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UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO 
FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS 
 
 
 
 
 
 
 
 
LOS TEMAS DE DON ÁLVARO O LA FUERZA DEL SINO DEL DUQUE DE RIVAS 
 
TESIS 
QUE PARA OPTAR POR EL TÍTULO DE 
LICENCIADO EN LENGUA Y LITERATURAS HISPÁNICAS 
PRESENTA 
ROBERTO VERA AGUILAR 
 
Asesora: Dra. Paciencia Ontañón Sánchez 
 
 
 
 
México, D.F. 2007 
 
UNAM – Dirección General de Bibliotecas 
Tesis Digitales 
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Para papá y mamá, en agradecimiento por 
todo aquello que me han dado y que las 
palabras no pueden abarcar. 
 
Para mis hermanos Rodrigo, Ana Luz, 
Julián, Pilar y Laura, porque nada habría 
sido igual sin ustedes. 
 
Para todos mis parientes, porque su cariño 
ha sido un aliciente inigualable. 
 
Para mis amigos, porque sé que en cada uno 
tengo un tesoro. 
 
Para la Fundación Lorena Alejandra 
Gallardo, por su apoyo incondicional y por 
permitirme formar parte de la familia. 
 
Y para todos aquellos que me han ayudado, 
de cualquier modo, a llegar hasta aquí. 
 
1 
ÍNDICE 
INTRODUCCIÓN.......................................................................................................................2 
I. EL ROMANTICISMO ESPAÑOL Y EL DUQUE DE RIVAS.................................................4 
1.1. El romanticismo español ...................................................................................................4 
1.2. El teatro romántico antes de Rivas ..................................................................................14 
1.3. Perfil biográfico de Ángel de Saavedra, duque de Rivas..................................................19 
II. DON ÁLVARO FRENTE A LA CRÍTICA.............................................................................30 
2.1. De 1835 al ocaso del siglo XIX........................................................................................30 
2.2. Durante la primera mitad del siglo XX ............................................................................33 
2.3. Don Álvaro en los años sesenta y setenta ........................................................................36 
2.4. La crítica de fin de siglo: años ochenta y noventa ...........................................................44 
2.5. En los albores del siglo XXI ............................................................................................53 
III. LOS TEMAS DEL DON ÁLVARO ......................................................................................56 
3.1. El amor ...........................................................................................................................56 
3.2. El honor y la venganza ....................................................................................................61 
3.3. La religión ......................................................................................................................67 
3.4. La muerte ........................................................................................................................73 
3.5. Don Álvaro......................................................................................................................78 
3.6. El sino.............................................................................................................................88 
CONCLUSIONES.....................................................................................................................93 
BIBLIOGRAFÍA.......................................................................................................................96 
 
 2 
INTRODUCCIÓN 
 
El 22 de marzo de 1835, en el Teatro del Príncipe, se presentó por primera vez Don Álvaro o la 
fuerza del sino, drama que en un periodo de catorce años se representó entre cincuenta y setenta 
veces. Su autor —don Ángel de Saavedra, duque de Rivas— había concebido el argumento de la 
obra desde 1832, mientras se encontraba en Tours, pero no redactó la versión definitiva del Don 
Álvaro sino hasta el mismo año de su estreno. 
El romanticismo, que en Inglaterra y Alemania ya estaba declinando, en España apenas 
comenzaba. Su época de apogeo llegó tras un proceso lento de evolución en el que convivieron 
dos tradiciones: la neoclásica y la romántica. Esta circunstancia influyó muy especialmente en la 
recepción crítica de la obra pues ésta conoció tanto alabanzas como condenas. 
La suerte que después corrió Don Álvaro o la fuerza del sino es muy curiosa, pues durante el 
siglo XIX, sólo recibió unos cuantos comentarios, en su mayoría breves, y cuando volvió a ser 
explorada —ya en el siglo XX, en 1916— quien se ocupó de ella, Azorín, sólo lo hizo para 
desacreditarla como creación artística. 
El hecho no resultaría tan extraño si se tratara de una obra rara vez citada en las historias de la 
literatura, pero como la realidad es muy distinta, pues Don Álvaro o la fuerza del sino está 
considerado como el drama romántico español por antonomasia, la escasa seriedad con que se ha 
estudiado resulta incluso escandalosa. 
En la actualidad, existen más trabajos críticos sobre el drama; sin embargo, tras analizar una 
gran cantidad de ellos, se ha observado que las interpretaciones del Don Álvaro son muy 
variadas. Esto se debe, quizá, a la complejidad estructural y temática del drama, y también, a que 
—en no pocas ocasiones— se le ha estudiado de modo parcial. 
 3 
El objetivo de la presente tesis es, pues, ofrecer una nueva visión de Don Álvaro o la fuerza 
del sino mediante un análisis temático de la obra que permita explicar de modo convincente su 
controvertido final y que, al mismo tiempo, facilite su comprensión global. 
El análisis que se emprende en el tercer capítulo de este trabajo está precedido por dos 
capítulos. En el primero se ofrece una visión panorámica sobre el romanticismo español, el teatro 
romántico y la vida de Rivas que resultan indispensables para situar a la obra en sus coordenadas 
históricas. En el segundo, con el fin de que se aprecie la variedad de interpretaciones que se han 
hecho de la obra, se presenta un análisis de las principales críticas que ha conocido el Don 
Álvaro. 
 Sobra decir que, además de la confrontación con los trabajos críticos publicados hasta la 
fecha, se sustentará la validez de las hipótesis con citas textuales de la obra. 
 
 
 4 
I. EL ROMANTICISMO ESPAÑOL Y EL DUQUE DE RIVAS 
 
1.1. El romanticismo español 
¿Habrá algún periodo de la literatura española menos estudiado y más vilipendiado por la crítica 
que el romanticismo? ¿Cuáles son los motivos por los que los trabajos de investigación y crítica 
respecto a la literatura española de las primeras décadas del siglo XIX, comparados con estudios 
sobre la literatura de los siglos XVI y XVII, son todavía escasos? ¿Cómo conciliar la falta de 
interés en torno al romanticismo con la popularidad de muchos de sus representantes? 
Estas preguntas no necesitan tanto una respuesta, sino una reacción. Resulta inadmisible que a 
un movimiento de no poca envergadura como lo es el romanticismo, no se le conceda su justo 
valor dentro la literatura española. Recientemente, la situación de la literatura romántica españolaha experimentado un avance pero, paradójicamente, ha sido gracias a trabajos de investigadores 
cuya lengua materna no es el español. 
En este apartado, con base en algunos de esos trabajos, se ofrecerá un panorama general del 
ambiente literario en las últimas décadas del siglo XVIII y las primeras del siglo XIX con el fin 
de contextualizar correctamente el drama romántico español por antonomasia: Don Álvaro o la 
fuerza del sino. 
Una de las primeras objeciones que se pone a la calidad de la literatura romántica española 
consiste en catalogarla como una imitación de los textos que se produjeron durante el 
romanticismo francés, y, quizá en menor medida, durante el inglés y el alemán1, lo cual implica 
que de paso se cuestione su autenticidad y valor. 
 
