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Universidad Nacional Autónoma de México Facultad de Estudios Superiores Iztacala “Construcción Identitaria Masculina: un acercamiento a la Violencia contra la Mujer” E N S A Y O M O N O G R Á F I C O QUE PARA OBTENER MENCIÓN HONORÍFICA Y TÍTULO DE LICENCIADA EN PSICOLOGÍA P R E S E N T A Ana Laura Alvarez Villalobos Directora: Dra. María Antonieta Covarrubias Terán Dictaminadores: Dr. José Trinidad Gómez Herrera Dr. Adrián Cuevas Jiménez Los Reyes Iztacala, Edo de México, 2015. UNAM – Dirección General de Bibliotecas Tesis Digitales Restricciones de uso DERECHOS RESERVADOS © PROHIBIDA SU REPRODUCCIÓN TOTAL O PARCIAL Todo el material contenido en esta tesis esta protegido por la Ley Federal del Derecho de Autor (LFDA) de los Estados Unidos Mexicanos (México). El uso de imágenes, fragmentos de videos, y demás material que sea objeto de protección de los derechos de autor, será exclusivamente para fines educativos e informativos y deberá citar la fuente donde la obtuvo mencionando el autor o autores. Cualquier uso distinto como el lucro, reproducción, edición o modificación, será perseguido y sancionado por el respectivo titular de los Derechos de Autor. AGRADECIMIENTOS Y DEDICATORIAS A mi madre y a mi padre con el infinito amor que les profeso, con el más sincero reconocimiento a lo que cada uno es y hace, y con profunda gratitud por todo lo que me han brindado y enseñado; por estar ella y él en las raíces de mi existencia, siempre presentes en lo que soy y lo que puedo llegar a ser. A Evangelina Villalobos Perea, por su esfuerzo, compromiso y dedicación incansable, por el apoyo incondicional, por su sensibilidad para escucharme y comprender, por confiar y nunca dejar de creer, y por el constante aliento amoroso que me da para continuar. A Pastor Alvarez Gutiérrez, por su empeño en el camino recorrido, por no retirar su apoyo y confianza en mí, y por significar también un fuerte motivo para seguir adelante. A ambos por estar en mi vida y acompañarme con su muy particular forma de amar. Los quiero inmensamente. A mi hermano Ricardo, por ser alguien esencial para mí y porque en cada paso que doy de alguna manera se halla invariablemente conmigo; con agradecimiento por todo lo que generosamente me ha compartido y por lo que de ello he aprendido, estimando además la gran trascendencia de lo que involuntariamente me ha mostrado. A él porque, aun en la ambivalencia que transitoriamente puede caracterizar nuestro vínculo, me ha incitado a culminar proyectos y alcanzar mis metas, a ser crítica y buscar respuestas, y a encauzar mis bríos hacia la íntegra realización personal. A él porque también lo quiero ilimitadamente. A Jorge Alejandro, por ser mi constante desde hace años, mi mejor compañero en múltiples sentidos y en todo momento. A él con el fuerte amor que le tengo por quién es, cómo es conmigo y lo que juntos construimos; con verdadera gratitud por estar a mi lado sin condición, escuchando, apoyando, motivando y creyendo incesantemente, confrontando amorosamente y siempre exhortándome a crecer. Sujetar su mano y sentir su completa compañía ha sido fundamental para no caer cuando, frente a los grandes avatares de la vida, titubear parece inevitable. A mi Alma Máter: la UNAM; porque bajo su inigualable cobijo he tenido la fortuna de encontrar profesores/as, compañeras/os, situaciones y espacios que han sido elementales para gestar en mí una vocación humanística y socialmente comprometida, crítica y científica; por los conocimientos y valores recibidos durante mi constitución profesional y por el compromiso gustosamente adquirido de mantener, acrecentar e incorporar los mismos en la praxis psicológica; por ser gran motivo de orgullo que nutre mi identidad. A la Dra. María Antonieta Covarrubias, a quien no tuve el privilegio de conocer dentro del aula y sin embargo nunca olvidaré por cada reflexión y aprendizaje que ha propiciado durante la realización de este trabajo. A ella con franca admiración y respeto por su labor profesional; y en el ámbito académico y personal, con honda gratitud por aceptar darme su asesoría, por creer en mi capacidad y potencial, por su inagotable paciencia y comprensión, por el valioso tiempo y el espacio que me concedió, y por el sólido y persistente impulso para concluir oficialmente mi formación. Ha sido su apoyo, manifestado de muy diversas formas, primordial para la consecución de este logro. Al Dr. José Gómez, por su preciado acompañamiento, orientación y aportaciones en la cuenta regresiva del presente escrito. A él con sincero agradecimiento por su disposición para apoyarme, por la confianza y motivación depositada, por su apertura y entendimiento, y también por las significativas lecciones que en un lapso tan breve ha generado en mí. Su oportuna intervención ha sido determinante para concluir este proyecto y comenzar nuevos. A las compañeras de disciplina, cuya amistad ha perdurado más allá del diario intercambio académico que experimentamos por cuatro años; con agradecimiento y afecto por lo que en aquella etapa y hoy día compartimos. A Adriana por acompañarme incondicionalmente, por su escucha y solidaridad constante, por la ayuda expresada en diferentes y muy valiosas formas; a ella, que en momentos cruciales estuvo a mi lado. A Karen por estar presente y alentarme para no claudicar. A Lizbeth, porque incluso en la distancia temporal he contado con su apoyo. Las quiero mucho. A mis camaradas preparatorianos/as: Marissa, Lorena, Liliana, David, Luis, Miguel e Irvin; con mucho afecto por la amistad sostenida durante estos años y por lo inquebrantable que de algún modo nos une; porque encontrarlos en mi vida es garantía de disfrute y bienestar. Las/os quiero siempre. A aquellos familiares de quienes recibí manifestaciones sinceras de afecto, apoyo y palabras de aliento para alcanzar la meta materializada en este trabajo. A Pedrito, por su amor infantil y puro, porque sin el propósito de hacerlo atenúa las dificultades de la vida y da tranquilidad; con el deseo de que su aspiración a ser un “PUMA bueno” germine y crezca dentro de él. A quienes físicamente he perdido, pero cuya esencia imperecedera indudablemente me acompaña en el diario vivir. A la memoria de mi entrañable amiga María Irasema Ledesma Anteliz (Chema). Y a la memoria de mi querido abuelo y mi querida abuela: Pedro Villalobos Hernández (Papá Pedro) y María Engracia Perea Caldera (Mamá Engracia). Con gratitud por haber estado en mi existencia y por el legado que me han dejado; con todo el amor que hasta el final albergaré para ellos. ÍNDICE Introducción 1 Capítulo 1. Constructos Elementales del Sujeto de Género 13 1.1 Sexo 13 1.2 Género 16 1.3 Identidad 20 1.3.1 Identidad Genérica 22 Capítulo 2. Elaboración de la Identidad de Género Masculina 26 2.1 Teorías de la Identidad Genérica 26 2.2 Socialización y Endoculturación 29 2.2.1 Socialización del Hombre en la Familia 32 2.2.1.1 Comportamiento Parental 33 2.2.1.2 Comportamiento Diferencial entre Padre y Madre 35 2.2.1.3 Situación de Juego 37 2.2.1.4 Algunas consideraciones 39 2.3 Otras variables 40 Capítulo 3. Identidad Masculina 42 3.1 Masculinidad/es 42 3.2 Hegemonía, Sistema Sexo-Género y Patriarcado 45 3.3 Masculinidad Hegemónica 48 3.3.1 Poder y Dominación 52 3.3.2 Ser Hombre 56 3.3.3 Ley Básica: No ser Mujer 60 3.3.3.1 Ser Heterosexual 61 3.3.3.2 Restricción Emocional y Ser Racional 64 3.3.3.3 Ética del Logro y Ser Público 65 3.3.3.4 Ser Importante 66 Conclusiones68 Referencias 71 INTRODUCCIÓN A lo largo de la historia de la humanidad, en diferentes contextos y espacios geográficos del planeta, parece que la violencia se presenta como una suerte de constante. No resulta difícil advertir las diversas manifestaciones de tal fenómeno y las graves consecuencias que éste conlleva expresadas en distintas formas. Así, por ejemplo, en 2003 la Organización Mundial de la Salud (OMS) señala que una de las principales causas de muerte alrededor del mundo es la violencia, e indica que además de este lamentable tributo humano implica un elevado costo que menoscaba la economía de cada nación. Asimismo, es sustancial considerar que algo que caracteriza a las sociedades actuales es el abrumador incremento de este fenómeno de orden estructural que margina y daña gran parte de la población mundial. Entre las múltiples expresiones de violencia presentes en el entorno global se halla de manera alarmante la que es perpetrada en contra de la mujer que, como lo reporta la OMS (2005), hasta hace algunos años era minimizada por las autoridades, especialmente aquélla infligida por la pareja masculina. Sin embargo, hoy en día diversos organismos internacionales como el ya citado, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), reconocen este tipo de violencia como un grave problema de violación de derechos humanos y de salud pública que afecta todos los sectores que conforman la sociedad. Las investigaciones realizadas a nivel internacional han dado cuenta de que la violencia contra la mujer es un serio problema aún más generalizado de lo que antes había sido vislumbrado. Apoyándose en la revisión de distintos estudios llevados a cabo en 35 países, la OMS (2005) declara que del 10% al 52% de las mujeres había sido maltratada físicamente por su pareja, y que entre el 10% y el 30% había experimentado violencia sexual también cometida por dicha persona. A propósito de esto, en un trabajo más reciente como el Estudio Multipaís sobre Salud de la Mujer y Violencia Doméstica contra la Mujer (OMS, 2012), se muestra que de un 15% al 71% había sufrido violencia física y/o sexual por parte de su compañero. Cabe mencionar que diferentes investigaciones, examinadas por 2 el