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MURIEL BARBERY La elegancia del erizo A Stéphane, con quien he escrito este libro 2 MARX (PREÁMBULO) 1 Quien siembra deseo —Marx cambia por completo mi visión del mundo —me ha declarado esta mañana el hijo de los Pallières, que no suele dirigirme nunca la palabra. Antoine Pallières, próspero heredero de una antigua dinastía industrial, es el hijo de una de las ocho familias para quienes trabajo. Último bufido de la gran burguesía de negocios —la cual no se reproduce más que a golpe de hipidos limpios y sin vicios —, resplandecía sin embargo de felicidad por su descubrimiento y me lo narraba por puro reflejo, sin pensar siquiera que yo pudiera estar enterándome de algo. ¿Qué pueden comprender las masas trabajadoras de la obra de Marx? Su lectura es ardua; su lenguaje, culto; su prosa, sutil; y su tesis, compleja. Y entonces por poco me delato como una tonta. —Deberías leer La ideología alemana —le digo a ese papanatas con trenca color verde pino. Para comprender a Marx y comprender por qué está equivocado, hay que leer La ideología alemana. Es la base antropológica a partir de la cual se construirán todas las exhortaciones a un mundo nuevo, y sobre la que reposa una certeza esencial: los hombres, a quienes pierde el deseo, harían bien en limitarse a sus necesidades. En un mundo en el que se amordace la hibris del deseo podrá nacer una organización social nueva, despojada de luchas, opresiones y jerarquías deletéreas. —Quien siembra deseo, recoge opresión —a punto estoy de murmurar como si sólo me escuchara mi gato. Pero Antoine Pallières, cuyo repugnante y embrionario bigote nada tiene de felino, me mira desconcertado por mis extrañas palabras. Como siempre, me salva la incapacidad que tienen los seres de dar crédito a todo aquello que hace añicos los marcos que compartimentan sus mezquinos hábitos mentales. Una portera no lee La ideología alemana y, por lo tanto, no podría de ninguna manera citar la undécima tesis sobre Feuerbach. Por añadidura, una portera que lee a Marx, a la fuerza lo que le interesa tiene que ser la subversión, y le vende el alma a un diablo llamado CGT. Que pueda leer a Marx para elevar su espíritu es una incongruencia que ningún burgués llega a concebir siquiera. —Déle recuerdos a su madre —mascullo, cerrándole la puerta en las narices, con la esperanza de que la fuerza de prejuicios milenarios cubra la disfonía de ambas frases. 2 Los milagros del Arte 3 Me llamo Renée. Tengo cincuenta y cuatro años. Desde hace veintisiete, soy la portera del número 7 de la calle Grenelle, un bonito palacete con patio y jardín interiores, dividido en ocho pisos de lujo, todos habitados y todos gigantescos. Soy viuda, bajita, fea, rechoncha, tengo callos en los pies y también, a juzgar por ciertas mañanas que a mí misma me incomodan, un aliento que tumba de espaldas. No tengo estudios, siempre he sido pobre, discreta e insignificante. Vivo sola con mi gato, un animal grueso y perezoso, cuya única característica notable es que le huelen las patas cuando está disgustado. Ni uno ni otro nos esforzamos apenas por integrarnos en el círculo de nuestros semejantes. Como rara vez soy amable, aunque siempre cortés, no se me quiere, si bien pese a todo se me tolera porque correspondo tan bien a lo que la creencia social ha aglutinado como paradigma de la portera de finca, que soy uno de los múltiples engranajes que hacen girar la gran ilusión universal según la cual la vida tiene un sentido que se puede descifrar fácilmente. Y como en alguna parte está escrito que las porteras son viejas, feas y ariscas, también está grabado en letras de fuego en el frontón del mismo firmamento estúpido que dichas porteras tienen gruesos gatos veleidosos que se pasan el día dormitando sobre cojines cubiertos con fundas de crochet. Asimismo, también está escrito que las porteras ven la televisión sin descanso mientras sus gruesos gatos dormitan, y que el vestíbulo del edificio tiene que oler a potaje, a sopa o a guiso de legumbres. Tengo la inmensa suerte de ser portera en una residencia de mucha categoría. Era para mí tan humillante tener que cocinar esos platos infames que la intervención del señor de Broglie, el consejero de Estado del primero —intervención que debió de describir a su esposa como educada pero firme, y que tenía como fin erradicar de la existencia común ese tufo plebeyo—, fue un inmenso alivio que disimulé lo mejor que pude bajo la apariencia de una obediencia forzosa. Eso fue hace veintisiete años. Desde entonces, voy cada día a la carnicería a comprar una loncha de jamón o un filete de hígado de ternera, que guardo en mi bolsa de la compra entre el paquete de fideos y el manojo de zanahorias. Exhibo con complacencia estos víveres de pobre, realzados por la característica apreciable de que no huelen porque soy pobre en una casa de ricos, con el fin de alimentar a la vez el lugar común consensual y a mi gato, León, que si está gordo es por esas viandas que deberían estarme destinadas, y que se atiborra ruidosamente de embutido y pasta con mantequilla mientras yo puedo dar rienda suelta, sin perturbaciones olfativas y sin levantar sospechas, a mis propias inclinaciones culinarias. Más ardua fue la cuestión de la televisión. En tiempos de mi difunto esposo, me acostumbré sin embargo, porque la constancia con que éste se aplicaba a su contemplación me ahorraba a mí la pejiguera de tener que hacerlo yo. Llegaba hasta el vestíbulo el ruido ahogado del aparato, y ello bastaba para perpetuar el juego de las jerarquías sociales, la apariencia de las cuales, una vez fallecido Lucien, tuve que esforzarme por mantener, a costa de más de un quebradero de cabeza. En vida, mi marido me liberaba de la inicua obligación; una vez muerto, me privaba de su incultura, escudo indispensable contra el recelo ajeno. La solución la hallé en un botón que no era tal. Una campanilla unida a un mecanismo que funciona por infrarrojos me avisa ahora de cualquier ir y venir por el vestíbulo del edificio, lo cual hace inútil todo botón 4 que, al pulsarse, me advertiría de alguna presencia en el portal, por muy lejos que yo me encontrase. En tales ocasiones, permanezco en la habitación del fondo, donde paso la mayor parte de mis horas de ocio y donde, al amparo de los ruidos y los olores que mi condición me impone, puedo vivir como me place sin verme privada de la información vital para todo centinela, a saber: quién entra, quién sale, con quién y a qué hora. Así, los residentes que cruzaban el vestíbulo oían los sonidos ahogados que indican que hay un televisor encendido y, más por carencia que por exceso de imaginación, se formaban la imagen de la portera arrellanada en el sofá ante la caja tonta. Yo, encerrada en mi antro, no oía nada pero sabía que alguien transitaba. Entonces, en la habitación contigua, por el ojo de buey situado frente a la escalera, oculta tras el visillo blanco, averiguaba con discreción la identidad del transeúnte. La aparición de las cintas de vídeo y, más adelante, del dios DVD, cambió las cosas de manera aún más radical en lo que a mi beatitud se refiere. Como no es muy frecuente que una portera disfrute con Muerte en Venecia, y que de la portería provengan notas de Mahler, recurrí a los ahorros conyugales, con tanto esfuerzo reunidos, y adquirí otro aparato que instalé en mi escondrijo. Mientras, garante de mi clandestinidad, el televisor de la portería berreaba sin que yo lo oyera insensateces para cerebros poco o nada refinados, yo podía extasiarme, con lágrimas en los ojos, ante los milagros del Arte. Idea profunda n° 1 Ansío las estrellas mas abocada estoy a la pecera Aparentemente, de vez en cuando los adultos se toman el tiempo de sentarse a contemplar el desastre de sus vidas. Entonces se lamentan sin comprender y, como moscas que chocan una y otra vez contra el mismo cristal, se inquietan, sufren, se consumen, se afligen y se interrogan sobre el engranaje que los ha conducido allídonde no querían ir. Los más inteligentes llegan incluso a hacer de ello una religión: ¡ah, la despreciable vacuidad de la existencia burguesa! Hay cínicos de esta índole que comparten mesa con papá: «¿Qué ha sido de nuestros sueños de juventud?», preguntan con aire desencantado y satisfecho. «Se han desvanecido, y cuán perra es la vida...». Odio esta falsa lucidez de la edad madura. La verdad es que son como todos los demás: chiquillos que no entienden qué les ha ocurrido y que van de duros cuando en realidad tienen ganas de llorar. Sin embargo, es fácil de comprender. El problema está en que los hijos se creen lo que dicen los adultos y, una vez adultos a su vez, se vengan engañando a sus propios hijos. «La vida tiene un sentido que los adultos conocen» es la mentira universal que todos creen por obligación. Cuando, una vez adulto, uno comprende que no es cierto, ya es demasiado tarde. El misterio permanece intacto, pero hace tiempo que se ha malgastado en actividades estúpidas toda la energía disponible. Ya no le queda a uno 5 más que anestesiarse como puede tratando de enmascarar el hecho de que no le encuentra ningún sentido a la vida, y engaña a sus propios hijos para intentar convencerse mejor a sí mismo. De entre las personas que frecuenta mi familia, todas han seguido el mismo camino: una juventud dedicada a tratar de rentabilizar la propia inteligencia, a exprimir como un limón el filón de los estudios y a asegurarse una posición de élite; y luego toda una vida dedicada a preguntarse con estupefacción por qué tales esperanzas han dado como fruto una existencia tan vana. La gente cree ansiar y perseguir estrellas, pero termina como peces de colores en una pecera. Me pregunto si no sería más sencillo enseñarles a los niños desde el principio que la vida es absurda. Ello le robaría algunos buenos momentos a la infancia, pero permitiría que el adulto ganara un tiempo considerable (por no hablar de que uno se