
sin darse la vuelta como una rana normal; desaparecen por completo la loco­
moción y la voz. Si la colgamos de la nariz e irritamos con ácido diferentes 
porciones de su piel ejecuta un conjunto de notables movimientos “defensivos” 
con el fin de quitarse el irritante. Si le irritamos el pecho, se lo frota vigorosa­
mente con ambas patas delanteras; si le tocamos el lado externo del codo, 
elevará dire-etamente la pata trasera del mismo lado y se tallará el sitio; con 
la parte de atrás de la pata se tallará la rodilla, pero si se le corta el pie, 
el muñón hará movimientos inútiles, y entonces, en muchas ranas, vendrá 
una pausa como para deliberar, y en seguida un frote rápido, del pie opuesto 
no mutilado, en el lugar con ácido.
El carácter más llamativo de todos estos movimientos, después de consi­
derar su propiedad teleológica, es su precisión. En ranas sensibles varían tan 
poco, que con la cantidad indicada de irritación tienen tal regularidad mecáni­
ca que más bien parecen los movimientos de un títere, cuyas patas se mueven 
con sólo tirar de los hilos apropiados. Se concluye de aquí que la médula 
espinal de la rana contiene agrupamientos de células y fibras hechas para con­
16 LAS FUNCIONES DEL CpREBRO
vertir irritaciones de la piel en movimientos de defensa. En este animal podría­
mos llamarlo el centro de movimientos defensivos. Podemos ir todavía más 
adelante: cortar la médula espinal en varias partes y hallar que sus segmentos 
separados son mecanismos independientes, de actividades apropiadas, de la 
cabeza, de los brazos y de las patas, respectivamente. El segmento que gobierna 
los brazos es particularmente activo en las ranas machos, durante la temporada 
de crianza; y estos miembros, conteniendo apenas una porción del pecho y la 
espalda del animal, es decir, con todo lo demás extirpado, se aferrarán pronta­
mente a un dedo que se ponga entre ellos y se colgarán de él durante un tiem­
po considerable.
En otros animales, la médula espinal tiene facultades análogas; aun en el 
hombre hace movimientos de defensa. Los parapléjicos encogen las piernas 
cuando se les hacen cosquillas; y Robín, al hacer cosquilieos en el pecho de 
un delincuente una hora después de haber sido decapitado, vio que el brazo 
y la mano se movían hacia el lugar. No es éste el sitio apropiado para hablar 
de las funciones inferiores de la médula espinal, que tan diestramente han 
estudiado Goltz y otros.
Si, en un segundo animal, el corte se hace justo atrás de los lóbulos ópticos 
de modo que el cerebelo y la médula oblongada sigan unidos a la médula 
espinal, entonces hay que agregar, a los movimientos anteriormente observa­
dos, tragar, respirar, reptar y un asomo de salto y natación.1 Hay también otros 
reflejos. El animal, puesto boca arriba, de inmediato se da la

Otros materiales