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Stephanie Laurens
SOMBRAS AL AMANECER
ÍNDICE
Capítulo
1...........................................................................................................
....... 4
Capítulo
2...........................................................................................................
....... 20
Capítulo
3...........................................................................................................
....... 36
Capítulo
4...........................................................................................................
....... 50
Capítulo
5...........................................................................................................
....... 65
Capítulo
6...........................................................................................................
....... 82
Capítulo
7...........................................................................................................
....... 94
Capítulo
8...........................................................................................................
....... 109
Capítulo
9...........................................................................................................
....... 125
Capítulo 10
.............................................................................................................
... 139
Capítulo 11
.............................................................................................................
... 154
Capítulo 12
.............................................................................................................
... 171
Capítulo 13
.............................................................................................................
... 187
Capítulo 14
.............................................................................................................
... 201
Capítulo 15
.............................................................................................................
... 214
Capítulo 16
.............................................................................................................
... 231
Capítulo 17
.............................................................................................................
... 245
Capítulo 18
.............................................................................................................
... 261
Capítulo 19
.............................................................................................................
... 272
Capítulo 20
.............................................................................................................
... 288
Capítulo 21
.............................................................................................................
... 304
Capítulo 22
.............................................................................................................
... 314
Capítulo 23
.............................................................................................................
... 327
RESEÑA
BIBLIOGRÁFICA..................................................................................
... 349
Capítulo 1
Mount Street, Londres
25 de mayo de 1825, 3 de la madrugada
Estaba borracho. Borracho como una cuba. Más borracho de lo que
lo había estado jamás. No tenía por costumbre emborracharse, pero
la noche anterior (o para ser más exactos, esa mañana) había sido
una de esas ocasiones que suceden una sola vez en la vida:
después de ocho largos años, era libre.
Lucien Michael Ashford, sexto vizconde de Calverton, caminaba
sonriendo con genuina alegría por Mount Street, girando su bastón
de ébano de forma despreocupada.
Tenía veintinueve años, aunque ese día en concreto era el primero
de su vida adulta; el primer día que podía decir que su vida le
pertenecía. Y, mejor aún, era rico. Fabulosa, fantástica y legalmente
rico. No habría podido desear nada mejor. Si no corriera peligro de
caerse de bruces, se habría puesto a bailar en mitad de la desierta
calle.
La luna brillaba en el firmamento, iluminando el pavimento y creando
profundas sombras. Londres dormía a su alrededor; aunque la
capital no conocía el silencio, ni siquiera a esas horas. Desde la
distancia, distorsionados por las fachadas de piedra de los edificios,
llegaban el tintineo de las guarniciones de los caballos, el
reverberante sonido de sus cascos y alguna que otra voz
incorpórea.
De todas formas, aunque el peligro acechaba incluso en las
sombras de los barrios más elegantes, no percibía amenaza alguna.
Sus sentidos aún funcionaban y, a pesar de su estado, se había
tomado la molestia de caminar en línea recta; si alguien lo
observaba con aviesas intenciones, no vería más que a un caballero
alto de constitución atlética y musculosa que blandía un bastón que
tal vez ocultara un estoque, cosa que era cierta, e iría en pos de una
presa más fácil.
Media hora antes había dejado a su grupo de amigos en su club de
Saint James y había decidido regresar a casa caminando, para
despejarse la cabeza de los efectos ocasionados por una generosa
cantidad del mejor coñac francés. Se había contenido en su
celebración por la sencilla razón de que ninguno de dichos amigos
sabía absolutamente nada de su estado financiero anterior, de los
apuros económicos en los que su padre había dejado sumida a la
familia tras su muerte, acaecida ocho años atrás; una situación de la
que llevaba intentando salir desde entonces y que por fin había
superado el día anterior. Sólo su madre y su astuto banquero,
Richard Child, estaban al
tanto.
El hecho de ignorar el motivo de su celebración no había impedido
que sus amigos se le unieran. Había sido una larga noche
amenizada con vino, canciones y los sencillos placeres que
proporcionaba la compañía masculina.
Era una lástima que su mejor amigo, su primo Martin Fulbridge, el
conde de Dexter, no estuviera en Londres. Claro que Martin estaría
sin duda alguna disfrutando de su estancia en el norte del país,
deleitándose con los placeres reservados para los hombres recién
casados. Hacía sólo una semana que había contraído matrimonio
con Amanda Cynster.
Sonriendo con arrogancia para sus adentros, Luc meneó la cabeza
mientras reflexionaba acerca de la debilidad de su primo, de su
rendición al amor. Cuando llegó a su casa, giró para ascender los
escalones que llevaban a la puerta principal... y el mundo dio un par
de vueltas antes de volver a su sitio. Con mucho cuidado, subió los
escalones, se detuvo frente a la puerta y buscó las llaves en el
bolsillo.
Se le escurrieron dos veces de la mano antes de que consiguiera
cogerlas y sacarlas de un tirón. Con el llavero en la mano, observó
las llaves con el ceño fruncido mientras intentaba averiguar cuál era
la correcta. ¡Ah! Esa. La cogió, entrecerró los ojos y la acercó a la
cerradura... al tercer intento, entró. La hizo girar y escuchó el
chasquido metálico.
Una vez que devolvió el manojo de llaves al bolsillo, aferró el
picaporte y empujó la puerta con fuerza. Traspasó el umbral... y una
figura envuelta en una capa se abalanzó sobre él desde la oscuridad
de los escalones de entrada. Apenas pudo atisbarla antes de que
pasara a su lado y le asestara un codazo que lo hizo tambalearse.
Trastabilló y se vio obligado a apoyarse en la pared del vestíbulo.
El breve contacto humano, aunque amortiguado por las capas de
ropa, le provocó un intenso estremecimiento y le indicó al punto la
identidad de su asaltante: Amelia Cynster. La gemela de la flamante
esposa de su primo y la amiga de sus hermanas, una mujer a la que
conocía desde que llevaba pañales. Una dama aún soltera con una
voluntad de hierro. Envuelta en la capa y cubierta por la capucha,
entró como una exhalación en el oscuro recibidor, se detuvo en seco
y dio media vuelta para enfrentarlo.
