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UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS Los paradigmas conceptuales en la Soledad primera Tesis que para obtener el grado de Licenciado en Letras (Lengua y Literaturas Hispánicas) presenta Pedro Martín Aguilar Asesora: Dra. Martha Lilia Tenorio México, D.F. 2015 UNAM – Dirección General de Bibliotecas Tesis Digitales Restricciones de uso DERECHOS RESERVADOS © PROHIBIDA SU REPRODUCCIÓN TOTAL O PARCIAL Todo el material contenido en esta tesis esta protegido por la Ley Federal del Derecho de Autor (LFDA) de los Estados Unidos Mexicanos (México). El uso de imágenes, fragmentos de videos, y demás material que sea objeto de protección de los derechos de autor, será exclusivamente para fines educativos e informativos y deberá citar la fuente donde la obtuvo mencionando el autor o autores. Cualquier uso distinto como el lucro, reproducción, edición o modificación, será perseguido y sancionado por el respectivo titular de los Derechos de Autor. 2 Agradezco a la Dra. Martha Lilia Tenorio, que me dirigió excelentemente, sin cuyos amplios y profundos conocimientos gongorinos no hubiera sido posible este trabajo. Agradezco también los notables consejos de mis lectores de tesis, David Huerta, Ana Castaño, Jorge Gutiérrez y Leonor Fernández, así como a los miembros de la Coordinación de Letras Hispánicas por ayudarme en todo momento. 3 Nota aclaratoria acerca del título de la tesis A pesar de estar registrada con el título oficial de Los paradigmas conceptuales en la “Soledad primera”, el título “verdadero” de este trabajo –y, por lo tanto, con el cual se debe juzgar su contenido– es: Interpretaciones del conceptismo deleitoso en la “Soledad primera”. Esta confusión de títulos se debe a que el registro original de la tesis, datado en febrero de 2014, se hizo con el primero (Los paradigmas conceptuales en la “Soledad primera”). No obstante, durante el largo y copioso desarrollo de la investigación, numerosos aspectos y tendencias interpretativas entraron en juego, hasta que el título dio un giro final para convertirse en Interpretaciones del conceptismo deleitoso en la “Soledad primera”. No pudo, finalmente, cambiarse el título en los registros de la documentación oficial de titulación, debido a las características especiales de asesoría que este trabajo tuvo (asesoría externa de la doctora Martha Lilia Tenorio, especialista en Góngora y el gongorismo, de El Colegio de México). Más allá de las dificultades que acarrea esta situación, se pide a los lectores de estas páginas que tomen como válido y legítimo el título de Interpretaciones del conceptismo deleitoso en la “Soledad primera”, a sabiendas de que el otro, el oficial, es exclusivamente efectivo en tanto procedimientos burocráticos de titulación. 4 Interpretaciones del conceptismo deleitoso Los paradigmas conceptuales en la Soledad primera 5 Índice Nota aclaratoria acerca del título de la tesis………………………………………………...3 Introducción………………………………………………………………………………....6 I. El deleite gongorino……………………………………………………………………...10 1.1 Aspectos generales……………………………………………………………..10 1.2 Función cultista del deleite…………………………………………………….33 1.3 Función subversiva del deleite…………………………………………………54 1.4 Función absoluta del deleite…………………………………………………...77 1.5 El conceptismo deleitoso……………………………………………………...107 II. Interpretaciones del deleite……………………………………………………………130 III. Otros aspectos………………………………………………………………………...264 3.1 La “línea evolutiva del deleite”: Garcilaso, Herrera y Góngora……………264 3.2 La novedad del deleite gongorino (frente a tres poéticas anteriores)………..302 Conclusiones……………………………………………………………………………...337 Bibliografía directa……………………………………………………………………….340 Bibliografía indirecta……………………………………………………………………..341 6 Introducción Esta tesis trata del placer estético, el deleite, que, con sofisticados métodos, quizá adelantados a su época, construyó un estilo poético genuino, uno de los pináculos de la creación lírica en castellano: el idiolecto poético de las Soledades de don Luis de Góngora y Argote. El trabajo revela muchos de los más importantes mecanismos gongorinos de elaboración del deleite en la primera de sus dos Soledades –tanto externos como internos, es decir, abocados, ya al contexto de su enunciación, ya a la edificación estilística de su esencia inherente–. También enfatiza que la praxis del deleite –entendido como aspiración estética de la doctrina conceptista del Barroco– es el eje funcional alrededor del cual gira todo el aparato lírico de las Soledades. La tesis aboga, en última instancia, por que el sentido general del poema es el de legar a los lectores (y al creador mismo) la posibilidad de habitar una nueva realidad alternativa –rediviva Edad de Oro–, netamente estetizante y regida por ningún otro factor que los códigos del propio lenguaje, donde el disfrute formal de estos signos motivados (no convencionales) es la clave indispensable para descifrar el sentido todo de la silva y acceder al locus hiperreal que representan. Partimos de la premisa de que el estudio crítico de la literatura debe dar cuenta de un fenómeno que, no por evidente, es sencillo en absoluto: explicar al receptor de la obra por qué le gusta lo que le gusta. Con otras palabras, sostenemos que la intención más profunda de la teoría literaria es elucidar el sentido (si no el último, sí el general) de una obra vista como conjunto completo, sin fragmentaciones, sin pasar por alto significaciones trascendentes en la minuciosidad exacerbada de la descripción de los detalles. Así, la aproximación que hacemos del texto gongorino ilumina pasajes oscuros, se entremete en 7 disquisiciones filológicas y otorga interpretaciones sobre recodos mínimos, pero no pierde de vista el cometido verdadero de su lectura: explicar la urdimbre general del sentido de la Soledad primera, con el fin de aportar una clave de lectura agrupadora, conciliadora, heterodoxa, capaz de contemplar el fenómeno de la creación gongorina como ente vivo en sí mismo, organizado por sus propias legislaciones internas, y, perteneciente, al tiempo, a un espíritu más grande, el espíritu de innovación de toda una época definitiva para los albores de la Modernidad de Occidente, el Barroco. Para lograr los anteriores planteamientos, diseñamos un método de investigación que aúna los descubrimientos y abstracciones de los gongoristas más destacados (del siglo pasado y de lo que va del presente) con nuestras propias disquisiciones acerca del texto, sometidas en todo momento a un riguroso examen de objetividad interpretativa. La escuela teórica seleccionada, dado su rigor objetivo hacia la afectividad poética, es la estilística hispánica –inaugurada, en gran medida, por los trabajos gongorinos de Dámaso Alonso–, pero también abundamos en lecturas más “abiertas”, como las apreciaciones intuitivas de Federico García Lorca en torno a la imagen poética de Góngora. La anotación exhaustiva y óptima de Robert Jammes –y del mayor escoliasta de su edición crítica, Antonio Alatorre– es el parámetro con el cual ajustar, dirimir y perfeccionar nuestras propias ideas. Finalmente, otros dos autores que se abren paso firme a lo largo de estas páginas son Antonio Carreira, maestro de la precisión quirúrgica para desentrañar los constituyentes formales de la silva, y Mercedes Blanco, más vanguardista, en quien nos inspiramos para modelar nuestras propias conjeturas en lo que está más relacionado con el deleite y el papel que éste desempeña en el complejo aparato de la filosofía conceptista barroca. El trabajo está dividido en tres grandes capítulos: dos de ellos teóricos (el primero y el tercero) y uno prácticoo explicativo (el segundo). El primer capítulo, “El deleite 8 gongorino”, pone de manifiesto, descriptiva e interpretativamente, las categorías axiales que hemos determinado como pilares de la construcción del goce estético de las Soledades: el deleite cultista (placer intelectual por desentrañar profundos significados debajo de la selva de tropos poéticos “oscuros”); el deleite subversivo (placer innovador por poetizar las cosas mínimas de la realidad con un estilo sublime, yendo en contra de las prescripciones clasicistas aristotélicas y horacianas); y el deleite absoluto (placer sensitivo por gozar libremente de las imágenes poéticas y de los signos motivados del lenguaje). Estas tres categorías metodológicas se reúnen en un último apartado que defiende el cometido general del poema, tesis a defender de nuestra investigación: la descripción e interpretación del “conceptismo deleitoso”, derivación estética gongorina del conceptismo filosófico barroco (enunciado, principalmente, por Baltasar Gracián), que tiene por objeto exprimir la mayor cantidad y cualidad de deleite conjurado por las particularizaciones referenciales de una realidad poetizada (hiperrealidad lingüística), tanto por vías ingeniosas como sublimes. El segundo capítulo, “Interpretaciones del deleite”, es el centro de nuestra indagación: comprueba los argumentos esgrimidos en los capítulos teóricos, mediante la interpretación práctica de la lectura continuada de la silva, seleccionando aquellos pasajes que nos parecen más pertinentes para la ejemplificación de los postulados teóricos. En cada fragmento se describen los procedimientos poéticos que Góngora