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Iconografa-escatologica-de-San-Francisco-de-Ass-y-Santo-Domingo-de-Guzman

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UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO 
Facultad de Filosofía y Letras 
Colegio de Estudios Latinoamericanos 
 
 
 
 
Iconografía escatológica de san Francisco de Asís 
 y santo Domingo de Guzmán 
 
 
Tesis que para obtener el grado de 
Licenciado en Estudios Latinoamericanos 
presenta: 
 
SAÚL ESPINO ARMENDÁRIZ 
 
 
 
 
Asesora: 
Dra. Magdalena Vences Vidal 
 
 
 
 Octubre de 2011
 
UNAM – Dirección General de Bibliotecas 
Tesis Digitales 
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mencionando el autor o autores. Cualquier uso distinto como el lucro, 
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respectivo titular de los Derechos de Autor. 
 
 
 
ÍNDICE 
Introducción………………………………………………………………1 
 
Capítulo 1: Órdenes Hermanas: Innovaciones institucionales ante una 
crisis eclesiástica.………….……………………………………………...8 
 
Capítulo 2: Joaquinismo y visiones escatológicas sobre san Francisco y 
santo Domingo en la Edad Media..………………………………………33 
 
Capítulo 3: La Reforma Católica: Pervivencia de los tópicos escatológicos 
mendicantes en las fuentes literarias modernas..…………….....……… 65 
 
Capítulo 4: Catálogo comentado………………………………………... 99 
 
Conclusiones……………………………………………………………142 
 
Bibliografía……………………..………………………………………148 
 
Apéndice: Tabla de obras referidas……………………………………. 162 
 
 
 
AGRADECIMIENTOS 
Si es verdad que toda creación lleva consigo un retrato sintético –pero fiel– de su 
autor, esta tesis contiene condensadas las obsesiones y taras de quien he sido durante 
los últimos años. De alguna forma –acertada o equivocada, ya juzgará quien la lea–, 
siento que estás páginas lograron recoger todos mis intereses: religión, arte, filosofía y 
política se entrelazaron para hacer surgir, desarrollar y concluir esta investigación. 
Concibo la tesis como el balance de una etapa formativa que trasciende lo meramente 
académico y se enraíza en lo más personal. De la misma manera, para las personas 
que estuvieron a mi lado en el transcurso de esta investigación –y durante los 5 años 
de la licenciatura– siento un agradecimiento que va más allá de lo profesional: lo 
positivo que puedan tener estas hojas no son más que el reflejo directo de su 
invaluable apoyo. 
 En primer lugar, va un amoroso y vehemente agradecimiento para mis padres. 
Sin sus consejos, porras y paciencia –hay que imaginar cuánto se ejerce esta virtud 
cuando uno tiene que esperar más de año y medio a que el hijo se titule– no hubiera 
podido hacer absolutamente nada. Me han dado su amor incondicional y los demás 
medios para concretar esta tesis. Toda felicitación debiera estar dirigida a mi familia, 
la única merecedora de reconocimiento ante este logro. 
 Por mi parte, estoy en deuda permanente con mi querida directora de tesis, la 
doctora Magdalena Vences. Desde hace ya casi 5 años no he dejado de aprender de 
ella, dentro y fuera de las aulas. Sobre todo, me ha dado la lección más importante: la 
generosidad. Primero conocí a la académica cuyas investigaciones eran interesantes y 
estimulantes, después a la profesora disciplinada, comprometida y amena, y 
finalmente a la generosa mujer que compartió conmigo su saber y consejos, su 
biblioteca y su enorme amor por el patrimonio colonial latinoamericano. Sin ella la 
investigación nunca hubiera cobrado forma y habría sido una aburrida, confusa y 
eterna digresión. 
 También quiero agradecer sinceramente al sínodo que leyó y comentó este 
trabajo: los doctores Nelly Sigaut y Miguel Ángel Esquivel y las maestras María 
Teresa Álvarez Icaza Longoria y Gabriela Cruz Ugalde. No quisiera dejar de recordar 
al resto de los valiosos maestros que tuve en los nueve semestres de estudio. Hay 
asignaturas, lecturas y clases que llevo para siempre conmigo. A la Universidad 
Nacional Autónoma de México y a mi Facultad de Filosofía y Letras les agradezco 
inmensamente a través de ellos. 
 Va también un enorme reconocimiento y agradecimiento para el resto de mis 
amigos: aquellos que estaban ahí antes de la universidad, aquellos que llegaron a mi 
vida en los primeros semestres de la licenciatura y a los que llegaron en los últimos, y 
por supuesto a aquellos que conocí fuera de la universidad pero han sido 
fundamentales para que hoy pueda por fin decir que esta investigación ha concluido. 
Algunos presenciaron de manera directa la formación de esta tesis, con las alegrías y 
los tropezones que trae todo proyecto consigo: para ellos va un doble gracias. Qué 
dicha siento al saber que su número es tal que enlistar sus nombres consumiría más 
espacio del que puedo dedicarle a este apartado. 
 Finalmente, pero de ninguna forma menos importante, quiero agradecer a los 
hijos espirituales de san Francisco y de santo Domingo, esos frailes y religiosas que 
han mantenido ardiendo el fuego del carisma mendicante desde hace 800 años, 
predicando la Buena Nueva que comenzó cuando un carpintero de Galilea encarnó el 
amor hace dos milenios. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
L'un fu tutto serafico in ardore, 
l'altro per sapienza in terra fue 
di cherubica luce uno splendore. 
 
Paradiso, Canto XI, § 13. 
	
  
1	
  
INTRODUCCIÓN 
Un día de la primavera de 2009, mientras recorría los pasillos del Exconvento de Santo Domingo 
de Ocotlán (Oaxaca) –el monumento que tan entusiastamente rescató el pintor Rodolfo Morales– 
una pintura atrajo toda mi atención1. Se trataba de una obra colonial donde aparecen san 
Francisco de Asís y santo Domingo de Guzmán sosteniendo la esfera del mundo con el cordón y 
el rosario, respectivamente, y siendo ayudados desde arriba por dos brazos celestiales. Yo, que ya 
estaba interesado en la iconografía de santo Domingo gracias a las clases de Magdalena Vences, 
quedé fascinado ante esta pintura que en ese momento no pude más que creer excepcional. 
Entusiasmado, pensé que se trataba de una representación simbólica de la amistad y alianza entre 
las órdenes de los Hermanos Menores y de los Predicadores, a la manera del famoso Abrazo entre 
los dos santos que gozó de mayor difusión. Imaginé, incluso, que estaba frente a una 
representación netamente americana. 
 Quise saber cuál era el discurso que estaba detrás de esa pintura y comencé una 
investigación que me llevó por derroteros que no había previsto. Buscando imágenes similares en 
libros de historia del arte latinoamericano, encontré otras pinturas chilenas que también 
representaban a san Francisco y santo Domingo con el mundo, pero en este caso intercediendo 
por éste ante un Jesucristo colérico y dispuesto a destruirlo2. En el transcurso de mi búsqueda por 
catálogos y libros ilustrados de arte encontré más pinturas sudamericanas –incluido un ejemplo 
brasileño3– y europeas, presentes por igual en conventos franciscanos que dominicos. Poco 
después encontré las pinturas que Gregorio Vásquez de Arce hizo en el s. XVII para el convento 
de Santo Domingo de Bogotá, en lo que entonces era la Nueva Granada. En una de ellas, aparece 
	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  
1 Véase la imagen #42 del Apéndice “Tabla de obras referidas”. 
2 Imágenes #22, 29 y 33. 
3 Imagen #34. 
	
  
2	
  
un hombre de gesto hosco mostrando los retratos de san Francisco y santo Domingo4; las 
diferentes interpretaciones con las quehistoriadores han explicado esta iconografía alimentaron 
más mi curiosidad5. Algunos, por ejemplo, argumentaban que el personaje adusto era Joaquín de 
Fiore. 
 Así, en el afán de interpretar plausiblemente tanto la pintura de Ocotlán como las 
sudamericanas que después fui descubriendo, me vi de pronto en medio del sutil debate sobre la 
influencia del joaquinismo en la América colonial. 
 ¿Eran estas pinturas la prueba de que el joaquinismo estuvo presente en este continente 
desde la época del Descubrimiento, tal y como argumentaban, entre otros, Phelan y Baudot6? 
¿Cómo conciliar esta iconografía con la postura más razonada de, por ejemplo, Rubial y Frost7, 
quienes veían con escepticismo todo aquello que era catalogado sin más como milenarismo? 
Puesto que era casi evidente que algunos de los cuadros representaban explícitamente al abad 
Joaquín de Fiore, ¿esto significaba que las pinturas eran, por así decirlo, un manifiesto 
milenarista por parte de los frailes mendicantes que las mandaron hacer? Y dado que el abad 
Joaquín vivió en el siglo XII, ¿a través de qué medio los frailes franciscanos y dominicos 
asentados en la América colonial tuvieron contacto con estas ideas? ¿Gozaron de más fama y 
representación estas iconografías en América? ¿En qué punto se codificó la iconografía: en el 
Medioevo, en la Reforma, en la Evangelización americana o en el conflicto de secularización de 
doctrinas americanas? ¿Se trata de un rebrote tardío –hay ejemplos de finales del s. XVIII– del 
milenarismo? ¿Puede sostenerse sin más una equivalencia entre joaquinismo y milenarismo? En 
	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  
4 Imagen #19. 
5 Al principio sólo conocí la de Ramón Gutiérrez (1995, p. 58) que la titulaba como: “El pintor Gregorio Vázquez 
Ceballos entrega dos de sus cuadros a los padres agustinos de Bogotá” y la de Marta Fajardo de Rueda (2007, p. 
460) que identificaba a Joaquín de Fiore. 
6 Phelan, 1972, p. 28; Baudot, 1990, p. 9. 
7 Rubial, 1996, pp. 8-9; Frost, 1996, pp. 34-35. El análisis conceptual y teórico de estas dos posiciones se discute en 
el segundo capítulo de este escrito. 
	