La pared que se alzaba tras él era lo único que lo sostenía. Atónito y
a punto de estallar en carcajadas, observó a la muchacha... y
esperó a que se desvaneciera el efecto de su roce...
Amelia soltó un furioso gruñidode frustración y regresó a la entrada
para cerrar la puerta. La súbita desaparición de la luz de la luna lo
hizo parpadear varias veces hasta que sus ojos se acostumbraron a
la oscuridad. Una vez que la puerta estuvo cerrada, Amelia se dio la
vuelta, se apoyó en ella y lo miró echando chispas por los ojos... o
eso creyó.
—¿Qué demonios estás haciendo? —le preguntó ella con voz
airada.
—¿¡Yo!? —Retiró la espalda de la pared y se las arregló para
mantener el equilibrio—. ¿Qué coño estás haciendo tú aquí?
Para él era un completo misterio. Un rayo de luna se filtraba por el
montante de la puerta y pasaba sobre sus cabezas hasta
derramarse sobre las claras baldosas del recibidor. A la tenue luz,
Luc apenas podía distinguir los rasgos de su visitante, sólo la
delicada estructura de ese rostro ovalado, enmarcado por los
tirabuzones dorados que escapaban de la capucha.
Amelia se enderezó, alzó la barbilla y se quitó la capucha.
—Quería hablar contigo en privado.
—Son las tres de la mañana.
—¡Ya lo sé! Llevo esperándote desde la una. Pero quería hablar
contigo sin que nadie lo supiera... no puedo venir durante el día y
decir que quiero hablar contigo en privado, ¿no te parece?
—No... y por una buena razón. —Estaba soltera, igual que él. Si no
hubiera estado plantada delante de la puerta, habría sentido la
tentación de abrirla y... Frunció el ceño—. No habrás venido sola,
¿verdad?
—Por supuesto que no. Hay un lacayo esperándome fuera.
Luc se llevó una mano a la frente.
—Muy bien. —La situación se complicaba.
—¡Por el amor de Dios! Sólo quiero que me escuches. Sé cuál es el
estado financiero de tu familia.
El comentario logró captar su atención de inmediato. Ella asintió con
la cabeza al darse cuenta.
—Exacto. Pero no tienes por qué preocuparte, no voy a decírselo a
nadie... De hecho, haré todo lo contrarío. Por eso necesitaba hablar
contigo a solas. Tengo una proposición que hacerte.
Luc se devanó los sesos... pero no supo qué decir. Ni siquiera podía
imaginar qué iba a decir ella.
Amelia no esperó; respiró hondo y se lanzó de lleno:
—Debe de ser obvio, incluso para ti, que he estado buscando un
marido, pero lo cierto es que no me siento en absoluto inclinada a
casarme con ninguno de los solteros elegibles. Sin embargo, ahora
que Amanda se ha ido, el hecho de seguir siendo soltera me resulta
aburridísimo.
Hizo una pausa antes de proseguir.
—Ese es el primer punto. El segundo es que tus circunstancias, y
por ende las de tu familia, son difíciles. —Alzó una mano para
acallar su réplica—. No necesitas mentirme al respecto; he pasado
mucho tiempo aquí durante las últimas semanas, y he salido mucho
con tus hermanas. Emily y Anne no lo saben, ¿verdad? No temas,
no les he dicho nada. Pero, cuando se tiene tanta amistad, una
tiende a fijarse en los detalles. Lo comprendí hace unas semanas y
desde entonces he notado muchas cosas que confirman mi
deducción. Los acreedores te persiguen... ¡No! No digas ni una
palabra. Limítate a escuchar.
Luc parpadeó. Apenas podía seguir el hilo de sus declaraciones y,
en su estado, no le quedaba cerebro para soltar un discurso. Amelia
lo observó con esa severidad tan típica en ella, estimulada al
parecer por su silencio.
—Sé que no eres el culpable; fue tu padre quien malgastó el dinero,
¿no es cierto?
He oído decir a las grandes dames en muchas ocasiones que fue
una suerte que muriera antes de arruinar la propiedad familiar, pero
lo cierto es que logró dejar a tu familia al borde de la ruina antes de
romperse el cuello, y tu madre y tú habéis estado guardando las
apariencias desde entonces con sumo cuidado.
Su voz adquirió un tono más suave.
—Debe de haber sido un esfuerzo titánico, pero lo habéis hecho de
maravilla; estoy segura de que nadie más lo ha descubierto. Y, por
supuesto, entiendo por qué lo hicisteis. Con Emily y Anne en edad
casadera, por no mencionar a Portia y Penélope, habría sido un
desastre que vuestra situación económica saliera a la luz.
Frunció el ceño como si estuviera repasando mentalmente una lista.
—Así que ése es el punto número dos: es necesario que sigáis
formando parte de la alta sociedad, pero carecéis de los recursos
económicos necesarios para mantener ese estilo de vida. Llevas
años al borde del precipicio. Lo que me lleva al punto número tres:
tú.
La mirada de Amelia se clavó en su rostro.
—No pareces haber considerado la posibilidad de contraer
matrimonio para solucionar tus problemas económicos. Supongo
que no quieres cargar con una esposa que podría tener expectativas
dispendiosas, aparte de todas las exigencias que la vida marital
conlleva. Ese es el punto número tres y la razón por la que quería
hablar contigo en privado.
Enderezó los hombros y alzó la barbilla.
—Creo que nosotros, tú y yo, podríamos llegar a un acuerdo
mutuamente satisfactorio. Mi dote es considerable; más que
suficiente para restaurar la fortuna de los Ashford, o al menos para
seguir adelante. Además, nos conocemos desde siempre... no creo
que nos lleváramos mal. Conozco muy bien a tu familia, ellos me
conocen a mí y...
—¿¡Estás sugiriendo que nos casemos!?
La nota de asombro de su voz hizo que ella lo mirara echando
chispas por los ojos.
—¡Sí! Y antes de que empieces a decirme que es absurdo, tómate
un momento para considerarlo. No creas que espero...
