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1 UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS COLEGIO DE ESTUDIOS LATINOAMERICANOS URUGUAY, GÉNESIS Y METAMORFOSIS DE UNA CULTURA DEMOCRÁTICA TESIS QUE PARA OBTENER EL GRADO DE LICENCIADO EN ESTUDIOS LATINOAMERICANOS PRESENTA GUILLERMO HUGO BELLO CHÁVEZ ASESOR DR. IGNACIO SOSA ÁLVAREZ MÉXICO D.F., MAYO DE 2009 UNAM – Dirección General de Bibliotecas Tesis Digitales Restricciones de uso DERECHOS RESERVADOS © PROHIBIDA SU REPRODUCCIÓN TOTAL O PARCIAL Todo el material contenido en esta tesis esta protegido por la Ley Federal del Derecho de Autor (LFDA) de los Estados Unidos Mexicanos (México). El uso de imágenes, fragmentos de videos, y demás material que sea objeto de protección de los derechos de autor, será exclusivamente para fines educativos e informativos y deberá citar la fuente donde la obtuvo mencionando el autor o autores. Cualquier uso distinto como el lucro, reproducción, edición o modificación, será perseguido y sancionado por el respectivo titular de los Derechos de Autor. 2 AGRADECIMIENTOS A mi madre por proporcionarme estoicamente su apoyo y comprensión. Al dr. Ignacio Sosa, cuyas sabias reflexiones fueron invalorables para la consecución de este trabajo, y por mostrar en todo momento una completa disposición para escuchar mis planteamientos. A Rafael Campos y los miembros del Seminario Permanente Sobre América Latina (SEPEAL) por brindar un espacio necesario para los pasantes de la licenciatura en Estudios Latinoamericanos. A la dra. Eugenia Allier, el dr. Horacio Crespo, la mtra. Julia Elena Miguez y el mtro. Fidel Astorga, por su lectura detenida y comentarios enriquecedores. A Lucía Aranda, cuyo apoyo moral y amistad siempre contagian algo de su vitalidad. A mis amigos Manuel, Evelyn y Francisco, por mostrarse siempre solidarios conmigo. Deseo manifestar finalmente mi profundo agradecimiento a la Universidad, por formarme en una cultura reflexiva y plural. CONTENIDO CAPÍTULO I. Etiología de la cultura democrática…………………………………20 El modelo como conocimiento per se…………………………………………..22 El modelo como herramienta……………………………………………….......27 La cultura democrática uruguaya………………………………..……………...40 CAPÍTULO II. Confrontación y concordia: las raíces de la democracia uruguaya en el siglo XIX………………………………………………………………..………..46 El “algodón entre dos cristales”………………………………………………...47 La cultura de la confrontación……………………………………….................51 Pautas de concordia y solidaridad………………………………………………63 CAPÍTULO IIII. Estado de Bienestar y expansión de la cultura participante: del “laboratorio del mundo” al “Uruguay feliz” ……….…………………………….…88 Los dos batllismos………………………………………...……………………90 Bipartidismo y coparticipación…………………………………………………97 Sindicalismo y Estado de Bienestar………………………….………………..108 CAPÍTULO IV. Vigilia cívica o de la búsqueda de la ciudadanía más activa…...124 El papel del ciudadano en las organizaciones sociales emergentes……….......126 El ascenso militar y la “hibernación” de la democracia………………………135 Redemocratización y resistencia al desafío neoliberal………………………..145 CONCLUSIONES……………………………………..…………………………….153 APÉNDICE…….……………………………………...……………………………..162 BIBLIOGRAFÍA …………………………………………………………………….171 En tanto que nuestros compatriotas no adquieran los talentos y las virtudes políticas que distinguen a nuestros hermanos del Norte, los sistemas enteramente populares, lejos de sernos favorables, temo mucho que vengan a ser nuestra ruina. SIMÓN BOLÍVAR, Carta de Jamaica INTRODUCCIÓN La consolidación de la democracia es uno de los problemas principales de la historia política contemporánea. Desde finales del siglo XVIII la humanidad inició una profunda búsqueda para concretar lo que bien se puede considerar el máximo ideal de la Ilustración en el ámbito político, pero a menudo el camino ha sido sinuoso y perplejo, por no decir desconcertante. Entre las experiencias más dramáticas del memorial de agravios se encuentran Francia, a lo largo del siglo XIX, Italia y Alemania, en el periodo entre guerras, los países emergentes, en los procesos de colonización en la posguerra, y los países latinoamericanos y de la Europa del Este, en las transiciones a la democracia de finales del siglo XX. En cada uno de esos periodos de zozobra mundial los científicos sociales han recurrido a la explicación cultural concibiéndola como un factor clave de donde pudieran surgir respuestas para avanzar en la construcción de democracias más sólidas. De tal manera que de ese proceso de reflexión que abarca ya más de dos siglos se desprende la importancia actual que tiene el concepto de “cultura política”. La idea que subyace en la explicación cultural -que la cultura tiene una influencia sustancial en el desempeño del sistema político-, se ha convertido en un campo de estudio obligado para el analista contemporáneo. El término “cultura política” hace referencia a la obra clásica de los politólogos norteamericanos Gabriel Almond y Sidney Verba, La cultura cívica, publicada en los Estados Unidos en el año de 1963, en la que esta variable es definida desde un marco estructural-funcionalista (de influjo parsoniano) como el “conjunto de orientaciones psicológicas hacia los objetos políticos” , es decir el patrón nacional de conocimientos, sentimientos y valoraciones que los individuos poseen respecto al sistema político y sus procesos.1 La variable cultural había ocupado tradicionalmente un lugar importante desde Aristóteles, Montesquieu y Tocqueville, pasando por Weber, el psicoanálisis y la escuela del “carácter nacional”, quienes habían tratado de determinar la relación que existía entre la cultura y el comportamiento político.2 No obstante, la novedad que representó el estudio de Almond y Verba fue el planteamiento de que estas “orientaciones” podían ser medidas a través de herramientas empíricas, con lo que este tipo de estudios parecían superar el déficit de “comprobación” científica que a lo largo de la historia los había acompañado. De acuerdo con Almond: Pensamos que la frustración de las proyecciones de la ilustración y del liberalismo con respecto al desarrollo político, plantearon un problema cuya explicación podría encontrarse en la investigación acerca de la cultura política, y que el desarrollo de la teoría social en los siglos XIX y XX, así como de la metodología de las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial (sobre todo la metodología de la encuesta), brindaba la oportunidad de resolver [...]3 Uno de los aciertos más reconocidos de Almond y Verba, en relación con la tradición culturalista previa, fue conceder mayor importancia a la socialización política del adulto y relativizar así la influencia de la etapa infantil, que había predominado a partir de los estudios de tipo freudiano y la escuela del “carácter nacional”.4 Para Almond y Verba la subjetividad política se desarrollaba también en el individuo adulto mediante el impacto que tenía la estructura del sistema político, la cual era internalizada mediante el proceso de socialización a través de la interacción en diversas esferas de autoridad como la 1 Almond, Gabriel y Sidney Verba, La cultura cívica. Estudio sobre la participación política democrática en cinco naciones, Fundación de Estudios Sociales y de Sociología Aplicada/Euramérica, Madrid, 1970, pp. 30-32. 2 Pye, Lucian, “Political culture”, en The Enciclopedy of Democracy, vol. III, Congressional Quarterly Inc., Washington D.C., pp. 965-969. 3 Almond, Gabriel, “El estudio de la cultura política”, en Una disciplinasegmentada. Escuelas y corrientes en las ciencias políticas, Fondo de Cultura Económica/Colegio Nacional de Ciencias Políticas y Administración Pública A. C., México, 1999 (Sección de Obras de Administración Pública/ Serie de Nuevas Lecturas de Política y Gobierno), p. 199. 4 Pye, op.cit. familia, la escuela y el trabajo, además de las experiencias directas con el sistema y sus procesos. Con ello el análisis se centraba en las experiencias de socialización exclusivamente políticas que el individuo tenía a lo largo de su vida y no sólo en su infancia. Entre los principales hallazgos Almond y Verba encontraron que los ciudadanos de los países democráticos manifestaban un “sentimiento de competencia”, es decir que ante el hipotético surgimiento de un problema determinado los entrevistados se sentían capaces de influir en el sistema político y obtener una respuesta satisfactoria a sus demandas. Los autores confirmaron que la existencia de este “sentimiento de competencia”, aunado a otras pautas culturales, no menos importantes, como la confianza interpersonal y la tolerancia favorecían cierta predisposición de los individuos para establecer relaciones de cooperación e involucrarse en asociaciones, favoreciendo los procesos input del sistema democrático. A partir de estas pautas Almond y Verba elaboraron un modelo ideal de la cultura de la democracia, la “cultura cívica”, con la finalidad de convertirlo en el paradigma de la cultura democrática en los países donde tenía raíces débiles, en su gran mayoría emergentes. Para Almond y Verba si bien era necesario que en una democracia los ciudadanos poseyeran actitudes de participación, consideraban que la auténtica clave de la estabilidad democrática radicaba en que dichas actitudes no debían ser tan intensas como para obstaculizar la eficacia del gobierno.5 Según los autores, la “cultura cívica” era una “mezcla exacta” de participación y disenso que funcionaba como “mito” en el 5 De esta manera, se dejaba ver que los países que desearan consolidar