  
3	
  
todo caso, ¿qué tan heterodoxas y marginales fueron tanto la iconografía como el discurso que 
subyacía detrás de estas representaciones? ¿Cuál es el nexo escatológico que une a estas 
iconografías? ¿Qué tan americana se pueden considerar estas series iconográficas? 
Éstas y otras preguntas sirvieron de ejes rectores a lo largo de la investigación. Para 
responderlas tuve que hacer un recorrido panorámico de la historia de la Orden de los Hermanos 
Menores y la de Predicadores. He hecho hincapié en tres momentos fundamentales en la historia 
de las órdenes mendicantes –fundación, reforma y evangelización americana– que considero 
agitaron los ánimos escatológicos, nunca tranquilos del todo en el cristianismo. En dichos 
momentos los mendicantes se concibieron a sí mismos como instrumentos providenciales para la 
salvación del mundo, una postura que evidentemente armoniza con el discurso de la iconografía 
aquí estudiada. Intenté, además, rastrear el origen, desarrollo y transformación literaria de los 
tópicos escatológicos mendicantes, desde las leyendas hagiográficas medievales hasta la 
sermonaria barroca, pasando por la obra de san Buenaventura, san Vicente Ferrer, Bartolomé de 
Pisa, entre otros. El repertorio retórico y visual de la escatología mendicante surgió en el 
contexto de la fundación de las órdenes, al calor del conflicto de la Universidad de París en el s. 
XIII y la condenación del pseudojoaquinismo 8 ; posteriormente se transformó y codificó 
ortodoxamente, pasando a ser un pasaje clave en la vida de los santos fundadores. La culminación 
de este proceso es la inclusión estandarizada de los tópicos escatológicos como episodio dentro 
de los grandes ciclos pictóricos sobre la vida de san Francisco y santo Domingo. 
 Me propuse, pues, brindar una interpretación iconológica plausible a estas pinturas y el 
resto de las obras que en el transcurso de mi investigación descubrí. Como soporte teórico traté 
de usar la metodología iconológica de Panofsky. Primero, habría que identificar correctamente 
	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  
8 La definición conceptual de joaquinismo, pseudojoaquinismo, escatología y otros se discute detalladamente en el 
Capítulo 2. 
	
  
4	
  
todos los elementos: el significado convencional9; particularmente en aquellos cuadros de 
interpretación polémica –como el de Vásquez de Arce–. En esta misma etapa se hacía necesario 
identificar las fuentes literarias en las que estas representaciones estaban basadas10; considerando 
que se trataba de pinturas coloniales, habría también que reconocer la fuente visual que pudo 
haber servido de modelo para estos cuadros. Posteriormente, era necesario dilucidar el 
significado intrínseco “indagando aquellos supuestos que revelan la actitud básica de una nación, 
un periodo, una clase, una creencia religiosa o filosófica –cualificados inconscientemente por una 
personalidad y condensados en una obra–” 11 . Es decir, confrontar la mayor cantidad de 
documentos de la época con la obra para explorar sus valores simbólicos y, con esto, definir la 
relación del joaquinismo con esta iconografía. 
 Al final de la búsqueda pude identificar 40 obras –la mayoría pinturas al óleo, algunos 
grabados y sólo una obra escultórica–, diseminadas por igual en conventos dominicos y 
franciscanos de las ramas masculinas y femeninas y a los dos lados del Atlántico, que tenían una 
iconografía cuya interpretación era eminentemente escatológica. Con la intención de acotar el 
tema de estudio, dejé intencionalmente fuera un tipo de iconografía que si bien representaba a los 
dos santos no estaba ligada directamente con un contexto escatológico –por ejemplo, 
representaciones de ambos santos con la Virgen del Rosario, en La Nave Alegórica de la Iglesia, 
etc.–. Mención aparte merece la iconografía donde aparecen estos dos santos rescatando ánimas 
del Purgatorio, ya que aunque puede considerarse con justicia parte de la iconografía escatológica 
–en la dimensión individual12–, no es exclusiva de santo Domingo y san Francisco. La 
iconografía más abundante que muestra a ambos santos es, por supuesto, la del Abrazo; los 
	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  
9 Panofsky, 1972, p. 14. 
10 Panofsky, 1970, p. 33. 
11 Panofsky, 1972, pp. 17-18. 
12 Para Carozzi (2000, pp. 50-57) la formulación teológica medieval del Purgatorio es la consecuencia de la 
interiorización e individuación de la escatología en sentido amplio. Ver discusión ampliada en el segundo capítulo de 
este trabajo. 
	
  
5	
  
ejemplos americanos y europeos son demasiados para incluirlos en un catálogo razonado. En 
todo caso, considero que la interpretación iconológica de esta tesis ofrece suficientes indicios 
para colocar al Abrazo de san Francisco y santo Domingo en su contexto escatológico original, 
tal y como aparece en las leyendas hagiográficas medievales de los dos santos13. 
Para algunos, posiblemente, una tesis de estudios latinoamericanos que aborda estos 
temas es, por lo menos, extraña. Decía Elsa Cecilia Frost en su tesis doctoral sobre el 
providencialismo en América: 
"Es posible que mi empresa parezca superflua, ya que al lado de lo que el descubrimiento y la 
conquista, militar o espiritual, significaron para las sociedadesindígenas, al lado del sufrimiento y 
la desolación producidas, meterse a escudriñar si la concepción española del mundo cambió o no 
parece verdadera cuestión bizantina"14. 
 
Pudiera ser que también algunos pensaran que esforzarse por interpretar esta serie de cuadros 
tiene mucho de trivial, más aún cuando la investigación se remonta a los orígenes medievales 
para identificar las figuras retóricas y posturas eclesiológicas que sirvieron de fuentes literarias e 
ideológicas. Los aportes de esta tesis son, sin duda, modestos; sin embargo, considero que ayudan 
a comprender mejor la naturaleza y características de dos institutos protagónicos en la historia 
colonial latinoamericana. Estudiar esta iconografía es como prestar oído a aquello que los frailes 
dominicos y franciscanos pensaban de sí mismos, a su propia concepción como renovadores de la 
Iglesia e instrumentos de salvación del mundo. Por lo demás, intentar abordar este tema desde 
una perspectiva puramente local habría sido inútil. Por fortuna, hace ya varias décadas que los 
especialistas han decidido abordar con perspectiva regional –incluyendo a la Península y al 
mundo portugués– la historia colonial: cualquier interpretación iconológica de esta época pasa 
forzosamente por concebir la organicidad del orbe hispánico de entonces, sin que esto signifique 
	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  
13 Cfr. Arcelus, 1998, p. 198. 
14 Frost (1998), p. 2. 
	
  
6	
  
la negación de su pluralidad y matices. Hay una continuidad lógica que conecta directamente a 
las pinturas coloniales barrocas aquí estudiadas con sus primeras formulaciones retóricas en el 
Medioevo; prescindir de la historia anterior a la conquista y colonización de América para 
explicar un rasgo ideológico de institutos gestados en un contexto medieval y con vocación 
universal sería, por lo menos, absurdo. Pero no sólo la intención de tener una perspectiva regional 
justifica esta tesis desde el enfoque de los estudios latinoamericanos. El elemento más importante 
es la interdisciplinariedad. La iconología es interdisciplinaria o no es iconología: 
“El iconólogo, más que un historiador del arte interesado en la historia del estilo y de las formas, 
ha de ser un humanista completo, penetrado de la historia del pensamiento, la filosofía, la ciencia, 
la literatura, las concepciones políticas y la transmisión de las fuentes del conocimiento para poder 
interpretar prudentemente, en una obra de arte concreta de un momento determinado, el 
significado intrínseco de una variante en la utilización de un tema, a la luz que arroja sobre ese 
punto concreto la historia toda de la cultura”15. 
 
Por supuesto, el que esto escribe está lejos de sentirse un humanista completo; sin embargo, en 
esta tesis me he esforzado por abordar el objeto de estudio no sólo desde la posición 
metodológica de un historiador del arte sino también desde la perspectiva de la historia de las 
ideas y la filosofía-teología. 
 Si con esta interpretación iconológica he conseguido mínimamente desmitificar –debería 
decir desdemonizar– el joaquinismo, reduciéndolo a lo que mayoritariamente fue en la época 
colonial –a saber, un recurso retórico estandarizado desde el siglo XIII para ensalzar a los 
institutos mendicantes–, librándolo del falso escándalo de la heterodoxia16, me doy por bien 
servido. 
	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  
15 Lafuente Ferrari, 1972, p. XXX, en Panofsky (1972). 
16 Por joaquinismo, como se verá, se ha entendido una posición herética; sin embargo, ni todo lo escatológico es 
joaquinista –como pretendían Phelan y compañía– ni todo joaquinismo fue necesariamente heterodoxo. 
	
