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_El castillo en las nubes - Alba Madero

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Kerstin Gier
 
 
Traducción de Claudia Toda Castán
 
 
 
 
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Para Sonja
Ahí estaba yo, exhausta en medio de la nieve mientras en el aire flotaba la
melodía de violines proveniente del salón de baile. Llevaba al cuello un
diamante de treinta y cinco quilates que no era mío, y cargaba en brazos a una
niña pequeña dormida que tampoco era mía.
En algún momento había perdido un zapato.
Suele decirse que en situaciones extremas la adrenalina te impide sentir
dolor o frío, pero eso no es cierto: la herida del brazo me dolía una barbaridad
(la sangre que goteaba de la manga manchaba la nieve) y notaba los pies
congelados. Los músculos de brazos y hombros me ardían de sujetar a la
niña, pero no me atrevía a cambiarla de postura por miedo a que se despertara
y su llanto descubriera a nuestros perseguidores dónde nos encontrábamos.
También se dice que en situaciones de grave peligro es cuando mejor
funciona la mente, que nos permite distinguir las cosas con total claridad.
Pero eso tampoco era cierto en mi caso: ya no sabía quiénes eran los buenos y
quiénes, los malos. Y lo único que mi mente tenía claro era que los
silenciadores de las pistolas realmente sirven para acallar los disparos.
Y que, sin duda, aquel no era el mejor momento para un beso.
No tenía ni idea de si el chico que me lo daba pertenecía a los buenos o a
los malos, pero, aun así, sentí que mis fuerzas renacían.
—Llevo queriendo hacer esto desde la primera vez que te vi —me susurró.
 
 
 
 
 
 
BIENVENUE. WELCOME. BENVENUTO.
BIENVENIDOS AL
CASTILLO EN LAS NUBES
Disfruten de su estancia
1
Mi primer día como niñera amenazaba con convertirse en un auténtico
fracaso.
—Eres, sin duda, la peor niñera del mundo, Fanny Funke —ratificó Don
cuando pasé corriendo a su lado vociferando:
—¡Chicos! ¡Esto no tiene gracia! ¡Haced el favor de volver ahora mismo!
—«Por favor, por favor —me imitó Don—. De lo contrario me
despedirán.»
Pues sí, era muy probable. Y todo por distraerme un solo minuto. Diré en
mi defensa que perder niños en la nieve puede suceder más rápido de lo que
uno pensaría, especialmente si pretenden escabullirse y, además, visten de
blanco de arriba abajo: gorro, abrigo y pantalones. Semejante atuendo debería
estar prohibido por ley. No podían haber ido muy lejos, la nieve centelleante
de las laderas se veía aún intacta. Pero no necesitaban ir muy lejos porque allí
mismo, en el lado oeste del hotel, abundaban los escondites para renacuajos
como ellos, avispados y vestidos de camuflaje. No solo podían ocultarse tras
los innumerables montones de nieve, sino que también los árboles aislados,
las pilas de leña o los salientes de los muros les ofrecían escondrijos
perfectos.
Entrecerré los ojos y miré hacia el sol. Para esa noche y para todas las
vacaciones de Navidad la previsión meteorológica había anunciado nevadas,
pero el cielo se mantenía aún de un azul intenso y el brillo de la nieve
competía con el de las ventanas y los tejados recubiertos de cobre de torres,
torrecillas y buhardillas. En cambio, abajo, una densa niebla había inundado
el valle ya desde el día anterior. A fenómenos como ese debía el hotel el
apodo cariñoso de Castillo en las Nubes.
—Un silencio muy poco usual, ¿verdad? —Don Burkhardt júnior me
recordó que no era momento de admirar la belleza de las montañas suizas—.
Esperemos que nuestros queridos niños no se hayan congelado...
Subido en el gran trineo con el que se transportaba la leña hasta la entrada
del sótano, balanceaba los pies y lamía un helado de cucurucho que
seguramente se había servido él mismo en la cocina. Había volcado los
troncos ante el cartel que ponía: BIENVENIDOS AL CHÂTEAU JANVIER.
Aquel dulce me dio una idea.
—¡Eh, chicos! ¿No os apetecería un rico helado? —grité.
Pero no se movió ni una mosca.
Don soltó una risilla.
—No debiste dejar que ese empleado temporal checo te distrajera de tus
obligaciones, Fanny Funke.
—Más vale que recojas la leña si no quieres meterte en líos —respondí.
A pesar de que era bajito y más bien escuchimizado para sus nueve años, y
de que su naricilla respingona y sus vivarachos ojos marrones le daban un
aspecto encantador e inofensivo, la verdad es que para mis adentros le tenía
miedo. Nada de lo que decía concordaba en absoluto con su edad, y esto
resultaba aún más desconcertante debido a su aguda vocecilla infantil, a su
adorable acento suizo y a que ceceaba un poco, también de un modo
adorable. Su extraña costumbre de dirigirse siempre a las personas por su
nombre y apellido, a veces acompañados del lugar de procedencia, la edad o
alguna cualidad («Llevas una carrera en la media, Fanny Funke, de diecisiete
años, con domicilio en Achim bei Bremen») parecía encerrar alguna
amenaza, como cuando en las películas de la mafia alguien murmura «Sé
dónde vives», y antes o después acabas encontrándote una cabeza de caballo
a la puerta de tu casa. Eso si tienes suerte.
Don y sus padres eran huéspedes habituales del hotel, que el niño conocía a
la perfección. Se pasaba el día pululando arriba y abajo por el edificio,
espiando conversaciones y armando jaleo, y se comportaba como si fuera el
dueño del establecimiento y de todos sus ocupantes. Ya se tratara de la
clientela o del personal, Don lo sabía todo sobre todos. Yo suponía que había
leído en secreto las fichas de los empleados, pero, aun así, me parecía
espeluznante que fuera capaz de recordar hasta el más mínimo detalle.
Montacargas, oficinas, sótanos... le encantaba husmear por los lugares de
acceso prohibido a los huéspedes; como era tan pequeñito y mono, casi nunca
lo regañaban. Y a quien no lograba embaucar con su inocente mirada de
cervatillo lo intimidaba llamándolo por su nombre completo y mencionando
como de pasada a su acaudalado padre, Don Burkhardt sénior, y su relación
de amistad con los dos hermanos Montfort, dueños del hotel. Al menos eso
era lo que hacía conmigo. Y, aunque yo intentaba que no se me notara, sus
maniobras mafiosas surtían cierto efecto. Dos días atrás lo había pillado
limpiándose ceremoniosamente las manos pringadas de chocolate en los
cortinones de terciopelo bordado del pequeño vestíbulo de la segunda planta.
Respondió a mi enfado con una sonrisilla de suficiencia y las palabras:
«Vaya, vaya, parece que sientes debilidad por las cortinas espantosas, Fanny
Funke, residente en Achim bei Bremen y con el instituto sin terminar.»
Aquello me sacó de mis casillas porque las cortinas y cojines de toda la
planta estaban hechas del mismo tejido maravilloso, rojo oscuro y bordado
con pájaros y cenefas de flores en oro mate. No había que ser un experto para
darse cuenta de lo valiosos que eran, aunque con el paso de los años el rojo se
hubiera apagado un poco. Al acariciar el terciopelo tenías la sensación de que
la tela te devolvía la caricia.
«Y además, Fanny Funke de las pecas raras, ¿acaso no es tu trabajo
mantener todo esto limpio? —continuó. Efectivamente, en aquel momento no
me ocupaba de los niños, sino de la limpieza—. ¿Has pensado en cuánto
dinero se deja mi padre todos los años en este hotel? ¿A quién crees que
echarán a la calle, a ti o a mí? Yo en tu lugar me alegraría de que solo sea
chocolate y procuraría quitar las manchas rapidito, antes de que la señorita
Müller te suelte otra filípica.» ¿De dónde sacaba esas expresiones? Ni mi
abuela hablaba así.
«Pues yo en tu lugar desaparecería rapidito antes de que te caliente el culo
con el plumero», logré responder, pero Don se marchó sonriendo tan
tranquilo y seguramente sabiendo que había ganado. Porque yo temía más a
la señorita Müller, la gobernanta del hotel, que a él. Y lo cierto es que
mientras limpiaba aquellas manchas realmente sentí alivio de que solo fueran
de chocolate.
Ahora, tras una breve pausa y lamiendosu helado, el niño contestó:
—Si alguien se mete en líos serás tú. Has estado flirteando con Yaromir
Novak, de treinta y ocho años y bigote, en lugar de vigilar a los críos. Y
tengo pruebas.
—No estaba flirteando —corregí al instante—. Simplemente lo he ayudado
a desenredar una tira de lucecitas, tarea que responde por completo a mis
obligaciones. —No era solo niñera, la descripción de mi empleo me
calificaba de «personal en formación y aprendizaje», en calidad de «chica
para todo» y «con disponibilidad flexible».
Don negó con la cabeza.
—Has sonreído, te has colocado el pelo detrás de la oreja y le has mostrado
el cuello. Ese lenguaje corporal es típico de las hembras en celo.
—¡Tonterías! —respondí furiosa—. Yaromir es muy mayor para mí y tiene
en Chequia a su mujer y a sus hijos, a los que quiere mucho. —Aunque fuera
veinte años más joven y soltero, jamás flirtearía con él, yo nunca flirteo. La
propia palabra «flirtear» me parece espantosa—. Y además... —Me
interrumpí.
La expresión de Don reflejaba cuánto se divertía con mi vehemente
defensa, que evidenciaba lo en serio que me tomaba sus palabras. Por
supuesto, eso era lo último que quería revelarle. Así que le espeté:
—Entonces ¿qué? ¿Has visto a los gemelos o no?
Al instante cambió de táctica.
—No solo eso, sé incluso dónde están. —Me lanzó una mirada adorable
que habría sido la envidia de Bambi—. Te lo diré si me lo pides amablemente
«por favor, por favor».
—Por favor —dije en contra de mi voluntad.
—¡Dos veces! —exigió.
—Por favor, por favor —repetí a regañadientes.
Complacido, soltó una carcajada.
—Déjame que te diga por qué eres tan mala niñera: porque no tienes
ninguna autoridad. Y eso los niños lo notan.
—Pues yo te diré por qué no tienes ni un amigo: porque no eres nada
simpático.
La frase se me escapó antes de que me diera cuenta de su crueldad. Me
mordí el labio, avergonzada. Realmente, debía de ser la peor niñera del
mundo. Primero lograba perder a dos renacuajos de seis años por darme la
vuelta un segundo, y después sentía la urgente necesidad de machacar al
mismísimo Bambi. Lo cierto era que había conseguido el puesto en el hotel
gracias a tener dos hermanos pequeños, cosa que había creado la falsa
impresión de que los niños me gustaban y se me daban bien.
