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Comer Animales - Jonathan Safran Foer - Mariana Cantoral

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Cuando Jonathan Safran Foer iba a
convertirse en padre empezó a
preocuparse por la forma más
responsable de alimentar a su hijo.
¿Cuáles son las consecuencias de
comer animales para la salud?
¿Cuáles los efectos económicos,
sociales y ambientales de hacerlo?
Mezclando con maestría filosofía,
literatura, ciencia y la narración de
sus propias aventuras
detectivescas, Comer animales
explora el origen de nuestros hábitos
alimenticios: desde las costumbres
nacionales a las tradiciones
familiares, pasando por una atroz
falta de información. Con una
profunda perspicacia, un equilibrado
sentido ético y una creatividad
desbordante, Safran Foer revela la
espeluznante verdad sobre el precio
pagado por el medio ambiente, el
Tercer Mundo y los animales para
que podamos tener carne en
nuestras mesas.
Jonathan Safran Foer
Comer animales
ePub r1.6
Hoshiko 08.11.14
Título original: Eating animals
Jonathan Safran Foer, 2009
Traducción: Toni Hill Gumbao, 2011
Editor digital: Hoshiko
ePub base r1.0
Para Sam y Eleanor, brújulas de
confianza.
Los norteamericanos
escogen comer[1] menos
del 0,25% de los
alimentos conocidos del
planeta.
Los frutos del árbol
familiar
Cuando era pequeño solía pasar
muchos fines de semana en casa de mi
abuela. En cuanto llegaba el viernes por
la noche, ella me levantaba del suelo
con uno de sus abrazos capaces de
sofocar fuegos. Y al partir, el domingo
por la tarde, volvía a elevarme por los
aires. Pasados unos cuantos años caí en
la cuenta de que me estaba pesando.
Mi abuela sobrevivió a la guerra
descalza, rapiñando los desechos de
otros: patatas podridas, pedazos de
carne seca, pieles y los trozos que
quedaban adheridos a los huesos. De
manera que nunca le importó que saliera
por mi cuenta, siempre y cuando
volviera con unos cuantos vales de
descuento para ella. Y luego estaba lo
de los bufés de los hoteles: mientras
nosotros llenábamos los platos de
desayuno hasta casi formar una
pirámide, ella se dedicaba a hacer
bocadillos, envolverlos en servilletas y
guardarlos en el bolso para la hora de
comer. Fue mi abuela quien me enseñó
que de una bolsa de té pueden sacarse
tantas tazas como haga falta y que de una
manzana se come absolutamente todo.
El tema no era el dinero. (Muchos de
los vales que yo arrancaba eran de
alimentos que ella nunca iba a comprar).
El tema no era la salud. (Me rogaba
que bebiera Coca Cola).
Mi abuela nunca se reservaba una
silla en los ágapes familiares. Incluso
cuando ya no quedaba nada por hacer,
ollas de sopa por tapar, cazuelas que
remover u hornos que vigilar, ella se
quedaba en la cocina, cual vigía (o
prisionero) en una torre. Se diría que el
sustento que obtenía de la comida que
preparaba no requería que la ingiriera.
En los bosques europeos, ella comía
para sobrevivir, hasta que llegara la
siguiente oportunidad de comer para
sobrevivir. En Estados Unidos,
cincuenta años después, comíamos lo
que queríamos. Nuestras alacenas
estaban llenas de alimentos comprados
por capricho, delicatessen carísimas,
comida que en realidad no nos hacía
falta. Y si caducaba, la tirábamos a la
basura sin ni siquiera olerla. Comer era
gratis. Mi abuela nos proporcionó esa
vida. Pero ella era incapaz de sacarse
de encima la desesperación.
Mientras fuimos niños, mis
hermanos y yo creíamos que la abuela
era la mejor cocinera del mundo.
Recitábamos esa cantinela cuando el
plato llegaba a la mesa, la repetíamos
después del primer bocado y de nuevo
al final de la comida: «Eres la mejor
cocinera del mundo». Y sin embargo
éramos unos críos lo bastante
informados como para saber que la
Mejor Cocinera del Mundo debía saber
hacer más de una receta (pollo con
zanahorias), y que la mayoría de las
Mejores Recetas debían contener más de
dos ingredientes.
¿Por qué no le cuestionábamos
afirmaciones del estilo de que la comida
oscura era esencialmente más sana que
la de colores claros, o que la mayoría de
los nutrientes se encuentran en la corteza
o en la piel? (En esas visitas de fin de
semana, nos hacía los bocadillos con los
extremos del pan de molde, siempre de
centeno). Nos enseñó que los animales
que son más grandes que uno resultan un
excelente alimento, que los animales que
son más pequeños también son buenos y
que el pescado (que no pertenecía a la
categoría de los animales) es pasable;
luego venía el atún (que no era
pescado), verdura, fruta, pasteles,
galletas y bebidas con gas. Ninguna
comida era mala. Las grasas eran sanas:
todas, siempre, en cualquier cantidad.
Los azúcares eran muy sanos. Cuanto
más gordo está un niño, más saludable
se encuentra. El almuerzo no es una
comida, sino tres, que se comen a las
once, a las doce y media y a las tres.
Uno siempre tiene hambre.
En realidad, es probable que su
pollo con zanahorias fuera el plato más
delicioso que he probado. Mas eso tenía
poco que ver con cómo se preparaba o
incluso con su sabor. Su comida era
deliciosa porque creíamos que lo era.
Creíamos en la habilidad culinaria de mi
abuela con más fervor del que poníamos
en Dios. Su talento en la cocina era una
de las anécdotas fundamentales de la
familia, como la astucia del abuelo que
no conocí o la única pelea conyugal de
mis padres. Nos aferrábamos a esos
relatos y dependíamos de ellos para
definirnos. Éramos la familia que
escogía sus batallas con sensatez,
utilizaba el ingenio para salir de los
atolladeros y adoraba la comida de
nuestra matriarca.
Hubo una vez una persona que tuvo
una vida tan buena que no había nada
que contar de ella. De mi abuela podían
contarse más historias que de ninguna
otra persona que haya conocido: su
infancia en otro mundo, su difícil
supervivencia, la totalidad de su
pérdida, su inmigración y sus pérdidas
posteriores, el triunfo y la tragedia de su
adaptación. Y aunque algún día intentaré
relatárselas a mis hijos, casi nunca nos
las contábamos los unos a los otros. Ni
la llamábamos por ninguno de esos
nombres obvios y bien merecidos. La
llamábamos la Mejor Cocinera del
Mundo.
Quizá sus otras historias fueran
demasiado difíciles de contar. O quizá
ella escogía la historia, y deseaba ser
identificada por su capacidad de
proveer más que de sobrevivir. O quizá
su supervivencia queda incluida en su
capacidad de proveer: su relación con la
comida resume todas las historias que
podrían contarse de ella. Para ella la
comida no es comida. Es terror,
dignidad, gratitud, venganza, alegría,
humillación, religión, historia, y, por
supuesto, amor. Como si los frutos que
siempre nos ofrecía los recogiera de las
ramas truncadas de nuestro árbol de
familia.
Posible de nuevo
Unos impulsos inesperados me
asaltaron cuando descubrí que iba a ser
padre. Empecé a ordenar la casa, a
cambiar bombillas que llevaban tiempo
difuntas, a limpiar ventanas y a archivar
documentos. Me gradué la vista, compré
una docena de pares de calcetines
blancos, instalé una baca en el techo del
coche y un panel divisorio en la parte
trasera, me sometí al primer chequeo en
media década… y decidí escribir un
libro sobre comer animales.
La paternidad fue el empuje
inmediato para emprender el viaje del
que saldría este libro, pero lo cierto es
que llevaba la mayor parte de mi vida
haciendo esas maletas. A los dos años,
los héroes de todos mis cuentos eran
animales. A los cuatro, adoptamos al
perro de un primo durante un verano. Yo
le di un puntapié. Mi padre me dijo que
a los animales no se los patea. Con siete
años, lloré la muerte de mi pez. Me
enteré de que mi padre lo había tirado
por el retrete. Le dije a mi padre, con
palabras menos educadas, que a los
animales no se los tira por el retrete.
Cuando tenía nueve años, tuve una
canguro que no quería hacerle daño a
nada. Lo expresó así cuando le pregunté
por qué no comía pollo, como hacíamos
mi hermano mayor y yo: «No quiero
hacerle daño a nada».
«¿Hacer daño?», pregunté.
«Sabes que el pollo es pollo, ¿no?».
Frank me lanzó una mirada: «¿Mamá
y papá han confiado sus preciosos
retoños a esta imbécil?».
Ignoro si su intención era o no
convertirnos al vegetarianismo elhecho
de que las conversaciones sobre carne
tiendan a hacer sentir incómoda a la
gente no significa que todos los
vegetarianos se dediquen al
proselitismo, pero como ella era aún una
adolescente, carecía de esos frenos que
a menudo nos impiden entrar en ciertos
temas. Sin dramatismos ni retóricas,
compartió su opinión con nosotros.
Mi hermano y yo nos miramos, con
las bocas llenas de pollo sacrificado, y
tuvimos uno de esos momentos de
«¿cómo diantre no había pensado en esto
antes y por qué diablos nadie me lo ha
dicho?». Dejé el tenedor sobre la mesa.
Frank se terminó la comida y es
probable que esté zampándose un muslo
de pollo mientras yo escribo estas
líneas.
Lo que nos dijo la canguro tenía
sentido para mí, no sólo porque parecía
verdad, sino porque era la aplicación al
tema de la comida de todo lo que mis
padres me habían enseñado. No debe
hacerse daño a la familia. No debe
hacerse daño a amigos ni a extraños. Ni
siquiera a los muebles tapizados. El
hecho de que yo no hubiera incluido a
los animales en esa lista no los
convertía en excepciones. Sólo dejaba
constancia de que yo era un crío,
ignorante del funcionamiento del mundo.
Hasta que dejara de serlo. Momento en
el cual debía cambiar de vida.
Mas no lo hice. Mi vegetarianismo,
tan explosivo e inquebrantable en sus
inicios, duró unos cuantos años, se
atascó y agonizó en silencio. Nunca se
me ocurrió una respuesta a lo que nos
había dicho la canguro, pero encontré
formas de difuminarlo, reducirlo y
finalmente olvidarlo. En términos
generales, no causaba daño a nadie. En
términos generales, intentaba hacer el
bien. En términos generales, tenía la
conciencia limpia. Pásame el pollo. Me
muero de hambre.