ahorraría al menos un trauma: el de la pecera). En lo que a mí respecta, tengo doce años, vivo en la calle Grenelle, número 7, en un piso de ricos. Mis padres son ricos, mi familia es rica y por consiguiente mi hermana y yo somos virtualmente ricas. Papá es diputado, después de haber sido ministro, y sin duda llegará a ser presidente de la Asamblea Nacional y se pimplará la bodega entera del palacete de Lassay, sede de dicha Asamblea. Mamá... Pues bien, mamá no es lo que se dice una lumbrera pero tiene cierta cultura. Es doctora en letras. Escribe sus invitaciones para cenar sin faltas de ortografía y se pasa el tiempo dándonos la tabarra con referencias literarias («Colombe, no te pongas en plan Guermantes», «Tesoro, eres una verdadera Sanseverina»). Pese a ello, pese a toda esta suerte y toda esta riqueza, hace mucho tiempo que sé que el destino final es la pecera. ¿Que cómo lo sé? Pues porque da la casualidad de que soy muy inteligente. Excepcionalmente inteligente, incluso. No tengo más que compararme con los demás niños de mi edad para ver que nos separa un abismo. Como no me apetece mucho llamar la atención, y en una familia en la que la inteligencia se considera un valor supremo a una niña superdotada no la dejarían nunca en paz, en el colegio trato de hacer menos de lo que podría, pero aun así siempre soy la primera en todo. Hay quien podría pensar que resulta fácil hacerse pasar por alguien con una inteligencia normal cuando, como yo, a los doce años se tiene el nivel de una universitaria de una facultad de dificultad superior. Pero ¡no, en absoluto! Hay que esforzarse mucho por parecer más tonto de lo que se es. Aunque, en cierta manera, este empeño no salva de morir de aburrimiento: todo el tiempo que no tengo que pasar aprendiendo y comprendiendo, lo empleo en utilizar el estilo, las respuestas, las formas de proceder, las preocupaciones y los pequeños errores de los buenos alumnos normales y corrientes. Leo todo lo que escribe Constance Boret, la segunda de la clase, en mates, lengua e historia, y así me entero de lo que tengo que hacer: en lengua, una serie de palabras coherentes y correctamente ortografiadas; en mates, la reproducción mecánica de operaciones desprovistas de sentido; y en historia, una sucesión de hechos ligados entre sí por conectores lógicos. Pero incluso si me comparo con los adultos, soy mucho más lista que la mayoría de ellos. Así son las cosas. No me siento especialmente orgullosa porque tampoco es que el mérito sea mío. Pero lo que está claro es que yo no pienso terminar en la pecera. He reflexionado mucho antes de tomar esta decisión. Incluso para una persona tan inteligente como yo, con tanta facilidad para los estudios, tan diferente de los demás y tan superior a la mayoría de la gente, mi vida ya está toda trazada, lo cual es tristísimo: nadie parece haber caído en la cuenta de que si la existencia es absurda, lograr en ella un éxito 6 brillante no tiene más valor que fracasar por completo. Simplemente es más cómodo. O ni siquiera: creo que la lucidez hace amargo el éxito, mientras que la mediocridad alberga siempre alguna esperanza. He tomado pues una decisión. Pronto dejaré atrás la infancia y, pese a mi certeza de que la vida es una farsa, no creo que pueda resistir hasta el final. En el fondo, estamos programados para creer en lo que no existe, porque somos seres vivos que no quieren sufrir. Por ello empleamos todas nuestras energías en convencernos de que hay cosas que valen la pena y que por ellas la vida tiene sentido. Por muy inteligente que yo sea, no sé cuánto tiempo aún podré luchar contra esta tendencia biológica. Cuando entre en el mundo de los adultos, ¿seré todavía capaz de hacer frente al sentimiento de lo absurdo? No lo creo. Por eso he tomado una decisión: al final de este curso, el día en que cumpla 13 años, el próximo 16 de junio, me suicidaré. Pero cuidado, no pienso hacerlo a bombo y platillo como si fuera un acto de valentía y un desafío. De hecho, más me vale que nadie sospeche nada. Los adultos tienen con la muerte una relación rayana en la histeria, el hecho adopta proporciones enormes, se comportan como si fuera algo importantísimo cuando en realidad es el acontecimiento más banal del mundo. Por otra parte, lo que a mí me importa no es el hecho del suicidio en sí, sino el cómo. Mi vertiente japonesa se inclina evidentemente por el seppuku. Cuando digo mi vertiente japonesa me refiero a mi amor por el Japón. Estoy en octavo y, como es obvio, he elegido el japonés como segunda lengua. El profe de japonés tampoco es que sea muy bueno, se come las palabras cuando no habla su idioma y se pasa el tiempo rascándose la coronilla con aire perplejo, pero el libro de texto no está mal y, desde que empezó el curso, he progresado mucho. Tengo la esperanza de que, de aquí a pocos meses, podré leer mis cómics manga preferidos en su edición original. Mamá no entiende que una «niña tan lista como tú» pueda leer manga. Ni siquiera me he tomado la molestia de explicarle que «manga» en japonés quiere decir simplemente «tebeo». Ella cree que me atiborro de subcultura, y yo no hago nada por sacarla de su error. Dentro de unos meses quizá pueda leer a Taniguchi en japonés. Pero esto nos lleva de nuevo a nuestra cuestión de antes: eso tendría que conseguirlo antes del 16 de junio porque ese día me suicido. Pero nada de seppuku. Sería un gesto cargado de sentido y de belleza pero... da la casualidad de que... no tengo ninguna gana de sufrir. Más aún, detestaría sufrir; encuentro que cuando uno toma la decisión de morir, justamente porque considera que es algo lógico, hay que hacerlo con tiento. Morir ha de ser un paso delicado, un deslizarse suavemente hacia el descanso. ¡Hay gente que se suicida tirándose por la ventana de un cuarto piso, bebiéndose un vaso de lejía o incluso ahorcándose! ¡Es aberrante! Lo encuentro incluso obsceno. ¿De qué sirve morir si no es para no sufrir? Yo, en cambio, he previsto bien mi salida de este mundo: desdehace un año, todos los meses le cojo a mamá un somnífero de la caja que guarda en su mesilla de noche. Se toma tantos que, de todas maneras, no se daría ni cuenta si le cogiera uno cada día, pero he decidido ser muy prudente. No hay que dejar ningún cabo suelto cuando se toma una decisión que es harto improbable que nadie comprenda. Uno no imagina la rapidez con la que la gente obstaculiza los proyectos a los que más apego se tiene, en nombre de tonterías del estilo de «el sentido de la vida» o «el amor a los hombres». Ah, y también: «el carácter sagrado de la infancia». Así pues, me encamino tranquilamente a la fecha del 16 de junio y no tengo miedo. Tan sólo algún que otro pesar quizá. Pero el mundo tal y como es no está 7 hecho para las princesas. Dicho esto, que uno tenga el proyecto de morir no quiere decir que hasta entonces tenga que vegetar como una verdura podrida. Antes al contrario. Lo importante no es morir ni a qué edad se muere, sino lo que uno esté haciendo en el momento de su muerte. En los cómics de Taniguchi, los héroes mueren escalando el Everest. Como no tengo ninguna probabilidad de poder trepar al K2 o a las Grandes Jorasses antes del próximo 16 de junio, mi Everest personal es una exigencia intelectual. Me he puesto como objetivo tener el mayor número posible de ideas profundas y apuntarlas en este cuaderno: si nada tiene sentido, al menos que el espíritu se vea forzado a enfrentarse a tal situación, ¿no? Pero como tengo una vertiente japonesa muy acusada, he añadido una obligación más: esta idea profunda ha de expresarse bajo la forma de un pequeño poema a la japonesa: un haikú (tres versos) o un tanka (cinco versos). Mi haikú preferido es de Basho. En esas chozas comen los pescadores ¡gambas y grillos! ¡Esto, de pecera nada, no; esto es poesía, sí, señor! Pero en el mundo en el que vivo, hay menos poesía que en una choza de pescador japonesa. ¿Y os parece normal que cuatro personas vivan en cuatrocientos metros cuadrados cuando muchas otras, y entre ellas quizá incluso algunos poetas malditos, ni siquiera tienen una vivienda decente y se hacinan en grupos de quince en veinte metros cuadrados? Cuando este verano nos enteramos en las noticias de que unos africanos habían muerto porque se había incendiado el edificio insalubre en el que vivían, se me ocurrió una idea. Ellos, la pecera la tienen delante de las narices todo el día, no pueden escapar de ella a golpe de poesía. Pero mis padres y Colombe se imaginan que nadan en el océano sólo porque viven en un piso de cuatrocientos metros cuadrados atestado de muebles y de cuadros. Entonces, el 16 de junio pienso refrescarles un poco esa memoria de sardinas que tienen: voy a prenderle fuego a la casa (utilizando pastillas de barbacoa). Ojo, no soy ninguna criminal: lo haré cuando no haya nadie (el 16 de junio cae en sábado, y los sábados por la tarde Colombe va a casa de Tibère, mamá, a su clase de yoga, papá, a su círculo y yo me quedo en casa), evacuaré a los gatos por la ventana y avisaré a los bomberos con el margen de tiempo suficiente para que no haya víctimas. Después me iré tranquilamente a dormir a casa de la abuela con mis somníferos. Sin piso y sin hija quizá sí piensen ya en todos esos africanos muertos, ¿no? 8 Camelias 1 Una aristócrata Los martes y los jueves, Manuela, mi única amiga, toma el té conmigo en mi casa. Manuela es una mujer sencilla a la que veinte años malgastados en limpiar el polvo en casas ajenas no han despojado de su elegancia. Limpiar el polvo es además un eufemismo de lo más púdico. Pero, en casa de los ricos, las cosas no se llaman por su nombre. —Vacío papeleras llenas de compresas —me dice con su acento dulce y sibilante —, recojo la vomitona del perro, limpio la jaula de los pájaros —quién diría que unos animalitos tan pequeños puedan hacer tanta caca— y saco brillo a las tazas de los váteres. Así que, ¿el polvo?, ¡vamos, hombre, eso es lo de menos! Hay que