Luc no escuchó lo que Amelia esperaba o dejaba de esperar. La
observaba en la penumbra mientras sus labios se movían... suponía
que seguía hablando. Intentó escucharla, pero su mente se negó a
cooperar. Se había quedado helado, o más bien petrificado, al
comprender un hecho crucial, trascendente y extraordinario.
Le estaba proponiendo matrimonio.
Nada podría haberlo sorprendido más, ni siquiera que el cielo se
desplomara sobre su cabeza. Y no por la sugerencia en sí, sino por
su propia reacción.
Quería casarse con ella; la quería como esposa.
Un minuto antes ni siquiera se lo había planteado. Diez minutos
antes, se habría reído ante una idea tan estúpida. En ese
momento... simplemente lo sabía con una certeza inquebrantable,
absoluta y aterradoramente poderosa. Era una sensación que se
había adueñado de él, despertando una serie de impulsos que por
regla general se cuidaba mucho de ocultar bajo su fachada de
hombre elegante.
Centró su atención en ella y la miró de verdad, algo que no había
hecho con anterioridad. Hasta ese momento, Amelia Cynster había
sido una distracción molesta; una mujer que lo atraía en el plano
físico, pero que, dada su falta de fortuna, era inalcanzable. La había
apartado de forma consciente, porque era intocable. Era una mujer
prohibida, más aún teniendo en cuenta los estrechos lazos de
amistad que unían a ambas familias.
—... y no hace falta que imagines que...
Tirabuzones dorados, labios de pitiminí y la figura esbelta y sensual
de una diosa griega. Ojos azules como un cielo de verano, cejas y
pestañas oscuras, y una piel como el alabastro. No la veía en la
oscuridad, pero su memoria se encargó de recordarle todos los
detalles... Así como el hecho de que detrás de toda esa delicadeza
femenina se escondía una mente ágil y un corazón honesto.
Además de una voluntad inquebrantable.
Por primera vez se permitió verla como a una mujer asequible. Una
mujer a la que conseguir. A la que poseer. En la medida que se le
antojara...
La reacción que le provocó esa imagen mental fue de lo más
concluyente.
Amelia tenía razón en un detalle: jamás había deseado una esposa,
jamás había deseado el vínculo emocional, la intimidad. Sin
embargo, la deseaba a ella; y de eso no le cabía la menor duda.
—... cualquier razón que deba saber. Todo irá sobre ruedas... lo
único que tenemos que hacer...
En eso también tenía razón; tal y como había formulado la
proposición, podría funcionar. Porque era ella quien hacía la oferta y
lo único que a él le restaba por hacer era...
—¿¡Y bien!?
El adusto tono de la pregunta lo arrancó de los derroteros carnales
por los que se había adentrado su mente. Amelia había cruzado los
brazos por delante del pecho y lo miraba ceñuda. No podíaverla,
pero no sería de extrañar que estuviera dando golpecitos con el pie
en el suelo.
De repente fue consciente de que la tenía al alcance de la mano.
Esos ojos azules se entrecerraron con un brillo extraño en la
penumbra.
—Así que, dime, ¿qué te parece? ¿Crees que es una buena idea
que nos casemos?
Luc enfrentó su mirada y alzó una mano para acariciarle
suavemente el mentón y alzarle la barbilla. Se tomó su tiempo para
estudiarle el rostro sin disimulos y se
preguntó cuál sería su reacción si él... La miró a los ojos.
—Sí. Casémonos.
La mirada de Amelia se tornó cautelosa. Luc se preguntó qué habría
visto la muchacha en su rostro y volvió a recomponer su expresión,
ajustándose la máscara que utilizaba para moverse en sociedad.
Sonrió.
—Casarme contigo... —le dijo al tiempo que su sonrisa se
ensanchaba— será un enorme placer.
La soltó para ejecutar una majestuosa reverencia... Craso error. Un
error del que apenas fue consciente antes de que todo se volviera
negro y cayera de bruces a los pies de Amelia.
Amelia contempló su cuerpo desmadejado en el suelo. Por un
momento no supo qué hacer; casi esperaba que se levantara e
hiciera algún comentario jocoso. Que se riera...
No se movió.
—¿Luc?
No obtuvo respuesta. Lo rodeó con cautela para mirarlo a la cara.
Esas largas pestañas negras creaban una sombra sobre sus pálidas
mejillas. Su frente y la expresión de su rostro parecían extrañamente
relajadas; sus labios, delgados y a menudo fruncidos con severidad,
habían adquirido una apariencia voluptuosa...
Dejó escapar el aire con exasperación. ¡Borracho! ¡Maldito fuera!
Cuando por fin reunía el valor suficiente, se atrevía a salir de
madrugada, lo esperaba durante horas oculta en las sombras y
aterida de frío, y se las arreglaba para soltarle su ensayada
proposición sin aturullarse... ¿llegaba borracho?
Justo antes de perder los estribos, recordó que había aceptado. Y
en ese momento había estado perfectamente lúcido. Tal vez un
poco aturdido, pero no incapacitado; de hecho, ni siquiera se había
dado cuenta de su embriaguez hasta que lo vio en el suelo, porque
ni su voz ni sus ademanes lo habían delatado. Los borrachos solían
arrastrar las palabras, ¿no? Pero ella conocía su voz, su dicción... y
no había notado nada extraño.
Bueno, el hecho de que hubiera guardado silencio y le hubiera
permitido hablar sin interrumpirla había sido extraño, pero la había
favorecido. Si hubiera hecho alguna de sus mordaces réplicas o le
hubiera puesto alguna pega a sus argumentos, jamás habría
logrado exponerlos todos.
Y había accedido. Lo había escuchado y, lo más importante, estaba
segura de que él se había escuchado también. Tal vez estuviera
inconsciente en ese momento, pero cuando se despertara, lo
recordaría. Eso era lo único que importaba.
La invadió una sensación de triunfo, de euforia. ¡Lo había logrado!
Apenas podía creerlo mientras lo contemplaba. Pero estaba ahí, al
igual que él. No era un sueño.
Había ido a su casa, le había hecho la proposición y él había
aceptado.
El alivio fue tan inmenso que la dejó mareada. Había una silla cerca,
junto a la pared. Se dejó caer en ella y se relajó sin dejar de
observarlo allí tendido.