sus instituciones democráticas en el plano cultural tenían la mitad del camino recorrido, debido a que muchos de ellos se asentaban sobre culturas de súbdito, por lo que sólo sería necesario dar el siguiente paso: la cultura de participación. sistema político y aseguraba su estabilidad, pues al mismo tiempo que la posibilidad de la participación ciudadana obligaba a la elite a gobernar con responsabilidad, le brindaba un margen de maniobra suficiente como para asegurar un funcionamiento eficaz del gobierno.6 La rápida popularidad que el concepto de la cultura política alcanzó en unos cuantos años favoreció definitivamente su incorporación tanto en el vocabulario de las ciencias sociales como en el de la sociedad. Así, aunque no han faltado severas críticas respecto al enfoque utilizado, desde aquel momento hasta los días que corren ha sido publicada una cantidad muy considerable de obras y artículos en donde se refiere directa o indirectamente al concepto de cultura política en el estudio de sistemas políticos del mundo entero.7 En todo ese tiempo, los estudios han confirmado de manera empírica que la cultura participante sin duda influye en el desempeño y estabilidad de las instituciones democráticas, de manera que el estudio de su desarrollo en los procesos de consolidación de las democracias latinoamericanos resulta un factor crucial. Para este trabajo entiendo la cultura política desde un enfoque semiótico, como el conjunto de actitudes, valores, normas, símbolos, mitos, rituales y representaciones que orientan la acción del sistema político, por lo que coincido con autores como Bertrand Badie y Guy Hermet, y Clifford Geertz, e incluso con Almond cuando se suma a la idea de que el análisis cultural debe estar estrechamente supeditado al contexto social del que emerge.8 Así mismo, durante la elaboración de este trabajo he tenido en todo momento 6 Almond y Verba, op.cit., p. 544. 7 Almond refiere en 1990 que: “Existen tal vez 35 o 40 obras teóricas y empíricas acerca de la cultura política, posiblemente un centenar de artículos sobre el mismo tema en revistas y simposios, y más de un millar de citas en la bibliografía correspondiente” en “El estudio de la cultura política”, op. cit., p. 202. 8 Aunque se trata de un supuesto teórico fundamental en la obra los autores mencionados existen algunas acotaciones. Según Geertz refiere “mi propia posición en el medio de todo esto fue siempre tratar de resistirme al subjetivismo, por un lado, y al cabalismo mágico, por otro; tratar de mantener el análisis de las formas simbólicas lo más estrechamente ligado a los hechos sociales concretos, al mundo público de la vida común y tratar de organizar el análisis de manera tal que las conexiones entre formulaciones presente el concepto de democracia elaborado por Robert Dahl, para quien se trata de un sistema político que posee la capacidad primordial de satisfacer a sus ciudadanos sin distinciones políticas, por lo que su funcionamiento debe facilitar tanto la oposición al gobierno como la participación de los ciudadanos.9 Por ello considero que la función de la cultura democrática consiste en proporcionar sentido a los ciudadanos para interactuar de manera cohesionada en los procesos del sistema y poder obtener así la satisfacción a sus demandas que Dahl refiere. Ante el meridional planteamiento de Dahl de lo que es, o debe ser la democracia, se puede decir que, salvo algunas excepciones, la democracia no ha dejado de ser una flor exótica en América Latina. Las expectativas que produjeron las transiciones en la década de 1980 se consumieron en poco tiempo, y a pesar de que en nuestros días la mayoría de los países vive en “democracias”, en cuanto a forma se refiere, un acercamiento más detenido a nuestro pasado reciente nos refleja las dificultades que las instituciones han enfrentado para sujetarse a esas reglas, y el gran déficit de legitimidad que de ello se deriva. Para comenzar, la instauración de las nuevas democracias fueron condicionadas por un modelo socioeconómico determinado. A principios de la década de 1980, se advertía en el contexto internacional un fenómeno que transformó significativamente la política mundial contemporánea. En Estados Unidos y Gran Bretaña, dos países paradigmáticos teóricas e interpretaciones no quedaran oscurecidas con apelaciones a ciencias oscuras.”, en La interpretación de las culturas, Gedisa, México, 1987, p. 39. Mientras que la propuesta de Almond pretende ser un poco más puntual sujetando el análisis cultural al sistema político y sus procesos, lo que me parece atinado, aunque no comparta la definición conductista de cultura política, en términos de “conocimientos, sentimientos y evaluaciones”: “En mi trabajo con G. Bingham Powell, hemos argüido que si la cultura política es la dimensión subjetiva del sistema político, entonces debe consistir de una serie divisible de orientaciones hacia las diversas estructuras y aspectos del sistema político (Almond y Powell, 1978) […] Un enfoque sistémico de la investigación que se apegue a estos lineamientos, tiene la ventaja de que la sujeta firmemente a la estructura y desempeño del sistema político.”, “El estudio de la cultura política”, op. cit., pp. 214-216. 9 Dahl, Robert, Poliarquía. Participación y oposición, 2da ed., Tecnos, Madrid, 1997, pp. 13-15 y 18-20. del mundo desarrollado, se comenzaron a aplicar bajo los gobiernos de Margareth Thatcher y Ronald Reagan un conjunto de reformas del Estado tales como la austeridad fiscal, la privatización de las empresas públicasy los ajustes tanto en los sistemas de seguridad social como en las legislaciones laborales. Estas políticas agresivas tuvieron el objetivo de “reactivar” la economía a partir del desmantelamiento del papel rector que el Estado había ocupado desde el término de la Segunda Guerra Mundial. Así, tras la caída del muro de Berlín y el fin del mundo bipolar se consolidó este nuevo modelo socioeconómico hegemonizado por Estados Unidos, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, conocido como el “modelo neoliberal” o “Consenso de Washington”, el cual sería el marco de referencia obligado de la democratización de fines del siglo XX en América Latina.10 La transición a la democracia en América Latina se vio pues desde un principio condicionada por la aplicación de este programa económico, a lo que se sumó la pervivencia de una cultura política autoritaria, y desde luego la versión “procedimental” de democracia. Como es sabido, la democracia representativa o democracia “procedimental” tiene sus raíces en la concepción que le atribuyó Joseph Schumpeter a la democracia al término de la Segunda Guerra Mundial, en su obra Capitalismo, socialismo y democracia.11 Una idea fundamental en la interpretación de Schumpeter es que la voluntad del ciudadano era considerada tan sólo como: 10 De acuerdo con Petras y Morley las principales reformas estructurales que se impulsaron en América Latina fueron: a) seguir los lineamientos del Banco Mundial (BM) y el Fondo Monetario Internacional (FMI); b) desmembramiento de los programas de bienestar social; c) debilitar los programas de legislación laboral; d) desmantelamiento del sector estatal; e) permitir la compra de empresas públicas por extranjeros; y f) dar prioridad al pago de la deuda externa. James Petras y Morris Morley “Los ciclos políticos neoliberales: América Latina “se ajusta” a la pobreza y a la riqueza en la era de los mercados libres”, en Pablo González Casanova y John Saxe Fernández, El mundo actual. Situación y alternativas, UNAM/Siglo XXI, México, 1996, p. 217. 11 Schumpeter, Joseph A., Capitalismo, socialismo y democracia, Ediciones Orbis, Barcelona, 1983. […] un haz indeterminado de vagos impulsos que se mueven en torno a tópicos dados y a impresiones erróneas […]12 Por ello resultaría científicamente irracional para los representantes elegidos por una comunidad la idea de convertir la voluntad del ciudadano en la guía de su gobierno, puesto que: […] aun cuando las opiniones y deseos de los ciudadanos individuales fuesen datos perfectamente definidos e independientes a elaborar por el proceso democrático, y aun cuando todo el mundo actuase respecto de ellos con racionalidad y rapidez ideales, no se seguiría necesariamente que las decisiones políticas producidas por ese proceso, partiendo de la materia prima de esas voliciones individuales, representase algo que, en un sentido convincente, pudiera ser denominado voluntad del pueblo.13 Para la teoría de la democracia procedimental la participación ciudadana debía estar limitada a formar un gobierno y dejar que la élite política se desenvolviera de manera eficaz. Así, en América Latina, tras unos cuantos años de democratización, bajo este paradigma se profundizó aún más la estructura de desigualdad social que ha caracterizado históricamente al subcontinente, y junto con ello se ha dificultado el fortalecimiento de la sociedad, el corazón de toda democracia, postergando la generación de una cultura democrática. De acuerdo con Guillermo O’Donnell, el procesamiento de la reforma del Estado a través de instituciones poco democráticas, en un contexto de profunda crisis socioeconómica, derivó en el establecimiento de dos tipos de democracia en la región. Por un lado se encuentra la democracia delegativa, que predomina en la mayoría de los países, aunque los ejemplos clásicos son Brasil, Perú y Argentina, que tienen como característica principal el predominio del poder Ejecutivo sobre el Legislativo y el resto 12 Ibid., p. 325. 