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Harry G Frankfurt (Las razones del amor cap 2)

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HARRY G. FRANKFURT 
LAS RAZONES 
DEL AMOR 
El sentido de nuestras vidas 
1 
Entre los filósofos se h a despertado recientemente 
b astante interés por las cuestiones relativas a si nuestra 
conducta debe guiarse exclusivamente por principios 
morales universales, que aplicamos con imparcialidad 
en todas las situaciones, o si, en algunas situaciones, 
puede ser razonable el favoritismo de uno u otro tipo. 
En realidad, no siempre consideramos que para noso­
tros sea necesario o importante ser escrupulosamente 
ecuánimes. La situación nos afecta de manera distinta 
cuando nuestros hijos, nuestro pais o nuestros anhelos 
más preciados están en juego. Por lo general pensamos 
que es adecuado, y quizás incluso obligatorio, favorecer 
a determinadas personas más que a otras que pueden 
merecerlo por igual, pero con quienes nuestras relacio­
nes son más distantes. De igual manera, a menudo nos 
creemos con derecho a preferir invertir nuestros recur­
sos en proyectos a los cuales profesamos especial cari­
ño, en vez de invertirlos en aquellos otros cuyo mérito 
intrínseco puede parecernos aún mayor. El problema 
que preocupa a los filósofos no es tanto determinar si 
las preferencias de este tipo pueden estar legitimadas, 
sino más bien explicar bajo qué condiciones y en qué 
forma pueden estar justificadas. 
50 LAS RAZONES DEL AMOR 
Un ejemplo recurrente a este respecto es el de un 
hombre que ve que dos personas están a punto de aho­
garse, aunque sólo puede salvar a una y, por tanto, debe 
decidir a cuál de las dos socorrer. Una de ellas es una 
persona desconocida. La otra es su esposa. Natural­
mente, cuesta imaginar que el hombre deba tomar su 
decisión lanzando una moneda al aire. Nos sentimos 
fuertemente inclinados a creer que, en tal situación, 
para él sería bastante más adecuado dejar a un lado las 
consideraciones de imparcialidad y justicia. Segura­
mente el hombre salvaría a su esposa. Pero ¿qué le jus­
tifica para tratar a las dos personas en peligro de mane­
ra tan desigual? ¿Qué principio aceptable que legitime 
su decisión de dejar que el desconocido se ahogue pue­
de invocar este hombre? 
Bernard Williams, uno de los filósofos más relevan­
tes de la contemporaneidad, considera que este hombre 
comete ya un error al pensar que debe buscar un prin­
cipio a partir del cual, en las circunstancias en las que se 
encuentra, es permisible salvar a su propia esposa. En 
vez de ello, Williams afirma que «podría . . . esperar[se] . . . 
que el pensamiento que le motiva, convenientemente 
explicado, fuese [simplemente] pensar que se trata de 
su mujer». Si además de ello piensa que en situaciones 
de este tipo es líáto salvar a la propia esposa, Williams 
opina que el hombre «piensa demasiado». En otras pa­
labras, algo no acaba de cuadrar cuando, al ver que su 
esposa se está ahogando, el hombre debe buscar alguna 
regla general a partir de la cual derivar alguna razón 
que justifique la decisión de salvarla. 1 
l. Bernard Williams, «Persons, Carácter and Morality>>, en su 
Moral Luck, Cambridge University Press, 1981, pág. 18. 
DEL AMOR, Y SUS RAZONES 5 1 
2 
La línea argumentativa de Williams me parece bas­
tante acertada.2 Sin embargo, a mi juicio, el ejemplo tal 
como lo presenta no está bien planteado si lo que el 
ejemplo estipula respecto de una de las personas que se 
ahoga es, simplemente, que es la esposa del hombre. Al 
fin y al cabo, p odemos suponer que el hombre tiene 
buenas razones para detestar y temer a su mujer. Su­
pongamos que ella también lo detesta, y que en los últi­
mos tiempos ha participado en diversos intentos cruel­
mente intencionados para asesinarle. O supongamos 
que se trata de un matrimonio de interés, de convenien­
cia, y que los esposos nunca han compartido la misma 
habitación excepto durante una ceremonia nupcial for­
mal que duró dos minutos treinta años atrás. Desde lue­
go, si no se especifica nada más que una mera relación 
legal entre el hombre y la mujer que está' ahogándose, 
estamos desenfocando la cuestión. 
Así pues, dejemos a un lado la cuestión de su estado 
civil, y en lugar de ello estipulemos que el hombre del 
ejemplo ama a una de las dos personas que se están aho­
gando, y no a la otra. En este caso, sería del todo inco-
2. Tengo problemas con un par de detalles. Por alguna razón, 
no puedo evitar preguntarme por qué este hombre tendría siquiera 
que pensar que era su mujer. ¿Se supone que hemos de imaginar 
que a primera vista no la reconocería? ¿O tal vez que al principio 
no recordaba que estaban casados, y que tenía que recordárselo? 
Me parece que el número estrictamente correcto de pensamientos 
para este hombre es cero. Sin duda, lo normal es que vea lo que está 
sucediendo en el agua y que se lance a salvar a su mujer. Sin pen­
sárselo. En las circunstancias que el ejemplo describe, cualquier 
cosa que se piense significa demasiado pensar. 
52 LAS RAZONES DEL AMOR 
herente que este hombre buscase una razón para sal­
varla. Si es verdad que la ama, ya tiene necesariamente 
esta razón. Se trata, ni más ni menos, de que ella está en 
peligro y necesita su ayuda. En sí mismo, el hecho de 
amarla implica que para él el peligro que ella corre sea 
una razón muy poderosa para correr en su ayuda y no 
en la de alguien que le es indiferente. La necesidad de 
ayuda de su amada le proporciona esta razón, sin nece­
sidad de pensar ninguna otra consideración y sin que se 
interponga ninguna regla general. 
Con todo, tener en cuenta todas estas cosas también 
implica pensar demasiado. Si para el hombre el peligro 
que corre la mujer que ama no es razón suficiente para 
salvarla a ella en vez de al desconocido, entonces es que 
no la quiere en absoluto. Querer a alguien o a algo sig­
ni/z.ca o consiste esencialmente, entre otras cosas, enconsiderar sus intereses como razones para actuar al 
servicio de los mismos. En sí mismo el amor es, para el 
amante, una fuente de razones. El amor crea las razones 
que inspiran sus actos de amoroso cuidado y devoción.3 
3 
A menudo el amor se entiende, básicamente, como 
una respuesta al valor que se percibe en aquello que se 
ama. Según esta descripción, nos sentimos impelidos a 
amar alguna cosa porque apreciamos aquello que para 
nosotros es su excepcional valor intrínseco. El atractivo 
de este valor es lo que nos cautiva y nos convierte en 
3 . Ésta es, precisamente, la manera en que el amor hace girar al 
mundo. 
DEL AMOR, Y SUS RAZONES 53 
amantes. Empezamos a amar las cosas que amamos por­
que estamos prendados de su valor, y seguimos amán­
dolas en virtud de este valor. Si lo que amamos no nos 
pareciese valioso, no lo amaríamos. 
Esto se ajusta bastante a determinados casos que 
normalmente se identificarían como amor. Sin embar­
go, el tipo de fenómeno en el que pienso cuando me re­
fiero al amor es esencialmente distinto. Desde mi pun­
to de vista, el amor no es necesariamente una respuesta 
basada en la conciencia del valor intrínseco de su obje­
to. Algunas veces puede surgir de esta manera, pero no 
necesariamente debe ser así. El amor puede aparecer, 
de maneras que aún no se comprenden demasiado, por 
multitud de causas naturales. Es totalmente posible que 
una persona ame alguna cosa sin darse cuenta de su va­
lor, o aun reconociendo que no hay nada especialmen­
te valioso en ella. E incluso puede darse el caso de que 
una persona llegue a amar algo pese a reconocer que la 
naturaleza intrínseca del objeto de su amor es real y to­
talmente mala. Este tipo de amor es sin duda una des­
gracia. Sin embargo, tales cosas suceden. 
Es cierto que el amado es in riablemente valioso 
para el amante. Sin embargo, Pf :ibir este valor no es 
en modo alguno una condició! ;onstitutiva o funda­
mental del amor. No es precise ,ue el amante perciba 
el valor de lo que ama para arr lo. La relación verda­
deramente esencial entre el am y el valor de lo amado 
va en dirección opuesta. No 
resultado de reconocer su val1 
ve que amarnos las cosas. Le 
que lo que amamos necesari 
nosotros porque lo amamos. 
te el amante percibe al am� 
necesariamente como 
y de que éste nos cauti­
,ue sucede es, más bien, 
tente adquiere valor para 
1variable y necesariamen­
) como algo valioso, pero 
... 
