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Goody, J (2011) El robo de la historia Madrid, España Akal - Nancy Mora

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E L R O B O D E 
L A H I S T O R I A 
 
 
J A C K 
G O O D Y 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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AKAL UNIVERSITARIA 
Serie Interdisciplinar
Director de la serie:
José Carlos Bermejo Barrera
Diseño interior y cubierta: RAG
Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en 
el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas 
de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización 
reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, 
una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.
Título original 
The Theft o f History
© Jack Goody, 2006 
Publicado originalmente por Cambridge University Press, 2006
© Ediciones Akal, S. A., 2011 
para lengua española
Sector Foresta, 1 
28760 Tres Cantos 
Madrid - España
Tel.: 918 061 996 
Fax: 918 044 028
www.akal.com
ISBN: 978-84-460-2758-4 
Depósito legal: M-9.296-2011
Impreso en Lavel, S.A. 
Humanes (Madrid)
http://www.akal.com
JACK GOODY
EL ROBO DE LA HISTORIA
Traducción de:
Raquel Vázquez Ramil
Para Juliet
«En muchas ocasiones las generalizaciones de las ciencias sociales -y 
esto es aplicable tanto a Asia como a Occidente- parten de la creencia de 
que Occidente ocupa la posición de salida obligada en la construcción 
del conocimiento general. Los conceptos de casi todas nuestras categorías 
(política y economía, Estado y sociedad, feudalismo y capitalismo) se 
han erigido fundamentalmente sobre la base de la experiencia histórica 
occidental»
(Blue y Brook, 1999)
«Hay que aceptar de momento el dominio euro-americano del mundo 
académico como una desagradable aunque ineludible contrapartida al 
desarrollo paralelo del poder material y de los recursos intelectuales del 
mundo occidental. Pero debemos admitir sus peligros y los constantes 
esfuerzos que se hacen por superarlos. La antropología es un vehículo 
adecuado para ello...»
(Southall, 1998)
AGRADECIMIENTOS
He presentado versiones de capítulos de este libro en diversos congre­
sos: sobre Norbert Elias en Maguncia y en Montreal; sobre Braudel (y 
Weber) en Berlín, y sobre valores en un congreso de la UNESCO en Ale­
jandría; desde un gunto de vista más general sobre el tema de la historia 
del mundo en el Seminario de Historia Comparativa de Londres; sobre el 
amor en un congreso organizado por Luisa Passerini, en el Departamento 
de la India de la Universidad John Hopkins de Washington, en la Univer­
sidad Americana de Beirut, en el Instituto de Estudios Avanzados de Prin- 
ceton, y de forma detallada en el Programa de Estudios Culturales de la 
Universidad Bilgi de Estambul.
5
INTRODUCCIÓN
El título «robo de la historia» alude a la apropiación de la historia por 
parte de Occidente. Es decir, el pasado se conceptualiza y presenta según 
lo que ocurrió a escala provincial en Europa, casi siempre en la Europa 
occidental, y que l»ego se impuso al resto del mundo. El continente euro­
peo presume de haber inventado una serie de instituciones portadoras de 
valores como la «democracia», el «capitalismo» mercantil, la libertad y 
el individualismo. Sin embargo, estas instituciones existen también en 
otras muchas sociedades humanas. Entiendo que lo mismo ocurre con 
ciertas emocionSS como el amor (o el amor romántico), cuyo origen se ha 
situado casi siempre en Europa en el siglo xn y que se han vinculado de 
modo intrínseco a la modernización de Occidente (la familia urbana, por 
ejemplo).
Esto resulta evidente en el relato que nos ofrece el distinguido histo­
riador Trevor-Roper en su libro The rise ofChristian Europe. Trevor-Ro- 
per subraya los destacados progresos de Europa desde el Renacimiento 
(aunque algunos historiadores comparativos no reconocen dicha superio­
ridad hasta el siglo xix). Y considera que tales progresos fueron obra ex­
clusiva del continente europeo. La superioridad podría ser temporal, pero 
Trevor-Roper afirma:
Los nuevos gobernantes del mundo, sean quienes sean, heredarán una 
situación construida por Europa y sólo por Europa. Son las técnicas euro­
peas, los ejemplos europeos, las ideas europeas las que han arrancado al 
mundo no europeo de su pasado: de la barbarie en Africa; de una civiliza­
ción mucho más antigua, lenta y majestuosa en Asia; y la historia del 
mundo, durante los últimos cinco siglos, ha sido historia europea en todos
7
los aspectos realmente significativos. No creo que tengamos que discul­
pamos porque nuestro estudio de la historia sea eurocéntrico1.
Trevor-Roper define así el trabajo del historiador: «Para comprobarla 
[su filosofía] todo historiador debe empezar por viajar al extranjero, inclu­
so a países hostiles». Opino que Trevor-Roper no ha viajado fuera de 
Europa, ni conceptual ni empíricamente. Más aún, aunque admite que los 
progresos concretos comenzaron en el Renacimiento, adopta un enfoque 
esencialista que atribuye dichos progresos a que la cristiandad tenía «en sí 
misma las fuentes de una nueva y enorme vitalidad»2. Algunos historiado­
res tal vez consideren a Trevor-Roper un caso extremo, pero como preten­
do demostrar, hay otras muchas versiones sutiles de tendencias similares 
que atañen a la historia de ambos continentes y del mundo.
Tras varios años viviendo entre «tribus» africanas y en un reino de 
Ghana, comencé a cuestionar una serie de pretensiones de los europeos en 
las que se arrogaban el «invento» de formas de gobierno (como la demo­
cracia), de formas de parentesco (como la familia nuclear), de formas de 
intercambio (como el mercado), y de formas de justicia, que al menos en 
fase embrionaria se encontraban ampliamente representadas en muchos 
otros lugares. Estas pretensiones se plasman en la historia, tanto en la 
disciplina académica como en el discurso popular. Evidentemente, se han 
producido grandes logros en Europa en los últimos tiempos y debemos 
tenerlos en cuenta. Pero por lo general deben mucho a otras culturas ur­
banas, como la de China. Por otro lado, la divergencia entre Occidente y 
Oriente, tanto económica como intelectual, es relativamente reciente y 
quizá sea transitoria. Sin embargo, muchos historiadores europeos han 
considerado que la trayectoria del continente asiático, y por extensión la 
del resto del mundo, viene determinada por un proceso de desarrollo muy 
distinto (caracterizado por el «despotismo asiático» para las tendencias 
extremas) que se opone a mi comprensión de otras culturas y de la ar­
queología primitiva (antes y después de la escritura). Uno de los objetivos 
de este libro es afrontar estas evidentes contradicciones reexaminando la 
forma en que los historiadores europeos han interpretado los cambios bá­
sicos de la sociedad desde la Edad del Bronce, aproximadamente en el 
año 3000 a.C. Con esta idea volví a leer y a repasar, entre otras, las obras 
de historiadores a quienes tributo gran admiración: Braudel, Anderson, 
Laslett y Finley.
El resultado es fundamental para entender la forma en que estos escri­
tores, incluyendo a Marx y Weber, han abordado la historia del mundo. 
Por tanto, he procurado introducir una perspectiva más amplia y compa­
rativa en debates como el de las características comunales e individuales
1 H. R. Trevor-Roper, 1965, p. 11.
2 Ibid., p.21.
8
de la vida humana, las actividades mercantiles y no mercantiles, la demo­
cracia y la «tiranía». Se trata de aspectos en los que los investigadores 
occidentales han definido el problema de la historia cultural dentro un 
marco limitado. Sin embargo, cuando abordamos la Antigüedad y el de­
sarrollo inicial de Occidente, una cosa es despreciar las sociedades primi­
tivas («¿a pequeña escala?») en las que se especializanlos antropólogos. 
Pero el desprecio de las grandes civilizaciones de Asia o, alternativamen­
te, su catalogación como «Estados asiáticos», es un asunto mucho más 
grave que exige un replanteamiento no sólo de la historia de Asia, sino 
también de la de Europa. Según el historiador Trevor-Roper, Ibn Jaldún 
consideró la civilización de Oriente mucho más asentada que la de Occi­
dente. Los orientales tenían «una civilización sólida, con raíces tan pro­
fundas, que podría sobrevivir a sucesivas conquistas»3. Casi ningún histo­
riador europeo comparte esta idea.
Mi argumento es producto de una reacción de antropólogo (o de soció­
logo comparativo) frente a la «historia moderna». Me encontré un proble­
ma general al leer las obras de Gordon Childe y de otros prehistoriadores 
que describían el desarrollo de las civilizaciones de la Edad del Bronce en 
Asia y Europa como algo que seguía líneas hasta cierto punto paralelas. 
Entonces, ¿cómo es que muchos historiadores europeos observan un de­
sarrollo totalmente distinto en los dos continentes a partir de la «Antigüe­
dad» el cual desemboca en la «invención» del «capitalismo» por los occi­
dentales? El único debate sobre esta divergencia inicial se reducía al 
desarrollo de la agricultura de regadío en zonas de Oriente, oponiéndola 
con los sistemas accidentales de secano4. El argumento pasaba por alto las 
numerosas similitudes derivadas de la Edad del Bronce en la agricultura 
con arado, la tracción animal, los oficios urbanos y otras particularidades, 
entre las que hay que incluir el desarrollo de la escritura y los sistemas de 
conocimiento propiciados por ella, así como otros muchos usos del alfa­
betismo que he analizado en La lógica de la escritura y la organización 
de la sociedad (1986).
Me parece un error considerar la situación únicamente en términos de 
ciertas diferencias un tanto limitadas en los modos de producción cuando 
existen tantas similitudes, no sólo en la economía, sino también en las 
formas de comunicación y en las formas de destrucción, como por ejem­
plo el uso de la pólvora. Todas estas similitudes, incluyendo desde un 
punto de vista más general las de la estructura familiar y las culturales, se 
pasaron por alto para subrayar, en cambio, la hipótesis «oriental» que re­
salta las diferentes trayectorias históricas entre Oriente y Occidente.
