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Uruguay-genesis-y-metamorfosis-de-una-cultura-democratica

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UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO 
FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS 
COLEGIO DE ESTUDIOS LATINOAMERICANOS 
 
 
 
URUGUAY, GÉNESIS Y METAMORFOSIS DE UNA 
CULTURA DEMOCRÁTICA 
 
 
TESIS 
QUE PARA OBTENER EL GRADO DE 
LICENCIADO EN ESTUDIOS LATINOAMERICANOS 
PRESENTA 
 
GUILLERMO HUGO BELLO CHÁVEZ 
 
ASESOR 
DR. IGNACIO SOSA ÁLVAREZ 
 
MÉXICO D.F., MAYO DE 2009 
 
 
UNAM – Dirección General de Bibliotecas 
Tesis Digitales 
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respectivo titular de los Derechos de Autor. 
 
 
 
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AGRADECIMIENTOS 
 
 
 
A mi madre por proporcionarme estoicamente su apoyo y comprensión. Al dr. Ignacio 
Sosa, cuyas sabias reflexiones fueron invalorables para la consecución de este trabajo, y 
por mostrar en todo momento una completa disposición para escuchar mis 
planteamientos. A Rafael Campos y los miembros del Seminario Permanente Sobre 
América Latina (SEPEAL) por brindar un espacio necesario para los pasantes de la 
licenciatura en Estudios Latinoamericanos. A la dra. Eugenia Allier, el dr. Horacio 
Crespo, la mtra. Julia Elena Miguez y el mtro. Fidel Astorga, por su lectura detenida y 
comentarios enriquecedores. A Lucía Aranda, cuyo apoyo moral y amistad siempre 
contagian algo de su vitalidad. A mis amigos Manuel, Evelyn y Francisco, por 
mostrarse siempre solidarios conmigo. Deseo manifestar finalmente mi profundo 
agradecimiento a la Universidad, por formarme en una cultura reflexiva y plural. 
 
 
 
CONTENIDO 
 
CAPÍTULO I. Etiología de la cultura democrática…………………………………20 
El modelo como conocimiento per se…………………………………………..22 
El modelo como herramienta……………………………………………….......27 
La cultura democrática uruguaya………………………………..……………...40 
CAPÍTULO II. Confrontación y concordia: las raíces de la democracia uruguaya 
en el siglo XIX………………………………………………………………..………..46 
El “algodón entre dos cristales”………………………………………………...47 
La cultura de la confrontación……………………………………….................51 
Pautas de concordia y solidaridad………………………………………………63 
CAPÍTULO IIII. Estado de Bienestar y expansión de la cultura participante: del 
“laboratorio del mundo” al “Uruguay feliz” ……….…………………………….…88 
Los dos batllismos………………………………………...……………………90 
Bipartidismo y coparticipación…………………………………………………97 
Sindicalismo y Estado de Bienestar………………………….………………..108 
CAPÍTULO IV. Vigilia cívica o de la búsqueda de la ciudadanía más activa…...124 
El papel del ciudadano en las organizaciones sociales emergentes……….......126 
El ascenso militar y la “hibernación” de la democracia………………………135 
Redemocratización y resistencia al desafío neoliberal………………………..145 
CONCLUSIONES……………………………………..…………………………….153 
APÉNDICE…….……………………………………...……………………………..162 
BIBLIOGRAFÍA …………………………………………………………………….171 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
En tanto que nuestros compatriotas no 
adquieran los talentos y las virtudes 
políticas que distinguen a nuestros 
hermanos del Norte, los sistemas 
enteramente populares, lejos de sernos 
favorables, temo mucho que vengan a 
ser nuestra ruina. 
 
SIMÓN BOLÍVAR, Carta de Jamaica 
 
 
 
 
 
 
 
INTRODUCCIÓN 
 
La consolidación de la democracia es uno de los problemas principales de la historia 
política contemporánea. Desde finales del siglo XVIII la humanidad inició una profunda 
búsqueda para concretar lo que bien se puede considerar el máximo ideal de la 
Ilustración en el ámbito político, pero a menudo el camino ha sido sinuoso y perplejo, 
por no decir desconcertante. Entre las experiencias más dramáticas del memorial de 
agravios se encuentran Francia, a lo largo del siglo XIX, Italia y Alemania, en el 
periodo entre guerras, los países emergentes, en los procesos de colonización en la 
posguerra, y los países latinoamericanos y de la Europa del Este, en las transiciones a la 
democracia de finales del siglo XX. En cada uno de esos periodos de zozobra mundial 
los científicos sociales han recurrido a la explicación cultural concibiéndola como un 
factor clave de donde pudieran surgir respuestas para avanzar en la construcción de 
democracias más sólidas. De tal manera que de ese proceso de reflexión que abarca ya 
más de dos siglos se desprende la importancia actual que tiene el concepto de “cultura 
política”. 
La idea que subyace en la explicación cultural -que la cultura tiene una influencia 
sustancial en el desempeño del sistema político-, se ha convertido en un campo de 
estudio obligado para el analista contemporáneo. El término “cultura política” hace 
referencia a la obra clásica de los politólogos norteamericanos Gabriel Almond y Sidney 
Verba, La cultura cívica, publicada en los Estados Unidos en el año de 1963, en la que 
esta variable es definida desde un marco estructural-funcionalista (de influjo 
parsoniano) como el “conjunto de orientaciones psicológicas hacia los objetos 
políticos” , es decir el patrón nacional de conocimientos, sentimientos y valoraciones 
 
que los individuos poseen respecto al sistema político y sus procesos.1 La variable 
cultural había ocupado tradicionalmente un lugar importante desde Aristóteles, 
Montesquieu y Tocqueville, pasando por Weber, el psicoanálisis y la escuela del 
“carácter nacional”, quienes habían tratado de determinar la relación que existía entre la 
cultura y el comportamiento político.2 No obstante, la novedad que representó el estudio 
de Almond y Verba fue el planteamiento de que estas “orientaciones” podían ser 
medidas a través de herramientas empíricas, con lo que este tipo de estudios parecían 
superar el déficit de “comprobación” científica que a lo largo de la historia los había 
acompañado. De acuerdo con Almond: 
Pensamos que la frustración de las proyecciones de la ilustración y del liberalismo con respecto al 
desarrollo político, plantearon un problema cuya explicación podría encontrarse en la investigación 
acerca de la cultura política, y que el desarrollo de la teoría social en los siglos XIX y XX, así como 
de la metodología de las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial (sobre todo la metodología de la 
encuesta), brindaba la oportunidad de resolver [...]3 
Uno de los aciertos más reconocidos de Almond y Verba, en relación con la tradición 
culturalista previa, fue conceder mayor importancia a la socialización política del adulto 
y relativizar así la influencia de la etapa infantil, que había predominado a partir de los 
estudios de tipo freudiano y la escuela del “carácter nacional”.4 Para Almond y Verba la 
subjetividad política se desarrollaba también en el individuo adulto mediante el impacto 
que tenía la estructura del sistema político, la cual era internalizada mediante el proceso 
de socialización a través de la interacción en diversas esferas de autoridad como la 
 
1 Almond, Gabriel y Sidney Verba, La cultura cívica. Estudio sobre la participación política democrática 
en cinco naciones, Fundación de Estudios Sociales y de Sociología Aplicada/Euramérica, Madrid, 1970, 
pp. 30-32. 
2 Pye, Lucian, “Political culture”, en The Enciclopedy of Democracy, vol. III, Congressional Quarterly 
Inc., Washington D.C., pp. 965-969. 
3 Almond, Gabriel, “El estudio de la cultura política”, en Una disciplinasegmentada. Escuelas y 
corrientes en las ciencias políticas, Fondo de Cultura Económica/Colegio Nacional de Ciencias Políticas 
y Administración Pública A. C., México, 1999 (Sección de Obras de Administración Pública/ Serie de 
Nuevas Lecturas de Política y Gobierno), p. 199. 
4 Pye, op.cit. 
 
familia, la escuela y el trabajo, además de las experiencias directas con el sistema y sus 
procesos. Con ello el análisis se centraba en las experiencias de socialización 
exclusivamente políticas que el individuo tenía a lo largo de su vida y no sólo en su 
infancia. 
Entre los principales hallazgos Almond y Verba encontraron que los ciudadanos de los 
países democráticos manifestaban un “sentimiento de competencia”, es decir que ante el 
hipotético surgimiento de un problema determinado los entrevistados se sentían capaces 
de influir en el sistema político y obtener una respuesta satisfactoria a sus demandas. 
Los autores confirmaron que la existencia de este “sentimiento de competencia”, aunado 
a otras pautas culturales, no menos importantes, como la confianza interpersonal y la 
tolerancia favorecían cierta predisposición de los individuos para establecer relaciones 
de cooperación e involucrarse en asociaciones, favoreciendo los procesos input del 
sistema democrático. 
A partir de estas pautas Almond y Verba elaboraron un modelo ideal de la cultura de la 
democracia, la “cultura cívica”, con la finalidad de convertirlo en el paradigma de la 
cultura democrática en los países donde tenía raíces débiles, en su gran mayoría 
emergentes. 
Para Almond y Verba si bien era necesario que en una democracia los ciudadanos 
poseyeran actitudes de participación, consideraban que la auténtica clave de la 
estabilidad democrática radicaba en que dichas actitudes no debían ser tan intensas 
como para obstaculizar la eficacia del gobierno.5 Según los autores, la “cultura cívica” 
era una “mezcla exacta” de participación y disenso que funcionaba como “mito” en el 
 
