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Construccion-identitaria-masculina--un-acercamiento-a-la-violencia-contra-la-mujer

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Universidad Nacional Autónoma de México 
Facultad de Estudios Superiores Iztacala 
“Construcción Identitaria Masculina: un acercamiento a la 
Violencia contra la Mujer”
E N S A Y O M O N O G R Á F I C O 
QUE PARA OBTENER MENCIÓN HONORÍFICA Y 
TÍTULO DE 
LICENCIADA EN PSICOLOGÍA 
P R E S E N T A 
Ana Laura Alvarez Villalobos
Directora: Dra. María Antonieta Covarrubias Terán
Dictaminadores: Dr. José Trinidad Gómez Herrera
Dr. Adrián Cuevas Jiménez
Los Reyes Iztacala, Edo de México, 2015.
 
UNAM – Dirección General de Bibliotecas 
Tesis Digitales 
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mencionando el autor o autores. Cualquier uso distinto como el lucro, 
reproducción, edición o modificación, será perseguido y sancionado por el 
respectivo titular de los Derechos de Autor. 
 
 
 
AGRADECIMIENTOS Y DEDICATORIAS 
 
A mi madre y a mi padre con el infinito amor que les profeso, con el más sincero reconocimiento a lo 
que cada uno es y hace, y con profunda gratitud por todo lo que me han brindado y enseñado; por 
estar ella y él en las raíces de mi existencia, siempre presentes en lo que soy y lo que puedo llegar a ser. 
A Evangelina Villalobos Perea, por su esfuerzo, compromiso y dedicación incansable, por el apoyo 
incondicional, por su sensibilidad para escucharme y comprender, por confiar y nunca dejar de creer, y 
por el constante aliento amoroso que me da para continuar. A Pastor Alvarez Gutiérrez, por su empeño 
en el camino recorrido, por no retirar su apoyo y confianza en mí, y por significar también un fuerte 
motivo para seguir adelante. A ambos por estar en mi vida y acompañarme con su muy particular 
forma de amar. Los quiero inmensamente. 
 
A mi hermano Ricardo, por ser alguien esencial para mí y porque en cada paso que doy de alguna 
manera se halla invariablemente conmigo; con agradecimiento por todo lo que generosamente me ha 
compartido y por lo que de ello he aprendido, estimando además la gran trascendencia de lo que 
involuntariamente me ha mostrado. A él porque, aun en la ambivalencia que transitoriamente puede 
caracterizar nuestro vínculo, me ha incitado a culminar proyectos y alcanzar mis metas, a ser crítica y 
buscar respuestas, y a encauzar mis bríos hacia la íntegra realización personal. A él porque también lo 
quiero ilimitadamente. 
 
A Jorge Alejandro, por ser mi constante desde hace años, mi mejor compañero en múltiples sentidos y 
en todo momento. A él con el fuerte amor que le tengo por quién es, cómo es conmigo y lo que juntos 
construimos; con verdadera gratitud por estar a mi lado sin condición, escuchando, apoyando, 
motivando y creyendo incesantemente, confrontando amorosamente y siempre exhortándome a crecer. 
Sujetar su mano y sentir su completa compañía ha sido fundamental para no caer cuando, frente a los 
grandes avatares de la vida, titubear parece inevitable. 
 
A mi Alma Máter: la UNAM; porque bajo su inigualable cobijo he tenido la fortuna de encontrar 
profesores/as, compañeras/os, situaciones y espacios que han sido elementales para gestar en mí una 
vocación humanística y socialmente comprometida, crítica y científica; por los conocimientos y valores 
recibidos durante mi constitución profesional y por el compromiso gustosamente adquirido de 
mantener, acrecentar e incorporar los mismos en la praxis psicológica; por ser gran motivo de orgullo 
que nutre mi identidad. 
 
A la Dra. María Antonieta Covarrubias, a quien no tuve el privilegio de conocer dentro del aula y sin 
embargo nunca olvidaré por cada reflexión y aprendizaje que ha propiciado durante la realización de 
este trabajo. A ella con franca admiración y respeto por su labor profesional; y en el ámbito académico 
y personal, con honda gratitud por aceptar darme su asesoría, por creer en mi capacidad y potencial, 
por su inagotable paciencia y comprensión, por el valioso tiempo y el espacio que me concedió, y por el 
sólido y persistente impulso para concluir oficialmente mi formación. Ha sido su apoyo, manifestado de 
muy diversas formas, primordial para la consecución de este logro. 
 
Al Dr. José Gómez, por su preciado acompañamiento, orientación y aportaciones en la cuenta regresiva 
del presente escrito. A él con sincero agradecimiento por su disposición para apoyarme, por la 
confianza y motivación depositada, por su apertura y entendimiento, y también por las significativas 
lecciones que en un lapso tan breve ha generado en mí. Su oportuna intervención ha sido determinante 
para concluir este proyecto y comenzar nuevos. 
 
A las compañeras de disciplina, cuya amistad ha perdurado más allá del diario intercambio académico 
que experimentamos por cuatro años; con agradecimiento y afecto por lo que en aquella etapa y hoy 
día compartimos. A Adriana por acompañarme incondicionalmente, por su escucha y solidaridad 
constante, por la ayuda expresada en diferentes y muy valiosas formas; a ella, que en momentos 
cruciales estuvo a mi lado. A Karen por estar presente y alentarme para no claudicar. A Lizbeth, porque 
incluso en la distancia temporal he contado con su apoyo. Las quiero mucho. 
A mis camaradas preparatorianos/as: Marissa, Lorena, Liliana, David, Luis, Miguel e Irvin; con mucho 
afecto por la amistad sostenida durante estos años y por lo inquebrantable que de algún modo nos 
une; porque encontrarlos en mi vida es garantía de disfrute y bienestar. Las/os quiero siempre. 
 
A aquellos familiares de quienes recibí manifestaciones sinceras de afecto, apoyo y palabras de aliento 
para alcanzar la meta materializada en este trabajo. A Pedrito, por su amor infantil y puro, porque sin 
el propósito de hacerlo atenúa las dificultades de la vida y da tranquilidad; con el deseo de que su 
aspiración a ser un “PUMA bueno” germine y crezca dentro de él. 
 
A quienes físicamente he perdido, pero cuya esencia imperecedera indudablemente me acompaña en el 
diario vivir. A la memoria de mi entrañable amiga María Irasema Ledesma Anteliz (Chema). Y a la 
memoria de mi querido abuelo y mi querida abuela: Pedro Villalobos Hernández (Papá Pedro) y María 
Engracia Perea Caldera (Mamá Engracia). Con gratitud por haber estado en mi existencia y por el 
legado que me han dejado; con todo el amor que hasta el final albergaré para ellos. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
ÍNDICE 
 
Introducción 1 
Capítulo 1. Constructos Elementales del Sujeto de Género 13 
1.1 Sexo 13 
1.2 Género 16 
1.3 Identidad 20 
1.3.1 Identidad Genérica 22 
Capítulo 2. Elaboración de la Identidad de Género Masculina 26 
2.1 Teorías de la Identidad Genérica 26 
2.2 Socialización y Endoculturación 29 
2.2.1 Socialización del Hombre en la Familia 32 
 2.2.1.1 Comportamiento Parental 33 
 2.2.1.2 Comportamiento Diferencial entre Padre y Madre 35 
 2.2.1.3 Situación de Juego 37 
 2.2.1.4 Algunas consideraciones 39 
 2.3 Otras variables 40 
Capítulo 3. Identidad Masculina 42 
 3.1 Masculinidad/es 42 
 3.2 Hegemonía, Sistema Sexo-Género y Patriarcado 45 
 3.3 Masculinidad Hegemónica 48 
 3.3.1 Poder y Dominación 52 
 3.3.2 Ser Hombre 56 
 3.3.3 Ley Básica: No ser Mujer 60 
3.3.3.1 Ser Heterosexual 61 
3.3.3.2 Restricción Emocional y Ser Racional 64 
3.3.3.3 Ética del Logro y Ser Público 65 
3.3.3.4 Ser Importante 66 
Conclusiones68 
Referencias 71 
 
 
 
INTRODUCCIÓN 
 
A lo largo de la historia de la humanidad, en diferentes contextos y espacios 
geográficos del planeta, parece que la violencia se presenta como una suerte de constante. 
No resulta difícil advertir las diversas manifestaciones de tal fenómeno y las graves 
consecuencias que éste conlleva expresadas en distintas formas. Así, por ejemplo, en 2003 
la Organización Mundial de la Salud (OMS) señala que una de las principales causas de 
muerte alrededor del mundo es la violencia, e indica que además de este lamentable tributo 
humano implica un elevado costo que menoscaba la economía de cada nación. Asimismo, 
es sustancial considerar que algo que caracteriza a las sociedades actuales es el abrumador 
incremento de este fenómeno de orden estructural que margina y daña gran parte de la 
población mundial. 
Entre las múltiples expresiones de violencia presentes en el entorno global se halla de 
manera alarmante la que es perpetrada en contra de la mujer que, como lo reporta la OMS 
(2005), hasta hace algunos años era minimizada por las autoridades, especialmente aquélla 
infligida por la pareja masculina. Sin embargo, hoy en día diversos organismos 
internacionales como el ya citado, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y el 
Banco Interamericano de Desarrollo (BID), reconocen este tipo de violencia como un grave 
problema de violación de derechos humanos y de salud pública que afecta todos los 
sectores que conforman la sociedad. 
Las investigaciones realizadas a nivel internacional han dado cuenta de que la 
violencia contra la mujer es un serio problema aún más generalizado de lo que antes había 
sido vislumbrado. Apoyándose en la revisión de distintos estudios llevados a cabo en 35 
países, la OMS (2005) declara que del 10% al 52% de las mujeres había sido maltratada 
físicamente por su pareja, y que entre el 10% y el 30% había experimentado violencia 
sexual también cometida por dicha persona. A propósito de esto, en un trabajo más reciente 
como el Estudio Multipaís sobre Salud de la Mujer y Violencia Doméstica contra la Mujer 
(OMS, 2012), se muestra que de un 15% al 71% había sufrido violencia física y/o sexual 
por parte de su compañero. Cabe mencionar que diferentes investigaciones, examinadas por
2 
 
