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Cuando Jonathan Safran Foer iba a convertirse en padre empezó a preocuparse por la forma más responsable de alimentar a su hijo. ¿Cuáles son las consecuencias de comer animales para la salud? ¿Cuáles los efectos económicos, sociales y ambientales de hacerlo? Mezclando con maestría filosofía, literatura, ciencia y la narración de sus propias aventuras detectivescas, Comer animales explora el origen de nuestros hábitos alimenticios: desde las costumbres nacionales a las tradiciones familiares, pasando por una atroz falta de información. Con una profunda perspicacia, un equilibrado sentido ético y una creatividad desbordante, Safran Foer revela la espeluznante verdad sobre el precio pagado por el medio ambiente, el Tercer Mundo y los animales para que podamos tener carne en nuestras mesas. Jonathan Safran Foer Comer animales ePub r1.6 Hoshiko 08.11.14 Título original: Eating animals Jonathan Safran Foer, 2009 Traducción: Toni Hill Gumbao, 2011 Editor digital: Hoshiko ePub base r1.0 Para Sam y Eleanor, brújulas de confianza. Los norteamericanos escogen comer[1] menos del 0,25% de los alimentos conocidos del planeta. Los frutos del árbol familiar Cuando era pequeño solía pasar muchos fines de semana en casa de mi abuela. En cuanto llegaba el viernes por la noche, ella me levantaba del suelo con uno de sus abrazos capaces de sofocar fuegos. Y al partir, el domingo por la tarde, volvía a elevarme por los aires. Pasados unos cuantos años caí en la cuenta de que me estaba pesando. Mi abuela sobrevivió a la guerra descalza, rapiñando los desechos de otros: patatas podridas, pedazos de carne seca, pieles y los trozos que quedaban adheridos a los huesos. De manera que nunca le importó que saliera por mi cuenta, siempre y cuando volviera con unos cuantos vales de descuento para ella. Y luego estaba lo de los bufés de los hoteles: mientras nosotros llenábamos los platos de desayuno hasta casi formar una pirámide, ella se dedicaba a hacer bocadillos, envolverlos en servilletas y guardarlos en el bolso para la hora de comer. Fue mi abuela quien me enseñó que de una bolsa de té pueden sacarse tantas tazas como haga falta y que de una manzana se come absolutamente todo. El tema no era el dinero. (Muchos de los vales que yo arrancaba eran de alimentos que ella nunca iba a comprar). El tema no era la salud. (Me rogaba que bebiera Coca Cola). Mi abuela nunca se reservaba una silla en los ágapes familiares. Incluso cuando ya no quedaba nada por hacer, ollas de sopa por tapar, cazuelas que remover u hornos que vigilar, ella se quedaba en la cocina, cual vigía (o prisionero) en una torre. Se diría que el sustento que obtenía de la comida que preparaba no requería que la ingiriera. En los bosques europeos, ella comía para sobrevivir, hasta que llegara la siguiente oportunidad de comer para sobrevivir. En Estados Unidos, cincuenta años después, comíamos lo que queríamos. Nuestras alacenas estaban llenas de alimentos comprados por capricho, delicatessen carísimas, comida que en realidad no nos hacía falta. Y si caducaba, la tirábamos a la basura sin ni siquiera olerla. Comer era gratis. Mi abuela nos proporcionó esa vida. Pero ella era incapaz de sacarse de encima la desesperación. Mientras fuimos niños, mis hermanos y yo creíamos que la abuela era la mejor cocinera del mundo. Recitábamos esa cantinela cuando el plato llegaba a la mesa, la repetíamos después del primer bocado y de nuevo al final de la comida: «Eres la mejor cocinera del mundo». Y sin embargo éramos unos críos lo bastante informados como para saber que la Mejor Cocinera del Mundo debía saber hacer más de una receta (pollo con zanahorias), y que la mayoría de las Mejores Recetas debían contener más de dos ingredientes. ¿Por qué no le cuestionábamos afirmaciones del estilo de que la comida oscura era esencialmente más sana que la de colores claros, o que la mayoría de los nutrientes se encuentran en la corteza o en la piel? (En esas visitas de fin de semana, nos hacía los bocadillos con los extremos del pan de molde, siempre de centeno). Nos enseñó que los animales que son más grandes que uno resultan un excelente alimento, que los animales que son más pequeños también son buenos y que el pescado (que no pertenecía a la categoría de los animales) es pasable; luego venía el atún (que no era pescado), verdura, fruta, pasteles, galletas y bebidas con gas. Ninguna comida era mala. Las grasas eran sanas: todas, siempre, en cualquier cantidad. Los azúcares eran muy sanos. Cuanto más gordo está un niño, más saludable se encuentra. El almuerzo no es una comida, sino tres, que se comen a las once, a las doce y media y a las tres. Uno siempre tiene hambre. En realidad, es probable que su pollo con zanahorias fuera el plato más delicioso que he probado. Mas eso tenía poco que ver con cómo se preparaba o incluso con su sabor. Su comida era deliciosa porque creíamos que lo era. Creíamos en la habilidad culinaria de mi abuela con más fervor del que poníamos en Dios. Su talento en la cocina era una de las anécdotas fundamentales de la familia, como la astucia del abuelo que no conocí o la única pelea conyugal de mis padres. Nos aferrábamos a esos relatos y dependíamos de ellos para definirnos. Éramos la familia que escogía sus batallas con sensatez, utilizaba el ingenio para salir de los atolladeros y adoraba la comida de nuestra matriarca. Hubo una vez una persona que tuvo una vida tan buena que no había nada que contar de ella. De mi abuela podían contarse más historias que de ninguna otra persona que haya conocido: su infancia en otro mundo, su difícil supervivencia, la totalidad de su pérdida, su inmigración y sus pérdidas posteriores, el triunfo y la tragedia de su adaptación. Y aunque algún día intentaré relatárselas a mis hijos, casi nunca nos las contábamos los unos a los otros. Ni la llamábamos por ninguno de esos nombres obvios y bien merecidos. La llamábamos la Mejor Cocinera del Mundo. Quizá sus otras historias fueran demasiado difíciles de contar. O quizá ella escogía la historia, y deseaba ser identificada por su capacidad de proveer más que de sobrevivir. O quizá su supervivencia queda incluida en su capacidad de proveer: su relación con la comida resume todas las historias que podrían contarse de ella. Para ella la comida no es comida. Es terror, dignidad, gratitud, venganza, alegría, humillación, religión, historia, y, por supuesto, amor. Como si los frutos que siempre nos ofrecía los recogiera de las ramas truncadas de nuestro árbol de familia. Posible de nuevo Unos impulsos inesperados me asaltaron cuando descubrí que iba a ser padre. Empecé a ordenar la casa, a cambiar bombillas que llevaban tiempo difuntas, a limpiar ventanas y a archivar documentos. Me gradué la vista, compré una docena de pares de calcetines blancos, instalé una baca en el techo del coche y un panel divisorio en la parte trasera, me sometí al primer chequeo en media década… y decidí escribir un libro sobre comer animales. La paternidad fue el empuje inmediato para emprender el viaje del que saldría este libro, pero lo cierto es que llevaba la mayor parte de mi vida haciendo esas maletas. A los dos años, los héroes de todos mis cuentos eran animales. A los cuatro, adoptamos al perro de un primo durante un verano. Yo le di un puntapié. Mi padre me dijo que a los animales no se los patea. Con siete años, lloré la muerte de mi pez. Me enteré de que mi padre lo había tirado por el retrete. Le dije a mi padre, con palabras menos educadas, que a los animales no se los tira por el retrete. Cuando tenía nueve años, tuve una canguro que no quería hacerle daño a nada. Lo expresó así cuando le pregunté por qué no comía pollo, como hacíamos mi hermano mayor y yo: «No quiero hacerle daño a nada». «¿Hacer daño?», pregunté. «Sabes que el pollo es pollo, ¿no?». Frank me lanzó una mirada: «¿Mamá y papá han confiado sus preciosos retoños a esta imbécil?». Ignoro si su intención era o no convertirnos al vegetarianismo elhecho de que las conversaciones sobre carne tiendan a hacer sentir incómoda a la gente no significa que todos los vegetarianos se dediquen al proselitismo, pero como ella era aún una adolescente, carecía de esos frenos que a menudo nos impiden entrar en ciertos temas. Sin dramatismos ni retóricas, compartió su opinión con nosotros. Mi hermano y yo nos miramos, con las bocas llenas de pollo sacrificado, y tuvimos uno de esos momentos de «¿cómo diantre no había pensado en esto antes y por qué diablos nadie me lo ha dicho?». Dejé el tenedor sobre la mesa. Frank se terminó la comida y es probable que esté zampándose un muslo de pollo mientras yo escribo estas líneas. Lo que nos dijo la canguro tenía sentido para mí, no sólo porque parecía verdad, sino porque era la aplicación al tema de la comida de todo lo que mis padres me habían enseñado. No debe hacerse daño a la familia. No debe hacerse daño a amigos ni a extraños. Ni siquiera a los muebles tapizados. El hecho de que yo no hubiera incluido a los animales en esa lista no los convertía en excepciones. Sólo dejaba constancia de que yo era un crío, ignorante del funcionamiento del mundo. Hasta que dejara de serlo. Momento en el cual debía cambiar de vida. Mas no lo hice. Mi vegetarianismo, tan explosivo e inquebrantable en sus inicios, duró unos cuantos años, se atascó y agonizó en silencio. Nunca se me ocurrió una respuesta a lo que nos había dicho la canguro, pero encontré formas de difuminarlo, reducirlo y finalmente olvidarlo. En términos generales, no causaba daño a nadie. En términos generales, intentaba hacer el bien. En términos generales, tenía la conciencia limpia. Pásame el pollo. Me muero de hambre. Mark Twain dijo que dejar de fumar era una de las cosas más fáciles que uno puede hacer: él lo hacía constantemente. Yo añadiría el vegetarianismo a la lista de propósitos sencillos. En mi época en el instituto pasé a ser vegetariano más veces de las que puedo recordar, normalmente como