54 LAS RAZONES DEL AMOR 
el valor que le atribuye es un valor que se deriva y de­
pende de su amor. 
Consideremos el amor de los padres por sus hijos. 
Puedo afirmar sin temor a equivocarme que yo no quie­
ro a mis hijos porque soy consciente de algún valor in­
trínseco a ellos e independiente del amor que me inspi­
ran. En realidad, ya los quería antes de que nacieran y de 
tener alguna información relevante acerca de sus carac­
terísticas personales o sus méritos y virtudes particulares. 
Además, no creo que las cualidades valiosas que puedan 
llegar a poseer, estrictamente por su propio derecho, me 
proporcionen una base convincente para considerar que 
tienen más valor que muchos otros objetos posibles de 
amor a los que, en realidad, quiero bastante menos. Para 
mí está bastante claro que no los quiero más que a otros 
niños porque crea que ellos valgan más. 
A veces, nos referimos a personas o a cosas que 
son «indignas» de nuestro amor. Quizás ello quiera de­
cir que el coste de quererlas sería mayor que el benefi­
cío que obtendríamos al h acerlo; o tal vez que amar 
estas cosas resultaría, de algún modo, degradante. En 
cualquier caso, si me pregunto por qué mis hijos mere­
cen mi amor, mi inclinación me lleva sin duda a recha­
zar la cuestión porque está mal planteada, y no porque 
ésta esté clara aún sin decir q�e mis hijos son dignos de 
mi amor. Se debe a que mi amor por ellos no es en nin­
gún caso una respuesta a una valoración de alguno de 
ellos o de las consecuencias que para mí conlleva amar­
los. Si sucediera que mis hijos se convierten en seres su­
mamente perversos, o si pareciese que, de alguna ma­
nera, amarles amenazaría mi esperanza de vivir una 
vida decente, quizá me vería obligado a reconocer que 
<:1 amor que siento hacia ellos es algo de lo que lamen-
DEL AMOR, Y SUS RAZONES 55 
tarme. Pero creo que, aun habiendo llegado finalmente 
a esta conclusión, yo les seguiría amando. 
Por tanto, el que quiera a mis hijos de la forma e n 
que lo hago no se debe a que reconozca su valor. Natu­
ralmente, para mí son valiosos; en realidad, a mis ojos, 
su valor es infinito. Sin embargo, éste no es el funda­
mento de mi amor, sino justamente lo contrario. El va­
lor especial que atribuyo a mis hijos no es inherente a 
ellos, sino que depende de mi amor por ellos. La razón 
de que sean algo tan valioso para mí es, simplemente, 
que les quiero mucho. La e xplicación de por qué los se­
res humanos tienden, por lo general, a querer a sus hi­
jos reside, presumiblemente, en las p resiones evolutivas 
de la selección natural. En cualquier caso, está claro 
que se debe a mi amor por ellos el que a mis ojos hayan 
adquirido un valor que, ciertamente, de otra manera no 
poseerían. 
Esta relación entre el amor y el valor de lo amado, 
es decir, que el amor no se basa necesariamente en el 
valor de lo amado pero que necesariamente hace que 
el amado sea valioso para el amante, no sólo se da en el 
amor paterno, sino bastante en general.4 Pensándolo 
4. Hay determinados objetos de amor -determinados ideales, 
por ejemplo- que en muchos casos parecen ser amados por su va­
lor. Sin embargo, no sucede necesariamente que ésta sea la manera 
en la que se origina o fundamenta el amor a un ideal. Una persona 
puede llegar a amar la justicia, la verdad o la rectitud moral casi a 
ciegas, simplemente, al fin y al cabo como resultado de su crianza. 
Además, por lo general no son las consideraciones de valor las que 
explican que una persona se dedique desinteresadamente a un ide­
al o valor y no a otro. Lo que lleva a las personas a preocuparse por 
la verdad más que por la justicia, por la belleza más que por la mo­
ralidad, por una religión más que por otra, no suele ser una valora-
56 LAS RAZONES DEL AMOR 
bien, quizás es el amor el que explica el valor que tiene 
para nosotros la propia vida. Normalmente, nuestras 
vidas tienen para nosotros un valor que aceptamos 
como indiscutible. Además, el valor de vivir lo impreg­
na todo, y condiciona radicalmente el valor que atribui­
mos a muchas otras cosas. Es un poderoso -y com­
prensiblemente fundamental- generador de valor. Hay 
innumerables cosas que nos preocupan mucho y que, 
por tanto, son muy importantes para nosotros, precisa­
mente por las formas en que tienen que ver con nuestro 
interés por la supervivencia. 
¿A qué se debe que con tanta naturalidad, y que sin 
sombra de duda, consideremos que nuestra propia 
conservación es una razón incomparablemente impe­
riosa y legítima para seguir determinados cursos de ac­
ción? Ciertamente no asignamos esta enorme impor­
tancia a seguir vivos porque creamos que haya algún 
valor intrínseco en nuestras vidas, o en lo que hacemos 
con ellas; un valor independiente de nuestras propias 
actitudes o disposiciones. Aun cuando tengamos una 
aceptable opinión de nosotros mismos, y supongamos 
que nuestras vidas pueden ser realmente valiosas en 
este sentido, esto no es lo que normalmente explica 
nuestra determinación a aferrarnos a ella. Para noso­
tros, el que algún curso de acción contribuya a nuestra 
supervivencia es razón suficiente para seguirlo sólo por­
que (seguramente gracias, una vez más, a la selección 
natural) nuestro amor a la vida es innato. 
ción previa de que lo que más quieren tiene un valor intrínseco ma­
Y?r que otras cosas que les preocupan menos. 
DEL AMOR, Y SUS RAZONES 5 7 
4 
A continuación me propongo explicar lo que quie­
ro decir cuando hablo de arnor. 
A menudo el objeto de amor es un individuo con­
creto: por ejemplo, una persona o un pais. Tambiénpuede ser algo más abstracto, como una tradición o al­
gún ideal moral o amoral. Por lo general habrá mayor 
carga y urgencia emocional cuando lo amado es una 
persona que cuando es algo como la justicia social, l a 
verdad científica o la forma e n que determinada familia 
o grupo cultural hace las cosas; pero esto no siempre 
sucede así. En cualquier caso, entre las características 
que definen el amor no se cuenta el que éste deba ser 
caliente y no frio. 
Una característica peculiar del amor tiene que ver 
con el esta tus particular del valor que concede a sus ob­
jetos. En la medida en que nos preocupamos por algo, 
consideramos que esto es importante para nosotros ; 
pero podemos considerar que tiene importancia sólo 
porque pensamos que es un medio para obtener otra 
cosa. Sin embargo, cuando amamos algo vamos más 
allá. Nos preocupamos por ello no simplemente como 
un medio, sino como un fin. En la naturaleza del amor 
está que consideremos sus objetos valiosos en sí mis­
mos y por ello importantes p ara nosotros. 
El amor es, fundamentalmente, una p reocupación 
desinteresada por la existencia de aquello que se ama, y 
por lo que es bueno para él. El amante desea que su 
amado esté bien y no sufra daño, y no lo desea sólo en 
virtud de perseguir algún otro objetivo. A alguien pue­
de preocuparle la justicia social sólo· porque ésta redu­
ce la probabilidad de que hayan disturbios, y a otro 
58 LAS RAZONES DEL AMOR 
puede preocuparle la salud de una persona porque ésta 
no le sirve de nada si no goza de buena salud . Para el 
amante, la situación del amado es importante en sí mis­
ma, al margen de c ualquier otra relación que ello pueda 
tener con otras cuestiones. 
El amor p uede implicar intensos sentimientos de 
atracción, que el amante apoya y racionaliza con hala­
gadoras descripciones del amado. Además, los amantes 
suelen gozar de la compañía de las personas que aman, 
valoran determinados tipos de conexión íntima con 
ellas, y anhelan ser c orrespondidos. Tales entusiasmos 
no son esenciales. Ni tampoco lo es que a una persona 
le guste lo que ama; incluso es posible que lo encuentre 
desagradable. Como en otros modos de preocupación, 
el núcleo de la cuestión no es afectivo ni cognitivo, sino 
volitivo. Amar algo tiene menos que ver con lo que una 
persona cree, o con cómo se siente, que con una confi­
guración de la voluntad que consiste en una preocupa­
ción práctica por lo que es bueno para el amado. Esta 
configuración volitiva c onforma las disposiciones y con­
ducta del amante respecto de lo que ama, guiándole en 
la planificación y ordenación de sus objetivos y priori­
dades relevantes. 