 
el mismo organismo, evidencian que la violencia física frecuentemente se acompaña de 
maltrato psicológico y, en hasta más de la mitad de los casos, de violencia sexual. Por 
último, en el Informe Mundial sobre la Violencia y la Salud se afirma que tal fenómeno 
ocasiona el deceso de cientos de miles de mujeres cada año, llegando a la inaceptable cifra 
de 800 mil víctimas (OMS, 2003). Es importante reflexionar que a pesar de la 
documentación que hay de estos números y de otros más que también refieren a la violencia 
que viven las mujeres en el mundo, la magnitud real de esta problemática aún se encuentra 
lejos de ser aprehendida a causa, en términos generales, de la naturalización de la que es 
objeto que constantemente impide que sea identificada y denunciada, y de los registros de 
carácter desagregado que además derivan de distintas metodologías (Morey, 2007). 
Por otra parte, como ya se ha aludido, no puede hablarse de violencia contra la mujer 
sin mencionar con ésta las consecuencias que implica no sólo en el nivel personal de 
quienes la reciben, sino también en las esferas donde se hallan inmersas tales mujeres. 
Dicho esto, las secuelas parecen incidir directamente en amplios ámbitos dado que, como 
respuesta de temor al fenómeno, las mujeres pueden excluir de su vida actividades de gran 
trascendencia como las recreativas, educativas y laborales, al igual que acciones de 
participación en la cultura, política y vida pública; mermando con ello su movilidad para 
acceder a información y servicios, sus oportunidades de crecimiento, su autonomía y sus 
redes de apoyo social; o dicho en otras palabras, menguando así su calidad de vida (Morey, 
op. cit.; OMS, 2003). Aunado a lo anterior, la violencia contra la mujer también puede tener 
efectos adversos dentro de la estructura familiar, ya que las mujeres violentadas pueden ver 
reducidas no sólo las capacidades para cuidar de sí mismas, sino también de sus hijos/as; 
por tanto, las consecuencias de tal violencia llegan a éstos/as, quienes pueden presentar 
mayor riesgo de sufrir problemas emocionales, de salud y de conducta, incluso existen 
datos que apuntan a que la violencia contra la mujer puede tener una relación clara o 
indirecta con la mortalidad en la infancia (OMS, 2003; 2012). 
Además, como también ha sido sugerido, este problema conlleva costos económicos 
enormes que repercuten en toda la sociedad. Las mujeres violentadas presentan más 
problemas de salud a lo largo de su vida que las no maltratadas, por lo cual de forma 
inmediata o a largo plazo pueden requerir múltiples servicios como operaciones, consultas 
médicas y psicológicas, estancias hospitalarias, entre otros más; todo lo cual coadyuva a un 
3 
 
 
incremento significativo en gastos por asistencia sanitaria. En el mismo sentido económico, 
la violencia contra la mujer puede afectar su desempeño laboral; la disminución de su 
productividad se traduce en pérdidas para su lugar de trabajo y para sí misma en lo que 
refiere a sus propios ingresos (OMS, 2003). 
Finalmente, aunque no por ello menos alarmante, se deben considerar otras 
consecuencias de este tipo de violencia en el nivel meramente individual. Existe un vínculo 
entre la violencia recibida por las mujeres y la presencia de diversos síntomas físicos y 
psicológicos de salud precaria. Dichos síntomas pueden manifestase enseguida de la 
violencia o en el futuro, debido a que las secuelas de este problema pueden prevalecer 
mucho tiempo después de experimentar el hecho violento, o bien, el maltrato acumulado 
puede ser causa de desgaste en la salud de la mujer. Siendo así, ser receptora de violencia 
representa un factor de riesgo para padecer diferentes problemas, enfermedades o trastornos 
funcionales, ya sean de tipo físico, sexual y/o psicológico, y para la adopción de 
determinadas conductas peligrosas como el sedentarismo o el abuso en el consumo de 
tabaco, alcohol u otras drogas. Ergo, la violencia contra la mujer en últimas consecuencias 
puede provocar su muerte; este fenómeno, particularmente dentro de la relación de pareja, 
es el motivo de un representativo número de defunciones de mujeres por asesinato (OMS, 
2003; 2005). 
Estimando los efectos expuestos se comprende por qué la violencia contra la mujer 
ocupa un lugar en la agenda pública como un asunto de preocupación a nivel mundial. De 
manera que es posible mencionar la existencia de diferentes tratados de carácter 
internacional que primordialmente buscan dar seguimiento a la situación de las mujeres en 
los Estados involucrados, promoviendo sus derechos y conformando una base de acción 
que los garantice e impulse su desarrollo e integración en diferentes ámbitos. Así pues, 
desde 1946 la ONU creó la Comisión de la Condición Jurídica y Social de la Mujer, de 
cuya labor han derivado diversas declaraciones y convenciones, entre las cuales destaca la 
Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer 
(CEDAW), de 1979. Otros instrumentos relevantes, son: la Conferencia Mundial de 
Derechos Humanos (1993), la Declaración sobre la Eliminación de la Violencia contra la 
Mujer (1993), la Relatora Especial sobre Violencia contra la Mujer (1994) y la Conferencia 
4 
 
 
Mundial sobre la Mujer (1995) (Instituto Nacional de las Mujeres [INMUJERES], 2008; 
Gherardi, 2012; Hernández y Soto, 2012a). 
Del mismo modo existen otros instrumentos de alcance regional, específicamente en 
el hemisferio occidental, que también buscan combatir el problema que aquí atañe. Entre 
éstos es conveniente hacer mención de la Comisión Interamericana de Mujeres(CIM) 
fundada en 1928, de cuyo trabajo se han desprendido una serie de convenciones en las que 
se distingue la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la 
Violencia contra la Mujer, mejor conocida como “Convención de Belém do Pará”, de 1994 
(INMUJERES, op. cit.; Hernández y Soto, 2012a), y de la que deriva el Mecanismo de 
Seguimiento de la Implementación de la Convención de Belém do Pará (MESECVI), 
encargado de ejecutar rondas de evaluación de los Estados que favorezcan la 
documentación de la problemática y el desarrollo de prácticas positivas entre los países 
(Gherardi, op. cit.). Por último, se halla el Plan de Acción Regional sobre la Integración de 
la Mujer en el Desarrollo Económico y Social de América Latina (PAR), de 1977, que 
supuso el establecimiento de la Conferencia Regional sobre la Integración de la Mujer en el 
Desarrollo Económico y Social de América Latina y el Caribe, realizada cada tres años con 
la finalidad de abordar los avances del PAR y las consecuentes acciones para mejorarlo 
(INMUJERES, op. cit.). 
Ahora bien, como lo indica Gherardi (op. cit.), todos estos instrumentos establecen 
interrelaciones jurídicas entre sí, de las cuales emanan estándares apropiados para el 
reconocimiento del derecho de las mujeres a tener una vida libre de violencia. Empero, pese 
a todas estas conferencias, convenciones y tratados, la realidad parece revelar que ello no 
ha sido suficiente y que el problema de la violencia en contra de la mujer sobrepasa y 
constata más los déficits que los buenos resultados de dichos eventos. De tal suerte y 
delimitando geográficamente el problema, Insulza (2013) manifiesta que la Convención de 
Belém do Pará aún representa un objetivo por alcanzar, pues incluso cuando ésta dio pauta 
a modificaciones importantes dentro de la normativa de los Estados implicados, las mujeres 
de la región poco son beneficiadas por el marco jurídico en relación con las 
manifestaciones de violencia recibidas por ellas. Refrendando lo anterior, la ONU (2009; 
cit. en Observatorio Ciudadano Nacional del Feminicidio [OCNF], 2010) expone la grave 
deficiencia para asignar los recursos materiales, humanos y legislativos suficientes en la 
5 
 
 
lucha contra este fenómeno y, al mismo tiempo, denuncia el patrón de impunidad 
sistemática que persiste dentro del ámbito judicial y que acentúa la situación de maltrato 
que viven estas mujeres. 
Así, es innegable que las distintas expresiones que adquiere la violencia siguen 
siendo resentidas significativamente por muchas mujeres en América Latina y el Caribe. 
Demarcando más esta problemática al caso particular de México, parece que el riesgo de 
que una mujer sea violentada se multiplica como lo pronostican Incháustegui y López 
(2012), apuntando a sociedades en que la cultura de la violencia ha sido gravemente 
generalizada, reflejada en situaciones de la vida diaria donde sus diversas formas se hacen 
presentes anulando los derechos de las personas y estando exentas de sanción. De esta 
manera se añade que, dentro de una sociedad en la que el ambiente inseguro y violento se 
ha extendido, el problema de la violencia contra las mujeres resulta ser aún más 
invisibilizado (OCNF, op. cit.). 
Continuando con el caso de México es preciso mencionar que éste ha firmado y 
aprobado los principales instrumentos antes citados, lo cual supone una responsabilidad 
asumida para defender los derechos humanos y las libertades fundamentales de las mujeres. 
No obstante, las autoridades violan los compromisos adquiridos, puesto que aun 
legitimando la firma y ratificación señalada (principalmente de la CEDAW y de la 
Convención de Belém do Pará) con la creación a nivel nacional de legislaciones como la 
Ley Federal para Prevenir y Eliminar la Discriminación, la Ley General para la Igualdad 
entre Mujeres y Hombres, y más recientemente la Ley General de Acceso de las Mujeres a 
una Vida Libre de Violencia (LGAMVLV) (Fernández, 2012), el deber que el Estado 
mexicano adquirió no se ha traducido en una verdadera atención íntegra a la violencia que 
experimentan muchas mujeres en el país, que incluya investigación, prevención, respuesta, 
sanción y saneamiento de daños. La vida libre de violencia para las mexicanas sigue 
significando hoy día una promesa por cumplir. 
Dicho lo anterior, la gravedad de esta problemática queda expuesta no sólo en las 
manifestaciones que pueden percibirse cotidianamente, sino también en los múltiples 
indicadores al respecto que son obtenidos a través de la realización de diferentes encuestas 
y a partir de la revisión de registros administrativos de diversas instituciones públicas. Por 
6 
 