un esfuerzo para reclamar alguna identidad en un mundo poblado por personas cuyas identidades parecían fluir sin el menor esfuerzo por su parte. Quería un eslogan para lucir en el parachoques del Volvo de mi madre, una buena causa para llenar la solitaria media hora del descanso, una excusa para acercarme a los pechos de las activistas. (Y seguía pensando que estaba mal hacer daño a los animales). Lo cual no quiere decir que me abstuviera de comer carne. Sólo que me abstenía de hacerlo en público. En privado, el péndulo tendía a oscilar. En esos años muchas cenas empezaban con la siguiente pregunta por parte de mi padre: «¿Alguna nueva restricción dietética que necesite saber esta noche?». En la universidad, empecé a comer carne con más ganas. No es que «creyera en ello», signifique lo que signifique, pero de una forma consciente alejé la preocupación de mi mente. En esos momentos no me apetecía tener una «identidad propia». Y no tenía por allí cerca a nadie que me hubiera conocido en mi época vegetariana, así que no se suscitaba el tema de la hipocresía pública, ni siquiera tenía que justificar el cambio. Tal vez fuera el predominio del vegetarianismo en el campus lo que descorazonó el mío: uno se siente menos impelido a dar dinero a un músico callejero cuya gorra rebosa billetes. Pero cuando, a finales del segundo curso, empecé la licenciatura de Filosofía e inicié mis primeros razonamientos serios y pretenciosos, recuperé el vegetarianismo. Estaba convencido de que la clase de olvido voluntario que implicaba comer carne resultaba demasiado contradictorio con la vida intelectual que intentaba moldear. Creía que la vida debería, podía y tenía que adaptarse al tamiz de la razón. Podéis imaginar lo fastidioso que me puse. Cuando me gradué, comí carne, montones de carne de todo tipo, durante unos dos años. ¿Por qué? Pues porque estaba buena. Y porque a la hora de forjar hábitos las historias que nos contamos a nosotros mismos son más importantes que la razón. Y yo me conté una historia que me exoneraba de toda culpa. Entonces tuve una cita a ciegas con la mujer que luego se convertiría en mi esposa. Y unas cuantas semanas más tarde nos descubrimos abordando dos temas sorprendentes: el matrimonio y el vegetarianismo. Su historia con la carne era notablemente parecida a la mía: había cosas en las que creía por la noche, cuando estaba acostada en la cama, y decisiones que tomaba en la mesa del desayuno a la mañana siguiente. Existía en ella una sensación (aunque fuera sólo transitoria y fugaz) de estar participando en algo que estaba muy mal, y al mismo tiempo existía la aceptación tanto de la confusa complejidad del tema como de la naturaleza falible, y por tanto excusable, del ser humano. Al igual que yo, ella tenía intuiciones muy fuertes, pero al parecer no lo bastante. La gente se casa por muchas y variadas razones, pero una de las que nos animó a tomar la decisión fue la perspectiva de iniciar, explícitamente, una etapa nueva. El ritual y el simbolismo hebreo fomentan esta idea de establecer una profunda división con lo que había antes: el mejor ejemplo de ello es la rotura del vaso al final de la ceremonia nupcial. Las cosas eran como antes, pero serían distintas a partir de entonces. Las cosas serían mejores. Nosotros seríamos mejores. Suena genial, sin duda, pero ¿mejores en qué sentido? Se me ocurrían incontables formas de mejorar (aprender idiomas, tener más paciencia, trabajar más), pero ya había hecho demasiados buenos propósitos para seguir confiando en ellos. También se me ocurrían incontables maneras de mejorarnos a los dos, pero en una relación las cosas en las que ambos miembros pueden ponerse de acuerdo para cambiar son más bien escasas. En realidad, incluso en los momentos en que uno siente que puede hacer muchas cosas, son pocas las que al final puede realizar. Comer animales, una preocupación que ambos habíamos tenido y olvidado, parecía un buen principio. Implicaba muchas cosas y podía dar pie a muchas otras. En la misma semana, abrazamos el vegetarianismo con fervor. Nuestro banquete de boda no fue vegetariano, por supuesto, ya que nos convencimos de que era de justicia ofrecer proteínas animales a nuestros invitados, algunos de los cuales habían recorrido largas distancias para participar de nuestra alegría. (¿Es un razonamiento difícil de seguir?). Y comimos pescado durante la luna de miel porque estábamos en Japón, y donde fueres… Y, ya de regreso a casa, tomábamos de vez en cuando hamburguesas y caldo de pollo, salmón ahumado y filetes de atún. Pero sólo en contadas ocasiones. Sólo cuando nos apetecía de verdad. Y me dije que así eran las cosas. Y me dije que no estaban mal. Acepté que mantendríamos una dieta marcada por una consciente incoherencia. ¿Por qué comer debía ser distinto al resto de los aspectos éticos de nuestra vida? Éramos gente básicamente honesta que a veces decía mentiras, amigos atentos que en ocasiones metían la pata. Éramos vegetarianos y comíamos carne de vez en cuando. Y ni siquiera podía estar seguro de que mis intuiciones fueran algo más que vestigios sentimentales de mi infancia; de que si las exploraba con seriedad no me toparía con cierta indiferencia. Ignoraba qué eran los animales, y no tenía la menor idea de cómo los criaban o los mataban. El tema en conjunto me resultaba incómodo, pero eso no quería decir que tuviera que serlo para el resto del mundo. Ni siquiera para mí. Y no sentía la menor prisa o necesidad de averiguarlo. Pero entonces decidimos tener un hijo, y esa fue una historia distinta que iba a necesitar una historia distinta. Una media hora después del nacimiento de mi hijo, fui a la sala de espera a dar la buena noticia a mi familia. —¡Has dicho «él»! ¿Es un chico? —¿Cómo se va a llamar? —¿A quién se parece? —¡Cuéntanoslo todo! Respondí a sus preguntas tan deprisa como pude, luego me fui a un rincón y encendí el móvil. —Abuela —dije—. Hemos tenido un niño. El único teléfono de su casa está en la cocina. Descolgó a la primera llamada,lo que significaba que se encontraba sentada a la mesa, esperando a que sonara. Era poco más de medianoche. ¿Estaba recortando vales? ¿Preparando pollo con zanahorias para congelarlo y dárselo de comer a alguien en el futuro? Nunca la había visto u oído llorar, pero noté un nudo de lágrimas en su voz cuando preguntó: —¿Cuánto ha pesado? Pocos días después de nuestro regreso del hospital, envié una carta a un amigo en la que adjunté una foto de mi hijo y mis primeras impresiones sobre la paternidad. Él respondió simplemente: «Todo vuelve a ser posible». Era la frase perfecta, porque reflejaba exactamente cómo me sentía. Podríamos volver a contar nuestras historias y hacerlas mejores, más significativas o más ambiciosas. O podíamos elegir historias distintas. El mundo tenía otra oportunidad. Comer animales Es posible que el primer deseo de mi hijo, mudo e irracional, fuera el de comer. Segundos después de nacer ya estaba mamando del pecho de su madre. Lo observé con una admiración que no tenía precedentes en mi vida. Sin explicaciones ni experiencia previa, él sabía qué hacer. Millones de años de evolución le habían transferido ese conocimiento, de la misma forma que habían codificado el latido de su diminuto corazón y la expansión y contracción de sus flamantes pulmones. Mi admiración no tendría precedentes, pero me vinculaba a otros a través de las generaciones. Vi los anillos de mi árbol: mis padres observándome mientras comía, mi abuela viendo comer a mi madre, mis bisabuelos viendo a mi abuela… Él comía igual que lo habían hecho los niños de los pintores de cuevas. A medida que mi hijo daba los primeros pasos en la vida y yo iniciaba este libro, daba la sensación de que todo cuanto él hacía giraba en torno a la comida. Mamaba, dormía después de mamar, lloriqueaba antes de mamar, o expulsaba la leche que había mamado. Ahora que termino el libro, él es capaz de mantener conversaciones bastante sofisticadas y, cada vez más, los alimentos que come se digieren con la ayuda de las historias que le contamos. Dar de comer a mi hijo no es lo mismo que alimentarme yo: importa más. Importa porque la comida importa (su salud física es importante, el placer de comer es importante), y porque las historias que se sirven de guarnición con la comida también importan. Estas historias unen a la familia, y unen nuestra familia a las otras. Historias sobre comida e historias sobre nosotros: nuestra historia y nuestros valores. De la tradición hebrea de mi familia, aprendí que la comida sirve para dos propósitos paralelos: nutre y te ayuda a recordar. La comida y los cuentos son inseparables: el agua salada son lágrimas, la miel no sólo tiene un sabor dulce sino que nos hace evocar la dulzura, el matzo es el pan de nuestra aflicción. Hay miles de alimentos en el planeta, y explicar por qué comemos una parte relativamente pequeña de ellos requiere unas cuantas palabras. Tenemos que explicar que el perejil está en el plato por motivos decorativos, que la pasta no se come para desayunar, y por qué comemos alas y no ojos, vacas y no perros. Las historias establecen narrativas, las historias establecen reglas. En muchos momentos de mi vida he olvidado que tengo historias que contar acerca de la comida. Me limité a comer lo que tenía a mano o tenía buen sabor, lo que parecía lógico, sensato o sano… ¿qué había que explicar? Pero la clase de paternidad que siempre imaginé aborrece ese tipo de olvido. Esta historia no empezó en forma de libro. Yo sólo quería saber, por mí y por mi familia, qué es la carne. Quería saberlo con la mayor concreción posible. ¿De dónde sale? ¿Cómo se produce? ¿Cómo se trata a los animales y hasta qué punto eso importa? ¿Cuáles son los efectos económicos, sociales y ambientales de comer animales? Mi búsqueda personal no se mantuvo así durante mucho tiempo. A través de mis esfuerzos como padre, me enfrenté cara a cara con realidades que como ciudadano no podía ignorar y como escritor no podía guardar para