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Cuando el aparato se detuvo, infinidad de hilos de agua marcaron la silueta del avión sobre el emparrillado de la pista. Resultaba extraño. Enfocado por los reflectores de una camioneta, veíase el enorme avión de transporte echar agua por todos lados, como bajo una formidable lluvia. Y ocurría cuando en lo alto brillaba la noche limpísima, en un impresionante torbellino de estrellas. La tripulación saltó a tierra, dirigiéndose a la camioneta. El último en salir del aparato, al percibir la lluvia, se colocó junto al tren de aterrizaje, extendió una mano y acarició una rueda. —¡Buen chico! ¡Te has portado como los buenos! ¿Hace una buena ración de café caliente?… A. Rolcest Brigada de choque Bolsilibros: Servicio Secreto - 192 ePub r1.0 jala y xico_weno 06.07.17 Título original: Brigada de choque A. Rolcest, 1954 Editores digitales: jala y xico_weno ePub base r1.2 CAPÍTULO PRIMERO UNA ESCLUSA EN EL AERODROMO Cuando el aparato se detuvo, infinidad de hilos de agua marcaron la silueta del avión sobre el emparrillado de la pista. Resultaba extraño. Enfocado por los reflectores de una camioneta, veíase el enorme avión de transporte echar agua por todos lados, como bajo una formidable lluvia. Y ocurría cuando en lo alto brillaba la noche limpísima, en un impresionante torbellino de estrellas. La tripulación saltó a tierra, dirigiéndose a la camioneta. El último en salir del aparato, al percibir la lluvia, se colocó junto al tren de aterrizaje, extendió una mano y acarició una rueda. —¡Buen chico! ¡Te has portado como los buenos! ¿Hace una buena ración de café caliente?… En ese momento de un ala se deslizó algo y fue a darle en el rostro. Kleim, el mecánico de vuelo, al primer momento dio un salto. —¡Vamos, «Buen Jimmy»! ¡No me burlaba! ¡Sé que te mereces una buena ración de calor!… —¿Qué diablos haces ahí, Kleim? —preguntó el jefe del equipo, capitán Greenly, quien en el momento de ir a subir a la camioneta había oído al mecánico. —Comprobando la carga de hielo que viajaba de polizón… —¡No me lo recuerdes!, ¡demasiado sé lo que llevábamos de «extranjis»! Sí, el capitán Greenly lo sabía demasiado. Lo que algunos de sus compañeros ignoraban era cuán cerca habían estado de la catástrofe, al cruzar un paso de «La Joroba». Ése era el remoquete que los aviadores norteamericanos habían aplicado al Himalaya… En la camioneta ya habían montado los tripulantes, a excepción de Greenly y Kleim, cuando al ir a subir estos dos, alguien saltó a tierra. —¿Qué le ocurre, teniente Sullivan? —preguntó Greenly, dando a su voz una inflexión dulcificada. —¡Mi máquina fotográfica! ¡Se quedó a bordo! —No importa. Allí está segura… —¡Ni pensarlo! Me sería imposible dormir sin tener al alcance mi máquina… En tanto decía esto corría hacia el aparato. Enseguida desapareció dentro de él. —¡Ilse! ¡Por lo que más quiera no tarde, que estoy desmayado! —Manifestó alguien, desde lo alto de la camioneta, frotándose las manos, como si más que hambriento estuviese aterido. No tardó en reaparecer el teniente del «W. A. C.». («W. A. C.»; Cuerpo Femenino del Ejército norteamericano.), Ilse Sullivan. El traje de vuelo la desfiguraba un poco. Llevaba puesto el casco. A pesar de todo, se apreciaba enseguida que se trataba de una mujer. Se acercó a la camioneta, mientras se ponía en bandolera la correa que sostenía el estuche de la máquina fotográfica. Greenly la esperaba al pie del vehículo. Hizo ademán de cogerla, para ayudarla a subir, pero ella rehuyó sus manos, en un gracioso movimiento, y, con admirable elasticidad, saltó a la plataforma. —¡Gracias, Greenly! Pero si los demás no han necesitado ayuda… —¡Oh, sí! ¡El capitán es muy amable a veces! —repuso desde dentro de la camioneta el individuo que antes dijo estar desmayado. Sonaron algunas risas. Greenly, un poco confuso, disimuló dando unas últimas órdenes al equipo de mecánicos que acababa de acercarse al aparato. —Para mañana a primera hora debe estar todo listo —dijo al final. Saltó a la camioneta, y ésta arrancó. Fue en el momento en que el motor aceleraba cuando uno de los mecánicos, al ir a meterse en el aparato, dijo, mirando al vehículo. —Mañana a primera hora… ¡Si supierais lo que os espera, hubierais aterrizado en otro campo!… Quizá si esto lo hubiera oído el capitán Greenly hubiese entrado en sospechas; hubiera pedido aclaraciones, y tal vez, hubiera mandado a su equipo que volviera a sus puestos, y con hielo y todo en las alas, y el estómago vacío, hubieran emprendido el vuelo, buscando otro campo más al interior de la India. Porque alguien más que Greenly tenía interés en salir a primeras horas de la mañana. Ése era el teniente Sullivan. —¿A qué hora cree que llegaremos a Calcuta, Capitán Greenly? —preguntó Ilse. —Depende —contestó vagamente el capitán, aun molesto por la esquivez que acababa de demostrarle la muchacha. —Sí, depende —agregó Bob, el radio, un individuo que siempre estaba pendiente de sus necesidades físicas—. Si dormimos hasta mediodía… —Pero se da el caso que saldremos al amanecer —cortó Greenly. —¡Eso está muy bien, capitán! —aprobó Ilse—. Bob puede dormir en ruta… —¡No faltaba más que usted, con su máquina y sus informes, para acabar de hacer la vida imposible! —rezongó Bob—. ¡Prisa! ¡Siempre prisa!… Bueno. El diablo, dirá la última palabra… Ahora a cenar… Pero al radio le aguardaba una sorpresa bastante desagradable en el comedor del aeródromo. La hora era tan avanzada, que el personal de servicio se había acostado. De todas formas, aun estando despiertos la situación no hubiera mejorado. Para cenar no hubiesen podido ofrecerles más que unas latas de conservas y té caliente. Si soñaban con algo más, suspiraban en balde, porque en el aeródromo parecía haber caído la langosta. El soldado de guardia lo explicó de la siguiente manera: —Donde ellos se dejan caer, no quedan ni raíces… Los componentes del equipo quedaron mirándose unos a otros. —¿Quiénes son «ellos»? —Los «Chindit». Era el nombre familiar con que se designaba a las brigadas de penetración a largas distancias, mandadas por Wingate. —¿Y qué diablos tenemos nosotros que ver con ellos? ¡Estaría bueno! — refunfuñó Bob. Pasaron al comedor. El capitán Greenly acababa de consultar con los ojos a su equipo, y en todos vio la misma propensión a armar el escándalo. Desde que, como por arte de magia surgió aquel aeródromo en la selva, como tantos otros construidos en el noroeste de la India, el predominio yanqui había sido casi absoluto. Los americanos tenían instalada en China una fuerza de bombarderos, con la que daban fuertes mazazos a las comunicaciones marítimas japonesas entre el continente y las Filipinas. Pero ello no bastaba. Los yanquis querían darle mayor potencia a este recurso, y para ello intentaban montar en China bases desde las cuales, aviones de largo radio de acción, pudieran clavar su lanza en el propio corazón del Japón. Como la carretera de Birmania estaba cortada, los suministros para la aviación norteamericana en China y también para el ejército chino tenían que ser transportados por vía aérea, saltando las estribaciones meridionales del Himalaya… Pero hacía unos meses las fuerzas acantonadas en el norte de Birmania parecían haber salido de su letargo. Los americanos no sabían en realidad si atacaban, o armaban polvareda para dar a entender que lo hacían, todo por librarse de coger el pico y hacer carretera… Eso de la carretera sería un asunto que colearía hasta el final de la guerra. Los americanos consideraban como cosa de la mayor importancia la construcción de una autopista que, empalmando con un ramal que había en Ledo, cruzara quinientas millas de jungla y montañas hasta llegar a territorio chino. Los americanos presionaban sobre el mando británico para que cuanto antes reconquistaran el norte de Birmania. Pero a los ingleses no les entusiasmaba la idea de combatir en gran escala en aquel escenario, que consideraban el más ventajoso para los japoneses. Y en cuanto a abrir la ruta a China, a basé de picoy país consideraban que era una tarea inútil para los fines que perseguían, pues seguramente se terminaría antes la guerra que la autopista… —¡Bien! Haga usted las «gestiones pertinentes» para que nos preparen cena y cama —indicó Greenly, mirando de hito en hito al soldado de guardia. —¡A sus órdenes, capitán! —respondió el soldado. Saludó y se marchó, al tiempo que canturreaba para sus adentros: «¡Otra bronca a la vista!… ¡Ta, tal! ¡Y van tres! ¡La que se va a armar!». El equipo juntó dos mesas, y se sentó. Sólo había luz donde ellos estaban. El resto del pabellón permanecía en la penumbra. No obstante la poca luz, se apreciaba el desorden y suciedad que reinaba en la sala. Por cualquier parte se veían restos de comida y envases de conservas. Se notaba un fuerte olor a tabaco, y por todo el suelo había colillas. —¿No será en realidad una «piara» lo que ha pasado por aquí? —preguntó con sorna Kleim. —¡Sea quien sea, lo que yo digo es que me estoy muriendo de hambre! — proclamó Bob, dando una palmada sobre la mesa. Ilse se había desabrochado el casco y se lo había echado hacia atrás, sin dejar que su corta melena rubia se esparciera. En torno a su gracioso rostro veíase la huella de la mascarilla de oxígeno, señalada con grasa. Sus grandes y hermosos ojos garzos quedaron un momento entornados, como para captar mejor algo que sucedía lejos. Con el ademán indicó a Bob que callara, y al instante, todos en silencio, miraron al fondo del pabellón. Nada se veía, pero bastó con oír. Fuertes, profundas respiraciones llegaban de allá. Y de pronto, un potente, descomunal ronquido, con silbido de proyectil, pareció batirles. —¡Atiza! —exclamó Bob—. ¡Quién fuera ese tío!… Greenly, rojo de cólera, se puso en pie: —Pero ¿qué aeródromo es éste? ¡Voy a ver al comandante del campo!… —¡Señores! ¡Las reclamaciones en la otra ventanilla! ¡Pero no molesten aquí! —dijo una voz gruesa, desde el fondo del pabellón. —¿Quién dice eso? —gritó Greenly, frenético. —Uno que quiere dormir —contestó, secamente, el de la voz gruesa. —¿Dormir?