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Brigada_de_choque_A_Rolcest - Gabriel Solís

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Cuando	el	aparato	se	detuvo,	infinidad	de	hilos	de	agua	marcaron	la	silueta
del	avión	sobre	el	emparrillado	de	la	pista.
Resultaba	extraño.	Enfocado	por	los	reflectores	de	una	camioneta,	veíase	el
enorme	avión	de	transporte	echar	agua	por	todos	lados,	como	bajo	una
formidable	lluvia.	Y	ocurría	cuando	en	lo	alto	brillaba	la	noche	limpísima,	en
un	impresionante	torbellino	de	estrellas.
La	tripulación	saltó	a	tierra,	dirigiéndose	a	la	camioneta.	El	último	en	salir	del
aparato,	al	percibir	la	lluvia,	se	colocó	junto	al	tren	de	aterrizaje,	extendió	una
mano	y	acarició	una	rueda.
—¡Buen	chico!	¡Te	has	portado	como	los	buenos!	¿Hace	una	buena	ración	de
café	caliente?…
A.	Rolcest
Brigada	de	choque
Bolsilibros:	Servicio	Secreto	-	192
ePub	r1.0
jala	y	xico_weno	06.07.17
Título	original:	Brigada	de	choque
A.	Rolcest,	1954
Editores	digitales:	jala	y	xico_weno
ePub	base	r1.2
CAPÍTULO	PRIMERO
UNA	ESCLUSA	EN	EL	AERODROMO
Cuando	el	aparato	se	detuvo,	infinidad	de	hilos	de	agua	marcaron	la	silueta
del	avión	sobre	el	emparrillado	de	la	pista.
Resultaba	extraño.	Enfocado	por	los	reflectores	de	una	camioneta,	veíase	el
enorme	avión	de	transporte	echar	agua	por	todos	lados,	como	bajo	una
formidable	lluvia.	Y	ocurría	cuando	en	lo	alto	brillaba	la	noche	limpísima,	en
un	impresionante	torbellino	de	estrellas.
La	tripulación	saltó	a	tierra,	dirigiéndose	a	la	camioneta.	El	último	en	salir	del
aparato,	al	percibir	la	lluvia,	se	colocó	junto	al	tren	de	aterrizaje,	extendió	una
mano	y	acarició	una	rueda.
—¡Buen	chico!	¡Te	has	portado	como	los	buenos!	¿Hace	una	buena	ración	de
café	caliente?…
En	ese	momento	de	un	ala	se	deslizó	algo	y	fue	a	darle	en	el	rostro.	Kleim,	el
mecánico	de	vuelo,	al	primer	momento	dio	un	salto.
—¡Vamos,	«Buen	Jimmy»!	¡No	me	burlaba!	¡Sé	que	te	mereces	una	buena
ración	de	calor!…
—¿Qué	diablos	haces	ahí,	Kleim?	—preguntó	el	jefe	del	equipo,	capitán
Greenly,	quien	en	el	momento	de	ir	a	subir	a	la	camioneta	había	oído	al
mecánico.
—Comprobando	la	carga	de	hielo	que	viajaba	de	polizón…
—¡No	me	lo	recuerdes!,	¡demasiado	sé	lo	que	llevábamos	de	«extranjis»!
Sí,	el	capitán	Greenly	lo	sabía	demasiado.	Lo	que	algunos	de	sus	compañeros
ignoraban	era	cuán	cerca	habían	estado	de	la	catástrofe,	al	cruzar	un	paso	de
«La	Joroba».	Ése	era	el	remoquete	que	los	aviadores	norteamericanos	habían
aplicado	al	Himalaya…
En	la	camioneta	ya	habían	montado	los	tripulantes,	a	excepción	de	Greenly	y
Kleim,	cuando	al	ir	a	subir	estos	dos,	alguien	saltó	a	tierra.
—¿Qué	le	ocurre,	teniente	Sullivan?	—preguntó	Greenly,	dando	a	su	voz	una
inflexión	dulcificada.
—¡Mi	máquina	fotográfica!	¡Se	quedó	a	bordo!
—No	importa.	Allí	está	segura…
—¡Ni	pensarlo!	Me	sería	imposible	dormir	sin	tener	al	alcance	mi	máquina…
En	tanto	decía	esto	corría	hacia	el	aparato.	Enseguida	desapareció	dentro	de
él.
—¡Ilse!	¡Por	lo	que	más	quiera	no	tarde,	que	estoy	desmayado!	—Manifestó
alguien,	desde	lo	alto	de	la	camioneta,	frotándose	las	manos,	como	si	más	que
hambriento	estuviese	aterido.
No	tardó	en	reaparecer	el	teniente	del	«W.	A.	C.».	(«W.	A.	C.»;	Cuerpo
Femenino	del	Ejército	norteamericano.),	Ilse	Sullivan.	El	traje	de	vuelo	la
desfiguraba	un	poco.	Llevaba	puesto	el	casco.	A	pesar	de	todo,	se	apreciaba
enseguida	que	se	trataba	de	una	mujer.
Se	acercó	a	la	camioneta,	mientras	se	ponía	en	bandolera	la	correa	que
sostenía	el	estuche	de	la	máquina	fotográfica.
Greenly	la	esperaba	al	pie	del	vehículo.	Hizo	ademán	de	cogerla,	para
ayudarla	a	subir,	pero	ella	rehuyó	sus	manos,	en	un	gracioso	movimiento,	y,
con	admirable	elasticidad,	saltó	a	la	plataforma.
—¡Gracias,	Greenly!	Pero	si	los	demás	no	han	necesitado	ayuda…
—¡Oh,	sí!	¡El	capitán	es	muy	amable	a	veces!	—repuso	desde	dentro	de	la
camioneta	el	individuo	que	antes	dijo	estar	desmayado.
Sonaron	algunas	risas.	Greenly,	un	poco	confuso,	disimuló	dando	unas	últimas
órdenes	al	equipo	de	mecánicos	que	acababa	de	acercarse	al	aparato.
—Para	mañana	a	primera	hora	debe	estar	todo	listo	—dijo	al	final.
Saltó	a	la	camioneta,	y	ésta	arrancó.	Fue	en	el	momento	en	que	el	motor
aceleraba	cuando	uno	de	los	mecánicos,	al	ir	a	meterse	en	el	aparato,	dijo,
mirando	al	vehículo.
—Mañana	a	primera	hora…	¡Si	supierais	lo	que	os	espera,	hubierais
aterrizado	en	otro	campo!…
Quizá	si	esto	lo	hubiera	oído	el	capitán	Greenly	hubiese	entrado	en	sospechas;
hubiera	pedido	aclaraciones,	y	tal	vez,	hubiera	mandado	a	su	equipo	que
volviera	a	sus	puestos,	y	con	hielo	y	todo	en	las	alas,	y	el	estómago	vacío,
hubieran	emprendido	el	vuelo,	buscando	otro	campo	más	al	interior	de	la
India.
Porque	alguien	más	que	Greenly	tenía	interés	en	salir	a	primeras	horas	de	la
mañana.	Ése	era	el	teniente	Sullivan.
—¿A	qué	hora	cree	que	llegaremos	a	Calcuta,	Capitán	Greenly?	—preguntó
Ilse.
—Depende	—contestó	vagamente	el	capitán,	aun	molesto	por	la	esquivez	que
acababa	de	demostrarle	la	muchacha.
—Sí,	depende	—agregó	Bob,	el	radio,	un	individuo	que	siempre	estaba
pendiente	de	sus	necesidades	físicas—.	Si	dormimos	hasta	mediodía…
—Pero	se	da	el	caso	que	saldremos	al	amanecer	—cortó	Greenly.
—¡Eso	está	muy	bien,	capitán!	—aprobó	Ilse—.	Bob	puede	dormir	en	ruta…
—¡No	faltaba	más	que	usted,	con	su	máquina	y	sus	informes,	para	acabar	de
hacer	la	vida	imposible!	—rezongó	Bob—.	¡Prisa!	¡Siempre	prisa!…	Bueno.	El
diablo,	dirá	la	última	palabra…	Ahora	a	cenar…
Pero	al	radio	le	aguardaba	una	sorpresa	bastante	desagradable	en	el	comedor
del	aeródromo.	La	hora	era	tan	avanzada,	que	el	personal	de	servicio	se	había
acostado.
De	todas	formas,	aun	estando	despiertos	la	situación	no	hubiera	mejorado.
Para	cenar	no	hubiesen	podido	ofrecerles	más	que	unas	latas	de	conservas	y
té	caliente.	Si	soñaban	con	algo	más,	suspiraban	en	balde,	porque	en	el
aeródromo	parecía	haber	caído	la	langosta.	El	soldado	de	guardia	lo	explicó
de	la	siguiente	manera:
—Donde	ellos	se	dejan	caer,	no	quedan	ni	raíces…
Los	componentes	del	equipo	quedaron	mirándose	unos	a	otros.
—¿Quiénes	son	«ellos»?
—Los	«Chindit».
Era	el	nombre	familiar	con	que	se	designaba	a	las	brigadas	de	penetración	a
largas	distancias,	mandadas	por	Wingate.
—¿Y	qué	diablos	tenemos	nosotros	que	ver	con	ellos?	¡Estaría	bueno!	—
refunfuñó	Bob.
Pasaron	al	comedor.	El	capitán	Greenly	acababa	de	consultar	con	los	ojos	a	su
equipo,	y	en	todos	vio	la	misma	propensión	a	armar	el	escándalo.	Desde	que,
como	por	arte	de	magia	surgió	aquel	aeródromo	en	la	selva,	como	tantos
otros	construidos	en	el	noroeste	de	la	India,	el	predominio	yanqui	había	sido
casi	absoluto.
Los	americanos	tenían	instalada	en	China	una	fuerza	de	bombarderos,	con	la
que	daban	fuertes	mazazos	a	las	comunicaciones	marítimas	japonesas	entre	el
continente	y	las	Filipinas.
Pero	ello	no	bastaba.	Los	yanquis	querían	darle	mayor	potencia	a	este
recurso,	y	para	ello	intentaban	montar	en	China	bases	desde	las	cuales,
aviones	de	largo	radio	de	acción,	pudieran	clavar	su	lanza	en	el	propio
corazón	del	Japón.
Como	la	carretera	de	Birmania	estaba	cortada,	los	suministros	para	la
aviación	norteamericana	en	China	y	también	para	el	ejército	chino	tenían	que
ser	transportados	por	vía	aérea,	saltando	las	estribaciones	meridionales	del
Himalaya…
Pero	hacía	unos	meses	las	fuerzas	acantonadas	en	el	norte	de	Birmania
parecían	haber	salido	de	su	letargo.	Los	americanos	no	sabían	en	realidad	si
atacaban,	o	armaban	polvareda	para	dar	a	entender	que	lo	hacían,	todo	por
librarse	de	coger	el	pico	y	hacer	carretera…
Eso	de	la	carretera	sería	un	asunto	que	colearía	hasta	el	final	de	la	guerra.
Los	americanos	consideraban	como	cosa	de	la	mayor	importancia	la
construcción	de	una	autopista	que,	empalmando	con	un	ramal	que	había	en
Ledo,	cruzara	quinientas	millas	de	jungla	y	montañas	hasta	llegar	a	territorio
chino.
Los	americanos	presionaban	sobre	el	mando	británico	para	que	cuanto	antes
reconquistaran	el	norte	de	Birmania.
Pero	a	los	ingleses	no	les	entusiasmaba	la	idea	de	combatir	en	gran	escala	en
aquel	escenario,	que	consideraban	el	más	ventajoso	para	los	japoneses.	Y	en
cuanto	a	abrir	la	ruta	a	China,	a	basé	de	picoy	país	consideraban	que	era	una
tarea	inútil	para	los	fines	que	perseguían,	pues	seguramente	se	terminaría
antes	la	guerra	que	la	autopista…
—¡Bien!	Haga	usted	las	«gestiones	pertinentes»	para	que	nos	preparen	cena	y
cama	—indicó	Greenly,	mirando	de	hito	en	hito	al	soldado	de	guardia.
—¡A	sus	órdenes,	capitán!	—respondió	el	soldado.
Saludó	y	se	marchó,	al	tiempo	que	canturreaba	para	sus	adentros:	«¡Otra
bronca	a	la	vista!…	¡Ta,	tal!	¡Y	van	tres!	¡La	que	se	va	a	armar!».
El	equipo	juntó	dos	mesas,	y	se	sentó.	Sólo	había	luz	donde	ellos	estaban.	El
resto	del	pabellón	permanecía	en	la	penumbra.
No	obstante	la	poca	luz,	se	apreciaba	el	desorden	y	suciedad	que	reinaba	en
la	sala.	Por	cualquier	parte	se	veían	restos	de	comida	y	envases	de	conservas.
Se	notaba	un	fuerte	olor	a	tabaco,	y	por	todo	el	suelo	había	colillas.
—¿No	será	en	realidad	una	«piara»	lo	que	ha	pasado	por	aquí?	—preguntó
con	sorna	Kleim.
—¡Sea	quien	sea,	lo	que	yo	digo	es	que	me	estoy	muriendo	de	hambre!	—
proclamó	Bob,	dando	una	palmada	sobre	la	mesa.
Ilse	se	había	desabrochado	el	casco	y	se	lo	había	echado	hacia	atrás,	sin	dejar
que	su	corta	melena	rubia	se	esparciera.	En	torno	a	su	gracioso	rostro	veíase
la	huella	de	la	mascarilla	de	oxígeno,	señalada	con	grasa.	Sus	grandes	y
hermosos	ojos	garzos	quedaron	un	momento	entornados,	como	para	captar
mejor	algo	que	sucedía	lejos.
Con	el	ademán	indicó	a	Bob	que	callara,	y	al	instante,	todos	en	silencio,
miraron	al	fondo	del	pabellón.	Nada	se	veía,	pero	bastó	con	oír.	Fuertes,
profundas	respiraciones	llegaban	de	allá.	Y	de	pronto,	un	potente,
descomunal	ronquido,	con	silbido	de	proyectil,	pareció	batirles.
—¡Atiza!	—exclamó	Bob—.	¡Quién	fuera	ese	tío!…
Greenly,	rojo	de	cólera,	se	puso	en	pie:
—Pero	¿qué	aeródromo	es	éste?	¡Voy	a	ver	al	comandante	del	campo!…
—¡Señores!	¡Las	reclamaciones	en	la	otra	ventanilla!	¡Pero	no	molesten	aquí!
—dijo	una	voz	gruesa,	desde	el	fondo	del	pabellón.
—¿Quién	dice	eso?	—gritó	Greenly,	frenético.
—Uno	que	quiere	dormir	—contestó,	secamente,	el	de	la	voz	gruesa.