13 Ibid, p. 326. de las instituciones públicas, en donde la relación entre el ciudadano y sus representantes se limita a las campañas electorales. Una vez que los candidatos obtienen el poder, forman un gobierno encabezado por un presidente todopoderoso, quien impone su voluntad sobre el resto de los poderes y mantiene a la ciudadanía al margen hasta las próximas elecciones. En este primer escenario el particularismo es el protagonista principal pues el predominio del ejecutivo sobre el resto de las instituciones quebranta el espacio público, conduciendo así a que las decisiones se tomen desafortunadamente “a favor de los intereses más organizados y económicamente poderosos”.14 El segundo tipo que refiere O’Donnell es la democracia representativa, en la cual, a diferencia del modelo delegativo, las relaciones entre el Ejecutivo, el Parlamento y el Poder Judicial funcionan bajo el principio de “acountability horizontal”;15 es decir, prevalece una dinámica de responsabilidades mutuas cuyo ejercicio asegura el espacio público y el juego democrático, en donde el ciudadano puede articular sus intereses con mayor probabilidad. Sin embargo, la democracia representativa ocupa un espacio mínimo en la geografía latinoamericana, O’Donnell sólo refiere a Uruguay y Chile como representantes de este tipo de democracia, y su aparición en la escena neoliberal se debe más bien a factores históricos previos.16 Es decir, se trata de procesos de redemocratización impulsados por culturas políticas que marcan la diferencia en el presente como lo hicieron en el pasado y no se deben a la generación de una cultura democrática bajo la combinación del modelo neoliberal y la democracia procedimental. 14 O’Donnell, Guillermo, “Otra institucionalización”, en Contrapuntos. Ensayos sobre autoritarismo y democratización, Paidós, Buenos Aires, 1997, p. 327. 15 Para O’Donnell existe acountability horizontal cuando “las instituciones formales tienen límites formalmente establecidos y bien definidos, que circunscriben el adecuado ejercicio de su autoridad y que existen agencias estatales encargadas de controlar y corregir las violaciones de estos límites por parte de cualquier funcionario o agencia”, ibíd., p. 325. 16 O’Donnell, Guillermo, “¿Democracia delegativa?, en Cuadernos del CLAEH, núm. 61, Montevideo, 1992. Bajo la democracia delegativa se dieron grandes paradojas en la década de 1990. James Petras y Morris Morley analizaron cómo los candidatos que alcanzaron el poder desde finales de los años ochenta y a principios de los noventa, prometiendo actuar en contra de las reformas estructurales se convirtieron trágicamente en sus ejecutores principales. Ello es un reflejo desde luego de la debilidad de la organización de la sociedad. Dicho fenómeno lejos de ser corregido en las siguientes elecciones, profundizó las reformas a través de sucesivos periodos electorales.17 Así, administraciones encabezadas por hombres carismáticos como las de Menem en Argentina, Color de Mello en Brasil o Fujimori en Perú, tuvieron en común haber llegado al poder después de entablar una relación delegativa con los electores, quienes en un contexto de profundas crisis económicas y el consecuente gradual declive de su nivel de vida, pusieron sus esperanzas en candidatos que les ofrecían poner en práctica todas las medidas que fueran necesarias sin necesidad de apartarse de la inmovilidad ciudadana.18 Es decir, que bajo la dinámica delegativa y el anestésico de la crisis económica la ciudadanía, al no estar cohesionada en asociaciones u organizaciones horizontales encontró en el líder carismático la mejor salida, y se involucró en un ciclo que lo llevaría a votar en distintasocasiones por candidatos carismáticos que no sólo olvidarían las promesas hechas al calor de las campañas multitudinarias, sino que al encumbrarse en el poder no encontrarían un mayor obstáculo para tomar una dirección diametralmente opuesta a los intereses de la ciudadanía, sin que ningún actor social fuera capaz de revertir este escenario, debilitando aún más la ya de por sí abortada legitimidad sobre la que las nacientes instituciones democráticas pretendieron echar sus raíces. Fue así como desde 17 Los autores identifican la aplicación de las reformas estructurales en tres “oleadas”:1) Transición a la democracia, en donde se establecen las primeras bases para implementar las reformas; 2) Finales de los 80s principios de los 90s, se radicalizan las medidas; 3) Mediados de los 90; las reformas se consolidan y los gobiernos tratan de frenar los movimientos sociales de protesta con una mayor militarización. Petras y Morley, op. cit. 18 Cavarozzi, Marcelo “El sentido de la democracia en América Latina”, en Perfiles Latinoamericanos. Revista de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO)/Sede México, no. 2, 1993, pp. 175-176. el frágil marco de estas democracias se ejecutó el programa neoliberal, a través del voto, pero paradójicamente en contra del bienestar del ciudadano, manipulando al electorado a través de la dinámica electoral de la apatía delegativa y el fraude electoral, sin dar lugar a que una oposición real se pudiera construir. Parte del resultado son los conocidos datos en donde, ante los ojos de los ciudadanos, las instituciones de la región tienen muy poca credibilidad. Desde 1988 un programa piloto apoyado por el Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas (PNUD) aplicó encuestas sobre temas clave para la democracia en cuatro países del Cono Sur: Argentina, Brasil, Uruguay y Chile, los datos muestran cuánto duró en realidad la efervescencia democrática sobre todo en los dos primeros países.19 El informe recopilatorio del Latinobarómetro de 2005 es también un documento significativo en este sentido. Durante los diez años que abarca el informe (1995-2005) el apoyo a la democracia, además de que el índice ha sido bastante endeble y con fluctuaciones importantes, perdió 5%, al descender de 58% a 53%. Pero aún más alarmante es el índice que mide la satisfacción de la democracia, en donde además de que tradicionalmente es aún más bajo, experimentó una caída mayor, de un 38% a 31%. A ello se suma el bajísimo desempeño que presentan las instituciones clave de la democracia como el Ejecutivo, Legislativo, Judicial y los partidos políticos, estos últimos definitivamente puestos en duda por la ciudadanía en cuanto a su importancia para la democracia, al mismo tiempo que la percepción de fraude en las elecciones se incrementó de 46% a 54%. Por si acaso quedara alguna duda sobre la fragilidad de nuestras democracias, para 2005 un 30% de los entrevistados en la región estaba 19 Se tienen datos de que para 1988 las percepciones positivas sobre instituciones y políticos ya habían declinado a niveles tan bajos, o más aún, que los que existían hacia finales de los regímenes militares. Cattenberg; en Marcello Baquero, “Partidos e cultura política na América Latina: uma combinação de instabilidade política?”, en Marcello Baquero (org.), Desafios da democratização na América Latina. Debates sobre cultura política, Centro Universitario Lasalle-Editora da Universidade/Universidade Federal do Rio Grande do Sul, Porto Alegre, 1999. dispuesto a apoyar un régimen militar si la situación empeoraba (para los datos citados del Latinobarómetro ver Gráficos I, II, III y IV en el Apéndice).20 A primera vista pues los datos favorecen la idea de que la democracia en América Latina lejos de estar consolidada, tiene la puerta francamente abierta al autoritarismo. A nivel social, el resultado de las reformas neoliberales, sin mencionar siquiera la frustración del anhelado crecimiento económico, fue la mayor concentración de la riqueza y un alarmante incremento de la pobreza, lo que nos ha llevado una vez más a reafirmar la estructura social dualista que caracteriza a la región en la historia, haciendo honor a nuestro afamado epíteto de ser la “región más desigual del mundo”. Como O‘Donnell planteaba a finales de los noventa: Los ricos son más ricos, la cantidad de pobres e indigentes ha aumentado y, como veremos, los sectores medios se han dividido: por un lado están los que consiguieron navegar exitosamente las crisis económicas y los planes de estabilización; por el otro, los que cayeron en la pobreza o están cerca de atravesar la línea que los separa de ésta.21 El pronto desencanto de la opinión pública, la pérdida de la confianza hacia las instituciones y la nueva dualización de la sociedad, son algunos de los síntomas más visibles del procesamiento de las reformas neoliberales bajo el modelo de democracia delegativa. A los latinoamericanos nos gustaría que los partidos sirvieran para canalizar las demandas de los ciudadanos que votamos por ellos, que ser diputado no implicara ser corrupto, que el gobierno lo fuera para todos, que los puestos en la burocracia no se vieran como fuente de enriquecimiento, que los jueces ejercieran todo el peso de la ley con los ojos vendados, que se respetaran las elecciones... Estas aspiraciones idílicas de la ciudadanía latinoamericana chocan de golpe todos los días con nuestra abyecta 20 “Informe Latinobarómetro 2005”; tomado el 15 de febrero de 2007 de http://www.latinobarometro.org/ 21 Guillermo O’Donnell, “Pobreza y desigualdad en América Latina: algunas reflexiones políticas”, en Contrapuntos. Ensayos sobre autoritarismo y democratización, Paidós, Buenos Aires, 1997, pp. 331-332. realidad, sofocante y perversa, que recompensa a quien burla la ley mientras castiga al que actúa en pro del bien común. Marcello Baquero se refiere a esta cultura política