Mark Twain dijo que dejar de fumar
era una de las cosas más fáciles que uno
puede hacer: él lo hacía constantemente.
Yo añadiría el vegetarianismo a la lista
de propósitos sencillos. En mi época en
el instituto pasé a ser vegetariano más
veces de las que puedo recordar,
normalmente como un esfuerzo para
reclamar alguna identidad en un mundo
poblado por personas cuyas identidades
parecían fluir sin el menor esfuerzo por
su parte. Quería un eslogan para lucir en
el parachoques del Volvo de mi madre,
una buena causa para llenar la solitaria
media hora del descanso, una excusa
para acercarme a los pechos de las
activistas. (Y seguía pensando que
estaba mal hacer daño a los animales).
Lo cual no quiere decir que me
abstuviera de comer carne. Sólo que me
abstenía de hacerlo en público. En
privado, el péndulo tendía a oscilar. En
esos años muchas cenas empezaban con
la siguiente pregunta por parte de mi
padre: «¿Alguna nueva restricción
dietética que necesite saber esta
noche?».
En la universidad, empecé a comer
carne con más ganas. No es que
«creyera en ello», signifique lo que
signifique, pero de una forma consciente
alejé la preocupación de mi mente. En
esos momentos no me apetecía tener una
«identidad propia». Y no tenía por allí
cerca a nadie que me hubiera conocido
en mi época vegetariana, así que no se
suscitaba el tema de la hipocresía
pública, ni siquiera tenía que justificar
el cambio. Tal vez fuera el predominio
del vegetarianismo en el campus lo que
descorazonó el mío: uno se siente menos
impelido a dar dinero a un músico
callejero cuya gorra rebosa billetes.
Pero cuando, a finales del segundo
curso, empecé la licenciatura de
Filosofía e inicié mis primeros
razonamientos serios y pretenciosos,
recuperé el vegetarianismo. Estaba
convencido de que la clase de olvido
voluntario que implicaba comer carne
resultaba demasiado contradictorio con
la vida intelectual que intentaba
moldear. Creía que la vida debería,
podía y tenía que adaptarse al tamiz de
la razón. Podéis imaginar lo fastidioso
que me puse.
Cuando me gradué, comí carne,
montones de carne de todo tipo, durante
unos dos años. ¿Por qué? Pues porque
estaba buena. Y porque a la hora de
forjar hábitos las historias que nos
contamos a nosotros mismos son más
importantes que la razón. Y yo me conté
una historia que me exoneraba de toda
culpa.
Entonces tuve una cita a ciegas con
la mujer que luego se convertiría en mi
esposa. Y unas cuantas semanas más
tarde nos descubrimos abordando dos
temas sorprendentes: el matrimonio y el
vegetarianismo.
Su historia con la carne era
notablemente parecida a la mía: había
cosas en las que creía por la noche,
cuando estaba acostada en la cama, y
decisiones que tomaba en la mesa del
desayuno a la mañana siguiente. Existía
en ella una sensación (aunque fuera sólo
transitoria y fugaz) de estar participando
en algo que estaba muy mal, y al mismo
tiempo existía la aceptación tanto de la
confusa complejidad del tema como de
la naturaleza falible, y por tanto
excusable, del ser humano. Al igual que
yo, ella tenía intuiciones muy fuertes,
pero al parecer no lo bastante.
La gente se casa por muchas y
variadas razones, pero una de las que
nos animó a tomar la decisión fue la
perspectiva de iniciar, explícitamente,
una etapa nueva. El ritual y el
simbolismo hebreo fomentan esta idea
de establecer una profunda división con
lo que había antes: el mejor ejemplo de
ello es la rotura del vaso al final de la
ceremonia nupcial. Las cosas eran como
antes, pero serían distintas a partir de
entonces. Las cosas serían mejores.
Nosotros seríamos mejores.
Suena genial, sin duda, pero
¿mejores en qué sentido? Se me ocurrían
incontables formas de mejorar (aprender
idiomas, tener más paciencia, trabajar
más), pero ya había hecho demasiados
buenos propósitos para seguir confiando
en ellos. También se me ocurrían
incontables maneras de mejorarnos a los
dos, pero en una relación las cosas en
las que ambos miembros pueden ponerse
de acuerdo para cambiar son más bien
escasas. En realidad, incluso en los
momentos en que uno siente que puede
hacer muchas cosas, son pocas las que
al final puede realizar.
Comer animales, una preocupación
que ambos habíamos tenido y olvidado,
parecía un buen principio. Implicaba
muchas cosas y podía dar pie a muchas
otras. En la misma semana, abrazamos el
vegetarianismo con fervor.
Nuestro banquete de boda no fue
vegetariano, por supuesto, ya que nos
convencimos de que era de justicia
ofrecer proteínas animales a nuestros
invitados, algunos de los cuales habían
recorrido largas distancias para
participar de nuestra alegría. (¿Es un
razonamiento difícil de seguir?). Y
comimos pescado durante la luna de
miel porque estábamos en Japón, y
donde fueres… Y, ya de regreso a casa,
tomábamos de vez en cuando
hamburguesas y caldo de pollo, salmón
ahumado y filetes de atún. Pero sólo en
contadas ocasiones. Sólo cuando nos
apetecía de verdad.
Y me dije que así eran las cosas. Y
me dije que no estaban mal. Acepté que
mantendríamos una dieta marcada por
una consciente incoherencia. ¿Por qué
comer debía ser distinto al resto de los
aspectos éticos de nuestra vida? Éramos
gente básicamente honesta que a veces
decía mentiras, amigos atentos que en
ocasiones metían la pata. Éramos
vegetarianos y comíamos carne de vez
en cuando.
Y ni siquiera podía estar seguro de
que mis intuiciones fueran algo más que
vestigios sentimentales de mi infancia;
de que si las exploraba con seriedad no
me toparía con cierta indiferencia.
Ignoraba qué eran los animales, y no
tenía la menor idea de cómo los criaban
o los mataban. El tema en conjunto me
resultaba incómodo, pero eso no quería
decir que tuviera que serlo para el resto
del mundo. Ni siquiera para mí. Y no
sentía la menor prisa o necesidad de
averiguarlo.
Pero entonces decidimos tener un
hijo, y esa fue una historia distinta que
iba a necesitar una historia distinta.
Una media hora después del
nacimiento de mi hijo, fui a la sala de
espera a dar la buena noticia a mi
familia.
—¡Has dicho «él»! ¿Es un chico?
—¿Cómo se va a llamar?
—¿A quién se parece?
—¡Cuéntanoslo todo!
Respondí a sus preguntas tan deprisa
como pude, luego me fui a un rincón y
encendí el móvil.
—Abuela —dije—. Hemos tenido
un niño.
El único teléfono de su casa está en
la cocina. Descolgó a la primera
llamada,lo que significaba que se
encontraba sentada a la mesa, esperando
a que sonara. Era poco más de
medianoche. ¿Estaba recortando vales?
¿Preparando pollo con zanahorias para
congelarlo y dárselo de comer a alguien
en el futuro? Nunca la había visto u oído
llorar, pero noté un nudo de lágrimas en
su voz cuando preguntó:
—¿Cuánto ha pesado?
Pocos días después de nuestro
regreso del hospital, envié una carta a un
amigo en la que adjunté una foto de mi
hijo y mis primeras impresiones sobre la
paternidad. Él respondió simplemente:
«Todo vuelve a ser posible». Era la
frase perfecta, porque reflejaba
exactamente cómo me sentía. Podríamos
volver a contar nuestras historias y
hacerlas mejores, más significativas o
más ambiciosas. O podíamos elegir
historias distintas. El mundo tenía otra
oportunidad.
Comer animales
Es posible que el primer deseo de
mi hijo, mudo e irracional, fuera el de
comer. Segundos después de nacer ya
estaba mamando del pecho de su madre.
Lo observé con una admiración que no
tenía precedentes en mi vida. Sin
explicaciones ni experiencia previa, él
sabía qué hacer. Millones de años de
evolución le habían transferido ese
conocimiento, de la misma forma que
habían codificado el latido de su
diminuto corazón y la expansión y
contracción de sus flamantes pulmones.
Mi admiración no tendría
precedentes, pero me vinculaba a otros a
través de las generaciones. Vi los
anillos de mi árbol: mis padres
observándome mientras comía, mi
abuela viendo comer a mi madre, mis
bisabuelos viendo a mi abuela… Él
comía igual que lo habían hecho los
niños de los pintores de cuevas.
A medida que mi hijo daba los
primeros pasos en la vida y yo iniciaba
este libro, daba la sensación de que todo
cuanto él hacía giraba en torno a la
comida. Mamaba, dormía después de
mamar, lloriqueaba antes de mamar, o
expulsaba la leche que había mamado.
Ahora que termino el libro, él es capaz
de mantener conversaciones bastante
sofisticadas y, cada vez más, los
alimentos que come se digieren con la
ayuda de las historias que le contamos.
Dar de comer a mi hijo no es lo mismo
que alimentarme yo: importa más.
Importa porque la comida importa (su
salud física es importante, el placer de
comer es importante), y porque las
historias que se sirven de guarnición con
la comida también importan. Estas
historias unen a la familia, y unen
nuestra familia a las otras. Historias
sobre comida e historias sobre nosotros:
nuestra historia y nuestros valores. De la
tradición hebrea de mi familia, aprendí
que la comida sirve para dos propósitos
paralelos: nutre y te ayuda a recordar.
La comida y los cuentos son
inseparables: el agua salada son
lágrimas, la miel no sólo tiene un sabor
dulce sino que nos hace evocar la
dulzura, el matzo es el pan de nuestra
aflicción.
Hay miles de alimentos en el
planeta, y explicar por qué comemos una
parte relativamente pequeña de ellos
requiere unas cuantas palabras. Tenemos
que explicar que el perejil está en el
plato por motivos decorativos, que la
pasta no se come para desayunar, y por
qué comemos alas y no ojos, vacas y no
perros. Las historias establecen
narrativas, las historias establecen
reglas. En muchos momentos de mi vida
he olvidado que tengo historias que
contar acerca de la comida. Me limité a
comer lo que tenía a mano o tenía buen
sabor, lo que parecía lógico, sensato o
sano… ¿qué había que explicar? Pero la
clase de paternidad que siempre imaginé
aborrece ese tipo de olvido.