—¿Dormir?…	¡Creo	que	sí	que	va	a	dormir	nadie!	—vociferó	el	aviador,
echando	fuego	por	los	ojos.	Y	mirando	a	la	muchacha—:	¡Anote	eso,	Ilse!
¿Para	qué	ir	a	China	a	hacer	informes?	¡Los	tiene	en	la	misma	base	aliada,	a
dos	pasos	del	Cuartel	General!	¡Un	aeródromo	tomado	por	asalto,
conquistado	«bravamente»…	por	nuestros	amigos	británicos!
—¿Por	qué	grita	tanto,	capitán?	—interpeló	alguien,	asomando	por	la	puerta,
seguido	a	dos	pasos	del	centinela—.	Los	muchachos	duermen…
Era	una	voz	recia,	en	la	que	se	notaba	una	suavidad	forzada.	El	recién
aparecido	era	un	individuo	alto,	moreno,	de	fuerte	mentón	y	ojos	acerados.	En
su	boca,	de	trazo	duro,	brillaba	una	sonrisa,	entre	cortés	y	burlona.
Vestía	uniforme	británico.	Greenly	iba	a	replicar	con	gran	violencia,	cuando
reparó	en	las	insignias	de	coronel.	Esto	le	hizo	cambiar	de	actitud.	Una
graduación	superior,	aunque	fuese	de	otra	arma	y	de	otra	nacionalidad,
siempre	era	un	valor.
—Comprendo	lo	que	les	sucede,	señores…	Pero	no	se	preocupen.	Ya	están
atendiéndoles…
Hubo	una	breve	pausa,	en	la	que	todos	parecieron	estar	midiéndose	con	los
ojos.
—Resulta	un	poco	pintoresco	este	aeródromo	—comentó	Greenly.
—Oh,	aun	hay	peores	—replicó	el	británico.
Con	el	ademán	invitó	a	todos	a	que	se	sentaran.
—Les	ruego	hablen	bajo	—añadió,	en	tono	verdaderamente	amable—.	Los
muchachos	se	encuentran	un	poco	agotados…
—¿Cómo	duermen	aquí?	—preguntó	Ilse.
Su	limpia	voz	hizo	que	el	coronel	volviera	rápido	la	cabeza,	para	mirarla,
como	si	sólo	entonces	se	diera	cuenta	de	que	en	el	grupo	había	una	mujer.
—Siempre	resultan	más	cómodas	estas	barracas,	que	la	intemperie…
—¡Pero	utilizar	el	comedor!	¿No	hay	otros	departamentos?	—intervino
Greenly.
—Todo	está	lleno.
—¡Atiza!	—exclamó	Bob—.	¡Eso	quiere	decir	que	no	tendremos	cama!…
—Todo	se	arreglará,	no	se	preocupen	—advirtió,	tranquilamente,	el	británico.
En	ese	momento	aparecían	unos	soldados	trayendo	unas	latas	de	conserva,
pan	y	una	tetera.	Bob	no	pudo	contener	su	mal	humor.
—¡Valiente	idea	ha	sido	detenernos	aquí!	¡Esto	no	es	un	aeródromo!
—Tal	vez	no	sea	un	hotel	—apuntó,	suavemente,	el	británico—.	Por	lo	demás,
no	creo	que	han	hecho	ustedes	mal	en	detenerse…	Según	tengo	entendido,
sufren	ustedes	avería…
—El	externo	de	estribor	rateaba	un	poco	—explicó	Greenly.
—¿Nada	más	que	eso?	Estén	ustedes	tranquilos.	El	equipo	mecánico	de	este
campo	es	muy	experto…
—Es	nuestro	único	consuelo.	Tan	pronto	rompa	el	día	pensamos	partir…
Greenly,	Ilse	y	el	resto	del	grupo	no	supieron	ver	nada	en	aquel	momento.	El
coronel	británico	se	había	sentado	a	un	extremo	de	las	mesas,	y	permanecía
de	lado.	Cuando	el	capitán	del	grupo	manifestó	su	propósito	de	marcharse
cuanto	antes,	las	facciones	del	británico,	de	trazo	duro,	aunque	algo
dulcificadas	por	la	actitud	cortés	que	había	adoptado,	sufrieron	una	sutil
transformación.
—Tan	pronto	rompa	el	día…	Sí.	Puede	que	sí	—murmuró.
No	sonreían	sus	labios.	Sin	embargo,	en	toda	su	cara	se	veía	algo	tan
acusadamente	irónico,	que	parecía	imposible	que	nadie	del	grupo	se	diera
cuenta.
Quizá	esta	torpeza	obedecía	a	que	no	sabían	aún	con	qué	clase	de	individuos
se	las	entendían.	El	coronel	Danny	Harrik,	en	los	momentos	en	que	no	daba
rienda	suelta	a	una	furia	arrolladora,	descansaba	manteniéndose	en	una
postura	de	suave	ironía,	pero	que	a	la	larga	resultaba	tan	temible	como	sus
estallidos	de	cólera.
—¡Sería	chusco	que	permaneciéramos	aquí	una	temporada!	—comentó	el
radio.
—¡No	diga	tonterías,	Dob!	—le	cortó	la	muchacha,	adoptando	un	aire	de
supremo	énfasis—.	¡Es	absolutamente	preciso	que	mañana	esté	en	Calcula!
Danny	Harrik	la	miró	por	segunda	vez.	Parecía	haberle	chocado	el	tono
solemne	que	había	empleado,	pero	al	mirarla	al	rostro,	todavía	más	gracioso
con	sus	tiznajos	de	grasa,	pareció	propenso	a	soltar	la	risa.
No	llegó	a	hacerlo.	Se	levantó	y	dijo:
—Señores:	Les	deseo	una	excelente	cena…	Hasta	luego.
Se	marchó.	Cada	cual,	con	su	lata	de	conserva	delante,	se	quedó	mirando
hacia	la	puerta	por	donde	había	salido	el	británico.
—¡Este	tío	nos	está	tomando	el	pelo!	—rezongó	Kleim.
—A	lo	mejor	el	hombre	cree	que	lo	hace	bien	—insinuó	otro.
El	capitán	Greenly	permanecía	taciturno.	La	muchacha	le	instó	a	que	hablara:
—¿Qué	piensa,	capitán?	La	acogida	que	nos	han	dispensado,	¿forma	parte	del
humor	británico?
—Vale	más	aceptar	las	cosas	como	vienen	—repuso	Greenly,	tratando	de
ocultar	el	obscuro	resquemor	que	desde	el	primer	momento	sentía	contra	el
británico—.	La	ocasión	de	protestar	llegará	a	su	debido	tiempo…
Se	pusieron	a	comer.	Durante	unos	momentos	permanecieron	callados.	Fue
Ilse	quien	rompió	el	silencio,	diciendo	de	pronto:
—¡Cuánta	vanidad	disfrazada	de	sencillez	hay	en	ese	hombre!
—¿Qué	hombre?	—inquirió	Bob,	con	la	boca	llena.
—¡El	británico!	¿No	se	han	fijado	ustedes?	En	el	momento	de	sentarse,	todo	él
gritaba:	«¡Fíjense!	Soy	tan	sencillo,	que	no	vacilo	en	sentarme	a	su	mesa…».
¡Y	esa	sonrisita	de	perdonavidas!…
—¡Teniente	Sullivan!	—exclamó	Greenly,	tan	sorprendido,	que	el	bocado	que
ya	tenía	ingerido	se	paró	a	mitad	del	trayecto.
—¿Qué	le	ocurre,	capitán?	—preguntó	la	muchacha.
Pero	Greenly	tuvo	que	beber	primero	unos	sorbos	de	té,	antes	de	poder
contestar.
—No	me	ocurre	nada,	teniente…	Únicamente	que	me	admira	la	gran	cantidad
de	cosas	que	en	unos	segundos	ha	captado	de	ese	individuo…
La	muchacha	rompió	a	reír.	Su	dentadura	aun	pareció	más	blanca	al
contraste	de	su	tez	morena	por	el	sol	y	los	tiznajos.
—¡Es	usted	divertido,	Greenly!…	¡Verdaderamente	divertido!…
Hacía	ya	tiempo	que	se	había	dado	cuenta	de	que	el	capitán	Peter	Greenly
estaba	enamorado	de	ella.	Esto,	ni	le	gustaba	ni	le	desagradaba.
Sencillamente:	no	le	importaba	lo	más	mínimo.
Pero	ahora,	al	sorprender	un	relámpago	de	celos,	la	cosa	cambiaba.	Sintió	la
tentación	de	probar	aquel	juego.
—No	me	negará	que	el	tipo	es	bien	pintoresco	para	pasar	inadvertido,
capitán…	¿Y	sabe	qué	estoy	pensando?	Que	casi	convendría	adularle	un
poco…	Por	lo	visto	es	quien	aquí	hace	y	deshace.Creo	que	todos	ustedes
deberían	prestarle	mayor	atención.	Por	mi	parte,	tan	pronto	lo	vea,	pienso
dedicarle	mi	mejor	sonrisa.	Por	nada	del	mundo	quiero	que	me	falle	mi
llegada	a	Calcuta,	a	ser	posible,	antes	de	mediodía…
Se	dio	cuenta	de	que	algo	ocurría,	porque	en	ese	momento	a	Bob	se	le	fue	de
las	manos	el	trozo	de	comida	que	iba	a	meterse	en	la	boca.	Y	eso	en	él
resultaba	casi	inverosímil.
Pero	por	si	ello	fuera	poco,	el	toque	de	alarma	lo	advirtió	también	en	la
mirada	de	sus	compañeros	situados	enfrente	de	ella,	quienes	miraban	en
dirección	a	la	puerta.
Ilse	se	volvió,	rápida.	A	un	paso	de	la	muchacha	estaba	el	británico,	un	pie
más	alto	que	ella,	con	los	ojos	un	poco	entornados	y	manteniendo	en	los
labios	una	sonrisa	incisiva.
—¿Cómo	dice,	señorita…?
Ignoraba	el	nombre.	Ella	se	irguió:
—¡Teniente	Sullivan!
—Gracias…	¿Qué	sonrisa	pensaba	dedicarme,	teniente	Sullivan?
Ilse	parpadeó.	Una	oleada	de	ira	le	enrojeció	el	rostro.
—¿Es	correcto,	coronel,	prestar	atención	a	conversaciones	ajenas?…
—Tan	correcto	como	hacer	befa	de	quien	comparte	con	nosotros	su	comida…
La	joven	soltó	una	risa	nerviosa.	La	cosa	resultaba	demasiado	insólita.
Durante	unos	segundos	no	supo	qué	contestar.	De	pronto	se	volvió	a	mirar	a
sus	compañeros.
—¿Pero	oyen	ustedes?…	«¡Su	comida!»…
Y	empujando	violentamente	al	centro	de	la	mesa	cuanto	tenía	delante,	replicó:
—¡Por	mí…	ahí	queda!…
El	coronel	Danny	Harrik	sonreía:
—No	he	querido	presentarles	factura,	teniente	Sullivan…	Solamente	hacerles
notar	que	esta	pobre	cena	que	les	he	ofrecido,	es	un	sacrificio	que	hacen
todos	mis	hombres.	Se	hallan	en	vísperas	de	emprender	una	larga	y	difícil
marcha,	y,	por	algún	tiempo,	no	van	a	contar	con	más	recursos	que	los	que
tienen	ahora…
Desde	el	fondo	del	comedor	llegaba	como	algo	intencionado	que	quisiese	dar
un	trazo	grotesco	a	aquella	situación	algo	dramática,	el	estupendo	ronquido
con	silbido	de	proyectil.
—¿Van	ustedes	a	la	selva?	—inquirió	Bob—.	¡Pues	si	se	llevan	esa	rana!…
El	radio,	más	que	vituperar	al	que	tan	a	gusto	dormía,	parecía	envidiarle.
—Sí…	Nos	dirigimos	a	la	selva…	Y	usted,	teniente	Sullivan,	ahórrese	su	mejor
sonrisa.	No	puedo	asegurarle	que	llegue	usted	a	Calcuta	antes	de	mediodía…
Le	volvió	la	espalda,	y	dirigiéndose	al	jefe	de	grupo,	indicó:
—Tan	pronto	deseen	acostarse,	un	soldado	les	conducirá	a	los	dormitorios…
Aunque	le	ruego,	capitán,	que	usted,	antes	de	acostarse,	pase	por	el	pabellón
de	Comandancia.	Estaré	esperándole…
Lo	dijo	en	tono	suave,	sin	la	más	leve	alteración	en	la	voz	ni	en	el	gesto.	Sin
esperar	respuesta,	saludó,	y	ya	volviéndose,	deseó:
—¡Que	descansen,	señores!…
CAPÍTULO	II
UN	«PETARDO».	ENTRE	LOS	«CHINDITS».
El	sargento	Cheycher	fue	el	primero	en	darse	cuenta.	La	luz	del	amanecer
empezaba	a	proyectar	un	cuadrilátero	en	la	pared	de	la	barraca.	Era	la	hora
del	primer	cigarrillo.
Se	incorporó	un	poco,	extendió	un	brazo,	y	se	puso	a	hurgar	en	la	mochila	que
tenía	en	el	suelo.	Fue	así,	teniendo	la	cabeza	vuelta	a	un	lado	y	la	mano
dentro	de	la	mochila,	cuando	hizo	un	aspaviento.
Retiró,	rápido,	la	mano,	como	si	dentro	de	la	mochila,	más	que	un	paquete	de
cigarrillos,	hubiese	palpado	un	venenoso	bicho.	Se	removió,	y	quedó	sentado
sobre	el	camastro.
—¡Diablo!	¿Estoy	borracho?
Pero	él	estaba	seguro	de	no	haber	bebido	la	noche	anterior.	¡Oh,	no!	Hacía
una	eternidad	que	no	había	probado	el	whisky	.	Desde	que	salieron	de	la
base.	Cinco	días	lo	menos.
Empezó	a	restregarse	los	ojos,	con	tal	fuerza,	que	creyó	que	éstos	estallaban,
en	cegadores	chispazos.
La	luz	violeta	que	entraba	por	la	ventana,	por	momentos	iba	siendo	más	clara.
El	contorno	de	las	cosas	iba	vigorizándose.
—¡Ni	sueño	ni	estoy	borracho,	qué	narices!	¡Esto	está	claro!
Y	tan	claro.	El	ser	que	había	echado	sobre	el	petate	inmediato,	era
sencillamente	una	mujer.	¡Pero	qué	criatura!	A	pesar	de	que	el	traje	de	vuelo
en	que	se	hallaba	enfundada,	ancho	y	desgarbado,	la	desfiguraba,	Sólo	podía
verle	los	pies,	descalzos	de	las	enormes	botas	que	permanecían	plantadas	en
el	suelo,	como	dos	enormes	jarrones.	Los	pies,	pequeños,	y	el	rostro,	algo
sucio	de	grasa,	con	aquel	halo	de	cabellos	rubios	esparcidos	sobre	la
almohada.