Es importante no confundir el amor -tal como lo 
dibuja el concepto que estoy definiendo- con el enca­
prichamiento, la lujuria, la obsesión, la posesividad y la 
dependencia en cualquiera de sus formas. En especial, 
las relaciones básicamente románticas o sexuales no 
p roporcionan paradigmas iluminadores o muy auténti­
cos del amor tal como yo lo concibo. Las relaciones de 
este tipo suelen incluir diversos elementos de disper­
sión que no pertenecen a la naturaleza esencial del 
amor como forma de preocupación desinteresada, pero 
DEL AMOR, Y SUS RAZONES 5 9 
que confunden tanto que hacen prácticamente imposi­
ble que alguien tenga claro lo que está sucediendo. En 
las relaciones entre humanos, el amor de los padres por 
sus bebés e hijos pequeños es la especie de cariño más 
cercano a los ejemplos más puros de amor que pueden 
darse. 
Existe una determinada forma de preocupación por 
los demás que también puede ser totalmente desintere ­
sada, pero que difiere del amor porque es impersonal . 
Alguien que se dedica a ayudar a los enfermos o a los 
pobres a cambio de nada puede sentir bastante indife­
rencia hacia las características personales de aquellos a 
quienes intenta ayudar. Lo que hace que las personas se 
beneficien de su caritativa preocupación no es el amor 
que esta persona pueda profesarles. Su generosidad no 
es una respuesta a sus identidades como individuos, ni 
se deriva de sus características personales, sino que es 
una generosidad inducida simplemente por el hecho de 
que para este individuo pertenecen a una clase impor­
tante. Para alguien que está dispuesto a ayudar a los en­
fermos o a los pobres, cualquier persona enferma o po­
bre le basta. 
Por otra parte, cuando se trata de alguien a quien 
amamos, este tipo de indiferencia por la especificidad 
del objeto está fuera de lugar. La importancia para el 
amado de aquello que ama no es que su amado sea un . 
ejemplo o un modelo. Su importancia para él no es ge­
nérica, es indefectiblemente concreta. Para una perso­
na que simplemente quiere ayudar a los enfermos o a 
los pobres, tendría todo el sentido del mundo elegir de 
manera aleatoria a sus beneficiarios entre las personas 
cuya enfermedad o pobreza j ustificarían su ayuda. La 
identidad de estas personas necesit�das carece de im-
60 LAS RAZONES DEL AMOR 
portancia. Puesto que ninguna de ellas le importa real­
mente como tal, son absolutamente intercambiables. La 
situación de un amante es muy distinta. No puede exis­
tir nadie equivalente que sustituya al ser amado. A quien 
actúa movido por la caridad le da exactamente lo mis­
mo que la persona a quien ayuda sea una y no otra. En 
cambio, para el amante no es igual dedicarse desintere­
sadamente a la persona amada que a cualquier otra, por 
mucho que se parezcan. 
Por último, una de las características necesarias del 
amor es que no está sometido a nuestro control directo 
o voluntario. Lo que a una persona le preocupa, y has­
ta qué punto, puede depender de ella en determinadas 
condiciones. A veces puede provocar el preocuparse o 
no por algo simplemente porque así lo ha decidido. En 
casos como éste, si las exigencias de proteger y ayudar a 
este algo le proporcionan razones aceptables para la ac­
ción, y lo poderosas que sean estas razones, depende de 
lo que ella misma decida. Sin embargo, con relación a 
determinadas cosas, una persona puede descubrir que no 
puede dejar de preocuparse por algo y hasta qué punto 
sólo por su propia decisión, pues ello está fuera de su 
alcance. 
Por ejemplo, en una situación normal las personas 
no pueden evitar preocuparse bastante por seguir con 
vida, por mantener su integridad física, por no sentirse 
radicalmente aisladas, por evitar la frustración crónica, 
etc. En realidad, no les queda otra opción. Proponer ra­
zones, hacer juicios y tomar decisiones no representa 
ningún cambio. Aunque pensasen que sería bueno de­
jar de preocuparse por si se relacionan o no con otros 
seres humanos, por realizar sus ambiciones, o por sus 
vidas y sus extremidades, no podrían dejar de hacerlo. 
DEL AMOR, Y SUS RAZONES 6 1 
S e darían cuenta de que, con independencia de lo que 
pensaran o decidieran, seguían dispuestos a protegerse 
de sufrir privaciones y daños físicos y psíquicos. En 
cuestiones como ésta, estamos sometidos a una necesi­
dad que forzosamente coarta la voluntad y que no po­
dem�s eludir con la mera decisión de hacerlo.5 
La necesidad mediante la cual una persona se ve li­
mitada en casos como éste no es una necesidad cogniti­
va, generada por las exigencias de la razón. La forma en 
que ésta hace que determinadas alternativas no puedan 
ser tenidas en cuenta no es limitando, del modo en que 
las necesidades lógicas hacen, las posibilidades de un 
pensamiento coherente. Cuando comprendemos que 
5. Si a alguien en condiciones normales no le preocupa lo más 
minimo morir o perder algún miembro, o verse privado de todo 
contacto humano, no lo consideraríamos simplemente una persona 
atípica. Nos parecería que se ha trastornado. En sentido estricto, 
no hay ningún defecto lógico en estas actitudes; no obstante, las 
consideramos irracionales, como si transgredieran una de las ca­
racterísticas que definen la humanidad. Hay un sentido de la racio­
nalidad que tiene muy poco que ver con la coherencia o con otras 
consideraciones formales.Así, supongamos que una persona causa 
deliberadamente la muerte o un gran sufrimiento sin ninguna ra­
zón, o (según el ejemplo de Hume) persigue la destrucción de una 
multitud para evitar un daño menor a uno de sus dedos. Alguien a 
quien se le ocurriera hacer tales cosas sería tachado, y con razón 
-aunque no hubiera cometido ningún error lógico- de «loco». 
En otras palabras, pensaríamos que se trata de un ser privado de 
razón. Estamos acostumbrados a entender la racionalidad como 
algo que impide la contradicción y la incoherencia, como si limita­
se lo que nos es posible pensar. También hay un sentido de racio­
nalidad en el que ésta limita lo que podemos plantearnos hacer o 
no. En el primer sentido, la alternativa a la razón es aquello que nos 
parece inconcebible. En el otro, es lo que n�s parece impensable. 
62 LAS RAZONES DEL AMOR 
una proposición es contradictoria, nos resulta imposi­
ble creerla; de igual manera, no podemos evitar aceptar 
una proposición cuando comprendemos que negarnos 
a ello supondría aceptar una contradicción. Por otra 
parte, aquello por lo cual las personas no pueden evitar 
preocuparse no está determinado por la lógica. No es 
principalmente una limitación sobre la creencia. Es una 
necesidad volitiva, que consiste esencialmente en una li­
mitación de la voluntad. 
Hay determinadas cosas que las personas no pue­
den hacer, aun poseyendo las destrezas y habilidades 
naturales propias del caso, porque no poseen la volun­
tad suficiente para hacerlo. El amor está limitado por 
una necesidad de este tipo: lo que amamos y lo que de­
jamos de amar no depende de nosotros. Pero la necesi­
dad característica del amor no limita los movimientos 
de la voluntad con una oleada de pasión o de compul­
sión que la derrota y la somete. Por el contrario, la limi­
tación opera desde dentro de nuestra propia voluntad. 
Es nuestra voluntad, y no ninguna fuerza externa o aje­
na, la que nos limita. Alguien constreñido por una ne­
cesidad volitiva es incapaz de formar una intención de­
cidida y efectiva (con independencia de los motivos y 
razones que pueda tener para hacerlo) para realizar una 
acción o abstenerse de ello. Si intenta llevarla a cabo, 
simplemente descubre que eso está fuera de su alcance. 
El amor tiene medidas, no queremos todas las cosas 
por igual. Por tanto, la necesidad que el amor impone 
sobre la voluntad no suele ser absoluta. Podemos que­
rer algo y sin embargo estar dispuestos a perjudicarlo 
para proteger alguna otra cosa que queremos aún más. 
En determinadas situaciones, a una persona puede pa­
recerle posible realizar una acción que, en otras cir-
DEL AMOR, Y SUS RAZONES 63 
cunstancias, sería incapaz de llevar a cabo. Por ejemplo, 
que alguien sacrifique su vida creyendo que al hacerlo 
salvará a su país de un daño catastrófico no revela que 
esta persona no ame la vida; n i su sacrificio demuestra 
que hubiera aceptado la muerte voluntariamente si cre­
yera que habría menos que ganar. Incluso de las perso­
nas que se suicidan porque están deprimidas puede de­
cirse que aman la vida. Al fin y al cabo, lo que quieren 
en realidad no es tanto acabar con sus vidas, sino con su 
abatimiento. 