—¡Ay! —exclamé. Don intentó hacerme tropezar poniéndome la zancadilla
desde el trineo, aunque logré no caerme y seguir adelante.
¿Que se me daban bien los niños?, ¡ja! ¡Eran una verdadera peste! Pero
debía encontrar a los dos fugados, no me quedaba otro remedio. En cuanto al
tercero, decidí no hacerle ni caso de ahí en adelante.
—¡Eh! ¡Chicos! —Intenté que mi voz sonara amable y relajada, como si
estuviéramos jugando al escondite. Silencio total. Un rato antes no habían
cerrado la boca ni un minuto, parloteaban sin parar inventando rimas
absurdas. ¡Si al menos recordara cómo se llamaban...! Eran unos nombres
ingleses pseudohippies... Probé—: ¡Josh, Ashley! ¿Dónde estáis? ¿No queréis
acabar el muñeco de nieve? He conseguido una zanahoria para la nariz.
Don se rio con malicia.
—No te sabes ni sus nombres, Fanny Fracaso. Esa zanahoria te la vas a
comer con patatas. ¡Vamos, ríndete!
Fingí no oírlo. No pensaba rendirme, en los últimos tres meses había tenido
que enfrentarme a retos mucho más difíciles. En realidad la situación no era
tan mala como podía parecer en un primer momento. Me habían encargado
entretener al aire libre a los gemelos Bauer (¿Laramy? ¿Jason?) para que sus
padres pudieran hacer las maletas y registrar su salida del hotel con
tranquilidad. Y eso era exactamente lo que estaba haciendo: seguro que los
malditos niños se lo estaban pasando en grande huyendo de mí y
escondiéndose. Todo al aire libre.
—¿Alguna vez has oído hablar de la responsabilidad civil, futura
exempleada Fanny Funke? —Don dio otro lametón a su helado—. Espero
que tengas un buen seguro. Yo en tu lugar rezaría para que no se hayan caído
por la grieta de un glaciar. Si se pone a nevar pronto, los perros de rescate no
podrán ni localizar su rastro.
Tuve que reprimir el impulso de taparme los oídos. Ese niño era el diablo
en persona. Que yo supiera no había glaciares cerca, pero al volver a gritar
noté que la voz me salía muy aguda y asustada.
—¿Queréis acariciar una ardilla para despediros?
—No van a caer con eso. —Lanzó a la nieve el cucurucho a medio comer
—. Venga, no quiero ser tan malo. Se fueron en esa dirección. —Señaló hacia
el antiguo carrusel infantil y hacia la pista de patinaje que el viejo Stucky y
Yaromir habían construido de la nada en los últimos días—. Creo que
pretendían esconderse en el sótano de las cosas de esquí.
Era tonta, pero no tanto. En lugar de seguir la indicación de su dedo me
puse en marcha justo en dirección contraria. Y efectivamente: apenas había
avanzado unos pocos metros cuando oí risillas ahogadas y vi moverse una
rama del gigantesco Abeto Media Luna, que en noviembre Yaromir y el viejo
Stucky habían adornado con luces navideñas en una ascensión temeraria
(aunque en realidad el que se subió fue Yaromir; el viejo Stucky se limitó a
sujetar la escalera). El nombre de Abeto Media Luna se debía a que las luces
solo estaban puestas en el lado que miraba al hotel. Como eran los mismos
adornos de hacía treinta años, me explicaron, y los árboles crecen mucho en
ese tiempo mientras que las luces no, solo alcanzaban para adornar medio
abeto. Por las noches, esa mitad competía en fulgor con las brillantes
ventanas del hotel, mientras que el lado que daba al valle se fundía en la
oscuridad y silencio nocturnos. Como la media luna. Aquel árbol marcaba la
frontera entre los cuidados e iluminados jardines y la naturaleza salvaje.
Aunque ahora, bajo la espesa capa de nieve, no se apreciaba ninguna
diferencia.
El abeto era el escondite perfecto para cualquiera que midiera un metro
veinte. Las ramas más bajas se abrían ampliamente casi a ras de suelo y
debajo el terreno se mantenía blandito y seco, cubierto por una alfombra de
musgo y agujas de abeto que la nieve aún no había alcanzado.
Para no asustar a los niños no fui directa hacia ellos, sino que me aproximé
con disimulo dibujando un arco.
—¡Hay que ver lo bien que se esconden estos gemelos tan listos! —
exclamé teatralmente—. ¡Qué lástima que no pueda encontrarlos para
enseñarles la sorpresa gigante que les tengo preparada! Y no tiene nada que
ver con ardillas...
Oí cuchicheos debajo de las ramas y sonreí satisfecha.
Sin embargo, mi alegría no duró mucho.
—¡No os dejéis engañar, Jayden Bauer y Ash Bauer, residentes en
Limburgo del Lahn! —gritó Don justo detrás de mí. Se había bajado del
trineo con la intención de complicarme la vida—. ¡No hay ninguna sorpresa!
¡Ni una triste ardilla! Solo quiere pillaros para que volváis a casa con
vuestros padres y entonces ¡se acabó la diversión! ¡Escapad!
—Jayden y Ash son demasiado listos para hacer caso a las tonterías de Don
—contraataqué a voces, rezando para que funcionara. Pero en ese mismo
momento los niños salieron gateando de debajo del árbol y galoparon por el
aparcamiento entre gritos y risas. Don aplaudió y a mí no me quedó más
remedio que lanzarme a perseguirlos. Por desgracia mis protegidos corrían en
la peor dirección, no hacia el hotel sino hacia la carretera. Con gran agilidad
saltaron la barrera de hielo y nieve sucia que dejaba a su paso la máquina
quitanieves, cruzaron la carretera y se encaramaron por el montón del otro
lado.
—¡Parad! ¡Es peligroso! —chillé mientras trepaba tras ellos. Realmente era
muy arriesgado. La calzada no tenía mucho tráfico porque moría en el hotel,
pero era como una cinta negra y brillante que bajaba serpenteando hasta el
valle en cerradísimas curvas de pendiente muy pronunciada. Aún más
inclinada era la ladera cubierta de abetos por la que discurría, y por la que los
niños descendían en ese momento entre fuertes risotadas. Como pequeños
monitos se agarraban de las ramas bajas y se propulsaban a toda velocidad
hasta las siguientes. En cuanto a mí, la capa de nieve varias veces derretida y
vuelta a congelarno soportaba mi peso, de manera que a cada paso me
hundía al menos hasta la rodilla. Era como caminar por la crujiente capa de
caramelo de un cuenco de crema catalana.
—¡Por favor, parad! —gritaba desesperada.
—Por favor, favorcito, pito, pito gorgorito —vocearon los gemelos
alegremente. Don tenía razón, me faltaba la más mínima autoridad.
Los niños llegaron a la siguiente curva y volvieron a encaramarse al montón
de nieve para cruzar la calzada.
—¡Volved! ¡De verdad, tenéis que volver! —Precipitadamente saqué el pie
de un agujero muy profundo e intenté dar zancadas más largas—. Aquí hay...
¡Osos!
—Osos sosos y ositos, pito, pito gorgo... ¡Ay!
Uno se cayó de espaldas y fue resbalando sobre el trasero hasta chocar
fuertemente contra un árbol, donde se partió de risa. Su hermano lo encontró
tan divertido que se tiró de culo en la nieve e intentó imitarlo.
—¡No hagáis eso! —vociferé alarmada. Ya los veía deslizándose sin freno
ladera abajo y abriéndose la crisma contra una rama, o bien en medio de la
carretera atropellados por un coche. De hecho, me pareció oír un motor y
redoblé mis esfuerzos por avanzar, pero solo logré perder el equilibrio y
caerme de cara en la nieve, con lo que me convertí instantáneamente en un
trineo humano. La distribución uniforme del peso y el tejido liso del abrigo
me lanzaron como un rayo por la ladera, y ni estirar los brazos ni gritar algo
tan poco ocurrente como «¡noooooo!» sirvió para frenarme. Pasé zumbando
junto a los niños, ascendí por la barrera de nieve y aterricé en medio de la
calzada. Todo sucedió tan deprisa que ni siquiera dio tiempo a que la vida me
pasara ante los ojos.
Los gemelos también volaron sobre el montón de nieve y me cayeron
literalmente encima. A juzgar por sus carcajadas no se habían hecho ningún
daño. En cuanto a mí, no estaba tan segura. Sin embargo, antes de poder
comprobar si estaba entera oí el chirrido de unos frenos y poco después, una
voz furiosa que decía:
—Pero ¿estáis locos? ¡No os he atropellado de milagro!
Me aparté de la cara a uno de los niños y levanté la cabeza a duras penas. A
poco más de un metro de nosotros vi un parachoques. Pertenecía a un coche
pequeño, gris oscuro y con matrícula de Zúrich. Tenía la puerta abierta y el
conductor, un chico no mucho mayor que yo, se encontraba ya a nuestro lado.
Tenía un susto de muerte, cosa que no me extrañó nada.
Entonces me invadió tal pánico que comenzaron a castañetearme los
dientes. Había faltado realmente muy poco.
—¿Estáis heridos? —preguntó.
Hice un esfuerzo por levantarme y me sorprendió conseguirlo. Me había
llevado un buen batacazo, pero el abrigo acolchado y los guantes gruesos me
protegieron de magulladuras o cosas peores.
—Creo que no —respondí mientras inspeccionaba rápidamente a los
gemelos. No había rastro de sangre, las extremidades parecían en su sitio y el
hueco de los dientes lo traían ya de antes. Tan solo tenían los ojos brillantes y
las mejillas encendidas: eran la viva imagen de la felicidad.
—¡Otra vez! —gritaron a la vez—. ¡Ha sido guay!
Por precaución los agarré con firmeza de la capucha de los abrigos, que a
pesar de todo permanecían inmaculadamente blancos.
—¡Es una absoluta temeridad! —recriminó el joven—. ¡Podríais estar
muertos!
Madre mía, tenía toda la razón.
—Es cierto —logré decir entre el castañeteo de dientes—. Lo siento
muchísimo. Pero si te resbalas allá arriba es completamente imposible...
—¡Y sería culpa mía! —interrumpió el chico. No me prestaba atención, en
realidad hablaba para sí mismo. Tenía la mirada sombría y clavada en el
vacío—. Sería un juicio sin testigos porque estaríais todos muertos, y me
meterían en la cárcel, y me quitarían el carnet y mi padre... —Se calló con un
escalofrío.
Carraspeé tímidamente.
—¡Bueno, pues entonces debemos alegrarnos de estar todos vivos!