Esta historia no empezó en forma de
libro. Yo sólo quería saber, por mí y por
mi familia, qué es la carne. Quería
saberlo con la mayor concreción
posible. ¿De dónde sale? ¿Cómo se
produce? ¿Cómo se trata a los animales
y hasta qué punto eso importa? ¿Cuáles
son los efectos económicos, sociales y
ambientales de comer animales? Mi
búsqueda personal no se mantuvo así
durante mucho tiempo. A través de mis
esfuerzos como padre, me enfrenté cara
a cara con realidades que como
ciudadano no podía ignorar y como
escritor no podía guardar para mí. Pero
enfrentarse a esas realidades y escribir
sobre ellas con responsabilidad son dos
cosas distintas.
Quería abordar estas cuestiones de
una forma global. De manera que aunque
el 99 por ciento de los animales[2] que
se comen en este país proceden de
«granjas de producción masiva» —y por
tanto dedicaré gran parte de este libro a
explicar qué significa esto y qué
importancia tiene—, el otro 1 por ciento
de la cría de animales es también una
parte de esta historia. La
desproporcionada cantidad de páginas
que dedico en este libro a las mejores
granjas familiares refleja lo
significativas que creo que son, pero al
mismo tiempo, lo insignificantes que
resultan en el conjunto: la excepción a la
regla.
Para ser totalmente honesto (y aun
arriesgándome a perder mi credibilidad
en esta misma página), partí de la base,
antes de empezar con mis
investigaciones, de que sabía lo que iba
a encontrar: no los detalles, pero sí el
conjunto de la imagen. Otros asumieron
exactamente lo mismo. Casi siempre que
comentaba que estaba escribiendo un
libro sobre «comer animales», mi
interlocutor llegaba a la conclusión, sin
conocer mi punto de vista, de que se
trataba de una defensa del
vegetarianismo. Es significativa la
convicción de que una investigación
concienzuda sobre la cría de animales
acabará comportando que uno se aleje
de comer carne y que la mayoría de la
gente es consciente de ello. (¿Qué os
vino a la cabeza al leer el título del
libro?).
También yo asumí que mi libro sobre
comer animales se convertiría en una
defensa a ultranza del vegetarianismo.
No ha sido así. Merece la pena escribir
una defensa a ultranza del
vegetarianismo, pero no es lo que he
escrito.
La cría de animales es un tema muy
complejo. No hay dos animales,
criadores, granjas, granjeros ni
consumidores de carne que sean iguales.
Al echar un vistazo a la ingente cantidad
de investigación —lecturas, entrevistas,
observaciones de campo— que fue
necesaria incluso para ponerse a pensar
sobre este tema en serio, tuve que
preguntarme si era posible decir algo
coherente y significativo sobre una
práctica tan diversa. Quizá no exista la
«carne». En su lugar, existe este animal,
criado en esta granja, sacrificado en
esta planta, vendido de este modo y
consumido por esta persona: todos
demasiado distintos para ser unidos en
un mismo mosaico.
Y comer animales, como el aborto,
es uno de esos temas en los que es
imposible saber de manera definitiva
algunos de los detalles más importantes.
(¿Cuándo es un feto una persona real y
no potencial? ¿Cómo es en verdad la
experiencia animal?), lo cual remueve
las desazones más profundas de uno y a
menudo provoca actitudes defensivas o
agresivas. Es un tema peliagudo,
frustrante y vibrante. Una pregunta lleva
a otra, y resulta fácil que uno acabe
defendiendo una postura mucho más
radical que sus propias creencias o que
su forma de vida real. O, aún peor, que
acabe sin hallar una postura que merezca
la pena defender o que sirva de base en
su vida.
Luego está la dificultad de distinguir
entre las sensaciones que provoca algo y
lo que ese algo es en realidad. A
menudo los argumentos sobre comer
animales no son en absoluto argumentos,
sino simples afirmaciones de gusto. Y
donde haya hechos —esta es la cantidad
de cerdo que comemos; este es el
número de plantaciones de mangos que
han sido destruidas por la acuicultura;
así se mata una vaca—, surge la cuestión
de qué hacer con ellos. ¿Deberían ser
éticamente convincentes?
¿Comunitariamente? ¿Legalmente? ¿O
sólo más información para que cada
consumidor la digiera como le parezca?
Mientras que este libro es el fruto de
una enorme cantidad de investigación, y
resulta tan objetivo como cualquier otra
obra periodística —usé los datos
estadísticos disponibles más fiables
(casi siempre del gobierno, y de fuentes
del ámbito académico y de la industria
que gozaban de un amplio consenso) y
contraté a dos asesores externos para
corroborarlos—, yo pienso en él como
en una historia. Contiene muchos datos,
pero a menudo semuestran lábiles y
maleables. Los hechos son importantes,
pero por sí solos no dotan de
significado, sobre todo cuando están tan
vinculados a las elecciones lingüísticas.
¿Qué significa «reacción de dolor
mesurada» en los pollos? ¿Significa
dolor? ¿Qué significa «dolor»? No
importa cuánto aprendamos de la
fisiología del dolor —cuánto tiempo
persiste, qué síntomas produce, etcétera
— nada de ello nos dirá algo
significativo. Pero si se colocan los
hechos en una historia, una historia de
compasión o dominación, o quizá de
ambas; si se colocan en una historia
sobre el mundo en que vivimos, sobre
quiénes somos y quiénes queremos ser,
podremos empezar a hablar con sentido
sobre la costumbre de comer animales.
Estamos hechos de historias. Pienso
en esos sábados por la tarde sentados a
la mesa de la cocina en casa de mi
abuela, los dos solos: pan negro en la
tostadora humeante, el rumor de una
nevera casi cubierta por el velo de
fotografías familiares. Tomando esos
restos de pan de centeno y Coca-Cola,
ella me hablaba de su huida de Europa,
de lo que se vio obligada a comer y lo
que no. Era la historia de su vida.
«Escúchame», me suplicaba, y yo
comprendía que me transmitía una
lección vital, aunque siendo niño no
alcanzara a saber de qué lección se
trataba.
Ahora sí lo sé. Y aunque los detalles
no podían ser más distintos, intento, e
intentaré, transmitir su lección a mi hijo.
Este libro es mi esfuerzo más serio por
hacerlo. Al empezarlo siento una gran
inquietud, porque son muchos los
recuerdos. Aun dejando de lado, por un
momento, los más de diez millones de
animales sacrificados todos los años en
Estados Unidos para servir de alimento,
y dejando a un lado el entorno, los
trabajadores, y otros temas tan
relacionados como el hambre del
mundo, las epidemias de gripe y la
biodiversidad, también está la cuestión
de qué pensamos de nosotros mismos y
de los demás. No sólo somos los
narradores de nuestras historias, somos
las historias mismas. Si mi esposa y yo
criamos a nuestro hijo como
vegetariano, él no comerá el plato
especial de su bisabuela, nunca recibirá
esa expresión única y absolutamente
directa de su amor, quizá nunca pensará
en ella como en la Mejor Cocinera del
Mundo. La historia de ella, la historia
básica de nuestra familia, tendrá que
cambiar.
Las primeras palabras de mi abuela
al ver a mi hijo por primera vez fueron:
«Mi venganza». Del infinito número de
cosas que podría haber dicho, fue eso lo
que escogió, o que le fue escogido.
Escúchame
—No éramos ricos, pero siempre
teníamos lo suficiente. Los jueves
hacíamos pan, challah y rolls, y duraban
para toda la semana. Los viernes
hacíamos crepes. Para el sabbat
siempre tomábamos pollo y sopa de
fideos. Ibas al carnicero y pedías un
poco más de carne. Cuanta más grasa
tuviera mejor era la pieza. No era como
ahora. No teníamos neveras, pero sí
leche y queso. No teníamos verduras de
todas clases, pero las que teníamos nos
bastaban. Las cosas que tenéis aquí y
que dais por sentadas… Pero éramos
felices. No conocíamos nada mejor. Y
también dábamos por sentadas muchas
cosas.
»Luego todo cambió. La guerra fue
el Infierno en la Tierra y me quedé sin
nada. Dejé a mi familia, ya lo sabes.
Corrí día y noche, sin parar, porque los
alemanes iban pisándome los talones. Si
parabas, morías. Nunca había suficiente
comida. Fui poniéndome más y más
enferma por la falta de comida, y no
hablo sólo de quedarme esquelética.
Tenía llagas por todo el cuerpo. Me
costaba moverme. No se me caían los
anillos por comer de los cubos de
basura. Comí los trozos que tiraban los
demás. Si te espabilabas, sobrevivías.
Cogí cuanto pude. Comí cosas de las
que prefiero no hablarte.
»Incluso en los peores tiempos,
encontrabas a buena gente. Alguien me
enseñó a atarme los extremos de los
pantalones para poder llenar las
perneras con tantas patatas como podía
robar. Caminé kilómetros y kilómetros
así, porque nunca sabías cuándo
volverías a tener suerte. Una vez alguien
me dio un poco de arroz, y viajé dos
días hasta un mercado para cambiarlo
por jabón, y luego fui a otro mercado y
canjeé el jabón por judías. Había que
tener suerte e intuición.
»Lo peor de todo fue hacia el final.
Mucha gente murió al final, y yo no
estaba segura de poder sobrevivir un día
más. Un granjero ruso, Dios lo bendiga,
vio cómo estaba, entró en su casa y salió
con un pedazo de carne para mí.
—Te salvó la vida.
—No la comí.
—¿No la comiste?
—Era cerdo. Nunca comería cerdo.
—¿Por qué?
—¿Qué quieres decir con «por
qué»?
—¿Te refieres a que no era kosher?
—Por supuesto.
—Pero ¿ni siquiera para salvar la
vida?
—Cuando ya nada importa, no hay
nada que salvar.
Los modernos
palangres[3] pueden
alcanzar los 120 km: la
misma distancia que
separa el espacio del
nivel del mar.
1
George
Me pasé los primeros veintiséis años de
mi vida sin que me gustaran los
animales. Me parecían fastidiosos,
sucios, inalcanzablemente extraños,
aterradoramente imprevisibles y
francamente innecesarios. Adolecía de
una particular falta de entusiasmo por
los perros, inspirada en gran medida por
un miedo que había heredado de mi
madre y que ella a su vez heredó de mi
abuela. Cuando era niño, sólo accedía a
ir a casas de amigos si estos confinaban
a sus perros en otra habitación. Si en el
parque se me acercaba un perro, me
ponía histérico hasta que mi padre me
sentaba sobre sus hombros. No me
gustaban los programas de televisión
donde aparecían perros. No comprendía
—de hecho, me disgustaba— a la gente
que se emocionaba con los perros. Es
posible que incluso llegara a desarrollar
cierto prejuicio contra los ciegos.