Tenía una apariencia tan relajada tumbado en el suelo... Decidió que
su estado de embriaguez había sido para bien; una ventaja
inesperada para ella. Estaba segurísima de que no solía beber en
exceso. No era propio del Luc que ella conocía, un hombre que
mantenía un estricto control sobre sus reacciones. Debía de haber
estado celebrando una ocasión especial, la buena suerte de algún
amigo o algo así, para acabar en semejante estado.
Tenía las piernas dobladas. La expresión de su rostro era beatífica,
pero su cuerpo...
Amelia se enderezó en la silla. Si iba a casarse con él, quizá debiera
asegurarse de que no se despertaba con el cuello torcido o con la
espalda dañada. Sopesó la situación. Le sería imposible moverlo, o
incluso arrastrarlo. Medía más de un metro ochenta de estatura, era
ancho de hombros y, aunque era delgado y esbelto, tenía la
constitución típica de un hombre de su altura... fuerte. El recuerdo
del ruido que había hecho al desplomarse bastó para convencerla
de que jamás conseguiría moverlo.
Se puso en pie con un suspiro, se colocó la capucha y se encaminó
hacia el salón. La campanilla del servicio estaba junto a la
chimenea. Tiró del cordón y se acercó a la puerta. La entornó y
aguardó oculta entre las sombras.
El tictac de un reloj le informaba del paso de los minutos. Estaba a
punto de volver a llamar a la servidumbre cuando escuchó el chirrido
de una puerta. Un débil halo de luz apareció por el pasillo que
llevaba a la cocina y su resplandor se intensificó poco a poco.
Al llegar al vestíbulo, el portador de la vela se detuvo, jadeó y se
apresuró con una exclamación sorprendida.
Amelia observó cómo Cottsloe, el mayordomo de Luc, se inclinaba
sobre su señor para comprobar el pulso en su garganta. Una vez
hecho eso, se enderezó visiblemente aliviado y echó un vistazo a su
alrededor. Esperaba que el hombre imaginara que Luc había
logrado llegar al salón para tirar de la campanilla en busca de ayuda
y que después había regresado al vestíbulo, donde se había
desplomado. Había supuesto que Cottsloe llamaría a algún criado.
En cambio, el hombre meneó la cabeza, recogió el bastón de Luc y
lo dejó en la mesita del vestíbulo junto con la vela.
Acto seguido, se inclinó e intentó ponerlo en pie.
De repente, Amelia comprendió que tal vez Cottsloe, el afable
Cottsloe que adoraba a Luc y a toda la familia, tuviera sus razones
para no buscar ayuda; tal vez no quisiera que el estado de
embriaguez de su señor se descubriera. Claro que la situación era
ridícula; el mayordomo tendría cincuenta y tantos años, era bajito y
más bien orondo. Se las arregló para levantar a Luc, pero no había
modo de que pudiera sostener un cuerpo tan pesado e inerte
durante mucho tiempo, mucho menos si tenía que ayudarlo a subir
las escaleras.
Al menos, no podría hacerlo solo.
Suspirando para sus adentros, Amelia abrió la puerta.
—¿Cottsloe?
El aludido se volvió con los ojos desorbitados y dejó escapar un
jadeo. Ella salió de
su escondite tras la puerta y le hizo un gesto para que guardara
silencio.
—Teníamos una cita privada... estábamos hablando y se desplomó.
Aún en la penumbra distinguió el rubor que tiñó las mejillas del
mayordomo.
—Me temo que está ligeramente indispuesto, señorita.
—A decir verdad, está como una cuba. ¿Crees que conseguiremos
llevarlo arriba si te ayudo? Sus aposentos están en el primer piso,
¿verdad?
Cottsloe estaba perplejo, inseguro de que todo aquello fuera
correcto, pero necesitaba ayuda. Y Luc confiaba en su lealtad.
Asintió con la cabeza.
—Sólo hay que atravesar el pasillo situado frente a las escaleras. Si
somos capaces de llevarlo hasta allí...
Amelia se agachó para pasarse el brazo inerte de Luc por encima
de la cabeza y colocárselo sobre los hombros. Tanto ella como el
mayordomo se tambalearon un poco hasta que consiguieron
enderezarlo y sujetarlo entre los dos como si de un saco de patatas
se tratara. Una vez que lo tuvieron bien agarrado, se encaminaron
hacia las escaleras. Por suerte, Luc recuperó cierto grado de
conciencia y, cuando llegaron al primer peldaño, alzó un pie y
comenzó a subir con la ayuda de ambos, si bien lo hizo de forma
insegura y un tanto inestable. Amelia intentó no pensar en lo que
podría suceder si se les caía de espaldas. Tan cerca de él y
esforzándose por mantenerlo erguido, se percató de lo musculoso y
sólido que era su cuerpo bajo el elegante atuendo.
Adivinar hacia dónde lo inclinaría el siguiente paso a fin de
contrarrestar su peso se convirtió en un juego que los hizo llegar sin
resuello al vestíbulo del primer piso. La carga que llevaban
permaneció ajena a todo, con los labios curvados en una alegre
sonrisa y el rostro distendido, aunque oculto por algunos mechones
tan negros como el azabache. No había abierto los ojos. Estaba
segura de que si lo soltaban, volvería a desplomarse.
Aunando sus esfuerzos,lograron atravesar el pasillo, tras lo cual el
mayordomo extendió el brazo y abrió la puerta de una habitación.
Amelia aferró a Luc por la chaqueta, lo enderezó de un tirón y
después le dio un empujón que lo envió de golpe al interior. Tuvo
que correr tras él para evitar que acabara cayendo de bruces al
suelo.
—Por aquí—dijo Cottsloe, tirando de su señor hacia la enorme cama
con dosel.
Amelia colaboró empujándolo. Consiguieron llegar hasta la cama,
aunque tuvieron que darle media vuelta para ponerlo de espaldas al
colchón.