  
7	
  
Estos discursos y teorías, estas visiones e iconografías, son el correlato simbólico del 
papel que en ciertos momentos desempeñaron los mendicantes como acicate ético de una Iglesia 
siempre necesitada de reforma; aquellos tiempos en que han logrado ser aquello que François-
Xavier Durrwell define como la misión básica de la vida religiosa: ser memoria viviente de la 
escatología17. 
	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  
17 Cfr. Martínez Díez, 1995, p. 62. 
	
  
8	
  
I. ÓRDENES HERMANAS: Innovaciones institucionales ante una 
crisis eclesiástica 
Durante el siglo XII, como reacción a una sociedad que transitaba lentamente de la lógica feudal 
a la mercantil, la Iglesia experimentó una serie de cambios que la transformaron radicalmente. La 
creación de las órdenes mendicantes a principios del siglo XIII fue quizá la cúspide de este 
proceso. Bajo los nombres de Orden de Hermanos Menores (OFM, Ordo Fratrum Minorum) y 
Orden de Predicadores (OP, Ordo Prædicatorum), san Francisco de Asís y santo Domingo de 
Guzmán fundaron, respectivamente, dos institutos que respondían a la crisis del momento y que 
en el transcurso de los siglos se desarrollaron de manera paralela, ofreciendo dos respuestas 
diferentes a los muchos problemas eclesiásticos. Los dos, franciscanos y dominicos, llevan en su 
seno la misma tensión carismática definida por el binomio vida contemplativa – vida activa, que 
marcará su evolución en una sucesiva serie de reformas. Dicha serie de reformas los prepararán, 
sin saberlo, para la más grande misión que hubiesen enfrentado en su historia: la evangelización 
de América. 
 Este primer capítulo se propone presentar a las órdenes dominica y franciscana como 
institutos hermanados –que no gemelos– en su fundación y evolución y como innovaciones 
eclesiológicas. Para comprender a cabalidad la novedad institucional que representó el 
surgimiento de los mendicantes, primero se presentará la historia de su creación y el contexto de 
reforma eclesiástica en el que ésta se dio. Aunque en esta primera parte se hará énfasis los 
aspectos comunes a ambas órdenes, la idea rectora será presentarlos como dos propuestas 
distintas a una misma situación. Posteriormente, en un segundo apartado, se especificarán los 
carismas y las peculiaridades de los dos institutos. Para esto, se revisará el concepto teológico de 
	
  
9	
  
carisma y se desarrollará brevemente la biografía y espiritualidad de los dos padres fundadores. 
La meta de este apartado es matizar y diferenciar los elementos que ambas órdenes comparten 
(mendicidad, predicación, etc.). 
Al comenzar la Baja Edad Media (XI – XV), la sociedad occidental enfrentó una serie de 
cambios que consistieron, sintéticamente, en la transición del feudo al burgo. Dicha 
transformación tuvo distintos correlatos: el económico –de la posesión de la tierra a la actividad 
mercantil—, el político —de los señores feudales locales a las monarquías nacionales—, el 
cultural —del pensamiento simbólico a la argumentación dialéctica de la escolástica18— y el 
eclesiástico: de los monjes a los frailes mendicantes. 
 En el siglo XI, y sobre todo en el XII, Europa gozó de un crecimiento demográfico 
causado en buena medida por los nuevos espacios roturables —lo que se reflejó en un incremento 
de recursos— y por la ausencia de pestes y epidemias19. Esta explosión demográfica sofisticó el 
intercambio comercial, fortaleciendo a la clase mercantil y su espacio natural: los burgos. En 
última instancia, pues, el incremento demográfico propició el renacimiento urbano. Las 
monarquías buscaron fronteras más estables, promovieron la expansión bélica –v. gr. las 
Cruzadas– y apoyaron el crecimiento de las ciudades, puesla población que habitaba en los 
burgos quedaba eximida de la lealtad a señores feudales y por ende disminuía los poderes locales. 
En términos culturales, el cambió fue en el desplazamiento de los monasterios como focos del 
saber por las universidades, a partir de ahí los centros culturales por antonomasia; a la par de esto, 
los procedimientos simbólicos de expresión religiosa fueron poco a poco sustituidos por la el 
silogismo escolástico20. 
	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  
18 Es decir, el cambio de paradigma epistémico que supuso el paso de la Schola Christi a la Schola Magister, según 
se verá más adelante. 
19 Palacios, 1996, p. 30. 
20 Le Goff,1969, p. 462. 
	
  
10	
  
 ¿Cómo reaccionó la Iglesia ante esta transformación social? En una época donde sociedad 
y Cristiandad son la misma cosa, pareciera que no tiene sentido plantearse esta pregunta: un 
suceso eclesiástico es un evento que afecta a la sociedad entera. Sin embargo, algo había 
empezado a cambiar: “...la Iglesia sigue la evolución de la Cristiandad, pero ya no la guía, como 
había hecho durante la Alta Edad Media”21. En efecto, da la impresión de que ante tanto cambio 
la Iglesia observaba pasmada, protestando cuando estaba muy ligada a los intereses de los señores 
locales pero permaneciendo las más de las veces indiferente ante este proceso22. 
 En materia de eclesiástica, por otra parte, muchas reformas a modo de aggiornamento se 
impulsaron. La primera gran reforma intentó corregir la decadencia de los monasterios 
benedictinos, cuya prosperidad material había lesionado la vida en comunidad, y tuvo lugar en la 
abadía de Cluny hacia finales del siglo X. Los cluniacenses tuvieron éxito en volver a la estricta 
vida en comunidad, pero no consiguieron alcanzar la tan buscada pobreza evangélica ni mucho 
menos arraigar popularmente23. La siguiente gran reforma, ya en el XI, fue impulsada desde 
Roma por León IX y Gregorio VII –por quien pasaría a la historia como reforma gregoriana- y 
se proponía, además de darle autonomía política y económica a la iglesia dentro del régimen 
señorial, favorecer reformas monásticas, propiciar la vida en canonicatos regulares y disciplinar 
al clero secular24. Los nuevos monjes blancos –en oposición al hábito oscuro de los benedictinos- 
como los camándulos, cartujos, premonstrenses y cistercienses, pretendían, además de estricta 
vida comunidad, vivir en estrecha pobreza y austeridad material. 
 Sin embargo, todas estas reformas nunca consiguieron un significativo apoyo popular 
porque iban en sentido contrario a los cambios sociales: las ciudades adquirían cada vez más 
importancia y los monjes se marginaban huyendo de ellas. La fractura entre laicos y religiosos 
	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  
21 Le Goff, op. cit., p. 131. 
22 Ulloa, 1977, p. 11. 
23 Peña Pérez, 1993, p. 182. 
24 De Garganta,1947, p. 7; Peña Pérez, op. cit., p. 184. 
	
  
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sólo se hacía más grande25. “Procurando siempre adaptarse”, sostiene Jacques Le Goff, “la Iglesia 
segrega un nuevo género de órdenes nuevas: los mendicantes, aunque no sin dificultad, no sin 
crisis”26. 
 
 A la par de las reformas clericales y monásticas, movimientos de laicos27 se fortalecían y, 
en ocasiones, se radicalizaban. “Estos movimientos, lo mismo los heréticos que los ortodoxos… 
nacieron de un afán de renovación evangélica. Cuando adoptaron la vida religiosa rehuyeron 
generalmente el monaquismo benedictino, modelo de equilibrio clásico, para acogerse a tipos 
más o menos borrosos de vida eremítica”28. Sus principales postulados eran el retorno a un 
evangelismo sencillo y una vida austera y frugal. Los dos afanes se explican también por el 
contexto urbano. La sofisticación que alcanzaron los burgueses mejor acomodados exigía una 
religiosidad distinta –frugalidad contra bonanza– a la del ambiente rural; poco a poco, y siempre 
clandestinamente, creció el interés en leer directamente las Sagradas Escrituras y no a través de 
	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  
25 Aquí no se quiere inferir que la vida monástica haya caducado con la creación de los mendicantes o que éstos 
supongan un perfeccionamiento de aquéllos; sostener esto derivaría en admitir que la fundación de la Compañía de 
Jesús hace obsoleto el modelo mendicante –como insinúa la eclesiología simplona de Francis (1950). La vida 
contemplativa de clausura juega un papel insustituible dentro de una sociedad confesional. Lo que aquí se quiere 
probar es que no era desde el monacato desde donde se podía remediar el creciente alejamiento de la feligresía 
urbana de la espiritualidad ortodoxa. 
26 Le Goff, op. cit., p. 130. Además, hay que considerar que el ideal cristiano considerado como perfección monástica 
es, en el fondo, profundamente elitista. Como dice Peña Pérez (op. cit., p. 183), “al sustraer y monacalizar las 
aspiraciones religiosas que bullían... [los monjes] consiguen una orgullosa perfección a costa de cerrar las vías de 
acceso a la misma a los que no han podido o querido encerrarse dentro del mundo del monasterio”. 
27 He sido bien advertido de que el uso de términos como movimientos de laicos y en general el énfasis en la división 
entre laicos y clérigos pudiera ser una distorsión anacrónica desde el catolicismo contemporáneo. Es cierto que en el 
mundo medieval no existía una división tajante entre lo secular y lo religioso, división que es propia de la modernidad. 
Sin embargo, creo que se justifica el uso de estos términos en el sentido estricto: laicado es la comunidad de 
bautizados de la Iglesia que no han recibido órdenes menores ni mayores y se define por contraste al clero, tal y 
como feligresía o fieles se define en contraste a los infieles sin bautizar (cfr. “Laity”, Catholic Encyclopedia). Jacques 
Le Goff (cfr. op. cit., p. 130, passim) no tiene empacho en explicar el surgimiento de los mendicantes como un 
esfuerzo sintético de la jerarquía eclesiástica ante esta dicotomía. Por lo demás, creo que se puede hablar de una 
especie de conciencia estamental de los cristianos no ordenados (cfr. Peña Pérez, op. cit., p. 183), y no extraña por 
tanto que muchos se hayan sentido excluidos del ideal monástico de perfección, de la participación ministerial y que 
otros movimientos se hayan vuelto francamente anticlericales. 
28 De Garganta, op. cit., pp. 8-9. 
	