Como ya no me castañeteaban los dientes me atreví a sonreír. Me habría
gustado ponerle la mano en el brazo para sacarlo de aquella terrible realidad
paralela, pero no me atrevía a soltar a los gemelos. Añadí:
—De verdad que siento muchísimo este susto espantoso. ¿Serías tan amable
de subirnos al hotel? Era allí adonde ibas, ¿verdad?
Pues claro que iba al hotel, allá arriba no había nada más. Seguramente, era
uno de los seis empleados contratados como refuerzo para el restaurante
durante los días de Navidad.
—Sois huéspedes alemanes, ¿no?
—Sí, sí, tararí, tarariro, rintintín —canturreó Ash. O quizá Jayden, porque
eran completamente iguales.
El joven asintió como si eso lo explicara todo. Abrió la puerta trasera para
que montaran los niños. Precavidamente, solo solté las capuchas cuando se
abrocharon el cinturón.
—¡Buf! ¡Por fin! —Cerré aliviada y sonreí al joven con agradecimiento—.
¡Bloqueo de puertas, el mejor invento desde la imprenta!
—A tus hermanos les encanta escaparse, ¿eh?
—Oh, no son mis hermanos. Y no soy una huésped, trabajo en el hotel con
un contrato anual de formación y aprendizaje. Hoy es mi primer día como
niñera. —Me reí—. No ha sido mi mejor primer día, como ya habrás notado.
Los niños y yo somos una mala combinación. Para ser sincera, hasta prefiero
la lavandería, y eso que nada más empezar me quemé con la planchadora
industrial y estropeé una servilleta con monograma...
Normalmente, no hablaba tanto con desconocidos. Sin duda, se debía a que,
una vez pasado el susto, me alegraba muchísimo de contarme entre los vivos.
Además, la cara de aquel chico inspiraba confianza.
—Por favor, no le cuentes a nadie que los niños casi mueren atropellados
estando bajo mi supervisión. Si se enteran me despedirán. —Me quité el
guante y le tendí la mano—. Por cierto, me llamo Fanny, Fanny Funke. —Por
poco se me escapó la coletilla: «Residente en Achim bei Bremen y con el
instituto sin terminar.» Don Burkhardt júnior me estaba dejando huella.
—Yo soy Ben —se presentó, estrechándome la mano. Se ve que mi
palabrería lo había relajado un poco, porque sonreía—. Ben Montfort.
—Anda, qué casualidad. Los dueños del hotel también se apellidan así. Se
llaman Roman y Rudolf Montfort. Son hermanos y... —¡Ay, Dios, ay, Dios!
Lo miré espantada—. Por favor, dime que no son familia tuya.
Ben se encogió de hombros con gesto de disculpa.
—Ya lo siento... —dijo.
2
Yo también lo sentía. Mejor dicho: lo sentía por mí. Y mucho. No bastaba
con que los dos niños bajo mi custodia acabaran tirados en medio de la
carretera, claro que no. Además, tenía que ser precisamente el hijo del dueño
quien estuviera a punto de atropellarnos.
Mientras rodeaba preocupada el coche y me subía en el asiento del copiloto
revisé mi torrente de palabras. Efectivamente, le había servido en bandeja de
plata dos motivos de despido enfundados en abrigos blancos, a los que había
que sumar la destrucción de una servilleta con monograma. Aunque podría
haber sido aún peor si, por ejemplo, le hubiera dicho: «Montfort... ¿igual que
los dueños del hotel? Rudolf y Roman o, como yo los llamo, el Retraído Rudi
y el Rabioso Roman.»
En el asiento había una bolsa de papel llena de zanahorias que me coloqué
en el regazo.
Ben debía de ser el hijo del Rabioso Roman, el mayor de los dos hermanos.
Me constaba que tenía un hijo de su primer matrimonio y que el chico vivía
con su madre en Zúrich, pero me lo había imaginado mucho más pequeño, no
convertido casi en un hombre. El Retraído Rudi no tenía familia, vivía solo
en un pequeño apartamento situado en la buhardilla de la quinta planta del
hotel. Denise, la de recepción, me había contado lo que todos sabían: que en
su juventud había perdido al amor de su vida en circunstancias trágicas y que
desde entonces vivía como un ermitaño. Por desgracia, Denise desconocía
esas circunstancias trágicas, pero la historia encajaba con la postura afligida y
encorvada de Rudolf, y también con su mirada pesarosa. Aun así, siempre
saludaba amablemente cuando se cruzaba con alguien, y regalaba a todo el
mundo una sonrisa melancólica.
Por el contrario, su hermano Roman se reservaba la sonrisa exclusivamente
para los huéspedes. A los empleados los ignorabapor completo en el mejor
de los casos, y en el peor los machacaba sin piedad por los motivos más
nimios. Hasta ese momento había hecho caso omiso de mi presencia, pero yo
llevaba desde septiembre temiendo el día en que me convirtiera en blanco de
sus ataques de ira.
Pues bien, seguramente ese día había llegado. Si Roman Montfort era capaz
de abroncar a alguien durante quince minutos por una mancha de pasta de
dientes en el uniforme, o de despedir a un empleado por tirar una colilla ante
la puerta trasera, ¿qué no me haría a mí, que había arrojado a los niños de
unos huéspedes ante el coche de su hijo?
Mientras Ben arrancaba lo miré de reojo. El aire de familia era innegable:
ojos azules, frente despejada, nariz prominente, barbilla enérgica, pelo
abundante y castaño... Todo como su padre, pero en versión joven. Y
agradable. Incluso de perfil, su cara inspiraba confianza.
A pesar de eso, o quizá precisamente por eso, debía ser precavida y no creer
que era inofensivo solo por su expresión amable. Siempre podía chivarse a su
padre. Ya se sabe que de tal palo, tal astilla...
Pensé que a lo mejor olvidaría lo sucedido si lo distraía con una
conversación divertida. Hice crujir la bolsa de las zanahorias.
—Qué previsor, subiendo un cargamento de narices para muñecos de nieve.
Dicen que esta noche va a nevar mucho.
De pronto sonrió de nuevo.
—Esas narices son para Gesti y Venti.
Por favor, ese chico me lo ponía realmente difícil para ser cauta y
desconfiada. ¡Encima le gustaban los animales!
Gesti y Venti eran los caballos de raza nórdica del hotel, unas mansas
bestias de tiro cuyos nombres completos eran Gran Gesto y Fuerte Viento.
Durante el verano les encantaba galopar por las pintorescas praderas alpinas
con sus rubias crines al viento y robarles todo el protagonismo a las
esponjosas vacas con sus flamantes cencerros. En invierno tiraban con
evidente entusiasmo del anticuado trineo que el viejo Stucky pulía hasta dejar
bien reluciente. Yo estaba deseando que mi formación incluyera un tiempo en
el establo, porque Gran Gesto y Fuerte Viento eran los caballos más
amigables que había conocido jamás.
—Ah, pues se pondrán muy contentos —repuse—. El viejo Stucky los tiene
a dieta porque al parecer han cogido unos kilitos últimamente.
Seguramente yo tenía parte de culpa porque solía llevarles plátanos, que les
gustaban mucho. Yo también les gustaba mucho. Siempre resoplaban con
alegría en cuanto pisaba el establo, y me sentía mal si no les llevaba nada de
comer. Continué:
—Aunque en los próximos días tendrán mucho trabajo. Monsieur Rocher
ha reservado ya un montón de paseos.
—Siempre es la gente más gorda la que se deja pasear. —Suspiró Ben—.
De pequeño eso me ponía malo, me daban ganas de ayudarles empujando el
trineo.
Conducía tan despacio por las curvas que los gemelos gritaron desde el
asiento de atrás:
—¡Deprisa coche, cochecito, pito, pito gorgorito! —Y juntaron la cabeza
entre risitas.
—¿Vienes a visitar a tu padre? —pregunté con algo más de valor—. Creo
que hoy no está en el hotel.
Roman Montfort no vivía allí, sino (como también sabía por Denise) con su
novia en Sion, una localidad situada a unos tres cuartos de hora en coche.
Puesto que no tenía un horario fijo, nadie sabía cuándo aparecería por el
Castillo ni cuánto tiempo se quedaría, si es que se presentaba. Aquel día yo
no lo había visto. Una razón más para dar gracias: podíamos haber aterrizado
delante de su coche.
—No importa, me quedo todas las vacaciones —contestó Ben.
—¿Todas? ¡Pero no en el hotel! —Se me escapó.
—Pues sí, día y noche. —Me lanzó una corta mirada de reojo—. ¿Algún
problema?
No, por supuesto que no. Pero me preguntaba dónde se alojaría, ¿quizá en
el apartamento de su tío? En Navidades el hotel estaba completo: todas y
cada una de las treinta y cinco habitaciones, y todas las suites, estaban
ocupadas hasta la última cama. En las habitaciones 212 y 213 incluso
habíamos tenido que instalar camas supletorias. Y también las dependencias
de los empleados se encontraban llenas debido al personal de refuerzo.
—¿Tienes una habitación? —pregunté con cautela.
Ben soltó una carcajada.
—Claro que sí, he reservado la Suite Duquesa —repuso con ironía—. No te
preocupes, hasta ahora siempre he encontrado un hueco donde quedarme.
Además, no he venido aquí a descansar, sino a trabajar, como diría mi padre.
—¿A trabajar? —repetí.
—Pues sí, ya ves. —Su voz traslucía cierta irritación—. Chafándome las
Navidades, como siempre. Estas son las últimas vacaciones antes del examen
para la universidad, creo que en Alemania también lo tenéis. Mis amigos
podrán descansar y divertirse y dejarse mimar por sus padres mientras que yo
me levantaré todos los días a las cinco y media de la mañana... ¡y sin cobrar!
—Qué me vas a contar... —murmuré, pero Ben había cogido carrerilla y no
me escuchaba.
—Tú tienes un contrato anual, pero yo tengo un contrato vitalicio. Esta vez
mi tío Rudolf quiere que sustituya a Denise la de recepción, pero igual podría
ocuparme de la piscina o hacer las camas. También sé manejar planchadoras
industriales, incluida la Gorda Trulla.
—¡Vaya! —exclamé impresionada. La Gorda Trulla tenía unos rodillos de
un metro sesenta de diámetro y junto con la Cansada Berta, una lavadora del
siglo pasado cuyo tambor podría alojar una familia entera, constituía el Santo
Grial de la lavandería—. Pues entonces Pavel tiene que adorarte.
—Así es. —Sonrió con orgullo y en ese instante decidí definitivamente que
me caía bien, fuera o no hijo del Rabioso Roman. Me embargó un
sentimiento de camaradería: si era amigo de Pavel también era amigo mío.