como “inmediatista”, ya que: [...] interpreta la democracia en una dimensión material y altamente volátil en sus actitudes, [...] su creencia está basada mucho más en la esperanza de lo que debería ser, de lo que propiamente ellos esperaban que fuese.22 Los políticos hablan todos los días de la necesidad de fomentar una “cultura cívica”, pero en la formación del espacio público, en el ámbito laboral, en los salones de las escuelas, en nuestras familias y en la mayoría de nuestras interacciones sociales se siguen proyectando las sombras perversas de la desigualdad, la desconfianza y el autoritarismo. Este fenómeno está lejos de ser nuevo en la región y es responsable en gran medida de favorecer la estructura cíclica que caracteriza a la historia política de la región, en su vaivén entre autoritarismo y democracia. Se podría decir que la anémica democracia latinoamericana de la actualidad es un claro reflejo de nuestro estancamiento en una cultura de “transición” entre un régimen autoritario y uno más democrático que no termina de cuajar, una cultura de “súbdito participante” si utilizamos los términos de Almond y Verba, cuyas estructuras pretenden ser democráticas pero en donde aún perviven fuertes rasgos autoritarios, una cultura de “transición” que ha incidido en la fragilidad de nuestras instituciones a lo largo del siglo XX. Para Huntington, en países como Argentina, Brasil, Perú, Bolivia y Ecuador: 22 Traducción propia. Marcello Baquero, “A desconfiança como fator de inestabilidade política na América Latina”, en Marcello Baquero, Enrique Carlos de Oliveira de Castro y Rodrigo Stumpf González, (orgs.) A construção da democracia na América Latina. Estabilidade democrática, processos eleitorais, ciudadaniae cultura política, Centro Lasalle de Ensino Superior- Editora da Universidade/Universidade Federal do Rio Grande do Sul, Porto Alegre/Canoas, 1998, p.27. […] el cambio de régimen logra así la misma función que la alternación de partidos en un sistema democrático estable. El país no alterna entre sistemas políticos autoritarios y democráticos; la alternancia entre democracia y autoritarismo es el sistema político del país.23 Nuestras constituciones establecen las normas de sociedades democráticas (división de poderes, elecciones periódicas, garantías individuales, libertad de expresión) pero debido a la existencia de una cultura aún con fuerte vena autoritaria podemos hablar de que en América Latina existe una incongruencia entre cultura y estructura política. En este sentido, es muy probable que ante una crisis económica mundial o un cambio político de grandes dimensiones, pudiera ocurrir en la región un nuevo giro hacia el autoritarismo. Si no es que ya lo estamos observando a partir del caso Venezuela. El dilema es entonces: ¿cómo desarrollar una cultura más democrática en la región? Está claro que nuestra cultura política obstaculiza la consolidación de la democracia en la región, y que la democracia procedimental no está fomentando en América Latina una cultura democrática, puesto que no se ha consolidado la democracia. Los teóricos de la democracia procedimental valoran la cultura democrática, aunque a menudo sean partidarios de una cultura política que promueve un nivel limitado de participación, sobre todo encauzado a las elecciones, después de todo la voluntad del ciudadano es un “haz indeterminado de vagos impulsos que se mueven en torno a tópicos dados y a impresiones erróneas”, como refería Schumpeter; sin embargo esta teoría parte del supuesto de que el correcto funcionamiento de las instituciones por sí mismo generará una cultura democrática después de algunas décadas, como si la historia previa y la cultura política no influyeran en el desarrollo del sistema político, cuestión que desde luego ha tenido un peso muy importante sobre todo en América Latina, como lo hemos 23 Huntington, Samuel P., La tercera ola. La democratización a finales de siglo XX, Paidós, Buenos Aires, 1994 (Estado y Sociedad, 20), p. 50. observado en las dos últimas décadas con la mutación de la democracia procedimental en democracia delegativa y el incremento de la dualización de la sociedad. Este trabajo está encaminado a demostrar que la cultura democrática se forma históricamente a partir de la conformación de la infraestructura social, es decir partidos, sindicatos, asociaciones, entre otros, a través de la incidencia que ellos logran ejercer en el sistema político a lo largo de la historia. Por lo que pone en evidencia que la teoría de la democracia procedimental, al enfocarse exclusivamente en el ejercicio del voto y el diseño de las instituciones, derivado de su planteamiento elitista, oculta el verdadero camino de la consolidación de una democracia: el fortalecimiento de los actores sociales en América Latina. Este trabajo se concentra en el estudio del surgimiento de una de las pocas culturas democráticas que existen en la región: Uruguay. Mi intención básicamente es demostrar que la cultura democrática no se origina con la sola creación de instituciones democráticas, sino que es el resultado de un proceso de fortalecimiento de la sociedad a través de la historia. Con ello no pretendo más que comprender y hacer explícitos los motivos que históricamente han llevado a este pequeño país a desarrollar una cultura encaminada al bien común, a diferencia de sus vecinos latinoamericanos, y que si bien ha tenido sus vicisitudes, sigue siendo el país más democrático de la región y por lo tanto la democracia más antigua del subcontinente. CAPÍTULO I Etiología de la cultura democrática La “cultura cívica” fue un modelo de cultura política democrática desarrollado por Almond y Verba a partir de la teoría de la democracia procedimental de Schumpeter, que implica una participación limitada a la ciudadanía, a manera que apoyara “empíricamente” la tesis de generar un gobierno capaz de tomar las mejores decisiones. Al igual que en el ideal schumpeteriano, el modelo de cultura “cívica” elaborado por Almond y Verba, al ser una mezcla exacta de “participación y disenso” que se encuentra distribuida aleatoriamente en la sociedad, coincide convenientemente con el supuesto “científico” de la democracia procedimental de que el ciudadano debe mantener un perfil limitado de participación, puesto que de otra manera obstaculizaría el óptimo desempeño de la élite política. Ahora bien, además de la utilización de la evidencia empírica para robustecer el supuesto teórico, Almond y Verba, utilizaron un argumento de tipo histórico para justificar la aparición de la “cultura cívica”. Así, según Almond y Verba, el ciudadano que participa sólo cuando “debe” hacerlo, dando un margen amplio a la élite para gobernar, es el resultado de una superposición de tres fases históricas (parroquial, súbdito y participante), las cuales se combinan para formar la “cultura cívica”. De tal manera que a pesar de que Almond y Verba consideran que la historia ejerce un papel importante en el desarrollo de la cultura política la aspiración “científica”, el ideal, fue determinante en la elaboración de su modelo de cultura democrática, con lo que podría decirse que indujeron un modelo que no correspondía con su contexto, dejando de lado el verdadero problema: ¿cómo se genera una cultura democrática? La cultura “cívica” es pues un tipo ideal de participación a alcanzar en las sociedades de la posguerra, que fue elaborado por los científicos políticos a partir de la teoría de la democracia liberal, fundamentalmente, reforzado por la investigación empírica de Almond y Verba, y por la historia, más no se trata de ninguna cultura política que exista en un espacio y tiempo determinado, a pesar de los esfuerzos por decir que Estados Unidos era el país que se acercaba más a dicho ideal: Que la cultura cívica es apta para el mantenimiento de un proceso político democrático, eficaz y estable puede apreciarse bien si consideramos el efecto de las desviaciones de este modelo. Podemos empezar enjuiciando de nuevo la situación de los Estados Unidos e Inglaterra. Hemos dicho que estas dos naciones son las que más se aproximan al modelo de la cultura cívica, pero que en aspectos importantes se diferencian entre sí en la manera como se aproximan a dicho modelo […] Es posible que la deferencia hacia las élites políticas vaya demasiado lejos y que las pautas severamente jerárquicas en la política inglesa -pautas que han sido criticadas con frecuencia por limitar la difusión de la democracia en esa nación- resulten de un equilibrio llevado demasiado lejos en la dirección de los roles deferentes y de súbdito.1 El mismo transcurrir de la historia daría cuenta de la diferencia entre ideal y realidad. Así, el modelo de “cultura cívica” producido “científicamente” fue utilizado como punto de comparación de los países incluidos en el estudio, sin mayores consideraciones de los contextos locales, al mismo tiempo que fue recomendado a los países emergentes que querían alcanzar una democracia estable, bajo la justificación de que era el “más apto” para la estabilidad del sistema democrático, pero sin que existiera en realidad en ningún país del mundo. Lo que me propongo para el caso uruguayo es retomar el modelo de acuerdo con el planteamiento original de Weber, es decir como herramienta para la construcción del 1 Almond y Verba, op. cit., pp. 550-551. conocimiento de un caso concreto, y no como conocimiento per se. Para ello utilizo el modelo de desarrollo históricoevolutivo la cultura democrática elaborado por Almond y Verba y maquillado bajo el marco teórico del