mismo organismo, evidencian que la violencia física frecuentemente se acompaña de maltrato psicológico y, en hasta más de la mitad de los casos, de violencia sexual. Por último, en el Informe Mundial sobre la Violencia y la Salud se afirma que tal fenómeno ocasiona el deceso de cientos de miles de mujeres cada año, llegando a la inaceptable cifra de 800 mil víctimas (OMS, 2003). Es importante reflexionar que a pesar de la documentación que hay de estos números y de otros más que también refieren a la violencia que viven las mujeres en el mundo, la magnitud real de esta problemática aún se encuentra lejos de ser aprehendida a causa, en términos generales, de la naturalización de la que es objeto que constantemente impide que sea identificada y denunciada, y de los registros de carácter desagregado que además derivan de distintas metodologías (Morey, 2007). Por otra parte, como ya se ha aludido, no puede hablarse de violencia contra la mujer sin mencionar con ésta las consecuencias que implica no sólo en el nivel personal de quienes la reciben, sino también en las esferas donde se hallan inmersas tales mujeres. Dicho esto, las secuelas parecen incidir directamente en amplios ámbitos dado que, como respuesta de temor al fenómeno, las mujeres pueden excluir de su vida actividades de gran trascendencia como las recreativas, educativas y laborales, al igual que acciones de participación en la cultura, política y vida pública; mermando con ello su movilidad para acceder a información y servicios, sus oportunidades de crecimiento, su autonomía y sus redes de apoyo social; o dicho en otras palabras, menguando así su calidad de vida (Morey, op. cit.; OMS, 2003). Aunado a lo anterior, la violencia contra la mujer también puede tener efectos adversos dentro de la estructura familiar, ya que las mujeres violentadas pueden ver reducidas no sólo las capacidades para cuidar de sí mismas, sino también de sus hijos/as; por tanto, las consecuencias de tal violencia llegan a éstos/as, quienes pueden presentar mayor riesgo de sufrir problemas emocionales, de salud y de conducta, incluso existen datos que apuntan a que la violencia contra la mujer puede tener una relación clara o indirecta con la mortalidad en la infancia (OMS, 2003; 2012). Además, como también ha sido sugerido, este problema conlleva costos económicos enormes que repercuten en toda la sociedad. Las mujeres violentadas presentan más problemas de salud a lo largo de su vida que las no maltratadas, por lo cual de forma inmediata o a largo plazo pueden requerir múltiples servicios como operaciones, consultas médicas y psicológicas, estancias hospitalarias, entre otros más; todo lo cual coadyuva a un 3 incremento significativo en gastos por asistencia sanitaria. En el mismo sentido económico, la violencia contra la mujer puede afectar su desempeño laboral; la disminución de su productividad se traduce en pérdidas para su lugar de trabajo y para sí misma en lo que refiere a sus propios ingresos (OMS, 2003). Finalmente, aunque no por ello menos alarmante, se deben considerar otras consecuencias de este tipo de violencia en el nivel meramente individual. Existe un vínculo entre la violencia recibida por las mujeres y la presencia de diversos síntomas físicos y psicológicos de salud precaria. Dichos síntomas pueden manifestase enseguida de la violencia o en el futuro, debido a que las secuelas de este problema pueden prevalecer mucho tiempo después de experimentar el hecho violento, o bien, el maltrato acumulado puede ser causa de desgaste en la salud de la mujer. Siendo así, ser receptora de violencia representa un factor de riesgo para padecer diferentes problemas, enfermedades o trastornos funcionales, ya sean de tipo físico, sexual y/o psicológico, y para la adopción de determinadas conductas peligrosas como el sedentarismo o el abuso en el consumo de tabaco, alcohol u otras drogas. Ergo, la violencia contra la mujer en últimas consecuencias puede provocar su muerte; este fenómeno, particularmente dentro de la relación de pareja, es el motivo de un representativo número de defunciones de mujeres por asesinato (OMS, 2003; 2005). Estimando los efectos expuestos se comprende por qué la violencia contra la mujer ocupa un lugar en la agenda pública como un asunto de preocupación a nivel mundial. De manera que es posible mencionar la existencia de diferentes tratados de carácter internacional que primordialmente buscan dar seguimiento a la situación de las mujeres en los Estados involucrados, promoviendo sus derechos y conformando una base de acción que los garantice e impulse su desarrollo e integración en diferentes ámbitos. Así pues, desde 1946 la ONU creó la Comisión de la Condición Jurídica y Social de la Mujer, de cuya labor han derivado diversas declaraciones y convenciones, entre las cuales destaca la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW), de 1979. Otros instrumentos relevantes, son: la Conferencia Mundial de Derechos Humanos (1993), la Declaración sobre la Eliminación de la Violencia contra la Mujer (1993), la Relatora Especial sobre Violencia contra la Mujer (1994) y la Conferencia 4 Mundial sobre la Mujer (1995) (Instituto Nacional de las Mujeres [INMUJERES], 2008; Gherardi, 2012; Hernández y Soto, 2012a). Del mismo modo existen otros instrumentos de alcance regional, específicamente en el hemisferio occidental, que también buscan combatir el problema que aquí atañe. Entre éstos es conveniente hacer mención de la Comisión Interamericana de Mujeres(CIM) fundada en 1928, de cuyo trabajo se han desprendido una serie de convenciones en las que se distingue la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer, mejor conocida como “Convención de Belém do Pará”, de 1994 (INMUJERES, op. cit.; Hernández y Soto, 2012a), y de la que deriva el Mecanismo de Seguimiento de la Implementación de la Convención de Belém do Pará (MESECVI), encargado de ejecutar rondas de evaluación de los Estados que favorezcan la documentación de la problemática y el desarrollo de prácticas positivas entre los países (Gherardi, op. cit.). Por último, se halla el Plan de Acción Regional sobre la Integración de la Mujer en el Desarrollo Económico y Social de América Latina (PAR), de 1977, que supuso el establecimiento de la Conferencia Regional sobre la Integración de la Mujer en el Desarrollo Económico y Social de América Latina y el Caribe, realizada cada tres años con la finalidad de abordar los avances del PAR y las consecuentes acciones para mejorarlo (INMUJERES, op. cit.). Ahora bien, como lo indica Gherardi (op. cit.), todos estos instrumentos establecen interrelaciones jurídicas entre sí, de las cuales emanan estándares apropiados para el reconocimiento del derecho de las mujeres a tener una vida libre de violencia. Empero, pese a todas estas conferencias, convenciones y tratados, la realidad parece revelar que ello no ha sido suficiente y que el problema de la violencia en contra de la mujer sobrepasa y constata más los déficits que los buenos resultados de dichos eventos. De tal suerte y delimitando geográficamente el problema, Insulza (2013) manifiesta que la Convención de Belém do Pará aún representa un objetivo por alcanzar, pues incluso cuando ésta dio pauta a modificaciones importantes dentro de la normativa de los Estados implicados, las mujeres de la región poco son beneficiadas por el marco jurídico en relación con las manifestaciones de violencia recibidas por ellas. Refrendando lo anterior, la ONU (2009; cit. en Observatorio Ciudadano Nacional del Feminicidio [OCNF], 2010) expone la grave deficiencia para asignar los recursos materiales, humanos y legislativos suficientes en la 5 lucha contra este fenómeno y, al mismo tiempo, denuncia el patrón de impunidad sistemática que persiste dentro del ámbito judicial y que acentúa la situación de maltrato que viven estas mujeres. Así, es innegable que las distintas expresiones que adquiere la violencia siguen siendo resentidas significativamente por muchas mujeres en América Latina y el Caribe. Demarcando más esta problemática al caso particular de México, parece que el riesgo de que una mujer sea violentada se multiplica como lo pronostican Incháustegui y López (2012), apuntando a sociedades en que la cultura de la violencia ha sido gravemente generalizada, reflejada en situaciones de la vida diaria donde sus diversas formas se hacen presentes anulando los derechos de las personas y estando exentas de sanción. De esta manera se añade que, dentro de una sociedad en la que el ambiente inseguro y violento se ha extendido, el problema de la violencia contra las mujeres resulta ser aún más invisibilizado (OCNF, op. cit.). Continuando con el caso de México es preciso mencionar que éste ha firmado y aprobado los principales instrumentos antes citados, lo cual supone una responsabilidad asumida para defender los derechos humanos y las libertades fundamentales de las mujeres. No obstante, las autoridades violan los compromisos adquiridos, puesto que aun legitimando la firma y ratificación señalada (principalmente de la CEDAW y de la Convención de Belém do Pará) con la creación a nivel nacional de legislaciones como la Ley Federal para Prevenir y Eliminar la Discriminación, la Ley General para la Igualdad entre Mujeres y Hombres, y más recientemente la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia (LGAMVLV) (Fernández, 2012), el deber que el Estado mexicano adquirió no se ha traducido en una verdadera atención íntegra a la violencia que experimentan muchas mujeres en el país, que incluya investigación, prevención, respuesta, sanción y saneamiento de daños. La vida libre de violencia para las mexicanas sigue significando hoy día una promesa por