1 Cfr. Leonardo Romero Tobar. Panorama crítico del romanticismo español. Madrid: Castalia, 1994. Págs. 74-93. 
(Literatura y sociedad, 56). 
 5 
Esta opinión, todavía frecuente en las dos primeras décadas del siglo XX, no resulta muy 
sostenible, pues si bien es cierto que durante el siglo XIX circularon en España traducciones de 
obras extranjeras, basta revisar con detenimiento la literatura española de este periodo para darse 
cuenta de que, lejos de ser una imitación, el romanticismo es una evolución. Para entender esta 
cuestión es necesario señalar algunas de las características distintivas del romanticismo en 
general para luego contrastarlas con las del romanticismo español. 
En Europa el siglo XVIII significó, en muchos aspectos, una ruptura con el pasado pues la 
Ilustración se mostró en plenitud y difundió el racionalismo, es decir, la idea de que el hombre, a 
través de la razón y del conocimiento, es capaz de explicarlo todo. Debido a ello, el racionalismo 
aseguraba que el ser humano era poseedor de una capacidad personal de progreso que lo llevaría 
a explicar lo que aún no estaba claro. A la luz de este planteamiento, la literatura se concibió 
como un medio privilegiado para educar al hombre y orientar su actividad hacia el progreso. En 
España, por ejemplo, se ha identificado como el principal promotor de esta postura al benedictino 
Benito Jerónimo Feijóo. 
Pero frente a este pensamiento ilustrado, y también frente a la corriente clasicista, surgieron, 
hacia mediados del siglo XVIII, movimientos y pensadores como Schelling, que intentaron 
sustituir el conocimiento racional por uno irracional, basado en la intuición y, en último término, 
en la experiencia. Esta sustitución se manifestó en la literatura, a través del afán de hacer más 
subjetivos los textos, de proporcionarles mayor variedad y de reflejar en ellos las pasiones y los 
sentimientos humanos. Como consecuencia, Rousseau (1712-1788) en Francia, Byron (1788-
1824) en Inglaterra, Heine (1797-1856) en Alemania, y otros escritores románticos de toda 
Europa, se opusieron —ya de modo consciente ya inconsciente— a las limitaciones que los 
clasicistas habían impuesto a la literatura. 
 6 
La experiencia personal se erigió entonces, como la vía primaria del conocimiento, lo cual, en 
la literatura romántica, se manifestó en la libertad para la expresión artística y en la primacía del 
yo: se dio mayor importancia a la apariencia de las cosas, que a lo que realmente eran; la 
imaginación, la emoción y el instinto adquirieron más valor que la razón; se asumió que la 
literatura no debía tratar de imitar modelos perfectos sino de ser original; la belleza se subordinó 
a la capacidad de transmitir los propios sentimientos; la naturaleza fue entendida como un 
organismo en desarrollo, en movimiento, y no como un mecanismo perfecto, por lo cual se 
sostuvo que el pasado —especialmente el de la propia nación— tenía que ser valorado, antes que 
escondido u olvidado. 
Debido a todo lo anterior, la crítica ha coincidido en calificar al romanticismo como una 
revolución literaria, pero un sector de ella considera que un movimiento de esta envergadura sólo 
puede darse en los sitios donde se estima como fundamental un pensamiento precedente, el cual, 
para el caso del romanticismo, sería el neoclasicismo. Sin embargo, con base en la idea de que en 
la península ibérica el neoclasicismo no tuvo mucho arraigo, se ha sostenido que el romanticismo 
español no es sino una imitación de los textos producidos en aquellos países donde se 
desarrollaron movimientos verdaderamente reaccionarios. Conviene, pues, examinar el proceso 
de gestación del romanticismo en estos países y luego observar el mismo proceso en España. 
Las primeras manifestaciones del romanticismo literario se dieron en Inglaterra hacia la cuarta 
década del siglo XVIII cuando Edward Young publicó Night Thoughts (Pensamientos nocturnos) 
una obra llena de reflexiones en torno a la vida y la muerte en un ambiente nocturno y misterioso, 
triste y doloroso. Más tarde escribió Conjectures on Original Composition (Conjeturas sobre la 
composición original) ensayo considerado como un heraldo del romanticismo. Junto con él 
destacaron por su sensibilidad romántica Thomas Gray y Samuel Richardson, autores de Elegy 
Written in a Country Churchyard (Elegía escrita en un cementerio de aldea), y Pamela, Or, 
 7 
Virtue Rewarded (Pamela o la virtud recompensada), respectivamente. Otros representantes de 
esta nueva estética —aunque comenzaron a publicar algunos años después— fueron James 
Macpherson, autor de The Poems of Ossian (Los poemas de Ossian), y Thomas Percy, cuya obra 
más conocida es Reliques of Ancient English Poetry (Reliquias de la poesía inglesa antigua). 
En Francia, el clasicismo sufrió un duro embate con la publicación, en 1761 y 1762, 
respectivamente, de La Nouvelle Héloïse (La nueva Eloísa) y L’Émile (Emilio) de Jean-Jacques 
Rousseau, obras que privilegian el sentimentalismo literario y el retorno a la naturaleza. Las ideas 
de Rousseau llegaron a Alemania gracias a Johann Gottfried Von Herder. A partir de entonces, el 
romanticismo alemán se desarrolló con fuerza. Las ideas del francés fueron asumidas primero por 
Goethe y Schiller, y, luego, por todo el movimiento Sturm und Drang. Este último, reunió a un 
buen número de escritores —entre ellos Klinger, Wagner y Lenz— que produjeron obras 
impregnadas por muchos de los elementos característicos del romanticismo, las cuales gozaron de 
pronta fama y difusión en todo el continente. 
 Pero fue a partir de la última década del siglo XVIII, cuando el movimiento romántico alemán 
se manifestó en plenitud; las escuelas románticas de Jena —que tuvo su mayor importancia entre 
1798 y 1800— y de Heidelberg —cuyos integrantes estuvieron juntos hasta 1808— promovieron 
los postulados del romanticismo. Entre los miembros de estas escuelas destacan los hermanos 
Schlegel y los Grimm, Tieck, Novalis, Arnim y Brentano2. 
Gracias a los primeros románticos franceses e ingleses, el romanticismo alemán había 
alcanzado límites insospechados; sin embargo, en esos países no se había desarrollado del mismo 
modo. En Francia, hasta antes de 1789, el clasicismo seguía fuertemente arraigado —sólo Saint-
 
2 August Wilhelm von Schlegel escribió Über dramatische Kunst und Literatur (Sobre el arte dramático y la 
literatura); Friedrich von Schlegel es el autor del Gespräch über die Poesie (Diálogo sobre la poesía) y los 
hermanos Jakob y Wilhelm Grimm son conocidos por sus Kinder- und Hausmärchen (Cuentos para la infancia y el 
hogar). Tieck, Novalis, Arnim y Brentano son autores de Der Blonde Eckbert (Eckbert, el rubio), Hymnen an die 
Nacht (Himnos a la noche), Isabella von Ägypten (Isabel de Egipto), y Godwi, respectivamente. 
 8 
Pierre y Chateaubriand seguían los postulados de Rousseau— y en Inglaterra los postulados 
románticos tardaron mucho en ser aceptados y difundidos. No fue sino hasta los primeros años 
del siglo XIX cuando, debido a la publicación de los trabajos de Wordsworth, Coleridge,Byron, 
Shelley y Keats, el romanticismo inglés adquirió vigor. Sin embargo, la muerte del autor de 
Childe Harold y Don Juan, Lord Byron, en 1824, marcó el fin del movimiento en Inglaterra. 
En Francia fue sólo al caer el imperio napoleónico (1804-1815), cuando los escritores 
pudieron, por fin, superar su parálisis. Los románticos galos emprendieron una lucha sin cuartel 
contra el clasicismo, la cual vio su triunfo hasta que Victor Hugo —quien desde 1823 pertenecía 
al primer grupo de escritores románticos formado por Charles Nodier— publicó, en 1827, el 
prefacio a Cromwell y, finalmente, Hernani, llevada al escenario en 1830. La obra de Victor 
Hugo, aunque con menor intensidad, sería continuada después por Lamartine y Musset. 
En el plano de la historia, Alemania, durante los últimos años del siglo XVIII y los primeros 
del XIX, había sufrido el asedio de Napoleón; en 1776 las colonias de Inglaterra en América 
habían conseguido su independencia y los postulados políticos y económicos de Adam Smith 
apenas empezaban a cobrar vigor; en 1789 había iniciado la revolución francesa, a la cual, una 
vez finalizada, siguió el imperio napoleónico. 
Por tanto, el romanticismo francés se relaciona directamente con una revolución política y otra 
literaria pues, tras el enfrentamiento bélico contra el absolutismo, los románticos emprendieron, 
en el campo de las letras, una batalla no menos encarnizada frente al clasicismo tradicional, cuyo 
dominio era completo desde el periodo ilustrado. El romanticismo alemán, por su parte, fue un 
movimiento, integrado principalmente por grupos y escuelas literarias, que se extendió más allá 
del ámbito de las letras, debido a la fuerza del clasicismo precedente en el país, y de modo 
acelerado pero orgánico. Sin embargo, el romanticismo inglés no implicó una revolución frente a 
 9 
las ideas que le precedieron, sino que fue desarrollándose poco a poco, con una aceptación 
paulatina. 
Surge entonces una cuestión interesante: si el romanticismo en Inglaterra no implicó una 
batalla ¿por qué puede hablarse entonces de un romanticismo inglés y no de un romanticismo 
español? La pregunta pone en evidencia la falta de fundamento existente en los ataques al 
movimiento español, y permite pensar que, como procurará detallarse a continuación, en España 
también hubo un romanticismo auténtico. 
Históricamente los últimos años del siglo XVIII y las primeras décadas del XIX constituyeron 
para los peninsulares, un tiempo de agitación e inestabilidad. En 1793 España, junto con otras 
potencias de Europa, le declaró la guerra a Francia, conflicto que, si bien se suponía largo, duró 
poco tiempo, pues en 1795 se firmó la paz entre ambos y poco después, en 1797, los que antes 
eran enemigos peleaban juntos contra Inglaterra. 
En 1805, tras perder la batalla de Trafalgar, Manuel Godoy, valido de Carlos IV, procuró 
separarse de Napoleón y atacarlo; pero esa posibilidad se diluyó y como el ejército francés 
adquiría cada vez más fuerza, Godoy optó, en 1807, por pactar con Napoleón una repartición 
territorial de Portugal y una buena parte de España. Cuando en 1808 el pueblo español se enteró 
de estos planes, se levantó en armas contra el rey y su valido. El conflicto terminó pronto, pero 
no como el pueblo hubiera deseado: las tropas francesas llegaron a la capital española y Napoleón 
impuso como nuevo rey a su hermano José Bonaparte. Finalmente, tras seis años de lucha por la 
Independencia, Fernando VII subió al trono. 
No obstante, los problemas de España no eran sólo de política exterior: en 1812 se había 
redactado la Constitución de Cádiz, de corte liberal, que, al no ser jurada por Fernando VII, no 
tuvo efecto. Pero después de ocho años, tras una revolución, los liberales consiguieron que 
pudiera gobernarse bajo las propuestas en ella contenidas. 
 10 
Sin embargo, la Constitución de Cádiz sólo estuvo vigente durante tres años, es decir, hasta 
1823, cuando Fernando VII, a quien se había privado de sus facultades gubernativas, recuperó su 
autoridad y la derogó. Además el monarca hizo perseguir a quienes habían apoyado al régimen 
liberal, por lo cual muchos políticos e ideólogos debieron abandonar el país para salvar sus vidas. 
Su regreso no pudo darse sino hasta 1833, cuando María Cristina, tras la muerte del rey, les 
otorgó el perdón. 
El regreso de los exiliados constituye, para algunos críticos —Llorens y García Mercadal entre 
ellos—, el inicio del romanticismo español pues, señalan, implicó la difusión de ideas que éstos, 
debido a la escasa fuerza del neoclasicismo en España, no habrían podido adquirir en su patria. 
Por ello, sostienen, el romanticismo español no fue auténtico sino una imitación del inglés y del 
francés. 
Para rebatir esta postura conviene hacer un breve examen de las publicaciones literarias 
previas a la muerte de Fernando VII, pues en ellas es posible distinguir elementos que 
demuestran cómo el romanticismo español vivió un proceso de gestación de varios años y cómo 
su irrupción fue consecuencia de un paulatino cambio de mentalidad y no de un éxito pasajero de 
las ideas extranjeras. 
Los escritores neoclasicistas españoles consideraban el estilo barroco como una forma sin 
sentido, llena de excesos, y creían que su extensión estaba llevando a la literatura española a 
perder su reputación. Las ideas de la Ilustración y los postulados clasicistas se les presentaron por 
entonces como la mejor manera de ir contra esa corriente y de poner de nuevo a España en una 
buena situación frente a la crítica extranjera, la cual se interesaba antes que por la literatura 
moderna, por la producida durante la época medieval y durante los Siglos de Oro. 
Pero mientras los políticos volteaban principalmente hacia Francia con el fin de encontrar el 
modo de promover el progreso de la nación, los escritores buscaron dentro de su propia tradición 
 11 
los elementos que les permitieran subir el nivel de las letras nacionales. Alberto Lista, por 
ejemplo, recomendó a sus numerosos discípulos la lectura, entre otros, de escritores como 
Garcilaso y Fray Luis de León y, al mismo tiempo, otros dramaturgos como Dionisio Solís, 
Vicente Rodríguez de Arellano y Félix Enciso Castrillón, hacían refundiciones de piezas 
dramáticas de Calderón de la Barca y de Lope de Vega. 
Entre 1823 y 1833 muchos de los discípulos de Lista, entre ellos Espronceda, Larra, Bretón de 
los Herreros y Ventura de la Vega, fueron asumiendo esa necesidad de “poner a tono” a España, 
pero sin copiar modelos extranjeros. Los de Francia les resultaban especialmente repulsivos, pues 
con la ocupación napoleónica, la aversión hacia el país galo —que existía, al menos, desde el 
siglo pasado— había aumentado considerablemente. 
En otras latitudes, los escritores exiliados compartían, al igual que los neoclasicistas más 
tardíos y sus discípulos, el anhelo de restaurar la literatura española. Pero ellos encontraron una 
serie de ideas que en la península no existían: el romanticismo se les presentó como un vehículo 
para exaltar la tradición de su país, sus valores y sus elementos típicos y pintorescos. 
No obstante, estas ideas tardaron en asentarse en España porque, por una parte, los políticos 
que buscaban el progreso veían en la vuelta a la tradición una amenaza, y, por otra, porque los 
literatos no cesaron de poner objeciones a esta corriente sino hasta que la dejaron de ver como 
una importación extranjera y lograron amoldar los postulados románticos a la tradición española 
que buscaban revivir. 
Así pues, mientras los escritores que estaban fuera de España cultivaban, junto con los 
contenidos románticos, formas nuevas de escribir, los que se habían quedado dentro, la mayoría 
de ellos jóvenes, estaban tomando conciencia de la importancia de su tradición y comenzaban a 
poner esas preocupaciones —las cuales pueden ser consideradas románticas en muchos casos— 
por escrito, aunquesiguiendo todavía formas clásicas. 
 12 
En el proceso de revisión de la propia literatura, ya iniciado por Lista, son fundamentales dos 
textos que contribuyeron en buena medida a volver la mirada sobre Lope, Tirso, Calderón y 
Moreto: el Discurso sobre el influjo que ha tenido la crítica moderna en la decadencia del Teatro 
Antiguo Español, y sobre el modo con que debe ser considerado para juzgar convenientemente 
su mérito peculiar de Agustín Durán, publicado en 1828, y los Apuntes sobre el drama histórico, 
obra de Martínez de la Rosa escrita en 1830. 
En su Discurso, Durán condena el empleo de las unidades dramáticas clásicas en el teatro 
español pues, a su juicio, el teatro griego y el español no comparten ni el mismo origen ni los 
mismos recursos y poseen, además, leyes y principios muy distintos. Por tanto, sostiene, las 
normas del teatro en España no deben poner límites a la fantasía del autor, sino que deben dejarlo 
en libertad. De igual modo, Durán pide que no se luche contra la presencia de la poesía popular 
en el teatro porque ello, en vez de fortalecer el arte dramático, lo empobrece. Finalmente, al 
tiempo que defiende la calidad del teatro áureo español, Durán ataca las ideas de Leandro 
Fernández de Moratín respecto a éste, y hace ver cómo las obras de Lope, Tirso y Calderón 
tienen un valor innegable. 
Francisco Martínez de la Rosa, por su parte, sostiene en sus Apuntes que los dramas cuya base 
descansa en hechos históricos, deben procurar ser fieles a los sucesos que representan —evitando 
tergiversar el tiempo o los lugares de la acción— pero que, no por ello, deben sacrificar el 
espectáculo. Como consecuencia Martínez de la Rosa, aunque con menos fuerza que Durán, 
hacer ver que las normas del teatro deben constituirse en una ayuda para la composición y no en 
estorbos que coarten la libertad del dramaturgo. 
Por tanto, cuando los escritores exiliados regresaron a España en 1833, no traían consigo ni 
ideas revolucionarias ni planteamientos deslumbrantes, pero eran portadores de nuevos modos de 
escribir —algunos de los cuales ya se habían cultivado durante el Renacimiento y los años 
 13 
áureos— que transmitieron a los escritores jóvenes al tiempo que los animaban a experimentar 
con esas formas. Realmente unos y otros compartían una preocupación fundamental que los unía 
muy estrechamente: la identidad nacional y su reivindicación frente al mundo. De este modo el 
romanticismo, luego de un proceso gradual, empezó a adquirir fuerza y comenzó a distinguirse de 
las producciones literarias precedentes. 
Así pues, el romanticismo en España no significó una reacción frente a algo, no fue, en este 
sentido, una revolución, sino un proceso de evolución. De hecho, en la península hubo, durante la 
primera mitad del siglo XIX, una doble tradición: por un lado escritores neoclásicos y por otro 
románticos. Sin embargo, como es natural, hubo también quienes escribieron textos tanto 
románticos como neoclásicos —piénsese, por ejemplo, en Rivas— a lo largo de toda su vida. 
El romanticismo español, pues, no puede ser criticado por falta de autenticidad o de 
originalidad, ya que, como se ha visto, la nueva visión aparece luego de un cambio paulatino de 
mentalidad y no por una marcada influencia extranjera o de modo intempestivo. Por consiguiente, 
debe ser apreciado en su justo valor, como parte importantísima de la literatura hispánica. A todo 
esto se suman, además, los frutos del romanticismo pues, no obstante su corta duración —la cual 
resulta lógica si se toma en cuenta que un movimiento como éste, en el que la pasión y el 
sentimiento son fundamentales, no puede mantenerse con igual intensidad durante mucho 
tiempo— contribuyó, por señalar sólo algunos aspectos, a que se estudiara con mayor 
profundidad la literatura medieval y la poesía popular, e inspiró a generaciones literarias 
posteriores, cuyos miembros quizá recibieron su influjo de modo inconsciente. 
Pues bien, dos años después de la muerte de Fernando VII, en medio de todo este clima, se 
estrenó Don Álvaro o la fuerza del sino que suscitó fuertes reacciones no sólo en los ambientes 
literarios, sino también en la sociedad en general. Los neoclasicistas más viejos lo rechazaron, los 
 14 
simpatizantes del romanticismo lo alabaron, y, mientras, los jóvenes escritores en formación 
observaban todo atentamente. 
 
