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Medina Onrubia, Salvadora - Mil claveles colorados [Anarquismo en PDF] - Yaneth Guzmán Figueroa

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MIL CLAVELES 
COLORADOS 
 
 
SALVADORA MEDINA ONRUBIA 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Fuente: Vanina Escales, ¡Arroja la bomba! Salvadora Me-
dina Onrubia y el feminismo anarco, Marea Editorial, 2019. 
Edición: Anarquismo en PDF 
 
 
 
1ª edición digital, septiembre de 2020 
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[Anarquismo en PDF] 
 
 
 
 
ÍNDICE 
SIMÓN RADOWITZKY ___________________________________ 5 
EL CÚLMINE _________________________________________ 8 
LA VERDADERA HISTORIA DE SIMPLICIO DE LA FUENTE ____________ 10 
LA ENCARNACIÓN ____________________________________ 12 
TITTA RUFFO _______________________________________ 13 
EL GATO ANARQUISTA _________________________________ 15 
SILVEYRA __________________________________________ 16 
EL NUEVO TÚNEL DEL SIMPLÓN ___________________________ 18 
LOS PRIMEROS CLAVELES _______________________________ 20 
EL PETISO DE LA FURCA_________________________________ 22 
KRISHNAMURTI _____________________________________ 24 
LA CARTA A CARLITOS _________________________________ 25 
CLAUDIO MARTÍNEZ PAIVA _____________________________ 27 
EL SOPERAZO _______________________________________ 28 
DON HIPÓLITO ______________________________________ 31 
KURT WILCKENS _____________________________________ 32 
SEVERINO Y LOS MINISTROS _____________________________ 35 
 
 
 
 
Domicilio común: Ushuaia 
Enemigo común: la cana1 
 
1 agente de policía, vigilante, gendarme, guardiacárcel; cárcel, prisión. 
 
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SIMÓN RADOWITZKY 
 
EN UN LIBRO dedicado exclusivamente a él explicaré el porqué 
de mi divino anarquismo. 
Cuando yo tenía 14 años y estaba en la escuela normal de 
mi pueblo, Gualeguay, tuve una pesadilla horrible: soñé exacta-
mente cómo fue el atentado a Ramón Falcón. (Después supe por 
Simón la exactitud de mi sueño). 
Después de muerto mi padre, Falcón —que era amigo de 
mi madre y padrinos ambos del comisario Gamboa— nos visitó 
en la casa en que vivíamos en Buenos Aires, y yo sentí tal horror 
kármico por él que esta es la base de mi novela. 
Mi veneración por Radowitzky enraíza en el tiempo de las 
pirámides de Egipto. En mi novela lo llamaré Aglamoé. Rado-
witzky estudiaba medicina en Rusia cuando, en 1905, muchos 
jóvenes tuvieron en que escapar. Los padres de Simón, judíos 
ucranianos de muy buena posición económica, tenían por en-
tonces una fábrica de muebles en Chicago, hacia donde creían 
dirigirse Radowitzky y sus compañeros. Por desgracia equivo-
caron el barco y viajaron como polizones rumbo a la Argentina 
donde, inesperadamente, Simón encontró un tío que poseía un 
taller metalúrgico. 
 
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Un histórico 1º de mayo Falcón2 estaba en el balcón del 
Club del Progreso y venían los «cosacos», tropa correntina 
brava a quienes dio la orden de cargar sobre la columna de ma-
nifestantes. La sangre corrió hasta por las cunetas. La señora de 
Navarrete, madre de un dibujante de Crítica, salió con las ena-
guas orladas de bermellón. Simón, entonces un niño de dieci-
siete años presenció la matanza y, fanático como era, juró 
venganza. Trabajaba entonces en un taller metalúrgico de la ca-
lle Uruguay cerca de Santa Fe, propiedad de unos rosarinos de 
apellido Seno. 
No sé cómo se las arregló para fabricar su bomba. Tenía 
un pequeño revólver con él. Falcón había ido al entierro de un 
general Victorica y regresaba en un coche con Juan Alberto 
Lartigau3, emparentado con nuestra familia y a quien mi madre 
había dado el pecho (de mi hermano mayor Iván), y con el que 
murió. 
Después del estallido, Simón corrió por la calle Callao se-
guido por los indignados ciudadanos, y se pegó un tiro. Tuvo la 
bala alojada en el pulmón todo el resto de su vida. La gente lo 
perseguía. Una señora rubia que no sabemos cómo se llamaba 
lo cubrió con su cuerpo gritando: «¡Déjenlo que es un chico!». 
Evitó que lo lincharan y se lo llevó entonces la policía. No 
 
2 Ramón Lorenzo Falcón (1855-1909). Militar, político y policía argen-
tino. Represor brutal de la clase obrera argentina a principios del siglo 
XX. 
3 Juan Alberto Lartigau (1889-1909). Militar argentino, secretario de 
Falcón. 
 
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pudieron condenarlo a muerte porque su tío, metalúrgico tam-
bién, que tenía su taller por la calle Boedo, pidió por telégrafo la 
partida de nacimiento legalizada a Ucrania y, por demostrarse 
que era menor porque llegó a tiempo lo condenaron a tiempo 
indeterminado a Ushuaia, donde había de permanecer hasta el 
indulto de San Hipólito Yrigoyen. 
Dos heroicos compañeros, Apolinario Barrera y Miguel 
Arcángel Rosigna emprendieron la difícil tarea de liberar a Si-
món Radowitzky. Barrera se largó en el año y logró sacarlo del 
penal. Después de muchos días de vivir a monte en la maravi-
llosa primavera de Ushuaia, fueron capturados del lado chileno 
al intentar embarcarse. 
Miguel Arcángel Rosigna, años después, logró, mediante 
Natalio Botana4, un puesto de guardiacárcel. Ya había recibido 
Simón —que estudiaba español— un diccionario con un marca-
dor de seda con el lema «El que busca, encuentra». En el lomo, 
cuidadosamente plegado dentro de la encuadernación, Simón, 
buscando, encontró el plan de fuga elaborado por los compañe-
ros. Rosigna se las arregló para hacerle saber «quién era», aun 
cuando nunca lo miraba siquiera, menos aún dirigirle la pala-
bra. Sin embargo, no se sabe por qué, quizá en razón de quien 
lo recomendó, Rosigna fue despedido de su puesto sin mayores 
explicaciones, y esa segunda fuga fracasó. 
 
