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UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS LOS TEMAS DE DON ÁLVARO O LA FUERZA DEL SINO DEL DUQUE DE RIVAS TESIS QUE PARA OPTAR POR EL TÍTULO DE LICENCIADO EN LENGUA Y LITERATURAS HISPÁNICAS PRESENTA ROBERTO VERA AGUILAR Asesora: Dra. Paciencia Ontañón Sánchez México, D.F. 2007 UNAM – Dirección General de Bibliotecas Tesis Digitales Restricciones de uso DERECHOS RESERVADOS © PROHIBIDA SU REPRODUCCIÓN TOTAL O PARCIAL Todo el material contenido en esta tesis esta protegido por la Ley Federal del Derecho de Autor (LFDA) de los Estados Unidos Mexicanos (México). El uso de imágenes, fragmentos de videos, y demás material que sea objeto de protección de los derechos de autor, será exclusivamente para fines educativos e informativos y deberá citar la fuente donde la obtuvo mencionando el autor o autores. Cualquier uso distinto como el lucro, reproducción, edición o modificación, será perseguido y sancionado por el respectivo titular de los Derechos de Autor. Para papá y mamá, en agradecimiento por todo aquello que me han dado y que las palabras no pueden abarcar. Para mis hermanos Rodrigo, Ana Luz, Julián, Pilar y Laura, porque nada habría sido igual sin ustedes. Para todos mis parientes, porque su cariño ha sido un aliciente inigualable. Para mis amigos, porque sé que en cada uno tengo un tesoro. Para la Fundación Lorena Alejandra Gallardo, por su apoyo incondicional y por permitirme formar parte de la familia. Y para todos aquellos que me han ayudado, de cualquier modo, a llegar hasta aquí. 1 ÍNDICE INTRODUCCIÓN.......................................................................................................................2 I. EL ROMANTICISMO ESPAÑOL Y EL DUQUE DE RIVAS.................................................4 1.1. El romanticismo español ...................................................................................................4 1.2. El teatro romántico antes de Rivas ..................................................................................14 1.3. Perfil biográfico de Ángel de Saavedra, duque de Rivas..................................................19 II. DON ÁLVARO FRENTE A LA CRÍTICA.............................................................................30 2.1. De 1835 al ocaso del siglo XIX........................................................................................30 2.2. Durante la primera mitad del siglo XX ............................................................................33 2.3. Don Álvaro en los años sesenta y setenta ........................................................................36 2.4. La crítica de fin de siglo: años ochenta y noventa ...........................................................44 2.5. En los albores del siglo XXI ............................................................................................53 III. LOS TEMAS DEL DON ÁLVARO ......................................................................................56 3.1. El amor ...........................................................................................................................56 3.2. El honor y la venganza ....................................................................................................61 3.3. La religión ......................................................................................................................67 3.4. La muerte ........................................................................................................................73 3.5. Don Álvaro......................................................................................................................78 3.6. El sino.............................................................................................................................88 CONCLUSIONES.....................................................................................................................93 BIBLIOGRAFÍA.......................................................................................................................96 2 INTRODUCCIÓN El 22 de marzo de 1835, en el Teatro del Príncipe, se presentó por primera vez Don Álvaro o la fuerza del sino, drama que en un periodo de catorce años se representó entre cincuenta y setenta veces. Su autor —don Ángel de Saavedra, duque de Rivas— había concebido el argumento de la obra desde 1832, mientras se encontraba en Tours, pero no redactó la versión definitiva del Don Álvaro sino hasta el mismo año de su estreno. El romanticismo, que en Inglaterra y Alemania ya estaba declinando, en España apenas comenzaba. Su época de apogeo llegó tras un proceso lento de evolución en el que convivieron dos tradiciones: la neoclásica y la romántica. Esta circunstancia influyó muy especialmente en la recepción crítica de la obra pues ésta conoció tanto alabanzas como condenas. La suerte que después corrió Don Álvaro o la fuerza del sino es muy curiosa, pues durante el siglo XIX, sólo recibió unos cuantos comentarios, en su mayoría breves, y cuando volvió a ser explorada —ya en el siglo XX, en 1916— quien se ocupó de ella, Azorín, sólo lo hizo para desacreditarla como creación artística. El hecho no resultaría tan extraño si se tratara de una obra rara vez citada en las historias de la literatura, pero como la realidad es muy distinta, pues Don Álvaro o la fuerza del sino está considerado como el drama romántico español por antonomasia, la escasa seriedad con que se ha estudiado resulta incluso escandalosa. En la actualidad, existen más trabajos críticos sobre el drama; sin embargo, tras analizar una gran cantidad de ellos, se ha observado que las interpretaciones del Don Álvaro son muy variadas. Esto se debe, quizá, a la complejidad estructural y temática del drama, y también, a que —en no pocas ocasiones— se le ha estudiado de modo parcial. 3 El objetivo de la presente tesis es, pues, ofrecer una nueva visión de Don Álvaro o la fuerza del sino mediante un análisis temático de la obra que permita explicar de modo convincente su controvertido final y que, al mismo tiempo, facilite su comprensión global. El análisis que se emprende en el tercer capítulo de este trabajo está precedido por dos capítulos. En el primero se ofrece una visión panorámica sobre el romanticismo español, el teatro romántico y la vida de Rivas que resultan indispensables para situar a la obra en sus coordenadas históricas. En el segundo, con el fin de que se aprecie la variedad de interpretaciones que se han hecho de la obra, se presenta un análisis de las principales críticas que ha conocido el Don Álvaro. Sobra decir que, además de la confrontación con los trabajos críticos publicados hasta la fecha, se sustentará la validez de las hipótesis con citas textuales de la obra. 4 I. EL ROMANTICISMO ESPAÑOL Y EL DUQUE DE RIVAS 1.1. El romanticismo español ¿Habrá algún periodo de la literatura española menos estudiado y más vilipendiado por la crítica que el romanticismo? ¿Cuáles son los motivos por los que los trabajos de investigación y crítica respecto a la literatura española de las primeras décadas del siglo XIX, comparados con estudios sobre la literatura de los siglos XVI y XVII, son todavía escasos? ¿Cómo conciliar la falta de interés en torno al romanticismo con la popularidad de muchos de sus representantes? Estas preguntas no necesitan tanto una respuesta, sino una reacción. Resulta inadmisible que a un movimiento de no poca envergadura como lo es el romanticismo, no se le conceda su justo valor dentro la literatura española. Recientemente, la situación de la literatura romántica españolaha experimentado un avance pero, paradójicamente, ha sido gracias a trabajos de investigadores cuya lengua materna no es el español. En este apartado, con base en algunos de esos trabajos, se ofrecerá un panorama general del ambiente literario en las últimas décadas del siglo XVIII y las primeras del siglo XIX con el fin de contextualizar correctamente el drama romántico español por antonomasia: Don Álvaro o la fuerza del sino. Una de las primeras objeciones que se pone a la calidad de la literatura romántica española consiste en catalogarla como una imitación de los textos que se produjeron durante el romanticismo francés, y, quizá en menor medida, durante el inglés y el alemán1, lo cual implica que de paso se cuestione su autenticidad y valor. 1 Cfr. Leonardo Romero Tobar. Panorama crítico del romanticismo español. Madrid: Castalia, 1994. Págs. 74-93. (Literatura y sociedad, 56). 5 Esta opinión, todavía frecuente en las dos primeras décadas del siglo XX, no resulta muy sostenible, pues si bien es cierto que durante el siglo XIX circularon en España traducciones de obras extranjeras, basta revisar con detenimiento la literatura española de este periodo para darse cuenta de que, lejos de ser una imitación, el romanticismo es una evolución. Para entender esta cuestión es necesario señalar algunas de las características distintivas del romanticismo en general para luego contrastarlas con las del romanticismo español. En Europa el siglo XVIII significó, en muchos aspectos, una ruptura con el pasado pues la Ilustración se mostró en plenitud y difundió el racionalismo, es decir, la idea de que el hombre, a través de la razón y del conocimiento, es capaz de explicarlo todo. Debido a ello, el racionalismo aseguraba que el ser humano era poseedor de una capacidad personal de progreso que lo llevaría a explicar lo que aún no estaba claro. A la luz de este planteamiento, la literatura se concibió como un medio privilegiado para educar al hombre y orientar su actividad hacia el progreso. En España, por ejemplo, se ha identificado como el principal promotor de esta postura al benedictino Benito Jerónimo Feijóo. Pero frente a este pensamiento ilustrado, y también frente a la corriente clasicista, surgieron, hacia mediados del siglo XVIII, movimientos y pensadores como Schelling, que intentaron sustituir el conocimiento racional por uno irracional, basado en la intuición y, en último término, en la experiencia. Esta sustitución se manifestó en la literatura, a través del afán de hacer más subjetivos los textos, de proporcionarles mayor variedad y de reflejar en ellos las pasiones y los sentimientos humanos. Como consecuencia, Rousseau (1712-1788) en Francia, Byron (1788- 1824) en Inglaterra, Heine (1797-1856) en Alemania, y otros escritores románticos de toda Europa, se opusieron —ya de modo consciente ya inconsciente— a las limitaciones que los clasicistas habían impuesto a la literatura. 