mí. Pero enfrentarse a esas realidades y escribir sobre ellas con responsabilidad son dos cosas distintas. Quería abordar estas cuestiones de una forma global. De manera que aunque el 99 por ciento de los animales[2] que se comen en este país proceden de «granjas de producción masiva» —y por tanto dedicaré gran parte de este libro a explicar qué significa esto y qué importancia tiene—, el otro 1 por ciento de la cría de animales es también una parte de esta historia. La desproporcionada cantidad de páginas que dedico en este libro a las mejores granjas familiares refleja lo significativas que creo que son, pero al mismo tiempo, lo insignificantes que resultan en el conjunto: la excepción a la regla. Para ser totalmente honesto (y aun arriesgándome a perder mi credibilidad en esta misma página), partí de la base, antes de empezar con mis investigaciones, de que sabía lo que iba a encontrar: no los detalles, pero sí el conjunto de la imagen. Otros asumieron exactamente lo mismo. Casi siempre que comentaba que estaba escribiendo un libro sobre «comer animales», mi interlocutor llegaba a la conclusión, sin conocer mi punto de vista, de que se trataba de una defensa del vegetarianismo. Es significativa la convicción de que una investigación concienzuda sobre la cría de animales acabará comportando que uno se aleje de comer carne y que la mayoría de la gente es consciente de ello. (¿Qué os vino a la cabeza al leer el título del libro?). También yo asumí que mi libro sobre comer animales se convertiría en una defensa a ultranza del vegetarianismo. No ha sido así. Merece la pena escribir una defensa a ultranza del vegetarianismo, pero no es lo que he escrito. La cría de animales es un tema muy complejo. No hay dos animales, criadores, granjas, granjeros ni consumidores de carne que sean iguales. Al echar un vistazo a la ingente cantidad de investigación —lecturas, entrevistas, observaciones de campo— que fue necesaria incluso para ponerse a pensar sobre este tema en serio, tuve que preguntarme si era posible decir algo coherente y significativo sobre una práctica tan diversa. Quizá no exista la «carne». En su lugar, existe este animal, criado en esta granja, sacrificado en esta planta, vendido de este modo y consumido por esta persona: todos demasiado distintos para ser unidos en un mismo mosaico. Y comer animales, como el aborto, es uno de esos temas en los que es imposible saber de manera definitiva algunos de los detalles más importantes. (¿Cuándo es un feto una persona real y no potencial? ¿Cómo es en verdad la experiencia animal?), lo cual remueve las desazones más profundas de uno y a menudo provoca actitudes defensivas o agresivas. Es un tema peliagudo, frustrante y vibrante. Una pregunta lleva a otra, y resulta fácil que uno acabe defendiendo una postura mucho más radical que sus propias creencias o que su forma de vida real. O, aún peor, que acabe sin hallar una postura que merezca la pena defender o que sirva de base en su vida. Luego está la dificultad de distinguir entre las sensaciones que provoca algo y lo que ese algo es en realidad. A menudo los argumentos sobre comer animales no son en absoluto argumentos, sino simples afirmaciones de gusto. Y donde haya hechos —esta es la cantidad de cerdo que comemos; este es el número de plantaciones de mangos que han sido destruidas por la acuicultura; así se mata una vaca—, surge la cuestión de qué hacer con ellos. ¿Deberían ser éticamente convincentes? ¿Comunitariamente? ¿Legalmente? ¿O sólo más información para que cada consumidor la digiera como le parezca? Mientras que este libro es el fruto de una enorme cantidad de investigación, y resulta tan objetivo como cualquier otra obra periodística —usé los datos estadísticos disponibles más fiables (casi siempre del gobierno, y de fuentes del ámbito académico y de la industria que gozaban de un amplio consenso) y contraté a dos asesores externos para corroborarlos—, yo pienso en él como en una historia. Contiene muchos datos, pero a menudo semuestran lábiles y maleables. Los hechos son importantes, pero por sí solos no dotan de significado, sobre todo cuando están tan vinculados a las elecciones lingüísticas. ¿Qué significa «reacción de dolor mesurada» en los pollos? ¿Significa dolor? ¿Qué significa «dolor»? No importa cuánto aprendamos de la fisiología del dolor —cuánto tiempo persiste, qué síntomas produce, etcétera — nada de ello nos dirá algo significativo. Pero si se colocan los hechos en una historia, una historia de compasión o dominación, o quizá de ambas; si se colocan en una historia sobre el mundo en que vivimos, sobre quiénes somos y quiénes queremos ser, podremos empezar a hablar con sentido sobre la costumbre de comer animales. Estamos hechos de historias. Pienso en esos sábados por la tarde sentados a la mesa de la cocina en casa de mi abuela, los dos solos: pan negro en la tostadora humeante, el rumor de una nevera casi cubierta por el velo de fotografías familiares. Tomando esos restos de pan de centeno y Coca-Cola, ella me hablaba de su huida de Europa, de lo que se vio obligada a comer y lo que no. Era la historia de su vida. «Escúchame», me suplicaba, y yo comprendía que me transmitía una lección vital, aunque siendo niño no alcanzara a saber de qué lección se trataba. Ahora sí lo sé. Y aunque los detalles no podían ser más distintos, intento, e intentaré, transmitir su lección a mi hijo. Este libro es mi esfuerzo más serio por hacerlo. Al empezarlo siento una gran inquietud, porque son muchos los recuerdos. Aun dejando de lado, por un momento, los más de diez millones de animales sacrificados todos los años en Estados Unidos para servir de alimento, y dejando a un lado el entorno, los trabajadores, y otros temas tan relacionados como el hambre del mundo, las epidemias de gripe y la biodiversidad, también está la cuestión de qué pensamos de nosotros mismos y de los demás. No sólo somos los narradores de nuestras historias, somos las historias mismas. Si mi esposa y yo criamos a nuestro hijo como vegetariano, él no comerá el plato especial de su bisabuela, nunca recibirá esa expresión única y absolutamente directa de su amor, quizá nunca pensará en ella como en la Mejor Cocinera del Mundo. La historia de ella, la historia básica de nuestra familia, tendrá que cambiar. Las primeras palabras de mi abuela al ver a mi hijo por primera vez fueron: «Mi venganza». Del infinito número de cosas que podría haber dicho, fue eso lo que escogió, o que le fue escogido. Escúchame —No éramos ricos, pero siempre teníamos lo suficiente. Los jueves hacíamos pan, challah y rolls, y duraban para toda la semana. Los viernes hacíamos crepes. Para el sabbat siempre tomábamos pollo y sopa de fideos. Ibas al carnicero y pedías un poco más de carne. Cuanta más grasa tuviera mejor era la pieza. No era como ahora. No teníamos neveras, pero sí leche y queso. No teníamos verduras de todas clases, pero las que teníamos nos bastaban. Las cosas que tenéis aquí y que dais por sentadas… Pero éramos felices. No conocíamos nada mejor. Y también dábamos por sentadas muchas cosas. »Luego todo cambió. La guerra fue el Infierno en la Tierra y me quedé sin nada. Dejé a mi familia, ya lo sabes. Corrí día y noche, sin parar, porque los alemanes iban pisándome los talones. Si parabas, morías. Nunca había suficiente comida. Fui poniéndome más y más enferma por la falta de comida, y no hablo sólo de quedarme esquelética. Tenía llagas por todo el cuerpo. Me costaba moverme. No se me caían los anillos por comer de los cubos de basura. Comí los trozos que tiraban los demás. Si te espabilabas, sobrevivías. Cogí cuanto pude. Comí cosas de las que prefiero no hablarte. »Incluso en los peores tiempos, encontrabas a buena gente. Alguien me enseñó a atarme los extremos de los pantalones para poder llenar las perneras con tantas patatas como podía robar. Caminé kilómetros y kilómetros así, porque nunca sabías cuándo volverías a tener suerte. Una vez alguien me dio un poco de arroz, y viajé dos días hasta un mercado para cambiarlo por jabón, y luego fui a otro mercado y canjeé el jabón por judías. Había que tener suerte e intuición. »Lo peor de todo fue hacia el final. Mucha gente murió al final, y yo no estaba segura de poder sobrevivir un día más. Un granjero ruso, Dios lo bendiga, vio cómo estaba, entró en su casa y salió con un pedazo de carne para mí. —Te salvó la vida. —No la comí. —¿No la comiste? —Era cerdo. Nunca comería cerdo. —¿Por qué? —¿Qué quieres decir con «por qué»? —¿Te refieres a que no era kosher? —Por supuesto. —Pero ¿ni siquiera para salvar la vida? —Cuando ya nada importa, no hay nada que salvar. Los modernos palangres[3] pueden alcanzar los 120 km: la misma distancia que separa el espacio del nivel del mar. 1 George Me pasé los primeros veintiséis años de mi vida sin que me gustaran los animales. Me parecían fastidiosos, sucios, inalcanzablemente extraños, aterradoramente imprevisibles y francamente innecesarios. Adolecía de una particular falta de entusiasmo por los perros, inspirada en gran medida por un miedo que había heredado de mi madre y que ella a su vez heredó de mi abuela. Cuando era niño, sólo accedía a ir a casas de amigos si estos confinaban a sus perros en otra habitación. Si en el parque se me acercaba un perro, me ponía histérico hasta que mi padre me sentaba sobre sus hombros. No me gustaban los programas de televisión donde aparecían perros. No comprendía —de hecho, me disgustaba— a la gente que se emocionaba con los perros. Es posible que incluso llegara a desarrollar cierto prejuicio contra los ciegos. Y luego, un buen día, me convertí en una persona que adoraba a los perros. Me convertí en un amante de los perros. George apareció de la nada. Mi esposa y yo nunca habíamos hablado de tener un cachorro, ni mucho menos habíamos pensado en ir a buscar uno. (¿Por qué íbamos a hacerlo si a mí no me gustaban?). En este caso, el primer día del resto de mi vida fue un sábado. Paseábamos por la Séptima Avenida, en