utilizó para acceder a las cotas del conceptismo deleitoso, tras lo cual aportamos una explicación del sentido del pasaje determinado, contrastándolo con el marco general de la obra. El tercer capítulo, “Otros aspectos”, discurre a través de dos contextos fundamentales para encuadrar el sentido del conceptismo deleitoso trabajado: la línea “evolutiva” del deleite estilístico que Góngora comparte con Garcilaso de la Vega y con Fernando de Herrera, por un lado, y, por otro, la novedad de los postulados implícitos del 9 idiolecto gongorino de las Soledades, enfrentada con algunos tratados preceptistas de la época, con el fin de resaltar la innovación total que representa el tipo de deleite poético desarrollado por el cordobés en su moderna concepción conceptista de la creatividad del arte. Sirva, a modo de prolegómeno, decir que las Soledades de don Luis de Góngora, desde que se dieron a conocer en 1613, han sido caldo de cultivo de las más variadas y feroces disputas filológicas, siempre cuestionadas acerca del género indeterminado al que pertenecen, de la subversiva puesta en escena de la que hacen gala, de la presunta oscuridad que emplea su estilo poético, sublime aunque a la vez mundano… Aquí hemos querido desapegarnos –en la medida de lo posible– de las clásicas rencillas, dando por hecho que la polémica complejidad de las Soledades responde a su incalculable valor estético. Optamos, mejor, por arrojar cierta luz acerca de algo que, en nuestra experiencia, es pocas veces tocado: antes que preguntarnos qué son, a qué género clásico o moderno responden, inquirirnos ¿por qué las Soledades? ¿Por qué su calado sublime de hiperrealidad alternativa basada en la motivación del lenguaje no arbitrario? ¿Cuál es, a fin de cuentas, el sentido que encarnan sus signos, la intención aparejada a su máxima belleza? A continuación intentaremos dar respuesta a tales preguntas, con el objetivo de añadir un peldaño más al panegírico crítico y teórico que merece este poema. 10 I El deleite gongorino 1.1 Aspectos generales; 1.2 Función cultista del deleite; 1.3 Función subversiva del deleite; 1.4 Función absoluta del deleite; 1.5 El conceptismo deleitoso 1.1 Aspectos generales Como se ha anunciado en la introducción, el presente trabajo se propone interpretar, bajo una mirada estilística, los principales tipos de deleite –o placer estético, en terminología contemporánea– que constituyen la gran retórica hipersensible e hiperreal1 de la Soledad primera. Para comenzar, deben hacerse una serie de aclaraciones generales: primero, 1 “Hipersensible”, “hiperreal”, “caleidoscópica”, son algunos de los calificativos que usaremos en este estudio para consignar la naturaleza del lenguaje gongorino de las Soledades, sea en planos retóricos, estéticos o puramente lingüísticos. Conforme avancen los apartados, se aclararán sus significados; por lo pronto, una “retórica hipersensible” es, en nuestra concepción, aquella que trasciende su sistema abstracto y toma cuerpo en un objeto con el fin de volverlo bello, deleitoso. Así, la retórica hipersensible de las Soledades es el conceptismo gongorino llevado a su aplicación más humana: la estimulación de todos los sentidos mediante fórmulas retóricas, que, en su giro emotivo, han trasmutado en material de la hermosura poética. Góngora es el pináculo del embellecimiento lingüístico de nuestra lengua, tal y como escribe Luis Cernuda: “Mientras la lengua española exista, el nombre de Góngora quedará, a gusto de unos y a pesar de otros, como el del escritor que más espléndidamente supo manejarla. Si se me preguntara quién es para mí el primer escritor español, yo respondería: Góngora. Y no hablo ahora del poeta, sino sólo del hombre que a tal punto de perfección inmarcesible y de gusto exquisito supo llevar nuestra diaria palabra […]” (Cernuda: 1937, 138). Respecto a la “retórica hiperreal”, su definición es mucho más compleja y sólo podrá ser develada progresivamente, conforme al avance del estudio; valga por ahora decir que consideramos “hiperreal” aquella construcción retórica que trasciende su referencialidad real, obteniendo, en un vuelco de epifanías, de particularizaciones detalladas, una “segunda realidad”, “realidad sublime” donde la cosa poetizada, el objeto mismo, son el centro de la creación, fuente unánime y concreta del poder poético. 11 concerniente a las funciones de la literatura en términos culturales, y, segundo, respecto al género poético como potencia deleitosa. Acerca del primer señalamiento, partimos de la premisa de que toda literatura, en cualquier momento de la historia humana, posee inherentemente una o más funciones2 a desempeñar, enhebradas sutilmente entre sí. Con lo anterior, no se presupone el sofisma de que “función” implique “utilitarismo”; por el contrario, con función señalamos, en un vuelco de profundidad, el sentido que subyace a toda obra literaria: dicho de otro modo, el “para qué” que, por supuesto, no entraña la fácil solución de que la literatura sea un utensilio más, otra herramienta indistinta de la transformación cultural humana. No: las funciones de la literatura son aquellas trascendentes consecuencias inmateriales, cuasi sistematizadas que, tanto en la producción como en la lectura del texto, producen un significado valioso en la conciencia de los autores y los receptores, disponiendo sus pensamientos a esta “voluntad” aparejada a la obra. Una pieza artística sin funciones determinadas es, quizá, una obra condenada a la intrascendencia cultural, y las Soledades no carecen, en absoluto, de éstas. 2 Como toda producción cultural –o impregnada por la cultura–, las funciones literarias se suceden de acuerdo con los cánones,necesidades y voliciones colectivas de su propia lógica cultural. Así, Gonzalo Pontón nos relata acerca del preceptivo Examen de ingenios del galeno Juan Huarte de San Juan, de 1575, con motivo del estudio de los procesos fisiológicos que afectan el entendimiento de un poeta (equiparable, en este caso, con un loco). A través de este tipo de documentos podemos apreciar el filtro cultural por el que se deslizó el pensamiento social de los Siglos de Oro españoles: “[En el Examen] De la facultad de la imaginación –y no de la memoria o el entendimiento– dependen «todas las artes y ciencias que consisten en figura, correspondencia, armonía y proporción», cuya lista encabezan la poesía y la elocuencia; por consiguiente, debe quedar claro «cuán lejos están del entendimiento los que tienen mucha vena para metrificar». […] En un breve apunte sobre los gustos lectores de su tiempo, el médico navarro no puede sino señalar que muchos jóvenes con talento para el verso «se pierden por leer en libros de caballerías…». La ficción le gana el pulso al arte; la imaginación, a las reglas” (Pontón: 2011, 192). En el reverso de la moneda del sistema de creencias aurisecular, encontramos otras ideologías que también permearon el tipo de funciones que presentó la literatura, como el del neoplatonismo filosófico, que “escribe una página fundamental de las letras hispánicas en el siglo XVI, por su huella en la lírica amorosa, la poesía bucólica y los libros de pastores, impregnados de una teoría del amor que en ellos se torna en casuística” (Pontón: 2011, 187). 12 Pongamos dos ejemplos sencillos para ilustrar lo antepuesto: una novela mexicana decimonónica promedio tiende, por ser parte de la lógica cultural de esa época, a alistarse bajo las escuelas de pensamiento de Y o de Z, acorde con dos posibles funciones: una, la más evidente, la función de entretenimiento –codeada, en veneros más complicados, con requerimientos estetizantes–; y, otra, la más importante, la función de adoctrinamiento nacionalista de una población proclive a educarse mediante la literatura y el periodismo. Asimismo, las epopeyas clásicas –la Ilíada, la Odisea, la Eneida– proyectan una función literaria que predomina sobre cualquier otra: función “heroica” (si se nos permite el vocablo), cuyo papel es ensalzar las virtudes y sacrificios de varios héroes que cargan consigo el destino manifiesto de todo un pueblo, demostrando a los oyentes cuál es el papel histórico, sagrado, de su propia colectividad… Pero dejemos atrás los ejemplos y regresemos a nuestro problema: la desaforada emergencia de las Soledades a inicios de la segunda década del siglo XVII español; o, expresado en otra forma, para entrar de lleno en el meollo del asunto: ¿cuál es, pues, la función o las funciones de un poema tan extravagante como las Soledades?; siguiendo el hilo conductor de la introducción: ¿cuál es el sentido inmanente a las silvas del cordobés?, sentido que trasciende más allá de sus signos poéticos y que se asienta en la conciencia general de los lectores. Hemos dicho que, grosso modo, el sentido de las Soledades sería generar, poéticamente, la ilusión de estar perdido, deleitosamente perdido, en una hiperrealista Edad de Oro, tal y como discierne, con gran sensibilidad, Luis Rosales: La palabra soledad [sic] equivale en este caso a apartamiento y alude a la separación o retraimiento de la vida cotidiana con sus obligaciones convencionales, y en segundo término al tema mismo de Las Soledades [sic]: la restauración de la Edad de Oro, para retrotraer la vida social a sus orígenes y situar al poeta dentro de un mundo de fantasía en el cual la bondad, el amor y la justicia puedan vivir entre los hombres y hermanos (Luis Rosales: 1971, 282). 