tener en cuenta que cuando baja a la portería a las dos de la tarde, los martes desde la casa de los Arthens, los jueves desde la casa de los de Broglie, Manuela ha limpiado minuciosamente con bastoncillos de algodón, hasta dejarlos impolutos, unos retretes de postín cubiertos de pan de oro que, no obstante, son tan sucios y apestosos como todos los meaderos y cagaderos del mundo, porque si hay una cosa que los ricos comparten a su pesar con los pobres es unos intestinos nauseabundos que siempre acaban por zafarse en algún sitio de lo que los hace tan apestosos. Por ello Manuela merece nuestras reverencias y nuestros aplausos. Pese a sacrificarse en el altar de un mundo en el que las tareas ingratas están reservadas para algunas, mientras otras se tapan la nariz sin mover un dedo, ella no renuncia por ello a una inclinación al refinamiento que supera con creces todo revestimiento de pan de oro, por muy sanitario que sea. —Para comer nueces hay que poner debajo un mantel —dice Manuela, que saca de su vieja cesta una cajita de madera clara de cuya tapa se escapan volutas de papel de seda color carmín. A buen recaudo en su estuchito nos aguardan unas tejas con almendras. Preparo un café que no tomaremos pero cuyos efluvios ambas adoramos, y bebemos a sorbitos una taza de té verde para acompañar las tejas, que comemos a mordisquitos para saborearlas. De la misma manera que yo soy para mi arquetipo una traición permanente, Manuela es para el de la asistenta portuguesa pura deslealtad. Pues la hija de Faro, nacida bajo una higuera tras siete retoños y antes de otros seis, enviada a trabajar al campo desde su más tierna infancia y al poco casada con un albañil pronto expatriado, madre de cuatro hijos franceses por derecho de suelo pero portugueses por consideración social, la hija de Faro pues, con medias negras y pañuelo en la cabeza incluidos, es una aristócrata, una de verdad, una bien grande, de las que no se prestan a discusión porque, aun llevando el sello en el mismo corazón, desdeña toda etiqueta y todo abolengo. ¿Qué es una aristócrata? Una mujer a la que la vulgaridad no alcanza pese a acecharla por todas partes. 9 Vulgaridad de una familia política que, los domingos, combate a golpe de risotadas el dolor de haber nacido débil y sin porvenir; vulgaridad de un vecindario marcado por la misma pálida desolación que los neones de la fábrica a la que van los hombres cada mañana como si bajaran al infierno; vulgaridad de las señoras cuya vileza no podría enmascarar ni todo el dinero del mundo, y que se dirigen a ella como a un perro tiñoso. Pero hay que haber visto a Manuela ofrecerme como a una reina los frutos de sus elaboraciones reposteras para captar toda la gracia que habita en esta mujer. Sí, como a una reina. Cuando hace su aparición Manuela, mi portería se transforma en palacio, y nuestras meriendas de parias, en festines de monarcas. De la misma manera que el contador de historias transforma la vida en un río de resplandecientes reflejos en el que se anegan la pena y el tedio, Manuela metamorfosea nuestra existencia en una epopeya cálida y jubilosa. —El niño de los Pallières me ha saludado en la escalera —dice de pronto, quebrando el silencio. Yo le contesto con un gruñido despectivo. —Lee a Marx —digo, encogiéndome de hombros. —¿Marx? —repite, pronunciando la «x» como una «che», una «che» un poco mojada que tiene el encanto de los cielos límpidos. —El padre del comunismo —le contesto. Manuela emite un sonido de desdén. —La política —me dice—. Un juguete de niñatos ricos, y no se lo prestan a nadie. Reflexiona un momento, con el ceño fruncido. —No es el tipo de libro que suele leer —comenta. Las revistas que los jóvenes esconden debajo del colchón no escapan a la sagacidad de Manuela, y el niño de los Pallières parecía antes enfrascado en un consumo aplicado aunque selectivo de las mismas, como de ello daba fe el desgaste de una página de título más que explícito: «Las marquesas picantonas». Nos reímos y charlamos unrato más de esto y lo otro, en el sosiego apacible de las viejas amistades. Esos momentos son para mí muy valiosos, y se me encoge el corazón cuando pienso en el día en que Manuela cumplirá su sueño y volverá para siempre a su pueblo, dejándome aquí, sola y decrépita, sin compañera que haga de mí, dos veces por semana, una reina clandestina. Me pregunto también con aprensión qué ocurrirá cuando la única amiga que he tenido nunca, la única que todo lo sabe sin haber preguntado jamás nada, dejando tras de sí una mujer desconocida por todos, la sepulte con ese abandono bajo un sudario de olvido. Se oyen unos pasos en el portal, y luego distinguimos con nitidez el sonido sibilino de la mano del hombre sobre el botón de llamada del ascensor, un viejo aparato de reja negra y puertas que se cierran solas, acolchado y forrado de madera que, de haber habido más espacio, antaño habría ocupado un ascensorista con librea. Reconozco ese paso; es el de Pierre Arthens, el crítico gastronómico del cuarto, un oligarca de la peor especie que, por como entorna los párpados cuando permanece de pie ante el umbral de mi portería, debe de pensar que en cueva oscura, pese a que lo que acierta a entrever le informe del contrario. 10 Pues bien, me he leído esas famosas críticas suyas. —No me entero de nada de lo que dice —me comentó un día Manuela, para quien un buen asado es un buen asado y no hay más que hablar. No hay nada que comprender. Es triste ver una pluma como la suya malograrse así a fuerza de ceguera. Escribir sobre un tomate páginas y páginas de prosa deslumbrante —pues Pierre Arthens critica como quien narra una historia y ya sólo eso debería haber hecho de él un genio— sin nunca ver ni sostener en la mano dicho tomate es una funesta proeza. Pero ¿se puede ser tan competente y a la vez tan ciego a la presencia de las cosas?, me he preguntado a menudo al verlo pasar delante de mí con su narizota arrogante. Pues se diría que sí. Algunas personas son incapaces de aprehender en aquello que contemplan lo que constituye su esencia, su hálito intrínseco de vida, y dedican su existencia entera a discurrir sobre los hombres como si de autómatas se tratara, y de las cosas como si no tuvieran alma y se resumieran a lo que de ellas puede decirse, al capricho de inspiraciones subjetivas. Como movidos por una voluntad, los pasos retroceden de pronto y Arthens llama a mi puerta. Me levanto, con cuidado de arrastrar los pies, calzados con unas zapatillas tan conformes al personaje que sólo la coalición de la baguette y la boina puede considerarse un desafío en cuanto a típicos lugares comunes se refiere. Al hacerlo, sé que exaspero al Maestro, oda viva a la impaciencia de los grandes depredadores, y ello tiene algo que ver con la aplicación con la que entorno muy despacio la puerta, asomando una nariz desconfiada que espero luzca coloradota y lustrosa. —Estoy esperando un paquete por mensajero —me dice, guiñando los ojos y arrugando la nariz—. Cuando llegue, ¿podría traérmelo inmediatamente? Esta tarde, el señor Arthens lleva una gran chalina de lunares que flota alrededor de su cuello de patricio y no le favorece en absoluto, porque la abundancia de su cabellera leonina y el vuelo holgado y etéreo del pedazo de seda evocan ambos una suerte de tutú vaporoso que anega la virilidad que suele exhibir el hombre como atributo. Y qué diablos, esa chalina me trae algo a la memoria. A punto estoy de sonreír al recordarlo. Es la de Legrandin. En En busca del tiempo perdido, obra de un tal Marcel, otro portero notorio, Legrandin es un esnob dividido entre dos mundos: el que frecuenta y aquel en el que le gustaría entrar; un patético esnob cuya chalina, de esperanza en amargura y de servilismo en desdén, expresa sus más íntimas fluctuaciones. Así, en la plaza de Combray, al no tener deseo alguno de saludar a los padres del narrador, pero no pudiendo evitar cruzarse con ellos, encomienda a la chalina la tarea de denotar, dejándola volar al viento, un humor melancólico que lo exima del saludo habitual. Pierre Arthens, que ha leído a Proust pero no concibe por ello ninguna indulgencia especial para con las porteras, carraspea con impaciencia. Recuerdo al lector su pregunta: —¿Podría traérmelo inmediatamente (el paquete por mensajero, pues los paquetes de los ricos no emplean las vías postales ordinarias)? 11 —Sí —contesto yo, batiendo marcas de concisión, animada por la suya propia y por la ausencia de un «por favor» que, a mi juicio, la forma interrogativa y condicional no alcanza a disculpar del todo. —Es muy frágil —añade—, tenga cuidado, se lo ruego. La conjugación del imperativo y ese «se lo ruego» tampoco me complace, sobre todo porque Arthens me cree incapaz de tales sutilezas sintácticas y sólo las emplea porque sí, sin tener la cortesía de suponer que yo podría sentirme insultada por ello. Equivale a tocar fondo en el ámbito social percibir en la voz de un rico que sólo se está dirigiendo a sí mismo y que, si bien las palabras que pronuncia nos están técnicamente destinadas, ni siquiera alcanza a imaginar que podamos entenderlas. —¿Cómo de frágil? —pregunto pues con un tono no muy amable. Suspira ostensiblemente, y noto en su aliento un ligerísimo toque de jengibre. —Se trata de un incunable —me dice, y clava en mis ojos, que yo trato de poner vidriosos, su mirada satisfecha de terrateniente. —Pues nada, que le aproveche —le contesto con expresión de asco—. Se lo subo en cuanto llegue el mensajero. Y le doy con la puerta en las narices. Me complace sobremanera la perspectiva de que Pierre Arthens narre esta noche durante la cena, a título de anécdota jocosa, la indignación de su portera, que, al mencionar en su presencia un incunable, sin duda vio en ello algo escabroso. Dios sabrá quién de nosotros dos se humilla más. Diario del movimiento del mundo n°1 Permanecer centrado en sí mismo sin perder el short [calzón] Está muy bien esto de tener regularmente