  
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glosas o paráfrasis en los sermones29. Así, los burgueses empezaron a patrocinar traducciones 
encubiertas del Evangelio a las lenguas vernáculas. 
Por lo que respecta a la adopción de la vida austera, en buena medida fue una reacción a 
la riqueza material de los burgos, pero tuvo implicaciones más complejas que esto. Se trata, en 
realidad, de una resemantización de la pobreza. Además de que las condiciones objetivas del 
pobre material –en el sentido de una persona cuya vida se desarrolla en condiciones precarias– 
también habían cambiado30, en el discurso teológico se había empezado a elaborar una apología 
de la pobreza31. Es cierto que la renuncia material siempre ha ocupado un lugar preponderante en 
el cristianismo32; sin embargo, en esta época han cambiado los valores y la pobreza ha sustituido, 
en parte, a la humildad. Como dice Mollat, “la promoción del mercader en una sociedad donde 
hasta entonces predominaba el caballero, elevó la avaricia y la caridad al mismo rango que el 
orgullo y la humildad”33. Así, siendo el pobre llamado ahoraVicarius Christi –fórmula hasta 
entonces reservada para los monjes34 y posteriormente exclusiva para referirse al papa–, la 
salvación, filtrada por la miseria material, empezó a ponderarse como caridad. Estos 
movimientos laicales evangelistas quedaban las más de las veces dentro de la ortodoxia –los 
llamados pobres voluntarios35– pero, naturalmente, la crítica a la jerarquía eclesiástica fue 
subiendo de tono. En una perversa retroalimentación, la crítica ocasionaba más persecución por 
parte de la Iglesia; los grupos respondían radicalizándose más, volviéndose netamente 
	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  
29 Palacios, op. cit., p. 33. 
30 García Turza señala al respecto que la solidaridad inherente al mundo rural se vio exterminada con el crecimiento 
de las ciudades donde apareció, por primera vez, el nuevo pobre: el indigente anónimo. Cfr. García Turza, 1995, pp. 
14-15. 
31 Le Goff , op. cit., pp. 127-128. 
32 Son bien conocidos los versículos donde Jesús condena explícitamente la riqueza material (los más duros quizás 
en Mt 10, 17-22); posteriormente, los Padres del Desierto y el eremitismo pionero harían énfasis en este punto. 
33 Ap. Rubial,1996, p. 13. 
34 Rubial,1996, p. 14. 
35 Palacios, op. cit., pp. 33-34. 
	
  
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anticlericales y en ocasiones teorizando sus divergencias ya no sólo en el campo de la disciplina 
eclesiástica sino también en el de la teología dogmática. 
 La Iglesia, pues, estaba perdiendo influencia sobre la población urbana. Poco podía hacer 
para captar a los movimientos laicos con monjes cada vez más impopulares y con un clero 
secular en franca decadencia. Si hasta entonces Roma había titubeado ante estas convulsiones 
sociales, a partir de 1198 el proceso de centralización de la Iglesia se aceleró. La elección de 
Inocencio III (1198 – 1216) dotó a la Iglesia de un pontífice inteligente y de carácter decidido 
que impulsó la reforma interna, las Cruzadas –tanto para recuperar Tierra Santa como para atacar 
herejes– y la potestad temporal del Papado36. Inocencio III supo ver que la única forma de hacer 
eficiente el control clerical sobre el laicado era creando –o cooptando- instituciones ad hoc que 
encauzaran por vía ortodoxa la nueva religiosidad que se estaba gestando. La fundación de los 
mendicantes, que “recogen lo mejor de las tradiciones monásticas, le añaden el ideal y la práctica 
de la vida apostólica, e informan el proyecto resultante con la savia del evangelismo… [y la] 
marca de identidad [de] la pobreza evangélica…”37, son la respuesta a esta crisis: 
“Ante el reclutamiento de los monjes, la inhibición de los obispos y la incapacidad de los clérigos 
seculares, los miembros de aquellas nuevas órdenes [OFM y OP] asumen el compromiso de 
armonizar doctrinal y prácticamente el mensaje cristiano con las situaciones vitales más 
novedosas y arriesgadas de la sociedad del doscientos”38 
 
No es ninguna novedad concebir a las órdenes mendicantes39 como instituciones eminentemente 
urbanas40. Después de tímidos intentos de conciliar la vida monástica con la pastoral activa41 –los 
	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  
36 Rubial, 1996, p. 15. 
37 Martínez Díez, 1995, p. 41. 
38 Peña Pérez, op. cit., , p. 191. 
39 A menos que se indique lo contrario, en estos párrafos órdenes mendicantes está haciendo referencia 
exclusivamente a franciscanos (regla aprobada oralmente en 1209) y dominicos (1215) y no al resto de los 
mendicantes medievales y de la Reforma –los del Concilio de Lyon II, a saber, carmelitas (1226) y ermitaños 
agustinos (1256); los asimilados a través de reformas del XV-XVI como servitas, trinitarios, etc. 
40 De hecho, como bien dice Antonio Rubial (2010, p. 218), uno de los retos de adaptación más grandes que 
enfrentaron los mendicantes en América fue el de adecuar unas instituciones nacidas en un contexto urbano a la 
realidad rural del mundo indígena. 
	
  
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premonstratenses fueron los monjes que más avanzaron en esa dirección42, pero siempre en el 
ámbito rural–, por fin clérigos regulares se instalaron en las ciudades: los nuevos religiosos no 
eran llamados monjes sino frailes43 y su principal afán era vivere secundum formam sancti 
Evangelii44, es decir, vivir según la forma del Evangelio, buscar la perfección cristiana a través 
del apostolado. Tan ligados estuvieron a partir de aquí los mendicantes con las ciudades, que es 
posible medir el desarrollo urbano occidental con la fundación de los conventos; más aún, la 
importancia político-económica de una ciudad puede ser establecida por la cantidad de casas 
mendicantes que tenía45. “El mapa de las casas franciscanas y dominicas a finales del siglo XIII”, 
dice Le Goff, “es el mapa urbano de la Cristiandad”46. La sociedad urbana no sólo les 
proporcionará a los nuevos religiosos el campo de su misión, sino que, de la misma forma que el 
mundo feudal de las guerras y los señores dotó de un vocabulario particular a los monjes 
benedictinos, así las imágenes retóricas de los mendicantes estarán construidas a partir de la vida 
mercantil47. Paradójicamente, aunque sus principios suponen la renuncia a la riqueza material de 
los burgos, su lenguaje es sorprendentemente mercantil: los frailes negocian la salvación, arguyen 
	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  
41 También he sido advertido sobre el uso del término pastoral. En especial, el término pastoral urbana puede sonar 
anacrónico y similar al de pastoral universitaria o pastoral obrera, ambos nichos abiertos hasta mucho después del 
Concilio Vaticano I. Sin embargo, hay que distinguir la pastoral como un añejo concepto eclesiástico que data, en su 
sentido actual, desde la bula Liber Regulæ Pastoralis (590) de san Gregorio Magno (cfr. “Pope St. Gregory I, the 
Great”, Catholic Encyclopedia). Desde Trento se equiparó a la cura de almas de algún grupo en específico, 
delimitado gremial o territorialmente. Por pastoral urbana, pues, no me refiero a un programa eclesiástico de la 
modernidad sino solamente a la atención de las necesidades espirituales y prácticas de la población que habitaba las 
ciudades y burgos medievales, grupos poblaciones que, como se ha visto, se encontraban excluidos del ideal 
monástico de perfección cristiana y a la vez tratados negligentemente por el clero secular altomedieval. 
42 Palacios, op. cit., p. 35. 
43 La palabra monje y, sobre todo, monasterio, siguieron siendo usadas informalmente con la acepción de religioso y 
casa de religiosos. 
44 Kuster, 2003, p. 43. 
45 Baschet, 2009, p. 227. 
46 Le Goff, op. cit., p. 131. Algo similar puede decirse respecto al caso novohispano: “Están por realizarse”, dice 
Antonio Rubial (2010, p. 230), aún estudios concienzudos sobre la influencia de los conventos de los mendicantes 
como estructuradores del espacio urbano”. 
47 Ésta es la tesis de Rosenwein y Little (1974). 
	