… ¡Creo que sí que va a dormir nadie! —vociferó el aviador, echando fuego por los ojos. Y mirando a la muchacha—: ¡Anote eso, Ilse! ¿Para qué ir a China a hacer informes? ¡Los tiene en la misma base aliada, a dos pasos del Cuartel General! ¡Un aeródromo tomado por asalto, conquistado «bravamente»… por nuestros amigos británicos! —¿Por qué grita tanto, capitán? —interpeló alguien, asomando por la puerta, seguido a dos pasos del centinela—. Los muchachos duermen… Era una voz recia, en la que se notaba una suavidad forzada. El recién aparecido era un individuo alto, moreno, de fuerte mentón y ojos acerados. En su boca, de trazo duro, brillaba una sonrisa, entre cortés y burlona. Vestía uniforme británico. Greenly iba a replicar con gran violencia, cuando reparó en las insignias de coronel. Esto le hizo cambiar de actitud. Una graduación superior, aunque fuese de otra arma y de otra nacionalidad, siempre era un valor. —Comprendo lo que les sucede, señores… Pero no se preocupen. Ya están atendiéndoles… Hubo una breve pausa, en la que todos parecieron estar midiéndose con los ojos. —Resulta un poco pintoresco este aeródromo —comentó Greenly. —Oh, aun hay peores —replicó el británico. Con el ademán invitó a todos a que se sentaran. —Les ruego hablen bajo —añadió, en tono verdaderamente amable—. Los muchachos se encuentran un poco agotados… —¿Cómo duermen aquí? —preguntó Ilse. Su limpia voz hizo que el coronel volviera rápido la cabeza, para mirarla, como si sólo entonces se diera cuenta de que en el grupo había una mujer. —Siempre resultan más cómodas estas barracas, que la intemperie… —¡Pero utilizar el comedor! ¿No hay otros departamentos? —intervino Greenly. —Todo está lleno. —¡Atiza! —exclamó Bob—. ¡Eso quiere decir que no tendremos cama!… —Todo se arreglará, no se preocupen —advirtió, tranquilamente, el británico. En ese momento aparecían unos soldados trayendo unas latas de conserva, pan y una tetera. Bob no pudo contener su mal humor. —¡Valiente idea ha sido detenernos aquí! ¡Esto no es un aeródromo! —Tal vez no sea un hotel —apuntó, suavemente, el británico—. Por lo demás, no creo que han hecho ustedes mal en detenerse… Según tengo entendido, sufren ustedes avería… —El externo de estribor rateaba un poco —explicó Greenly. —¿Nada más que eso? Estén ustedes tranquilos. El equipo mecánico de este campo es muy experto… —Es nuestro único consuelo. Tan pronto rompa el día pensamos partir… Greenly, Ilse y el resto del grupo no supieron ver nada en aquel momento. El coronel británico se había sentado a un extremo de las mesas, y permanecía de lado. Cuando el capitán del grupo manifestó su propósito de marcharse cuanto antes, las facciones del británico, de trazo duro, aunque algo dulcificadas por la actitud cortés que había adoptado, sufrieron una sutil transformación. —Tan pronto rompa el día… Sí. Puede que sí —murmuró. No sonreían sus labios. Sin embargo, en toda su cara se veía algo tan acusadamente irónico, que parecía imposible que nadie del grupo se diera cuenta. Quizá esta torpeza obedecía a que no sabían aún con qué clase de individuos se las entendían. El coronel Danny Harrik, en los momentos en que no daba rienda suelta a una furia arrolladora, descansaba manteniéndose en una postura de suave ironía, pero que a la larga resultaba tan temible como sus estallidos de cólera. —¡Sería chusco que permaneciéramos aquí una temporada! —comentó el radio. —¡No diga tonterías, Dob! —le cortó la muchacha, adoptando un aire de supremo énfasis—. ¡Es absolutamente preciso que mañana esté en Calcula! Danny Harrik la miró por segunda vez. Parecía haberle chocado el tono solemne que había empleado, pero al mirarla al rostro, todavía más gracioso con sus tiznajos de grasa, pareció propenso a soltar la risa. No llegó a hacerlo. Se levantó y dijo: —Señores: Les deseo una excelente cena… Hasta luego. Se marchó. Cada cual, con su lata de conserva delante, se quedó mirando hacia la puerta por donde había salido el británico. —¡Este tío nos está tomando el pelo! —rezongó Kleim. —A lo mejor el hombre cree que lo hace bien —insinuó otro. El capitán Greenly permanecía taciturno. La muchacha le instó a que hablara: —¿Qué piensa, capitán? La acogida que nos han dispensado, ¿forma parte del humor británico? —Vale más aceptar las cosas como vienen —repuso Greenly, tratando de ocultar el obscuro resquemor que desde el primer momento sentía contra el británico—. La ocasión de protestar llegará a su debido tiempo… Se pusieron a comer. Durante unos momentos permanecieron callados. Fue Ilse quien rompió el silencio, diciendo de pronto: —¡Cuánta vanidad disfrazada de sencillez hay en ese hombre! —¿Qué hombre? —inquirió Bob, con la boca llena. —¡El británico! ¿No se han fijado ustedes? En el momento de sentarse, todo él gritaba: «¡Fíjense! Soy tan sencillo, que no vacilo en sentarme a su mesa…». ¡Y esa sonrisita de perdonavidas!… —¡Teniente Sullivan! —exclamó Greenly, tan sorprendido, que el bocado que ya tenía ingerido se paró a mitad del trayecto. —¿Qué le ocurre, capitán? —preguntó la muchacha. Pero Greenly tuvo que beber primero unos sorbos de té, antes de poder contestar. —No me ocurre nada, teniente… Únicamente que me admira la gran cantidad de cosas que en unos segundos ha captado de ese individuo… La muchacha rompió a reír. Su dentadura aun pareció más blanca al contraste de su tez morena por el sol y los tiznajos. —¡Es usted divertido, Greenly!… ¡Verdaderamente divertido!… Hacía ya tiempo que se había dado cuenta de que el capitán Peter Greenly estaba enamorado de ella. Esto, ni le gustaba ni le desagradaba. Sencillamente: no le importaba lo más mínimo. Pero ahora, al sorprender un relámpago de celos, la cosa cambiaba. Sintió la tentación de probar aquel juego. —No me negará que el tipo es bien pintoresco para pasar inadvertido, capitán… ¿Y sabe qué estoy pensando? Que casi convendría adularle un poco… Por lo visto es quien aquí hace y deshace.Creo que todos ustedes deberían prestarle mayor atención. Por mi parte, tan pronto lo vea, pienso dedicarle mi mejor sonrisa. Por nada del mundo quiero que me falle mi llegada a Calcuta, a ser posible, antes de mediodía… Se dio cuenta de que algo ocurría, porque en ese momento a Bob se le fue de las manos el trozo de comida que iba a meterse en la boca. Y eso en él resultaba casi inverosímil. Pero por si ello fuera poco, el toque de alarma lo advirtió también en la mirada de sus compañeros situados enfrente de ella, quienes miraban en dirección a la puerta. Ilse se volvió, rápida. A un paso de la muchacha estaba el británico, un pie más alto que ella, con los ojos un poco entornados y manteniendo en los labios una sonrisa incisiva. —¿Cómo dice, señorita…? Ignoraba el nombre. Ella se irguió: —¡Teniente Sullivan! —Gracias… ¿Qué sonrisa pensaba dedicarme, teniente Sullivan? Ilse parpadeó. Una oleada de ira le enrojeció el rostro. —¿Es correcto, coronel, prestar atención a conversaciones ajenas?… —Tan correcto como hacer befa de quien comparte con nosotros su comida… La joven soltó una risa nerviosa. La cosa resultaba demasiado insólita. Durante unos segundos no supo qué contestar. De pronto se volvió a mirar a sus compañeros. —¿Pero oyen ustedes?… «¡Su comida!»… Y empujando violentamente al centro de la mesa cuanto tenía delante, replicó: —¡Por mí… ahí queda!… El coronel Danny Harrik sonreía: —No he querido presentarles factura, teniente Sullivan… Solamente hacerles notar que esta pobre cena que les he ofrecido, es un sacrificio que hacen todos mis hombres. Se hallan en vísperas de emprender una larga y difícil marcha, y, por algún tiempo, no van a contar con más recursos que los que tienen ahora… Desde el fondo del comedor llegaba como algo intencionado que quisiese dar un trazo grotesco a aquella situación algo dramática, el estupendo ronquido con silbido de proyectil. —¿Van ustedes a la selva? —inquirió Bob—. ¡Pues si se llevan esa rana!… El radio, más que vituperar al que tan a gusto dormía, parecía envidiarle. —Sí… Nos dirigimos a la selva… Y usted, teniente Sullivan, ahórrese su mejor sonrisa. No puedo asegurarle que llegue usted a Calcuta antes de mediodía… Le volvió la espalda, y dirigiéndose al jefe de grupo, indicó: —Tan pronto deseen acostarse, un soldado les conducirá a los dormitorios… Aunque le ruego, capitán, que usted, antes de acostarse, pase por el pabellón de Comandancia. Estaré esperándole… Lo dijo en tono suave, sin la más leve alteración en la voz ni en el gesto. Sin esperar respuesta, saludó, y ya volviéndose, deseó: —¡Que descansen, señores!