 
tanto, considerando algunos de los sondeos más actuales que muestran el panorama 
nacional acerca del fenómeno que aquí concierne, es oportuno hacer una observación de 
algunos datos arrojados por los siguientes: la Encuesta Nacional sobre Violencia contra las 
Mujeres (ENVIM), cuya ejecución más reciente tuvo lugar en 2006, ocasión en que se 
solicitó responder a mujeres de 15 años o más que durante el levantamiento demandaban 
los servicios de tres instituciones de salud (SSA, ISSSTE e IMSS) dentro de sus dos 
primeros niveles de atención y que fue representativa de todos los estados de la República 
Mexicana con excepción de Oaxaca (Olaiz, Uribe y del Río, 2009); la Encuesta Nacional de 
Violencia en las Relaciones de Noviazgo (ENVINOV), llevada a cabo en 2007 y aplicada 
en todo el país a jóvenes con edades de entre 15 y 24 años que en tal momento se 
encontraban solteros y sostenían una relación de noviazgo (Instituto Mexicano de la 
Juventud [IMJUVE], 2008); y, finalmente, la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las 
Relaciones en los Hogares (ENDIREH), cuya última realización fue en 2011 al sondear 
mujeres con edades de 15 años o más que durante la aplicación se hallaban (de mayor a 
menor proporción) casadas o unidas, solteras sin antes haber cohabitado con una pareja, o 
bien, separadas, divorciadas o viudas, y que también tuvo representatividad a nivel nacional 
(Instituto Nacional de Estadística y Geografía [INEGI], 2012). 
Examinando los principales datos obtenidos por las encuestas ya descritas, es 
pertinente decir que de acuerdo a la ENVIM (2006) el 60% de las participantes alguna vez 
en su vida había sido violentada; de modo que el 79.5% de ellas apuntó a la pareja (actual u 
otra a lo largo de su vida) como su agresor; el porcentaje restante se distribuyó (de mayor a 
menor magnitud) señalando a un familiar, padre, hermano, otro no familiar, hermana, 
padrastro o madrastra como su atacante. Asimismo, los resultados indicaron que el 30% de 
las mujeres sondeadas era receptora de violencia ejercida por su pareja en el momento en 
que se aplicó la encuesta (Olaiz, Uribe y del Río, op. cit.). 
Años más tarde, con la ejecución de la ENDIREH (2011), se obtuvo información que 
legitimó lo anterior, a razón de que entre las mujeres encuestadas la violencia más 
extendida fue aquélla infligida por la pareja (última o actual). Esto fue reportado en mayor 
medida por las participantes separadas, divorciadas o viudas, de las cuales el 64% reveló 
ser agredida de distintas formas durante su última unión o matrimonio; por otro lado, fue el 
47% de las mujeres que se encontraban o habían estado casadas o unidas, el que indicó 
7 
 
 
haber recibido algún tipo de violencia durante su relación de pareja; de forma más 
particular, la encuesta reveló que el 44.8% de las participantes casadas o unidas en ese 
momento había sido ya agredida por su pareja (INEGI, op. cit.). 
Por último, Incháustegui y López (op. cit.), apoyándose en un análisis de los registros 
de egresos hospitalarios de las instituciones públicas y de lesiones de la Secretaría de Salud 
(SSA), indican que el 92% de las personas atendidas por violencia familiar son mujeres. 
Además, confirmando lo ya reportado por la ENVIM(2006) y la ENDIREH (2011), los 
autores señalan que el 80% de ellas experimentó violencia por parte de un hombre; sentado 
esto, se indica que al 76.3% las violentó su pareja, y en menores dimensiones algún otro 
hombre familiar de la mujer en cuestión, su padre o su madre. 
Siguiendo con la revisión de los diferentes datos obtenidos y registros existentes 
acerca de la violencia perpetrada en las mujeres mexicanas, también es importante exponer 
la información alusiva al tipo de violencia que se vive. Dicho esto, la ENVIM (2006) 
demostró que las prevalencias de diversos tipos de violencia recibida en ese momento por 
parte de la pareja de las participantes fueron (de mayor a menor porcentaje) las siguientes: 
psicológica (28.5%); física (16.5%); sexual (12.7%); y económica (4.42%) (Olaiz, Uribe y 
del Río, op. cit.). 
Ulteriormente, con el levantamiento de la ENVINOV se advirtió que dentro de las 
relaciones de noviazgo que sostenían las/os encuestadas/os, 61.4% de las mujeres 
experimentaba violencia física emitida por su pareja. Por otro lado, en lo que respecta a la 
violencia sexual recibida en algún momento de sus vidas, dos terceras partes de los jóvenes 
que así lo afirmaron fueron mujeres; tratándose de dicha violencia, particularmente dentro 
de la relación de pareja, el 16.5% de las encuestadas mencionó haberla vivido. Y aunque el 
sondeo no hace una distinción en función del sexo en lo que a violencia psicológica se 
refiere, vale decir que el 76% de los/as participantes dijo experimentarla en su relación 
(IMJUVE, op. cit.). 
Incháustegui y López (op. cit.) también señalan, conforme a un análisis de los 
registros de la SSA y considerando los de Servicios Especializados para la Atención de 
Violencia, que en 2010 las mujeres que fueron atendidas reportaron en su mayoría haber 
8 
 
 
recibido violencia psicológica (43%), seguidas por la atención brindada a mujeres 
violentadas sexualmente (9%), económicamente (4.6%) y físicamente (4.16%). 
Finalmente, en lo que corresponde a los resultados arrojados por la aplicación de la 
ENDIREH (2011) en cuanto a tipos de violencia ejercida contra las encuestadas dentro de 
su relación de pareja, un mayor número de estas mujeres señaló haber vivido violencia 
emocional (42.4%); la violencia económica fue la segunda experiencia mayormente 
indicada (24.5%); en último término, las manifestaciones de violencia física y sexual fueron 
señaladas por una menor proporción de ellas (13.5% y 7.3%, respectivamente) (INEGI-
INMUJERES, s.f.; Hernández y Soto, 2012b; INEGI, op. cit.). 
Para concluir la exposición de los datos más sustanciales sobre la violencia contra las 
mujeres mexicanas es relevante estimar también aquéllos alusivos a las consecuencias que, 
como ya fue mencionado párrafos atrás, son diversas e inherentes a la violencia que es 
recibida. Según los registros de lesiones de la SSA y de egresos hospitalarios de las 
instituciones públicas, el porcentaje de mujeres atendidas como efecto de la violencia 
ejercida contra ellas creció 26.8% entre 2004 y 2010 (Incháustegui y López, op. cit.). Por 
otro lado, los resultados de la ENVIM (2006) demuestran que el 29% de las mujeres 
sondeadas que manifestó haber sido violentada por su pareja en aquel tiempo, señaló ser 
afectada por lesión o daño como secuela de tal suceso; cabe agregar que de estas mujeres 
sólo algunas demandaron atención médica pese a la gravedad de las consecuencias que 
experimentaron. En lo concerniente a las mujeres que sí solicitaron servicios sanitarios en 
respuesta a las lesiones ocasionadas por su pareja, se calculó que en general gastaron, ellas 
o sus familias, un total de $11, 388, 932; es decir, cada mujer lesionada cubrió su proceso 
médico con $535.80 en promedio. Además, la encuesta arroja información valiosa acerca 
de las secuelas laborales y productivas que implicó la violencia perpetrada en las 
participantes; las mujeres asalariadas que afirmaron ser violentadas indicaron haberse 
ausentado en su empleo (cinco días en promedio), haber tenido que cambiar de trabajo y/o 
haberlo perdido (Olaiz, Uribe y del Río, op. cit.). 
Expuesto todo lo anterior y aun cuando los registros y encuestas no ofrecen datos 
completos acerca de los efectos adversos que prevalecen en las mujeres violentadas del 
país, es evidente que éstas experimentan tales secuelas y no sólo en su salud física, su 
economía y productividad, sino también en su estado psicológico y sexual; empero, quizá la 
9 
 