una idea profunda, pero no me parece suficiente. O sea, quiero decir: voy a suicidarme y a prenderle fuego a la casa dentro de unos meses, así que es obvio que no puedo pensar que me sobra tiempo, tengo que hacer algo consistente en el poco que me queda. Y sobre todo, me he planteado a mí misma un pequeño reto: si uno se suicida, tiene que estar seguro de lo que hace y no puede quemar la casa para nada. Entonces, si hay una cosa en el mundo por la que valga la pena vivir, no me la puedo perder, porque una vez que uno se muere es demasiado tarde para arrepentirse de nada, y morir porque te has equivocado es una tontería como un piano. Y sí, vale, tengo mis ideas profundas. Pero en estas ideas profundas juego a ser lo que a fin de cuentas soy: una intelectual (que se burla de los demás intelectuales). Este pasatiempo no es siempre muy glorioso pero sí muy recreativo. Entonces se me ha ocurrido que había que compensar este aspecto «gloria espiritual» con otro diario que hable del cuerpo o de las cosas. No de las ideas profundas del espíritu, sino de las obras maestras de la materia. De algo encarnado, tangible; pero también bello o estético. Aparte del amor, la amistad y la belleza del Arte, no veo gran cosa que pueda 12 alimentar la vida humana. Soy demasiado joven para aspirar verdaderamente al amor y a la amistad. Pero el Arte... si no tuviera que morir, el Arte habría sido toda mi vida. Bueno, cuando digo el Arte, tengo que aclarar a qué me refiero: no estoy hablando sólo de las grandes obras de los maestros. Ni siquiera por Vermeer le tengo apego a la vida. Su obra es sublime pero está muerta. No, yo me refiero a la belleza en el mundo, a lo que puede elevarnos en el movimiento de la vida. El diario del movimiento del mundo lo dedicaré pues al movimiento de la gente, de los cuerpos, o, incluso, si de verdad no hay nada que decir, de las cosas, y a encontrar en ello algo lo bastante estético como para darle valor a mi vida. Gracia, belleza, armonía, intensidad. Siencuentro esas cosas, entonces quizá reconsidere las opciones; si encuentro un movimiento bello de los cuerpos, a falta de una idea bella para el espíritu, entonces quizá piense que vale la pena vivir. A decir verdad, esta idea del diario doble (uno para el espíritu, otro para el cuerpo) se me ocurrió ayer porque papá estaba viendo un partido de rugby por la tele. Hasta ahora, en esos casos yo sobre todo observaba a papá. Me gusta mirarlo cuando se remanga la camisa, se descalza y se arrellana en el sofá con su cerveza y su plato de salchichón para ver el partido, y todo en él clama: «Mirad el tipo de hombre que también puedo ser.» Al parecer no se le pasa por la cabeza que un estereotipo (el muy serio señor Ministro de la República) más otro estereotipo (buena persona pese a todo y amante de la cerveza fresquita) dan como resultado un estereotipo al cuadrado. Pero bueno, resumiendo, que el sábado papá volvió a casa antes de lo normal, dejó tirada su cartera donde Dios le dio a entender, se descalzó, se remangó la camisa, cogió una cerveza de la cocina y se repanchingó delante de la tele diciéndome: «anda, bonita, tráeme un poco de salchichón, por favor, que no me quiero perder el haka.» De perderse el haka, nada, tuve tiempo de sobra de cortarle las lonchas de salchichón y, para cuando se las llevé en una bandeja, todavía no habían terminado los anuncios. Mamá estaba sentada en equilibrio precario sobre el reposabrazos del sofá, para dejar bien clara su oposición a todo aquello (en la familia estereotipo, yo me pido ser la rana intelectual de izquierdas), y le daba la tabarra a papá con una historia complicadísima de no sé qué cena en la que había que invitar a dos parejas enfadadas para reconciliarlas. Conociendo la sutileza psicológica de mamá, un proyecto de ese calibre sólo puede dar risa. Bueno, total, que le llevé el salchichón a papá y, como sabía que Colombe estaba en su habitación escuchando su música supuestamente vanguardista iluminada del siglo V, me dije: después de todo, por qué no, vamos a ver qué tiene que ofrecer este haka. Que yo recordara, el haka era una especie de baile un poco grotesco que hacen los jugadores del equipo neozelandés antes del partido. En plan baile intimidatorio de gorilas. Y que yo recordara también, el rugby era un juego pesado, con tiarrones que se tiran al césped sin parar y se levantan para volver a caerse y a arremolinarse unos sobre otros tres pasos más allá. Los anuncios se terminaron por fin y, después de unos letreros sobre una imagen de un montón de tíos cachas tumbados en la hierba, la cámara enfocó el estadio con la voz en off de los comentaristas, y luego un primer plano de los mismos (adictos al cassoulef) para después volver al estadio. Los jugadores hicieron su aparición en el terreno, y desde ese momento ya empecé a sentir una suerte de fascinación. Al principio no lo entendía del todo, eran las mismas imágenes que de costumbre pero producían en mí un efecto nuevo, como un cosquilleo, una tensión, un «estoy conteniendo el aliento». A mi lado, papá ya se había pimplado su primera birra y se 13 preparaba a proseguir en esa misma vena gala, pidiéndole a mamá, que acababa de despegarse del reposabrazos, que le trajera otra. Yo, como digo, contenía el aliento. «¿Qué ocurre?», me preguntaba mirando la pantalla, y no acertaba a saber qué era lo que me estaba produciendo ese cosquilleo. Se me hizo la luz cuando los del equipo neozelandés empezaron su haka. Entre ellos había un jugador maorí muy alto y muy joven. Era éste el que había atraído mi atención desde el principio, sin duda por su estatura primero, y luego también por su manera de moverse. Un tipo de movimiento muy curioso, muy fluido pero sobre todo muy concentrado, quiero decir muy concentrado en sí mismo. La mayoría de la gente cuando se mueve lo hace en función de lo que tiene alrededor. Justo en este momento, mientras escribo, Constitución pasa por delante de mí arrastrando la tripa sobre el suelo. Esta gata no tiene ningún proyecto en la vida y sin embargo se dirige hacia algo, probablemente un sillón. Y eso se ve en su manera de moverse: va hacia algo, y recalco el «hacia». Mamá acaba de pasar en dirección a la puerta principal, se va a hacer la compra y de hecho, ya está fuera, su movimiento se anticipa a sí mismo. No sé muy bien cómo explicarlo, pero cuando te desplazas, de alguna manera ese movimiento hacia algo te desestructura: estás ahí y a la vez ya no estás porque ya estás yendo a otra parte, no sé si me explico. Para dejar de desestructurarse, habría que dejar de moverse por completo. O te mueves y ya no estás entero, o estás entero y no te puedes mover. Pero ese jugador en cambio, en cuanto salió al terreno de juego sentí con respecto a él una cosa distinta. La impresión de verlo moverse, sí, pero a la vez seguía ahí. Absurdo, ¿verdad? Cuando empezó el haka, yo sobre todo lo miraba a él. Saltaba a la vista que no era como los demás. De hecho, Cassoulet n° 1 dijo: «Y Somu, el temible zaguero neozelandés, sigue impresionándonos con sus hechuras de coloso; dos metros siete, ciento dieciocho kilos, once segundos en los cien metros, ¡una monada de criatura, sí, señor!» Tenía hipnotizado a todo el mundo, pero nadie sabía exactamente por qué. Sin embargo, el motivo se hizo patente durante el haka: se movía, hacía los mismos gestos que los demás (darse palmadas en los muslos, aporrear el suelo rítmicamente, tocarse los codos, todo ello clavando los ojos en los del adversario con aire de guerrero nervioso) pero, mientras que los gestos de los demás se dirigían hacia sus adversarios y hacia todo el estadio que los estaba mirando, los gestos de este jugador permanecían en él, estaban concentrados en él mismo, y ello le confería una presencia y una intensidad increíbles. Y como consecuencia de ello, el haka, que es un canto guerrero, adquiría toda su fuerza. Lo que hace la fuerza del soldado no es la energía que emplea en intimidar a su adversario enviándole un montón de señales, sino la fuerza que es capaz de concentrar en sí mismo, centrándose en sí, sin salir de sí mismo. El jugador maorí se convertía en un árbol, un gran roble indestructible con raíces profundas, que irradiaba una fuerza poderosa, de la que todo el mundo era consciente. Y sin embargo, uno tenía la certeza de que ese gran roble también podía echar a volar, que iba a ser tan rápido como el viento, a pesar de o gracias a sus grandes raíces. Entonces, a partir de ese momento me puse a seguir el partido con atención buscando siempre lo mismo: esos momentos compactos en que un jugador se convertía en su propio movimiento sin la necesidad de fragmentarse dirigiéndose hacia algo. ¡Y vi montones de ellos! En todas las fases del juego: en las melés, con un punto 14 de equilibrio evidente, un jugador que encontraba sus raíces, convirtiéndose así en una pequeña ancla bien sólida que le daba su fuerza al grupo; en las fases de despliegue, con un jugador que encontraba la velocidad precisa al dejar de pensar en anotar, al concentrarse en su propio movimiento, y que corría como si estuviera en estado de gracia, con el balón pegado al cuerpo; en la exaltación de los pateadores, que se aislaban del resto del mundo para encontrar el movimiento perfecto del pie. Pero ninguno llegaba a la perfección del gran jugador maorí. Cuando marcó el primer ensayo para Nueva Zelanda, papá se quedó como atontado, con la boca abierta, sin acordarse de beberse su cerveza. Debería haberse disgustado porque él iba con el equipo francés, pero en lugar de eso, dijo: «¡Vaya jugador!», pasándose la mano por la frente. Los comentaristas eran un poco reacios a prodigarse en alabanzas, pero con todo tampoco lograban ocultar que acabábamos de presenciar algo verdaderamente bello: un jugador que corría sin moverse dejando a todo el mundo atrás. Eran los otros los que parecían hacer movimientos frenéticos y torpes, incapaces de alcanzarlo. Entonces me dije:ya está, he podido encontrar en el mundo movimientos inmóviles; ¿vale la pena seguir viviendo por esto? En ese momento, un jugador francés perdió el calzón corto en un maul, y, de golpe, me sentí súper deprimida porque todo el mundo se desternillaba de risa, incluido papá, que se tomó otra cervecita para celebrarlo, a pesar de los dos siglos de protestantismo que han regido nuestra familia. Yo me sentía como si todo fuera una profanación. Así que, no, esto no basta. Para convencerme serán necesarios otros movimientos. Pero, al menos, habré acariciado la idea de que sí valía la pena vivir. 