1.2. El teatro romántico antes de Rivas 
¿Por qué esas reacciones frente al Don Álvaro alrededor de su estreno? ¿Acaso no se habían 
representado ya obras teatrales de corte romántico antes del estreno de dicho drama? La cuestión 
es sumamente interesante y vale la pena considerar, por tanto, la situación del teatro antes de 
1835. 
Cuando España fue invadida por los franceses, la actividad teatral, que había sido impulsada, 
aunque con poca fortuna, a través de la Idea de una reforma de los teatros de Madrid, cesó por 
completo. El regreso de las representaciones realmente artísticas —durante la guerra tenían un 
carácter panfletario— tuvo lugar tras el regreso de Fernando VII, quien, sin embargo, impuso una 
fuerte censura que impidió la libre expresión de las ideas. Entre 1820 y 1823, durante el fugaz 
gobierno liberal, se dieron algunas libertades, aún insuficientes, pero cuando al monarca le fue 
restituida su autoridad, los teatros estaban otra vez, como a finales del XVIII, en bancarrota. 
Fue gracias al francés Juan de Grimaldi, como se ha esforzado en demostrarlo Gies3, cuando el 
teatro comenzó, lentamente, a resurgir. A partir de 1823 el empresario francés contribuyó a 
restaurar los dos principales teatros de Madrid: el del Príncipe y el de la Cruz— y a cambiarle el 
rostro al teatro: entre otras medidas, contrató actores, cambió los repertorios y transformó las 
escenografías. 
Dos años después, en 1825, Grimaldi cosechó uno de sus primeros éxitos con el estreno de su 
traducción de Thérèse ou l’orpheline de Genève (Teresa o la huérfana de Ginebra) de Ducange, 
 
3 Cfr. David Thatcher Gies. El teatro en la España del siglo XIX. Trad. Juan Manuel Seco. Cambridge University 
Press, 1996. Págs. 95-97. 
 15 
a la cual rebautizó como El abate L’Épée y el asesino o La huérfana de Bruselas. La protagonista 
de dicha obra es Cristina, una huérfana desamparada que tras verse forzada a huir de su casa, es 
perseguida por un perverso abogado hasta que, finalmente, consigue librarse de él y casarse con 
Carlos, de quien estaba enamorada. Además del impacto provocado por la historia de Cristina, el 
drama de Grimaldi llamó la atención de la sociedad española por su misterio, por su efectismo, 
por su sentimentalismo y por su juego de azares. 
Por aquellos años, dos jóvenes escritores, se acercaron a Grimaldi para ofrecerle sus obras; se 
llamaban Manuel Bretón de los Herreros y Ventura de la Vega. Con poco éxito el primero había 
representado, en 1824, una de sus comedias más tempranas: A la vejez viruelas. Pero poco tiempo 
después escribió dos nuevas piezas que le valieron el reconocimiento del público: Los dos 
sobrinos, representada en 1825, 1827, 1829 y 1831, y A Madrid me vuelvo, estrenada en 1828 y 
reinterpretada en 1829, 1830 y 1832. 
Pero el más grande éxito de esa década, y de los años siguientes, fue Todo lo vence amor o La 
pata de cabra estrenada en 1829 por Juan de Grimaldi. La obra era una comedia de magia, 
género que gozaba de gran popularidad desde el siglo XVIII, en la que abundaban los chistes, los 
efectos visuales —novedosos trucos escénicos— y las referencias a la realidad española del 
momento; y que, en cierta medida —gracias a su espíritu liberal y al dominio del tema 
amoroso—, promovió un cambio de sensibilidad que contribuyó al triunfo del romanticismo en la 
siguiente década. Caldera se atreve a asegurar que la pieza, representada durante veinte años más 
de 160 veces, “no era otra cosa que una obra romántica. Quizás laprimera comedia romántica”4. 
Sin embargo, páginas adelante, Caldera dice casi lo mismo de Marcela o ¿a cuál de los tres? 
de Bretón de los Herreros: “por varios motivos podemos considerar[la] la primera comedia 
 