nuestro barrio de Brooklyn, cuando nos encontramos con un cachorrillo negro, dormido en la acera, y su postura, casi fetal, fue como un signo de interrogación que dijera: ¿ME ADOPTAS? No creo en el amor a primera vista ni en el destino, pero en ese momento amé a ese condenado perro sin poder evitarlo. Aunque no me atreviera a tocarlo. Proponer la adopción del cachorro debe de haber sido la cosa más imprevisible que he hecho nunca, pero lo cierto era que se trataba de un animalillo precioso, un animal que incluso alguien escéptico y duro de corazón como yo encontraría irresistible. Por supuesto, la gente halla la belleza en cosas que no tienen los morros húmedos. Pero hay algo único en la forma en que nos enamoramos de los animales. Canes enormes y minúsculos, de pelo largo y brillante, San Bernardos que roncan, falderos asmáticos, sharpeis desplegados y sabuesos con aire melancólico: todos tienen sus devotos fans. Los observadores de pájaros se pasan gélidas mañanas oteando el cielo en busca de esos alados objetos de fascinación. Los amantes de los gatos los quieren con una intensidad de la que carecen, a Dios gracias, la mayoría de las relaciones humanas. Los cuentos infantiles están plagados de conejos, ratoncitos, osos y orugas, sin olvidarnos de las arañas, los grillos y los cocodrilos. Nadie ha tenido nunca un peluche en forma de roca, y cuando el coleccionista de sellos más entusiasta afirma que adora los sellos, está claro que se trata de una clase de afecto totalmente distinta. Nos llevamos al cachorro a casa. Lo —la— abracé desde el otro lado de la habitación. Luego, como ella no me dio ningún motivo para pensar que perdería algún dedo en el proceso, dejé que comiera de mi mano. Después le dejé que la lamiera. Y que me lamiera la cara. Y después lamí yo la suya. Y ahora me encantan todos los perros y somos felices para siempre. El 63 por ciento de los hogares norteamericanos[4] tiene al menos una mascota. Este porcentaje resulta aún más impresionantedebido a que se trata de un fenómeno reciente. Tener animales de compañía[5] pasó a ser algo común con el nacimiento de la clase media y las urbanizaciones, quizá debido a que sus habitantes se veían privados de cualquier otro contacto con el mundo animal, o simplemente porque las mascotas cuestan dinero y se convierten por tanto en una muestra de derroche (los norteamericanos gastan 34 mil millones de dólares en sus mascotas[6] todos los años). El historiador de Oxford, sir Keith Thomas, cuyo trabajo enciclopédico Man and the Natural World se ha convertido en un clásico, afirma que El incremento de animales de compañía[7] en las clases medias urbanas desde los inicios del período moderno es… un desarrollo de importancia social, psicológica y desde luego comercial… Tuvo también implicaciones intelectuales. Animo a las clases medias a alcanzar conclusiones optimistas sobre la inteligencia animal; dio pie a innumerables anécdotas sobre la sagacidad de los animales; estimuló la idea de que los animales podían tener carácter y personalidad; y sentó las bases psicológicas para la idea de que al menos algunos animales tenían derecho a la consideración moral. No sería correcto decir que mi relación con George ha supuesto para mí una revelación de la «sagacidad» de los animales. Aparte de sus deseos más básicos, no tengo la menor idea de lo que le pasa por la cabeza. (Aunque me he convencido de que hay bastante en esa cabeza, aparte de los deseos básicos). Me sorprende su falta de inteligencia tan a menudo como me sorprende lo contrario. Las diferencias entre nosotros están siempre más presentes que las similitudes. Pero no creáis que George es una perrita ñoña que se limita a dar y recibir afecto. En realidad, la mayor parte del tiempo es un coñazo. Se masturba convulsivamente delante de las visitas, se come mis zapatos y los juguetes de mi hijo, tiene una obsesión maníaca por el genocidio de ardillas y una habilidad sobrenatural para irrumpir en cualquier foto que se tome cerca de ella, ataca a los que van en monopatín y a los judíos hasídicos, humilla a las mujeres cuando están menstruando (y es la peor pesadilla para las hasídicas que están menstruando), apoya su culo flatulento en la persona menos indicada de la sala, arranca los brotes que acabas de plantar, araña lo que acabas de comprar, lame la comida que vas a servir y de vez en cuando se venga (Dios sabe de qué) cagándose dentro de casa. Nuestras variadas luchas —para comunicarnos, reconocernos y satisfacer los deseos mutuos, de hecho, para coexistir— me obligan a lidiar e interactuar con algo, o mejor dicho alguien, totalmente ajeno a mí. George responde a ciertas palabras (y ha decidido ignorar un número levemente más alto de otras), pero nuestra relación se desarrolla casi absolutamente fuera del mundo del lenguaje. Ella parece albergar pensamientos y emociones. A veces creo entenderlas, pero a menudo no es así. Como si fuera una foto, no puede decir lo que me deja ver. Es un secreto incorporado a un cuerpo. Y para ella yo debo de ser una foto. Justo anoche, levanté la vista de lo que estaba leyendo y me encontré con que George me observaba desde el otro lado de la sala. «¿Cuándo has entrado?», le pregunté. Ella bajó la cabeza y se marchó hacia el pasillo: más un espacio negativo que una silueta, una sombra constante en nuestra vida cotidiana. A pesar de nuestros patrones de interacción, que son más regulares que los que marcan mi relación con ninguna otra persona, aún me resulta impredecible. Y a pesar de nuestra cercanía, a veces me sorprende, e incluso me asusta, su naturaleza totalmente extraña. Tener un hijo aumentó esta sensación en gran medida, ya que no existía la menor garantía — más allá de la que yo sentía sin lugar a dudas— de que no le hiciera algún daño al niño. Podría escribirse un libro con la lista de nuestras diferencias pero, al igual que yo, George teme al dolor, busca el placer y anhela no sólo la comida y el juego sino también la compañía. No me hace falta conocer al detalle sus humores y preferencias para saber que los tiene. Nuestras psicologías no son iguales, ni siquiera se parecen, pero ambos tenemos una perspectiva propia, una forma de procesar y experimentar el mundo que es intrínseca y única. Nunca me comería a George porque es mía. Pero ¿por qué no puedo comerme a un perro desconocido? O, yendo al grano, ¿qué justificación existe para librar a los perros del destino que damos a otros animales? ¿Por qué no comer perros? A pesar de que es algo totalmente legal en cuarenta y cuatro estados de Norteamérica, comerse al «mejor amigo del hombre» es tan tabú como comerse al mejor amigo humano de uno. Ni siquiera los carnívoros más recalcitrantes comen perros. El presentador y a veces cocinero Gordon Ramsay puede ponerse muy chulo con crías de animales cuando hace publicidad de algo, pero nunca verás a un cachorrillo asomando el hocico por una de sus cazuelas. Y aunque en una ocasión afirmó que electrocutaría a sus hijos[8] si se hicieran vegetarianos, me pregunto cuál sería su reacción si se cargaran al perrito de la casa. Los perros son maravillosos, y en ciertos sentidos únicos. Pero son notablemente vulgares en sus capacidades intelectuales y experimentales. Los cerdos son igual de inteligentes y sensibles, sea cual sea la definición que demos a ambas palabras. No pueden saltar a la parte trasera de un Volvo, pero son capaces de ir a por algo, de correr y jugar, de ser traviesos y proporcionar afecto. En ese caso, ¿por qué no los dejamos que se aovillen frente al fuego? ¿Por qué no los salvamos, como mínimo, de arder en él? Nuestro tabú contra comer perros dice algo de ellos y mucho de nosotros. Los franceses, que adoran a sus perros, a veces se comen a sus caballos. Los españoles, que adoran a sus caballos, a veces se comen a sus vacas. Los indios, que adoran a sus vacas, a veces se comen a sus perros[9]. Aunque escrito en un contexto muy distinto, las palabras de George Orwell en Rebelión en la granja pueden parafrasearse así en este contexto: «Todos los animales son nuestros iguales, pero algunos son más iguales que otros». El énfasis en su protección no es una ley natural; procede de las historias que nos contamos sobre la naturaleza. Así pues, ¿quién tiene razón? ¿Cuáles podrían ser las razones para excluir a los cánidos del menú? El carnívoro selecto sugiere: No comer animales de compañía. Pero los perros no son animales de compañía en todos los países donde no se los comen. ¿Y qué decir de la gente que no tiene perros en casa? ¿Tendríamos algún derecho a criticarlos si tomaran perro para cenar? Vale, en ese caso: No comer animales que tengan capacidades mentales significativas. Si por «capacidades mentales significativas» entendemos las que tiene un perro, entonces bien por el perro. Pero esa definición incluiría también cerdos, vacas, pollos, y muchas especies del mundo animal. Y excluiría a los humanos con minusvalías muy graves. Entonces: No es por mero azar que los tabúes ancestrales —jugar con la mierda, besar a tu hermana o comerse a los compañeros— son tabúes. Desde un punto de vista evolutivo, esas cosas son malas para nosotros. Pero comer perro no ha sido, ni es, tabú en muchos sitios, y no es perjudicial para nosotros en modo alguno. Bien cocinada, la carne de perro no presenta más riesgos para nuestra salud que cualquier otra, y una comida tan nutritiva no suscita grandes objeciones por parte de los componentes físicos de nuestros egoístas, genes. Y comer perro posee un orgulloso pedigrí. Algunas tumbas del siglo IV d. C.