Pavel reinaba sobre las lavadoras, secadoras, planchadoras y plegadoras del
sótano del hotel. Se trataba de un tipo enorme y musculoso, barbudo, con la
cabeza rapada y los brazos cubiertos de tatuajes con calaveras, serpientes y
estrellas de cinco puntas. Cualquiera lo tomaría por el portero de un tugurio
satánico. Pero esa impresión se esfumaba en cuanto lo veías planchar
primorosamente el cuello de un uniforme mientras cantaba el Ave María.
Poseía una clara voz de barítono y sus cantatas y arias eran legendarias. Le
gustaba tanto que lo escucharas como que te unieras a él, de modo que por fin
resultó útil el abono de la ópera que mis abuelos me regalaban por mi
cumpleaños. Al término de mi estancia en la lavandería nos salía bastante
bien el dúo de Pamina y Papageno de La flauta mágica de Mozart,
acompañados por seis lavadoras centrifugando. Y eso a pesar de que Pavel en
lugar de cantar: «Compartir los dulces impulsos es el primer deber de las
mujeres» entonaba, con su mala pronunciación: «Combatir los dulces
insulsos es el primer deber de las ujieres.» Frase que me parecía mucho más
divertida, bonita y misteriosa.
Ben tomó la última curva con algo más de ímpetu y salimos del bosque
umbrío. Ante nosotros se abrió la explanada mostrando el Castillo en las
Nubes en todo su esplendor, con sus innumerables ventanales y torres, y sus
cornisas y balaustradas de piedra. Como siempre que lo veía tuve que
contener la respiración y sentí que a Ben le sucedía lo mismo. Aunque quizá
su profundo suspiro tuviera otras causas.
Pasó de largo por la entrada del garaje y, en lugar de tomar el camino
sinuoso que ascendía hasta la gran puerta principal, paró en el aparcamiento.
—Si queréis puedo llevaros hasta la puerta. —Me sonrió de medio lado.
Le devolví la sonrisa.
—Muchas gracias, pero podemos subir a pie, ¿verdad, chicos?
—¡Ahí está el tonto de Donni! —Los gemelos señalaron a Don Burkhardt
júnior, que, al sol y con los brazos cruzados, parecía estar esperando a
alguien ante el Abeto Media Luna.
A nosotros, para ser exactos.
Solté un suspiro.
—Podéis sacarle la lengua —propuse, y los gemelos procedieron
encantados. Ya que estaban, aprovecharon para dar varios lametones a la
ventanilla del coche.
—Veo que eres la reina de la pedagogía. —Entrecerró los ojos para
distinguir mejor al niño—. ¿No es el pequeño psicópata, el hijo de los
Burkhardt?
—El mismo. —Don nos había visto y se acercabacon curiosidad—. Llevan
casi tres semanas aquí porque les están reformando la mansión de Berna. No
dejo de preguntarme cómo han conseguido sacar al niño del colegio tanto
tiempo. En Alemania no sería tan fácil...
Ben se encogió de hombros.
—Su padre habrá sobornado al director. Y si no bastaba, habrá adquirido la
escuela entera. Ese hombre compra todo lo que se le antoja.
Noté amargura en su voz y me habría gustado preguntarle por qué, pero los
gemelos ya se habían quitado el cinturón y se estaban bajando del coche. Me
apeé de un salto y, con un acto reflejo, los agarré de la capucha.
—Por cierto, que Donni rima con poni y con tontorroni —les sugerí.
Oí la carcajada de Ben.
—¡Lo tuyo con los niños es pura vocación!
Me asomé al interior del coche.
—Pero a cambio me apaño muy bien con la Cansada Berta, ¡pregúntale a
Pavel! —Quería darle la mano para despedirnos, pero debía agarrar bien las
capuchas, de modo que bajé la voz y dije con seriedad—: Muchas gracias por
no atropellarnos. Y por no chivarte.
Me miró con la misma seriedad y respondió:
—No te preocupes. Entre contratados no nos delatamos.
Se me iluminó la cara. Ya sabía yo que no podía ser mala persona si Pavel
le había confiado a la Gorda Trulla.
—Me alegro de que seas tan amable siendo hijo... —Me lancé confiada,
pero me interrumpí a tiempo. Por muy simpático que fuera quizá era un poco
pronto para decirle que no se parecía nada a su desagradable padre—. Digo...
después del susto que te hemos dado —terminé torpemente, y cerré la puerta.
—Vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí? Parece que Fanny Funke, domiciliada en
Achim bei Bremen, ha transportado a los infantes bajo su tutela en la tartana
de un desconocido, y, además, sin los asientos reglamentarios... —Don había
llegado hasta nosotros y se quedó observando el coche de Ben, que giraba
para tomar el camino de los establos; seguramente quería despachar la
entrega de las zanahorias. El niño se volvió hacia mí y añadió:
—Me pregunto si el señor y la señora Bauer, residentes en Limburgo del
Lahn, estarán contentos. ¿Quieres consultárselo tú o lo hago yo? Mira, por
ahí vienen.
Con una sonrisa malvada señaló el Mercedes blanco inmaculado de los
Bauer, que avanzó por el aparcamiento y frenó a nuestro lado. La señora
Bauer se apeó y agitó alegremente su bolso de Dolce & Gabbana, también
blanco.
—¡Yuuujuuu! ¡Aquí estáis, copitos míos! En el momento perfecto. ¿Lo
habéis pasado bien con esta niñera tan buena?
—¡De buena nada, señora! ¡Debería alegrarse de que sus hijos sigan vivos!
—soltó Don, pero la mujer no lo oyó porque uno de los gemelos se puso a
berrear:
—¡Donni, poni, macarroni, pito, pito, tontorroni!
Y el otro empezó a gritar:
—¡Quiero otra veeez!
El señor Bauer, que también se había bajado del coche, me deslizó
jovialmente en la mano un billete doblado.
—Muchas gracias por ocuparse tan bien de nuestros pequeños salvajes.
—¡Ja, ja, ja! —Se rio Don—. Es como darle las gracias a un tiburón por
arrancarte el meñique del pie y no la pierna entera.
Por suerte el hombre no se percató porque sus hijos se le habían echado
encima y hablaban sin parar de un «supertobogán hiperinclinado».
—Ha sido un placer —aseguré, y en ese momento lo dije en serio. Me
quedé mirando con cariño cómo (maldita sea, ¿cuáles eran sus nombres?) se
subían al coche con sus padres y se alejaban diciéndonos adiós por la
ventanilla.
Cuando se perdieron tras la curva carretera abajo, Don soltó un suspiro de
decepción y luego reanudó el ataque:
—Tienes una piña en el pelo, Fanny Funke. Pareces una pirada.
Me contuve para no quitármela y, en lugar de eso, desplegué el billete del
señor Bauer. Eran cien francos suizos. Me quedé sin aire.
—¡No puede ser! —exclamó Don.
Pero así era, ¡ja!
—Bueno, pues mi primer día como peor niñera del mundo no ha terminado
tan mal. —Aunque sabía que era infantil saborear ese pequeño triunfo, no
pude resistirme a acariciarle la cabeza con condescendencia—. ¿No te parece,
Donni?
Primero frunció los labios (incluso haciendo eso estaba mono), pero
después se rio.
—Por suerte las vacaciones solo acaban de empezar —contestó ceceando
algo más de lo habitual. Sentí que se me ponía la carne de gallina. Su sonrisa
se ensanchó—. ¿Sabes qué? Voy a decirles a mis padres que a partir de
mañana contraten el servicio de guardería. Seguro que organizáis unos juegos
muy divertidos. —Y con una mirada de cervatillo inocente en sus brillantes
ojos castaños remató—: Tengo el presentimiento de que en los próximos días
te pasarán algunas cosas desagradables, Fanny Funke.
Desgraciadamente yo también compartía ese pronóstico.
3
Me colé en el hotel por el sótano donde se guardaban los equipos de esquí y
subí a mi habitación por la escalera de servicio, esperando no cruzarme con
nadie que pudiera censurar mi lamentable aspecto. En concreto rezaba para
no toparme con la señorita Müller. Ese anticuado «señorita» no casaba nada
con su figura enjuta, impecable e imponente; por otro lado, a sus cuarenta y
pocos años era demasiado joven para recordar los tiempos en que solía
llamarse así a las mujeres solteras. Sin embargo, insistía en ello, y en su caso
ese tratamiento, lejos de sonar ridículo y rancio, insuflaba respeto y temor.
Sin duda, quería que la asociáramos con la señorita Rottenmeier de Heidi,
que era igual de implacable.
Un día me mandó de vuelta a mi habitación por llevar las trenzas sujetas
con gomillas de colores distintos.
«¿Es que somos hotentotes? —me preguntó con asco—. ¿Qué van a pensar
los huéspedes? Este es un hotel respetable.»
Aunque no sabía quiénes eran los hotentotes sentí mucha vergüenza. Para
no poner en entredicho la honra y el honor del hotel tiré todos los coleteros de
colores y me quedé solo con los negros.
Acababa de perder uno en mi aventura por el bosque nevado. La bien
peinada coleta se había deshecho y la melena me caía por los hombros,
desgreñada y llena de agujas de abeto. No necesitaba mirarme en el espejo
para saber que incluso los hotentotes habrían chascado la lengua con
reprobación.
Afortunadamente tuve suerte. Por el camino solo me encontré al gato
Prohibido, que se tiró panza arriba para que le acariciara la barriga. Se
llamaba así porque no debía vivir en el edificio. Por norma todas las mascotas
estaban proscritas y, puesto que Roman Montfort odiaba los felinos, estos
estaban especialmente vetados. Nadie sabía de dónde había salido Prohibido.
Monsieur Rocher, el conserje conocedor de todos los secretos del hotel,
afirmaba que llevaba allí desde siempre. Y de hecho el animal se comportaba
como si fuera dueño de todo, al tiempo que parecía no tener dueño. Con-
seguía comida en la cocina y cuando, como ahora, le apetecían mimos,
buscaba a alguien que lo acariciara. Por lo demás se dedicaba a posar
decorativamente sentado o tumbado en los antepechos de las ventanas, en los
escalones o en las sillas, y a integrarse con elegancia en el ambiente. Por
extraño que parezca, aunque recorría libremente las estancias y elegía para
dormir lugares bien visibles, Roman Montfort no lo había visto nunca.
