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Chilenas - Cumplido, María José - Gabriel Solís

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Índice
Cubierta
Prólogo
María Antonia Palacios
Javiera Cabrera
Sargento Candelaria
Martina Barros Borgoño
Eloísa Díaz
Inés Echeverría
Esther Valdés
Elena Caffarena
Margot Duhalde
Gladys Marín
Bibliografía
Agradecimientos
Notas
Créditos
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A Sol Alé, siempre
¿Tenéis alguna noción de cuántos libros se
escriben al año sobre las mujeres? ¿Tenéis al-
guna noción de cuántos están escritos por
hombres? ¿Os dais cuenta de que sois quizás el
animal más discutido del universo?
VIRGINIA WOOLF, UNA HABITACIÓN PROPIA
Hay algo en tu planteamiento, una visión pi-
onera, sacada del futuro, un viaje en el tiempo.
JAVIERA MENA, «OTRA ERA»
PRÓLOGO
Hoy en día, si caminamos por la Alameda, principal avenida de Santiago de
Chile, a nuestro paso podemos ver numerosas estatuas de militares hombres (y
heterosexuales), pero ¿dónde están las figuras femeninas? ¿Por qué pareciera que
la historia de las mujeres siempre se analiza de manera aislada, como si no fuera
parte de nuestra historia? ¿Dónde están las que lucharon por derechos que hace
cien años no teníamos? ¿No merecen acaso sus propias estatuas en la Alameda?
¿Dónde están reunidas sus historias?
Siglo tras siglo, las mujeres han tenido que luchar para conseguir mejoras en
sus vidas y para terminar con los abusos y sanciones que han recibido. Se las ha
tratado de brujas y se las ha quemado; se las ha etiquetado de histéricas y se las
ha encerrado en instituciones; se les ha prohibido votar en las elecciones y elegir
a quiénes querían que las representaran; se les ha negado educarse en las univer-
sidades y tener una profesión; se les impidió por mucho tiempo tener un trabajo
e independencia económica (y cuando, por fin lo lograron, fue por mucho tiempo
en unas condiciones laborales indignas); se les quitó el derecho de acusar de vi-
olencia a sus maridos cuando las golpeaban y violaban… La lista de atrocidades
suma y sigue.
Ante esta evidencia histórica, las mujeres no se han quedado de brazos cruza-
dos viendo cómo se les ha intentado reprimir sus derechos y libertades, sino que
se han organizado para plantear sus demandas e intentar transformar el mundo en
uno más igualitario. El feminismo, justamente, se ha hecho cargo de solucionar
y combatir la desigualdad existente entre hombres y mujeres. El feminismo y las
feministas han logrado que las mujeres puedan salir a la calle, puedan educarse
en las universidades, puedan tener independencia económica y puedan manejar
su propio presupuesto, y también, algo que ahora parece normal pero hace poco
no lo era, que puedan votar en todas las elecciones. A pesar de eso, los desafíos
del feminismo no han acabado y hoy en día se continúa luchando para conseguir
la plena igualdad entre hombres y mujeres.
En la Historia como disciplina, el espacio femenino tampoco ha sido fácil. En
Chile, las investigaciones y libros sobre la historia de las mujeres son pocos.
La mayoría de las publicaciones son de historiadores hombres y abordan tem-
as relacionados con la historia política y social. Ninguna mujer hasta ahora,
en 2017, ha ganado el Premio Nacional de Historia. Al no estar adecuada-
mente representadas, hay todo un lado de la Historia que no estamos viendo
y al que no tenemos fácil acceso. De cierta manera, eso explica por qué hay
mayor cantidad de libros sobre el Combate Naval de Iquique que sobre el
proceso de lucha para conseguir el voto femenino en Chile y por qué solo
el 20 por ciento de las publicaciones en revistas académicas sea de mujeres.
Aunque esto ha ido cambiando en las últimas décadas, con la presencia de
grandes historiadoras que se han dedicado a investigar sobre temas de la
mujer y han publicado interesantes libros sobre aquello, todavía hay trabajo
por hacer y así poder abrir el espacio necesario a las mujeres para que con-
tinúen escribiendo sobre la historia de Chile.
El objetivo principal de este libro es contar esbozos de la vida de una serie
de mujeres chilenas que han sido esenciales para nuestra historia. En estas
páginas, las mujeres son las protagonistas de su propia historia y demuestran
que lo que hicieron es tanto y muchas veces más increíble y loable que, por
ejemplo, las grandes obras de los presidentes de Chile. Cada una de las prot-
agonistas de este libro desafió a su época y luchó para que hoy, gracias a
ellas, tengamos mayores libertades. Desde mujeres que fueron las primeras
en tener una profesión, como Margot Duhalde y Eloísa Díaz, hasta aquellas
que lucharon para que las mujeres consiguieran reunirse en espacios públi-
cos, como Inés Echeverría, o como quien tradujo libros sobre feminismo,
como Martina Barros. Desde mujeres que lucharon para que pudiéramos vo-
tar, como Elena Caffarena, hasta mujeres que lucharon para que la dictadura
de Pinochet terminara, como lo hizo Gladys Marín. Todas ellas se reúnen en
este libro. A través de sus páginas queremos que el lector las conozca, en-
tienda la época en que vivieron, las limitaciones que tenían y cómo cada una
de ellas luchó contra los obstáculos por lo que consideraban correcto.
En este libro encontrarán, entonces, a mujeres que son bastante conocidas,
como Javiera Carrera, y a otras que son poco conocidas, como María Antonia
Palacios. Se buscó intercalar a mujeres que representaran distintos aspectos
de la sociedad así como rescatar a algunas que cayeron en el olvido. También
se analizó a estas mujeres desde su contexto histórico y se buscó ponerlas
en el centro del relato como protagonistas, mostrando las dificultades que
tuvieron permanentemente para lograr sus cometidos y sueños, estemos de
acuerdo con ellos o no. Cada una representa una lucha y una inquietud, tam-
bién representan una injusticia e incluso una novedad. Hay mujeres de clase
alta, media y baja, quienes desde sus posibilidades y las diversas injusticias
vividas, tienen un relato que mostrarnos. Desde la Colonia hasta la dictadura,
estas mujeres protagonizarán un momento histórico particular y serán parte
de un proceso más amplio que las llevará a dejar sus huellas.
Espero que este libro y la historia de estas valientes mujeres abra un interés
en seguir leyendo sobre sus vidas, en revisar lo que varios historiadores han
escrito sobre la historia de las mujeres dentro de Chile. Sin su trabajo este
libro no sería posible. Toda la bibliografía utilizada se puede encontrar en la
Biblioteca Nacional y la mayoría está disponible digitalmente y gratis en Me-
moria Chilena (www.memoriachilena.cl).
Todas las mujeres en este libro vivieron en el pasado, pero en un pasado
que todavía hoy nos convoca, sus historias nos ayuda a entender por qué es
importante seguir peleando para que exista la igualdad de género y para vis-
ibilizar a las mujeres dentro de los grandes relatos de Chile. Su lucha y sus
historias son también nuestras.
MARÍA ANTONIA PALACIOS
En Chile vivió, trabajó, habitó y murió un gran número de mujeres negrasque
fueron parte de nuestra historia, por más que la historiografía nacional, durante
siglos, las haya relegado a un segundo, tercer o derechamente inexistente lugar.
El silencio con respecto a estos temas se ha visto interrumpido durante los últi-
mos años por interesantes investigaciones sobre las afrodescendientes en Chile;
ello, mediante reconstrucciones y análisis históricos que han buscado desentrañar
desde las fuentes documentales la vida de todas aquellas mujeres ignoradas por
los estudiosos. María Antonia Palacios, una mujer extraordinaria y completa-
mente olvidada por la historia, es una de ellas.
Antes de adentrarnos en su vida quisiera referirme a la existencia de mujeres
negras en Chile durante la época colonial. Según el historiador Rolando Mellafe,
los negros habitaban Chile mucho antes de llegar Diego de Almagro y Pedro de
Valdivia,1 pero fue con su llegada que comenzaron los registros escritos sobre
su presencia en estas tierras. Así, tras la conquista española y a lo largo de todo
el siglo XVI, los afrodescendientes arribaron como sirvientes y soldados, siendo
mencionados en las actas como «mercancía» u «objetos». El número que llegó
a Chile no es comparable al de los esclavos negros que habitaron Brasil, Cen-
troamérica o Estados Unidos, pero aun así esta cantidad no fue irrelevante para la
conformación de nuestro país. Es más, incluso el Chile de hoy presenta elementos
culturales —como ciertas tradiciones, principalmente en el norte— que provien-
en de estos hombres y mujeres.
Con esto dicho, sabemos que durante la Colonia la esclavitud se regulaba en
base a un sistema jurídico llamado las Siete Partidas de Alfonso el Sabio, publica-
das en el lejano siglo XV —y basadas en un cuerpo dogmático más antiguo aún,
del siglo XIII—, que reglamentaba las leyes de esa época tanto en España como
en sus colonias. Según este código legal, la esclavitud consistía en un contrato
entre dos hombres —amo y esclavo—, en el cual uno era dueño del cuerpo y el
trabajo del otro con la condición de satisfacer sus necesidades básicas y brindarle
protección. Y si bien en el papel suena como un trato «civilizado», la realidad
distaba mucho de la letra. Las historias de maltratos, torturas y abusos abundan
en la historiografía latinoamericana. Desde su arribo hasta bien avanzada la Colo-
nia, los y las negras fueron tratados como mercancía, como consta en los escritos
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de la época. Eran, simplemente, moneda de cambio. Asimismo, muy común
fue la violación de mujeres negras por parte de los «hombres blancos». Tan
común, que dio paso a una cultura cuasi establecida de abuso y de violencia.