2 De guerras y colonias No tengo estudios, decía en el preámbulo de mi discurso. No es del todo exacto; pero mi juventud escolar llegó hasta el certificado de estudios, antes del cual me había cuidado muy mucho de no llamar la atención —asustada por las sospechas que sabía que en el señor Servant, el maestro, había levantado el descubrirme devorando con avidez su diario, que no hablaba más que de guerras y de colonias, cuando apenas contaba yo diez años. ¿Por qué? No lo sé. ¿Creen ustedes realmente que habría podido? Es una pregunta para los adivinos de antaño. Digamos que la idea de luchar en un mundo de pudientes, yo, la hija de un don nadie, sin belleza ni encanto, sin pasado ni ambición, sin don de gentes ni esplendor, me fatigó antes incluso de, intentarlo. Yo sólo deseaba una cosa: que me dejaran en paz, sin exigirme demasiado, y poder disfrutar, unos instantes al día, de la libertad de saciar mi hambre. Para quien no conoce el apetito, la primera punzada de hambre es a la vez un sufrimiento y una iluminación. Yo era una niña apática y casi minusválida, tan cargada de espaldas que casi parecía jorobada, que si se mantenía en la existencia no era sino porque desconocía que pudiera haber otra vía. La ausencia de gusto en mí rayaba en la nada; nada me decía nada, nada despertaba nada en mí y, cual débil brizna de paja 15 empujada aquí y allá al capricho de enigmáticas ráfagas de viento, ignoraba incluso hasta el mismo deseo de poner fin a mi vida. En mi casa apenas se hablaba. Los niños chillaban y los adultos se afanaban en sus tareas como lo hubieran hecho de haber estado solos. Teníamos suficiente para comer, aunque frugalmente, no se nos maltrataba y nuestra ropa de pobres estaba limpia, de modo que aunque podía causarnos vergüenza, al menos no sufríamos el frío. Pero no nos hablábamos. La revelación tuvo lugar cuando, a la edad de cinco años, en mi primer día de colegio, tuve la sorpresa y el susto de oír una voz que se dirigía a mí pronunciando mi nombre. —¿Renée? —preguntaba la voz, mientras yo sentía posarse sobre la mía una mano amiga. Era en el pasillo donde, con ocasión del primer día de colegio y porque llovía, se había apelotonado a un tropel de niños. —¿Renée? —seguía modulando la voz que venía de lo alto, y la mano amiga no dejaba de ejercer sobre mi brazo —incomprensible lenguaje— ligeras y tiernas presiones. Levanté la cabeza, en un movimiento insólito que casi me dio vértigo, y mis ojos se cruzaron con una mirada. Renée. Se trataba de mí. Por primera vez, alguien se dirigía a mí por mi nombre. Mientras que mis padres recurrían a un gesto o a un gruñido, una mujer, cuyos ojos claros y labios sonrientes observé entonces, se abría camino hasta mi corazón y, pronunciando mi nombre, entraba conmigo en una proximidad de la que hasta entonces yo nada sabía. Descubrí a mi alrededor un mundo que, de pronto, adornaban mil colores. En un destello doloroso, percibí la lluvia que caía en el patio, las ventanas lavadas por las gotas, el olor de la ropa mojada, la estrechez del corredor, angosto pasillo en el que vibraba la asamblea de párvulos, la pátina de los percheros de pomos de cobre en los que se amontonaban las esclavinas de paño barato, así como la altura de los techos, a la medida de los cielos para la mirada de un niño. Entonces, con mis enormes ojos clavados en los suyos, me aferré a la mujer que acababa de traerme a la vida. —Renée —repitió la voz—, ¿quieres quitarte el impermeable? Y, sujetándome con firmeza para que no me cayera, me desvistió con la rapidez que otorga la larga experiencia. Se cree erróneamente que el despertar de la conciencia coincide con el momento del primer nacimiento, quizá porque no sabemos imaginar otro estado vivo que no sea ése. Nos parece que siempre hemos visto y sentido y, seguros de esta creencia, identificamos en la venida al mundo el instante decisivo en que la conciencia nace. Que, durante cinco años, una niña llamada Renée, mecanismo perceptivo operativo dotado de vista, oído, olfato, gusto y tacto, hubiera podido vivir en una perfecta inconsciencia de sí misma y del universo desmiente tan apresurada teoría. Pues para que se dé la conciencia, es necesario un nombre. 16 Sin embargo, por un concurso de circunstancias desgraciadas, se desprende que a nadie se le había ocurrido darme el mío. — Qué ojos más bonitos tienes —añadió la maestra, y tuve la intuición de que no mentía, que en ese instante mis ojos brillaban animados por toda esa belleza y, reflejando el milagro de mi nacimiento, lanzaban mil destellos. Me puse a temblar y busqué en los suyos la complicidad que engendra toda alegría compartida. En su mirada dulce y bondadosa sólo leí compasión. Cuando por fin nacía al mundo, sólo inspiraba piedad. Estaba poseída. Puesto que mi hambre no podía saciarse con el juego de interacciones sociales inconcebibles para mi condición —y eso no lo entendí hasta más tarde, esa compasión en los ojos de mi salvadora, pues ¿alguna vez se ha visto a una pobre experimentar la ebriedad del lenguaje y ejercitarse en él con los demás?— se saciaría con los libros. Por primera vez, toqué uno en mi vida. Había visto a los mayores de la clase mirar en ellos invisibles rastros, como si una misma fuerza los moviera a todos y, sumiéndose en el silencio, extraer del papel muerto algo que parecía vivo. Aprendí a leer sin que nadie se enterara. Los demás niños seguían balbuciendo las letras cuando yo hacía tiempo que conocía ya la solidaridad que teje entre sí los signos escritos, sus combinaciones infinitas y los sonidos maravillosos que me habían marcado en ese mismo lugar, el primer día, cuando la maestra pronunciara mi nombre. Nadie lo supo. Leí como una posesa, a escondidas primero, luego, cuando me pareció haber superado el tiempo de aprendizaje normal, a la vista de todos pero cuidándome mucho de disimular el placer y el interés que la lectura me suscitaba. La niña frágil se había convertido en un alma hambrienta. A los doce años dejé el colegio para trabajar en casa y en el campo con mis padres y mis hermanos. A los diecisiete me casé. 3 El caniche como tótem En el imaginario colectivo, la pareja de porteros, dúo fusionado compuesto de entidades tan insignificantes que sólo su unión las revela, es dueña a la fuerza de un caniche. Como todo el mundo sabe, los caniches son una clase de perros de pelo rizado cuyos amos suelen ser jubilados adeptos del poujadismo, señoras muy solas que hacen trasvase de cariño sobre el animal o conserjes de finca urbana agazapados en sus lúgubres porterías. Pueden ser negros o color albaricoque. Los segundos son más agresivos que los primeros, pero éstos huelen peor que aquéllos. Todos los caniches ladran con acritud a la menor ocasión, pero sobre todo cuando no ocurre nada. Siguen a su amo trotando sobre sus cuatro patas rígidas, sin mover el resto de su tronquito en forma de salchicha. Sobre todo, tienen unos ojillos negros y malvados, 17 hundidos en unas órbitas insignificantes. Los caniches son feos y tontos, sumisos y fanfarrones. Así son los caniches. Por ello la pareja de porteros, metaforizada en su totémico can, parece privada de tales pasiones como el amor y el deseo y, como el propio tótem, destinada a ser por siempre fea, tonta, sumisa y fanfarrona. Si bien ocurre que en ciertas novelas los príncipes se enamoren delas obreras o de las princesas de las galeras, nunca se da el caso, entre un portero y otro, incluso de sexos opuestos, de romances como los que viven los demás y que merecerían relatarse en alguna parte. No sólo no tuvimos nunca ningún caniche, sino que también creo poder decir que nuestro matrimonio fue feliz. Con mi marido pude ser yo misma. Recuerdo con nostalgia las mañanas de domingo, esas benditas mañanas pues eran las del descanso, en las que, en la cocina silenciosa, él se tomaba su café mientras yo leía. Me casé con él a los diecisiete años, después de un cortejo breve pero adecuado. Trabajaba en la fábrica, como mis hermanos mayores, y a la salida a veces se venía con ellos a casa para tomar un café o una copita de licor. Por desgracia, yo era fea. Sin embargo, ello no habría sido en absoluto decisivo si mi fealdad hubiera sido como la de las demás. Pero mi fealdad tenía la crueldad de que era sólo mía y de que, despojándome de toda frescura cuando aún no era siquiera una mujer, a los quince años me confería ya la apariencia que tendría a los cincuenta. La espalda encorvada, la cintura ancha, las piernas cortas, los pies torcidos, el vello abundante, los rasgos toscos, en fin, sin gracia ni contornos, se me podrían haber perdonado en beneficio del encanto propio de toda juventud, aun ingrata; pero, en lugar de eso, a los veinte años yo ya parecía una vieja pretenciosa y aburrida. Por ello, cuando las intenciones de mi futuro marido se precisaron, y ya no me fue posible ignorarlas, me abrí a él, hablando por vez primera con franqueza a alguien que no fuera yo misma, y le confesé mi perplejidad ante la idea de que pudiera querer casarse conmigo. Era sincera. Hacía tiempo que me había acostumbrado a la perspectiva de una vida solitaria. Ser pobre, fea y, por añadidura, inteligente, condena en nuestras sociedades a trayectorias sombrías y desengañadas a las que más vale resignarse lo antes posible. A la belleza se le perdona todo, incluso la vulgaridad. La