Y luego, un buen día, me convertí en
una persona que adoraba a los perros.
Me convertí en un amante de los perros.
George apareció de la nada. Mi
esposa y yo nunca habíamos hablado de
tener un cachorro, ni mucho menos
habíamos pensado en ir a buscar uno.
(¿Por qué íbamos a hacerlo si a mí no
me gustaban?). En este caso, el primer
día del resto de mi vida fue un sábado.
Paseábamos por la Séptima Avenida, en
nuestro barrio de Brooklyn, cuando nos
encontramos con un cachorrillo negro,
dormido en la acera, y su postura, casi
fetal, fue como un signo de interrogación
que dijera: ¿ME ADOPTAS? No creo en
el amor a primera vista ni en el destino,
pero en ese momento amé a ese
condenado perro sin poder evitarlo.
Aunque no me atreviera a tocarlo.
Proponer la adopción del cachorro
debe de haber sido la cosa más
imprevisible que he hecho nunca, pero
lo cierto era que se trataba de un
animalillo precioso, un animal que
incluso alguien escéptico y duro de
corazón como yo encontraría
irresistible. Por supuesto, la gente halla
la belleza en cosas que no tienen los
morros húmedos. Pero hay algo único en
la forma en que nos enamoramos de los
animales. Canes enormes y minúsculos,
de pelo largo y brillante, San Bernardos
que roncan, falderos asmáticos, sharpeis
desplegados y sabuesos con aire
melancólico: todos tienen sus devotos
fans. Los observadores de pájaros se
pasan gélidas mañanas oteando el cielo
en busca de esos alados objetos de
fascinación. Los amantes de los gatos
los quieren con una intensidad de la que
carecen, a Dios gracias, la mayoría de
las relaciones humanas. Los cuentos
infantiles están plagados de conejos,
ratoncitos, osos y orugas, sin olvidarnos
de las arañas, los grillos y los
cocodrilos. Nadie ha tenido nunca un
peluche en forma de roca, y cuando el
coleccionista de sellos más entusiasta
afirma que adora los sellos, está claro
que se trata de una clase de afecto
totalmente distinta.
Nos llevamos al cachorro a casa. Lo
—la— abracé desde el otro lado de la
habitación. Luego, como ella no me dio
ningún motivo para pensar que perdería
algún dedo en el proceso, dejé que
comiera de mi mano. Después le dejé
que la lamiera. Y que me lamiera la
cara. Y después lamí yo la suya. Y ahora
me encantan todos los perros y somos
felices para siempre.
El 63 por ciento de los hogares
norteamericanos[4] tiene al menos una
mascota. Este porcentaje resulta aún más
impresionantedebido a que se trata de
un fenómeno reciente. Tener animales de
compañía[5] pasó a ser algo común con
el nacimiento de la clase media y las
urbanizaciones, quizá debido a que sus
habitantes se veían privados de
cualquier otro contacto con el mundo
animal, o simplemente porque las
mascotas cuestan dinero y se convierten
por tanto en una muestra de derroche
(los norteamericanos gastan 34 mil
millones de dólares en sus mascotas[6]
todos los años). El historiador de
Oxford, sir Keith Thomas, cuyo trabajo
enciclopédico Man and the Natural
World se ha convertido en un clásico,
afirma que
El incremento de animales de
compañía[7] en las clases medias
urbanas desde los inicios del
período moderno es… un
desarrollo de importancia social,
psicológica y desde luego
comercial… Tuvo también
implicaciones intelectuales.
Animo a las clases medias a
alcanzar conclusiones optimistas
sobre la inteligencia animal; dio
pie a innumerables anécdotas
sobre la sagacidad de los
animales; estimuló la idea de que
los animales podían tener
carácter y personalidad; y sentó
las bases psicológicas para la
idea de que al menos algunos
animales tenían derecho a la
consideración moral.
No sería correcto decir que mi
relación con George ha supuesto para mí
una revelación de la «sagacidad» de los
animales. Aparte de sus deseos más
básicos, no tengo la menor idea de lo
que le pasa por la cabeza. (Aunque me
he convencido de que hay bastante en
esa cabeza, aparte de los deseos
básicos). Me sorprende su falta de
inteligencia tan a menudo como me
sorprende lo contrario. Las diferencias
entre nosotros están siempre más
presentes que las similitudes.
Pero no creáis que George es una
perrita ñoña que se limita a dar y recibir
afecto. En realidad, la mayor parte del
tiempo es un coñazo. Se masturba
convulsivamente delante de las visitas,
se come mis zapatos y los juguetes de mi
hijo, tiene una obsesión maníaca por el
genocidio de ardillas y una habilidad
sobrenatural para irrumpir en cualquier
foto que se tome cerca de ella, ataca a
los que van en monopatín y a los judíos
hasídicos, humilla a las mujeres cuando
están menstruando (y es la peor
pesadilla para las hasídicas que están
menstruando), apoya su culo flatulento
en la persona menos indicada de la sala,
arranca los brotes que acabas de plantar,
araña lo que acabas de comprar, lame la
comida que vas a servir y de vez en
cuando se venga (Dios sabe de qué)
cagándose dentro de casa.
Nuestras variadas luchas —para
comunicarnos, reconocernos y satisfacer
los deseos mutuos, de hecho, para
coexistir— me obligan a lidiar e
interactuar con algo, o mejor dicho
alguien, totalmente ajeno a mí. George
responde a ciertas palabras (y ha
decidido ignorar un número levemente
más alto de otras), pero nuestra relación
se desarrolla casi absolutamente fuera
del mundo del lenguaje. Ella parece
albergar pensamientos y emociones. A
veces creo entenderlas, pero a menudo
no es así. Como si fuera una foto, no
puede decir lo que me deja ver. Es un
secreto incorporado a un cuerpo. Y para
ella yo debo de ser una foto.
Justo anoche, levanté la vista de lo
que estaba leyendo y me encontré con
que George me observaba desde el otro
lado de la sala. «¿Cuándo has entrado?»,
le pregunté. Ella bajó la cabeza y se
marchó hacia el pasillo: más un espacio
negativo que una silueta, una sombra
constante en nuestra vida cotidiana. A
pesar de nuestros patrones de
interacción, que son más regulares que
los que marcan mi relación con ninguna
otra persona, aún me resulta
impredecible. Y a pesar de nuestra
cercanía, a veces me sorprende, e
incluso me asusta, su naturaleza
totalmente extraña. Tener un hijo
aumentó esta sensación en gran medida,
ya que no existía la menor garantía —
más allá de la que yo sentía sin lugar a
dudas— de que no le hiciera algún daño
al niño.
Podría escribirse un libro con la
lista de nuestras diferencias pero, al
igual que yo, George teme al dolor,
busca el placer y anhela no sólo la
comida y el juego sino también la
compañía. No me hace falta conocer al
detalle sus humores y preferencias para
saber que los tiene. Nuestras psicologías
no son iguales, ni siquiera se parecen,
pero ambos tenemos una perspectiva
propia, una forma de procesar y
experimentar el mundo que es intrínseca
y única.
Nunca me comería a George porque
es mía. Pero ¿por qué no puedo
comerme a un perro desconocido? O,
yendo al grano, ¿qué justificación existe
para librar a los perros del destino que
damos a otros animales?
¿Por qué no comer perros?
A pesar de que es algo totalmente legal
en cuarenta y cuatro estados de
Norteamérica, comerse al «mejor amigo
del hombre» es tan tabú como comerse
al mejor amigo humano de uno. Ni
siquiera los carnívoros más
recalcitrantes comen perros. El
presentador y a veces cocinero Gordon
Ramsay puede ponerse muy chulo con
crías de animales cuando hace
publicidad de algo, pero nunca verás a
un cachorrillo asomando el hocico por
una de sus cazuelas. Y aunque en una
ocasión afirmó que electrocutaría a sus
hijos[8] si se hicieran vegetarianos, me
pregunto cuál sería su reacción si se
cargaran al perrito de la casa.
Los perros son maravillosos, y en
ciertos sentidos únicos. Pero son
notablemente vulgares en sus
capacidades intelectuales y
experimentales. Los cerdos son igual de
inteligentes y sensibles, sea cual sea la
definición que demos a ambas palabras.
No pueden saltar a la parte trasera de un
Volvo, pero son capaces de ir a por
algo, de correr y jugar, de ser traviesos
y proporcionar afecto. En ese caso, ¿por
qué no los dejamos que se aovillen
frente al fuego? ¿Por qué no los
salvamos, como mínimo, de arder en él?
Nuestro tabú contra comer perros
dice algo de ellos y mucho de nosotros.
Los franceses, que adoran a sus
perros, a veces se comen a sus caballos.
Los españoles, que adoran a sus
caballos, a veces se comen a sus vacas.
Los indios, que adoran a sus vacas, a
veces se comen a sus perros[9].
Aunque escrito en un contexto muy
distinto, las palabras de George Orwell
en Rebelión en la granja pueden
parafrasearse así en este contexto:
«Todos los animales son nuestros
iguales, pero algunos son más iguales
que otros». El énfasis en su protección
no es una ley natural; procede de las
historias que nos contamos sobre la
naturaleza.
Así pues, ¿quién tiene razón?
¿Cuáles podrían ser las razones para
excluir a los cánidos del menú? El
carnívoro selecto sugiere:
No comer animales de compañía.
Pero los perros no son animales de
compañía en todos los países donde no
se los comen. ¿Y qué decir de la gente
que no tiene perros en casa?
¿Tendríamos algún derecho a criticarlos
si tomaran perro para cenar?
Vale, en ese caso:
No comer animales que tengan
capacidades mentales significativas. Si
por «capacidades mentales
significativas» entendemos las que tiene
un perro, entonces bien por el perro.
Pero esa definición incluiría también
cerdos, vacas, pollos, y muchas especies
del mundo animal. Y excluiría a los
humanos con minusvalías muy graves.
Entonces:
No es por mero azar que los tabúes
ancestrales —jugar con la mierda,
besar a tu hermana o comerse a los
compañeros— son tabúes. Desde un
punto de vista evolutivo, esas cosas son
malas para nosotros. Pero comer perro
no ha sido, ni es, tabú en muchos sitios,
y no es perjudicial para nosotros en
modo alguno. Bien cocinada, la carne de
perro no presenta más riesgos para
nuestra salud que cualquier otra, y una
comida tan nutritiva no suscita grandes
objeciones por parte de los componentes
físicos de nuestros egoístas, genes.
Y comer perro posee un orgulloso
pedigrí. Algunas tumbas del siglo IV d.