  
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y persuaden sobre los productos de la ortodoxia y en general concibensu misión como un regateo 
de almas al demonio48. 
 Para afrontar los retos de la sociedad urbana, los religiosos precisaron de una nueva 
estructura jerárquica. Las palabras que mejor sintetizan la organización administrativa 
mendicante son representatividad y flexibilidad. En esencia, dominicos y franciscanos 
comparten estructuras piramidales de tres niveles: en ambas órdenes el convento, regido por un 
superior –guardián para los franciscanos y prior para los dominicos–, es la célula fundamental; a 
la unidad formada por diversos conventos se le conoce como provincia y está bajo el gobierno de 
un provincial; y, por último, la cabeza de toda la Orden es el maestro general (dominicos) o el 
ministro general (franciscanos) 49 . Las autoridades de estos tres niveles son electas 
periódicamente (aproximadamente cada tres o cuatro años) por todos los integrantes que 
conforman cada unidad en asambleas conocidas como capítulos. Este carácter democrático es lo 
que les otorga la representatividad a las órdenes. La flexibilidad, por otra parte, la consiguieron a 
través de dos elementos: la movilidad y la dispensa50. La movilidad se refiere al carácter 
itinerante de cada fraile y a la frecuencia con la que es asignado a distintos conventos de la 
Orden. A diferencia de los monjes, los frailes no están ligados a la casa donde profesan51; junto 
con la renuncia, en principio, a la posesión de bienes a nombre de la comunidad, la movilidad 
distingue claramente a un religioso mendicante de un monje de clausura. La dispensa, por otra 
parte, se trata de un instrumento jurídico –explotado innovadoramente por Domingo– que exenta 
de los deberes comunitarios a un religioso y fue usado, entre otras cosas, para posibilitar la 
ausencia al coro. Así, la representatividad de las autoridades permitía la renovación generacional 
	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  
48 Rosenwein y Little, 1974, pp. 23 – 30. Por lo demás, el propio san Francisco, prototipo de la humildad y pobreza, 
fue proclamado paradójicamente como patrono de los mercaderes y comerciantes desde la Edad Media. 
49 Rubial, 2005, pp. 169-171, Rubial, 2002, pp. 52-53 y también en Rubial, 2010, p. 216. 
50 Palacios, op. cit., pp. 35-37. 
51 El fraile no le jura obediencia al superior del convento al momento de profesar, como sí lo hace un monje con su 
respectivo abad. Cfr. Francis, 1950, p. 446. 
	
  
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y social del gobierno y la flexibilidad los preparaba para afrontar adecuadamente las tareas 
apostólicas. Las innovadoras características de los mendicantes los facultaban para enfrentar la 
pastoral urbana52. 
 Por otra parte, de los tres votos que hace cada religioso cuando profesa, a saber, 
obediencia, castidad y pobreza, es éste último el más característico entre los mendicantes. Todos 
los clérigos del rito latino están obligados, desde la reforma gregoriana, al celibato; el voto de 
castidad de los religiosos es aún más antiguo. La obediencia a las autoridades eclesiásticas es 
común a todos los clérigos seculares y regulares. La pobreza, sin embargo, adquiere un matiz 
distinto entre los mendicantes; más aún, es la forma de aplicar este voto lo que les otorga el 
atributo principal: la mendicidad. Los monjes hacían voto de pobreza individual; renunciaban a 
sus bienes y no podían poseer nada como personas. Sin embargo, la posesión de bienes era 
permitida a nombre de la comunidad –cosa que explica la famosa riqueza material de los 
benedictinos–. Franciscanos y dominicos renunciaron a la posibilidad de tener bienes incluso a 
nombre de la comunidad. Los conventos y demás bienes eran propiedad, en principio, del papa o 
de otras órdenes, y los frailes sólo las usufructuaban. Además, el rigor disciplinario –de los 
primeros años o de las reformas más radicales que vendrían después– les vedaba la posibilidad de 
tener rentas e incluso aceptar limosnas en dinero. Los frailes tenían, pues, que sustentarse de 
mendigar lo necesario en las ciudades. La mayor parte de las polémicas y rupturas en las órdenes 
mendicantes se debe, de hecho, a la interpretación que se hace del voto de la pobreza. 
 Otro rasgo común de los mendicantes es su misión apostólica. No son pocos los que 
colocan a franciscanos y dominicos como mendicantes misioneros53 frente a otras órdenes 
mendicantes más inclinadas, por ejemplo, a la vida eremítica (v. gr. los carmelitas). Aunque la 
	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  
52 Vide nota 41. 
53 Borges, 1992, p. 210. 
	
  
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misión apostólica es más amplia que la proclamación explícita de la Palabra –se predica ante todo 
con la ejemplaridad de vida–, es el kerigma, la predicación y anuncio de Jesucristo, el núcleo de 
ésta. 
 La predicación puede ser dividida en tres categorías de acuerdo al público al que se dirige. 
En primer lugar está la predicación a los fieles. En una primera fase, antes de aceptar la cura de 
almas54, los frailes mendicantes se desempeñaron como complemento del clero diocesano en la 
predicación. Su principal objetivo era conmover: encaminar al fiel que escuchaba la prédica a la 
penitencia. “La semilla”, en palabras de Humberto de Romans, OP (s. XIII), “se siembra en la 
predicación; la fruta se cosecha en la penitencia”55. El sacramento de la penitencia adquirió vigor 
a causa de las nuevas políticas de control de la feligresía56. Los frailes mendicantes bien pronto se 
hicieron populares como confesores, quizá debido a su itinerancia: los fieles pudieron haberse 
sentido más cómodos confesando sus pecados ante un fraile que iba de paso que ante el párroco 
estable que permanecía y convivía con la comunidad. Un fruto de la predicación mendicante 
entre los laicos –y otro gran servicio para el control del laicado- fueron los terciarios. Si los 
movimientos de laicos evangelistas, austeros y de predicación itinerante –como las Hermandades 
de la Penitencia– sirvieron de antecedente inmediato a las mismas órdenes mendicantes, su 
influjo en la constitución de la Tercera Orden de San Francisco y la Orden Seglar Dominicana es 
más que evidente57. Ambas órdenes terciarias, junto con las respectivas ramas femeninas –las 
segundas órdenes– fueron fundadas en el mismo siglo XIII y llevaron en los primeros momentos 
de su existencia el mote de penitenciales. “Si los laicos encuentran en los frailes”, dice Peña 
Pérez, “más que un modelo digno de admiración como sucedía con los monjes, un instrumento 
	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  
54 En sentido estricto, los mendicantes no pueden aceptar parroquias pues quedarían sometidos a la jerarquía 
diocesana, además de contravenir sus respectivas reglas. Para ver las sutiles distinciones conceptuales entre 
parroquias, doctrinas, etc., cfr. Álvarez Icaza Longoria, 2011, pp. 1-6. 
55 Rosenwein y Little, op. cit., p. 22 
56 Rubial, 1996, p. 15. 
57 Hinnebusch, 1982, pp. 14-15. 
	
  
18	
  
adecuado para desarrollar su propia espiritualidad”58, la fundación de las ramas terciarias de los 
franciscanos y dominicos constituye la expresión más acabada de esto. 
 El segundo público al que se dirigió la predicación de los mendicantes es el de los herejes. 
El tercero es el de los infieles y paganos. En ambos casos, el sermón busca más que conmover, 
convencer; el fruto de esta predicación es la conversión. Aunque en un primer momento los 
dominicos están más ligados con la predicación entre herejes y los franciscanos conla misión 
entre infieles, bien pronto las dos órdenes amplían su labor apostólica a los tres sectores. 
Como sea, para lograr convencer y convertir a herejes, infieles y paganos, los mendicantes 
tuvieron que robustecer sus argumentos. Es frente a esta necesidad donde surge la escolástica y el 
lugar natural de su desarrollo: la universidad. Como ya se mencionó arriba, los centros culturales 
de la época estaban trasladándose de los monasterios en áreas rurales a las universidades 
enclavadas en el corazón de las ciudades. Las universidades occidentales datan de los siglos XI y 
XII y son, por tanto, anteriores a la fundación de los mendicantes, pero éstos, con el tiempo, 
lograrán hacerse de las principales cátedras que se impartían. Por supuesto que los mendicantes 
nunca se propusieron volverse institutos educativos o abastecer a las universidades de profesores; 
en un primer momento, se interesaron en las universidades para preparar a maestros propios para 
sus noviciados y teologados59 . No obstante, los frailes encontraron poco después en las 
universidades medievales un espacio que, además de formarlos académicamente, era un campo 
fértil para vocaciones y para el reclutamiento de novicios; bien pronto, las universidades se 
volverán uno de los principales cotos de poder de los mendicantes60. Franciscanos y dominicos 
contarán siempre con colegios y casas de estudio propias, pero la universidad, por la proyección 
	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  
58 Peña Pérez, op. cit., p. 194. 
59 Vicaire. El espíritu de santo Domingo…, p. 28. 
60 Rosenwein y Little, op. cit., pp. 22-23. 
	