cumplir. Dicho lo anterior, la gravedad de esta problemática queda expuesta no sólo en las manifestaciones que pueden percibirse cotidianamente, sino también en los múltiples indicadores al respecto que son obtenidos a través de la realización de diferentes encuestas y a partir de la revisión de registros administrativos de diversas instituciones públicas. Por 6 tanto, considerando algunos de los sondeos más actuales que muestran el panorama nacional acerca del fenómeno que aquí concierne, es oportuno hacer una observación de algunos datos arrojados por los siguientes: la Encuesta Nacional sobre Violencia contra las Mujeres (ENVIM), cuya ejecución más reciente tuvo lugar en 2006, ocasión en que se solicitó responder a mujeres de 15 años o más que durante el levantamiento demandaban los servicios de tres instituciones de salud (SSA, ISSSTE e IMSS) dentro de sus dos primeros niveles de atención y que fue representativa de todos los estados de la República Mexicana con excepción de Oaxaca (Olaiz, Uribe y del Río, 2009); la Encuesta Nacional de Violencia en las Relaciones de Noviazgo (ENVINOV), llevada a cabo en 2007 y aplicada en todo el país a jóvenes con edades de entre 15 y 24 años que en tal momento se encontraban solteros y sostenían una relación de noviazgo (Instituto Mexicano de la Juventud [IMJUVE], 2008); y, finalmente, la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (ENDIREH), cuya última realización fue en 2011 al sondear mujeres con edades de 15 años o más que durante la aplicación se hallaban (de mayor a menor proporción) casadas o unidas, solteras sin antes haber cohabitado con una pareja, o bien, separadas, divorciadas o viudas, y que también tuvo representatividad a nivel nacional (Instituto Nacional de Estadística y Geografía [INEGI], 2012). Examinando los principales datos obtenidos por las encuestas ya descritas, es pertinente decir que de acuerdo a la ENVIM (2006) el 60% de las participantes alguna vez en su vida había sido violentada; de modo que el 79.5% de ellas apuntó a la pareja (actual u otra a lo largo de su vida) como su agresor; el porcentaje restante se distribuyó (de mayor a menor magnitud) señalando a un familiar, padre, hermano, otro no familiar, hermana, padrastro o madrastra como su atacante. Asimismo, los resultados indicaron que el 30% de las mujeres sondeadas era receptora de violencia ejercida por su pareja en el momento en que se aplicó la encuesta (Olaiz, Uribe y del Río, op. cit.). Años más tarde, con la ejecución de la ENDIREH (2011), se obtuvo información que legitimó lo anterior, a razón de que entre las mujeres encuestadas la violencia más extendida fue aquélla infligida por la pareja (última o actual). Esto fue reportado en mayor medida por las participantes separadas, divorciadas o viudas, de las cuales el 64% reveló ser agredida de distintas formas durante su última unión o matrimonio; por otro lado, fue el 47% de las mujeres que se encontraban o habían estado casadas o unidas, el que indicó 7 haber recibido algún tipo de violencia durante su relación de pareja; de forma más particular, la encuesta reveló que el 44.8% de las participantes casadas o unidas en ese momento había sido ya agredida por su pareja (INEGI, op. cit.). Por último, Incháustegui y López (op. cit.), apoyándose en un análisis de los registros de egresos hospitalarios de las instituciones públicas y de lesiones de la Secretaría de Salud (SSA), indican que el 92% de las personas atendidas por violencia familiar son mujeres. Además, confirmando lo ya reportado por la ENVIM(2006) y la ENDIREH (2011), los autores señalan que el 80% de ellas experimentó violencia por parte de un hombre; sentado esto, se indica que al 76.3% las violentó su pareja, y en menores dimensiones algún otro hombre familiar de la mujer en cuestión, su padre o su madre. Siguiendo con la revisión de los diferentes datos obtenidos y registros existentes acerca de la violencia perpetrada en las mujeres mexicanas, también es importante exponer la información alusiva al tipo de violencia que se vive. Dicho esto, la ENVIM (2006) demostró que las prevalencias de diversos tipos de violencia recibida en ese momento por parte de la pareja de las participantes fueron (de mayor a menor porcentaje) las siguientes: psicológica (28.5%); física (16.5%); sexual (12.7%); y económica (4.42%) (Olaiz, Uribe y del Río, op. cit.). Ulteriormente, con el levantamiento de la ENVINOV se advirtió que dentro de las relaciones de noviazgo que sostenían las/os encuestadas/os, 61.4% de las mujeres experimentaba violencia física emitida por su pareja. Por otro lado, en lo que respecta a la violencia sexual recibida en algún momento de sus vidas, dos terceras partes de los jóvenes que así lo afirmaron fueron mujeres; tratándose de dicha violencia, particularmente dentro de la relación de pareja, el 16.5% de las encuestadas mencionó haberla vivido. Y aunque el sondeo no hace una distinción en función del sexo en lo que a violencia psicológica se refiere, vale decir que el 76% de los/as participantes dijo experimentarla en su relación (IMJUVE, op. cit.). Incháustegui y López (op. cit.) también señalan, conforme a un análisis de los registros de la SSA y considerando los de Servicios Especializados para la Atención de Violencia, que en 2010 las mujeres que fueron atendidas reportaron en su mayoría haber 8 recibido violencia psicológica (43%), seguidas por la atención brindada a mujeres violentadas sexualmente (9%), económicamente (4.6%) y físicamente (4.16%). Finalmente, en lo que corresponde a los resultados arrojados por la aplicación de la ENDIREH (2011) en cuanto a tipos de violencia ejercida contra las encuestadas dentro de su relación de pareja, un mayor número de estas mujeres señaló haber vivido violencia emocional (42.4%); la violencia económica fue la segunda experiencia mayormente indicada (24.5%); en último término, las manifestaciones de violencia física y sexual fueron señaladas por una menor proporción de ellas (13.5% y 7.3%, respectivamente) (INEGI- INMUJERES, s.f.; Hernández y Soto, 2012b; INEGI, op. cit.). Para concluir la exposición de los datos más sustanciales sobre la violencia contra las mujeres mexicanas es relevante estimar también aquéllos alusivos a las consecuencias que, como ya fue mencionado párrafos atrás, son diversas e inherentes a la violencia que es recibida. Según los registros de lesiones de la SSA y de egresos hospitalarios de las instituciones públicas, el porcentaje de mujeres atendidas como efecto de la violencia ejercida contra ellas creció 26.8% entre 2004 y 2010 (Incháustegui y López, op. cit.). Por otro lado, los resultados de la ENVIM (2006) demuestran que el 29% de las mujeres sondeadas que manifestó haber sido violentada por su pareja en aquel tiempo, señaló ser afectada por lesión o daño como secuela de tal suceso; cabe agregar que de estas mujeres sólo algunas demandaron atención médica pese a la gravedad de las consecuencias que experimentaron. En lo concerniente a las mujeres que sí solicitaron servicios sanitarios en respuesta a las lesiones ocasionadas por su pareja, se calculó que en general gastaron, ellas o sus familias, un total de $11, 388, 932; es decir, cada mujer lesionada cubrió su proceso médico con $535.80 en promedio. Además, la encuesta arroja información valiosa acerca de las secuelas laborales y productivas que implicó la violencia perpetrada en las participantes; las mujeres asalariadas que afirmaron ser violentadas indicaron haberse ausentado en su empleo (cinco días en promedio), haber tenido que cambiar de trabajo y/o haberlo perdido (Olaiz, Uribe y del Río, op. cit.). Expuesto todo lo anterior y aun cuando los registros y encuestas no ofrecen datos completos acerca de los efectos adversos que prevalecen en las mujeres violentadas del país, es evidente que éstas experimentan tales secuelas y no sólo en su salud física, su economía y productividad, sino también en su estado psicológico y sexual; empero, quizá la 9 consecuencia aún más alarmante por su carácter irreversible es el hecho de perder la vida. Supuesto de esa forma, cabe mencionar que los sistemas de información de los que dispone el Estado mexicano no están todavía diseñados para brindar datos oportunos sobre los asesinatos de mujeres por razones de género (Incháustegui y López, op.cit.); más aún, la estadística oficial no provee información que permita la obtención de indicadores que pongan de manifiesto el verdadero alcance del problema, incluso las Procuradurías Generales de Justicia de los Estados tampoco facilitan la indagación en el tema dado que no cuentan con una constante sistematización en su documentación (Hernández y Soto, 2012a). Sin embargo, es posible tener un acercamiento a la visibilización de este grave efecto de la violencia a través de algunas investigaciones y registros. Considerando una investigación llevada a cabo durante la LIX Legislatura (2003- 2006) por la Comisión Especial para Conocer y dar Seguimiento a las Investigaciones relacionadas con los Feminicidios en la República Mexicana, en que fueron estudiadas sólo algunas entidades (Estado de México, Oaxaca, Morelos, Guerrero, Chiapas, Chihuahua y Distrito Federal), cabe señalar un resultado importante que coincide con datos de otros registros y encuestas, esto es: explorando la relación entre la mujer asesinada y el homicida se halló que el principal atacante fue la pareja y que muchos de esos homicidios ocurrieron dentro del hogar (Hernández y Soto, 2012a). En lo que refiere al conocimiento de cifras recientes y con cobertura a nivel nacional se puede citar la investigación de Incháustegui y López (op. cit.), quienes muestran una aproximación al problema que aquí atañe examinando el