5 De esta manera, se dejaba ver que los países que desearan consolidar sus instituciones democráticas en 
el plano cultural tenían la mitad del camino recorrido, debido a que muchos de ellos se asentaban sobre 
culturas de súbdito, por lo que sólo sería necesario dar el siguiente paso: la cultura de participación. 
 
sistema político y aseguraba su estabilidad, pues al mismo tiempo que la posibilidad de 
la participación ciudadana obligaba a la elite a gobernar con responsabilidad, le 
brindaba un margen de maniobra suficiente como para asegurar un funcionamiento 
eficaz del gobierno.6 
La rápida popularidad que el concepto de la cultura política alcanzó en unos cuantos 
años favoreció definitivamente su incorporación tanto en el vocabulario de las ciencias 
sociales como en el de la sociedad. Así, aunque no han faltado severas críticas respecto 
al enfoque utilizado, desde aquel momento hasta los días que corren ha sido publicada 
una cantidad muy considerable de obras y artículos en donde se refiere directa o 
indirectamente al concepto de cultura política en el estudio de sistemas políticos del 
mundo entero.7 En todo ese tiempo, los estudios han confirmado de manera empírica 
que la cultura participante sin duda influye en el desempeño y estabilidad de las 
instituciones democráticas, de manera que el estudio de su desarrollo en los procesos de 
consolidación de las democracias latinoamericanos resulta un factor crucial. 
Para este trabajo entiendo la cultura política desde un enfoque semiótico, como el 
conjunto de actitudes, valores, normas, símbolos, mitos, rituales y representaciones que 
orientan la acción del sistema político, por lo que coincido con autores como Bertrand 
Badie y Guy Hermet, y Clifford Geertz, e incluso con Almond cuando se suma a la idea 
de que el análisis cultural debe estar estrechamente supeditado al contexto social del que 
emerge.8 Así mismo, durante la elaboración de este trabajo he tenido en todo momento 
 
6 Almond y Verba, op.cit., p. 544. 
7 Almond refiere en 1990 que: “Existen tal vez 35 o 40 obras teóricas y empíricas acerca de la cultura 
política, posiblemente un centenar de artículos sobre el mismo tema en revistas y simposios, y más de un 
millar de citas en la bibliografía correspondiente” en “El estudio de la cultura política”, op. cit., p. 202. 
8 Aunque se trata de un supuesto teórico fundamental en la obra los autores mencionados existen algunas 
acotaciones. Según Geertz refiere “mi propia posición en el medio de todo esto fue siempre tratar de 
resistirme al subjetivismo, por un lado, y al cabalismo mágico, por otro; tratar de mantener el análisis de 
las formas simbólicas lo más estrechamente ligado a los hechos sociales concretos, al mundo público de 
la vida común y tratar de organizar el análisis de manera tal que las conexiones entre formulaciones 
 
presente el concepto de democracia elaborado por Robert Dahl, para quien se trata de un 
sistema político que posee la capacidad primordial de satisfacer a sus ciudadanos sin 
distinciones políticas, por lo que su funcionamiento debe facilitar tanto la oposición al 
gobierno como la participación de los ciudadanos.9 Por ello considero que la función de 
la cultura democrática consiste en proporcionar sentido a los ciudadanos para 
interactuar de manera cohesionada en los procesos del sistema y poder obtener así la 
satisfacción a sus demandas que Dahl refiere. 
Ante el meridional planteamiento de Dahl de lo que es, o debe ser la democracia, se 
puede decir que, salvo algunas excepciones, la democracia no ha dejado de ser una flor 
exótica en América Latina. Las expectativas que produjeron las transiciones en la 
década de 1980 se consumieron en poco tiempo, y a pesar de que en nuestros días la 
mayoría de los países vive en “democracias”, en cuanto a forma se refiere, un 
acercamiento más detenido a nuestro pasado reciente nos refleja las dificultades que las 
instituciones han enfrentado para sujetarse a esas reglas, y el gran déficit de legitimidad 
que de ello se deriva. 
Para comenzar, la instauración de las nuevas democracias fueron condicionadas por un 
modelo socioeconómico determinado. A principios de la década de 1980, se advertía en 
el contexto internacional un fenómeno que transformó significativamente la política 
mundial contemporánea. En Estados Unidos y Gran Bretaña, dos países paradigmáticos 
 
teóricas e interpretaciones no quedaran oscurecidas con apelaciones a ciencias oscuras.”, en La 
interpretación de las culturas, Gedisa, México, 1987, p. 39. Mientras que la propuesta de Almond 
pretende ser un poco más puntual sujetando el análisis cultural al sistema político y sus procesos, lo que 
me parece atinado, aunque no comparta la definición conductista de cultura política, en términos de 
“conocimientos, sentimientos y evaluaciones”: “En mi trabajo con G. Bingham Powell, hemos argüido 
que si la cultura política es la dimensión subjetiva del sistema político, entonces debe consistir de una 
serie divisible de orientaciones hacia las diversas estructuras y aspectos del sistema político (Almond y 
Powell, 1978) […] Un enfoque sistémico de la investigación que se apegue a estos lineamientos, tiene la 
ventaja de que la sujeta firmemente a la estructura y desempeño del sistema político.”, “El estudio de la 
cultura política”, op. cit., pp. 214-216. 
9 Dahl, Robert, Poliarquía. Participación y oposición, 2da ed., Tecnos, Madrid, 1997, pp. 13-15 y 18-20. 
 
del mundo desarrollado, se comenzaron a aplicar bajo los gobiernos de Margareth 
Thatcher y Ronald Reagan un conjunto de reformas del Estado tales como la austeridad 
fiscal, la privatización de las empresas públicasy los ajustes tanto en los sistemas de 
seguridad social como en las legislaciones laborales. Estas políticas agresivas tuvieron 
el objetivo de “reactivar” la economía a partir del desmantelamiento del papel rector 
que el Estado había ocupado desde el término de la Segunda Guerra Mundial. Así, tras 
la caída del muro de Berlín y el fin del mundo bipolar se consolidó este nuevo modelo 
socioeconómico hegemonizado por Estados Unidos, el Banco Mundial y el Fondo 
Monetario Internacional, conocido como el “modelo neoliberal” o “Consenso de 
Washington”, el cual sería el marco de referencia obligado de la democratización de 
fines del siglo XX en América Latina.10 
La transición a la democracia en América Latina se vio pues desde un principio 
condicionada por la aplicación de este programa económico, a lo que se sumó la 
pervivencia de una cultura política autoritaria, y desde luego la versión “procedimental” 
de democracia. Como es sabido, la democracia representativa o democracia 
“procedimental” tiene sus raíces en la concepción que le atribuyó Joseph Schumpeter a 
la democracia al término de la Segunda Guerra Mundial, en su obra Capitalismo, 
socialismo y democracia.11 Una idea fundamental en la interpretación de Schumpeter es 
que la voluntad del ciudadano era considerada tan sólo como: 
 
10 De acuerdo con Petras y Morley las principales reformas estructurales que se impulsaron en América 
Latina fueron: a) seguir los lineamientos del Banco Mundial (BM) y el Fondo Monetario Internacional 
(FMI); b) desmembramiento de los programas de bienestar social; c) debilitar los programas de 
legislación laboral; d) desmantelamiento del sector estatal; e) permitir la compra de empresas públicas por 
extranjeros; y f) dar prioridad al pago de la deuda externa. James Petras y Morris Morley “Los ciclos 
políticos neoliberales: América Latina “se ajusta” a la pobreza y a la riqueza en la era de los mercados 
libres”, en Pablo González Casanova y John Saxe Fernández, El mundo actual. Situación y alternativas, 
UNAM/Siglo XXI, México, 1996, p. 217. 
11 Schumpeter, Joseph A., Capitalismo, socialismo y democracia, Ediciones Orbis, Barcelona, 1983. 
 
[…] un haz indeterminado de vagos impulsos que se mueven en torno a tópicos dados y a impresiones 
erróneas […]12 
Por ello resultaría científicamente irracional para los representantes elegidos por una 
comunidad la idea de convertir la voluntad del ciudadano en la guía de su gobierno, 
puesto que: 
[…] aun cuando las opiniones y deseos de los ciudadanos individuales fuesen datos perfectamente 
definidos e independientes a elaborar por el proceso democrático, y aun cuando todo el mundo actuase 
respecto de ellos con racionalidad y rapidez ideales, no se seguiría necesariamente que las decisiones 
políticas producidas por ese proceso, partiendo de la materia prima de esas voliciones individuales, 
representase algo que, en un sentido convincente, pudiera ser denominado voluntad del pueblo.13 
Para la teoría de la democracia procedimental la participación ciudadana debía estar 
limitada a formar un gobierno y dejar que la élite política se desenvolviera de manera 
eficaz. Así, en América Latina, tras unos cuantos años de democratización, bajo este 
paradigma se profundizó aún más la estructura de desigualdad social que ha 
caracterizado históricamente al subcontinente, y junto con ello se ha dificultado el 
fortalecimiento de la sociedad, el corazón de toda democracia, postergando la 
generación de una cultura democrática. 
De acuerdo con Guillermo O’Donnell, el procesamiento de la reforma del Estado a 
través de instituciones poco democráticas, en un contexto de profunda crisis 
socioeconómica, derivó en el establecimiento de dos tipos de democracia en la región. 
Por un lado se encuentra la democracia delegativa, que predomina en la mayoría de los 
países, aunque los ejemplos clásicos son Brasil, Perú y Argentina, que tienen como 
característica principal el predominio del poder Ejecutivo sobre el Legislativo y el resto 
 