Lo soltaron al unísono. Luc se quedó de pie, oscilando de un lado a
otro hasta que ella le colocó las manos en el pecho y le dio un
empujón. Como si de un árbol se tratara, cayó de espaldas sobre la
colcha de seda. Una colcha que parecía antigua, pero abrigada;
como si quisiera demostrarle que así era, Luc se volvió con un
suspiro y enterró la mejilla en la suave seda azul marino. Todo
vestigio de tensión abandonó su cuerpo tras otro suspiro. Estaba
relajado, con los labios levemente curvados, como si estuviera
paladeando el regusto de algún grato recuerdo.
Amelia sonrió muy a su pesar. Estaba tan increíblemente guapo con
ese cabello
negro y sedoso acariciándole las pálidas mejillas, con esas manos
de dedos largos relajadas junto a su rostro y con ese cuerpo enorme
inmóvil e inocente por el efecto del sueño...
—Ya puedo solo, señorita.
Amelia echó un vistazo al mayordomo y asintió con la cabeza.
—Cierto. —Dio media vuelta para marcharse—. No necesito que me
acompañes, pero no te olvides de cerrar la puerta con llave cuando
bajes.
—Por supuesto, señorita. —Cottsloe la acompañó hasta la puerta, la
cual abrió al tiempo que hacía una reverencia a modo de despedida.
Mientras bajaba las escaleras, Amelia se preguntó qué estaría
pensando el viejo mayordomo. Independientemente de lo que
pensara, no era dado a extender rumores y descubriría la verdad en
breve.
Cuando Luc y ella anunciaran su compromiso.
La idea era desconcertante. Aunque ése había sido su objetivo final,
no acababa de asimilar el hecho de haberlo conseguido y, además,
de un modo tan sencillo. Una vez que se reunió con el lacayo que la
aguardaba cerca de la entrada, se dirigió hacia su casa a pie por las
silenciosas calles.
El amanecer ya despuntaba en el horizonte cuando llegó a Upper
Brook Street. El lacayo, un hombre amigable que también se
escapaba para ver a su amada, entendía la situación; o al menos
así lo afirmaba. De todos modos, no la delataría. Cuando llegó a su
habitación estuvo a punto de empezar a bailar de entusiasmo por el
éxito obtenido.
Se desvistió con presteza, se metió entre las sábanas y se acostó...
con una sonrisa en los labios. No podía creerlo, pero sabía que era
verdad. Luc y ella se casarían, y pronto.
Ser su esposa, tenerlo como marido... había sido su sueño durante
años, aunque no hacía mucho que lo había admitido. Al comienzo
de la temporada social, Amanda y ella, cansadas de dejar en manos
del destino la aparición del hombre adecuado, habían decidido
tomar cartas en el asunto. Habían trazado un plan. El de su gemela
había sido sencillo y directo. Había seguido el camino que la llevaba
a Dexter, con quien se había casado la semana anterior.
Ella tenía su propio plan. Luc había formado parte de él desde el
comienzo como una presencia indefinida pero inconfundible, aunque
era consciente de las dificultades que encontraría al enfrentarse con
él. Puesto que lo conocía de toda la vida, sabía que no pensaba en
el matrimonio... al menos no en términos positivos. Además, era
ingenioso, inteligente e inmune a las manipulaciones. A decir
verdad, no cabía duda de que era el último caballero que una dama
en sus cabales intentaría conquistar.
De modo que había resuelto dividir su plan en varias fases. La
primera había consistido en establecer más allá de toda duda quién
era el caballero adecuado para ella; a quién prefería de entre todos
los solteros disponibles de la alta sociedad, sin importar si estaban
dispuestos a casarse o no.
La búsqueda la había llevado hasta Luc. En realidad, era el único
candidato de su
lista.
La segunda fase del plan consistía en conseguir lo que quería de él.
Sabía que no iba a ser nada fácil. Estaba muy segura de lo que
quería: un matrimonio basado en el amor, en la entrega mutua, en
un compañerismo que fuera más allá de lo establecido y hundiera
sus raíces en aspectos mucho más profundos que las simples
trivialidades de la vida marital. Una familia, a fin de cuentas. No una
simple unión entre su familia y la de Luc, sino una familia propia,
una nueva entidad. Y lo quería todo. Lo deseaba con un ansia feroz.
El problema era lograr que Luc le diera el visto bueno a su plan,
hacerlo partícipe de sus aspiraciones...
Supo con total claridad que necesitaba una nueva estrategia, una
que él no advirtiera y que no pudiera contraatacar de inmediato.
Había llegado a la conclusión de que el único modo de conseguir su
objetivo sería casarse con él en primera instancia y después lograr
que se enamorara de ella. En un principio no había tenido muy claro
cómo lograr lo primero sin lo segundo, pero entonces se percató de
las peculiaridades de los vestidos de Emily y Anne. Alertada por
esos detalles, descubrió otros muchos que la llevaron a deducir, con
una certeza absoluta, que los Ashford necesitaban dinero.
Un dinero que ella tenía en abundancia. Su cuantiosa dote pasaría a
manos de su marido tras el matrimonio.
Había pasado horas ensayando sus argumentos; limando los
defectos; buscando las palabras adecuadas que le aseguraran que
sería un matrimonio de conveniencia y que jamás le haría ninguna
exigencia en el plano emocional; palabras que lo convencieran de
que estaba dispuesta a dejar que siguiera con su vida, siempre y
cuando él le permitiera hacer lo mismo. Una sarta de mentiras, por
supuesto, pero no le había quedado más remedio que ser práctica.
A fin de cuentas, se trataba de Luc; no se le había ocurrido una
manera mejor de acabar con su anillo en el dedo, y ése era su
objetivo principal.
Un objetivo que casi había logrado. El mundo comenzaba a
despertar al otro lado de su ventana. Encantada y exultante, cerró
los ojos con el corazón henchido de felicidad y el entusiasmo
corriéndole por las venas. Intentó refrenar un poco su alegría. La
respuesta afirmativa de Luc no era el final, sino el comienzo. El
primer paso de un plan trazado a largo plazo. De su plan para
convertir en realidad su más preciado sueño.
Estaba un paso más cerca de su objetivo final. Aunque ese paso
fuera enorme.