Y su desarrollo, como era de esperar, influyó grandemente en el mestizaje, el
proceso de intercambio racial que las autoridades coloniales estuvieron muy
preocupadas de controlar.
Pero ¿cómo llegaron a Chile los afrodescendientes?
A partir de los registros escritos, y obviando para el caso la afirmación de
Mellafe, los primeros negros habrían arribado junto a las hornadas iniciales
de conquistadores españoles. Sin embargo, ya desde el siglo XVI hasta bi-
en entrada la época colonial, es a través del mercado en que nuevas cargas
de negros llegan a Chile. Sus principales destinos en el país eran incesantes
labores campesinas, un duro trabajo en las minas y el servicio doméstico.
María Antonia Palacios, como muchas de ellas, perteneció a este último
grupo.
Una vez llegado el siglo XVIII, la presencia de afrodescendientes era ya una
vista menos común en el país, ya que el gran número de mestizos —mezcla
de blanco con indígena— diluyó las diferencias, dando paso a una heterogen-
eidad de colores, estatus y diferencias sociales. Sin embargo, como en todo
orden de cosas, y en especial en la Historia, las excepciones abundan. Tal es
el caso de María Antonia Palacios, que tiene una particular historia de es-
clavitud, ya que su vida se desarrolló durante el siglo XVIII, cuando la institu-
ción esclavista agonizaba en Chile, al punto de que Santiago, de ahí en más,
sería simplemente un mercado de paso para esclavos con destino a las cap-
itales virreinales de Lima y Buenos Aires.
La historia de María Antonia Palacios, pues, es fascinante. Y no solo por
ser una mujer negra y esclava recordada por algunos con nombre y apellido,
sino —y por más increíble que parezca— por ser ella la dueña de uno de los
libros de partituras coloniales más importantes jamás encontrados en Chile,
gracias a cuyas páginas podemos acercarnos al mundo musical que circulaba
en aquella época. Así, con este descubrimiento, María Antonia Palacios legó
al presente una pieza clave para descubrir el universo musical y religioso de
su tiempo.
Su libro de partituras, con una tapa forrada en cuero de cerdo y en cuya cu-
bierta podemos leer su nombre, se titula Libro Sesto, data de 1783, y contiene
165 obras musicales, de las cuales 93 tienen autoría y 72 son anónimas. Su
hallazgo es un hecho sorprendente y con una historia muy particular.
Un buen día, Guillermo Marchant, un gran investigador, notó que un libro
se asomaba en un lote de basura y decidió tomarlo. Al narrar este fortuito des-
cubrimiento, dice Marchant que lo vio
entre escombros y vetustas «basuras» resultantes de un proceso de «modernización» de
una antigua institución religiosa en Santiago de Chile. Junto con recogerlo, intentamos
infructuosamente hallar sus cinco libros anteriores, pero tememos que encontraron su
destino final en los depósitos municipales de basura. Hoy, este Libro Sesto se constituye
en uno de los rarísimos testimonios de la música instrumental colonial, a nivel contin-
ental. Pero su rareza no reside solamente en este hecho, sino también en quien interpretó
este repertorio: el nombre de Maria [sic] Antonia Palacios aparece finamente caligrafi-
ado en el folio inicial, dando a entender que era la usuaria del variado contenido del
manuscrito, el que abarca una amplia gama que oscila entre la música litúrgica y el baile
de salón.2
¿Cómo llegó una esclava negra a tener uno de los libros más valiosos de la
historia de la música colonial que hoy podemos encontrar en Chile?
El hallazgo de estas páginas hace parecer como si toda la historia de las
mujeres estuviera sujeta permanentemente al azar. Pero, de todas formas, gra-
cias a él podemos aquí reconstruir los pasos de una gran mujer.
María Antonia, a secas, fue una esclava que perteneció a Juan Antonio
Palacios, de quien, como era costumbre, tomó su apellido. Tras la muerte
de su amo, pasó al servicio de su única hija, Gertrudis Palacios, bajo cuyo
dominio copió las partituras del Libro Sesto.3 Pero aquí, para entender que
no se trata de una simple escriba, debemos preguntarnos: ¿cómo lo hizo?
¿Dónde aprendió las habilidades que le permitieron leer partituras?
Los Palacios fueron una connotada familia del siglo XVIII y, como tal, muy
cercana a la Iglesia católica y sus ritos, cuyas manifestaciones de adoración
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a Dios tenían a la música como arte central. Por ello, al vivir inmersa en este
ambiente religioso, María Antonia fue capaz de aprender a interpretar y tam-
bién de escribir música. Según Marchant, es probable que fuera la misma
Gertrudis Palacios quien le enseñara a su sirvienta de composición e inter-
pretación musical.4
No era algo atípico para la época que las esclavas fueran cercanas a la re-
ligiosidad de sus dueños y que participaran junto a ellos de los diversos ritos
que la Iglesia católica llevaba a cabo durante el año. De hecho, «usual era que
las señoras de sociedad llevaran a sus esclavas a los conventos».5 Entonces,
como las mujeres no tenían espacio en las iglesias ni en la Catedral de San-
tiago, lo más probable es que Palacios —que gracias a estas visitas junto a
su ama obtuvo los «conocimientos musicales sobre lectura de partituras de
música doméstica»—,6 realizarasus actuaciones musicales en capillas, algún
espacio religioso familiar o salones particulares, lugar este último que habit-
aban, primordialmente y a diario, las mujeres de la época. Allí, las mujeres se
reunían a bordar, rezar y cumplir todas aquellas labores que la sociedad y las
costumbres habían destinado a su género. Y todas esas tardes de salón, como
podría esperarse, eran acompañadas de música. ¿Quién era la encargada de
tocar música en el salón de la familia Palacios? Bien pudo haber sido María
Antonia.
Como poco sabemos de su vida privada, es necesario especular con lo que
conocemos de la época y lo que los investigadores han podido descubrir.
Guillermo Marchant asegura que una de las pruebas para demostrar que
María Antonia Palacios tocaba música y aprendía sobre ella regularmente, es
que en el Libro Sesto hay una mejoría de la técnica y de la complejidad mu-
sical en las partituras. Este descubrimiento fue realizado a partir de la llamada
«Sonata 8.tono», la obra que «ofrece más dificultades técnicas de todo el
manuscrito, siendo además una composición de gran envergadura. Esta obra
marca una suerte de límite que inaugura lo que se podría llamar la «Segunda
parte» del Libro Sesto, ya que a partir de allí las composiciones presentes en
el manuscrito requieren de una mayor pericia técnica tanto en el órgano como
en el pianoforte o clave».7
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María Antonia Palacios, entonces, aprendió de música y tocó registros
litúrgicos en capillas familiares y en salones de mujeres. Hoy, gracias a su
afán, dedicación y a los descubrimientos de los investigadores, contamos con
un manuscrito que nos cuenta y detalla la música que se tocaba en los lugares
de reunión de las mujeres coloniales. Estos espacios por lo general nos están
ocultos, principalmente debido a la falta de información y, como era el tono
de la época, la falta de interés al tratarse de actividades en su mayoría femen-
inas. Por esto, la importancia de Palacios va más allá del hecho de haber sido
una mujer negra esclava que vivió soportando las dificultades que supone el
pertenecer, en cuerpo y trabajo, a otras personas, ya que ella supo y pudo
traspasar las barreras del tiempo, dejándonos el importantísimo legado de
quien, probablemente, sea la primera mujer música de la que tenemos regis-
tros en Chile: negra, música, esclava y mujer.
JAVIERA CARRERA
Nacer a finales del siglo XVIII, una época en que las mujeres no tenían mayores
posibilidades que ser madres y buenas esposas, no era un buen auspicio. Peor
aún cuando sabemos que la tradición colonial que la antecedía había instaurado
el poder económico y político en los hombres, dejando a las mujeres fuera de
toda actividad cultural y política de importancia. En resumen, las mujeres debían,
literalmente, encerrarse en sus casas y cuidar de sus familias, educar a las hijas
y ocuparse de las enfermedades y la alimentación familiar, junto con llevar una
vida piadosa según el dictado de la sociedad. La educación para las mujeres, por
ejemplo, estaba vedada, como también la independencia económica, ya que, lleg-
ado el caso, todo dinero que ellas heredasen pasaba automáticamente a ser ad-
ministrado por el hombre más cercano, fuera el marido o padre o, algunas veces,
el o los hermanos. Bajo este panorama, no es una exageración decir que Javiera
Carrera Verdugo nació con mala suerte. Y tampoco es de extrañar que haya sido
dejada de lado en los libros de historia de Chile —en su gran mayoría escritos
por hombres— y de las numerosas narraciones sobre la Independencia, pese a su
relevancia.
Cuando se habla de Javiera Carrera, su figura pareciera ser un fetiche, un ad-
orno anecdótico dentro de la cultura masculina. Pero esta mujer fue mucho más
que eso y, por lo mismo, merece que se la recuerde tal como fue: una de las
chilenas más sobresalientes de la Independencia de Chile.
Nacida en 1781 en una familia aristocrática, criada con ciertas comodidades
y acceso a la cultura —cosa bastante extraña en esos tiempos—, Javiera estuvo
desde pequeña expuesta a las conversaciones políticas de los hombres más im-
portantes de la Colonia, lo que ayudó a formar su opinión y carácter. Se casó muy
joven, como era costumbre, pero ya a sus diecinueve años quedó viuda tras la
muerte de su primer marido, Manuel de la Lastra y Sotta. Cuatro años después,
en 1800, se casaría con Pedro Díaz de Valdés —unión aceptada por la Iglesia
católica, que regulaba en exclusiva los arreglos matrimoniales,—, quien vivió
junto a ella las consecuencias de la guerra de Independencia y su posterior exilio.