inteligencia ya no se ve como una justa compensación de las cosas, una manera de restablecer el equilibrio que la naturaleza ofrece a los menos favorecidos de entre sus hijos, sino como un juguete superfiuo que realza el valor de la joya. En cuanto a la fealdad, siempre se la considera culpable, y yo estaba condenada a ese destino trágico con el dolor que precisamente me confería mi lucidez. —Renée —me respondió él con toda la seriedad de la que era capaz, y agotando en esa larga parrafada toda la facundia que ya nunca más habría de desplegar—, Renée, yo no quiero por mujer a una de esas ingenuas que en el fondo no son sino unas desvergonzadas y, detrás de su cara bonita, no tienen más cerebro que un mosquito. Quiero una mujer fiel, una buena esposa, una buena madre y una buena ama de casa. Quiero una compañera apacible y segura que permanecerá a mi lado para apoyarme. A cambio, de mí puedes esperar que sea serio en el trabajo, tranquilo en el hogar y tierno cuando convenga serlo. No soy un mal hombre y lo haré lo mejor que pueda. Y así lo hizo. Bajito y enjuto como la cepa de un olmo, tenía no obstante una expresión agradable, por lo general sonriente. No bebía, no fumaba, no mascaba tabaco y no 18 apostaba. En casa, después de trabajar, veía la televisión, hojeaba revistas de pesca o jugaba a las cartas con los amigos de la fábrica. De carácter muy sociable, invitaba a la gente a nuestra casa con frecuencia. Los domingos se iba de pesca. En cuanto a mí, me ocupaba sólo de las tareas del hogar, pues se oponía a que lo hiciera en casas ajenas. No le faltaba inteligencia, no obstante no fuera ésta de la clase que valora el genio social. Si bien sus competencias se limitaban al terreno de lo manual, desplegaba en éste un talento que no respondía únicamente a aptitudes motoras y, pese a ser inculto, abordaba todas las cosas con ese ingenio que, en los trabajos manuales, distingue a los laboriosos de los artistas y, en la conversación, informa que el saber no lo es todo. Resignada desde tan tierna edad a una existencia de monja, me parecía pues bien clemente que el Cielo hubiera puesto entre mis manos de esposa un compañero de tan agradables modales y que, sin ser un intelectual, no era por ello menos listo. Me podría haber tocado en suerte un Grelier. Bernard Grelier es uno de los pocos seres del número 7 de la calle Grenelle con el cual no temo delatarme. Poco importa que le diga: «Guerra y Paz es la puesta en escena de una visión determinista de la historia» o «Conviene que engrase los goznes del cuartito de la basura», no otorgará más sentido a una frase o a otra, ni tampoco menos. Me pregunto incluso por qué inexplicado milagro la segunda exhortación llega a desencadenar en él un principio de acción. ¿Cómo se puede hacer lo que no se comprende? Sin duda este tipo de proposiciones no requiere tratamiento racional alguno y, al igual que esos estímulos que, sucediéndose sin tregua en la médula espinal, desencadenan el reflejo sin solicitar la intervención del cerebro, la exhortación de engrasar quizá no sea más que una solicitación mecánica que pone los miembros en movimiento sin que concurra el espíritu. Bernard Grelier es el marido de Violette Grelier, la «gobernanta» de los Arthens. Contratada treinta años antes como simple criada, había ido ascendiendo en categoría a medida que los señores se iban enriqueciendo y, aupada ya a la función de gobernanta, soberana de un irrisorio reino compuesto por la asistenta (Manuela), un mayordomo ocasional (inglés) y un mozo para tareas varias (su marido), tenía por el pueblo llano el mismo desprecio que los grandes burgueses de sus jefes. De la mañana a la noche parloteaba como una cotorra, se afanaba aquí y allá, dándose mucho pisto, reñía a los criados como en los tiempos dorados de Versalles y mortificaba a Manuela con pontificales discursos sobre el amor al trabajo bien hecho y el declive de los buenos modales. — Ésta en cambio no ha leído a Marx —me dijo un día Manuela. La pertinencia de esta constatación, por parte de una portuguesa de pro poco versada sin embargo en el estudio de los filósofos, me llamó la atención. No, desde luego que Violette Grelier no había leído a Marx, debido a que no figuraba en ninguna lista de productos limpiadores para la plata de los ricos. El precio de esa laguna era la herencia de una vida cotidiana adornada por interminables catálogos que hablaban de almidón y de trapos de lino. La mía había sido pues una buena boda. Además, no tardé mucho en confesarle a mi marido mi gran pecado. 19 Idea profunda n° 2 El gato de aquí abajo ese tótem moderno y a ratos decorativo Así por lo menos ocurre en mi casa. Si se quiere comprender a nuestra familia, basta con observar a los gatos. Nuestros gatos son dos grandes odres atiborrados de croquetas de lujo que no tienen ninguna interacción interesante con las personas. Se arrastran de un sofá a otro, dejándolo todo perdido de pelos, y nadie parece haber comprendido que no sienten el más mínimo afecto por nadie. El único interés que presentan los gatos es el de ser objetos decorativos con capacidad de movimiento, un concepto que encuentro intelectualmente interesante, pero a los nuestros les cuelga demasiado la barriga como para que pueda aplicárseles. Mamá, que se ha leído toda la obra de Balzac y cita a Flaubert en cada cena, demuestra hasta qué punto la educación es una auténtica tomadura de pelo. Basta observarla con los gatos. Es vagamente consciente de su potencial decorativo, pero se obstina sin embargo en hablarles como si fueran personas, lo cual no se le pasaría por la cabeza si se tratara de una lámpara o de una estatuilla etrusca. Parece ser que los niños creen hasta edad avanzada que todo lo que se mueve tiene alma e intención. Mamá ya no es ninguna niña, pero está visto que no alcanza a considerar que Parlamento y Constitución no tienen más entendimiento que la aspiradora. Estoy dispuesta a reconocer que ladiferencia entre la aspiradora y ellos estriba en que un gato puede sentir dolor y placer. Pero ¿significa eso que tiene más aptitudes para comunicarse con el ser humano? En absoluto. Ello sólo debería incitarnos a tomar precauciones especiales, como con un objeto muy frágil. Cuando oigo a mamá decir: «Constitución es una gatita a la vez muy orgullosa y muy sensible» cuando la gata en cuestión está repanchingada en el sofá porque ha comido demasiado, me dan ganas de reír. Pero si reflexionamos sobre la hipótesis según la cual el gato tiene como función la de ser un tótem moderno, una suerte de encarnación emblemática y protectora del hogar, reflejando con benevolencia lo que son los miembros de la familia, la teoría se hace patente. Mamá hace de los gatos lo que le gustaría que fuéramos nosotros y que en absoluto somos. Pocos son menos orgullosos y sensibles que los tres miembros de la familia Josse que me dispongo a mencionar: papá, mamá y Colombe. Son del todo apáticos y anestesiados, vacíos de emociones. Resumiendo, yo pienso que el gato es un tótem moderno. Por mucho que se diga, por mucho que se perore sobre la evolución, la civilización y un montón más de palabras que terminan en «ción», el hombre no ha progresado mucho desde sus inicios: sigue pensando que no está aquí por casualidad y que unos dioses en su mayoría benévolos velan por su destino. 4 20 Rechazo al combate He leído tantos libros... Sin embargo, como todos los autodidactas, nunca estoy segura de lo que he comprendido de mis lecturas. Un buen día me parece abarcar con una sola mirada la totalidad del saber, como si invisibles ramificaciones nacieran de pronto y unieran entre sí todas mis lecturas dispersas; y, de repente, el sentido no se deja aprehender, lo esencial se me escapa y por mucho que lea y relea las mismas líneas, las comprendo cada vez un poco menos y me veo a mí misma como a una vieja chalada que piensa tener el estómago lleno sólo por haber leído con atención el menú. Al parecer, la conjunción de esa aptitud y esa ceguera es la marca característica de la autodidaxia. Privando al sujeto de las guías seguras que toda buena formación proporciona, le hace no obstante ofrenda de una libertad y una síntesis de pensamiento allí donde los discursos oficiales imponen barreras y proscriben la aventura. Esta mañana precisamente, me encuentro, perpleja, en la cocina, con un librito ante mí. Estoy en uno de esos momentos en que me arrebata el delirio de mi empresa solitaria y, a un paso de tirar la toalla, temo haber dado por fin con mi amo. Que lleva por nombre Husserl, un nombre que rara vez se otorga a los animales de compañía o a las marcas de chocolate, debido a que evoca algo serio, árido y vagamente prusiano. Pero ello no me consuela. Considero que el destino me ha enseñado, mejor que a nadie, a resistir a las sugestiones negativas del pensamiento mundial. Déjenme que les diga algo: si hasta el momento se habían imaginado que, a fuerza de fealdad, vejez, viudez y reclusión en una portería, me había convertido en un ser miserable resignado a la bajeza de su suerte, es que carecen de imaginación. Me he replegado, es cierto, y he rechazado el combate. Pero, en la seguridad de mi espíritu, no existe desafío que yo no sea capaz de afrontar. Indigente de nombre, posición y apariencia, soy en mi entendimiento una diosa invicta. Por ello, Edmund Husserl, que, a mi juicio, es un nombre para aspiradores sin bolsa, amenaza la perennidad de mi Olimpo privado. —Bueno, bueno, bueno, bueno —digo, respirando bien hondo—, todo problema tiene solución, ¿no? —y le lanzo una mirada a mi gato, buscando algo de aliento por su parte. El ingrato no responde. Acaba de tragarse una monstruosa loncha de paté y, animado desde ese momento por una gran benevolencia, coloniza el sillón. —Bueno, bueno, bueno, bueno —repito tontamente y, perpleja, contemplo una vez más el ridículo librito. Meditaciones cartesianas - Introducción a la fenomenología. Uno se da cuenta enseguida, por