Algunas veces, para mi asombro, no se encontraban por cuestión de
segundos; era como si Prohibido intuyera la presencia del dueño del hotel, y
entonces se quitaba de en medio tranquilamente. De vez en cuando los
clientes mencionaban al bonito gato atigrado que habían acariciado en la
tercera planta o que habían visto dormido sobre el piano del salón de baile,
por lo que Roman Montfort abrigaba la sospecha de que algún empleado
ocultaba una mascota, desobedeciendo sus órdenes. Por eso se presentaba por
sorpresa en las habitaciones del personal y amenazaba con «algo mucho peor
que el despido» a quien se hubiera atrevido a desafiar su prohibición (qué
podría ser ese «algo» era objeto de las más variadas especulaciones). Puesto
que nunca había llegado a ver al animal, es probable que se sintiera un poco
paranoico. Yo en su lugar creería que mis empleados colocaban por el hotel
gatos falsos para sacarme de quicio y volverme loca. En cualquier caso, era
asombroso que entodos aquellos años a nadie se le hubiera ocurrido delatar
al animal, acto que, sin duda, el jefe habría recompensado con un buen
ascenso.
Tras aquella corta pausa felina llegué por pasajes escondidos hasta las
dependencias del personal, situadas en el ala sur, sin encontrarme a la
señorita Müller.
El Castillo poseía innumerables pasadizos secretos, escaleras de servicio e
incluso ascensores ocultos. Necesité semanas para descubrirlos y, aunque
ahora conocía muchos de ellos a la perfección, no tenía dudas de que me
quedaba aún mucho terreno inexplorado; en especial en el sótano, un
laberinto de varias plantas profundamente excavado en la roca. Corría la
leyenda de que el hotel estaba encantado, y yo me sentía más que dispuesta a
creerlo. Escuchaba con entusiasmo todas las historias de fantasmas que me
contaban. Además del supuesto «espíritu de la montaña» que se le aparecía al
viejo Stucky siempre que se pasaba con el licor de pera destilado por su
cuñado, se hablaba de la Dama Blanca, que al parecer flotaba por las
habitaciones durante la noche haciendo tintinear las lámparas de araña en su
búsqueda de un alma gemela. Según la leyenda, aquella dama había sido
huésped del hotel, una joven atrapada en un matrimonio infeliz que, con el
corazón roto, se había arrojado desde la ventana más alta de una de las torres.
A partir de ahí circulaban dos versiones. Una decía que la Dama Blanca no
descansaría hasta inducir a algún infeliz a saltar desde la misma torre. Según
la otra versión, mucho más agradable, su único objetivo era enjugar las
lágrimas y consolar a quienes sufrían mal de amores: nadie debería tirarse por
la ventana por nadie.
Denise la de recepción juraba y perjuraba que una noche, después de
pelearse con su novio, había visto flotar por el gran vestíbulo una figura
blanca y traslúcida que le hacía señas. Aunque tenía que reconocer que estaba
dando algunas cabezadas cuando eso sucedió... En cuanto al resto del
personal, todo el mundo conocía a alguien que conocía a alguien que alguna
vez había visto a la Dama Blanca.
Monsieur Rocher, el conserje, era el único en opinar que aquella leyenda
era una invención. Afirmaba que en ese hotel nadie, por ningún motivo, se
había arrojado jamás por la ventana de la torre ni por ninguna otra.
Seguramente tenía razón (siempre solía tenerla), pero era una verdadera
lástima: prefería mil veces toparme con un buen fantasma que con muchos de
los vivos que poblaban el hotel.
El corredor de las dependencias de los empleados estaba desierto. Contenta,
cerré tras de mí la puerta con los letreros PRIVÉE, SOLO PERSONAL y PROHIBIDO
EL PASO y me encaminé a mi habitación. Oficialmente tenía tres horas de
descanso antes de incorporarme al turno de tarde en el spa, que comenzaba a
las seis. Si me cambiaba deprisa, tendría tiempo de llevar a Pavel a la
lavandería su tarta preferida de manzana y canela, y de acudir después a la
conserjería, situada en el gran vestíbulo, para tomar café con Monsieur
Rocher y que me pusiera al día sobre los huéspedes que acababan de llegar.
Siempre procuraba pasar con él los descansos porque no solo compartía
conmigo anécdotas divertidas e informaciones útiles, sino que además (no sé
cómo lo hacía) siempre me llenaba de optimismo y buen humor. Para mí,
Monsieur Rocher era el alma del Castillo. Me ayudó ya desde el primer día,
cuando me curó la mano quemada e, insistiendo en que no era ninguna
fracasada, me aseguró que Pavel y yo pronto seríamos grandes amigos.
Resultaba imposible no creer cualquier cosa que dijera con su voz tranquila y
suave. Además, me encantaba atesorar sus conocimientos sobre el hotel y los
huéspedes.
Quienes más curiosidad me despertaban en aquel momento eran un viejo
actor británico (ante cuyo nombre todos menos yo exclamaban: «¡Ah, ya sé
quién es!») y la familia de un magnate textil de Carolina del Norte para la que
habíamos preparado seis habitaciones y suites con un total de dieciséis
camas, diecisiete contando la cuna instalada en la 210. Además, ese día
también se esperaba la llegada de una famosa medallista de oro en patinaje
artístico que presentaría la gala de Fin de Año. Era la primera vez que venía
al Château Janvier y había recalcado que la acompañarían sus dos caniches
miniatura.
—¡Vaya! ¡Aquí estás, aprendiza!
Me había alegrado demasiado pronto. No fue la señorita Müller, sino
Hortensia quien salió de los baños disparada hacia mí y me bloqueó el acceso
a la habitación. Su presencia era igual de calamitosa, o incluso peor, que la de
la gobernanta. Solo llevaba dos días en el hotel y había decidido odiarme
desde el primer minuto, quién sabe por qué. Ella y sus amigas Camille, Ava y
Comosellame estudiaban en una escuela de hostelería de Lausana, y la
señorita Müller las había contratado como refuerzo del personal de limpieza.
Yo no había logrado averiguar si esa tarea formaba parte de su plan de
estudios o si es que se sacaban un buen dinero trabajando en vacaciones
como camareras de piso. En cualquier caso, parecían convencidas de que
jerárquicamente se encontraban muy por encima del personal en formación, y
creían que eso les daba derecho a tratarme como unas auténticas mandonas y
abusonas.
—¿Ves esto, aprendiza? —Agitó ante mis ojos un pelo largo y cobrizo—.
Acabo de encontrármelo en el lavabo. ¡Es asqueroso! —pronunció la última
palabra como si se escribiera con dos pares de «eses» y tilde en la primera
«o»—. ¡Como si no tuviéramos bastante con vivir en este cuchitril en
condiciones infrahumanas! Si quieres seguir usando esos baños prehistóricos,
más vale que limpies después. ¿Entendido?
Tragué saliva. Puesto que ninguna otra empleada era pelirroja aquel cabello
solo podía ser mío. Dejar pelos en el lavabo me disgustaba y por eso siempre
procuraba quitarlos, pero había una buena razón por la que ese día me había
sido imposible hacerlo. Tomé aire.
—Quizá recuerdes que esta mañana me echasteis del baño porque queríais
lavaros los dientes las cuatro juntas. Por eso no he podido...
—¡Bla, bla, bla! No quiero tener que volver a limpiar ninguna porquería
tuya. ¿Está claro, guarra? —Arrojó el cabello y se me quedó mirando con
repugnancia—. Pero bueno, ¿qué haces toda desgreñada y con el pelo lleno
de hierbajos?
Volví a tragar saliva. Era la primera vez en mi vida que alguien me llamaba
«guarra» en serio, y me quedé totalmente descolocada. Para situaciones así,
en las que uno no sabe cómo reaccionar, mi amiga Delia y yo nos habíamos
inventado un juego llamado «¿Qué haría Jesús?» (fue durante una clase de
religión muy aburrida), aunque esa figura podía sustituirse por la de cualquier
personaje famoso. A decir verdad, en aquel momento Jesús no resultaba una
elección muy práctica, por mucho que pudiera andar sobre las aguas o
transformar el agua en vino. Seguramente él le impondría las manos a
Hortensia y la libraría para siempre de su terrible maldad. Yo podía
intentarlo, claro, sin duda la chica alucinaría si le ponía una mano en la
cabeza y murmuraba: «Demonio, abandona su cuerpo.» Pero, sin duda,
también me ganaría una buena bofetada. Y entonces tendría que poner la otra
mejilla...
—¿Qué pasa, aprendiza? ¿Se te ha comido la lengua el gato?
Seguí pensando. ¿Qué haría en mi lugar... eeeh... Mahatma Gandhi? Ay,
demonios. Claramente aquel no era mi día. Aunque... ¿no fue él quien dijo:
«Nunca actuemos por miedo y nunca tengamos miedo de actuar»?
Pues adelante. Esbocé una amable sonrisa y me recoloqué imaginariamente
mis gafas de Gandhi.
—Dialogando se puede solucionar todo, querida Hortensia. Si queréis que
deje limpio el lavabo será mejor que no me echéis del baño antes de que
termine. ¿Qué te parece si mañana lo probamos?
Enseguida me di cuenta de que no la convencía lo más mínimo. Al
contrario, más bien parecía que Gandhi aumentaba su agresividad.
«A lo mejor debería actuar como lo haría ella», reflexioné mientras la chica
repetía:
—¡Bla, bla, bla!
Se dice que la gente se encuentra más a gusto cuando está entre iguales. Por
eso puse los brazos en jarras, fruncí el ceño con gestoamenazante y le grité
con una voz nasal muy desagradable:
—¡A mí no me hagas blablablá! ¡Y no te atrevas a llamarme otra vez guarra
ni aprendiza! ¿Entendido?
—¿Y qué vas a hacer? —Hortensia alzó la barbilla más que yo la mía—.
¿Chivarte a la Müller? Por mí perfecto. Le caemos mejor nosotras que tú,
aprendiza. —Y con una sonrisa triunfal añadió—: Para que lo sepas, Camille
es su sobrina. ¡Su sobrina preferida!
Ajá. Eso explicaba muchas cosas.
De pronto me pregunté qué haría en mi lugar Don Burkhardt júnior (señal
de que aquel niño demoníaco me obsesionaba). Y me encontré diciendo:
—Pues para que te enteres, Hortensia auxiliar de limpieza chulita
proveniente de Lausana: llevo en este hotel mucho más tiempo que tú y tengo
amigos poderosos. —¡Me estaba saliendo genial! Sonaba tan amenazante
como cuando Don sacaba a relucir las amistades de su padre. Aunque me
faltaban el acento suizo y el ceceo adorables, claro. Continué—: A esos
amigos les disgustará mucho saber que me tratas mal, o que llamas
«cuchitril» a este respetable establecimiento.
Hortensia abrió la boca para responder, pero en ese momento sopló una
fuerte corriente por el corredor y la puerta de los baños se cerró de un sonoro
portazo.
Las dos nos sobresaltamos, pero, mientras que Hortensia miraba asustada a
su alrededor, yo sentí que aquel golpe reforzaba mis palabras.