12 Ibid., p. 325. 
13 Ibid, p. 326. 
 
de las instituciones públicas, en donde la relación entre el ciudadano y sus 
representantes se limita a las campañas electorales. Una vez que los candidatos obtienen 
el poder, forman un gobierno encabezado por un presidente todopoderoso, quien 
impone su voluntad sobre el resto de los poderes y mantiene a la ciudadanía al margen 
hasta las próximas elecciones. En este primer escenario el particularismo es el 
protagonista principal pues el predominio del ejecutivo sobre el resto de las 
instituciones quebranta el espacio público, conduciendo así a que las decisiones se 
tomen desafortunadamente “a favor de los intereses más organizados y económicamente 
poderosos”.14 
El segundo tipo que refiere O’Donnell es la democracia representativa, en la cual, a 
diferencia del modelo delegativo, las relaciones entre el Ejecutivo, el Parlamento y el 
Poder Judicial funcionan bajo el principio de “acountability horizontal”;15 es decir, 
prevalece una dinámica de responsabilidades mutuas cuyo ejercicio asegura el espacio 
público y el juego democrático, en donde el ciudadano puede articular sus intereses con 
mayor probabilidad. Sin embargo, la democracia representativa ocupa un espacio 
mínimo en la geografía latinoamericana, O’Donnell sólo refiere a Uruguay y Chile 
como representantes de este tipo de democracia, y su aparición en la escena neoliberal 
se debe más bien a factores históricos previos.16 Es decir, se trata de procesos de 
redemocratización impulsados por culturas políticas que marcan la diferencia en el 
presente como lo hicieron en el pasado y no se deben a la generación de una cultura 
democrática bajo la combinación del modelo neoliberal y la democracia procedimental. 
 
14 O’Donnell, Guillermo, “Otra institucionalización”, en Contrapuntos. Ensayos sobre autoritarismo y 
democratización, Paidós, Buenos Aires, 1997, p. 327. 
15 Para O’Donnell existe acountability horizontal cuando “las instituciones formales tienen límites 
formalmente establecidos y bien definidos, que circunscriben el adecuado ejercicio de su autoridad y que 
existen agencias estatales encargadas de controlar y corregir las violaciones de estos límites por parte de 
cualquier funcionario o agencia”, ibíd., p. 325. 
16 O’Donnell, Guillermo, “¿Democracia delegativa?, en Cuadernos del CLAEH, núm. 61, Montevideo, 
1992. 
 
Bajo la democracia delegativa se dieron grandes paradojas en la década de 1990. James 
Petras y Morris Morley analizaron cómo los candidatos que alcanzaron el poder desde 
finales de los años ochenta y a principios de los noventa, prometiendo actuar en contra 
de las reformas estructurales se convirtieron trágicamente en sus ejecutores principales. 
Ello es un reflejo desde luego de la debilidad de la organización de la sociedad. Dicho 
fenómeno lejos de ser corregido en las siguientes elecciones, profundizó las reformas a 
través de sucesivos periodos electorales.17 Así, administraciones encabezadas por 
hombres carismáticos como las de Menem en Argentina, Color de Mello en Brasil o 
Fujimori en Perú, tuvieron en común haber llegado al poder después de entablar una 
relación delegativa con los electores, quienes en un contexto de profundas crisis 
económicas y el consecuente gradual declive de su nivel de vida, pusieron sus 
esperanzas en candidatos que les ofrecían poner en práctica todas las medidas que 
fueran necesarias sin necesidad de apartarse de la inmovilidad ciudadana.18 Es decir, 
que bajo la dinámica delegativa y el anestésico de la crisis económica la ciudadanía, al 
no estar cohesionada en asociaciones u organizaciones horizontales encontró en el líder 
carismático la mejor salida, y se involucró en un ciclo que lo llevaría a votar en distintasocasiones por candidatos carismáticos que no sólo olvidarían las promesas hechas al 
calor de las campañas multitudinarias, sino que al encumbrarse en el poder no 
encontrarían un mayor obstáculo para tomar una dirección diametralmente opuesta a los 
intereses de la ciudadanía, sin que ningún actor social fuera capaz de revertir este 
escenario, debilitando aún más la ya de por sí abortada legitimidad sobre la que las 
nacientes instituciones democráticas pretendieron echar sus raíces. Fue así como desde 
 
17 Los autores identifican la aplicación de las reformas estructurales en tres “oleadas”:1) Transición a la 
democracia, en donde se establecen las primeras bases para implementar las reformas; 2) Finales de los 
80s principios de los 90s, se radicalizan las medidas; 3) Mediados de los 90; las reformas se consolidan y 
los gobiernos tratan de frenar los movimientos sociales de protesta con una mayor militarización. Petras y 
Morley, op. cit. 
18 Cavarozzi, Marcelo “El sentido de la democracia en América Latina”, en Perfiles Latinoamericanos. 
Revista de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO)/Sede México, no. 2, 1993, pp. 
175-176. 
 
el frágil marco de estas democracias se ejecutó el programa neoliberal, a través del voto, 
pero paradójicamente en contra del bienestar del ciudadano, manipulando al electorado 
a través de la dinámica electoral de la apatía delegativa y el fraude electoral, sin dar 
lugar a que una oposición real se pudiera construir. 
Parte del resultado son los conocidos datos en donde, ante los ojos de los ciudadanos, 
las instituciones de la región tienen muy poca credibilidad. Desde 1988 un programa 
piloto apoyado por el Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas (PNUD) aplicó 
encuestas sobre temas clave para la democracia en cuatro países del Cono Sur: 
Argentina, Brasil, Uruguay y Chile, los datos muestran cuánto duró en realidad la 
efervescencia democrática sobre todo en los dos primeros países.19 El informe 
recopilatorio del Latinobarómetro de 2005 es también un documento significativo en 
este sentido. Durante los diez años que abarca el informe (1995-2005) el apoyo a la 
democracia, además de que el índice ha sido bastante endeble y con fluctuaciones 
importantes, perdió 5%, al descender de 58% a 53%. Pero aún más alarmante es el 
índice que mide la satisfacción de la democracia, en donde además de que 
tradicionalmente es aún más bajo, experimentó una caída mayor, de un 38% a 31%. A 
ello se suma el bajísimo desempeño que presentan las instituciones clave de la 
democracia como el Ejecutivo, Legislativo, Judicial y los partidos políticos, estos 
últimos definitivamente puestos en duda por la ciudadanía en cuanto a su importancia 
para la democracia, al mismo tiempo que la percepción de fraude en las elecciones se 
incrementó de 46% a 54%. Por si acaso quedara alguna duda sobre la fragilidad de 
nuestras democracias, para 2005 un 30% de los entrevistados en la región estaba 
 
19 Se tienen datos de que para 1988 las percepciones positivas sobre instituciones y políticos ya habían 
declinado a niveles tan bajos, o más aún, que los que existían hacia finales de los regímenes militares. 
Cattenberg; en Marcello Baquero, “Partidos e cultura política na América Latina: uma combinação de 
instabilidade política?”, en Marcello Baquero (org.), Desafios da democratização na América Latina. 
Debates sobre cultura política, Centro Universitario Lasalle-Editora da Universidade/Universidade 
Federal do Rio Grande do Sul, Porto Alegre, 1999. 
 
dispuesto a apoyar un régimen militar si la situación empeoraba (para los datos citados 
del Latinobarómetro ver Gráficos I, II, III y IV en el Apéndice).20 A primera vista pues 
los datos favorecen la idea de que la democracia en América Latina lejos de estar 
consolidada, tiene la puerta francamente abierta al autoritarismo. 
A nivel social, el resultado de las reformas neoliberales, sin mencionar siquiera la 
frustración del anhelado crecimiento económico, fue la mayor concentración de la 
riqueza y un alarmante incremento de la pobreza, lo que nos ha llevado una vez más a 
reafirmar la estructura social dualista que caracteriza a la región en la historia, haciendo 
honor a nuestro afamado epíteto de ser la “región más desigual del mundo”. Como 
O‘Donnell planteaba a finales de los noventa: 
Los ricos son más ricos, la cantidad de pobres e indigentes ha aumentado y, como veremos, los 
sectores medios se han dividido: por un lado están los que consiguieron navegar exitosamente las 
crisis económicas y los planes de estabilización; por el otro, los que cayeron en la pobreza o están 
cerca de atravesar la línea que los separa de ésta.21 
El pronto desencanto de la opinión pública, la pérdida de la confianza hacia las 
instituciones y la nueva dualización de la sociedad, son algunos de los síntomas más 
visibles del procesamiento de las reformas neoliberales bajo el modelo de democracia 
delegativa. A los latinoamericanos nos gustaría que los partidos sirvieran para canalizar 
las demandas de los ciudadanos que votamos por ellos, que ser diputado no implicara 
ser corrupto, que el gobierno lo fuera para todos, que los puestos en la burocracia no se 
vieran como fuente de enriquecimiento, que los jueces ejercieran todo el peso de la ley 
con los ojos vendados, que se respetaran las elecciones... Estas aspiraciones idílicas de 
la ciudadanía latinoamericana chocan de golpe todos los días con nuestra abyecta 
 