  
19	
  
social que tiene, será uno de sus principales bastiones61. Santo Tomás de Aquino y san 
Buenaventura, lumbreras intelectuales de dominicos y franciscanos respectivamente, impartirán 
cátedra en la Universidad de París en el s. XIII y unirán esfuerzos contra aquellos universitarios 
que criticaban la creciente hegemonía mendicante62. De hecho, como se verá en el segundo 
capítulo, es al calor del conflicto parisino entre los universitarios seculares y los mendicantes 
donde se determina la ortodoxia de los cambios eclesiásticos y la heterodoxia de las corrientes 
más radicales del pseudojoaquinismo. 
Asimismo, en el plano filosófico, los mendicantes propiciaron un cambio radical. La 
sustitución de la Schola Christi por la Schola Magistri es, en pocas palabras, el paso del 
pensamiento alegórico al dialéctico63. La Schola Christi creció en el ambiente monástico y 
ordenaba el estudio hacia la experiencia mística. Su propósito no era la exégesis ni la predicación 
sino la contemplación personal. Sus cuatro pasos epistemológicos eran la lectio, meditatio, 
contemplatio y collatio –ésta última es la conversación comunitaria meditativa guiada por alguna 
autoridad–. La Schola Magistri, por otra parte, se desarrolló en las universidades y recuperaba el 
armazón de la lógica aristotélica y la espiritualidad agustiniana –fides quærens intellectum–. Su 
propósito no era llegar a la experiencia subjetiva de la contemplación mística sino a la 
observación y formulación objetiva de la verdad –es por esto que por primera vez el interés en lo 
natural empieza a sustituir a lo sobrenatural–. Su nuevo método, por lo tanto, estaría basado en la 
polémica y la argumentación: lectio, quæstio, disputatio. El método escolástico revitalizó el 
pensamiento occidental y fue sólo hasta que se separó de sus fines apostólico-pastorales que se 
volvió un juego retórico hueco. La afinidad entre mendicantes y universitarios, pues, también se 
puede explicar por estos aspectos epistemológicos. 
	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  
61 Le Goff, op. cit., p. 131. 
62 Recuérdese el pleito contra Guillermo del Santo Amor. Hinnebusch, op. cit., pp. 39 y 46. Vide infra. 
63 Martínez Díez, op. cit., pp. 159 – 162; Ulloa, op. cit., pp. 13-17. 
	
  
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Hasta aquí con los rasgos que son comunes a las dos órdenes en su origen. Es momento de 
esbozar la historia particular de la Orden de Hermanos Menores y de la de Predicadores, con el 
fin de perfilar el carisma de cada una en contraste con la otra. La historia de las dos órdenes es en 
gran medida paralela. No obstante que surgieron como respuesta de la Iglesia a una misma 
crisis 64 , las coyunturas y el perfil de sus respectivos santos fundadores son claramente 
diferenciables, incluso colocando en ciertos aspectos a las dos órdenes en puntos opuestos. Antes 
de entrar a las biografías de los fundadores y las historias de fundación, vale la pena detenerse en 
un concepto teológico que, mal entendido como la mayoría de los términos teológicos, puede 
llevar a concebir a las dos órdenes mendicantes como iguales65: el carisma. 
 En sentido estricto, el don sobrenatural y gratuito del Espíritu Santo que es otorgado para 
el bien de toda la Iglesia es llamado carisma. Prácticamente toda la noción de carisma se 
desprende de los analogías paulinas que presentan a la Iglesia como cuerpo místico de Cristo (cfr. 
Rm 12, 3-8; 1 Co 12-14). De acuerdo a san Pablo, cada cristiano está llamado a desempeñar un 
papel insustituible en la misión de la Iglesia; si nadie se puede gloriar de poseer todos los dones, 
nadie tampoco puede pensar que no tiene ninguno. De la misma manera en que cada órgano del 
cuerpo humano tiene una función específica en el conjunto anatómico, cada cristiano es en la 
Iglesia un miembro diferenciado e irreemplazable; todos son distintos pero juntos conforman un 
mismo cuerpo. “Si todo fuera un solo miembro, ¿dónde quedaría el cuerpo? Por tanto, aunque los 
miembros son muchos, el cuerpo es sólo uno” (1Co 12, 19-20); “ahora bien, vosotros formáis el 
cuerpo de Cristo, y cada uno es miembro con una función peculiar” (27). Nacida en plano de lo 
individual, la noción de carisma fue extendida al mundo de los grupos y las instituciones. La vida 
	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  
64 Vide supra. 
65Así le sucede a Francis (1950, p. 445) cuando sostiene que “ los dominicos y los franciscanos empezaron en los 
polos opuestos y terminaron combinándose uno con el otro a tal grado que muchos de quienes los observan 
encuentran difícil distinguir lo que los hace distintos en su forma moderna” (“the Dominicans and Franciscans started 
out as it were at opposite poles, only to blend with each other eventually to such an extent that most observers find it 
rather difficult to distinguish them in their modern forms as different types”). 
	
  
21	
  
religiosa consagrada se justifica presentando a cada instituto –orden o congregación– con un 
carisma específico, irrepetible e insustituible. 
 Si se exageran las analogías organicistas se corre el riesgo de desvirtuar el concepto de 
carisma. Un carisma no es una simple función, una misión ni una tarea coyuntural; tampoco se 
trata de derechos exclusivos o privilegios a perpetuidad. El carisma no debe ser confundido 
tampoco con una espiritualidad –que en estricto sentido sería la expresión del carisma, habiendo 
distintas espiritualidades posibles para un mismo carisma–. “El carisma pertenece esencialmente 
al ser de la Iglesia, aunque tiene una repercusión en la misión de ésta. Pertenece más a la 
dimensión simbólica que a la dimensión instrumental o funcional de la vida religiosa”66. Aunque 
se formulan en un contexto histórico específico –pues el carisma es una espontánea y gratuita 
respuesta de Diosa los signos de los tiempos67–, los carismas no aparecen ni desaparecen. Si una 
orden o congregación confunde su carisma con una misión apostólica coyuntural (v. gr. atención 
a los huérfanos, pastoral de ancianos, etc.), nace muerta y es sólo a través de malabarismos 
teológicos que puede extender la fecha de su caducidad. 
Ahora, si los carismas no son privilegio exclusivo de nadie, esto quiere decir que tampoco 
son una particularidad del clero regular. Éste fue uno de los errores garrafales de los mendicantes 
pseudojoaquinitas: creer que el carisma de la pobreza era su exclusivo patrimonio espiritual. 
Clarificar esto desentraña la verdadera naturaleza de los religiosos frente al clero secular. De 
hecho, los primeros histórica y eclesiológicamente que tienen la predicación por carisma son los 
obispos y no los párrocos ni los frailes. Por lo tanto, el clero regular no está llamado a construir 
una Iglesia paralela, una estructura contrapuesta a la Iglesia jerárquica. El clero regular, en 
	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  
66 Martínez Díez, op. cit., 59. 
67 Bucker, 2009, p. 49. 
	
  
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palabras de Moltmann, es el “signo existencial de la esperanza mesiánica”68; están llamados, por 
así decirlo, a ser el elemento “carismático” que complementa a la Iglesia jerárquica, a dar 
testimonio radical de vida evangélica, es decir, a demostrar a la comunidad eclesiástica la 
posibilidad vivencial de la misión apostólica. 
Los carismas tampoco están acotados a un grupo sino que empapan a todo el cuerpo 
eclesiástico. Esto quiere decir que ningún individuo y ninguna orden o congregación tienen el 
monopolio absoluto de un carisma. En realidad, aunque los dones están repartidos de distinta 
manera –los carismas, dice san Pablo, son “obra [de] un mismo y único Espíritu, que los 
distribuye a cada uno en particular según su voluntad” (1 Co 12, 11)–, todo bautizado está 
llamado a vivir en plenitud la vida cristiana; el carisma es el eje que estructura el resto de los 
dones espirituales69. Aunque algunos institutos pueden considerar algún carisma como propio, 
“…esto sólo significa que dichos sectores eclesiales tienen la especial responsabilidad de 
mantener vivos esos carismas en la Iglesia, de recordar a toda la Iglesia que no será la iglesia de 
Jesús mientras no los cultive y los mantenga”70. Esto es importantísimo para comprender que 
aunque el carisma de los dominicos sea la predicación y el de los franciscanos la pobreza, unos y 
otros busquen la pobreza evangélica y la predicación kerigmática. Sin embargo, en la jerarquía de 
valores de la Orden dominicana el carisma de la predicación estructura el resto de los dones 
espirituales, incluso el de la pobreza. Y lo mismo se puede decir de los franciscanos: aunque se 
dediquen a la predicación explícita y penitencial, es la pobreza el hilo que teje toda su vida 
religiosa. 
 Es la distorsión y banalización del concepto de carisma lo que ha hecho parecer a los 
ojos de historiadores a los dominicos y a los franciscanos como órdenes mellizas y sus 
	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  
68 Ap. Martínez Díez, op. cit., p. 62. 
69 Martin, 1950, pp. 101 y ss. 
70 Martínez Díez, op. cit., 61-62. 
	