el título de la obra y al leer las primeras páginas, que no es posible abordar a Husserl, filósofo fenomenólogo, sin haber leído antes a Descartes y a Kant. Pero resulta también patente, con la misma prontitud, que dominar a Descartes y a Kant no basta para que a uno se le abran las puertas de acceso a la fenomenología trascendental. Es una lástima; pues siento por Kant una sólida admiración, por los dispares motivos de que su pensamiento es un concentrado glorioso de genio, rigor y locura y porque, por espartana que pueda ser su prosa, apenas he tenido dificultad en descifrar 21 su sentido. Los textos de Kant son grandes textos, y así lo atestigua su aptitud para superar la prueba de la ciruela Claudia. La prueba de la ciruela claudia asombra por su evidencia; tan evidente es, como digo, que lo deja a uno desarmado. Su fuerza estriba en una constatación universal: al morder la fruta, el hombre comprende al fin. ¿Qué es lo que comprende? Todo. Comprende la lenta maduración de una especie humana abocada a la supervivencia que, un buen día, llega a la intuición del placer, la vanidad de todos los apetitos ficticios que distraen de la aspiración primera a las virtudes de las cosas sencillas y sublimes, la inutilidad de los discursos, la lenta y terrible degradación de los mundos a la cual nadie podrá sustraerse y, pese a ello, la maravillosa voluptuosidad de los sentidos cuando conspiran a enseñar a los hombres el placer y la aterradora belleza del Arte. La prueba de la ciruela claudia se efectúa en mi cocina. Sobre la mesa de fórmica dispongo la fruta y el libro, y, atacando la primera, me lanzo también sobre el segundo. Si resisten mutuamente a sus cargas poderosas, si la ciruela Claudia no logra hacer que dude del texto y si éste no acierta a arruinarme la fruta, entonces sé que me hallo en presencia de una empresa de envergadura y, atrevámonos a decirlo, de excepción, tan escasas son las obras que no se ven disueltas, ridiculas y fatuas, en la extraordinaria suculencia de los pequeños frutos dorados. —Pues estoy apañada —le digo a León, porque mis competencias en materia de kantismo son muy poquita cosa frente al abismo de la fenomenología. No se puede decir que tenga mucha alternativa. No me queda más remedio que ir a la biblioteca y tratar de dar con una introducción al asunto. Por lo general desconfío de esas glosas o atajos que aprisionan al lector en un pensamiento escolástico. Pero la situación es demasiado grave como para que pueda otorgarme el lujo de tergiversar. La fenomenología se me escapa y ello me resulta insoportable. Idea profunda n°3 Los más fuertes entre los hombres no hacen nada hablan y hablan sin parar Ésta es una idea profunda mía, pero nació a su vez de otro idea profunda. Lo dijo un invitado de papá que vino ayer a cenar: «Los que saben hacer las cosas, las hacen; los que no saben, enseñan a hacerlas; los que no saben enseñar, enseñan a los que enseñan, y los que no saben enseñar a los que enseñan, se meten en política.» Todo el mundo pareció encontrar aquello muy inspirado, pero no por los motivos adecuados. «Cuánta razón tiene», dijo Colombe, que es especialista en falsa autocrítica. Forma parte de aquellos que piensan que el saber vale por el poder y el perdón. Si sé que formo parte de una élite autosatisfecha que sacrifica el bien común por exceso de arrogancia, me libro de la crítica y consigo con ello el doble de prestigio. Papá también 22 tiende a pensar así, aunque es menos cretino que mi hermana. Él todavía cree que existe algo llamado «deber» y, aunque sea a mi juicio quimérico, ello lo protege de la idiotez del cinismo. Me explico: no hay mayor frivolidad que ser cínico. Si adopta la actitud contraria es porque todavía cree a pies juntillas que el mundo tiene sentido y porque no acierta a renunciar a las pamplinas de la infancia. «La vida es una golfa, ya no creo en nada y gozaré hasta la náusea» es el lema del ingenuo contrariado.O sea, mi hermana, vamos. Por mucho que estudie en una de las universidades más prestigiosas de Francia, todavía cree en Papa Noel, no porque tenga buen corazón, sino porque es totalmente pueril. Se reía como una tonta cuando el colega de papá soltó su ingeniosa frase, como si pensara «qué lista soy, domino la meta-referencia», y eso me confirmó lo que opino desde hace tiempo: Colombe es un cero a la izquierda. Pero yo en cambio pienso que esta frase es una auténtica idea profunda, precisamente porque no es verdad, por lo menos no del todo. No significa lo que uno cree que significa. Si uno ascendiera en la escala social de manera proporcional a su incompetencia, os puedo asegurar que el mundo no marcharía como marcha. Pero el problema no es ése. Lo que esta frase quiere decir no es que los incompetentes tengan un lugar bajo el sol, sino que no hay nada más difícil e injusto que la realidad humana: los hombres viven en un mundo donde lo que tiene poder son las palabras y no los actos, donde la competencia esencial es el dominio del lenguaje. Eso es terrible porque, en el fondo, somos primates programados para comer, dormir, reproducirnos, conquistar y asegurar nuestro territorio, y aquellos más hábiles para todas esas tareas, aquellos entre nosotros que son más animales, ésos siempre se dejan engañar por los otros, los que tienen labia pero serían incapaces de defender su huerto, de traer un conejo para la cena y de procrear como es debido. Es un terrible agravio a nuestra naturaleza animal, una suerte de perversión, de contradicción profunda. 5 Triste condición Después de un mes de lectura frenética, decido con inmenso alivio que la fenomenología es una tomadura de pelo. De la misma manera que las catedrales siempre han despertado en mí ese sentimiento próximo al síncope que se experimenta ante la manifestación de lo que los hombres pueden construir para rendir homenaje a algo que no existe, la fenomenología acosa mi incredulidad ante la perspectiva de que tanta inteligencia haya podido servir una causa tan vana. Como estamos en noviembre, por desgracia no tengo ciruelas Claudias a mano. En tal caso, once meses al año a decir verdad, recurro al chocolate negro (70% de cacao). Pero conozco de antemano el resultado de la demostración. Si tuviera la posibilidad de saborear el patrón de prueba, seguro que me partiría de risa leyendo, y un bonito capítulo como «Revelación del sentido final de la ciencia en el empeño de "vivirla" como fenómeno noemático» o «Los problemas constitutivos del ego trascendental» podría incluso matarme de risa; caería fulminada en mi mullida poltrona, con zumo de ciruela Claudia o hilillos de chocolate rodando por las comisuras de mis labios. 23 Si se quiere abordar la fenomenología, hay que ser consciente del hecho de que se resume a una doble interrogación: ¿de qué naturaleza es la conciencia humana? ¿Qué conocemos del mundo? Empecemos por la primera. Hace milenios que, desde el «conócete a ti mismo» hasta el «pienso luego existo», no se deja de glosar esta irrisoria prerrogativa del hombre que constituye la conciencia que éste tiene de su propia existencia y, sobre todo, la capacidad que tiene esta conciencia de tomarse a sí misma como objeto. Cuando algo le pica, el hombre se rasca y tiene conciencia de estar rascándose. Si se le pregunta: ¿qué haces? Responde: me rasco. Si se lleva más lejos la investigación (¿eres consciente del hecho de que eres consciente de que te rascas?), responde otra vez que sí, y así con todos los «eres consciente» que se puedan añadir. ¿Alivia en algo su sensación de picor el saber que se rasca y que es consciente de ello? ¿Influye acaso de manera beneficiosa la conciencia reflexiva en la intensidad del picor? Quia. Saber que a uno le pica y ser consciente del hecho de que se es consciente de saberlo no cambia estrictamente nada el hecho de que a uno le pique. Y desventaja añadida, hay que soportar la lucidez que resulta de esta triste condición, y apuesto diez libras de ciruelas Claudias a que ello acrecienta una molestia que, en el caso de mi gato, un simple movimiento de la pata anterior basta para aliviar. Pero resulta para los hombres tan extraordinario, porque ningún otro animal lo puede y porque así escapamos a la bestialidad, que un ser pueda saberse sabiendo que se está rascando, que esta prelación de la conciencia humana parece para muchos la manifestación de algo divino, algo que en nosotros escapa al frío determinismo al que están sometidas todas las cosas físicas. Toda la fenomenología se asienta sobre esta certeza: nuestra conciencia reflexiva, marca de nuestra conciencia ontológica, es la única entidad en nosotros que vale la pena estudiarse pues nos salva del determinismo biológico. Nadie parece consciente del hecho de que, puesto que somos animales sometidos al frío determinismo de las cosas físicas, ello anula todo lo anterior. 