6 La experiencia personal se erigió entonces, como la vía primaria del conocimiento, lo cual, en la literatura romántica, se manifestó en la libertad para la expresión artística y en la primacía del yo: se dio mayor importancia a la apariencia de las cosas, que a lo que realmente eran; la imaginación, la emoción y el instinto adquirieron más valor que la razón; se asumió que la literatura no debía tratar de imitar modelos perfectos sino de ser original; la belleza se subordinó a la capacidad de transmitir los propios sentimientos; la naturaleza fue entendida como un organismo en desarrollo, en movimiento, y no como un mecanismo perfecto, por lo cual se sostuvo que el pasado —especialmente el de la propia nación— tenía que ser valorado, antes que escondido u olvidado. Debido a todo lo anterior, la crítica ha coincidido en calificar al romanticismo como una revolución literaria, pero un sector de ella considera que un movimiento de esta envergadura sólo puede darse en los sitios donde se estima como fundamental un pensamiento precedente, el cual, para el caso del romanticismo, sería el neoclasicismo. Sin embargo, con base en la idea de que en la península ibérica el neoclasicismo no tuvo mucho arraigo, se ha sostenido que el romanticismo español no es sino una imitación de los textos producidos en aquellos países donde se desarrollaron movimientos verdaderamente reaccionarios. Conviene, pues, examinar el proceso de gestación del romanticismo en estos países y luego observar el mismo proceso en España. Las primeras manifestaciones del romanticismo literario se dieron en Inglaterra hacia la cuarta década del siglo XVIII cuando Edward Young publicó Night Thoughts (Pensamientos nocturnos) una obra llena de reflexiones en torno a la vida y la muerte en un ambiente nocturno y misterioso, triste y doloroso. Más tarde escribió Conjectures on Original Composition (Conjeturas sobre la composición original) ensayo considerado como un heraldo del romanticismo. Junto con él destacaron por su sensibilidad romántica Thomas Gray y Samuel Richardson, autores de Elegy Written in a Country Churchyard (Elegía escrita en un cementerio de aldea), y Pamela, Or, 7 Virtue Rewarded (Pamela o la virtud recompensada), respectivamente. Otros representantes de esta nueva estética —aunque comenzaron a publicar algunos años después— fueron James Macpherson, autor de The Poems of Ossian (Los poemas de Ossian), y Thomas Percy, cuya obra más conocida es Reliques of Ancient English Poetry (Reliquias de la poesía inglesa antigua). En Francia, el clasicismo sufrió un duro embate con la publicación, en 1761 y 1762, respectivamente, de La Nouvelle Héloïse (La nueva Eloísa) y L’Émile (Emilio) de Jean-Jacques Rousseau, obras que privilegian el sentimentalismo literario y el retorno a la naturaleza. Las ideas de Rousseau llegaron a Alemania gracias a Johann Gottfried Von Herder. A partir de entonces, el romanticismo alemán se desarrolló con fuerza. Las ideas del francés fueron asumidas primero por Goethe y Schiller, y, luego, por todo el movimiento Sturm und Drang. Este último, reunió a un buen número de escritores —entre ellos Klinger, Wagner y Lenz— que produjeron obras impregnadas por muchos de los elementos característicos del romanticismo, las cuales gozaron de pronta fama y difusión en todo el continente. Pero fue a partir de la última década del siglo XVIII, cuando el movimiento romántico alemán se manifestó en plenitud; las escuelas románticas de Jena —que tuvo su mayor importancia entre 1798 y 1800— y de Heidelberg —cuyos integrantes estuvieron juntos hasta 1808— promovieron los postulados del romanticismo. Entre los miembros de estas escuelas destacan los hermanos Schlegel y los Grimm, Tieck, Novalis, Arnim y Brentano2. Gracias a los primeros románticos franceses e ingleses, el romanticismo alemán había alcanzado límites insospechados; sin embargo, en esos países no se había desarrollado del mismo modo. En Francia, hasta antes de 1789, el clasicismo seguía fuertemente arraigado —sólo Saint- 2 August Wilhelm von Schlegel escribió Über dramatische Kunst und Literatur (Sobre el arte dramático y la literatura); Friedrich von Schlegel es el autor del Gespräch über die Poesie (Diálogo sobre la poesía) y los hermanos Jakob y Wilhelm Grimm son conocidos por sus Kinder- und Hausmärchen (Cuentos para la infancia y el hogar). Tieck, Novalis, Arnim y Brentano son autores de Der Blonde Eckbert (Eckbert, el rubio), Hymnen an die Nacht (Himnos a la noche), Isabella von Ägypten (Isabel de Egipto), y Godwi, respectivamente. 8 Pierre y Chateaubriand seguían los postulados de Rousseau— y en Inglaterra los postulados románticos tardaron mucho en ser aceptados y difundidos. No fue sino hasta los primeros años del siglo XIX cuando, debido a la publicación de los trabajos de Wordsworth, Coleridge,Byron, Shelley y Keats, el romanticismo inglés adquirió vigor. Sin embargo, la muerte del autor de Childe Harold y Don Juan, Lord Byron, en 1824, marcó el fin del movimiento en Inglaterra. En Francia fue sólo al caer el imperio napoleónico (1804-1815), cuando los escritores pudieron, por fin, superar su parálisis. Los románticos galos emprendieron una lucha sin cuartel contra el clasicismo, la cual vio su triunfo hasta que Victor Hugo —quien desde 1823 pertenecía al primer grupo de escritores románticos formado por Charles Nodier— publicó, en 1827, el prefacio a Cromwell y, finalmente, Hernani, llevada al escenario en 1830. La obra de Victor Hugo, aunque con menor intensidad, sería continuada después por Lamartine y Musset. En el plano de la historia, Alemania, durante los últimos años del siglo XVIII y los primeros del XIX, había sufrido el asedio de Napoleón; en 1776 las colonias de Inglaterra en América habían conseguido su independencia y los postulados políticos y económicos de Adam Smith apenas empezaban a cobrar vigor; en 1789 había iniciado la revolución francesa, a la cual, una vez finalizada, siguió el imperio napoleónico. Por tanto, el romanticismo francés se relaciona directamente con una revolución política y otra literaria pues, tras el enfrentamiento bélico contra el absolutismo, los románticos emprendieron, en el campo de las letras, una batalla no menos encarnizada frente al clasicismo tradicional, cuyo dominio era completo desde el periodo ilustrado. El romanticismo alemán, por su parte, fue un movimiento, integrado principalmente por grupos y escuelas literarias, que se extendió más allá del ámbito de las letras, debido a la fuerza del clasicismo precedente en el país, y de modo acelerado pero orgánico. Sin embargo, el romanticismo inglés no implicó una revolución frente a 9 las ideas que le precedieron, sino que fue desarrollándose poco a poco, con una aceptación paulatina. Surge entonces una cuestión interesante: si el romanticismo en Inglaterra no implicó una batalla ¿por qué puede hablarse entonces de un romanticismo inglés y no de un romanticismo español? La pregunta pone en evidencia la falta de fundamento existente en los ataques al movimiento español, y permite pensar que, como procurará detallarse a continuación, en España también hubo un romanticismo auténtico. Históricamente los últimos años del siglo XVIII y las primeras décadas del XIX constituyeron para los peninsulares, un tiempo de agitación e inestabilidad. En 1793 España, junto con otras potencias de Europa, le declaró la guerra a Francia, conflicto que, si bien se suponía largo, duró poco tiempo, pues en 1795 se firmó la paz entre ambos y poco después, en 1797, los que antes eran enemigos peleaban juntos contra Inglaterra. En 1805, tras perder la batalla de Trafalgar, Manuel Godoy, valido de Carlos IV, procuró separarse de Napoleón y atacarlo; pero esa posibilidad se diluyó y como el ejército francés adquiría cada vez más fuerza, Godoy optó, en 1807, por pactar con Napoleón una repartición territorial de Portugal y una buena parte de España. Cuando en 1808 el pueblo español se enteró de estos planes, se levantó en armas contra el rey y su valido. El conflicto terminó pronto, pero no como el pueblo hubiera deseado: las tropas francesas llegaron a la capital española y Napoleón impuso como nuevo rey a su hermano José Bonaparte. Finalmente, tras seis años de lucha por la Independencia, Fernando VII subió al trono. No obstante, los problemas de España no eran sólo de política exterior: en 1812 se había redactado la Constitución de Cádiz, de corte liberal, que, al no ser jurada por Fernando VII, no tuvo efecto. Pero después de ocho años, tras una revolución, los liberales consiguieron que pudiera gobernarse bajo las propuestas en ella contenidas. 