[10] muestran imágenes de perros sacrificados junto con otros para servir de alimento. Fue una costumbre lo bastante fundamental como para influir en el lenguaje: el carácter sino- coreano[11] que define algo «justo y correcto» (yeon) se traduce literalmente por «delicioso como carne de perro asada». Hipócrates ensalzó los beneficios de la carne de perro como fuente de fortaleza. Los romanos comían[12] «cachorrillos».Los indios dakota disfrutaban[13] con el hígado de perro, y no hace tanto tiempo los hawaianos comían[14] sesos y sangre de perro. El perro sin pelo mexicano[15] era el alimento principal de los aztecas. El capitán Cook comió perro[16]. Roald Amundsen, como es de sobra conocido, se comió a los perros de su trineo. (Cierto, estaba muerto de hambre). Y aún se comen perros[17] en Filipinas para ahuyentar la mala suerte; con propósitos medicinales en China y Corea[18]; para aumentar la libido en Nigeria[19]; y en muchos otros países, de todos los continentes, simplemente porque su sabor es bueno. Durante siglos, los chinos[20] han criado razas especiales de perros, como el chow de lengua negra, para papeárselos, y en muchos países europeos[21] aún existen leyes relativas a los exámenes post mortem de los perros que se destinaban al consumo humano. Está claro que el hecho de que algo se haya llevado a cabo prácticamente en todas partes y en todo momento no supone una justificación para seguir haciéndolo. Pero a diferencia de toda la carne de granja, que precisa de la creación y mantenimiento de los animales, los perros casi piden a gritos ser comidos. Cada año se «duerme» de tres a cuatro millones de perros[22] , lo que da lugar a millones de kilos de carne que se tiran a la basura. El destino de toda esa carne de perros sometidos a eutanasia supone un problema enorme tanto económico como ecológico. Sería una locura arrancar a las mascotas de sus hogares. Pero comer a esos perros vagabundos, callejeros, a aquellos que no son lo bastante monos para encontrar hogar o lo bastante educados para conservarlo sería como matar un puñado de pájaros de un solo tiro y luego comérselos. En cierto sentido, eso es lo que hacemos ya. Las empresas dedicadas a los subproductos animales —la conversión de proteínas animales inadecuadas para el consumo humano en comida para ganado y mascotas— permiten a las plantas procesadoras transformar inútiles canes muertos en elementos productivos de la cadena alimenticia. En Norteamérica, millones de gatos y perros sacrificados en refugios para animales se convierten en la comida de nuestra comida. (Se sacrifican casi el doble de perros[23] y gatos que se adoptan). Eliminemos, pues, este ineficaz y extraño paso intermedio. Esto no tiene por qué poner en entredicho nuestro civismo. No los haremos sufrir innecesariamente. Aunque está plenamente aceptado que la adrenalina mejora el sabor de la carne de perro (y de ahí vienen los métodos tradicionales de sacrificarlos: ahorcarlos, hervirlos vivos, apalearlos), creo que todos estaremos de acuerdo en que, si vamos a comerlos, deberíamos matarlos de una forma rápida e indolora, ¿no? Por ejemplo, los métodos hawaianos tradicionales de mantener cerrado el hocico del perro, con el fin de conservar la sangre, deberían ser considerados (al menos desde un punto de vista social, si no legal) como algo prohibido. Tal vez podríamos incluir a los perros en la Ley de Métodos Humanitarios para el Sacrificio. Eso no tiene nada que ver con la forma en que se les trate mientras estén vivos, y no está sujeto a ningún descuido o aplicación significativas, pero seguramente podemos confiar en la capacidad de autorregulación de la industria, tal y como hacemos con otros animales que sí nos sirven de alimento. Poca gente aprecia suficientemente la colosal tarea que supone alimentar a un mundo poblado por miles de millones de omnívoros que exigen carne con sus patatas. El ineficaz uso de los perros, que ya se hallan convenientemente presentes en áreas de alta densidad humana (tomad nota quienes abogáis por la comida local), debería hacer enrojecer a cualquier buen ecologista. Hay quien podría argüir que varios grupos «humanitarios» son los mayores hipócritas, ya que invierten ingentes cantidades de dinero y energía en un fútil intento de reducir el número de canes indeseados mientras al mismo tiempo propagan el tabú de no comérselos para cenar. Si dejamos que los perros sean perros y se críen sin interferencias, daríamos lugar con poco esfuerzo a una provisión sostenible de carne local que haría avergonzar a la mejor granja agrícola. Para los que abogan por el ecologismo, es hora de admitir que el perro es un alimento real para los ambientalistas reales. ¿Podemos superar el sentimentalismo? Hay perros a montones, son buenos, fáciles de cocinar y sabrosos; comerlos es mucho más razonable que pasar por todos los problemas que implica su procesamiento hasta transformarlos en proteínas para alimentar a otras especies que sí nos comemos. Para aquellos que ya se han convencido, les propongo una receta filipina clásica. No la he probado en persona, pero a veces uno lee la receta y simplemente se hace a la idea. PERRO ESTOFADO[24] AL ESTILO BODA En primer lugar, mata a un perro de tamaño medio y chamúscale el pelo en el fuego. Arráncale la piel con cuidado mientras aún esté caliente y guárdala para después (puede usarse en otras recetas). Corta la carne en dados. Macera la carne en una mezcla de vinagre, pimienta en grano, sal y ajo durante 2 horas. Fríe un poco la carne en un wok grande, luego añade cebollas, piña cortada y déjalo cocer todo hasta que esté tierno. Vierte la salsa de tomate y agua hirviendo, añádele pimiento verde, hojas de laurel y Tabasco. Tápalo y ponlo a fuego lento hasta que la carne esté tierna. Haz un puré con el hígado del perro y cocínalo todo entre 5 y 7 minutos más. Aviso para astrónomos de a pie: si te cuesta ver algo, desvía un poco la mirada. Las partes de los ojos más sensibles a la luz (las que necesitamos para ver objetos difusos) se encuentran en los bordes de la región que normalmente usamos para centrar la vista. Comer animales tiene una cualidad invisible. Pensar en los perros, y su relación con los animales que comemos es una forma de enfocar de reojo el tema y de convertir en visible lo invisible. 2 Amigos y enemigos Perros y peces no van de la mano. Los perros van con los gatos, los niños y los bomberos. Compartimos cama y comida con ellos, los montamos en aviones y los llevamos al médico, nos alegramos de sus alegrías y lloramos sus muertes. Los peces van a los acuarios, con la salsa tártara, entre palillos, y quedan en el extremo más alejado de la consideración humana. Están separados de nosotros por superficies y silencio. Las diferencias entre peces y perros no podrían parecer más profundas. Bajo el nombre de pez se incluye una inimaginable cantidad de animales, un océano de más de 31.000 especies distintas[25] unidas por el lenguaje cada vez que usamos esa palabra. En cambio, los perros son decididamente singulares: por raza e incluso por nombre propio (por ejemplo, George). Me encuentro entre[26] el 95 por ciento de propietarios varones de perros que les habla (aunque no en el 87 por ciento que cree que su perro les contesta). Pero resulta difícil imaginar cómo es la percepción interna de la vida para un pez, y mucho menos intentar empatizar con ella. Los peces están preparados para adaptarse a los cambios en la presión del agua y a un diverso conjunto de sustancias químicas liberadas por los cuerpos de otros animales marinos, y reaccionar a sonidos[27] que se producen a 20 kilómetros de distancia. Los perros están aquí, ensuciando nuestros salones y roncando bajo nuestras mesas. Los peces se encuentran siempre en otro elemento, silenciosos y taciturnos, sin patas y con la mirada muerta. Según la Biblia, fueron creados en un día distinto, y se les considera una parada poco elogiosa en la marcha hacia la creación del ser humano. Históricamente, el atún (usaré el atún como embajador del mundo marino, ya que es el pez que más se come en Estados Unidos) se pescaba con anzuelos y cañas individuales, manejados por pescadores individuales. Una vez que ha mordido el anzuelo, un pez puede morir desangrado u asfixiado (los peces se asfixian cuando no pueden moverse) y luego ser arrojado a cubierta. Los peces de mayor tamaño (no sólo el atún, sino también el pez espada y elemperador) a menudo sólo resultan heridos por el anzuelo, y sus maltrechos cuerpos son capaces de resistir el tirón del sedal durante horas o incluso días. La enorme fuerza[28] de los peces grandes implicaba que a veces hacían falta hasta tres hombres para sacar a un único espécimen. Unos útiles especiales, llamados arpones, se usaban (y se usan aún) para capturar peces grandes una vez que están al alcance de los pescadores. Clavar el arpón en el costado, aleta o incluso en el ojo de un pez conforma un asidero, sangriento pero eficaz, para subirlo a cubierta. Según algunos, es más efectivo clavar el extremo del arpón justo bajo la espalda. Otros, como los autores del manual de pesca de Naciones Unidas, afirman: «Si es posible[29] , arponéenlo en la cabeza». En los viejos tiempos[30] , los pescadores localizaban bancos de atunes y luego los capturaban uno a uno con cañas, sedales y arpones. Sin embargo, el atún que aparece hoy en nuestros platos nunca se pesca con el simple método de «caña y sedal», sino mediante uno de estos dos métodos modernos: con redes de cerco con jareta o con palangres. Como quería aprender más cosas sobre las técnicas más comunes de llevar al mercado los pescados más comúnmente comidos, mi investigación desembocó en estos dos métodos predominantes de la pesca del atún, y los describiré con mayor detalle más adelante. Pero antes de eso tenía muchas cosas que plantearme. Internet rebosa de vídeos de pesca. Vulgares temas de rock como banda sonora de unos hombres que se comportan como si acabaran de salvarle la vida a alguien después de capturar a un fatigado emperador o a un atún. Y luego está el subgénero de chicas en biquini arponeando, niños muy pequeños arponeando, gente que usa el arpón por primera vez. Mientras contemplaba el extraño ritual, mi mente no paraba de volver al pez que aparecía en esos vídeos, al momento en que el arpón está entre la mano del pescador y el ojo del pez… Ningún lector de este libro toleraría que alguien blandiera un arpón