 
consecuencia aún más alarmante por su carácter irreversible es el hecho de perder la vida. 
Supuesto de esa forma, cabe mencionar que los sistemas de información de los que dispone 
el Estado mexicano no están todavía diseñados para brindar datos oportunos sobre los 
asesinatos de mujeres por razones de género (Incháustegui y López, op.cit.); más aún, la 
estadística oficial no provee información que permita la obtención de indicadores que 
pongan de manifiesto el verdadero alcance del problema, incluso las Procuradurías 
Generales de Justicia de los Estados tampoco facilitan la indagación en el tema dado que no 
cuentan con una constante sistematización en su documentación (Hernández y Soto, 
2012a). Sin embargo, es posible tener un acercamiento a la visibilización de este grave 
efecto de la violencia a través de algunas investigaciones y registros. 
Considerando una investigación llevada a cabo durante la LIX Legislatura (2003-
2006) por la Comisión Especial para Conocer y dar Seguimiento a las Investigaciones 
relacionadas con los Feminicidios en la República Mexicana, en que fueron estudiadas sólo 
algunas entidades (Estado de México, Oaxaca, Morelos, Guerrero, Chiapas, Chihuahua y 
Distrito Federal), cabe señalar un resultado importante que coincide con datos de otros 
registros y encuestas, esto es: explorando la relación entre la mujer asesinada y el homicida 
se halló que el principal atacante fue la pareja y que muchos de esos homicidios ocurrieron 
dentro del hogar (Hernández y Soto, 2012a). 
En lo que refiere al conocimiento de cifras recientes y con cobertura a nivel nacional 
se puede citar la investigación de Incháustegui y López (op. cit.), quienes muestran una 
aproximación al problema que aquí atañe examinando el registro de defunciones femeninas 
con presunción de homicidio que se encuentra en las Estadísticas Vitales de Mortalidad. 
Aunque con tal registro no es posible diferenciar entre los feminicidios y los decesos por 
hechos violentos u homicidios, los datos resultan ser adecuados debido a que tienen un 
nivel de calidad homogéneo entre las entidades federativas. Aclarado esto, el análisis revela 
que en el país se registraron 2,335 muertes de mujeres con presunción de homicidio durante 
2010. Al respecto, el INEGI (2011; cit. en INEGI, op. cit.) proporciona información similar 
apuntando a que en ese mismo año fueron 2,418 los fallecimientos de mujeres por 
homicidio. 
Finalmente, analizando un periodo más prolongado, las mismas autoras indican que 
de 1985 a 2010 se registraron 36,606 muertes de mujeres con presunción de homicidio a 
10 
 
 
nivel nacional. La indagación también evidencia lo alarmante del hecho de que aun cuando 
la tasa de este tipo de defunciones había mostrado decrementos en sus valores, a partir de 
2007 éstos comenzaron a registrar aumentos con la mayor aceleración observada hasta la 
actualidad, algo paradójico debido a que fue durante ese año que se inició un amplio 
proceso legislativo a favor de los derechos y las libertades de las mujeres en relación con la 
LGAMVLV. Por último, cabe mencionar que de acuerdo con estas cifras las tasas de 
defunciones femeninas y masculinas con presunción de homicidio se diferencian entre sí, 
puesto que en las segundas tienen mayor impacto los cambios contextuales, muestra de una 
mayor elasticidad, en contraste con la tasa correspondiente a las mujeres que sugiere que la 
violencia ejercidacontra ellas tiene un carácter estructural. 
Mencionados los datos acerca de la violencia que experimentan las mujeres en 
México, es conveniente reiterar lo ya señalado por ciertos/as autores/as (Hernández y Soto, 
2012a; Incháustegui y López, op. cit.) en alusión a que incluso con el trabajo realizado para 
la documentación sobre el tema, la escasez de información y de estadísticas precisas que 
secunden su atención resulta innegable. En este sentido no se debe olvidar que la 
información obtenida por encuestas es siempre susceptible a la metodología empleada que 
difiere entre un levantamiento y otro, y que en los registros administrativos se halla el grave 
problema que implica la denominada “cifra negra”. No obstante, se puede reconocer que lo 
expuesto provee un acercamiento a la realidad de cómo se manifiesta la violencia contra la 
mujer en el país, refrendando la urgencia de ocuparse en este fenómeno aún vigente con las 
secuelas que le acompañan. 
Asimismo, se puede apreciar la naturaleza multidimensional de esta problemática en 
tanto parece ser producto de una compleja interacción de diversos factores; como señala la 
ONU (2006; cit. en Incháustegui y López, op. cit.), la violencia contra la mujer representa 
en México sólo una parte de toda una serie de conflictos sistémicos. De tal suerte y como 
ha sido sugerido, es posible pensar en el contexto contemporáneo de violencia generalizada 
en el país como un elemento que si probablemente no origina dicho fenómeno sí lo agrava; 
en la misma vertiente se puede considerar que el Estado mexicano, aun siendo parte de los 
esfuerzos que a nivel internacional se efectúan para atender la problemática, no ha brindado 
una respuesta efectiva dada la falta a sus compromisos; y con la misma relevancia puede 
también reflexionarse la trascendencia que tienen otros dispositivos de orden cultural y 
11 
 
 
psicológico en la prevalencia de los casos de mujeres violentadas en el país. En síntesis, se 
trata de un asunto complejo cuyas fuentes pueden ser de muy diversa índole, por lo que su 
atención íntegra no parece sencilla y posiblemente no puede emanar de una sola disciplina; 
lo cual, sin embargo, no debe conducir al abandono de tan importante tarea pues no se 
puede suponer, coincidiendo con Morey (op. cit.), que la violencia contra la mujer es la 
expresión de algo universal e innato en los individuos, ignorando así el carácter flexible que 
permite a las personas generar nuevos comportamientos y diferentes maneras de 
organización social. 
De tal suerte, es imprescindible considerar que ante esta problemática lo ideal es no 
tomar una postura reduccionista, desde la cual se asuma que el fenómeno es únicamente de 
carácter sociocultural o, por otro lado, de índole individual o psicológica. Lo polifacético 
del problema requiere un acercamiento, comprensión y solución desde diferentes niveles; 
sin embargo, al hallarse conformado por diversos elementos que se influyen entre sí, resulta 
conveniente hacer un análisis aislado de cada uno de ellos para el posterior entendimiento 
de sus interrelaciones, sin ignorar que ningún nivel o aproximación al fenómeno es más 
decisiva que otra, dado que todas se hallan entrelazadas (Morey, op. cit.). 
Dicho lo anterior, por las diferentes implicaciones que tiene, también es ideal asumir 
que el problema de la violencia contra las mujeres requiere del interés no sólo de quienes la 
experimentan, sino de los/as sujetos en general, miembros de diversas disciplinas y 
autoridades responsables en todos los sectores y niveles. Así, un acercamiento al fenómeno 
que involucre a los hombres parece ser fundamental, pues no es más trascendental abordar 
un sólo elemento de la relación violenta que atender a ambos, más aun considerando que la 
violencia que mayormente viven las mujeres se presenta en el vínculo con otro hombre 
dentro de una relación de pareja, como es sugerido por algunos estudios internacionales 
(OMS 2003; 2005) y demostrado a nivel nacional por los resultados obtenidos a partir de la 
ENVIM (2006) y la ENDIREH (2011) (Olaiz, Uribe y del Río, op. cit.; INEGI, op. cit.), así 
como por el trabajo analítico de otras/os autoras/es (Incháustegui y López, op. cit.; 
Hernández y Soto, 2012a). 
Es entonces preocupante que el acercamiento a tal violencia frecuentemente se limite 
a lo que concierne a las mujeres y las acciones punitivas hacia los hechos, descuidando de 
esa manera la atención que idealmente se debe también conceder a asuntos estructurales, 
12 
 
 
culturales y psicológicos con relación a los hombres y la violencia masculina, para ofrecer 
así una aportación que complemente el entendimiento y atención íntegra del problema. 
Dicho esto, el presente trabajo tiene el propósito de analizar la construcción de la identidad 
genérica masculina para comprender cómo se expresa en la violencia ejercida contra la 
mujer, con lo cual se espera colaborar en el esclarecimiento de al menos uno de los 
elementos que se hallan inmersos en este grave fenómeno. 
 
 
 
1. CONSTRUCTOS ELEMENTALES DEL SUJETO DE GÉNERO 
 
Sumergirse en la identidad considerando su dimensión genérica para lograr el 
objetivo que en este trabajo se persigue, exige primeramente realizar un recorrido 
conceptual, analítico y reflexivo por los diferentes constructos que le anteceden y 
configuran a la vez. Dicho esto, en el presente capítulo se expone tal revisión partiendo 
desde el espacio corpóreo e ideológico más básico en el que el sujeto de género se gesta: el 
sexo; pasando necesariamente por el género para concluir la indagación en la identidad y la 
subidentidad fundamentada en éste; es decir, llegando al encuentro con el ser generizado. 
Así pues, se muestra la complejidad en las concepciones de cada constructo, siempre 
habilitadas para generar controversia entre distintas posturas. De igual forma, se señalan los 
elementos, dimensiones y procesos que los conforman y la manera en que lo psicológico, 
sociocultural y biológico se conjunta en cada uno de éstos. Ello sin dejar de enfatizar en la 
interrelación que tienen y que innegablemente impacta, de principio a fin y 
diferencialmente, la existencia de los individuos. 
 