5 
Entre los filósofos existe la esperanza recurrente de 
que, en cierta manera, podría demostrarse que hay de­
terminados fines cuya adopción incondicional es una 
exigencia de la razón. Pero esto es a will-o'-the-wúp.6 
No hay ninguna necesidad lógica o racional que nos die-
6. Algunos filósofos creen que la justificación última de los prin­
cipios morales debe encontrarse en la razón. En su opinión, los pre­
ceptos morales son ineludiblemente fidedignos porque articulan 
condiciones de la propia racionalidad. Esto no puede ser así. Es 
muy poco probable que el tipo de oprobio inherente a las trans­
gresiones morales sea el tipo de oprobio derivado de las transgre­
siones de las exigencias de la razón. Nuestra respuesta a las perso­
nas que se comportan de manera inmoral no es la misma que la que 
damos a las personas cuyo pensamiento es ilógico. Manifiestamen­
te, existe algo distinto además de la importancia de ser racional que 
apoya la obligación de ser moral. Para una discusión sobre este 
punto, véase mi «Rationalism in Ethics», en M. Betzler y B. Guckes 
(comps.) Autonomes Handeln: Beitrá'ge zur PhiLosophie von Harry 
G. Frank/urt, Akademie Verlag, 2000. 
• 1 
64 LAS RAZONES DEL AMOR 
te lo que tenemos que amar. Lo que amamos está con­
figurado por esas otras necesidades e intereses que de­
rivan, concretamente, de las características del carácter 
y la experiencia individuales. Decididamente, el que 
algo se convierta en objeto de nuestro amor no puede 
evaluarse por un método a priori ni tampoco examinan­
do sus propiedades intrínsecas. Sólo puede medirse 
frente a las exigencias que nos imponen las otras cosas 
que amamos. Al fin y al cabo, éstas nos vienen determi­
nadas por la biología y otras condiciones naturales, res­
pecto a las cuales no tenemos mucho que decir.7 
Así pues, los orígenes de la moral no residen en las 
efímeras incitaciones de los sentimientos y deseos per­
sonales, ni en el rígido anonimato de las exigencias de la 
razón eterna, sino en las necesidades contingentes del 
amor. Éstas nos mueven, como los sentimientos y los 
deseos, pero las motivaciones que el amor genera no 
son meramente adventicias o (por emplear el término 
kantiano) heterónomas. Más bien, al igual que las leyes 
universales de la razón pura, las necesidades contingen­
tes del amor expresan algo que pertenece a nuestra na­
turaleza más íntima y fundamental. Sin embargo, a di­
ferencia de las necesidades de la razón, las del amor no 
son impersonales, sino que están constituidas por (e im-
7 . Puede ser perfectamente razonable insistir en que las perso­
nas deberían preocuparse por determinadas cosas de las que, en 
realidad, no se preocupan, pero sólo si sabemos algo respecto de lo 
que en realidad les preocupa. Si, por ejemplo, podemos suponer 
que a las personas les preocupa llevar una vida segura y satisfacto­
ria, estaremos justificados para considerar que les preocupan las 
cosas que nos parecen indispensables pa¡:a lograr la seguridad y la 
satisfacción. Así es como puede desarrollarse una base «racional» 
de la moralidad. 
DEL AMOR, Y S U S RAZONES 65 
pregnadas en) estructuras de la voluntad mediante las 
cuales se define especialmente la identidad específica 
del individuo. 
Naturalmente, el amor acostumbra a ser inestable. 
Como cualquier estado natural, es vulnerable a las cir­
cunstancias. Siempre pueden concebirse otras alterna­
tivas, y algunas de ellas pueden resultar atractivas. Por 
lo general, podemos imaginarnos amando cosas distin­
tas de las que amamos, y preguntarnos si en cierta ma­
nera no serían preferibles. No obstante, la posibilidad 
de que existan alternativas superiores no implica que 
nuestra conducta sea irresponsablemente arbitraria 
cuando adoptamos y perseguimos de manera incondi­
cional los fines que nuestro amor nos plantea en reali­
dad. Estos fines no se fijan por impulsos superficiales, 
ni por condiciones gratuitas; ni están determinados por 
lo que simplemente en un momento u otro nos parece 
atractivo o decidirnos querer. La necesidad volitiva que 
nos limita en aquello que amamos puede ser tan riguro­
samente pertinente a nuestra inclinación personal 
como las más austeras necesidades de la razón. Lo que 
amamos no depende de nosotros. No podemos evitar 
que, en realidad, la dirección de nuestro razonamiento 
práctico se rija por los fines específicos que nuestro 
amor ha definido para nosotros. En justicia, no se nos 
puede acusar de censurable arbitrariedad, ni de una vo­
luntaria o negligente falta de objetividad, puesto que 
estas cosas no están sometidas en modo alguno a nues­
tro control inmediato. 
Ciertamente, a veces puede estar a nuestro alcance 
controlarlas de forma indirecta . En ocasiones podemos 
propiciar las condiciones que nos permitirían dejar de 
amar lo que amarnos,o amar otras cosas. Pero supon-
,_ ___________ ___,;.1...-..------------·----�· "" 
66 LAS RAZONES DEL AMOR 
gamos que nuestro amor es tan incondicional, y que es­
tamos tan satisfechos de su influjo, que no podemos al­
terarlo aun pudiendo tomar medidas para cambiarlo. 
En este caso, la alternativa no es una verdadera opción. 
Aunque para nosotros fuera mejor amar de otra mane­
ra, es algo que no podemos plantearnos seriamente. A 
efectos prácticos, no hay forma de hacerlo. 
6 
Al fin y al cabo, nuestra disposición a sentirnos sa­
tisfechos de amar lo que en realidad amarnos no reside 
en la fiabilidad de los argumentos o de las pruebas, sino 
en nuestra confianza en nosotros mismos. No se trata 
de congratularnos de la amplitud y fiabilidad de nues­
tras facultades cognitivas, ni de creer que tenemos sufi­
ciente información. Es una confianza de un tipo más 
fundamental y personal. Lo que asegura que aceptemos 
nuestro amor de manera inequívoca, y lo que, por tan­
to, garantiza la estabilidad de nuestros fines últimos, es 
que confiamos en las tendencias y respuestas que con­
trolan nuestro propio carácter volitivo. 
Estas tendencias y respuestas involuntarias de nues­
tra voluntad son las que constituyen el amor y las que 
hacen que éste nos motive. Además, estas mismas con­
figuraciones de nuestra voluntad son las que hacen que 
nuestras identidades individuales alcancen su máxima 
expresión y definición. Las necesidades de la voluntad 
de una persona guían y limitan su forma de actuar. De­
terminan lo que esta persona puede estar dispuesta a 
hacer, lo que no puede evitar hacer, y lo que le resulta 
imposible haceL Determinan también lo que puede es-
DEL AMOR, Y S � S RAZONES 67 
tar dispuesta a aceptar como razón para la acción, lo 
que no puede evitar considerar una razón para actuar, y 
lo que le resulta imposible contar como una razón para 
actuar. Así, estas necesidades establecen los límites de 
su vida práctica, y de esta manera fijan su configuración 
como ser activo. Por ello, la ansiedad o el desasosiego 
que esta persona pueda sentir al reconocer lo que está 
limitada a amar tiene que ver, directamente, con su ac­
titud hacia su propio carácter como persona. Este tipo 
de angustia es sintomática de su falta de confianza en lo 
que ella misma es. 
La integridad psíquica en la que consiste la confían­
za en uno mismo puede romperse por la presión de dis­
crepancias y conflictos no resueltos entre las diversas 
cosas que amamos . Los trastornos de este tipo socavan 
la unidad de la voiuntad y nos enfrentan con nosotros 
mismos. La oposición dentro del conjunto de cosas que 
amamos significa que estamos sometidos a exigencias 
que son incondicionales e incompatibles a la vez, lo 
cual nos impide desarrollar una trayectoria volitiva es­
table. Si nuestro amor hacia una cosa choca inevitable­
mente con nuestro amor hacia otra, puede resultamos 
imposible aceptarnos tal como somos. 
Sin embargo, a veces puede suceder que no exista 
ningún conflicto entre las motivaciones que nuestros 
diversos amores nos imponen y, por tanto, nada nos in­
duce a oponernos a ellos. En este caso, no hay ningún 
motivo de incertidumbre o reticencia que nos impida 
aceptar las motivaciones que nuestr� amor genera. 
Nada que pueda causarnos tanta preocupación, o que 
tenga una importancia comparable para nosotros, pue­
de ser motivo de vacilaciones o dudas. Por consiguien­
te, sólo podríamos resistirnos deliberadamente a las exi-
68 LAS RAZONES DEL AMOR 
gencias del amor mediante alguna maniobra concebida 
ad hoc, que sería arbitraria. Por otra parte, puede no ser 
una arbitrariedad improcedente el que una persona 
acepte el impulso de un amor sobre el cual está bien in­
formada, y que es coherente con las demás exigencias 
de su voluntad, puesto que no posee ninguna base per­
tinente para negarse a aceptarlo. 