—Me alegro de que ahora todo esté claro —zanjé, y pasé de largo en
dirección a mi habitación, que se encontraba al final del pasillo. Era un poco
preocupante haberle copiado el método a un minipsicópata de nueve años (y,
la verdad, lo sentía por Jesús y por Gandhi), pero debía reconocer que había
funcionado a la perfección.
Cerré la puerta con un golpe intencionado, me quité el abrigo y comencé a
sacarme del pelo las agujas de abeto.
Cuando llegué al Castillo, en septiembre, pude elegir cama porque durante
el año no se ocupaban ni la mitad de las dependencias del personal. No había
habitaciones individuales y menos aún con baño, pero el cuartito que escogí
podía pasar por individual debido a su reducido tamaño. Nadie quería
alojarse en él porque la calefacción estaba estropeada y al parecer tras la
pared había una cañería rota que, también supuestamente, emitía una especie
de gemidos terroríficos. Según Denise la de recepción a lo mejor no se trataba
de la tubería, sino de la Dama Blanca intentando atraer a las almas perdidas a
lo alto de la torre. A mí todo eso no me importaba, solo quería disponer de
una habitación para mí sola. Y seguía pensando que mi cuartito había sido
una buena elección. Me gustaban el papel lila de la pared, a rayas y
descolorido, y la ventana abuhardillada que se abría en el inclinado tejado y
desde la que se veían los picos Ober Gabelhorn, Zinalrothorn y Dent
Blanche, los tres cuatromiles que se alzaban frente al hotel. Era exactamente
la misma vista por la que los huéspedes de la Suite Panorama, una planta más
abajo, pagaban una fortuna (aunque he de reconocer que por ese dineral ellos
disfrutaban, además, de diez metros de ventanales y de una fantástica terraza
panorámica).
Era cierto que la calefacción no funcionaba, pero siempre he preferido
dormir con las ventanas abiertas. Acurrucada bajo un grueso plumón y dos
mantas de lana no había pasado frío ni en las noches más gélidas. Y en
cuanto a los supuestos gemidos, solo dos veces, de madrugada, me habían
despertado una especie de suaves suspiros. Como en ambas ocasiones estaba
teniendo pesadillas, agradecí mucho que interrumpieran mi sueño.
La otra cama, colocada bajo el inclinado tejado, servía para dejar mis cosas.
Al llegar las Navidades temí tener que despejarla para alguna empleada de
refuerzo. En ese caso nos habríamos encontrado realmente hacinadas porque,
aparte de las camas, no cabía literalmente ni un mueble más en la habitación.
Tan solo había dos estantes fijados a la pared, donde guardaba algunos
objetos personales y parte de la ropa; el resto seguía en la maleta debajo de la
cama, por ejemplo, el bañador que me había llevado en la inocente creencia
de que, en su tiempo libre, el personal tendría permiso para utilizar la piscina
del hotel.
Sin embargo, todo apuntaba a que podría seguir sola en mi cuartito. Habían
llegado bastantes más auxiliares hombres que mujeres, así que el sector
masculino viviría más incómodo que nosotras.
Mientras me quitaba todo menos la ropa interior, para librarme por fin de
las agujas de abeto, revisé los mensajes del móvil.
Como todos los días, mi madre me había enviado una carita sonriente y
unas frases: «Papá, Finn, Leon y yo te deseamos un buen día en las montañas.
Espero que puedas disfrutar de la naturaleza y relajar la mente.»
Claro que sí, mamá, lo mejor para relajar la mente es limpiar váteres,
acarrear montañas de ropa sucia, perseguir niños asalvajados y aguantar los
ataques de una auxiliar de limpieza abusona procedente de Lausana. ¡No hay
mayor relax!
Y el mensaje de mi amiga Delia no era mucho mejor: «¡Por fin vacaciones!
Me voy a pasar una semana sin estudiar y sin pensar en el examen de la uni.
El plan es salir de fiesta, emborracharme, ver series y dormir.» Sonreí
recordando las amargas palabras de Ben sobre las vacaciones de sus
compañeros. El mensaje continuaba: «¿Están ricos los cócteles? ¿Han llegado
por fin los chicos guapos? ¿Algún joven millonario que quiera casarse con la
linda empleada en formación? ¡Acuérdate de mandarme a su hermano!
Gracias y besos, D.»
Suspiré. Delia era mi mejor amiga desde la guardería. Siempre lo hacíamos
todo juntas, y en el instituto escogimos las mismas asignaturas para poder
compartir cada minuto. Cuando tuve que repetir el décimo curso lo peor fue
separarme de ella. Delia insistía en que no pasaba nada, porque en sus
pensamientos yo seguía siempre a su lado y porque no importaba hacer el
examen para la universidad un año antes o un año después, pero en realidad
no era cierto. Nunca me sentí tan sola como cuando volví a suspender el
curso. Me ponía enferma solo de pensar en quedarme otro año desolador en
Achim bei Bremen mientras los demás, al terminar el duodécimo curso y
hacer el examen de la universidad, volaban libres por el mundo. Y por eso les
tomé la delantera.
Lo admito, me habría gustado hacer algo más espectacular y más cool que
una formación en un hotel, pero para colaborar con una reserva de guepardos
en Sudáfrica, para apoyar el proyecto de conservación del tiburón ballena en
las Maldivas o para trabajar de au pair en Costa Rica se exigía la mayoría de
edad. Después de mucho buscar, realmente me alegré de haber encontrado
algo que mis padres aprobaban, que no les costaba dinero y que, además, se
encontraba bien lejos de mi casa.
Un leve repiqueteo en el cristal me sacó de mis pensamientos. Dos ojillos
negros brillantes me miraban desde fuera, así que me apresuré a abrir la
ventana.
Esa era otra razón por la que me encantaba mi cuartito: los grajillos
piquigualdos típicos de los Alpes frecuentaban el alféizar de la ventana,
presumiblemente porque el ocupante anterior les daba de comer a escondidas.
Una costumbre que adquirí enseguida con entusiasmo, sin preocuparme de la
prohibición del hotel. Al fin y al cabo no eran las palomas de la plaza de San
Marcos, cuyas cagadas acabarán por hundir Venecia porque son tan
corrosivas que carcomen hasta el mármol. Estos eran solo siete pajaritos que
no hacían daño a nadie. Es más, ni siquiera los había visto cagar, tenían unos
modales exquisitos; seguro que se retiraban discretamente al bosque para
despachar ese asunto. Les puse a todos el nombre de Hugo porque al
principio me parecían exactamente iguales, con su pico amarillo, su plumaje
negro brillante y sus inteligentes ojillos también negros. Con el paso del
tiempo los fui conociendo y así aprendí a distinguir al Hugo melancólico, al
Hugo megaglotón (glotones eran todos, pero megaglotón era solo uno), al
Hugo cojo, al Hugo cleptómano (ya me había robado dos pinzas del pelo y la
tapa de un espray, y a punto estuvo de llevarse el cargador del móvil; pero a
pesar de todoy en secreto era mi favorito), al Hugo rechoncho, al Hugo
saltarín y al Hugo desconfiado.
—¡Hola, Hugo saltarín! ¿Vienes a visitar a la Fabulosa Fanny?
Menos mal que nadie me oía porque no solo hablaba con ellos como se les
habla a los bebés, sino que además me refería a mí misma en tercera persona
para que se aprendieran mi nombre. Por lo visto este tipo de grajillos son tan
listos que incluso pueden aprender a hablar, así que esperaba con impaciencia
el día en que uno de ellos trinara: «Hola, Fabulosa Fanny. Estoy muy bien, ¿y
tú?» Pero parecía evidente que ese día no había llegado aún. El Hugo saltarín
se limitó a brincar de acá para allá mirándome con expectación.
El sol ya no brillaba con la fuerza de antes. Se había levantado viento y el
banco de nubes que se aproximaba desde el oeste sobrevolando las cumbres
había enviado una avanzadilla de leves jirones que creaban una luz
blanquecina.
—¿Tú qué opinas? ¿Nevará antes de que anochezca? —le pregunté
desmigando un panecillo de leche y extendiendo las migajas por el alféizar.
Según había leído en un foro ornitológico, el estómago de los grajillos tolera
muy bien el pan de leche, a diferencia del pan normal. Había probado con
pipas de girasol, copos de avena y frutos secos, pero nada los entusiasmaba
tanto como aquellos panecillos.
Mientras terminaba de cambiarme aterrizaron el Hugo cojo y el Hugo
desconfiado para ayudar a su compañero con la comida. Les hice unas
cuantas fotos con el móvil y seleccioné para Delia una en la que miraban
adorablemente a la cámara. Contesté a su mensaje: «Uy, esto está lleno de
chicos guapos. No te lo he dicho antes porque no sabía con cuál quedarme.
Pero el hermano será para ti, no te preocupes.»
Luego le mandé la misma foto a mi madre: «¡Aquí la naturaleza viene a tu
ventana! Y ya ves, estos pájaros son felices aunque no hagan el examen de la
uni.»
Una vez que se zamparon todas las migas, los tres Hugos se quedaron
mirando cómo me embutía en los tupidos pantis de compresión negros que
había adquirido recientemente. La señorita Müller insistía en que con el
uniforme solo se podían llevar medias negras. Al principio compré unas que
no parecían tan de abuela, pero se les hacían tantas carreras que no daba
abasto para reponerlas. Ese no era su único defecto: también se movían ¡y
pobre de aquella a quien la señorita Müller pillara recolocándoselas! Por lo
visto eso era propio de vándalas (parientes, sin duda, de los hotentotes). Por
eso al final la única opción fueron los pantis de compresión. Se podrá decir,
con razón, que son lo menos sexi del mundo, pero lo cierto es que una vez
puestos resultaban supercómodos y no se movían ni un milímetro en todo el
día. Y, además, modelaban muy bien las piernas. Aunque no se nos veían
mucho porque el uniforme que me estaba poniendo observada por los tres
Hugos, nos llegaba hasta la rodilla. Aquella prenda era realmente
sorprendente: colgada en la percha parecía una simple bata negra de algodón
con una fila de botones y un cuello blanco. Pero en cuanto me lo ponía y lo
abotonaba por delante se convertía en un traje de lo más estiloso. Sin escote,
se me ajustaba perfectamente al cuerpo, mientras que se abría con un ligero
vuelo desde la cadera; realmente parecía hecho a medida para mí. Con su
cuello inmaculado, sus puños reforzados, sus botoncitos dorados y el bordado
con la corona emblema del hotel resultaba elegante incluso combinado con el
plumero. En cuanto me lo ponía caminaba más erguida. Por extraño y
seguramente triste que parezca, nunca había ido tan bien arreglada como con
aquel uniforme de camarera y aquellas medias de compresión.