4 Natalio Félix Botana Miralles (1888-1941). Empresario periodístico 
uruguayo radicado en Argentina. Fundador del diario Crítica y marido 
de Salvadora Medina Onrubia. 
 
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EL CÚLMINE 
 
SEVERINO DI GIOVANNI, bien buscado por la policía, almorzaba 
siempre en el mismo restaurante de Avellaneda, en el que se 
sentía seguro por ser el propietario de su mismo pueblo. 
Al llegar cada mediodía, depositaba sus dos revólveres en 
la caja registradora, y procedía a recuperarlos una vez termi-
nado el almuerzo. 
El Cacho Villagra, comisario de Avellaneda, almorzó un 
día en ese lugar y quedó bastante sorprendido al ver a un co-
mensal retirar dos armas del cajón de la caja registradora antes 
de salir a la calle. «Por casualidad» subieron ambos comensales 
al mismo tranvía y entablaron conversación. Los pesquisas5 que 
seguían a Severino no intervinieron, suponiendo que el Comisa-
rio Villagra se había hecho cargo personalmente de la investiga-
ción. Al pasar frente a una casa con un rojo letrero de alquiler, 
Severino comentó a su ocasional «compañero de ruta»: «Ando 
buscando una casa por el barrio». Villagra se sorprendió ante la 
casualidad, pues la casa que acababan de pasar era de su pro-
piedad. Descendieron del tranvía juntos, y juntos desandaron 
camino hasta la casa desalquilada que Villagra mostró, convi-
niendo un alquiler. El seudointeresado acordó regresar al día 
siguiente con el depósito y el mes adelantado, pues era exacta-
mente lo que necesitaban él y su familia. Se separaron cada uno 
 
5 Personal de investigaciones de la policía, pesquisante. 
 
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por su lado: Villagra a su comisaría, y Severino a su aguanta-
dero6. 
Por la noche, al regresar mi marido y yo a nuestro hogar 
de Florida, encontramos, como tantas otras veces, a Cacho Vi-
llagra en la cocina. Esta vez preparaba una gran olla de pescado, 
una de sus especialidades culinarias. Cuando acabábamos de 
disponer del resultado de su obra, me comentó: «Esta tarde co-
nocí a un amigo suyo: Severino Di Giovanni. Me hizo mostrarle 
una casa, pero me resultó una cara demasiado conocida; me fui 
directamente a revisar las fotos de los “pedidos”. Dígale que me 
gustan los hombres machos y que cuando quiera tiene en la Co-
misaría de Avellaneda un refugio seguro». 
Cacho Villagra cada semana iba al quinielero de turno y le 
decía: «Jugale cien pesos a la cabeza»; y si tenían laosadía de 
preguntarle a qué número, contestaba: «¡Al que salga, carajo!». 
 
6 Lugar transitorio de ocultación de delincuentes o mercaderías roba-
das. 
 
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LA VERDADERA HISTORIA DE SIMPLICIO DE LA FUENTE 
 
EMANUEL SUDA, el hombre que sabía más idiomas del mundo, 
redactor y traductor de Crítica, había traducido para el Sindi-
cato de Carreros de Barracas (donde yo, muy joven, les di clases 
de aritmética), un tratado sobre elaboración de bombas. El tra-
bajo quedó en el sindicato, donde Simplicio, que no era carrero 
sino guardabarreras, lo encontró y puso de inmediato manos a 
la obra. 
En la «receta» se aclaraba que los ingredientes no debían 
entrar en ningún momento en contacto con metal, siendo el pro-
cedimiento ortodoxo manipularlos con cucharas de madera en 
recipientes de madera, medida de seguridad que los actuales 
bombistas también parecen despreciar. (Léanse los casos de las 
calles White y Posadas). 
Simplicio, de natural escéptico, decidió que ese detalle ha-
bía sido introducido por complicar las cosas a fin de darles im-
portancia. Se hizo de su palangana de lavarse los pies, de su 
cuchara de estaño de tomar la sopa, e inició la preparación del 
condumio explosivo. Allí nomás perdió el bigote, el jopo, las ce-
jas y media mano derecha. 
Entonces existía el Dr. Juan Emilio Carulla7, entrerriano 
de mi ley y anarquista de mi ley. Le pedí que acudiera en nuestro 
 
7 Juan Emiliano Carulla (1888-1968). Médico y político nacionalista 
argentino. Anarquista en su juventud, tras la Primera Guerra Mundial 
se pasó a la extrema derecha. 
 