1.1 Sexo 
Aparentemente el entendimiento del sexo no implica mayor confusión, pues con 
frecuencia es comprendido desde una postura biologicista que lo demarca naturalmente 
dicotómico. Siendo así, éste puede concebirse como un suceso nato revelado en las 
características anatómicas y fisiológicas que diferencian a machos y hembras dentro de la 
especie (Fernández, 2012); o bien, como un atributo invariablemente fáctico y analítico de 
lo humano a razón de que toda persona es sexuada (Beauvoir, s.f.; cit. en Butler, 2007). Sin 
embargo, como se expone a continuación, la categoría “sexo” resulta tan compleja que 
incluso dentro de los límites de la biología, y más aún fuera de éstos, puede ser 
comprendida de maneras muy diversas. 
En principio dicha designación apunta a distintas áreas que la constituyen. Como 
muestra de lo anterior, Masters, Johnson y Kolodny (1995) indican que son cuatro los 
elementos biológicos que definen el sexo de una persona, a saber: los cromosomas, las 
14 
 
 
hormonas, la anatomía externa e interna sexual y las características sexuales secundarias. 
Asimismo, sin desprenderse de esta lógica biologicista y con nomenclatura similar, Lamas 
(2002) hace referencia a que el sexo está determinado por cinco factores añadiendo a los 
anteriores, de forma muy independiente, las gónadas. Así, aunque se hacen observaciones 
semejantes para el establecimiento de los componentes que definen el sexo, la estimación 
de éstos en torno al papel que desempeñan en su determinación es confusa. 
Page (1987; cit. en Butler, 2007), por ejemplo, realizando un estudio para explicar el 
dimorfismo sexual, particularmente de algunos/as de sus participantes cuya conformación 
cromosómicaera ambigua, habla del “gen maestro” como el encargado de precisar el sexo 
al subordinar todas las características que lo hacen unívoco y binario. En tal investigación 
el autor establecía hipotéticamente al gen como fundador del sexo masculino, localizándolo 
en el cromosoma Y; empero, tras encontrarlo en el cromosoma X de las mujeres estableció 
que era sólo determinante en función de permanecer activo (en los hombres) o pasivo (en 
las mujeres) por lo que, independientemente de la variación cromosómica, se plantea que 
un hombre verdaderamente lo es dado que su cromosoma Y puede ser ilocalizable mas no 
inexistente, y una mujer tampoco deja de serlo aun con la transubicabilidad del mismo. 
Ahora bien, cabe decir que ante estos argumentos la existencia o no del “gen maestro” 
como fundamental en la especificación sexual puede carecer de sentido, en la medida en 
que el mismo autor parece concluir infiriendo el sexo de sus participantes atípicos 
(“mujeres XY” y “hombres XX”) sólo en consideración de sus genitales externos. 
Puede advertirse así que la aprehensión del sexo no es sencilla. Es evidente que los 
factores que se piensa lo constituyen son múltiples y en ocasiones pueden ser incoherentes 
entre sí, dificultando con ello su delimitación incluso si se designara un solo elemento 
como su fundador concluyente. Ergo, es posible decir que del acoplamiento de los 
diferentes elementos biológicos puede no emanar un resultado que apoye la existencia del 
sexo unívoco dentro de un marco binario como generalmente es asumido. Dicho lo cual y 
adoptando una visión antiesencialista, se reflexiona que aquello que generalmente se acepta 
como natural e inmutable puede ser algo construido socioculturalmente y, aunque 
normalizado, de igual manera susceptible a la transformación. Desde este supuesto, Wittig 
(s.f.; cit. en Butler, 2007) concibe a la propia naturaleza como una representación mental, 
15 
 
 
ideas elaboradas y conservadas con el propósito de coadyuvar al control social, la opresión 
y la dominación sexual. 
Ahondando más en el razonamiento en torno a qué es y si realmente existe el sexo 
nato, es posible estimar también que no sólo éste sino el mismo cuerpo de una persona hace 
referencia a una situación cultural más allá de sus fronteras anatómicas. Beauvoir (1981), 
concibiéndolo así, señala que lo corpóreo siempre es interpretado a través de significados 
culturales por lo cual, de manera más particular, se trata de un medio o instrumento que 
tiene relación con éstos. Siguiendo la misma línea de pensamiento, Wittig (1981; cit. en 
Butler, 2007) infiere al cuerpo como una construcción compleja e imaginaria, 
argumentando que el establecimiento del sexo se origina a partir de la interpretación de 
determinadas características físicas, y no sólo de su percepción, que aun siendo inconexas 
adquieren un significado social (“partes sexuales”) y se convierten en una unidad artificial 
en tanto definen al cuerpo erógeno a través de su fragmentación. Todo lo cual, según la 
autora, produce un entendimiento limitado de las partes sexuales del cuerpo, reconociendo 
únicamente como tales a aquéllas que contribuyen a la reproducción y que en realidad son 
tan neutras como las demás. A propósito de esto, cabe recordar la investigación del “gen 
maestro” en que finalmente se adopta la norma cultural que muestra la parte del cuerpo que 
usualmente simboliza la sexualidad reproductiva como la que precisa el sexo, al margen de 
los factores que lo puedan cuestionar. Sentado lo anterior, como situación cultural, la 
entidad anatómica más que ser objeto de una apreciación biológica lo es de la interpretación 
convencional hecha por las instituciones sociales, las que además depositan en aquélla 
grandes esfuerzos a través de diversos procesos pedagógicos para lograr que deje de ser un 
mero producto biológico y se convierta en un importante objeto de poder que responda de 
manera efectiva a sus intereses (Butler, 1996; Lagarde, 1997). 
Hasta este punto la idea de que el sexo es una categoría compleja y aún objeto de 
discusión se consolida. Parece que su comprensión como concepto elaborado 
simbólicamente a partir de la interpretación cultural del organismo conduce también al 
cuestionamiento acerca de la relación diferenciada que frecuentemente se establece entre 
éste y el género, como lo hace Lévi-Strauss (s.f.; cit. en Butler, 2007), tomando de 
referencia la distinción que existe entre la naturaleza y la cultura para erigir las analogías 
“sexo-naturaleza” y “género-cultura”, de tal modo que lo primero se entienda como la 
16 
 
 
materia prima sobre la que actúa lo segundo. Esta discriminación parece dudosa por ciertos 
motivos: ya se ha observado que incluso los razonamientos desde la biología acerca del 
sexo pueden estar permeados por significados culturales que obstaculizan su comprensión 
objetiva y vínculo con lo natural y, además, pensar el sexo como materia prima parece ser 
en sí una elaboración discursiva que sirve como base para la distinción misma entre 
naturaleza y cultura, así como para el vínculo jerárquico que se establece entre éstas 
(Butler, 2007). 
Este breve análisis sugiere que el sexo siempre ha sido género en el sentido en que es 
construido de manera semejante. Se refuerza entonces la apreciación acerca de que la 
relación entre el sexo y el género es en sí misma una convención cultural, si se asume que 
el primero es ya definido y significado históricamente dentro de un orden o sistema de 
oposición genérico y binario. De tal forma, la discriminación entre ambos puede pensarse 
ficticia al ser una diferencia construida simbólicamente, con lo cual la percepción análoga 
“sexo es a naturaleza como género a cultura” se invalidaría al tratarse ambos de cuestiones 
culturales (Butler, 1996; 2007; Lagarde, op. cit.). 
 
1.2 Género 
De manera similar al sexo hablar de género, y más aún comprenderlo, implica 
abordarlo en sus diferentes aristas, tratándose también de una noción compleja a la que le 
son atribuidas similares aunque diferentes acepciones. De tal suerte, Fernández (op. cit.) 
menciona que incluso si se hace alusión a una categoría de índole social establecida con el 
propósito de esclarecer el porqué de las diferencias entre hombres y mujeres a través de la 
historia, ésta lejos de alcanzar dicho objetivo parece devenir en conflicto por las diversas 
maneras en que es entendida y utilizada. 
Para empezar, el concepto que aquí atañe en su definición más elemental refiere a la 
clase, especie o tipo al que pertenecen las personas u objetos (Lamas, 2002). De modo más 
específico el término corresponde a una evocación de determinados rasgos (de algo o 
alguien) que funciona para el establecimiento de una clasificación y distinción entre 
fenómenos, y de la relación y separación entre éstos ya categorizados. No obstante, cabe 
adelantar que el concepto parece no limitarse a dar una exposición objetiva de los rasgos 
inherentes a aquéllos, sino lo contrario de tal entendimiento (Scott, 2008). 
17 
 
 
Por otra parte, trasladándolo fuera de los límites enciclopédicos y descriptivos, el 
género puede concebirse como una categoría analítica, útil para la comprensión, discusión e 
intervención en determinados fenómenos en los que la construcción social desempeña un 
papel primordial. Comprendiéndolo de esa forma, Scott (op. cit.) da una definición que se 
halla conformada por el enlace íntegro de dos ideas: la primera señala que el género es un 
factor esencial y distintivo de las relaciones sociales que son establecidas a partir del 
aparente dimorfismo sexual; la segunda idea radica en entender al género como un campo 
primario en el que, y mediante el cual, se configura el poder. 
De este modo, teniendo en cuenta el primer planteamiento de dicha definición, 
adoptándolo como elemento fundamental de las relaciones de género, se presentan cuatro 
factores quelo constituyen y que se interrelacionan y coordinan en el tiempo: el primero 
atañe a los símbolos que sirven para evocar diversas representaciones culturales que suelen 
contradecirse; otro aspecto corresponde a los conceptos normativos que emanan de 
diferentes doctrinas (pedagógicas, religiosas, políticas y científicas) y que se exhiben como 
oposiciones binarias que buscan instaurar de manera incuestionable la interpretación y el 
sentido de lo masculino y lo femenino, del ser hombre y ser mujer; un componente más 
concierne a las organizaciones e instituciones sociales (el parentesco, la economía, la 
educación y la política) que ineludiblemente están involucradas en el proceso de la 
construcción del género; y finalmente, la elaboración misma de la identidad genérica 
subjetiva es otro elemento. 
Ahora bien, en relación con la idea señalada y sus componentes, el concepto puede 
ser empleado únicamente para nombrar la organización social de las relaciones que se 
establecen entre los sexos. Este uso permite, además de señalar tal estructuración, abordar 
el trascendental tema de las distinciones sociales que existen entre los sujetos en función de 
su anatomía sexual; advirtiendo así al género como una constante cultural, productora y 
reproductora del orden social desigual (Lamas, 2002; Scott, op. cit.). Asimismo, aludiendo 
a los elementos que lo muestran como una construcción simbólica elaborada a partir de la 
denominada diferencia sexual, el género puede comprenderse como resultado del conjunto 
de preceptos, expectativas, valores, mitos y creencias que tienen el propósito de regular las 
relaciones intergenéricas e intragenéricas, erigiéndose a partir de la interacción de diversos 
18 
 