registro de defunciones femeninas con presunción de homicidio que se encuentra en las Estadísticas Vitales de Mortalidad. Aunque con tal registro no es posible diferenciar entre los feminicidios y los decesos por hechos violentos u homicidios, los datos resultan ser adecuados debido a que tienen un nivel de calidad homogéneo entre las entidades federativas. Aclarado esto, el análisis revela que en el país se registraron 2,335 muertes de mujeres con presunción de homicidio durante 2010. Al respecto, el INEGI (2011; cit. en INEGI, op. cit.) proporciona información similar apuntando a que en ese mismo año fueron 2,418 los fallecimientos de mujeres por homicidio. Finalmente, analizando un periodo más prolongado, las mismas autoras indican que de 1985 a 2010 se registraron 36,606 muertes de mujeres con presunción de homicidio a 10 nivel nacional. La indagación también evidencia lo alarmante del hecho de que aun cuando la tasa de este tipo de defunciones había mostrado decrementos en sus valores, a partir de 2007 éstos comenzaron a registrar aumentos con la mayor aceleración observada hasta la actualidad, algo paradójico debido a que fue durante ese año que se inició un amplio proceso legislativo a favor de los derechos y las libertades de las mujeres en relación con la LGAMVLV. Por último, cabe mencionar que de acuerdo con estas cifras las tasas de defunciones femeninas y masculinas con presunción de homicidio se diferencian entre sí, puesto que en las segundas tienen mayor impacto los cambios contextuales, muestra de una mayor elasticidad, en contraste con la tasa correspondiente a las mujeres que sugiere que la violencia ejercidacontra ellas tiene un carácter estructural. Mencionados los datos acerca de la violencia que experimentan las mujeres en México, es conveniente reiterar lo ya señalado por ciertos/as autores/as (Hernández y Soto, 2012a; Incháustegui y López, op. cit.) en alusión a que incluso con el trabajo realizado para la documentación sobre el tema, la escasez de información y de estadísticas precisas que secunden su atención resulta innegable. En este sentido no se debe olvidar que la información obtenida por encuestas es siempre susceptible a la metodología empleada que difiere entre un levantamiento y otro, y que en los registros administrativos se halla el grave problema que implica la denominada “cifra negra”. No obstante, se puede reconocer que lo expuesto provee un acercamiento a la realidad de cómo se manifiesta la violencia contra la mujer en el país, refrendando la urgencia de ocuparse en este fenómeno aún vigente con las secuelas que le acompañan. Asimismo, se puede apreciar la naturaleza multidimensional de esta problemática en tanto parece ser producto de una compleja interacción de diversos factores; como señala la ONU (2006; cit. en Incháustegui y López, op. cit.), la violencia contra la mujer representa en México sólo una parte de toda una serie de conflictos sistémicos. De tal suerte y como ha sido sugerido, es posible pensar en el contexto contemporáneo de violencia generalizada en el país como un elemento que si probablemente no origina dicho fenómeno sí lo agrava; en la misma vertiente se puede considerar que el Estado mexicano, aun siendo parte de los esfuerzos que a nivel internacional se efectúan para atender la problemática, no ha brindado una respuesta efectiva dada la falta a sus compromisos; y con la misma relevancia puede también reflexionarse la trascendencia que tienen otros dispositivos de orden cultural y 11 psicológico en la prevalencia de los casos de mujeres violentadas en el país. En síntesis, se trata de un asunto complejo cuyas fuentes pueden ser de muy diversa índole, por lo que su atención íntegra no parece sencilla y posiblemente no puede emanar de una sola disciplina; lo cual, sin embargo, no debe conducir al abandono de tan importante tarea pues no se puede suponer, coincidiendo con Morey (op. cit.), que la violencia contra la mujer es la expresión de algo universal e innato en los individuos, ignorando así el carácter flexible que permite a las personas generar nuevos comportamientos y diferentes maneras de organización social. De tal suerte, es imprescindible considerar que ante esta problemática lo ideal es no tomar una postura reduccionista, desde la cual se asuma que el fenómeno es únicamente de carácter sociocultural o, por otro lado, de índole individual o psicológica. Lo polifacético del problema requiere un acercamiento, comprensión y solución desde diferentes niveles; sin embargo, al hallarse conformado por diversos elementos que se influyen entre sí, resulta conveniente hacer un análisis aislado de cada uno de ellos para el posterior entendimiento de sus interrelaciones, sin ignorar que ningún nivel o aproximación al fenómeno es más decisiva que otra, dado que todas se hallan entrelazadas (Morey, op. cit.). Dicho lo anterior, por las diferentes implicaciones que tiene, también es ideal asumir que el problema de la violencia contra las mujeres requiere del interés no sólo de quienes la experimentan, sino de los/as sujetos en general, miembros de diversas disciplinas y autoridades responsables en todos los sectores y niveles. Así, un acercamiento al fenómeno que involucre a los hombres parece ser fundamental, pues no es más trascendental abordar un sólo elemento de la relación violenta que atender a ambos, más aun considerando que la violencia que mayormente viven las mujeres se presenta en el vínculo con otro hombre dentro de una relación de pareja, como es sugerido por algunos estudios internacionales (OMS 2003; 2005) y demostrado a nivel nacional por los resultados obtenidos a partir de la ENVIM (2006) y la ENDIREH (2011) (Olaiz, Uribe y del Río, op. cit.; INEGI, op. cit.), así como por el trabajo analítico de otras/os autoras/es (Incháustegui y López, op. cit.; Hernández y Soto, 2012a). Es entonces preocupante que el acercamiento a tal violencia frecuentemente se limite a lo que concierne a las mujeres y las acciones punitivas hacia los hechos, descuidando de esa manera la atención que idealmente se debe también conceder a asuntos estructurales, 12 culturales y psicológicos con relación a los hombres y la violencia masculina, para ofrecer así una aportación que complemente el entendimiento y atención íntegra del problema. Dicho esto, el presente trabajo tiene el propósito de analizar la construcción de la identidad genérica masculina para comprender cómo se expresa en la violencia ejercida contra la mujer, con lo cual se espera colaborar en el esclarecimiento de al menos uno de los elementos que se hallan inmersos en este grave fenómeno. 1. CONSTRUCTOS ELEMENTALES DEL SUJETO DE GÉNERO Sumergirse en la identidad considerando su dimensión genérica para lograr el objetivo que en este trabajo se persigue, exige primeramente realizar un recorrido conceptual, analítico y reflexivo por los diferentes constructos que le anteceden y configuran a la vez. Dicho esto, en el presente capítulo se expone tal revisión partiendo desde el espacio corpóreo e ideológico más básico en el que el sujeto de género se gesta: el sexo; pasando necesariamente por el género para concluir la indagación en la identidad y la subidentidad fundamentada en éste; es decir, llegando al encuentro con el ser generizado. Así pues, se muestra la complejidad en las concepciones de cada constructo, siempre habilitadas para generar controversia entre distintas posturas. De igual forma, se señalan los elementos, dimensiones y procesos que los conforman y la manera en que lo psicológico, sociocultural y biológico se conjunta en cada uno de éstos. Ello sin dejar de enfatizar en la interrelación que tienen y que innegablemente impacta, de principio a fin y diferencialmente, la existencia de los individuos. 1.1 Sexo Aparentemente el entendimiento del sexo no implica mayor confusión, pues con frecuencia es comprendido desde una postura biologicista que lo demarca naturalmente dicotómico. Siendo así, éste puede concebirse como un suceso nato revelado en las características anatómicas y fisiológicas que diferencian a machos y hembras dentro de la especie (Fernández, 2012); o bien, como un atributo invariablemente fáctico y analítico de lo humano a razón de que toda persona es sexuada (Beauvoir, s.f.; cit. en Butler, 2007). Sin embargo, como se expone a continuación, la categoría “sexo” resulta tan compleja que incluso dentro de los límites de la biología, y más aún fuera de éstos, puede ser comprendida de maneras muy diversas. En principio dicha designación apunta a distintas áreas que la constituyen. Como muestra de lo anterior, Masters, Johnson y Kolodny (1995) indican que son cuatro los elementos biológicos que definen el sexo de una persona, a saber: los cromosomas, las 14 hormonas, la anatomía externa e interna sexual y las características sexuales secundarias. Asimismo, sin desprenderse de esta lógica biologicista y con nomenclatura similar, Lamas (2002) hace referencia a que el sexo está determinado por cinco factores añadiendo a los anteriores, de forma muy independiente, las gónadas. Así, aunque se hacen observaciones semejantes para el establecimiento de los componentes que definen el sexo, la estimación de éstos en torno al papel que desempeñan en su determinación es confusa. Page (1987; cit. en Butler, 2007), por ejemplo, realizando un estudio para explicar el dimorfismo sexual, particularmente de algunos/as de sus participantes cuya conformación cromosómicaera ambigua, habla del “gen maestro” como el encargado de precisar el sexo al subordinar todas las características que lo hacen unívoco y binario. En tal investigación el autor establecía hipotéticamente al gen como fundador del sexo masculino, localizándolo en el