13 La generación, simulación retórica (hiperrealista, ya veremos) de que, a través del narrador lírico del poema, nos transportamos a esta fecunda época legendaria, indica, en nuestra inclinación y en la de Rosales, que el tema de las Soledades apunta a configurarse como el de una nueva epopeya, la gran epopeya castellana, de un lirismo transigentemente moderno: la epopeya de la paz3, así intitulada, magistralmente, por Mercedes Blanco, y sobre la cual ahondaremos en el capítulo II. Ahora bien, antes de embarcarnos en tan encumbrados conceptos, debemos analizar el tipo de función literaria que estaría detrás del sentido global del poema: ¿función social, como medida política para renegar del modelo del Estado español, destacando hasta límites insospechados el tópico de menosprecio de corte y alabanza de aldea?; ¿función retórica, como experimentación inmensurable de todos los dispositivos poéticos conocidos hasta la fecha, puestos en funcionamiento, a la vez, en un ingente mecanismo de persuasión lírica?... 3 Esta terminología de Mercedes Blanco no es más que una sugestión para connotar el género indeterminado de las Soledades. En su libro Góngora heroico. Las Soledades y la tradición épica, la investigadora hace uso recurrente del término para designar un género gongorino arraigado en la tradición y en el largo aliento de las gestas homéricas, pero que, a la vez, presenta pocas o ninguna intriga de guerra –tópico requerido para hablar de epopeya–. Sin embargo, ella misma reconoce que “Decir que las Soledades son una «epopeya de la paz» pecaría de fantasía y de arbitrariedad. Pero creemos útil confrontar el poema gongorino con este concepto surgido por las mismas fechas […]. Por su carácter narrativo y la «grandeza» y extrañeza de su concepción y ejecución, las Soledades pertenecen al ámbito de lo heroico y de lo épico, tal como se veía entonces. Por el ambiente rústico, la falta de peligros y de proezas, de grandes asuntos políticos y religiosos, su presencia dentro de este campo aparecía como una usurpación, un gesto transgresivo y exorbitante. Ahora bien, podría defenderse hasta cierto punto la idea de que la paz también merece ser exaltada –tanto o más que la guerra– como algo grandioso, una imagen del orden a la vez natural, divino y humano, idea que sugieren ciertos cuadros memorables de Rubens como Minerva protege a la Paz de Marte” (Blanco: 2012 B, 83-84). A pesar de que el fantasioso género de “epopeya de la paz” podría pecar de ingenuo, a lo largo de las páginas de este capítulo I –con especial atención en los apartados 1.3 y 1.5– nos percataremos de que la noción no es en absoluto descaminada si comprendemos cabalmente la intención de don Luis por fabricar una novedad genérica a partir de un estilo nuevo. 14 Entendemos que la crítica literaria es plural; por ende, debe admitir tantas lecturas objetivas como lo permita el método seleccionado: aquí no se descalifican el resto de lecturas, no se desdeña el potencial contenido en las funciones literarias mencionadas –ni en otras tantas que no se inscriben ahora–. En este sentido, Enrica Cancelliere realiza un apunte sumario de las distintas “funciones” –o tópicos narrativos, en su concepción particular– encontradas a lo largo de las Soledades, destacando que Esta ambigua estrategia narrativa [la de combinar el “lirismo pastoril” con la “sabiduría épica”] carga de significados los tópicos macrotextuales considerados fundamentales: el “beatus ille” y el “menosprecio de corte y alabanza de aldea” […]. Éstas, debido a este valor de connotación, se ofrecen a la interpretación según cuatro distintos registros semánticos: a) secuencia intradiegética con función sólo denotativa; b) topos literario empleado de manera convencional; c) autobiografismo con el fin de hacer una sátira anticortesana; d) actitud existencial del poeta que metafóricamente emplea estas referencias–diegéticas, meta-literarias, autobiográficas– para decirnos, en realidad, que su soledad pertenece a la esencia misma del hombre y, por consiguiente, es absoluta (Cancelliere: 2010, 67-68). Fijémonos en que Cancelliere pone de relieve estos tópicos medulares, el del “candor primero” –recuérdese el gongorino “No pues de aquella sierra, engendradora/ más de fierezas que de cortesía,/ la gente parecía/ que hospedó al forastero/ con pecho igual de aquel candor primero” (Sol. I, vv. 136-140)– o beatus ille y el del menosprecio de corte y alabanza de aldea –equiparables, probablemente, con funciones literarias de la silva– en tanto macrotextos: funcionan como paradigmas poéticos que abarcan el tejido global de la obra. El acento de la investigadora sobre el aspecto macrotextual de las funciones literarias es de suma relevancia para nosotros: en la poética conceptuosa desarrollada hasta la saciedad por Góngora, la iteración de elementos –cualquiera que ellos sean: retóricos, temáticos, prosódicos, etc.–, distribuidos elíptica y elusivamente a lo ancho de cientos de 15 versos, tiene un papel de significación totalizante, por mucho que se hallen dispersos en una primera superficie lectora. Debido a esta característica paradigmática de la colocación elíptica de los tópicos y elementos constituyentes, podemos, desde ya, siguiendo el ejemplo de Cancelliere, subdividir las funciones –o tópicos narrativos, para ella– microtextuales, menos recurrentes, de las macrotextuales: las microtextuales son aquellas funciones que se presentan una sola vez, acaso dos, en el devenir de la historia del peregrino y los habitantes de la Soledad de los campos. Son multicitados tópicos en la prescripción barroca del canon clásico, pero desempeñan un rol de pequeñas células que adoquinan el órgano superior: Siguen otros tópicos: 1) la lírica de carácter estoico sobre las ruinas humanas; 2) las bodas aldeanas que se inspiran por una parte en la tradición mitológica, por otra en el realismo bucólico que, tanto en el Renacimiento como en el Barroco, se encuentra en la narrativa, en el teatro y en las artes figurativas; 3) el banquete rústico, con alusión al “banquete del cabrón” que, según Aristóteles, da origen a la Comedia […], y al “sacrificio del cabrón” del cual origina la tragedia […]; 4) el debate ético-político sobre la navegación en la edad de la “conquista”; 5) la fiesta bucólica, que se desarrolla según una descripción de elementos coreográficos y musicales que evocan el arte dramático; 6) el epitalamio, que se afirma como voz poética ya a partir de Safo […]; 7) los rituales propiciatorios que vuelven a evocar, dentro de la fiesta bucólica, los orígenes del arte dramático a través de los coros de los doce jóvenes que danzan […] y el largo himno propiciatorio declamado en primera persona por la zagala-corifeo, llamada “dulce Musa”; 8) el bodegón que la palabra poética construye según un realismo metafísico que rivaliza con el de la pintura; 9) la épica en la versión de la Eneida de Virgilio, en particular del Libro V de los Juegos […]; 10) vuelven de manera más específica las bodas mitológicas y por fin el Himeneo a Venus fecundadora, a través de muchas imitaciones, al gran prototipo lucreciano y a la himnografía clásica […] (Cancelliere: 2010, 69-70). En efecto, son diez, o decenas más de diez, los tópicos funcionales en los que incurre la Soledad primera, moderna epopeya lírica que innova el canon clásico de manera abrumadora. En el capítulo II encontraremos las conexiones ocultas que guardan varios de estos loci con la producción hipersensible e hiperreal del deleite. 16 Apartando el detallado panorama de los microtextos, sopesamos que, para un acercamiento netamente estilístico –afectivamente poético, de acuerdo con la estilística de Dámaso Alonso–, la función literaria que debemos ponderar por encima de las otras es la de las Soledades como generadoras de absoluto deleite. Macrotextos y microtextos del poema, de procedencias paganas, cultas, herméticas, emblemáticas, etc., todos ellos se subordinan a la imperiosa necesidad de imponer un lenguaje hiperreal que sea idóneamente deleitoso para recrear el candor primero en una edad –inicios del siglo XVII– en que cada vez parecía más imposible hacerlo. ¿Qué entendemos por “deleite”, cuando hablamos así de él, rodeándolo de prolija solemnidad? Por lo pronto, basta con que prefijemos la idea: toda literatura es una entrega estética-simbólica de valores, los cuales, debido a la multiplicidad de funciones que los detonan, pueden atañer a una amplísima gama de diferentes campos axiológicos: valores estéticos, epistemológicos, sociales, políticos, éticos, metafísicos, etc. En 1676, del lado francés, Nicolás Boileau publicó L’Art poétique, un poema de 1100 versos alejandrinos pareados, que operó como preceptiva de todos los géneros poéticos conocidos hasta la época; en él, encontramos que la finalidad del arte, en el contexto de la entrega simbólica de valores recae en que El respeto a las normas formales no puede hacer olvidar la “regla de las reglas” (expresión de Molière), que es agradar. El concepto de “placer”, que se había introducido a la teoría literaria francesa a través de la tesis de Ogier, es más frecuente en la Poética de Boileau que el concepto de “utilidad”, a pesar de que reconoce que ambos son fundamentales