20 “Informe Latinobarómetro 2005”; tomado el 15 de febrero de 2007 de http://www.latinobarometro.org/ 
21 Guillermo O’Donnell, “Pobreza y desigualdad en América Latina: algunas reflexiones políticas”, en 
Contrapuntos. Ensayos sobre autoritarismo y democratización, Paidós, Buenos Aires, 1997, pp. 331-332. 
 
realidad, sofocante y perversa, que recompensa a quien burla la ley mientras castiga al 
que actúa en pro del bien común. Marcello Baquero se refiere a esta cultura política 
como “inmediatista”, ya que: 
[...] interpreta la democracia en una dimensión material y altamente volátil en sus actitudes, [...] su 
creencia está basada mucho más en la esperanza de lo que debería ser, de lo que propiamente ellos 
esperaban que fuese.22 
Los políticos hablan todos los días de la necesidad de fomentar una “cultura cívica”, 
pero en la formación del espacio público, en el ámbito laboral, en los salones de las 
escuelas, en nuestras familias y en la mayoría de nuestras interacciones sociales se 
siguen proyectando las sombras perversas de la desigualdad, la desconfianza y el 
autoritarismo. Este fenómeno está lejos de ser nuevo en la región y es responsable en 
gran medida de favorecer la estructura cíclica que caracteriza a la historia política de la 
región, en su vaivén entre autoritarismo y democracia. Se podría decir que la anémica 
democracia latinoamericana de la actualidad es un claro reflejo de nuestro 
estancamiento en una cultura de “transición” entre un régimen autoritario y uno más 
democrático que no termina de cuajar, una cultura de “súbdito participante” si 
utilizamos los términos de Almond y Verba, cuyas estructuras pretenden ser 
democráticas pero en donde aún perviven fuertes rasgos autoritarios, una cultura de 
“transición” que ha incidido en la fragilidad de nuestras instituciones a lo largo del siglo 
XX. Para Huntington, en países como Argentina, Brasil, Perú, Bolivia y Ecuador: 
 
22 Traducción propia. Marcello Baquero, “A desconfiança como fator de inestabilidade política na 
América Latina”, en Marcello Baquero, Enrique Carlos de Oliveira de Castro y Rodrigo Stumpf 
González, (orgs.) A construção da democracia na América Latina. Estabilidade democrática, processos 
eleitorais, ciudadaniae cultura política, Centro Lasalle de Ensino Superior- Editora da 
Universidade/Universidade Federal do Rio Grande do Sul, Porto Alegre/Canoas, 1998, p.27. 
 
[…] el cambio de régimen logra así la misma función que la alternación de partidos en un sistema 
democrático estable. El país no alterna entre sistemas políticos autoritarios y democráticos; la 
alternancia entre democracia y autoritarismo es el sistema político del país.23 
Nuestras constituciones establecen las normas de sociedades democráticas (división de 
poderes, elecciones periódicas, garantías individuales, libertad de expresión) pero 
debido a la existencia de una cultura aún con fuerte vena autoritaria podemos hablar de 
que en América Latina existe una incongruencia entre cultura y estructura política. En 
este sentido, es muy probable que ante una crisis económica mundial o un cambio 
político de grandes dimensiones, pudiera ocurrir en la región un nuevo giro hacia el 
autoritarismo. Si no es que ya lo estamos observando a partir del caso Venezuela. El 
dilema es entonces: ¿cómo desarrollar una cultura más democrática en la región? 
Está claro que nuestra cultura política obstaculiza la consolidación de la democracia en 
la región, y que la democracia procedimental no está fomentando en América Latina 
una cultura democrática, puesto que no se ha consolidado la democracia. Los teóricos 
de la democracia procedimental valoran la cultura democrática, aunque a menudo sean 
partidarios de una cultura política que promueve un nivel limitado de participación, 
sobre todo encauzado a las elecciones, después de todo la voluntad del ciudadano es un 
“haz indeterminado de vagos impulsos que se mueven en torno a tópicos dados y a 
impresiones erróneas”, como refería Schumpeter; sin embargo esta teoría parte del 
supuesto de que el correcto funcionamiento de las instituciones por sí mismo generará 
una cultura democrática después de algunas décadas, como si la historia previa y la 
cultura política no influyeran en el desarrollo del sistema político, cuestión que desde 
luego ha tenido un peso muy importante sobre todo en América Latina, como lo hemos 
 
23 Huntington, Samuel P., La tercera ola. La democratización a finales de siglo XX, Paidós, Buenos 
Aires, 1994 (Estado y Sociedad, 20), p. 50. 
 
observado en las dos últimas décadas con la mutación de la democracia procedimental 
en democracia delegativa y el incremento de la dualización de la sociedad. 
Este trabajo está encaminado a demostrar que la cultura democrática se forma 
históricamente a partir de la conformación de la infraestructura social, es decir partidos, 
sindicatos, asociaciones, entre otros, a través de la incidencia que ellos logran ejercer en 
el sistema político a lo largo de la historia. Por lo que pone en evidencia que la teoría de 
la democracia procedimental, al enfocarse exclusivamente en el ejercicio del voto y el 
diseño de las instituciones, derivado de su planteamiento elitista, oculta el verdadero 
camino de la consolidación de una democracia: el fortalecimiento de los actores sociales 
en América Latina. 
Este trabajo se concentra en el estudio del surgimiento de una de las pocas culturas 
democráticas que existen en la región: Uruguay. Mi intención básicamente es demostrar 
que la cultura democrática no se origina con la sola creación de instituciones 
democráticas, sino que es el resultado de un proceso de fortalecimiento de la sociedad a 
través de la historia. Con ello no pretendo más que comprender y hacer explícitos los 
motivos que históricamente han llevado a este pequeño país a desarrollar una cultura 
encaminada al bien común, a diferencia de sus vecinos latinoamericanos, y que si bien 
ha tenido sus vicisitudes, sigue siendo el país más democrático de la región y por lo 
tanto la democracia más antigua del subcontinente. 
 
CAPÍTULO I 
Etiología de la cultura democrática 
 
La “cultura cívica” fue un modelo de cultura política democrática desarrollado por 
Almond y Verba a partir de la teoría de la democracia procedimental de Schumpeter, 
que implica una participación limitada a la ciudadanía, a manera que apoyara 
“empíricamente” la tesis de generar un gobierno capaz de tomar las mejores decisiones. 
Al igual que en el ideal schumpeteriano, el modelo de cultura “cívica” elaborado por 
Almond y Verba, al ser una mezcla exacta de “participación y disenso” que se encuentra 
distribuida aleatoriamente en la sociedad, coincide convenientemente con el supuesto 
“científico” de la democracia procedimental de que el ciudadano debe mantener un 
perfil limitado de participación, puesto que de otra manera obstaculizaría el óptimo 
desempeño de la élite política. 
Ahora bien, además de la utilización de la evidencia empírica para robustecer el 
supuesto teórico, Almond y Verba, utilizaron un argumento de tipo histórico para 
justificar la aparición de la “cultura cívica”. Así, según Almond y Verba, el ciudadano 
que participa sólo cuando “debe” hacerlo, dando un margen amplio a la élite para 
gobernar, es el resultado de una superposición de tres fases históricas (parroquial, 
súbdito y participante), las cuales se combinan para formar la “cultura cívica”. De tal 
manera que a pesar de que Almond y Verba consideran que la historia ejerce un papel 
importante en el desarrollo de la cultura política la aspiración “científica”, el ideal, fue 
determinante en la elaboración de su modelo de cultura democrática, con lo que podría 
decirse que indujeron un modelo que no correspondía con su contexto, dejando de lado 
el verdadero problema: ¿cómo se genera una cultura democrática? 
La cultura “cívica” es pues un tipo ideal de participación a alcanzar en las sociedades de 
la posguerra, que fue elaborado por los científicos políticos a partir de la teoría de la 
democracia liberal, fundamentalmente, reforzado por la investigación empírica de 
Almond y Verba, y por la historia, más no se trata de ninguna cultura política que exista 
en un espacio y tiempo determinado, a pesar de los esfuerzos por decir que Estados 
Unidos era el país que se acercaba más a dicho ideal: 
Que la cultura cívica es apta para el mantenimiento de un proceso político democrático, eficaz y 
estable puede apreciarse bien si consideramos el efecto de las desviaciones de este modelo. Podemos 
empezar enjuiciando de nuevo la situación de los Estados Unidos e Inglaterra. Hemos dicho que estas 
dos naciones son las que más se aproximan al modelo de la cultura cívica, pero que en aspectos 
importantes se diferencian entre sí en la manera como se aproximan a dicho modelo […] Es posible 
que la deferencia hacia las élites políticas vaya demasiado lejos y que las pautas severamente 
jerárquicas en la política inglesa -pautas que han sido criticadas con frecuencia por limitar la difusión 
de la democracia en esa nación- resulten de un equilibrio llevado demasiado lejos en la dirección de 
los roles deferentes y de súbdito.1 
El mismo transcurrir de la historia daría cuenta de la diferencia entre ideal y realidad. 
Así, el modelo de “cultura cívica” producido “científicamente” fue utilizado como 
punto de comparación de los países incluidos en el estudio, sin mayores consideraciones 
de los contextos locales, al mismo tiempo que fue recomendado a los países emergentes 
que querían alcanzar una democracia estable, bajo la justificación de que era el “más 
apto” para la estabilidad del sistema democrático, pero sin que existiera en realidad en 
ningún país del mundo. 
Lo que me propongo para el caso uruguayo es retomar el modelo de acuerdo con el 
planteamiento original de Weber, es decir como herramienta para la construcción del 
 