7 
Lo que amamos es necesariamente importante para 
nosotros precisamente porque lo amamos, y aquí las con­
sideraciones que hay que hacer son muy distintas. Amar 
es importante para nosotros en sí mismo. Al margen de 
nuestros intereses concretos en las diversas cosas que 
amamos, tenemos un interés más genérico e incluso más 
fundamental en el hecho de amar como tal. 
Un claro y conocido ejemplo de ello es el amor de 
los padres por sus hijos. Además del hecho de que mis 
hzjos son importantes para mí por sí mismos, se da la 
circunstancia adicional de que amar a mis hzjos es im­
portante para mí por sí mismo. Por muchos sacrificios 
y privaciones que a lo largo del tiempo haya supuesto 
para mí el hecho de amarles, mi vida se vio notable­
mente alterada y enriquecida cuando empecé a amarles. 
Una de las cosas que impulsa a las personas a tener hi­
jos es precisamente la expectativa de que eso dará ma­
yor plenitud a sus vidas, y que tal cosa ocurrirá simple­
mente porque tendrán más que amar. 
¿Por qué amar es tan importante para nosotros? 
¿Por qué una vida en la que una persona tiene algo o al­
guien a quien querer, con independencia de lo que sea, 
DEL AMOR, Y SUS RAZONES 69 
es mejor para ella -suponiendo, naturalmente, que 
otras cosas sean más o menos igual- que una vida en la 
que no haya nada a lo que amar? En parte, la explica­
ción tiene que ver con lo importante que es para noso­
tros tener fines últimos. Necesitamos objetivos que con­
sideremos que vale la pena lograr por sí mismos y no 
sólo en razón de otras cosas. 
Al preocuparnos por algo hacemos que diversas co­
sas sean importantes para nosotros; es decir, las cosas 
que nos preocupan, más todo aquello que pueda ser in­
dispensable como medio para ellas. Ello nos proporcio­
na objetivos y ambiciones, y de este modo nos permite 
trazar cursos de acción que no sean totalmente inútiles. 
En otras palabras, hace que concibamos actividades 
con sentido, entendiendo por ello que tengan algún ob­
jetivo. Sin embargo, la actividad que sólo tiene sentido 
en esta acepción limitada del término no puede ser ple­
namente satisfactoria, e incluso puede resultamos no 
del todo comprensible. 
Aristóteles observa que el deseo es «vacío y vano» a 
menos que «exista algún fin de nuestros actos que que­
ramos por él mismo».8 No nos basta simplemente con 
ver que para nosotros es importante conseguir un de­
terminado fin porqu� éste facilitará que obtengamos un 
fin ulterior. No podemos dar sentido a lo. que hacemos 
si ninguno de nuestros objetivos no tiene más impor­
tancia que la de permitirnos alcanzar otros objetivos . 
8 . Ética a Nicómaco 1094a18-2 1 . Aparentemente, Aristóteles 
creía que debía haber un solo fin último al que tendía todo lo que 
hacemos. Creo compartir esta opinión sólo en el planteamiento 
más modesto según el cual cada una de las cosas que hacemos debe 
apuntar a algún fin último. 
70 LAS RAZONES DEL AMOR 
Tiene que haber «algún fin de nuestros actos que que­
ramos por él mismo». De otro modo, nuestra actividad, 
por mucha resolución que pongamos en ella, carecerá 
de verdadero sentido. En ningún momento podremos 
sentirnos verdaderamente satisfechos de ella, puesto 
que siempre estará inacabada, y dado que aquello a lo 
que aspira es siempre un preliminar o un preparativo, 
siempre nos dejará con la sensación de algo inconcluso. 
Las acciones que realizamos nos parecerán verdadera­
mente vacías y vanas, y empezaremos a perder interés 
en lo que hacemos. 
8 
Resulta interesante plantearse por qué una vida en 
la cual la actividad tiene sentido localmente pero que 
sin embargo, en lo fundamental, carece de objetivos, es 
decir, una vida que tiene un objetivo inmediato pero no 
un fin último, nos parecería algo poco deseable. ¿Qué 
es lo que necesariamente sería tan terrible de una vida 
carente de sentido? La respuesta es, en mi opinión, que 
en ausencia de fines últimos nada nos parecería lo sufi­
cientemente importante como fin ni como medio. Que 
todo fuese importante para nosotros dependería de la 
importancia de algo distinto. En realidad, nada nos preo­
cuparía de manera inequívocae incondicional. 
Si tuviéramos esto claro, comprenderíamos que 
nuestras tendencias y disposiciones volitivas son esen­
cialmente poco concluyentes, y ello nos impediría ad­
ministrar y comprometernos de manera consciente y 
responsable con el curso de nuestras intenciones y de­
cisiones. No tendríamos un interés estable en planificar 
DEL AMOR, Y SUS RAZONES 7 1 
y mantener ninguna continuidad especial en las confi­
guraciones de nuestra voluntad, privándonos de este 
modo de un aspecto fundamental de nuestra conexión 
reflexiva con nosotros mismos, en la que reside nues­
tro carácter distintivo como seres humanos. Nuestras 
vidas serían pasivas y fragmentadas, lo cual significaría 
un grave perjuicio para ellas . Aun cuando pudiéramos 
seguir manteniendo algún vestigio de autoconciencia ac­
tiva, nos sentiríamos tremendamente aburridos. 
El aburrimiento es un asunto grave. No es una si­
tuación que tratemos de evitar simplemente porque no 
nos parezca algo placentero. En realidad, huir del abu­
rrimiento es una profunda e imperiosa necesidad hu­
mana. Nuestra aversión a él tiene una importancia con­
siderablemente mayor que el de un mero rechazo a 
experimentar un estado de conciencia más o menos 
desagradable. La aversión procede de nuestra sensibili­
dad a una amenaza bastante más consistente. 
La esencia del aburrimiento es que perdemos inte­
rés en lo que sucede. Nada nos preocupa ni nos impor­
ta. Una consecuencia natural de ello es que nuestra dis­
posición a estar atentos se debilita y nuestra vitalidad 
psíquica se atenúa. En sus manifestaciones más habi­
tuales y características, estar aburrido implica una re­
ducción radical de la agudeza y constancia de la aten­
ción. El nivel de nuestra energía y actividad disminuye, 
al igual que nuestra receptividad a los estímulos norma­
les. Nuestra conciencia pierde la capacidad de percibir 
diferencias y distinciones, convirtiéndose en algo cada 
vez más homogéneo. A medida que se expande y se 
adueña de nosotros, el aburrimiento hace que nuestra 
conciencia experimente una disminución progresiva de 
su capacidad de percibir las diferencias importantes. 
72 LAS RAZONES DEL AMOR 
En el límite, cuando el ámbito de nuestra concien­
cia se ha convertido en algo totalmente indiferenciado, 
desaparece toda posibilidad de cambio o movimiento 
psíquico. La completa homogeneización de la concien­
cia equivale por completo a la extinción de la experien­
cia consciente. E� otras palabras, cuando estamos abu­
rridos acabamos por dormirnos. 
Todo aumento significativo de nuestro aburrimien­
to amenaza la continuación misma de nuestra vida 
mental consciente. Por tanto, lo que nuestra preferen­
cia por evitar el aburrimiento revela no es simplemente 
una resistencia casual a un desasosiego más o menos 
inocuo, sino que expresa un impulso bastante primiti­
vo de supervivencia psíquica. Me parece adecuado ela­
borar este impulso corno una variante del universal y 
elemental instinto de conservación. Sin embargo, úni­
camente está relacionado con lo que por lo común pen­
samos como «autoconservación» en un sentido literal y 
no muy corriente; es decir, no en el sentido de mante­
ner la vida del organismo, sino la persistencia y vitali­
dad del yo. 
9 
El razonamiento práctico tiene que ver, al menos en 
parte, con la planificación de medios efectivos para lo­
grar nuestros fines. El marco y fundamento adecuado 
de este razonamiento práctico debe basarse en los fines 
que significan algo más que medios para lograr otros fi­
nes. Deben ser determinadas cosas que valoramos y per­
seguimos por sí mismas. Así, resulta bastante fácil com­
prender cómo algo llega a poseer un valor instrumental. 
DEL AMOR, Y SUS RAZONES 73 
Ello se debe simplemente a su eficacia causal para con­
tribuir al cumplimiento de un determinado objeüvo. 
Pero ¿cómo es que las cosas pueden llegar a tener para 
nosotros un valor último, independiente -de su utilidad 
para lograr otros fines? ¿De qué forma aceptable puede 
satisfacerse nuestra necesidad de fines últimos? 