Contenta con mi imagen (me miré en el espejo atornillado detrás de la
puerta), me coloqué una última horquilla en el moño, ya libre de agujas de
abeto, y me giré hacia los tres Hugos.
—Chicos, es el momento perfecto para un silbido de admiración.
No silbaron, pero me miraron con aprobación antes de salir volando
asustados cuando cerré la ventana. Debía hacerlo si no quería encontrarme la
cama cubierta de nieve al regresar. Era asombroso lo rápido que cambiaba el
tiempo allí arriba. El cielo se había oscurecido un poco más y la silueta de las
montañas aparecía desdibujada. La masa de nubes se aproximaba y el viento
cobraba fuerza. La previsión pronosticaba para toda la semana «nevadas
continuadas incluso en cotas bajas». Aunque sabía que eso dificultaría la
llegada de los huéspedes, no pude evitar alegrarme.
Esas iban a ser, con diferencia, las Navidades más blancas de mi vida.
Y las primeras sin mi familia.
Temía que pasar las vacaciones trabajando y rodeada de extraños me haría
sentir mucha nostalgia, pero en realidad lo que sentía era un emocionante
cosquilleo en el estómago.
Porque una cosa era segura: aquellas no iban a ser unas Navidades
aburridas.
4
Aunque el reglamento interno prohibía la presencia de mascotas en el
Château Janvier («para garantizar el descanso de los huéspedes»), aquel día
llegaron al hotel tres sabuesos. Sumados al perro carlino del señor y la señora
Von Dietrichstein, que se habían registrado el día anterior y ocupaban la
habitación 301, constituían ya cuatro excepciones a las normas. Sin embargo,
todos contaban con autorización expresa del Rabioso Roman.
«Es que hay clientes y clientes... —solía decir en esos casos—. Y por
determinados huéspedes hacemos todo lo que está en nuestras manos.»
Los señores Von Dietrichstein eran, sin duda, huéspedes «muy
determinados», pues no solo pertenecían a la nobleza, sino también a los
medios de comunicación (él era fotógrafo y ella, periodista independiente), y
hacía años que se les concedía la exclusiva de la gala de Nochevieja, así
como permiso para entrevistar a los invitados más célebres. Además,
enseguida quedó patente que su perro no suponía ningún riesgo para el
«descanso de los huéspedes». Durante el registro de sus amos se mantuvo tan
quieto y callado que a primera vista parecía un animal disecado, o bien una
de esas bomboneras inquietantemente realistas a las que se les desenrosca la
cabeza para acceder a los dulces. Ni siquiera babeaba, cosa extrañísima en un
carlino.
Los caniches de la campeona olímpica de patinaje artístico Mara Matthäus,
aunque mucho más vivarachos, también estaban demostrando una educación
extraordinaria mientras su dueña se registraba, y eso a pesar de que el
Rabioso Roman, que había llegado hacía un rato al hotel, se empeñaba en
acariciarles la cabeza sin parar.
Bien escondida en la conserjería, me entretenía observando la llegada de la
presentadora de la gala de Fin de Año. Desde allí contemplaba todo el gran
vestíbulo y, a través de las puertas giratorias, incluso algo del exterior.
Además, oía todo lo que se decía en la recepción, situada en la esquina
opuesta del vestíbulo, mientras el mostrador forrado de madera me mantenía
protegida. En caso necesario bastaba con dar un paso a la izquierda para
desaparecer del campo de visión, cosa que hice a toda prisa en cuanto
apareció el dueño del hotel. Aunque en realidad nunca se fijaba en mí...
—Estos perritos están casi tan bien entrenados como su atlética dueña —
dijo alegremente, riéndose de su juego de palabras.
Su hijo, que atendía en la recepción, torció el gesto por un instante, aunque
enseguida se controló.
Tras dar de comer a los caballos, Ben no perdió tiempo en deshacer las
maletas y ocupó de inmediato su puesto; o bien era extremadamente
responsable o bien su padre lo tiranizaba exactamente igual que al resto de
los empleados. Claro que, si era cierto que trabajaba gratis, Roman Montfort
no podía amenazarlo con una bajada de salario o un despido fulminante.
Desde mi escondite había podido observar, hacía un rato, el saludo algo
distante de padre e hijo. Aunque «algo distante» es un eufemismo: en
realidad la sonrisa de Roman no fue ni la mitad de amable que la que en ese
momento dedicaba a los caniches, y Ben ni siquiera le sonrió. Al contrario, lo
miró consternado porque, a su llegada a la recepción, había encontrado a su
padre abroncando a Anni Moserpor atreverse a cruzar el gran vestíbulo.
«¿Qué le tengo dicho?», siseaba el director a la mujer.
«Que no quiere que espante a los huéspedes con mi cara de pasa...»,
respondía ella.
Anni Moser era la camarera más antigua del equipo de la señorita Müller y,
seguramente, también del mundo entero a juzgar por las arrugas que surcaban
su cara y las manchas que moteaban sus manos. Jamás revelaba cuántos años
tenía y afirmaba que solo abandonaría el Castillo cuando ya no fuera capaz de
pasar el plumero. Y eso estaba muy lejos de suceder porque nadie, ni siquiera
la señorita Müller, pasaba el plumero con tanta energía como ella. Tampoco
nadie se encaramaba con tanta soltura a una escalera para limpiar las
molduras o las barras de las cortinas, ni se sabía tantos trucos para limpiar las
manchas de muebles y tapicerías.
«Discúlpeme, no volverá a suceder», había contestado, y se marchó bajo la
áspera mirada de Roman Montfort. Después, este se dio la vuelta para saludar
a su hijo.
No distinguí las palabras de Ben, pero no debieron de agradarle porque su
mirada permaneció severa y, en lugar de un abrazo, se limitaron a
intercambiar unas breves y tensas palmadas en la espalda. Acto seguido,
Roman Montfort protagonizó un espectacular ataque de ira, con vena
hinchada en la frente incluida, porque había descubierto huellas en el cristal
de la puerta giratoria (a la altura de cierto niño escuchimizado de nueve años,
dicho sea de paso).
Su hijo estaba claramente acostumbrado a aquellas escenas porque ni
siquiera pestañeó. Muy al contrario que los nuevos botones, quienes,
asustadísimos, corrieron a buscar un paño. Uno de ellos se quedó un buen
rato temblando.
Ahora, tras el mostrador de recepción y con su traje negro, Ben me pareció
mayor que cuando nos habíamos conocido; y juraría que antes tampoco iba
tan repeinado. Con una sonrisa profesional sostenía, ya preparada, la llave de
la habitación de Mara Matthäus.
El Castillo no había entrado en la era de las tarjetas magnéticas digitales; es
más, podría decirse que su logística de llaves y cerraduras seguía anclada en
el siglo XIX. A algunos huéspedes esto les parecía raro y anticuado, pero la
mayoría pensaba que aquellas llaves de hierro forjado con arabescos, junto
con sus llaveros de grandes borlas doradas, formaban parte de una estrategia
de decoración nostálgica.
—Si me lo permite, yo mismo la acompañaré a su habitación para
asegurarme de que todo está a su gusto —se ofreció Roman Montfort,
tomando la llave antes de que la (por cierto muy atractiva) señora Matthäus
pudiera adelantarse—. Jakob se ocupará de su equipaje.
«Jakob» era en realidad Yaromir, que ofrecía un aspecto de lo más peculiar
en uniforme de portero con sombrero de copa y levita. Su estoica expresión
no dejaba traslucir nada, pero yo bien sabía que se sentía muy incómodo con
aquellos ropajes porque, en los últimos dos días, no había desaprovechado la
más mínima oportunidad de quejarse. Así, me había enseñado varias palabras
en checo que no aparecen en los libros de texto, además de la bonita frase:
«¡Maldita sea, soy un trabajador, no un estúpido director de circo!» No lo
consolaba nada que Nico y Jonas, dos empleados auxiliares reclutados como
Hortensia y sus amigas en la escuela de Lausana, hubieran corrido mucha
peor suerte con las chaquetillas cortas y el ridículo gorro achatado del
uniforme de botones.
Solo había logrado calmarlo mencionando las buenas propinas que aquel
disfraz le reportaría. Seguramente por eso, ahora se tocó el ala del sombrero y
me hizo una seña mientras empujaba el carro portamaletas hacia uno de los
montacargas.
Hacía ya mucho tiempo que, durante el año, no había botones, porteros ni
ascensoristas en el Château Janvier; era la persona que atendía la recepción
quien daba la bienvenida a los clientes y se hacía cargo de su equipaje. Sin
embargo, en Navidad, cuando el establecimiento se llenaba de huéspedes
ilustres, se ocupaban otra vez aquellos históricos puestos y los antiguos
uniformes salían de nuevo a relucir. Varias semanas atrás había ayudado a
Pavel en la lavandería, y juntos extrajimos de sus fundas de tela aquellas
auténticas piezas de museo. Utilizamos vapor para poner a punto los pesados
tejidos de loden con guarniciones doradas, y también abrillantamos los
botones de latón. En aquellos días me aprendí el aria «Il mio tesoro» de la
ópera Don Giovanni, y descubrí la bonita palabra «charretera» (esos adornos
cosidos en los hombros de los uniformes de los que cuelgan muchos flecos);
estaba impaciente por tener la oportunidad de utilizarla.
Cuando la reja y la puerta del viejo ascensor se cerraron con su
característico chirrido metálico tras Roman Montfort, Mara Matthäus y los
dos caniches modositos, un suspiro de alivio general recorrió el gran
vestíbulo y volví a dejarme ver tras el mostrador de la conserjería.
Monsieur Rocher dijo, mirándome por encima de sus gafas:
—Mientras no ladren ni persigan al gato no tengo nada en contra de los
perros..., pero es una pena cómo estropean la nieve.
Solté una risilla divertida.
—Es verdad. Eso es lo primero que me enseñó mi madre: «¡Cuidado con
las manchas amarillas!» Aunque en realidad en mi zona la nieve se derrite
enseguida. —Me dedicó una mirada llena de compasión—. Y más en
Navidad, porque siempre llueve...
—¡Una verdadera lástima! ¿Otra trufa de mazapán?
Para consolarme por mi infancia sin nieve me acercó un cuenco plateado
lleno de trufas que la pâtissière, la repostera del hotel, no consideraba aptas
para los huéspedes porque el baño de chocolate no era lo bastante perfecto.
—Bueno, ¡pero es la última!
Cerré un momento los ojos mientras el chocolate se me fundía en la lengua.
Por suerte para el personal, a quien siempre enviaba los dulces supuestamente
defectuosos, la pâtissière Madame Cléo era una perfeccionista incorregible.