contra la cabeza de un perro. Nada podría ser más obvio y necesitar menos explicación. ¿Acaso esa preocupación está más fuera de lugar cuando se aplica al pescado, o somos tontos por tener esa consideración incuestionable hacia los perros? ¿El sufrimiento de una muerte provocada es algo cruel, sea cual sea el animal al que se le inflija, o sólo cuando hablamos de algunos animales concretos? ¿La familiaridad con los animales que hemos llegado a considerar de compañía puede convertirse en una guía para nosotros cuando pensamos en los animales que comemos? ¿A qué distancia nos quedan los peces (o vacas, cerdos y pollos) en el esquema de la vida? ¿Esa distancia podría ser la de un árbol, o un abismo? ¿Es relevante el concepto de proximidad o distancia en este ámbito? Si algún día nos encontráramos con una forma de vida más poderosa e inteligente que la nuestra, que nos mirara como nosotros miramos a los peces, ¿qué argumentos esgrimiríamos para que no nos comiera? Las vidas de miles de millones de animales cada año y la supervivencia de los mayores ecosistemas de nuestro planeta dependen de las poco razonadas respuestas que damos a esas preguntas. A pesar de todo, esas preocupaciones globales pueden parecer lejanas. Nos preocupamos más de lo que tenemos cerca, y nos cuesta muy poco olvidarnos de todo lo demás. También sentimos el potente impulso de hacer lo mismo que hacen quienes nos rodean, sobre todo cuando se trata de comida. La ética de la alimentación es tan compleja porque la comida se relaciona tanto con las papilas gustativas como con el gusto, con biografías individuales y con la historia social. Nuestro Occidente, obsesionado por la libre elección, es probablemente más tolerante con los individuos que optan por comer de manera distinta que cualquier otra cultura, pero irónicamente, el omnívoro, poco selectivo por definición —«Soy fácil: como de todo»— puede parecer socialmente más sensible que el individuo que intenta alimentarse de un modo que sea beneficioso para la sociedad. La elección de los alimentos viene determinada por muchos factores, pero la razón (incluso la conciencia) no suele ocupar los primeros puestos de la lista. El tema de comer animales tiene algo que provoca la polarización: no comerlos jamás o nunca plantearse en serio el hecho de no comerlos; uno debe convertirse en activista o despreciar a quienes lo son. Estas posturas opuestas —y la falta de voluntad, estrechamente relacionada, de tomar una postura al respecto— nos indican que comer animales es un tema importante. El hecho de comerlos o no, y de cómo comerlos, nos afecta profundamente. La carne está vinculada con la historia de quienes somos y de quienes queremos ser, desde el libro del Génesis a la última factura del supermercado. Propone significativas cuestiones filosóficas y es una industria que factura más de 140 mil millones[31] de dólares al año y que ocupa un tercio de la tierra[32] del planeta, da forma a los ecosistemas de los océanos[33] y podría decidir el futuro[34] del calentamiento global. Y sin embargo sólo parecemos capaces de pensar en los extremos de los argumentos: en los extremos lógicos más que en las realidades prácticas. Mi abuela dijo que se negó a comer cerdo aunque fuera para salvar la vida, y aunque el contexto en que se desarrollaba su historia es de los más extremos posibles, mucha gente parece incapaz de salir de ese marco de todo o nada cuando discute de los alimentos que escoge para comer en el día a día. Es una forma de pensar que no aplicaríamos a otros temas éticos. (Imaginad el dilema de mentir siempre o no mentir nunca). Ignoro las veces en que después de decirle a alguien que soy vegetariano, él o ella intentaban buscar una incoherencia en mi estilo de vida o trataban de buscar un error en una argumentación que yo no había hecho. (A menudo he pensado que mi vegetarianismo les importa más a esa gente que a mí mismo). Debemos encontrar una forma mejor de hablar sobre el hecho de comer animales. Necesitamos una forma que lleve la carne al centro del debate público de la misma manera en que se encuentra a menudo en el centro de nuestro plato. No es que aboguemos por un acuerdo colectivo. Por fuertes que sean nuestras intuiciones de lo que es bueno para nosotros personalmente, e incluso de lo que es bueno para el prójimo, todos sabemos de antemano que nuestras posturas chocarán con las de nuestros vecinos. ¿Qué hacemos, pues, ante esa realidad inevitable? ¿Dejamos el tema o encontramos la manera de reformularlo? Guerra De cada diez atunes[35], tiburones u otros grandes peces depredadores que había en nuestros océanos de cincuenta a cien años atrás sólo queda uno. Muchos científicos predicen la debacle total[36] de todas las especies de peces en menos de cincuenta años, mientras se realizan intensos esfuerzos por atrapar, matar y comer más animales marinos. La situación es tan extrema que los investigadores del Centro de Pesca[37] de la Universidad de British Columbia afirman que «nuestras interacciones con los recursos de pesca [también conocidos como peces] han empezado a tener visos de… guerras de exterminio». Por lo que he visto, «guerra» es exactamente la palabra que describe nuestra relación con los peces, ya que implica las tecnologías y técnicas que se utilizan contra ellos además del espíritu de dominación. A medida que profundizaba en el mundo de la ganadería industrial, me percaté de que las transformaciones radicales que ha sufrido la pesca en los últimos cincuenta años son representativas de algo que tiene un alcance mucho mayor. Hemos declarado la guerra, o mejor dicho hemos dejado que se declare la guerra, contra todos los animales que comemos. Es una guerra nueva y tiene un nombre: granjas industriales. Como sucede con la pornografía, las granjas industriales son difíciles de definir pero sencillas de identificar. En un sentido estricto es un sistema de ganadería industrializada e intensiva en el cual los animales —a menudo alojados por decenaso cientos de miles — son criados genéticamente, se encuentran restringidos en su movilidad y son alimentados a base de dietas antinaturales (que casi siempre incluyen fármacos, como los antimicrobianos). Si hablamos en términos globales, cada año hay unos 450 mil millones de animales[38] en granjas industriales. (No se lleva la cuenta de los peces). El noventa y nueve por ciento[39] de los animales terrestres que comemos o usamos para producir leche y huevos en Estados Unidos proceden de esas granjas. De manera que, aunque haya importantes excepciones, hablar hoy en día de comer animales es hablar de las granjas industriales. Más que un conjunto de prácticas, la granja industrial es todo un concepto, que se basa en reducir los costes de producción casi al mínimo e ignorar sistemáticamente, o «externalizar», costes como la degradación ambiental, las enfermedades humanas y el sufrimiento animal. Durante miles de años, los granjeros siguieron las leyes de la naturaleza. Las granjas industriales consideran la naturaleza un obstáculo al que vencer. La pesca industrial no es exactamente lo mismo, pero pertenece a la misma categoría y debe formar parte de la misma discusión: se une al mismo golpe de Estado agrícola. Esto resulta más evidente en la acuicultura (piscifactorías donde los peces viven confinados en viveros y son «cosechados»), pero es exactamente igual de cierto para la pesca de altura, que comparte el mismo espíritu y el mismo uso intensivo de la más moderna tecnología. Los capitanes de los barcos de pesca de hoy se parecen más a Kirk que a Ahab. Observan a los peces desde salas llenas de instrumentos electrónicos y planean los mejores momentos para capturar bancos enteros de una vez. Si se les escapan, los capitanes lo saben y atacan por segunda vez. Estos pescadores no sólo pueden mirar los bancos de peces que tienen a cierta distancia de sus barcos. Utilizan sistemas GPS además de otros para atraer a los peces (FAD) a través del océano. Los monitores transmiten información[40] a las salas de control de los barcos de pesca sobre la cantidad de peces y la ubicación exacta de los FAD. Una vez mostrada la imagen de la industria pesquera —los 1,4 mil millones de anzuelos[41] empleados anualmente en la pesca de palangre (cada uno con su pedazo de pescado[42] , calamar o carne de delfín como cebo); las 1200 redes[43] , de treinta metros de longitud cada una, usadas por una sola flota para capturar a una sola especie; la capacidad de un simple barco[44] de capturar cincuenta toneladas de animales marinos en apenas unos minutos—, resulta más fácil ver a los hombres de la mar contemporáneos más como a granjeros industriales que como a pescadores propiamente dichos. La tecnología de guerra[45] se ha aplicado a la pesca de una forma sistemática y literal. Radares, sonares (antaño usados para localizar submarinos enemigos), sistemas de navegación electrónicos desarrollados por la Armada, y, en la última década[46] del siglo XX, los GPS, otorgan a los pescadores capacidades sin precedente para identificar y volver a los puntos calientes de pesca. Se usan imágenes generadas por satélite de las temperaturas de los océanos para identificar los bancos de peces. El éxito de las granjas industriales depende de las imágenes entrañables que tienen los consumidores de la producción de alimentos —el pescador que atrapa a un pez, el criador de cerdos que conoce a cada uno de su gorrinos, el granjero de pavos que ve cómo los picos de sus crías rompen los huevos— porque esas imágenes se corresponden con algo que despierta en nosotros respeto y confianza. Pero estas persistentes imágenes son también las peores pesadillas de los granjeros industriales: tienen el poder de recordar al mundo que lo que ahora supone el 99 por ciento de las granjas no era mucho más de un 1 por ciento no hace tanto tiempo. Y el predominio de las granjas industriales podría ser derrotado. ¿Qué podría inspirar esa clase de cambio? Pocos conocen los detalles de las industrias