funcionalismo estructural y la teoría de sistemas, que después de todo está basado en el caso inglés y el alemán como contraejemplo. Pero debo decir que utilizo este modelo como mero referente, estrictamente teórico, para así acercarme e mi verdadero objetivo que es interpretar el desarrollo histórico de la democracia en Uruguay desde la perspectiva cultural, y lograr comprender así la manera en que históricamente se fue construyendo el sentido de la cultura democrática de este país, desde su creación hasta nuestros días. Por supuesto, mi intención no es encontrar al final del camino una “cultura cívica”, en los términos en que la plantearon Almond y Verba, o construir un nuevo modelo de cultura democrática, sino reconstruir los motivos que históricamente han llevado a la sociedad uruguaya a desarrollar una cultura democrática. El modelo como conocimiento per se De igual manera que las ciencias sociales de mediados del siglo XX encontraron en la analogía biológica un aliciente para llevar a sus estudios al nivel de “ciencia”, el concepto de cultura política se desarrolló en el marco de la teoría sistémica y el desarrollismo político. Es decir que se partió de la idea de la política como un sistema, un conjunto de elementos en interacción que procesaban insumos y productos, en donde todo elemento cumplía con una función específica, la de la cultura era “regular” el sistema. De manera generalizada, a partir de la década de 1970 la elaboración de modelos universales en las ciencias sociales con base en esta concepción analógica comenzó a ser severamente criticada, y sus practicantes a menudo fueron tachados de ingenuos, etnocentristas o defensores del status quo, como ocurrió en el caso de los creadores de la “cultura cívica”. Esto se debe en gran medida a que muchos de aquellos científicos sociales pasaron por alto la función que Weber le atribuyera a la elaboración de los modelos como herramientas destinadas para la construcción del conocimiento y no como conocimiento en sí mismo.2 Todavía para Talcott Parsons, por ejemplo, una de las principales aportaciones del pensamiento weberiano fue la de haber postulado la necesidad de recurrir a una teoría analítica general para alcanzar un conocimiento causal de las acciones humanas, orientadas en función de los valores, una posibilidad que había sido negada completamente por la tradición historicista previa.3 Sin embargo, resulta paradójico que muchos de los teóricos de la modernización y el desarrollismo político, que de igual manera sentaron sus bases en los postulados de Weber, se concentraron más en la construcción de modelos universales y mostraron poco interés por estudiar el papel del contexto como productor de sentido, en oposición a lo planteado originalmente por Weber. Una de las principales críticas que se les han realizado a las hipótesis culturalistas que se derivan de esta estirpe universalista es que a menudo se convierten en una especie de determinismos sociales, hacia el pasado o hacia el futuro. Para Badie y Hermet, la incapacidad de considerar el cambio ha sido una falla metodológica crucial del análisis cultural, lo que a menudo ha llevado a los investigadores a declarar peligrosamente la 2 Al explicar el método de causación adecuada, Weber se preguntaba en un ejemplo ya clásico sobre qué habría sucedido si en la batalla de Maratón, considerada como el origen de la cultura occidental, los persas hubieran vencido a los griegos y aclara que: “ No se trata de que un triunfo de los persas habría debido tener por consecuencia un desarrollo de la cultura helénica, y por lo tanto universal, determinado de manera por entero diferente -pues semejante juicio sería sencillamente imposible-, sino, antes bien, que tal desarrollo diferente "habría" sido la consecuencia "adecuada" de aquel suceso.” De lo que se desprende un claro ejemplo del papel cognoscitivo, meramente heurístico, que cumplían los modelos y las suposiciones en su obra. Max Weber, "Estudios críticos sobre la lógica de las ciencias de la cultura", en Ensayos sobre metodología sociológica, Amorrortu, Buenos Aires, 1973, pp.170-171. 3 Parsons, Talcott, "Evaluación y objetividad en el ámbito de las ciencias sociales: Una interpretación de los trabajos de Max Weber"; en Talcott Parsons et. al., Presencia de Max Weber, Nueva Visión, Buenos Aires, p. 20. permanencia intacta de los modelos culturales intentando explicar fenómenos políticos del presente a partir de pautas que corresponden a contextos históricos del pasado, y viceversa, es decir, utilizar pautas que acaban de surgir en el presente para tratar de explicar hechos del pasado.4 Así, este fallo de interpretación convierte a los modelos culturales en entes “inmutables” que, aparentemente, ejercen un dominio total sobre la historia. Resulta interesante que en su obra clásica, Almond y Verba no plantearon teóricamente un modelo inmutable de la cultura, ni tampoco una relación causal unidireccional entre cultura y estructura. Es este el supuesto, al menos en principio, que está implícito en el argumento general de la cultura cívica y el mismo que les preocupa subrayar en la revisión de la obra que hicieron a finales de la década de 1980: La crítica de que La cultura cívica argumenta que la cultura política causa estructuras políticas es incorrecta. A través del estudio el desarrollo de patrones culturales específicos en países particulares es explicado con referencia a experiencias históricas particulares, tales como la secuencia de las Reform Acts en Gran Bretaña, la herencia americana de las instituciones británicas, la Revolución Mexicana, y el Nazismo y la derrota en la Segunda Guerra Mundial para Alemania. Está bastante claro que la cultura política es tratada como variable dependiente e independiente, causando la estructura y siendo causada por ella.5 Empero, la crítica más recurrente que se realizó sobre el trabajo de Almond y Verba consistió precisamente en haber despojado a los datos obtenidos de su contexto histórico, de construir un modelo de cultura democrática, extraído “científicamente” de un contexto “real”, y utilizarlo para medir el “desarrollo” político de los países emergentes. Pues, si bien es cierto que los autores habían hecho expresa referencia de 4 Badie, Bertrand y Guy Hermet, Política comparada, Fondo de Cultura Económica, México, 1993, p. 40. 5 Almond, Gabriel, “The Intelectual History of the Civic Culture Concept”, en Gabriel A. Almond y Sidney Verba (eds.), The Civic Culture: Revisited, Sage Publications, Newbury Park California, 1989, p. 29. que la cultura política era el resultado de la historia y los procesos del sistema, pareciera que para ellos era más importante construir a partir de los datos obtenidos un modelo de cultura democrática que no casualmente simpatizó con los principios de la democracia procedimental. La crítica que hacen Badie y Hermet en su Política comparada completa el cuadro: […] La (relativa) regularidad observada en la producción de los comportamientos sociales, delimitada de manera dudosa y frágil, se integra arbitrariamente a una cultura sin considerar las interacciones sociales, la perspectiva que se tiene de las instituciones y cómo se originan las situaciones en las que se despliegan los comportamientos. La comparación se falsea en todos los niveles, no se concede la debida importancia a lo específico de los modos de construcción de lo político propios de cada sociedad y se invoca engañosamente lo universal de los comportamientos mediante un cuestionamiento único, que se aplica a todos los individuos de las sociedades estudiadas.6 Para Carole Pateman, la cultura cívica incurrió enel mismo error de interpretación que caracterizó a la escuela revisionista de la democracia de la Posguerra. La filósofa argumentó que el modelo de la “cultura cívica” de hecho habría sido inducido a partir del modelo de democracia liberal, que planteaba un ciudadano moderado.7 Para Pateman, haber partido de este modelo de democracia liberal les impidió desde el principio a Almond y Verba analizar el verdadero problema de la democracia anglosajona: lo que ellos llaman una “mezcla perfecta” entre participación y disenso no habría sido más que el resultado de los reflejos de la desigualdad de la estructura socioeconómica en el proceso de la socialización política. Lo que haría más probable, por ejemplo, que una cultura participante fuera adquirida por un hombre blanco, que haya asistido a la universidad y trabaje en una oficina, que por una mujer negra que trabaja en una fábrica. Para Pateman el lugar de trabajo constituye una esfera clave de la 6 Badie, Bertrand y Guy Hermet, op. cit., p. 37. 7 Pateman, Carole, "The Civic Culture: A Philosophic Critique", en Gabriel A. Almond, Sidney Verba (eds.), The Civic Culture: Revisited, Sage Publications, Newbury Park California, 1989, pp. 57-58. socialización política del individuo, por lo que propone la democratización de la esfera laboral para resolver el déficit. A finales de la década de 1980, bajo un contexto internacional diferente al de la Guerra Fría, el propio Almond destacaba que aquellas orientaciones consideradas tan sólo dos décadas atrás como la fuente de estabilidad de los sistemas democráticos de Estados Unidos y Gran Bretaña, aquella síntesis de la evolución política de Occidente, habían cambiado de manera considerable con relación a los sucesos “histórico-económicos”: Así, la decadente cultura cívica de los Estados Unidos de Norteamérica y Gran Bretaña, y la emergente en Alemania occidental, muestra que la cultura política es una variable relativamente flexible, influida de manera significativa por la experiencia histórica, así como por la estructura y el desempeño gubernamentales y políticos. El trauma del nacional socialismo, una estructura gubernamental y política cuidadosamente planificada, así como una economía efectiva, produjeron al parecer una democracia estable en Alemania. Por otra parte, la guerra de Vietnam, la contracultura y el Watergate socavaron profundamente la cultura cívica en los Estados Unidos de Norteamérica, de la misma manera que un mediocre desempeño económico y la pérdida de prestigio en el nivel internacional también mermaron la legitimidad de las instituciones políticas británicas. 