Las numerosas similitudes entre Europa y Asia en los modos de pro­
ducción, comunicación y destrucción se aprecian mejor cuando se com­
5 Ibid., p.27.
4 K. Wittfogel, 1957.
9
paran con África, pero tienden a ignorarse si la noción de tercer mundo se 
aplica de forma indiscriminada. Algunos autores, en particular, omiten el 
hecho de que África dependió durante mucho tiempo de la agricultura de 
la azada, sin conocer la agricultura del arado ni la irrigación compleja. 
Nunca experimentó la revolución urbana de la Edad del Bronce. Sin em­
bargo, el continente no estaba tan aislado; los reinos de los asante y del 
Sudán occidental producían oro que, junto con esclavos, se transportaba a 
través del Sahara hasta el Mediterráneo. Las ciudades andaluzas e italia­
nas contribuyeron al intercambio de mercancías orientales, puesto que 
Europa necesitaba lingotes de oro5. A cambio, Italia enviaba cuentas de 
cristal veneciano, sedas y algodones indios. Un activo mercado establecía 
tenues relaciones entre las economías de la azada y el incipiente «capita­
lismo» mercantil y la agricultura de secano del sur de Europa, por un lado, 
y las economías urbanas y manufactureras y la agricultura de regadío de 
Oriente, por el otro.
Aparte de estos vínculos entre Europa y Asia y de las diferencias entre 
el modelo euroasiático y el africano, me llamaron la atención ciertas simi­
litudes en los sistemas de familia y parentesco de las principales socieda­
des de Europa y Asia. En contraste con el «precio de la novia» (o mejor la 
«donación nupcial») de África, donde el clan del novio daba bienes o 
servicios al clan de la novia, en Asia y Europa encontramos la asignación 
de propiedades paternas a las hijas, bien fuese por herencia a la muerte del 
padre o por dote antes del matrimonio. Esta similitud en Eurasia forma 
parte de un paralelismo más extenso entre instituciones y actitudes que 
caracteriza los esfuerzos de los colegas especializados en historia de la 
familia y de la demografía, quienes continúan tratando de explicar en de­
talle las particularidades del modelo matrimonial «europeo» que se en­
cuentra en Inglaterra desde el siglo xvi y asocian esa diferencia, casi 
siempre implícitamente, con el desarrollo del «capitalismo» en Occiden­
te. La asociación me parece cuestionable y la insistencia en las diferencias 
entre Occidente y los demás resulta etnocéntrica6. Sostengo que, aunque 
la mayoría de los historiadores procuran evitar el etnocentrismo (en cuan­
to teleología), casi nunca lo logran debido a su escaso conocimiento de lo 
demás (incluidos sus propios orígenes). Esa limitación los lleva muchas 
veces a hacer afirmaciones insostenibles, implícita e explícitamente, so­
bre la singularidad de Occidente.
Cuanto más estudio las otras facetas de la cultura de Eurasia y mejor 
conozco partes de la India, China y Japón, más me ratifico en que la so­
ciología y la historia de los grandes Estados o «civilizaciones» de Eurasia 
deben considerarse como variaciones mutuas. Eso es precisamente lo que 
impide considerar las ideas sobre el despotismo y el excepcionalismo
5 E. W. Bovill, 1933.
6 J.Goody, 1976.
10
asiático y sobre las distintas formas de racionalidad y de «cultura» desde 
una perspectiva más general. Frena la investigación «racional» y la com­
paración al recurrir a distinciones categóricas: Europa tuvo unas cosas 
(Antigüedad, feudalismo, capitalismo), y ellos (todos los demás) no. Na­
turalmente, existen diferencias. Pero hace falta una comparación más cau­
telosa, no un tosco contraste entre Oriente y Occidente que siempre se 
resuelve a favor de este último7.
Hay unos cuantos detalles analíticos que deseo apuntar desde el prin­
cipio, puesto que su postergación me parece en parte responsable de nues­
tras quejas actuales. En primer lugar, existe una tendencia natural a orga­
nizar la experiencia asumiendo la centralidad de quien la experimenta: 
sea un individuo, un grupo o una comunidad. Una de las formas que pue­
de adoptar esta actitud es lo que denominamos etnocentrismo que, por 
otro lado, también fue característico de los griegos y los romanos, así 
como de otras comunidades. Todas las sociedades humanas manifiestan 
cierto grado de etnocentrismo que, en parte, es una condición de la iden­
tidad personal y social de sus miembros. El etnocentrismo, del que son 
variedades el eurocentrismo y el orientalismo, no sólo es un mal europeo: 
los navajos del sudoeste de Estados Unidos, que se definen como «el pue­
blo», también lo practican. Lo mismo que los judíos, los árabes y los 
chinos. Por eso, s itien valoro su diferente intensidad, me resisto a aceptar 
afirmaciones que sitúan esos prejuicios en la década de 1840, como hace 
Bemal8 con la Grecia antigua, o en los siglos x v ii y xvm, como en el caso 
de Hobson9 con Europa, puesto que ambos sesgan la historia y convierten 
en excepción algo mucho más general. Los antiguos griegos no le tenían 
mucho cariño a «Asia», y los romanos discriminaron a los judíos10. Las 
razones varían. Los judíos fundamentaron las suyas en motivos religio­
sos, los romanos priorizaron la proximidad a la capital y a la civilización, 
los europeos contemporáneos las fundamentan en el éxito del siglo xix. Y 
así, existiría un oculto riesgo etnocéntrico en considerar eurocéntrico el 
etnocentrismo, una trampa en la que han caído a menudo el poscolonialis­
mo y el posmodemismo. Pero si Europa no inventó el amor, la democra­
cia, la libertad y el capitalismo mercantil, como yo sostengo, tampoco 
inventó el etnocentrismo.
Sin embargo, el problema de eurocentrismo exagerado por la particu­
lar visión del mundo en la Antigüedad europea, visiónfortalecida por la 
autoridad producto del sistema ampliamente utilizado de escritura alfabé­
tica griega, caló en el discurso historiográfico europeo, proporcionando 
una capa supuestamente científica a una variante del fenómeno común.
7 M .I. Finley, 1981.
8 M. Bemal, 1987.
5 J. M. Hobson, 2004.
10 M. Goodman, 2004, p. 27.
11
La primera parte del libro se concentra en un análisis de estas afirmacio­
nes con respecto a la secuenciación y cronología de la historia.
En segundo lugar, es importante entender cómo surgió la idea de una 
divergencia radical entre Europa y Asia (cosa que analizaré principalmen­
te en el caso de la Antigüedad)11. El eurocentrismo inicial se vio agravado 
por acontecimientos posteriores en ese continente, y por el dominio mun­
dial en varios aspectos que se consideraban primordiales. Empezando en 
el siglo xvi, Europa adquirió una posición dominante en el mundo en 
parte gracias al Renacimiento, a través de los progresos en las armas y las 
velas12 que permitieron explorar y descubrir nuevos territorios y desarro­
llar su empresa mercantil, del mismo modo que la invención de la impren­
ta facilitó la divulgación del conocimiento13. A finales del siglo xvill, 
con la Revolución industrial, alcanzó realmente el dominio económico a 
escala mundial. Cuando existe un contexto de dominio, el etnocentrismo 
adopta un aspecto más agresivo. Las «otras razas» se convierten automá­
ticamente en «razas inferiores», y en Europa una sofisticada erudición (a 
veces de tono racista, aunque en muchos casos se consideró que la supe­
rioridad no era natural, sino más bien cultural) elaboró razones para fun­
damentar tal idea. Algunos creían que Dios, el Dios cristiano o la religión 
protestante, lo había querido. Y muchos lo siguen creyendo. Como han 
señalado algunos autores, hay que explicar este dominio. Pero las expli­
caciones basadas en factores primordiales de antigua raigambre, raciales 
o culturales, resultan poco satisfactorias, no sólo desde el punto de vista 
teórico, sino también desde el empírico, puesto que la divergencia fue 
tardía. Y debemos procurar no interpretar la historia desde una perspecti­
va teleológica, o sea, interpretando el pasado con los ojos del presente, 
retrotrayendo el progreso contemporáneo a épocas anteriores, casi siem­
pre en términos más «espirituales» de lo recomendable.
La rotunda linealidad de los modelos teleológicos, que agrupa todo lo 
no europeo en la categoría de lo carente de Antigüedad y empuja a la 
historia europea hacia una narración de cambios dudosamente progresis­
tas, ha de ser sustituida por una historiografía que adopte un enfoque más 
flexible en la periodización, que no asuma la superioridad unilateral de 
Europa en el mundo premodemo, y que relacione la historia europea con 
la cultura compartida de la revolución urbana y de la Edad del Bronce. 
Debemos considerar los sucesos históricos posteriores de Eurasia como 
un conjunto dinámico de rasgos y relaciones en interacción continua y 
múltiple, asociados sobre todo con la actividad mercantil («capitalista»)
11 Este punto alude a la discusión de Ernest Gellner con Edward Said sobre el orientalismo 
en E. Gellner, 1994.
12 C. Cipolla, 1965.
13 Esta superioridad fue cuestionada por Hobson en la obra citada, pero tenemos que explicar 
el éxito de la «expansión de Europa» no sólo en las Américas, sino sobre todo en Oriente, donde se 
enfrentó a los progresos indios y chinos en la zona. Véase también E. L. Eisenstein, 1979.
12
que intercambiaba ideas, además de productos. De esa forma ubicaremos 
el progreso de la sociedad en un marco más amplio, interactivo y evolu­
cionista en un sentido social y no tanto en términos de una secuenciación 
ideológicamente condicionada de hechos exclusivamente europeos.
En tercer lugar, en la historia del mundo han predominado categorías 
como el «feudalismo» y el «capitalismo», propuestas por historiadores 
tanto profesionales como aficionados pensando en Europa. Es decir, se ha 
elaborado una periodización «progresiva» para consumo interno que se 
opone a la trayectoria particular de Europa14. Por tanto, no hay inconve­
niente en demostrar que el feudalismo es esencialmente europeo, aunque 
algunos investigadores como Coulboum han ensayado un enfoque com­
parativo, partiendo siempre de una base europea y no perdiéndola de vis­
ta. Una comparación no debería hacerse así sociológicamente. Como he 
señalado, se debe empezar con elementos como la ocupación subordinada 
de la tierra y construir una tabla con diferentes tipos de características.