  
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diferencias reducidas ridículamente al hábito. Puedo comprender, sin embargo, por qué algunos 
podrían llegar a pensar esto: por decadencia de la ‘observancia’ y traición al espíitu original de 
los santos fundadores, la segunda y la tercera generación de frailes mendicantes hicieron borrosas 
las fronteras espirituales entre una y otra orden y las acercaron hasta confundirse. Hacia el siglo 
XIV existen grupos, tanto franciscanos como dominicos, volcados exclusivamente ya sea hacia 
la enseñanza universitaria, a las misiones en tierras paganas e incluso hacia la vida estrictamente 
eremítica. Sin embargo, estas mimetizaciones responden más a la decadencia espiritual que 
sacrifica un polo de la tensión mendicante (contemplación-apostolado, misión-comunidad, etc.) 
en pos del otro. La Orden de Hermanos Menores y la de Predicadores fueron desde el principio 
dos respuestas diferentes y complementarias a una misma crisis eclesiástica. 
La clave para comprender el carisma, y, por tanto, lo que hace distinto a un franciscano de 
un dominico, está en el perfil de sus santos fundadores71. En efecto, aunque hechos casi un 
remedo en las hagiografías medievales, Francisco de Asís y Domingo de Guzmán eran distintos 
en sus motivaciones y objetivos. Cuando dos corrientes se enfrentaban al interior de una Orden, 
los dos partidos buscaban justificar su postura en la figura del fundador. Los argumentos eran en 
buena medida históricos, pues la institucionalización de las órdenes empezó en vida de los 
fundadores –a pesar de Francisco para el caso de los hermanos menores y propiciado y diseñado 
por Domingo en el caso de los predicadores–; pero sobre todo eran de orden simbólico, 
reinterpretando y reconstruyendo el carisma personal de sus dos fundadores. La iconografía que 
se analiza en el capítulo cuarto de esta tesis es precisamente la concreción visual de las dos 
órdenes –sus carismas, espiritualidades e historias– en la persona de sus santos patriarcas. 
	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  
71 Así como “la espiritualidad dominicana es ante todo la vida de Domingo…” (Martínez Díez, op. cit., p. 11), el 
franciscanismo sólo puede ser definido como una espiritualidad “…que tiene como centro a Francisco de Asís…” 
(Rubial,1996, p. 7). Como se verá a partir del siguiente capítulo, los pasajes hagiográficos que justifican el papel 
importantísimo de Domingo y Francisco como instrumentos providenciales tienen por objeto justificar, a la manera de 
una sinécdoque, a sus respectivas órdenes: el elogio del fundador es en realidad una apología eclesiológica de los 
institutos. 
	
  
24	
  
Francisco, llamado originalmente Juan, nació en 1182 en Asís en el seno de una familia 
burguesa acomodada72. Su padre era un rico comerciante de telas y su mujer una piadosa 
cristiana; Francisco creció como un joven burgués sociable y extrovertido, lejos de toda 
solemnidad religiosa e intelectual. Después de haber participado en una guerra contra Perusa –
una guerra, por cierto, sintomática de los nuevos tiempos, pues estaba del lado de los burgueses 
de Asís contra los aristócratas–, caer prisionero y sufrir una larga enfermedad, en 1206 renunció a 
su herencia paterna y comenzó a restaurar viejas ermitas de la región. Dos años después empezó a 
recibir compañeros y en 1209 Francisco fue a Roma a presentar su Regla ante Inocencio III. Éste 
la aprobó verbalmente, con lo que se consideró fundada la OFM ese mismo año. En 1217 
presidió el primer Capítulo General de la Orden –conocido como el Primero de las Esteras– y en 
1219 intentó llevar a cabo misiones en el Egipto musulmán. En 1220 renunció al gobierno de la 
Orden, aunque en 1223 compuso todavía la Regla definitiva de la Orden, bulada por Honorio III. 
En 1226 murió y dos años después fue canonizado por Gregorio IX. 
 Es cierto que Francisco de Asís dista mucho de ser una figura ‘cómoda’ en la historia de 
la Iglesia, pero contemporáneamente se ha exagerado este punto. El hombre seráfico estuvo 
rayando la heterodoxia en muchas ocasiones. Sin embargo, a pesar de la radicalidad de su 
mensaje –que no era más que la radicalidad del Evangelio73– Francisco siempre fue explícitoen 
su obediencia al Papado y al Magisterio. La Primera Regla que redactó –la no bulada– advertía 
desde el Prólogo que “el hermano Francisco y todo aquel que sea cabeza de esta Religión, 
	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  
72 Para los datos biográficos históricos de san Francisco, vide Hernández, 2008; Rubial,1996, pp. 15-21 y Baschet, 
op. cit., pp. 221-224. Las historias de los dos fundadores serán retomadas en el segundo capítulo, cuando se 
aborden las fuentes literarias que sirvieron de inspiración a las imágenes que son objeto de esta tesis. 
73 Cuando Francisco fue con sus compañeros a Roma a buscar la aprobación de su regla, el cardenal Juan de San 
Pablo, obispo de Sabina, intercedió por ellos ante la recelosa curia romana diciendo: “Si rechazamos la demanda de 
este pobre como cosa del todo nueva y en extremo ardua, siendo así que no pide sino la confirmación de la forma de 
vida evangélica, guardémonos de inferir con ello una injuria al mismo Evangelio de Cristo”, Leyenda Mayor 3, 9, ap. 
Guerra, 2006, p. 412. 
	
  
25	
  
prometa obediencia y reverencia al señor papa Inocencio y a sus sucesores”74. Se trata, entonces, 
de una radicalidad que lucha por mantenerse dentro de los límites de la Iglesia y transformarla 
desde dentro –cosa que olvidaron después muchos de los hermanos menores promotores del 
pseuodjoaquinismo–. Hechas estas salvedades que distinguen claramente al Poverello de los 
fraticelli y demás críticos heterodoxos de la jerarquía eclesiástica, es momento de profundizar en 
los rasgos peculiares de este rebelde integrado75. 
 Hay un elemento clave en la vida del santo fundador que le imprime un sello diferente a la 
Orden de Hermanos Menores –sobre todo en contraste con los dominicos– tal y como fue 
concebida en sus orígenes: Francisco nunca pretendió ser sacerdote. Como reconoce Francisco 
Morales, franciscano él mismo, “los estudiosos de los orígenes de la orden franciscana están 
ahora de acuerdo en que Francisco de Asís nunca intentó dar a su orden una orientación 
clerical”76. Francisco, como san Benito, sólo fue ordenado diácono77 y como tal, no podía 
celebrar el Sacrificio de la misa aunque sí podía cantar el Evangelio. Salvo fray Silvestre, los 
primeros compañeros de Francisco eran todos laicos o tenían, a lo sumo, las órdenes menores. El 
único propósito que tenían Francisco y su grupo quedó expresado de forma espontánea en la 
Primera Regla –la Bulada, como texto legislativo canónico, no contiene la espontaneidad de la 
primera–: “vivir en obediencia, en castidad y sin nada propio, y seguir la doctrina y las huellas de 
	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  
74 Regla no bulada de los Hermanos Menores, prólogo, 3, ap. Guerra, op. cit., p. 109. 
75 La expresión es de Baschet (2009): “Fundador de una orden, aunque sin dejar de ser laico... cercano a los pobres 
hasta el grado de seguir siendo uno de ellos a pesar del éxito de su empresa, contraponiendo siempre el deber de la 
penitencia a las necesidades institucionales, se cuida, sin embargo, de jamás afrontar directamente a la jerarquía: en 
este sentido, se le podría definir como un rebelde integrado” (cursivas mías), p. 222. Sin embargo, alguien mucho 
más empapado del carisma francisco, fray José Antonio Guerra (2006), OFM, usa una expresión similar: 
“…Francisco tiene –se le nota en las palabras– una actitud de contenida rebeldía…” (cursivas mías), p. 12. 
76 Morales, 1993, p. 10. 
77 Evidentemente, por motivos distintos. En el ideal monástico el sacerdocio no es indispensable; en el caso de 
Francisco, se trata de un rechazo por humildad según las leyendas medievales (cfr. Guerra, op. cit., p. 215, n. 6). En 
última instancia, que Francisco considerara que sólo un hombre puro podía ser ordenado sacerdote tiene ecos 
donatistas, escrúpulos que gozaban de popularidad en las herejías de la época, sobre todo los valdenses. Cfr. 
Menéndez Pelayo, 1983, p. 279. 
	
  
26	
  
nuestro Señor Jesucristo”78. Es en estas palabras donde es palpable la importancia que tuvieron 
los movimientos laicales del siglo XII como antecedentes para la Orden de los franciscanos. 
 A partir de la aprobación de la Primera Regla en 1209, la Orden franciscana inicia, a pesar 
de su fundador, un rápido camino de clericalización. Ese mismo año, Inocencio III les tonsuraba 
para exentarlos de la jurisdicción de los príncipes y convertirlos en clérigos bajo la tutela de la 
Iglesia 79 . El propio Francisco, quizá un poco abrumado, colocó en los nuevos puestos 
administrativos a clérigos y letrados 80 , abocándose por completo a las misiones entre 
musulmanes y después retirándose definitivamente como ermitaño. Las tensiones entre los fieles 
a Francisco y sus intenciones originales y los nuevos frailes, letrados y con puestos jerárquicos, 
estallarían apenas muerto Francisco y derivarían en la fratricida lucha primero entre celantes y de 
la comunidad y después entre observantes y conventuales81. 
 La enorme figura de san Francisco ejerce su influencia más allá de las Órdenes que creó y 
las otras que se inspiraron en él en los siguientes siglos; es respetado y valorado en otras 
religiones y por movimientos arreligiosos y seculares82. Su carisma –ahora en el sentido 
weberiano del término y no en el teológico– fue tan grande que, en los primeros años de la 
Orden, los franciscanos no eran más que los compañeros de Francisco. La Orden, por así decirlo, 
comenzó su institucionalización sólo después de Francisco. 
 Frente al retrato hecho arriba, nada más contrastante que santo Domingo de Guzmán. 
Domingo nació en 1170 en Caleruega, Burgos, en el seno de una familia de baja nobleza83. Desde 
	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  
78 Regla no bulada de los Hermanos Menores 1, 1, ap. Guerra, op. cit., p. 109. 
79 Guerra, op. cit., p. 413, n. 12. 
80 Rubial, 1996, p. 20. Por lo demás, en la época clérigo y letrado eran usados indistintamente: “En la Edad Media, 
hombre letrado y de estudios escolásticos, aunque no tuviese orden alguna, en oposición al indocto y especialmente 
al que no sabía latín”, Diccionario de la Real Academia Española (2010). 
 