10 Sin embargo, la Constitución de Cádiz sólo estuvo vigente durante tres años, es decir, hasta 1823, cuando Fernando VII, a quien se había privado de sus facultades gubernativas, recuperó su autoridad y la derogó. Además el monarca hizo perseguir a quienes habían apoyado al régimen liberal, por lo cual muchos políticos e ideólogos debieron abandonar el país para salvar sus vidas. Su regreso no pudo darse sino hasta 1833, cuando María Cristina, tras la muerte del rey, les otorgó el perdón. El regreso de los exiliados constituye, para algunos críticos —Llorens y García Mercadal entre ellos—, el inicio del romanticismo español pues, señalan, implicó la difusión de ideas que éstos, debido a la escasa fuerza del neoclasicismo en España, no habrían podido adquirir en su patria. Por ello, sostienen, el romanticismo español no fue auténtico sino una imitación del inglés y del francés. Para rebatir esta postura conviene hacer un breve examen de las publicaciones literarias previas a la muerte de Fernando VII, pues en ellas es posible distinguir elementos que demuestran cómo el romanticismo español vivió un proceso de gestación de varios años y cómo su irrupción fue consecuencia de un paulatino cambio de mentalidad y no de un éxito pasajero de las ideas extranjeras. Los escritores neoclasicistas españoles consideraban el estilo barroco como una forma sin sentido, llena de excesos, y creían que su extensión estaba llevando a la literatura española a perder su reputación. Las ideas de la Ilustración y los postulados clasicistas se les presentaron por entonces como la mejor manera de ir contra esa corriente y de poner de nuevo a España en una buena situación frente a la crítica extranjera, la cual se interesaba antes que por la literatura moderna, por la producida durante la época medieval y durante los Siglos de Oro. Pero mientras los políticos volteaban principalmente hacia Francia con el fin de encontrar el modo de promover el progreso de la nación, los escritores buscaron dentro de su propia tradición 11 los elementos que les permitieran subir el nivel de las letras nacionales. Alberto Lista, por ejemplo, recomendó a sus numerosos discípulos la lectura, entre otros, de escritores como Garcilaso y Fray Luis de León y, al mismo tiempo, otros dramaturgos como Dionisio Solís, Vicente Rodríguez de Arellano y Félix Enciso Castrillón, hacían refundiciones de piezas dramáticas de Calderón de la Barca y de Lope de Vega. Entre 1823 y 1833 muchos de los discípulos de Lista, entre ellos Espronceda, Larra, Bretón de los Herreros y Ventura de la Vega, fueron asumiendo esa necesidad de “poner a tono” a España, pero sin copiar modelos extranjeros. Los de Francia les resultaban especialmente repulsivos, pues con la ocupación napoleónica, la aversión hacia el país galo —que existía, al menos, desde el siglo pasado— había aumentado considerablemente. En otras latitudes, los escritores exiliados compartían, al igual que los neoclasicistas más tardíos y sus discípulos, el anhelo de restaurar la literatura española. Pero ellos encontraron una serie de ideas que en la península no existían: el romanticismo se les presentó como un vehículo para exaltar la tradición de su país, sus valores y sus elementos típicos y pintorescos. No obstante, estas ideas tardaron en asentarse en España porque, por una parte, los políticos que buscaban el progreso veían en la vuelta a la tradición una amenaza, y, por otra, porque los literatos no cesaron de poner objeciones a esta corriente sino hasta que la dejaron de ver como una importación extranjera y lograron amoldar los postulados románticos a la tradición española que buscaban revivir. Así pues, mientras los escritores que estaban fuera de España cultivaban, junto con los contenidos románticos, formas nuevas de escribir, los que se habían quedado dentro, la mayoría de ellos jóvenes, estaban tomando conciencia de la importancia de su tradición y comenzaban a poner esas preocupaciones —las cuales pueden ser consideradas románticas en muchos casos— por escrito, aunquesiguiendo todavía formas clásicas. 12 En el proceso de revisión de la propia literatura, ya iniciado por Lista, son fundamentales dos textos que contribuyeron en buena medida a volver la mirada sobre Lope, Tirso, Calderón y Moreto: el Discurso sobre el influjo que ha tenido la crítica moderna en la decadencia del Teatro Antiguo Español, y sobre el modo con que debe ser considerado para juzgar convenientemente su mérito peculiar de Agustín Durán, publicado en 1828, y los Apuntes sobre el drama histórico, obra de Martínez de la Rosa escrita en 1830. En su Discurso, Durán condena el empleo de las unidades dramáticas clásicas en el teatro español pues, a su juicio, el teatro griego y el español no comparten ni el mismo origen ni los mismos recursos y poseen, además, leyes y principios muy distintos. Por tanto, sostiene, las normas del teatro en España no deben poner límites a la fantasía del autor, sino que deben dejarlo en libertad. De igual modo, Durán pide que no se luche contra la presencia de la poesía popular en el teatro porque ello, en vez de fortalecer el arte dramático, lo empobrece. Finalmente, al tiempo que defiende la calidad del teatro áureo español, Durán ataca las ideas de Leandro Fernández de Moratín respecto a éste, y hace ver cómo las obras de Lope, Tirso y Calderón tienen un valor innegable. Francisco Martínez de la Rosa, por su parte, sostiene en sus Apuntes que los dramas cuya base descansa en hechos históricos, deben procurar ser fieles a los sucesos que representan —evitando tergiversar el tiempo o los lugares de la acción— pero que, no por ello, deben sacrificar el espectáculo. Como consecuencia Martínez de la Rosa, aunque con menos fuerza que Durán, hacer ver que las normas del teatro deben constituirse en una ayuda para la composición y no en estorbos que coarten la libertad del dramaturgo. Por tanto, cuando los escritores exiliados regresaron a España en 1833, no traían consigo ni ideas revolucionarias ni planteamientos deslumbrantes, pero eran portadores de nuevos modos de escribir —algunos de los cuales ya se habían cultivado durante el Renacimiento y los años 13 áureos— que transmitieron a los escritores jóvenes al tiempo que los animaban a experimentar con esas formas. Realmente unos y otros compartían una preocupación fundamental que los unía muy estrechamente: la identidad nacional y su reivindicación frente al mundo. De este modo el romanticismo, luego de un proceso gradual, empezó a adquirir fuerza y comenzó a distinguirse de las producciones literarias precedentes. Así pues, el romanticismo en España no significó una reacción frente a algo, no fue, en este sentido, una revolución, sino un proceso de evolución. De hecho, en la península hubo, durante la primera mitad del siglo XIX, una doble tradición: por un lado escritores neoclásicos y por otro románticos. Sin embargo, como es natural, hubo también quienes escribieron textos tanto románticos como neoclásicos —piénsese, por ejemplo, en Rivas— a lo largo de toda su vida. El romanticismo español, pues, no puede ser criticado por falta de autenticidad o de originalidad, ya que, como se ha visto, la nueva visión aparece luego de un cambio paulatino de mentalidad y no por una marcada influencia extranjera o de modo intempestivo. Por consiguiente, debe ser apreciado en su justo valor, como parte importantísima de la literatura hispánica. A todo esto se suman, además, los frutos del romanticismo pues, no obstante su corta duración —la cual resulta lógica si se toma en cuenta que un movimiento como éste, en el que la pasión y el sentimiento son fundamentales, no puede mantenerse con igual intensidad durante mucho tiempo— contribuyó, por señalar sólo algunos aspectos, a que se estudiara con mayor profundidad la literatura medieval y la poesía popular, e inspiró a generaciones literarias posteriores, cuyos miembros quizá recibieron su influjo de modo inconsciente. Pues bien, dos años después de la muerte de Fernando VII, en medio de todo este clima, se estrenó Don Álvaro o la fuerza del sino que suscitó fuertes reacciones no sólo en los ambientes literarios, sino también en la sociedad en general. Los neoclasicistas más viejos lo rechazaron, los 14 simpatizantes del romanticismo lo alabaron, y, mientras, los jóvenes escritores en formación observaban todo atentamente. 1.2. El teatro romántico antes de Rivas ¿Por qué esas reacciones frente al Don Álvaro alrededor de su estreno? ¿Acaso no se habían representado ya obras teatrales de corte romántico antes del estreno de dicho drama? La cuestión es sumamente interesante y vale la pena considerar, por tanto, la situación del teatro antes de 1835. Cuando España fue invadida por los franceses, la actividad teatral, que había sido impulsada, aunque con poca fortuna, a través de la Idea de una reforma de los teatros de Madrid, cesó por completo. El regreso de las representaciones realmente artísticas —durante la guerra tenían un carácter panfletario— tuvo lugar tras el regreso de Fernando VII, quien, sin embargo, impuso una fuerte censura que impidió la libre expresión de las ideas. Entre 1820 y 1823, durante el fugaz gobierno liberal, se dieron algunas libertades, aún insuficientes, pero cuando al monarca le fue restituida su autoridad, los teatros estaban otra vez, como a finales del XVIII, en bancarrota. Fue gracias al francés Juan de Grimaldi, como se ha esforzado en demostrarlo Gies3, cuando el teatro comenzó, lentamente, a resurgir. A partir de 1823 el empresario francés contribuyó a restaurar los dos principales teatros de Madrid: el del Príncipe y el de la Cruz— y a cambiarle el rostro al teatro: entre otras medidas, contrató actores, cambió los repertorios y transformó las escenografías. Dos años después, en 1825, Grimaldi cosechó uno de sus primeros éxitos con el estreno de su traducción de Thérèse ou l’orpheline de Genève (Teresa o la huérfana de Ginebra) de Ducange, 3 Cfr. David Thatcher Gies. El teatro en la España del siglo XIX. Trad. Juan Manuel Seco. Cambridge University Press, 1996. Págs. 95-97. 