Pero ¿de qué período de nuestra historia estamos hablando específicamente?
Contextualicemos un poco: a principios del siglo XIX, Napoleón Bonaparte
—emperador de Francia— invadió España y detuvo a Fernando VII, futuro rey de
España. Chile, al ser una colonia, quedaba sin un rey legítimo al que obed-
ecer. Así, en 1810, un grupo de hombres prominentes decidió reunirse y real-
izar el primer cabildo abierto para decidir qué hacer. Conversaciones acerca
de separarse de esta corona lejana, influenciadas por el liberalismo europeo
y la exitosa independencia de Estados Unidos, llevaban años en el ambiente.
Ahora, con el monarca preso y decididos a no subyugarse ante un poder ex-
tranjero al que no debían fidelidad, diversos personajes comenzaron a apare-
cer en nuestra historia con el fin de llevar a cabo estas ideas. Por un lado
destacaba Bernardo O’Higgins; por el otro, José Miguel Carrera; ambos fuer-
on figuras centrales en la lucha por la Independencia, gobernando en distintos
períodos y disputándose constantemente el poder.
¿Y qué hacía Javiera Carrera en este tiempo?
Desde los inicios del proceso de Independencia, Javiera Carrera abrió su
casa a las tertulias de los independentistas —con sus hermanos José Miguel,
José y Luis también como protagonistas—, cuyos salones comenzaron a llen-
arse de personajes ilustres de la sociedad. Entre esas murallas se planearon
avances, se conspiró para la toma del poder y corrieron los rumores sobre
lo que iba a suceder. Javiera se transformaba así en una importante conse-
jera y en uno de los brazos centrales de la conspiración libertadora. Su salón,
entonces, fue el verdadero punto de encuentro de la revolución.1
Pero ¿qué significaba para una mujer abrir el espacio familiar a la revolu-
ción?
Abrir los límites del hogar, aquel lugar propio y confinado de las mujeres
de la época, el santuario de la infancia y del resguardo familiar, era de por
sí un acto revolucionario. Javiera se hacía con este gesto —al romper las re-
glas propias de su tiempo, celosamente vigiladas—, vulnerable, ya que con-
virtió su hogar en el lugar del complot, el secreto, la base desde donde se pre-
paró y pensó la guerra de Independencia, amén de ocultar armas y a soldados
en apuros en algunas ocasiones. Fue también en su casa donde se gestaron
los símbolos patrios, que justamente venían a encarnar el nuevo orden. La
primera bandera nacional, correspondiente a la Patria Vieja, fue incluso bor-
dada y realizada por la propia Javiera dentro de estos confines. Este hecho
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no solo la hizo partícipe de la búsqueda por la Independencia de Chile, sino
que también la creadora de un nuevo imaginario para toda la gente del país.
Y en ese sentido entendemos que con Javiera Carrera las mujeres de la élite
nacional no solo tuvieron protagonismo al realizar y permitir acciones pelig-
rosas bajo sus techos y campos territoriales de acción, sino que muchas de
ellas participaron activamente en los exitosos preparativos de la revolución.
Los años que siguieron fueron, sin lugar a dudas, los años de los Carrera.
El 4 de septiembre de 1811, JoséMiguel daba un golpe de Estado y se hacía
del poder. Al año siguiente, el Congreso Nacional quedó conformado por y
para los independentistas, quienes escribieron la primera Constitución que
tuvo nuestro país. En esta se respetaba aún la figura del rey Fernando VII, pero
se aseguraba que la soberanía residía en el pueblo y, con ello, Chile dejaba de
ser una monarquía, al menos en el papel.
Javiera Carrera y sus hermanos continuaron con las tertulias y las discu-
siones políticas en diversos salones de la capital. Día a día se hacía política
y, en base a esas conversaciones, fueron dando forma al gobierno de José
Miguel. Sin embargo, este proceso duró poco: la batalla de Rancagua le pon-
dría el punto final.
Esta batalla fue muy importante para el proceso, ya que enfrentó a realistas
—que apoyaban al rey de España y buscaban que Chile siguiera siendo una
colonia— contra patriotas —que buscaban la Independencia. Los patriotas,
apostados en Rancagua bajo el mando de O’Higgins, hicieron lo posible por
resistir el ataque de los realistas, pero fueron sobrepasados, quedando atrapa-
dos y cercados por cuatro flancos distintos. El ejército independentista se re-
tiró derrotado y los realistas recuperaron el poder. Se terminaba así el per-
íodo conocido como Patria Vieja, que se caracterizó por el liderazgo de Car-
rera, pero también por sus rencillas con O’Higgins, a quien no socorrió en esa
batalla.
Se iniciaba, pues, la Reconquista, período en que tanto los hermanos Car-
rera como O’Higgins, junto a muchos soldados y personalidades independ-
entistas, debieron huir hacia Argentina.
Una vez allí, el líder de la Independencia argentina, José de San Martín,
un militar de reconocida trayectoria que dirigía la revolución en su país, ay-
udó a los patriotas chilenos a planear el contraataque agrupando fuerzas que,
juntas, cruzarían la cordillera. Pero San Martín era claramente más cercano
a O’Higgins que a los Carrera, y las diferencias entre ellos se hicieron más
y más tensas, cambiando dramáticamente el panorama, al punto de volverse
una disputa sin vuelta atrás. El deseo de cada uno por hacerse del poder tornó
las relaciones insalvables y, con ello, el destino de los hermanos en territorio
argentino se volvió peligroso.
Javiera Carrera decidió entonces cruzar la cordillera de los Andes para
acompañarlos y protegerlos en este terrible exilio y, a su vez, poder ser parte
de la lucha por la Independencia. Sus múltiples enemigos, con O’Higgins y
San Martín a la cabeza, le daban un mal augurio, pero Javiera, sin titubear
demasiado, tomó a su hijo y, en un viaje imposible a mula, dejando a su mar-
ido e hijas en Chile, se dirigió a Argentina, de donde pudo retornar, recién, al
cabo de diez años. Es que a pesar de los alegatos del marido y las reclama-
ciones por abandono del hogar, para Javiera la lucha por la Independencia y
su participación en la guerra que los envolvía eran parte de su destino.
Muestra de ello es la carta que escribe a su marido en Chile, en donde le
reclama por su actitud hacia ella, por su falta de comprensión ante la decisión
de exiliarse y le detalla los planes que ella tiene para comunicarse. Escribe:
Valdés: He llegado hasta este punto, donde Villarroel, por considerar no era punto
de seguridad Chicauma. Me horroriza la conducta del ejército Real, ¡pasar a cuchillo a
niños de pecho y a sus infelices madres! Temo, por cierto, un insulto. Sin embargo, que
tú me dices que las mujeres no debemos opinar, tengo el pecado de ser Carrera, por esto
habrán despedazado mi casa. Ahora tú me harás la justicia de creer que paso a dejarte
a ti y a mis amados hijos, no por preferir a otros a ustedes como me has repetido con
injusticia muchas veces, sino por necesidad que me obliga el destino.
Estaré en Mendoza, de allí nos trataremos por la pluma hasta que veamos lo que te
parezca mejor. Como soy ingenua, te protesto: ¡estoy traspasada de dolor! Cuídame a
los hijos de mi corazón, a mi Domitila, que tantas lágrimas me cuesta [al punto de] no
ver el papel. Nuestro Perico, mi único consuelo, me lo llevo y cuido tanto cuanto lo
quiero. Adiós. Adiós. Abraza a mis hijos con toda la ternura que a ellos y a ti te profesa
tu
Francisca Javiera Carrera2
Luego de estar en Mendoza un tiempo, Javiera se dirigió a Buenos Aires,
donde pronto comenzó a organizar e imitar en su casa las tertulias que hacía
en Chile, invitando a famosos independentistas —como Fray Camilo Hen-
ríquez y Manuel Rodríguez— para conversar y discutir los pasos a seguir en
su afán de reconquistar la patria. Sus hermanos, mientras tanto, repartidos por
Argentina y Uruguay, urdían sus propios planes a través de cartas: querían
volver a Chile, continuar la guerra y recuperar el poder.
Pero uno de los planes carreristas complicó sobremanera la situación:
una supuesta conspiración en contra de O’Higgins y San Martín.3 Benjamín
Vicuña Mackenna, en su libro titulado El ostracismo de los Carrera, narra
la cuestionada conspiración de 1817 realizada por los hermanos Carrera, con
Javiera incluida, diciendo que el plan consistía en interceptar a San Martín
y O’Higgins, ponerlos separados a resguardo a cargo de Juan José y Luis, y
hacerlos firmar un documento en donde deponían su interés en el gobierno de
Chile. El fin último era desterrarlos y recuperar el poder que, según ellos, le
pertenecía a la familia Carrera.
Javiera supuestamente conspiró junto a ellos al idear y pensar en realizar
este plan que, aparentemente, fue revelado por un compañero de complot
aprehendido en San Juan. Luego de oír su historia, los hermanos Carrera fuer-
on apresados inmediatamente. Sea cierta o no la existencia de esta conspir-
ación —hay quienes señalan que no fue más que una excusa de San Martín
para culpar a los Carrera de traición—, es interesante recalcar que Javiera fue
partícipe de todos los proyectos y decisiones políticas que acontecieron en su
época. No fue solo la hermana mujer, sino que una Carrera más que buscó
salvar a su familia, potenciar sus ideas políticas y alcanzar el poder. Javi-
era, por ejemplo, fue parte del plan comandado por José Miguel de buscar
apoyo y armamento en Estados Unidos para liberar a sus hermanos cautivos.