En mi opinión, lo que satisface esta necesidad es el 
amor. Es cuando llegamos a amar determinadas cosas 
-con independencia de lo que cause este amor- que 
nos sentimos obligados por determinados fines últimos 
más que por un impulso adventicio o por una elección 
voluntaria deliberada.9 El amor es la fuente originaria 
del valor último. Si no amarnos nada, nada tendrá para 
nosotros un valor intrínseco y absoluto, ni nada nos 
obligará a aceptarlo como un fin último. Por su propia 
naturaleza, amar implica que los objetos de nuestro 
amor son valiosos por sí mismos, y que no tenemos más 
opción que adoptar estos objetos como nuestros fines 
últimos. El amor es la base última de la racionalidad 
práctica en la medida en que es lo que dota a las cosas 
de importancia y de valor intrínseco y absoluto. 
Naturalmente, muchos filósofos afirman que, por el 
contrario, determinadas cosas poseen un valor intrínse-
9. Además de su implicación en la planificación de los medios, 
la razón práctica tiene que ver también con la determinación de 
nuestros fines últimos. Y contribuye a ello en la medida en que nos 
ayuda a identificar aquello que amamos, lo cual puede exigir una 
investigación y un análisis exhaustivos. Las personas no pueden 
descubrir de manera fidedigna lo que aman simplemente mediante 
la introspección; tampoco lo que aman se refleja de manera inequí­
voca en su conducta. El amor es una configuración compleja de la 
voluntad, y percibirla puede resultar difícil tanto para el propio 
amante como para otras personas. 
74 LAS RAZONES DEL AMOR 
co totalmente independiente de cualquiera de nuestros 
estados o condiciones subjetivas. Sostienen que este va­
lor no depende en modo alguno de nuestros sentimien­
tos o actitudes, ni tampoco de nuestras tendencias y 
disposiciones volitivas. Sin embargo, en realidad, la 
postura de estos filósofos no constituye una respuesta 
viable a las cuestiones relativas a los fundamentos de la 
razón práctica, pues la pertinencia de la misma se ve de­
cisivamente cuestionada por su incapacidad de resol­
ver, o siquiera de plantear, un problema fundamental. 
Es de suponer que el hecho de que un objetivo ten­
ga un valor intrínseco determinado implica que éste reú­
ne las condiciones necesarias para, o es digno de, ser 
considerado un fin último. Sin embargo, de ello no se 
sigue en modo alguno que nadie tenga la obligación de 
perseguirlo como fin último; ni aun suponiendo que el 
objetivo en cuestión posea un valor intrínseco mayor 
que cualquier otro. Una cosa es que alguien afirme que 
un objeto particular o un estado de la cuestión tiene un 
valor intrínseco y que, por tanto, hay razones para ele­
girlo. Y una cosa totalmente distinta es que ese alguien 
afirme que este objeto o estado de la cuestión es o de­
bería ser importante para él, o que debería preocupar­
se lo bastante por ello como para convertirlo en uno de 
sus objetivos. Hay muchos objetivos intrínsecamente 
valiosos hacia los que nadie está especialmente obliga­
do a interesarse. 
El afirmar que hay cosas que tienen valor intrínseco 
no contribuye mucho a plantear -y mucho menos a re­
solver- la cuestión de cómo se establecen adecuada­
mente los fines últimos de una persona. Aun en el caso 
de que la afirmación fuese correcta -es decir, aun si 
de.terminadas cosas poseen un valor no condicionado 
DEL AMOR, Y SUS RAZONES 75 
por consideraciones de carácter subjetivo- ésta no ser­
viría en modo alguno para explicar cómo las personas 
eligen los fines que perseguirán. La cuestión no tiene 
que ver directamente con el valor intrínseco, sino con la 
importancia. En mi opinión, no es posible abordarla de 
manera satisfactoria si no es aludiendo a aquello que las 
personas no pueden evitar considerar importante para 
ellas, si lo hubiera. En otras palabras, las cuestiones más 
fundamentales de la razón práctica no pueden resolver­
se sin explicar lo que las personas aman .10 
1 0 
Con respecto a unacaracterística bastante curiosa, 
la relación entre la importancia de amar para el amante 
y la importancia que tienen para él los intereses de su 
amado es análoga a la relación entre los fines últimos y 
los medios con los cuales éstos pu�den alcanzarse. Por 
lo general se supone que el hecho de que algo sea un 
medio efectivo para algún fin último sólo implica que 
este algo posea cierto valor instrumental, y se supone 
que el valor de esta utilidad depende del valor del fin 
del cual es un medio. Del mismo modo, se supone tam­
bién que el valor del fin último no.depende en modo al-
10. Se podría aducir que estamos moralmente obligados a preo­
cuparnos por determinadas cosas, y que estas obligaciones no de­
penden de ninguna consideración subjetiva. Pero aun cuando fue­
ra verdad que tenemos tales obligaciones, seguiría siendo necesario 
determinar hasta qué punto es importante para nosotros cumplir 
con ellas. Tal como se sugiere en el capítulo anterior, para el razo­
namiento práctico es más fundamental la cuestión de la importan­
cia que la de la moralidad. 
76 LAS RAZONES DEL AMOR 
guno del valor de los medios que permiten conseguirlo. 
Así, la relación de derivación entre el valor de un medio 
y el valor de su fin último suele considerarse asimétrica, 
ya que el valor del medio dedva del valor del fin, pero 
no a la inversa. 
Esta forma de elaborar la relación puede parecer to­
talmente irrefutable, una cuestión de elemental sentido 
común. Sin embargo, se basa en un error, pues supone 
que el único valor que un fin último posee necesaria­
mente para nosotros, simplemente por ser un fin últi­
mo, debe ser idéntico al valor que tiene para nosotros la 
situación que alcanzamos una vez logrado. Sin embar­
go, en realidad, ello no agota la importancia que tienen 
para nosotros nuestros fines últimos, pues son necesa­
riamente valiosos en otro sentido. 
Nuestros objetivos no son importantes para noso­
tros únicamente porque valoremos la situación que re­
presentan. Para nosotros no sólo es importante alcanzar 
nuestros fines últimos
·
. También es importante tenerlos, 
puesto que, sin ellos, no tenemos nada importante que 
hacer. Si no tenemos objetivos a los que alcanzar por sí 
mismos, las actividades que podamos emprender care­
cerán de sentido. En otras palabras, tener fines últimos 
es valioso, en tanto condición indispensable para dedi­
carnos a alguna actividad que realmente nos parece que 
vale la pena. 
De igual manera, el valor que tiene para nosotros 
realizar una actividad útil nunca es meramente instru­
mental. Y ello se debe a que para nosotros es intrínse­
camente importante emprender alguna actividad di­
rigida a alcanzar nuestros objetivos. Necesitamos el 
trabajo productivo por sí mismo, y también por los re­
sultados que esperamos obtener. Además de la impar-
DEL AMOR, Y SUS RAZONES 7 7 
rancia de los fines específicos que persigamos, para 
nosotros es importante tener algo que nos parezca im­
portante hacer. 
Por lo tanto, sucede que la actividad instrumental­
mente valiosa, p recisamente debido a su utilidad, posee 
también necesariamente un valor intrínseco. Y, por l a 
misma razón, los fines últimos intrínsecamente valiosos 
son necesariamente valiosos instrumentalmente en tan­
to son condiciones esenciales para lograr el objetivo in­
trínsecamente valioso de tener algo que vale la pena ha­
cer. Pese a la aparente paradoja, podemos decir sin 
temor a equivocarnos que los fines últimos son valiosos 
instrumentalmente porque son últimamente valiosos, y 
que los medios efectivos para la consecución de nues­
tros fines últimos son intrínsecamente valiosos precisa­
mente por su valor instrumental. 
Existe una estructura similar en la relación recípro­
ca entre lo importante que para nosotros es amar y la 
importancia de lo que amamos. Del mismo modo que 
un medio está subordinado a su fin, la actividad del 
amante está subordinada a los intereses de su amado. 
Además, a esta subordinación se debe, exclusivamente, 
que amar sea importante para nosotros por sí mismo. La 
importancia del amor se debe precisamente al hecho de 
que amar consiste esencialmente en dedicarse al bienes­
tar de aquello que amamos. Para el amante, el valor de 
amar deriva de su dedicación a su amado. En cuanto a la 
importancia del amado, el amante se preocupa de lo que 
ama por sí mismo. Su bienestar es intrínsecamente im­
portante para él. No obstante, además, lo que ama posee 
necesariamente un valor instrumental para él, puesto 
que ello es una condición necesaria para disfrutar de l a 
actividad intrínsecamente importante d e amarlo. 