Finley ha demostrado que era más interesante examinar diferencias en 
situaciones históricas por medio de una tabla elaborada para la esclavitud, 
en la que define la relación entre una serie de condiciones subordinadas, 
entre ellas la servidumbre, el arrendamiento y el empleo, en vez de utili­
zar una distinción categórica entre esclavos y hombres libres, por ejem­
plo, ya que existen numerosas gradaciones15. Surge una dificultad similar 
con la ocupación de la tierra, casi siempre toscamente clasificada como 
«de propiedad individual» o «de titularidad comunal». El concepto de 
Maine de una «jerarquía de derechos» coexistente al mismo tiempo y 
distribuida en diferentes niveles en la sociedad (un tipo de tabla) nos per­
mite evitar comparaciones tan equívocas. Nos permite, asimismo, exami­
nar las situaciones humanas de forma más sutil y dinámica. De ese modo 
se pueden analizar las similitudes y diferencias entre Europa occidental y 
Turquía, por ejemplo, sin caer prematuramente en afirmaciones radicales 
y erróneas como: «En Europa existió feudalismo, en Turquía no». Como 
han demostrado Mundy y otros, en muchos aspectos Turquía tuvo algo 
parecido al modelo europeo16. Con una tabla podemos plantearnos si exis­
tían suficientes diferencias para producir las consecuencias apuntadas por 
muchos en el futuro desarrollo del mundo. Ya no tratamos con conceptos 
monolíticos, formulados desde un punto de vista no comparativo y no 
sociológico17.
14 K. Marx y F. Engels, 1969, p. 504.
15 Véase W. R. Bion, 1970, portada y p. 3. También id., 1963, donde la noción de tabla se 
utiliza para entender los fenómenos psicológicos.
16 M. W. Mundy, 2004.
17 He explicado esta forma de comparación sociológica, pero muy pocos sociólogos han 
conseguido desarrollar otra que abarque las instituciones humanas a escala mundial. Tampoco 
los antropólogos, aunque a mi modo de ver coincide con la obra de A. R. Radcliffe-Brown. Am­
bos profesionales se limitan a dudosas comparaciones entre Oriente y Occidente. Tal vez la es­
cuela durkheimiana del Année sociologique se aproxime más a un programa satisfactorio.
13
La situación de la historia global ha cambiado mucho desde que abordé 
el tema por vez primera. Una serie de autores, sobre todo el geógrafo Blaut, 
han destacado las distorsiones provocadas por los historiadores eurocéntri- 
cos18. El economista Gunder Frank cambió radicalmente su postura sobre el 
«progreso» y nos ha invitado al Re-Oriente, a reconsiderar Oriente19. El si­
nólogo Pomeranz realizó un resumen erudito de lo que denominó la gran 
divergencia20 entre Europa y Asia, que según él se produjo a principios del 
siglo xix, antes de que se comparasen áreas esenciales. El especialista en 
Ciencia Política Hobson ha escrito recientemente un completo trabajo so­
bre lo que denomina los orígenes orientales de la civilización de Occidente, 
en el que intenta demostrar la primacía de las contribuciones orientales21. 
También contamos con el fascinante debate de Femández-Armesto sobre 
los principales Estados de Eurasia, considerados como iguales, en el último 
milenio22. Aparte de ellos, un creciente número de estudiosos del Renaci­
miento, como la historiadora de la arquitectura Deborah Howard y el histo­
riador de la literatura Jerry Brotton, han destacado el significativo papel 
de Oriente Próximo en el estímulo de Europa23, mientras que una serie de 
historiadores de la ciencia y la tecnología se hanfijado en las amplísimas 
aportaciones orientales a los progresos posteriores de Occidente24.
Mi objetivo es demostrar que Europa no sólo despreció o minimizó 
la historia del resto del mundo y, en consecuencia, malinterpretó su pro­
pia historia, sino que impuso conceptos y periodos históricos que han 
deteriorado nuestra comprensión de Asia de forma significativa tanto para 
el futuro como para el pasado. No pretendo reescribir la historia del terri­
torio euroasiático, sino corregir nuestro modo de ver su evolución desde 
la llamada época clásica y al mismo tiempo vincular Eurasia al resto del 
mundo para demostrar lo fructífero que sería cambiar el debate sobre la 
historia del mundo en general. He limitado mi análisis al mundo antiguo 
y a África. Otros, en especial Adams25, han comparado la urbanización en 
el mundo antiguo y el moderno, por ejemplo. Este tipo de comparaciones 
suscita otros temas, como el comercio y la comunicación en el proceso de 
«civilización», pero es evidente que requiere mayor atención la evolución 
social interna que la mercantil u otro tipo de difusión, con importantes 
consecuencias en cualquier teoría del progreso.
Mi pretensión esencial es similar a la de Peter Burke con su obra sobre 
el Renacimiento, salvo que yo empiezo en la Antigüedad. Burke dice:
1S J. M. Blaut, 1993 y 2000.
19 A. G. Frank, 1998.
20 K. Pomeranz, 2000.
21 J. M. Hobson, 2004.
22 F. Femández-Armesto, 1995.
23 D. Howard, 2000. J. Brotton, 2002.
24 Véanse detalles en J. Goody, 2003.
25 R. M. Adams, 1966.
14
«Quiero reexaminar la corriente narrativa preponderante sobre el ascenso 
de la civilización occidental», que describe como «un relato triunfante de 
los logros occidentales a partir de los griegos, en el que el Renacimiento 
constituye un eslabón de la cadena que incluye la Reforma, la revolución 
científica, la Ilustración, la Revolución industrial, etc.»26. En su revisión de 
las investigaciones recientes sobre el Renacimiento, Burke pretende «con­
siderar la cultura de Europa occidental como una de tantas, que coexistió 
y se relacionó con sus vecinas, especialmente con Bizancio y el islam, los 
cuales tuvieron sus propios “renacimientos” a partir de la Antigüedad grie­
ga y romana».
El libro se divide en tres partes. La primera examina la validez de la 
concepción europea de una especie de equivalente al isnab árabe, una 
genealogía sociocultural que nace en la Antigüedad y evoluciona hasta el 
capitalismo a través del feudalismo, marginando a Asia como «excepcio­
nal», «despótica» o atrasada. La segunda parte estudia a tres grandes in­
vestigadores, todos muy influyentes, que intentan considerar Europa en 
relación con el mundo, pero que privilegian la línea de progreso europea, 
supuestamente superior; por ejemplo, Needham, que demostró la extraor­
dinaria calidad de la ciencia china, el sociólogo Elias, que profundizó en 
el origen del «proceso civilizador» del Renacimiento europeo, y el gran 
historiador de Mediterráneo, Braudel, que estudió los orígenes del capita­
lismo. Mi idea es demostrar que incluso los historiadores más distingui­
dos, que manifiestan un innegable horror ante la historia teleológica o 
eurocéntrica, caen en dicha trampa. La parte final del libro analiza la pre­
tensión de muchos europeos, tanto eruditos como profanos, de erigirse en 
guardianes de una serie de valiosas instituciones, por ejemplo una versión 
especial de la ciudad, la universidad y la propia democracia, de valores 
como el individualismo, y de ciertas emociones como el amor (o el amor 
romántico).
A menudo, se oyen quejas que tildan de estridentes los análisis de los 
críticos del paradigma eurocéntrico. He procurado evitar ese tono y con­
centrarme en el tratamiento objetivo que surge de mis estudios previos. 
Pero las voces del otro lado son tan dominantes, están tan seguras de sí, 
que tal vez pueda perdonársenos que alcemos la nuestra.
26 P. Burke, 1998, p. 3.
15
PRIMERA PARTE
UNA GrENEALOGÍA SOCIOCULTURAL
I
¿QUIÉN ROBÓ QUÉ? TIEMPO Y ESPACIO
Desde principios del siglo xix, la construcción de la historia del mundo 
ha estado dominada por Europa occidental, como consecuencia de su pre­
sencia en el resto del mundo tras la expansión colonial y la Revolución 
industrial. En otras civilizaciones, como la árabe, la india o la china, tam­
bién se han escrito historias del mundo parciales (hasta cierto punto todas 
son parciales); de hecho, son pocas las culturas que carecen de una deter­
minada idea, por simple sea, de su propio pasado en relación con el de 
otras, a pesar de que muchos observadores situarían estas versiones bajo 
la rúbrica del mito más que de la historia. Lo que ha primado en los esfuer­
zos europeos,'ai igual que en sociedades bastante más simples, ha sido 
la tendencia a imponer su propia historia sobre el conjunto del mundo, 
una tendencia etnocéntrica que surge como extensión del impulso egocén­
trico que en buena medida reside en la base de la percepción humana; la 
capacidad para ello ha de achacarse a la dominación fáctica que Europa 
ha ejercido en muchas partes del mundo. Veo forzosamente el mundo con 
mis propios ojos, no con los de otros. Como ya he apuntado en la introduc­
ción, soy plenamente consciente de que en los últimos tiempos han surgi­
do tendencias de signo contrario en el ámbito de la historia del mundo1. 
Sin embargo, entiendo que este movimiento no se ha desarrollado plena­
mente desde el punto de vista teórico; en concreto, en lo que atañe a las 
vastas fases en las que se divide la historia del mundo.
Para contrarrestar el carácter inevitablemente etnocéntrico de cualquier 
intento de describir el mundo, pasado o presente, es necesario adoptar una 
postura más crítica. Esto supone, en primera instancia, mostrarse escéptico
1 Véase, en particular, la discusión inicial en C. A. Bayly, The Birth ofthe Modem World 
1780-1914, Oxford, 2004 [trad. esp.: El nacimiento del mundo moderno 1780-1914, Madrid, 
Siglo XXI de España, 2010],
19
cuando Occidente se declara -en realidad, ante cualquier declaración pro­
cedente de Europa (o de Asia)- inventor de actividades y valores como la 
democracia o la libertad. En segundo lugar, implica mirar la historia desde 
abajo más que desde arriba (o desde el presente). En tercer lugar, se trata 
de conceder al pasado no europeo la importancia adecuada. En cuarto y 
último lugar, requiere ser consciente del hecho de que incluso la columna 
vertebral de la historiografía, la ubicación de los hechos en el tiempo y en 
el espacio, es variable, está sujeta a construcciones sociales y, por ende, a 
cambios. Es decir, no consiste en categorías inmutables que emanan del 
mundo tal como se presentan en la conciencia historiográfica occidental.