… CAPÍTULO II UN «PETARDO». ENTRE LOS «CHINDITS». El sargento Cheycher fue el primero en darse cuenta. La luz del amanecer empezaba a proyectar un cuadrilátero en la pared de la barraca. Era la hora del primer cigarrillo. Se incorporó un poco, extendió un brazo, y se puso a hurgar en la mochila que tenía en el suelo. Fue así, teniendo la cabeza vuelta a un lado y la mano dentro de la mochila, cuando hizo un aspaviento. Retiró, rápido, la mano, como si dentro de la mochila, más que un paquete de cigarrillos, hubiese palpado un venenoso bicho. Se removió, y quedó sentado sobre el camastro. —¡Diablo! ¿Estoy borracho? Pero él estaba seguro de no haber bebido la noche anterior. ¡Oh, no! Hacía una eternidad que no había probado el whisky . Desde que salieron de la base. Cinco días lo menos. Empezó a restregarse los ojos, con tal fuerza, que creyó que éstos estallaban, en cegadores chispazos. La luz violeta que entraba por la ventana, por momentos iba siendo más clara. El contorno de las cosas iba vigorizándose. —¡Ni sueño ni estoy borracho, qué narices! ¡Esto está claro! Y tan claro. El ser que había echado sobre el petate inmediato, era sencillamente una mujer. ¡Pero qué criatura! A pesar de que el traje de vuelo en que se hallaba enfundada, ancho y desgarbado, la desfiguraba, Sólo podía verle los pies, descalzos de las enormes botas que permanecían plantadas en el suelo, como dos enormes jarrones. Los pies, pequeños, y el rostro, algo sucio de grasa, con aquel halo de cabellos rubios esparcidos sobre la almohada. Ilse Sullivan dormía profundamente. Y como tenía vuelto el rostro hacia el camastro de Cheycher, el sargento, pasado el primer momento de estupor, volvió a meter la mano en la mochila, sacó un cigarrillo, le prendió fuego, y apoyando un codo en la cabecera, quedó recostado, para contemplarla con todo detenimiento. La conclusión a que llegó fue la misma del principio: «¡Es un crío precioso!». Luego se puso a cavilar qué diablos hacía aquella muchacha allí. Ni por una sola vez se le ocurrió pensar que ella tomase parte de la expedición. ¡Ni hablar! Conocía de sobra al jefe. Cuando se hallaban en vísperas de una operación, sentimentalismos, mujeres, y lo que era peor: ¡whisky! , quedaba totalmente extirpado… —Bah… Está claro —dijo, apenas se fijó en los otros camastros. Veía caras desconocidas, todos envueltos en la misma ropa de vuelo. Aviadores americanos. Cuando el sargento se acostó, en la barraca, sólo había los componentes de dos tripulaciones británicas. Ahora veía a muchos más, y entre ellos abundaban los uniformes yanquis. «Han llegado los refuerzos que esperaba el jefe —pensó. Hizo una mueca y agregó—: Hoy salimos…». Poco a poco afuera crecía el trajín. El sargento saltó del petate. Lo hizo sin pensar, en un movimiento maquinal. Ya de pie en el suelo reparó en que sus calzones, que dejaban al aire sus torcidas y flacas piernas, no eran lo más adecuado para estar ante una señorita. Horrorizado, dio un manotazo a la cobertura y se la puso a modo de «sarong». Se enfiló, confuso, apresurado, los pantalones caqui. Unos pantalones que le dejaban las piernas tan desnudas y torcidas como antes, pues apenas le llegaban a las rodillas, pero ya le pareció distinto. En tanto se acababa de vestir, en algunos petates mucha gente despertaba. Y en casi todos, al primer momento, la mioma expresión. Primero, paseaban la mirada distraída a lo largo de la barraca, como importándoles un bledo el sitio en que se bailaban. Y de pronto, algo vivo asomaba en sus caras, como si de súbito se dieran cuenta de que su permanencia allí no era normal. Algunos se quedaban sentados en su jergón. Su mirada saltaba de un lecho a otro. Y a los pocos instantes, todas las miradas permanecían clavadas en el camastro donde se veía una cara de muñeca, con tiznajos de grasa y un áurea melena. Por gestos fueron transmitiéndose el alerta. Y sólo cuando los compañeros de Ilse despertaron, se rompió el silencio. El primero en hablar fue Kleim, el mecánico. —¡Día nuevo, niños! ¿Qué tal hemos pasado la noche? Miró primero a Ilse. Luego el camastro que tenía al lado, y se le echó encima. El radio despertó de un salto. —¿Eh? ¿Qué ocurre? —Ocurre que ya es de día… —respondió Kleim, en tanto paseaba la mirada a su alrededor—. ¿Y Greenly? En ese momento despertó Ilse. Se incorporó rápida. En unos segundos se enfilo las botas, sin mirar a nadie. Ya de pie, se arregló los cabellos coa las manos. —¡Qué! ¿Nos vamos? —preguntó, siempre sin mirar a nadie. Levantó la almohada, y de allí debajo sacó el estuche de cuero donde tenía la máquina fotográfica. Lo que antes hizo el sargento Cheycher, al ponerse la cobertura a modo de «sarong», hacían ahora otros muchos, cohibidos por la presencia del teniente Sullivan. La muchacha parecía darse cuenta de aquella confusión porque de repente, dirigiéndose hacia la puerta, anunció: —Me voy por ahí… En la puerta se tropezó con alguien. —¡Perdón, señorita! —dijo el sargento Cheycher, que era quien, al ir a salir al mismo tiempo que ella, había tropezado. —¡Teniente! —corrigió Ilse. —¡Ah, sí! ¡Bien, teniente! ¡Disculpe!… Ya los dos fuera de la barraca, la muchacha miró hacia un extremo del campo donde se veían largos pabellones de los que no cesaban de salir soldados. —¿Ésos son los «Chindits»? —preguntó, al aire. El sargento Cheycher lo oyó, y retrocedió unos pasos. —¡Si,teniente! ¡Yo también pertenezco a los «Chindits»! Si Cheycher se hubiese acordado de sus piernas torcidas y flacas, quizá hubiese adoptado una actitud más modesta. Aparte tenía una nariz tan chata, una boca tan grande y unos ojos tan pequeños, que cuando Ilse le miró, no pudo menos que contener su réplica, para pasear una mirada lenta, de arriba abajo, como si no quisiera perder detalle de la bizarría del sargento. —¡Vaya! —Zumbó, plegando graciosamente sus labios finos y rojos. —Un poco cómico, ¿verdad, teniente? —preguntó Cheycher, con una franqueza que desarmaba. —¿Un poco nada más? —Y la joven apenas pudo contener la risa. —Todo es acostumbrarse —añadió el sargento, encogiéndose de hombros. —¿Quién manda toda esa fuerza? —¿Quién? ¡Danny!… ¡Un excelente jefe! ¡Y un buen muchacho! ¡De veras!… —Conque Danny… —¡El coronel Danny Harrik! ¿Cómo usted no lo sabe y se encuentra aquí?… ¡Hum! ¿Sabe el jefe que usted se encuentra entre nosotros? —Supongo que sí —respondió, con retintín, la joven. —Ya. ¿Cuál es su misión entre nosotros?… No me diga que es enfermera. El coronel detesta a las enfermeras… —No soy enfermera; pueden estar tranquilos… El sargento miraba entonces hacía un pabellón aislado. La puerta acababa de abrirse, y empezaron a salir algunos oficiales. —¡Ha habido reunión de jefes! —comentó el sargento—. ¡Esto está ya maduro!… Miró hacia un extremo del campo, donde se alineaban varios aparatos de transporte. Se puso a contarlos… Antes de terminar la cuenta, hizo un gesto de disgusto. —Aun creo que no habrá bastantes… —¿Bastantes para qué? —inquirió ella, súbitamente interesada. —Para nuestro transporte. Hace ya dos días que debimos haber salido… En ese momento, de la barraca dormitorio salían los compañeros de Ilse. La muchacha volvió bruscamente la espalda al sargento británico, y se dirigió a sus compatriotas. —¡Oigan! ¿Saben lo que presiento?… Con el ademán les indicó que se apartaran de la barraca. Un poco más allá, formaron corro. —¿Dónde está el capitán? —interrogó Ilse. —Estoy por asegurar que no ha dormido en nuestra barraca —respondió Kleim—. Anoche le deje en el pabellón de jefes… —¡Ahí viene! —anunció Bob. Efectivamente: varios oficiales de infantería y de aviación, se acercaban en pequeños grupos. Unos, discutiendo acaloradamente; otros, callados, con aspecto taciturno… Uno de estos últimos era Greenly. Al ver a sus camaradas, se separó de los que le acompañaban y fue hacia ellos. Traía cara de pocos amigos. —Greenly no ha dormido —comentó Bob. Algo más que eso le había ocurrido. Al llegar ante su dotación, dijo, con la mirada clavada en el suelo: —Señores: Tengo que notificarles que nos hallamos en poder de un loco… Dejó una breve pausa, y agregó: —Tenemos aquí una especie de Napoleón, gracias al cual la guerra va a dar un brusco viraje… Quería parecer tranquilo, hablar en un tono jocoso, pero se notaba en él una sorda cólera pronto a estallar. —¡Hable claro, capitán Greenly! ¿Qué ocurre? —inquirió, con ansiedad, la muchacha. —Nuestro coronel británico se ha estado adueñando de cuantos aparatos han tenido la ocurrencia de aterrizar en este infecto aeródromo. Los ha estado reteniendo hasta conseguir los «taxis» suficientes para pasear a sus chicos… con otros dos aparatos llegados aquí después que nosotros, parece que están casi satisfechos sus deseos. Es la única suerte que nos ha cabido: el no tener que esperar mucho… —¿Esperar qué? —saltó Ilse—. ¿A dónde vamos a ir? —Rumbo sur. Muchas millas detrás de las líneas japonesas… Hay que hacer varios viajes de ida y vuelta… —Pero… ¡yo he de estar en Calcuta!… —Ya. ¡Dígaselo a nuestro «Napoleón»! —replicó Greenly, sarcástico. Los ojos garzos centellearon de ira. No muy lejos de donde estaba este grupo, había otros corros de yanquis; algunos, hablando con aire de enfado; otros, demostrando haber tomado la cosa con mayor filosofía, riendo a carcajadas… —¡Capitán! ¿Y usted va a consentir…? —empezó la muchacha. Greenly hizo un gesto cansado. —Mire, Ilse. Nos hemos pasado la noche en vela. A ese hombre le hemos abordado de todas las formas. No hace caso de amenazas ni de ruegos… El tiene una idea fija, y no hay quien le saque de ella. Todos hemos llegado a la convicción de que nos hallamos a merced de un loco. De un loco frío, que da sus golpes con pulso tranquilo… Lo peor es que su gente le sigue con verdadero fanatismo… Extendió la vista por el campo, e hizo un ademán con el brazo. —La mayor parte de esa gente no está tan distraída como aparenta. Todos los aparatos están custodiados. El puesto de radio se halla rigurosamente controlado… Cuando emprendamos el vuelo, tendremos pistolas a nuestras espaldas, encañonándonos… Y lo que todavía es peor… Tragó saliva y agregó: —Parece que realmente posee una orden del Mando Supremo dándole carta blanca para actuar… —¡No está tan loco, pues! —arguyó Kleim. —La existencia de esa orden es algo que hemos deducido de sus palabras. Desde luego, no se ha dignado mostrárnosla. El solo asegura que no rehuirá ninguna de las responsabilidades que esto pueda acarrearle… —¡Y allá él si lo intenta! —dijo Ilse, con voz sorda—. Por mi parte, removeré cielo y tierra hasta conseguir que él pague este desafuero… ¡No me lo explico, capitán Greenly, como ninguno de ustedes ha conseguido pararle los pies!… —¡Y que sea un británico! —rugió Bob. Eso era lo que más les molestaba. Que precisamente fuera un inglés el que les obligase a cambiar de rumbo. Por lo demás, a la mayoría parecía importarles un comino entretenerse en dar pasadas sobre la jungla, desparramando gurkhas y soldados occidentales. Tanto les daba hacer esto como dirigirse a Chungking, transportando víveres y municiones a los chinos. —¡Yo tengo necesidad de salir de aquí esta misma mañana! —insistió Ilse, obsesionada por una idea fija—. ¡Y eso, ningún británico lo va a impedir, por flemático que sea!