C.[10] muestran imágenes de perros
sacrificados junto con otros para servir
de alimento. Fue una costumbre lo
bastante fundamental como para influir
en el lenguaje: el carácter sino-
coreano[11] que define algo «justo y
correcto» (yeon) se traduce literalmente
por «delicioso como carne de perro
asada». Hipócrates ensalzó los
beneficios de la carne de perro como
fuente de fortaleza. Los romanos
comían[12] «cachorrillos».Los indios
dakota disfrutaban[13] con el hígado de
perro, y no hace tanto tiempo los
hawaianos comían[14] sesos y sangre de
perro. El perro sin pelo mexicano[15] era
el alimento principal de los aztecas. El
capitán Cook comió perro[16]. Roald
Amundsen, como es de sobra conocido,
se comió a los perros de su trineo.
(Cierto, estaba muerto de hambre). Y
aún se comen perros[17] en Filipinas
para ahuyentar la mala suerte; con
propósitos medicinales en China y
Corea[18]; para aumentar la libido en
Nigeria[19]; y en muchos otros países, de
todos los continentes, simplemente
porque su sabor es bueno. Durante
siglos, los chinos[20] han criado razas
especiales de perros, como el chow de
lengua negra, para papeárselos, y en
muchos países europeos[21] aún existen
leyes relativas a los exámenes post
mortem de los perros que se destinaban
al consumo humano.
Está claro que el hecho de que algo
se haya llevado a cabo prácticamente en
todas partes y en todo momento no
supone una justificación para seguir
haciéndolo. Pero a diferencia de toda la
carne de granja, que precisa de la
creación y mantenimiento de los
animales, los perros casi piden a gritos
ser comidos. Cada año se «duerme» de
tres a cuatro millones de perros[22] , lo
que da lugar a millones de kilos de
carne que se tiran a la basura. El destino
de toda esa carne de perros sometidos a
eutanasia supone un problema enorme
tanto económico como ecológico. Sería
una locura arrancar a las mascotas de
sus hogares. Pero comer a esos perros
vagabundos, callejeros, a aquellos que
no son lo bastante monos para encontrar
hogar o lo bastante educados para
conservarlo sería como matar un puñado
de pájaros de un solo tiro y luego
comérselos.
En cierto sentido, eso es lo que
hacemos ya. Las empresas dedicadas a
los subproductos animales —la
conversión de proteínas animales
inadecuadas para el consumo humano en
comida para ganado y mascotas—
permiten a las plantas procesadoras
transformar inútiles canes muertos en
elementos productivos de la cadena
alimenticia. En Norteamérica, millones
de gatos y perros sacrificados en
refugios para animales se convierten en
la comida de nuestra comida. (Se
sacrifican casi el doble de perros[23] y
gatos que se adoptan). Eliminemos,
pues, este ineficaz y extraño paso
intermedio.
Esto no tiene por qué poner en
entredicho nuestro civismo. No los
haremos sufrir innecesariamente.
Aunque está plenamente aceptado que la
adrenalina mejora el sabor de la carne
de perro (y de ahí vienen los métodos
tradicionales de sacrificarlos:
ahorcarlos, hervirlos vivos, apalearlos),
creo que todos estaremos de acuerdo en
que, si vamos a comerlos, deberíamos
matarlos de una forma rápida e indolora,
¿no? Por ejemplo, los métodos
hawaianos tradicionales de mantener
cerrado el hocico del perro, con el fin
de conservar la sangre, deberían ser
considerados (al menos desde un punto
de vista social, si no legal) como algo
prohibido. Tal vez podríamos incluir a
los perros en la Ley de Métodos
Humanitarios para el Sacrificio. Eso no
tiene nada que ver con la forma en que
se les trate mientras estén vivos, y no
está sujeto a ningún descuido o
aplicación significativas, pero
seguramente podemos confiar en la
capacidad de autorregulación de la
industria, tal y como hacemos con otros
animales que sí nos sirven de alimento.
Poca gente aprecia suficientemente
la colosal tarea que supone alimentar a
un mundo poblado por miles de millones
de omnívoros que exigen carne con sus
patatas. El ineficaz uso de los perros,
que ya se hallan convenientemente
presentes en áreas de alta densidad
humana (tomad nota quienes abogáis por
la comida local), debería hacer
enrojecer a cualquier buen ecologista.
Hay quien podría argüir que varios
grupos «humanitarios» son los mayores
hipócritas, ya que invierten ingentes
cantidades de dinero y energía en un
fútil intento de reducir el número de
canes indeseados mientras al mismo
tiempo propagan el tabú de no
comérselos para cenar. Si dejamos que
los perros sean perros y se críen sin
interferencias, daríamos lugar con poco
esfuerzo a una provisión sostenible de
carne local que haría avergonzar a la
mejor granja agrícola. Para los que
abogan por el ecologismo, es hora de
admitir que el perro es un alimento real
para los ambientalistas reales.
¿Podemos superar el
sentimentalismo? Hay perros a
montones, son buenos, fáciles de cocinar
y sabrosos; comerlos es mucho más
razonable que pasar por todos los
problemas que implica su procesamiento
hasta transformarlos en proteínas para
alimentar a otras especies que sí nos
comemos.
Para aquellos que ya se han
convencido, les propongo una receta
filipina clásica. No la he probado en
persona, pero a veces uno lee la receta y
simplemente se hace a la idea.
PERRO
ESTOFADO[24] AL
ESTILO BODA
En primer lugar, mata
a un perro de tamaño
medio y chamúscale el
pelo en el fuego.
Arráncale la piel con
cuidado mientras aún esté
caliente y guárdala para
después (puede usarse en
otras recetas). Corta la
carne en dados. Macera
la carne en una mezcla de
vinagre, pimienta en
grano, sal y ajo durante 2
horas. Fríe un poco la
carne en un wok grande,
luego añade cebollas,
piña cortada y déjalo
cocer todo hasta que esté
tierno. Vierte la salsa de
tomate y agua hirviendo,
añádele pimiento verde,
hojas de laurel y
Tabasco. Tápalo y ponlo
a fuego lento hasta que la
carne esté tierna. Haz un
puré con el hígado del
perro y cocínalo todo
entre 5 y 7 minutos más.
Aviso para astrónomos de a pie: si te
cuesta ver algo, desvía un poco la
mirada. Las partes de los ojos más
sensibles a la luz (las que necesitamos
para ver objetos difusos) se encuentran
en los bordes de la región que
normalmente usamos para centrar la
vista.
Comer animales tiene una cualidad
invisible. Pensar en los perros, y su
relación con los animales que comemos
es una forma de enfocar de reojo el tema
y de convertir en visible lo invisible.
2
Amigos y enemigos
Perros y peces no van de la mano. Los
perros van con los gatos, los niños y los
bomberos. Compartimos cama y comida
con ellos, los montamos en aviones y los
llevamos al médico, nos alegramos de
sus alegrías y lloramos sus muertes. Los
peces van a los acuarios, con la salsa
tártara, entre palillos, y quedan en el
extremo más alejado de la consideración
humana. Están separados de nosotros
por superficies y silencio.
Las diferencias entre peces y perros
no podrían parecer más profundas. Bajo
el nombre de pez se incluye una
inimaginable cantidad de animales, un
océano de más de 31.000 especies
distintas[25] unidas por el lenguaje cada
vez que usamos esa palabra. En cambio,
los perros son decididamente
singulares: por raza e incluso por
nombre propio (por ejemplo, George).
Me encuentro entre[26] el 95 por ciento
de propietarios varones de perros que
les habla (aunque no en el 87 por ciento
que cree que su perro les contesta). Pero
resulta difícil imaginar cómo es la
percepción interna de la vida para un
pez, y mucho menos intentar empatizar
con ella. Los peces están preparados
para adaptarse a los cambios en la
presión del agua y a un diverso conjunto
de sustancias químicas liberadas por los
cuerpos de otros animales marinos, y
reaccionar a sonidos[27] que se producen
a 20 kilómetros de distancia. Los perros
están aquí, ensuciando nuestros salones
y roncando bajo nuestras mesas. Los
peces se encuentran siempre en otro
elemento, silenciosos y taciturnos, sin
patas y con la mirada muerta. Según la
Biblia, fueron creados en un día distinto,
y se les considera una parada poco
elogiosa en la marcha hacia la creación
del ser humano.
Históricamente, el atún (usaré el
atún como embajador del mundo marino,
ya que es el pez que más se come en
Estados Unidos) se pescaba con
anzuelos y cañas individuales,
manejados por pescadores individuales.
Una vez que ha mordido el anzuelo, un
pez puede morir desangrado u asfixiado
(los peces se asfixian cuando no pueden
moverse) y luego ser arrojado a
cubierta. Los peces de mayor tamaño
(no sólo el atún, sino también el pez
espada y elemperador) a menudo sólo
resultan heridos por el anzuelo, y sus
maltrechos cuerpos son capaces de
resistir el tirón del sedal durante horas o
incluso días. La enorme fuerza[28] de los
peces grandes implicaba que a veces
hacían falta hasta tres hombres para
sacar a un único espécimen. Unos útiles
especiales, llamados arpones, se usaban
(y se usan aún) para capturar peces
grandes una vez que están al alcance de
los pescadores. Clavar el arpón en el
costado, aleta o incluso en el ojo de un
pez conforma un asidero, sangriento
pero eficaz, para subirlo a cubierta.
Según algunos, es más efectivo clavar el
extremo del arpón justo bajo la espalda.
Otros, como los autores del manual de
pesca de Naciones Unidas, afirman: «Si
es posible[29] , arponéenlo en la
cabeza».
En los viejos tiempos[30] , los
pescadores localizaban bancos de atunes
y luego los capturaban uno a uno con
cañas, sedales y arpones. Sin embargo,
el atún que aparece hoy en nuestros
platos nunca se pesca con el simple
método de «caña y sedal», sino
mediante uno de estos dos métodos
modernos: con redes de cerco con jareta
o con palangres. Como quería aprender
más cosas sobre las técnicas más
comunes de llevar al mercado los
pescados más comúnmente comidos, mi
investigación desembocó en estos dos
métodos predominantes de la pesca del
atún, y los describiré con mayor detalle
más adelante. Pero antes de eso tenía
muchas cosas que plantearme.
Internet rebosa de vídeos de pesca.