15 a la cual rebautizó como El abate L’Épée y el asesino o La huérfana de Bruselas. La protagonista de dicha obra es Cristina, una huérfana desamparada que tras verse forzada a huir de su casa, es perseguida por un perverso abogado hasta que, finalmente, consigue librarse de él y casarse con Carlos, de quien estaba enamorada. Además del impacto provocado por la historia de Cristina, el drama de Grimaldi llamó la atención de la sociedad española por su misterio, por su efectismo, por su sentimentalismo y por su juego de azares. Por aquellos años, dos jóvenes escritores, se acercaron a Grimaldi para ofrecerle sus obras; se llamaban Manuel Bretón de los Herreros y Ventura de la Vega. Con poco éxito el primero había representado, en 1824, una de sus comedias más tempranas: A la vejez viruelas. Pero poco tiempo después escribió dos nuevas piezas que le valieron el reconocimiento del público: Los dos sobrinos, representada en 1825, 1827, 1829 y 1831, y A Madrid me vuelvo, estrenada en 1828 y reinterpretada en 1829, 1830 y 1832. Pero el más grande éxito de esa década, y de los años siguientes, fue Todo lo vence amor o La pata de cabra estrenada en 1829 por Juan de Grimaldi. La obra era una comedia de magia, género que gozaba de gran popularidad desde el siglo XVIII, en la que abundaban los chistes, los efectos visuales —novedosos trucos escénicos— y las referencias a la realidad española del momento; y que, en cierta medida —gracias a su espíritu liberal y al dominio del tema amoroso—, promovió un cambio de sensibilidad que contribuyó al triunfo del romanticismo en la siguiente década. Caldera se atreve a asegurar que la pieza, representada durante veinte años más de 160 veces, “no era otra cosa que una obra romántica. Quizás laprimera comedia romántica”4. Sin embargo, páginas adelante, Caldera dice casi lo mismo de Marcela o ¿a cuál de los tres? de Bretón de los Herreros: “por varios motivos podemos considerar[la] la primera comedia 4 Ermanno Caldera. El teatro español en la época romántica. Madrid: Castalia, 2001. Pág. 31. (Literatura y sociedad, núm. 71). 16 romántica”5. Esta obra, en efecto, contiene varios elementos románticos: la expresión de los sentimientos, la afirmación de la libertad individual como un bien insustituible y, por tanto, el anticonformismo. Además, formalmente —aunque aún respetaba las unidades clásicas— la obra representaba una novedad pues utilizaba una versificación variada e incorporaba la rima. Al estreno de Marcela, el 30 de diciembre de 1831, siguieron piezas de menor importancia para el romanticismo, pero dignas de ser mencionadas: en 1832, Amar desconfiando o la soltera suspicaz de Eugenio de Tapia y en 1833, Contigo pan y cebolla de Manuel Eduardo de Gorostiza. Fue el 23 de abril 1834, cuando Francisco Martínez de la Rosa llevó al Teatro del Príncipe una obra que pese a haber sido publicada en París en 1830 y representada en Cádiz en 1832, era casi desconocida: La conjuración de Venecia, año de 1310. El drama tuvo un éxito rotundo, en quince años conoció aproximadamente 80 representaciones; pero su mayor importancia radica en los múltiples temas y elementos románticos que se encuentran en ella. Por un lado están el amor frustrado y la intensidad de sus manifestaciones, la tiranía política y la rebelión, y por otra los escenarios y personajes misteriosos, lo grotesco y lo terrorífico. El drama histórico de Martínez de la Rosa fue la culminación de un proceso gradual hacia el romanticismo rastreable en su misma producción. Temas presentes en La conjuración de Venecia como la opresión, la rebelión, la libertad, el tiempo y el destino, ya antes habían sido explorados por el dramaturgo con menor fortuna en su Edipo y en Aben-Humeya o la rebelión de los moriscos, de 1828 y 1830 respectivamente; pero fue hasta que escribió este drama cuando consiguió desarrollarlos de acuerdo con pautas románticas: hasta el extremo. 5 Ibidem. Pág. 34. 17 El proceso de evolución en las letras españolas que había venido dándose desde hacía varios años, como se señaló en el apartado anterior, se pone en evidencia en La conjuración de Venecia. “En realidad, La conjuración de Venecia fue el punto clave, el crisol donde se fundieron tradición e innovación o, por decirlo mejor, de donde lo viejo salió rejuvenecido, con la añadidura también de motivos nuevos”6. Esta afirmación adquiere mayor fuerza si se toma en cuenta que Martínez de la Rosa compuso su drama a semejanza de los dramas sentimentales, que durante tanto tiempo se habían venido representando, pero incorporando los temas románticos con los cuales había tenido contacto. Y pese a que la obra es considerada, por la mayor parte de la crítica, como el primer drama histórico romántico, hay quienes niegan que en realidad lo sea. Shaw por ejemplo, afirma que “La conjuración de Venecia, aunque marca el primer intento real de expresar la nueva sensibilidad en términos dramáticos, no lo logró plenamente”7. También en 1834, en septiembre, el conocido articulista Mariano José de Larra, llevaba al Teatro del Príncipe su Macías, escrito en 1833 pero prohibido en aquel entonces por la censura. La acción de la obra se ceñía estrictamente a la preceptiva clásica sobre las unidades de tiempo y de lugar, y sobre la versificación, pero sus temas no eran neoclásicos sino románticos. El amor y la infelicidad, presentes durante todo el drama, llegan a su fin con el suicidio de Elvira. Larra, pues, estaba introduciendo una fórmula que habría de repetirse durante todo el romanticismo: el amor que no puede realizarse, por influencia del destino, y que lleva a los amantes hacia la muerte de modo inevitable. En el Macías, las emociones humanas, como puede suponerse, se exaltan y se intensifican; la muerte se presenta como una salida lógica ante las circunstancias adversas, el orden social es 6 Ibidem. Pág. 51. 7 Donald L. Shaw. Historia de la literatura española 5. El siglo XIX. 13ª ed. Barcelona: Ariel, 2000. Pág. 32. (Letras e ideas / Instrumenta). 18 roto, y el hombre lucha tenazmente por su autonomía y por su libertad; de hecho para Alborg “en todo el romanticismo español no existe otra proclama más enérgica de la libertad individual que los parlamentos de Macías”8. Y aunque Larra escribía en la introducción a la edición de su Macías: “Quien busque en él el sello de una escuela, quien le invente un nombre para clasificarlo, se equivocará”, ya había escrito un drama romántico, en temas y en gustos, que, sin embargo, quizá debido a que él mismo lo había notado, había disfrazado con características neoclásicas. Pocos días después de la puesta en escena del Macías y exactamente seis meses después del estreno de La conjuración de Venecia, el 23 de octubre de 1834, Bretón de los Herreros ponía en escena un nuevo drama: Elena, el cual, no obstante la fama de piezas anteriores de Bretón, sólo permaneció cuatro días en el cartel. Elena era una obra inspirada en el teatro sentimental, en la cual Bretón, además de haber procurado dotar a sus personajes de actitudes románticas, rompía con las unidades clásicas. Pero quizá el fracaso de la obra fue consecuencia de que la intención del autor resultaba demasiado obvia y, por tanto, las acciones no tenían gran persuasión en el público. Con estas representaciones terminaba el año de 1834. Poco a poco, el pensamiento romántico, aunque el neoclasicismo seguía en pie, iba haciéndose presente en los escenarios, lo cual no es sino una muestra más de ese proceso de evolución hacia el romanticismo que ha sido señalado acertadamente, entre otros, por Caldera, Sebold, Alborg e Iris Zavala. Precisamente esta última, retomando las publicaciones de los demás, señala que el teatro romántico significa una lenta evolución que se da en el seno mismo del clasicismo. Lejos de significar una ruptura con lo anterior, es el producto de un lento 8 Juan Luis Alborg. Historia de la literatura española. 5 vols. Madrid: Gredos, 1980. Vol. IV. El romanticismo. Pág. 274. 19 proceso evolutivo que se observa en particular en las refundiciones del teatro barroco, y que supone cambios de lenguaje, eliminación de escenas, modificación de personajes, variaciones de estructuras, de moralidad y sustitución de medios expresivos9. Sin embargo, en 1834, la mayoría de los críticos españoles todavía no se percataban de que estaba ocurriendo una profunda transformación. Muchos de los periodistas se detenían a alabar el número de escenografías nuevas que aparecían en cada representación, o se sorprendían por el número de personajes; o, los más avanzados, se congratulaban porque las unidades clásicas ya no se cumplían en todas las piezas. Pero casi ninguno advirtió que el giro no radicaba sólo en aspectos formales, sino también en cuestiones de fondo, de contenido. Y en estas circunstancias apareció, en los albores de 1835, un drama que estaba destinado, al igual que su admirable autor, a hacer historia y a trascender fronteras: Don Álvaro o la fuerza del sino. 1.3. Perfil biográfico de Ángel de Saavedra, duque de Rivas El autor de dicho drama fue Ángel de Saavedra y Ramírez de Baquedano, quien nació en la ciudad de Córdoba el día 10 de marzo de 1791. Sus padres —Juan Martín de Saavedra y Ramírez, y María Dominga Ramírez de Baquedano y Quiñones— pertenecían a familias de gran abolengo, lo cual fue, sin duda, motivo para que, con tan sólo unos meses de edad, Ángel recibiese la cruz decaballero de justicia de la Orden de Malta, y, algún tiempo después — cumplidos ya los siete años— fuese nombrado capitán de caballería en el regimiento del Infante. Ángel y su hermano mayor, el primogénito de la familia, Juan Remigio, recibieron una educación sumamente esmerada, pues fueron instruidos por emigrados franceses cuya 9 Zavala, Iris M. Romanticismo y realismo. Vol. V de Historia y crítica de la literatura española, al cuidado de Francisco Rico. 8 vols. Barcelona: Crítica, 1982. Pág. 183. 