… —Pues ahí lo tiene, teniente —apuntó Greenly, señalando en dirección al pabellón del que hacía unos momentos habían salido los oficiales. Casi tocando el dintel de la puerta se veía al coronel Harrik, hablando con un teniente mucho más bajo que él, quien no, cesaba de poner papeles ante su vista. Danny, tras darles una ojeada, los firmaba, con aire de tener prisa. A unos pasos de él aguardaba un soldado. Danny lo vio, y le hizo un gesto para que sé acercara. Le dijo algo, y el soldado echó a correr en dirección a los grupos de aviación. —¡Todos los equipos! ¡Al pabellón de órdenes! —gritó al pasar junto al grupo de Greenly. —¡Esperen un momento! —advirtió Ilse, tras haber permanecido unos instantes con los músculos tensos, mirando al británico. Echó a andar hacia donde estaba Danny. En ese momento el jefe británico puso la última firma. Ilse llegó a tres pasos de él en el preciso instante en que Danny se guardaba la pluma, y decía al teniente: —¡Circule la orden de formar con todo el equipo! —¡Inmediatamente, señor! Ilse Sullivan esperó a que el teniente se fuera. Danny no parecía hatería visto. Al creerse solo, encendió un cigarrillo y tras permanecer tinos momentos pensativo, echó a andar, precisamente de cara a Ilse, pero sin parecer verla. Ella comprendió que aquel engolado jefe estaba dispuesto a pasar por su lado, sin aparentar que se daba cuenta de su presencia. —¡Un momento, coronel! ¡Necesito hablarle! —dijo la joven yanqui, con voz un poco quebrada por la ira. Danny pareció despertar, Dio medio paso atrás, denotando en su mirada la sorpresa que le causaba aquella forma de abordarle. Incluso por su modo de mirar a la mujer, diríase que se había olvidado de que ella existía. Poco a poco, por la expresión, se vio que localizaba aquella imagen. —¿Usted es el teniente?… ¿Teniente?… Hizo un movimiento con la mano, como si fuera a chascar los dedos. Ilse espetó: —¡Teniente Sullivan!… Danny exageró el gesto, como si alguien se le hubiese presentado diciendo: «¡El almirante Nelson, a sus órdenes!». —¡Ah, ya! ¡El teniente Sullivan!… Muy bien. ¿Qué desea? Pero espere. Usted pertenecea la dotación del «Buen Jimmy:»… El «Buen Jimmy» era el cuatrimotor que tripulaba el equipo de Greenly. —¡No pertenezco a su dotación! ¡Voy con ellos, como viajero especial…! —Ya… Viajero «especial» —repitió Danny, con cierta sutil sorna. —Sí… Y debo poner en sus conocimientos que es absolutamente preciso que antes de mediodía esté yo en Calcuta. —Me parece muy bien. ¿Y qué puedo yo hacer por usted? ¿Desearle buen viaje?… —¡Coronel! ¡Como ciudadana norteamericana, más que como miembro del «W. A. C.», tengo que participarle que el humor británico nunca me ha hecho gracia! —No me interesan lo más mínimo sus gustos, teniente… Si no tiene nada importante que decir, vuelva a su grupo… Hizo ademán de echar a andar, pero la muchacha le cortó el paso. —¡Usted no puede impedir que yo llegue con tiempo a mi destino! ¿Sabe lo que va en ello? —¡Ohh, sí! Creo habérselo oído decir a su compatriota, el capitán Greenly… En el retraso que pueda sufrir usted, creo que va mi cabeza y… el futuro de la guerra. ¿No es eso lo que significan sus instantáneas de China y sus informes? Pero no sufra, teniente Sullivan. La Comisión de Préstamos y Arriendo podrá aguardar sus informes durante veinticuatro horas… y otras tantas podrán esperar los lectores de los periódicos. Porque tengo entendido que también es usted periodista… —Por desgracia para usted hay unos cuantos millones de lectores detrás de mí —replicó Ilse, con aquél su gesto de supremo énfasis que ya le chocó al británico la noche anterior—. ¡No pienso callar nada de cuanto he visto aquí! —Ah. Pero ¿ya ha visto usted algo? Veo que no le falta imaginación… Hasta ahora yo había considerado que lo interesante, de existir, iba a producirse un rato después de que todos esos aparatos despegasen. ¡Lástima que su compañía no me sea tan grata! De Jo contrario le hubiera instado a que nos acompañara… Otra vez se dispuso a avanzar, pero Ilse no se movió, cerrándole el paso. Danny entornó los ojos, adoptando un gesto de marcada ironía. —¡Retírese, teniente!… Y para lo sucesivo, si algo tiene que decir, diríjase a su jefe de grupo… Con la mano derecha hizo un leve ademán, y el teniente Sullivan quedó a un lado, como un arbolito que el simple aliento de un tanque hubiese tronchado. Danny se alejó, con paso recio, en dirección al pabellón donde ya estaban confluyendo los equipos de vuelo. Ilse se quedó sola, en una gran área completamente desamparada. Durante unos instantes permaneció aturdida. Las lágrimas acudieron a sus ojos. De súbito, en un acceso de ira se volvió, diciendo: —¡Ah, no! ¡A mí no me perdonas tú la vida!… Tan nublados tenía los ojos, más que por las lágrimas, por la cólera, que no vio que el grupo de Greenly había seguido toda la escena, y ahora permanecía aguardándola. Llegó hasta ellos sin verlos. —¿Qué tal le ha ido, teniente? Era Bob quien se lo preguntaba, con la mejor buena fe. —¡Oiga usted, Bob! —contestó Ilse, fuera de sí—. ¡Un tragón como usted no me toma el pelo!… —¡Me guardaré muy bien, teniente! Aunque si he de decir verdad, sus cabellos son preciosos… Bob, el radio del «Buen Jimmy», solía cometer muchos errores. Pedía comida cuando no había, y gastaba cuchufletas a gente que estaba dada a los demonios. Ilse, tremante de ira, se irguió: —¡Sargento! ¡Le recuerdo que se dirige a un superior!… Otro error del radio fue soltar una carcajada. Pero apenas lo hizo, una de las finas manos del teniente Sullivan, más reacias de lo que cabía esperar, arrancó un rotundo chasquido de una de las mejillas de Bob. El grupo quedó inmóvil, mirándose unos a otros estupefactos, Muchos que pasaban en aquel momento, y otros que se hallaban parados cerca, volvieron la cabeza, intrigados. Por unos instantes Bob pareció echar fuego por los ojos. Cualquiera diría que iba a lanzarse sobre Ilse, o replicar a golpes. Pero enseguida, adoptando un gesto risueño, miró a Greenly: —Creo que esta bofetada está dentro del Reglamento. ¿No es cierto, capitán?… —¡Basta de tonterías! —cortó Greenly, queriendo recobrar a toda marcha su autoridad—. ¡Estamos dando un espectáculo! Ilse permanecía seria, con gesto apesadumbrado. Ya no parecía tan erguida como antes. Miró al radio: —¡Bob!… ¿Me quiere perdonar?… ¡Ese maldito británico me ha sacado de quicio!… Era una palabra mágica. En el coronel Harrik encontraron todos la salida a aquella desagradable escena. —¡Estoy muy nerviosa!… —¡Naturalmente! ¡Sí, lo comprendo!… ¡Ese tío va a hacer que todos nos volvamos locos! —Manifestó Bob. —¡Ya hemos visto con qué displicencia la escuchaba! —agregó Kleim—. Desde luego, es exasperante. —Debió hacerme caso, Ilse —comentó Greenly—. Ya le advertí que no conseguiría nada… —Allá lo tienen —apuntó Kleim—. Ha estado mirándonos… Todo el grupo se volvió al pabellón de órdenes. En ese instante el coronel Harrik les daba la espalda, y cruzaba el umbral. A paso ligero venía hacia ellos el sargento Cheycher. —¡Las dotaciones completas! ¡Al pabellón de órdenes! —gritaba. Llegó ante Greenly, y le saludó: —¡Capitán! ¡De parte del coronel Harrik! ¡Acudan inmediatamente! Todos los grupos aéreos se encaminaban al citado pabellón. Algunos ya iban vestidos con ropa de vuelo. —¡Vamos! —dijo Greenly, secamente. Y echó a andar sin mirar a nadie, como queriendo cortar con ello toda posible objeción de alguien del equipo. Uno tras otro fueron detrás del capitán. Ilse se quedó la última. Pero cuando por fin se decidió a seguirles, el sargento de las piernas torcidas le atajó: —¡Teniente! ¡Usted no! —¿Cómo? —Orden superior… En el pabellón de órdenes sólo pueden entrar los equipos de vuelo… —¿Y quién le ha dicho a usted que yo?… —Él coronel me lo ha dicho… Dice que usted misma le ha confesado que no pertenece a la dotación del «Buen Jimmy»… Desde luego, hay dos pegas en usted. Algo así como mis piernas torcidas y mi nariz chata… Ilse le miraba con verdadero estupor. —¿Qué demonios dice usted? —Digo, que hay en usted dos pegas para que el trato con el coronel tenga la cordialidad debida. Una se refiere a que es usted periodista. ¿Es cierto? ¿Le da usted a la pluma?… ¡El coronel detesta a los periodistas!… Ilse se cruzó de brazos, en actitud estoica. —¿Y la segunda pega? —preguntó, forzando una voz tranquila. —Que es usted mujer… Cuando se acerca la hora de la verdad, el coronel no quiere mujeres a su alrededor. Ni mujeres ni periodistas. Sí; a la hora de la verdad, quiere la verdad a secas… ¡Tal vez demasiado a «secas»! —terminó Cheycher, pasándose la lengua por los labios, y acordándose para su tormento, que en el mundo había una cosa que se llamaba whisky . Ilse permaneció pensativa. Tras un largo silencio, dijo: —Está bien… Veo que no hay más remedio que cumplir las órdenes. —Oh, sí. Con el coronel Harrik uno no tiene más remedio que cumplir las ordenanzas. Fuera del servicio, resulta el mejor amigo nuestro… ¡Pero descuídate cuando la verdad asoma las narices!… —¡La verdad! —repitió Ilse—. ¡Valiente verdad la que llevará ese hombre a cuestas!… Algo que ocurría en el centro del campo atrajo su atención. Largas hileras de soldados con equipo de paracaidistas, cruzaban el campo en dirección a donde estaban los aparatos. —¿Qué significa eso? —preguntó. —Que vamos a salir… Bueno, van a salir. Yo lo haré en el segundo viaje…, gracias a usted. —¿A mí? —Sí. Usted se quedará aquí hasta que el «Buen Jimmy» esté de vuelta… En atención a usted, el coronel ha decidido que el «Buen Jimmy» sólo haga un viaje… —¡En atención a mí! —exclamó la muchacha, rechinando los dientes. —Sí. El coronel quiere que se marche usted cuanto antes… Ha visto como le daba usted una bofetada a uno de sus compañeros, y ha dicho: «Tenemos que deshacernos cuanto antes de ese petardo». Ilse palideció. Se mordió los labios y desvió la mirada, para que el Sargento no advirtiera el efecto que aquello le había producido. Como si de pronto hubiera dado la conversación por terminada, volvió la espalda a Cheycher y echó a andar, en cualquier dirección. A los pocos pasos se dio cuenta de que elsargento la seguía. Dio media vuelta, colérica: —¿Qué hace usted? —Acompañarla, teniente… —¡No necesito su compañía! —Pero a mí me es necesario cumplir las órdenes… Ilse entornó los ojos: —¡Ah, vamos! ¡Estoy vigilada!