Ilse	Sullivan	dormía	profundamente.	Y	como	tenía	vuelto	el	rostro	hacia	el
camastro	de	Cheycher,	el	sargento,	pasado	el	primer	momento	de	estupor,
volvió	a	meter	la	mano	en	la	mochila,	sacó	un	cigarrillo,	le	prendió	fuego,	y
apoyando	un	codo	en	la	cabecera,	quedó	recostado,	para	contemplarla	con
todo	detenimiento.
La	conclusión	a	que	llegó	fue	la	misma	del	principio:	«¡Es	un	crío	precioso!».
Luego	se	puso	a	cavilar	qué	diablos	hacía	aquella	muchacha	allí.	Ni	por	una
sola	vez	se	le	ocurrió	pensar	que	ella	tomase	parte	de	la	expedición.	¡Ni
hablar!	Conocía	de	sobra	al	jefe.	Cuando	se	hallaban	en	vísperas	de	una
operación,	sentimentalismos,	mujeres,	y	lo	que	era	peor:	¡whisky!	,	quedaba
totalmente	extirpado…
—Bah…	Está	claro	—dijo,	apenas	se	fijó	en	los	otros	camastros.
Veía	caras	desconocidas,	todos	envueltos	en	la	misma	ropa	de	vuelo.
Aviadores	americanos.
Cuando	el	sargento	se	acostó,	en	la	barraca,	sólo	había	los	componentes	de
dos	tripulaciones	británicas.	Ahora	veía	a	muchos	más,	y	entre	ellos
abundaban	los	uniformes	yanquis.
«Han	llegado	los	refuerzos	que	esperaba	el	jefe	—pensó.	Hizo	una	mueca	y
agregó—:	Hoy	salimos…».
Poco	a	poco	afuera	crecía	el	trajín.	El	sargento	saltó	del	petate.	Lo	hizo	sin
pensar,	en	un	movimiento	maquinal.
Ya	de	pie	en	el	suelo	reparó	en	que	sus	calzones,	que	dejaban	al	aire	sus
torcidas	y	flacas	piernas,	no	eran	lo	más	adecuado	para	estar	ante	una
señorita.
Horrorizado,	dio	un	manotazo	a	la	cobertura	y	se	la	puso	a	modo	de	«sarong».
Se	enfiló,	confuso,	apresurado,	los	pantalones	caqui.	Unos	pantalones	que	le
dejaban	las	piernas	tan	desnudas	y	torcidas	como	antes,	pues	apenas	le
llegaban	a	las	rodillas,	pero	ya	le	pareció	distinto.
En	tanto	se	acababa	de	vestir,	en	algunos	petates	mucha	gente	despertaba.	Y
en	casi	todos,	al	primer	momento,	la	mioma	expresión.	Primero,	paseaban	la
mirada	distraída	a	lo	largo	de	la	barraca,	como	importándoles	un	bledo	el	sitio
en	que	se	bailaban.	Y	de	pronto,	algo	vivo	asomaba	en	sus	caras,	como	si	de
súbito	se	dieran	cuenta	de	que	su	permanencia	allí	no	era	normal.	Algunos	se
quedaban	sentados	en	su	jergón.	Su	mirada	saltaba	de	un	lecho	a	otro.
Y	a	los	pocos	instantes,	todas	las	miradas	permanecían	clavadas	en	el
camastro	donde	se	veía	una	cara	de	muñeca,	con	tiznajos	de	grasa	y	un	áurea
melena.
Por	gestos	fueron	transmitiéndose	el	alerta.	Y	sólo	cuando	los	compañeros	de
Ilse	despertaron,	se	rompió	el	silencio.
El	primero	en	hablar	fue	Kleim,	el	mecánico.
—¡Día	nuevo,	niños!	¿Qué	tal	hemos	pasado	la	noche?
Miró	primero	a	Ilse.	Luego	el	camastro	que	tenía	al	lado,	y	se	le	echó	encima.
El	radio	despertó	de	un	salto.
—¿Eh?	¿Qué	ocurre?
—Ocurre	que	ya	es	de	día…	—respondió	Kleim,	en	tanto	paseaba	la	mirada	a
su	alrededor—.	¿Y	Greenly?
En	ese	momento	despertó	Ilse.	Se	incorporó	rápida.	En	unos	segundos	se
enfilo	las	botas,	sin	mirar	a	nadie.	Ya	de	pie,	se	arregló	los	cabellos	coa	las
manos.
—¡Qué!	¿Nos	vamos?	—preguntó,	siempre	sin	mirar	a	nadie.
Levantó	la	almohada,	y	de	allí	debajo	sacó	el	estuche	de	cuero	donde	tenía	la
máquina	fotográfica.
Lo	que	antes	hizo	el	sargento	Cheycher,	al	ponerse	la	cobertura	a	modo	de
«sarong»,	hacían	ahora	otros	muchos,	cohibidos	por	la	presencia	del	teniente
Sullivan.
La	muchacha	parecía	darse	cuenta	de	aquella	confusión	porque	de	repente,
dirigiéndose	hacia	la	puerta,	anunció:
—Me	voy	por	ahí…
En	la	puerta	se	tropezó	con	alguien.
—¡Perdón,	señorita!	—dijo	el	sargento	Cheycher,	que	era	quien,	al	ir	a	salir	al
mismo	tiempo	que	ella,	había	tropezado.
—¡Teniente!	—corrigió	Ilse.
—¡Ah,	sí!	¡Bien,	teniente!	¡Disculpe!…
Ya	los	dos	fuera	de	la	barraca,	la	muchacha	miró	hacia	un	extremo	del	campo
donde	se	veían	largos	pabellones	de	los	que	no	cesaban	de	salir	soldados.
—¿Ésos	son	los	«Chindits»?	—preguntó,	al	aire.
El	sargento	Cheycher	lo	oyó,	y	retrocedió	unos	pasos.
—¡Si,teniente!	¡Yo	también	pertenezco	a	los	«Chindits»!
Si	Cheycher	se	hubiese	acordado	de	sus	piernas	torcidas	y	flacas,	quizá
hubiese	adoptado	una	actitud	más	modesta.	Aparte	tenía	una	nariz	tan	chata,
una	boca	tan	grande	y	unos	ojos	tan	pequeños,	que	cuando	Ilse	le	miró,	no
pudo	menos	que	contener	su	réplica,	para	pasear	una	mirada	lenta,	de	arriba
abajo,	como	si	no	quisiera	perder	detalle	de	la	bizarría	del	sargento.
—¡Vaya!	—Zumbó,	plegando	graciosamente	sus	labios	finos	y	rojos.
—Un	poco	cómico,	¿verdad,	teniente?	—preguntó	Cheycher,	con	una
franqueza	que	desarmaba.
—¿Un	poco	nada	más?	—Y	la	joven	apenas	pudo	contener	la	risa.
—Todo	es	acostumbrarse	—añadió	el	sargento,	encogiéndose	de	hombros.
—¿Quién	manda	toda	esa	fuerza?
—¿Quién?	¡Danny!…	¡Un	excelente	jefe!	¡Y	un	buen	muchacho!	¡De	veras!…
—Conque	Danny…
—¡El	coronel	Danny	Harrik!	¿Cómo	usted	no	lo	sabe	y	se	encuentra	aquí?…
¡Hum!	¿Sabe	el	jefe	que	usted	se	encuentra	entre	nosotros?
—Supongo	que	sí	—respondió,	con	retintín,	la	joven.
—Ya.	¿Cuál	es	su	misión	entre	nosotros?…	No	me	diga	que	es	enfermera.	El
coronel	detesta	a	las	enfermeras…
—No	soy	enfermera;	pueden	estar	tranquilos…
El	sargento	miraba	entonces	hacía	un	pabellón	aislado.	La	puerta	acababa	de
abrirse,	y	empezaron	a	salir	algunos	oficiales.
—¡Ha	habido	reunión	de	jefes!	—comentó	el	sargento—.	¡Esto	está	ya
maduro!…
Miró	hacia	un	extremo	del	campo,	donde	se	alineaban	varios	aparatos	de
transporte.	Se	puso	a	contarlos…	Antes	de	terminar	la	cuenta,	hizo	un	gesto
de	disgusto.
—Aun	creo	que	no	habrá	bastantes…
—¿Bastantes	para	qué?	—inquirió	ella,	súbitamente	interesada.
—Para	nuestro	transporte.	Hace	ya	dos	días	que	debimos	haber	salido…
En	ese	momento,	de	la	barraca	dormitorio	salían	los	compañeros	de	Ilse.	La
muchacha	volvió	bruscamente	la	espalda	al	sargento	británico,	y	se	dirigió	a
sus	compatriotas.
—¡Oigan!	¿Saben	lo	que	presiento?…
Con	el	ademán	les	indicó	que	se	apartaran	de	la	barraca.	Un	poco	más	allá,
formaron	corro.
—¿Dónde	está	el	capitán?	—interrogó	Ilse.
—Estoy	por	asegurar	que	no	ha	dormido	en	nuestra	barraca	—respondió
Kleim—.	Anoche	le	deje	en	el	pabellón	de	jefes…
—¡Ahí	viene!	—anunció	Bob.
Efectivamente:	varios	oficiales	de	infantería	y	de	aviación,	se	acercaban	en
pequeños	grupos.	Unos,	discutiendo	acaloradamente;	otros,	callados,	con
aspecto	taciturno…	Uno	de	estos	últimos	era	Greenly.
Al	ver	a	sus	camaradas,	se	separó	de	los	que	le	acompañaban	y	fue	hacia
ellos.	Traía	cara	de	pocos	amigos.
—Greenly	no	ha	dormido	—comentó	Bob.
Algo	más	que	eso	le	había	ocurrido.	Al	llegar	ante	su	dotación,	dijo,	con	la
mirada	clavada	en	el	suelo:
—Señores:	Tengo	que	notificarles	que	nos	hallamos	en	poder	de	un	loco…
Dejó	una	breve	pausa,	y	agregó:
—Tenemos	aquí	una	especie	de	Napoleón,	gracias	al	cual	la	guerra	va	a	dar
un	brusco	viraje…
Quería	parecer	tranquilo,	hablar	en	un	tono	jocoso,	pero	se	notaba	en	él	una
sorda	cólera	pronto	a	estallar.
—¡Hable	claro,	capitán	Greenly!	¿Qué	ocurre?	—inquirió,	con	ansiedad,	la
muchacha.
—Nuestro	coronel	británico	se	ha	estado	adueñando	de	cuantos	aparatos	han
tenido	la	ocurrencia	de	aterrizar	en	este	infecto	aeródromo.	Los	ha	estado
reteniendo	hasta	conseguir	los	«taxis»	suficientes	para	pasear	a	sus	chicos…
con	otros	dos	aparatos	llegados	aquí	después	que	nosotros,	parece	que	están
casi	satisfechos	sus	deseos.	Es	la	única	suerte	que	nos	ha	cabido:	el	no	tener
que	esperar	mucho…
—¿Esperar	qué?	—saltó	Ilse—.	¿A	dónde	vamos	a	ir?
—Rumbo	sur.	Muchas	millas	detrás	de	las	líneas	japonesas…	Hay	que	hacer
varios	viajes	de	ida	y	vuelta…
—Pero…	¡yo	he	de	estar	en	Calcuta!…
—Ya.	¡Dígaselo	a	nuestro	«Napoleón»!	—replicó	Greenly,	sarcástico.
Los	ojos	garzos	centellearon	de	ira.	No	muy	lejos	de	donde	estaba	este	grupo,
había	otros	corros	de	yanquis;	algunos,	hablando	con	aire	de	enfado;	otros,
demostrando	haber	tomado	la	cosa	con	mayor	filosofía,	riendo	a	carcajadas…
—¡Capitán!	¿Y	usted	va	a	consentir…?	—empezó	la	muchacha.
Greenly	hizo	un	gesto	cansado.
—Mire,	Ilse.	Nos	hemos	pasado	la	noche	en	vela.	A	ese	hombre	le	hemos
abordado	de	todas	las	formas.	No	hace	caso	de	amenazas	ni	de	ruegos…	El
tiene	una	idea	fija,	y	no	hay	quien	le	saque	de	ella.	Todos	hemos	llegado	a	la
convicción	de	que	nos	hallamos	a	merced	de	un	loco.	De	un	loco	frío,	que	da
sus	golpes	con	pulso	tranquilo…	Lo	peor	es	que	su	gente	le	sigue	con
verdadero	fanatismo…
Extendió	la	vista	por	el	campo,	e	hizo	un	ademán	con	el	brazo.
—La	mayor	parte	de	esa	gente	no	está	tan	distraída	como	aparenta.	Todos	los
aparatos	están	custodiados.	El	puesto	de	radio	se	halla	rigurosamente
controlado…	Cuando	emprendamos	el	vuelo,	tendremos	pistolas	a	nuestras
espaldas,	encañonándonos…	Y	lo	que	todavía	es	peor…
Tragó	saliva	y	agregó:
—Parece	que	realmente	posee	una	orden	del	Mando	Supremo	dándole	carta
blanca	para	actuar…
—¡No	está	tan	loco,	pues!	—arguyó	Kleim.
—La	existencia	de	esa	orden	es	algo	que	hemos	deducido	de	sus	palabras.
Desde	luego,	no	se	ha	dignado	mostrárnosla.	El	solo	asegura	que	no	rehuirá
ninguna	de	las	responsabilidades	que	esto	pueda	acarrearle…
—¡Y	allá	él	si	lo	intenta!	—dijo	Ilse,	con	voz	sorda—.	Por	mi	parte,	removeré
cielo	y	tierra	hasta	conseguir	que	él	pague	este	desafuero…	¡No	me	lo
explico,	capitán	Greenly,	como	ninguno	de	ustedes	ha	conseguido	pararle	los
pies!…
—¡Y	que	sea	un	británico!	—rugió	Bob.
Eso	era	lo	que	más	les	molestaba.	Que	precisamente	fuera	un	inglés	el	que	les
obligase	a	cambiar	de	rumbo.	Por	lo	demás,	a	la	mayoría	parecía	importarles
un	comino	entretenerse	en	dar	pasadas	sobre	la	jungla,	desparramando
gurkhas	y	soldados	occidentales.	Tanto	les	daba	hacer	esto	como	dirigirse	a
Chungking,	transportando	víveres	y	municiones	a	los	chinos.