20 preparación era formidable; entre ellos estuvieron el canónigo Tostin y el escultor Verdiguier. A los nueve años, Ángel recibió un nuevo honor: le fue impuesto el hábito de Santiago. En ese mismo año, 1800, se desató en Andalucía una epidemia de fiebre amarilla que forzó el traslado de la familia Saavedra a Madrid. Allí Ángel continuó su educación a través de preceptores, sin embargo, la muerte de su padre, el duque, en 1802, provocó que su madre lo ingresara en el Real Seminario de Nobles de Madrid, escuela de élite a la cual se podía acceder sólo tras probar la nobleza de sangre del aspirante, verificar sus condiciones intelectuales y morales, y finalmente, después de entrevistarse con el director del Real Seminario, en aquel entonces Andrés López de Sagastizábal. También como consecuencia del deceso del duque de Rivas, Juan Remigio heredó el título nobiliario de su padre y, además, fue condecorado por Carlos IV con los nombramientos de exento de Guardias de Corps y de gentilhombre con ejercicio. El 20 de agosto de 1806, Ángel terminó los estudios en el Real Seminario y en diciembre se incorporó al ejército. Como el muchacho formaba parte, desde los siete años, del regimiento del Infante Fernando, (más tarde Fernando VII) su destino estaba en la ciudad de Zamora; pero como dicho regimiento fue requerido para pelear bajo las órdenes de Napoleón contra Inglaterra, doña María Dominga consiguió para su hijo una plaza en la Guardia de Corps. De modo contrario a lo que podría pensarse, Ángel no descuidó su educación durante el tiempo que estuvo encuartelado, pues, gracias también a que algunos de sus compañeros poseían una buena instrucción, cultivó la pintura y la escritura. Gran impacto debieron haber causado en el segundo hijo de don Juan Martín los hechos que se dieron en El Escorial y luego en el palacio de Aranjuez. El primer suceso, hacia fines de 1807, consistió en la orden de aprehensión que el rey Carlos IV extendió contra su hijo Fernando. El segundo suceso, en marzo de 1808, fue el motín popular que —en rechazo a la actitud de Carlos 21 IV frente a su valido, Manuel Godoy, pero principalmente en contraposición al gobierno de éste— se organizó en Aranjuez y que derivó en la exoneración de Godoy por parte de Carlos IV y en la abdicación de éste en favor de su hijo Fernando VII. Cuando el 24 de marzo de 1808 Fernando VII entró en Madrid, Ángel formó parte de los militares que escoltaron al nuevo monarca. Sin embargo, ese mismo día el general Murat, al frente de un ejército francés, entró en la ciudad y la subida al trono de Fernando no llegó a ser efectiva puesto que Napoleón lo forzó a renunciar e impuso como rey a su hermano José Bonaparte. Murat veía con desconfianza a la Guardia de Corps por lo cual, tras enviarla al Escorial y detenerla allí por un tiempo, le ordenó avanzar sobre Segovia y detener la insurrección que había en esa ciudad. Y fue después de oír esa orden cuando Ángel, indignado, pronunció el primer discurso de su vida, contestando, a nombre de todos sus compañeros, que no se llevaría a cabo ese deseo del príncipe Murat porque la Guardia no podía traicionar a su Patria. Después de varios días de zozobra, Ángel salió de Madrid, convencido por su hermano mayor, y se encaminó junto con él a Zaragoza; y fue en esa ciudad en donde, debido a una confusión, pisó por vez primera el suelo de una cárcel, y aunque fue por muy breve tiempo —pues después encaminó sus pasos hacia Castilla— es de suponerse la incidencia que el hecho tuvo sobre el joven de diecisiete años. Muy cerca de Salamanca, los hermanos Saavedra se unieron al cuerpo del general Cuesta, quien, poco tiempo después, ganó la batalla de Bailén —proeza que suscitó en España la esperanza de conseguir la Independencia— y se trasladó a Madrid. Durante el trayecto a la capital, Ángel se inició en el uso bélico de las armas pues salió a perseguir a un escuadrón francés que se había quedado rezagado tras la batalla. En ese año, 1808, compuso las piezas líricas “Al alzamiento de las provincias españolas contra los franceses, fechada en un campamento, 1808”, 22 “A la victoria de Bailén”, y algunas otras, mayoritariamente de tema patriótico, que aparecieron más tarde bajo el título de Poesías. Después de pelear en varias ciudades, Ángel tuvo que acompañar a su hermano Juan Remigio a Córdoba, con su madre, debido a una fuerte enfermedad que aquejó al entonces duque de Rivas. Pasado algún tiempo, los hermanos se batieron en la batalla de Talavera y regresaron a La Mancha en donde el escuadrón dirigido ahora por Juan Remigio, dio muestras de entereza al ser atacado sorpresivamente por el enemigo. El 18 de noviembre de 1809 los dos Saavedra, y junto con ellos toda la división de caballería del general Bernuy, avanzaron sobre Ontígola y sostuvieron una batalla con los franceses en la cual Ángel resultó gravemente herido, al grado de que lo dieron por muerto y lo dejaron abandonado entre los cadáveres. Fue hallado, sin embargo, por Buendía, un soldado del regimiento del Infante, quien lo condujo a Ocaña, de donde Ángel, tras recibir una primera cura, fue trasladado a Villacañas y de allí a Baza. Durante su convalecencia escribió aquel romance que inicia “Con once heridas mortales”. Una vez que se lo permitieron sus fuerzas, Ángel se encaminó a Córdoba, ciudad donde fue recibido por su madre y terminó de recuperarse. No obstante, madre e hijo tuvieron que dejar la ciudad al ser ésta ocupada por el ejército francés, y se trasladaron a Málaga; pero detenidos en esa ciudad por un general y luego liberados por un oficial amigo suyo, se dirigieron, con pasaportes falsos, a Gibraltar. Desde allí Ángel partió a Cádiz en donde se encontró de nuevo con su hermano mayor. En aquel entonces, aunque todavía no se había expulsado a todos los franceses, se había instalado una Regencia encabezada por el general Castaños quien, en vista de los méritos de Ángel, lo nombró capitán de caballería ligera, aunque no por ello dejó éste el Cuerpo de Guardias encabezado por Juan Remigio. Al poco tiempo, entró a formar parte del Estado Mayor del general Blake como ayudante segundo. Sus superiores en dicho cuerpo, movidos sin duda por las habilidades artísticas y 23 literarias del muchacho, le encargaron que se ocupara de la dependencia de Topografía e Historia Militar, trabajo que, además de cumplir muy bien, compaginó con el de director y redactor del periódico militar del Estado Mayor durante el año de 1811. Las empresas militares, sin embargo, no dejaron de formar parte de su vida pues participó, al frente de un batallón, en la batalla de Chiclana y colaboró en la restauración del orden en Córdoba, lo cual, aunado a otros méritos, le valió el ascenso a primer ayudante del Estado Mayor. No abandonó Ángel el cultivo de sus cualidades literarias sino que, por el contrario, se dedicó con mayor afán a ellas. En Cádiz tuvo un trato frecuente con Juan Nicasio Gallego, Manuel José Quintana, Francisco Martínez de la Rosa y algunos otros escritores de renombre quienes, sin duda, influyeron en su dedicación a las letras. Al año siguiente, se elaboró en Cádiz la Constitución de 1812, la cual fue apoyada por el joven Saavedra pues la consideraba una obra inteligentísima que contribuiría al desarrollo de España; sin embargo,después de que, en 1814, los franceses —a raíz de las batallas de Vitoria y San Marcial— fueron arrojados definitivamente de la península, Fernando VII asumió la corona y, como una de sus primeras decisiones, abolió la Constitución de Cádiz. Como consecuencia, Juan Remigio y Ángel creyeron que iban a ser perseguidos, pues eran bien conocidos por sus ideas liberales, pero sucedió todo lo contrario: fueron elogiados por el rey debido a sus servicios militares, y Ángel, quien ya meses antes se había retirado del servicio militar con el grado de teniente coronel, fue nombrado coronel efectivo de caballería con residencia en Sevilla. En 1814 Ángel publicó sus Poesías y compuso su primera tragedia, Ataúlfo, la cual no pudo publicar porque fue prohibida por la censura. Durante algunos años tuvo la oportunidad de frecuentar a poetas de la talla de Vargas Ponce y Manuel María de Arjona —autores, respectivamente, de Proclama de un solterón y La diosa del bosque—, lo cual fue un nuevo 24 impulso para su labor literaria. En 1816 se puso en escena su tragedia Aliatar y al año siguiente Doña Blanca. Antes de 1819 escribió otras dos piezas teatrales: El duque de Aquitania y Malek- Adhel y, en 1821, vio la luz la segunda edición de sus Poesías. Después de que en 1820, a causa de una revolución, fuera restituida la Constitución de 1812 —lo cual Ángel aplaudió— consiguió un permiso para salir del país. Se trasladó a Córdoba para despedirse de su familia, pues esperaba estar en el extranjero varios años, y durante esa estancia en su tierra natal, se hizo amigo de Antonio Alcalá Galiano, un político liberal que después influyó en buena medida en las ideas de Ángel. Finalmente, en mayo de 1821, partió a Francia con el encargo de detenerse en los puestos militares y dar información sobre su estructura y organización. En Francia, además de cumplir con su cometido oficial, siguió cultivando sus aficiones e intimó con un buen número de insignes militares, políticos, poetas