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auxilio. Él personalmente viajó en la ambulancia que fue a recoger 
en la estación Retiro a un obrero que viajaba herido desde Cór-
doba, víctima de una explosión en una calera donde se trabajaba 
con dinamita. 
A fin de llenar correctamente su ficha de entrada en el 
Hospital de Clínicas, lo trasladé desde la «piecita de arriba del 
garaje» de mi casa en Belgrano, originariamente diseñada para 
choferes de burgueses, y reservada ahora para mis anarquistas 
en apuros, hasta la Estación Belgrano, donde lo subimos al tren. 
Cuando fui al hospital con Carulla para interesarme por 
su salud, y vi a Simplicio por primera vez desprovisto de venda-
jes y despojado de todos sus lujuriosos aditamentos pilotos, tuve 
tal ataque de risa que, mientras Carulla me decía furioso por lo 
bajo «Callate, bruta», Simplicio enternecido me justificaba ante 
los médicos diciendo: «Déjenla que se desahogue, pobrecita, es 
una risa nerviosa. Se ha impresionado tanto…». 
 
 
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LA ENCARNACIÓN 
 
CUANDO POR MIS IDEAS y falta de discreción fui a dar al Asilo San 
Miguel, entonces Instituto de Detención para Mujeres donde se 
mezclaban indiscriminadamente menores a cargo del Juez, de-
lincuentes comunes, prostitutas y detenidas políticas, me saca-
ron de mi «elegante» celda una tarde para que «recibiera» a mis 
hijos en el locutorio y, al atravesar el patio, me encuentro con la 
Encarnación, mujer de Simplicio de la Fuente y pensionista oca-
sional de nuestra casa (nos habíamos mudado ya a Olivos) 
donde llenaba las funciones de cocinera volante, dedicando sus 
habilidades a preparar viandas para los compañeros detenidos 
en Villa Devoto (para ayudarla yo había empeñado mis alhajas). 
«¿Pero qué estás haciendo vos aquí?», le pregunto. 
«Le acabo de dar una paliza a una mujer en la esquina de 
la calle. La mecheé, la pateé, y la trompeé». 
«¿Pero qué te había hecho? ¿Por qué hiciste semejante 
cosa?». 
«No me hizo nada. Y lo que es peor, no la conocía. Era 
para que me trajeran acá. ¿Tiene quién le cebe mate? ¿Tiene 
quien le lave los pies?». 
No la vi más en el asilo. Probablemente su inexplicable de-
lito no era tan grave como para condenarla a cadena perpetua. 
 
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TITTA RUFFO 
 
MÁS DE MEDIO BUENOS AIRES recordará todavía la actuación de 
Titta Ruffo8 en el Colón. Su retrato vestido de «Hamlet» estaba 
en todos los dormitorios femeninos de Buenos Aires. Ya se po-
nían las mujeres locas por los cantores, como lo están ahora por 
Sandro o por Palito Ortega. En realidad era un verdadero buen 
mozo. 
Una mañana muy temprano llegó a nuestro diario La Pro-
testa un señor con un sobretodo muy raro con cuello de piel. Lo 
recibió el compañero Torrente (que después acabó de linotipista 
en Crítica). Ese señor preguntó si ese era el diario La Protesta y 
pidió comprar un ejemplar. Dejó sobre el mostrador un puñado 
grande de monedas, de denominación desconocida para To-
rrente. Sebastián Marotta, gráfico, muerto este año siendo se-
cretario del sindicato gráfico, entró como acostumbraba todas 
las mañanas antes de ir a su trabajo, a enseñar a manejar la li-
notipo arcaica y única de La Protesta a quien se lo pidiera y 
cuando vio el regalo dijo: «¡Pero si estas son libras esterlinas!». 
Las tuvimos que guardar en la caja fuerte de La Protesta: la olla 
en donde los compañeros se hacían su pucherito del mediodía y 
[…]. Un año después, el mismo señor se presenta una vez más a 
 
8 Titta Ruffo (1877-1953). Cantante de ópera italiano, uno de los gran-
des barítonos de su era. En el Teatro Colón de Buenos Aires cantó 
prácticamente en todas las temporadas desde 1908 hasta 1931, reti-
rándose de este escenario con su afamado Hamlet. 
 
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comprar un ejemplar del diario y esta vez le paga con dos enor-
mes puñados. Esas libras esterlinas sirvieron para que Marotta, 
que sabía de máquinas, adquiriera las necesarias para imprimir 
La Protesta hasta que la policía, analfabeta y sin sueños, des-
manteló para siempre el diario, y los tres compañeros converti-
dos ya en «obreros gráficos» sindicados pasaron a trabajar en 
Crítica. Años después supe que Titta Ruffo, anarquista de buena 
ley, era además cuñado de Matteotti9. No sé cuándo ni dónde 
murió Titta Ruffo, y no puedo mandarle claveles colorados. To-
davía algunas señoras muy mayores suspiran por él y guardan 
su retrato en «Amuleto». 
 
9 Giacomo Matteotti (1885-1924). Político socialista italiano. Secues-
trado en Roma el 10 de junio de 1924, su cuerpo, en estado de descom-
posición, fue hallado el 16 de agosto. Se sabe que fueron militantes 
fascistas los que lo secuestraron y asesinaron, pero nunca se demostró 
que fuera el mismo Mussolini quien ordenó su muerte. 
 
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EL GATO ANARQUISTA 
 
EN EL COLÓN, como en todos los teatros, había un verdadero 
ejército de gatos, seguramente para defender la utilería de los 
ataques de las ratas. Una noche de gala, un señor, con su frac y 
sus lentes se ubicó en primera fila. Un gato negro, enorme, fas-
cinado por el reflejo de los lentes, saltó sobre él con propósitos 
inconfesables, lo arañó y le arrancó los […]. El señor gritó; las 
damas de la segunda fila gritaron que había un atentado anar-
quista; las de la tercera clamaron que habían puesto una bomba; 
las cazueleras, como un coro griego daban aullido diciendo que 
el teatro estaba lleno de bombas. Cuando llegó la policía el tea-
tro estaba vacío, pero al agresor gato negro, visto por los vecinos 
de platea, no pudieron arrestarlo: no pudo «ser hallado». 
Los «grandes diarios» dieron al día siguiente una gran re-
seña del caso del Colón. Un anarquista «ruso» había echado una 
bomba desde el paraíso. El anarquista que había «atentado» te-
nía un nombre lleno de consonantes raras, ¿qué habrá sido de 
él? Pero el causante del tumulto no era ruso, era porteño de ley, 
y que yo sepa el único nombre que tenía era «Salí Gato», cuando 
se metía en los camerines o inquietaba con sus paseos por el es-
cenario. ¡Qué tan pública sensación trajo […] Gato! Te adoro 
como a todos los gatos y como un cabal representante de tu libre 
especie. 
 