4 Ermanno Caldera. El teatro español en la época romántica. Madrid: Castalia, 2001. Pág. 31. (Literatura y sociedad, 
núm. 71). 
 16 
romántica”5. Esta obra, en efecto, contiene varios elementos románticos: la expresión de los 
sentimientos, la afirmación de la libertad individual como un bien insustituible y, por tanto, el 
anticonformismo. Además, formalmente —aunque aún respetaba las unidades clásicas— la obra 
representaba una novedad pues utilizaba una versificación variada e incorporaba la rima. 
Al estreno de Marcela, el 30 de diciembre de 1831, siguieron piezas de menor importancia 
para el romanticismo, pero dignas de ser mencionadas: en 1832, Amar desconfiando o la soltera 
suspicaz de Eugenio de Tapia y en 1833, Contigo pan y cebolla de Manuel Eduardo de Gorostiza. 
Fue el 23 de abril 1834, cuando Francisco Martínez de la Rosa llevó al Teatro del Príncipe una 
obra que pese a haber sido publicada en París en 1830 y representada en Cádiz en 1832, era casi 
desconocida: La conjuración de Venecia, año de 1310. 
El drama tuvo un éxito rotundo, en quince años conoció aproximadamente 80 
representaciones; pero su mayor importancia radica en los múltiples temas y elementos 
románticos que se encuentran en ella. Por un lado están el amor frustrado y la intensidad de sus 
manifestaciones, la tiranía política y la rebelión, y por otra los escenarios y personajes 
misteriosos, lo grotesco y lo terrorífico. 
El drama histórico de Martínez de la Rosa fue la culminación de un proceso gradual hacia el 
romanticismo rastreable en su misma producción. Temas presentes en La conjuración de Venecia 
como la opresión, la rebelión, la libertad, el tiempo y el destino, ya antes habían sido explorados 
por el dramaturgo con menor fortuna en su Edipo y en Aben-Humeya o la rebelión de los 
moriscos, de 1828 y 1830 respectivamente; pero fue hasta que escribió este drama cuando 
consiguió desarrollarlos de acuerdo con pautas románticas: hasta el extremo. 
 
5 Ibidem. Pág. 34. 
 17 
El proceso de evolución en las letras españolas que había venido dándose desde hacía varios 
años, como se señaló en el apartado anterior, se pone en evidencia en La conjuración de Venecia. 
“En realidad, La conjuración de Venecia fue el punto clave, el crisol donde se fundieron tradición 
e innovación o, por decirlo mejor, de donde lo viejo salió rejuvenecido, con la añadidura también 
de motivos nuevos”6. 
Esta afirmación adquiere mayor fuerza si se toma en cuenta que Martínez de la Rosa compuso 
su drama a semejanza de los dramas sentimentales, que durante tanto tiempo se habían venido 
representando, pero incorporando los temas románticos con los cuales había tenido contacto. Y 
pese a que la obra es considerada, por la mayor parte de la crítica, como el primer drama histórico 
romántico, hay quienes niegan que en realidad lo sea. Shaw por ejemplo, afirma que “La 
conjuración de Venecia, aunque marca el primer intento real de expresar la nueva sensibilidad en 
términos dramáticos, no lo logró plenamente”7. 
También en 1834, en septiembre, el conocido articulista Mariano José de Larra, llevaba al 
Teatro del Príncipe su Macías, escrito en 1833 pero prohibido en aquel entonces por la censura. 
La acción de la obra se ceñía estrictamente a la preceptiva clásica sobre las unidades de tiempo y 
de lugar, y sobre la versificación, pero sus temas no eran neoclásicos sino románticos. El amor y 
la infelicidad, presentes durante todo el drama, llegan a su fin con el suicidio de Elvira. Larra, 
pues, estaba introduciendo una fórmula que habría de repetirse durante todo el romanticismo: el 
amor que no puede realizarse, por influencia del destino, y que lleva a los amantes hacia la 
muerte de modo inevitable. 
En el Macías, las emociones humanas, como puede suponerse, se exaltan y se intensifican; la 
muerte se presenta como una salida lógica ante las circunstancias adversas, el orden social es 
 
6 Ibidem. Pág. 51. 
7 Donald L. Shaw. Historia de la literatura española 5. El siglo XIX. 13ª ed. Barcelona: Ariel, 2000. Pág. 32. (Letras 
e ideas / Instrumenta). 
 18 
roto, y el hombre lucha tenazmente por su autonomía y por su libertad; de hecho para Alborg “en 
todo el romanticismo español no existe otra proclama más enérgica de la libertad individual que 
los parlamentos de Macías”8. 
Y aunque Larra escribía en la introducción a la edición de su Macías: “Quien busque en él el 
sello de una escuela, quien le invente un nombre para clasificarlo, se equivocará”, ya había 
escrito un drama romántico, en temas y en gustos, que, sin embargo, quizá debido a que él mismo 
lo había notado, había disfrazado con características neoclásicas. 
Pocos días después de la puesta en escena del Macías y exactamente seis meses después del 
estreno de La conjuración de Venecia, el 23 de octubre de 1834, Bretón de los Herreros ponía en 
escena un nuevo drama: Elena, el cual, no obstante la fama de piezas anteriores de Bretón, sólo 
permaneció cuatro días en el cartel. 
Elena era una obra inspirada en el teatro sentimental, en la cual Bretón, además de haber 
procurado dotar a sus personajes de actitudes románticas, rompía con las unidades clásicas. Pero 
quizá el fracaso de la obra fue consecuencia de que la intención del autor resultaba demasiado 
obvia y, por tanto, las acciones no tenían gran persuasión en el público. 
Con estas representaciones terminaba el año de 1834. Poco a poco, el pensamiento romántico, 
aunque el neoclasicismo seguía en pie, iba haciéndose presente en los escenarios, lo cual no es 
sino una muestra más de ese proceso de evolución hacia el romanticismo que ha sido señalado 
acertadamente, entre otros, por Caldera, Sebold, Alborg e Iris Zavala. Precisamente esta última, 
retomando las publicaciones de los demás, señala que el teatro romántico 
 
significa una lenta evolución que se da en el seno mismo del clasicismo. 
Lejos de significar una ruptura con lo anterior, es el producto de un lento 
 
8 Juan Luis Alborg. Historia de la literatura española. 5 vols. Madrid: Gredos, 1980. Vol. IV. El romanticismo. Pág. 
274. 
 19 
proceso evolutivo que se observa en particular en las refundiciones del teatro 
barroco, y que supone cambios de lenguaje, eliminación de escenas, 
modificación de personajes, variaciones de estructuras, de moralidad y 
sustitución de medios expresivos9. 
 
Sin embargo, en 1834, la mayoría de los críticos españoles todavía no se percataban de que 
estaba ocurriendo una profunda transformación. Muchos de los periodistas se detenían a alabar el 
número de escenografías nuevas que aparecían en cada representación, o se sorprendían por el 
número de personajes; o, los más avanzados, se congratulaban porque las unidades clásicas ya no 
se cumplían en todas las piezas. Pero casi ninguno advirtió que el giro no radicaba sólo en 
aspectos formales, sino también en cuestiones de fondo, de contenido. 
Y en estas circunstancias apareció, en los albores de 1835, un drama que estaba destinado, al 
igual que su admirable autor, a hacer historia y a trascender fronteras: Don Álvaro o la fuerza del 
sino. 
 
1.3. Perfil biográfico de Ángel de Saavedra, duque de Rivas 
El autor de dicho drama fue Ángel de Saavedra y Ramírez de Baquedano, quien nació en la 
ciudad de Córdoba el día 10 de marzo de 1791. Sus padres —Juan Martín de Saavedra y 
Ramírez, y María Dominga Ramírez de Baquedano y Quiñones— pertenecían a familias de gran 
abolengo, lo cual fue, sin duda, motivo para que, con tan sólo unos meses de edad, Ángel 
recibiese la cruz decaballero de justicia de la Orden de Malta, y, algún tiempo después —
cumplidos ya los siete años— fuese nombrado capitán de caballería en el regimiento del Infante. 
Ángel y su hermano mayor, el primogénito de la familia, Juan Remigio, recibieron una 
educación sumamente esmerada, pues fueron instruidos por emigrados franceses cuya 
 