y artistas. No obstante, su estancia fuera de España no se prolongó por mucho tiempo pues, impulsado por Alcalá Galiano, se lanzó como diputado a Cortes por Córdoba, plaza que ganó para la legislatura de 1822. Su primera intervención destacada en ese órgano de gobierno tuvo lugar el 7 de julio de 1822, jornada en la cual manifestó su apoyo hacia el ministerio del general San Miguel y hacia las medidas excepcionales que éste propuso. Al año siguiente secundó la moción de suspender al rey en el ejercicio de sus poderes y de su traslado a Cádiz; pero cuando el rey, liberado por los franceses en 1823, recobró sus facultades, el diputado, condenado por apoyar la Constitución de Cádiz, se vio en la necesidad de huir de España y encaminó sus pasos hacia Gibraltar, ciudad en la que se detuvo varios meses debido a su estado de salud y que dejó en 1824, cuando se trasladó a Inglaterra. Cabe señalar que Saavedra no había abandonado su actividad literaria. En 1822 había llevado al tablado Lanuza y el viaje al país anglosajón se convirtió en una buena oportunidad para 25 cultivar la pluma; durante la travesía, Ángel compuso varias poesías que publicaría algún tiempo después y ya en Inglaterra escribió El sueño del proscripto, El peso duro y los primeros cantos de Florinda. El clima de Inglaterra no favoreció a Saavedra, por lo que su madre le consiguió un pasaporte para entrar a Italia, país al cual los inmigrados españoles tenían prohibido el paso. Antes de dirigirse hacia ese país, Ángel volvió a Gibraltar y allí contrajo matrimonio con María de la Encarnación Cueto, hermana de Leopoldo Augusto de Cueto, marqués de Valmar. Luego se dirigió a Italia pero, tras serle negada la entrada pese al pasaporte que llevaba y tras vivir durante cuarenta días en el puerto de Liorna, se vio en la necesidad de hallar un sitio para vivir y optó por volver a tierras inglesas. Sin embargo, nunca llegó a Inglaterra; el clima y la gente de Malta — sitio al que había arribado sólo para tomar el barco a Londres— lo convencieron de fijar su residencia allí. En Malta pasó Ángel, cinco años de su vida. Allí conoció a monsieur Frére, quien había sido embajador de Inglaterra en España, el cual le fue proporcionando numerosos textos de literatura inglesa que influyeron mucho en la producción artística posterior del recién casado. En Malta, además, Rivas vio nacer a sus tres primeros hijos: Octavia nació en noviembre de 1826, Enrique en septiembre de 1828 y Malvina en septiembre de 1829. En 1830 el poeta se trasladó con su familia a Francia con la intención de llegar hasta París, pero el gobierno de dicho país sólo le permitió residir en Orleans, ciudad en la que pasó angustias económicas; vivió únicamente de dar clases de español y de lo que ganaba con sus pinturas, arte en la cual había ido mejorando notablemente. Al poco tiempo, sin embargo, gracias a la revolución de julio que llevó al trono francés a los liberales, Saavedra pudo establecerse en París, en la misma casa en la que vivía su amigo Alcalá Galiano, aunque el dinero siguió siendo escaso. 26 Si literariamente hablando la estancia en Malta fue prolífica —pues Saavedra terminó de componer Florinda y escribió Arias Gonzalo, El faro de Malta y Tanto tienes cuanto vales— sus días en Francia no lo fueron menos; allí concluyó El moro expósito —que se publicaría varios años después— y escribió algunos romances que integraría después a sus Romances históricos. Del mismo modo, escribió allí la primera versión, en prosa, del Don Álvaro que le entregó a Alcalá Galiano para que la tradujera al francés. En 1831 nació Gonzalo, el cuarto hijo de Saavedra, a quien, dos años después, junto con sus hermanos y su madre, Ángel —aprovechando la primera amnistía de Fernando VII— envió a España. En enero de 1834, Ángel pudo también volver a su patria, puesto que al morir el rey, la reina María Cristina —quien gobernaba porque su hija Isabel aún no tenía la mayoría de edad— permitió el regreso de todos los emigrados políticos entre los cuales, como se sabe, se encontraba el insigne literato. Al llegar a España, se dirigió a Madrid para solicitar de la reina, el dinero que, como consecuencia de su retiro, el gobierno tenía obligación de proporcionarle y, días después, marchó a Sevilla en donde se encontró de nuevo con su familia. Tan sólo unos cuantos meses después de su regreso, Ángel se convirtió en duque de Rivas, pues al morir su hermano Juan Remigio en mayo de 1834 sin dejar hijos legítimos, todos sus títulos recayeron sobre el poeta. Así Ángel de Saavedra se encontró duque de Rivas, grande de España y miembro del Estamento de Próceres —constituido a raíz del Estatuto Real de 1833— en el cual ocupó la plaza de primer secretario. En ese mismo año, 1834, ingresó a la Real Academia Española y, poco tiempo después, a principios de 1835, fue nombrado por unanimidad presidente del Ateneo de Madrid. Aunque una vez más se hallaba en el trajín político, el nuevo duque continúo con su producción literaria; en 1834 se publicó el Moro expósito y, en 1835 versificó Don Álvaro o la 27 fuerza del sino, drama que estrenó en el Teatro del Príncipe el 22 de marzo ese mismo año y que suscitó una gran cantidad de reacciones. El 15 de mayo de 1836, Mendizábal, a cuyo ministerio se había opuesto Rivas, tuvo que ceder el gobierno a Javier Istúriz, quien nombró al duque titular del ministerio de Gobernación, cargo que, aunque no deseaba aceptar, ocupó hasta agosto de ese año cuando una revuelta derribó a Istúriz. A raíz de este suceso, el duque se vio forzado a esconderse, primero en un barrio a las afueras de la ciudad, luego en la embajada de Inglaterra y, finalmente, en Lisboa, de donde, más tarde pasó a Gibraltar. Con la promulgación de la Constitución de Cádiz en 1837, Rivas pudo volver a Sevilla en donde se reunió con su familia, la cual contaba con un nuevo miembro,Leonor, quien había nacido el 19 de septiembre del año anterior. Sin embargo, a pesar de la poca fortuna que había corrido en su vida política, fue elegido en ese mismo año, y de nuevo por poco tiempo, senador por Cádiz. Establecido con su familia y lejos de la política, el duque se dedicó de nuevo a cultivar sus dotes literarias. En 1840 vio la luz la comedia Solaces de un prisionero; al año siguiente publicó sus Romances históricos y otra comedia, La morisca de Alajuar; en 1842 compuso otras dos comedias, El crisol de la lealtad y El desengaño en un sueño; y, en 1843, antes del inicio del reinado de Isabel II, publicó El parador de Bailén. Tras colaborar en la instauración de la nueva reina, ocupó durante algunos meses el cargo de alcalde de Madrid y, después de las elecciones logró obtener, en representación de la provincia de Córdoba, una silla en el Senado, del cual fue también vicepresidente. Días después de que Isabel II lograra el pleno ejercicio de sus poderes, Rivas fue nombrado ministro de España ante Nápoles y, además, fue condecorado con la Cruz de San Juan de Jerusalem. 28 Tras una breve escala en Malta, el duque presentó sus credenciales ante el soberano de Nápoles el 11 de marzo de 1844 y permaneció en ese país hasta 1850, aunque visitó España con ocasión de la boda de la reina en 1846, deteniéndose antes en Roma, por espacio de un mes. En Nápoles, además de varias composiciones poéticas, Rivas escribió una reseña histórica titulada Sublevación de Nápoles capitaneada por Masaniello, en 1847, la leyenda de La azucena milagrosa y dos artículos: Viaje al Vesubio y Viaje a las ruinas de Pesto. Además durante ese sexenio tuvo varias oportunidades de tratar al gran escritor Martínez de la Rosa, quien, de hecho, se alojó en su casa durante un año. En 1847 Rivas había sido nombrado senador vitalicio y, al año siguiente, en agradecimiento a algunas gestiones que llevó a cabo en torno al movimiento revolucionario en Nápoles, fue nombrado Embajador extraordinario de España. Poco tiempo después, debido al apoyo que consiguió de España para Fernando II y el Papa Pío IX, fue reconocido con la Gran Cruz de San Fernando y, más tarde, con la de la Orden Piana. Sin embargo, en julio de 1850, Rivas abandonó Nápoles puesto que Fernando II había concertado el casamiento de su hija con el Conde de Montemolín, pretendiente carlista al trono de España, lo cual ni él, ni la corona a la que servía, podían aceptar. Una vez que arribó a su tierra natal, el duque se trasladó a Madrid, donde estaba su familia, y continuó con sus tareas parlamentarias, escribió además dos leyendas: Maldonado y El aniversario, y, en abril de 1853, ingresó en la Real Academia de Historia. Durante un año organizó numerosas tertulias en el palacio ducal de su propiedad, en las cuales se daban cita los literatos, artistas y políticos más sobresalientes de la época. En julio de 1854, Rivas fungió como presidente del Consejo de ministros, pero sólo ejerció sus funciones durante dos días: una rebelión popular y el consiguiente ascenso del general Espartero al gobierno lo obligaron a terminar su gestión y a huir. Fue a refugiarse en la embajada de Francia 29 y tras pasar algunos días allí, salió de Madrid y pasó a Portugal. No obstante, volvió a la capital pocas semanas después y, meses más tarde, fue nombrado presidente de la Academia de San Fernando. En 1857, con Narváez de nuevo al frente del gobierno, fue nombrado embajador de España en Francia, por lo que, junto con toda su familia —acrecentada, al menos, por un miembro más, Corina— se trasladó a París, en donde intimó con Alejandro Dumas hijo. Ante la llegada de O’Donell al gobierno español en 1858, Rivas presentó su renuncia al cargo de embajador y volvió a España. Pese a que ya desde 1859 Rivas estaba muy enfermo, fue nombrado director