cromosoma Y; empero, tras encontrarlo en el cromosoma X de las mujeres estableció que era sólo determinante en función de permanecer activo (en los hombres) o pasivo (en las mujeres) por lo que, independientemente de la variación cromosómica, se plantea que un hombre verdaderamente lo es dado que su cromosoma Y puede ser ilocalizable mas no inexistente, y una mujer tampoco deja de serlo aun con la transubicabilidad del mismo. Ahora bien, cabe decir que ante estos argumentos la existencia o no del “gen maestro” como fundamental en la especificación sexual puede carecer de sentido, en la medida en que el mismo autor parece concluir infiriendo el sexo de sus participantes atípicos (“mujeres XY” y “hombres XX”) sólo en consideración de sus genitales externos. Puede advertirse así que la aprehensión del sexo no es sencilla. Es evidente que los factores que se piensa lo constituyen son múltiples y en ocasiones pueden ser incoherentes entre sí, dificultando con ello su delimitación incluso si se designara un solo elemento como su fundador concluyente. Ergo, es posible decir que del acoplamiento de los diferentes elementos biológicos puede no emanar un resultado que apoye la existencia del sexo unívoco dentro de un marco binario como generalmente es asumido. Dicho lo cual y adoptando una visión antiesencialista, se reflexiona que aquello que generalmente se acepta como natural e inmutable puede ser algo construido socioculturalmente y, aunque normalizado, de igual manera susceptible a la transformación. Desde este supuesto, Wittig (s.f.; cit. en Butler, 2007) concibe a la propia naturaleza como una representación mental, 15 ideas elaboradas y conservadas con el propósito de coadyuvar al control social, la opresión y la dominación sexual. Ahondando más en el razonamiento en torno a qué es y si realmente existe el sexo nato, es posible estimar también que no sólo éste sino el mismo cuerpo de una persona hace referencia a una situación cultural más allá de sus fronteras anatómicas. Beauvoir (1981), concibiéndolo así, señala que lo corpóreo siempre es interpretado a través de significados culturales por lo cual, de manera más particular, se trata de un medio o instrumento que tiene relación con éstos. Siguiendo la misma línea de pensamiento, Wittig (1981; cit. en Butler, 2007) infiere al cuerpo como una construcción compleja e imaginaria, argumentando que el establecimiento del sexo se origina a partir de la interpretación de determinadas características físicas, y no sólo de su percepción, que aun siendo inconexas adquieren un significado social (“partes sexuales”) y se convierten en una unidad artificial en tanto definen al cuerpo erógeno a través de su fragmentación. Todo lo cual, según la autora, produce un entendimiento limitado de las partes sexuales del cuerpo, reconociendo únicamente como tales a aquéllas que contribuyen a la reproducción y que en realidad son tan neutras como las demás. A propósito de esto, cabe recordar la investigación del “gen maestro” en que finalmente se adopta la norma cultural que muestra la parte del cuerpo que usualmente simboliza la sexualidad reproductiva como la que precisa el sexo, al margen de los factores que lo puedan cuestionar. Sentado lo anterior, como situación cultural, la entidad anatómica más que ser objeto de una apreciación biológica lo es de la interpretación convencional hecha por las instituciones sociales, las que además depositan en aquélla grandes esfuerzos a través de diversos procesos pedagógicos para lograr que deje de ser un mero producto biológico y se convierta en un importante objeto de poder que responda de manera efectiva a sus intereses (Butler, 1996; Lagarde, 1997). Hasta este punto la idea de que el sexo es una categoría compleja y aún objeto de discusión se consolida. Parece que su comprensión como concepto elaborado simbólicamente a partir de la interpretación cultural del organismo conduce también al cuestionamiento acerca de la relación diferenciada que frecuentemente se establece entre éste y el género, como lo hace Lévi-Strauss (s.f.; cit. en Butler, 2007), tomando de referencia la distinción que existe entre la naturaleza y la cultura para erigir las analogías “sexo-naturaleza” y “género-cultura”, de tal modo que lo primero se entienda como la 16 materia prima sobre la que actúa lo segundo. Esta discriminación parece dudosa por ciertos motivos: ya se ha observado que incluso los razonamientos desde la biología acerca del sexo pueden estar permeados por significados culturales que obstaculizan su comprensión objetiva y vínculo con lo natural y, además, pensar el sexo como materia prima parece ser en sí una elaboración discursiva que sirve como base para la distinción misma entre naturaleza y cultura, así como para el vínculo jerárquico que se establece entre éstas (Butler, 2007). Este breve análisis sugiere que el sexo siempre ha sido género en el sentido en que es construido de manera semejante. Se refuerza entonces la apreciación acerca de que la relación entre el sexo y el género es en sí misma una convención cultural, si se asume que el primero es ya definido y significado históricamente dentro de un orden o sistema de oposición genérico y binario. De tal forma, la discriminación entre ambos puede pensarse ficticia al ser una diferencia construida simbólicamente, con lo cual la percepción análoga “sexo es a naturaleza como género a cultura” se invalidaría al tratarse ambos de cuestiones culturales (Butler, 1996; 2007; Lagarde, op. cit.). 1.2 Género De manera similar al sexo hablar de género, y más aún comprenderlo, implica abordarlo en sus diferentes aristas, tratándose también de una noción compleja a la que le son atribuidas similares aunque diferentes acepciones. De tal suerte, Fernández (op. cit.) menciona que incluso si se hace alusión a una categoría de índole social establecida con el propósito de esclarecer el porqué de las diferencias entre hombres y mujeres a través de la historia, ésta lejos de alcanzar dicho objetivo parece devenir en conflicto por las diversas maneras en que es entendida y utilizada. Para empezar, el concepto que aquí atañe en su definición más elemental refiere a la clase, especie o tipo al que pertenecen las personas u objetos (Lamas, 2002). De modo más específico el término corresponde a una evocación de determinados rasgos (de algo o alguien) que funciona para el establecimiento de una clasificación y distinción entre fenómenos, y de la relación y separación entre éstos ya categorizados. No obstante, cabe adelantar que el concepto parece no limitarse a dar una exposición objetiva de los rasgos inherentes a aquéllos, sino lo contrario de tal entendimiento (Scott, 2008). 17 Por otra parte, trasladándolo fuera de los límites enciclopédicos y descriptivos, el género puede concebirse como una categoría analítica, útil para la comprensión, discusión e intervención en determinados fenómenos en los que la construcción social desempeña un papel primordial. Comprendiéndolo de esa forma, Scott (op. cit.) da una definición que se halla conformada por el enlace íntegro de dos ideas: la primera señala que el género es un factor esencial y distintivo de las relaciones sociales que son establecidas a partir del aparente dimorfismo sexual; la segunda idea radica en entender al género como un campo primario en el que, y mediante el cual, se configura el poder. De este modo, teniendo en cuenta el primer planteamiento de dicha definición, adoptándolo como elemento fundamental de las relaciones de género, se presentan cuatro factores quelo constituyen y que se interrelacionan y coordinan en el tiempo: el primero atañe a los símbolos que sirven para evocar diversas representaciones culturales que suelen contradecirse; otro aspecto corresponde a los conceptos normativos que emanan de diferentes doctrinas (pedagógicas, religiosas, políticas y científicas) y que se exhiben como oposiciones binarias que buscan instaurar de manera incuestionable la interpretación y el sentido de lo masculino y lo femenino, del ser hombre y ser mujer; un componente más concierne a las organizaciones e instituciones sociales (el parentesco, la economía, la educación y la política) que ineludiblemente están involucradas en el proceso de la construcción del género; y finalmente, la elaboración misma de la identidad genérica subjetiva es otro elemento. Ahora bien, en relación con la idea señalada y sus componentes, el concepto puede ser empleado únicamente para nombrar la organización social de las relaciones que se establecen entre los sexos. Este uso permite, además de señalar tal estructuración, abordar el trascendental tema de las distinciones sociales que existen entre los sujetos en función de su anatomía sexual; advirtiendo así al género como una constante cultural, productora y reproductora del orden social desigual (Lamas, 2002; Scott, op. cit.). Asimismo, aludiendo a los elementos que lo muestran como una construcción simbólica elaborada a partir de la denominada diferencia sexual, el género puede comprenderse como resultado del conjunto de preceptos, expectativas, valores, mitos y creencias que tienen el propósito de regular las relaciones intergenéricas e intragenéricas, erigiéndose a partir de la interacción de diversos 18 agentes que apuntan al “ser” y “deber ser” distintivo para hombres y mujeres, y que halla su expresión en diferentes prácticas, discursos y representaciones (Lamas, 1996; 2002; Scott, op. cit.). Los elementos de este conjunto normativo refieren a lo que Rocha y Díaz-Loving (2011) designan “cultura de género”. En cuanto a la segunda idea que constituye la definición del género como categoría analítica, se estima que éste ha contribuido constantemente en la