Cinco horas después, Luc abrió los ojos y recordó con sorprendente
claridad lo sucedido en el vestíbulo. Hasta su imprudente
reverencia; después, apenas recordaba nada. Frunció el ceño e
intentó ver algo a través de la neblina que ocultaba esos últimos
momentos de la noche. Tras un gran esfuerzo, recordó la presencia
tangible de Amelia a su lado; ese cuerpo suave, cálido e
innegablemente femenino bajo su brazo. Recordó la presión de esas
manos sobre su pecho...
Y se dio cuenta de que estaba desnudo bajo la sábana.
Su imaginación se desbocó y estaba tomando un derrotero de lo
más enloquecedor cuando escuchó que llamaban suavemente a la
puerta. Alguien la abrió. Cottsloe asomó la cabeza.
Luc lo invitó a pasar con un gesto de la mano y esperó hasta que el
hombre estuvo junto a la cama para preguntarle con voz tensa:
—¿Quién me metió en la cama?
—Yo, milord. —Cottsloe entrelazó los dedos de las manos y lo miró
con recelo—. Si usted recuerda...
—Recuerdo que Amelia Cynster estaba aquí.
—Cierto, señor. —Parecía aliviado—. La señorita Amelia me ayudó
a subirlo por las escaleras y después se marchó. ¿Desea que le
traiga algo?
El alivio de Luc fue mayor que el de su mayordomo.
—Agua para lavarme. Bajaré a desayunar en breve. ¿Qué hora es?
—Las diez, milord. —Cottsloe se acercó a la ventana y descorrió las
cortinas—. La señorita Ffolliot ha llegado y está desayunando con
las señoritas Emily y Anne. La vizcondesa aún no ha bajado.
—Muy bien. —Luc se relajó y sonrió—.Tengo buenas noticias,
Cottsloe, las cuales, no hace falta que lo diga, no podrán salir de tus
labios ni de los de la señora Higgs, si eres tan amable de
comunicárselas.
El rostro del mayordomo, que hasta entonces había mostrado la
imperturbabilidad propia de su puesto, se relajó.
—La vizcondesa nos confesó que las circunstancias habían tomado
un camino prometedor.
—Mucho más que eso. La familia vuelve a estar a flote en términos
económicos. Ya no estamos con el agua al cuello y, lo que es mejor,
hemos recuperado la fortuna que deberíamos haber estado
disfrutando durante todos estos años, la que nos arrebataron.
—Buscó los prudentes ojos de Cottsloe—. Ya no tendremos que
vivir una mentira.
El mayordomo sonrió de oreja a oreja.
—¡Bien hecho, milord! ¿Debo suponer que una de sus arriesgadas
inversiones ha dado fruto?
—Un fruto de lo más suculento. Hasta el viejo Child está
impresionado por los resultados. Ésa fue la nota que recibí ayer por
la tarde. No pude hablar con vosotros entonces, pero quería que
tanto tú como Molly supierais que esta misma mañana extenderé los
pagarés para que cobréis todos los atrasos que os corresponden.
Sin vuestro inquebrantable apoyo, jamás habríamos superado estos
ocho años.
Cottsloe se ruborizó mientras se enderezaba.
—Milord, ni Molly ni yo tenemos prisa por recuperar el dinero...
—No... ya habéis sido demasiado pacientes —replicó con una
sonrisa reconfortante—. Para mí será un placer poder daros lo que
os merecéis, Cottsloe.
Dicho así, lo único que el mayordomo pudo hacer fue volver a
ruborizarse y acceder
a sus deseos.
—Podréis recoger los pagarés en mi despacho a las doce.
Cottsloe hizo una reverencia.
—Muy bien, milord. Se lo comunicaré a Molly.
Luc asintió con la cabeza y lo observó mientras se retiraba y cerraba
la puerta sigilosamente al salir. Volvió a apoyar la cabeza en la
almohada y dedicó un momento a recordar con cariño el
incuestionable apoyo que el mayordomo y el ama de llaves le
habían dado a su familia a lo largo de esos años de necesidad. De
allí, sus pensamientos volaron hacia el cambio en las circunstancias,
hacia su nueva vida... y hacia los acontecimientos de la noche
anterior.
Hizo un rápido análisis que le confirmó que sus facultades físicas y
mentales estaban en orden. Salvo por un leve dolor de cabeza, no
había síntomas de resaca derivados de los excesos de la noche
pasada. Esa cabeza dura era la única característica física que había
heredado de su derrochador progenitor; al menos, era algo útil. A
diferencia del resto de su legado...
El quinto vizconde de Calverton había sido un atractivo y encantador
juerguista cuya única contribución a la familia fue un matrimonio
ventajoso y seis hijos. A los cuarenta y ocho años se rompió el
cuello cazando y dejó a Luc, que entonces tenía veintiuno, a cargo
de la propiedad, momento en el que descubrió que estaba
hipotecada hasta el último ladrillo. Ni él ni su madre habían
imaginado siquiera que había saqueado las arcas de la familia;
despertaron una mañana para descubrir que no sólo eran pobres,
sino que también estaban endeudados hasta el cuello.
Las tierras de la familia eran prósperas y productivas, pero las
deudas devoraban los ingresos. No había sobrado ni un penique
con el que mantener a la familia.
La amenaza de la bancarrota y de una temporadita a la sombra en
Newgate se cernía sobre ellos. En semejantes circunstancias, dejó
de lado su orgullo y acudió a la única persona que tenía el talento
necesario para salvarlos. Robert Child, el banquero de la
aristocracia, en aquel entonces entrado en años y a punto de
retirarse, pero aún perspicaz. Nadie conocía los entresijos de las
finanzas mejor que él.
El señor Child escuchó su caso y tras meditarlo durante un día
accedió a ayudarlo; a adoptar el papel de mentor financiero, según
sus propias palabras. Su decisión sorprendió y alivió a Luc, pero el
banquero le dejó muy claro que sólo accedía porque la perspectiva
de salvar a la familia le parecía un reto, algo con lo que animar su
vejez.
A Luc le daba igual cómo quisiera ver Child las cosas y se lo
agradeció de todos modos. Y así comenzó lo que consideraba su
aprendizaje en el mundo de las finanzas.