9 Zavala, Iris M. Romanticismo y realismo. Vol. V de Historia y crítica de la literatura española, al cuidado de 
Francisco Rico. 8 vols. Barcelona: Crítica, 1982. Pág. 183. 
 20 
preparación era formidable; entre ellos estuvieron el canónigo Tostin y el escultor Verdiguier. A 
los nueve años, Ángel recibió un nuevo honor: le fue impuesto el hábito de Santiago. 
En ese mismo año, 1800, se desató en Andalucía una epidemia de fiebre amarilla que forzó el 
traslado de la familia Saavedra a Madrid. Allí Ángel continuó su educación a través de 
preceptores, sin embargo, la muerte de su padre, el duque, en 1802, provocó que su madre lo 
ingresara en el Real Seminario de Nobles de Madrid, escuela de élite a la cual se podía acceder 
sólo tras probar la nobleza de sangre del aspirante, verificar sus condiciones intelectuales y 
morales, y finalmente, después de entrevistarse con el director del Real Seminario, en aquel 
entonces Andrés López de Sagastizábal. También como consecuencia del deceso del duque de 
Rivas, Juan Remigio heredó el título nobiliario de su padre y, además, fue condecorado por 
Carlos IV con los nombramientos de exento de Guardias de Corps y de gentilhombre con 
ejercicio. 
El 20 de agosto de 1806, Ángel terminó los estudios en el Real Seminario y en diciembre se 
incorporó al ejército. Como el muchacho formaba parte, desde los siete años, del regimiento del 
Infante Fernando, (más tarde Fernando VII) su destino estaba en la ciudad de Zamora; pero como 
dicho regimiento fue requerido para pelear bajo las órdenes de Napoleón contra Inglaterra, doña 
María Dominga consiguió para su hijo una plaza en la Guardia de Corps. De modo contrario a lo 
que podría pensarse, Ángel no descuidó su educación durante el tiempo que estuvo encuartelado, 
pues, gracias también a que algunos de sus compañeros poseían una buena instrucción, cultivó la 
pintura y la escritura. 
Gran impacto debieron haber causado en el segundo hijo de don Juan Martín los hechos que se 
dieron en El Escorial y luego en el palacio de Aranjuez. El primer suceso, hacia fines de 1807, 
consistió en la orden de aprehensión que el rey Carlos IV extendió contra su hijo Fernando. El 
segundo suceso, en marzo de 1808, fue el motín popular que —en rechazo a la actitud de Carlos 
 21 
IV frente a su valido, Manuel Godoy, pero principalmente en contraposición al gobierno de 
éste— se organizó en Aranjuez y que derivó en la exoneración de Godoy por parte de Carlos IV y 
en la abdicación de éste en favor de su hijo Fernando VII. 
Cuando el 24 de marzo de 1808 Fernando VII entró en Madrid, Ángel formó parte de los 
militares que escoltaron al nuevo monarca. Sin embargo, ese mismo día el general Murat, al 
frente de un ejército francés, entró en la ciudad y la subida al trono de Fernando no llegó a ser 
efectiva puesto que Napoleón lo forzó a renunciar e impuso como rey a su hermano José 
Bonaparte. 
Murat veía con desconfianza a la Guardia de Corps por lo cual, tras enviarla al Escorial y 
detenerla allí por un tiempo, le ordenó avanzar sobre Segovia y detener la insurrección que había 
en esa ciudad. Y fue después de oír esa orden cuando Ángel, indignado, pronunció el primer 
discurso de su vida, contestando, a nombre de todos sus compañeros, que no se llevaría a cabo 
ese deseo del príncipe Murat porque la Guardia no podía traicionar a su Patria. 
Después de varios días de zozobra, Ángel salió de Madrid, convencido por su hermano mayor, 
y se encaminó junto con él a Zaragoza; y fue en esa ciudad en donde, debido a una confusión, 
pisó por vez primera el suelo de una cárcel, y aunque fue por muy breve tiempo —pues después 
encaminó sus pasos hacia Castilla— es de suponerse la incidencia que el hecho tuvo sobre el 
joven de diecisiete años. 
Muy cerca de Salamanca, los hermanos Saavedra se unieron al cuerpo del general Cuesta, 
quien, poco tiempo después, ganó la batalla de Bailén —proeza que suscitó en España la 
esperanza de conseguir la Independencia— y se trasladó a Madrid. Durante el trayecto a la 
capital, Ángel se inició en el uso bélico de las armas pues salió a perseguir a un escuadrón francés 
que se había quedado rezagado tras la batalla. En ese año, 1808, compuso las piezas líricas “Al 
alzamiento de las provincias españolas contra los franceses, fechada en un campamento, 1808”, 
 22 
“A la victoria de Bailén”, y algunas otras, mayoritariamente de tema patriótico, que aparecieron 
más tarde bajo el título de Poesías. 
Después de pelear en varias ciudades, Ángel tuvo que acompañar a su hermano Juan Remigio 
a Córdoba, con su madre, debido a una fuerte enfermedad que aquejó al entonces duque de Rivas. 
Pasado algún tiempo, los hermanos se batieron en la batalla de Talavera y regresaron a La 
Mancha en donde el escuadrón dirigido ahora por Juan Remigio, dio muestras de entereza al ser 
atacado sorpresivamente por el enemigo. El 18 de noviembre de 1809 los dos Saavedra, y junto 
con ellos toda la división de caballería del general Bernuy, avanzaron sobre Ontígola y 
sostuvieron una batalla con los franceses en la cual Ángel resultó gravemente herido, al grado de 
que lo dieron por muerto y lo dejaron abandonado entre los cadáveres. Fue hallado, sin embargo, 
por Buendía, un soldado del regimiento del Infante, quien lo condujo a Ocaña, de donde Ángel, 
tras recibir una primera cura, fue trasladado a Villacañas y de allí a Baza. Durante su 
convalecencia escribió aquel romance que inicia “Con once heridas mortales”. 
Una vez que se lo permitieron sus fuerzas, Ángel se encaminó a Córdoba, ciudad donde fue 
recibido por su madre y terminó de recuperarse. No obstante, madre e hijo tuvieron que dejar la 
ciudad al ser ésta ocupada por el ejército francés, y se trasladaron a Málaga; pero detenidos en 
esa ciudad por un general y luego liberados por un oficial amigo suyo, se dirigieron, con 
pasaportes falsos, a Gibraltar. Desde allí Ángel partió a Cádiz en donde se encontró de nuevo con 
su hermano mayor. En aquel entonces, aunque todavía no se había expulsado a todos los 
franceses, se había instalado una Regencia encabezada por el general Castaños quien, en vista de 
los méritos de Ángel, lo nombró capitán de caballería ligera, aunque no por ello dejó éste el 
Cuerpo de Guardias encabezado por Juan Remigio. 
Al poco tiempo, entró a formar parte del Estado Mayor del general Blake como ayudante 
segundo. Sus superiores en dicho cuerpo, movidos sin duda por las habilidades artísticas y 
 23 
literarias del muchacho, le encargaron que se ocupara de la dependencia de Topografía e Historia 
Militar, trabajo que, además de cumplir muy bien, compaginó con el de director y redactor del 
periódico militar del Estado Mayor durante el año de 1811. Las empresas militares, sin embargo, 
no dejaron de formar parte de su vida pues participó, al frente de un batallón, en la batalla de 
Chiclana y colaboró en la restauración del orden en Córdoba, lo cual, aunado a otros méritos, le 
valió el ascenso a primer ayudante del Estado Mayor. 
No abandonó Ángel el cultivo de sus cualidades literarias sino que, por el contrario, se dedicó 
con mayor afán a ellas. En Cádiz tuvo un trato frecuente con Juan Nicasio Gallego, Manuel José 
Quintana, Francisco Martínez de la Rosa y algunos otros escritores de renombre quienes, sin 
duda, influyeron en su dedicación a las letras. 
Al año siguiente, se elaboró en Cádiz la Constitución de 1812, la cual fue apoyada por el joven 
Saavedra pues la consideraba una obra inteligentísima que contribuiría al desarrollo de España; 
sin embargo,después de que, en 1814, los franceses —a raíz de las batallas de Vitoria y San 
Marcial— fueron arrojados definitivamente de la península, Fernando VII asumió la corona y, 
como una de sus primeras decisiones, abolió la Constitución de Cádiz. 
Como consecuencia, Juan Remigio y Ángel creyeron que iban a ser perseguidos, pues eran 
bien conocidos por sus ideas liberales, pero sucedió todo lo contrario: fueron elogiados por el rey 
debido a sus servicios militares, y Ángel, quien ya meses antes se había retirado del servicio 
militar con el grado de teniente coronel, fue nombrado coronel efectivo de caballería con 
residencia en Sevilla. 
En 1814 Ángel publicó sus Poesías y compuso su primera tragedia, Ataúlfo, la cual no pudo 
publicar porque fue prohibida por la censura. Durante algunos años tuvo la oportunidad de 
frecuentar a poetas de la talla de Vargas Ponce y Manuel María de Arjona —autores, 
respectivamente, de Proclama de un solterón y La diosa del bosque—, lo cual fue un nuevo 
 24 
impulso para su labor literaria. En 1816 se puso en escena su tragedia Aliatar y al año siguiente 
Doña Blanca. Antes de 1819 escribió otras dos piezas teatrales: El duque de Aquitania y Malek-
Adhel y, en 1821, vio la luz la segunda edición de sus Poesías. 
Después de que en 1820, a causa de una revolución, fuera restituida la Constitución de 1812 
—lo cual Ángel aplaudió— consiguió un permiso para salir del país. Se trasladó a Córdoba para 
despedirse de su familia, pues esperaba estar en el extranjero varios años, y durante esa estancia 
en su tierra natal, se hizo amigo de Antonio Alcalá Galiano, un político liberal que después 
influyó en buena medida en las ideas de Ángel. Finalmente, en mayo de 1821, partió a Francia 
con el encargo de detenerse en los puestos militares y dar información sobre su estructura y 
organización. 
En Francia, además de cumplir con su cometido oficial, siguió cultivando sus aficiones e 
intimó con un buen número de insignes militares, políticos, poetas y artistas. No obstante, su 
estancia fuera de España no se prolongó por mucho tiempo pues, impulsado por Alcalá Galiano, 
se lanzó como diputado a Cortes por Córdoba, plaza que ganó para la legislatura de 1822. 
 Su primera intervención destacada en ese órgano de gobierno tuvo lugar el 7 de julio de 1822, 
jornada en la cual manifestó su apoyo hacia el ministerio del general San Miguel y hacia las 
medidas excepcionales que éste propuso. Al año siguiente secundó la moción de suspender al rey 
en el ejercicio de sus poderes y de su traslado a Cádiz; pero cuando el rey, liberado por los 
franceses en 1823, recobró sus facultades, el diputado, condenado por apoyar la Constitución de 
Cádiz, se vio en la necesidad de huir de España y encaminó sus pasos hacia Gibraltar, ciudad en 
la que se detuvo varios meses debido a su estado de salud y que dejó en 1824, cuando se trasladó 
a Inglaterra. 
Cabe señalar que Saavedra no había abandonado su actividad literaria. En 1822 había llevado 
al tablado Lanuza y el viaje al país anglosajón se convirtió en una buena oportunidad para 
 25 
cultivar la pluma; durante la travesía, Ángel compuso varias poesías que publicaría algún tiempo 
después y ya en Inglaterra escribió El sueño del proscripto, El peso duro y los primeros cantos de 
Florinda. 
El clima de Inglaterra no favoreció a Saavedra, por lo que su madre le consiguió un pasaporte 
para entrar a Italia, país al cual los inmigrados españoles tenían prohibido el paso. Antes de 
dirigirse hacia ese país, Ángel volvió a Gibraltar y allí contrajo matrimonio con María de la 
Encarnación Cueto, hermana de Leopoldo Augusto de Cueto, marqués de Valmar. Luego se 
dirigió a Italia pero, tras serle negada la entrada pese al pasaporte que llevaba y tras vivir durante 
cuarenta días en el puerto de Liorna, se vio en la necesidad de hallar un sitio para vivir y optó por 
volver a tierras inglesas. Sin embargo, nunca llegó a Inglaterra; el clima y la gente de Malta —
sitio al que había arribado sólo para tomar el barco a Londres— lo convencieron de fijar su 
residencia allí. 
En Malta pasó Ángel, cinco años de su vida. Allí conoció a monsieur Frére, quien había sido 
embajador de Inglaterra en España, el cual le fue proporcionando numerosos textos de literatura 
inglesa que influyeron mucho en la producción artística posterior del recién casado. En Malta, 
además, Rivas vio nacer a sus tres primeros hijos: Octavia nació en noviembre de 1826, Enrique 
en septiembre de 1828 y Malvina en septiembre de 1829. 
En 1830 el poeta se trasladó con su familia a Francia con la intención de llegar hasta París, 
pero el gobierno de dicho país sólo le permitió residir en Orleans, ciudad en la que pasó angustias 
económicas; vivió únicamente de dar clases de español y de lo que ganaba con sus pinturas, arte 
en la cual había ido mejorando notablemente. Al poco tiempo, sin embargo, gracias a la 
revolución de julio que llevó al trono francés a los liberales, Saavedra pudo establecerse en París, 
en la misma casa en la que vivía su amigo Alcalá Galiano, aunque el dinero siguió siendo escaso. 
 26 
Si literariamente hablando la estancia en Malta fue prolífica —pues Saavedra terminó de 
componer Florinda y escribió Arias Gonzalo, El faro de Malta y Tanto tienes cuanto vales— sus 
días en Francia no lo fueron menos; allí concluyó El moro expósito —que se publicaría varios 
años después— y escribió algunos romances que integraría después a sus Romances históricos. 
Del mismo modo, escribió allí la primera versión, en prosa, del Don Álvaro que le entregó a 
Alcalá Galiano para que la tradujera al francés. 
En 1831 nació Gonzalo, el cuarto hijo de Saavedra, a quien, dos años después, junto con sus 
hermanos y su madre, Ángel —aprovechando la primera amnistía de Fernando VII— envió a 
España. En enero de 1834, Ángel pudo también volver a su patria, puesto que al morir el rey, la 
reina María Cristina —quien gobernaba porque su hija Isabel aún no tenía la mayoría de edad— 
permitió el regreso de todos los emigrados políticos entre los cuales, como se sabe, se encontraba 
el insigne literato. Al llegar a España, se dirigió a Madrid para solicitar de la reina, el dinero que, 
como consecuencia de su retiro, el gobierno tenía obligación de proporcionarle y, días después, 
marchó a Sevilla en donde se encontró de nuevo con su familia. 
Tan sólo unos cuantos meses después de su regreso, Ángel se convirtió en duque de Rivas, 
pues al morir su hermano Juan Remigio en mayo de 1834 sin dejar hijos legítimos, todos sus 
títulos recayeron sobre el poeta. Así Ángel de Saavedra se encontró duque de Rivas, grande de 
España y miembro del Estamento de Próceres —constituido a raíz del Estatuto Real de 1833— 
en el cual ocupó la plaza de primer secretario. En ese mismo año, 1834, ingresó a la Real 
Academia Española y, poco tiempo después, a principios de 1835, fue nombrado por unanimidad 
presidente del Ateneo de Madrid. 
Aunque una vez más se hallaba en el trajín político, el nuevo duque continúo con su 
producción literaria; en 1834 se publicó el Moro expósito y, en 1835 versificó Don Álvaro o la 
 27 
fuerza del sino, drama que estrenó en el Teatro del Príncipe el 22 de marzo ese mismo año y que 
suscitó una gran cantidad de reacciones. 
El 15 de mayo de 1836, Mendizábal, a cuyo ministerio se había opuesto Rivas, tuvo que ceder 
el gobierno a Javier Istúriz, quien nombró al duque titular del ministerio de Gobernación, cargo 
que, aunque no deseaba aceptar, ocupó hasta agosto de ese año cuando una revuelta derribó a 
Istúriz. A raíz de este suceso, el duque se vio forzado a esconderse, primero en un barrio a las 
afueras de la ciudad, luego en la embajada de Inglaterra y, finalmente, en Lisboa, de donde, más 
tarde pasó a Gibraltar. 
Con la promulgación de la Constitución de Cádiz en 1837, Rivas pudo volver a Sevilla en 
donde se reunió con su familia, la cual contaba con un nuevo miembro,Leonor, quien había 
nacido el 19 de septiembre del año anterior. Sin embargo, a pesar de la poca fortuna que había 
corrido en su vida política, fue elegido en ese mismo año, y de nuevo por poco tiempo, senador 
por Cádiz. 
 Establecido con su familia y lejos de la política, el duque se dedicó de nuevo a cultivar sus 
dotes literarias. En 1840 vio la luz la comedia Solaces de un prisionero; al año siguiente publicó 
sus Romances históricos y otra comedia, La morisca de Alajuar; en 1842 compuso otras dos 
comedias, El crisol de la lealtad y El desengaño en un sueño; y, en 1843, antes del inicio del 
reinado de Isabel II, publicó El parador de Bailén. 
Tras colaborar en la instauración de la nueva reina, ocupó durante algunos meses el cargo de 
alcalde de Madrid y, después de las elecciones logró obtener, en representación de la provincia de 
Córdoba, una silla en el Senado, del cual fue también vicepresidente. Días después de que Isabel 
II lograra el pleno ejercicio de sus poderes, Rivas fue nombrado ministro de España ante Nápoles 
y, además, fue condecorado con la Cruz de San Juan de Jerusalem. 
 28 
Tras una breve escala en Malta, el duque presentó sus credenciales ante el soberano de 
Nápoles el 11 de marzo de 1844 y permaneció en ese país hasta 1850, aunque visitó España con 
ocasión de la boda de la reina en 1846, deteniéndose antes en Roma, por espacio de un mes. En 
Nápoles, además de varias composiciones poéticas, Rivas escribió una reseña histórica titulada 
Sublevación de Nápoles capitaneada por Masaniello, en 1847, la leyenda de La azucena 
milagrosa y dos artículos: Viaje al Vesubio y Viaje a las ruinas de Pesto. Además durante ese 
sexenio tuvo varias oportunidades de tratar al gran escritor Martínez de la Rosa, quien, de hecho, 
se alojó en su casa durante un año. 
En 1847 Rivas había sido nombrado senador vitalicio y, al año siguiente, en agradecimiento a 
algunas gestiones que llevó a cabo en torno al movimiento revolucionario en Nápoles, fue 
nombrado Embajador extraordinario de España. Poco tiempo después, debido al apoyo que 
consiguió de España para Fernando II y el Papa Pío IX, fue reconocido con la Gran Cruz de San 
Fernando y, más tarde, con la de la Orden Piana. Sin embargo, en julio de 1850, Rivas abandonó 
Nápoles puesto que Fernando II había concertado el casamiento de su hija con el Conde de 
Montemolín, pretendiente carlista al trono de España, lo cual ni él, ni la corona a la que servía, 
podían aceptar. 
Una vez que arribó a su tierra natal, el duque se trasladó a Madrid, donde estaba su familia, y 
continuó con sus tareas parlamentarias, escribió además dos leyendas: Maldonado y El 
aniversario, y, en abril de 1853, ingresó en la Real Academia de Historia. Durante un año 
organizó numerosas tertulias en el palacio ducal de su propiedad, en las cuales se daban cita los 
literatos, artistas y políticos más sobresalientes de la época. 
En julio de 1854, Rivas fungió como presidente del Consejo de ministros, pero sólo ejerció sus 
funciones durante dos días: una rebelión popular y el consiguiente ascenso del general Espartero 
al gobierno lo obligaron a terminar su gestión y a huir. Fue a refugiarse en la embajada de Francia 
 29 
y tras pasar algunos días allí, salió de Madrid y pasó a Portugal. No obstante, volvió a la capital 
pocas semanas después y, meses más tarde, fue nombrado presidente de la Academia de San 
Fernando. 
En 1857, con Narváez de nuevo al frente del gobierno, fue nombrado embajador de España en 
Francia, por lo que, junto con toda su familia —acrecentada, al menos, por un miembro más, 
Corina— se trasladó a París, en donde intimó con Alejandro Dumas hijo. Ante la llegada de 
O’Donell al gobierno español en 1858, Rivas presentó su renuncia al cargo de embajador y 
volvió a España. 
Pese a que ya desde 1859 Rivas estaba muy enfermo, fue nombrado director de la Real 
Academia Española en 1862 y condecorado con la Legión de Honor francesa, y con la Gran Cruz 
de la Orden de Carlos III. El poeta y político iba recibiendo más honores a medida que terminaba 
su vida. 
Un año después Isabel II puso en el pecho del duque el Collar del Toisón de Oro. En 1865, el 
11 de abril, murió su amigo Alcalá Galiano pero el duque no viviría mucho tiempo más. Después 
de una larga enfermedad, el 22 de junio de ese mismo año, 1865, don Ángel de Saavedra y 
Ramírez de Baquedano, duque de Rivas, falleció en Madrid, a la edad de 74 años. 
 