significación del poder, pues sus diversas concepciones se elaboran partiendo del género aunque no necesariamente traten de él. Compartiendo este razonamiento, Bourdieu (1980; cit. en Scott, op. cit.) argumenta que todo lo que atañe a la vida social está encuadrado por los conceptos de género que son mostrados como referencia aparentemente objetiva y que plantean ciertas distribuciones de poder, por lo que se vinculan con su construcción y la manera en que es comprendido. Con este entendimiento del género se revela cómo la diferenciación entre hombres y mujeres no deriva de lo natural, sino de algo impuesto y adquirido por los individuos, rechazando de nuevo el determinismo biológico que frecuentemente se atribuye al término “sexo” y a los que de éste se piensa que desprenden, y enfatizando por tanto en el carácter sociocultural de las discriminaciones basadas en él. De tal suerte que aun cuando algunos estudios reconocen el origen biológico de la distinción de comportamientos entre los sexos, es necesario señalar que éstos son los menos y que la tendencia biológica no determina absolutamente las conductas asimétricas, en la medida en que todos los individuos comparten características y comportamientos humanos independientemente de su sexo (Sullerot y Monod, 1979; cit. en Lamas, 2002). Lo cual también se refrenda con la variación que se presenta entre una cultura y otra acerca de lo asumido como femenino o masculino, lo que Lagarde (op. cit.) denomina “cosmovisión de género”, refiriendo nuevamente a la construcción simbólica en la que cada sociedad encierra sus ideas, interpretación, prejuicios, valores y preceptos dirigidos a mujeres y hombres. Así pues, el género puede comprenderse, grosso modo, como una categoría configurada social, cultural e históricamente a partir de la distinción biológica que se piensa sexual, constituyendo convencionalmente a los seres humanos de dos diferentes maneras (Benhabib, 1992; cit. en Lagarde, op. cit.). 19 Empero, aun si se asimila el género como la interpretación que se hace del sexo o como una elaboración simbólica en sí mismo (adoptando la reflexión de que el sexo siempre ha sido género), es preciso no fundar con ello un determinismo cultural que lo convierta en destino; aunque es claro que no se trata de algo innato, sería errado considerar que hace alusión únicamente a un proceso sociocultural. Al respecto, Chodorow (2003; cit. en Fernández, op. cit.) menciona que se trata también de una construcción individual, ya que la percepción y la creación de significación de la persona, con que es receptora de todo lo circundante, son elaboradas también de forma psicológica al experimentarlas emocionalmente y dentro de sus relaciones interpersonales, por lo cual las significaciones que produce partiendo de la cultura de género están también en función de su propia historia. Igualmente, Beauvoir (op. cit.) con su célebre afirmación “una no nace, sino que se hace mujer”, sugiere que tanto las características femeninas como las masculinas se obtienen por medio de un proceso individual al igual que social, de manera que los cuerpos, a través de actos personales que conducen a asumir los estilos y significados genéricos de la cultura, dejan de ser productos biológicos para convertirse en cuerpos humanos. Así pues, el género parece ser la manera de existir el cuerpo en el mundo, como lo señala Butler (s.f.; cit. en Lamas, 1996), de forma que vivir el cuerpo, y con eso llegar a ser género, conlleva recibir y aceptar o reinterpretar la normatividad genérica. En este sentido se infiere que el género en gran parte deriva del proceso a través del cual los sujetos, además de ser meros reproductores, son potencialmente innovadores de los numerosos significados culturales que aprehenden; es decir, las personas no solamente son construidas externamente por la cultura de género, sino que al transformar aquello que es recibido también se configuran a sí mismas. Finalmente, es importante añadir que la formulación “llegar a ser el género” no puede ser tomada en su literalidad, puesto que el proceso al que refiere no es lineal; el género no surge en un momento específico para quedar establecido de manera estática y precisa, éste se halla en una constante elaboración (Butler, 1996; 2007). 20 1.3 Identidad Siguiendo los vínculos entre el sexo y el género de un individuo se llega a otra noción estrechamente ligada a éstos: la identidad; en tanto supone, al igual que tales constructos y entre otras variables, elaboración y conjunción de lo psicológico con lo sociocultural. La identidad también genera debate dado que puede concebirse enmarcada por los significados que son otorgados a las personas o por el proceso en el que éstas se definen. De esa manera, refiere al sitio en que la autopercepción y la percepción social se articulan, ya que el sentido personal de un sujeto se desprende de la interiorización de los códigos compartidos por la colectividad en que se halla inmerso y de sus interacciones dentro de ella, así como de la percepción que construye en relación con su historia, atributos y emociones, y que asiste a la reelaboración de lo que procede de los códigos sociales (Lamas, 2002; Serret, 2004; Rocha, 2009). Sentado esto, la identidad puede definirse como el sistema central de significados que posee cada persona y que establece las normas que permean y dan sentido a sus actos, tomando en cuenta que tales significados provienen de los elementos sociales e individuales ya señalados (Parsons, 1962; cit. en Rocha y Díaz-Loving, op. cit.). Entendiendo de ese modo la identidad, Rocha (op. cit.) añade que ésta también entraña un conjunto decaracterísticas a través de las cuales las personas se conciben únicas, así como aspectos que les permiten vincularse con un grupo determinado. Profundizando en tal idea, aparece como una configuración social-relacional, en el sentido en que los rasgos adoptados por los individuos sirven al propósito social de erigir categorías entre ellos, favoreciendo su identificación con alguna de éstas; de forma que hablar de identidad es abordar al ser humano en su pertenencia a un grupo. Siendo así, de acuerdo con Zavalloni (1973; cit. en Rocha y Díaz-Loving, op. cit.), este constructo alude a un proceso de diferenciación en el que los sujetos se autoidentifican en la medida en que sus peculiaridades los distinguen de los demás, y a otro de integración en el cual se reconocen como parte de un conjunto al poseer rasgos que apuntan a éste y que son semejantes a los de otros integrantes del mismo. Ahora bien, más allá de la incorporación y distinción que implica la concepción referencial mencionada, Parsons (1968; cit. en Rocha, op. cit.) indica que la variabilidad es otra dimensión importante de la identidad debido al carácter cultural que ésta posee; ergo, está sujeta a modificaciones originadas por cambios en las condiciones históricas y sociales 21 y, en consecuencia, puede diferir entre una y otra colectividad. Asimismo, James (1952; cit. en Rocha, op. cit.) señala la continuidad como otra dimensión elemental, argumentando que la constancia, de la que dimana la consistencia, propicia una identidad estable que permite al individuo diferenciarse de otras/os a través del tiempo y que en caso de verse interrumpida puede perturbar el sentido de sí mismo. Por otro lado, y retornando a las nociones previamente indagadas, la identidad se encuentra configurada por múltiples factores de los cuales sólo algunos operan de manera más significativa que otros en su constante elaboración. Dicho esto, la supuesta diferencia sexual y el género concomitante constituyen, más que un factor, un rasgo identitario complejo que, aun si puede alterarse, resulta estructurante al definir la identidad en sus aspectos fundante, esencial y arcaico; por consiguiente, el género organiza otros rasgos que influyen en la autopercepción y heteropercepción de la persona, al mismo tiempo que demarca el poder que le corresponde a ésta y a su grupo de referencia, así como el que puede ser ejercido sobre ellos/as (Lagarde, op. cit.; Lamas, 2002; Serret, op. cit.). Aunque existen varios ordenadores de la identidad como la etnia, raza, clase o religión, el género, según Serret (op. cit.), es estructurante por persistente y semejante en diferentes épocas y sociedades, contrastado con el cambio que puede advertirse en los otros rasgos; las principales características que culturalmente se han establecido a partir del dimorfismo sexual, en general, no varían de manera verdaderamente significativa entre un escenario social y otro. De igual forma, Lagarde (op. cit.) atribuye tal trascendencia del género a la cosmovisión que de éste se desprende y que incorpora la historia y diferentes tradiciones del contexto de la persona que son parte de la percepción que tiene del mundo, lo que le da un carácter etnocéntrico al suponerla superior o universal. Con todo esto se constata que el sentido genérico como parte de la identidad global representa una de sus subidentidades más básicas, cuyo impacto en la cotidianidad y existencia del sujeto es preponderante. 