78 LAS RAZONES DEL AMOR 
1 1 
Esto puede hacer que parezca difícil comprender 
cómo la actitud de un amante hacia su amado puede ser 
totalmente desinteresada. Al fin y al cabo, el amante 
proporciona al amante una condición esencial para lo­
grar un fin -amar- que es intrínsecamente importan­
te para él. Lo que ama le permite obtener lo gratifican­
te del amor, y evitar la vacuidad de una vida en la que 
no tiene nada que amar. Así, parece que, inevitable­
mente, el amante se aprovecha de -y, por tanto, utili­
za a- su amado. ¿No está claro, pues, que el amor 
debe ser inevitablemente interesado? ¿Cómo es posible 
no llegar a la conclusión de que nunca puede ser al mis­
mo tiempo generoso y desinteresado? 
Ésta sería una conclusión demasiado precipitada. 
Examinemos el caso de un hombre que confiesa a una 
mujer que su amor por ella es lo que da sentido y valor 
a su vida. Amarla, le dice, es para él lo único que hace 
que su existencia sea digna de ser vivida. Es improbable 
que la mujer (suponiendo que le cree) piense que lo que 
el hombre le está diciendo implica que en realidad no la 
ama en absoluto, y que se preocupa por ella simple­
mente porque ello le hace sentir bien. Porque él mani­
fieste que su amor por ella satisface una profunda ne­
cesidad de su vida, ella seguramente no llegará a la 
conclusión de que él la está utilizando. En realidad, de 
manera natural interpretará que le transmite precisa­
mente lo contrario. Ella tendrá claro que sus palabras 
implican que la valora por sí misma, y no sólo como un 
medio para su propio provecho. 
Naturalmente, .es posible que el hombre sea un far� 
sante. También es posible que, aunque él crea estar di-
DEL AMOR, Y SUS RAZONES 79 
ciendo la verdad, en realidad no sepa de qué está ha­
blando. Supongamos, con todo, que sus declaraciones 
de amor y de su importancia para él no sólo son since­
ras sino también correctas. En este caso, sería retorcido 
inferir de ellas que está utilizando a la mujer como me­
dio para satisfacer sus propios intereses. El que amarla 
sea tan importante para él es totalmente coherente con 
su inequívocamente incondicional y desinteresada de­
voción por los intereses de su amada. Es altamente im­
probable que la profunda importancia que amarla tiene 
para él implique la absurda consecuencia de que no la 
quiere en absoluto. 
El conflicto aparente entre perseguir los propios in­
tereses y dedicarse desinteresadamente a los intereses de 
otra persona se desvanece al darnos cuenta de que lo 
que sirve a los intereses del amante no es otra cosa que 
su desinterés. Huelga decir que sólo si su amor es ver­
dadero puede tener para él la importancia que le atribu­
ye. Por tanto, en la medida en que amar es importante 
para él, mantener las actitudes volitivas que constituyen 
el amor debe ser importante para él. Ahora estas actitu­
des consisten esencialmente en procurar desinteresada­
mente el bienestar del amado. Sin ello el amor no existe. 
Así, una persona puede acumular las satisfacciones del 
�mor sólo en la m edida en que se preocupa desinteresa­
damente por aquello que ama, y no por ninguna otra sa­
tisfacción que pueda derivarse del amado o de amarle. 
No podrá satisfacer su interés en amar a menos que 
prescinda de sus necesidades y ambiciones personales y 
se dedique a los intereses de otro. 
Toda sospecha de que ello exija una elevadísirna y 
poco verazdisposición al sacrificio puede disiparse reco­
nociendo que, en la misma naturaleza del caso, está que 
80 LAS RAZONES DEL AMOR 
el amante se identifique con aquello que ama. En virtud 
de esta identificación, proteger los intereses de su amado 
se cuenta necesariamente entre los intereses propios del 
amante. Los intereses de s u amado no son realmente dis­
tintos de los suyos, sino que también son sus intereses. 
Lejos de sentir un frío distanciamiento por el destino de 
su amado, siente que éste le afecta personalmente. Preo­
cuparse de su amado como lo hace significa que su vida 
va mejor cuando estos intereses prevalecen y que se sien­
te perjudicado cuando no lo hacen. El amante invierte 
en su amado: se beneficia de sus éxitos, y sus fracasos le 
causan sufrimiento. En tanto se invierte a sí mismo en lo 
que ama, identificándose así con ello, los intereses del 
amado son idénticos a los suyos propios. Por ello no re­
sulta sorprendente que, para el amante, actuar desintere­
sadamente y por su propio interés sean la misma cosa. 
12 
Naturalmente, es muy probable que la identifica­
ción de un amante con alguna de las cosas que ama no 
sea exacta y del todo exhaustiva. Sus intereses y los de 
su amado nunca pueden ser exactamente los mismos; e 
incluso es improbable que lleguen a ser totalmente com­
patibles. Por muy importante que sea su amado para él, 
es normal que no sea lo único que le importa. De he­
cho, también es improbable que sea lo único que ama. 
Así, es muy posible que surja un conflicto perjudicial 
entre la devoción del amante por el bienestar de lo que 
ama y su preocupación por otros intereses. 
Amar es arriesgado. Los amantes se caracterizan por 
su _vulnerabilidad a padecer una profunda angustia si se 
DEL AMOR, Y SUS RAZONES 81 
ven obligados a desatender las necesidades de un amor 
para atender las de otro, o si lo que aman no va bien. 
Por tanto, deben ser prudentes. Deben intentar evitar 
verse abocados a amar aquello que no desearían amar. 
Un ser infinito, cuya omnipotencia le confiere una se­
guridad absoluta, puede p ermitirse amar de manera in­
discriminada. Dios no necesita ser prudente. No corre 
ningún riesgo. Ninguna necesidad, hija de la prudencia 
o la ansiedad, le hace renunciar a las oportunidades de 
amar. Sin embargo, para quienes no poseemos estos 
dones, nuestra disposición al amor debe ser más caute­
losa y limitada. 
Según algunas descripciones, el motor de la activi­
dad creadora de Dios es un amor totalmente inextin­
guible y generoso. Este amor, que no conoce límites ni 
condiciones, induce a Dios a desear una existencia ple­
na que incluya todo aquello que pueda ser concebido 
como objeto de amor. Dios quiere amar tanto como sea 
posible amar. Por naturaleza no teme amar de manera 
imprudente o demasiado bien. Por tanto, lo que Dios 
desea crear y amar es el Ser, de todas y cada una de las 
especies, y cuantas más mejor. 
Decir que el amor divino es infinito e incondicional 
es decir que es totalmente indiscriminado. Dios lo ama 
todo, con independencia de su carácter o sus conse­
cuencias. Eso equivale a decir que la actividad creado­
ra en la que el amor de Dios al Ser se expresa y se rea­
liza no tiene ningún otro motivo que un ilimitado y 
promiscuo impulso a amar sin límite ni medida. En la 
medida en que las personas piensan que la esencia de 
Dios es el amor, deben suponer que no existe ninguna 
providencia u objetivo divino que limite de ninguna 
manera la realización máxima de posibilidades. Si Dios 
82 LAS RAZONES DEL AMOR 
es amor, el universo no tiene otro objetivo que el de li­
mitarse a ser. 
Naturalmente, las criaturas finitas como nosotros 
no podemos permitirnos ser tan inconscientes con nues­
tro amor. Los agentes omnipotentes están libres de toda 
pasividad. Nada puede sucederles. Por tanto, no tienen 
nada que temer. Sin embargo, nosotros, cuando ama­
mos, nos convertimos en seres muy vulnerables. Por 
tanto, tenemos que defendernos seleccionando y limi­
tándonos. Es importante que seamos prudentes a la 
hora de decidir a quién y a qué damos nuestro amor. 
Nuestra falta de control voluntario inmediato sobre 
nuestro amor es una fuente especial de peligro. El he­
cho de que no podamos determinar directa y libremen­
te lo que amamos y lo que no, simplemente eligiendo y 
tomando nuestras propias decisiones, significa que a 
menudo estamos expuestos a vernos más o menos im­
pulsados sin remedio por las necesidades que conlleva 
el amor. Estas necesidades pueden llevarnos a ofrecer­
nos imprudentemente. El amor puede implicarnos en 
compromisos volitivos a los que somos incapaces de re­
nunciar y que pueden perjudicar gravemente nuestros 
intereses. 
13 
Pese a los riesgos a los que el poder coercitivo del 
amor nos expone, esta misma coacción contribuye con­
siderablemente al valor que amar tiene para nosotros. 
En cierta medida, que el amor someta nuestra voluntad 
es justamente lo que hace que lo valoremos tanto. Esto 
puede parecer poco verosímil, puesto que habitualmen-
DEL AMOR, Y SUS RAZONES 83 
te nos imaginamos felizmente orgullosos por dedicarnos 
por encima de todo al valor de la libertad. ¿Cómo po­
demos sostener, de forma convincente, que apreciamos 
la libertad y al propio tiempo alegrarnos de una situa­
ción que conlleva sometimiento a la necesidad? Con 
todo, en este caso la apariencia de conflicto es engañosa. 