 30 
II. DON ÁLVARO FRENTE A LA CRÍTICA 
 
2.1. De 1835 al ocaso del siglo XIX 
Don Álvaro o la fuerza del sino se representó por primera vez el domingo 22 de marzo de 1835 
en el Teatro del Príncipe, en Madrid. Sin embargo, ya desde días antes pueden encontrarse 
noticias de ella en la prensa. La primera nota sobre la pieza se publicó el 5 de febrero de ese año, 
en la Revista Española. Lo que allí se lee, permite intuir la expectación que generó: “Se asegura 
que si no lo impide la escasez de tiempo, se pondrá en escena antes del carnaval un drama nuevo, 
romántico y original y en verso y en prosa titulado Don Álvaro”10. 
Días después, el 15 de marzo, se dice, en la misma revista, que las noticias de la composición 
a las cuales se ha tenido acceso “hacen desear con ansia el momento de verla representada y 
esperar con fundamento que tendrá el éxito más brillante”11, y, finalmente, el día del estreno se 
asegura que “no habrá un billete de sobra”12. 
Pues bien, si desde casi dos meses antes de su estreno, la obra ya se perfilaba como un 
acontecimiento teatral de gran importancia; el día en el cual se llevó al tablado se confirmó que 
no era una obra común; Don Álvaro o la fuerza del sino rompió paradigmas, sembró dudas, 
sacudió a la crítica y, no sin fundamento, es considerada, hasta hoy, como la pieza inauguradora 
del romanticismo literario español. 
Con el drama de Rivas el proceso de evolución del romanticismo —abordado en el segundo 
apartado del primer capítulo de esta tesis— llegaba a su cumbre: 
 
