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MIL CLAVELES COLORADOS SALVADORA MEDINA ONRUBIA Fuente: Vanina Escales, ¡Arroja la bomba! Salvadora Me- dina Onrubia y el feminismo anarco, Marea Editorial, 2019. Edición: Anarquismo en PDF 1ª edición digital, septiembre de 2020 ¡Copia y comparte! [Anarquismo en PDF] ÍNDICE SIMÓN RADOWITZKY ___________________________________ 5 EL CÚLMINE _________________________________________ 8 LA VERDADERA HISTORIA DE SIMPLICIO DE LA FUENTE ____________ 10 LA ENCARNACIÓN ____________________________________ 12 TITTA RUFFO _______________________________________ 13 EL GATO ANARQUISTA _________________________________ 15 SILVEYRA __________________________________________ 16 EL NUEVO TÚNEL DEL SIMPLÓN ___________________________ 18 LOS PRIMEROS CLAVELES _______________________________ 20 EL PETISO DE LA FURCA_________________________________ 22 KRISHNAMURTI _____________________________________ 24 LA CARTA A CARLITOS _________________________________ 25 CLAUDIO MARTÍNEZ PAIVA _____________________________ 27 EL SOPERAZO _______________________________________ 28 DON HIPÓLITO ______________________________________ 31 KURT WILCKENS _____________________________________ 32 SEVERINO Y LOS MINISTROS _____________________________ 35 Domicilio común: Ushuaia Enemigo común: la cana1 1 agente de policía, vigilante, gendarme, guardiacárcel; cárcel, prisión. | 5 SIMÓN RADOWITZKY EN UN LIBRO dedicado exclusivamente a él explicaré el porqué de mi divino anarquismo. Cuando yo tenía 14 años y estaba en la escuela normal de mi pueblo, Gualeguay, tuve una pesadilla horrible: soñé exacta- mente cómo fue el atentado a Ramón Falcón. (Después supe por Simón la exactitud de mi sueño). Después de muerto mi padre, Falcón —que era amigo de mi madre y padrinos ambos del comisario Gamboa— nos visitó en la casa en que vivíamos en Buenos Aires, y yo sentí tal horror kármico por él que esta es la base de mi novela. Mi veneración por Radowitzky enraíza en el tiempo de las pirámides de Egipto. En mi novela lo llamaré Aglamoé. Rado- witzky estudiaba medicina en Rusia cuando, en 1905, muchos jóvenes tuvieron en que escapar. Los padres de Simón, judíos ucranianos de muy buena posición económica, tenían por en- tonces una fábrica de muebles en Chicago, hacia donde creían dirigirse Radowitzky y sus compañeros. Por desgracia equivo- caron el barco y viajaron como polizones rumbo a la Argentina donde, inesperadamente, Simón encontró un tío que poseía un taller metalúrgico. | 6 Un histórico 1º de mayo Falcón2 estaba en el balcón del Club del Progreso y venían los «cosacos», tropa correntina brava a quienes dio la orden de cargar sobre la columna de ma- nifestantes. La sangre corrió hasta por las cunetas. La señora de Navarrete, madre de un dibujante de Crítica, salió con las ena- guas orladas de bermellón. Simón, entonces un niño de dieci- siete años presenció la matanza y, fanático como era, juró venganza. Trabajaba entonces en un taller metalúrgico de la ca- lle Uruguay cerca de Santa Fe, propiedad de unos rosarinos de apellido Seno. No sé cómo se las arregló para fabricar su bomba. Tenía un pequeño revólver con él. Falcón había ido al entierro de un general Victorica y regresaba en un coche con Juan Alberto Lartigau3, emparentado con nuestra familia y a quien mi madre había dado el pecho (de mi hermano mayor Iván), y con el que murió. Después del estallido, Simón corrió por la calle Callao se- guido por los indignados ciudadanos, y se pegó un tiro. Tuvo la bala alojada en el pulmón todo el resto de su vida. La gente lo perseguía. Una señora rubia que no sabemos cómo se llamaba lo cubrió con su cuerpo gritando: «¡Déjenlo que es un chico!». Evitó que lo lincharan y se lo llevó entonces la policía. No 2 Ramón Lorenzo Falcón (1855-1909). Militar, político y policía argen- tino. Represor brutal de la clase obrera argentina a principios del siglo XX. 3 Juan Alberto Lartigau (1889-1909). Militar argentino, secretario de Falcón. | 7 pudieron condenarlo a muerte porque su tío, metalúrgico tam- bién, que tenía su taller por la calle Boedo, pidió por telégrafo la partida de nacimiento legalizada a Ucrania y, por demostrarse que era menor porque llegó a tiempo lo condenaron a tiempo indeterminado a Ushuaia, donde había de permanecer hasta el indulto de San Hipólito Yrigoyen. Dos heroicos compañeros, Apolinario Barrera y Miguel Arcángel Rosigna emprendieron la difícil tarea de liberar a Si- món Radowitzky. Barrera se largó en el año y logró sacarlo del penal. Después de muchos días de vivir a monte en la maravi- llosa primavera de Ushuaia, fueron capturados del lado chileno al intentar embarcarse. Miguel Arcángel Rosigna, años después, logró, mediante Natalio Botana4, un puesto de guardiacárcel. Ya había recibido Simón —que estudiaba español— un diccionario con un marca- dor de seda con el lema «El que busca, encuentra». En el lomo, cuidadosamente plegado dentro de la encuadernación, Simón, buscando, encontró el plan de fuga elaborado por los compañe- ros. Rosigna se las arregló para hacerle saber «quién era», aun cuando nunca lo miraba siquiera, menos aún dirigirle la pala- bra. Sin embargo, no se sabe por qué, quizá en razón de quien lo recomendó, Rosigna fue despedido de su puesto sin mayores explicaciones, y esa segunda fuga fracasó. 