La clave para disipar esta apariencia reside en la super­
ficialmente paradójica -si bien auténtica- circunstan­
cia de que las necesidades con las que el amor somete a 
la voluntad son, en sí mismas, liberadoras. 
En este aspecto, existe una sorprendente e instructi­
va similitud entre amor y razón. La racionalidad y la ca­
pacidad de amar son las características más poderosa­
mente emblemáticas y altamente apreciadas de la 
naturaleza humana. La primera nos guía con autoridad 
en el uso de nuestras mentes, mientras que la última nos 
ofrece la motivación más imperiosa de nuestra conduc­
ta personal y social. Ambas son fuente de lo más autén­
ticamente humano y ennoblecedor que hay en nosotros, 
y dignifican nuestras vidas. Y es especialmente notable 
que mientras cada una nos impone una necesidad impe­
riosa, ninguna de ellas conlleva para nosotros un senti­
miento de impotencia o restricción. Por el contrario, 
amoas se caracterizan por proporcionarnos una expe­
riencia de liberación y mejora. Cuando descubrirnos 
que no tenemos más opción que plegarnos a los irresis­
tibles dictados de la lógica, o de someternos a las cauti­
vadoras necesidades del amor, el sentimiento con el que 
lo hacemos no es en modo alguno un desalentador sen­
timiento de pasividad o confinamiento. En ambos casos 
-tanto si atendemos a los dictados de la razón o a los 
del corazón- experimentamos conscientemente una 
estimulante sensación de liberación y plenitud. Pero, 
84 LAS RAZONES DEL AMOR 
¿cómo puede ser que nos sintamos fortalecidos, y en 
cierta forma menos limitados o constreñidos, tras ha­
bérsenos privado de la capacidad de elección? 
La explicación es que el encontrarnos con la necesi­
dad volitiva o racional elimina la incertidumbre, y de 
esta manera se relajan las inhibiciones e indecisiones 
que nos causan nuestras dudas. Cuando la razón de­
muestra qué es lo que debe ser, ello pone fin a cualquier 
inquietud que podamos sentir sobre lo que tenemos 
que creer. Cuando explica la satisfacción que le pro­
porcionó su temprano estudio de la geometría, Ber­
trand Russell alude a «la tranquilidad de la exactitud 
matemática». 1 1 Como sucede con otras formas de certi­
dumbre, la exactitud matemática se basa en verdades 
lógicas o conceptualmente necesarias, y resulta tranqui­
lizadora porque nos libra de enfrentarnos con las dis­
tintas tendencias que pueblan nuestro interior con res­
pecto a qué creer. La cuestión está clara. Y a no nos 
tenemos que esforzar para aclararnos. Dudar nos limi­
ta. Descubrir cómo deben ser necesariamente las cosas 
nos permite -de hecho, nos exige- abandonarla en­
fermiza limitación que nos imponemos a nosotros mis­
mos cuando no sabemos qué pensar. Nada impide que 
creamos algo sin reservas. Nada se interpone ante una 
convicción firme y pausada. Nos liberamos del bloqueo 
que produce la indecisión y ello nos permite aprobar­
nos sin reservas. 
De igual manera, la necesidad con la que el amor 
liga la voluntad acaba con la indecisión relativa a aque-
1 1 . «My Mental Development», en P. A. Schilpp (comp.), The 
Philosophy o/ Bertrand Russell, The Library of Living Philoso­
ph�rs, 1946, pág. 7. 
DEL AMOR, Y SUS RAZONES 85 
llo que nos preocupa. Al ser cautivados por nuestro 
amante, nos liberamos de los impedimentos para la 
elección y la acción consistentes en no tener fines últi­
mos o en vernos irremisiblemente arrastrados en Lma u 
otra dirección. De este modo, superamos la indiferen­
cia y la imprecisa ambivalencia que pueden afectar ra­
dicalmente nuestra capacidad de elegir y de actuar. El 
hecho de que no podamos evitar amar, y que por tanto 
no podamos evitar ser guiados por los intereses de lo 
que amamos, nos ayuda a asegurar que no vagamos sin 
rumbo ni nos privamos de que nuestra vida adopte un 
curso práctico coherente. 12 
Las exigencias de la lógica y las necesidades de un 
amado sustituyen otras preferencias contrarias a las que 
nos sentimos menos inclinados. Una vez que se han im­
puesto los regímenes dictatoriales de estas necesidades, 
ya no está en nuestras manos decidir de qué preocupar­
nos o qué pensar. No tenemos elección. La lógica y el 
amor nos impiden orientar nuestra actividad cognitiva 
y volitiva, y hacen que nos resulte imposible -en vir­
tud de los otros objetivos que han captado nuestro in­
terés- controlar la formación de nuestras creencias y 
nuestra voluntad. 
Por tanto, parecería que la manera en que las nece­
sidades de la razón y del amor nos liberan consiste en li­
berarnos de nosotros mismos. Esto es, en cierto senti­
do, lo que hacen; no se trata de una idea nueva. La 
posibilidad de que una persona pueda liberarse sorne-
1 2 . Esto no garantiza en sí mismo la firmeza, puesto que el he­
cho de que amemos algo no determina cuánto lo amamos; es decir, 
si lo amamos más o menos que otras cosas cuyos intereses pueden 
competir por nuestra atención. 
86 LAS RAZONES DEL AMOR 
tiéndase a constricciones que están más allá de su con­
trol voluntario inmediato se cuenta entre los temas más 
antiguos de nuestras tradiciones morales y religiosas. 
«En Su voluntad -escribió Dante- reside nuestra 
paz.»13 Evidentemente, la tranquilidad que Russell afir­
ma haber encontrado al descubrir lo que la razón exigía 
de él se corresponde, al menos hasta cierto punto, con 
el sentimiento de librarse del desasosiego interior que 
otros afirman haber descubierto tras aceptar como pro­
pia la inexorable voluntad de Dios. 
1 4 
Hasta aquí he sostenido que el amor no necesita ba­
sarse en ningún juicio o percepción relativa al valor de 
su objeto. Apreciar el valor de un objeto no es una con­
dición esencial para amarlo. Naturalmente, es posible 
que juicios y percepciones de este tipo hagan surgir el 
amor. Sin embargo, éste puede surgir también de otras 
maneras. 
Por otra parte, la sensibilidad hacia los riesgos y 
costes de amar suele inducir a las personas a intentar 
minimizar la probabilidad de amar cosas que no les pa­
recen especialmente valiosas. Se sienten poco inclina­
das a vincularse amorosamente a menos que crean que 
el hecho de amar les producirá un daño relativo, a ellos 
o a cualquier otra cosa que quieran. Además, de mane­
ra natural preferirán no dedicar la atención y los desve­
los que amar exige a menos que consideren que éstos 
son deseables para el bienestar del amado. 
13 . Paraíso, 3 .85 
DEL AMOR, Y SUS RAZONES 87 
Por otra parte, lo que una persona ama revela algo 
importante sobre ella. Refleja su gusto y su carácter; o 
puede reflejarlo. A menudo las personas son juzgadas y 
valoradas por aquello que aman. Por tanto, el orgullo y 
la preocupación por su reputación les induce a pensar, 
en la medida de lo posible, que lo que aman es algo que 
ellos mismos y los demás consideran valioso. 
Lo que una persona ama o deja de amar puede con­
tar en su favor. O puede desacreditarle, por ser algo 
que pone en evidencia su mala naturaleza moral, o que 
es superficial, o que tiene mal juicio, o que de una ma­
nera u otra revela sus carencias. Una forma de amor a la 
que todos tendemos, y que por lo general dice poco a 
favor del amante, es el amor hacia uno mismo. La pro­
pensión hacia el amor a uno mismo puede no ser uni­
versalmente condenada como algo inmoral. Sin embar­
go, merece una consideración negativa y poco atractiva, 
indigna de ningún respeto especial. Las personas jui­
ciosas dan por supuesto que hay mejores formas de uti­
lizar el amor que dirigiéndolo hacia uno mismo. 
Aunque no es así como parece que sean las cosas 
tras haberlas examinado a la luz de la definición gene­
ral del amor que acabo de plantear. En el capítulo si­
guiente desarrollaré una forma de comprender el amor 
hacia uno mismo que fundamenta una actitud hacia 
éste bastante distinta de la que acabo de esbozar. Y sos­
tendré que, lejos de demostrar un defecto del carácter o 
de ser un signo de debilidad, llegar a amarse a uno mis­
mo es el logro más profundo y esencial (y de ninguna 
manera el más fácil de conseguir) de una vida seria y 
plena.

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