 
agentes que apuntan al “ser” y “deber ser” distintivo para hombres y mujeres, y que halla su 
expresión en diferentes prácticas, discursos y representaciones (Lamas, 1996; 2002; Scott, 
op. cit.). Los elementos de este conjunto normativo refieren a lo que Rocha y Díaz-Loving 
(2011) designan “cultura de género”. 
En cuanto a la segunda idea que constituye la definición del género como categoría 
analítica, se estima que éste ha contribuido constantemente en la significación del poder, 
pues sus diversas concepciones se elaboran partiendo del género aunque no necesariamente 
traten de él. Compartiendo este razonamiento, Bourdieu (1980; cit. en Scott, op. cit.) 
argumenta que todo lo que atañe a la vida social está encuadrado por los conceptos de 
género que son mostrados como referencia aparentemente objetiva y que plantean ciertas 
distribuciones de poder, por lo que se vinculan con su construcción y la manera en que es 
comprendido. 
Con este entendimiento del género se revela cómo la diferenciación entre hombres y 
mujeres no deriva de lo natural, sino de algo impuesto y adquirido por los individuos, 
rechazando de nuevo el determinismo biológico que frecuentemente se atribuye al término 
“sexo” y a los que de éste se piensa que desprenden, y enfatizando por tanto en el carácter 
sociocultural de las discriminaciones basadas en él. De tal suerte que aun cuando algunos 
estudios reconocen el origen biológico de la distinción de comportamientos entre los sexos, 
es necesario señalar que éstos son los menos y que la tendencia biológica no determina 
absolutamente las conductas asimétricas, en la medida en que todos los individuos 
comparten características y comportamientos humanos independientemente de su sexo 
(Sullerot y Monod, 1979; cit. en Lamas, 2002). Lo cual también se refrenda con la 
variación que se presenta entre una cultura y otra acerca de lo asumido como femenino o 
masculino, lo que Lagarde (op. cit.) denomina “cosmovisión de género”, refiriendo 
nuevamente a la construcción simbólica en la que cada sociedad encierra sus ideas, 
interpretación, prejuicios, valores y preceptos dirigidos a mujeres y hombres. Así pues, el 
género puede comprenderse, grosso modo, como una categoría configurada social, cultural 
e históricamente a partir de la distinción biológica que se piensa sexual, constituyendo 
convencionalmente a los seres humanos de dos diferentes maneras (Benhabib, 1992; cit. en 
Lagarde, op. cit.). 
19 
 
 
Empero, aun si se asimila el género como la interpretación que se hace del sexo o 
como una elaboración simbólica en sí mismo (adoptando la reflexión de que el sexo 
siempre ha sido género), es preciso no fundar con ello un determinismo cultural que lo 
convierta en destino; aunque es claro que no se trata de algo innato, sería errado considerar 
que hace alusión únicamente a un proceso sociocultural. Al respecto, Chodorow (2003; cit. 
en Fernández, op. cit.) menciona que se trata también de una construcción individual, ya 
que la percepción y la creación de significación de la persona, con que es receptora de todo 
lo circundante, son elaboradas también de forma psicológica al experimentarlas 
emocionalmente y dentro de sus relaciones interpersonales, por lo cual las significaciones 
que produce partiendo de la cultura de género están también en función de su propia 
historia. Igualmente, Beauvoir (op. cit.) con su célebre afirmación “una no nace, sino que se 
hace mujer”, sugiere que tanto las características femeninas como las masculinas se 
obtienen por medio de un proceso individual al igual que social, de manera que los cuerpos, 
a través de actos personales que conducen a asumir los estilos y significados genéricos de la 
cultura, dejan de ser productos biológicos para convertirse en cuerpos humanos. 
Así pues, el género parece ser la manera de existir el cuerpo en el mundo, como lo 
señala Butler (s.f.; cit. en Lamas, 1996), de forma que vivir el cuerpo, y con eso llegar a ser 
género, conlleva recibir y aceptar o reinterpretar la normatividad genérica. En este sentido 
se infiere que el género en gran parte deriva del proceso a través del cual los sujetos, 
además de ser meros reproductores, son potencialmente innovadores de los numerosos 
significados culturales que aprehenden; es decir, las personas no solamente son construidas 
externamente por la cultura de género, sino que al transformar aquello que es recibido 
también se configuran a sí mismas. Finalmente, es importante añadir que la formulación 
“llegar a ser el género” no puede ser tomada en su literalidad, puesto que el proceso al que 
refiere no es lineal; el género no surge en un momento específico para quedar establecido 
de manera estática y precisa, éste se halla en una constante elaboración (Butler, 1996; 
2007). 
 
 
 
20 
 
 
1.3 Identidad 
Siguiendo los vínculos entre el sexo y el género de un individuo se llega a otra noción 
estrechamente ligada a éstos: la identidad; en tanto supone, al igual que tales constructos y 
entre otras variables, elaboración y conjunción de lo psicológico con lo sociocultural. La 
identidad también genera debate dado que puede concebirse enmarcada por los significados 
que son otorgados a las personas o por el proceso en el que éstas se definen. De esa manera, 
refiere al sitio en que la autopercepción y la percepción social se articulan, ya que el sentido 
personal de un sujeto se desprende de la interiorización de los códigos compartidos por la 
colectividad en que se halla inmerso y de sus interacciones dentro de ella, así como de la 
percepción que construye en relación con su historia, atributos y emociones, y que asiste a 
la reelaboración de lo que procede de los códigos sociales (Lamas, 2002; Serret, 2004; 
Rocha, 2009). Sentado esto, la identidad puede definirse como el sistema central de 
significados que posee cada persona y que establece las normas que permean y dan sentido 
a sus actos, tomando en cuenta que tales significados provienen de los elementos sociales e 
individuales ya señalados (Parsons, 1962; cit. en Rocha y Díaz-Loving, op. cit.). 
Entendiendo de ese modo la identidad, Rocha (op. cit.) añade que ésta también 
entraña un conjunto decaracterísticas a través de las cuales las personas se conciben únicas, 
así como aspectos que les permiten vincularse con un grupo determinado. Profundizando en 
tal idea, aparece como una configuración social-relacional, en el sentido en que los rasgos 
adoptados por los individuos sirven al propósito social de erigir categorías entre ellos, 
favoreciendo su identificación con alguna de éstas; de forma que hablar de identidad es 
abordar al ser humano en su pertenencia a un grupo. Siendo así, de acuerdo con Zavalloni 
(1973; cit. en Rocha y Díaz-Loving, op. cit.), este constructo alude a un proceso de 
diferenciación en el que los sujetos se autoidentifican en la medida en que sus 
peculiaridades los distinguen de los demás, y a otro de integración en el cual se reconocen 
como parte de un conjunto al poseer rasgos que apuntan a éste y que son semejantes a los 
de otros integrantes del mismo. 
Ahora bien, más allá de la incorporación y distinción que implica la concepción 
referencial mencionada, Parsons (1968; cit. en Rocha, op. cit.) indica que la variabilidad es 
otra dimensión importante de la identidad debido al carácter cultural que ésta posee; ergo, 
está sujeta a modificaciones originadas por cambios en las condiciones históricas y sociales 
21 
 
 
y, en consecuencia, puede diferir entre una y otra colectividad. Asimismo, James (1952; cit. 
en Rocha, op. cit.) señala la continuidad como otra dimensión elemental, argumentando que 
la constancia, de la que dimana la consistencia, propicia una identidad estable que permite 
al individuo diferenciarse de otras/os a través del tiempo y que en caso de verse 
interrumpida puede perturbar el sentido de sí mismo. 
Por otro lado, y retornando a las nociones previamente indagadas, la identidad se 
encuentra configurada por múltiples factores de los cuales sólo algunos operan de manera 
más significativa que otros en su constante elaboración. Dicho esto, la supuesta diferencia 
sexual y el género concomitante constituyen, más que un factor, un rasgo identitario 
complejo que, aun si puede alterarse, resulta estructurante al definir la identidad en sus 
aspectos fundante, esencial y arcaico; por consiguiente, el género organiza otros rasgos que 
influyen en la autopercepción y heteropercepción de la persona, al mismo tiempo que 
demarca el poder que le corresponde a ésta y a su grupo de referencia, así como el que 
puede ser ejercido sobre ellos/as (Lagarde, op. cit.; Lamas, 2002; Serret, op. cit.). 
Aunque existen varios ordenadores de la identidad como la etnia, raza, clase o 
religión, el género, según Serret (op. cit.), es estructurante por persistente y semejante en 
diferentes épocas y sociedades, contrastado con el cambio que puede advertirse en los otros 
rasgos; las principales características que culturalmente se han establecido a partir del 
dimorfismo sexual, en general, no varían de manera verdaderamente significativa entre un 
escenario social y otro. De igual forma, Lagarde (op. cit.) atribuye tal trascendencia del 
género a la cosmovisión que de éste se desprende y que incorpora la historia y diferentes 
tradiciones del contexto de la persona que son parte de la percepción que tiene del mundo, 
lo que le da un carácter etnocéntrico al suponerla superior o universal. Con todo esto se 
constata que el sentido genérico como parte de la identidad global representa una de sus 
subidentidades más básicas, cuyo impacto en la cotidianidad y existencia del sujeto es 
preponderante. 
 