Fue Occidente quien estableció las dimensiones actuales tanto del 
tiempo como del espacio. Esto se debe a que la expansión territorial exigía 
cierto cómputo del tiempo y mapas que proporcionasen el marco de la 
historia, así como de la geografía. Por supuesto, todas las sociedades han 
manejado conceptos de espacio y tiempo para organizar su día a día en 
tomo a ellos. Dichos conceptos ganaron en elaboración (y precisión) con 
el advenimiento del alfabetismo, que proporcionó indicadores gráficos 
para ambas dimensiones. Fue la invención de la escritura en Eurasia antes 
que en otra parte la que confirió a sus principales sociedades ventajas 
considerables en el cómputo del tiempo, en la creación y desarrollo de 
mapas -respecto al Africa oral, por ejemplo-, y no una verdad inherente 
sobre la organización espacio-temporal del mundo.
T ie m p o
En las culturas orales, el tiempo se calculaba atendiendo a fenómenos 
naturales: la progresión diurna del sol durante el día y la noche, su posi­
ción en el cielo, las fases de la luna, el paso de las estaciones. De lo que 
se carecía era de todo cálculo numérico del transcurso de los años, que ha­
bría requerido la idea de un punto fijo de partida, de una era. Esto sólo 
sobrevendría con el empleo de la escritura.Occidente se adueñó del cómputo del tiempo, tanto en el pasado como 
en el presente. Las fechas de las que depende la historia se miden antes y 
después del nacimiento de Cristo (a.C. y d.C. o a.E.C. y d.E.C., para ser 
más políticamente correctos). El reconocimiento de otras eras, relaciona­
das con la Hégira, o con el año nuevo judío o chino, ha quedado relegado 
a los márgenes de la erudición de la historia y del uso internacional. Algu­
nos aspectos de este robo del tiempo en el seno de dichas eras fueron, por 
supuesto, los propios conceptos de siglo y milenio, nociones una vez más 
de culturas escritas. El autor de un ambicioso libro sobre este segundo 
concepto2, Femández-Armesto, incluye dentro de su campo de trabajo
2 F. Femández-Armesto, 1995.
20
estudios sobre la historia del islam, de la India, de China, de África y de 
las Américas. Ha escrito una historia mundial de «nuestro milenio» -cuya 
última mitad ha sido «nuestra» en cuanto que ha estado dominada por 
Occidente-. Al contrario que muchos historiadores no cree que dicho do­
minio arraigue sólo en la cultura occidental; el liderazgo mundial podría 
muy bien volver a Asia, como tiempo atrás pasó de Asia a Occidente. En 
cualquier caso, el marco de discusión está configurado irremediablemente 
en función de las décadas, los siglos y los milenios del calendario cristia­
no. Tanto Oriente como el centro suelen tener en cuenta otros milenios.
El monopolio del tiempo no sólo se produce con la era que todo lo 
abarca, y que viene definida por el nacimiento de Cristo, sino también con 
el cálculo cotidiano de años, meses y semanas. El año, sin ir más lejos, 
es una división en parte arbitraria. Nosotros utilizamos el ciclo sideral, 
otros una secuencia de doce periodos lunares. Se trata de una elección de 
un cariz más o menos convencional. En ambos sistemas, el comienzo del 
año, es decir, el Año Nuevo, es bastante arbitrario. Además, el año sideral 
que utilizan los europeos no es en absoluto más «lógico» que la concep­
ción lunar de los países islámicos y budistas. Otro tanto ocurre con la di­
visión europea en meses. La elección se hace entre años arbitrarios y me­
ses arbitrarios. Teniendo en cuenta que nuestros meses guardan escasa 
relación con la luna; no cabe duda de que los meses lunares del islam son 
más «lógicos». Todo sistema de calendario se enfrenta con un problema a 
la hora de integrar los años estelares o estacionales con los meses lunares. 
En el islam, el año se ajusta a los meses; en el cristianismo ocurre al con­
trario. En las culturas orales, tanto el cómputo estacional como el lunar 
pueden operar cte forma independiente; la escritura, no obstante, obliga a 
cierto compromiso.
La semana de siete días es la unidad más arbitraria de todas. En África 
podemos encontramos con una «semana» de tres, cuatro, cinco o seis 
días, en función de los días de mercado. En China abarcaba diez días. Las 
sociedades sintieron la necesidad de algún tipo de división regular más 
pequeña que el mes para actividades cíclicas frecuentes como los merca­
dos locales, en contraposición a las ferias anuales. La duración de estas 
unidades es plenamente convencional. Salta a la vista que el concepto de 
un día y una noche corresponde con nuestra experiencia diaria; sin embar­
go, una vez más la subdivisión en horas y minutos sólo existe en nuestros 
relojes y en nuestras mentes, y es bastante arbitraria3.
Las distintas formas de calcular el tiempo en una sociedad alfabetiza­
da tienen un marco esencialmente religioso, pues toman como punto de 
referencia la vida del profeta, del redentor o la creación del mundo. Estos 
puntos de referencia han conservado su relevancia, y los del cristianismo 
se han convertido, como resultado de las conquistas, las colonizaciones y
3 J. Goody, 1968.
21
la dominación mundial, no sólo en los de Occidente, sino en los de todo el 
mundo; la semana de siete días, con el domingo como día de descanso, y 
las festividades anuales de Navidad, Pascua o Halloween poseen ahora 
un carácter internacional. Ha ocurrido así a pesar de que en muchos con­
textos de Occidente se ha desarrollado y extendido una actitud secular -la 
desmitificación del mundo de Weber, el rechazo de lo mágico por parte de 
Frazer- que en nuestros tiempos está contagiando a gran parte del resto 
del orbe.
Tanto los observadores como los participantes suelen malinterpretar la 
continua presencia de la religión en la vida diaria. Muchos europeos creen 
que pertenecen a sociedades laicas y poseen instituciones que no discri­
minan entre un credo y otro. Por lo general, los velos musulmanes y el 
tocado judío se permiten (o no) en las escuelas, la norma son los servicios 
aconfesionales, y los estudios religiosos intentan ser comparativos. En las 
ciencias consideramos la libertad para estudiar el mundo y todo lo que 
engloba como condición sine qua non de su existencia. En cambio, a me­
nudo se tacha a religiones como el islam de poner freno a los límites del 
conocimiento, pese a la existencia de una vertiente racionalista del islam4.
Y todo ello cuando la economía más avanzada del mundo en lo económi­
co y lo científico demuestra un gran fundamentalismo y un profundo ape­
go por su calendario religioso.
Los modelos religiosos de construcción del mundo impregnan todos 
los aspectos del pensamiento hasta el punto de que, aunque se abandonen, 
sus huellas siguen determinando nuestra conceptualización del mundo. 
Las categorías espaciales y temporales que surgen de narrativas religiosas 
condicionan de una forma tan rotunda e invasiva nuestra interacción con 
el mundo que tendemos a olvidar lo convencional de su naturaleza. Con 
todo, a nivel social en las distintas sociedades humanas se observan senti­
mientos encontrados con respecto a la religión. El escepticismo e incluso 
el agnosticismo en relación con la religión son rasgos recurrentes de las 
sociedades no alfabetizadas3. En las alfabetizadas, en cambio, dichas ac­
titudes desembocan a veces en periodos de pensamiento humanístico, tal 
y como comenta Zafrani sobre la cultura hispano-magrebí de la época 
dorada del siglo x ii u otros autores sobre el cristianismo del periodo me­
dieval. A raíz del Renacimiento italiano del siglo xv y del renovado inte­
rés por el saber clásico (pagano en lo esencial, pese a los intentos de 
adaptarlo al cristianismo, como pretendía Petrarca), se originaron cam­
bios del mismo estilo, pero aún más radicales. El humanismo asociado a 
este periodo, tanto clásico como laico, condujo a la Reforma y al rechazo 
de la autoridad eclesiástica de la época, aunque no, claro está, a su susti­
tución. Con todo, ambos avances estimularon la liberación parcial del
4 G. Makdisi, 1981, p. 2.
5 J. Goody, 1998.
22
marco de conocimiento sobre el mundo y, por ende, de la investigación 
científica en general. Podría decirse que hasta esa fecha China había con­
seguido en ese ámbito más éxitos que ninguna otra nación, pues disfruta­
ba de un contexto en el que no existía un sistema religioso dominante y en 
el que, en consecuencia, el desarrollo del conocimiento laico, que permi­
tía poner a prueba o volver a analizar información existente, no se veía 
obstaculizado, tal como ocurría a menudo en el cristianismo y en el islam. 
Sin embargo, la ambivalencia sobre la religión, la coexistencia de lo cien­
tífico y lo sobrenatural, sigue siendo un aspecto típico de las sociedades 
contemporáneas, si bien hoy en día la mezcla difiere notablemente y en 
las sociedades existe una mayor división entre «creyentes» y «no creyen­
tes» y, desde la Ilustración, estos últimos gozan de un estatus más institu­
cionalizado. Ambos, sin embargo, siguen atrapados en conceptos de tiem­
po específicos y religiosos, donde las nociones occidentales han pasado a 
dominar un mundo multicultural y multiconfesional.
De vuelta al cómputo del tiempo, los relojes, exclusivos de las culturas 
alfabetizadas, contribuyeron de forma indudable a la medida del tiempo. 
En el mundo antiguo ya existían:relojes de sol, de agua o clepsidras. Los 
monjes medievales empleaban velas para calcular el paso de las horas. En 
la China primitiva se utilizaban complejos aparatos mecánicos. Sin em­
bargo, la invención del mecanismo del escape a varilla o foliot, que pro­
ducía el sonido del tic-tac y evitaba que se destensase el resorte, es decir, 
la maquinaria de relojería, fue un descubrimiento europeo del siglo xiv. 