Bastaba una limadura de naranja fuera de sitio en el glaseado de un pastelito
petit four para que lo descartara. Y una vez había desechado una bandeja
entera de alargados éclairs porque, al parecer, salieron con forma de pene.
—¿Tu primer día de niñera ha ido tan mal como pensabas? —se interesó
Monsieur Rocher.
—Ha superado con creces mis peores temores. —Puse dramáticamente los
ojos en blanco—. ¡Y eran solo dos niños! Por suerte mañana llega la
monitora... Espero que ella sepa cómo actuar cuando los críos, en lugar de
hacer muñecos de nieve, salgan corriendo y se tiren a la carretera.
Con el servicio de guardería pasaba en el hotel como con los botones y los
porteros: durante el resto del año no existía. A menos, por supuesto, que
alguien solicitara expresamente una niñera, en cuyo caso se realizaban las
gestiones oportunas para encontrarla. Sin embargo, en Navidades una
monitora subía a diario desde el pueblo más cercano. Su misión consistía en
divertir a todos los huéspedes menores de doce años en horario de nueve a
cuatro y media, domingos y festivos incluidos. Aquel año yo sería su eficaz
ayudante.
—Hum. —Nadie hacía «hum» tan amablemente como Monsieur Rocher.
Nunca contenía ni rastro de reprobación o duda, y siempre sonaba
reconfortante—. No te preocupes por eso, con este tiempo mañana tendréis
que quedaros aquí albergados. Y, si hace falta, el cuarto de juegos se puede
cerrar con llave, está escondida en el marco de la puerta. Lo digo por si
alguno intenta escaparse...
—¡O entrar! —exclamé, pensando en Don Burkhardt júnior.
Nos quedamos callados mientras bebíamos los capuchinos que había
llevado hacía un rato. Con todo lo sucedido se habían quedado tibios, pero
era un café tan bueno que su sabor seguía siendo delicioso y enseguida noté
que me relajaba.
Monsieur Rocher era como un bálsamo para el alma. No me explico cómo
lo lograba, pero en su presencia siempre me sentía tranquila y optimista.
Aunque mis problemas no se esfumaban, de pronto me parecían mucho
menos importantes. En aquel momento la pelea con Hortensia y los
empujones mañaneros en el baño me resultaban insignificantes, tanto que ni
siquiera se los mencioné.
Era muy difícil calcularsu edad porque apenas había arrugas en su cara
pálida y alargada, excepto unas poquitas patas de gallo alrededor de los ojos
despiertos. Sin embargo, el pelo blanco y su cariñosa sabiduría, propios de un
abuelo, daban a entender que su edad era muy avanzada. Una vez le pregunté
cuántos años tenía y me contestó algo molesto: «¡Ah, el género humano!
Siempre interesándose por los números.» Y eso me ratificó que era mucho
mayor de lo que parecía.
Tras el alboroto y el frenesí anteriores ahora reinaba una tranquilidad muy
agradable en el gran vestíbulo y, precisamente por tratarse de la calma previa
a la tempestad, la disfruté especialmente. Ben organizaba documentos en la
recepción, el señor y la señora Ludwig, de la 107, leían apaciblemente el
periódico en el sofá situado ante la chimenea chisporroteante y los dos
botones iban de acá para allá un poco perdidos, como a punto de ejecutar la
marcha de los soldaditos de plomo de El cascanueces.
Aunque algunos huéspedes ya habían llegado, a la mayoría se los esperaba
esa tarde y a lo largo del día siguiente. Antes de Mara Matthäus se había
registrado un hombre maduro y discreto que viajaba solo y a quien habría
calificado de aburrido de no haber sido por Monsieur Rocher.
«Ese caballero no tiene nada de aburrido —me había susurrado—. Míralo
con atención. No es fácil distinguirlo por el abrigo, pero está en perfecta
forma física. Además, fíjate en sus andares, en su ropa a medida, en cómo
revisa el espacio con mirada experta... ¿Ves ese bulto bajo el brazo? Es una
funda sobaquera con una pistola dentro.»
«¡Vaya! —murmuré emocionada cuando reconocí por un momento el bulto
—. ¿Será un asesino a sueldo? O un... eeeh... cazafortunas que por alguna
razón lleva pistola. Por cierto, ¿no deberíamos avisar de que va armado? ¿Y
si pretende asaltar el hotel?»
Pero Monsieur Rocher se había limitado a sonreír.
«Puesto que se aloja en la habitación 117, contigua a la Suite Panorama,
estoy bastante seguro de que es un guardaespaldas contratado por la familia
Smirnov.»
«Ah, menos mal», había contestado yo. Que fuera guardaespaldas resultaba
menos emocionante, pero más tranquilizador que si era un asesino a sueldo.
Los Smirnov, los rusos que habían reservado la Suite Panorama, parecían
bastante extraordinarios; desde luego ya sabíamos que eran
extraordinariamente ricos. Se encontraban, sin duda, en la categoría de
«huéspedes determinados». Además del detalle de bienvenida de lujo (que
costaba seiscientos francos y consistía en un ramo de rosas, champán, trufas,
caviar y fresas japonesas) habían encargado para la habitación un arreglo
floral de treinta y cinco amarilis blancos y, para la nevera, doscientos
cincuenta gramos de tartar de ternera charolesa. Esto último seguramente era
para su perro, la excepción número cuatro tras el carlino de los Von
Dietrichstein y los dos caniches de la patinadora. A juzgar por la cantidad,
debía de tratarse de un perro pequeño o incluso muy pequeño (o puede que lo
tuvieran a dieta).
Dejé la taza de capuchino vacía sobre el mostrador. Fuera había empezado
a oscurecer y, como si hubiera estado esperando un momento propicio, el
gato Prohibido bajó tranquilamente por la escalera para hacernos un poco de
compañía. Se colocó, elegante como un jarrón Ming, entre el timbre de la
conserjería y mis codos apoyados. Bueno, como un jarrón Ming que
ronroneaba y se lamía la patas.
Al verlo, los señores Ludwig intercambiaron un codacito de complicidad y
sonrieron. En secreto, aquellos enamorados de pelo blanco eran mis
huéspedes preferidos porque siempre iban de la mano, se leían poemas el uno
al otro y, resumiendo, eran simplemente maravillosos. Él la llamaba «bella
mía» y ella, «amor mío». Parecían sacados de otra época, con aquellas ropas
y peinados anticuados que seguramente pretendían ser chic pero solo
llegaban a decentes. Se notaba enseguida que no estaban acostumbrados a
que los sirvieran, y sentían gran apuro cuando otras personas trabajaban para
ellos. Todos los días dejaban cinco francos en la cómoda de su habitación con
una nota que decía: «Esto es para usted, amable camarera.» Por mi parte, yo
siempre les dejaba dos chocolatinas en la almohada en lugar de solo una, y
metía religiosamente el dinero en el bote de las propinas que guardábamos en
la oficina del personal. Pero sabía que aquellos francos eran específicamente
para mí, primero porque las demás camareras no eran nada amables y,
segundo, porque los Ludwig me cubrían de elogios por realizar hasta la tarea
más sencilla, como proporcionarles una almohada más firme o embetunarles
los zapatos.
Ya de jovencita soñaba la señora Ludwig con bailar el vals en la gala de Fin
de Año del Château Janvier, luciendo un fantástico vestido de princesa y una
tiara que adornara su pelo recogido. Por aquel entonces no se cansaba de
admirar las revistas en cuyas fotos se veía a la gente guapa, rica y famosa
danzando en el gran salón de baile mientras reía y tomaba champán.
«Casi me parecía que podía oír los violines», me había confesado un día. Y
el señor Ludwig había ratificado, mirándola enamorado: «Oh, sí. Así era.»
Cuando a los veintiún años conoció a su futuro marido, por fin supo en
brazos de quién bailaría, y se casaron solo cuatro meses después de aquel
primer encuentro. Puesto que no eran famosos ni ricos, alojarse en el Château
Janvier suponía para ellos un sueño inalcanzable, pero eso no les impidió ser
felices. Los años pasaron, criaron tres hijos, construyeron una casita y
trabajaron mucho para pagar el crédito del banco.
«Pero ella nunca dejó de soñar con el Castillo», había dicho el señor
Ludwig en aquel punto de la historia (la estoy resumiendo un poco). Y su
esposa añadió: «Soñar es bueno, te mantiene joven.»
Y por eso su marido se pasó treinta años apartando un dinerito y tomando
clases de baile en secreto, hasta que ahorró lo bastante para poderse permitir
la estancia en el hotel.
«Incluso quería comprarme una tiara para el baile —me había dicho la
señora Ludwig sonriendo mientras daba unas palmaditas en la mano de su
esposo—. Pero me pareció un poco excesivo. Seré la muchacha más vieja
que jamás haya danzado en ese salón, pero también seré la más feliz, ¿verdad,
amor mío?»
«Serás la más guapa de todas», contestó él, y tuve que enjugarme
discretamente una lagrimilla de emoción. Aquello era romanticismo del
bueno.
El hecho de que ahora estuvieran leyendo el periódico en el vestíbulo con
un ojo puesto en la puerta giratoria no era en absoluto casual. Sentían tanta
curiosidad como yo, y por nada del mundo querían perderse la llegada de
algún personaje conocido. Mara Matthäus ya los había entusiasmado, así
como la Reina de los Rodamientos, una millonaria y mecenas artística a la
que todos llamaban así y que se había registrado en la habitación 110 con un
acompañante notablemente más joven que ella. Si teníamos suerte, el actor
británico, la gran familia del magnate estadounidense y los extravagantes
rusos de la Suite Panorama llegarían antes de la cena.
Levanté la vista hacia Ben. Ahora que su padre se había ido, por fin me
atreví a dirigirle la palabra.
—¿Quieres? —le ofrecí, procurando no levantar mucho la voz—. Son
trufas de mazapán de Madame Cléo, las de segunda clase.
—¡Claro que sí, tírame una! Estoy muerto de hambre.
Por un momento pensé en hacer lo que decía y lanzar la trufa en una
parábola diagonal por todo el vestíbulo. Pero, primero, había mucha distancia
hasta la recepción; segundo, necesitaría tirarla con efecto para esquivar una
columna adornada de espumillón, y, tercero, aquellas trufas eran demasiado
exquisitas para arriesgarse a que acabaran por el suelo.
—Anda, ve —me animó Monsieur Rocher como leyéndome el pensamiento
—. Yo he comido ya trufas para el resto del siglo.
Como todo seguía tranquilo y apacible tomé el cuenco para abandonar la
conserjería. Si no se quería saltar por encima del mostrador (era lo más rápido
pero, claro, no lo más apropiado), había que acceder por una puerta trasera a
una sala de personal sin ventanas pero con

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