—¡Yo	tengo	necesidad	de	salir	de	aquí	esta	misma	mañana!	—insistió	Ilse,
obsesionada	por	una	idea	fija—.	¡Y	eso,	ningún	británico	lo	va	a	impedir,	por
flemático	que	sea!…
—Pues	ahí	lo	tiene,	teniente	—apuntó	Greenly,	señalando	en	dirección	al
pabellón	del	que	hacía	unos	momentos	habían	salido	los	oficiales.
Casi	tocando	el	dintel	de	la	puerta	se	veía	al	coronel	Harrik,	hablando	con	un
teniente	mucho	más	bajo	que	él,	quien	no,	cesaba	de	poner	papeles	ante	su
vista.	Danny,	tras	darles	una	ojeada,	los	firmaba,	con	aire	de	tener	prisa.
A	unos	pasos	de	él	aguardaba	un	soldado.	Danny	lo	vio,	y	le	hizo	un	gesto
para	que	sé	acercara.	Le	dijo	algo,	y	el	soldado	echó	a	correr	en	dirección	a
los	grupos	de	aviación.
—¡Todos	los	equipos!	¡Al	pabellón	de	órdenes!	—gritó	al	pasar	junto	al	grupo
de	Greenly.
—¡Esperen	un	momento!	—advirtió	Ilse,	tras	haber	permanecido	unos
instantes	con	los	músculos	tensos,	mirando	al	británico.
Echó	a	andar	hacia	donde	estaba	Danny.	En	ese	momento	el	jefe	británico
puso	la	última	firma.	Ilse	llegó	a	tres	pasos	de	él	en	el	preciso	instante	en	que
Danny	se	guardaba	la	pluma,	y	decía	al	teniente:
—¡Circule	la	orden	de	formar	con	todo	el	equipo!
—¡Inmediatamente,	señor!
Ilse	Sullivan	esperó	a	que	el	teniente	se	fuera.	Danny	no	parecía	hatería	visto.
Al	creerse	solo,	encendió	un	cigarrillo	y	tras	permanecer	tinos	momentos
pensativo,	echó	a	andar,	precisamente	de	cara	a	Ilse,	pero	sin	parecer	verla.
Ella	comprendió	que	aquel	engolado	jefe	estaba	dispuesto	a	pasar	por	su	lado,
sin	aparentar	que	se	daba	cuenta	de	su	presencia.
—¡Un	momento,	coronel!	¡Necesito	hablarle!	—dijo	la	joven	yanqui,	con	voz
un	poco	quebrada	por	la	ira.
Danny	pareció	despertar,	Dio	medio	paso	atrás,	denotando	en	su	mirada	la
sorpresa	que	le	causaba	aquella	forma	de	abordarle.
Incluso	por	su	modo	de	mirar	a	la	mujer,	diríase	que	se	había	olvidado	de	que
ella	existía.
Poco	a	poco,	por	la	expresión,	se	vio	que	localizaba	aquella	imagen.
—¿Usted	es	el	teniente?…	¿Teniente?…
Hizo	un	movimiento	con	la	mano,	como	si	fuera	a	chascar	los	dedos.
Ilse	espetó:
—¡Teniente	Sullivan!…
Danny	exageró	el	gesto,	como	si	alguien	se	le	hubiese	presentado	diciendo:
«¡El	almirante	Nelson,	a	sus	órdenes!».
—¡Ah,	ya!	¡El	teniente	Sullivan!…	Muy	bien.	¿Qué	desea?	Pero	espere.	Usted
pertenecea	la	dotación	del	«Buen	Jimmy:»…
El	«Buen	Jimmy»	era	el	cuatrimotor	que	tripulaba	el	equipo	de	Greenly.
—¡No	pertenezco	a	su	dotación!	¡Voy	con	ellos,	como	viajero	especial…!
—Ya…	Viajero	«especial»	—repitió	Danny,	con	cierta	sutil	sorna.
—Sí…	Y	debo	poner	en	sus	conocimientos	que	es	absolutamente	preciso	que
antes	de	mediodía	esté	yo	en	Calcuta.
—Me	parece	muy	bien.	¿Y	qué	puedo	yo	hacer	por	usted?	¿Desearle	buen
viaje?…
—¡Coronel!	¡Como	ciudadana	norteamericana,	más	que	como	miembro	del
«W.	A.	C.»,	tengo	que	participarle	que	el	humor	británico	nunca	me	ha	hecho
gracia!
—No	me	interesan	lo	más	mínimo	sus	gustos,	teniente…	Si	no	tiene	nada
importante	que	decir,	vuelva	a	su	grupo…
Hizo	ademán	de	echar	a	andar,	pero	la	muchacha	le	cortó	el	paso.
—¡Usted	no	puede	impedir	que	yo	llegue	con	tiempo	a	mi	destino!	¿Sabe	lo
que	va	en	ello?
—¡Ohh,	sí!	Creo	habérselo	oído	decir	a	su	compatriota,	el	capitán	Greenly…
En	el	retraso	que	pueda	sufrir	usted,	creo	que	va	mi	cabeza	y…	el	futuro	de	la
guerra.	¿No	es	eso	lo	que	significan	sus	instantáneas	de	China	y	sus
informes?	Pero	no	sufra,	teniente	Sullivan.	La	Comisión	de	Préstamos	y
Arriendo	podrá	aguardar	sus	informes	durante	veinticuatro	horas…	y	otras
tantas	podrán	esperar	los	lectores	de	los	periódicos.	Porque	tengo	entendido
que	también	es	usted	periodista…
—Por	desgracia	para	usted	hay	unos	cuantos	millones	de	lectores	detrás	de
mí	—replicó	Ilse,	con	aquél	su	gesto	de	supremo	énfasis	que	ya	le	chocó	al
británico	la	noche	anterior—.	¡No	pienso	callar	nada	de	cuanto	he	visto	aquí!
—Ah.	Pero	¿ya	ha	visto	usted	algo?	Veo	que	no	le	falta	imaginación…	Hasta
ahora	yo	había	considerado	que	lo	interesante,	de	existir,	iba	a	producirse	un
rato	después	de	que	todos	esos	aparatos	despegasen.	¡Lástima	que	su
compañía	no	me	sea	tan	grata!	De	Jo	contrario	le	hubiera	instado	a	que	nos
acompañara…
Otra	vez	se	dispuso	a	avanzar,	pero	Ilse	no	se	movió,	cerrándole	el	paso.
Danny	entornó	los	ojos,	adoptando	un	gesto	de	marcada	ironía.
—¡Retírese,	teniente!…	Y	para	lo	sucesivo,	si	algo	tiene	que	decir,	diríjase	a
su	jefe	de	grupo…
Con	la	mano	derecha	hizo	un	leve	ademán,	y	el	teniente	Sullivan	quedó	a	un
lado,	como	un	arbolito	que	el	simple	aliento	de	un	tanque	hubiese	tronchado.
Danny	se	alejó,	con	paso	recio,	en	dirección	al	pabellón	donde	ya	estaban
confluyendo	los	equipos	de	vuelo.	Ilse	se	quedó	sola,	en	una	gran	área
completamente	desamparada.	Durante	unos	instantes	permaneció	aturdida.
Las	lágrimas	acudieron	a	sus	ojos.	De	súbito,	en	un	acceso	de	ira	se	volvió,
diciendo:
—¡Ah,	no!	¡A	mí	no	me	perdonas	tú	la	vida!…
Tan	nublados	tenía	los	ojos,	más	que	por	las	lágrimas,	por	la	cólera,	que	no
vio	que	el	grupo	de	Greenly	había	seguido	toda	la	escena,	y	ahora	permanecía
aguardándola.
Llegó	hasta	ellos	sin	verlos.
—¿Qué	tal	le	ha	ido,	teniente?
Era	Bob	quien	se	lo	preguntaba,	con	la	mejor	buena	fe.
—¡Oiga	usted,	Bob!	—contestó	Ilse,	fuera	de	sí—.	¡Un	tragón	como	usted	no
me	toma	el	pelo!…
—¡Me	guardaré	muy	bien,	teniente!	Aunque	si	he	de	decir	verdad,	sus
cabellos	son	preciosos…
Bob,	el	radio	del	«Buen	Jimmy»,	solía	cometer	muchos	errores.	Pedía	comida
cuando	no	había,	y	gastaba	cuchufletas	a	gente	que	estaba	dada	a	los
demonios.
Ilse,	tremante	de	ira,	se	irguió:
—¡Sargento!	¡Le	recuerdo	que	se	dirige	a	un	superior!…
Otro	error	del	radio	fue	soltar	una	carcajada.	Pero	apenas	lo	hizo,	una	de	las
finas	manos	del	teniente	Sullivan,	más	reacias	de	lo	que	cabía	esperar,
arrancó	un	rotundo	chasquido	de	una	de	las	mejillas	de	Bob.
El	grupo	quedó	inmóvil,	mirándose	unos	a	otros	estupefactos,	Muchos	que
pasaban	en	aquel	momento,	y	otros	que	se	hallaban	parados	cerca,	volvieron
la	cabeza,	intrigados.
Por	unos	instantes	Bob	pareció	echar	fuego	por	los	ojos.	Cualquiera	diría	que
iba	a	lanzarse	sobre	Ilse,	o	replicar	a	golpes.	Pero	enseguida,	adoptando	un
gesto	risueño,	miró	a	Greenly:
—Creo	que	esta	bofetada	está	dentro	del	Reglamento.	¿No	es	cierto,
capitán?…
—¡Basta	de	tonterías!	—cortó	Greenly,	queriendo	recobrar	a	toda	marcha	su
autoridad—.	¡Estamos	dando	un	espectáculo!
Ilse	permanecía	seria,	con	gesto	apesadumbrado.	Ya	no	parecía	tan	erguida
como	antes.	Miró	al	radio:
—¡Bob!…	¿Me	quiere	perdonar?…	¡Ese	maldito	británico	me	ha	sacado	de
quicio!…
Era	una	palabra	mágica.	En	el	coronel	Harrik	encontraron	todos	la	salida	a
aquella	desagradable	escena.
—¡Estoy	muy	nerviosa!…
—¡Naturalmente!	¡Sí,	lo	comprendo!…	¡Ese	tío	va	a	hacer	que	todos	nos
volvamos	locos!	—Manifestó	Bob.
—¡Ya	hemos	visto	con	qué	displicencia	la	escuchaba!	—agregó	Kleim—.	Desde
luego,	es	exasperante.
—Debió	hacerme	caso,	Ilse	—comentó	Greenly—.	Ya	le	advertí	que	no
conseguiría	nada…
—Allá	lo	tienen	—apuntó	Kleim—.	Ha	estado	mirándonos…
Todo	el	grupo	se	volvió	al	pabellón	de	órdenes.	En	ese	instante	el	coronel
Harrik	les	daba	la	espalda,	y	cruzaba	el	umbral.
A	paso	ligero	venía	hacia	ellos	el	sargento	Cheycher.
—¡Las	dotaciones	completas!	¡Al	pabellón	de	órdenes!	—gritaba.
Llegó	ante	Greenly,	y	le	saludó:
—¡Capitán!	¡De	parte	del	coronel	Harrik!	¡Acudan	inmediatamente!
Todos	los	grupos	aéreos	se	encaminaban	al	citado	pabellón.	Algunos	ya	iban
vestidos	con	ropa	de	vuelo.
—¡Vamos!	—dijo	Greenly,	secamente.	Y	echó	a	andar	sin	mirar	a	nadie,	como
queriendo	cortar	con	ello	toda	posible	objeción	de	alguien	del	equipo.
Uno	tras	otro	fueron	detrás	del	capitán.	Ilse	se	quedó	la	última.	Pero	cuando
por	fin	se	decidió	a	seguirles,	el	sargento	de	las	piernas	torcidas	le	atajó:
—¡Teniente!	¡Usted	no!
—¿Cómo?
—Orden	superior…	En	el	pabellón	de	órdenes	sólo	pueden	entrar	los	equipos
de	vuelo…
—¿Y	quién	le	ha	dicho	a	usted	que	yo?…
—Él	coronel	me	lo	ha	dicho…	Dice	que	usted	misma	le	ha	confesado	que	no
pertenece	a	la	dotación	del	«Buen	Jimmy»…	Desde	luego,	hay	dos	pegas	en
usted.	Algo	así	como	mis	piernas	torcidas	y	mi	nariz	chata…
Ilse	le	miraba	con	verdadero	estupor.
—¿Qué	demonios	dice	usted?
—Digo,	que	hay	en	usted	dos	pegas	para	que	el	trato	con	el	coronel	tenga	la
cordialidad	debida.	Una	se	refiere	a	que	es	usted	periodista.	¿Es	cierto?	¿Le
da	usted	a	la	pluma?…	¡El	coronel	detesta	a	los	periodistas!…
Ilse	se	cruzó	de	brazos,	en	actitud	estoica.
—¿Y	la	segunda	pega?	—preguntó,	forzando	una	voz	tranquila.
—Que	es	usted	mujer…	Cuando	se	acerca	la	hora	de	la	verdad,	el	coronel	no
quiere	mujeres	a	su	alrededor.	Ni	mujeres	ni	periodistas.	Sí;	a	la	hora	de	la
verdad,	quiere	la	verdad	a	secas…	¡Tal	vez	demasiado	a	«secas»!	—terminó
Cheycher,	pasándose	la	lengua	por	los	labios,	y	acordándose	para	su
tormento,	que	en	el	mundo	había	una	cosa	que	se	llamaba	whisky	.
Ilse	permaneció	pensativa.	Tras	un	largo	silencio,	dijo:
—Está	bien…	Veo	que	no	hay	más	remedio	que	cumplir	las	órdenes.
—Oh,	sí.	Con	el	coronel	Harrik	uno	no	tiene	más	remedio	que	cumplir	las
ordenanzas.	Fuera	del	servicio,	resulta	el	mejor	amigo	nuestro…	¡Pero
descuídate	cuando	la	verdad	asoma	las	narices!…
—¡La	verdad!	—repitió	Ilse—.	¡Valiente	verdad	la	que	llevará	ese	hombre	a
cuestas!…
Algo	que	ocurría	en	el	centro	del	campo	atrajo	su	atención.	Largas	hileras	de
soldados	con	equipo	de	paracaidistas,	cruzaban	el	campo	en	dirección	a
donde	estaban	los	aparatos.
—¿Qué	significa	eso?	—preguntó.
—Que	vamos	a	salir…	Bueno,	van	a	salir.	Yo	lo	haré	en	el	segundo	viaje…,
gracias	a	usted.
—¿A	mí?
—Sí.	Usted	se	quedará	aquí	hasta	que	el	«Buen	Jimmy»	esté	de	vuelta…	En
atención	a	usted,	el	coronel	ha	decidido	que	el	«Buen	Jimmy»	sólo	haga	un
viaje…
—¡En	atención	a	mí!	—exclamó	la	muchacha,	rechinando	los	dientes.