Vulgares temas de rock como banda
sonora de unos hombres que se
comportan como si acabaran de salvarle
la vida a alguien después de capturar a
un fatigado emperador o a un atún. Y
luego está el subgénero de chicas en
biquini arponeando, niños muy pequeños
arponeando, gente que usa el arpón por
primera vez. Mientras contemplaba el
extraño ritual, mi mente no paraba de
volver al pez que aparecía en esos
vídeos, al momento en que el arpón está
entre la mano del pescador y el ojo del
pez…
Ningún lector de este libro toleraría
que alguien blandiera un arpón contra la
cabeza de un perro. Nada podría ser más
obvio y necesitar menos explicación.
¿Acaso esa preocupación está más fuera
de lugar cuando se aplica al pescado, o
somos tontos por tener esa
consideración incuestionable hacia los
perros? ¿El sufrimiento de una muerte
provocada es algo cruel, sea cual sea el
animal al que se le inflija, o sólo cuando
hablamos de algunos animales
concretos?
¿La familiaridad con los animales
que hemos llegado a considerar de
compañía puede convertirse en una guía
para nosotros cuando pensamos en los
animales que comemos? ¿A qué
distancia nos quedan los peces (o vacas,
cerdos y pollos) en el esquema de la
vida? ¿Esa distancia podría ser la de un
árbol, o un abismo? ¿Es relevante el
concepto de proximidad o distancia en
este ámbito? Si algún día nos
encontráramos con una forma de vida
más poderosa e inteligente que la
nuestra, que nos mirara como nosotros
miramos a los peces, ¿qué argumentos
esgrimiríamos para que no nos comiera?
Las vidas de miles de millones de
animales cada año y la supervivencia de
los mayores ecosistemas de nuestro
planeta dependen de las poco razonadas
respuestas que damos a esas preguntas.
A pesar de todo, esas preocupaciones
globales pueden parecer lejanas. Nos
preocupamos más de lo que tenemos
cerca, y nos cuesta muy poco olvidarnos
de todo lo demás. También sentimos el
potente impulso de hacer lo mismo que
hacen quienes nos rodean, sobre todo
cuando se trata de comida. La ética de la
alimentación es tan compleja porque la
comida se relaciona tanto con las
papilas gustativas como con el gusto,
con biografías individuales y con la
historia social. Nuestro Occidente,
obsesionado por la libre elección, es
probablemente más tolerante con los
individuos que optan por comer de
manera distinta que cualquier otra
cultura, pero irónicamente, el omnívoro,
poco selectivo por definición —«Soy
fácil: como de todo»— puede parecer
socialmente más sensible que el
individuo que intenta alimentarse de un
modo que sea beneficioso para la
sociedad. La elección de los alimentos
viene determinada por muchos factores,
pero la razón (incluso la conciencia) no
suele ocupar los primeros puestos de la
lista.
El tema de comer animales tiene
algo que provoca la polarización: no
comerlos jamás o nunca plantearse en
serio el hecho de no comerlos; uno debe
convertirse en activista o despreciar a
quienes lo son. Estas posturas opuestas
—y la falta de voluntad, estrechamente
relacionada, de tomar una postura al
respecto— nos indican que comer
animales es un tema importante. El
hecho de comerlos o no, y de cómo
comerlos, nos afecta profundamente. La
carne está vinculada con la historia de
quienes somos y de quienes queremos
ser, desde el libro del Génesis a la
última factura del supermercado.
Propone significativas cuestiones
filosóficas y es una industria que factura
más de 140 mil millones[31] de dólares
al año y que ocupa un tercio de la
tierra[32] del planeta, da forma a los
ecosistemas de los océanos[33] y podría
decidir el futuro[34] del calentamiento
global. Y sin embargo sólo parecemos
capaces de pensar en los extremos de
los argumentos: en los extremos lógicos
más que en las realidades prácticas. Mi
abuela dijo que se negó a comer cerdo
aunque fuera para salvar la vida, y
aunque el contexto en que se
desarrollaba su historia es de los más
extremos posibles, mucha gente parece
incapaz de salir de ese marco de todo o
nada cuando discute de los alimentos
que escoge para comer en el día a día.
Es una forma de pensar que no
aplicaríamos a otros temas éticos.
(Imaginad el dilema de mentir siempre o
no mentir nunca). Ignoro las veces en
que después de decirle a alguien que soy
vegetariano, él o ella intentaban buscar
una incoherencia en mi estilo de vida o
trataban de buscar un error en una
argumentación que yo no había hecho.
(A menudo he pensado que mi
vegetarianismo les importa más a esa
gente que a mí mismo).
Debemos encontrar una forma mejor
de hablar sobre el hecho de comer
animales. Necesitamos una forma que
lleve la carne al centro del debate
público de la misma manera en que se
encuentra a menudo en el centro de
nuestro plato. No es que aboguemos por
un acuerdo colectivo. Por fuertes que
sean nuestras intuiciones de lo que es
bueno para nosotros personalmente, e
incluso de lo que es bueno para el
prójimo, todos sabemos de antemano
que nuestras posturas chocarán con las
de nuestros vecinos. ¿Qué hacemos,
pues, ante esa realidad inevitable?
¿Dejamos el tema o encontramos la
manera de reformularlo?
Guerra
De cada diez atunes[35], tiburones u otros
grandes peces depredadores que había
en nuestros océanos de cincuenta a cien
años atrás sólo queda uno. Muchos
científicos predicen la debacle total[36]
de todas las especies de peces en menos
de cincuenta años, mientras se realizan
intensos esfuerzos por atrapar, matar y
comer más animales marinos. La
situación es tan extrema que los
investigadores del Centro de Pesca[37]
de la Universidad de British Columbia
afirman que «nuestras interacciones con
los recursos de pesca [también
conocidos como peces] han empezado a
tener visos de… guerras de exterminio».
Por lo que he visto, «guerra» es
exactamente la palabra que describe
nuestra relación con los peces, ya que
implica las tecnologías y técnicas que se
utilizan contra ellos además del espíritu
de dominación. A medida que
profundizaba en el mundo de la
ganadería industrial, me percaté de que
las transformaciones radicales que ha
sufrido la pesca en los últimos cincuenta
años son representativas de algo que
tiene un alcance mucho mayor. Hemos
declarado la guerra, o mejor dicho
hemos dejado que se declare la guerra,
contra todos los animales que comemos.
Es una guerra nueva y tiene un nombre:
granjas industriales.
Como sucede con la pornografía, las
granjas industriales son difíciles de
definir pero sencillas de identificar. En
un sentido estricto es un sistema de
ganadería industrializada e intensiva en
el cual los animales —a menudo
alojados por decenaso cientos de miles
— son criados genéticamente, se
encuentran restringidos en su movilidad
y son alimentados a base de dietas
antinaturales (que casi siempre incluyen
fármacos, como los antimicrobianos). Si
hablamos en términos globales, cada
año hay unos 450 mil millones de
animales[38] en granjas industriales. (No
se lleva la cuenta de los peces). El
noventa y nueve por ciento[39] de los
animales terrestres que comemos o
usamos para producir leche y huevos en
Estados Unidos proceden de esas
granjas. De manera que, aunque haya
importantes excepciones, hablar hoy en
día de comer animales es hablar de las
granjas industriales.
Más que un conjunto de prácticas, la
granja industrial es todo un concepto,
que se basa en reducir los costes de
producción casi al mínimo e ignorar
sistemáticamente, o «externalizar»,
costes como la degradación ambiental,
las enfermedades humanas y el
sufrimiento animal.
Durante miles de años, los granjeros
siguieron las leyes de la naturaleza. Las
granjas industriales consideran la
naturaleza un obstáculo al que vencer.
La pesca industrial no es
exactamente lo mismo, pero pertenece a
la misma categoría y debe formar parte
de la misma discusión: se une al mismo
golpe de Estado agrícola. Esto resulta
más evidente en la acuicultura
(piscifactorías donde los peces viven
confinados en viveros y son
«cosechados»), pero es exactamente
igual de cierto para la pesca de altura,
que comparte el mismo espíritu y el
mismo uso intensivo de la más moderna
tecnología.
Los capitanes de los barcos de pesca
de hoy se parecen más a Kirk que a
Ahab. Observan a los peces desde salas
llenas de instrumentos electrónicos y
planean los mejores momentos para
capturar bancos enteros de una vez. Si
se les escapan, los capitanes lo saben y
atacan por segunda vez. Estos
pescadores no sólo pueden mirar los
bancos de peces que tienen a cierta
distancia de sus barcos. Utilizan
sistemas GPS además de otros para
atraer a los peces (FAD) a través del
océano. Los monitores transmiten
información[40] a las salas de control de
los barcos de pesca sobre la cantidad de
peces y la ubicación exacta de los FAD.
Una vez mostrada la imagen de la
industria pesquera —los 1,4 mil
millones de anzuelos[41] empleados
anualmente en la pesca de palangre
(cada uno con su pedazo de pescado[42] ,
calamar o carne de delfín como cebo);
las 1200 redes[43] , de treinta metros de
longitud cada una, usadas por una sola
flota para capturar a una sola especie; la
capacidad de un simple barco[44] de
capturar cincuenta toneladas de animales
marinos en apenas unos minutos—,
resulta más fácil ver a los hombres de la
mar contemporáneos más como a
granjeros industriales que como a
pescadores propiamente dichos.
La tecnología de guerra[45] se ha
aplicado a la pesca de una forma
sistemática y literal. Radares, sonares
(antaño usados para localizar
submarinos enemigos), sistemas de
navegación electrónicos desarrollados
por la Armada, y, en la última década[46]
del siglo XX, los GPS, otorgan a los
pescadores capacidades sin precedente
para identificar y volver a los puntos
calientes de pesca. Se usan imágenes
generadas por satélite de las
temperaturas de los océanos para
identificar los bancos de peces.
El éxito de las granjas industriales
depende de las imágenes entrañables
que tienen los consumidores de la
producción de alimentos —el pescador
que atrapa a un pez, el criador de cerdos
que conoce a cada uno de su gorrinos, el
granjero de pavos que ve cómo los
picos de sus crías rompen los huevos—
porque esas imágenes se corresponden
con algo que despierta en nosotros
respeto y confianza. Pero estas
persistentes imágenes son también las
peores pesadillas de los granjeros
industriales: tienen el poder de recordar
al mundo que lo que ahora supone el 99
por ciento de las granjas no era mucho
más de un 1 por ciento no hace tanto
tiempo. Y el predominio de las granjas
industriales podría ser derrotado.
¿Qué podría inspirar esa clase de
cambio? Pocos conocen los detalles de
las industrias de la carne y el pescado
actuales, pero la mayoría capta lo
esencial: que hay algo que no está bien.