4 Natalio Félix Botana Miralles (1888-1941). Empresario periodístico uruguayo radicado en Argentina. Fundador del diario Crítica y marido de Salvadora Medina Onrubia. | 8 EL CÚLMINE SEVERINO DI GIOVANNI, bien buscado por la policía, almorzaba siempre en el mismo restaurante de Avellaneda, en el que se sentía seguro por ser el propietario de su mismo pueblo. Al llegar cada mediodía, depositaba sus dos revólveres en la caja registradora, y procedía a recuperarlos una vez termi- nado el almuerzo. El Cacho Villagra, comisario de Avellaneda, almorzó un día en ese lugar y quedó bastante sorprendido al ver a un co- mensal retirar dos armas del cajón de la caja registradora antes de salir a la calle. «Por casualidad» subieron ambos comensales al mismo tranvía y entablaron conversación. Los pesquisas5 que seguían a Severino no intervinieron, suponiendo que el Comisa- rio Villagra se había hecho cargo personalmente de la investiga- ción. Al pasar frente a una casa con un rojo letrero de alquiler, Severino comentó a su ocasional «compañero de ruta»: «Ando buscando una casa por el barrio». Villagra se sorprendió ante la casualidad, pues la casa que acababan de pasar era de su pro- piedad. Descendieron del tranvía juntos, y juntos desandaron camino hasta la casa desalquilada que Villagra mostró, convi- niendo un alquiler. El seudointeresado acordó regresar al día siguiente con el depósito y el mes adelantado, pues era exacta- mente lo que necesitaban él y su familia. Se separaron cada uno 5 Personal de investigaciones de la policía, pesquisante. | 9 por su lado: Villagra a su comisaría, y Severino a su aguanta- dero6. Por la noche, al regresar mi marido y yo a nuestro hogar de Florida, encontramos, como tantas otras veces, a Cacho Vi- llagra en la cocina. Esta vez preparaba una gran olla de pescado, una de sus especialidades culinarias. Cuando acabábamos de disponer del resultado de su obra, me comentó: «Esta tarde co- nocí a un amigo suyo: Severino Di Giovanni. Me hizo mostrarle una casa, pero me resultó una cara demasiado conocida; me fui directamente a revisar las fotos de los “pedidos”. Dígale que me gustan los hombres machos y que cuando quiera tiene en la Co- misaría de Avellaneda un refugio seguro». Cacho Villagra cada semana iba al quinielero de turno y le decía: «Jugale cien pesos a la cabeza»; y si tenían laosadía de preguntarle a qué número, contestaba: «¡Al que salga, carajo!». 6 Lugar transitorio de ocultación de delincuentes o mercaderías roba- das. | 10 LA VERDADERA HISTORIA DE SIMPLICIO DE LA FUENTE EMANUEL SUDA, el hombre que sabía más idiomas del mundo, redactor y traductor de Crítica, había traducido para el Sindi- cato de Carreros de Barracas (donde yo, muy joven, les di clases de aritmética), un tratado sobre elaboración de bombas. El tra- bajo quedó en el sindicato, donde Simplicio, que no era carrero sino guardabarreras, lo encontró y puso de inmediato manos a la obra. En la «receta» se aclaraba que los ingredientes no debían entrar en ningún momento en contacto con metal, siendo el pro- cedimiento ortodoxo manipularlos con cucharas de madera en recipientes de madera, medida de seguridad que los actuales bombistas también parecen despreciar. (Léanse los casos de las calles White y Posadas). Simplicio, de natural escéptico, decidió que ese detalle ha- bía sido introducido por complicar las cosas a fin de darles im- portancia. Se hizo de su palangana de lavarse los pies, de su cuchara de estaño de tomar la sopa, e inició la preparación del condumio explosivo. Allí nomás perdió el bigote, el jopo, las ce- jas y media mano derecha. Entonces existía el Dr. Juan Emilio Carulla7, entrerriano de mi ley y anarquista de mi ley. Le pedí que acudiera en nuestro 7 Juan Emiliano Carulla (1888-1968). Médico y político nacionalista argentino. Anarquista en su juventud, tras la Primera Guerra Mundial se pasó a la extrema derecha. | 11 auxilio. Él personalmente viajó en la ambulancia que fue a recoger en la estación Retiro a un obrero que viajaba herido desde Cór- doba, víctima de una explosión en una calera donde se trabajaba con dinamita. A fin de llenar correctamente su ficha de entrada en el Hospital de Clínicas, lo trasladé desde la «piecita de arriba del garaje» de mi casa en Belgrano, originariamente diseñada para choferes de burgueses, y reservada ahora para mis anarquistas en apuros, hasta la Estación Belgrano, donde lo subimos al tren. Cuando fui al hospital con Carulla para interesarme