en el arte clásico, según la conocida fórmula de “deleitar aprovechando”. Para dar placer al lector son necesarios el equilibrio, la armonía y la claridad de la composición de la obra. […] El escritor que se deleita introduciendo figuras ajenas a la necesidad profunda de la obra y, desde luego, al buen sentido, pierde sentido de la unidad, pues en el arte clásico resulta imprescindible la subordinación de todos los detalles al conjunto, de modo que el escritor no debe dejarse llevar de sus gustos en ninguna parcela de su obra: cualquier motivo de la composición debe buscar la armonía del conjunto y todo debe orientarse al tema 17 fundamental de toda obra literaria, que es la naturaleza humana y las pasiones del hombre (Bobes y otros: 1998, 312). L’Art poétique podrá pertenecer a una tradición literaria distinta (la de la normativización neoclásica de los clásicos), pero no por ello deja de emanar del conjunto cultural barroco; un Barroco en el que, como analizaremos durante esta investigación, Góngora y sus Soledades producirán, antes que nada, una recepción atractiva a los radicalismos de intérpretes enfrentados. A favor o en contra, la denuncia de Boileau contra los poetas que se dejan llevar por sus “gustos” es también la subversiva recepción de las silvas del cordobés, anticipando lo que queremos anticipar: los valores entregados por las Soledades proceden de una nostálgica mirada por lo que ya no es, mas no se expresan con la consonancia debida de las preceptivas clásicas y clasicistas: hay un gusto gongorino, una potencia creativa, generadora de deleite, que se rebela innovando –esto es, sin romper, sin destruir– contra el canon de su tiempo. Se deduce de esto, ya, que todo aquello que pudieron ofrecer las Soledades a sus coetáneos –y ahora, incluso– es una elongación barroca que se dilata hasta límites no previstos por nadie más que por su creador. He ahí, por qué no, una causa exclusiva de deleite: la obnubilación del asombro. Cabe destacar una reflexión que, no por obvia, debe pasar inadvertida: se presupone que la literatura, como arte que es, realiza esta ofrenda de símbolos a través de funciones construidas estéticamente. Sin embargo, una cosa es que las funciones de la literatura sean estéticas, artísticas, per se, y, otra, muy distinta, que el contenido, la esencia de esas funciones sea un valor estetizante. 18 Este último es, a nuestro modo de ver, el caso de las Soledades, tesis quedefienden estos capítulos: la función literaria dominante de las Soledades es el goce estético –sea en el receptor, sea en el propio genio creador del poeta–, propiciado por un complejo y desmesurado sistema retórico del deleite conceptuoso, basado en la ejecución original de formas hedónicas particulares, agrupadas en niveles de significación. No queremos adelantarnos a la dificultosa introspección de la construcción del deleite, pero debemos marcar desde ahora, siguiendo a José Javier Villarreal, que Del siglo XV al XVII se desarrolla en España una poética atenta a los poderes de seducción y presentación de la lengua. Se elabora una estética que pondera, cada vez más, la autosuficiencia del poema con respecto a un posible asunto ajeno a la ejecución del mismo. La res pierde fuerza ante unas verba poderosas que sostienen el poema en su totalidad. La coartada del poeta es la emoción; su fuerza y su campo de trabajo: la tradición (Villarreal: 2013, 77). La poética clásica de Horacio dictaba una correspondencia unívoca entre la res –nuestro “significado”– y las verba –nuestro “significante”–; empero, la lírica castellana aurisecular, como aduce Villarreal, se dirige a una sofisticación deleitosa de sí misma que la obliga a innovar la relación tradicional entre ambos constituyentes lingüísticos. El resultado, ya sabemos, fue la centralización renacentista y barroca del placer estético en el asunto de gran parte de la creación poética. Góngora, como se inscribe en 1.3, no sólo trasladaría este regusto placentero a las Soledades, sino que las formulará como un género incompatible con la concepción horaciana del decoro, gracias al desbocado deleite de las verba que se escapan de la res, atravesándola hiperrealmente. Queda, luego, preguntarnos, ¿por qué el deleite sería la función neurálgica en el caso de las silvas de Góngora? Esa virtual respuesta, entreverada a más no poder, no será elaborada ahora: el estudio entero intenta, en la medida de lo posible, explicar el “por qué” 19 de nuestra objetiva predilección por el deleite antes que por cualquier otra función literaria. Empero, si no es momento todavía de responder por qué el deleite es el sentido global de las Soledades, sí podemos, por otra parte, definir el concepto que “deleite” conlleva en el caso de Góngora. Aunque, recordando las apostillas enunciadas inicialmente, sería inadecuado abordar el tema del deleite gongorino sin antes revisar, brevemente, el género poético como manifestación universal de la literatura, con miras a una mejor intelección de la necesidad de las funciones deleitosas como núcleos de la creación lírica. ¿Qué es la poesía? Tremenda pregunta donde las haya. Este estudio no busca, bajo ninguna perspectiva, dar respuesta concreta a esta incertidumbre que sobrevolará, enriquecedoramente, a lo largo de todas sus páginas: cuando un lector gustoso de la poesía se enfrenta a una pieza como las Soledades debe, por mandato intrínseco, cuestionarse el significado último del género; de otra manera no estaría admirando, en su debida complejidad, la urdimbre artística que encarnan estos poemas definitorios que, como demostró la generación poética del 27, son piedra fundacional para la forma culta de una buena parte de la poesía contemporánea4. El papel que desempeña el lector en la confección de los significados y sentidos de las Soledades es tan importante que su labor puede ser equiparada a la del creador mismo: en un sistema conceptuoso del deleite, se requiere del agudo ingenio de la comunidad 4 A propósito de esto, Dámaso Alonso reconoce que “Si yo había ido a dar con las antiguas ediciones y comentarios de Góngora, mi mano no se había movido libremente: seguía un destino, un impulso más amplio: el de mi generación. Sí, mi generación volvió otra vez los ojos a Góngora. Lo aprendió de memoria, y lo estudió con minucia y lo revivió. […Era…] un arte exacto, con un frenesí, digamos, alejador, desligador de la realidad (para volver a ella) por medio de poderosas imágenes, con el prurito de perfecciones y límites que acució primeramente a los jóvenes poetas de mil novecientos veintitantos” (Alonso: 1950, 311-312). Sus palabras, contrarias con lo que muchos podrían pensar, demuestran que la Generación del 27 no leyó, en su euforia reivindicativa, erráticamente a Góngora: desde un primer momento lo supieron creador genial de un lenguaje perfecto, nunca nebuloso, nunca arbitrario. 20 lectora para descifrar el entramado que subyace a la violencia de un lenguaje al tiempo racional y “alucinatorio”; los legítimos lectores de las Soledades son aquellos que completan el significado objetivo de sus referentes. Coincidimos con Marsha S. Collins en que no hay deleite, no hay ciclo artístico deleitoso, si el lector no participa en la investigación jeroglífica del referente real –vuelto hiperreal a través de su sublime paso por el tamiz de la desenfrenada imagen metafórica–: En mucha de la crítica sobre las Soledades se enfatizan las posibles verdades escondidas en el texto –¿cuáles son? ¿cómo se identifican?– pero en mi opinión importa mucho más el énfasis gongorino en la responsabilidad del lector auto-seleccionador de emprender una búsqueda aventurera que corresponde a un esfuerzo enorme de meditar, buscar, descubrir y hacer presa […] en el mundo del texto (Collins: 2010, 18). Los polifacéticos lectores de hoy en día no son, obviamente, los lectores cultos que tuvieron acceso a la primera difusión de las Soledades: para ellos pudo haber sido más sencillo que para nosotros el discernimiento de los referentes reales entreverados en la selva conceptuosa, ya que su mundo, la lógica cultural barroca culta, emanaba en gran medida de tópicos comunes que, asimismo, Góngora utilizó en sus silvas. Conformando esta reflexión, lo dificultoso para los primeros lectores cortesanos de las Soledades no fue el conocimiento de la exigua trama, poblada de seres mitológicos y pseudo mitológicos, afines al gusto de la alta cultura, y de pastores idílicos, del tan reconocido género bucólico, sino otra cuestión que analizaremos más adelante. Es cierto que, desde una primera toma de contacto con el poema, los comentaristas adujeron problemas lingüísticos en la emisión de los mensajes, pues Casi todos coincidieron en señalar como característicos los cinco puntos siguientes: 1) las palabras nuevas, “peregrinas”, procedentes del latín o del italiano; 2) las construcciones raras, esencialmente hipérbaton y acusativo griego; 3) los periodos largos y complicados; 4) la abundancia de tropos y figuras; 5) la oscuridad que, según ellos, resultaría de los cuatro rasgos precedentes. / Este último punto es el más importante: los cuatro primeros, a pesar de 21 la novedad que podía chocar a tratadistas educados en el respeto de los principios aristotélicos y horacianos, no hubieran dado lugar a tantas discusiones, si no hubieran