… Ya. No en balde soy un petardo… —Crea, teniente, que estoy pasando un mal momento. Estos encargos no son para mí… Pero al coronel parece que le divierta hacerme pasar estos malos ratos… Hasta en las piernas torcidas de Cheycher veía Ilse una burla del coronel británico. Seguramente en toda la brigada no había un hombre con aspecto más grotesco para ponerlo de guardián. —Sí, siempre hace lo mismo —siguió el sargento, con aire contrito—. ¿Encarguito difícil? ¡Allá va, para el sargento Cheycher! ¿Que no hay que beber? Cheycher ha de ser el primero que tenga la boca seca… Pero lo que me digo: Si me he acostumbrado a mi pinta de mico, ¿por qué no me he de acostumbrar a las bromas del coronel?… De todo aquello, sólo una cosa había captado Ilse: que el sargento era el primero en tener la boca seca… En la barraca dormitorio, junto al camastro, tenía todavía su mochila. Y en ella, en el paquete del botiquín, una pequeña botella de whisky… para casos de «emergencia»… En tanto se dirigía a la barraca, seguida del sargento, Ilse iba pensando en qué momento sacaría a la vista de Cheycher la botella. Se mordió los labios, para matar la sonrisa que ya había aparecido en ellos… La reunión en el pabellón de órdenes parecía haber terminado, pues los equipos estaban saliendo. Algunos se dirigían a las barracas, para ultimar su indumentaria de vuelo. Mareaba aquella vasta extensión cruzada por hileras y más hileras de soldados, con la mochila y el paracaídas a la espalda. Infinidad de motitas blancas bullían en la extensa llanura, alumbrada por un sol radiante y cercada por la verde muralla de la selva. El grupo de Greenly vino al encuentro de Ilse. El capitán se esforzaba por aparecer alegre. —¡Buenas noticias, Ilse! ¡Vamos a salir!… ¡Enseguida vendremos a recogerla!… —¡Ya lo sé! —respondió la muchacha, con alegre despreocupación. Aquella alegría sorprendió un poco al grupo. Greenly la miró intrigado: —¿Es que no nos cree, Ilse? Esta tarde ya podremos estar en Calcuta… —Ya lo sé, Greenly —repitió—. Y le agradezco el interés que se ha tomado p6r mí… ¡Dense prisa! Les deseo un buen vuelo. Instantes después, el equipo salía del dormitorio perfectamente equipado. Al saludar a Ilse, ésta parecía haber cambiado de humor. Se despidió de todos ellos como si no tuviera que verlos más… CAPÍTULO III LA CARA DE LA VERDAD A medida que iban posándose en tierra, se desprendían del correaje que les sujetaba al paracaídas, lo plegaban apresuradamente y a paso ligero se dirigían a una zona desnuda de vegetación, que era donde ya se habían asentado los primeros en aterrizar. El ámbito aéreo parecía convertido en el sueño de un borracho. De lo alto venía de todo. Enormes fardos de víveres, municiones, bicicletas, dos «jeeps », varios mulos, alguna pieza de artillería… El fragor de motores no cesaba un instante. Asomaba un aparato y empezaba a evolucionar, vaciando su vientre. Y tan pronto desaparecía por donde había venido, asomaba otro. Y otro… En todo momento el espacio estuvo lleno de burbujas de paracaídas, junto con los primeros que aterrizaron, cayeron varias ametralladoras. En unos instantes quedaron emplazadas en los montículos, desde los que podían batir los claros de la selva próxima. Otros procedieron a instalar tiendas de campaña. Pequeños tractores empezaron a traquetear, apenas posados en tierra, En varios sitios se amontonaron rollos de emparrillado de alambre, que no tardarían en ser desenrollados. Se engancharían unas tiras con otras, formando sobre el suelo una red metálica. Los claros de las mallas dejarían crecer la hierba, y a los pocos días, la pista ya estaría disimulada, capaz para soportar el aterrizaje de los bombarderos más pesados. El coronel Harrik, acompañado de personal técnico, iba de un extremo a otro de aquella zona despejada y aislada, por momentos más vasta. De vez en cuando, una elevada palmera se des plomaba, cortada de cuajo. Potentes tijeretazos hacían retroceder la selva. Seguía la lluvia de paracaidistas… Sólo cuando la tarde empezó a declinar, cesó el tronar de motores. Entonces, Danny Harrik reunió a sus oficiales. La conferencia fue breve. Todo había funcionado a la perfección y cada compañía, cada pelotón, se encontraba en su sitio. —Pasado mañana este aeródromo debe hallarse en condiciones de rendir el máximo —dijo Harrik, dirigiéndose al jefe de zapadores—. He mandado algunas patrullas de exploración… Nada anormal han advertido, pero todos ustedes saben quiénes son los japoneses. Alerta en todo momento… Tan pronto anochezca, el grueso de las fuerzas va a salir hacia el norte. El plan es sorprender la primera línea por la espalda. Cortaremos las vías de comunicación que hallemos al paso, para impedir que el enemigo se abastezca. Nosotros nos suministraremos por el aire… Esto último era para conocimiento de los oficiales. Al proseguir, lo hizo hablando otra vez al jefe de zapadores: —Dígame cuánto personal necesita para la custodia del campo… —El que usted indique —respondió el otro. —No —cortó Danny, con gravedad—. Nada de deferencias inútiles… He dispuesto el emplazamiento de ametralladoras en los sitios que he considerado más eficaces. Pero eso implica que usted, como comandante del aeródromo, rectifique cuanto considere oportuno. Quiero partir de aquí con la convicción de que a mis espaldas queda este puesto debidamente garantizado… Diga cuanta fuerza necesita… Momentos después, una compañía de gurkhas , al mando de un oficial británico, quedaba como fuerza de protección del aeródromo, todavía a medio construir. Los demás elementos de choque quedaron divididos en dos columnas. Harrik expuso rápidamente el plan a realizar. La primera columna la mandaría el propio Harrik, La segunda el comandante de batallón, Stevens, un hombre corpulento y de cara llena de cicatrices, veterano de la jungla. Las dos columnas saldrían al mismo tiempo, pero cada una por distinto camino. Convinieron una clave y un tiempo para comunicarse por radio. Cada oficial volvió a su puesto. Los preparativos para la marcha se hacían a toda velocidad. El sol ya estaba desapareciendo. De un momento a otro daría una zambullida en el horizonte, y la noche se volcaría sobre la selva. Hubo un momento en que Danny Harrik se encontró solo, y a la entrada de la tienda en que acababa de efectuarse la reunión. Encendió un cigarrillo y miró en la dirección en que se veía un cielo rojizo. Y de pronto, dio una voz. Uno de sus ayudantes acudió presuroso. —¡A sus órdenes, señor! —¿Alguien de ustedes ha visto al sargento Cheycher? — preguntó Harrik. —El sargento Cheycher… ¡Sí, señor! Creo haberlo visto entre los que forman la Segunda Columna… —¿Y quién lo ha designado allí? —Supongo, señor… —vaciló el ayudante. —No suponga nada. Haga venir al sargento Cheycher… En todo el día no lo he visto. Que se presente llevando todo el equipo. —¡Inmediatamente, señor! —Ah… Y fíjese si al notificarle esta orden, echa algo de su mochila. El ayudante sonrió… La afición de Cheycher a la bebida, era demasiado conocida de todos. El ayudante creía adivinar la intención del jefe al recamar con tanto rigor la presencia del patizambo. Seguramente llevaba algo camuflado… Quien tenía que mandar la segunda Columna, el comandante Stevens, en estas cosas solía tener manga ancha. Cuando el ayudante se hizo con el sargento y le comunicó la orden del jefe, vio que Cheycher palidecía. Estaba limpiando su fusil, y el cerrojo se le fue de las manos. En silencio, con evidentes temblores en todo el cuerpo, fue a recoger sus cosas, siempre vigilado del ayudante. Terminado esto, se encaminaron hacia la tienda del Mando. Encontraron a Harrik hablando con los oficiales. Esperaron a que éstos terminaran, y así que pudieron acercarse, por la forma con que Benny les miró pareció que ya se había olvidadode ellos. —¡A sus órdenes, señor! —dijo Cheycher, cuadrándose. —¿Qué hay, sargento? —preguntó Harrik, con aire distraído y sin mirarle. Pero esta indiferencia sólo duró unos segundos. Enseguida, en actitud de quien se pone en guardia ante un gran peligro, se volvió rápido para mirar lleno de recelo al sargento: —¿Dónde has estado metido todo el día? —¿Dónde?… En la base. He venido en la última expedición… —¿Por qué en la última? El «Buen Jimmy» sólo hizo un viaje. El sargento asintió con movimiento de cabeza. —Tu misión en la base terminaba tan pronto «Miss Tonterías» hiciera mutis… Al tiempo que hablaba Danny, daba pagos hacia el sargento. Éste, como si temiera que fuera a pegarle, retrocedía. Harrik extendió un brazo, y le cogió del pecho. —¡Ven aquí!… Apenas lo tuvo cerca unos segundos, pero le bastó. —¡Me lo figuraba!… ¡Sargento, se había dado la orden de no beber!… A mí me importa un comino mandar una brigada de borrachos. Lo que no me es indiferente es que mis subordinados no puedan contener sus inclinaciones… ¡Sargento Cheycher! ¡Hace tiempo que te advertí que te sentaría la mano! Sabes que tengo retenida la propuesta de tu ascenso, y me parece que se va a hacer amarilla en mis carpetas… Quedó en silencio. Danny se situó de espaldas a Cheycher, observando los movimientos de la tropa que se estaba colocando en orden de marcha. —Sargento —murmuró Danny, todavía de espaldas—. ¿Echaba chispas «Miss Tonterías», en el momento de marcharse? No hubo respuesta. —Durante el tiempo que has estado con ella, ¿de qué habéis hablado? Respondió el mismo silencio. Danny fue volviéndose. Cuando sus ojos se encontraron con Cheycher, sufrieron otra vez el mismo estado de alarma de momentos antes. —¿Qué sucede? Pero el sargento, como si en su abultada mochila llevase toda una carga de hielo, se estremecía, en tanto su rostro, de continuo encarnado, estaba casi verde. Las manos de Danny le agarraron por los hombros. —¿Que ha ocurrido? ¡Contesta enseguida!… —¡Lo ignoro, señor!