por su salud, y vi a Simplicio por primera vez desprovisto de venda- jes y despojado de todos sus lujuriosos aditamentos pilotos, tuve tal ataque de risa que, mientras Carulla me decía furioso por lo bajo «Callate, bruta», Simplicio enternecido me justificaba ante los médicos diciendo: «Déjenla que se desahogue, pobrecita, es una risa nerviosa. Se ha impresionado tanto…». | 12 LA ENCARNACIÓN CUANDO POR MIS IDEAS y falta de discreción fui a dar al Asilo San Miguel, entonces Instituto de Detención para Mujeres donde se mezclaban indiscriminadamente menores a cargo del Juez, de- lincuentes comunes, prostitutas y detenidas políticas, me saca- ron de mi «elegante» celda una tarde para que «recibiera» a mis hijos en el locutorio y, al atravesar el patio, me encuentro con la Encarnación, mujer de Simplicio de la Fuente y pensionista oca- sional de nuestra casa (nos habíamos mudado ya a Olivos) donde llenaba las funciones de cocinera volante, dedicando sus habilidades a preparar viandas para los compañeros detenidos en Villa Devoto (para ayudarla yo había empeñado mis alhajas). «¿Pero qué estás haciendo vos aquí?», le pregunto. «Le acabo de dar una paliza a una mujer en la esquina de la calle. La mecheé, la pateé, y la trompeé». «¿Pero qué te había hecho? ¿Por qué hiciste semejante cosa?». «No me hizo nada. Y lo que es peor, no la conocía. Era para que me trajeran acá. ¿Tiene quién le cebe mate? ¿Tiene quien le lave los pies?». No la vi más en el asilo. Probablemente su inexplicable de- lito no era tan grave como para condenarla a cadena perpetua. | 13 TITTA RUFFO MÁS DE MEDIO BUENOS AIRES recordará todavía la actuación de Titta Ruffo8 en el Colón. Su retrato vestido de «Hamlet» estaba en todos los dormitorios femeninos de Buenos Aires. Ya se po- nían las mujeres locas por los cantores, como lo están ahora por Sandro o por Palito Ortega. En realidad era un verdadero buen mozo. Una mañana muy temprano llegó a nuestro diario La Pro- testa un señor con un sobretodo muy raro con cuello de piel. Lo recibió el compañero Torrente (que después acabó de linotipista en Crítica). Ese señor preguntó si ese era el diario La Protesta y pidió comprar un ejemplar. Dejó sobre el mostrador un puñado grande de monedas, de denominación desconocida para To- rrente. Sebastián Marotta, gráfico, muerto este año siendo se- cretario del sindicato gráfico, entró como acostumbraba todas las mañanas antes de ir a su trabajo, a enseñar a manejar la li- notipo arcaica y única de La Protesta a quien se lo pidiera y cuando vio el regalo dijo: «¡Pero si estas son libras esterlinas!». Las tuvimos que guardar en la caja fuerte de La Protesta: la olla en donde los compañeros se hacían su pucherito del mediodía y […]. Un año después, el mismo señor se presenta una vez más a 8 Titta Ruffo (1877-1953). Cantante de ópera italiano, uno de los gran- des barítonos de su era. En el Teatro Colón de Buenos Aires cantó prácticamente en todas las temporadas desde 1908 hasta 1931, reti- rándose de este escenario con su afamado Hamlet. | 14 comprar un ejemplar del diario y esta vez le paga con dos enor- mes puñados. Esas libras esterlinas sirvieron para que Marotta, que sabía de máquinas, adquiriera las necesarias para imprimir La Protesta hasta que la policía, analfabeta y sin sueños, des- manteló para siempre el diario, y los tres compañeros converti- dos ya en «obreros gráficos» sindicados pasaron a trabajar en Crítica. Años después supe que Titta Ruffo, anarquista de buena ley, era además cuñado de Matteotti9. No sé cuándo ni dónde murió Titta Ruffo, y no puedo mandarle claveles colorados. To- davía algunas señoras muy mayores suspiran por él y guardan su retrato en «Amuleto». 9 Giacomo Matteotti (1885-1924). Político socialista italiano. Secues- trado en Roma el 10 de junio de 1924, su cuerpo, en estado de descom- posición, fue hallado el 16 de agosto. Se sabe que fueron militantes fascistas los que lo secuestraron y asesinaron, pero nunca se demostró que fuera el mismo Mussolini quien ordenó su muerte. | 15 EL GATO ANARQUISTA EN EL COLÓN, como en todos los teatros, había un verdadero ejército de gatos, seguramente para defender la utilería de los ataques de las ratas. Una noche de gala, un señor, con su frac y sus lentes se ubicó en primera fila. Un gato negro, enorme, fas- cinado por el reflejo de los lentes, saltó sobre él con propósitos inconfesables, lo arañó y le arrancó los […]. El señor gritó; las damas de la segunda fila gritaron que había un atentado anar- quista; las de la tercera clamaron que habían puesto una bomba; las cazueleras, como un coro griego daban aullido diciendo que el teatro estaba lleno de bombas. Cuando llegó la policía el tea- tro estaba vacío, pero al agresor gato negro, visto por los vecinos de platea, no pudieron arrestarlo: no pudo «ser hallado». Los «grandes diarios» dieron al día siguiente una gran re- seña del caso del Colón. Un