de la carne y el pescado actuales, pero la mayoría capta lo esencial: que hay algo que no está bien. Los detalles son importantes, pero probablemente no conseguirán hacer cambiar a las personas por sí mismos. Hace falta algo más. 3 Vergüenza Entre las muchas cosas que puede decirse de sus diversos estudios sobre la literatura, Walter Benjamin fue el intérprete más sagaz de los cuentos con animales de Franz Kafka. La vergüenza[47] es crucial en las lecturas que Benjamin hizo de Kafka, y la interpretó como una sensibilidad moral única. La vergüenza es a la vez íntima, la sentimos en las profundidades de nuestro interior, y al mismo tiempo social, un sentimiento que en sentido estricto se da ante los demás. Para Kafka, la vergüenza es una respuesta y una responsabilidad ante los otros que son invisibles, ante la «familia desconocida», para usar una frase de El proceso. Es la experiencia esencial de la ética. Benjamin enfatiza que los ancestros de Kafka, su familia desconocida, incluyen a los animales. Los animales forman parte de esa comunidad ante la que Kafka puede sonrojarse, o lo que es lo mismo, se encuentran en la esfera de preocupación moral del autor. Benjamin también nos dice que los animales de Kafka son «receptáculos del olvido», una afirmación que, a primera vista, resulta misteriosa. Menciono estos detalles para introducir una anécdota sobre Kafka, un día en que su mirada se posó en unos peces del acuario de Berlín. Su amigo Max Brod la cuenta así: De repente empezó[48] a hablar con los peces de aquellas peceras iluminadas. «Ahora al menos puedo miraros en paz, ya no os como». Fue cuando se volvió vegetariano estricto. Si nunca habéis oído a Kafka diciendo esa clase de cosas con sus propios labios, es difícil imaginar con qué sencillez y facilidad, sin la menor afectación y sin el menor sentimentalismo, que era algo que le resultaba totalmente ajeno, las expresaba. ¿Qué llevó a Kafka a convertirse en vegetariano? ¿Y a qué viene ese comentario sobre el pescado que cita Brod para introducimos la dieta de Kafka? Seguro que Kafka también comentó cosas sobre animales terrestres en el proceso de hacerse vegetariano. Una posible respuesta radica en la conexión que hace Benjamin, por un lado, entre animales y vergüenza, y por otro entre animales y olvido. La vergüenza es la obra de la memoria contra el olvido. La vergüenza es la sensación que nos invade cuando olvidamos casi por completo, pero no del todo, las expectativas sociales y nuestras obligaciones para con los otros, a cambio de nuestra satisfacción inmediata. Para Kafka, el pescado debía de ser el ejemplo vivo del olvido: sus vidas son olvidadas de una manera radical, mucho más que la de sus congéneres terrestres. Más allá de este olvido literal de los animales al comerlos, los cuerpos de estos animales cargaban, en opinión de Kafka, con el peso del olvido de todas esas partes de nosotros mismos que preferimos olvidar. Cuando deseamos expresar desaprobación por una parte de nuestra naturaleza, la llamamos «naturaleza animal», y nos dedicamos a reprimirla u ocultarla, y sin embargo, como Kafka sabía mejor que muchos, a veces nos despertamos y nos sentimos, aún, meros animales. Y esto parece acertado. Por decir algo, no nos sonrojamos por vergüenza delante los peces. Podemos reconocer partes de nosotros en ellos —espinas dorsales, nociceptores (receptores del dolor), endorfinas (que alivian ese dolor), todas las familiares respuestas al dolor—, pero luego negar que esas similitudes importen, negando al mismo tiempo partes importantes de nuestra humanidad. Lo que olvidamos de los animales es lo que empezamos a olvidar de nosotros mismos. Hoy en día, en la cuestión de comer animales subyace no sólo nuestra habilidad básica para responder a la vida sensible, sino nuestra habilidad para responder a partes de nuestra propia esencia animal. Se ha declarado una guerra no sólo entre nosotros y ellos, sino entre nosotros mismos. Es una guerra vieja comoel tiempo y más desequilibrada que ninguna otra. Tal y como señala el filósofo y sociólogo Jacques Derrida, es una lucha desigual[49] , una guerra (cuya desigualdad podría ser revertida algún día) establecida por un lado entre aquellos que violan no sólo la vida animal sino también, e incluso, este sentimiento de compasión, y, por el otro, quienes apelan al testimonio irrefutable de esta piedad. La guerra se libra sobre el tema de la piedad. Es una guerra probablemente eterna, pero… se encuentra ahora en una fase crítica. Estamos atravesando esa fase, y esta nos atraviesa a nosotros. Pensar en la guerra que estamos librando no es sólo un deber, una responsabilidad, una obligación, sino también una necesidad, un cerco al que, nos guste o no, directa o indirectamente, nadie puede escapar… El animal nos mira y estamos desnudos ante él. El animal capta nuestra atención en silencio. El animal nos contempla y, tanto si desviamos la mirada (del animal, del plato, de nuestra preocupación, de nosotros mismos) como si no lo hacemos, quedamos expuestos. Tanto si cambiamos de vida o no, hemos respondido. No hacer nada es hacer algo. Tal vez la inocencia de los niños y el hecho de que no tengan ciertas responsabilidades les permita captar el silencio de un animal y contemplarlo con más facilidad que un adulto. Tal vez nuestros hijos, al menos, no se han alineado en un bando de esta guerra, sólo toman el botín. Mi familia vivió en Berlín durante la primavera de 2007, y pasamos varias tardes en el acuario. Observamos los mismos inmensos tanques, u otros exactamente iguales, que Kafka había contemplado. Me fascinó en especial la visión de los caballitos de mar: esas extrañas criaturas que parecen sacadas de un juego de ajedrez y que ocupan un lugar especial en el imaginario popular. Los caballitos de mar aparecen[50] no sólo en su variedad ajedrecística, sino también en pajitas para beber y adornos para las plantas, y su tamaño varía desde los 3 cm a los 30 cm. Es evidente que no soy el único que se ha sentido fascinado por la apariencia siempre sorprendente de esos peces. (Deseamos verlos[51] hasta tal punto de que millones mueren en el acuario y para ser vendidos como souvenirs). Y es precisamente este extraño sesgo estético lo que me hace dedicarles tiempo aquí, mientras apenas menciono a otros animales, seres más cercanos al tema que nos ocupa. Los caballitos de mar son el extremo del extremo. Inspiran admiración[52] más que otros muchos animales. Hacen que nos fijemos en las sorprendentes similitudes y diferencias que existen entre una especie de criaturas y las demás. Pueden cambiar de color para fundirse con su entorno y mueven su aleta dorsal casi a la misma velocidad con que un ruiseñor bate sus alas. Como carecen de dientes y estómago, la comida se mueve a través de ellos casi al instante, lo cual les lleva a comer constantemente. (De ahí vienen elementos adaptativos tales como unos ojos que se mueven independientemente, lo que les permite buscar a sus presas sin tener que volver la cabeza). No son unos nadadores excepcionales, pueden morir de agotamiento si se ven atrapados incluso en las corrientes más débiles, de manera que prefieren anclarse en las hierbas marinas o en el coral, o unos a otros: les gusta nadar en pareja, unidos por sus colas prensiles. Los caballitos de mar tienen complejas rutinas para el cortejo y tienden a aparearse en noches de luna llena, emitiendo sonidos musicales al hacerlo. Viven en parejas monógamas que duran mucho tiempo. Sin embargo, quizá lo que resulta más inusual es que sea el macho el que lleve a las crías en su interior durante casi seis semanas. Los machos quedan literalmente «embarazados», y no sólo llevan a sus crías sino que fertilizan y nutren esos huevos con secreciones de fluidos. La imagen de los machos dando a luz es algo perturbador: un líquido turbio les sale de la bolsa abdominal, y como por arte de magia, unos minúsculos pero totalmente formados caballitos de mar surgen de esa nube. Mi hijo no se impresionó lo más mínimo. Debería haberle encantado el acuario, pero lo cierto es que lo aterró y se pasó todo el tiempo suplicando volver a casa. Quizá notó algo en lo que, para mí, eran rostros mudos de animales marinos. O más probablemente se asustó de aquella oscuridad húmeda, del carraspeo de las bombas de agua, o del gentío. Supuse que si íbamos más veces, y nos quedábamos suficiente rato, él se percataría (¡eureka!) de que en realidad le gustaba estar allí. No sucedió nunca. Como escritor que está al tanto de la historia de Kafka, llegué a sentir cierta vergüenza en el acuario. Reflejado en los tanques no veía el rostro de Kafka. Ese semblante pertenecía a un escritor que, cuando se comparaba con su héroe, resultaba groseramente, vergonzosamente inadecuado. Y, como judío en Berlín, sentí otros matices de vergüenza. Estaba también la de ser un turista, y la de ser norteamericano cuando se hicieron públicas las fotos de Abu Ghraib. Y la de ser humano: vergüenza de saber que veinte de las casi treinta y cinco especies[53] clasificadas de caballitos de mar del mundo se hallan en peligro de extinción porque resultan muertos «accidentalmente» en la producción de comida marina. La vergüenza ante esas matanzas indiscriminadas que no obedecen a una justificación nutricional, a motivos políticos, al odio irracional o a un conflicto humano insostenible. Sentí vergüenza por las muertes que mi cultura justificaba con una excusa tan débil como el sabor del atún (los caballitos de mar son una de las cien especies marinas[54] que mueren como presa colateral en la industria atunera moderna) o argumentando que las gambas son unos deliciosos entremeses (la pesca de gambas devasta[55] la población de caballitos de mar más que ninguna otra actividad). Sentí vergüenza por vivir en una nación que goza de una prosperidad sin precedentes, una nación que gasta menos en comida que ninguna otra en la historia de la humanidad, pero que en nombre de los bajos costes trata a los animales que come con una crueldad tan extrema que sería ilegal si se le aplicara a un perro. Y nada inspira más vergüenza que el hecho de ser padre. Los niños nos enfrentan a nuestras paradojas e hipocresías, las sacan a la luz. Hay que encontrar una respuesta para cada porqué —¿Por qué hacemos esto? ¿Por qué no lo otro?