aparecido como las causas inmediatas de una intolerable oscuridad (Jammes: 1994, 104). La altiva obscuritas retórica, imposible de concordar con un género mixto, “bajo”, poco épico, fue el impedimento radical para una lectura asertiva de las Soledades. En el apartado 1.3 describiremos, con mayor detalle, que lo que infartó a los lectores y comentaristas gongorinos fue otra cosa muy distinta a la trabazón conceptuosa. A pesar de ello, los lectores actuales debemos tener en cuenta en todo momento que, por muy enrarecidas que nos parezcan la sintaxis, la alusión, la imagen de las Soledades, se trata, en la mayoría de los casos, de un lenguaje que guarda un referente con la realidad representada, conducentementelógico y sin cabida para ambigüedad alguna. En consonancia con esta idea, Amelia de Paz relata que En contra de lo que se cree, la poesía de Góngora es la más transparente que se ha compuesto jamás en lengua española, porque es la más objetiva, racional y aquilatada. Es compleja, pero totalmente diáfana: Góngora no deja ningún cabo suelto; sus poemas contienen en sí todos los elementos necesarios para su comprensión; en ellos no hay zonas muertas, no sobra ni falta nada, nada queda abandonado a la libre interpretación del lector. No conozco ningún otro poeta que haya logrado semejante economía –lo cual, naturalmente, no quiere decir que no exista–; de ahí que antes no tuviera empacho en calificarlo de perfecto (de Paz: 2001, 27-28). La economía lingüística de Góngora radica en su acertada trabazón conceptuosa. Por muy gravoso que pueda parecer el ornamento poético de la superficie, en cuanto se descifran, en una segunda lectura, los constituyentes denotativos, su recepción se torna de un translúcido que sorprende: la metáfora, en su retorno al referente, rebasa la realidad representada y se 22 inserta en el mundo objetual de lo límpidamente poético5. A esto es a lo que llamamos hiperrealismo. Además, no debemos olvidar nunca el punto de quiebre inflexivo que significó la modernidad romántica e ilustrada para la poesía hispánica: hay un ineluctable cambio de canon estético entre las poéticas clasicistas –renacentistas y barrocas– y los gustos líricos que se desarrollarán a lo largo de los siglos XVIII y XIX en nuestra lengua: la irrupción romántica de la “originalidad” del individuo bohemio, junto con el utilitarismo ilustrado, darán al traste con cualquier sistema de imitatio canónico, de inventio gongorino que, por mucho que experimente, refuncionalice o innove sobre un mismo tema, abrevará, sin remordimiento, de las fuentes clásicas6. 5 Enfatiza esta defensa Robert Jammes cuando acusa a los detractores barrocos, neoclásicos y decimonónicos de Góngora de no haber comprendido que la supuesta “latinización” del hipérbaton extremoso no incidía en el defecto de la irracionalidad, puesto que el cordobés nunca intentó escribir en otra lengua que no fuese la suya, el español: “Uno puede preguntarse si, de manera más o menos inconsciente no llegaron a achacar a las Soledades los malos recuerdos de juventud que había podido dejar en su mente el estudio de las obras de Virgilio o de Horacio. No parecen haber tenido en cuenta la diferencia fundamental que existe entre el hipérbaton en la poesía clásica latina y el que utiliza Góngora […]. Si Virgilio pudo escribir al principio de su primera égloga Tityre, tu patulae recubans sub termine fagi, Góngora no se permitió nunca, como observa acertadamente el Lunarejo, escribir algo como O Títiro, tú de la coposa recostado debajo del toldo haya, «jerigonza» que sería la traducción literal del verso latino” (Jammes: 1994, 109). La latinización gongorina de las Soledades, entonces, pertenece a otro problema de la retórica conceptuosa que veremos más adelante: sobre todo, las raíces léxicas cultistas del apartado 1.2. 6 En este tenor, Rosa María Aradra Sánchez elabora un bosquejo de lo que será la literatura una vez que culminen los Siglos de Oro españoles, con el advenimiento neoclásico rumbo a una nueva concepción estética del arte y del artista: “La institucionalización del pensamiento literario, de la enseñanza de la literatura y de su historia, la profesionalización del hombre de letras, la implicación ilustrada de los contenidos, fines y difusión de la poesía, la presencia social de la crítica en las tertulias, academias y prensa periódica, serán aspectos determinantes […]. En este contexto el concepto de literatura experimenta a lo largo de la centuria [siglo XVIII] la moderna restricción semántica y referencial que llevará a un replanteamiento del concepto mismo de imitación, de género literario y de la propia preceptiva. La característica actitud revisionista del siglo XVIII planteó la conveniencia de utilizar los modelos canónicos como referencia de creación, pero también defendió el conocimiento, la historia y la divulgación del pasado literario como expresión de la conciencia nacional y medio de progreso […]. La utilidad, uno de los valores fundamentales del pensamiento ilustrado en opinión de Maravall, fue un principio asumido por intelectuales y teóricos diversos de la literatura, que insistieron en la finalidad práctica de las bellas artes como complemento necesario de la formación científica” (Aradra Sánchez: 2011, 298-299). 23 De esta manera, las Soledades de Góngora son uno de los grandes coletazos del canon clásico restituido por el Renacimiento y alongado inventivamente en el Barroco, que tendría, además de fuertes imitadores peninsulares7, sucesión muy prolongada en las propiedades americanas de la corona española, como demuestran las exitosas recepciones y expansiones del gongorismo entre los poetas de la Nueva España8, con el Primero sueño de sor Juana Inés de la Cruz a la cabeza. En lugar de inquirir por el alma misteriosa de la poesía –que eso, “misterio”, es lo que, agraciadamente, suele incubar en sus deletéreos códigos–, podemos abordar otra vía de inspección más asequible: la concepción estilística de la poesía, recordando que por Estilística literaria se suele entender el estudio de los elementos afectivos en el lenguaje literario. […] Lo afectivo lo envuelve todo, como una atmósfera; por algo hemos dicho que una característica de la intuición literaria que profundamente la separa de la intuición científica, es su afectividad, el estar como teñida, impregnada de afectividad (Dámaso Alonso: 1950, 481-484). Con respecto a la noción que la estilística ha manufacturado en torno del acto poético, debemos atender a la diferenciación entre lenguaje cotidiano y lenguaje poético que difundió Dámaso Alonso –con motivo, precisamente, de sus ediciones críticas de los textos 7 Uno de los imitadores gongorinos más virtuosos en España fue de Juan de Tassis, conde de Villamediana, quien era, de acuerdo con José Fernando Ruiz Casanova, un “poeta deslumbrado por la revolución poética de 1613 –aparición en la Corte del Polifemo y las Soledades de Góngora– que optará por seguir el camino del cordobés, a contracorriente, y probará su musa en composiciones largas […]” (Ruiz Casanova: 1990, 28). 8 Martha Lilia Tenorio ha realizado una excelente indagación rastreando la recepción del gongorismo en el virreinato de la Nueva España, particularizado en los casos específicos de cada poeta. A grandes rasgos, ella define que “la influencia se manifiesta en la auténtica asunción de la manera gongorina de concebir la lengua poética: absoluta libertad y flexibilidad en el empleo de recursos (ya usados) como el hipérbaton, los neologismos, y otros menos comunes como el acusativo griego o el ablativo absoluto, con el propósito de otorgar a la lengua la máxima capacidad expresiva, al mismo tiempo que dotarla de máxima musicalidad y economía. Es éste, creo, el auténtico gongorismo, resultado de una decisión de carácter estético e intelectual: la elección, no sólo por moda, sino convencida, razonada, estéticamente preferible, de la lengua poética propuesta por Góngora” (Tenorio: 2013, 24). 24 de autores auriseculares–. Retomando el Curso de lingüística general de Ferdinand de Saussure, Dámaso Alonso advierte que existe una discrepanciacongénita entre el tipo de formación presentada en los signos lingüísticos del lenguaje casual –que es, a su vez, usado en otros géneros literarios: narración, drama, ensayo– y la conformación artificiosa del signo poético en el caso de la lírica. La diferencia irremediable, veremos, parece yacer en la articulación de los signos9: arbitrario el uno, motivado el otro. Así, el lenguaje con el que nos comunicamos y organizamos nuestras ideas comúnmente, tiene por base unidades mínimas doblemente articuladas –paradigmática y sintagmáticamente–, signos, que tienen su razón de ser en una convención social comunicativa. Pero la poesía, orden superior del lenguaje humano, no puede estar sujeta –se resiste, con autonomía imperiosa– a la mera arbitrariedad de las “imágenes acústicas” asociadas a sus respectivos “conceptos”. He aquí, a nuestro parecer, el quid de la cuestión que, si bien no soluciona, sí comienza a responder, poco a poco, la gran pregunta sobre el sentido ulterior de la poesía: poesía es aquel lenguaje artificioso que persigue la ilusión de la no arbitrariedad, de la motivación legítima de los signos poéticos; pesquisa que lleva, forzosamente, a erigir la poesía como el género literario por antonomasia cuya función, antes que ninguna otra, debe ser la del goce estético. Empero, es en los detalles de disfrute que genera cada poeta, en la diferenciación estilística de cada uno, donde debemos juzgar qué tan bella, qué tan deleitosa es la obra. 9 Dice Saussure, en el Curso, que “Lo que el signo lingüístico no une es una cosa y un nombre, sino un concepto y una imagen acústica. La imagen acústica no es el sonido material, cosa puramente física, sino su huella psíquica, la representación que de él nos da el testimonio de nuestros sentidos; esa imagen es sensorial, y si llegamos a llamarla «material» es solamente en ese sentido y por oposición al otro término de la asociación, el concepto, generalmente más abstracto” (Saussure: 1915, 128). 