—Sí.	El	coronel	quiere	que	se	marche	usted	cuanto	antes…	Ha	visto	como	le
daba	usted	una	bofetada	a	uno	de	sus	compañeros,	y	ha	dicho:	«Tenemos	que
deshacernos	cuanto	antes	de	ese	petardo».
Ilse	palideció.	Se	mordió	los	labios	y	desvió	la	mirada,	para	que	el	Sargento
no	advirtiera	el	efecto	que	aquello	le	había	producido.
Como	si	de	pronto	hubiera	dado	la	conversación	por	terminada,	volvió	la
espalda	a	Cheycher	y	echó	a	andar,	en	cualquier	dirección.	A	los	pocos	pasos
se	dio	cuenta	de	que	elsargento	la	seguía.	Dio	media	vuelta,	colérica:
—¿Qué	hace	usted?
—Acompañarla,	teniente…
—¡No	necesito	su	compañía!
—Pero	a	mí	me	es	necesario	cumplir	las	órdenes…
Ilse	entornó	los	ojos:
—¡Ah,	vamos!	¡Estoy	vigilada!…	Ya.	No	en	balde	soy	un	petardo…
—Crea,	teniente,	que	estoy	pasando	un	mal	momento.	Estos	encargos	no	son
para	mí…	Pero	al	coronel	parece	que	le	divierta	hacerme	pasar	estos	malos
ratos…
Hasta	en	las	piernas	torcidas	de	Cheycher	veía	Ilse	una	burla	del	coronel
británico.	Seguramente	en	toda	la	brigada	no	había	un	hombre	con	aspecto
más	grotesco	para	ponerlo	de	guardián.
—Sí,	siempre	hace	lo	mismo	—siguió	el	sargento,	con	aire	contrito—.
¿Encarguito	difícil?	¡Allá	va,	para	el	sargento	Cheycher!	¿Que	no	hay	que
beber?	Cheycher	ha	de	ser	el	primero	que	tenga	la	boca	seca…	Pero	lo	que
me	digo:	Si	me	he	acostumbrado	a	mi	pinta	de	mico,	¿por	qué	no	me	he	de
acostumbrar	a	las	bromas	del	coronel?…
De	todo	aquello,	sólo	una	cosa	había	captado	Ilse:	que	el	sargento	era	el
primero	en	tener	la	boca	seca…
En	la	barraca	dormitorio,	junto	al	camastro,	tenía	todavía	su	mochila.	Y	en
ella,	en	el	paquete	del	botiquín,	una	pequeña	botella	de	whisky…	para	casos
de	«emergencia»…
En	tanto	se	dirigía	a	la	barraca,	seguida	del	sargento,	Ilse	iba	pensando	en
qué	momento	sacaría	a	la	vista	de	Cheycher	la	botella.
Se	mordió	los	labios,	para	matar	la	sonrisa	que	ya	había	aparecido	en	ellos…
La	reunión	en	el	pabellón	de	órdenes	parecía	haber	terminado,	pues	los
equipos	estaban	saliendo.	Algunos	se	dirigían	a	las	barracas,	para	ultimar	su
indumentaria	de	vuelo.
Mareaba	aquella	vasta	extensión	cruzada	por	hileras	y	más	hileras	de
soldados,	con	la	mochila	y	el	paracaídas	a	la	espalda.	Infinidad	de	motitas
blancas	bullían	en	la	extensa	llanura,	alumbrada	por	un	sol	radiante	y	cercada
por	la	verde	muralla	de	la	selva.
El	grupo	de	Greenly	vino	al	encuentro	de	Ilse.	El	capitán	se	esforzaba	por
aparecer	alegre.
—¡Buenas	noticias,	Ilse!	¡Vamos	a	salir!…	¡Enseguida	vendremos	a
recogerla!…
—¡Ya	lo	sé!	—respondió	la	muchacha,	con	alegre	despreocupación.
Aquella	alegría	sorprendió	un	poco	al	grupo.	Greenly	la	miró	intrigado:
—¿Es	que	no	nos	cree,	Ilse?	Esta	tarde	ya	podremos	estar	en	Calcuta…
—Ya	lo	sé,	Greenly	—repitió—.	Y	le	agradezco	el	interés	que	se	ha	tomado	p6r
mí…	¡Dense	prisa!	Les	deseo	un	buen	vuelo.
Instantes	después,	el	equipo	salía	del	dormitorio	perfectamente	equipado.	Al
saludar	a	Ilse,	ésta	parecía	haber	cambiado	de	humor.	Se	despidió	de	todos
ellos	como	si	no	tuviera	que	verlos	más…
CAPÍTULO	III
LA	CARA	DE	LA	VERDAD
A	medida	que	iban	posándose	en	tierra,	se	desprendían	del	correaje	que	les
sujetaba	al	paracaídas,	lo	plegaban	apresuradamente	y	a	paso	ligero	se
dirigían	a	una	zona	desnuda	de	vegetación,	que	era	donde	ya	se	habían
asentado	los	primeros	en	aterrizar.
El	ámbito	aéreo	parecía	convertido	en	el	sueño	de	un	borracho.	De	lo	alto
venía	de	todo.	Enormes	fardos	de	víveres,	municiones,	bicicletas,	dos	«jeeps
»,	varios	mulos,	alguna	pieza	de	artillería…
El	fragor	de	motores	no	cesaba	un	instante.	Asomaba	un	aparato	y	empezaba
a	evolucionar,	vaciando	su	vientre.	Y	tan	pronto	desaparecía	por	donde	había
venido,	asomaba	otro.	Y	otro…
En	todo	momento	el	espacio	estuvo	lleno	de	burbujas	de	paracaídas,	junto	con
los	primeros	que	aterrizaron,	cayeron	varias	ametralladoras.	En	unos
instantes	quedaron	emplazadas	en	los	montículos,	desde	los	que	podían	batir
los	claros	de	la	selva	próxima.
Otros	procedieron	a	instalar	tiendas	de	campaña.	Pequeños	tractores
empezaron	a	traquetear,	apenas	posados	en	tierra,	En	varios	sitios	se
amontonaron	rollos	de	emparrillado	de	alambre,	que	no	tardarían	en	ser
desenrollados.	Se	engancharían	unas	tiras	con	otras,	formando	sobre	el	suelo
una	red	metálica.	Los	claros	de	las	mallas	dejarían	crecer	la	hierba,	y	a	los
pocos	días,	la	pista	ya	estaría	disimulada,	capaz	para	soportar	el	aterrizaje	de
los	bombarderos	más	pesados.
El	coronel	Harrik,	acompañado	de	personal	técnico,	iba	de	un	extremo	a	otro
de	aquella	zona	despejada	y	aislada,	por	momentos	más	vasta.
De	vez	en	cuando,	una	elevada	palmera	se	des	plomaba,	cortada	de	cuajo.
Potentes	tijeretazos	hacían	retroceder	la	selva.	Seguía	la	lluvia	de
paracaidistas…
Sólo	cuando	la	tarde	empezó	a	declinar,	cesó	el	tronar	de	motores.	Entonces,
Danny	Harrik	reunió	a	sus	oficiales.	La	conferencia	fue	breve.	Todo	había
funcionado	a	la	perfección	y	cada	compañía,	cada	pelotón,	se	encontraba	en
su	sitio.
—Pasado	mañana	este	aeródromo	debe	hallarse	en	condiciones	de	rendir	el
máximo	—dijo	Harrik,	dirigiéndose	al	jefe	de	zapadores—.	He	mandado
algunas	patrullas	de	exploración…	Nada	anormal	han	advertido,	pero	todos
ustedes	saben	quiénes	son	los	japoneses.	Alerta	en	todo	momento…	Tan
pronto	anochezca,	el	grueso	de	las	fuerzas	va	a	salir	hacia	el	norte.	El	plan	es
sorprender	la	primera	línea	por	la	espalda.	Cortaremos	las	vías	de
comunicación	que	hallemos	al	paso,	para	impedir	que	el	enemigo	se
abastezca.	Nosotros	nos	suministraremos	por	el	aire…
Esto	último	era	para	conocimiento	de	los	oficiales.	Al	proseguir,	lo	hizo
hablando	otra	vez	al	jefe	de	zapadores:
—Dígame	cuánto	personal	necesita	para	la	custodia	del	campo…
—El	que	usted	indique	—respondió	el	otro.
—No	—cortó	Danny,	con	gravedad—.	Nada	de	deferencias	inútiles…	He
dispuesto	el	emplazamiento	de	ametralladoras	en	los	sitios	que	he
considerado	más	eficaces.	Pero	eso	implica	que	usted,	como	comandante	del
aeródromo,	rectifique	cuanto	considere	oportuno.	Quiero	partir	de	aquí	con	la
convicción	de	que	a	mis	espaldas	queda	este	puesto	debidamente
garantizado…	Diga	cuanta	fuerza	necesita…
Momentos	después,	una	compañía	de	gurkhas	,	al	mando	de	un	oficial
británico,	quedaba	como	fuerza	de	protección	del	aeródromo,	todavía	a	medio
construir.
Los	demás	elementos	de	choque	quedaron	divididos	en	dos	columnas.	Harrik
expuso	rápidamente	el	plan	a	realizar.	La	primera	columna	la	mandaría	el
propio	Harrik,	La	segunda	el	comandante	de	batallón,	Stevens,	un	hombre
corpulento	y	de	cara	llena	de	cicatrices,	veterano	de	la	jungla.
Las	dos	columnas	saldrían	al	mismo	tiempo,	pero	cada	una	por	distinto
camino.	Convinieron	una	clave	y	un	tiempo	para	comunicarse	por	radio.
Cada	oficial	volvió	a	su	puesto.	Los	preparativos	para	la	marcha	se	hacían	a
toda	velocidad.	El	sol	ya	estaba	desapareciendo.	De	un	momento	a	otro	daría
una	zambullida	en	el	horizonte,	y	la	noche	se	volcaría	sobre	la	selva.
Hubo	un	momento	en	que	Danny	Harrik	se	encontró	solo,	y	a	la	entrada	de	la
tienda	en	que	acababa	de	efectuarse	la	reunión.	Encendió	un	cigarrillo	y	miró
en	la	dirección	en	que	se	veía	un	cielo	rojizo.	Y	de	pronto,	dio	una	voz.	Uno	de
sus	ayudantes	acudió	presuroso.
—¡A	sus	órdenes,	señor!	—¿Alguien	de	ustedes	ha	visto	al	sargento	Cheycher?
—	preguntó	Harrik.
—El	sargento	Cheycher…	¡Sí,	señor!	Creo	haberlo	visto	entre	los	que	forman
la	Segunda	Columna…
—¿Y	quién	lo	ha	designado	allí?
—Supongo,	señor…	—vaciló	el	ayudante.
—No	suponga	nada.	Haga	venir	al	sargento	Cheycher…	En	todo	el	día	no	lo
he	visto.	Que	se	presente	llevando	todo	el	equipo.
—¡Inmediatamente,	señor!
—Ah…	Y	fíjese	si	al	notificarle	esta	orden,	echa	algo	de	su	mochila.
El	ayudante	sonrió…	La	afición	de	Cheycher	a	la	bebida,	era	demasiado
conocida	de	todos.
El	ayudante	creía	adivinar	la	intención	del	jefe	al	recamar	con	tanto	rigor	la
presencia	del	patizambo.	Seguramente	llevaba	algo	camuflado…	Quien	tenía
que	mandar	la	segunda	Columna,	el	comandante	Stevens,	en	estas	cosas	solía
tener	manga	ancha.
Cuando	el	ayudante	se	hizo	con	el	sargento	y	le	comunicó	la	orden	del	jefe,
vio	que	Cheycher	palidecía.	Estaba	limpiando	su	fusil,	y	el	cerrojo	se	le	fue	de
las	manos.
En	silencio,	con	evidentes	temblores	en	todo	el	cuerpo,	fue	a	recoger	sus
cosas,	siempre	vigilado	del	ayudante.	Terminado	esto,	se	encaminaron	hacia
la	tienda	del	Mando.
Encontraron	a	Harrik	hablando	con	los	oficiales.	Esperaron	a	que	éstos
terminaran,	y	así	que	pudieron	acercarse,	por	la	forma	con	que	Benny	les
miró	pareció	que	ya	se	había	olvidadode	ellos.
—¡A	sus	órdenes,	señor!	—dijo	Cheycher,	cuadrándose.
—¿Qué	hay,	sargento?	—preguntó	Harrik,	con	aire	distraído	y	sin	mirarle.
Pero	esta	indiferencia	sólo	duró	unos	segundos.	Enseguida,	en	actitud	de
quien	se	pone	en	guardia	ante	un	gran	peligro,	se	volvió	rápido	para	mirar
lleno	de	recelo	al	sargento:
—¿Dónde	has	estado	metido	todo	el	día?
—¿Dónde?…	En	la	base.	He	venido	en	la	última	expedición…
—¿Por	qué	en	la	última?	El	«Buen	Jimmy»	sólo	hizo	un	viaje.
El	sargento	asintió	con	movimiento	de	cabeza.
—Tu	misión	en	la	base	terminaba	tan	pronto	«Miss	Tonterías»	hiciera	mutis…
Al	tiempo	que	hablaba	Danny,	daba	pagos	hacia	el	sargento.	Éste,	como	si
temiera	que	fuera	a	pegarle,	retrocedía.
Harrik	extendió	un	brazo,	y	le	cogió	del	pecho.
—¡Ven	aquí!…
Apenas	lo	tuvo	cerca	unos	segundos,	pero	le	bastó.
—¡Me	lo	figuraba!…	¡Sargento,	se	había	dado	la	orden	de	no	beber!…	A	mí
me	importa	un	comino	mandar	una	brigada	de	borrachos.	Lo	que	no	me	es
indiferente	es	que	mis	subordinados	no	puedan	contener	sus	inclinaciones…
¡Sargento	Cheycher!	¡Hace	tiempo	que	te	advertí	que	te	sentaría	la	mano!
Sabes	que	tengo	retenida	la	propuesta	de	tu	ascenso,	y	me	parece	que	se	va	a
hacer	amarilla	en	mis	carpetas…
Quedó	en	silencio.	Danny	se	situó	de	espaldas	a	Cheycher,	observando	los
movimientos	de	la	tropa	que	se	estaba	colocando	en	orden	de	marcha.
—Sargento	—murmuró	Danny,	todavía	de	espaldas—.	¿Echaba	chispas	«Miss
Tonterías»,	en	el	momento	de	marcharse?
No	hubo	respuesta.