Y fue ella, inicialmente, quien dio a José Miguel la noticia del destino de sus
hermanos, comprometiéndose incluso a negociar con el gobierno a cambio de
la libertad de sus hermanos. Escribió:
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Quisiera con mi vida ahorrarte la noticia que te voy a participar. Nuestro infeliz Luis,
dicen que está preso, en Mendoza, con dos barras de grillos. Juan José tiene otras dos.
¿Cuál va a ser la suerte de estos dos desgraciados? Por mi parte haré una enérgica rep-
resentación al Congreso, pidiendo justicia. Haz tu otro tanto. Dios te conserve a ti libre.
Adiós. Adiós.4
Pero ninguna de las conversaciones, presiones ni negociaciones de Javiera
dieron resultado, a pesar de la influencia que su familia tenía en la élite lat-
inoamericana. La muerte de sus hermanos Luis y Juan José, acontecida en
1818, y la de José Miguel, en 1821, los tres fusilados por orden de San
Martín, significaron un duro golpe para ella, afectando su ánimo y su salud.
Enterada del nombramiento de Bernardo O’Higgins como Director Supremo
del país, juró no volver a Chile mientras el tirano estuviera en el poder. En
1824, diez años después de exiliarse, O’Higgins abdicó de su cargo y fue ex-
iliado al Perú. Javiera Carrera, de más de cuarenta años, desgastada por los
años de revolución, regresó a Chile notablemente envejecida. Decidió ale-
jarse del mundo político y se encerró en su hacienda en El Monte. Pero no
dejó de pelear. La última gran batalla que libró fue la de repatriar los restos
de sus hermanos, lo que ocurrió recién en 1828.
Murió el 20 de agosto de 1862 y su cuerpo yace hoy junto a sus hermanos
en la Catedral de Santiago. Pero incluso así le quedan fuerzas para una última
pelea: contra la historia,que ha intentado hacerla olvidar muchas veces, pero
aún no lo logra.
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SARGENTO CANDELARIA
Para los historiadores es mucho más sencillo rastrear lo que hicieron las mujeres
de élite, que recibieron la educación necesaria como para aprender a leer y es-
cribir, y en casos, sobre las que se escribía, que seguir el rastro de las mujeres
más pobres. Estas solían no leer ni escribir y no suscitaban interés de parte de
quienes sí lo hacían, por lo que es muy poco lo que se sabe de primera fuente.
Pero siempre hay excepciones y la Sargento Candelaria es una de ellas.
Candelaria Pérez fue una mujer pobre que nació en 1810 en el barrio La
Chimba, un sector marginal del siglo XIX ubicado al norte de Santiago, donde hoy
se encuentra Recoleta. Candelaria no tuvo educación formal, jamás aprendió a
leer ni a escribir y, en parte por eso, de su infancia poco sabemos. Pero si bien
nunca escribió ni dictó sus memorias, no compuso relatos ni plasmó un diario
de vida, sus hazañas sorprendieron tanto a sus contemporáneos que fueron ellos
quienes las anotaron en papel y permitieron, de esta forma, que llegaran a noso-
tros.
Ignacio Silva, autor de un libro dedicado a ella, cuenta que en 1833 Candelaria,
de veintitrés años, partía al Perú como empleada doméstica de una familia holan-
desa radicada allí. Su vida en ese país no tuvo nada de extraordinario. No hay re-
gistro de sucesos importantes, salvo que se pasaba los días trabajando en aquella
casa de la clase alta peruana. Debemos imaginar, pues, que el trabajo era duro,
con poco descanso y mal pagado, como era la costumbre de la época. Candelaria
tuvo así una vida difícil, confinada tras las paredes de una casa de ricos. Probable-
mente se levantaba a trabajar muy temprano, hacía el aseo, cocinaba, atendía a
sus empleadores, volvía a limpiar, volvía a cocinar y volvía a atender. Y de nuevo
repetir la rutina, día a día, año a año, esperando la llegada de la noche para, des-
pués de tan larga jornada, descansar. Así, hasta que un día todo habría de cambiar:
se declaró la guerra de Chile contra la Confederación Perú-Boliviana y el destino
de Candelaria Pérez tomó otro rumbo.
Quizá se estén preguntando ahora ¿por qué comenzó esta guerra? ¿De qué se
trató? Como bien podrán suponer, la Confederación Perú-Boliviana fue un pacto
secreto realizado entre ambos países. Por aquellos años, Perú estaba dividido en
dos zonas en constante conflicto: el Alto y el Bajo Perú, que se disputaban el
poder y el gobierno del país luego de su Independencia. Pero Andrés de Santa
Cruz, mariscal boliviano, soñaba con un Estado fuerte compuesto por esas
dos facciones peruanas y Bolivia, acuerdo que logró en 1837 al firmarse el
Pacto de Tacna.
Este pacto logró unir al Perú fragmentado con Bolivia y, de paso, causar
una gran desconfianza en la clase alta chilena, que lo interpretó como un
ataque indirecto y un peligro claro para el poder económico que el país
tenía en el Pacífico. La Confederación, entonces, era una competencia y una
amenaza para los intereses económicos de la élite chilena. Pero aun con es-
to dicho, la desconfianza nunca ha sido una razón suficiente para comenzar
una guerra. Era necesario algo más potente: ¿una catástrofe?, ¿un atentado?,
¿quizás un motivo simbólico que uniera a los chilenos en pos de atacar contra
los países del norte? No pasó mucho tiempo antes de que la excusa perfecta
apareciera: el asesinato de Diego Portales, el estadista chileno más importante
del siglo XIX, quien fuera ultimado el 6 de junio de 1837 por su acérrimo en-
emigo, el coronel Vidaurre. La aristocracia chilena pensó —y quiso pensar—,
y así lo proclamó en diarios y revistas de la época, que el general Santa Cruz
era el autor intelectual tras este asesinato. Con esta excusa inventada, los pre-
parativos de guerra se aceleraron hasta volverse un hecho inevitable. La élite
chilena tenía la excusa perfecta para atacar y, con la ayuda de la prensa, con-
venció al resto de la ciudadanía letrada de su necesidad para hacerlo.
Mientras estas especulaciones y triquiñuelas políticas se sucedían, Can-
delaria Pérez continuaba, ignorante de ellas, su trabajo en el Perú. No tenía
tiempo para pensar en las ideas de una élite; ella solo se abocaba a la sobre-
vivencia. Durante los últimos años había dejado sus labores de empleada
doméstica y había abierto un negocio, su propio emprendimiento. Ahorrando
mes a mes parte de su sueldo, logró abrir una fonda destinada a que los
chilenos pudieran entretenerse en Perú. Servía comida, vino, distintos licores;
ponía música y, algunas noches, la atmósfera festiva daba paso a improvisa-
dos bailoteos. Era, en resumidas cuentas, una fonda chilena en suelo extran-
jero.
Ignacio Silva cuenta que la fonda de Candelaria se hizo conocida por pro-
teger a los chilenos y porque en ella existía un claro ambiente de hostilidad
hacia los peruanos, hostilidad que se acrecentó una vez iniciada la guerra. Las
peleas entre chilenos y peruanos eran comunes, al punto de que, como narra
Silva, cierta vez Candelaria se mostró muy agresiva con sus clientes peruanos
en su propia fonda. Tras varias rondas de distintos licores, los puños de am-
bas nacionalidades empezaron a ir y venir hasta alcanzar tal intensidad que el
local de Candelaria terminó incendiado. A esos extremos llegaba el nivel de
discordia entre ambos países.
Una vez comenzado el conflicto entre Chile y la Confederación, Can-
delaria, con su local en ruinas, quiso participar en la guerra. Las razones de
ello aún no están muy claras. Pudo haber sido el patriotismo exacerbado en
tierras ajenas, un sentimiento de chilenidad fuera de lo común o, también, la
idea de que ya no le quedaba mucho por hacer en el Perú. Pero no todo le ser-
ía fácil. Un elemento clave complicaba su involucramiento en la guerra: era
mujer.
¿Cómo podría ella pelear por Chile?, se deben de haber preguntado los
hombres de la época. ¿Sería ella capaz de unirse a los soldados de su país y
luchar de igual a igual contra su enemigo siendo mujer?
Candelaria Pérez buscó y rebuscó mecanismos para participar en la guerra
y sortear estas dificultades. Su primera acción fue vestirse de hombre para
intentar robar información en el puerto del Callao y luego traspasarla a los
chilenos. El travestismo —ocupar ropas del otro género con fines específi-
cos— en casos de guerra ha sido algo muy común desde tiempos inme-
moriales. Un ejemplo de ello en Chile lo tenemos en la figura de la monja
Alférez, mujer que se vestía de hombre para combatir contra el pueblo
mapuche. Otro caso conocido se muestra en la película de Disney Mulan, que
se basa en una leyenda del siglo VI, y cuya protagonista se viste de hombre
para pelear y defender China de los mongoles. Como estos, existen muchos
registros a lo largo del mundo, con lo cual el plan de Candelaria no es un
caso aislado ni fue mal visto o extraño para sus coterráneos contemporáneos,
quienes le abrieron las puertas para comenzar su participación en la guerra
contra la Confederación.
Vestida de hombre, entonces, Candelaria engañó a los encargados del pu-
erto y consiguió enviar mensajes secretos a los chilenos, así como espiar los
movimientos de los peruanos. Sin embargo, su ingenio no iba de la mano con
su precaución: fue descubierta al poco tiempo y llevada a un calabozo de la
ciudad.