8 La historia se había encargado de demostrar a los científicos políticos que la “cultura cívica” experimentaba profundos cambios de acuerdo con el contexto. Y aunque, ese era el principio del que habrían partido Almond y Verba en su estudio original, el error en definitiva fue haber postulado el modelo elaborado como el fin último de su estudio. ¿Qué sucedería si utilizáramos dicho modelo como mera herramienta para analizar el surgimiento de una cultura democrática, únicamente como un referente teórico, consecuente, absolutamente lógico y racional, en el sentido weberiano original, con la 8Almond, op., cit., p. 206. finalidad ya no de construir un modelo universal nuevo sino de indagar sobre aquellas causas que habrían llevado a una sociedad a desarrollar pautas democráticas? El modelo como herramienta La teoría de la democracia procedimental lleva a Almond y Verba a buscar una justificación histórica a su modelo, y a argumentar que la cultura “cívica” era el fruto de un largo desarrollo de las instituciones políticas a través de la historia, una mezcla entre “tradición y modernización” en donde el cambio se medía en términos de diferenciación estructural y secularización cultural a lo largo de tres fases: 1. Cultura política parroquial : las actitudes están orientadas hacia estructuras difusas y poco diferenciadas. 2. Cultura política de súbdito: predominan las actitudes hacia los procesos administrativos o productos del sistema. 3. Cultura política participante : las actitudes están orientadas tanto a los productos del sistema como a los insumos, es una “mezcla” de las dos primeras fases pero que incluye la participación. Siguiendo la analogía biológica, los sistemas a lo largo de su historia, y a medida que van superando los distintos desafíos de su entorno, experimentaban el desarrollo o la disminución de sus funciones, lo cual tenía por supuesto efectos en las capacidades del sistema, como la diferenciación y especialización de roles, estructuras y subestructuras, además del cambio de las relaciones entre ellos, ya sea de autonomía o dependencia. Así, la cultura política que poseía un país, sería la suma total de las pautas que se habían generado durante las fases por las que había atravesado el desarrollo del sistema político, es decir que, al menos en la teoría planteada por Almond y Verba, la cultura política se construía a lo largo de la historia. Para Almond y Verba, en la historia de un sistema político la diferencia entre el origen de un sistema democrático o uno autoritario se encontraba en el desarrollo de la infraestructura que, integrada por los partidos, asociaciones, sindicatos, grupos de intereses y medios de comunicación, canalizaba las demandas de la sociedad hacia el sistema político. Una fase clave en este desarrollo era el papel que había tenido la centralización del poder en cada país, porque influía sobremanera si en la siguiente fase se desarrollaba una cultura democrática o una totalitaria. Este modelo fue construido con base en el caso paradigmático de Inglaterra, donde el absolutismo había “respetado” algunas de las estructuras parroquiales, y una vez finalizado el proceso de centralización éstas habían servido al desarrollo de la democracia, en la medida en que se convertían en mecanismos que enlazaban al ciudadano común y al gobierno, nutriendo directamente la infraestructura democrática; si, por el contrario, la centralización del Estado las había “aniquilado”, nos encontraríamos seguramente ante un régimen autoritario, como la Alemania de Bismark, el ejemplo que servía de modelo opuesto a Inglaterra. Casos que, desde luego, toman de los estudios históricos y que, sin embargo, utilizan básicamente para justificar el modelo de la cultura cívica como una “mezcla” de disenso y participación.9 No obstante, del planteamiento teórico de Almond y Verba se desprende una teoría del cambio cultural que resulta interesante, en cuanto a la suposición de que las huellas del pasado se encuentran impregnadas en todas las acciones del hombre, pero que también el devenir deja sus huellas en la cultura, es decir, en cierta forma toda cultura tiene algo de nuevo y algo de viejo, algo de “tradición” y algo de “modernidad”, como lo referían precisamente Almond y Verba. 9 Almond y Verba, op. cit., pp. 41-42. Seymour Lipset partió en algunos de sus trabajos de un principio semejante, resumido en la analogía weberiana de los dados cargados: “una vez que los dados aparecen con un número determinado, tienden a aparecer de nuevo con el mismo número”. Es decir, una vez que los eventos históricos establecen ciertos valores o pautas culturales, en la medida en que se afianzan en las instituciones se convierten en reguladores del marco de acción, van influyendo poderosamente sobre los acontecimientos posteriores. Para Lipset la cultura se convierte así en un factor importante en la dirección del cambio social.10 Otro ejemplo similar es el que presenta el antropólogo Marshall Sahalins, quien después de analizar la relación entre cultura y estructura en Hawaia lo largo de un periodo histórico de varios siglos, concluyó que: [...] la cultura funciona como una síntesis de la estabilidad y el cambio, el pasado y el presente, la diacronía y la sincronía [...] Toda reproducción de la cultura es una alteración, en tanto que en la acción las categorías por las cuales se orquesta un mundo presente recogen cierto contenido empírico nuevo.11 Para el historiador Peter Burke, la visión de Sahalins se encuentra próxima a la que posee Fernand Braudel sobre los acontecimientos, en la medida de que los hawaianos continuaron interpretando lo que sucedía bajo sus propias pautas culturales. Aunque reconoce que existe una diferencia radical entre ambos autores en el momento en que Sahalins “sugiere que en el proceso de asimilación de esos acontecimientos, la cultura hawaiana cambió radical y decisivamente".12 Lo que nos confirma que la cultura no es 10 Lipset, Seymour Martin, Estados Unidos: Juicio y análisis. Los estados Unidos en una perspectiva histórica y comparativa, Norma, Cali, 1966, p. 24. 11 Marshall Sahlins, Islas de historia. La muerte del capitan Cook. Metáfora antropología e historia, Gedisa, Barcelona, 1988. 12 Burke, Peter, Historia y teoria social, Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, México (Colección Itinerarios), 2000, p. 183. necesariamente un ente inmutable y determinante sino que puede cambiar con los acontecimientos. En los años que siguieron a la publicación de Almond y Verba las ciencias sociales profundizarían cada vez más en las diferencias que producen los contextos, sobre todo en las que antecedían a la modernización de occidente. Dentro de la primera ola de reacciones a las tesis universalistas que se construyeron en las ciencias sociales a mediados del siglo XX, valdría la pena recordar las tesis de Barrington Moore Jr., quien en su libro Los orígenes sociales de la dictadura y la democracia nos habla precisamente de la importancia clave que tiene la fase de concentración de poder (lo que Almond y Verba llaman de “súbdito”) a partir del papel que desempeñaron el aristócrata rural y el campesino frente a la agricultura comercial. Barrington Moore planteó que en la Inglaterra absolutista la nobleza rural se mantuvo independiente y se sumó a la agricultura comercial, liberando los campesinos a su suerte, lo que habría favorecido una alianza de los terratenientes con las clases urbanas en contra de la corona, facilitando el derrocamiento del antiguo régimen, y con ello la emergencia de la democracia. Mientras que en Francia la fase absolutista habría sido más enérgica, la nobleza rural tuvo un impulso más débil hacia la agricultura comercial y sujetó al campesino a la tierra; sin embargo lo excepcional en el caso francés consistió en que el antiguo régimen fue descalabrado por una revolución campesina, lo que le dio un completo giro al proceso. Por otro lado, en países como Alemania o Japón, a pesar de la modernización, la pervivencia de un poderoso sector de terratenientes desembocó en el fascismo, mientras que en China y Rusia una revolución campesina derivó en el comunismo autoritario.13 Lo que nos sugiere nuevamente a grosso modo que, en 13 Las ideas de Moore han sido retomadas años después por autores como Rueschemeyer, Stephens y Stephens, para quienes los procesos de democratización dependen o al menos son influidos por las apariencia, el éxito de los sectores que impulsaron la democracia o el totalitarismo radicó en buena medida en la cultura previa: la cultura de los terratenientes en el caso de Inglaterra y la cultura de los campesinos en el caso de Francia. Moore, al igual que la mayor parte de la tradición marxista, sobrepuso las variables histórica y económica a la cultural, para él la explicación de que las clases altas rurales se hayan involucrado plenamente