… Sólo sé… que… Que ella no ha salido en el «Buen Jimmy»… —¿Por qué? Cheycher se encogió de hombros, dando la sensación de que se aliviaba de una soga con nudo corredizo que tenía en el cuello. —¿Cómo que no lo sabes? —rugió Danny. —«Miss Tonterías» no es tan tonta como creíamos, mi coronel… Quería burlarse de nosotros, y lo consiguió… Bueno, se ha burlado de mí… Sin que yo pueda decir cómo, cuando menos me lo figuraba, desapareció de mi vista… He revuelto toda la base, sin resultado. Pensé que cuando llegara el «Buen Jimmy», ella aparecería, pero que te crees tú eso… ¡Ni rastro! ¡Y mire que sus compatriotas y yo la hemos buscado!… Una exclamación de cólera salió de la boca de Harrik. Con los ojos llameantes miró a Cheycher. —¡Maldito patizambo! ¡De ésta te quedas sin galones!… Todas las dificultades que esto me acarree las vas a pagar con creces… Ya estaba obscureciendo. Allá delante, las dos columnas permanecían formadas, esperando la orden de marcha. Las dos rayas pardas se contundían con el manchón de la selva. Con la misma rapidez que había surgido en Danny la cólera, parecía haberse extinguido. Su rostro tenía ahora una expresión divertida. —Me parece que voy comprendiendo… Dime la verdad, Cheycher —pidió Harrik, sin voz de enfado—. ¿Qué has convenido con ella? —¿Yo? ¡Nada, coronel! —No me mientas… Hueles a whisky . ¿Te lo ha dado ella? —Pues… No. Se lo he quitado… El primer impulso fue bueno. Era un artículo prohibido en la base… Luego… —¡Está bien! ¡Sígueme! En grandes zancadas. Danny se encaminó hacia donde aguardaba la tropa. A una voz de mando, los hombres se pusieron firmes. Harrik permaneció unos momentos a la cabeza de las dos columnas. Luego, se metió por entre ambas y siguió andando, hasta llegar a la cola. Ya no había luz suficiente para ver los rostros. El silencio era tan completo, que casi se oía la pulsación de los soldados. Cuando Danny volvió a ponerse en cabeza, su cara tenía una expresión verdaderamente divertida. Cualquiera diría que había encontrado algo muy chusco en aquella revista, hecha casi a ciegas. El comandante de la segunda columna recibió las últimas órdenes de Harrik, y partió, torciendo hacia la izquierda. Danny esperó a que sus pasos quedaran ahogados por la espesura. Entonces se volvió a los suyos. Iba a dar la orden de marcha, cuando reparó en el sargento. —Colócate en mitad de la columna —le indicó. Lo que Cheycher quería era desaparecer de la vista de Harrik. Cada vez se sentía más confundido. Le parecía verdaderamente alarmante la facilidad con que había salido de aquel paso. Se apresuró a obedecer. Y antes de que él llegara a la mitad de la columna, ésta se puso en marcha. Esperó, de cara a ellos, y cuando reconoció a los componentes de un pelotón con los que tenía bastante afinidad, se mezcló con ellos. Fue ya en la selva, un rato después, cuando el paso tenía que ser sigiloso, y las órdenes tenían que darse por contacto o por voces de pájaro. Cheycher percibió unos golpecitos en un brazo. Marchaban ahora en fila de a uno. El sargento se volvió y… —¡Demontre!… ¡Ay, mi abuela!… Había dado un salto saliéndose de la fila, como si con ello fuese a esquivar la mordedura de un venenoso reptil. Sus exclamaciones no habían sido hechas en voz muy alta, pero sí lo suficiente para que cuantos había a rededor se produjera la alarma. Cheycher se dio cuenta enseguida, y volvió a su puesto. —¡No es nada! —dijo—. ¡Adelante!… Y cuando la marcha se reanudó con normalidad, el sargento se volvió a medias para preguntar a quien le seguía: —¿Por qué ha hecho esto, teniente? ¡De ésta me fusilan!… Respondió una fina risa, que a Cheycher le pareció que tenía el corle de un afilado cuchillo. —Soy muy curiosa, sargento… —respondió Ilse Sullivan, bajando la voz lo más posible—. Y he querido ver por mis propios ojos lo que ustedes llaman… «La hora de la verdad»… —¡Mal hecho! —reprochó el otro, con voz llena de angustia—. ¡Ojalá haya remedio!… La verdad que nos aguarda es muy fea, teniente… —Todo es cuestión de acostumbrarse… Por lo demás, ya me estoy divirtiendo a cuenta del momento en que su coronel se entere de que estoy aquí. Mal que le pese, va a tener una mujer y un periodista en la columna… ¡Vaya sorpresa que se va a llevar!… —¡Desde luego! —rezongó el sargento, con ánimo de condenado a muerte—. No puede usted figurarse lo sorprendido que va a Quedar… ¡No lo sabe usted bien, «Miss Tonterías»!… —¿Cómo dice? —Perdone. Es el nombre que ahora le da el coronel. Parece que lo de «petardo» ya ha pasado al olvido… En ese momento, alguien llegó desde la cabeza de la columna. Era uno de los ayudantes de Harrik. —¿Sargento, Cheycher? ¿Anda por aquí el sargento Cheycher?… El sargento salió de la fila: —¡A sus órdenes! —Atienda esto: El coronel me ha dicho… ¡Maldito si lo entiendo!… Me ha dicho que transmita al teniente Sullivan , que aun no ha llegado la hora de hablar… ¿Entendido? —¡Demasiado, mi teniente! —respondió el sargento. —¡Pues que me aspen si lo he entendido yo! Y el ayudante se fue corriendo para ponerse de nuevo en cabeza. Cuando el sargento se reintegró a su sitio, preguntó, casi con el aliento: —¿Ha oído, teniente? Pero ni siquiera así, con el aliento, respondió Ilse Sullivan, porque en aquellos instantes hasta el aliento le faltaba… * * * Avanzaban hacia el norte siguiendo el ferrocarril. Cinco brigadas «Chindit» pululaban por la selva, produciendo estragos, construyendo pistas de aterrizaje, impidiendo el paso de refuerzos… Una división japonesa había sido sacada de Siam, con propósitos de barrer los «Chindit». Éstos lo sabían y permanecían alerta, pero sin interrumpir por un momento su tarea de destrucción. Había sesenta mil soldados británicos e indios, con su formidable equipo moderno, cercados en la planicie del Imphal. En Kohima había tres batallones en lucha desesperada. Un batallón británico, otro nepalés y otro de Fusileros de Assam. Desde Kohima se dominaba el valle a Assam. En las estribaciones de los elevados montespróximos al poblado, los japoneses batían las carreteras principales de Dimapur e Imphal. La situación era comprometida para los aliados. En Kohima su posición defensiva había quedado reducida a una sola montaña, en la que permanecían todos los hombres en condiciones de empuñar un arma, incluso los convalecientes del hospital. El plan de los japoneses era bien ambicioso. Cortar la carretera de Dimapur y el ferrocarril, dejando a las fuerzas americanas sin ruta de abastecimiento. Además, aspiraban a anular el puente aéreo estadounidense a China. Se dilucidaban, pues, por aquellos días, problemas de la máxima trascendencia en el norte de Birmania. Pero si comprometida era la situación de los aliados, no lo era menos la de los japoneses. La misma táctica que pusieron éstos en juego semanas antes en su ofensiva de Arakán, en lo que al final tuvieron que retroceder, dividiéndose en pequeñas partidas, hambrientos y desesperados, ponían ahora en su más calculada ofensiva. No contaban casi con abastecimientos. Llevaban víveres escasamente para unos días. Éste era un recurso de doble filo. El soldado japonés, ya de sí belicoso y fanático, miraba los objetivos a cubrir con un doble afán: por lo satisfacción del deber cumplido, y por algo primordial: por el instinto de vida. En los objetivos a cubrir estaban los almacenes de los aliados, repletos de víveres y municiones. Allí se abastecerían y proseguirían la marcha hacia el interior de la India. Para los japoneses, la península de Malaca, y toda la Indonesia, había sido un rico manantial de víveres y armas. En ocasiones encontraron cañones y aparatos de aviación todavía dentro de las cajas. Depósitos de combustibles en perfecto uso. Ingentes montañas de municiones. Pero los japoneses olvidaban que habían transcurrido más de tres años de guerra. Y en ese tiempo, la moral de victoria se estaba desplazando al bando contrario. Las fábricas de Inglaterra, de los Estados Unidos y del Canadá producían al máximo. La escuadra norteamericana ya había roto el arco japonés en el Pacífico. Las costas de la Nueva Guinea, las Gilbert y las Aleutas, ya no conocían la amenaza nipona. Esto, sencillamente, quería decir que si las rutas del mar habían pasado a manos de los aliados, no menos iba a ocurrir con las de tierra y, principalmente, con las del aire… En éstas precisamente estaba la clave. Los bombarderos de gran radio de acción achicaban el planeta. No había rutas largas ni barreras infranqueables. Desde China, Tokio estaba siendo machacado. Desde bases situadas en la India, los defensores de Imphal y Kohima recibían por vía aérea toda clase de refuerzos. Llovían víveres, municiones, material sanitario… Cosas totalmente negadas a los japoneses. La aviación nipona se batía en retirada. ¡En Manda! Ay habían estado concentrando gran número de aviones, pero precisamente los Comandos aéreos, después de soltar en la jungla su carga de hombres, se había desplazado unas pocas millas más y habían dado unos cuantos mazazos a aquella concentración. Por consiguiente, los japoneses que embestían en el norte de Birmania, no contaban con un eficaz apoyo aéreo. Y tenían que ver impotentes cómo de lo alto se descolgaba todo un aluvión de preciosas materias, en tanto tenían noticias de que unas millas más atrás, miles y miles de hombres avanzaban para atacarles por la espalda… De Siam fue sacada precipitadamente una división japonesa sin más fin que barrer a los «Chindit». * * * Pasado el primer momento de estupor, la joven norteamericana, Ilse Sullivan, decidió encajar el golpe con la flema de un típico inglés. Veía que ya no podía contar con el factor sorpresa. Pero le quedaba lo esencial: ver cuánto ocurriese en aquella «parodia de guerra»… Porque para Ilse, aun al tercer día de dura marcha a través de la selva, aquella acción todavía no tenía sentido. Había presenciado la destrucción de un puente, la voladura de un depósito de municiones, el corte varias veces repetido de una estrecha vía de ferrocarril… Pero todo aquello seguía pareciéndole pura