—Durante	el	tiempo	que	has	estado	con	ella,	¿de	qué	habéis	hablado?
Respondió	el	mismo	silencio.	Danny	fue	volviéndose.	Cuando	sus	ojos	se
encontraron	con	Cheycher,	sufrieron	otra	vez	el	mismo	estado	de	alarma	de
momentos	antes.
—¿Qué	sucede?
Pero	el	sargento,	como	si	en	su	abultada	mochila	llevase	toda	una	carga	de
hielo,	se	estremecía,	en	tanto	su	rostro,	de	continuo	encarnado,	estaba	casi
verde.
Las	manos	de	Danny	le	agarraron	por	los	hombros.
—¿Que	ha	ocurrido?	¡Contesta	enseguida!…
—¡Lo	ignoro,	señor!…	Sólo	sé…	que…	Que	ella	no	ha	salido	en	el	«Buen
Jimmy»…
—¿Por	qué?
Cheycher	se	encogió	de	hombros,	dando	la	sensación	de	que	se	aliviaba	de
una	soga	con	nudo	corredizo	que	tenía	en	el	cuello.
—¿Cómo	que	no	lo	sabes?	—rugió	Danny.
—«Miss	Tonterías»	no	es	tan	tonta	como	creíamos,	mi	coronel…	Quería
burlarse	de	nosotros,	y	lo	consiguió…	Bueno,	se	ha	burlado	de	mí…	Sin	que	yo
pueda	decir	cómo,	cuando	menos	me	lo	figuraba,	desapareció	de	mi	vista…
He	revuelto	toda	la	base,	sin	resultado.	Pensé	que	cuando	llegara	el	«Buen
Jimmy»,	ella	aparecería,	pero	que	te	crees	tú	eso…	¡Ni	rastro!	¡Y	mire	que	sus
compatriotas	y	yo	la	hemos	buscado!…
Una	exclamación	de	cólera	salió	de	la	boca	de	Harrik.	Con	los	ojos	llameantes
miró	a	Cheycher.
—¡Maldito	patizambo!	¡De	ésta	te	quedas	sin	galones!…	Todas	las	dificultades
que	esto	me	acarree	las	vas	a	pagar	con	creces…
Ya	estaba	obscureciendo.	Allá	delante,	las	dos	columnas	permanecían
formadas,	esperando	la	orden	de	marcha.	Las	dos	rayas	pardas	se	contundían
con	el	manchón	de	la	selva.
Con	la	misma	rapidez	que	había	surgido	en	Danny	la	cólera,	parecía	haberse
extinguido.	Su	rostro	tenía	ahora	una	expresión	divertida.
—Me	parece	que	voy	comprendiendo…	Dime	la	verdad,	Cheycher	—pidió
Harrik,	sin	voz	de	enfado—.	¿Qué	has	convenido	con	ella?
—¿Yo?	¡Nada,	coronel!
—No	me	mientas…	Hueles	a	whisky	.	¿Te	lo	ha	dado	ella?
—Pues…	No.	Se	lo	he	quitado…	El	primer	impulso	fue	bueno.	Era	un	artículo
prohibido	en	la	base…	Luego…
—¡Está	bien!	¡Sígueme!
En	grandes	zancadas.	Danny	se	encaminó	hacia	donde	aguardaba	la	tropa.	A
una	voz	de	mando,	los	hombres	se	pusieron	firmes.
Harrik	permaneció	unos	momentos	a	la	cabeza	de	las	dos	columnas.	Luego,	se
metió	por	entre	ambas	y	siguió	andando,	hasta	llegar	a	la	cola.
Ya	no	había	luz	suficiente	para	ver	los	rostros.	El	silencio	era	tan	completo,
que	casi	se	oía	la	pulsación	de	los	soldados.
Cuando	Danny	volvió	a	ponerse	en	cabeza,	su	cara	tenía	una	expresión
verdaderamente	divertida.	Cualquiera	diría	que	había	encontrado	algo	muy
chusco	en	aquella	revista,	hecha	casi	a	ciegas.
El	comandante	de	la	segunda	columna	recibió	las	últimas	órdenes	de	Harrik,
y	partió,	torciendo	hacia	la	izquierda.	Danny	esperó	a	que	sus	pasos	quedaran
ahogados	por	la	espesura.
Entonces	se	volvió	a	los	suyos.	Iba	a	dar	la	orden	de	marcha,	cuando	reparó
en	el	sargento.
—Colócate	en	mitad	de	la	columna	—le	indicó.
Lo	que	Cheycher	quería	era	desaparecer	de	la	vista	de	Harrik.	Cada	vez	se
sentía	más	confundido.	Le	parecía	verdaderamente	alarmante	la	facilidad	con
que	había	salido	de	aquel	paso.
Se	apresuró	a	obedecer.	Y	antes	de	que	él	llegara	a	la	mitad	de	la	columna,
ésta	se	puso	en	marcha.
Esperó,	de	cara	a	ellos,	y	cuando	reconoció	a	los	componentes	de	un	pelotón
con	los	que	tenía	bastante	afinidad,	se	mezcló	con	ellos.
Fue	ya	en	la	selva,	un	rato	después,	cuando	el	paso	tenía	que	ser	sigiloso,	y
las	órdenes	tenían	que	darse	por	contacto	o	por	voces	de	pájaro.	Cheycher
percibió	unos	golpecitos	en	un	brazo.	Marchaban	ahora	en	fila	de	a	uno.	El
sargento	se	volvió	y…
—¡Demontre!…	¡Ay,	mi	abuela!…
Había	dado	un	salto	saliéndose	de	la	fila,	como	si	con	ello	fuese	a	esquivar	la
mordedura	de	un	venenoso	reptil.	Sus	exclamaciones	no	habían	sido	hechas
en	voz	muy	alta,	pero	sí	lo	suficiente	para	que	cuantos	había	a	rededor	se
produjera	la	alarma.
Cheycher	se	dio	cuenta	enseguida,	y	volvió	a	su	puesto.
—¡No	es	nada!	—dijo—.	¡Adelante!…
Y	cuando	la	marcha	se	reanudó	con	normalidad,	el	sargento	se	volvió	a
medias	para	preguntar	a	quien	le	seguía:
—¿Por	qué	ha	hecho	esto,	teniente?	¡De	ésta	me	fusilan!…
Respondió	una	fina	risa,	que	a	Cheycher	le	pareció	que	tenía	el	corle	de	un
afilado	cuchillo.
—Soy	muy	curiosa,	sargento…	—respondió	Ilse	Sullivan,	bajando	la	voz	lo	más
posible—.	Y	he	querido	ver	por	mis	propios	ojos	lo	que	ustedes	llaman…	«La
hora	de	la	verdad»…
—¡Mal	hecho!	—reprochó	el	otro,	con	voz	llena	de	angustia—.	¡Ojalá	haya
remedio!…	La	verdad	que	nos	aguarda	es	muy	fea,	teniente…
—Todo	es	cuestión	de	acostumbrarse…	Por	lo	demás,	ya	me	estoy	divirtiendo
a	cuenta	del	momento	en	que	su	coronel	se	entere	de	que	estoy	aquí.	Mal	que
le	pese,	va	a	tener	una	mujer	y	un	periodista	en	la	columna…	¡Vaya	sorpresa
que	se	va	a	llevar!…
—¡Desde	luego!	—rezongó	el	sargento,	con	ánimo	de	condenado	a	muerte—.
No	puede	usted	figurarse	lo	sorprendido	que	va	a	Quedar…	¡No	lo	sabe	usted
bien,	«Miss	Tonterías»!…
—¿Cómo	dice?
—Perdone.	Es	el	nombre	que	ahora	le	da	el	coronel.	Parece	que	lo	de
«petardo»	ya	ha	pasado	al	olvido…
En	ese	momento,	alguien	llegó	desde	la	cabeza	de	la	columna.	Era	uno	de	los
ayudantes	de	Harrik.
—¿Sargento,	Cheycher?	¿Anda	por	aquí	el	sargento	Cheycher?…
El	sargento	salió	de	la	fila:
—¡A	sus	órdenes!
—Atienda	esto:	El	coronel	me	ha	dicho…	¡Maldito	si	lo	entiendo!…	Me	ha
dicho	que	transmita	al	teniente	Sullivan	,	que	aun	no	ha	llegado	la	hora	de
hablar…	¿Entendido?
—¡Demasiado,	mi	teniente!	—respondió	el	sargento.
—¡Pues	que	me	aspen	si	lo	he	entendido	yo!
Y	el	ayudante	se	fue	corriendo	para	ponerse	de	nuevo	en	cabeza.
Cuando	el	sargento	se	reintegró	a	su	sitio,	preguntó,	casi	con	el	aliento:
—¿Ha	oído,	teniente?
Pero	ni	siquiera	así,	con	el	aliento,	respondió	Ilse	Sullivan,	porque	en	aquellos
instantes	hasta	el	aliento	le	faltaba…
*	*	*
Avanzaban	hacia	el	norte	siguiendo	el	ferrocarril.	Cinco	brigadas	«Chindit»
pululaban	por	la	selva,	produciendo	estragos,	construyendo	pistas	de
aterrizaje,	impidiendo	el	paso	de	refuerzos…
Una	división	japonesa	había	sido	sacada	de	Siam,	con	propósitos	de	barrer	los
«Chindit».	Éstos	lo	sabían	y	permanecían	alerta,	pero	sin	interrumpir	por	un
momento	su	tarea	de	destrucción.
Había	sesenta	mil	soldados	británicos	e	indios,	con	su	formidable	equipo
moderno,	cercados	en	la	planicie	del	Imphal.
En	Kohima	había	tres	batallones	en	lucha	desesperada.	Un	batallón	británico,
otro	nepalés	y	otro	de	Fusileros	de	Assam.
Desde	Kohima	se	dominaba	el	valle	a	Assam.	En	las	estribaciones	de	los
elevados	montespróximos	al	poblado,	los	japoneses	batían	las	carreteras
principales	de	Dimapur	e	Imphal.
La	situación	era	comprometida	para	los	aliados.	En	Kohima	su	posición
defensiva	había	quedado	reducida	a	una	sola	montaña,	en	la	que	permanecían
todos	los	hombres	en	condiciones	de	empuñar	un	arma,	incluso	los
convalecientes	del	hospital.
El	plan	de	los	japoneses	era	bien	ambicioso.	Cortar	la	carretera	de	Dimapur	y
el	ferrocarril,	dejando	a	las	fuerzas	americanas	sin	ruta	de	abastecimiento.
Además,	aspiraban	a	anular	el	puente	aéreo	estadounidense	a	China.
Se	dilucidaban,	pues,	por	aquellos	días,	problemas	de	la	máxima
trascendencia	en	el	norte	de	Birmania.
Pero	si	comprometida	era	la	situación	de	los	aliados,	no	lo	era	menos	la	de	los
japoneses.	La	misma	táctica	que	pusieron	éstos	en	juego	semanas	antes	en	su
ofensiva	de	Arakán,	en	lo	que	al	final	tuvieron	que	retroceder,	dividiéndose	en
pequeñas	partidas,	hambrientos	y	desesperados,	ponían	ahora	en	su	más
calculada	ofensiva.	No	contaban	casi	con	abastecimientos.
Llevaban	víveres	escasamente	para	unos	días.	Éste	era	un	recurso	de	doble
filo.	El	soldado	japonés,	ya	de	sí	belicoso	y	fanático,	miraba	los	objetivos	a
cubrir	con	un	doble	afán:	por	lo	satisfacción	del	deber	cumplido,	y	por	algo
primordial:	por	el	instinto	de	vida.
En	los	objetivos	a	cubrir	estaban	los	almacenes	de	los	aliados,	repletos	de
víveres	y	municiones.	Allí	se	abastecerían	y	proseguirían	la	marcha	hacia	el
interior	de	la	India.
Para	los	japoneses,	la	península	de	Malaca,	y	toda	la	Indonesia,	había	sido	un
rico	manantial	de	víveres	y	armas.	En	ocasiones	encontraron	cañones	y
aparatos	de	aviación	todavía	dentro	de	las	cajas.	Depósitos	de	combustibles
en	perfecto	uso.	Ingentes	montañas	de	municiones.
Pero	los	japoneses	olvidaban	que	habían	transcurrido	más	de	tres	años	de
guerra.	Y	en	ese	tiempo,	la	moral	de	victoria	se	estaba	desplazando	al	bando
contrario.
Las	fábricas	de	Inglaterra,	de	los	Estados	Unidos	y	del	Canadá	producían	al
máximo.	La	escuadra	norteamericana	ya	había	roto	el	arco	japonés	en	el
Pacífico.	Las	costas	de	la	Nueva	Guinea,	las	Gilbert	y	las	Aleutas,	ya	no
conocían	la	amenaza	nipona.
Esto,	sencillamente,	quería	decir	que	si	las	rutas	del	mar	habían	pasado	a
manos	de	los	aliados,	no	menos	iba	a	ocurrir	con	las	de	tierra	y,
principalmente,	con	las	del	aire…
En	éstas	precisamente	estaba	la	clave.	Los	bombarderos	de	gran	radio	de
acción	achicaban	el	planeta.	No	había	rutas	largas	ni	barreras	infranqueables.
Desde	China,	Tokio	estaba	siendo	machacado.	Desde	bases	situadas	en	la
India,	los	defensores	de	Imphal	y	Kohima	recibían	por	vía	aérea	toda	clase	de
refuerzos.	Llovían	víveres,	municiones,	material	sanitario…	Cosas	totalmente
negadas	a	los	japoneses.
La	aviación	nipona	se	batía	en	retirada.	¡En	Manda!	Ay	habían	estado
concentrando	gran	número	de	aviones,	pero	precisamente	los	Comandos
aéreos,	después	de	soltar	en	la	jungla	su	carga	de	hombres,	se	había
desplazado	unas	pocas	millas	más	y	habían	dado	unos	cuantos	mazazos	a
aquella	concentración.
Por	consiguiente,	los	japoneses	que	embestían	en	el	norte	de	Birmania,	no
contaban	con	un	eficaz	apoyo	aéreo.	Y	tenían	que	ver	impotentes	cómo	de	lo
alto	se	descolgaba	todo	un	aluvión	de	preciosas	materias,	en	tanto	tenían
noticias	de	que	unas	millas	más	atrás,	miles	y	miles	de	hombres	avanzaban
para	atacarles	por	la	espalda…
De	Siam	fue	sacada	precipitadamente	una	división	japonesa	sin	más	fin	que
barrer	a	los	«Chindit».