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SILVEYRA10 
 
SILVEYRA11, que era un panadero disidente, puso una bomba en 
la panadería de su patrón, y mató por casualidad a una señora 
que transitaba por la vereda, quien no llegó a comer el pan queiba a comprar. Lo llevaron a la vieja penitenciaría de la calle Las 
Heras. Voy a explicar cómo conseguimos sacarlo de allí. 
Un compañero, con sobretodo largo y anteojos negros, iba 
con frecuencia a visitarlo, siendo muy sociable con los guar-
diacárceles. Entonces los presos recibían la visita en el patio. Las 
mujeres de los compañeros hicieron un coro alrededor de Sil-
veyra y su asiduo visitante. Silveyra salió tranquilamente por la 
puerta del brazo de una señora con un largo sobretodo y un par 
de anteojos negros, mientras su amigo lo hacía a cara limpia y 
en traje, sin atraer ninguno de ellos la atención de nadie. Por 
supuesto, Silveyra vino a vivir a casa, a la habitación de arriba 
del garaje. 
Decidimos sacarlo de Buenos Aires vestido de nodriza, 
para lo cual la Gallega Serafina, ama de cría de mi hija menor, 
cedió temporariamente su toca de nodriza con sus velos. Tras 
cruenta lucha, logramos que Silveyra aceptara afeitarse las cejas 
 
10 Dejó en su celda un papelito con esta frase: «Si victorioso en ti 
mismo enarbolas el bien triunfante del presente, en adelante disfruta-
rás del anarquismo. ¡Anarquía! dulce endecha de amor, ciencia y liber-
tad, serás para la humanidad la más ubérrima cosecha». Caras y 
Caretas, 24 de marzo de 1923, núm. 1277, p. 57. 
11 Ramón Silveyra, gallego de Ourense, panadero y anarquista. 
 
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y los bigotes y se colocara el clásico gorro con su velo gris. Un 
compañero chofer profesional condujo mi coche. En el asiento 
trasero me instalé yo con el lampiño Silveyra quien llevaba a mi 
hija en brazos, y no cesaba de protestar ante la afrenta, hecho 
una fiera conmigo. Lo llevamos a un lugar en Avellaneda, de 
esos que ahora las crónicas policiales titulan «aguantadero». 
Otros compañeros se las ingeniaron, no sé cómo, para trasla-
darlo a Montevideo. De allí pasó al Brasil. 
Años después, Pedro Páez, cuidador profesional de caba-
llos de carrera, lo encontró en un café de Río de Janeiro. Se 
acercó y le preguntó si era él. Silveyra dijo que sí y me envió sa-
ludos. Evidentemente, en ese saludo estaba involucrado el per-
dón de la «afrenta». Nunca más supe nada de él. Se internó en 
el Brasil donde posiblemente será ya patrón panadero y tendrá 
sus cejas y sus grandes bigotes, tan cuidados como los de Mon-
sieur Poirot. 
La fuga de Silveyra tuvo repercusiones muy serias. Algo 
malo le sucedió al guardiacárcel que no lo encontró en su celda 
esa noche. Pero a partir de esa fecha los presos solo pudieron 
recibir visitas en el locutorio con rejas entre visitante y preso, 
vigilante oyente por medio, y debieron además usar el conocido 
traje a rayas anchas azul y amarillo. 
Ya no hubo más fugas. 
 
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EL NUEVO TÚNEL DEL SIMPLÓN 
 
UN COMPAÑERO ALQUILÓ frente a la cárcel de Punta Carretas un 
localcito y puso una carbonería. Las intenciones que tenía eran 
más negras que su mercadería. De alguna manera lograron con-
feccionar un plano de la zona, indicándoles a los presos dónde 
cavar y hacia qué direcciones, partiendo desde las letrinas de la 
cárcel. Tenían que levantar todos los días las baldosas y volver-
las a colocar, y hacer desaparecer la tierra en los canteros del 
jardín, que algunos pocos presos de buena conducta y metidos 
en el fato12 y aficionados a las flores, cultivaban con amor. 
La excavación del lado del penal, hecha con una cuchara 
de albañil del mismo penal, iba bastante despacio, pero se arre-
glaban de alguna manera para tapar durante el día el producto 
de sus afanos13 porque el amor sagrado a la libertad aguza el in-
genio de cualquiera. 
El sector a cargo del carbonero avanzaba más rápido. Es-
taban, por ese lado, provistos de palas y no cavaban «a cuchara» 
como sus compañeros del otro lado del muro, que lo hacían re-
levándose para ir a la letrina a fin de no despertar sospechas. 
Los carboneros eran libres, no solo de cavar día y noche, sino de 
sacar la tierra prolijamente embolsada y llevarla como si repar-
tieran el carbón. Llegaron casi debajo de la cárcel. Fue un 
 
12 Asunto, cosa o situación reservada. 
13 Entregarse al trabajo con solicitud congojosa. 
 
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encuentro histórico, uno a uno pasaban por el estrecho túnel de 
la letrina y esperaron a sus compañeros en el lugar donde el tú-
nel se ensanchaba, ya que los «carboneros» lo habían hecho con 
mayor amplitud. Se juntaron catorce o trece penados, que salie-
ron de la carbonería cargando sus correspondientes bolsas del 
reparto a intervalos diferentes y se fueron perdiendo con rum-
bos desconocidos. 
 