de la Real Academia Española en 1862 y condecorado con la Legión de Honor francesa, y con la Gran Cruz de la Orden de Carlos III. El poeta y político iba recibiendo más honores a medida que terminaba su vida. Un año después Isabel II puso en el pecho del duque el Collar del Toisón de Oro. En 1865, el 11 de abril, murió su amigo Alcalá Galiano pero el duque no viviría mucho tiempo más. Después de una larga enfermedad, el 22 de junio de ese mismo año, 1865, don Ángel de Saavedra y Ramírez de Baquedano, duque de Rivas, falleció en Madrid, a la edad de 74 años. 30 II. DON ÁLVARO FRENTE A LA CRÍTICA 2.1. De 1835 al ocaso del siglo XIX Don Álvaro o la fuerza del sino se representó por primera vez el domingo 22 de marzo de 1835 en el Teatro del Príncipe, en Madrid. Sin embargo, ya desde días antes pueden encontrarse noticias de ella en la prensa. La primera nota sobre la pieza se publicó el 5 de febrero de ese año, en la Revista Española. Lo que allí se lee, permite intuir la expectación que generó: “Se asegura que si no lo impide la escasez de tiempo, se pondrá en escena antes del carnaval un drama nuevo, romántico y original y en verso y en prosa titulado Don Álvaro”10. Días después, el 15 de marzo, se dice, en la misma revista, que las noticias de la composición a las cuales se ha tenido acceso “hacen desear con ansia el momento de verla representada y esperar con fundamento que tendrá el éxito más brillante”11, y, finalmente, el día del estreno se asegura que “no habrá un billete de sobra”12. Pues bien, si desde casi dos meses antes de su estreno, la obra ya se perfilaba como un acontecimiento teatral de gran importancia; el día en el cual se llevó al tablado se confirmó que no era una obra común; Don Álvaro o la fuerza del sino rompió paradigmas, sembró dudas, sacudió a la crítica y, no sin fundamento, es considerada, hasta hoy, como la pieza inauguradora del romanticismo literario español. Con el drama de Rivas el proceso de evolución del romanticismo —abordado en el segundo apartado del primer capítulo de esta tesis— llegaba a su cumbre: 10 Revista Española. Núm. 470, 5 de febrero de 1835, citado en: Duque de Rivas. Obras completas del Duque de Rivas. Ed. y pról. de Jorge Campos. 3 vols. Madrid: Atlas, 1957. Vol I. Poesía. Pág. XLIX. (Biblioteca de autores españoles, núm. 100). 11 Revista Española – Mensagero de las Cortes. Núm. 15, 15 de marzo de 1835, citado en: loc. cit. 12 Revista Española – Mensagero de las Cortes. Núm. 22, 22 de marzo de 1835, citado en: loc. cit. 31 El público de Madrid, ávido de sensaciones; los literatos jóvenes que habían oído nombrar a Byron, que soñaban con René y adoraban en Víctor Hugo; no pocos defensores de las rancias unidades, y todos los que entendían algo de la nueva literatura, aplaudieron con frenesí las escenas del Don Álvaro. Aquello era, en verdad, una rebelión a cara descubierta contra el decadente clasicismo, no al modo ecléctico del Macías, ni con las contemplaciones de Martínez de la Rosa en La conjuración de Venecia, sino con arrojo extraordinario, con visible afán de menospreciar las reglas cuando se ofrece ocasión y cuando no se ofrece13. El estreno del Don Álvaro fue un hito. Días después de la primera representación, hablando sobre la recepción de la pieza, un periodista señala que el drama “ha llamado la atención del público una semana entera, que ha producido no comunes entradas, que ha sido el objeto de todas las conversaciones, y que hasta por un momento ha hecho olvidar los intereses del día, y callar las cuestiones políticas”14. Alrededor de las primeras nueve representaciones de la obra, es decir, entre el 22 de marzo y el 4 de abril de 1835, aparecieron en los periódicos al menos nueve artículos sobre ella15, gracias a los cuales se sabe que la apreciación de la pieza no fue uniforme. Tres días después del estreno, por ejemplo, se lee en la Revista Española que hubo tanto quienes atacaron duramente el drama como quienes lodefendieron, pero se apunta que fueron más los primeros16. Entre ellos se cuenta el autor de la reseña del 24 de marzo quien se pregunta: “¿Cómo ha podido [Rivas] comprometer su reputación literaria, rebajándose hasta el nivel de los que abastecen los teatros de los arrabales 13 Francisco Blanco García. La literatura española en el siglo XIX. Parte primera. Madrid: Sáenz de Jubera Hermanos, 1909. Pág. 145. Edición digital en: http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/p185/01305075355026741191802/p0000001.htm#I_0_ 14 La Abeja. 10 de abril de 1835, citado en: Duque de Rivas. Don Álvaro o la fuerza del sino. Ed., pról. y notas de Miguel Ángel Lama con un estudio preliminar de Ermanno Caldera. Barcelona: Crítica, 1994. (Biblioteca Clásica, núm. 91). Pág. IX. 15 Cfr. Ermanno Caldera. “La polémica sobre el Don Álvaro”. Crítica Hispánica. Vol. XVII, núm. 1. Primavera, 1995. Pág. 23. 16 Cfr. Revista Española. 25 de marzo de 1835. Citado en: ed. Jorge Campos cit. Pág. L. 32 de París, y presentando en el nuestro una composición más monstruosa que todas las que hemos visto hasta ahora en la escena española?”17. Pero, como se decía, no faltaron en la prensa defensores de la obra. José de Campo Alange publicó, el 29 de marzo en El Artista18, un artículo en el cual, dirigiéndose abiertamente al Eco del Comercio —en donde se había publicado una nota en contra del drama—, establece como objeto de su texto “presentar con toda claridad y con la imparcialidad debida algunos de los cargos principales que hemos oído hacer a esta composición”19. Para ello, con más simpatía por el drama que con acierto, va contradiciendo cuanto ha oído. Algunos días después de finalizada la temporada, el 12 de abril, se dice en la Revista Española que “acabaron las representaciones de don Alvaro [sic], nueve, digan cuanto quieran los detractores del drama, nueve, y sobre números no hay disputa, nueve muy concurridas todas, y acabadas”20. Antes, el 31 de marzo, un articulista de El Observador ya entreveía la suerte que correría la obra: “Don Álvaro es un drama de la escuela moderna que hará época en nuestro teatro, y está destinado sin duda a una vida más larga que la que quisieran concederle las pelucas empolvadas de la literatura”21. Todavía algunos años después hubo quienes se ocuparon de reconocer, a través de periódicos y revistas, los méritos tanto de la obra como de su autor. En 1842, Nicomedes Pastor, por ejemplo, aunque señala que la obra tiene varios defectos, asegura: 17 El eco del comercio. Citado en: ed. Miguel Ángel Lama cit. Pág. XI. 18 Debido a que El Artista no lleva fecha, no es seguro que —como lo señala Blecua en la edición citada en la nota siguiente— el artículo sea del 29 de marzo. Caldera, en el artículo citado en la nota 15, dice que es probable que haya sido publicado el 27 o el 28 de marzo. 19 Citado en: Ángel de Saavedra, duque de Rivas. Don Álvaro o la fuerza del sino. Ed., introd., y notas de Alberto Blecua. Barcelona: Planeta, 1988. Pág. 188. (Clásicos Universales Planeta / Autores Hispánicos, núm. 158). 20 Citado en: ed. Jorge Campos cit. Pág. LI. 21 Citado en: ed. Alberto Blecua cit. Pág. 193. 33 El Don Álvaro es único [sic] drama verdaderamente romántico del moderno teatro español. Se han censurado sus formas, sus contrastes, sus caracteres incoherentes sus demasiado fuertes pinceladas. Nosotros no le censuramos por nada de esto. Esto es lo que él quiso hacer: eso es un género como otro cualquiera, y las intenciones que al hacer esta obra tuvo, están realizadas con singular talento, con imitable verdad, con vigoroso y fuerte colorido, con imaginación sorprendente y arrebatadora, con versificación maravillosa a veces, casi siempre rica y sonora, y digna de los mejores tiempos de Moreto y Calderón22. Con el tiempo, lejos de perder interés por la obra, la crítica al Don Álvaro ha continuado ensanchándose. Después de que en el siglo XIX la pieza conoció tan sólo alrededor de cinco comentarios críticos —entre ellos el de Cañete23, el de Ferrer del Río24 y el de Funes25—, en el siglo XX se publicaron alrededor de cuarenta documentos. 2.2. Durante la primera mitad del siglo XX El primero de estos trabajos fue escrito por Azorín26, en 1916, y aunque su libro, es necesario decirlo, resulta más fruto del apasionamiento que de un trabajo crítico serio, quizá deba agradecérsele que haya sido el impulsor de otros trabajos gracias a los cuales hoy se cuenta con una amplia gama de enfoques sobre la obra. Con el fin de justificar la pertinencia de la presente tesis y del análisis del Don Álvaro en ella presentado, en este capítulo se comentarán, siguiendo un orden cronológico, la mayor parte de los trabajos críticos que ha conocido la obra. En especial, quiere destacarse que no hay acuerdo entre los críticos en torno a la interpretación de la obra; hay quienes aciertan en un aspecto y yerran en 22 “Vida del autor escrita y publicada por el Excmo. Sr. D. Nicomedes Pastor Díaz hasta el año de 1842” en Duque de Rivas. Obras Completas. Pról. de Manuel Cañete. Madrid: Biblioteca Nueva, 1854. Vol. I. Citado en: ed. Alberto Blecua cit. Pág. 166. 23 Prólogo de Manuel Cañete a: Duque de Rivas. Obras Completas. Op. cit. 24 Ferrer del Río. Galería de la literatura española. Madrid: Mellado, 1846. 320 págs. 25 Enrique Funes. Don Álvaro o la fuerza del sino. Estudio crítico. Madrid: Victoriano Suárez, 1899. 105 págs. 26 Azorín [José Martínez Ruiz]. Rivas y Larra. Razón social del romanticismo en España. [1916]. Buenos Aires: Espasa-Calpe, 1947. 166 págs. (Colección Austral, núm. 674). 