22 1.3.1 Identidad Genérica Así pues, haciendo ahora mención de la identidad de género, ésta en principio es definida por Masters et al. (op. cit.) como la certeza que tiene un individuo de pertenecer a uno u otro sexo; en otras palabras, como lo explica Spence (1993; cit. en Rocha, op. cit.), la noción alude al sentido básico que se tiene de ser hombre o mujer, lo que implica el propio reconocimiento y aceptación sexual. Estas definiciones parecen conservar un fundamento esencialista, no obstante cabe mencionar que el sexo podría ser su punto de partida a razón del mecanismo cultural de asignación de género, el cual ocurre durante el ritual del parto en el que través del lenguaje se marca al recién nacido con el sexo de acuerdo a la percepción externa de sus genitales; por tanto, el cuerpo ya dotado de significación sexual se convierte desde ese momento en la referencia normativa más inmediata y estable de la persona para elaborar su identidad genérica (Lagarde, op. cit.). Entendiendo entonces que la construcción de la identidad como mujer u hombre en un inicio se apoya en la interpretación de un cuerpo sexualmente distinto, Rocha (op. cit.) sugiere que ulteriormente lo hace de manera primordial en el ejercicio reflexivo que se desarrolla en un contexto social, histórico y cultural preciso (aunque no hay que olvidar que el cuerpo humano y su sexo parecen ser en sí mismos situaciones culturales). Dicho esto, la identidad genérica, al igual que la identidad global, conlleva diversos elementos y procesos en que lo externo e interno se enlazan, con la singularidad de que en esta subidentidad se internalizan los elementos que conforman la cultura de género; asimismo, no se trata de algo fáctico, sino de un proceso inacabable y susceptible de transformaciones propiciadas por cambios contextuales o individuales; aludiendo así a un constructo polifacético, dinámico y complejo (Rocha y Díaz-Loving, op. cit.). Además, Lamas (2002) menciona que esta identidad organiza la experiencia vital del sujeto, quien se identifica por medio de numerosas manifestaciones con el grupo genérico al que pertenece, pues una vez erigida su identidad de género, teniendo la convicción de pertenecer a lo masculino o femenino, todas sus vivencias pasan por ésta. Se estima de esa forma que la identidad genérica no incluye solamente saberse hombre o mujer, en tanto apunta a la materialización del contenido genérico en los sentimientos, cogniciones y comportamientos del ser humano que se 23 reafirman como atributos, expresándose en los roles y actividades diferenciadas que, como mujer u hombre, lleva a cabo dentro de la sociedad (Rocha, op. cit.). Por otra parte, es oportuno destacar que dicha identidad antecede al conocimiento acerca de la distinción sexual más evidente. Durante la infancia, cuando el lenguaje comienza a ser adquirido entre los dos y tres años de edad, la persona hace autorreferencia en forma masculina o femenina aun sin contar con una elaboración cognoscitiva al respecto, ello por la diferencia genérica que percibe desde ese entonces en los símbolos más ordinarios (p. ej. juguetes y ropa) que revelan el “deber ser” en correspondencia con el género. De tal suerte, cuando en la niñez se asume una identidad como hombre o mujer, incluso si ésta puede tener modificaciones, es muy poco probable que posteriormente se cambie por la opuesta (Lamas, 2002). Desde una perspectiva psicológica, la identidad de género también se concibe configurada por cuatro elementos fundamentales que se entrecruzan en su desarrollo y que a su vez implican diversos factores, motivo por el cual el discernimiento entre uno y otro es complicado, aunado al hecho de que éstos frecuentemente se emplean con diferentes significados. Sin omitir esta observación, Rocha y Díaz-Loving (op. cit.) señalan que los ejes de la identidad genérica son: los roles, las actitudes, los estereotipos y la feminidad o la masculinidad. En lo que concierne al rol de género, los mismos autores consideran que éste es la manifestación pública que da cuenta a los demás de que sé es hombre o mujer, por lo que su carácter normativo es esencial; es decir, se halla delimitado por las exigencias socialmente compartidas que se espera satisfaga una persona en relación con el lugar en que simbólicamente se ubica a su colectivo genérico. Particularmente, Eagly (1987; cit. enRocha y Díaz-Loving, op. cit.), Fernández (1998; cit. en Rocha y Díaz-Loving, op. cit.) y Lamas (2002) señalan que la asignación de los roles deriva de las expectativas y preceptos dirigidos al comportamiento que se piensa adecuado según el género de los sujetos, perfilando con ello las labores que mujeres y hombres desempeñan diferencialmente dentro de las instituciones. Cabe mencionar que los roles de género están condicionados a los cambios que se presenten en las normas y oportunidades sociales para los individuos, aunque muchas de sus transformaciones obedecerían aún a parámetros tradicionales y 24 perspectivas que naturalizan situaciones como propias de un género, lo que puede dar origen a confrontaciones ante la incongruencia entre las tareas que en gran parte prevalecen por la tendencia de los sujetos a comportarse acorde con los roles que les son asignados. Por otro lado, las actitudes de género tienen una carga cognoscitiva y valorativa que las vuelve decisivas en la confirmación que hace una persona sobre su pertenencia a un género, dotando de coherencia la autopercepción y evaluación de sí misma en correspondencia con lo femenino o masculino. Entendiéndolas de esa forma, Lips (2001; cit. en Rocha y Díaz-Loving, op. cit.) y Hegelson (2002; cit. en Rocha y Díaz-Loving, op. cit.) señalan que dichas actitudes están conformadas a su vez por tres dimensiones: conductual, afectiva y cognoscitiva. Así pues, en la primera dimensión se advierte la discriminación sexual que refiere al comportamiento que conlleva un trato distintivo entre las personas de acuerdo a su sexo, pudiendo traducirse en hostilidad o, en contraste, en idealización del género opuesto. En lo afectivo, figura el sexismo que alude al prejuicio de un sujeto hacia otros con diferente sexo; aunque cabe decir que algunas/os autoras/es lo conciben en sí mismo como una discriminación desprendida del trato diferencial (Lamas, 2002), o bien como la pretensión de superioridad de un individuo sobre otro, con sexo distinto, a través de actos discriminatorios y de subordinación (Fernández, op. cit.). Finalmente, la dimensión cognoscitiva de dichas actitudes refiere a los estereotipos que representan, al mismo tiempo y de manera independiente, otro elemento vital de la identidad genérica. Los estereotipos de género son el conjunto de ideas preconcebidas acerca de las características y comportamientos que revelan la separación entre mujeres y hombres, y que son compartidas por un número significativo de personas (Rocha y Díaz-Loving, op. cit.). Sentado esto, Fernández (1998; cit. en Rocha y Díaz-Loving, op. cit.) indica que tales creencias presentan tres importantes características. La primera es que al tener connotaciones negativas se vinculan con el prejuicio, en ese sentido Masters et al. (op. cit.) mencionan que éstas refuerzan las generalizaciones erróneas sobre los sujetos de género, lo que puede alterar el trato equitativo entre ellos/as. El segundo rasgo tiene que ver con su carácter descriptivo y prescriptivo que demarca el “ser” y “deber ser”, de tal modo que su alcance se ve reflejado en las actitudes y comportamientos diferenciales como es señalado 25 por Lamas (2002) y Rocha y Díaz-Loving (op. cit.), quienes además afirman que los estereotipos pueden ser nocivos al restringir el potencial humano y distorsionar la realidad al admitirse como verdades; asimismo, percibido el vínculo que tienen con los roles de género, Eagly (1987; cit. en Rocha y Díaz-Loving, op. cit.) refiere que de haber una trasformación en éstos, los estereotipos también cambiarían aunque de forma aún más gradual. Por último, la tercera característica es que representan esquemas cognoscitivos que prevalecen por mucho tiempo y que sirven para organizar información, lo que de acuerdo con Geis (1993; cit. en Rocha y Díaz-Loving, op. cit.) conduce al establecimiento de la normatividad que produce y mantiene las distinciones genéricas valoradas, así como la explicación de lo circundante limitada por tales esquemas; lo cual sugiere que la cultura de género está principalmente estructurada por dichas ideas. Finalmente, la feminidad y la masculinidad como constructos psicológicos que revisten la identidad genérica de cada persona, refieren a los atributos y estilos interpersonales duraderos que tradicionalmente distinguen a los seres humanos en apariencia, habilidades, actitudes y comportamientos según su género. Estas dimensiones no son excluyentes entre sí, razón por la que incluso conservando su diferencia pueden coexistir en un mismo sujeto (Rocha y Díaz-Loving, op. cit.). Sin embargo, cabe precisar que tratándose de algo que muestra la magnitud en que una persona se adecua a las expectativas socioculturales acerca del comportamiento y aspecto que se espera en función de su género, es convencionalmente deseable que las mujeres sean “femeninas” y los hombres “masculinos”, de forma tal que sean previsibles al comportarse de manera homogénea en lo que respecta a su grupo genérico y de modo complementario considerando el contrario, coadyuvando así a una aparente estabilidad personal y un supuesto equilibrio social (Masters et al., op. cit.). 2. ELABORACIÓN DE LA IDENTIDAD DE GÉNERO MASCULINA Examinados los constructos básicos que constituyen al ser humano en tanto sujeto de género, cabe hacer algunas precisiones para dar inicio en este capítulo a la tarea comprensiva de cómo la identidad genérica se configura. Se mencionó ya que la existencia de únicamente dos sexos, y con esto sólo dos géneros, es muy cuestionable; sin embargo, dado el propósito del presente trabajo en que la masculinidad es objeto de análisis en relación con la mujer, se conserva la percepción dicotómica sin desestimar la crítica sobre ésta. Además, se admite la homologación entre el sexo y el género, razón por la cual en adelante mencionar alguno significará aludir a ambos. Así pues, dando seguimiento a la afirmación primordial que puede derivarse de la sección precedente; es decir, que las nociones estudiadas no refieren a una situación natural sino a una elaboración, a continuación, como fue señalado, se profundizará en ésta. Considerando para tal fin las teorías psicológicas que explican dicha construcción, así como los procesos específicos a los que éstas apuntan junto con sus componentes (personas, contextos, dimensiones y situaciones), y advirtiendo también otros factores que son partícipes. Todo lo cual comenzará a versar de forma particular sobre el hombre. 