En China existían otros mecanismos de escape desde el año 725, así como 
relojes mecánicos, pero estos últimos no alcanzarían el desarrollo que se 
registró posteriormente en Occidente6. El mecanismo de relojería, que 
se convirtió para ciertos filósofos en un modelo de organización del uni­
verso, fue integrado al cabo del tiempo en relojes portátiles con los que a 
los individuos les resultaba más fácil «controlar la hora». Posteriormente, 
también dio pie a un desdén por los pueblos y las culturas incapaces de 
controlarlo, las que seguían «el tiempo africano», por ejemplo, y, por lo 
tanto, no podían plegarse a las demandas de trabajo regular que no sólo 
exige el trabajo en una fábrica, sino también cualquier organización a 
gran escala. No estaban preparados para la «tiranía», la «esclavitud asala­
riada» del de nueve a cinco.
En una carta escrita en 1554, el embajador del emperador Fernando I 
de Habsburgo en el sultanato turco, Ghiselin de Busbecq, describe su via­
je desde Viena hasta Estambul. Comenta lo molesto que resulta que le 
levanten a uno en plena noche porque no «sabían la hora» (afirma que 
tampoco sabían calcular las distancias, pero eso también es incorrecto). Sí
6 J. Needham, 2004, p. 14. Sugiere que la insistencia en la especificidad de la invención del 
mecanismo del escape a varilla o foliot forma parte de la tendencia europea a redefinir en esta 
área el problema de los orígenes en interés propio, como en los casos de la aguja magnética y el 
disco axial.
23
que calculaban el tiempo, pero en función de la llamada a la oración del 
almuédano cinco veces al día, algo de poca utilidad por la noche, natural­
mente; ocurría lo mismo con el reloj de sol, y la clepsidra era delicada y 
difícil de trasportar. Como hemos visto, el reloj mecánico fue en gran 
medida, si bien no del todo, un invento europeo que se difundió con cier­
ta lentitud: fueron los padres jesuítas quienes lo introdujeron en China 
durante la evangelización y no se expandiría por Oriente Próximo hasta el 
siglo xvi. Incluso por aquel entonces no se exhibía en sitios públicos 
puesto que se consideraba un desafío a las señales horarias religiosas del 
almuédano. Busbecq observó que la lentitud en la adaptación no había por 
qué achacarla a una negativa generalizada a innovar, como otros han pos­
tulado: «Ninguna nación ha mostrado menor rechazo a adoptar los inven­
tos útiles de otras; enseguida aprendieron a utilizar, por ejemplo, los ca­
ñones largos y cortos (un invento chino, por lo que sabemos) y otros 
muchos descubrimientos nuestros. Sin embargo, nunca han llegado a con­
vencerse de la necesidad de imprimir libros e instalar relojes públicos. 
Sostienen que las escrituras, es decir, sus libros sagrados, ya no serían 
escrituras si fuesen impresas; y creen que, si ponen relojes públicos, la 
autoridad de los almuédanos y de los ritos antiguos decaería»7. La prime­
ra parte de la cita implica que estamos lejos de la cultura oriental estática 
y poco innovadora que muchos europeos han querido pintar y de la que 
hablaremos con más detenimiento en el capítulo 4. En cualquier caso, es 
cierto que el rechazo de la imprenta resultó significativo a la larga, tanto 
en relación con el cómputo del tiempo como con la circulación de infor­
mación por escrito. Ambos fueron cruciales en el desarrollo de lo que más 
tarde se llamaría la revolución científica, o el nacimiento de la «ciencia 
moderna»; la aplicación selectiva de la tecnología de la comunicación 
impidió el progreso a partir de un punto determinado, pero está muy lejos 
de la completa incapacidad para medir el tiempo, o de la ignorancia sobre 
su valor y posibilidades. En menor medida aún serviría este rechazo (un 
fenómeno relativamente tardío) para justificar la opinión de que las for­
mas de cómputo del tiempo y la periodización europeas son más «correc­
tas», mejores que el resto.
Hay un aspecto más general de la apropiación del tiempo: la caracteri­
zación de la percepción occidental del tiempo como lineal y de la oriental 
como circular. Incluso el gran erudito de China que fue Joseph Needham, 
que tanto hizo por situar la ciencia china en el lugar que le correspondía, 
utilizó la misma equiparación en una importante contribución al tema8. En 
mi opinión, se trataba de una caracterización excesivamente general que 
erraba al comparar las culturas y sus potenciales de un modo absoluto, 
categórico e incluso esencialista. Es cierto que en China, aparte del cálcu­
7 B . Lewis, 2002, pp. 130-131.
8 J. Needham, 1965.
24
lo de los periodos largos en eras, para los periodos cortos existe un cálculo 
circular en años, cuyos nombres («el año del mono») van rotando de for­
ma regular. No hay nada parecido en el calendario occidental aparte de los 
meses, que sí se repiten, ni en la astrología basada en el zodíaco caldeo, 
que cartografía el espacio celestial y en el que los meses adquieren un 
significado característico similar al de los años chinos. Sin embargo, in­
cluso en las culturas meramente orales, donde es inevitable que el cómpu­
to del tiempo sea más simple, nos encontramos con cálculos tanto lineales 
como circulares. El cálculo lineal forma parte intrínseca de las historias de 
vida, que siempre van desde el nacimiento hasta la muerte. El tiempo 
«cósmico», en cambio, tiende a la circularidad, pues así es como el día 
sigue a la noche, una luna a otra luna. Todo aquel que piense que cualquier 
cálculo debe hacerse de forma lineal en vez de circular se equivoca, y 
constituye el reflejo de nuestra percepción de un Occidente avanzado y 
progresista frente a un Oriente estático y retrógrado.
E spa c io
También las concepciones del espacio han seguido definiciones euro­
peas; y sufrieron asimismo una gran influencia de los usos no tanto del 
alfabetismo como de la representación gráfica que se desarrolló a la par 
de la escritura. Si bien todo el mundo posee cierto conocimiento espacial 
del mundo en el que vive, del mundo que le rodea y del cielo que tiene por 
encima de la cabeza, la representación gráfica supone un paso adelante 
muy significativo para poder trazar mapas más precisos, objetivos y crea­
tivos, puesto que así el lector puede estudiar tierras desconocidas para él.
Los propios continentes no son conceptos exclusivamente occidenta­
les, pues de forma intuitiva ellos mismos se ofrecen para el análisis como 
entidades diferenciadas, salvo por la división arbitraria entre Europa y 
Asia. Geográficamente, Europa y Asia forman un continuo, Eurasia; los 
griegos marcaron una distinción entre una orilla del Mediterráneo en el 
Bosforo y la otra. A pesar de haber fundado colonias en Asia Menor desde 
el periodo arcaico, Asia fue sin lugar a dudas el Otro histórico en la ma­
yoría de contextos, la cuna de religiones y pueblos foráneos. Con el tiem­
po, las religiones «mundiales» y sus fieles, ávidos por dominar espacio y 
tiempo, llegaron al punto de definir oficialmente la nueva Europa en tér­
minos cristianos, pese a su historia de contactos -es más, de su presencia- 
con fieles del islam y del judaismo en el continente’, y pese a que los euro­
peos actuales (en contraste con otros) suelen abogar por una visión secular 
y laica del mundo. El reloj de los años repica a un compás eminentemen­
te cristiano, al igual que et presente y el pasado de Europa se conciben
9 J. Goody, 2003b.
25
como «el auge de la Europa cristiana», por utilizar el título del libro de 
Trevor-Roper.
Con todo, las concepciones sobre el espacio no se han visto influidas 
por la religión en la misma medida que las del tiempo. No obstante, laubicación de ciudades santas como la Meca o Jerusalén ha marcado no 
sólo la organización de los lugares y la dirección del culto, sino también 
las vidas de mucha gente deseosa de peregrinar a las ciudades sagradas. 
Es por todos conocida la importancia del peregrinaje en el islam; de he­
cho, constituye uno de los cinco pilares y afecta a muchas partes del mun­
do. Pero desde bien temprano también los cristianos se sintieron atraídos 
por el peregrinaje a Jerusalén; fue precisamente la libertad para realizar 
dichos viajes una de las razones impulsoras de la invasión europea de 
Oriente Próximo, que se inició en el siglo xrn y que se conoce como las 
Cruzadas. Jerusalén también ha constituido un fuerte polo de atracción 
para los judíos, que regresaron a lo largo de la Edad Media, pero, sobre 
todo, a partir de finales del siglo xix con el auge del sionismo y del vio­
lento antisemitismo. Este razonamiento sobre el espacio -sobre Israel 
como patria-, que derivó en el retomo masivo de judíos a Palestina y ha 
sido apoyado sin cortapisas por algunas potencias occidentales, originó la 
tensión, el conflicto y las guerras que han asolado el Mediterráneo orien­
tal en años recientes. Del mismo modo, el establecimiento de fuerzas oc­
cidentales en la península Arábiga se considera una de las razones del 
auge de la militancia islámica en la región. En este sentido, la religión 
traza para nosotros el «mapa» del mundo, en parte de forma arbitraria, y 
dicho trazado adquiere significados trascendentes en relación con la iden­
tidad. Tal vez la motivación religiosa inicial desaparezca, pero la geogra­
fía interna que ha generado permanece, se «naturaliza» y puede imponer­
se sobre otros como si formase parte integrante del orden material de las 
cosas. Al igual que en el caso del tiempo, hasta la fecha ha ocurrido lo 
mismo con la escritura de la historia en Europa, aunque la medida global 
del espacio se ha visto menos influida por la religión que el tiempo.
Sin embargo, los efectos de la colonización occidental saltan a la vista. 