 
10 Revista Española. Núm. 470, 5 de febrero de 1835, citado en: Duque de Rivas. Obras completas del Duque de 
Rivas. Ed. y pról. de Jorge Campos. 3 vols. Madrid: Atlas, 1957. Vol I. Poesía. Pág. XLIX. (Biblioteca de autores 
españoles, núm. 100). 
11 Revista Española – Mensagero de las Cortes. Núm. 15, 15 de marzo de 1835, citado en: loc. cit. 
12 Revista Española – Mensagero de las Cortes. Núm. 22, 22 de marzo de 1835, citado en: loc. cit. 
 31 
El público de Madrid, ávido de sensaciones; los literatos jóvenes que habían 
oído nombrar a Byron, que soñaban con René y adoraban en Víctor Hugo; 
no pocos defensores de las rancias unidades, y todos los que entendían algo 
de la nueva literatura, aplaudieron con frenesí las escenas del Don Álvaro. 
Aquello era, en verdad, una rebelión a cara descubierta contra el decadente 
clasicismo, no al modo ecléctico del Macías, ni con las contemplaciones de 
Martínez de la Rosa en La conjuración de Venecia, sino con arrojo 
extraordinario, con visible afán de menospreciar las reglas cuando se ofrece 
ocasión y cuando no se ofrece13. 
 
El estreno del Don Álvaro fue un hito. Días después de la primera representación, hablando sobre 
la recepción de la pieza, un periodista señala que el drama “ha llamado la atención del público 
una semana entera, que ha producido no comunes entradas, que ha sido el objeto de todas las 
conversaciones, y que hasta por un momento ha hecho olvidar los intereses del día, y callar las 
cuestiones políticas”14. 
Alrededor de las primeras nueve representaciones de la obra, es decir, entre el 22 de marzo y 
el 4 de abril de 1835, aparecieron en los periódicos al menos nueve artículos sobre ella15, gracias 
a los cuales se sabe que la apreciación de la pieza no fue uniforme. Tres días después del estreno, 
por ejemplo, se lee en la Revista Española que hubo tanto quienes atacaron duramente el drama 
como quienes lodefendieron, pero se apunta que fueron más los primeros16. Entre ellos se cuenta 
el autor de la reseña del 24 de marzo quien se pregunta: “¿Cómo ha podido [Rivas] comprometer 
su reputación literaria, rebajándose hasta el nivel de los que abastecen los teatros de los arrabales 
 
13 Francisco Blanco García. La literatura española en el siglo XIX. Parte primera. Madrid: Sáenz de Jubera 
Hermanos, 1909. Pág. 145. Edición digital en: 
http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/p185/01305075355026741191802/p0000001.htm#I_0_ 
14 La Abeja. 10 de abril de 1835, citado en: Duque de Rivas. Don Álvaro o la fuerza del sino. Ed., pról. y notas de 
Miguel Ángel Lama con un estudio preliminar de Ermanno Caldera. Barcelona: Crítica, 1994. (Biblioteca Clásica, 
núm. 91). Pág. IX. 
15 Cfr. Ermanno Caldera. “La polémica sobre el Don Álvaro”. Crítica Hispánica. Vol. XVII, núm. 1. Primavera, 
1995. Pág. 23. 
16 Cfr. Revista Española. 25 de marzo de 1835. Citado en: ed. Jorge Campos cit. Pág. L. 
 32 
de París, y presentando en el nuestro una composición más monstruosa que todas las que hemos 
visto hasta ahora en la escena española?”17. 
Pero, como se decía, no faltaron en la prensa defensores de la obra. José de Campo Alange 
publicó, el 29 de marzo en El Artista18, un artículo en el cual, dirigiéndose abiertamente al Eco 
del Comercio —en donde se había publicado una nota en contra del drama—, establece como 
objeto de su texto “presentar con toda claridad y con la imparcialidad debida algunos de los 
cargos principales que hemos oído hacer a esta composición”19. Para ello, con más simpatía por 
el drama que con acierto, va contradiciendo cuanto ha oído. 
Algunos días después de finalizada la temporada, el 12 de abril, se dice en la Revista Española 
que “acabaron las representaciones de don Alvaro [sic], nueve, digan cuanto quieran los 
detractores del drama, nueve, y sobre números no hay disputa, nueve muy concurridas todas, y 
acabadas”20. Antes, el 31 de marzo, un articulista de El Observador ya entreveía la suerte que 
correría la obra: “Don Álvaro es un drama de la escuela moderna que hará época en nuestro 
teatro, y está destinado sin duda a una vida más larga que la que quisieran concederle las pelucas 
empolvadas de la literatura”21. 
Todavía algunos años después hubo quienes se ocuparon de reconocer, a través de periódicos 
y revistas, los méritos tanto de la obra como de su autor. En 1842, Nicomedes Pastor, por 
ejemplo, aunque señala que la obra tiene varios defectos, asegura: 
 
 
17 El eco del comercio. Citado en: ed. Miguel Ángel Lama cit. Pág. XI. 
18 Debido a que El Artista no lleva fecha, no es seguro que —como lo señala Blecua en la edición citada en la nota 
siguiente— el artículo sea del 29 de marzo. Caldera, en el artículo citado en la nota 15, dice que es probable que haya 
sido publicado el 27 o el 28 de marzo. 
19 Citado en: Ángel de Saavedra, duque de Rivas. Don Álvaro o la fuerza del sino. Ed., introd., y notas de Alberto 
Blecua. Barcelona: Planeta, 1988. Pág. 188. (Clásicos Universales Planeta / Autores Hispánicos, núm. 158). 
20 Citado en: ed. Jorge Campos cit. Pág. LI. 
21 Citado en: ed. Alberto Blecua cit. Pág. 193. 
 33 
El Don Álvaro es único [sic] drama verdaderamente romántico del moderno 
teatro español. Se han censurado sus formas, sus contrastes, sus caracteres 
incoherentes sus demasiado fuertes pinceladas. Nosotros no le censuramos 
por nada de esto. Esto es lo que él quiso hacer: eso es un género como otro 
cualquiera, y las intenciones que al hacer esta obra tuvo, están realizadas con 
singular talento, con imitable verdad, con vigoroso y fuerte colorido, con 
imaginación sorprendente y arrebatadora, con versificación maravillosa a 
veces, casi siempre rica y sonora, y digna de los mejores tiempos de Moreto 
y Calderón22. 
 
Con el tiempo, lejos de perder interés por la obra, la crítica al Don Álvaro ha continuado 
ensanchándose. Después de que en el siglo XIX la pieza conoció tan sólo alrededor de cinco 
comentarios críticos —entre ellos el de Cañete23, el de Ferrer del Río24 y el de Funes25—, en el 
siglo XX se publicaron alrededor de cuarenta documentos. 
 
2.2. Durante la primera mitad del siglo XX 
El primero de estos trabajos fue escrito por Azorín26, en 1916, y aunque su libro, es necesario 
decirlo, resulta más fruto del apasionamiento que de un trabajo crítico serio, quizá deba 
agradecérsele que haya sido el impulsor de otros trabajos gracias a los cuales hoy se cuenta con 
una amplia gama de enfoques sobre la obra. 
Con el fin de justificar la pertinencia de la presente tesis y del análisis del Don Álvaro en ella 
presentado, en este capítulo se comentarán, siguiendo un orden cronológico, la mayor parte de los 
trabajos críticos que ha conocido la obra. En especial, quiere destacarse que no hay acuerdo entre 
los críticos en torno a la interpretación de la obra; hay quienes aciertan en un aspecto y yerran en 
 
22 “Vida del autor escrita y publicada por el Excmo. Sr. D. Nicomedes Pastor Díaz hasta el año de 1842” en Duque 
de Rivas. Obras Completas. Pról. de Manuel Cañete. Madrid: Biblioteca Nueva, 1854. Vol. I. Citado en: ed. Alberto 
Blecua cit. Pág. 166. 
23 Prólogo de Manuel Cañete a: Duque de Rivas. Obras Completas. Op. cit. 
24 Ferrer del Río. Galería de la literatura española. Madrid: Mellado, 1846. 320 págs. 
25 Enrique Funes. Don Álvaro o la fuerza del sino. Estudio crítico. Madrid: Victoriano Suárez, 1899. 105 págs. 
26 Azorín [José Martínez Ruiz]. Rivas y Larra. Razón social del romanticismo en España. [1916]. Buenos Aires: 
Espasa-Calpe, 1947. 166 págs. (Colección Austral, núm. 674). 
 34 
otro, y también hay quienes, acercándose a la postura que se sustenta en esta tesis, no 
fundamentan de modo correcto sus afirmaciones. 
El trabajo de Azorín abarca tres obras de Rivas: Romances históricos, El moro expósito y Don 
Álvaro o la fuerza del sino, sin embargo, dedica notoriamente más páginas a ésta última que a las 
otras dos. La primera frase de Azorín respecto al Don Álvaro, resume su juicio de la obra: 
 
El Don Álvaro, a pesar de sus elementos pasionales y pintorescos, nos da una 
impresión de una cosa inestable, deleznable y frágil. Este drama es como una 
cinta cinematográfica en la que, de cuando en cuando, percibimos 
resquebrajaduras, opacidades, manchas27. 
 