— y a menudo no existe una buena. Así que acabas diciendo: porque sí. O cuentas una historia a sabiendas de que no es cierta. Y, aunque aguantes el tipo, te sonrojas por dentro. La vergüenza de la paternidad, que es una vergüenza positiva, aparece porque queremos que nuestros hijos sean más auténticos que nosotros, darles respuestas satisfactorias. Mi hijo no sólo me inspiró a reconsiderar qué clase de consumidor de carne animal soy, sino que me avergonzó hasta que reconsideré mi postura. Y luego está George, dormida a mis pies mientras escribo estas palabras, con el cuerpo contorsionado para encajar en el rectángulo de sol que se proyecta en el suelo. Mueve las patas en el aire, así que debe de soñar que está corriendo. ¿En pos de una ardilla? ¿Jugando con otro perro en el parque? Tal vez sueña que está nadando. Me encantaría penetrar en ese cráneo alargado y ver qué lío mental bulle en él. En ocasiones, cuando sueña emite un pequeño aullido: unas veces lo bastante fuerte para despertarse, otras lo bastante para despertar a mi hijo. (Ella siempre vuelve a dormirse; mi hijo, nunca). Algunos días, ella se despierta de un sueño jadeando, se pone en pie de un salto, se me acerca hasta que noto su cálido aliento en la cara y me mira directamente a los ojos. Entre nosotros hay… ¿qué? La ganadería industrial[56] realiza una contribución al calentamiento global que es un 40% mayor que la de todo el sector del transporte junto, lo que la convierte en la responsable número uno del cambio climático. ANIMAL Antes de ir a ver granja alguna, pasé más de un año empapándome de textos sobre el tema de comer animales: historias sobre la ganaderíaindustrial, documentos del sector y del Departamento de Agricultura de Estados Unidos (USDA), panfletos de activistas, obras filosóficas relevantes y numerosos libros existentes sobre comida que tocan el tema de la carne. Con frecuencia me sentí desconcertado. A veces la desorientación era el resultado de la confusión de términos como «sufrimiento», «alegría» y «crueldad». Esto parecía ser en ocasiones un efecto buscado. Uno nunca puede fiarse del todo del lenguaje, pero cuando se trata del tema de comer animales, las palabras se usan tan a menudo para desviar y camuflar como para comunicar. Algunas palabras, como «ternera», nos ayudan a olvidar de qué estamos hablando realmente. Otras, como «fresco», pueden confundir a aquellos cuyas conciencias buscan la verdad. Otras, como «feliz», significan lo contrario de lo que dan a entender. Y algunas, como «natural», no significan prácticamente nada. Nada podría parecer a primera vista más «natural» que la separación que existe entre humanos y animales (ver: SEPARACIÓN ENTRE LAS ESPECIES). Sin embargo, no todas las culturas poseen la categoría «animal» o alguna categoría equivalente en su vocabulario: la Biblia, por ejemplo, carece de palabra alguna que pueda equipararse al vocablo «animal». Incluso según la definición del diccionario, los humanos son y no son animales. Pero lo más frecuente es que usemos esa palabra para referirnos a todas las criaturas (desde el orangután a la gamba, pasando por el perro), menos a los humanos. Dentro de cada cultura, incluso dentro de cada familia, sus miembros entienden de manera distinta qué es un animal. Es probable que dentro de uno mismo haya también distintas opiniones al respecto. ¿Qué es un animal[58]? El antropólogo Tim Ingold[57] formuló esa pregunta a un grupo de eruditos pertenecientes al ámbito de la antropología social y cultural, de la arqueología, la biología, la psicología, la filosofía y la semiótica. Les resultó imposible llegar a un consenso en el significado de esa palabra. Significativamente, sin embargo, existían dos importantes puntos de acuerdo: «En primer lugar, que en nuestras ideas sobre la esencia animal subyace una fuerte corriente emocional; y en segundo, que someter estas ideas a un escrutinio crítico implica exponer aspectos de la comprensión de nuestra propia humanidad que son altamente sensibles y están enormemente inexplorados». Preguntar «¿qué es un animal?» por ejemplo, leerle a un niño un cuento sobre un perro, o apoyar los derechos de los animales, revierte de manera inevitable en plantearse qué significa ser uno de nosotros en lugar de uno de ellos. Es lo mismo que preguntar: «¿qué es un ser humano?». ANTROPOCENTRISMO La convicción de que el ser humano es el elemento cumbre de la evolución, la regla apropiada por la que medir las vidas de otros animales y el propietario, por derecho propio, de todo ser vivo. ANTROPOMORFISMO El impulso de proyectar la experiencia humana sobre el resto de los animales, como cuando mi hijo pregunta si George se sentirá sola. La filósofa italiana Emanuela Cenami Spada escribió: El antropomorfismo es un riesgo[59] que debemos correr, porque debemos referirnos a nuestra propia experiencia humana con el fin de formular preguntas sobre la experiencia animal… La única cura disponible [para el antropomorfismo] es la crítica continuada de las definiciones con las que trabajamos con el fin de dar respuestas más adecuadas a las preguntas, y a ese problema embarazoso que nos presentan los animales. ¿Cuál es ese problema embarazoso? Que no simplemente proyectamos las experiencias humanas sobre los animales; somos (y a la vez no somos) animales. ANTROPONEGACIÓN El rechazo a otorgar parecidos significativos entre la experiencia humana y la del resto de los animales, como cuando mi hijo me pregunta si George se sentirá sola cuando nos marchemos y yo le digo: «George no se siente sola». AVES (POLLOS, GALLINAS) No todas las aves de corral tienen que soportar la vida en jaulas. Sólo en este sentido puede decirse que los pollos (los que se convierten en carne, en oposición a las gallinas ponedoras) tienen suerte: consiguen al menos unos novecientos treinta centímetros cuadrados[61] de espacio. Para los no granjeros lo que acabo de escribir puede resultar confuso. Es probable que para la mayoría los pollos sean sólo pollos. Pero, durante el pasado medio siglo, han existido en realidad dos clases: los pollos propiamente dichos, que se usan para carne, y las gallinas ponedoras, cada uno con distinta genética. A veces los englobamos bajo el mismo nombre, pero sus cuerpos y metabolismos son radicalmente distintos, y están preparados para cumplir «funciones» diferentes. Las gallinas ponen huevos. (Producción que se ha doblado[62] desde los años treinta). Los pollos se comen. (En el mismo periodo, han sido preparados para crecer[63] el doble de tamaño en la mitad del tiempo. Antaño estas aves tenían una esperanza de vida de quince a veinte años[64] , pero el típico pollo de hoy muere aproximadamente a las seis semanas. Su tasa de crecimiento diario se ha incrementado en un 400 por ciento[65] ). Esto suscita toda clase de extrañas cuestiones, cuestiones que antes nunca había tenido motivo para preguntarme, como: «¿Qué pasa con la descendencia masculina de las gallinas ponedoras?». Si el hombre no los ha escogido para servir de comida, y es evidente que la naturaleza tampoco los ha diseñado para poner huevos, ¿para qué sirven? Para nada. Por eso, la mitad de los pollitos nacidos en Estados Unidos (más de 250 millones de pollitos[66] al año) son destruidos. ¿Destruidos? Parece una palabra de la que merece la pena saber más. La mayor parte de los pollitos son destruidos[67] mediante un proceso de succión que los conduce a través de una serie de tubos hasta depositarlos en una placa electrificada. No es la única forma, aunque resulta imposible saber cuáles son más afortunados. Algunos van a parar[68] a enormes contenedores de plástico. Los débiles quedan aplastados al fondo, donde se ahogan lentamente. Los fuertes se ahogan lentamente en la parte superior. Otros pasan, plenamente conscientes[69] , a los «maceradores» (que viene a ser un astillador de madera para pollos). ¿Cruel? Depende de tu definición de la crueldad (ver: CRUELDAD). AVES EN JAULAS ¿Es un ejemplo de antropomorfismo tratar de imaginarse a uno mismo enjaulado en una granja? ¿Es antroponegación[60] no hacerlo? Una jaula típica para gallinas ponedoras tiene unos cuatrocientos treinta centímetros cuadrados de suelo[70]: una distancia que se halla entre el tamaño de un folio y el de una página impresa. Esas jaulas se apilan[71] en columnas de entre tres y nueve unidades —Japón posee la unidad de jaulas más alta, que alcanza los dieciocho pisos— en cobertizos sin luz. Imaginad que os halláis en un ascensor abarrotado, un ascensor tan abarrotado que no os podéis dar la vuelta sin chocar (y por tanto molestar) al vecino. El ascensor está tan abarrotado que los pies no os tocan el suelo. Esto es en el fondo una bendición, ya que el suelo de rejilla está hecho de alambre, lo que os provoca cortes en los pies. Pasado un cierto tiempo, los ocupantes del ascensor perderán su capacidad de trabajar en interés del grupo. Algunos se volverán violentos; otros enloquecerán. Unos cuantos, privados de comida y de esperanza, optarán por el canibalismo. No hay respiro, ni alivio. Ningún reparador de ascensores va de camino. Las puertas se abrirán una sola vez, al final de tu vida, para dar paso a un viaje al único sitio que puede ser peor (ver: PROCESAMIENTO). CACA DE LA VACA 1) Excrementos vacunos (ver también: ECOLOGISMO). 2) Afirmaciones falsas o con ánimo de confundir, tales como: CAPTURA INCIDENTAL Quizá la quintaesencia de la caca de la vaca, como su propio nombre indica, la captura incidental, se refiere a las especies marinas atrapadas por accidente: excepto que esos «accidentes» no son tales, ya que la captura incidental ha sido conscientemente
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