En sus noches de encierro, Candelaria decidió que se uniría al Ejército de
Chile como una más, sin importar las consecuencias ni los prejuicios. Solo
debía esperar su momento. Así, el 22 de agosto de 1838, ya en libertad, vio
al ejército chileno ocupar la ciudad de Lima. Candelaria se dirigió rauda al
lugar donde estaban apostados sus compatriotas. El comandante Manuel Bul-
nes la aceptó sin mayores problemas y le permitió entrar al batallón con el
cargo de cantinera. Las cantineras —derivado de «cantina» en cuanto tienda
de comestibles y servicios varios— eran las encargadas de curar las heridas,
de ayudar y acompañar a los lacerados, proveer deagua y comida a los enfer-
mos, y una larga lista de acciones vitales bajo aquel panorama.
Candelaria, pues, estaba dichosa con su nombramiento, pero no por ello su
historia hasta aquí la convierte en alguien notable, menos para sus contem-
poráneos. Las hazañas de Candelaria recién comenzaban. ¿Qué fue aquello
que realizó y la hizo convertirse en un personaje importante para todas aquel-
las mujeres que por siglos soñaron con luchar por su patria?
Una vez aceptada y asignada al batallón, Candelaria echó mano a su
conocimiento del país, destacándose por sus consejos acerca de la geografía
de Lima y el Callao. Fue una guía muy capacitada en su misión de conducir
a los soldados a través del territorio, mostrarles las mejores rutas para con-
seguir sus objetivos, preparar emboscadas y entregar los datos necesarios
sobre las características geográficas del territorio. Y, a la vez que realizaba
estas funciones, no olvidaba su labor de curar a los heridos en el campo de
batalla.
Pero Candelaria no se contentó únicamente con ser la guía del batallón
o una diligente enfermera. Se cuenta que también estuvo en medio de las
batallas, peleando de igual a igual con los hombres, atacando a sus enemigos
con armas e incitando a sus compañeros a pelear con valentía. Famosa es su
frase en que se burla de aquellos hombres que dudaron de sus capacidades de
guerrera echando mano al posible temor que pudiera experimentar al vivir la
crueldad de la batalla.
A ellos les dijo: «Mis polleras las debías tener tú y yo tus calzones. ¿Quer-
rías que nos hubiésemos dejado carnear por esos cobardes?».1
Al finalizar la guerra, Candelaria ostentaba el grado de sargento. En medio
de esta estructura fuertemente masculina, fue la primera mujer de Chile en
conseguirlo y sus logros en el campo de batalla fueron admirados por todos
sus compatriotas. Fue ella quien abrió el camino a otras mujeres que, como
Irene Morales en la guerra por venir, la famosa Guerra del Pacífico, se desta-
carían por su propia cuenta y valentía.
Un año después del fin de la guerra, Joaquín Prieto pronunciaba un dis-
curso en la Cámara de Diputados en el que recordaba su protagonismo en las
batallas de la siguiente manera:
Durante el sitio que después de la batalla de Guías se puso a la fortaleza del Callao,
el entusiasmo de esta mujer, su arrojo y conocimientos locales fueron para el ejército
de la mayor utilidad, pues constantemente se le vio incorporada entre la tropa que debía
desempeñar cada día el peligroso servicio de descubiertas y reconocimientos bajo el tiro
de la misma fortaleza.2
Lamentablemente, estas palabras cayeron en saco roto. El reconocimiento
que el Estado chileno hizo a Candelaria duró poco. En ese momento necesit-
aba de héroes para insuflar el ánimo de otros que, dubitativos, no conseguían
la determinación para enrolarse. Pero, una vez que la guerra estuvo termin-
ada, el Estado la olvidó a ella y también a otros soldados. Como muchas vec-
es, no era la protección de los ciudadanos lo que estaba en juego, sino los
intereses económicos de las élites. Y si luego usaron o no la imagen de Can-
delaria como mera propaganda política, es una pregunta interesante de invest-
igar. A mi juicio sí lo hicieron. Un ejemplo de ello son las canciones basadas
en sus actos que sonaban a lo largo del país exhortando a los ciudadanos a ir
a la guerra.
Pero las guerras terminan y con su fin acaban también las historias míticas
y los reconocimientos de los héroes. Y así, solo unos pocos años después,
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aquella mujer valerosa y admirada por los políticos más connotados del país,
cayó a un largo olvido.
Sus últimos años los vivió en la pobreza extrema y terminó, como recuerda
Ventura Blanco: «ciega, paralítica y embargada hasta en el uso de la pa-
labra».3
Candelaria Pérez murió el 28 de marzo de 1870.
Solo cinco personas asistieron a su funeral.
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MARTINA BARROS BORGOÑO
Difícil sería encontrar una fecha más cercana a la justa mitad del siglo XIX que
el día del nacimiento de Martina Barros Borgoño, quien lo hizo el 6 de julio de
1850. Su infancia representa un testimonio general en la vida de las mujeres de
élite de su época, mientras que su juventud y adultez son todo lo contrario.
Hija de una familia tradicional, Martina recibió menos estudios que sus
hermanos y fue presentada en sociedad a corta edad, con el único fin de casarla
con un hombre de su misma o mejor situación social. Con propiedades en el
campo y en la costa, Martina Barros pasó gratos momentos disfrutando de la livi-
andad de las vacaciones y los paseos familiares, totalmente ajena a las altas tasas
de pobreza que se veían en el Chile que la rodeaba. No obstante, Martina, a me-
dida que maduraba, no siguió el camino tradicional de su clase. Su particular vida
y sus variados intereses literarios la llevaron por una senda atenta a las artes, la
literatura y la filosofía, por un camino que le permitió adquirir las herramientas
y los conocimientos necesarios como para publicar sus opiniones en importantes
revistas de la época, así como ofrecer conferencias acerca del voto femenino y la
situación de la mujer. Por esto, antes de fijarnos solo en la careta de sus vinosos
apellidos, es mejor que revisemos y analicemos sus pasos para así poder dimen-
sionar el inmenso aporte que hizo en la historia de las mujeres chilenas.
Martina aprendió a leer a muy corta edad; ya a los tres años asistía a una pequeña
escuela. A los cinco era considerada una gran lectora, destacándose en su cír-
culo por ganar premios de lectura. Sin embargo, con el correr de los años ella
consideró —y recalcó— que su educación había sido pobre porque, una vez que
aprendió a leer, los estímulos intelectuales se acabaron. ¿Por qué decía esto? En
esa época nadie se preocupaba por…, mejor dicho, nadie quería que las mujeres
estudiaran mucho. Lo normal era que se educaran en la casa, que aprendieran a
leer, escribir, tocar algún instrumento y nada más. Por eso Martina refiere su as-
istencia a una «pobre escuela»,1 donde no recuerda más aprendizaje que el de la
lectura.
El verdadero conocimiento intelectual que Martina recibió no fue uno formal,
sino el recibido en casa de su tío, don Diego Barros Arana, el historiador más
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importante del siglo XIX. En la casa de este se sucedían y protagonizaban pro-
fundas discusiones, se encontraban los libros más variados e interesantes y,
lo más importante, el tío tomó bajo su tutela a su sobrina, educándola sobre
todas aquellas materias que estaban vedadas para las mujeres. Bien vale de-
cir, entonces, que el rol de Diego Barros Arana fue central en la vida de todos
los hermanos Barros Borgoño, no solo por la educación intelectual que les
proveyó, sino también porque fue él quien se hizo cargo de la familia tras la
muerte del padre de estos. En palabras de Martina,
mi tío Diego fue desde entonces nuestro padre, y lo fue de verdad, pues se preocupó de
nuestro bienestar, de la educación de mis hermanos y de mi desarrollo intelectual, dán-
donos todo su cariño y consagración completa, con la mayor abnegación. Se preocupó
ante todo de la educación de mis hermanos, que fueron colocados internos en el Insti-
tuto Nacional y, como yo quedé viviendo a su lado y mi instrucción era muy deficiente,
puso gran empeño en dirigirla, haciéndome estudiar historia que leía, con detención, to-
das las mañanas.2
Además de la educación recibida bajo la guía de su tío, el hecho de
que circularan por su casa los intelectuales más sobresalientes de la época
—como José Victorino Lastarria, Federico Errázuriz Echaurren, Guillermo
Blest Gana, Guillermo Matta, Domingo Santa María, Pedro Gallo, entre
otros—, también influyó en su saber y sus opiniones. Estas tertulias fueron un
elemento central enla vida erudita de entonces, ya que en el espacio privado
del salón de los Barros se generaron importantes discusiones políticas, so-
ciales y culturales, de las cuales Martina no solo fue una auditora que comple-
mentaba gracias a ellas su falta de educación formal, sino también fue prot-
agonista, cosa que hizo con bastante éxito.
Cuando Martina se encontraba en plena juventud, conoció a Augusto Or-
rego Luco, con quien se comprometió. Él, quien compartía sus inquietudes
culturales, la invitó a participar de una nueva revista intelectual llamada Rev-
ista de Santiago, de la que era su fundador junto a Fanor Velasco. Por esos
tiempos, Guillermo Matta, literato y político radical, le había prestado a Mar-
tina el libro de John Stuart Mill, The Subjection of Women [La esclavitud de
la mujer], que le «interesó vivamente». Y como la revista recibía trabajos de
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aficionados a las letras, decidió traducirlo y publicarlo, lo cual realizó con
gran éxito.3
¿Por qué fue tan importante para ella aquel libro y tan comentada en Chile
su traducción?
John Stuart Mill fue un filósofo económico y político inglés que vivió dur-
ante el siglo XIX. Su principal tema de interés radicó en el problema de la
libertad que, para él, era un elemento fundamental en la vida del ser hu-
mano. Por lo tanto, pensaba que el Estado debía garantizar la libertad de los
individuos en la medida en que ella no dañase a otros. Del mismo modo,
decía Stuart Mill, había que limitar el poder del gobernante y del Estado para
no caer así en una tiranía de las mayorías. Pero, además de su pensamiento
político de índole liberal, el filósofo se ocupó y abocó en sus escritos sobre
la situación de las mujeres. Para él, ellas estaban atrapadas por la sociedad
—en especial por el matrimonio— y su libertad era coartada por los hombres
y la visión masculina de que el mundo le pertenecía a ellos. Para solucionar
este problema, Mill propuso educar a las mujeres, para generar así un mayor
poder de decisión y autonomía en estas, que beneficiaría a toda la sociedad.