25 Si la función literaria de la poesía es, por jurisdicción genérica, la del deleite formal en correspondencia unívoca con los mensajes afectivos, ¿no resultaría una obviedad innecesaria la defensa del deleite gongorino como núcleo volitivo de la Soledad primera? Quizá algo de cierto posea la acusación, pero argumentamos que, para cierta corriente de la crítica gongorina contemporánea, los cauces referidos al acto poético podrían haber dejado de orientarse con la “afectividad” requerida, en detrimento de una sistematización formal, estructuralista, que, por momentos, podría, en nuestra peculiar visión, “deshumanizar” ligeramente los mensajes adscritos a las Soledades. La misma perturbación fue percibida por Saiko Yoshida, cuando escribió que La novedad de las Soledades [sic] residía en esa novedad del espíritu y el estilo de la obra tenía que explicarse en relación con éste. Lo verdaderamente difícil de entender se hallaba más en el espíritu que en el estilo. Esta fue la razón de que ganara la lectura formalista [a lo largo de los estudios gongorinos del siglo XX]. ¿Y por qué sigue ganando actualmente? Podría achacarse al gusto y al límite del siglo XX; el gusto formalista que se inclina hacia el arte deshumanizado y abstracto y el límite, heredado del romanticismo, que valora lo serio y no quiere madurar (Yoshida: 2010, 98). Para los efectos prácticos de estas páginas, tomaremos en cuenta advertencias formuladas por voces como la de Yoshida, pero no caeremos en extremismos a la hora de interpretar los ejemplos concretos del deleite gongorino: si bien es cierto que cualquier reduccionismo tiende a la abstracción deshumanizante, no podemos omitir el correlato que guarda la retórica misma de las Soledades con ese “espíritu” nuevo que Yoshida recalca. A fin de cuentas, cuando hablamos de poesía, debe subrayarse que la mejor solución posible será aquella que concilie los opuestos y renazca en la concordia crítica: el novedoso espíritu del poema, restitución hiperreal de la Edad de Oro por la vía poética, es, al mismo tiempo, una subversión del decoro clásico y, cómo no, un derroche infinito de genuflexión lingüística merecedor de una interna gramática idiolectal. 26 Retomando a Dámaso Alonso y su escuela de la erudición afectiva, el signo, en la materia poética, no debe concebirse como un simple recipiente (el significante) sobre el cual verter específicas sustancias (el significado), sino como un emotivo tejido de resonancias “musicales”, evocadoras de universos sensoriales, íntimamente imbricados con los subjetivos conceptos que transmite, llegando a ser un único elemento indivisible, ya que Los “significantes” no transmiten “conceptos”, sino delicados complejos funcionales. Un “significante” (una imagen acústica) emana en el hablante de una carga psíquica de tipo complejo, formada generalmente por un concepto (en algunos casos, por varios conceptos; en determinadas condiciones, por ninguno), por súbitas querencias, por oscuras, profundas sinestesias (visuales, táctiles, auditivas, etc., etc.): correspondientemente, ese solo “significante” moviliza innumerables vetas del entramado psíquico del oyente: a través de ellas percibe éste la carga contenida en la imagen acústica. “Significado” es esa misma carga compleja. De ningún modo podemos considerar el “significado” en un sentido meramente conceptual, sino atentos a todas esas vetas. Diremos, pues, que un significado es siempre complejo, y que dentro de él se pueden distinguir una serie de “significados parciales” (Dámaso Alonso: 1950, 22-23). La cita anterior es fundamental para comprender, en primera instancia, los mecanismos lingüísticos en los que se desenvuelve la poesía, y, más concretamente, el tipo de efecto de recepción poética que genera la lectura de un texto como las Soledades, el cual cumple con todo ese andamiaje “mágico”, no arbitrario, entre cuyas frases perfectas y óptimas construcciones conceptuosas descubrimos, henchidos de abundante belleza, la verdad interior de un universo regido, autónomamente, por el poder hedónico de la imagen vuelta metáfora. La interpretación estilística de las principales metáforas utilizadas en el lenguaje poético hipersensible e hiperreal de las Soledades, así como la tipología de las figuras retóricas que las proyectan desde el intrincado aparato conceptuoso, serán tema del capítulo II. Por lo pronto, contentémonos con resumir que “poesía”, en los términos estilísticos que 27 competen a la obra mayor de Góngora, es un género literario cuya predominante función deleitante depende de la motivación afectiva entre los significantes y los significados del signo poético: la poesía pretende urdir un lenguaje no ordinario donde lo que se realce en todo momento, en cualquier nivel creativo, sea la compleja y profunda afectividad humana, con todos sus pros y contras, reflejada, esta segunda, como hermandad genial sobre la partitura del alterado lenguaje poético, pues Lo que hay en el fondo de todo es que estos valores que llamamos afectivos no son separables de los conceptuales [en el lenguaje poético]: no son, como imaginaríamos a primera vista, una especie de brisa o temperatura que impregna el concepto, sino que forman parte de él. Porque no hay, no pasa por la mente del hombre ni un solo concepto que no sea afectivo, en grado mínimo o en grado sumo. Al intuir una realidad cualquiera, nuestra querencia es, en sí misma, una manera de comprender (Alonso: 1950, 27, cursivas originales). El conocimiento poético, como su fenomenología misma, es la manifestación de una querencia, de un afecto (por ínfimo que sea), quese ha insuflado de valores extremadamente humanos: ontológicos, epistémicos, éticos, estéticos. El sentido poético, entonces, el gran sentido, será aquel que corresponda al justo punto medio entre ambas formulaciones lingüísticas: el intersticio secreto donde el lector, el creador, puedan percibir con sus cinco sentidos –estimulados por las metáforas sensitivas, erógenas– que, en efecto, el discurrir de esos hipérbatos laberínticos de más de mil versos, lo está llevando a experimentar en carne propia la vivencia del idilio de la Edad de Oro, convertida ya en hiperrealidad material; ilusión al alcance de la mano gracias a la agudeza máxima del signo gongorino motivado. Añadiremos ahora un ejemplo para ilustrar hasta qué punto de trabazón conceptuosa se encuentran los significados y significantes acoplados en la Soledad primera, siempre con 28 miras a producir un efecto de sumo deleite. Para no anticipar las materias del capítulo II, escojamos un sencillo pasaje de motivación del signo poético: los primeros cuatro versos de la Dedicatoria al duque de Béjar; la presentación de la obra en abstracto, justo antes de la compleja evocación de la personalidad de don Alonso Diego López Zúñiga Sotomayor, presentado in medias res de una escena de cacería –tópico retomado en el retablo venatorio de la Soledad primera–. Comienza la Dedicatoria10: Pasos de un peregrino son errante cuantos me dictó versos dulce Musa, en soledad confusa perdidos unos, otros inspirados. La puesta en escena de la Dedicatoria, gracias a la motivación del signo poético, funge, metaliterariamente, como la teoría implícita de las propias Soledades: el atrevido hipérbaton “pasos de un peregrino son errante” introduce, por un lado, la anécdota que desatará las acciones: la andadura del protagonista, calificado con el latinismo errante –con esa reverberación fónica tan característica de la vibrante múltiple que se liga, en los vericuetos sensoriales, con la evocación del incómodo sentimiento de ‘estar perdido’–. Por otro lado, el hipérbaton es, en sí mismo, una “perdición” sintáctica, que injerta el verbo son a mitad de una frase que no corresponde con ningún atributo sino hasta tres versos más abajo (“perdidos unos, otros inspirados”). Dicho en lenguaje de Góngora, nos hallamos perdidos en una “soledad confusa” de doblez interpretativa: una, la escritura inspirada por la Musa, y, otra, la del bucólico emplazamiento espacio-temporal de la silva. Incluso, podemos notar un nexo rítmico que emparienta los acentos de verso de Musa (en décima 10 La edición anotada de las Soledades citada a lo largo de esta tesis es la de Robert Jammes, de 1994. 