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LOS PRIMEROS CLAVELES 
 
CUANDO EL INFAME ASESINATO de Severino Di Giovanni, de quien 
el Buenos Aires Herald dijo: «De toda la gente morbosa, perio-
distas y ejecutores que se juntaron esa mañana, el único hombre 
y el más buen mozo era el “ajusticiado”». 
Un libro infame recientemente aparecido sobre él, sacado 
de archivos policiales y lleno de inexactitudes cuenta cómo al 
morir dijo «E viva la anarchía». El reporter de policía de Crítica, 
como todos los cronistas, se interesó por adónde lo llevaban y 
me dijo que a una fosa común de la Chacarita. 
Yo le compré a un florista todos los claveles colorados que 
tenía y se los llevé. Quiero decir que todos los sepultureros de la 
Chacarita, que siempre fueron mis amigos, tenían «ideas», y el 
sepulturero de turno me acompañó a ponerle a Severino esos 
pocos claveles. Al otro día, la prensa seria comentó indignada 
que habían aparecido misteriosamente sobre su tumba unos 
claveles colorados. 
La última vez que lo vi a Severino fue en víspera de su 
arresto. Todas las tardes se juntaban Pedro Pico, González Pa-
checo, algún que otro autor, José León Pagano y García Velloso, 
para hablar de teatro en una confitería de Callao y Sarmiento, 
hasta la que yo me corría al salir de Crítica. 
Severino editaba entonces libros raros que él quería rega-
lar como propaganda, y folletos que imprimía en una pequeña 
 
 | 21 
 
librería que había llegando a Cangallo. Severino se acercaba to-
das las tardes a charlar con nosotros. Tomaba un poco de café y 
a veces un jugo de naranja, porque jamás tomó alcohol ni fumó, 
como todos los anarquistas y sus hermanos los teósofos. 
Una tarde yo venía acompañada por una amiga super 
snob a pesar de tener tanto ella como su marido apellidos ilus-
tres en la aristocracia y en las letras. La invité a entrar conmigo, 
a lo que accedió de buena gana al ver a tantos apellidos ilustres 
del teatro juntos. Se lo presenté a Severino a quien por supuesto, 
no conocía. Nunca he visto esfumarse a nadie a tal velocidad; 
parecía haber adquirido el poder de desintegración protoplas-
mática que se atribuye a los fantasmas y apariciones. Todos nos 
reímos, más que nadie Severino, quien a pesar de todo me recri-
minó: «Qué broma de hacerle a esa pobre burguesa». 
Con todo el dolor de mi corazón digo aquí, que viniendo a 
encontrarse con nosotros una tarde, un policía indigno le tiró 
un balazo, sin comprender la bestia el sacrilegio que cometía. 
Ya no vimos más a Severino, pero yo recibí su último men-
saje y cumplí su pedido. 
 
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EL PETISO DE LA FURCA 
 
EL PETISO14 DE LA FURCA15 formaba parte de un conjunto de ex-
propiadores que saqueaban los cajones de la aduana de esos te-
soros de los que aún conservo alguno de aluminio importado en 
uso en mi cocina. Era amigo de algunos compañeros y solía ir de 
visita a La Protesta, porque se decía hombre de ideas sociales, y 
un día mantuve con él el siguiente diálogo: «¿Es verdad que vos 
hacés la furca?». La furca era un golpe muy en boga entonces 
entre los enemigos de la propiedad privada, tuvieran o no ideas 
sociales. «Con lo petiso que sos, ¿se las hacés a las viejas que 
tienen cartera o te subís a un banquito?». «A las señoras mayo-
res, no». «¿Entonces llevás un banquito por la calle para alcan-
zar a las señoras grandes?». Se rio mucho. Yo tenía por entonces 
fama de«guacha»16 entre los compañeros, y así me llamaban. 
Tengo entendido que la furca la hacía de su auto que con-
ducía un compañero cómplice, […] por mitades. Pues él me en-
señó a hacer la furca y siempre se lo he agradecido, pues un día 
me salvó de un serio peligro. 
Cuando Rosalina Coelho Lisboa se casó con James Miller, 
gerente de UPI, con una gran recepción en el Plaza Hotel, a la 
que asistí con todos los brillantes que pude ponerme, que eran 
 
14 Designación afectuosa a un hombre de poca alzada. 
15 Asalto atacando a la víctima de atrás y con ambas manos, de modo 
que con los pulgares e índices quede bien ceñida la garganta. 
16 Mujer de mala vida. Mala persona. 
 
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bastantes. Me fueron a buscar al Plaza dos solteronas melóma-
nas alemanas que paraban por entonces en mi casa de Olivos. 
Estábamos sin coche y decidimos regresar en tren. Me recogie-
ron en un taxi a una hora determinada y yo me ubiqué con los 
brillantes entre las dos ancianas, indicándole al taximetrero 
«Retiro». Me echó una mirada atravesada y enderezó para Pa-
lermo. Le gritábamos que parara y el hombre aceleraba. Me des-
licé del asiento, y le hice mi buena furca con el brazo derecho, y 
con la mano izquierda lo agarré de los pelos. Con mi más claro 
lenguaje, no lunfardo, sino del más clásico castellano, me acordé 
de su madre, de su abuela y de varias de sus generaciones feme-
ninas anteriores. Le dije «Volvé a Retiro o te arranco los ojos 
con los dedos». 
En seguida estábamos en Retiro. Yo me bajé y fui a sacar 
los boletos. Al ver que nadie me seguía, regresé a la puerta, 
donde encontré a mis dos alemanas sosteniéndose mutua-
mente, semi desvanecidas. Al auto y al chofer no se los veía por 
ninguna parte. 
Estará vivo todavía y contará a los nietos su experiencia 
para apartarlos de la tentación de ser chorros17. 
 