The Subjection of Women, publicado en 1869, fue un importantísimo texto de
apoyo para las feministas europeas en su lucha por la educación y, posterior-
mente, por el voto femenino. En palabras de Martina Barros, la idea central
de Stuart Mill era que «la libertad es la única solución de ese problema social.
Que la mujer sea libre para seguir el camino por donde la guíen los instintos
de su corazón y las aspiraciones de su espíritu».4
Como podrán suponer, la discusión sobre el voto femenino y otras prop-
uestas emancipadoras aún no se instalaban en los salones y tertulias de la élite
chilena. Se necesitaba de una Martina Barros y su traducción de aquel libro
fundamental para que estas ideas liberales comenzasen a circular en el ambi-
ente. Pero quizá más interesante aún es que Barros no hizo una mera traduc-
ción literal, sino que en el prólogo imprimió sus propias ideas y pensamientos
sobre el tema de la mujer, concordando en varios puntos con el autor inglés.
Así, Martina Barros introdujo al lector en esta obra de Mill, afirmando la
tesis del autor, quien quiere «hacernos ver que la situación que la sociedad ha
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creado a la mujer es el resultado de un brutal abuso de la fuerza y que, a me-
dida que ese imperio del más fuerte se ve desvanecerse para ser reemplazado
por el imperio de la razón y del derecho, la mujer sale de su condición oscura
para ocupar un puesto más en armonía con las necesidades de su organismo
y las aspiraciones de su alma».5
Con solo veintidós años a su haber, Martina fue felicitada y reconocida por
la traducción de La esclavitud de la mujer de parte de importantes intelec-
tuales de la época. Su trabajo dio a conocer las vanguardias liberales de la
Europa contemporánea y situó este libro clave del feminismo de la segunda
mitad del siglo XIX en el ambiente chileno, lo que dio a diversas mujeres la
oportunidad de conocer ideas interesantes que, potencialmente, podrían me-
jorar la condición de sus vidas.
Después de un noviazgo de seis años, Martina Barros tuvo la suerte de
casarse, en 1874, con Augusto Orrego Luco. Y digo «suerte» porque este
hombre la alentó a continuar leyendo y educándose, algo muy poco habitual
en ese tiempo. El matrimonio en esos años (y lamentablemente en algunos
casos también en la actualidad) encerraba, literalmente, a las mujeres en las
casas y les coartaba la libertad. Muchos eran los hombres de su clase que no
veían con buenos ojos que las mujeres estuvieran expuestas a la lectura y,
mucho menos, a obras del tipo de las de Mill, y además se juntasen a coment-
arlas. Martina, en cambio, vivió en calma con Augusto su evolución intelec-
tual. No obstante, esta calma no duraría mucho, porque al llegar el año 1891
ocurrió un hecho que cambiaría la historia de nuestro país: el estallido de una
revolución.
¿En qué consistió esta pugna?
La revolución chilena de 1891 fue una guerra civil que enfrentó a dos ban-
dos contrarios. Por un lado estaban los balmacedistas, que apoyaban al pres-
idente José Manuel Balmaceda y el poder que conllevaba este cargo y, por
el otro lado, los parlamentaristas, que buscaban que la figura del presidente
fuera menos relevante y en cambio fuera el Congreso el que ostentara un
mayor poder político. Este pleito llevó a fuerzas de ambas facciones a en-
frentarse en diversas y cruentas batallas que, finalmente, dieron la victoria al
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bando del parlamentarismo y llevó al suicidio de Balmaceda. Lo que estaba
en juego y desencadenó esta revolución fue principalmente una disputa de las
élites y sus visiones sobre la manera en que el Estado debía ejercer el poder
político.
Augusto Orrego Luco y Martina Barros Borgoño, al ser personajes de la él-
ite chilena, vivieron crudamente esta revolución. Orrego Luco era congresal
y, aún así, el presidente mismo asistía a las tertulias que realizaba la pareja en
su casa. Por esto, al estallar la guerra civil, Orrego Luco tuvo que esconderse
en diversas casas de familiares y amigos, abandonando momentáneamente a
su mujer y a sus hijos a fin de mantenerse con vida. Para Martina esta época,
como también para gran parte de la aristocracia santiaguina, fue una de las
más turbulentas de su vida. Al respecto, escribió:
Este período de la revolución fue muy amargo para mí, pues me quedé sola en mi
casa, con mis cinco hijos ya educándose y sin tener los medios de vida necesarios, ya
que mi marido no podía trabajar en circunstancias que su trabajo era lo que siempre nos
había sustentado. Mi casa fue allanada por la policía, en dos ocasiones, en busca de mi
marido.6
Una vez terminada la revolución y con el Congreso como dueño del poder
—situación que duraría hasta 1925, cuando Arturo Alessandri retorna al pres-
idencialismo—, Martina Barros se empezó a involucrar intensamente en el
problema de la mujer.
A comienzos del siglo XX, Delia Matte Izquierdo e Inés Echeverría inaug-
uraban el llamado Club de Señoras, un ambicioso lugar que buscaba educar
a las mujeres de la élite que no hubieran recibido una educación formal. Y
si bien profundizaremos en la relevancia de este lugar en el capítulo mereci-
damente dedicado a Inés Echeverría, es importante recalcar aquí que Martina
Barros fue invitada a dar numerosas conferencias como parte de esta instruc-
ción femenina. La primera conferencia que dio, cómo no, versó sobre el voto
femenino. Dedicó luego una a Shakespeare y en otra se refirió a sus viajes
por Europa.
Su presencia en el Club de Señoras como una intelectual de ideas in-
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novadoras no pasó desapercibido para la sociedad. Por el contrario, hizo de
Martina «objeto de violentas resistencias, pues [el Club]rompía con los hábi-
tos que regían entonces la vida de la mujer casada. Los maridos se negaban
a aceptar esa independencia, les chocaba que pudieran reunirse las mujeres
fuera de su casa; creían que eso podía prestarse a abusos y a comentarios
muy desagradables».7 Es llamativo saber que, incluso, muchas mujeres de
sociedad le quitaron el saludo por este nuevo rol.
Pero a Martina no le importaron demasiado las consecuencias sociales que
le trajo aquella participación. Publicó sus conferencias y se ganó el reconoci-
miento —por parte de algunos— como una importante intelectual sobre el
tema femenino. Tan temprano como 1917, Martina había pensado ya en la
necesidad de que las mujeres pudiesen votar en las elecciones, pese a la gran
negativa opuesta por los sectores más conservadores de la sociedad. Uno de
los argumentos que se utilizó en la época para negarles este derecho era que
ellas no estaban preparadas para tal responsabilidad, a lo que Martina Barros
respondió con una agudeza espectacular. Escribió:
Se ha dicho y se repite mucho que no estamos preparadas para esto. ¿Qué preparación
es esta que tiene el más humilde de los hombres, con solo el hecho de serlo, y que noso-
tras no podemos alcanzar? La he buscado mucho y no la puedo descubrir. Sin prepara-
ción alguna se nos entrega al matrimonio, para ser madres, que es el más grande de
nuestros deberes, y para eso ni la Iglesia, ni la ley, ni los padres, ni el marido, nos exigen
otra cosa que la voluntad de aceptarlo.8
Y aun cuando Martina estuviera inmersa en el tiempo y lugar que le tocar-
on, fue una precursora invaluable de ideas muy controversiales para sus días,
y su dedicación y trabajo abrieron la puerta para que, con el pasar de los años,
otras mujeres rompieran aún más con los prejuicios que la sociedad trans-
mitía, logros que hoy damos por sentados, olvidando a aquellas que lucharon
por su conquista.
Los reconocimientos a su labor intelectual e ideas pioneras en el país
acerca del feminismo no tardaron en llegar. La Universidad Católica, al
fundar su Academia de Letras, la nombró miembro de la institución. Para la
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ceremonia, Martina escogió leer un ensayo sobre la historia del feminismo en
Chile.
En 1934 se aprobó el voto femenino para las elecciones municipales y
Martina Barros Borgoño, de 84 años, fue testigo de este gran avance en los
derechos políticos de la mujer. Escribió:
Acabo de ver funcionando el voto femenino en las elecciones municipales en forma
tan correcta, desempeñando esos trabajos con el mayor desembarazo y energía cuando
el caso lo requería, [que es] asombroso en este primer ensayo; y sobre todo hemos visto
cumplir con estos deberes a grandes damas, a religiosas y a obreras, sin excepción al-
guna.9
Diez años después, a los 94 años, Martina Barros Borgoño murió, pero su
incesante labor en vida dejó un legado que se sigue revisando actualmente
y que es parte fundamental de la historia del feminismo y del avance de las
mujeres en Chile.
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ELOÍSA DÍAZ
Eloísa Díaz fue la primera mujer médico de Chile. De Latinoamérica, en realidad.
En una época cuando las mujeres solo contadamente podían asistir a la univer-
sidad, su historia engloba la de todas aquellas que fueron las primeras en adquirir
una profesión y entraron a un espacio masculino —la universidad— que las miró
con sospechas, dudando permanentemente de sus capacidades.
Eloísa nació el 25 de junio de 1866, diez años antes de la aprobación del
Decreto Amunátegui, el cual permitió el ingreso de las mujeres a la universidad.