81 Vide infra. 
82 Cfr. Juan Pablo II, 2002. 
83 Para los datos biográficos de Domingo de Guzmán, vide Gelabert y Milagro, 1947, pp. 60 – 120 y Hinnebusch, op. 
cit., pp. 15 – 29. 
	
  
27	
  
pequeño fue educado para clérigo, primero bajo la tutela de un tío arcipreste y después 
ingresando al Estudio General de Palencia, escuela catedralicia de filosofía y teología. A los 24 
años, con los estudios terminados, ingresó al Capítulo de los Canónigos Regulares de Osma; poco 
tiempo después de ser ordenado sacerdote, se convirtió en subprior del Capítulo. Muy cercano al 
obispo de Osma, Diego de Acebedo, lo acompañó a diversos viajes. Uno de los primeros fue 
hacia Dinamarca, donde tuvo contacto por primera vez con las misiones entre paganos; el más 
determinante, sin embargo, sería el viaje al Mediodía francés –la afamada tierra de los trovadores, 
Provenza–, bastión cátaro, donde recibieron el encargo pontificio de convertir y reducir a la 
ortodoxia a los albigenses. Acebedo muere hacia 1208 y Domingo, que permanece en la zona con 
la misma misión, fundó hacia 1215 la Hermandad de Predicadores con la autorización episcopal 
del obispo Fulco de Tolosa. Ese mismo año, aprovechando el viaje a Roma por el Concilio de 
Letrán IV, buscó la aprobación de su regla por parte de InocencioIII; sin embargo, justo en este 
Concilio se había prohibido la creación de nuevas reglas y se le pidió a Domingo tomar una de 
las ya aprobadas. En 1216 la Orden de Predicadores quedó confirmada en bula papal con la Regla 
de San Agustín y constituciones tomadas de los premonstratenses, debidamente adaptadas84. 
Desde 1217 Domingo dispersó su Orden creando o fomentando establecimientos en ciudades con 
universidades reputadas: París, Oxford, Palencia, Montpellier, Bolonia. Es en ésta última ciudad 
donde Domingo se estableció, presidiendo todos los capítulos generales y perfeccionando 
administrativamente su Orden. Muere en Bolonia en 1221, siendo canonizado en 1234. 
 Domingo, a diferencia de Francisco, fue un miembro del clero alto. Aunque también 
influyeron85 las hermandades de penitencia y los demás movimientos laicales, no son éstos el 
precedente primordial de los dominicos. Sus fuentes principales están evidenciadas en los 
	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  
84 Vide infra. 
85 Cfr. Hinnebusch, op. cit., p. 15. 
	
  
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cuerpos legislativos que Domingo tuvo que escoger al no poder tener su propia regla: los 
canónigos regulares agustinianos y los premonstratenses. Domingo tenía ya 22 años viviendo 
bajo la Regla de San Agustín en el Capítulo de Osma y, por lo tanto, no le era ajena. Por otra 
parte, las normas de los premonstratenses, orden monástica que fue fruto de la reforma del siglo 
XI, ofrecían el primer intento de compaginar la vida de comunidad y la pastoral activa. Domingo 
mezclaría ambas para crear una Orden que combinara armoniosamente la vida contemplativa y la 
activa. Como sea, queda claro que los dominicos, a diferencia de los franciscanos, fueron desde el 
principio una orden clerical, tal y como el noble Domingo fue un letrado del alto clero y el 
burgués Francisco un diácono. 
 Por lo demás, queda claro que la Orden de Predicadores surgió ante una coyuntura 
específica y su objetivo y naturaleza se constituyeron alrededor de ésta: la conversión de los 
albigenses. No fue, como los franciscanos, una comunidad de laicos que, de forma casi 
espontánea, se reunieron para vivir la pobreza evangélica; se trató de una hermandad clerical que 
de forma sistemática confrontó e intentó reducir pacíficamente a los herejes del sur de Francia86. 
Si con Francisco se hablaba de un rebelde integrado, con Domingo estamos ante el campeón de 
la ortodoxia. 
 Simplificando un poco, podríamos decir que así como los franciscanos incluyen en su 
carisma la predicación, subordinada ésta a la pobreza evangélica, los dominicos incluyen ésta 
pero subordinada a la predicación apostólica. No sería demasiado arriesgado suponer que, entre 
los dominicos, la pobreza surgió coyunturalmente, como una estrategia para enfrentar a los 
cátaros87. En efecto, si Acebedo y Domingo tuvieron más éxito entre los albigenses que los 
cistercienses fue porque detectaron que la suntuosidad de los monjes les quitaba autoridad moral 
	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  
86 Fue esta estrategia de predicación pacífica y sistemática –y no las múltiples cruzadas o las protoinquisiciones 
episcopales– la que en última instancia lograría reducir y desaparecer a los cátaros. Cfr. Marvin, 2008, pp. 240-241 y 
303. 
87 Palacios, op. cit., p. 37. 
	
  
29	
  
ante los herejes. Cuando los monjes, ya desanimados, buscan consejo en Diego de Acebedo, éste 
les contesta: 
“Debéis sacar un clavo con otro clavo. Los jefes de la herejía viven austeramente, guardan largos 
ayunos, viajan a pie y predican con la sencillez de los apóstoles; despedid, pues, a vuestro séquito, 
dijo el obispo, id a pie de dos en dos, a imitación de los apóstoles, y el Señor bendecirá vuestros 
esfuerzos” 88 
 
Domingo de Guzmán introdujo, pues, la pobreza como una estrategia de conversión. Esto explica 
por qué, si las dos Órdenes fueron fundadas como mendicantes, rápidamente los dominicos 
adoptaron el voto de la pobreza a sus necesidades, aceptando rentas y bienes en comunidad. 
 Por lo demás, no sólo la pobreza se subordinó a la predicación sino también la vida en 
comunidad. La estructura dominica se caracteriza por un vigoroso y dúctil aparato jurídico-
legislativo que le permite adaptarse a circunstancias diversas89: el tronco de esta ductilidad es la 
dispensa. Para que la Orden cumpliera cabalmente con su ministerio de predicación, el propio 
santo Domingo escribió de su puño y letra: 
“… [Que] tenga el prelado en su convento facultad de dispensar a los frailes cuando lo creyere 
conveniente, principalmente en todo aquello que pareciese impedir el estudio, la predicación o el 
provecho de las almas, ya que nuestra Orden sabemos que fue instituida especialmente desde el 
principio para la predicación y la salvación de las almas y que nuestro empeño se debe dirigir en 
primer término, principalmente y con todo ardor, a que podamos ser útiles a las almas de los 
prójimos”90 
 
El ejemplo de los albigenses no sólo resultó determinante para que Domingo adoptara la pobreza 
como estrategia sino también el rasgo dominico que, hasta nuestros días, se ha vuelto su 
característica más sobresaliente: el estudio. Aunque con el tiempo el estudio se desvincularía de 
la caridad y se desvirtuaría su naturaleza apostólica, ocasionando una intelectualización de la 
	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  
88 Ap. Hinnebusch, op. cit., p. 17. 
89 Barcelón, 1987, pp. 21-22. 
90 Libro de las Costumbres, prólogo, ap. Gelabert y Milagro, op. cit., p. 895. Cursivas mías. 
	
  
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Orden91, Domingo comprendió que sólo con una preparación sobresaliente sus frailes podían 
enfrentar y derrotar en las discusiones teológicas a los albigenses. 
“Sus jefes [de los albigenses] eran austeros, instruidos, versados en las Escrituras y predicaban de 
manera convincente. Estos hechos influyeron en la Orden que Domingo fundó. Sus miembros no 
sólo asumirían las obligaciones comunes de religiosos, sino que estudiarían a fondo las 
Escrituras”92. 
 
Esto explica el gran interés de Domingo porque la primeras fundaciones fueran en ciudades 
universitarias. Un dístico medieval contrasta bien el carisma franciscano y dominico haciendo 
referencia al lugar donde preferían fundar sus casas: “Bernardus valles, montes Benedictus 
amabat, oppida Franciscus, celebres Dominicus urbes”93. Si las dos Órdenes tienen una lógica 
urbana, los franciscanos solían establecerse, al principio, en las afueras de la ciudad y los 
dominicos en el mero corazón, justo al lado de los centros de estudios94. 
 Respecto a la figura del santo patriarca, se puede afirmar que Domingo fue no sólo el 
fundador del dominicanismo, como podríamos decir del santo de Asís respecto al franciscanismo, 
sino su indiscutible institucionalizador. En efecto, Domingo se mantuvo al frente de su Orden 
mientras vivió –renunció en 1220, un año antes de su muerte– y la dotó de una sofisticada 
estructura administrativa y legislativa basada en la representatividad, el contrapeso, la 
subsidiariedad y la libertad individual95. En el Capítulo General de Bolonia en 1221 –que 
	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  
91 Ulloa, op. cit., p. 249. 
92 Hinnebusch, op. cit., p. 18. 
93 Ap. Palacios, op. cit., p.

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