17 Malhechor, ladrón. 
 
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KRISHNAMURTI 
 
KRISHNAMURTI DESCUBRIÓ el anarquismo a través de la teosofía, 
como los compañeros son todos teósofos sin sospecharlo. De es-
tas especies, ninguno fuma ni bebe, y todos llevan una vida pura 
sin ningún exceso. Todos son frugales y vegetarianos en su ma-
yoría. Un día, a una pregunta mía, González Pacheco me res-
pondió: «El anarquismo no es un partido político, es un estado 
espiritual». Ese estado estuvo latente en mí creo que desde el 
día que nací. A lo largo de todo lo que yo sé de Krishnamurti y 
de mis largas conversaciones con él, puedo decir que el verda-
dero anarquista, el teórico del anarquismo se llama Jiddu 
Krishnamurti. Basta leer a fondo sus libros para darse cuenta de 
esto. 
Por conversaciones íntimas conmigo yo sé de su historia 
todo y mucho más de lo que se ha escrito pour la galerie. Ahora 
que está tan viejo como yo —porque es de mi edad— y está 
siendo tan discutido por el público del mundo, él no puede ya 
rectificar muchas cosas. 
Un día le dije a Jinarajadasa: «Pero este Krishi nos ha re-
sultado anarquista». Jinarajadasa, ser super cultivado, y ade-
más sacerdote budista, me contestó: «Es que la teosofía es el 
verdadero anarquismo, no solo en el plano físico, sino en el 
mental y en el espiritual. Abarca todos los planos a los que 
puede tener acceso el ser humano, en todas sus facetas». 
 
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LA CARTA A CARLITOS 
 
UN DÍA RECIBÍ UN SOBRE GRANDE que me enviaba uno de mis 
amigos ladrones. En su carta me explicaba que acostumbraba a 
entrar a los velorios, sabiendo que en el fondo amontonaban 
muebles y abrigos. Encontraron esa carta atascada en el fondo 
de un mueble. Seguramente el dueño de casa sería amigo de 
Carlitos y guardián de sus papeles. Entre estos había una carta 
que llevaba prendido con un alfiler un billete de cien pesos ama-
rillo, de aquellos que se llamaban canarios. Era carta de una mu-
jer que devolvía esos cien pesos porque no era una prostituta, y 
que su problema era no poder tener hijos por culpa del marido. 
Se había acercado a Carlitos, elegido concienzudamente para 
padre de su hijo, haciéndole creer que era una aventura. Le de-
cía que estaba embarazada, que si era varón se llamaría Carlos, 
y si mujer Carlota, agregando el apellido. 
Busqué en la guía el apellido y lo encontré, y busqué un 
aviso fúnebre de esos días y lo encontré con dirección y todo. Me 
quedó siempre en el corazón la idea de decirle a esa criatura que 
ya era mayorcita lo que sabía de su origen, pero no podía decirle 
semejante cosa a quien tenía un padre legítimo. Guardé el sobre 
de mi amigo el ladrón, con carta y canario en mi caja fuerte de 
Crítica. 
 
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Seguramente quien se hizo carga luego de nuestra propie-
dad no ha leído ni entendido los verdaderos alcances de la carta. 
Puede que aún […].
 
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CLAUDIO MARTÍNEZ PAIVA 
 
MARTÍNEZ PAIVA, la primera corbata voladora que conocí, no era 
periodista sino un egregio poeta que resultó buen comediógrafo. 
Era un exaltado, jugaba con nosotros al póker en Crítica, y si iba 
perdiendo, sacaba un revólver y lo ponía sobre la mesa. 
Fuimos con él a la estancia de su hermano Alejandro, el 
«bruto» más gracioso del mundo, que terminó siendo íntimo 
amigo nuestro y acabó, indirectamente, por tener cierto paren-
tesco con nosotros. Ahora, mientras escribo esto, un nietito de 
Martínez Paiva habla sobre mitología en el programa Odol. Su 
talento es verdaderamente asombroso. Yo hablé por teléfono y 
la persona que me contestó me dijo: «Todos los días comenta-
mos que tu teoría de la reencarnación es cierta, pues este chico 
sólo puede ser la reencarnación de un gran sabio. Comparte el 
programa con una señorita ciega, y ha decidido que si se saca el 
premio se lo va a dar a su colega que lo necesita más». 
Cuando murió Martínez Paiva, a quien ya había visto en el 
sanatorio, le llevé su gran ramo de claveles colorados. 
 
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EL SOPERAZO 
 
LA SOPERA FORMA PARTE de un juego de una cierta plata, de fuen-
tes y guiseras de servir, que me regaló don Faustino Tronge, 
cuando me casé. Aún esas piezas de plata forman parte del de-
corado de mi cocina, con excepción de una que me robaron llena 
de cubiertos un día aciago para mí. 
Todos los días miro mi sopera y recuerdo que le ligó a mi 
querido amigo don E. González. 
Yo vivía entonces en la calle San José, cerca de una especie 
de casa de detención que quedaba sobre la calle Sáenz Peña, a 
dos cuadras del Departamento de Policía. 
En una de las raras redadas de la policía en La Protesta se 
habían llevado presos a Apolinario Barrera, a Joaquín Gómez y 
a otro compañero cuyo nombre no recuerdo. Joaquín Gómez 
era administrador de La Protesta, e hijo de un burgués que tenía 
una casa de lámparas en la calle Maipú al 600. La señora de 
Joaquín Gómez se llamaba Lucía y se encargaba de llevarles el 
almuerzo a los compañeros presos en la calle S. Peña, y yo que 
vivía muy cerca me comedí a llevarles la cena. Me ponía una pa-
ñoleta para resultar una señora anónima e iba todas las noches 
con comida para ellos en la sopera. Siempre eran papas fritas 
con bifes y huevos fritos, pero un día me pidieron que les llevara 
chorizos. Con mi pañoleta, y acompañada de una amiga mía que 
 