anarquista «ruso» había echado una bomba desde el paraíso. El anarquista que había «atentado» te- nía un nombre lleno de consonantes raras, ¿qué habrá sido de él? Pero el causante del tumulto no era ruso, era porteño de ley, y que yo sepa el único nombre que tenía era «Salí Gato», cuando se metía en los camerines o inquietaba con sus paseos por el es- cenario. ¡Qué tan pública sensación trajo […] Gato! Te adoro como a todos los gatos y como un cabal representante de tu libre especie. | 16 SILVEYRA10 SILVEYRA11, que era un panadero disidente, puso una bomba en la panadería de su patrón, y mató por casualidad a una señora que transitaba por la vereda, quien no llegó a comer el pan queiba a comprar. Lo llevaron a la vieja penitenciaría de la calle Las Heras. Voy a explicar cómo conseguimos sacarlo de allí. Un compañero, con sobretodo largo y anteojos negros, iba con frecuencia a visitarlo, siendo muy sociable con los guar- diacárceles. Entonces los presos recibían la visita en el patio. Las mujeres de los compañeros hicieron un coro alrededor de Sil- veyra y su asiduo visitante. Silveyra salió tranquilamente por la puerta del brazo de una señora con un largo sobretodo y un par de anteojos negros, mientras su amigo lo hacía a cara limpia y en traje, sin atraer ninguno de ellos la atención de nadie. Por supuesto, Silveyra vino a vivir a casa, a la habitación de arriba del garaje. Decidimos sacarlo de Buenos Aires vestido de nodriza, para lo cual la Gallega Serafina, ama de cría de mi hija menor, cedió temporariamente su toca de nodriza con sus velos. Tras cruenta lucha, logramos que Silveyra aceptara afeitarse las cejas 10 Dejó en su celda un papelito con esta frase: «Si victorioso en ti mismo enarbolas el bien triunfante del presente, en adelante disfruta- rás del anarquismo. ¡Anarquía! dulce endecha de amor, ciencia y liber- tad, serás para la humanidad la más ubérrima cosecha». Caras y Caretas, 24 de marzo de 1923, núm. 1277, p. 57. 11 Ramón Silveyra, gallego de Ourense, panadero y anarquista. | 17 y los bigotes y se colocara el clásico gorro con su velo gris. Un compañero chofer profesional condujo mi coche. En el asiento trasero me instalé yo con el lampiño Silveyra quien llevaba a mi hija en brazos, y no cesaba de protestar ante la afrenta, hecho una fiera conmigo. Lo llevamos a un lugar en Avellaneda, de esos que ahora las crónicas policiales titulan «aguantadero». Otros compañeros se las ingeniaron, no sé cómo, para trasla- darlo a Montevideo. De allí pasó al Brasil. Años después, Pedro Páez, cuidador profesional de caba- llos de carrera, lo encontró en un café de Río de Janeiro. Se acercó y le preguntó si era él. Silveyra dijo que sí y me envió sa- ludos. Evidentemente, en ese saludo estaba involucrado el per- dón de la «afrenta». Nunca más supe nada de él. Se internó en el Brasil donde posiblemente será ya patrón panadero y tendrá sus cejas y sus grandes bigotes, tan cuidados como los de Mon- sieur Poirot. La fuga de Silveyra tuvo repercusiones muy serias. Algo malo le sucedió al guardiacárcel que no lo encontró en su celda esa noche. Pero a partir de esa fecha los presos solo pudieron recibir visitas en el locutorio con rejas entre visitante y preso, vigilante oyente por medio, y debieron además usar el conocido traje a rayas anchas azul y amarillo. Ya no hubo más fugas. | 18 EL NUEVO TÚNEL DEL SIMPLÓN UN COMPAÑERO ALQUILÓ frente a la cárcel de Punta Carretas un localcito y puso una carbonería. Las intenciones que tenía eran más negras que su mercadería. De alguna manera lograron con- feccionar un plano de la zona, indicándoles a los presos dónde cavar y hacia qué direcciones, partiendo desde las letrinas de la cárcel. Tenían que levantar todos los días las baldosas y volver- las a colocar, y hacer desaparecer la tierra en los canteros del jardín, que algunos pocos presos de buena conducta y metidos en el fato12 y aficionados a las flores, cultivaban con amor. La excavación del lado del penal, hecha con una cuchara de albañil del mismo penal, iba bastante despacio, pero se arre- glaban de alguna manera para tapar durante el día el producto de sus afanos13 porque el amor sagrado a la libertad aguza el in- genio de cualquiera. El sector a cargo del carbonero avanzaba más rápido. Es- taban, por ese lado, provistos de palas y no cavaban «a cuchara» como sus compañeros del otro lado del muro, que lo hacían re- levándose para ir a la letrina a fin de no despertar sospechas. Los carboneros eran libres, no solo de cavar día y noche, sino de sacar la tierra prolijamente embolsada y llevarla como si repar- tieran el carbón. Llegaron casi debajo de la cárcel. Fue un 12 Asunto, cosa o situación reservada. 