 
 
22 
 
 
1.3.1 Identidad Genérica 
Así pues, haciendo ahora mención de la identidad de género, ésta en principio es 
definida por Masters et al. (op. cit.) como la certeza que tiene un individuo de pertenecer a 
uno u otro sexo; en otras palabras, como lo explica Spence (1993; cit. en Rocha, op. cit.), 
la noción alude al sentido básico que se tiene de ser hombre o mujer, lo que implica el 
propio reconocimiento y aceptación sexual. Estas definiciones parecen conservar un 
fundamento esencialista, no obstante cabe mencionar que el sexo podría ser su punto de 
partida a razón del mecanismo cultural de asignación de género, el cual ocurre durante el 
ritual del parto en el que través del lenguaje se marca al recién nacido con el sexo de 
acuerdo a la percepción externa de sus genitales; por tanto, el cuerpo ya dotado de 
significación sexual se convierte desde ese momento en la referencia normativa más 
inmediata y estable de la persona para elaborar su identidad genérica (Lagarde, op. cit.). 
Entendiendo entonces que la construcción de la identidad como mujer u hombre en 
un inicio se apoya en la interpretación de un cuerpo sexualmente distinto, Rocha (op. cit.) 
sugiere que ulteriormente lo hace de manera primordial en el ejercicio reflexivo que se 
desarrolla en un contexto social, histórico y cultural preciso (aunque no hay que olvidar que 
el cuerpo humano y su sexo parecen ser en sí mismos situaciones culturales). Dicho esto, la 
identidad genérica, al igual que la identidad global, conlleva diversos elementos y procesos 
en que lo externo e interno se enlazan, con la singularidad de que en esta subidentidad se 
internalizan los elementos que conforman la cultura de género; asimismo, no se trata de 
algo fáctico, sino de un proceso inacabable y susceptible de transformaciones propiciadas 
por cambios contextuales o individuales; aludiendo así a un constructo polifacético, 
dinámico y complejo (Rocha y Díaz-Loving, op. cit.). Además, Lamas (2002) menciona 
que esta identidad organiza la experiencia vital del sujeto, quien se identifica por medio de 
numerosas manifestaciones con el grupo genérico al que pertenece, pues una vez erigida su 
identidad de género, teniendo la convicción de pertenecer a lo masculino o femenino, todas 
sus vivencias pasan por ésta. Se estima de esa forma que la identidad genérica no incluye 
solamente saberse hombre o mujer, en tanto apunta a la materialización del contenido 
genérico en los sentimientos, cogniciones y comportamientos del ser humano que se 
23 
 
 
reafirman como atributos, expresándose en los roles y actividades diferenciadas que, como 
mujer u hombre, lleva a cabo dentro de la sociedad (Rocha, op. cit.). 
Por otra parte, es oportuno destacar que dicha identidad antecede al conocimiento 
acerca de la distinción sexual más evidente. Durante la infancia, cuando el lenguaje 
comienza a ser adquirido entre los dos y tres años de edad, la persona hace autorreferencia 
en forma masculina o femenina aun sin contar con una elaboración cognoscitiva al 
respecto, ello por la diferencia genérica que percibe desde ese entonces en los símbolos más 
ordinarios (p. ej. juguetes y ropa) que revelan el “deber ser” en correspondencia con el 
género. De tal suerte, cuando en la niñez se asume una identidad como hombre o mujer, 
incluso si ésta puede tener modificaciones, es muy poco probable que posteriormente se 
cambie por la opuesta (Lamas, 2002). 
Desde una perspectiva psicológica, la identidad de género también se concibe 
configurada por cuatro elementos fundamentales que se entrecruzan en su desarrollo y que 
a su vez implican diversos factores, motivo por el cual el discernimiento entre uno y otro es 
complicado, aunado al hecho de que éstos frecuentemente se emplean con diferentes 
significados. Sin omitir esta observación, Rocha y Díaz-Loving (op. cit.) señalan que los 
ejes de la identidad genérica son: los roles, las actitudes, los estereotipos y la feminidad o la 
masculinidad. 
En lo que concierne al rol de género, los mismos autores consideran que éste es la 
manifestación pública que da cuenta a los demás de que sé es hombre o mujer, por lo que 
su carácter normativo es esencial; es decir, se halla delimitado por las exigencias 
socialmente compartidas que se espera satisfaga una persona en relación con el lugar en que 
simbólicamente se ubica a su colectivo genérico. Particularmente, Eagly (1987; cit. enRocha y Díaz-Loving, op. cit.), Fernández (1998; cit. en Rocha y Díaz-Loving, op. cit.) y 
Lamas (2002) señalan que la asignación de los roles deriva de las expectativas y preceptos 
dirigidos al comportamiento que se piensa adecuado según el género de los sujetos, 
perfilando con ello las labores que mujeres y hombres desempeñan diferencialmente dentro 
de las instituciones. Cabe mencionar que los roles de género están condicionados a los 
cambios que se presenten en las normas y oportunidades sociales para los individuos, 
aunque muchas de sus transformaciones obedecerían aún a parámetros tradicionales y 
24 
 
 
perspectivas que naturalizan situaciones como propias de un género, lo que puede dar 
origen a confrontaciones ante la incongruencia entre las tareas que en gran parte prevalecen 
por la tendencia de los sujetos a comportarse acorde con los roles que les son asignados. 
Por otro lado, las actitudes de género tienen una carga cognoscitiva y valorativa que 
las vuelve decisivas en la confirmación que hace una persona sobre su pertenencia a un 
género, dotando de coherencia la autopercepción y evaluación de sí misma en 
correspondencia con lo femenino o masculino. Entendiéndolas de esa forma, Lips (2001; 
cit. en Rocha y Díaz-Loving, op. cit.) y Hegelson (2002; cit. en Rocha y Díaz-Loving, op. 
cit.) señalan que dichas actitudes están conformadas a su vez por tres dimensiones: 
conductual, afectiva y cognoscitiva. Así pues, en la primera dimensión se advierte la 
discriminación sexual que refiere al comportamiento que conlleva un trato distintivo entre 
las personas de acuerdo a su sexo, pudiendo traducirse en hostilidad o, en contraste, en 
idealización del género opuesto. En lo afectivo, figura el sexismo que alude al prejuicio de 
un sujeto hacia otros con diferente sexo; aunque cabe decir que algunas/os autoras/es lo 
conciben en sí mismo como una discriminación desprendida del trato diferencial (Lamas, 
2002), o bien como la pretensión de superioridad de un individuo sobre otro, con sexo 
distinto, a través de actos discriminatorios y de subordinación (Fernández, op. cit.). 
Finalmente, la dimensión cognoscitiva de dichas actitudes refiere a los estereotipos que 
representan, al mismo tiempo y de manera independiente, otro elemento vital de la 
identidad genérica. 
Los estereotipos de género son el conjunto de ideas preconcebidas acerca de las 
características y comportamientos que revelan la separación entre mujeres y hombres, y que 
son compartidas por un número significativo de personas (Rocha y Díaz-Loving, op. cit.). 
Sentado esto, Fernández (1998; cit. en Rocha y Díaz-Loving, op. cit.) indica que tales 
creencias presentan tres importantes características. La primera es que al tener 
connotaciones negativas se vinculan con el prejuicio, en ese sentido Masters et al. (op. cit.) 
mencionan que éstas refuerzan las generalizaciones erróneas sobre los sujetos de género, lo 
que puede alterar el trato equitativo entre ellos/as. El segundo rasgo tiene que ver con su 
carácter descriptivo y prescriptivo que demarca el “ser” y “deber ser”, de tal modo que su 
alcance se ve reflejado en las actitudes y comportamientos diferenciales como es señalado 
25 
 
 
por Lamas (2002) y Rocha y Díaz-Loving (op. cit.), quienes además afirman que los 
estereotipos pueden ser nocivos al restringir el potencial humano y distorsionar la realidad 
al admitirse como verdades; asimismo, percibido el vínculo que tienen con los roles de 
género, Eagly (1987; cit. en Rocha y Díaz-Loving, op. cit.) refiere que de haber una 
trasformación en éstos, los estereotipos también cambiarían aunque de forma aún más 
gradual. Por último, la tercera característica es que representan esquemas cognoscitivos que 
prevalecen por mucho tiempo y que sirven para organizar información, lo que de acuerdo 
con Geis (1993; cit. en Rocha y Díaz-Loving, op. cit.) conduce al establecimiento de la 
normatividad que produce y mantiene las distinciones genéricas valoradas, así como la 
explicación de lo circundante limitada por tales esquemas; lo cual sugiere que la cultura de 
género está principalmente estructurada por dichas ideas. 
Finalmente, la feminidad y la masculinidad como constructos psicológicos que 
revisten la identidad genérica de cada persona, refieren a los atributos y estilos 
interpersonales duraderos que tradicionalmente distinguen a los seres humanos en 
apariencia, habilidades, actitudes y comportamientos según su género. Estas dimensiones 
no son excluyentes entre sí, razón por la que incluso conservando su diferencia pueden 
coexistir en un mismo sujeto (Rocha y Díaz-Loving, op. cit.). Sin embargo, cabe precisar 
que tratándose de algo que muestra la magnitud en que una persona se adecua a las 
expectativas socioculturales acerca del comportamiento y aspecto que se espera en función 
de su género, es convencionalmente deseable que las mujeres sean “femeninas” y los 
hombres “masculinos”, de forma tal que sean previsibles al comportarse de manera 
homogénea en lo que respecta a su grupo genérico y de modo complementario 
considerando el contrario, coadyuvando así a una aparente estabilidad personal y un 
supuesto equilibrio social (Masters et al., op. cit.). 
 