1 Almond y Verba, op. cit., pp. 550-551. 
conocimiento de un caso concreto, y no como conocimiento per se. Para ello utilizo el 
modelo de desarrollo históricoevolutivo la cultura democrática elaborado por Almond y 
Verba y maquillado bajo el marco teórico del funcionalismo estructural y la teoría de 
sistemas, que después de todo está basado en el caso inglés y el alemán como 
contraejemplo. Pero debo decir que utilizo este modelo como mero referente, 
estrictamente teórico, para así acercarme e mi verdadero objetivo que es interpretar el 
desarrollo histórico de la democracia en Uruguay desde la perspectiva cultural, y lograr 
comprender así la manera en que históricamente se fue construyendo el sentido de la 
cultura democrática de este país, desde su creación hasta nuestros días. Por supuesto, mi 
intención no es encontrar al final del camino una “cultura cívica”, en los términos en 
que la plantearon Almond y Verba, o construir un nuevo modelo de cultura 
democrática, sino reconstruir los motivos que históricamente han llevado a la sociedad 
uruguaya a desarrollar una cultura democrática. 
El modelo como conocimiento per se 
De igual manera que las ciencias sociales de mediados del siglo XX encontraron en la 
analogía biológica un aliciente para llevar a sus estudios al nivel de “ciencia”, el 
concepto de cultura política se desarrolló en el marco de la teoría sistémica y el 
desarrollismo político. Es decir que se partió de la idea de la política como un sistema, 
un conjunto de elementos en interacción que procesaban insumos y productos, en donde 
todo elemento cumplía con una función específica, la de la cultura era “regular” el 
sistema. 
De manera generalizada, a partir de la década de 1970 la elaboración de modelos 
universales en las ciencias sociales con base en esta concepción analógica comenzó a 
ser severamente criticada, y sus practicantes a menudo fueron tachados de ingenuos, 
etnocentristas o defensores del status quo, como ocurrió en el caso de los creadores de 
la “cultura cívica”. Esto se debe en gran medida a que muchos de aquellos científicos 
sociales pasaron por alto la función que Weber le atribuyera a la elaboración de los 
modelos como herramientas destinadas para la construcción del conocimiento y no 
como conocimiento en sí mismo.2 Todavía para Talcott Parsons, por ejemplo, una de las 
principales aportaciones del pensamiento weberiano fue la de haber postulado la 
necesidad de recurrir a una teoría analítica general para alcanzar un conocimiento 
causal de las acciones humanas, orientadas en función de los valores, una posibilidad 
que había sido negada completamente por la tradición historicista previa.3 Sin embargo, 
resulta paradójico que muchos de los teóricos de la modernización y el desarrollismo 
político, que de igual manera sentaron sus bases en los postulados de Weber, se 
concentraron más en la construcción de modelos universales y mostraron poco interés 
por estudiar el papel del contexto como productor de sentido, en oposición a lo 
planteado originalmente por Weber. 
Una de las principales críticas que se les han realizado a las hipótesis culturalistas que 
se derivan de esta estirpe universalista es que a menudo se convierten en una especie de 
determinismos sociales, hacia el pasado o hacia el futuro. Para Badie y Hermet, la 
incapacidad de considerar el cambio ha sido una falla metodológica crucial del análisis 
cultural, lo que a menudo ha llevado a los investigadores a declarar peligrosamente la 
 
2 Al explicar el método de causación adecuada, Weber se preguntaba en un ejemplo ya clásico sobre qué 
habría sucedido si en la batalla de Maratón, considerada como el origen de la cultura occidental, los 
persas hubieran vencido a los griegos y aclara que: “ No se trata de que un triunfo de los persas habría 
debido tener por consecuencia un desarrollo de la cultura helénica, y por lo tanto universal, determinado 
de manera por entero diferente -pues semejante juicio sería sencillamente imposible-, sino, antes bien, que 
tal desarrollo diferente "habría" sido la consecuencia "adecuada" de aquel suceso.” De lo que se 
desprende un claro ejemplo del papel cognoscitivo, meramente heurístico, que cumplían los modelos y las 
suposiciones en su obra. Max Weber, "Estudios críticos sobre la lógica de las ciencias de la cultura", en 
Ensayos sobre metodología sociológica, Amorrortu, Buenos Aires, 1973, pp.170-171. 
3 Parsons, Talcott, "Evaluación y objetividad en el ámbito de las ciencias sociales: Una interpretación de 
los trabajos de Max Weber"; en Talcott Parsons et. al., Presencia de Max Weber, Nueva Visión, Buenos 
Aires, p. 20. 
permanencia intacta de los modelos culturales intentando explicar fenómenos políticos 
del presente a partir de pautas que corresponden a contextos históricos del pasado, y 
viceversa, es decir, utilizar pautas que acaban de surgir en el presente para tratar de 
explicar hechos del pasado.4 Así, este fallo de interpretación convierte a los modelos 
culturales en entes “inmutables” que, aparentemente, ejercen un dominio total sobre la 
historia. 
Resulta interesante que en su obra clásica, Almond y Verba no plantearon teóricamente 
un modelo inmutable de la cultura, ni tampoco una relación causal unidireccional entre 
cultura y estructura. Es este el supuesto, al menos en principio, que está implícito en el 
argumento general de la cultura cívica y el mismo que les preocupa subrayar en la 
revisión de la obra que hicieron a finales de la década de 1980: 
La crítica de que La cultura cívica argumenta que la cultura política causa estructuras políticas es 
incorrecta. A través del estudio el desarrollo de patrones culturales específicos en países particulares es 
explicado con referencia a experiencias históricas particulares, tales como la secuencia de las Reform 
Acts en Gran Bretaña, la herencia americana de las instituciones británicas, la Revolución Mexicana, y 
el Nazismo y la derrota en la Segunda Guerra Mundial para Alemania. Está bastante claro que la 
cultura política es tratada como variable dependiente e independiente, causando la estructura y siendo 
causada por ella.5 
Empero, la crítica más recurrente que se realizó sobre el trabajo de Almond y Verba 
consistió precisamente en haber despojado a los datos obtenidos de su contexto 
histórico, de construir un modelo de cultura democrática, extraído “científicamente” de 
un contexto “real”, y utilizarlo para medir el “desarrollo” político de los países 
emergentes. Pues, si bien es cierto que los autores habían hecho expresa referencia de 
 
4 Badie, Bertrand y Guy Hermet, Política comparada, Fondo de Cultura Económica, México, 1993, p. 40. 
5 Almond, Gabriel, “The Intelectual History of the Civic Culture Concept”, en Gabriel A. Almond y 
Sidney Verba (eds.), The Civic Culture: Revisited, Sage Publications, Newbury Park California, 1989, p. 
29. 
que la cultura política era el resultado de la historia y los procesos del sistema, pareciera 
que para ellos era más importante construir a partir de los datos obtenidos un modelo de 
cultura democrática que no casualmente simpatizó con los principios de la democracia 
procedimental. La crítica que hacen Badie y Hermet en su Política comparada completa 
el cuadro: 
 […] La (relativa) regularidad observada en la producción de los comportamientos sociales, delimitada 
de manera dudosa y frágil, se integra arbitrariamente a una cultura sin considerar las interacciones 
sociales, la perspectiva que se tiene de las instituciones y cómo se originan las situaciones en las que 
se despliegan los comportamientos. La comparación se falsea en todos los niveles, no se concede la 
debida importancia a lo específico de los modos de construcción de lo político propios de cada 
sociedad y se invoca engañosamente lo universal de los comportamientos mediante un 
cuestionamiento único, que se aplica a todos los individuos de las sociedades estudiadas.6 
Para Carole Pateman, la cultura cívica incurrió enel mismo error de interpretación que 
caracterizó a la escuela revisionista de la democracia de la Posguerra. La filósofa 
argumentó que el modelo de la “cultura cívica” de hecho habría sido inducido a partir 
del modelo de democracia liberal, que planteaba un ciudadano moderado.7 Para 
Pateman, haber partido de este modelo de democracia liberal les impidió desde el 
principio a Almond y Verba analizar el verdadero problema de la democracia 
anglosajona: lo que ellos llaman una “mezcla perfecta” entre participación y disenso no 
habría sido más que el resultado de los reflejos de la desigualdad de la estructura 
socioeconómica en el proceso de la socialización política. Lo que haría más probable, 
por ejemplo, que una cultura participante fuera adquirida por un hombre blanco, que 
haya asistido a la universidad y trabaje en una oficina, que por una mujer negra que 
trabaja en una fábrica. Para Pateman el lugar de trabajo constituye una esfera clave de la 
 