13 Entregarse al trabajo con solicitud congojosa. | 19 encuentro histórico, uno a uno pasaban por el estrecho túnel de la letrina y esperaron a sus compañeros en el lugar donde el tú- nel se ensanchaba, ya que los «carboneros» lo habían hecho con mayor amplitud. Se juntaron catorce o trece penados, que salie- ron de la carbonería cargando sus correspondientes bolsas del reparto a intervalos diferentes y se fueron perdiendo con rum- bos desconocidos. | 20 LOS PRIMEROS CLAVELES CUANDO EL INFAME ASESINATO de Severino Di Giovanni, de quien el Buenos Aires Herald dijo: «De toda la gente morbosa, perio- distas y ejecutores que se juntaron esa mañana, el único hombre y el más buen mozo era el “ajusticiado”». Un libro infame recientemente aparecido sobre él, sacado de archivos policiales y lleno de inexactitudes cuenta cómo al morir dijo «E viva la anarchía». El reporter de policía de Crítica, como todos los cronistas, se interesó por adónde lo llevaban y me dijo que a una fosa común de la Chacarita. Yo le compré a un florista todos los claveles colorados que tenía y se los llevé. Quiero decir que todos los sepultureros de la Chacarita, que siempre fueron mis amigos, tenían «ideas», y el sepulturero de turno me acompañó a ponerle a Severino esos pocos claveles. Al otro día, la prensa seria comentó indignada que habían aparecido misteriosamente sobre su tumba unos claveles colorados. La última vez que lo vi a Severino fue en víspera de su arresto. Todas las tardes se juntaban Pedro Pico, González Pa- checo, algún que otro autor, José León Pagano y García Velloso, para hablar de teatro en una confitería de Callao y Sarmiento, hasta la que yo me corría al salir de Crítica. Severino editaba entonces libros raros que él quería rega- lar como propaganda, y folletos que imprimía en una pequeña | 21 librería que había llegando a Cangallo. Severino se acercaba to- das las tardes a charlar con nosotros. Tomaba un poco de café y a veces un jugo de naranja, porque jamás tomó alcohol ni fumó, como todos los anarquistas y sus hermanos los teósofos. Una tarde yo venía acompañada por una amiga super snob a pesar de tener tanto ella como su marido apellidos ilus- tres en la aristocracia y en las letras. La invité a entrar conmigo, a lo que accedió de buena gana al ver a tantos apellidos ilustres del teatro juntos. Se lo presenté a Severino a quien por supuesto, no conocía. Nunca he visto esfumarse a nadie a tal velocidad; parecía haber adquirido el poder de desintegración protoplas- mática que se atribuye a los fantasmas y apariciones. Todos nos reímos, más que nadie Severino, quien a pesar de todo me recri- minó: «Qué broma de hacerle a esa pobre burguesa». Con todo el dolor de mi corazón digo aquí, que viniendo a encontrarse con nosotros una tarde, un policía indigno le tiró un balazo, sin comprender la bestia el sacrilegio que cometía. Ya no vimos más a Severino, pero yo recibí su último men- saje y cumplí su pedido. | 22 EL PETISO DE LA FURCA EL PETISO14 DE LA FURCA15 formaba parte de un conjunto de ex- propiadores que saqueaban los cajones de la aduana de esos te- soros de los que aún conservo alguno de aluminio importado en uso en mi cocina. Era amigo de algunos compañeros y solía ir de visita a La Protesta, porque se decía hombre de ideas sociales, y un día mantuve con él el siguiente diálogo: «¿Es verdad que vos hacés la furca?». La furca era un golpe muy en boga entonces entre los enemigos de la propiedad privada, tuvieran o no ideas sociales. «Con lo petiso que sos, ¿se las hacés a las viejas que tienen cartera o te subís a un banquito?». «A las señoras mayo- res, no». «¿Entonces llevás un banquito por la calle para alcan- zar a las señoras grandes?». Se rio mucho. Yo tenía por entonces fama de«guacha»16 entre los compañeros, y así me llamaban. Tengo entendido que la furca la hacía de su auto que con- ducía un compañero cómplice, […] por mitades. Pues él me en- señó a hacer la furca y siempre se lo he agradecido, pues un día me salvó de un serio peligro. Cuando Rosalina Coelho Lisboa se casó con James Miller, gerente de UPI, con una gran recepción en el Plaza Hotel, a la que asistí con todos los brillantes que pude ponerme, que eran 14 Designación afectuosa a un hombre de poca alzada. 15 Asalto atacando a la víctima de atrás y con ambas manos, de modo que con los pulgares e índices quede bien ceñida la garganta. 16 Mujer de mala vida. Mala persona. | 23 bastantes. Me fueron a buscar al Plaza dos solteronas melóma- nas alemanas que paraban por entonces en mi casa de Olivos. Estábamos sin coche y decidimos regresar en tren. Me recogie- ron en un taxi a una hora determinada y yo me ubiqué con los brillantes entre las dos ancianas, indicándole al taximetrero «Retiro». Me echó una mirada atravesada y enderezó para Pa- lermo. Le gritábamos que parara y el hombre aceleraba. Me des- licé del asiento, y le hice mi buena furca con el brazo derecho, y con la mano izquierda lo agarré de los pelos. Con mi más claro lenguaje, no lunfardo, sino del más clásico castellano, me acordé de su madre, de su abuela y de varias de sus generaciones feme- ninas anteriores. Le dije «Volvé a Retiro o te arranco los ojos con los dedos». En seguida estábamos en Retiro. Yo me bajé y fui a sacar los boletos. Al ver que nadie me seguía, regresé a la puerta, donde encontré a mis dos alemanas sosteniéndose mutua- mente, semi desvanecidas. Al auto y al chofer no se los veía por ninguna parte. Estará vivo todavía y contará a los nietos su experiencia para apartarlos de la tentación de ser chorros17. 