*	*	*
Pasado	el	primer	momento	de	estupor,	la	joven	norteamericana,	Ilse	Sullivan,
decidió	encajar	el	golpe	con	la	flema	de	un	típico	inglés.	Veía	que	ya	no	podía
contar	con	el	factor	sorpresa.	Pero	le	quedaba	lo	esencial:	ver	cuánto
ocurriese	en	aquella	«parodia	de	guerra»…
Porque	para	Ilse,	aun	al	tercer	día	de	dura	marcha	a	través	de	la	selva,
aquella	acción	todavía	no	tenía	sentido.	Había	presenciado	la	destrucción	de
un	puente,	la	voladura	de	un	depósito	de	municiones,	el	corte	varias	veces
repetido	de	una	estrecha	vía	de	ferrocarril…
Pero	todo	aquello	seguía	pareciéndole	pura	parodia.	También	ella	solía	tener
ideas	fijas.	Y	una	de	estas	ideas	era	que	los	ingleses	producían	esta	polvareda
con	el	fin	de	distraer	la	mirada	fiscalizadora	del	Mando	norteamericano.
Los	estadounidenses	exigían	una	campaña	en	gran	escala	para	llegar	a
Rangún.	Este	puerto	era	importante,	pero	los	ingleses	veían	que	quedaba
demasiado	lejos	del	Japón.	En	el	sur	de	Birmania	quedarían	encallados	los
británicos,	sin	poder	figurar	en	primer	plano	en	la	liberación	de	Extremo
Oriente.	Ese	tanto	sería	para	los	norteamericanos,	mientras	que	los	ingleses
permanecerían	en	último	término,	con	pico	y	pala,	destruyendo	la	autopista
de	Ledo	a	China…
Cada	vez	que	Ilse	presenciaba	la	operación	de	minar	una	pista,	para	producir
en	ella	varios	barrancos,	o	la	voladura	de	un	puente,	comentaba:
—Como	son	incapaces	de	construir,	destruyen…
Siempre	que	decía	esto	la	oía	el	sargento	Cheycher,	que	parecía	constituido
en	su	inseparable	guardián.
Al	principio	estos	sarcasmos	afectaron	un	poco	al	patizambo.	Pero	por	último
ya	no	le	hacían	mella.	Por	otro	lado,	la	muchacha	se	apresuraba	enseguida	a
remediar:
—No	quiero	ofenderle,	Cheycher…	Pero	es	que	esto	me	parece	inútil…
—¿Y	por	qué	no	intenta	hacérselo	comprender	al	coronel?	—preguntaba	el
sargento.
Estas	palabras	rebosaban	de	ironía,	tal	vez	a	pesar	del	mismo	que	las
pronunciaba.	En	los	tres	días	de	avance,	Danny	Harrik	parecía	no	haber
tenido	aun	tiempo	para	acordarse	de	que	en	la	columna	llevaban	a	un
«huésped	de	honor».
—A	este	«señor»	no	tengo	por	qué	decirle	nada…	Ya	llegará	el	momento	de
que	otros	sepan…
—¿Los	millones	de	lectores	que	hay	a	sus	espaldas,	Ilse?	—preguntó	el
sargento.
—¡No	bromee,	Cheycher!	¡Sentiría	mucho	tener	que	reñir	con	usted,	porque	a
pesar	de	todo,	le	aprecio!
Bien	podía	hacerlo,	porque	el	sargento	era	el	único	que	parecía	dedicado	a
allanarle	las	mil	dificultades	que	surgían	en	la	marcha.	Era	también	el	único
occidental	que	había	a	su	alrededor.	Casi	toda	a	brigada	de	Harrik	se
componía	de	gurkhas	,	bravos	muchachos,	pero	que	apenas	sí	podían	hilvanar
unas	torpes	frases	en	inglés.
Además	miraban	a	la	norteamericana	con	un	respeto	casi	supersticioso,	y	en
cuanto	podían,	se	alejaban	de	ella.	Algunas	veces	Ilse	pensaba	si	aquel
aislamiento	obedecía	a	órdenes	dadas	por	el	jefe	de	la	columna.	Y	así	se	lo
expuso	a	Cheycher.
—Lo	ignoro,	Ilse	—manifestó	el	sargento—.	Pero	casi	puedo	asegurarle	que
no.	El	coronel	se	halla	muy	ocupado,	y	es	seguro	que	no	se	acuerda	de
usted…
—¿Y	tampoco	de	usted,	sargento?
—¡Ojalá	fuera	así!	Me	temo	que	de	mí	sí	que	se	acuerda,	y	me	está
preparando	una…	¡En	qué	mal	momento	sacó	usted	su	botellita	de	whisky	!…
No	pudo	usted	atacarme	por	un	punto	más	débil…	Aunque	todavía	no	me
explico	por	qué	lo	hizo.	Si	era	por	meterse	en	este	infierno,	no	creo	que
valiera	la	pena…
—¡No	llame	a	esto	infierno!	¡No	es	más	que	un	paseo	aburrido!…	—replicó	la
muchacha,	soltando	una	risa	hiriente,	llena	de	burla	e	ira.
Aquello	fue	como	una	señal	para	que	se	produjera	algo	largo	tiempo
preparado.
Era	a	media	mañana,	y	se	hallaban	en	un	sitio	al	que	habían	llegado	al
amanecer.	La	columna	se	había	fraccionado	inmediatamente	en	grupos,
seguramente	para	producir	algunas	demoliciones.
Ilse	esta	vez	no	sintió	ningún	deseo	de	acompañarles.	Sabía	demasiado	lo	que
iba	a	ocurrir.	La	perforación	del	suelo,	dejándolo	bien	atacado	de	dinamita,	y
unos	cuantos	estallidos…	Eso	ya	le	aburría	de	verdad.
Ella	y	el	sargento	se	habían	quedado	cerca	de	la	tienda	que	constituía	una
especie	de	eje	sobre	el	que	giraba	la	tropa,	ahora	esparcida.	Muy	pocos
soldados	habían	quedado	de	retén…
Hacía	ya	unas	horas	que	el	grueso	de	la	fuerza	se	había	alejado.	Y	ninguna
detonación	llegaba	hasta	la	base.
Esta	vez,	las	perforaciones	debían	de	ser	más	costosas	que	de	costumbre.	La
mayor	tranquilidad	reinaba	en	la	zona.	En	torno	al	campamento,	unos	mulos
libres	de	carga	ramoneaban	pacíficamente…
Y	fue	precisamente	en	el	instante	en	que	Ilse	lanzaba	su	irritada	risacuando
sonó	el	primer	disparo.
Y	de	pronto,	como	si	millares	y	millares	de	lanzaderas	entrasen	en	acción
para	acabar	de	tejer	la	espesura,	silbaron	las	balas	por	doquier,	dejando	tras
sí	un	rugiente	e	invisible	hilo.
Una	lluvia	de	hojas	empezó	a	caer	de	los	árboles.	Multitud	de	pájaros
emprendieron	el	vuelo,	chillando	espantados,	dejando	en	el	espacio	una
sensación	de	cristales	rotos.
Los	soldados	de	retén	acudieron	prestos	a	coger	las	armas	y	a	situarse	tras
los	árboles.	Miraban	al	interior	de	la	selva,	pero	a	nadie	veían…
Ilse	había	quedado	unos	momentos	inmóvil,	como	petrificada.	Fue	Cheycher
quien,	cogiéndola	con	brusquedad,	la	obligó	a	echarse.
—¡A	tierra,	Ilse!	¡Y	no	se	mueva!
La	empujó	a	un	pequeño	hoyo	que	casi	la	ocultaba	del	todo.	El	sargento	se
colocó	al	pie	de	un	árbol,	en	cuclillas,	y	apoyó	sobre	unas	piedras	su	fusil
ametrallador.
Pero	enseguida	cambió	de	sitio.	El	desplazamiento	transversal	del	fusil	era
muy	limitado,	y	dejaba	una	extensa	zona	en	ángulo	muerto.
Se	situó	al	amparo	de	la	vertiente	de	un	pequeño	montículo.	Allí	ofrecía	un
blanco	más	seguro	al	enemigo,	pero	también	podía	dar	mordiscos	más
eficaces.
Seguían	las	invisibles	cuchillas	segando	ramas.	Y	ningún	enemigo	aparecía	a
la	vista.
Cheycher,	con	los	músculos	tensos,	observaba	en	la	red	de	ramas.	Allá	detrás,
los	soldados	de	retén	permanecían	en	la	misma	angustiosa	espera.
Ilse,	intensamente	pálida,	seguía	dentro	del	hoyo;	sus	ojos,
desmesuradamente	abiertos,	estaban	fijos	en	Cheycher,	esperando	que	de	un
momento	a	otro	éste	fuera	a	exclamar;	«¡Ha	sido	una	falsa	alarma!	¡Son	los
nuestros!…».
Pero	en	lugar	de	esto	vio	que	el	sargento	se	volvía	a	miraría	y	le	decía,	en
amargo	reproche:
—¡Teniente	Sullivan!	¡El	peor	tropiezo	que	el	coronel	y	yo	hemos	tenido	ha
sido	usted!…
—¿Por	qué	dice	eso?	—replicó	la	joven,	verdaderamente	dolida—.	¡Yo	no	les
estorbo!…
El	sargento	hizo	una	mueca,	y	se	volvió	a	mirar	a	la	selva.
—¡Usted	no	nos	estorba!…	¡Si	usted	no	estuviera	aquí,	yo	me	hubiera	ido	con
los	otros!	Ahora	mismo	me	filtraría	en	la	espesura.
Ilse,	en	un	ramalazo	de	orgullo,	hizo	ademán	de	incorporarse.
—¡Márchese!	¿Qué	aguarda?…	¡No	se	preocupe	por	mí!…
El	sargento	la	contuvo.
—¡Quieta	ahí!…	¡Por	favor,	Ilse!	¡Si	a	usted	le	ocurriera	algo…!
No	terminó	de	decirlo,	pero	la	muchacha	creyó	adivinar	algo	muy
significativo.
—¿Qué?	¡Nada	podría	a	usted	sucederle!	¡He	venido	por	mi	voluntad!…
—El	coronel	no	lo	entiende	así…	El	dice	que,	puesto	que	yo	he	contribuido	a
que	usted	se	metiera	entre	nosotros,	con	mi	cabeza	debo	responder	de	su
vida…	¡Ésa	es	la	broma	que	me	ha	preparado	el	jefe!	¡Bonita	misión!	¿No	le
parece,	Ilse?…
La	muchacha	se	sintió	empujada	a	un	amargo	humorismo.
—Para	usted	sería	más	fácil	defender	un	barril	de	whisky	,	¿no	es	así,
Cheycher?
—¡No	bromee,	teniente!…	¡Esto	es	muy	serio…	Lo	peor	va	a	ser…!	¡Ahí
están!…
Al	tiempo	que	lo	decía,	su	fusil	ametrallador	empezó	a	petardear.	Los
casquillos	saltaban	formando	un	pequeño	arco.	Casi	en	el	mismo	instante,	allá
detrás,	los	soldados	de	retén	abrían	el	fuego.
Entre	los	troncos	de	los	árboles	y	redes	de	lianas	veíanse	avanzar,	casi	a
gatas,	a	soldados	japoneses.	La	borrachera	de	disparos	del	primer	momento
había	amainado,	como	si	ya	se	hubieran	dado	cuenta	de	que	el	objetivo	que
atacaban	no	merecía	tanto	derroche.
Por	su	parte,	Cheycher	y	los	otros	soldados	también	escatimaron	sus
disparos.
Cada	vez	que	apretaban	el	gatillo	era	para	dar	en	el	blanco.	Y	casi
simultáneamente,	aquí	y	allá,	la	silueta	de	un	enemigo	quedaba	inmóvil,	sin	el
menor	grito	de	angustia,	sin	tan	siquiera	un	estremecimiento	dramático.
Simplemente	quedaba	quieto.	Y	a	no	ser	por	el	manchón	de	sangre	que
aparecía	de	súbito	en	cualquier	parte	del	cuerpo,	diríase	que	su	inmovilidad
obedecía	al	agotamiento.
Pero	tras	la	primera	fila	de	enemigos	aparecía	otra.	Ilse,	no	pudiendo	resistir
aquella	espera,	desenfundó	su	pistola	y,	arrastrándose,	se	aproximó	al
sargento.	Éste	acababa	de	hacer	tres	disparos	seguidos.
Al	percibir	que	alguien	se	movía	cerca,	volvió	la	cabeza.	No	llegó	a	decir
nada.	De	pronto	soltó	el	fusil,	y	se	encogió.	Sobre	su	camisa	se	plasmó	una
viva	hombrera	de	sangre.
La	reacción	de	Ilse	no	se	hizo	esperar.	Todo	su	terror	desapareció.
Rápidamente	se	guardó	la	pistola	y	empuñó	el	fusil	ametrallador	del	sargento.
Fue	en	el	momento	preciso.	Tres	japoneses	acababan	de	surgir	de	la	barrera
verde,	con	la	bayoneta	calada	y	avanzaban	ligeramente	encorvados,	como	si
pisaran	sobre	un	suelo	blando…
Ilse	soltó	una	ráfaga	cuando	apenas	los	tenía	a	cinco	pasos.	Los	tres	nipones
parecieron	iniciar	media	vuelta.	El	fusil	se	les	fue	de	las	manos,	Una	de	estas
armas	cayó	a	media	yarda	de	donde	estaba	la	muchacha,	quedando	medio
clavada	en	el	suelo.
Una	oleada	de	japoneses	empezó	a	estremecer	ramas.	Veíanse	apenas	sus
uniformes	en	la	verde	red…
Allá	detrás,	los	soldados	de	retén	habían	vuelto	a	un	fuego	alocado,	de
desesperación.	Parecían	haber	decidido	todos	gastar	las	municiones	en	salvas
definitivas,	adornando	sus	últimos	segundos.
Pero	estas	salvas	quedaron	ahogadas	por	un	estruendo	imponente.	Otra	vez,
como	en	el	principio,	millares	y	millares	de	lanzaderas	reanudaron	su	alocado
tejer.	Y	otra	vez	empezó	a	desprenderse	una	lluvia	de	hojas.
Y	algo	todavía	más	impresionante.	Aquel	círculo	de	enemigos,	que	por
momentos	era	más	estrecho,	quedó	de	pronto	roto	por	varios	sitios.
Algunos,	simplemente	quedaban	en	cuclillas,	quizá	manteniendo	todavía	bien
sujeto	el	fusil.	Otros	daban	media,	vuelta,	para	apuntar	atrás…
Pero	el	tronar	de	nuevas	armas	se	percibía	cada	vez	más	cerca.	El	petardeo
de	varios	fusiles	ametralladores	era	demasiado	significativo	para	que	cada
cual	no	supiera	a	qué	atenerse.