Cuando Gran Bretaña pasó a dominar la esfera internacional, las coorde­
nadas espaciales empezaron a girar en tomo al meridiano de Greenwich 
en Londres; las Indias occidentales y sobre todo las Indias orientales se 
crearon a raíz de intereses europeos, así como de inclinaciones europeas, 
del colonialismo europeo, y de la expansión europea por ultramar. Hasta 
cierto punto, ni el extremo oeste ni el extremo este de Eurasia estaban en 
la mejor posición para calibrar el espacio. Como señala Fernández-Armes- 
to10, en la primera mitad del presente milenio, el islam ocupaba una posi­
ción más central y estaba, por lo tanto, mejor situado para ofrecer una 
visión geográfica global, como en el mapamundi de Al Istaji, visto desde
10 F. Femández-Armesto, 1995, p. 110.
26
Persia a mediados del siglo x. El islam se encontraba en el centro, tanto 
para la expansión como para la comunicación, a medio camino entre China 
y el cristianismo. Femández-Armesto comenta, asimismo, las distorsio­
nes generadas a partir de la adopción de la proyección de Mercator para 
los mapamundis. Los países del sur como la India aparecen más pequeños 
en relación con los del norte, como Suecia, de un tamaño desorbitado.
Mercator (1512-1594) fue uno de los cartógrafos flamencos que se 
beneficiaron de la llegada a Florencia de una copia griega de la Geografía 
de Ptolomeo, proveniente de Constantinopla pero escrita en Alejandría en 
el siglo ii d.C. Cuando se tradujo al latín y se publicó en Vicenza, se con­
virtió en un modelo para la geografía moderna: proporcionaba una cuadrí­
cula de coordenadas espaciales que se podía extender sobre un globo, con 
líneas numeradas desde el ecuador para la latitud, y desde las islas Afor­
tunadas para la longitud. La obra coincidió con la época de la primera 
circunnavegación del globo y con la aparición de la imprenta, dos factores 
de suma importancia para la cartografía. La «distorsión espacial» a la que 
me he referido se produce cuando las esferas tienen que achatarse para 
adaptarse al papel impreso: la proyección es un intento de reconciliar la 
esfera con el plano11. Sin embargo, dicha «distorsión» adquirió un sesgo 
europeo que ha dominado desde entonces la cartografía moderna en todo 
el mundo.
La latitud se definió en relación con el ecuador. La longitud, en cam­
bio, planteó problemas de otra índole porque no había ningún punto de 
partida fijado. Pero se necesitaba uno, dado el interés por calcular el tiem­
po en navegación, más urgente en una época de proliferación de los viajes 
de largo recorrido. Las investigaciones llevadas a cabo en el Real Obser­
vatorio de Greenwich, cerca de Londres, agilizadas por el relojero John 
Harrison (1693-1776), quien construyó un reloj cuya hora era fiable en 
alta mar, influyeron para que en 1884 el meridiano de Greenwich se eli­
giese, por pura arbitrariedad, como la base del cálculo de la longitud y, al 
mismo tiempo, del cálculo del tiempo (hora media de Greenwich) en todo 
el mundo.
La cartografía y la navegación englobaban tanto el cálculo del espacio 
terrestre como del celestial. También en este caso, todas las culturas po­
seen una visión determinada del cielo que tienen sobre sus cabezas. Sin 
embargo, fueron los babilonios, un pueblo alfabetizado, y más tarde los 
griegos y los romanos, quienes cartografiaron los cielos. Estos conoci­
mientos desaparecieron durante la Alta Edad Media, pero en el mundo 
árabe-parlante, en Persia, la India y China, siguieron avanzando; en con­
creto, el mundo árabe, mediante una matemática compleja y muchas ob­
servaciones nuevas, elaboró unas cartas estelares excelentes e instrumen­
tos astronómicos de gran precisión, como el astrolabio de Muhamad Jan
11 N. Crane, 2003.
27
ben Hasan. Sobre esta base se apoyarían los posteriores avances euro­
peos.
Hasta hace pocos siglos, Europa no ocupaba una posición central en el 
mundo conocido, a pesar de haberlo desempeñado durante un tiempo en 
los siglos de la Antigüedad clásica. Sólo a partir del Renacimiento, con 
las actividades mercantiles de las potencias mediterráneas primero y más 
tarde de las atlánticas, empezaría Europa a dominar el mundo, en princi­
pio con la expansión del comercio y, al cabo del tiempo, mediante la 
conquista y la colonización. La expansión supuso que sus propias nocio­
nes sobre el espacio, desarrolladas durante el transcurso de la «Era de los 
Descubrimientos», y sus nociones del tiempo, desarrolladas en el contex­
to del cristianismo, se impusieran al resto del mundo. Sin embargo, el 
problema en concreto que trata el presente libro parte de una perspectiva 
más amplia. Trata la forma en que una periodización puramente europea 
desde la Antigüedad se ha entendido como una ruptura con Asia y con 
su revolucionaria Edad del Bronce y ha establecido una única línea de 
progreso que va desde el feudalismo, pasando por el Renacimiento, la Re­
forma, el absolutismo, para acabar en el capitalismo, la industrialización 
y la modernización.
P e r io d iz a c ió n
El «robo de la historia» no sólo incluye el del tiempo y el espacio, sino 
también el monopolio de los periodos históricos. Casi todas las sociedades 
intentan de algún modo clasificar su pasado a partir de distintos periodos 
de tiempo a gran escala, relacionados con la creación no tanto del mundo 
como de la humanidad. Se dice que los esquimales piensan que el mun­
do siempre ha sido así12, pero en la gran mayoría de las sociedades los 
humanos actuales no se consideran los habitantes primigenios del plane­
ta. Su ocupación tuvo un principio, que entre los aborígenes australianos 
se denominaba la «Era del Sueño»; entre los lodagaa del norte de Ghana, 
los primeros hombres y mujeres habitaban el «país viejo» (tengkuridem). 
La aparición del «lenguaje visible», la escritura, permitió una periodiza­
ción más elaborada, la creencia en una antigua Edad Dorada o paraíso, en 
la que el mundo era un lugar mejor para vivir y que los humanostuvieron 
que abandonar por culpa de su conducta (pecaminosa), o sea, lo contrario 
al progreso y la modernización. Algunos autores concibieron otra perio­
dización basada en los cambios de las principales herramientas que utili­
zaban los humanos, bien de piedra, cobre, bronce o hierro, una periodiza­
ción progresiva de las Edades del Hombre que los arqueólogos europeos 
adoptaron como modelo científico en el siglo xix.
12 F. Boas, 1904, p. 2.
28
Últimamente, Europa se ha adueñado del tiempo aún con mayor em­
peño y lo ha aplicado al resto del mundo. No cabe duda, claro está, de que 
la historia mundial necesita de un único marco cronológico si lo que se 
pretende es unificarla. Pero resulta que el cálculo internacional es cristia­
no en líneas generales, al igual que las principales vacaciones que cele­
bran los organismos internacionales como Naciones Unidas, y que son 
Navidad y Pascua; otro tanto ocurre en el caso de las culturas orales del 
tercer mundo que no se acogieron al cálculo de una de las religiones 
mayores. Es necesario cierto monopolio para construir una ciencia uni­
versal de la astronomía, por ejemplo; la globalización conlleva cierto gra­
do de universalidad, no se puede trabajar con conceptos exclusivamente 
locales. Sin embargo, a pesar de que el estudio de la astronomía proviene 
de otros lugares, los cambios en la sociedad de la información, y en par­
ticular en la tecnología de la información en la forma del libro impreso 
(que, como el papel, es originario de Asia), han supuesto que la estructura 
evolucionada de lo que se ha dado en llamar ciencia moderna sea occi­
dental. En este caso, al igual que en muchos otros, globalización significa 
occidentalización. En el contexto de la periodización, la universalización 
presenta mayores problemas para las ciencias sociales. Los conceptos de 
historia y de las ciencias sociales, por mucho que los estudiosos luchen en 
pos de una «objetividad» weberiana, tienen una mayor vinculación con el 
mundo que los engendró. Por poner un ejemplo, los términos «Antigüe­
dad» y «feudalismo» se han definido teniendo presente un contexto me­
ramente europeo, atendiendo al desarrollo histórico particular de dicho 
continente. Los problemas surgen cuando se pretende aplicar estos con­
ceptos a otras épocas y lugares, al salir a la superficie sus verdaderas limi­
taciones.
Y así, uno de los principales problemas de la acumulación de conoci­
miento ha sido que las propias categorías que se utilizan son en gran me­
dida europeas; es más, muchas de ellas se definieron por vez primera du­
rante el gran aluvión de actividad intelectual que sobrevino con el recurso 
de los griegos a la escritura. Fue entonces cuando se delimitaron los ám­
bitos de la filosofía y de disciplinas científicas como la zoología, que más 
tarde adoptó Europa. En esta línea, la historia de la filosofía, tal como se 
ha incorporado a los sistemas de enseñanza europeos, es a grandes ras­
gos la historia de la filosofía occidental desde los griegos. En los últimos 
tiempos, los occidentales han concedido cierta atención, bastante margi­
nal, a cuestiones similares en el pensamiento chino, indio o árabe (esto es, 
pensamiento escrito)13. Pero las sociedades no alfabetizadas reciben aún 
menos atención, a pesar de que nos encontramos con cuestiones «filosófi­
13 Por ejemplo, E. Gilson (en La Philosophie au MoyenÁge, 1997) incluye una pequeña 
sección sobre la filosofía árabe y judía porque afectan directamente a Europa (esto es, a Andalu­
cía). El resto del mundo o no tiene filosofía o no tiene Edad Media.
29
cas» de enjundia en recitaciones ceremoniales como las del Bagre de los 
lodagaa en el norte de Ghana14. La filosofía, en consecuencia, es casi por 
definición una cuestión europea. Al igual que en la teología y la literatura, 
los aspectos comparativos se han implantado hace relativamente poco, 
como una concesión a los intereses globales. En realidad, la historia com­
parada sigue siendo un sueño.
Como hemos visto, J. Needham afirma que en Occidente el tiempo es 
lineal mientras que en Oriente es circular15. En esta afirmación hay algo de 
verdad en lo referente a sociedades prealfabetizadas simples, que poco 
saben sobre una «progresión» de las culturas. Para los lodagaa no era 
extraño ver brotar en los campos hachas neolíticas, sobre todo después de 
tormentas, que datan de un periodo anterior al uso de las azadas de hierro. 