 
 
2. ELABORACIÓN DE LA IDENTIDAD DE GÉNERO 
MASCULINA 
 
Examinados los constructos básicos que constituyen al ser humano en tanto sujeto de 
género, cabe hacer algunas precisiones para dar inicio en este capítulo a la tarea 
comprensiva de cómo la identidad genérica se configura. Se mencionó ya que la existencia 
de únicamente dos sexos, y con esto sólo dos géneros, es muy cuestionable; sin embargo, 
dado el propósito del presente trabajo en que la masculinidad es objeto de análisis en 
relación con la mujer, se conserva la percepción dicotómica sin desestimar la crítica sobre 
ésta. Además, se admite la homologación entre el sexo y el género, razón por la cual en 
adelante mencionar alguno significará aludir a ambos. 
Así pues, dando seguimiento a la afirmación primordial que puede derivarse de la 
sección precedente; es decir, que las nociones estudiadas no refieren a una situación natural 
sino a una elaboración, a continuación, como fue señalado, se profundizará en ésta. 
Considerando para tal fin las teorías psicológicas que explican dicha construcción, así como 
los procesos específicos a los que éstas apuntan junto con sus componentes (personas, 
contextos, dimensiones y situaciones), y advirtiendo también otros factores que son 
partícipes. Todo lo cual comenzará a versar de forma particular sobre el hombre. 
 
2.1 Teorías de la Identidad Genérica 
 Si bien es importante el reconocimiento de que la construcción identitaria de género 
parte de la interpretación que se hace del organismo como cuerpo sexuado, lo que por sí 
mismo evidencia una pronta elaboración sociocultural, para proseguir entonces con la 
internalización de la cultura de género que termina manifestándose en las emociones, 
pensamientos y conductas propias del individuo; también debe considerarse que más allá de 
estos principios generales, existen diversas perspectivas psicológicas que muestran 
singularidades que es conveniente considerar. Entre los enfoques más representativos se 
hallan el psicodinámico, el cognoscitivo y el del aprendizaje social. 
27 
 
 
La perspectiva psicodinámica atribuye el asentamiento de las bases primarias de la 
identidad de género al efecto que sobre la persona tienen las interacciones que durante la 
niñez se establecen con su madre (“relaciones objetales”), quien usualmente funge el rol de 
cuidador primario. Así, el papel maternal se presenta vital y se expresa de forma diferencial 
hacia niñas y niños de acuerdo a lo que se espera desarrollar en ellas/os (Rocha y Díaz-
Loving, 2011). Desde esta lógica también es importante estimar, como reporta Rocha 
(2009), que la madre se encuentra generizada, lo que influye sobremanera en sulabor de 
crianza y, por ende, en las relaciones que establece con un/a hijo/a. De tal forma que 
contrario a la suposición de que el contenido genérico que principalmente se introyecta es 
el representado por el cuidador primario, Miller (1986; cit. en Rocha y Díaz-Loving, op. 
cit.) indica que en el caso particular de un niño esto comúnmente no sucede debido a la 
distinción genérica que percibe entre él y su madre a través de su interacción, motivo por el 
cual no se presenta una completa identificación con ella; en contraste, según Wood (1997; 
cit. en Rocha y Díaz-Loving, op. cit.), en aras de definirse este infante elabora su identidad 
de género identificándose con su padre y distinguiéndose de la identidad que aquélla posee, 
pudiendo llegar a rechazarla, lo que después podría derivar en la negación generalizada de 
lo femenino. 
Por otro lado, la perspectiva cognoscitiva expresa que la elaboración de la identidad 
genérica se presenta en correspondencia con el desarrollo cognoscitivo de la persona 
(Kohlberg, 1996; cit. en Masters, Johnson y Kolodny, 1995). Sentada tal afirmación, se 
entiende que desde la niñez el individuo puede desarrollar una percepción genérica sobre sí 
mismo y acerca de sus interacciones al advertir la diferenciación entre lo masculino y lo 
femenino, ello teniendo en cuenta la información que distintivamente le es transmitida 
familiar y socioculturalmente, propiciando entonces el reconocimiento de su propio género 
y su consecuente desenvolvimiento como lo señalan Piaget (1965; cit. en Rocha y Díaz-
Loving, op. cit.) y Gilligan (1982; cit. en Rocha y Díaz-Loving, op. cit.), al igual que 
Lamas (2002) en el capítulo anterior. Siendo de esta manera, el lenguaje aparece como un 
elemento fundamental para que durante la infancia se logre tal discriminación, así como la 
identificación e internalización del contenido genérico para desarrollar con base en éste la 
identidad. En ese sentido, Wood (1997; cit. en Rocha, op. cit.) precisa que entre la edad de 
uno y dos años y medio un infante identifica las etiquetas (p. ej. “niño”, “niña”) que otros le 
28 
 
 
asignan y que le posibilitan describirse a sí mismo, a partir de lo cual comienza a imitar el 
modelo genérico pertinente. Además, Campbell (1993; cit. en Rocha, op. cit.) y Masters et 
al. (op. cit.) añaden que cuando la persona posee ya la noción del género como una 
constante aparentemente inalterable en la vida, a la edad de tres años según la primera 
autora o a los cinco o seis de acuerdo con los últimos, es que comienza a construir una 
sólida identidad de género. Así pues, en el caso de la elaboración masculina, un niño 
identifica modelos pertenecientes al colectivo genérico en el que él se reconoce para 
apropiarse de sus características y comportamientos, observando e imitándolos 
posteriormente. Lo cual, desde este enfoque, más que estar motivado por alguna 
recompensa inmediata lo está por el deseo de conseguir una identidad de género en el 
sentido personal (Kaplan y Sedney, 1980; cit. en Masters et al., op. cit.), así como por la 
aspiración de ser tan competente dentro de la colectividad como se percibe en los otros 
individuos que son adoptados como referencia (Wood, 1997; cit. en Rocha y Díaz-Loving, 
op. cit.). De tal suerte, las figuras prototípicas se muestran primordiales para el 
moldeamiento apegado a la cultura de género, labor que durante la infancia sería 
mayormente ejecutada en la interacción del padre y la madre con su descendencia. 
Finalmente, la perspectiva del aprendizaje social también valora la función 
desempeñada por la observación y la comunicación, específicamente dentro de un proceso 
de aprendizaje, concibiéndola como la base esencial para la construcción de la identidad de 
género. De esta forma, Rocha y Díaz-Loving (op. cit.) mencionan que en la niñez el sujeto 
puede adquirir y desarrollar los comportamientos y atributos correspondientes a su género a 
través de la interacción con su padre, madre, grupo de pares, modelos en los medios de 
comunicación y otros; no obstante, al igual que Masters et al. (op. cit.), puntualizan que la 
interacción más significativa en dicha etapa es la que se presenta con los ejemplos adultos 
que por lo general tienen mayor cercanía a él: sus progenitores. De modo que, 
singularmente, un niño elabora su masculinidad observando y emulando principalmente a 
su padre en la medida en que la reproducción de sus rasgos y comportamientos le es más 
recompensada al coincidir con su género, mientras que las manifestaciones desviadas de tal 
figura le son reprobadas. Empero, es importante señalar que aunque desde esta perspectiva 
se enfatiza en el aspecto paternal en el caso de la construcción genérica de un niño, de igual 
manera se indica que tanto el padre como la madre realizan una tarea sustancial al dirigirse 
29 
 
 
a aquél en función del sexo que posee y las expectativas que en torno a su género son 
producidas por ambos (Bussey y Bandura, 1992; cit. en Rocha, op. cit.). Siguiendo este 
razonamiento, los progenitores refuerzan o castigan a su hijo según los atributos y 
comportamientos deseables o indeseables que manifiesta; su labor es realizada de forma 
igualmente significativa dentro de su convivencia diaria, pues nuevamente se debe 
considerar, como describe Rocha (op. cit.), que toda la carga genérica que padre y madre 
poseen representa un factor importante de mediación entre las demandas al infante en tanto 
niño y las características y comportamientos de éste. 
Es posible apreciar cómo estos enfoques psicológicos suponen un determinado 
desempeño de la persona que se elabora como sujeto de género. Desde las perspectivas 
psicodinámica y cognoscitiva se estima que el individuo posee un rol activo en la 
construcción de su identidad (lo que fue señalado al abordar la constitución del género en sí 
mismo), mientras que desde el enfoque del aprendizaje social parece que la persona asume 
un rol pasivo. No obstante, las perspectivas convergen al presentar sucesos durante la niñez 
como fundamentales para el inicio de la conformación identitaria de género, situándolos 
particularmente dentro del contexto familiar e involucrando principalmente a los 
progenitores, al tiempo que reafirman que esta construcción prevalece por todo el ciclo vital 
en diferentes ámbitos. Así se entiende que los efectos que en el niño produce el vínculo con 
su madre y con otros/as dentro de su dinámica familiar, al igual que su moldeamiento y 
búsqueda de prototipos masculinos que imitar, sólo representan el comienzo de un proceso 
que se efectúa por toda su vida y que no culmina al término de su infancia en la interacción 
que tiene con su madre y padre, sino que tratándose de algo permanente y dinámico 
trasciende la niñez. 
 
2.2 Socialización y Endoculturación 
Ahora bien, el proceso inacabable al que aluden las perspectivas expuestas es el de 
socialización, también denominado en la literatura “socialización diferencial” o 
“socialización de género”. Del cual, cabe mencionar, ya se ha hecho mención implícita en 
el capítulo previo al indicar cómo la entidad anatómica es receptora de procesos 
pedagógicos que buscan su trasformación en objeto de poder, refiriendo a la función que 
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buscan cumplir las organizaciones e instituciones sociales en la elaboración del género, así 
como al señalar las discriminaciones de acuerdo al sexo de cada persona en lo que a las 
actitudes genéricas respecta. 
La socialización puede comprenderse de dos maneras distintas aunque vinculadas 
entre sí: por un lado, asociándola con su comienzo dentro del contexto familiar y con la 
forma en la que ahí los sujetos son socializados, se concibe como la actitud con la que se 
conducen padres y madres hacia su progenie, dando un trato diferencial en función del sexo 
que posean (hijos o hijas) y de las expectativas que en torno a su género los primeros 
construyan (Masters

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