Sus estudios básicos los realizó en el Liceo Isabel Le Brun de Pinochet, creado
por la connotada educadora homónima —y quien fuera una importante activista
en la lucha por aquel decreto—, precisamente para educar a las mujeres y ciment-
ar su llegada a la universidad. Por todo esto, desde temprana edad Eloísa Díaz vio
como una posibilidad real el estudiar una carrera profesional.
En 1881, con tan solo quince años, Díaz ingresó a la Escuela de Medicina de
la Universidad de Chile. En 1887 obtuvo el título de Médico Cirujano, siendo,
como dijimos, la primera mujer en Chile y Latinoamérica en obtener tal reconoci-
miento. Su paso por la universidad estuvo lleno de logros académicos: obtuvo
los premios de Anatomía, Patología general, Patología interna, Medicina legal y
Medicina clínica interna en los seis años de estudios.1
Para terminar su carrera y obtener el grado de Licenciado en la Facultad de
Medicina, presentó su memoria titulada Breves observaciones sobre la aparición
de la pubertad en la mujer chilena y de las predisposiciones patológicas propias
del sexo. Allí expone su análisis sobre la llegada de la menstruación y las princip-
ales afecciones uterinas en la mujer. Pero, obviando aquí la importancia y avances
que supuso su estudio final, es muy interesante conocer lo que anotó en la intro-
ducción de su estudio, en el que, además de agradecer la aprobación del Decreto
Amunátegui e insistir en la relevancia de la educación femenina, señala:
Cursé Humanidades; fui la primera en mi país en graduarme de bachiller en Filosofía y
Humanidades. ¿Murmuraron algunos, desaprobaron otros, aplaudieron pocos o muchos? No
lo sé; solo sí siento profunda gratitud por la determinación que en mi favor tomaron mis
padres. Por otra parte, siento al reconcentrarme íntimamente que no he perdido instruyén-
dome y que no he rebajado mi dignidad de mujer, ni torcido el carácter de mi sexo. ¡No! La
instrucción, como muchos pretenden, no es la perdición de la mujer: es su salvación.2
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La experiencia adquirida en sus investigaciones acerca de temas relacion-
ados con la mujer, pronto hizo que Eloísa entrara a trabajar en la clínica
ginecológica del precursor docente de la materia Roberto Moericke. Y ya
para 1889, Díaz complementaba este trabajo con su labor como profesora
y médico de la Escuela de Preceptores del Sur, la que tenía como finalidad
formar a educadores para la enseñanza primaria en las escuelas de Chile. El
principal rol de Eloísa Díaz en este lugar fue el de analizar la higiene en las
escuelas del país, una preocupación conjunta del Estado y el cuerpo médico
que se llamó Higienismo.
Esta corriente había aparecido en Chile a mediados del siglo XIX como
respuesta a las malas condiciones higiénicas urbanas, principalmente debido
a la falta de alcantarillado —que a su vez acrecentaba la propagación de en-
fermedades—, las malas condiciones en las viviendas populares y la alta mor-
talidad infantil. Bajo este panorama, diversos médicos y autoridades de gobi-
erno buscaron concebir planes que instruyeran a la población sobre la import-
ancia de la higiene, lo que mejoraría sus condiciones existenciales en partic-
ular, pero también la calidad de vida en las ciudades.
La idea fue tomando fuerza en Chile y ya en 1872, cuando Eloísa contaba
con solo seis años, la enseñanza del higienismo era obligatoria en los colegios
del Estado. Doce años después, en 1884, Ricardo Dávila Boza escribiría un
importante libro sobre el tema titulado: La higiene de la escuela. Al leer la in-
troducción podemos atisbar las nociones de la época y las razones que tenían
para educar sobre la higiene, cosa que persiguieron con ahínco. Entre otras
ideas tratadas, Dávila Boza esgrime las siguientes razones de por qué las per-
sonas más pobres no se educaban. Escribió:
Palpando día a día los defectos e imperfecciones de todo género de que adolece
nuestro actual sistema de enseñanza y lo inadecuado de los locales en que funcionan la
mayor parte de las escuelas, la deplorable influencia que ejerce todo esto en la salud de
los niños y lo fundado del temor con que algunas madres se excusan deeducar a sus
hijos, nos hemos formado desde hace tiempo la convicción de que jamás se llegará a
tener escuelas higiénicas ni a obtener todo el provecho posible de los años que los niños
permanecen en ellas, mientras no se consulte la higiene no solo para la delineación de
los planos de los edificios escolares, sino también y muy principalmente para la determ-
inación del objeto y del alcance de la instrucción que se va a dar y para la elección del
sistema y de los métodos de enseñanza que se han de emplear. Abrigamos también el
convencimiento de que para difundir la instrucción en las masas populares es recurso
políticamente preferible y sin duda mucho más eficaz hacer de la escuela un lugar sano,
de recreo y pasatiempo, que dictar una ley de instrucción obligatoria.3
Como se puede concluir de la lectura, los médicos higienistas basaban su
postura en dos ejes centrales: el primero era que la higiene debía enseñarse
para que las escuelas mejorasen y así una mayor cantidad de niños asistieran
a clases y, segundo y a partir de este último punto, que los problemas de
higiene eran la razón de por qué los niños más pobres no asistían al colegio.
Sin embargo, las razones eran múltiples, y no sería sino hasta 1920 —cuando
se aprueba la Ley de Educación Primaria Obligatoria, que aseguraba la gratu-
idad y obligación de la educación en Chile—, que se lograría realmente me-
jorar la cobertura y, con ello, llegar a más niños y niñas en el país.
Pero en los años laborales más activos de Eloísa Díaz esa ley era cosa del
futuro, por lo que los médicos del país, entre los que ella se contaba, se pre-
ocuparon grandemente de la higiene y Díaz participó con esmero en este me-
joramiento de las condiciones. Recorrió muchísimas escuelas fiscales, anal-
izó los problemas de cada una de ellas y escribió periódicamente extensos in-
formes que detallaban la situación de estas y qué soluciones concretas podían
abordarse en pos de mejorarlos.
Por ejemplo, en un informe entregado el 20 de enero de 1899, Díaz pide
moverse con premura para solucionar las evidentes deficiencias de infraes-
tructura de las escuelas antes del comienzo del año escolar. En la Escuela Su-
perior número 1 de la Alameda, dice, hay que «arreglar el sistema de ventanas
y colocar en todas ellas celosías de madera. Arreglar el piso del patio, arreglar
los desagües de las letrinas y colocar un gran ventilador en la cúpula del
vestíbulo».4
En otro informe, remitido durante junio del mismo año, Eloísa Díaz hace
hincapié en la falta de galpones adecuados para las clases de gimnasia, fun-
damental para la salud de los estudiantes. Sugiere construirlos en las es-
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cuelas que no tienen, arreglarlos en las que sí, modificar las letrinas, tapar las
acequias y colocar ventiladores en las salas para que el aire circule.5
La experiencia obtenida por Eloísa Díaz en temas de higiene y salud escol-
ar la convirtieron en una eminencia en la materia y pronto comenzó a ser
invitada como expositora a diversos congresos y reuniones. En 1904, Eloísa
Díaz presentaba en un congreso realizado en Buenos Aires el estado de la
situación en las escuelas públicas en la capital chilena, afirmando, sin mucho
ánimo, que el Estado no había hecho suficientes esfuerzos por mejorar la cal-
idad de vida dentro de los recintos escolares. Dijo en la ocasión:
Hay en Santiago ciento veintiuna escuelas, y de éstas, solo veinticinco están en edifi-
cios fiscales y municipales, de los cuales solo cinco han sido construidos especialmente
para el objeto. Las restantes funcionan en casas de arriendo que, naturalmente, no cor-
responden a las más elementales condiciones higiénicas, pues, si son malas para hab-
itaciones, para un establecimiento de instrucción son pésimas.6
El diagnóstico, a pesar de los años transcurridos, seguía siendo el mismo:
poco se había hecho. Las nuevas ideas y propuestas de Eloísa se enfocaron
entonces en establecer recintos educacionales apropiados para los niños y
dotarlos de una infraestructura acorde a las necesidades básicas de ellos.
Para nuestra época puede sonar nimio, pero si entendemos que en 1904 Díaz
exigía «establecer baños y lavatorios; la dotación conveniente de letrinas y
urinarios, la edificación de gimnasios, el alejamiento de la vecindad de las es-
cuelas de los depósitos de licores, las caballerizas, las casas de tolerancia, la
disminución del horario escolar y que se haga única la asistencia diaria; [y]
el establecimiento de una policlínica especial para atender a los alumnos de
instrucción primaria», entendemos la importancia de su dedicación.7
Asimismo, el contacto de Eloísa Díaz con los estudiantes más pobres de
la sociedad y las míseras condiciones que existían para su educación, la hizo
perseguir arduamente soluciones tangibles. Promovió el desayuno escolar ob-
ligatorio, la vacunación y la creación de jardines infantiles. Propuso que la
escuela fuera un lugar que les diera a los niños alimento, remedios y el vestu-
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ario apropiado, para que así tuvieran sus necesidades básicas cubiertas y, de
paso, motivar a los padres para que enviaren a sus hijos a la escuela.8
Pero Eloísa no se quedaba solo en las ideas. Participó activamente en dis-
cusiones relativas a la educación y realizó ingentes esfuerzos para mejorar la
calidad de vida de los estudiantes. En palabras simples, Eloísa Díaz ayudó a
mejorar la educación en Chile.
Y sería recién, como anticipé párrafos arriba, en la década de 1920 que el
Congreso aprobó la ley de Instrucción Primaria Obligatoria, que Díaz apoyó.