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se llama Elisa y con quien a veces recordamos el incidente, fui 
una noche entre otras, con mi vianda. 
Un señor que hacía tiempo «me había echado el ojo», exi-
gió ver lo que llevaba en la sopera y se puso a hurgar. De paso, 
intentó hacer lo mismo con un par de cosas que yo apoyaba en 
el mostrador. Agarré la sopera y se la puse de sombrero. Quedó 
como una utilitaria Primavera de Botticelli, coronado y regado 
de huevos fritos, buenos chorizos caseros y abundantes papas 
fritas. 
Pocos minutos después, estaba yo camino a la comisaría, 
o dependencia policial, donde ingresé y me tomaron declaración 
por atentado a la autoridad de una tal Juana Pérez. En el inter-
medio, mi amiga Elisa había llamado a Crítica y recibido el con-
siguiente rebufo de don Natalio,por acompañarme en ese 
género de aventuras. A pesar de su ira, don Natalio envió a don 
Alberto Baghino, empleado de Crítica y amigo de absoluta con-
fianza al Departamento en averiguación de lo sucedido. 
Apenas llegada yo a la comisaría apareció Baghino con un 
señor desconocido, que resultó ser el jefe de Policía, D. Elpidio 
González. Yo me defendí con mi buena labia y le dije a don El-
pidio: «Ud. póngase un pañuelo en el pescuezo y disfrácese y 
vaya a ver qué gentes miserables hay allí». 
No sé qué sucedió con el hombre procaz, pero mis tres 
compañeros durmieron en sus camas esa noche. 
 
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Don Elpidio me quería acompañar a casa, pero era tan 
cerquita… e iba con Baghino… y ahí estaba Natalio. Llegamos 
Baghino y yo solos. Natalio estaba furioso con Elsita. 
 
A la mañana siguiente llegó un vigilante elegantísimo con 
la sopera perfectamente limpia y lustrada. 
Nunca supe quién era el funcionario procaz, ni lo que fue 
de él, pero no creo que lo haya pasado muy bien. 
Casi en seguida nos mudamos de la calle San José a Flo-
rida. Un día, meses después, yo estaba comprando un boleto a 
Retiro cuando lo veo a D. E. comprando otro boleto. Me explicó 
que tenía que viajar hasta Colegiales, porque la madre se mu-
daba y era demasiado viejita para preparar la mudanza ella sola 
y él tenía que ocuparse de ella. Yo le recomendé a don Jaime 
Vidal, mi mudador. Me dejó emocionada que ese hombre, con 
esa categoría, fuera a ayudar a su madre porque era vieja. 
Don Elpidio me presentó a Yrigoyen para que le pidiera la 
libertad de Radowitzky, e Yrigoyen me apodó «La Divina 
Dama», por la primera película sonora, entonces en cartel. La 
Divina Dama tenía un pase para entrar por el ascensor privado 
en la casa de Gobierno.
 
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DON HIPÓLITO 
 
ENTRANDO POR LA PUERTITA iba con frecuencia a pedirle a Yri-
goyen puestos para mis protegidos, según la usanza de la época. 
Un día me dijo: «M’hijita, usted me pide puestos para 
gente que usted conoce y sabe que necesita, pero mis ministros 
me los piden para sus queridas». 
En ese momento había en Rosario revueltas que no podía 
sujetarlas nadie. Yo le dije: «Don Hipólito, le cambio el escán-
dalo de Rosario por la libertad de Radowitzky, pero usted no me 
lo deja en Buenos Aires, porque la Liga Patriótica le puede hacer 
algo. Lo indulta y me lo manda a Montevideo». 
Me fui sola a Rosario. Dormí esa noche en el Hotel Italia 
y a la mañana me reuní con los compañeros y les propuse el 
trato. Hasta hoy está tranquila Rosario y don Hipólito me cum-
plió su promesa. 
Simón me telegrafió desde Ushuaia: «Salgo hoy a Monte-
video. No entiendo lo que pasa». 
Lucía Gómez, compañera del compañero Gómez, examinó 
el telegrama y declaró: «Claro que es de Simón, si es la misma 
letra». 
 
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KURT WILCKENS 
 
CON TODO RESPETO HABLO DE ÉL, cuyas cenizas ocupan un lugar 
preferente en mi bóveda de la Recoleta. Había nacido en la Alta 
Silesia y era minero allí hasta que se trasladó a las minas de As-
turias, en España, y aprendió perfectamente español. Por las co-
sas raras que les suceden a los compañeros tuvo que salir de 
España, y llegó a la Argentina donde, por supuesto, fue directa-
mente a La Protesta. 
o tenía una ronquera crónica de mi juventud de maestra 
en aulas heladas y en un patio con dos cursos de primer grado y 
en la boca me salían aftas de un té con leche fría que habíamos 
tomado con mi prima Amparo en la París. Amparo se curó, pero 
Natalio se opuso a que me dieran inyecciones. La chiquita de 
Barrera estaba algo enfermita y Wilckens nos enseñó el baño 
Khune18 y una especie de vegetarianismo que tenía que ir con el 
baño Khune. Mi ronquera y aftas desaparecieron y la nena de 
Barrera se puso perfecta. Wilckens decidió irse a la Patagonia 
porque quería ver algo de unas minas. Cuando llegó había una 
huelga de los Menéndez Behety, y un capitán Varela o lo que 
fuera, que creo debe haber sido cuñado de Américo Ghioldi19, 
 
18 Louis Kuhne (1835-1901). Fue un naturópata alemán conocido sobre 
todo por sus métodos de hidroterapia con agua fría. 
19 Américo Antonio Ghioldi (1899-1984). Fue un maestro y político ar-
gentino del Partido Socialista Democrático. Hacia 1926 se casó con la 
maestra y escritora Delfina Varela Domínguez. 
 