17 Malhechor, ladrón. | 24 KRISHNAMURTI KRISHNAMURTI DESCUBRIÓ el anarquismo a través de la teosofía, como los compañeros son todos teósofos sin sospecharlo. De es- tas especies, ninguno fuma ni bebe, y todos llevan una vida pura sin ningún exceso. Todos son frugales y vegetarianos en su ma- yoría. Un día, a una pregunta mía, González Pacheco me res- pondió: «El anarquismo no es un partido político, es un estado espiritual». Ese estado estuvo latente en mí creo que desde el día que nací. A lo largo de todo lo que yo sé de Krishnamurti y de mis largas conversaciones con él, puedo decir que el verda- dero anarquista, el teórico del anarquismo se llama Jiddu Krishnamurti. Basta leer a fondo sus libros para darse cuenta de esto. Por conversaciones íntimas conmigo yo sé de su historia todo y mucho más de lo que se ha escrito pour la galerie. Ahora que está tan viejo como yo —porque es de mi edad— y está siendo tan discutido por el público del mundo, él no puede ya rectificar muchas cosas. Un día le dije a Jinarajadasa: «Pero este Krishi nos ha re- sultado anarquista». Jinarajadasa, ser super cultivado, y ade- más sacerdote budista, me contestó: «Es que la teosofía es el verdadero anarquismo, no solo en el plano físico, sino en el mental y en el espiritual. Abarca todos los planos a los que puede tener acceso el ser humano, en todas sus facetas». | 25 LA CARTA A CARLITOS UN DÍA RECIBÍ UN SOBRE GRANDE que me enviaba uno de mis amigos ladrones. En su carta me explicaba que acostumbraba a entrar a los velorios, sabiendo que en el fondo amontonaban muebles y abrigos. Encontraron esa carta atascada en el fondo de un mueble. Seguramente el dueño de casa sería amigo de Carlitos y guardián de sus papeles. Entre estos había una carta que llevaba prendido con un alfiler un billete de cien pesos ama- rillo, de aquellos que se llamaban canarios. Era carta de una mu- jer que devolvía esos cien pesos porque no era una prostituta, y que su problema era no poder tener hijos por culpa del marido. Se había acercado a Carlitos, elegido concienzudamente para padre de su hijo, haciéndole creer que era una aventura. Le de- cía que estaba embarazada, que si era varón se llamaría Carlos, y si mujer Carlota, agregando el apellido. Busqué en la guía el apellido y lo encontré, y busqué un aviso fúnebre de esos días y lo encontré con dirección y todo. Me quedó siempre en el corazón la idea de decirle a esa criatura que ya era mayorcita lo que sabía de su origen, pero no podía decirle semejante cosa a quien tenía un padre legítimo. Guardé el sobre de mi amigo el ladrón, con carta y canario en mi caja fuerte de Crítica. | 26 Seguramente quien se hizo carga luego de nuestra propie- dad no ha leído ni entendido los verdaderos alcances de la carta. Puede que aún […]. | 27 CLAUDIO MARTÍNEZ PAIVA MARTÍNEZ PAIVA, la primera corbata voladora que conocí, no era periodista sino un egregio poeta que resultó buen comediógrafo. Era un exaltado, jugaba con nosotros al póker en Crítica, y si iba perdiendo, sacaba un revólver y lo ponía sobre la mesa. Fuimos con él a la estancia de su hermano Alejandro, el «bruto» más gracioso del mundo, que terminó siendo íntimo amigo nuestro y acabó, indirectamente, por tener cierto paren- tesco con nosotros. Ahora, mientras escribo esto, un nietito de Martínez Paiva habla sobre mitología en el programa Odol. Su talento es verdaderamente asombroso. Yo hablé por teléfono y la persona que me contestó me dijo: «Todos los días comenta- mos que tu teoría de la reencarnación es cierta, pues este chico sólo puede ser la reencarnación de un gran sabio. Comparte el programa con una señorita ciega, y ha decidido que si se saca el premio se lo va a dar a su colega que lo necesita más». Cuando murió Martínez Paiva, a quien ya había visto en el sanatorio, le llevé su gran ramo de claveles colorados. | 28 EL SOPERAZO LA SOPERA FORMA PARTE de un juego de una cierta plata, de fuen- tes y guiseras de servir, que me regaló don Faustino Tronge, cuando me casé. Aún esas piezas de plata forman parte del de- corado de mi cocina, con excepción de una que me robaron llena de cubiertos un día aciago para mí. Todos los días miro mi sopera y recuerdo que le ligó a mi querido amigo don E. González. Yo vivía entonces en la calle San José, cerca de una especie de casa de detención que quedaba sobre la calle Sáenz Peña, a dos cuadras del Departamento de Policía. En una de las raras redadas de la policía en La Protesta se