Los detalles son importantes, pero
probablemente no conseguirán hacer
cambiar a las personas por sí mismos.
Hace falta algo más.
3
Vergüenza
Entre las muchas cosas que puede
decirse de sus diversos estudios sobre
la literatura, Walter Benjamin fue el
intérprete más sagaz de los cuentos con
animales de Franz Kafka.
La vergüenza[47] es crucial en las
lecturas que Benjamin hizo de Kafka, y
la interpretó como una sensibilidad
moral única. La vergüenza es a la vez
íntima, la sentimos en las profundidades
de nuestro interior, y al mismo tiempo
social, un sentimiento que en sentido
estricto se da ante los demás. Para
Kafka, la vergüenza es una respuesta y
una responsabilidad ante los otros que
son invisibles, ante la «familia
desconocida», para usar una frase de El
proceso. Es la experiencia esencial de
la ética.
Benjamin enfatiza que los ancestros
de Kafka, su familia desconocida,
incluyen a los animales. Los animales
forman parte de esa comunidad ante la
que Kafka puede sonrojarse, o lo que es
lo mismo, se encuentran en la esfera de
preocupación moral del autor. Benjamin
también nos dice que los animales de
Kafka son «receptáculos del olvido»,
una afirmación que, a primera vista,
resulta misteriosa.
Menciono estos detalles para
introducir una anécdota sobre Kafka, un
día en que su mirada se posó en unos
peces del acuario de Berlín. Su amigo
Max Brod la cuenta así:
De repente empezó[48] a
hablar con los peces de aquellas
peceras iluminadas. «Ahora al
menos puedo miraros en paz, ya
no os como». Fue cuando se
volvió vegetariano estricto. Si
nunca habéis oído a Kafka
diciendo esa clase de cosas con
sus propios labios, es difícil
imaginar con qué sencillez y
facilidad, sin la menor
afectación y sin el menor
sentimentalismo, que era algo
que le resultaba totalmente
ajeno, las expresaba.
¿Qué llevó a Kafka a convertirse en
vegetariano? ¿Y a qué viene ese
comentario sobre el pescado que cita
Brod para introducimos la dieta de
Kafka? Seguro que Kafka también
comentó cosas sobre animales terrestres
en el proceso de hacerse vegetariano.
Una posible respuesta radica en la
conexión que hace Benjamin, por un
lado, entre animales y vergüenza, y por
otro entre animales y olvido. La
vergüenza es la obra de la memoria
contra el olvido. La vergüenza es la
sensación que nos invade cuando
olvidamos casi por completo, pero no
del todo, las expectativas sociales y
nuestras obligaciones para con los otros,
a cambio de nuestra satisfacción
inmediata. Para Kafka, el pescado debía
de ser el ejemplo vivo del olvido: sus
vidas son olvidadas de una manera
radical, mucho más que la de sus
congéneres terrestres.
Más allá de este olvido literal de los
animales al comerlos, los cuerpos de
estos animales cargaban, en opinión de
Kafka, con el peso del olvido de todas
esas partes de nosotros mismos que
preferimos olvidar. Cuando deseamos
expresar desaprobación por una parte de
nuestra naturaleza, la llamamos
«naturaleza animal», y nos dedicamos a
reprimirla u ocultarla, y sin embargo,
como Kafka sabía mejor que muchos, a
veces nos despertamos y nos sentimos,
aún, meros animales. Y esto parece
acertado. Por decir algo, no nos
sonrojamos por vergüenza delante los
peces. Podemos reconocer partes de
nosotros en ellos —espinas dorsales,
nociceptores (receptores del dolor),
endorfinas (que alivian ese dolor), todas
las familiares respuestas al dolor—,
pero luego negar que esas similitudes
importen, negando al mismo tiempo
partes importantes de nuestra
humanidad. Lo que olvidamos de los
animales es lo que empezamos a olvidar
de nosotros mismos.
Hoy en día, en la cuestión de comer
animales subyace no sólo nuestra
habilidad básica para responder a la
vida sensible, sino nuestra habilidad
para responder a partes de nuestra
propia esencia animal. Se ha declarado
una guerra no sólo entre nosotros y
ellos, sino entre nosotros mismos. Es
una guerra vieja comoel tiempo y más
desequilibrada que ninguna otra. Tal y
como señala el filósofo y sociólogo
Jacques Derrida, es
una lucha desigual[49] , una
guerra (cuya desigualdad podría
ser revertida algún día)
establecida por un lado entre
aquellos que violan no sólo la
vida animal sino también, e
incluso, este sentimiento de
compasión, y, por el otro,
quienes apelan al testimonio
irrefutable de esta piedad. La
guerra se libra sobre el tema de
la piedad. Es una guerra
probablemente eterna, pero… se
encuentra ahora en una fase
crítica. Estamos atravesando esa
fase, y esta nos atraviesa a
nosotros. Pensar en la guerra que
estamos librando no es sólo un
deber, una responsabilidad, una
obligación, sino también una
necesidad, un cerco al que, nos
guste o no, directa o
indirectamente, nadie puede
escapar… El animal nos mira y
estamos desnudos ante él.
El animal capta nuestra atención en
silencio. El animal nos contempla y,
tanto si desviamos la mirada (del
animal, del plato, de nuestra
preocupación, de nosotros mismos)
como si no lo hacemos, quedamos
expuestos. Tanto si cambiamos de vida o
no, hemos respondido. No hacer nada es
hacer algo.
Tal vez la inocencia de los niños y el
hecho de que no tengan ciertas
responsabilidades les permita captar el
silencio de un animal y contemplarlo
con más facilidad que un adulto. Tal vez
nuestros hijos, al menos, no se han
alineado en un bando de esta guerra,
sólo toman el botín.
Mi familia vivió en Berlín durante la
primavera de 2007, y pasamos varias
tardes en el acuario. Observamos los
mismos inmensos tanques, u otros
exactamente iguales, que Kafka había
contemplado. Me fascinó en especial la
visión de los caballitos de mar: esas
extrañas criaturas que parecen sacadas
de un juego de ajedrez y que ocupan un
lugar especial en el imaginario popular.
Los caballitos de mar aparecen[50] no
sólo en su variedad ajedrecística, sino
también en pajitas para beber y adornos
para las plantas, y su tamaño varía
desde los 3 cm a los 30 cm. Es evidente
que no soy el único que se ha sentido
fascinado por la apariencia siempre
sorprendente de esos peces. (Deseamos
verlos[51] hasta tal punto de que millones
mueren en el acuario y para ser
vendidos como souvenirs). Y es
precisamente este extraño sesgo estético
lo que me hace dedicarles tiempo aquí,
mientras apenas menciono a otros
animales, seres más cercanos al tema
que nos ocupa. Los caballitos de mar
son el extremo del extremo.
Inspiran admiración[52] más que
otros muchos animales. Hacen que nos
fijemos en las sorprendentes similitudes
y diferencias que existen entre una
especie de criaturas y las demás. Pueden
cambiar de color para fundirse con su
entorno y mueven su aleta dorsal casi a
la misma velocidad con que un ruiseñor
bate sus alas. Como carecen de dientes y
estómago, la comida se mueve a través
de ellos casi al instante, lo cual les lleva
a comer constantemente. (De ahí vienen
elementos adaptativos tales como unos
ojos que se mueven independientemente,
lo que les permite buscar a sus presas
sin tener que volver la cabeza). No son
unos nadadores excepcionales, pueden
morir de agotamiento si se ven
atrapados incluso en las corrientes más
débiles, de manera que prefieren
anclarse en las hierbas marinas o en el
coral, o unos a otros: les gusta nadar en
pareja, unidos por sus colas prensiles.
Los caballitos de mar tienen complejas
rutinas para el cortejo y tienden a
aparearse en noches de luna llena,
emitiendo sonidos musicales al hacerlo.
Viven en parejas monógamas que duran
mucho tiempo. Sin embargo, quizá lo
que resulta más inusual es que sea el
macho el que lleve a las crías en su
interior durante casi seis semanas. Los
machos quedan literalmente
«embarazados», y no sólo llevan a sus
crías sino que fertilizan y nutren esos
huevos con secreciones de fluidos. La
imagen de los machos dando a luz es
algo perturbador: un líquido turbio les
sale de la bolsa abdominal, y como por
arte de magia, unos minúsculos pero
totalmente formados caballitos de mar
surgen de esa nube.
Mi hijo no se impresionó lo más
mínimo. Debería haberle encantado el
acuario, pero lo cierto es que lo aterró y
se pasó todo el tiempo suplicando
volver a casa. Quizá notó algo en lo que,
para mí, eran rostros mudos de animales
marinos. O más probablemente se asustó
de aquella oscuridad húmeda, del
carraspeo de las bombas de agua, o del
gentío. Supuse que si íbamos más veces,
y nos quedábamos suficiente rato, él se
percataría (¡eureka!) de que en realidad
le gustaba estar allí. No sucedió nunca.
Como escritor que está al tanto de la
historia de Kafka, llegué a sentir cierta
vergüenza en el acuario. Reflejado en
los tanques no veía el rostro de Kafka.
Ese semblante pertenecía a un escritor
que, cuando se comparaba con su héroe,
resultaba groseramente,
vergonzosamente inadecuado. Y, como
judío en Berlín, sentí otros matices de
vergüenza. Estaba también la de ser un
turista, y la de ser norteamericano
cuando se hicieron públicas las fotos de
Abu Ghraib. Y la de ser humano:
vergüenza de saber que veinte de las
casi treinta y cinco especies[53]
clasificadas de caballitos de mar del
mundo se hallan en peligro de extinción
porque resultan muertos
«accidentalmente» en la producción de
comida marina. La vergüenza ante esas
matanzas indiscriminadas que no
obedecen a una justificación nutricional,
a motivos políticos, al odio irracional o
a un conflicto humano insostenible. Sentí
vergüenza por las muertes que mi cultura
justificaba con una excusa tan débil
como el sabor del atún (los caballitos de
mar son una de las cien especies
marinas[54] que mueren como presa
colateral en la industria atunera
moderna) o argumentando que las
gambas son unos deliciosos entremeses
(la pesca de gambas devasta[55] la
población de caballitos de mar más que
ninguna otra actividad). Sentí vergüenza
por vivir en una nación que goza de una
prosperidad sin precedentes, una nación
que gasta menos en comida que ninguna
otra en la historia de la humanidad, pero
que en nombre de los bajos costes trata
a los animales que come con una
crueldad tan extrema que sería ilegal si
se le aplicara a un perro.