Acto seguido, a partir de preguntas sumamente irónicas, el noventayochista se dedica a ir 
deshaciendo, jornada por jornada, cuanto sucede en la obra, sin dejar nada a salvo. Azorín 
finaliza su revisión del Don Álvaro echando mano de algunos artículos publicados tras el estreno, 
pero parece que los menciona con el único fin de dar validez a sus comentarios negativos y de 
descalificar aquellos en los cuales se le reconoce algún mérito a Rivas. 
Algunos años después, en 1923, Allison Peers28 publicó un extenso y detallado estudio sobre 
la vida y la obra del duque de Rivas, cuyo cuarto capítulo está dedicado por completo al Don 
Álvaro. Peers inicia dicho capítulo citando algunas de las críticas más tempranas que recibió el 
drama de Rivas y, a partir de ellas —aceptando unas y rechazando otras—, esboza la idea de que 
las fuerzas presentadas en el Don Álvaro, “are not those of Destiny but of Free-Will, aided by 
coincidences which some call Providence and others Chance”29. También afirma que “if the 
author teaches a lesson —involuntarily or no— it is of the inscrutability of the dealings of 
 
27
 Ibidem. Pág. 20. 
28 E. Allison Peers. “Angel Saavedra, Duque de Rivas; a critical study”. Revue Hispanique. Vol. LVIII, núm. 133. 
Junio, 1923. Págs. 1-600. 
29 “no son tanto las del destino como las del libre albedrío, alimentadas por coincidencias a las que algunos llaman 
providencia y otros casualidad”. Ibidem. Pág.392. 
 35 
Providence”30. El crítico inglés señala que, para dar esa lección, el protagonista debe tener todas 
las características de un héroe y, acto seguido, hace ver el modo a través del cual Rivas dota a 
don Álvaro de esa imagen. 
Más adelante Peers enumera una serie de errores y puntos débiles que, a su juicio, tiene la 
obra, los cuales, en su mayoría, se deben a su concepción providencialista de la obra. De hecho, 
por la misma razón, llega a la conclusión de que el carácter psicológico de don Álvaro es 
inconsistente. Finalmente, el crítico afirma que todas las contradicciones del drama obedecen a la 
incapacidad de Rivas para reconciliar sus creencias cristianas con la idea de que el destino es una 
fuerza que actúa sobre el hombre. 
En la segunda parte de su capítulo dedicado a Rivas, Peers hace una crítica a la construcción 
del Don Álvaro; sin embargo ésta resulta poco afortunada porque, al asumir que la obra está llena 
de contradicciones, el inglés concluye que varias escenas y toda una jornada no debieron haber 
sido escritas. Peers cierra sus comentarios acerca del Don Álvaro señalando algunas de las 
posibles fuentes de la obra y destacando sus similitudes con otras piezas teatrales, entre ellas Les 
âmes du Purgatoire (Las almas del Purgatorio) de Mérimée y Antony de Dumas. 
Lamentablemente no se ha tenido acceso a la edición de la obra que preparó y prologó 
González Ruiz31 en 1944 y, pese a ser referencia constante de los críticos, no es posible dar 
noticia clara de lo que en ella se menciona. 
La primera edición de las obras completas de Rivas del siglo XX, la lleva a cabo Ruiz de la 
Serna32, quien divide su extenso prólogo en dos partes. En la primera de ellas expone 
 
30 “si el autor da una lección —involuntariamente o no— ésta es sobre la inescrutabilidad de los designios de la 
Providencia”. Ibidem. Pág. 393. 
31 Nicolás González Ruiz. El Duque de Rivas o la fuerza del sino (El hombre y su época). Madrid: Aspas: 1944. 364 
págs. 
32 Ángel de Saavedra. Duque de Rivas. Obras completas. Pról. de Enrique Ruiz de la Serna (Fermín de Iruña). 
[1945]. 2ª ed. Madrid: Aguilar, 1956. 1647 págs. 
 36 
minuciosamente la vida del autor y en la segunda analiza de modo menos exhaustivo algunos 
aspectos de sus obras. Antes de abordar directamente Don Álvaro o la fuerza del sino, Ruiz de la 
Serna se ocupa de su génesis y, brevemente, defiende su originalidad. Posteriormente comenta el 
papel del sino en la obra y lo equipara con el fatum griego. Sin embargo, Ruiz de la Serna logra 
armonizar este concepto, que define como anticatólico, con el cristianismo que profesa don 
Álvaro. Párrafos después el prologuista se detiene a combatir el libro de Azorín quien, afirma, 
“no ha acabado de comprender el Don Álvaro ni, en general, el romanticismo”33. 
Finalmente, Ruiz de la Serna defiende el carácter romántico de la obra, su adecuada 
versificación y se pregunta la causa por la cual, después de 1835, Don Álvaro o la fuerza del sino 
tardó cuarenta años en volverse a llevar al tablado. Vale la pena señalar que, no obstante su 
brevedad, los apuntes de Ruiz de la Serna son bastante justos y, en su mayoría, certeros. 
En el lado contrario se encuentra el prólogo a las Obras completas del Duque de Rivas de 
Jorge Campos34 pues resulta atractivo no tanto porque —al modo de Ruiz de la Serna— en él se 
emita una opinión o se haga un juicio crítico del Don Álvaro, sino porque contiene un buen 
número de extractos de los primeros artículos que se publicaron en torno al drama. 
 
2.3. Don Álvaro en los años sesenta y setenta 
En 1962 ve la luz la primera edición del célebre libro de Joaquín Casalduero titulado Estudios 
sobre el teatro español en el cual figura un capítulo cuyo nombre despierta no poca curiosidad: 
“«Don Álvaro» o el destino como fuerza” 35. Sin embargo, pese a lo atractivo y prometedor del 
 
33 Ibidem. Pág. 90. 
34 Citado en nota 10. 
35 Joaquín Casalduero. “Duque de Rivas. «Don Álvaro» o el destino como fuerza”, en Estudios sobre el teatro 
español. Lope de Vega, Guillén de Castro, Cervantes, Tirso de Molina, Ruiz de Alarcón, Calderón, Jovellanos, 
Moratín, Larra, Duque de Rivas, García Gutiérrez, Becquér, Valle Inclán, Buñuel. [1962]. 4ª ed. aumentada. 
Madrid: Gredos, 1981. Págs. 272-307. (Biblioteca Románica Hispánica. II. Estudios y Ensayos, núm. 54). 
 37 
título, el análisis del drama de Rivas deja mucho que desear pues el crítico teatral se detiene más 
en los personajes, el espacio, el tiempo, el estilo y aspectos semejantes de la obra, que en la 
fuerza del sino. No resulta vano, pese a ello, comentar algunos puntos rescatables del análisis de 
Casalduero. 
A lo largo del texto se pone de relieve el profundo conocimiento del crítico en torno al 
romanticismo; desde el inicio señala que, en las obras pertenecientes a este periodo literario, la 
razón se subordina a la pasión y que el Don Álvaro no es la excepción. Con base en esta creencia 
dedica algunos párrafos a explicar cómo el amor y la venganza son, precisamente, consecuencia 
de la intención romántica de poner en evidencia la fuerza de las pasiones humanas. Más adelante 
Casalduero se detiene en la figura de Leonor y explica que sus desdichas son culpa de su 
indecisión y del choque de sentimientos por ella experimentado a lo largo del drama. Finalmente, 
se ocupa del sino el cual, afirma, “es una fuerza ciega que se va apoyando en azares sin 
sentido”36. 
Sin embargo, Casalduero no ahonda en su interpretación del destino, pues, inmediatamente 
después se dedica a describir las acciones, una por una, y a destacar los aciertos que considera 
tuvo Rivas en el uso de la métrica, del color y del ritmo. Presta especial atención a los monólogos 
de don Álvaro y, de vez en cuando, hace ver cómo, en efecto, las acciones suceden porque los 
personajes son forzados a realizarlas, pero, lamentablemente, sus apuntes no son contundentes. 
Cinco años después del estudio de Casalduero, en 1967, Walter Pattison publica un artículo 
que inaugura una nueva forma de ver la obra de Rivas: “The secret of Don Alvaro”37. El secreto 
de don Álvaro, señala el crítico, es el de su origen —hijo de un noble español y de una princesa 
inca—, el de su condición de mestizo. Precisamente debido a que oculta este secreto, don Álvaro 
 
36 Ibidem. Pág. 296. 
37 Walter Pattison. “The Secret of Don Álvaro”. Symposium. Vol. XXI, núm. 1. 1967. Págs. 67-81. 
 38 
aparece como un ser misterioso. El error del protagonista consiste, para Pattison, en su pretensión 
de ser aceptado, pese a su origen, por la aristocracia sevillana, representada por los Calatrava. La 
consecuencia de ese deseo es el resto de la obra. Así, continúa Pattison, el destino del 
protagonista no es una fuerza exterior, porque son las circunstancias en las cuales nació don 
Álvaro las que lo mueven a realizar sus acciones. Pattison justifica esta postura haciendo ver 
cómo don Álvaro no responde a las agresiones de don Alfonso sino hasta que éste lo llama 
mestizo. 
Según el crítico, Rivas pudo haberse inspirado en la figura del Inca Garcilaso de la Vega — 
sepultado en Córdoba, la ciudad en la que nació el duque— quien nunca fue aceptado en el 
ambiente literario debido a su condición de mestizo, de la que él, por el contrario, estaba 
orgulloso. También como don Álvaro, apunta Pattison, Garcilaso de la Vega se hizo sacerdote 
antes de terminar su vida. 
Independientemente de esta similitud entre la vida de don Álvaro y la del Inca, Pattison llega a 
la conclusión —radicalmente opuesta a la de Peers quien señala que don Álvaro es frágil 
psicológicamente— de que todas las decisiones de don Álvaro son una manifestación de una 
“muy consistente psicología”. 
Después de un año y casi como continuación del trabajo de Pattison, Ernest Grey publica

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