2.1 Teorías de la Identidad Genérica Si bien es importante el reconocimiento de que la construcción identitaria de género parte de la interpretación que se hace del organismo como cuerpo sexuado, lo que por sí mismo evidencia una pronta elaboración sociocultural, para proseguir entonces con la internalización de la cultura de género que termina manifestándose en las emociones, pensamientos y conductas propias del individuo; también debe considerarse que más allá de estos principios generales, existen diversas perspectivas psicológicas que muestran singularidades que es conveniente considerar. Entre los enfoques más representativos se hallan el psicodinámico, el cognoscitivo y el del aprendizaje social. 27 La perspectiva psicodinámica atribuye el asentamiento de las bases primarias de la identidad de género al efecto que sobre la persona tienen las interacciones que durante la niñez se establecen con su madre (“relaciones objetales”), quien usualmente funge el rol de cuidador primario. Así, el papel maternal se presenta vital y se expresa de forma diferencial hacia niñas y niños de acuerdo a lo que se espera desarrollar en ellas/os (Rocha y Díaz- Loving, 2011). Desde esta lógica también es importante estimar, como reporta Rocha (2009), que la madre se encuentra generizada, lo que influye sobremanera en sulabor de crianza y, por ende, en las relaciones que establece con un/a hijo/a. De tal forma que contrario a la suposición de que el contenido genérico que principalmente se introyecta es el representado por el cuidador primario, Miller (1986; cit. en Rocha y Díaz-Loving, op. cit.) indica que en el caso particular de un niño esto comúnmente no sucede debido a la distinción genérica que percibe entre él y su madre a través de su interacción, motivo por el cual no se presenta una completa identificación con ella; en contraste, según Wood (1997; cit. en Rocha y Díaz-Loving, op. cit.), en aras de definirse este infante elabora su identidad de género identificándose con su padre y distinguiéndose de la identidad que aquélla posee, pudiendo llegar a rechazarla, lo que después podría derivar en la negación generalizada de lo femenino. Por otro lado, la perspectiva cognoscitiva expresa que la elaboración de la identidad genérica se presenta en correspondencia con el desarrollo cognoscitivo de la persona (Kohlberg, 1996; cit. en Masters, Johnson y Kolodny, 1995). Sentada tal afirmación, se entiende que desde la niñez el individuo puede desarrollar una percepción genérica sobre sí mismo y acerca de sus interacciones al advertir la diferenciación entre lo masculino y lo femenino, ello teniendo en cuenta la información que distintivamente le es transmitida familiar y socioculturalmente, propiciando entonces el reconocimiento de su propio género y su consecuente desenvolvimiento como lo señalan Piaget (1965; cit. en Rocha y Díaz- Loving, op. cit.) y Gilligan (1982; cit. en Rocha y Díaz-Loving, op. cit.), al igual que Lamas (2002) en el capítulo anterior. Siendo de esta manera, el lenguaje aparece como un elemento fundamental para que durante la infancia se logre tal discriminación, así como la identificación e internalización del contenido genérico para desarrollar con base en éste la identidad. En ese sentido, Wood (1997; cit. en Rocha, op. cit.) precisa que entre la edad de uno y dos años y medio un infante identifica las etiquetas (p. ej. “niño”, “niña”) que otros le 28 asignan y que le posibilitan describirse a sí mismo, a partir de lo cual comienza a imitar el modelo genérico pertinente. Además, Campbell (1993; cit. en Rocha, op. cit.) y Masters et al. (op. cit.) añaden que cuando la persona posee ya la noción del género como una constante aparentemente inalterable en la vida, a la edad de tres años según la primera autora o a los cinco o seis de acuerdo con los últimos, es que comienza a construir una sólida identidad de género. Así pues, en el caso de la elaboración masculina, un niño identifica modelos pertenecientes al colectivo genérico en el que él se reconoce para apropiarse de sus características y comportamientos, observando e imitándolos posteriormente. Lo cual, desde este enfoque, más que estar motivado por alguna recompensa inmediata lo está por el deseo de conseguir una identidad de género en el sentido personal (Kaplan y Sedney, 1980; cit. en Masters et al., op. cit.), así como por la aspiración de ser tan competente dentro de la colectividad como se percibe en los otros individuos que son adoptados como referencia (Wood, 1997; cit. en Rocha y Díaz-Loving, op. cit.). De tal suerte, las figuras prototípicas se muestran primordiales para el moldeamiento apegado a la cultura de género, labor que durante la infancia sería mayormente ejecutada en la interacción del padre y la madre con su descendencia. Finalmente, la perspectiva del aprendizaje social también valora la función desempeñada por la observación y la comunicación, específicamente dentro de un proceso de aprendizaje, concibiéndola como la base esencial para la construcción de la identidad de género. De esta forma, Rocha y Díaz-Loving (op. cit.) mencionan que en la niñez el sujeto puede adquirir y desarrollar los comportamientos y atributos correspondientes a su género a través de la interacción con su padre, madre, grupo de pares, modelos en los medios de comunicación y otros; no obstante, al igual que Masters et al. (op. cit.), puntualizan que la interacción más significativa en dicha etapa es la que se presenta con los ejemplos adultos que por lo general tienen mayor cercanía a él: sus progenitores. De modo que, singularmente, un niño elabora su masculinidad observando y emulando principalmente a su padre en la medida en que la reproducción de sus rasgos y comportamientos le es más recompensada al coincidir con su género, mientras que las manifestaciones desviadas de tal figura le son reprobadas. Empero, es importante señalar que aunque desde esta perspectiva se enfatiza en el aspecto paternal en el caso de la construcción genérica de un niño, de igual manera se indica que tanto el padre como la madre realizan una tarea sustancial al dirigirse 29 a aquél en función del sexo que posee y las expectativas que en torno a su género son producidas por ambos (Bussey y Bandura, 1992; cit. en Rocha, op. cit.). Siguiendo este razonamiento, los progenitores refuerzan o castigan a su hijo según los atributos y comportamientos deseables o indeseables que manifiesta; su labor es realizada de forma igualmente significativa dentro de su convivencia diaria, pues nuevamente se debe considerar, como describe Rocha (op. cit.), que toda la carga genérica que padre y madre poseen representa un factor importante de mediación entre las demandas al infante en tanto niño y las características y comportamientos de éste. Es posible apreciar cómo estos enfoques psicológicos suponen un determinado desempeño de la persona que se elabora como sujeto de género. Desde las perspectivas psicodinámica y cognoscitiva se estima que el individuo posee un rol activo en la construcción de su identidad (lo que fue señalado al abordar la constitución del género en sí mismo), mientras que desde el enfoque del aprendizaje social parece que la persona asume un rol pasivo. No obstante, las perspectivas convergen al presentar sucesos durante la niñez como fundamentales para el inicio de la conformación identitaria de género, situándolos particularmente dentro del contexto familiar e involucrando principalmente a los progenitores, al tiempo que reafirman que esta construcción prevalece por todo el ciclo vital en diferentes ámbitos. Así se entiende que los efectos que en el niño produce el vínculo con su madre y con otros/as dentro de su dinámica familiar, al igual que su moldeamiento y búsqueda de prototipos masculinos que imitar, sólo representan el comienzo de un proceso que se efectúa por toda su vida y que no culmina al término de su infancia en la interacción que tiene con su madre y padre, sino que tratándose de algo permanente y dinámico trasciende la niñez. 2.2 Socialización y Endoculturación Ahora bien, el proceso inacabable al que aluden las perspectivas expuestas es el de socialización, también denominado en la literatura “socialización diferencial” o “socialización de género”. Del cual, cabe mencionar, ya se ha hecho mención implícita en el capítulo previo al indicar cómo la entidad anatómica es receptora de procesos pedagógicos que buscan su trasformación en objeto de poder, refiriendo a la función que 30 buscan cumplir las organizaciones e instituciones sociales en la elaboración del género, así como al señalar las discriminaciones de acuerdo al sexo de cada persona en lo que a las actitudes genéricas respecta. La socialización puede comprenderse de dos maneras distintas aunque vinculadas entre sí: por un lado, asociándola con su comienzo dentro del contexto familiar y con la forma en la que ahí los sujetos son socializados, se concibe como la actitud con la que se conducen padres y madres hacia su progenie, dando un trato diferencial en función del sexo que posean (hijos o hijas) y de las expectativas que en torno a su género los primeros construyan (Masters
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