En la zona se consideraban «hachas de Dios» o enviadas por el dios de la 
lluvia. Y no es que careciesen de nociones de cambio cultural: sabían que 
los djanni los habían precedido y reconocían las ruinas de sus casas. Sin 
embargo, no tenían la perspectiva de un cambio a largo plazo desde una 
sociedad que utilizaba herramientas de piedra a otra que empleaba azadas 
de hierro. Según el mito cultural del Bagre16, el hierro surgió con los «pri­
meros hombres», como la mayoría de elementos de dicha cultura. La vida 
no avanzó del mismo modo, pese a que el colonialismo y la llegada de los 
europeos los llevó, sin duda, a plantearse el cambio cultural y a que en la 
actualidad exista en su vocabulario la palabra «progreso», a menudo aso­
ciada con la educación; lo viejo se rechaza rotundamente en pro de lo 
nuevo. Impera la idea lineal de la evolucióii cultural.
Pero ya existía previamente cierto grado de linealidad. La vida huma­
na se desarrolla de forma lineal y, aunque se considera que los meses y los 
años se mueven por ciclos, esto se debe en gran parte a que no existe un 
esquema escrito que permita adquirir consciencia del paso del tiempo. 
Del mismo modo que, incluso en contextos occidentales, la circularidad 
de las estaciones es, sin duda, una construcción. Sin embargo, el cambio 
cultural se produce de una forma más obvia, cada generación de coches es 
ligeramente diferente y «mejor» que la anterior. Entre los lodagaa, el 
mango de la azada sigue teniendo la misma forma una generación tras 
otra, pero el cambio se ha producido, y en un ámbito a menudo tachado 
de estático, de «tradicional».
La linealidad es un elemento constitutivo de la idea «avanzada» de 
«progreso». Hay quienes han visto en esta noción algo característico 
de Occidente; hasta cierto punto así es, y se puede atribuir a la velocidad de 
los cambios experimentados fundamentalmente en Europa desde el Rena­
cimiento, así como a la aplicación de lo que J. Needham y otros denomi­
14 J. Goody, 1972b, J. Goody y S. W. D. K. Gandah, 1980 y 2002.
15 J. Needham, 1965.
16 Véase J. Goody 1972b, J. Goody y S. W. D. K. Gandah, 1980 y 2003.
30
nan «ciencia moderna». Me atrevería a sugerir que dicha noción es común 
a toda cultura escrita, que propició la instauración de un calendario fijo, el 
trazado de una línea. Pero no se trató en ningún caso de un progreso de 
sentido único. La mayoría de las religiones escritas recogían la idea de 
una Edad Dorada, un paraíso o jardín natural que la humanidad tuvo que 
abandonar con posterioridad. Una noción así implica tanto una mirada 
hacia atrás como una mirada hacia delante, hacia un nuevo comienzo. De 
hecho, en algunas culturas orales encontramos incluso una idea paralela 
de cielo17. En el pasado existía una clara división; pero con la preponde­
rancia del laicismo tras la Ilustración, nos hallamos ante un mundo gober­
nado por la idea de progresión, no tanto hacia un objetivo concreto, sino 
desde un estado previo del universo hacia algo distinto, incluso inimagi­
nable, como en el caso del avión, un producto del afán científico y del 
ingenio humano.
Una de las premisas básicas de gran parte de la historiografía occiden­
tal sostiene que la flecha del tiempo se corresponde con un aumento equi­
valente en el valor y la conveniencia de la organización de las sociedades 
humanas, o sea, el progreso. La historia es una secuencia de etapas, en la 
que cada una de ellas proviene de la anterior y lleva a la siguiente, hasta 
llegar con el marxismo al clímax final del comunismo. No hace falta tan­
to optimismo milen&rista parauna lectura eurocéntrica de la dirección de 
la historia: según la mayoría de los historiadores la etapa de la escritura se 
aproxima, sino es igual, al fin último del desarrollo de la humanidad. En 
este sentido, lo que definimos como progreso es reflejo de valores muy 
concretos de nuestra propia cultura, de fecha relativamente reciente. Se 
habla de avanceSTn las ciencias, del crecimiento económico, de la civili­
zación y el reconocimiento de los derechos humanos (como, por ejemplo, 
la democracia). No obstante, el cambio se puede medir en función de 
otros parámetros que en cierta medida están presentes a modo de contra­
discursos en nuestra propia cultura. Si adoptamos un criterio medioam­
biental, nuestra sociedad es una catástrofe a punto de estallar. Si hablamos 
de un progreso espiritual (la principal variedad de progreso en algunas 
sociedades, por muy cuestionable que pueda ser en la nuestra), se podría 
decir que atravesamos una fase regresiva. Existen pocas pruebas de un 
progreso en valores a escala mundial, a pesar de que Occidente esté domi­
nado por afirmaciones que apuntan a lo contrario.
En este libro quiero centrarme especialmente en conceptos históricos 
generales del desarrollo de la historia humana y en la forma en que Occi­
dente ha intentado imponer su propia trayectoria al curso de los hechos 
globales, así como en el malentendido que ha generado. El conjunto de la 
historia mundial se ha concebido como una secuencia de etapas funda­
mentadas en acontecimientos que en teoría sólo han tenido lugar en Euro­
17 J. Goody, 1972.
31
pa occidental. Hacia el 700 a.C., el poeta Hesíodo apuntó que las épocas 
pasadas del hombre se habían iniciado con una Edad de Oro, a la que su­
cedieron las de Plata y Bronce, hasta una Edad de los Héroes que acababa 
en la Edad del Hierro, su contemporánea. Es una secuencia que no difiere 
mucho de la que más tarde desarrollarían los arqueólogos del siglo xvm, 
que pasa de la piedra al bronce y al hierro, en función de los materiales 
con los que se fabricaban las herramientas18. Pero desde el Renacimiento 
los historiadores y eruditos han adoptado otro enfoque. Partiendo de la 
sociedad arcaica, la periodización de los cambios en la historia mundial 
en Antigüedad, feudalismo y luego capitalismo, se consideraba casi ex­
clusiva de Europa. El resto de Eurasia (Asia) siguió una trayectoria distin­
ta: con sus sistemas de gobierno despóticos, dieron pie al «excepcionalis- 
mo asiático»; o en términos más contemporáneos, no lograron alcanzar la 
modernización. «¿En qué se equivocaron», se preguntaba Bemard Lewis 
con relación al islam, dando por sentado que sólo Occidente supo actuar 
correctamente. Pero ¿fue ése el caso?, ¿durante cuánto tiempo?
Entonces, ¿por qué quebró la idea de un desarrollo sociocultural común 
a Europa y Asia, y se generaron conceptos como «excepcionalismo asiá­
tico», «despotismo asiático» y se postulaba un camino diferente para las 
civilizaciones orientales y las occidentales? ¿Qué ocurrió después para 
que se distinguiese desde la Edad del Bronce entre la Antigüedad y las cul­
turas del Mediterráneo oriental? ¿Cómo llegó la historia del mundo a de­
finirse a partir de secuencias meramente occidentales?
18 G. Daniel, 1943.
32
II
LA INVENCIÓN DE LA ANTIGÜEDAD
Para ciertas personas, la Antigüedad, la «Antigüedad clásica», repre­
senta el comienzo de un nuevo mundo (a grandes rasgos, europeo). El 
periodo encaja a la perfección en una cadena histórica progresiva. Con 
este fin, había que diferenciar de forma radical la Antigüedad de sus pre­
cedentes de la Edatf del Bronce, que caracterizaba a cierto número de 
sociedades en su mayoría asiáticas. En segunda instancia, Grecia y Roma 
se consideran los pilares de la política contemporánea, en particular en lo 
que a democracia se refiere. En tercer lugar, algunos aspectos de la Anti­
güedad, en especial de carácter económico como el comercio y el merca­
do, que determinarían más tarde el «capitalismo», se minimizan y se ha­
cen grandes distinciones entre las diferentes etapas que culminan en el 
presente. En este apartado, mi argumentación se basa en un triple enfoque. 
En primer lugar, sostendré que estudiar la economía (o sociedad) antigua 
por separado es un error, pues formó parte de una red de intercambios y 
sistemas económicos mucho más extensa, centrada en el Mediterráneo. 
En segundo lugar, tampoco fue tan pura y peculiar desde el punto de vista 
tipológico como a muchos historiadores europeos les gustaría; las versio­
nes de la historia tuvieron que adaptarla a la medida establecida para ella 
por una variedad de marcos eurocéntricos y de orientación teleológica. En 
tercer lugar, entraré en el debate entre «primitivistas» y «modernistas», 
que aborda la cuestión desde el punto de vista económico, con el fin de 
señalar las limitaciones de ambas perspectivas.
Hay quienes consideran que la Antigüedad marcó el inicio del sistema 
político de la «polis», de la propia «democracia», de la libertad y del im­
perio de la ley. Era distinta en lo económico, basada en la esclavitud y en 
la redistribución, no en el mercado y el comercio. En lo concerniente a los 
medios de comunicación, los griegos, con su lengua indoeuropea, dieron 
el salto al alfabeto que empleamos hoy en día. Estaba, asimismo, la cues-
33
tión del arte, incluida la arquitectura. Por último, trataré el problema de si 
existía alguna diferencia general entre los centros europeos de la Antigüe­
dad y los del Mediterráneo oriental, incluyendo las zonas de Asia y Africa 
que los rodeaban.