6 Badie, Bertrand y Guy Hermet, op. cit., p. 37. 
7 Pateman, Carole, "The Civic Culture: A Philosophic Critique", en Gabriel A. Almond, Sidney Verba 
(eds.), The Civic Culture: Revisited, Sage Publications, Newbury Park California, 1989, pp. 57-58. 
socialización política del individuo, por lo que propone la democratización de la esfera 
laboral para resolver el déficit. 
A finales de la década de 1980, bajo un contexto internacional diferente al de la Guerra 
Fría, el propio Almond destacaba que aquellas orientaciones consideradas tan sólo dos 
décadas atrás como la fuente de estabilidad de los sistemas democráticos de Estados 
Unidos y Gran Bretaña, aquella síntesis de la evolución política de Occidente, habían 
cambiado de manera considerable con relación a los sucesos “histórico-económicos”: 
Así, la decadente cultura cívica de los Estados Unidos de Norteamérica y Gran Bretaña, y la 
emergente en Alemania occidental, muestra que la cultura política es una variable relativamente 
flexible, influida de manera significativa por la experiencia histórica, así como por la estructura y el 
desempeño gubernamentales y políticos. El trauma del nacional socialismo, una estructura 
gubernamental y política cuidadosamente planificada, así como una economía efectiva, produjeron al 
parecer una democracia estable en Alemania. Por otra parte, la guerra de Vietnam, la contracultura y 
el Watergate socavaron profundamente la cultura cívica en los Estados Unidos de Norteamérica, de la 
misma manera que un mediocre desempeño económico y la pérdida de prestigio en el nivel 
internacional también mermaron la legitimidad de las instituciones políticas británicas. 8 
La historia se había encargado de demostrar a los científicos políticos que la “cultura 
cívica” experimentaba profundos cambios de acuerdo con el contexto. Y aunque, ese era 
el principio del que habrían partido Almond y Verba en su estudio original, el error en 
definitiva fue haber postulado el modelo elaborado como el fin último de su estudio. 
¿Qué sucedería si utilizáramos dicho modelo como mera herramienta para analizar el 
surgimiento de una cultura democrática, únicamente como un referente teórico, 
consecuente, absolutamente lógico y racional, en el sentido weberiano original, con la 
 
8Almond, op., cit., p. 206. 
finalidad ya no de construir un modelo universal nuevo sino de indagar sobre aquellas 
causas que habrían llevado a una sociedad a desarrollar pautas democráticas? 
 
El modelo como herramienta 
La teoría de la democracia procedimental lleva a Almond y Verba a buscar una 
justificación histórica a su modelo, y a argumentar que la cultura “cívica” era el fruto de 
un largo desarrollo de las instituciones políticas a través de la historia, una mezcla entre 
“tradición y modernización” en donde el cambio se medía en términos de diferenciación 
estructural y secularización cultural a lo largo de tres fases: 
1. Cultura política parroquial : las actitudes están orientadas hacia estructuras difusas y poco 
diferenciadas. 
2. Cultura política de súbdito: predominan las actitudes hacia los procesos administrativos o 
productos del sistema. 
3. Cultura política participante : las actitudes están orientadas tanto a los productos del 
sistema como a los insumos, es una “mezcla” de las dos primeras fases pero que incluye la 
participación. 
Siguiendo la analogía biológica, los sistemas a lo largo de su historia, y a medida que 
van superando los distintos desafíos de su entorno, experimentaban el desarrollo o la 
disminución de sus funciones, lo cual tenía por supuesto efectos en las capacidades del 
sistema, como la diferenciación y especialización de roles, estructuras y subestructuras, 
además del cambio de las relaciones entre ellos, ya sea de autonomía o dependencia. 
Así, la cultura política que poseía un país, sería la suma total de las pautas que se habían 
generado durante las fases por las que había atravesado el desarrollo del sistema 
político, es decir que, al menos en la teoría planteada por Almond y Verba, la cultura 
política se construía a lo largo de la historia. 
Para Almond y Verba, en la historia de un sistema político la diferencia entre el origen 
de un sistema democrático o uno autoritario se encontraba en el desarrollo de la 
infraestructura que, integrada por los partidos, asociaciones, sindicatos, grupos de 
intereses y medios de comunicación, canalizaba las demandas de la sociedad hacia el 
sistema político. Una fase clave en este desarrollo era el papel que había tenido la 
centralización del poder en cada país, porque influía sobremanera si en la siguiente fase 
se desarrollaba una cultura democrática o una totalitaria. Este modelo fue construido 
con base en el caso paradigmático de Inglaterra, donde el absolutismo había “respetado” 
algunas de las estructuras parroquiales, y una vez finalizado el proceso de centralización 
éstas habían servido al desarrollo de la democracia, en la medida en que se convertían 
en mecanismos que enlazaban al ciudadano común y al gobierno, nutriendo 
directamente la infraestructura democrática; si, por el contrario, la centralización del 
Estado las había “aniquilado”, nos encontraríamos seguramente ante un régimen 
autoritario, como la Alemania de Bismark, el ejemplo que servía de modelo opuesto a 
Inglaterra. Casos que, desde luego, toman de los estudios históricos y que, sin embargo, 
utilizan básicamente para justificar el modelo de la cultura cívica como una “mezcla” 
de disenso y participación.9 No obstante, del planteamiento teórico de Almond y Verba 
se desprende una teoría del cambio cultural que resulta interesante, en cuanto a la 
suposición de que las huellas del pasado se encuentran impregnadas en todas las 
acciones del hombre, pero que también el devenir deja sus huellas en la cultura, es decir, 
en cierta forma toda cultura tiene algo de nuevo y algo de viejo, algo de “tradición” y 
algo de “modernidad”, como lo referían precisamente Almond y Verba. 
 
9 Almond y Verba, op. cit., pp. 41-42. 
Seymour Lipset partió en algunos de sus trabajos de un principio semejante, resumido 
en la analogía weberiana de los dados cargados: “una vez que los dados aparecen con un 
número determinado, tienden a aparecer de nuevo con el mismo número”. Es decir, una 
vez que los eventos históricos establecen ciertos valores o pautas culturales, en la 
medida en que se afianzan en las instituciones se convierten en reguladores del marco 
de acción, van influyendo poderosamente sobre los acontecimientos posteriores. Para 
Lipset la cultura se convierte así en un factor importante en la dirección del cambio 
social.10 
Otro ejemplo similar es el que presenta el antropólogo Marshall Sahalins, quien después 
de analizar la relación entre cultura y estructura en Hawaia lo largo de un periodo 
histórico de varios siglos, concluyó que: 
[...] la cultura funciona como una síntesis de la estabilidad y el cambio, el pasado y el presente, la 
diacronía y la sincronía [...] Toda reproducción de la cultura es una alteración, en tanto que en la 
acción las categorías por las cuales se orquesta un mundo presente recogen cierto contenido empírico 
nuevo.11 
Para el historiador Peter Burke, la visión de Sahalins se encuentra próxima a la que 
posee Fernand Braudel sobre los acontecimientos, en la medida de que los hawaianos 
continuaron interpretando lo que sucedía bajo sus propias pautas culturales. Aunque 
reconoce que existe una diferencia radical entre ambos autores en el momento en que 
Sahalins “sugiere que en el proceso de asimilación de esos acontecimientos, la cultura 
hawaiana cambió radical y decisivamente".12 Lo que nos confirma que la cultura no es 
 
10 Lipset, Seymour Martin, Estados Unidos: Juicio y análisis. Los estados Unidos en una perspectiva 
histórica y comparativa, Norma, Cali, 1966, p. 24. 
11 Marshall Sahlins, Islas de historia. La muerte del capitan Cook. Metáfora antropología e historia, 
Gedisa, Barcelona, 1988. 
12 Burke, Peter, Historia y teoria social, Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, México 
(Colección Itinerarios), 2000, p. 183. 
necesariamente un ente inmutable y determinante sino que puede cambiar con los 
acontecimientos. 
En los años que siguieron a la publicación de Almond y Verba las ciencias sociales 
profundizarían cada vez más en las diferencias que producen los contextos, sobre todo 
en las que antecedían a la modernización de occidente. Dentro de la primera ola de 
reacciones a las tesis universalistas que se construyeron en las ciencias sociales a 
mediados del siglo XX, valdría la pena recordar las tesis de Barrington Moore Jr., quien 
en su libro Los orígenes sociales de la dictadura y la democracia nos habla 
precisamente de la importancia clave que tiene la fase de concentración de poder (lo que 
Almond y Verba llaman de “súbdito”) a partir del papel que desempeñaron el aristócrata 
rural y el campesino frente a la agricultura comercial. 
Barrington Moore planteó que en la Inglaterra absolutista la nobleza rural se mantuvo 
independiente y se sumó a la agricultura comercial, liberando los campesinos a su 
suerte, lo que habría favorecido una alianza de los terratenientes con las clases urbanas 
en contra de la corona, facilitando el derrocamiento del antiguo régimen, y con ello la 
emergencia de la democracia. Mientras que en Francia la fase absolutista habría sido 
más enérgica, la nobleza rural tuvo un impulso más débil hacia la agricultura comercial 
y sujetó al campesino a la tierra; sin embargo lo excepcional en el caso francés consistió 
en que el antiguo régimen fue descalabrado por una revolución campesina, lo que le dio 
un completo giro al proceso. Por otro lado, en países como Alemania o Japón, a pesar 
de la modernización, la pervivencia de un poderoso sector de terratenientes desembocó 
en el fascismo, mientras que en China y Rusia una revolución campesina derivó en el 
comunismo autoritario.13 Lo que nos sugiere nuevamente a grosso modo que, en 
 