Y nada inspira más vergüenza que el
hecho de ser padre. Los niños nos
enfrentan a nuestras paradojas e
hipocresías, las sacan a la luz. Hay que
encontrar una respuesta para cada
porqué —¿Por qué hacemos esto? ¿Por
qué no lo otro?— y a menudo no existe
una buena. Así que acabas diciendo:
porque sí. O cuentas una historia a
sabiendas de que no es cierta. Y, aunque
aguantes el tipo, te sonrojas por dentro.
La vergüenza de la paternidad, que es
una vergüenza positiva, aparece porque
queremos que nuestros hijos sean más
auténticos que nosotros, darles
respuestas satisfactorias. Mi hijo no
sólo me inspiró a reconsiderar qué clase
de consumidor de carne animal soy, sino
que me avergonzó hasta que reconsideré
mi postura.
Y luego está George, dormida a mis
pies mientras escribo estas palabras,
con el cuerpo contorsionado para
encajar en el rectángulo de sol que se
proyecta en el suelo. Mueve las patas en
el aire, así que debe de soñar que está
corriendo. ¿En pos de una ardilla?
¿Jugando con otro perro en el parque?
Tal vez sueña que está nadando. Me
encantaría penetrar en ese cráneo
alargado y ver qué lío mental bulle en
él. En ocasiones, cuando sueña emite un
pequeño aullido: unas veces lo bastante
fuerte para despertarse, otras lo bastante
para despertar a mi hijo. (Ella siempre
vuelve a dormirse; mi hijo, nunca).
Algunos días, ella se despierta de un
sueño jadeando, se pone en pie de un
salto, se me acerca hasta que noto su
cálido aliento en la cara y me mira
directamente a los ojos. Entre nosotros
hay… ¿qué?
La ganadería
industrial[56] realiza una
contribución al
calentamiento global que
es un 40% mayor que la
de todo el sector del
transporte junto, lo que la
convierte en la
responsable número uno
del cambio climático.
ANIMAL
Antes de ir a ver granja alguna, pasé
más de un año empapándome de textos
sobre el tema de comer animales:
historias sobre la ganaderíaindustrial,
documentos del sector y del
Departamento de Agricultura de Estados
Unidos (USDA), panfletos de activistas,
obras filosóficas relevantes y numerosos
libros existentes sobre comida que tocan
el tema de la carne. Con frecuencia me
sentí desconcertado. A veces la
desorientación era el resultado de la
confusión de términos como
«sufrimiento», «alegría» y «crueldad».
Esto parecía ser en ocasiones un efecto
buscado. Uno nunca puede fiarse del
todo del lenguaje, pero cuando se trata
del tema de comer animales, las
palabras se usan tan a menudo para
desviar y camuflar como para
comunicar. Algunas palabras, como
«ternera», nos ayudan a olvidar de qué
estamos hablando realmente. Otras,
como «fresco», pueden confundir a
aquellos cuyas conciencias buscan la
verdad. Otras, como «feliz», significan
lo contrario de lo que dan a entender. Y
algunas, como «natural», no significan
prácticamente nada.
Nada podría parecer a primera vista
más «natural» que la separación que
existe entre humanos y animales (ver:
SEPARACIÓN ENTRE LAS ESPECIES).
Sin embargo, no todas las culturas
poseen la categoría «animal» o alguna
categoría equivalente en su vocabulario:
la Biblia, por ejemplo, carece de
palabra alguna que pueda equipararse al
vocablo «animal». Incluso según la
definición del diccionario, los humanos
son y no son animales. Pero lo más
frecuente es que usemos esa palabra
para referirnos a todas las criaturas
(desde el orangután a la gamba, pasando
por el perro), menos a los humanos.
Dentro de cada cultura, incluso dentro
de cada familia, sus miembros entienden
de manera distinta qué es un animal. Es
probable que dentro de uno mismo haya
también distintas opiniones al respecto.
¿Qué es un animal[58]? El
antropólogo Tim Ingold[57] formuló esa
pregunta a un grupo de eruditos
pertenecientes al ámbito de la
antropología social y cultural, de la
arqueología, la biología, la psicología,
la filosofía y la semiótica. Les resultó
imposible llegar a un consenso en el
significado de esa palabra.
Significativamente, sin embargo,
existían dos importantes puntos de
acuerdo: «En primer lugar, que en
nuestras ideas sobre la esencia animal
subyace una fuerte corriente emocional;
y en segundo, que someter estas ideas a
un escrutinio crítico implica exponer
aspectos de la comprensión de nuestra
propia humanidad que son altamente
sensibles y están enormemente
inexplorados». Preguntar «¿qué es un
animal?» por ejemplo, leerle a un niño
un cuento sobre un perro, o apoyar los
derechos de los animales, revierte de
manera inevitable en plantearse qué
significa ser uno de nosotros en lugar de
uno de ellos. Es lo mismo que preguntar:
«¿qué es un ser humano?».
ANTROPOCENTRISMO
La convicción de que el ser humano
es el elemento cumbre de la evolución,
la regla apropiada por la que medir las
vidas de otros animales y el propietario,
por derecho propio, de todo ser vivo.
ANTROPOMORFISMO
El impulso de proyectar la
experiencia humana sobre el resto de los
animales, como cuando mi hijo pregunta
si George se sentirá sola.
La filósofa italiana Emanuela
Cenami Spada escribió:
El antropomorfismo es un
riesgo[59] que debemos correr,
porque debemos referirnos a
nuestra propia experiencia
humana con el fin de formular
preguntas sobre la experiencia
animal… La única cura
disponible [para el
antropomorfismo] es la crítica
continuada de las definiciones
con las que trabajamos con el fin
de dar respuestas más adecuadas
a las preguntas, y a ese problema
embarazoso que nos presentan
los animales.
¿Cuál es ese problema embarazoso?
Que no simplemente proyectamos las
experiencias humanas sobre los
animales; somos (y a la vez no somos)
animales.
ANTROPONEGACIÓN
El rechazo a otorgar parecidos
significativos entre la experiencia
humana y la del resto de los animales,
como cuando mi hijo me pregunta si
George se sentirá sola cuando nos
marchemos y yo le digo:
«George no se siente sola».
AVES (POLLOS,
GALLINAS)
No todas las aves de corral tienen
que soportar la vida en jaulas. Sólo en
este sentido puede decirse que los
pollos (los que se convierten en carne,
en oposición a las gallinas ponedoras)
tienen suerte: consiguen al menos unos
novecientos treinta centímetros
cuadrados[61] de espacio.
Para los no granjeros lo que acabo
de escribir puede resultar confuso. Es
probable que para la mayoría los pollos
sean sólo pollos. Pero, durante el
pasado medio siglo, han existido en
realidad dos clases: los pollos
propiamente dichos, que se usan para
carne, y las gallinas ponedoras, cada
uno con distinta genética. A veces los
englobamos bajo el mismo nombre, pero
sus cuerpos y metabolismos son
radicalmente distintos, y están
preparados para cumplir «funciones»
diferentes. Las gallinas ponen huevos.
(Producción que se ha doblado[62] desde
los años treinta). Los pollos se comen.
(En el mismo periodo, han sido
preparados para crecer[63] el doble de
tamaño en la mitad del tiempo. Antaño
estas aves tenían una esperanza de vida
de quince a veinte años[64] , pero el
típico pollo de hoy muere
aproximadamente a las seis semanas. Su
tasa de crecimiento diario se ha
incrementado en un 400 por ciento[65] ).
Esto suscita toda clase de extrañas
cuestiones, cuestiones que antes nunca
había tenido motivo para preguntarme,
como: «¿Qué pasa con la descendencia
masculina de las gallinas ponedoras?».
Si el hombre no los ha escogido para
servir de comida, y es evidente que la
naturaleza tampoco los ha diseñado para
poner huevos, ¿para qué sirven?
Para nada. Por eso, la mitad de los
pollitos nacidos en Estados Unidos (más
de 250 millones de pollitos[66] al año)
son destruidos.
¿Destruidos? Parece una palabra de
la que merece la pena saber más.
La mayor parte de los pollitos son
destruidos[67] mediante un proceso de
succión que los conduce a través de una
serie de tubos hasta depositarlos en una
placa electrificada. No es la única
forma, aunque resulta imposible saber
cuáles son más afortunados. Algunos van
a parar[68] a enormes contenedores de
plástico. Los débiles quedan aplastados
al fondo, donde se ahogan lentamente.
Los fuertes se ahogan lentamente en la
parte superior. Otros pasan, plenamente
conscientes[69] , a los «maceradores»
(que viene a ser un astillador de madera
para pollos).
¿Cruel? Depende de tu definición de
la crueldad (ver: CRUELDAD).
AVES EN JAULAS
¿Es un ejemplo de antropomorfismo
tratar de imaginarse a uno mismo
enjaulado en una granja? ¿Es
antroponegación[60] no hacerlo?
Una jaula típica para gallinas
ponedoras tiene unos cuatrocientos
treinta centímetros cuadrados de
suelo[70]: una distancia que se halla entre
el tamaño de un folio y el de una página
impresa. Esas jaulas se apilan[71] en
columnas de entre tres y nueve unidades
—Japón posee la unidad de jaulas más
alta, que alcanza los dieciocho pisos—
en cobertizos sin luz.
Imaginad que os halláis en un
ascensor abarrotado, un ascensor tan
abarrotado que no os podéis dar la
vuelta sin chocar (y por tanto molestar)
al vecino. El ascensor está tan
abarrotado que los pies no os tocan el
suelo. Esto es en el fondo una bendición,
ya que el suelo de rejilla está hecho de
alambre, lo que os provoca cortes en los
pies.
Pasado un cierto tiempo, los
ocupantes del ascensor perderán su
capacidad de trabajar en interés del
grupo. Algunos se volverán violentos;
otros enloquecerán. Unos cuantos,
privados de comida y de esperanza,
optarán por el canibalismo.
No hay respiro, ni alivio. Ningún
reparador de ascensores va de camino.
Las puertas se abrirán una sola vez, al
final de tu vida, para dar paso a un viaje
al único sitio que puede ser peor (ver:
PROCESAMIENTO).
CACA DE LA VACA
1) Excrementos vacunos (ver
también: ECOLOGISMO).
2) Afirmaciones falsas o con ánimo
de confundir, tales como:
CAPTURA
INCIDENTAL
Quizá la quintaesencia de la caca de
la vaca, como su propio nombre indica,
la captura incidental, se refiere a las
especies marinas atrapadas por
accidente: excepto que esos
«accidentes» no son tales, ya que la
captura incidental ha sido
conscientemente

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