en la agricultura comercial sólo en algunos países no debía buscarse en un argumento cultural sobre el carácter inhibitorio de las tradiciones aristocráticas, como el concepto del honor y la actitud negativa respecto a la ganancia pecuniaria y el trabajo, pues señalaba que en algunas regiones de Alemania y Rusia, en donde las condiciones locales fueron favorables, las aristocracias sí se habían sumado a esta empresa.14 No obstante, si abrimos un poco más la lente de nuestro microscopio, de acuerdo con un estudio más reciente efectuado por Alan Macfarlane el individualismo inglés existía mucho antes de la modernización; es decir el individualismo no es un producto de la modernización, y por lo menos se remontaría al siglo XIII. El argumento de Macfarlane reformuló el perfil del “campesino” en Inglaterra a partir de la noción de la propiedad de la tierra, que existía por lo menos desde el siglo XIII con las particularidades de que: las mujeres pueden tener propiedades, las propiedades adquieren valor de acuerdo con la dinámica del mercado, y los hijos no tienen derechos sobre las propiedades de sus padres (lo que habría facilitado el despojo y siglos después el “cercamiento”). Así, en Inglaterra, sucedía lo contrario que en otras regiones de Europa, como en Francia, donde la propiedad estaba definitivamente vinculada a familias determinadas. Existe entonces estructuras y alianzas de clase, el Estado y la configuración de las estructuras transnacionales de poder ligados a los procesos de modernización, en Rueschemeyer, Dietrich, Evelyne Huber Stephens y John D. Stephens, Capitalist Development and Democracy, University of Chicago, Chicago, 1992. 14 Moore, Barrington, Los orígenes sociales de la dictadura y de la democracia: el señor y el campesino en la formación del mundo moderno, Ediciones Península, Barcelona, 1976, pp. 341-343. la probabilidad, de que la diferencia entre las respuestas que tuvieron las aristocracias rurales de Inglaterra y Francia ante la agricultura comercial, señaladas por Moore, tuvieron que ver también con la variable cultural, lo que explicaría por qué ante el auge de la agricultura comercial resultó menos extraño para el aristócrata rural inglés “liberar” al campesino y su semejante francés tomó la decisión contraria, mientras que por otro lado en Francia las tradiciones de revueltas campesinas habrían favorecido el desmantelamiento del antiguo régimen.15 De manera semejante, las reminiscencias de las identidades comunitarias de la cultura medieval inglesa habrían allanado el camino al surgimiento de cada uno de los derechos que configuraron la ciudadanía democrática inglesa. Thomas H. Marshall refiere que aunque local, al menos “en las ciudades medievales se podían encontrar ejemplos de ciudadanía auténtica e igual”, por lo que considera que el status de la ciudadanía inglesa se desarrolló desde el siglo XII a partir de un doble proceso de separación funcional de los derechos civiles, políticos y sociales, y de fusión geográfica de algunas instituciones del Medievo inglés, tales como los tribunales, el parlamento y la Poor Law.16 Por su cuenta Almond y Verba ponen un gran énfasis en la importancia de la cultura “predemocrática” inglesa y su pervivencia en la fase de “súbdito”: Brogan señala que incluso durante los siglos en que los ingleses eran “súbditos” hubo un amplio espacio de autonomía y libertad para construir asociaciones y ocuparse en un gobierno propio limitado. En otras palabras, incluso durante los largos siglos de gobierno autoritario británico hubo un limitado elemento de participación en la cultura política inglesa. De este modo, la amalgama de las actitudes del ciudadano con las del súbdito es un proceso de siglos, iniciado mucho antes de las reformasparlamentaria y electoral de los siglos XVII, XVIII y XIX. Estas reformas no se 15 Macfarlane, Alan, La cultura del capitalismo, Fondo de Cultura Económica, México, 1993, pp. 33-37. 16 Marshall, T. H., “Ciudadanía y clase social” en T. H. Marshall y Tom Bottomore, Ciudadanía y clase social, Alianza Editorial, Madrid, 1998 (Ciencias Sociales), p. 24. establecieron sobre una cultura de súbdito, dura y cerrada, sino que lograron echar raíces en una cultura ya antigua de pluralismo e iniciativas.17 Por su cuenta, Robert Putman al analizar el proceso de descentralización impulsado en Italia en la década de 1970, el cual pretendía involucrar a los ciudadanos en las nuevas administraciones, encontró dos resultados contrastantes: mientras que en el norte, tradicionalmente democrático, el proyecto se afianzó rápidamente; en el sur, aquel sur en donde se enclava la ciudad del “familismo amoral” estudiada por Banfield en la Posguerra, las nuevas administraciones adoptaron más bien un camino lento y bastante más sinuoso.18 Para Putman la diferencia estaba en que en el norte de Italia existía una tradición de redes asociativas, fortalecida en el transcurso de la historia por el cultivo de diversos tipos de asociaciones que desarrollaban intensamente pautas de confianza y solidaridad y favorecían la cooperación entre los individuos, de tal manera que ante el planteamiento de un proyecto de descentralización administrativa, los ciudadanos del norte se involucraron de inmediato y favorecieron el desempeño de las instituciones; mientras que en el sur, la existencia de una tradición clientelista, en donde predomina la desconfianza dificultó mucho más la cooperación de los ciudadanos y el funcionamiento de las nuevas instituciones. Putman concluye que el diseño institucional por sí mismo no es suficiente para el funcionamiento efectivo de una democracia, puesto que la historia y la cultura ejercen un efecto tal sobre las nuevas instituciones al que es difícil sustraerse. Al considerar “que el contexto importa”, Putman se remonta a las perplejidades de la historia italiana para identificar el origen de las dos contrastantes subculturas políticas hasta llegar al siglo XI, por lo menos, cuando tras la caída del imperio germano en el 17 Almond y Verba, op. cit., p. 56. 18 Putman, Robert, et. al., Para hacer que la democracia funcione: la experiencia italiana en descentralización administrativa, Galac, Caracas, 1994. norte triunfó el localismo de comunas que evolucionaron a ciudades-Estado y formaron distintas asociaciones para asuntos comunes, como la defensa de las ciudades; mientras que en el sur cuando cayó el imperio bizantino se erigió un nuevo imperio bajo las órdenes de los normandos.19 Las observaciones de Putman parecen reforzar en parte la hipótesis del debilitamiento o transformación de los terratenientes de Moore, al indicar que en el norte Italia, durante las comunidades independientes, la nobleza rural fue absorbida por el patriciado urbano; a diferencia del sur en donde sin ninguna duda los terratenientes se fortalecieron, teniendo un papel fundamental en el nuevo orden bizantino. Sin embargo Putman no duda en señalar que el verdadero origen de la cultura del norte en realidad se pierde en la llamada Edad Oscura.20 Así pues, existen algunos puntos en común que comparten dichas experiencias de suma importancia para alumbrar mi camino hacia el estudio del surgimiento de la democracia uruguaya, como lo son: la pervivencia de fuertes pautas de asociación enraizadas en una noción de comunidad, a menudo entretejidas en un contexto de patrones flexibles de desigualdad social, y la construcción del Estado bajo un modelo descentralizado. Estos elementos conformarían entonces una especie de caldo cultural primitivo previo al desarrollo de las instituciones democráticas, que como mencionaron Almond y Verba, y como lo muestran los casos citados de Inglaterra y el norte de Italia, favorece el afianzamiento de la cultura democrática cuando instituciones como el poder ejecutivo, los partidos y las elecciones se instauran. Comprender el sentido de una cultura política 19 Putman refiere que florecieron distintos tipos de asociaciones en las repúblicas comunales. Además de los gremios, se formaron asociaciones de vecinos (vicinanze), organizaciones parroquiales que administraban los bienes de la iglesia local y elegían a su sacerdote (populus), sociedades religiosas para la asistencia mutua (cofraternidades), los partidos político-religiosos unidos por solemnes juramentos y las consorterie ("sociedades de torres") formadas para la seguridad común. Putman, op. cit., p. 156. 