13 Las ideas de Moore han sido retomadas años después por autores como Rueschemeyer, Stephens y 
Stephens, para quienes los procesos de democratización dependen o al menos son influidos por las 
apariencia, el éxito de los sectores que impulsaron la democracia o el totalitarismo 
radicó en buena medida en la cultura previa: la cultura de los terratenientes en el caso de 
Inglaterra y la cultura de los campesinos en el caso de Francia. 
Moore, al igual que la mayor parte de la tradición marxista, sobrepuso las variables 
histórica y económica a la cultural, para él la explicación de que las clases altas rurales 
se hayan involucrado plenamente en la agricultura comercial sólo en algunos países no 
debía buscarse en un argumento cultural sobre el carácter inhibitorio de las tradiciones 
aristocráticas, como el concepto del honor y la actitud negativa respecto a la ganancia 
pecuniaria y el trabajo, pues señalaba que en algunas regiones de Alemania y Rusia, en 
donde las condiciones locales fueron favorables, las aristocracias sí se habían sumado a 
esta empresa.14 
No obstante, si abrimos un poco más la lente de nuestro microscopio, de acuerdo con un 
estudio más reciente efectuado por Alan Macfarlane el individualismo inglés existía 
mucho antes de la modernización; es decir el individualismo no es un producto de la 
modernización, y por lo menos se remontaría al siglo XIII. El argumento de Macfarlane 
reformuló el perfil del “campesino” en Inglaterra a partir de la noción de la propiedad 
de la tierra, que existía por lo menos desde el siglo XIII con las particularidades de que: 
las mujeres pueden tener propiedades, las propiedades adquieren valor de acuerdo con 
la dinámica del mercado, y los hijos no tienen derechos sobre las propiedades de sus 
padres (lo que habría facilitado el despojo y siglos después el “cercamiento”). Así, en 
Inglaterra, sucedía lo contrario que en otras regiones de Europa, como en Francia, donde 
la propiedad estaba definitivamente vinculada a familias determinadas. Existe entonces 
 
estructuras y alianzas de clase, el Estado y la configuración de las estructuras transnacionales de poder 
ligados a los procesos de modernización, en Rueschemeyer, Dietrich, Evelyne Huber Stephens y John D. 
Stephens, Capitalist Development and Democracy, University of Chicago, Chicago, 1992. 
14 Moore, Barrington, Los orígenes sociales de la dictadura y de la democracia: el señor y el campesino 
en la formación del mundo moderno, Ediciones Península, Barcelona, 1976, pp. 341-343. 
la probabilidad, de que la diferencia entre las respuestas que tuvieron las aristocracias 
rurales de Inglaterra y Francia ante la agricultura comercial, señaladas por Moore, 
tuvieron que ver también con la variable cultural, lo que explicaría por qué ante el auge 
de la agricultura comercial resultó menos extraño para el aristócrata rural inglés 
“liberar” al campesino y su semejante francés tomó la decisión contraria, mientras que 
por otro lado en Francia las tradiciones de revueltas campesinas habrían favorecido el 
desmantelamiento del antiguo régimen.15 
De manera semejante, las reminiscencias de las identidades comunitarias de la cultura 
medieval inglesa habrían allanado el camino al surgimiento de cada uno de los derechos 
que configuraron la ciudadanía democrática inglesa. Thomas H. Marshall refiere que 
aunque local, al menos “en las ciudades medievales se podían encontrar ejemplos de 
ciudadanía auténtica e igual”, por lo que considera que el status de la ciudadanía inglesa 
se desarrolló desde el siglo XII a partir de un doble proceso de separación funcional de 
los derechos civiles, políticos y sociales, y de fusión geográfica de algunas instituciones 
del Medievo inglés, tales como los tribunales, el parlamento y la Poor Law.16 
Por su cuenta Almond y Verba ponen un gran énfasis en la importancia de la cultura 
“predemocrática” inglesa y su pervivencia en la fase de “súbdito”: 
Brogan señala que incluso durante los siglos en que los ingleses eran “súbditos” hubo un amplio 
espacio de autonomía y libertad para construir asociaciones y ocuparse en un gobierno propio 
limitado. En otras palabras, incluso durante los largos siglos de gobierno autoritario británico hubo un 
limitado elemento de participación en la cultura política inglesa. De este modo, la amalgama de las 
actitudes del ciudadano con las del súbdito es un proceso de siglos, iniciado mucho antes de las 
reformasparlamentaria y electoral de los siglos XVII, XVIII y XIX. Estas reformas no se 
 
15 Macfarlane, Alan, La cultura del capitalismo, Fondo de Cultura Económica, México, 1993, pp. 33-37. 
16 Marshall, T. H., “Ciudadanía y clase social” en T. H. Marshall y Tom Bottomore, Ciudadanía y clase 
social, Alianza Editorial, Madrid, 1998 (Ciencias Sociales), p. 24. 
establecieron sobre una cultura de súbdito, dura y cerrada, sino que lograron echar raíces en una 
cultura ya antigua de pluralismo e iniciativas.17 
Por su cuenta, Robert Putman al analizar el proceso de descentralización impulsado en 
Italia en la década de 1970, el cual pretendía involucrar a los ciudadanos en las nuevas 
administraciones, encontró dos resultados contrastantes: mientras que en el norte, 
tradicionalmente democrático, el proyecto se afianzó rápidamente; en el sur, aquel sur 
en donde se enclava la ciudad del “familismo amoral” estudiada por Banfield en la 
Posguerra, las nuevas administraciones adoptaron más bien un camino lento y bastante 
más sinuoso.18 Para Putman la diferencia estaba en que en el norte de Italia existía una 
tradición de redes asociativas, fortalecida en el transcurso de la historia por el cultivo de 
diversos tipos de asociaciones que desarrollaban intensamente pautas de confianza y 
solidaridad y favorecían la cooperación entre los individuos, de tal manera que ante el 
planteamiento de un proyecto de descentralización administrativa, los ciudadanos del 
norte se involucraron de inmediato y favorecieron el desempeño de las instituciones; 
mientras que en el sur, la existencia de una tradición clientelista, en donde predomina la 
desconfianza dificultó mucho más la cooperación de los ciudadanos y el funcionamiento 
de las nuevas instituciones. Putman concluye que el diseño institucional por sí mismo 
no es suficiente para el funcionamiento efectivo de una democracia, puesto que la 
historia y la cultura ejercen un efecto tal sobre las nuevas instituciones al que es difícil 
sustraerse. 
Al considerar “que el contexto importa”, Putman se remonta a las perplejidades de la 
historia italiana para identificar el origen de las dos contrastantes subculturas políticas 
hasta llegar al siglo XI, por lo menos, cuando tras la caída del imperio germano en el 
 
17 Almond y Verba, op. cit., p. 56. 
18 Putman, Robert, et. al., Para hacer que la democracia funcione: la experiencia italiana en 
descentralización administrativa, Galac, Caracas, 1994. 
norte triunfó el localismo de comunas que evolucionaron a ciudades-Estado y formaron 
distintas asociaciones para asuntos comunes, como la defensa de las ciudades; mientras 
que en el sur cuando cayó el imperio bizantino se erigió un nuevo imperio bajo las 
órdenes de los normandos.19 
Las observaciones de Putman parecen reforzar en parte la hipótesis del debilitamiento o 
transformación de los terratenientes de Moore, al indicar que en el norte Italia, durante 
las comunidades independientes, la nobleza rural fue absorbida por el patriciado urbano; 
a diferencia del sur en donde sin ninguna duda los terratenientes se fortalecieron, 
teniendo un papel fundamental en el nuevo orden bizantino. Sin embargo Putman no 
duda en señalar que el verdadero origen de la cultura del norte en realidad se pierde en 
la llamada Edad Oscura.20 
Así pues, existen algunos puntos en común que comparten dichas experiencias de suma 
importancia para alumbrar mi camino hacia el estudio del surgimiento de la democracia 
uruguaya, como lo son: la pervivencia de fuertes pautas de asociación enraizadas en 
una noción de comunidad, a menudo entretejidas en un contexto de patrones flexibles 
de desigualdad social, y la construcción del Estado bajo un modelo descentralizado. 
Estos elementos conformarían entonces una especie de caldo cultural primitivo previo al 
desarrollo de las instituciones democráticas, que como mencionaron Almond y Verba, y 
como lo muestran los casos citados de Inglaterra y el norte de Italia, favorece el 
afianzamiento de la cultura democrática cuando instituciones como el poder ejecutivo, 
los partidos y las elecciones se instauran. Comprender el sentido de una cultura política 
 
19 Putman refiere que florecieron distintos tipos de asociaciones en las repúblicas comunales. Además de 
los gremios, se formaron asociaciones de vecinos (vicinanze), organizaciones parroquiales que 
administraban los bienes de la iglesia local y elegían a su sacerdote (populus), sociedades religiosas para 
la asistencia mutua (cofraternidades), los partidos político-religiosos unidos por solemnes juramentos y 
las consorterie ("sociedades de torres") formadas para la seguridad común. Putman, op. cit., p. 156. 
20 Ibíd., p. 155. 
significa pues reconstruir las pautas particulares que se generaron en cada fase y seguir 
la manera en que cada una se ha superpuesto históricamente hasta llegar al presente, 
utilizando la secuencia planteada por Almond y Verba. 
Los ejemplos del origen de la democracia en Inglaterra e Italia sirven también para 
reflexionar un poco sobre la dinámica del cambio cultural, que continuamente se 
encuentra formando puentes entre una y otra fase. En este sentido concuerdo con la idea 
de Lucien Pye, conocido por sus estudios de las culturas políticas asiáticas, de que no es 
necesario poseer culturas políticas milenarias para desarrollar una democracia, pues la 
experiencia indica que este tipo de sistema político se puede consolidar incluso en 
culturas tan distintas a Occidente, como lo ha probado la democracia japonesa, y que 
cada país puede desarrollar una cultura democrática relativamente diferente, de acuerdo 
con su propia historia, aunque pautas como la confianza y la tolerancia puedan ser 
recurrentes.21 
Así pues, parte del dilema actual de la consolidación de nuestras democracias se 
encuentra entonces en que en América Latina aspiramos a construir una cultura más 
democrática sin estudiar a profundidad la cultura política que nos motiva, como si no 
tuviéramos historia y partiéramos desde cero. Porque si buscáramos los motivos que 
históricamente han dificultado el desarrollo de una cultura democrática y analizáramos 
la manera en que se han desarrollado y perpetrado mediante la cultura durante siglos 
entonces podríamos comprender que la tarea contemporánea de la construcción 
democrática requerirá de algo más que lograr que todos votemos. 
Es indudable que la historia tiene un papel importante en la conformación y 
funcionamiento de la cultura política, sin embargo los trabajos citados representan sólo 
 