29 sílaba) y de confusa (en sexta sílaba), otorgando a la /u/ tónica un significado motivado por la ‘confusa armonía’: la Musa es, también, confusa. Los constituyentes formales yacen equilibrados con el mensaje afectivo de una voluntad lírica que gusta de perderse para poder aventurarse en el misterio de la Soledad de los campos, tal y como cifra atinadamente Antonio Carreira: el oído que capta la poesía no solo percibe sonidos sino también sentidos, pese a las violencias sintácticas: esa ecuación pasos igual a versos, se convierte en leitmotiv, puesto que, en efecto, los pasos del peregrino suscitan los versos que los relatan, si no es que los versos suscitan los pasos, tal es la ligazón de la melodía y de la armonía dictadas por la musa: los versos son inspirados, y los pasos, perdidos. ¿Dónde? Precisamente en una confusa soledad, en el seno mismo del poema así titulado, con término trisémico: la soledad del despoblado, la del ámbito rural opuesto al urbano y también la nostalgia. Una nostalgia que, si comienza siendo lamento por un amor imposible, pronto se convertirá en añoranza de un mundo hermoso y feliz en plena edad del hierro (Carreira: 2001, 9). Fundamental para la concepción deleitosa del poema será el sintagma nominal “soledad confusa”, puesto que encarna la naturaleza misma de la obra, su función estetizante o cometido último: poesía que brota de la confusión –del estar perdido– en el beatus ille. El deleite es el arma principal de la propuesta lingüística de las Soledades porque sólo él puede conducirnos a la hiperrealidad manifiesta del signo poético. Así concebimos el deleite en esta tesis: el momento de experiencia estética –del creador, del receptor– en que el entramado de la hipersensible retórica conceptuosa coincide exactamente con los mensajes semánticos que emiten las silvas; ese retorno a la “soledad confusa”, aquella, como oró don Quijote11, “Dichosa edad y siglos dichosos 11 Una de las grandes preocupaciones temáticas que compartió Luis de Góngora con el autor de Don Quijote de la Mancha fue, precisamente, la de la Edad de Oro, tópico cultural que fue ampliamente pensado por los clásicos (Hesíodo, Virgilio, Ovidio, Boecio) pero que, como aduce Alatorre, “no [fue] muy aprovechado literariamente”, no al menos en el periodo barroco, cosa que sí hicieron Cervantes y el poeta de las Soledades. Continúa el filólogo mexicano, entresacando las afinidades del uno con el otro respecto al tratamiento del “candor primero”: “Uno de los detalles caracterizadores de la Edad de Oro, debidamente puesto de relieve por Virgilio y por Ovidio, es el 30 aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga de las bellotas, alimento del hombre antes del descubrimiento del hierro. […] Don Quijote pronunció su inmortal discurso «Dichosa edad y siglos dichosos…» (I, 11) con ocasión de haber tomado «un puño de bellotas en la mano». La compañía de esos cabreros, esos hombres primitivos y candorosos, lo tiene ya predispuesto, pero son las bellotas, «avellanadas», fruto de «robustas encinas», las que le desatan la lengua. […] También son cabreros («conducidores de cabras») los que saludan al peregrino de Góngora, «sin ambición, sin pompa de palabras» (Sol. I, 90-93); aunque hijos «de aquella sierra, engendradora / más de fierezas que de cortesía», acogen al náufrago «con pecho igual de aquel candor primero / que, en las selvas contento, / tienda el fresno le dio, el robre alimento» (Sol. I, 136-142). Las bellotas reaparecen, junto con el corcho, en la apacible isla de los pescadores: las rústicas mesas son «cortezas ya livianas / del árbol que ofreció a la edad primera / duro alimento, pero sueño blando» (Sol. II, 337-342). […] La preeminencia de lo natural sobre lo artificial (los lujos, los refinamientos) se afirma constantemente en las Soledades. Una arboleda es más ornamental que un tapiz flamenco, la grama es más rica que la mejor alfombra, las serranas sin afeitesson más hermosas que las damas de la corte. Finalmente, la canción del peregrino (Sol. I, 94- 135) parece ampliación de lo que había dicho don Quijote. Los cabreros que lo han acompañado viven en la inocencia y la rectitud; no conocen la ambición, la envidia, el fraude, el engaño, la presunción, el interés, la soberbia… / Después de Cervantes y Góngora, parece haberse olvidado el tema. La explicación, creo yo, es ésta: el mito de la Edad de Oro resultaba demasiado radical, con su negación de la cultura material, de la propiedad privada, de los refinamientos, de las guerras. A partir no ya de Garcilaso, sino de Santillana, los españoles mostraron enorme predilección por un tema «rival», el del Beatus ille, muchísimo más aceptable. Tanto más digno de nota es que Cervantes y Góngora hayan tomado muy en serio el ideal del «candor primero». / La Inocencia y la Verdad tienen, en la vida real, el contrapeso de la Malicia y la Mentira. Y éste es el terreno de la sátira. […] Cervantes y Góngora acumularon bilis a lo largo de los años y, tras purificarla y refinarla –cada uno a su manera–, la emplearon como materia prima. Puede decirse que la ironía y la sátira son la armazón del Quijote; y en las Soledades, además de la sátira explícita (como el repudio de los vicios cortesanos), hay la sátira implícita: la hermosura de la naturaleza, la gracia de las serranas, la generosidad de los pastores y los pescadores, son una condena rotunda de la arquitectura ostentosa, de los afeites, de todo lo que es falsedad” (Alatorre: 2001, 284-286, cursivas originales). Podemos interpretar, sustentándonos en las filiaciones detectadas por Alatorre, que el “aliento idealista” de ambos autores coincidía en un mismo punto neurálgico: la necesidad de reavivar la tradición clásica de la Edad de Oro por vía del lenguaje literario, el uno desde el terreno de la prosa, el otro desde el de la poesía. Curiosamente –o no tan curiosamente: tales magníficas empresas son reservadas a unos pocos grandes hombres–, Cervantes fue el gran reformador de los géneros narrativos, y, Góngora, de los poéticos: la volición por el rescate del ánima del “candor primero” conmovió, no inútilmente, a dos de los inmortales ingenios españoles. Acaso esta predilección por lo radical del tópico (como elucida Alatorre) antes que por el más accesible beatus ille, haya sido lo que los diferenció de otros ingenios barrocos: su manera, a toda costa idealista, de transcribir en el papel los valores de una existencia pura. No nos suena tan extraño, por lo demás, que el resto de los autores haya ido olvidando poco a poco el tema de la Edad de Oro: el mundo se internó en la modernidad en ciernes, donde cualquier idealismo sería subyugado en detrimento de la victoria del pensamiento pragmático y el mercantilismo. En cierta forma, entonces, las figuras de Cervantes y Góngora (o las de don Quijote y el peregrino de las Soledades, sombras de sus creadores) se alían y se perpetúan en el tiempo legendario de la literatura gracias a una acción heroica: seguir luchando –y creyendo– en la posibilidad de un mundo mejor. 31 alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío.” (I, XI, p. 97). Para mayor solidez de los axiomas poéticos mostrados, queda de manifiesto la efectiva conclusión de Dámaso Alonso que define y delimita el objetivo verdadero de la ciencia estilística: para Saussure, el signo, es decir, la vinculación entre significante y significado, es siempre arbitrario. Pues bien: para nosotros, en poesía, hay siempre una vinculación motivada entre significante y significado. […] podemos añadir que la motivación del vínculo entre significante y significado es aún mucho más patente en la poesía en verso, sobre todo en la lírica o en la narrativa teñida de fuerte matiz lírico (Dámaso Alonso: 1950, 31-32). Baste con lo señalado hasta aquí para utilizar un marco teórico estilístico debidamente equilibrado en el análisis y juicios emitidos sobre la Soledad primera: el deleite es la función literaria primera de la silva porque el gran cometido de su retórica, de su quehacer poético, responde a los intereses de una experiencia sensitiva –en extremo intrincada, esto es, conceptuosa– del lector, del creador, como protagonistas adscritos a la figura de un peregrino que descubre, que transita la feliz epopeya de la vida campirana; una vida mejor, dedicada al culto de lo mínimo evidente, de las cosas cotidianas, sinceramente bella, únicamente alcanzable mediante el poder deleitante del signo poético. Realidad que, como expondremos más adelante, atraviesa lo real y alcanza la hiperrealidad de un paraíso lingüísticamente restaurado, mostrando la combinación creativa del placer epicúreo con los ideales estoicos de la meditación solitaria compartida con discusiones esclarecedoras con amigos y una vida llevada en armonía con la naturaleza […], estética que moviliza efectos auditivos y visuales para estimular la admiración y el uso de la imaginación por parte del caminante / espectador / lector (Collins: 2010, 26-27). 