20 Ibíd., p. 155. significa pues reconstruir las pautas particulares que se generaron en cada fase y seguir la manera en que cada una se ha superpuesto históricamente hasta llegar al presente, utilizando la secuencia planteada por Almond y Verba. Los ejemplos del origen de la democracia en Inglaterra e Italia sirven también para reflexionar un poco sobre la dinámica del cambio cultural, que continuamente se encuentra formando puentes entre una y otra fase. En este sentido concuerdo con la idea de Lucien Pye, conocido por sus estudios de las culturas políticas asiáticas, de que no es necesario poseer culturas políticas milenarias para desarrollar una democracia, pues la experiencia indica que este tipo de sistema político se puede consolidar incluso en culturas tan distintas a Occidente, como lo ha probado la democracia japonesa, y que cada país puede desarrollar una cultura democrática relativamente diferente, de acuerdo con su propia historia, aunque pautas como la confianza y la tolerancia puedan ser recurrentes.21 Así pues, parte del dilema actual de la consolidación de nuestras democracias se encuentra entonces en que en América Latina aspiramos a construir una cultura más democrática sin estudiar a profundidad la cultura política que nos motiva, como si no tuviéramos historia y partiéramos desde cero. Porque si buscáramos los motivos que históricamente han dificultado el desarrollo de una cultura democrática y analizáramos la manera en que se han desarrollado y perpetrado mediante la cultura durante siglos entonces podríamos comprender que la tarea contemporánea de la construcción democrática requerirá de algo más que lograr que todos votemos. Es indudable que la historia tiene un papel importante en la conformación y funcionamiento de la cultura política, sin embargo los trabajos citados representan sólo 21 Pay, op. cit. algunas agujas en el pajar. Para Lipset, por ejemplo, las actitudes son extremadamente vulnerables a los acontecimientos “y por tanto pueden refutar las suposiciones acerca de variaciones profundamente arraigadas entre las naciones”; mientras que los valores son sentimientos que se cristalizan en lo más hondo de una nación a partir de grandes hechos históricos, por lo que constituyen un causal de la diferencia entre los sistemas políticos de los países.22 La debilidad de la teoría empírica de la democracia para lidiar con los contextos, intrínseca en gran medida a su naturaleza disciplinaria, ha tratado de ser superada por diversos autores a través de estudios que dan seguimiento al cambio de las actitudes en varias décadas, como es el caso de las obras de Ronald Inglehart y Samuel Barnes, o aquellos que definitivamente combinan los métodos cuantitativos con los métodos cualitativos, precisamente como Seymour Lipset y Robert Putman. A pesar del énfasis inicial de Almond y Verba en la importancia de los factores históricos de los esfuerzos emprendedores de los autores señalados, se encuentra latente todavía en losestudios de cultura política un vacío considerable en cuanto al peso de los factores históricos en el ámbito de la cultura, lo que hace necesario la elaboración de trabajos que reconstruyan la configuración de la cultura política desde la dimensión histórica. Así, al comparar el sentido que se ha cristalizado en la cultura política latinoamericana a través de la historia con el modelo ideal de desarrollo democrático planteado líneas arriba podemos comprender con mayor facilidad la tendencia de la región hacia los modelos autoritarios. En nuestros países el modelo autoritario que justifica una profunda desigualdad social, que se afianzó en el periodo colonial, ha sido un obstáculo para que los actores sociales puedan entretejer sus intereses y desarrollar una cultura de cooperación y confianza mutua, dicho modelo se ha venido reproduciendo viciosamente desde entonces a tal grado que somos la “región más desigual del mundo”. Esta cultura 22 Lipset, Seymour Martin, Estados Unidos: Juicio y Análisis. Los Estados Unidos en una perspectiva histórica y comparativa, Norma, Cali, 1966, pp. 24-25. autoritaria facilita la pervivencia de la estructura de desigualdad que se originó en la etapa colonial en la mayoría de los países, y ha asegurado además en cada ocasión las ventajas necesarias para reproducirse en cada uno de los ciclos económicos de la historia contemporánea, reforzando la estructura dualista. Mientras que las políticas de igualdad social han avanzado sobre un terreno de arenas movedizas, y bajo la dinámica autoritaria y personalista, pues pocos actores sociales han tenido la capacidad para impulsar un cambio. Así, encontramos que a primera vista, y a reserva de cada historia nacional, uno de los principales obstáculos iniciales para el surgimiento de una cultura de la democracia en América Latina es la matriz de estado autoritario y la profunda desigualdad social que éste detenta. Ello se refleja claramente en la historia de nuestra región, pues se distinguen tres ciclos en donde, ya como países independientes, la desigualdad social y el autoritarismo se reproducen: 1. Desarrollo hacia afuera. Construcción del Estado y la extrema pasividad del gobierno durante el periodo de mayor crecimiento basado en las exportaciones, que abarca desde 1870 hasta 1930, se consolida la oligarquía, la desigualdad social se amplía con la concentración de tierras bajo la inserción de los países en el mercado internacional. 2. Desarrollo hacia adentro. Se trata del Estado económica y socialmente activo del periodo que va de los años treinta a los sesenta del siglo XX, tras las crisis social y económica del modelo oligarca inicia un período de industrialización "forzada" y bienestar social, el surgimiento del obrero bajo el modelo de industrialización sustitución de importaciones (ISI) va acompañado del énfasis en el consumo interno y cierta expansión aunque cooptada de los derechos sociales. 3. Reinserción en el mercado. Es la nueva versión del liberalismo de "objetivos sociales limitados", en donde tras la crisis del ISI la región trata de reinsertarse al mercado mundial y desmantela del Estado de Bienestar.23 Semejantes tajos en el tejido social llevan a reforzar el círculo de desconfianza y delegación entre los individuos, y a desarrollar una versión latinoamericana del “familismo amoral” descrito por Banfield, en donde el individuo sólo actúa en beneficio del núcleo primario de allegados.24 Así pues, las graves fisuras de la sociedad erosionan severamente la noción de igualdad, incrementan la desconfianza ciudadana y socavan la legitimidad de los gobiernos. La profunda desigualdad social obstaculiza la formación y el funcionamiento de estructuras intermediarias como los partidos, las asociaciones o los grupos de intereses, y permite la manipulación directa de las masas por las élites sin dar lugar a un sentido de responsabilidad entre los que gobiernan y quienes los eligen, como al que se referían Almond y Verba. Sin esa estructura intermediaria el sistema de representación es desvirtuado porque no se establece un principio de control efectivo de las acciones de los gobernantes y ese espacio es ocupado fácilmente por las élites económicas.25 Como refiere Manuel Garretón, en América Latina ni el populismo ni el modelo revolucionario han sentado las bases para el funcionamiento de la democracia, y ni qué decir del ahora agonizante modelo neoliberal, en el cual la filosofía asistencialista y las políticas de focalización diseñadas para los grupos más “vulnerables”, corren el riesgo de generar nuevas clientelas, crear dependencias permanentes de los beneficiarios o 23 Basado en Colin M. Lewis, “Estado, mercado y sociedad: políticas e instituciones de acción económica y social en América Latina desde 1900”, en Alicia Puyana y Guillermo Farfán (coords.), Desarrollo, equidad y ciudadanía: las políticas sociales en América Latina, FLACSO/Plaza y Valdés, México, 2003. 24 Reis, Elisa “Desigualdade e Solidariedade – uma Releitura do Familismo Amoral de Banfield”, en Revista de Ciências Sociais, núm. 29, año 10, ANPOCS, São Paulo, octubre, 1995, p. 35-48. 25 Baquero, “Partidos e cultura política…”, op. cit, p. 18. simplemente caer en la corrupción disfrazada o abierta.26 Como se puede observar, el sólo hecho de crear instituciones democráticas o generar políticas que disminuyan la desigualdad social, como en el populismo de los cincuenta o en el caso propio cubano, no han llevado en sí mismas a formar una cultura democrática. En este sentido es que Uruguay representa un caso interesante para estudiar el surgimiento de una de las pocas culturas democráticas de la región. La cultura democrática uruguaya Entre los datos que se generan en las encuestas de América Latina, y que de manera inexplicable han figurado en un segundo plano en los análisis de la región, sobresale constantemente la opinión de los ciudadanos de Uruguay, Chile y Costa Rica, quienes concentran los índices más altos en la valoración de las instituciones democráticas (ver cuadros I y II en el Apéndice). Estos países ya poseían una cultura democrática antes de los golpes militares o ni siquiera transitaron por una dictadura militar, como el caso de Costa Rica. Sin duda que el estudio de la experiencia de estos países nos arrojaría muchos elementos útiles para comprender qué los hizo diferentes del resto de América Latina, además de algunos elementos que comparten a primera vista, como el hecho de que los tres hayan desempeñado papeles secundarios en el periodo colonial. Dichas experiencias nos dan la pauta para relativizar aún más los alcances de la democracia neoliberal, puesto que los únicos países que funcionan como democracias en un sentido más estricto, ya lo eran antes de los golpes militares.27 26 Garretón M., Manuel Antonio, “Igualdad, ciudadanía y actores en las políticas sociales”; en Rolando Franco (coord.), Estudios en homenaje a Aldo Solari. Sociología del desarrollo, políticas sociales y democracia, Siglo XXI/CEPAL, México, 2001, pp.191-193. 27 En el caso de Chile y Uruguay ya existía una cultura democrática antes de que la segunda ola de dictaduras irrumpiera en el contexto latinoamericano. El caso de Costa Rica no es muy distinto puesto que también posee una firme tradición democrática de más de medio siglo. Uruguay representa una experiencia interesante, puesto que además de ser tradicionalmente el símbolo de la democracia en América Latina ha encabezado los indicadores de valoración y satisfacción de la democracia del Latinobarómetro desde su inicio. Y a pesar de que el país atravesó también por una dictadura cívico-militar (1973- 1984) la redemocratización marcó una distancia inusual
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