34 otro, y también hay quienes, acercándose a la postura que se sustenta en esta tesis, no fundamentan de modo correcto sus afirmaciones. El trabajo de Azorín abarca tres obras de Rivas: Romances históricos, El moro expósito y Don Álvaro o la fuerza del sino, sin embargo, dedica notoriamente más páginas a ésta última que a las otras dos. La primera frase de Azorín respecto al Don Álvaro, resume su juicio de la obra: El Don Álvaro, a pesar de sus elementos pasionales y pintorescos, nos da una impresión de una cosa inestable, deleznable y frágil. Este drama es como una cinta cinematográfica en la que, de cuando en cuando, percibimos resquebrajaduras, opacidades, manchas27. Acto seguido, a partir de preguntas sumamente irónicas, el noventayochista se dedica a ir deshaciendo, jornada por jornada, cuanto sucede en la obra, sin dejar nada a salvo. Azorín finaliza su revisión del Don Álvaro echando mano de algunos artículos publicados tras el estreno, pero parece que los menciona con el único fin de dar validez a sus comentarios negativos y de descalificar aquellos en los cuales se le reconoce algún mérito a Rivas. Algunos años después, en 1923, Allison Peers28 publicó un extenso y detallado estudio sobre la vida y la obra del duque de Rivas, cuyo cuarto capítulo está dedicado por completo al Don Álvaro. Peers inicia dicho capítulo citando algunas de las críticas más tempranas que recibió el drama de Rivas y, a partir de ellas —aceptando unas y rechazando otras—, esboza la idea de que las fuerzas presentadas en el Don Álvaro, “are not those of Destiny but of Free-Will, aided by coincidences which some call Providence and others Chance”29. También afirma que “if the author teaches a lesson —involuntarily or no— it is of the inscrutability of the dealings of 27 Ibidem. Pág. 20. 28 E. Allison Peers. “Angel Saavedra, Duque de Rivas; a critical study”. Revue Hispanique. Vol. LVIII, núm. 133. Junio, 1923. Págs. 1-600. 29 “no son tanto las del destino como las del libre albedrío, alimentadas por coincidencias a las que algunos llaman providencia y otros casualidad”. Ibidem. Pág.392. 35 Providence”30. El crítico inglés señala que, para dar esa lección, el protagonista debe tener todas las características de un héroe y, acto seguido, hace ver el modo a través del cual Rivas dota a don Álvaro de esa imagen. Más adelante Peers enumera una serie de errores y puntos débiles que, a su juicio, tiene la obra, los cuales, en su mayoría, se deben a su concepción providencialista de la obra. De hecho, por la misma razón, llega a la conclusión de que el carácter psicológico de don Álvaro es inconsistente. Finalmente, el crítico afirma que todas las contradicciones del drama obedecen a la incapacidad de Rivas para reconciliar sus creencias cristianas con la idea de que el destino es una fuerza que actúa sobre el hombre. En la segunda parte de su capítulo dedicado a Rivas, Peers hace una crítica a la construcción del Don Álvaro; sin embargo ésta resulta poco afortunada porque, al asumir que la obra está llena de contradicciones, el inglés concluye que varias escenas y toda una jornada no debieron haber sido escritas. Peers cierra sus comentarios acerca del Don Álvaro señalando algunas de las posibles fuentes de la obra y destacando sus similitudes con otras piezas teatrales, entre ellas Les âmes du Purgatoire (Las almas del Purgatorio) de Mérimée y Antony de Dumas. Lamentablemente no se ha tenido acceso a la edición de la obra que preparó y prologó González Ruiz31 en 1944 y, pese a ser referencia constante de los críticos, no es posible dar noticia clara de lo que en ella se menciona. La primera edición de las obras completas de Rivas del siglo XX, la lleva a cabo Ruiz de la Serna32, quien divide su extenso prólogo en dos partes. En la primera de ellas expone 30 “si el autor da una lección —involuntariamente o no— ésta es sobre la inescrutabilidad de los designios de la Providencia”. Ibidem. Pág. 393. 31 Nicolás González Ruiz. El Duque de Rivas o la fuerza del sino (El hombre y su época). Madrid: Aspas: 1944. 364 págs. 32 Ángel de Saavedra. Duque de Rivas. Obras completas. Pról. de Enrique Ruiz de la Serna (Fermín de Iruña). [1945]. 2ª ed. Madrid: Aguilar, 1956. 1647 págs. 36 minuciosamente la vida del autor y en la segunda analiza de modo menos exhaustivo algunos aspectos de sus obras. Antes de abordar directamente Don Álvaro o la fuerza del sino, Ruiz de la Serna se ocupa de su génesis y, brevemente, defiende su originalidad. Posteriormente comenta el papel del sino en la obra y lo equipara con el fatum griego. Sin embargo, Ruiz de la Serna logra armonizar este concepto, que define como anticatólico, con el cristianismo que profesa don Álvaro. Párrafos después el prologuista se detiene a combatir el libro de Azorín quien, afirma, “no ha acabado de comprender el Don Álvaro ni, en general, el romanticismo”33. Finalmente, Ruiz de la Serna defiende el carácter romántico de la obra, su adecuada versificación y se pregunta la causa por la cual, después de 1835, Don Álvaro o la fuerza del sino tardó cuarenta años en volverse a llevar al tablado. Vale la pena señalar que, no obstante su brevedad, los apuntes de Ruiz de la Serna son bastante justos y, en su mayoría, certeros. En el lado contrario se encuentra el prólogo a las Obras completas del Duque de Rivas de Jorge Campos34 pues resulta atractivo no tanto porque —al modo de Ruiz de la Serna— en él se emita una opinión o se haga un juicio crítico del Don Álvaro, sino porque contiene un buen número de extractos de los primeros artículos que se publicaron en torno al drama. 2.3. Don Álvaro en los años sesenta y setenta En 1962 ve la luz la primera edición del célebre libro de Joaquín Casalduero titulado Estudios sobre el teatro español en el cual figura un capítulo cuyo nombre despierta no poca curiosidad: “«Don Álvaro» o el destino como fuerza” 35. Sin embargo, pese a lo atractivo y prometedor del 33 Ibidem. Pág. 90. 34 Citado en nota 10. 35 Joaquín Casalduero. “Duque de Rivas. «Don Álvaro» o el destino como fuerza”, en Estudios sobre el teatro español. Lope de Vega, Guillén de Castro, Cervantes, Tirso de Molina, Ruiz de Alarcón, Calderón, Jovellanos, Moratín, Larra, Duque de Rivas, García Gutiérrez, Becquér, Valle Inclán, Buñuel. [1962]. 4ª ed. aumentada. Madrid: Gredos, 1981. Págs. 272-307. (Biblioteca Románica Hispánica. II. Estudios y Ensayos, núm. 54). 37 título, el análisis del drama de Rivas deja mucho que desear pues el crítico teatral se detiene más en los personajes, el espacio, el tiempo, el estilo y aspectos semejantes de la obra, que en la fuerza del sino. No resulta vano, pese a ello, comentar algunos puntos rescatables del análisis de Casalduero. A lo largo del texto se pone de relieve el profundo conocimiento del crítico en torno al romanticismo; desde el inicio señala que, en las obras pertenecientes a este periodo literario, la razón se subordina a la pasión y que el Don Álvaro no es la excepción. Con base en esta creencia dedica algunos párrafos a explicar cómo el amor y la venganza son, precisamente, consecuencia de la intención romántica de poner en evidencia la fuerza de las pasiones humanas. Más adelante Casalduero se detiene en la figura de Leonor y explica que sus desdichas son culpa de su indecisión y del choque de sentimientos por ella experimentado a lo largo del drama. Finalmente, se ocupa del sino el cual, afirma, “es una fuerza ciega que se va apoyando en azares sin sentido”36. Sin embargo, Casalduero no ahonda en su interpretación del destino, pues, inmediatamente después se dedica a describir las acciones, una por una, y a destacar los aciertos que considera tuvo Rivas en el uso de la métrica, del color y del ritmo. Presta especial atención a los monólogos de don Álvaro y, de vez en cuando, hace ver cómo, en efecto, las acciones suceden porque los personajes son forzados a realizarlas, pero, lamentablemente, sus apuntes no son contundentes. Cinco años después del estudio de Casalduero, en 1967, Walter Pattison publica un artículo que inaugura una nueva forma de ver la obra de Rivas: “The secret of Don Alvaro”37. El secreto de don Álvaro, señala el crítico, es el de su origen —hijo de un noble español y de una princesa inca—, el de su condición de mestizo. Precisamente debido a que oculta este secreto, don Álvaro 36 Ibidem. Pág. 296. 37 Walter Pattison. “The Secret of Don Álvaro”. Symposium. Vol. XXI, núm. 1. 1967. Págs. 67-81. 38 aparece como un ser misterioso. El error del protagonista consiste, para Pattison, en su pretensión de ser aceptado, pese a su origen, por la aristocracia sevillana, representada por los Calatrava. La consecuencia de ese deseo es el resto de la obra. Así, continúa Pattison, el destino del protagonista no es una fuerza exterior, porque son las circunstancias en las cuales nació don Álvaro las que lo mueven a realizar sus acciones. Pattison justifica esta postura haciendo ver cómo don Álvaro no responde a las agresiones de don Alfonso sino hasta que éste lo llama mestizo. Según el crítico, Rivas pudo haberse inspirado en la figura del Inca Garcilaso de la Vega — sepultado en Córdoba, la ciudad en la que nació el duque— quien nunca fue aceptado en el ambiente literario debido a su condición de mestizo, de la que él, por el contrario, estaba orgulloso. También como don Álvaro, apunta Pattison, Garcilaso de la Vega se hizo sacerdote antes de terminar su vida. Independientemente de esta similitud entre la vida de don Álvaro y la del Inca, Pattison llega a la conclusión —radicalmente opuesta a la de Peers quien señala que don Álvaro es frágil psicológicamente— de que todas las decisiones de don Álvaro son una manifestación de una “muy consistente psicología”. Después de un año y casi como continuación del trabajo de Pattison, Ernest Grey publica
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