El	sargento	fue	de	los	primeros	en	percibirlo.	Sujetándose	el	hombro	abierto
con	la	mano	izquierda	levantó	un	poco	la	cabeza.
—¡Ilse!…	¡Los	nuestros!…
No	pudo	decir	más.	Tampoco	era	necesario.	La	muchacha	aun	disparó	dos
veces	más…
Pronto	la	espesura	engulló	a	todos	los	enemigos	en	condiciones	de	moverse.
La	vegetación,	disimulaba	en	parte	los	uniformes	de	los	muertos.	Aun	así,	el
espectáculo	no	podía	ser	más	impresionante.
Ilse	se	daba	cuenta	de	cuán	dramática	era	la	situación,	pero	el	instinto	de
defensa	la	mantenía	con	los	nervios	tranquilos.
Por	primera	vez	se	oyeron	broncas	voces	de	cólera	y	aullidos	de	fiera.	En	el
interior	de	la	selva	se	había	llegado	a	la	lucha	cuerpo	a	cuerpo.
Los	disparos	eran	ya	muy	escasos.	El	arma	blanca	y	la	granada	de	mano
imponían	su	predominio…
Estos	minutos	en	los	que	los	cercados	no	percibieron	más	que	el	eco	de	la
feroz	matanza,	fueron	quizá	los	más	terribles.	Entre	los	soldados	que
quedaron	de	retén	habían	habida	algunas	bajas.	Los	supervivientes
permanecían	de	pie,	como	estatuas	que	representasen	el	estupor.
También	Ilse,	con	los	brazos	colgando,	el	fusil	ardiendo	en	su	mano	derecha,
permanecía	plantada	en	lo	alto	del	montículo,	mirando	hipnotizada	hacia	el
convulso	mar	verde,	escuchando	su	horrendo	oleaje;	percibiendo	los	gritos	de
angustia,	los	aullidos	de	fiera	herida…
Poco	a	poco	fue	aquietándose.	Empezaron	a	aparecer	gurkhas	.	Algunos
venían	heridos,	llevados	en	brazos	por	sus	compañeros.	Otros,	con	un	gesto
feroz	en	sus	rostros,	la	mirada	encendida,	sujetando	el	fusil	con	ambas
manos,	mirando	a	cada	piedra,	a	cada	matojo,	recelando	hasta	del	propio
suelo	sobre	el	que	apoyaban	los	pies…
Este	mismo	gesto	de	fiera	en	acecho	vio	Ilse	en	el	rostro	del	coronel	Harrik,
cuando	éste	irrumpió	de	la	selva.	Con	el	fusil	ametrallador	apoyado	en	la
cadera	derecha,	el	uniforme	con	salpicaduras	de	sangre,	tiznajos	de	pólvora
quemada	en	la	cara…
Apenas	salir	de	la	espesura,	sus	ojos	se	encontraron	con	los	de	Ilse.	Diríase
que	hasta	salir	de	la	cortina	verde	sus	ojos	no	habían	tenido	más	anhelo	que
verla.	Luego,	al	segundo,	se	desviaron…
Pasó	junto	a	Ilse	sin	decirle	nada.	Vio	al	sargento	tendido	de	bruces,	y	con	un
leve	gesto	indicó	a	dos	de	sus	subordinados	que	lo	atendieran.
Se	encaminó	a	donde	estaba	el	grupo	de	soldados	que	habíanquedado	de
retén.	Cerciorado	de	las	condiciones	en	que	se	encontraban,	dio	unas
órdenes,	y	el	personal	que	le	rodeaba	se	apresuró	a	cumplimentarlas.
En	unos	instantes	los	mulos	quedaron	enjaezados.	La	tienda	de	campaña	fue
desmontada.	Todos	actuaban	en	el	mayor	silencio,	sólo	interrumpido	de	vez
en	cuando	por	algún	quejido.
Ilse	veía	ir	y	venir	soldados	gurkhas	,	todo	con	la	misma	expresión
reconcentrada	e	idéntico	brillo	en	los	ojos.	Nadie	le	decía	nada,	y	nadie
parecía	verla.
El	sargento	Cheycher	fue	recogido	y	llevado	al	sitio	donde	se	estaban
efectuando	a	toda	prisa	las	curas.
Harrik	iba	de	un	lado	a	otro	observando	cómo	actuaba	cada	cual.	De	vez	en
cuando	desaparecía	en	la	espesura,	para	volver	a	los	pocos	momentos.
Se	notaba	en	su	actitud,	lo	mismo	que	en	la	de	los	otros,	que	el	peligro	no	sólo
no	había	pasado,	sino	que	parecía	aun	más	amenazador.
Varias	parihuelas	construidas	con	ramas	se	alinearon	en	el	suelo.	Enseguida
fueron,	ocupadas	por	heridos.	Tan	pronto	uno	se	tendía	en	aquel	rústico
transporte,	dos	soldados	lo	cogían	por	ambos	extremos	y	echaban	a	andar
metiéndose	en	la	jungla…
Por	fin,	Harrik	pareció	disponer	de	tiempo	para	dirigirse	a	la	muchacha
norteamericana.
—¿Conoce	usted	el	Morse?	—preguntó,	mirándola	fríamente.
Ilse,	cogida	de	sorpresa,	pareció	turbarse.	Respondió	apresuradamente:
—¡Sí,	coronel!
—Me	han	matado	al	operador	de	radio…	Usted	le	substituirá…
En	aquel	momento,	a	lo	lejos,	se	oyeron	formidables	estallidos.	Danny	y
cuantos	había	allí,	se	quedaron	mirando	en	aquella	dirección.	Harrik	lanzó	un
respingo.
—¡Menos	mal!
La	muchacha,	después	de	la	tensión	sufrida	se	sentía	tan	agotada,	que	creyó
necesario	romper	la	barrera	de	frialdad	que	la	separaba	del	británico.
—¿Es	que	ha	habido	dificultades	en	los	objetivos	de	hoy,	coronel?	—preguntó,
amable.
La	mirada	de	Danny	se	endureció.	Su	voz	sonó	un	poco	ronca.
—Sí…	Las	ha	habido,	porque	hemos	sido	lo	suficiente	estúpidos	para	no
rehuir	la	trampa	que	nos	tendía	el	enemigo.	Ellos	han	supuesto	con	acierto
que	nosotros	intentaríamos	volver	para	socorrer	a	ustedes…
Tras	un	silencio,	agregó:
—En	lo	sucesivo,	usted	no	se	separará	del	grueso	de	la	fuerza.	Es	más,	va	a
permanecer	a	mis	órdenes	inmediatas…	Procure	no	crearnos	más
dificultades.
—Lo	procuraré,	coronel	—balbució	Ilse.
Pero	Harrik	ya	no	lo	oyó	porque	le	había	vuelto	la	espalda	dirigiéndose	a
donde	estaban	procediendo	a	la	cura	del	último	herido.	Éste	era	el	sargento
Cheycher.	Se	hallaba	desvanecido.	Lo	tendieron	en	la	parihuela,	y	al	momento
desaparecieron	en	la	jungla…
Quedaron	solos	unos	gurkhas	,	Harrik	y	la	joven	americana.	De	nuevo	sonó	a
lo	lejos	otra	cadena	de	estallidos.
Danny	dirigió	una	mirada	a	su	alrededor.
—¡En	marcha!…	¡Y	usted,	teniente	Sullivan,	coja	ese	fusil!
Era	el	de	Cheycher.	La	muchacha	obedeció	en	silencio.	Enseguida	corrió
hasta	colocarse	inmediatamente	detrás	de	Harrik.
Al	dar	unos	pasos	en	la	espesura	ahogó	una	exclamación	de	angustia.	Danny
se	volvió.	La	joven,	con	un	gesto	de	terror,	indicó	a	un	cadáver	japonés	con	la
cabeza	rota.
—¿Qué	importa	eso?	—repuso	Danny,	sarcástico—.	¿No	quería	meter	las
narices	en	«nuestra	verdad»?	Tome	cuantas	notas	quiera,	pero	cállese…	Y
ahora,	adelante…
Ilse	se	guardó	muy	bien	de	volver	a	despegar	los	labios,	a	pesar	de	que	a	cada
paso	encontraba	motivos	de	verdadero	terror…
Enlazaron	con	el	resto	de	la	fuerza,	que	les	aguardaba	muy	cerca	de	una
pista.	Las	demoliciones	a	efectuar	se	habían	cumplido.
Pero	traían	noticias	muy	poco	halagüeñas.	Pisándoles	los	talones	marchaba
gran	parte	de	una	división	japonesa.
El	choque	que	acababan	de	sostener	con	el	enemigo	sólo	era	un	anuncio	de	lo
que	se	les	avecinaba.
Harrik	permaneció	impasible,	como	si	ya	tuviera	previsto	este	contratiempo.
Extendió	un	mapa	y	rápidamente	señaló	unos	cuantos	puntos.
La	columna	se	dividió	en	pequeños	grupos.	Cada	uno	de	ellos	se	encargó	de
unos	cuantos	heridos.
Desaparecieron	por	distintos	sitios.	Harrik	y	su	sección	quedaron	los	últimos.
—Teniente	Sullivan,	¿se	encuentra	usted	en	condiciones	de	poder	transmitir?
—preguntó,	sin	mirar	a	la	joven.
—Sí,	coronel…
Danny	hizo	una	seña	a	un	soldado	gurkha	que	llevaba	a	sus	espaldas	un
estuche	de	cuero.	Instantes	después	éste	se	hallaba	abierto	y	empezaba	a
tintinear	el	Morse,	pulsado	por	la	fina	mano	de	Ilse…
En	tanto	transmitía	el	mensaje	que	le	dictaba	Danny,	éste	la	observaba.	Así
que	terminó,	el	estuche	fue	cerrado,	y	pasó	otra	vez	a	poder	del	gurkha	.
La	muchacha,	muy	pálida,	volvió	a	coger	su	fusil	ametrallador.
Harrik	se	le	acercó.
—Ha	transmitido	usted	muy	bien…	Gracias	—dijo.
Y	echó	a	andar.	Ilse	le	siguió,	pero	ahora	sintiéndose	menos	desolada…
CAPÍTULO	IV
LLAMA	LA	SEGUNDA	COLUMNA
—¡Establecida	la	conexión	con	el	comandante	Stevens,	coronel!	—anunció
Ilse,	asomando	la	cabeza	por	la	cueva.
Harrik	acababa	de	disponer	el	último	nido	de	ametralladoras.	La	fuerza	se
hallaba	agotada	y	era	preciso	hacer	alto,	aunque	sólo	fuese	hasta	caer	la
noche.
Eran	ya	varias	jornadas	llevando	a	los	japoneses	tras	de	sí.	La	columna	de
Harrik,	dividida	en	varios	grupos,	se	dedicaba	a	atraer	fuerzas	enemigas
hacia	pistas	falsas,	mientras	un	pelotón,	con	una	misión	concreta,	avanzaba
sobre	un	objetivo	y	lo	demolía.
Esta	jugarreta	había	surtido	efecto	varias	veces,	pero	era	lógico	que	una	vez	u
otra	terminara.
Lo	esencial	de	la	misión	«Chindit»,	en	parte	estaba	realizado.	Los	daños
causados	a	las	vías	de	comunicación	en	la	retaguardia	enemiga	eran	lo
suficiente	importantes	para	que	los	japoneses	no	pudieran	acudir	con
refuerzos	a	las	líneas	de	combate	en	aquellas	horas	decisivas.
Las	cinco	brigadas	«Chindit»	perdidas	en	la	selva	eran	como	un	tanque	que
hubiese	roto	las	amarras	en	un	barco	que	estuviese	dando	bandazos.
—¡Pregúntele	usted	misma	las	novedades,	teniente!	¡Voy	enseguida!	—
respondió	Harrik.
Al	abrigo	de	unos	farallones	habían	establecido	el	campamento.	Casi	toda	la
impedimenta	la	habían	dejado	en	una	especie	de	pozo	formado	por	los
peñascos.
Varios	nidos	de	ametralladoras,	algunos	en	agujeros	naturales;	otros,
formados	con	troncos	y	ramas,	enfocaban	la	llanura	de	escasa	vegetación	que
tenían	a	una	parte.
Lo	difícil	era	prevenirse	contra	el	ataque	que	pudiera	venirles	por	la	otra,
donde	la	selva	empezaba	a	muy	pocas	yardas	de	donde	ellos	estaban.
Harrik	había	dispuesto	la	salida	de	algunas	patrullas.	Desde	la	roca	en	que	se
hallaba	situado	dominaba	un	vasto	panorama.	Allá	lejos	se	veía	una
prolongada	cadena	de	montes.	La	jungla	daba	la	sensación	de	un	inmóvil
oleaje,	igual	que	el	de	los	montes,	pero	verde.
Miraba	la	selva	adivinando	bajo	su	verde	alfombra	infinidad	de	enemigos,
avanzando	en	filas	de	a	uno;	un	pavoroso	hormiguero	que	cada	día	que
transcurría	se	sentía	más	hambriento	y	con	más	sed	de	lucha.
En	cualquier	momento	podía	producirse	el	choque	definitivo.	Harrik	se	sentía
vacilar	en	ciertos	instantes.	En	vez	de	seguir	escurriéndose,	siempre	hacia	el
Norte,	¿no	valdría	más	hacerles	frente	y	acabar	de	una	vez	con	ellos?
Pero	por	bien	que	fueran	las	cosas,	difícilmente	unos	centenares	de	hombres
podrían	acabar	con	una	división	experta	en	la	lucha	de	la	selva.
Había	que	seguir	aquella	desesperada	carrera,	sirviendo	de	carnaza	al
tiburón,	hasta	llevarlo	al	sitio	propicio	donde	fácilmente	se	le	pudiera
arponear…
—¡Coronel!	¡El	comandante	Stevens	le	llama!
Harrik	se	volvió,	con	todos	los	sentidos	alerta.
Antes	de	ver	el	rostro	a	Ilse,	simplemente	por	el	matiz	de	su	voz,	dedujo	que
algo	grave	ocurría.
Y	cuando	la	miró,	tan	pálida,	tan	temblorosa	estaba	la	joven,	que	Danny,
impresionado,	no	supo	reaccionar	de	otro	modo	que	manifestándose	con
amarga	ironía.
—¿Algo	importante,	teniente?	No	olvide	su	carnet	de	reporter.
La	decisión	que	Ilse	mostró	en	los	primeros	días	parecía	totalmente	perdida.
La	selva	se	había	apoderado	de	ella,	anulándola.	Obedecía	las	órdenes,	no
como	un	soldado	más,	perfectamente	disciplinado,	sino	más	bien	como	un
autómata.
Al	oír	la	réplica	de	Harrik	se	limitó	a	mirarle	algo	perpleja,	como	si	para	ella

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