habían llevado presos a Apolinario Barrera, a Joaquín Gómez y a otro compañero cuyo nombre no recuerdo. Joaquín Gómez era administrador de La Protesta, e hijo de un burgués que tenía una casa de lámparas en la calle Maipú al 600. La señora de Joaquín Gómez se llamaba Lucía y se encargaba de llevarles el almuerzo a los compañeros presos en la calle S. Peña, y yo que vivía muy cerca me comedí a llevarles la cena. Me ponía una pa- ñoleta para resultar una señora anónima e iba todas las noches con comida para ellos en la sopera. Siempre eran papas fritas con bifes y huevos fritos, pero un día me pidieron que les llevara chorizos. Con mi pañoleta, y acompañada de una amiga mía que | 29 se llama Elisa y con quien a veces recordamos el incidente, fui una noche entre otras, con mi vianda. Un señor que hacía tiempo «me había echado el ojo», exi- gió ver lo que llevaba en la sopera y se puso a hurgar. De paso, intentó hacer lo mismo con un par de cosas que yo apoyaba en el mostrador. Agarré la sopera y se la puse de sombrero. Quedó como una utilitaria Primavera de Botticelli, coronado y regado de huevos fritos, buenos chorizos caseros y abundantes papas fritas. Pocos minutos después, estaba yo camino a la comisaría, o dependencia policial, donde ingresé y me tomaron declaración por atentado a la autoridad de una tal Juana Pérez. En el inter- medio, mi amiga Elisa había llamado a Crítica y recibido el con- siguiente rebufo de don Natalio,por acompañarme en ese género de aventuras. A pesar de su ira, don Natalio envió a don Alberto Baghino, empleado de Crítica y amigo de absoluta con- fianza al Departamento en averiguación de lo sucedido. Apenas llegada yo a la comisaría apareció Baghino con un señor desconocido, que resultó ser el jefe de Policía, D. Elpidio González. Yo me defendí con mi buena labia y le dije a don El- pidio: «Ud. póngase un pañuelo en el pescuezo y disfrácese y vaya a ver qué gentes miserables hay allí». No sé qué sucedió con el hombre procaz, pero mis tres compañeros durmieron en sus camas esa noche. | 30 Don Elpidio me quería acompañar a casa, pero era tan cerquita… e iba con Baghino… y ahí estaba Natalio. Llegamos Baghino y yo solos. Natalio estaba furioso con Elsita. A la mañana siguiente llegó un vigilante elegantísimo con la sopera perfectamente limpia y lustrada. Nunca supe quién era el funcionario procaz, ni lo que fue de él, pero no creo que lo haya pasado muy bien. Casi en seguida nos mudamos de la calle San José a Flo- rida. Un día, meses después, yo estaba comprando un boleto a Retiro cuando lo veo a D. E. comprando otro boleto. Me explicó que tenía que viajar hasta Colegiales, porque la madre se mu- daba y era demasiado viejita para preparar la mudanza ella sola y él tenía que ocuparse de ella. Yo le recomendé a don Jaime Vidal, mi mudador. Me dejó emocionada que ese hombre, con esa categoría, fuera a ayudar a su madre porque era vieja. Don Elpidio me presentó a Yrigoyen para que le pidiera la libertad de Radowitzky, e Yrigoyen me apodó «La Divina Dama», por la primera película sonora, entonces en cartel. La Divina Dama tenía un pase para entrar por el ascensor privado en la casa de Gobierno. | 31 DON HIPÓLITO ENTRANDO POR LA PUERTITA iba con frecuencia a pedirle a Yri- goyen puestos para mis protegidos, según la usanza de la época. Un día me dijo: «M’hijita, usted me pide puestos para gente que usted conoce y sabe que necesita, pero mis ministros me los piden para sus queridas». En ese momento había en Rosario revueltas que no podía sujetarlas nadie. Yo le dije: «Don Hipólito, le cambio el escán- dalo de Rosario por la libertad de Radowitzky, pero usted no me lo deja en Buenos Aires, porque la Liga Patriótica le puede hacer algo. Lo indulta y me lo manda a Montevideo». Me fui sola a Rosario. Dormí esa noche en el Hotel Italia y a la mañana me reuní con los compañeros y les propuse el trato. Hasta hoy está tranquila Rosario y don Hipólito me cum- plió su promesa. Simón me telegrafió desde Ushuaia: «Salgo hoy a Monte- video. No entiendo lo que pasa». Lucía Gómez, compañera del compañero Gómez, examinó el telegrama y declaró: «Claro que es de Simón, si es la misma letra». | 32 KURT WILCKENS CON TODO RESPETO HABLO DE ÉL, cuyas cenizas ocupan un lugar preferente en mi bóveda de la Recoleta. Había nacido en la Alta Silesia y era minero allí hasta que se trasladó a las minas de As- turias, en España, y aprendió perfectamente español. Por las co- sas raras que les suceden a los compañeros tuvo que salir de España, y llegó a la Argentina donde, por supuesto, fue directa- mente a La Protesta. o tenía una ronquera crónica de mi juventud de maestra en aulas heladas y en un patio con dos cursos de primer grado y en la boca me salían aftas de un té con leche fría que habíamos tomado con mi prima Amparo en la París. Amparo se curó, pero Natalio se opuso a que me dieran inyecciones. La chiquita de Barrera