6 Sotanas de tela basta Consideremos la segunda pregunta: ¿qué conocemos del mundo? A esta pregunta, los idealistas como Kant responden. ¿Qué responden? Responden: poca cosa. El idealismo es la postura que considera que sólo podemos conocer aquello que nuestra conciencia, esa entidad semidivina que nos salva de la bestialidad, aprehende. Conocemos del mundo lo que nuestra conciencia puede decir de éste porque lo aprehende, y nada más. Consideremos un ejemplo, casualmente un simpático gato llamado León. ¿Por qué? Porque encuentro que es más fácil con un gato. Y yo les pregunto: ¿cómo pueden 24 estar seguros de que se trata de verdad de un gato, e incluso saber lo que es un gato? Una respuesta sana sería argüir que nuestra percepción del animal, completada por algunos mecanismos conceptuales y lingüísticos, nos lleva a formar ese conocimiento. Pero la respuesta idealista consiste en alegar la imposibilidad de saber si lo que percibimos y concebimos del gato, si lo que nuestra conciencia aprehende como gato, concuerda con lo que es el gato en su intimidad profunda. Quizá mi gato, que, en el momento en el que hablamos, yo aprehendo como un cuadrúpedo obeso con bigotes trémulos y que guardo en mi mente en un cajón etiquetado como «gato», sea en realidad y en su misma esencia una bola de liga verde que no hace miau. Pero mis sentidos están constituidos de tal manera que no lo percibo así, y el inmundo montón de cola verde, engañando mi repulsión y mi candida confianza, se presenta a mi conciencia bajo la apariencia de un animal doméstico glotón y sedoso. He ahí el idealismo kantiano. No conocemos del mundo más que la idea que nuestra conciencia forma del mismo. Pero existe una teoría más deprimente que ésta, una teoría que abre perspectivas más aterradoras todavía que la de acariciar sin darse cuenta de ello un pedazo de baba verde o, por las mañanas, hundir en una cueva pustulosa las rebanadas de pan que uno creía destinadas al tostador. Existe el idealismo de Edmund Husserl, que ahora ya evoca para mí una marca de sotanas de tela basta para sacerdotes seducidos por un oscuro cisma de la Iglesia baptista. En esta última teoría sólo existe la aprehensión del gato. ¿Y el gato? Pues bien, el gato no le importa a nadie. El gato no es necesario en absoluto. ¿Para qué? ¿Qué gato? A partir de ahora, la filosofía se permite complacerse sólo con la lujuria de la mente nada más. El mundo es una realidad inaccesible que sería vano tratar de conocer. ¿Qué conocemos del mundo? Nada. Puesto que todo conocimiento no es más que la autoexploración por sí misma de la conciencia reflexiva, se puede mandar el mundo a paseo. Tal es la fenomenología: la «ciencia de lo que aparece a la conciencia». ¿Cómo es un día normal de un fenomenólogo? Se levanta, tiene conciencia de enjabonar bajo la ducha un cuerpo cuya existencia carece de fundamento, de tomarse unas tostadas reducidas a la nada, de vestir una ropa que es como unos paréntesis vacíos, de ir al trabajo y de asir un gato. Poco le importa que el gato exista o noy lo que el gato sea en su esencia misma. Lo que no se puede decidir no le interesa. En cambio, es innegable que a su conciencia se le aparece un gato y es ese aparecer lo que preocupa a nuestro hombre. Un aparecer por lo demás bastante complejo. Es desde luego notable que se pueda detallar hasta ese punto el funcionamiento de la aprehensión por parte de la conciencia de algo cuya existencia en sí es indiferente. ¿Saben ustedes que nuestra conciencia no aprehende nada de una sentada, sino que efectúa complicadas series de síntesis que, mediante perfilados sucesivos, consiguen que nuestros sentidos perciban objetos diversos como, por ejemplo, un gato, una escoba o un matamoscas? (No me negarán que no resulta útil este mecanismo.) Realicen el ejercicio de mirar a su gato y de preguntarse cómo es que saben ustedes qué aspecto tiene por delante, por detrás, por arriba y por abajo cuando en ese momento sólo lo están viendo de frente. Ha sido necesario que su conciencia, sintetizando sin que ustedes se dieran cuenta siquiera las 25 múltiples percepciones de su gato desde todos los ángulos posibles, termine creando esa imagen completa del gato que su visión actual no le proporciona jamás. Lo mismo ocurre con el matamoscas, que no perciben nunca ustedes más que por un lado, si bien pueden visualizarlo entero en sus mentes y, milagro, saben sin tener siquiera que darle la vuelta qué aspecto tiene por el otro lado. Estaremos de acuerdo en que ese saber resulta muy útil. Resulta difícil imaginar a Manuela utilizando un matamoscas sin echar mano inmediatamente del saber que tiene de los distintos perfilados necesarios para su aprehensión. Por otra parte, resulta difícil imaginar a Manuela utilizando un matamoscas por la sencilla razón de que en las casas de los ricos nunca hay moscas. Ni moscas, ni viruela, ni malos olores, ni secretos de familia. En casa de los ricos todo es limpio, sin aristas, sano y por consiguiente preservado de la tiranía de los matamoscas y del oprobio público. He aquí pues lo que es la fenomenología: un monólogo solitario y sin fin de la conciencia consigo misma, un autismo puro y duro que ningún gato real y verdadero importuna jamás. 7 En el Sur conferederado —¿Qué está leyendo? —me pregunta Manuela, que viene, jadeando, de casa de cierta señora de Broglie a quien la cena que organiza esa noche ha vuelto tísica. Al recibir de manos del mozo de supermercado siete cajas de caviar Petrossian, respiraba como Dark Vader. —Una antología de poemas folklóricos —le digo, cerrando para siempre el capítulo Husserl. Hoy Manuela está de buen humor, salta a la vista. Saca con brío una cajita llena de pastas de almendras provistas aún de los papelitos blancos fruncidos sobre los que se han confeccionado, se sienta, le quita con esmero las arrugas al mantel, preámbulo de una declaración que a todas luces la exalta. Yo dispongo las tazas, me siento a mi vez y aguardo. —La señora de Broglie no está satisfecha con sus trufas —empieza Manuela. —¿Ah, no? —contesto educadamente. —No huelen a nada —prosigue con expresión hosca, como si ese fallo fuera para ella una ofensa personal de máxima importancia. esa información en su justo valor, y me complazco en imaginarme a Bernadette de Broglie en su cocina, azorada y desgreñada, afanándose por vaporizar sobre las infractoras una decocción de jugo de setas y níscalos con la esperanza irrisoria pero desesperada de que terminarán así por exhalar algo que pueda evocar un bosque. —Y Neptune se ha hecho pis en la pierna del señor Saint-Nice —prosigue Manuela —. El pobre animal debía de llevar horas aguantándose, y cuando el señor ha sacado la correa, no se ha podido contener y se lo ha hecho en el mismo hall sobre el bajo de su pantalón. 26 Neptune es el cocker de los propietarios del tercero derecha. La segunda y la tercera son las únicas plantas divididas en apartamentos (de doscientos metros cada uno). En el primer piso están los de Broglie; en el cuarto, los Arthens; en el quinto, los Josse; y, en el sexto, los Pallières. En el segundo viven los Meurisse y los Rosen. En el tercero, los Saint-Nice y los Badoise. Neptune es el perro de los Badoise o más exactamente de la señorita Badoise, que estudia derecho en Assas y organiza concentraciones de propietarios de cockers que también estudian derecho en Assas. Tengo una gran simpatía por Neptune. Sí, nos apreciamos mucho, sin duda por la gracia de la complicidad que nace de que los sentimientos de uno son inmediatamente accesibles al otro. Neptune siente que le tengo cariño; sus distintos deseos me son a mí transparentes. Lo sabroso de todo este asunto reside en el hecho de que él se obstina en ser un perro cuando su ama querría hacer de él un caballero. Cuando sale al patio, tirando, tirando a más no poder de su correa de cuero amarillo, mira con codicia los charcos de agua enfangada que se pasan todo el día ahí tan tranquilos. En cuanto su dueña tira con un golpe seco de su yugo, Neptune baja el trasero a ras del suelo y, sin más ceremonia, se pone a lamerse los atributos. Cuando ve a Athéna, la ridícula whippet de los Meurisse, saca la lengua como un sátiro lúbrico y jadea de manera anticipada, con la cabeza llena de fantasías. Lo más gracioso que tienen los cockers es que, cuando están de buen humor, tienen unos andares como si se balancearan; es como si llevaran unos muellecitos fijados a las patas que, al andar, los impulsaran hacia arriba, pero suavemente, sin brusquedad. Al andar así se les agitan también las patas y las orejas, como el balanceo de un navío, y el cocker, barquito amable que cabalga sobre tierra firme, aporta a estos pagos urbanos un toque marítimo que me encanta. Neptune, por último, es un comilón dispuesto a todo por un vestigio de nabo o un mendrugo de pan duro. Cuando su dueña pasa delante del cuartito de la basura, éste tira como un loco de su correa en dirección al mismo, con la lengua fuera y agitando la cola como un loco. Diane Badoise se desespera. Esta alma distinguida estima que su perro debía haber sido como las muchachas de clase alta de Savannah, en el sur confederado de antes de la guerra, que sólo podían encontrar marido si fingían no tener apetito. En lugar de eso, Neptune es más bien un, yankee hambriento. Diario del movimiento del mundo n° 2 Bacon para el cocker En mi edificio hay dos perros: la whippet de los Meurisse, que parece un esqueleto recubierto por una costra de cuero beis, y el cocker rojizo de Diane Badoise, la hija del abogado ese tan pijo, una rubia anoréxica que lleva impermeables de Burberrys. La whippet se llama Athéna y el cocker, Neptune. Esto lo digo por si hasta ahora no os habíais dado cuenta de la clase de edificio en que vivo. Aquí nada de perros Rex ni Toby. Bueno, total que ayer, en el vestíbulo, se cruzaron los dos perros y tuve la ocasión de presenciar una coreografía muy interesante. No haré comentarios sobre los perros, que se olisquearon el trasero. No sé si a Neptune le huele mal el 27 suyo, pero el caso es que Athéna se echó para atrás de un salto mientras que él, por el contrario, parecía estar olisqueando un ramo de rosas en medio del cual hubiera un gran chuletón poco hecho. Pero no, lo interesante en este asunto eran las dos humanas que sujetaban el otro extremo de las correas. Porque, en la ciudad, son los perros quienes llevan a los amos de paseo, aunque nadie parezca comprender que el hecho de haber querido cargar voluntariamente con un perro al que hay que sacar a pasear dos veces al día, llueva, nieve o haga viento, equivale a pasarse uno mismo una correa por el cuello. Bueno, resumiendo, que Diane Badoise y Anne-Hélène Meurisse (mismo modelo de mujer con veinticinco años de intervalo) se cruzaron en el vestíbulo, sujeta cada cual a su correa. ¡En esos casos, es siempre un lío de aquí te espero! Son las dos tan torpes como si llevaran aletas de buceo en los pies y en las manos, porque son incapaces de hacer lo único
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