parodia. También ella solía tener ideas fijas. Y una de estas ideas era que los ingleses producían esta polvareda con el fin de distraer la mirada fiscalizadora del Mando norteamericano. Los estadounidenses exigían una campaña en gran escala para llegar a Rangún. Este puerto era importante, pero los ingleses veían que quedaba demasiado lejos del Japón. En el sur de Birmania quedarían encallados los británicos, sin poder figurar en primer plano en la liberación de Extremo Oriente. Ese tanto sería para los norteamericanos, mientras que los ingleses permanecerían en último término, con pico y pala, destruyendo la autopista de Ledo a China… Cada vez que Ilse presenciaba la operación de minar una pista, para producir en ella varios barrancos, o la voladura de un puente, comentaba: —Como son incapaces de construir, destruyen… Siempre que decía esto la oía el sargento Cheycher, que parecía constituido en su inseparable guardián. Al principio estos sarcasmos afectaron un poco al patizambo. Pero por último ya no le hacían mella. Por otro lado, la muchacha se apresuraba enseguida a remediar: —No quiero ofenderle, Cheycher… Pero es que esto me parece inútil… —¿Y por qué no intenta hacérselo comprender al coronel? —preguntaba el sargento. Estas palabras rebosaban de ironía, tal vez a pesar del mismo que las pronunciaba. En los tres días de avance, Danny Harrik parecía no haber tenido aun tiempo para acordarse de que en la columna llevaban a un «huésped de honor». —A este «señor» no tengo por qué decirle nada… Ya llegará el momento de que otros sepan… —¿Los millones de lectores que hay a sus espaldas, Ilse? —preguntó el sargento. —¡No bromee, Cheycher! ¡Sentiría mucho tener que reñir con usted, porque a pesar de todo, le aprecio! Bien podía hacerlo, porque el sargento era el único que parecía dedicado a allanarle las mil dificultades que surgían en la marcha. Era también el único occidental que había a su alrededor. Casi toda a brigada de Harrik se componía de gurkhas , bravos muchachos, pero que apenas sí podían hilvanar unas torpes frases en inglés. Además miraban a la norteamericana con un respeto casi supersticioso, y en cuanto podían, se alejaban de ella. Algunas veces Ilse pensaba si aquel aislamiento obedecía a órdenes dadas por el jefe de la columna. Y así se lo expuso a Cheycher. —Lo ignoro, Ilse —manifestó el sargento—. Pero casi puedo asegurarle que no. El coronel se halla muy ocupado, y es seguro que no se acuerda de usted… —¿Y tampoco de usted, sargento? —¡Ojalá fuera así! Me temo que de mí sí que se acuerda, y me está preparando una… ¡En qué mal momento sacó usted su botellita de whisky !… No pudo usted atacarme por un punto más débil… Aunque todavía no me explico por qué lo hizo. Si era por meterse en este infierno, no creo que valiera la pena… —¡No llame a esto infierno! ¡No es más que un paseo aburrido!… —replicó la muchacha, soltando una risa hiriente, llena de burla e ira. Aquello fue como una señal para que se produjera algo largo tiempo preparado. Era a media mañana, y se hallaban en un sitio al que habían llegado al amanecer. La columna se había fraccionado inmediatamente en grupos, seguramente para producir algunas demoliciones. Ilse esta vez no sintió ningún deseo de acompañarles. Sabía demasiado lo que iba a ocurrir. La perforación del suelo, dejándolo bien atacado de dinamita, y unos cuantos estallidos… Eso ya le aburría de verdad. Ella y el sargento se habían quedado cerca de la tienda que constituía una especie de eje sobre el que giraba la tropa, ahora esparcida. Muy pocos soldados habían quedado de retén… Hacía ya unas horas que el grueso de la fuerza se había alejado. Y ninguna detonación llegaba hasta la base. Esta vez, las perforaciones debían de ser más costosas que de costumbre. La mayor tranquilidad reinaba en la zona. En torno al campamento, unos mulos libres de carga ramoneaban pacíficamente… Y fue precisamente en el instante en que Ilse lanzaba su irritada risacuando sonó el primer disparo. Y de pronto, como si millares y millares de lanzaderas entrasen en acción para acabar de tejer la espesura, silbaron las balas por doquier, dejando tras sí un rugiente e invisible hilo. Una lluvia de hojas empezó a caer de los árboles. Multitud de pájaros emprendieron el vuelo, chillando espantados, dejando en el espacio una sensación de cristales rotos. Los soldados de retén acudieron prestos a coger las armas y a situarse tras los árboles. Miraban al interior de la selva, pero a nadie veían… Ilse había quedado unos momentos inmóvil, como petrificada. Fue Cheycher quien, cogiéndola con brusquedad, la obligó a echarse. —¡A tierra, Ilse! ¡Y no se mueva! La empujó a un pequeño hoyo que casi la ocultaba del todo. El sargento se colocó al pie de un árbol, en cuclillas, y apoyó sobre unas piedras su fusil ametrallador. Pero enseguida cambió de sitio. El desplazamiento transversal del fusil era muy limitado, y dejaba una extensa zona en ángulo muerto. Se situó al amparo de la vertiente de un pequeño montículo. Allí ofrecía un blanco más seguro al enemigo, pero también podía dar mordiscos más eficaces. Seguían las invisibles cuchillas segando ramas. Y ningún enemigo aparecía a la vista. Cheycher, con los músculos tensos, observaba en la red de ramas. Allá detrás, los soldados de retén permanecían en la misma angustiosa espera. Ilse, intensamente pálida, seguía dentro del hoyo; sus ojos, desmesuradamente abiertos, estaban fijos en Cheycher, esperando que de un momento a otro éste fuera a exclamar; «¡Ha sido una falsa alarma! ¡Son los nuestros!…». Pero en lugar de esto vio que el sargento se volvía a miraría y le decía, en amargo reproche: —¡Teniente Sullivan! ¡El peor tropiezo que el coronel y yo hemos tenido ha sido usted!… —¿Por qué dice eso? —replicó la joven, verdaderamente dolida—. ¡Yo no les estorbo!… El sargento hizo una mueca, y se volvió a mirar a la selva. —¡Usted no nos estorba!… ¡Si usted no estuviera aquí, yo me hubiera ido con los otros! Ahora mismo me filtraría en la espesura. Ilse, en un ramalazo de orgullo, hizo ademán de incorporarse. —¡Márchese! ¿Qué aguarda?… ¡No se preocupe por mí!… El sargento la contuvo. —¡Quieta ahí!… ¡Por favor, Ilse! ¡Si a usted le ocurriera algo…! No terminó de decirlo, pero la muchacha creyó adivinar algo muy significativo. —¿Qué? ¡Nada podría a usted sucederle! ¡He venido por mi voluntad!… —El coronel no lo entiende así… El dice que, puesto que yo he contribuido a que usted se metiera entre nosotros, con mi cabeza debo responder de su vida… ¡Ésa es la broma que me ha preparado el jefe! ¡Bonita misión! ¿No le parece, Ilse?… La muchacha se sintió empujada a un amargo humorismo. —Para usted sería más fácil defender un barril de whisky , ¿no es así, Cheycher? —¡No bromee, teniente!… ¡Esto es muy serio… Lo peor va a ser…! ¡Ahí están!… Al tiempo que lo decía, su fusil ametrallador empezó a petardear. Los casquillos saltaban formando un pequeño arco. Casi en el mismo instante, allá detrás, los soldados de retén abrían el fuego. Entre los troncos de los árboles y redes de lianas veíanse avanzar, casi a gatas, a soldados japoneses. La borrachera de disparos del primer momento había amainado, como si ya se hubieran dado cuenta de que el objetivo que atacaban no merecía tanto derroche. Por su parte, Cheycher y los otros soldados también escatimaron sus disparos. Cada vez que apretaban el gatillo era para dar en el blanco. Y casi simultáneamente, aquí y allá, la silueta de un enemigo quedaba inmóvil, sin el menor grito de angustia, sin tan siquiera un estremecimiento dramático. Simplemente quedaba quieto. Y a no ser por el manchón de sangre que aparecía de súbito en cualquier parte del cuerpo, diríase que su inmovilidad obedecía al agotamiento. Pero tras la primera fila de enemigos aparecía otra. Ilse, no pudiendo resistir aquella espera, desenfundó su pistola y, arrastrándose, se aproximó al sargento. Éste acababa de hacer tres disparos seguidos. Al percibir que alguien se movía cerca, volvió la cabeza. No llegó a decir nada. De pronto soltó el fusil, y se encogió. Sobre su camisa se plasmó una viva hombrera de sangre. La reacción de Ilse no se hizo esperar. Todo su terror desapareció. Rápidamente se guardó la pistola y empuñó el fusil ametrallador del sargento. Fue en el momento preciso. Tres japoneses acababan de surgir de la barrera verde, con la bayoneta calada y avanzaban ligeramente encorvados, como si pisaran sobre un suelo blando… Ilse soltó una ráfaga cuando apenas los tenía a cinco pasos. Los tres nipones parecieron iniciar media vuelta. El fusil se les fue de las manos, Una de estas armas cayó a media yarda de donde estaba la muchacha, quedando medio clavada en el suelo. Una oleada de japoneses empezó a estremecer ramas. Veíanse apenas sus uniformes en la verde red… Allá detrás, los soldados de retén habían vuelto a un fuego alocado, de desesperación. Parecían haber decidido todos gastar las municiones en salvas definitivas, adornando sus últimos segundos. Pero estas salvas quedaron ahogadas por un estruendo imponente. Otra vez, como en el principio, millares y millares de lanzaderas reanudaron su alocado tejer. Y otra vez empezó a desprenderse una lluvia de hojas. Y algo todavía más impresionante. Aquel círculo de enemigos, que por momentos era más estrecho, quedó de pronto roto por varios sitios. Algunos, simplemente quedaban en cuclillas, quizá manteniendo todavía bien sujeto el fusil. Otros daban media, vuelta, para apuntar atrás… Pero el tronar de nuevas armas se percibía cada vez más cerca. El petardeo de varios fusiles ametralladores era demasiado significativo para que cada cual no supiera a qué atenerse. El sargento fue de los primeros en percibirlo. Sujetándose el hombro abierto con la mano izquierda levantó un poco la cabeza. —¡Ilse!… ¡Los nuestros!