Robert Child había sido un mentor estricto, aunque increíblemente
sabio; se había puesto manos a la obra y había logrado, de forma
gradual y prudente, disminuir la enorme deuda que pendía sobre su
futuro y el de su familia.
A lo largo de ese periodo, su madre y él habían acordado con el
banquero que no podría salir a la luz ni el más mínimo detalle del
estado financiero de la familia bajo
ninguna circunstancia. Tanto él como su madre habían estado de
acuerdo, a tenor de las consecuencias sociales que la noticia
conllevaría, pero el señor Child se había mostrado mucho más
contundente: el más mínimo indicio de pobreza y los acreedores se
les echarían encima, su secreto se haría público y el inestable
castillo de naipes que habían logrado levantar a modo de fachada
se desintegraría.
Se vieron obligados a hacer un esfuerzo supremo para mantener las
apariencias, si bien en un principio los gastos corrieron del bolsillo
del señor Child, pero lo lograron.
Año tras año, su situación económica fue mejorando.
Hasta que al fin, cuando el peso de la deuda disminuyó lo suficiente,
comenzó a realizar inversiones más arriesgadas, siempre bajo la
tutela de su mentor. Había demostrado poseer la habilidad
necesaria para aprovechar las oportunidades más arriesgadas y
conseguir pingües beneficios. Era un juego peligroso, pero se le
daba de maravilla; su última inversión había demostrado ser mucho
más beneficiosa de lo que habría podido soñar. Tenía todo el dinero
que siempre había deseado.
Frunció los labios con ironía mientras recordaba los ocho años
pasados; las largas horas pasadas en su despacho estudiando a
escondidas los libros de cuentas mientras la alta sociedad lo creía
entregado a los placeres de las coristas y las chipriotas en
compañía de sus nobles amigos. Había llegado a disfrutar del
sencillo proceso de amasar dinero, de entender su flujo y de hacerlo
crecer. De crear la estabilidad que necesitaba la vida de su familia.
El proceso había sido una recompensa en sí mismo.
El día anterior había supuesto el fin de una era en más de un
sentido, el último día de un capítulo de su vida. Pero jamás podría
olvidar lo que había aprendido junto a Robert Child. No estaba
dispuesto a cambiar las normas que habían regido su
comportamiento durante los últimos ocho años, como tampoco lo
estaba a abandonar un campo en el que había descubierto no sólo
una sorprendente habilidad, sino también su propia salvación.
Semejante conclusión lo llevó a enfrentarse al futuro. Y a considerar
lo que quería obtener de la siguiente etapa de su vida... a considerar
lo que Amelia le había ofrecido.
En todos esos años, se había negado en rotundo a considerar el
matrimonio como un medio para volver a llenar las arcas de la
familia. Con el apoyo de su madre y el beneplácito del señor Child,
había decidido dejar esa opción como último recurso y estaba
encantado de no haber tenido que utilizarlo. No por las posibles
expectativas de una esposa rica, como Amelia había supuesto, sino
por una razón mucho más profunda y personal.
Porque era incapaz de hacerlo, simple y llanamente. Ni siquiera
podía imaginar un matrimonio basado en una razón tan fría. La mera
idea le helaba la sangre y le provocaba una aversión instintiva y
apremiante. Jamás podría soportar un matrimonio semejante.
Teniendo en cuenta ese motivo, teniendo en cuenta que su sentido
del honor le había impedido pensar en el matrimonio mientras fuera
incapaz de mantener a su
esposa de la forma adecuada, ni siquiera había pensado en
casarse.
Una vocecilla en su cabeza le susurró que, sin embargo, sí había
pensado en Amelia; aunque no como en una posible esposa, sino
como en una mujer a la que se vería obligado a ver casada con
algún otro caballero. Como era habitual, la perspectiva le provocó
cierta incomodidad. Estiró los brazos sobre la cabeza yse
desperezó para cambiar el rumbo de sus pensamientos. La opresión
que le atenazaba el pecho se alivió de inmediato.
Gracias a un inesperado capricho del destino, Amelia no iba a
casarse con otro...
sino con él.
Le encantaba la idea. Hasta que ella lo propuso, no se había parado
a pensar que la victoria del día anterior le rendía la oportunidad de
casarse como y cuando quisiera.
Pero, una vez propuesto... una vez que ella lo había propuesto...
Quería casarse con ella. El impulso que sintiera al escucharla, ese
instinto de apresarla y hacerla suya, no había disminuido ni un
ápice. Al contrario, en ese momento era algo mucho más concreto;
había dejado de ser un vago apremio para convertirse en la más
absoluta certeza, en una resolución tan firme como una roca. Libre
de deudas y rico, la idea de un matrimonio con Amelia no sólo era
posible, sino altamente deseable en lo que a sus sentidos se refería.
La idea no le causaba repulsión, sino una inesperada y desmedida
impaciencia.
Su mente se precipitó hacia el futuro y lo imaginó con Amelia como
su esposa.
Después, se dispuso a encontrar el modo de lograr ese objetivo.
Sopesó los motivos y los detalles. Acostumbrado como estaba a
ponderar cada acción en busca de sus posibles consecuencias, no
tardó en vislumbrar un problema. Si le decía que ya no necesitaba
su dote, ¿qué razón podría esgrimir para desear casarse con ella?
Se le quedó la mente en blanco y fue incapaz de razonar. No podía
ni siquiera imaginar qué otro motivo podría tener. Hizo una mueca,
varió su enfoque e intentó proseguir...
Explicarle la nueva situación y liberarla del acuerdo verbal que
habían contraído para intentar conquistarla después era una
estupidez. Sabía perfectamente cuál sería su reacción: se sentiría
mortificada y lo evitaría durante los años venideros, cosa que era
muy capaz de hacer. Sin embargo, en algún nivel atávico de su
mente, ya la veía como suya, ya se había apoderado de ella,
aunque no la hubiera reclamado. La idea de liberarla, de esconder
las garras y dejarla marchar...
No. No podía. No lo haría. Sabía el terreno que pisaba en ese
momento. Lo único que necesitaba era encontrar el modo de
avanzar y proseguir hasta la boda, porque no tenía la menor
intención de retroceder. En lo referente a Amelia Cynster, sus
instintos tenían muy claro que no habría clemencia: ella se había
ofrecido, él la había aceptado; ergo, era suya.