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había ido allí con un pelotón para reprimir la huelga. En su pre-
ciosa mente no se le ocurrió otra cosa que poner a los huelguis-
tas a cavar sus propias fosas y fusilarlos después de manera que 
cayeran en las fosas. 
Wilckens lo presenció y como todos los tiranicidas juró 
vengarse. Regresó a Buenos Aires y con su habilidad de minero 
que sabía manejar explosivos, preparó su bomba y estudió por 
dónde pasaba Varela todas las mañanas. Lo esperó. Porque pa-
saba una señora con chicos, esperó una fracción de segundo y si 
bien la bomba mató a Varela, le lesionó a él una pierna, lo que 
facilitó su captura inmediata. Lo llevaron a la enfermería y le 
cosieron los desgarrones de la pierna sin anestesia, pero su es-
tado de exaltación era tal que no sintió el dolor, para asombro 
de los médicos. 
Natalio era por entonces muy amigo del director del pe-
nal, que nos mandaba todas las navidades de regalo cientos de 
escobas hechas por los presos. 
Fuimos de inmediato a verlo a Wilckens, que estaba en la 
cama con la pierna enyesada. Yo le llevé tres manzanas, pues él 
sostenía que había que comer manzanas para conservar la sa-
lud. Pero él miraba el habano que Natalio tenía en la boca. Na-
talio se lo dio. A Wilckens le temblaba la mano. Monteverde le 
dijo: «Este gringo es magnífico. Yo le dejo la puerta abierta si 
usted quiere y usted se lo lleva a ese refugio de atorrantes que 
tiene en Río Negro». 
 
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No se pudo llevar a la estancia. En la enfermería de Las 
Heras había un guardiacárcel Viel Temperley que le dio tiros a 
Wilckens, alegando que había oído voces que le ordenaban ma-
tar a Wilckens. Para sacarlo lo declararon insano y lo internaron 
en Vieytes. 
A mi amigo Wilckens lo llevaron a la fosa común de la 
Chacarita. Yo fui a comprar claveles colorados. Todos los que 
pudieran venderme. Me dijeron: «Señora, le puedo conseguir 
mil claveles». Se los llevé a la Chacarita y los puse sobre la fosa 
común. Días después volví a la Chacarita a hablar con mis ami-
gos los sepultureros. Desde lejos se veían los claveles colorados, 
como una llamada. Yo tenía que salir de Buenos Aires y reco-
mendé sus restos a los cuidadores. Cuando regresé los sepultu-
reros me habían guardado las cenizas, pues lo habían cremado. 
Compré una urnita de bronce y llevé sus cenizas a mi bóveda, 
donde aún reposa. 
Los claveles colorados son para los compañeros. Otras flo-
res no se les pueden dar. 
 
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SEVERINO Y LOS MINISTROS 
 
CUANDO LA REVOLUCIÓN contra Yrigoyen que inició la decaden-
cia argentina, yo escondí a mi amigo Andresito Ferreyra y a al-
gunos ministros. Esta vez no en el refugio de los anarquistas 
sino en el sótano de la casa de Olivos. Mientras en Crítica había 
una comida presidida por el general Justo20, donde los comen-
sales firmaron una bandera argentina, yo me levanté secreta-
mente y me fui a la quinta de Severino, y le pedí si me los podía 
sacar del país porque eran unos estúpidos inocentes. 
Volví toda embarrada y cuando se terminó el banquete 
cargué los ministros burgueses y se los llevé a Severino, quien 
gustaba de navegar y tenía una lancha. Ellos ignoraban quién 
era el dueño del bote, pero entre todos reunieron todo el dinero 
que pudieron. El único rastro que dejaron en mi casa fue la faja 
con braguero de Andresito. Cuando iban por la mitad del río, 
llegando a Colonia, hicieron entre todos una vaca21 que resultó 
en muchos miles de pesos que le entregaron al botero. 
El botero la tiró al río y les dijo: «De ustedes puercos no 
quiero nada, y menos de usted (por Ferreyra) que votó leyes 
para perseguir a los compañeros.Los llevo porque me lo pidió 
Salvadora, que es mi amiga». 
 
20 Agustín Pedro Justo (1876-1943). Ingeniero, militar, diplomático y 
político radical argentino. Fue presidente entre 1932 y 1938. 
21 Hacer una vaca: Formar un fondo común. 
	ÍNDICE
	SIMÓN RADOWITZKY
	EL CÚLMINE
	LA VERDADERA HISTORIA DE SIMPLICIO DE LA FUENTE
	LA ENCARNACIÓN
	TITTA RUFFO
	EL GATO ANARQUISTA
	SILVEYRA
	EL NUEVO TÚNEL DEL SIMPLÓN
	LOS PRIMEROS CLAVELES
	EL PETISO DE LA FURCA
	KRISHNAMURTI
	LA CARTA A CARLITOS
	CLAUDIO MARTÍNEZ PAIVA
	EL SOPERAZO
	DON HIPÓLITO
	KURT WILCKENS
	SEVERINO Y LOS MINISTROS

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