… No pudo decir más. Tampoco era necesario. La muchacha aun disparó dos veces más… Pronto la espesura engulló a todos los enemigos en condiciones de moverse. La vegetación, disimulaba en parte los uniformes de los muertos. Aun así, el espectáculo no podía ser más impresionante. Ilse se daba cuenta de cuán dramática era la situación, pero el instinto de defensa la mantenía con los nervios tranquilos. Por primera vez se oyeron broncas voces de cólera y aullidos de fiera. En el interior de la selva se había llegado a la lucha cuerpo a cuerpo. Los disparos eran ya muy escasos. El arma blanca y la granada de mano imponían su predominio… Estos minutos en los que los cercados no percibieron más que el eco de la feroz matanza, fueron quizá los más terribles. Entre los soldados que quedaron de retén habían habida algunas bajas. Los supervivientes permanecían de pie, como estatuas que representasen el estupor. También Ilse, con los brazos colgando, el fusil ardiendo en su mano derecha, permanecía plantada en lo alto del montículo, mirando hipnotizada hacia el convulso mar verde, escuchando su horrendo oleaje; percibiendo los gritos de angustia, los aullidos de fiera herida… Poco a poco fue aquietándose. Empezaron a aparecer gurkhas . Algunos venían heridos, llevados en brazos por sus compañeros. Otros, con un gesto feroz en sus rostros, la mirada encendida, sujetando el fusil con ambas manos, mirando a cada piedra, a cada matojo, recelando hasta del propio suelo sobre el que apoyaban los pies… Este mismo gesto de fiera en acecho vio Ilse en el rostro del coronel Harrik, cuando éste irrumpió de la selva. Con el fusil ametrallador apoyado en la cadera derecha, el uniforme con salpicaduras de sangre, tiznajos de pólvora quemada en la cara… Apenas salir de la espesura, sus ojos se encontraron con los de Ilse. Diríase que hasta salir de la cortina verde sus ojos no habían tenido más anhelo que verla. Luego, al segundo, se desviaron… Pasó junto a Ilse sin decirle nada. Vio al sargento tendido de bruces, y con un leve gesto indicó a dos de sus subordinados que lo atendieran. Se encaminó a donde estaba el grupo de soldados que habíanquedado de retén. Cerciorado de las condiciones en que se encontraban, dio unas órdenes, y el personal que le rodeaba se apresuró a cumplimentarlas. En unos instantes los mulos quedaron enjaezados. La tienda de campaña fue desmontada. Todos actuaban en el mayor silencio, sólo interrumpido de vez en cuando por algún quejido. Ilse veía ir y venir soldados gurkhas , todo con la misma expresión reconcentrada e idéntico brillo en los ojos. Nadie le decía nada, y nadie parecía verla. El sargento Cheycher fue recogido y llevado al sitio donde se estaban efectuando a toda prisa las curas. Harrik iba de un lado a otro observando cómo actuaba cada cual. De vez en cuando desaparecía en la espesura, para volver a los pocos momentos. Se notaba en su actitud, lo mismo que en la de los otros, que el peligro no sólo no había pasado, sino que parecía aun más amenazador. Varias parihuelas construidas con ramas se alinearon en el suelo. Enseguida fueron, ocupadas por heridos. Tan pronto uno se tendía en aquel rústico transporte, dos soldados lo cogían por ambos extremos y echaban a andar metiéndose en la jungla… Por fin, Harrik pareció disponer de tiempo para dirigirse a la muchacha norteamericana. —¿Conoce usted el Morse? —preguntó, mirándola fríamente. Ilse, cogida de sorpresa, pareció turbarse. Respondió apresuradamente: —¡Sí, coronel! —Me han matado al operador de radio… Usted le substituirá… En aquel momento, a lo lejos, se oyeron formidables estallidos. Danny y cuantos había allí, se quedaron mirando en aquella dirección. Harrik lanzó un respingo. —¡Menos mal! La muchacha, después de la tensión sufrida se sentía tan agotada, que creyó necesario romper la barrera de frialdad que la separaba del británico. —¿Es que ha habido dificultades en los objetivos de hoy, coronel? —preguntó, amable. La mirada de Danny se endureció. Su voz sonó un poco ronca. —Sí… Las ha habido, porque hemos sido lo suficiente estúpidos para no rehuir la trampa que nos tendía el enemigo. Ellos han supuesto con acierto que nosotros intentaríamos volver para socorrer a ustedes… Tras un silencio, agregó: —En lo sucesivo, usted no se separará del grueso de la fuerza. Es más, va a permanecer a mis órdenes inmediatas… Procure no crearnos más dificultades. —Lo procuraré, coronel —balbució Ilse. Pero Harrik ya no lo oyó porque le había vuelto la espalda dirigiéndose a donde estaban procediendo a la cura del último herido. Éste era el sargento Cheycher. Se hallaba desvanecido. Lo tendieron en la parihuela, y al momento desaparecieron en la jungla… Quedaron solos unos gurkhas , Harrik y la joven americana. De nuevo sonó a lo lejos otra cadena de estallidos. Danny dirigió una mirada a su alrededor. —¡En marcha!… ¡Y usted, teniente Sullivan, coja ese fusil! Era el de Cheycher. La muchacha obedeció en silencio. Enseguida corrió hasta colocarse inmediatamente detrás de Harrik. Al dar unos pasos en la espesura ahogó una exclamación de angustia. Danny se volvió. La joven, con un gesto de terror, indicó a un cadáver japonés con la cabeza rota. —¿Qué importa eso? —repuso Danny, sarcástico—. ¿No quería meter las narices en «nuestra verdad»? Tome cuantas notas quiera, pero cállese… Y ahora, adelante… Ilse se guardó muy bien de volver a despegar los labios, a pesar de que a cada paso encontraba motivos de verdadero terror… Enlazaron con el resto de la fuerza, que les aguardaba muy cerca de una pista. Las demoliciones a efectuar se habían cumplido. Pero traían noticias muy poco halagüeñas. Pisándoles los talones marchaba gran parte de una división japonesa. El choque que acababan de sostener con el enemigo sólo era un anuncio de lo que se les avecinaba. Harrik permaneció impasible, como si ya tuviera previsto este contratiempo. Extendió un mapa y rápidamente señaló unos cuantos puntos. La columna se dividió en pequeños grupos. Cada uno de ellos se encargó de unos cuantos heridos. Desaparecieron por distintos sitios. Harrik y su sección quedaron los últimos. —Teniente Sullivan, ¿se encuentra usted en condiciones de poder transmitir? —preguntó, sin mirar a la joven. —Sí, coronel… Danny hizo una seña a un soldado gurkha que llevaba a sus espaldas un estuche de cuero. Instantes después éste se hallaba abierto y empezaba a tintinear el Morse, pulsado por la fina mano de Ilse… En tanto transmitía el mensaje que le dictaba Danny, éste la observaba. Así que terminó, el estuche fue cerrado, y pasó otra vez a poder del gurkha . La muchacha, muy pálida, volvió a coger su fusil ametrallador. Harrik se le acercó. —Ha transmitido usted muy bien… Gracias —dijo. Y echó a andar. Ilse le siguió, pero ahora sintiéndose menos desolada… CAPÍTULO IV LLAMA LA SEGUNDA COLUMNA —¡Establecida la conexión con el comandante Stevens, coronel! —anunció Ilse, asomando la cabeza por la cueva. Harrik acababa de disponer el último nido de ametralladoras. La fuerza se hallaba agotada y era preciso hacer alto, aunque sólo fuese hasta caer la noche. Eran ya varias jornadas llevando a los japoneses tras de sí. La columna de Harrik, dividida en varios grupos, se dedicaba a atraer fuerzas enemigas hacia pistas falsas, mientras un pelotón, con una misión concreta, avanzaba sobre un objetivo y lo demolía. Esta jugarreta había surtido efecto varias veces, pero era lógico que una vez u otra terminara. Lo esencial de la misión «Chindit», en parte estaba realizado. Los daños causados a las vías de comunicación en la retaguardia enemiga eran lo suficiente importantes para que los japoneses no pudieran acudir con refuerzos a las líneas de combate en aquellas horas decisivas. Las cinco brigadas «Chindit» perdidas en la selva eran como un tanque que hubiese roto las amarras en un barco que estuviese dando bandazos. —¡Pregúntele usted misma las novedades, teniente! ¡Voy enseguida! — respondió Harrik. Al abrigo de unos farallones habían establecido el campamento. Casi toda la impedimenta la habían dejado en una especie de pozo formado por los peñascos. Varios nidos de ametralladoras, algunos en agujeros naturales; otros, formados con troncos y ramas, enfocaban la llanura de escasa vegetación que tenían a una parte. Lo difícil era prevenirse contra el ataque que pudiera venirles por la otra, donde la selva empezaba a muy pocas yardas de donde ellos estaban. Harrik había dispuesto la salida de algunas patrullas. Desde la roca en que se hallaba situado dominaba un vasto panorama. Allá lejos se veía una prolongada cadena de montes. La jungla daba la sensación de un inmóvil oleaje, igual que el de los montes, pero verde. Miraba la selva adivinando bajo su verde alfombra infinidad de enemigos, avanzando en filas de a uno; un pavoroso hormiguero que cada día que transcurría se sentía más hambriento y con más sed de lucha. En cualquier momento podía producirse el choque definitivo. Harrik se sentía vacilar en ciertos instantes. En vez de seguir escurriéndose, siempre hacia el Norte, ¿no valdría más hacerles frente y acabar de una vez con ellos? Pero por bien que fueran las cosas, difícilmente unos centenares de hombres podrían acabar con una división experta en la lucha de la selva. Había que seguir aquella desesperada carrera, sirviendo de carnaza al tiburón, hasta llevarlo al sitio propicio donde fácilmente se le pudiera arponear… —¡Coronel! ¡El comandante Stevens le llama! Harrik se volvió, con todos los sentidos alerta. Antes de ver el rostro a Ilse, simplemente por el matiz de su voz, dedujo que algo grave ocurría. Y cuando la miró, tan pálida, tan temblorosa estaba la joven, que Danny, impresionado, no supo reaccionar de otro modo que manifestándose con amarga ironía. —¿Algo importante, teniente? No olvide su carnet de reporter. La decisión que Ilse mostró en los primeros días parecía totalmente perdida. La selva se había apoderado de ella, anulándola. Obedecía las órdenes, no como un soldado más, perfectamente disciplinado, sino más bien como un autómata. Al oír la réplica de Harrik se limitó a mirarle algo perpleja, como si para ella
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