El robo de la historia por parte de los europeos occidentales empezó 
con los conceptos de sociedad arcaica y de Antigüedad, para seguir a partir 
ahí una línea más o menos recta a través del feudalismo y el Renacimiento 
hasta el capitalismo. Es fácil entender que ése fuera el punto de partida ya 
que para la Europa posterior la experiencia griega y romana representaba 
el auténtico amanecer de la «historia», con la adopción de la escritura al­
fabética (antes de la escritura todo era «pre-historia», campo de estudio de 
los arqueólogos más que de los historiadores)1. Por supuesto, en Europa 
existían algunos documentos escritos previos a la Antigüedad de la civili­
zación minoica de Creta y de la micénica del continente. Sin embargo, su 
caligrafía no se descifró hasta hace sesenta años, y se comprobó que los 
documentos eran en gran parte listas administrativas, no «historia» o lite­
ratura en el sentido habitual. Esas disciplinas no aparecieron con fuerza en 
Europa hasta después del siglo v iii a.C., con la adopción y adaptación que 
se hizo en Grecia de la escritura fenicia, antecedente de muchos otros al­
fabetos, que ya contaba con consonantes (sin vocales)2. Uno de los prime­
ros temas de la literatura griega fue la guerra contra los persas, que desem­
bocaría en la distinción valorativa entre Europa y Asia, una distinción que 
a partir de entonces tendría profundas consecuencias sobre nuestra historia 
intelectual y política3. Para los griegos, los persas eran «bárbaros» y se 
caracterizaban por la tiranía, no por la democracia. Se trataba, claro está, 
de un juicio puramente etnocéntrico, instigado por la Guerra Greco-Persa.
Y así por ejemplo, el supuesto declive del Imperio persa durante el reinado 
de Jerjes (485-465 a.C.) surge de una visión centrada en Grecia y Atenas; 
no lo confirma ningún documento elamita procedente de Persépolis o aca- 
dio de Babilonia, ni ningún documento arameo de Egipto, y mucho menos 
los testimonios arqueológicos4. De hecho, los persas estaban tan «civiliza­
dos» como los griegos, en especial sus elites. Además, fueron el único 
medio a través del cual pudo transmitirse a los griegos el saber provenien­
te de las sociedades alfabetizadas del antiguo Oriente Próximo5.
En el terreno lingüístico, Europa se había convertido en la patria de los 
«arios», los hablantes de lenguas indoeuropeas de origen asiático. Por su 
parte, Asia occidental era la patria de los pueblosde lenguas semíticas, 
una rama de la familia afroasiática que incluye las lenguas habladas por
1 I. Goody y I. Watt, 1963; y M. I. Finley, 1970, p. 6.
2 Utilizo las fechas más comunes. Algunos autores datarían la transmisión en una fecha
anterior.
3 E. Said, 1995, pp. 56-57.
4 P. Briant, 2005, p. 14.
5 A. Villing, «Persia and Greece», en J. Curtis y N, Tallis, 2005, p. 9.
34
los judíos, los fenicios, los árabes, los coptos, los bereberes y otros mu­
chos pueblos del norte de Africa y Asia. Sería esta división entre los arios 
y el resto, retomada más tarde por las doctrinas nazis, lo que en la historia 
popular de Europa instigaría el ulterior menosprecio de la contribución de 
Oriente al desarrollo de la civilización.
A pesar de los debates que han surgido entre los estudiosos de historia 
clásica sobre su comienzo y su fin6, sabemos lo que significa la Antigüe­
dad en un contexto europeo. Pero ¿por qué no se ha utilizado el concepto 
a la hora de estudiar otras civilizaciones de Oriente Próximo, de la India 
o China? ¿Existen razones de peso para esta exclusión del resto del mun­
do y para el nacimiento del «excepcionalismo europeo»? Los prehistoria­
dores han hecho hincapié en la similitud, a grandes rasgos, del progreso 
de sociedades anteriores, tanto en Europa como en otras partes, un pro­
greso que pese a una periodización distinta sigue en lo esencial una serie 
de etapas paralelas. Dicho progreso continuó por toda Eurasia hasta la 
Edad del Bronce. Se cree que fue entonces cuando se produjo una diver­
gencia. Las sociedades arcaicas de Grecia pertenecían en lo esencial a la 
Edad del Bronce, aunque se prolongaron en la Edad del Hierro e incluso 
hasta el periodo histórico. Según se afirma, pasada la Edad del Bronce, 
Europa experimentó la Antigüedad, mientras que Asia tuvo que arreglár­
selas sin ella. La historiografía se resiente de un problema de peso: si bien 
muchos historiadores occidentales, incluidos estudiosos de primera fila 
como Gibbon, han analizado el declive y caída del mundo clásico de Gre­
cia y Roma y el nacimiento del feudalismo, pocos, por no decir ninguno, 
se han detenido a estudiar en profundidad las implicaciones teóricas del 
advenimiento deTa Antigüedad o de una sociedad antigua como periodo 
diferenciado. El antropólogo Southall, por ejemplo, cuando escribe sobre 
el modelo asiático afirma que «la primera transformación radical fue el 
modo de producción antiguo que se desarrolló en el Mediterráneo, sin 
sustituir el modo asiático en gran parte de Asia y del Nuevo Mundo»7. 
Pero ¿por qué no? No se aporta razón alguna, salvo que el modelo antiguo 
supuso «un salto casi milagroso en cuestión de derechos del hombre» (¿y 
de la mujer no?). Fue una transición que tuvo lugar en el Mediterráneo 
oriental en parte por «una migración en el escenario de un colapso so­
cial», una situación que debió de darse con bastante frecuencia.
Muchos ven la historia posterior de Europa como resultado de una 
vaga síntesis entre la sociedad romana y la sociedad nativa tribal, una for­
mación social germana en términos marxistas; de hecho, durante mucho 
tiempo ha existido una pugna entre romanistas y germanistas sobre sus 
respectivas contribuciones. Pero incluso en un periodo anterior, la Anti­
6 Si se quiere consultar un valioso comentario de fecha reciente sobre el final de la Antigüe­
dad, véase G. Fowden, 2002.
7 A. Southall, 1998, pp. 17 y 20.
35
güedad suele considerarse una fusión entre estados de la Edad del Bronce 
y las «tribus» de origen «ario» que participaron en las invasiones dóricas: 
se benefició de ambos regímenes, de las culturas urbanas centralizadas y 
«civilizadas» y de las «tribus», más rurales y pastoriles.
En un plano más general, desde el punto de vista de la organización 
social y de la economía, el concepto de tribu no es muy esclarecedor. Si 
bien el término «tribal» puede servir para señalar algunos aspectos de la 
organización social -en concreto, la itinerancia y la ausencia de un Estado 
burocrático-, no sirve de mucho a la hora de distinguir el carácter de la 
economía. Nos encontramos con «tribus» que practican la caza y la reco­
lección, otras se dedican a la agricultura con azada, otras al pastoreo. Sea 
como sea, con respecto a la aparición de lo que consideramos civilización 
clásica de la Antigüedad queda claro que no se edificó directamente sobre 
los pilares de ninguna de esas economías tribales. Por el contrario, se 
construyó sobre sociedades como la micénica y la etrusca, que experi­
mentaron una fuerte influencia de los muchos avances de la vida tanto 
rural como urbana que marcaron el inicio de la Edad del Bronce, no sólo 
en Europa, sino fundamentalmente en Oriente Próximo, en el llamado 
Creciente Fértil, así como en zonas de la India y China. Durante la Edad 
del Bronce, alrededor de 3000 a.C., Eurasia fue testigo del desarrollo de 
un buen número de nuevas «civilizaciones», en sentido técnico, de cultu­
ras urbanas basadas en una agricultura avanzada que utilizaba el arado, la 
rueda y, en algunos casos, el regadío. Estimularon la vida urbana y la ac­
tividad artesanal especializada, así como formas de escritura, lo que pro­
piciaría una revolución en los modos de comunicación y en los modos de 
producción. Estas sociedades, de una estratificación acentuada, produje­
ron formas culturales diferenciadas jerárquicamente y una gran variedad 
de actividades artesanales en el valle del río Rojo en China, en la cultura 
de Harappa al norte de la India, en Mesopotamia y en Egipto y, más tarde, 
en otros puntos del Creciente Fértil de Oriente Próximo, así como en Eu­
ropa oriental. Se produjo un desarrollo paralelo a lo largo de toda esta 
amplia región, en la que existió cierta comunicación. De hecho, la revolu­
ción urbana influyó en el desarrollo no sólo de las civilizaciones mayores, 
sino también de las «tribus» que vivían en la periferia8 y que se consideran 
en parte precursoras de la sociedad griega.
Childe hace hincapié en el papel que desempeñó el comercio en el 
mundo clásico: gracias a él se difundieron un buen número de culturas, 
ideas e individuos. Por supuesto, se comerciaba con esclavos, que no eran 
simple mano de obra: «había médicos y científicos de notable educación, 
así como artesanos y prostitutas... Una vez fusionadas, las civilizaciones 
orientales y mediterráneas estaban unidas por el comercio y la diplomacia
8 G. Childe, 1964, p. 159: «Incluso la resistencia al imperialismo genera una “economía de 
la Edad de Bronce” dependiente del comercio, al menos, de armamento.
36
con otras civilizaciones de Oriente y con los antiguos bárbaros del norte y 
del sur»9. Dichos intercambios acontecían tanto en el seno de las socieda­
des como entre ellas.
Las «tribus» de la periferia, las «bárbaras» que técnicamente no per­
tenecían a civilizaciones mayores10, se vieron afectadas por los grandes 
avances de las sociedades urbanas con las que intercambiaban productos, 
contribuyendo al transporte de mercancías, y a las que veían de paso como 
posibles blancos por su mayor movilidad: asaltar las ciudades y el tráfico 
de mercancías suponía una forma de vida para algunas. Así describió la 
situación Ibn Jaldún en su relato del siglo xiv sobre el conflicto registrado 
en el norte de Africa entre los beduinos nómadas y los árabes sedentarios 
(o el equivalente entre los bereberes); según él las tribus demostraban 
mayor «solidaridad» (asabiya) que los pueblos más avanzados en lo tec­
nológico", una cuestión que más tarde trataría Émile Durkheim en La di­
visión del trabajo social bajo el epígrafe de «solidaridad»12. La mayoría 
de las grandes civilizaciones mantenían relaciones similares con «tribus» 
vecinas y padecían incursiones similares: los chinos de los manchúes, los 
indios de los timúridas de Asia Central, Oriente Próximo de los pueblos de 
los desiertos de alrededor, los dóricos en Europa. No hay nada de extraor­
dinario a este respecto en los ataques de los germanos, entre otros, contra 
el mundo clásico,

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