21 Pay, op. cit. 
algunas agujas en el pajar. Para Lipset, por ejemplo, las actitudes son extremadamente 
vulnerables a los acontecimientos “y por tanto pueden refutar las suposiciones acerca de 
variaciones profundamente arraigadas entre las naciones”; mientras que los valores son 
sentimientos que se cristalizan en lo más hondo de una nación a partir de grandes 
hechos históricos, por lo que constituyen un causal de la diferencia entre los sistemas 
políticos de los países.22 La debilidad de la teoría empírica de la democracia para lidiar 
con los contextos, intrínseca en gran medida a su naturaleza disciplinaria, ha tratado de 
ser superada por diversos autores a través de estudios que dan seguimiento al cambio de 
las actitudes en varias décadas, como es el caso de las obras de Ronald Inglehart y 
Samuel Barnes, o aquellos que definitivamente combinan los métodos cuantitativos con 
los métodos cualitativos, precisamente como Seymour Lipset y Robert Putman. A pesar 
del énfasis inicial de Almond y Verba en la importancia de los factores históricos de los 
esfuerzos emprendedores de los autores señalados, se encuentra latente todavía en losestudios de cultura política un vacío considerable en cuanto al peso de los factores 
históricos en el ámbito de la cultura, lo que hace necesario la elaboración de trabajos 
que reconstruyan la configuración de la cultura política desde la dimensión histórica. 
Así, al comparar el sentido que se ha cristalizado en la cultura política latinoamericana a 
través de la historia con el modelo ideal de desarrollo democrático planteado líneas 
arriba podemos comprender con mayor facilidad la tendencia de la región hacia los 
modelos autoritarios. En nuestros países el modelo autoritario que justifica una 
profunda desigualdad social, que se afianzó en el periodo colonial, ha sido un obstáculo 
para que los actores sociales puedan entretejer sus intereses y desarrollar una cultura de 
cooperación y confianza mutua, dicho modelo se ha venido reproduciendo viciosamente 
desde entonces a tal grado que somos la “región más desigual del mundo”. Esta cultura 
 
22 Lipset, Seymour Martin, Estados Unidos: Juicio y Análisis. Los Estados Unidos en una perspectiva 
histórica y comparativa, Norma, Cali, 1966, pp. 24-25. 
autoritaria facilita la pervivencia de la estructura de desigualdad que se originó en la 
etapa colonial en la mayoría de los países, y ha asegurado además en cada ocasión las 
ventajas necesarias para reproducirse en cada uno de los ciclos económicos de la 
historia contemporánea, reforzando la estructura dualista. Mientras que las políticas de 
igualdad social han avanzado sobre un terreno de arenas movedizas, y bajo la dinámica 
autoritaria y personalista, pues pocos actores sociales han tenido la capacidad para 
impulsar un cambio. 
Así, encontramos que a primera vista, y a reserva de cada historia nacional, uno de los 
principales obstáculos iniciales para el surgimiento de una cultura de la democracia en 
América Latina es la matriz de estado autoritario y la profunda desigualdad social que 
éste detenta. Ello se refleja claramente en la historia de nuestra región, pues se 
distinguen tres ciclos en donde, ya como países independientes, la desigualdad social y 
el autoritarismo se reproducen: 
1. Desarrollo hacia afuera. Construcción del Estado y la extrema pasividad del gobierno durante 
el periodo de mayor crecimiento basado en las exportaciones, que abarca desde 1870 hasta 1930, 
se consolida la oligarquía, la desigualdad social se amplía con la concentración de tierras bajo la 
inserción de los países en el mercado internacional. 
2. Desarrollo hacia adentro. Se trata del Estado económica y socialmente activo del periodo que 
va de los años treinta a los sesenta del siglo XX, tras las crisis social y económica del modelo 
oligarca inicia un período de industrialización "forzada" y bienestar social, el surgimiento del 
obrero bajo el modelo de industrialización sustitución de importaciones (ISI) va acompañado del 
énfasis en el consumo interno y cierta expansión aunque cooptada de los derechos sociales. 
3. Reinserción en el mercado. Es la nueva versión del liberalismo de "objetivos sociales 
limitados", en donde tras la crisis del ISI la región trata de reinsertarse al mercado mundial y 
desmantela del Estado de Bienestar.23 
Semejantes tajos en el tejido social llevan a reforzar el círculo de desconfianza y 
delegación entre los individuos, y a desarrollar una versión latinoamericana del 
“familismo amoral” descrito por Banfield, en donde el individuo sólo actúa en beneficio 
del núcleo primario de allegados.24 Así pues, las graves fisuras de la sociedad erosionan 
severamente la noción de igualdad, incrementan la desconfianza ciudadana y socavan la 
legitimidad de los gobiernos. 
La profunda desigualdad social obstaculiza la formación y el funcionamiento de 
estructuras intermediarias como los partidos, las asociaciones o los grupos de intereses, 
y permite la manipulación directa de las masas por las élites sin dar lugar a un sentido 
de responsabilidad entre los que gobiernan y quienes los eligen, como al que se referían 
Almond y Verba. Sin esa estructura intermediaria el sistema de representación es 
desvirtuado porque no se establece un principio de control efectivo de las acciones de 
los gobernantes y ese espacio es ocupado fácilmente por las élites económicas.25 
Como refiere Manuel Garretón, en América Latina ni el populismo ni el modelo 
revolucionario han sentado las bases para el funcionamiento de la democracia, y ni qué 
decir del ahora agonizante modelo neoliberal, en el cual la filosofía asistencialista y las 
políticas de focalización diseñadas para los grupos más “vulnerables”, corren el riesgo 
de generar nuevas clientelas, crear dependencias permanentes de los beneficiarios o 
 
23 Basado en Colin M. Lewis, “Estado, mercado y sociedad: políticas e instituciones de acción económica 
y social en América Latina desde 1900”, en Alicia Puyana y Guillermo Farfán (coords.), Desarrollo, 
equidad y ciudadanía: las políticas sociales en América Latina, FLACSO/Plaza y Valdés, México, 2003. 
24 Reis, Elisa “Desigualdade e Solidariedade – uma Releitura do Familismo Amoral de Banfield”, en 
Revista de Ciências Sociais, núm. 29, año 10, ANPOCS, São Paulo, octubre, 1995, p. 35-48. 
25 Baquero, “Partidos e cultura política…”, op. cit, p. 18. 
simplemente caer en la corrupción disfrazada o abierta.26 Como se puede observar, el 
sólo hecho de crear instituciones democráticas o generar políticas que disminuyan la 
desigualdad social, como en el populismo de los cincuenta o en el caso propio cubano, 
no han llevado en sí mismas a formar una cultura democrática. En este sentido es que 
Uruguay representa un caso interesante para estudiar el surgimiento de una de las pocas 
culturas democráticas de la región. 
 
La cultura democrática uruguaya 
Entre los datos que se generan en las encuestas de América Latina, y que de manera 
inexplicable han figurado en un segundo plano en los análisis de la región, sobresale 
constantemente la opinión de los ciudadanos de Uruguay, Chile y Costa Rica, quienes 
concentran los índices más altos en la valoración de las instituciones democráticas (ver 
cuadros I y II en el Apéndice). Estos países ya poseían una cultura democrática antes de 
los golpes militares o ni siquiera transitaron por una dictadura militar, como el caso de 
Costa Rica. Sin duda que el estudio de la experiencia de estos países nos arrojaría 
muchos elementos útiles para comprender qué los hizo diferentes del resto de América 
Latina, además de algunos elementos que comparten a primera vista, como el hecho de 
que los tres hayan desempeñado papeles secundarios en el periodo colonial. Dichas 
experiencias nos dan la pauta para relativizar aún más los alcances de la democracia 
neoliberal, puesto que los únicos países que funcionan como democracias en un sentido 
más estricto, ya lo eran antes de los golpes militares.27 
 
26 Garretón M., Manuel Antonio, “Igualdad, ciudadanía y actores en las políticas sociales”; en Rolando 
Franco (coord.), Estudios en homenaje a Aldo Solari. Sociología del desarrollo, políticas sociales y 
democracia, Siglo XXI/CEPAL, México, 2001, pp.191-193. 
27 En el caso de Chile y Uruguay ya existía una cultura democrática antes de que la segunda ola de 
dictaduras irrumpiera en el contexto latinoamericano. El caso de Costa Rica no es muy distinto puesto que 
también posee una firme tradición democrática de más de medio siglo. 
Uruguay representa una experiencia interesante, puesto que además de ser 
tradicionalmente el símbolo de la democracia en América Latina ha encabezado los 
indicadores de valoración y satisfacción de la democracia del Latinobarómetro desde su 
inicio. Y a pesar de que el país atravesó también por una dictadura cívico-militar (1973-
1984) la redemocratización marcó una distancia inusual

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