El artículo 17º de esta ley rescató el problema del Higienismo al hacer al Con-
sejo de Educación Primaria responsable de «velar por el cumplimiento de la
obligación escolar; cuidar la moralidad e higiene de los establecimientos de
educación pública o privados; pedir al Presidente de la República que ordene
subsanar sus defectos y pedir aún su clausura si hubiere peligro grave para la
moralidad y vida de los alumnos o para el orden público […]».9
Al momento de dictarse esta ley, Eloísa Díaz —miembro del Servicio
Médico Escolar de Chile, de la Asociación de Señoras contra la Tuberculosis,
de la Liga contra el Alcoholismo y la Liga de Higiene Social— tenía 54 años,
gran parte de los cuales destinó a su preocupación por la salud y la vida de
los chilenos, especialmente en la temprana infancia.
A los 60 años se retiró de las funciones públicas y en 1950, con 85 años y
aquejada por enfermedades, muere en el Hospital San Vicente de Paul.
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INÉS ECHEVERRÍA
Inés Echeverría, una de las mujeres más importantes del siglo XX chileno, fue una
precursora del feminismo nacional, movimiento que, a grandes rasgos, busca la
igualdad entre hombres y mujeres. Podríamos nombrar diversas temáticas que le
ocuparon durante su vida, pero nos centraremos aquí en una de sus principales y
más significativas empresas: dar a las mujeres un espacio fuera del hogar.
En la época en que Inés vivió era común que las mujeres de la élite se quedaran
recluidas en sus casas, obligadas culturalmente por sus maridos —y por la so-
ciedad entera—, para dedicarse al cuidado de los hijos y los deberes domésticos.
Se las dejaba fuera del debate público, de la educación y, para ser sinceros, de
la vida toda. Echeverría creció dentro de una familia aristocrática y conservadora
—lo que acentuó aún más la sensación de ahogo y represión—, en las postrimer-
ías del siglo XIX, en un mundo y tiempo en que las mujeres tenían sus libertades
suprimidas.
¿Cómo era la vida de la mujer chilenaa fines del siglo XIX y principios del XX?
Para entenderlo debemos remontarnos en el tiempo y recordar algunas leyes que
cambiaron la vida de las mujeres, y que luego costó muchísimo hacerles frente y
abolir.
El Código Civil de 1833, redactado por Andrés Bello, había dejado a la mujer
en un plano de absoluta desigualdad con respecto del hombre, por ejemplo, al
sustentar la relación de los géneros de la siguiente manera: «La estructura física
de la mujer es más débil que la del hombre y ello produce su menor intelectualid-
ad».1 Esta idea, basada en la creencia de que el hombre era quien debía proteger
a la mujer, quitaba así ciertos privilegios legales que, en el día a día, convertían a
la mujer en un ser totalmente dependiente.
Esto no era todo. Las mujeres casadas corrían una aún peor fortuna, puesto que
una vez contraído el matrimonio el Código Civil les tenía preparada una vida de
limitaciones. El artículo 132° del Código otorgaba al marido la llamada «Potestad
Marital», que daba un poder inmenso al marido por sobre la vida de su cónyuge,
como el derecho de administrar los bienes de su señora, el derecho a que la mujer
lo siga adonde quiera que vaya, de impedir a su mujer ir a los Tribunales de Justi-
cia —lo que, a su vez, legalizaba la violencia doméstica— y el derecho a impedir
que su mujer firmara contratos.
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Inés Echeverría nació el 22 de diciembre de 1868 y, al ser de una familia
aristocrática, tuvo una limitada pero buena educación. Pronto en su vida la
situación de la mujer casada se convirtió en un tema para ella, ya que, una
vez entregada en matrimonio al capitán de Ejército Joaquín Alcalde Larraín,
se dio cuenta de las infinitas limitaciones de las mujeres dentro del marco
matrimonial. Pero, a pesar de esto —o quizá gracias a ello—, Inés Echever-
ría intentó rebelarse ante este sistema autoritario de las más distintas formas.
Una manera que encontró fue, desde muy joven, escribir novelas, ensayos y
diarios de viajes —un mundo casi en exclusiva masculino—, siendo el más
conocido su libro llamado Hacia el Oriente, donde relata su viaje realizado a
los 37 años al continente asiático.
Entonces, como dijimos, y no obstante los privilegios que su cuna le otor-
gó, vivir el período que hubo de vivir no fue fácil para Echeverría. Las leyes
mencionadas eran claramente desfavorables para la mujer, relegándolas a casi
una única opción de vida: la maternidad y las labores del hogar. Inés fue muy
consciente del destino que el Estado y la sociedad le deparaban por el simple
hecho de ser mujer. Mas esta situación no la doblegó, y no se cansó jamás
de escribir en sus diarios y memorias las reflexiones que la aquejaban con re-
specto al tema. Son muchas las páginas en que lo aborda, pero valga como
ejemplo el siguiente fragmento:
Es penosísima la condición de la mujer. Están recluidas a toda actividad que no sea
tener hijos y manejar la casa. Nada se les consulta, no tienen responsabilidad, sus opin-
iones no cuentan. Las más avanzadas leen algunas novelitas sosas y tejen botincitos
de guagua; las restantes se reúnen a chismear para escandalizarse, murmurar, bostezar
y prepararse a bien morir, ignorando que viven muy mal porque malgastan todos sus
dones divinos.2
Ante la necesidad de generar nuevos diálogos y espacios femeninos, Inés
Echeverría junto a dos de sus amigas, Delia Matte y Luisa Lynch, fundaron
el 26 de agosto de 1915 el Club de Señoras de Santiago. El objetivo del Club
era formar un espacio intelectual, promover conferencias y charlas para que
las mujeres de élite pudieran educarse por sí mismas. Pero el problema vino
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cuando notaron que era la clase media la única que miraba con buenos ojos
esta institución y que eran sus intelectuales los que aceptaban de buena gana
hacer conferencias y aportar al Club. Los sectores conservadores, ligados a la
Iglesia, vieron en el Club un peligro para la constitución familiar y dejaron
caer fuertes críticas. Así lo leemos, por ejemplo, en este fragmento:
La Iglesia lo califica como excesivamente audaz y contrario al modelo de mujer
católica: sumisa y dedicada al marido y a sus hijos […]. Los maridos también se niegan
a aceptar esa autonomía que adquieren sus cónyuges, chocándoles las reuniones fuera
del hogar de las cuáles ellas retornan tarde y llenas de ideas y novedades que se prestan
a comentarios desagradables.3
Pero la labor del Club fue entendida por la sociedad —o por una parte de
ella, mejor dicho— y por las mismas realizadoras como un aporte cultural
necesario para educar a las clases altas, hecho que fue considerado transgre-
sor al generar este espacio inexistente para las mujeres. No cabe duda de que
el Club causó polémicas en la época al ser la primera institución femenina
no nacida bajo el alero de la Iglesia, pero el problema crucial que debieron
enfrentar fue la salida de las esposas del hogar, puesto que ello atacaba el
ideal de mujer como dueña de casa y madre incondicional. La mera acción
de que las mujeres dejaran sus paredes hogareñas para reunirse a solas con-
trajo fuertes críticas de parte de los sectores conservadores, quienes aducían
siempre aquella razón de que la salida a la calle implicaba el contacto con
lo inmoral, que incitaría a las mujeres a descuidar sus sacrosantos deberes
domésticos y maternales y, con ello, serían ellas las culpables de lesionar el
bienestar de la institución familiar.
Las críticas vinieron principalmente desde la élite masculina y conser-
vadora, pero los intelectuales tampoco se quedaron atrás. El escritor Pablo
de Rokha escribió de forma satírica: «Literatas del Club, ¿no tenéis marido?
Buscadle, y si le halláis, sed simplemente esposas. ¿Queréis hablar? Muy bi-
en; mas, sazonad la sopa».4
Aun tan brutal como fue el recibimiento por parte de ciertos sectores de la
sociedad, la fundación del Club de Señoras sí que llamó la atención en cier-
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tas personas de la clase alta santiaguina. Era un fenómeno nuevo y, por tanto,
peligroso. Lo que estaba en juego era el rol inherente de la mujer de la época,
aquella que no tenía más desarrollo que dentro de la casa. Y por lo mismo,
al salir, podría olvidar su rol. El Club dejaba entrever, entonces, el desmoro-
namiento de una estructura de antaño. Las mujeres comenzaban lentamente a
cuestionar su papel dictado, a sublevarse, y eso —era que no— causó miedo,
levantando todo tipo de voces apocalípticas.
Pero si bien es cierto que el Club encarnaba lo recién dicho, también es
cierto, y clave, afirmar que su principal función fue siempre generar un espa-
cio femenino exclusivo inspirado en la vida de las mujeres de París. Por un
lado, Inés Echeverría centraba sus fuerzas en la educación, en instruir a las
mujeres que parecían pérdidas y se mantenían incultas encerradas en sus hog-
ares. Pero, por otro lado, también destinaban tiempo y esfuerzos en crear un
espacio de diversión que alejara a las participantes de la monotonía del hogar
y se distrajeran un momento, alivianaran la vida y pudieran olvidar, por solo
un rato, los menús de la semana, la lista de la lavandera y todas esas otras
pequeñas gabelas de la existencia doméstica.5
Al conocer esto llama la atención la sulfurada respuesta que tuvo esta ini-
ciativa. Tal vez encarnaba simplemente el miedo al cambio, ya que al formar
el Club, Inés, Delia y Luisa no buscaban el voto femenino, ni siquiera ten-
er una igualdad de derechos —como la buscó más adelante—, sino solo, y
por paradójico que suene, instruir a las mujeres de la clase alta como a las
mujeres de clase media que ya habían comenzado a entrar a la universidad. Y
fue en este gesto en donde radica la importancia del Club de Señoras, al ser
la primera institución que desafió a la sociedad chilena que determinaba las
reglas y puso

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