estaba algo enfermita y Wilckens nos enseñó el baño Khune18 y una especie de vegetarianismo que tenía que ir con el baño Khune. Mi ronquera y aftas desaparecieron y la nena de Barrera se puso perfecta. Wilckens decidió irse a la Patagonia porque quería ver algo de unas minas. Cuando llegó había una huelga de los Menéndez Behety, y un capitán Varela o lo que fuera, que creo debe haber sido cuñado de Américo Ghioldi19, 18 Louis Kuhne (1835-1901). Fue un naturópata alemán conocido sobre todo por sus métodos de hidroterapia con agua fría. 19 Américo Antonio Ghioldi (1899-1984). Fue un maestro y político ar- gentino del Partido Socialista Democrático. Hacia 1926 se casó con la maestra y escritora Delfina Varela Domínguez. | 33 había ido allí con un pelotón para reprimir la huelga. En su pre- ciosa mente no se le ocurrió otra cosa que poner a los huelguis- tas a cavar sus propias fosas y fusilarlos después de manera que cayeran en las fosas. Wilckens lo presenció y como todos los tiranicidas juró vengarse. Regresó a Buenos Aires y con su habilidad de minero que sabía manejar explosivos, preparó su bomba y estudió por dónde pasaba Varela todas las mañanas. Lo esperó. Porque pa- saba una señora con chicos, esperó una fracción de segundo y si bien la bomba mató a Varela, le lesionó a él una pierna, lo que facilitó su captura inmediata. Lo llevaron a la enfermería y le cosieron los desgarrones de la pierna sin anestesia, pero su es- tado de exaltación era tal que no sintió el dolor, para asombro de los médicos. Natalio era por entonces muy amigo del director del pe- nal, que nos mandaba todas las navidades de regalo cientos de escobas hechas por los presos. Fuimos de inmediato a verlo a Wilckens, que estaba en la cama con la pierna enyesada. Yo le llevé tres manzanas, pues él sostenía que había que comer manzanas para conservar la sa- lud. Pero él miraba el habano que Natalio tenía en la boca. Na- talio se lo dio. A Wilckens le temblaba la mano. Monteverde le dijo: «Este gringo es magnífico. Yo le dejo la puerta abierta si usted quiere y usted se lo lleva a ese refugio de atorrantes que tiene en Río Negro». | 34 No se pudo llevar a la estancia. En la enfermería de Las Heras había un guardiacárcel Viel Temperley que le dio tiros a Wilckens, alegando que había oído voces que le ordenaban ma- tar a Wilckens. Para sacarlo lo declararon insano y lo internaron en Vieytes. A mi amigo Wilckens lo llevaron a la fosa común de la Chacarita. Yo fui a comprar claveles colorados. Todos los que pudieran venderme. Me dijeron: «Señora, le puedo conseguir mil claveles». Se los llevé a la Chacarita y los puse sobre la fosa común. Días después volví a la Chacarita a hablar con mis ami- gos los sepultureros. Desde lejos se veían los claveles colorados, como una llamada. Yo tenía que salir de Buenos Aires y reco- mendé sus restos a los cuidadores. Cuando regresé los sepultu- reros me habían guardado las cenizas, pues lo habían cremado. Compré una urnita de bronce y llevé sus cenizas a mi bóveda, donde aún reposa. Los claveles colorados son para los compañeros. Otras flo- res no se les pueden dar. | 35 SEVERINO Y LOS MINISTROS CUANDO LA REVOLUCIÓN contra Yrigoyen que inició la decaden- cia argentina, yo escondí a mi amigo Andresito Ferreyra y a al- gunos ministros. Esta vez no en el refugio de los anarquistas sino en el sótano de la casa de Olivos. Mientras en Crítica había una comida presidida por el general Justo20, donde los comen- sales firmaron una bandera argentina, yo me levanté secreta- mente y me fui a la quinta de Severino, y le pedí si me los podía sacar del país porque eran unos estúpidos inocentes. Volví toda embarrada y cuando se terminó el banquete cargué los ministros burgueses y se los llevé a Severino, quien gustaba de navegar y tenía una lancha. Ellos ignoraban quién era el dueño del bote, pero entre todos reunieron todo el dinero que pudieron. El único rastro que dejaron en mi casa fue la faja con braguero de Andresito. Cuando iban por la mitad del río, llegando a Colonia, hicieron entre todos una vaca21 que resultó en muchos miles de pesos que le entregaron al botero. El botero la tiró al río y les dijo: «De ustedes puercos no quiero nada, y menos de usted (por Ferreyra) que votó leyes para perseguir a los compañeros.Los llevo porque me lo pidió Salvadora, que es mi amiga». 20 Agustín Pedro Justo (1876-1943). Ingeniero, militar, diplomático y político radical argentino. Fue presidente entre 1932 y 1938. 21 Hacer una vaca: Formar un fondo común. ÍNDICE SIMÓN RADOWITZKY EL CÚLMINE LA VERDADERA HISTORIA DE SIMPLICIO DE LA FUENTE LA ENCARNACIÓN TITTA RUFFO EL GATO ANARQUISTA SILVEYRA EL NUEVO TÚNEL DEL SIMPLÓN LOS PRIMEROS CLAVELES EL PETISO DE LA FURCA KRISHNAMURTI LA CARTA A CARLITOS CLAUDIO MARTÍNEZ PAIVA EL SOPERAZO DON HIPÓLITO KURT WILCKENS SEVERINO Y LOS MINISTROS
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