32 Es momento de pasar a la revisión minuciosa de los tipos de deleite que colman las Soledades. Hemos encontrado y clasificado tres grandes rubros de deleite, correspondientes cada uno a funciones específicas desempeñadas al interior de la retórica de la silva, todos ellos regidos por el sentido trascendental del goce estético. Indudablemente, la crítica hallará otros, que acaso se opongan o mejoren los nuestros. Queda, sin embargo, esta aproximación objetiva acerca de las funciones deleitosas estilísticamente detectables en el summum del poema. Funciones deleitantes Pensamos que la literatura que persigue, aunque sea inconscientemente, denotar algo más allá de su concepción misma, instaurándose entre las significaciones variopintas de las épocas históricas, posee funciones determinadas para lograr su cometido. ¿Por qué, entonces, el deleite, definido como una de las funciones de la literatura, debería investirse, a su vez, de funciones específicas que lo determinen? Hemos enunciado la pregunta anterior para explicitar la metodología intersecta en estas “funciones”: el deleite como valencia potencial de la poesía no es un ente que pueda dividirse, pues todos sus atributos perviven “visceralmente” anudados unos con otros y la vivisección de ellos resultaría en una pérdida importante de la emisión afectiva del signo poético. Nos hemos visto obligados a separar el deleite en tres contenedores funcionales por motivos metodológicos: no hay manera poética de estudiar científicamente la poesía; la ciencia divide y a las conclusiones científicas nos atendremos –con el riesgo, presente, de estar perdiendo algo del corazón afectivo. 33 Nuestra división tripartita corresponde a una razón bastante sencilla: la primera función deleitosa es, en nuestro entendimiento, más superficial, más palpable que la última de ellas. De esta forma, las funciones se enumeran siguiendo una lógica descendente donde aumenta el signo afectivo de la poesía, mientras desaparecen los registros ordinarios del lenguaje. El primer peldaño que produce placer es el del goce ingenioso por conocer la verdad detrás de los conceptos; el segundo, el extravagante hedonismo depositado en los objetos, que profiere la subversión del orden genérico establecido; el tercero, la inmersión absoluta, hiperreal, en la afectividad sin barreras del signo poético. 1.2 Función cultista del deleite Federico García Lorca sentenció que “A Góngora no hay que leerlo, sino estudiarlo”12. Con esta apreciación subjetiva podemos sintetizar el deleite guarecido debajo de toda función cultista: ¿quiénes no hemos experimentado, alguna vez, después de decodificar exitosamente los intrincados argumentos de sobrada erudición, de lógica libresca, de lenguaje diametralmenteopuesto al español, el placer innato que hay en esa aprehensión personal de la verdad intelectiva, antes oscura y ajena? La historia de la literatura 12 En la famosa conferencia de Lorca, “La imagen poética de Luis de Góngora”, que se ha tomado, a la postre, como manifiesto de la Generación del 27, se lee que “A Góngora no hay que leerlo, sino estudiarlo. Góngora no viene a buscarnos, como otros poetas, para ponernos melancólicos, sino que hay que perseguirlo razonablemente. A Góngora no se le puede entender de ninguna manera en la primera lectura. Una obra filosófica puede ser entendida por unos pocos nada más, y, sin embargo, nadie tacha de oscuro al autor. Pero no; esto no se estila en el orden poético, según parece” (García Lorca: 1932, 89), dando a entender, así, la ruptura canónica que significó para los ojos poéticos del siglo XX una retórica ampliamente cimentada en el principio de la función cultista del deleite. 34 enigmática –enigmática por culta13– como fuente de producción deleitosa encarna en las Soledades, que son un antes y un después en el decurso de su aplicación estética. Para la época de inicios del siglo XVII, Andrée Collard nos cuenta que El adjetivo culto adquiere el sentido de ‘erudito’ con Góngora. La mutación es importante: indica la creación de una nueva poética, sabia y difícil, y al mismo tiempo desencadena los resentimientos que se venían acumulando contra la erudición […]. Culto es italianismo, ‘limado’, ‘artificioso’. Entre su importación en España y el momento de su máxima difusión con Góngora, sufre una transformación semántica importante: de ‘limado’ pasa a ‘docto’, sentido moderno. Garcilaso lo introduce en español; lo aplica a los versos cuidadosos, pulcramente limados, y al poeta que escribe con tales exigencias. Lo emplea elogiosa y mesuradamente […]. Las connotaciones que culto adquiere a fines del siglo XVI son de procedencia herreriana. No siempre es fácil discernir, hacia 1600, entre la vieja y la nueva acepción. Por regla general, Herrera parece prolongar el uso italianizante de culto. […] Con una vuelta etimológica al latín, y una aplicación figurada al cultivo del ingenio, Herrera tradujo su ideal de intelectualismo aristocrático, su menosprecio de la ignorancia vulgar, verdadera antítesis de lo culto así entendido. Está claro que ser poeta culto equivale a ser poeta erudito, pulido y, diríamos, exclusivista, de minorías: pudo aplicarse, así, tanto a Herrera como a Góngora (Collard: 1967, 1-10). De esta manera, cuando hablamos de una función docta del deleite nos referimos a una operación poética que, mediante argumentos “cultos”14, desencadena un placer estético por solucionar intelectualmente tales trabazones. El fenómeno fue sustentado y puesto de moda en los Siglos de Oro por una línea evolutiva de la poesía culta que va desde Garcilaso, 13 Originalmente, hablando del mundo clásico, culto es un “término retórico que subraya la intención esencialmente artística, y hasta artificiosa, está a su vez calcado sobre el modelo latino de cultus, participio pasado de colere, ‘cultivar’. Para Horacio, que resolvía la antigua contienda entre la disciplina e industria (ars) y el talento natural (ingenium) a favor del arte así entendido, calificar de incultus a un poeta es poner de manifiesto, con sumo desprecio, la falta de lima en sus versos” (Collard: 1967, 3), con lo cual advertimos que en la Antigüedad grecolatina, el cultismo literario no conllevaba necesariamente la dificultad que alcanzó con Góngora, aunque ya mostraba indicios del concepto de arte como artificio. 14 Entendiendo culto en dos de los diez significados que registra el Diccionario de autoridades: “Que se aplica regularmente al estilo puro, limpio, terso y elegante, y al que le usa” y “Se toma tambien por doctrinado, enseñado, sabio, capaz, inteligente y bien educado”. 35 pasando por Herrera, hasta Góngora15: como se comprobará en el capítulo III, la poesía más altiva de los tres guarda un vínculo de tradición expresamente compartida. No debe malinterpretarse la alusión lorquiana como vana verborrea que cifra la poesía de Góngora cual enciclopedia o vademécum cuneiformes. No: el autor de Poeta en Nueva York simplemente está resaltando una de las tres propiedades fundamentales de las que consta la estética del arduo aparato gongorino: hay un placer objetivo en el desentrañamiento del sentido de formas eruditas, cultas, que permanecen encubiertas para un lector no versado, las cuales pueden variar desde las alusiones mitológicas más rebuscadas hasta la indeleble, sutilmente invisible inserción de paradigmas conceptuosos. A fin de cuentas, el factor cultista de las Soledades es un eslabón más en la densa cadena de relaciones conceptuosas al servicio de la generación hiperreal del deleite, ya que ¿Qué causas pudo tener Góngora para hacer su revolución lírica? ¿Causas? Una nativa necesidad de belleza nueva le lleva a un nuevo modelado del idioma. Era de Córdoba y sabía el latín como pocos. No hay que buscarlo en la historia, sino en su alma. Inventa por primera vez en el castellano un nuevo método para cazar y plasmar las metáforas, y piensa, sin decirlo, que la eternidad de un poema depende de la calidad y trabazón de sus imágenes (García Lorca: 1932, 89). Coincidimos con Lorca en que el objetivo ulterior del trabajo afanosamente cultista de Góngora tenía entre miras la creación de un idiolecto poético innovador de la lírica castellana, mas no por ello redundamos en la interpretación latinista de su estilo: el hipérbaton gongorino, así como los cultismos léxicos, los acusativos griegos, etc., podrán 15 Acerca de los visos de la tradición cultista en Góngora, nos cuenta Dámaso Alonso que “Góngora nace, pues, a la literatura dentro de una atmósfera de cultismo; la moda entonces era precisamente una intensificación del cultismo literario. Dentro de ella irá desarrollando a lo largo de su vida los rasgos que están acumulados en el Polifemo y las Soledades, y que sus imitadores reproducen casi siempre sin talento; el gongorismo es, pues, una manifestación particular del cultismo literario prevalente y creciente en España (y en Italia y en gran parte de Europa) en el siglo XVI y el XVII” (Alonso: 1960, 65). Así, el cultismo gongorino no brota por generación espontánea en la lírica aurisecular española: es una expresión más –la más refinada, la más suntuosamente racional y atrevida– de la corriente barroca que gusta del conceptismo retórico presente en la poesía. 36 guardar una resonancia evidente con el mundo clásico, pero la poesía de Góngora nunca pretendió ser algo afuera de sus límites culturales: literatura compleja, sí, pero siempre escrita y pensada en español –en el tipo particular de español concebido por el poeta–, sin dejar de evocar la alteza en que el cordobés tuvo siempre al latín, pues Góngora insufla a la lengua de su tiempo esa aura de libertad que, en el fondo, no es sino una añoranza de la sintaxis latina, aunque sea a expensas de una mayor dificultad en el seguimiento, similar a la producida por la ausencia de modulación (Carreira: 2001, 10). Queda claro, por ahora, que la función cultista del deleite exige cierta iniciación
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