¿Podría decirle la verdad sin retractarse del acuerdo verbal?
¿Confesarle que ya no necesitaba su dote, pero insistir en casarse
con ella de todos modos?
Amelia no lo aceptaría. Sin importar lo insistente que él se mostrara,
ni lo mucho que argumentara (ni lo que dijera), ella tendría la
impresión de que lo hacía en aras de la caballerosidad, para
ahorrarle el dolor del rechazo.
Frunció los labios y cruzó los brazos bajo la cabeza. Había
demasiada verdad en esa última suposición como para convencerla
de que no era cierta, porque Amelia Cynster lo conocía muy bien.
Haría cualquier cosa para evitarle el sufrimiento y, dado su previo
desinterés por el matrimonio, lo creería muy capaz de hacer algo
así. Las mujeres como ella, las mujeres que a él le importaban,
necesitaban que alguien las protegiera, y ésa era una de las más
arraigadas creencias. El hecho de que discutieran, protestaran y se
opusieran no tenía la menor importancia; ese tipo de resistencia no
hacía mella en él.
El único modo de convencerla de que no estaba haciéndolo por
caballerosidad pasaba por admitir y explicarle el deseo de hacerla
su esposa.
Su mente volvió a paralizarse. Ni siquiera podía explicarse ese
deseo a sí mismo, porque no entendía su procedencia; la idea de
admitir ante ella, en palabras, que ese tipo de deseo impulsaba a un
hombre al matrimonio despertaba en él una resistencia tan sólida
como firme era su intención de casarse con ella.
La conocía muy bien, conocía a todas las mujeres de su familia;
semejante admisión equivaldría a entregarle las riendas y eso era
algo que no lo obligaría a hacer ni el mismísimo demonio. La quería
como esposa y la tendría, pero se negaba en redondo a darle
cualquier tipo de poder sobre él.
El hecho de que otros miembros de su sexo hubieran sucumbido en
última instancia, Martin era el ejemplo más reciente, le pasó por la
mente, pero no le hizo el menor caso.
Jamás se había dejado gobernar por las emociones o los deseos. Si
acaso, los últimos ocho años le habían obligado a mantener un
control aún más férreo sobre ellos. Ninguna mujer sería capaz de
someter su voluntad; ninguna mujer lo controlaría jamás.
Esa idea lo dejó contemplando el dosel mientras sopesaba la única
opción disponible. Meditó, analizó, extrapoló y concluyó. Elaboró un
plan. Buscó sus defectos y las dificultades que conllevaría; los
evaluó e ingenió el modo de contrarrestarlos.
No era un camino directo ni sencillo, pero lo llevaría al objetivo que
se había marcado. Y estaba dispuesto a pagar el precio necesario
para seguirlo.
Titubeó lo justo para hacer una última evaluación mental, si bien no
vio nada que pudiera disuadirlo. Conociendo a Amelia, no había
tiempo que perder. Si quería retomar el control de su relación,
necesitaba actuar de inmediato.
Apartó la colcha y salió de la cama. Tras coger la sábana, se la
enrolló en torno a las caderas y se acercó al escritorio emplazado
junto a la ventana. Se sentó, sacó un elegante folio de uno de los
casilleros y cogió la pluma.
Estaba secando la nota cuando entró un criado con el agua. Alzó la
vista brevemente antes de devolverla al papel.
—Espera un momento.
Dobló las esquinas del pliego, mojó la pluma en el tintero y escribió
el nombre de
Amelia. Mientras agitaba la nota en la mano con el fin de secar la
tinta, le dijo al criado:
—Lleva esto sin demora al número 12 de Upper Brook Street.
Capítulo 2
—¿Por qué en el museo? —preguntó Amelia tras ponerse a su lado.
Luc extendió el brazo y la cogió del codo para así obligarla a que lo
mirara.
—Para que podamos mantener una conversación razonablemente
privada en público y que cualquiera que nos vea piense que nos
encontramos por casualidad y de forma inocente. A nadie se le
ocurriría jamás que se llevan a cabo citas clandestinas en un
museo. Me encuentro en este lugar, a todas luces obligado, para
acompañar a mis hermanas y a la señorita Ffolliot... ¡No! ¡No las
saludes! Van a dar una vuelta y después se reunirán conmigo.
Amelia echó un vistazo a las tres muchachas que había en el otro
extremo de la estancia y que contemplaban con los ojos
desorbitados una vitrina.
—¿Qué importa que nos vean?
—Nada. Pero en cuanto te vean, querrán unirse a nosotros, y eso
sería de lo más contraproducente. —La instó a cruzar la arcada que
conducía a la sala de los objetos egipcios.
Al mirarlo a la cara, Amelia se percató de que su expresión, como
de costumbre, no revelaba nada. Llevaba el cabello negro, tan
oscuro como el azabache, peinado a la perfección; no había el
menor rastro de disipación que estropeara la belleza de su perfil
clásico. Era imposible imaginar siquiera que hacía menos de diez
horas se había desplomado, borracho, a sus pies.
¿Cómo formular la pregunta? ¿Tal vez «por qué nos vemos a
escondidas»?
Clavó la mirada al frente e hizo acopio de fuerzas.
—¿De qué querías hablar?
Luc le dirigió una mirada dura e inquisitiva antes de hacer que se
detuviera en un lateral de la sala, junto a una vitrina con vasijas de
barro.
—Me parece que, dado nuestro encuentro de anoche, el asunto es
de lo más evidente.
Había cambiado de opinión... Al despertar esa mañana, se había
dado cuenta de lo que había dicho e iba a retractarse. Con las
manos entrelazadas y los dedos apretados, Amelia levantó el
mentón y lo fulminó con la mirada.
—No tiene caso que me digas que estabas tan borracho que no
sabías lo que hacías.
Sé muy bien lo que dijiste, y tú también. Accediste... y pienso hacer
que cumplas tu palabra.
Él parpadeó y frunció el ceño. Un ceño que se tornó peligroso al
instante.
—No tengo intención alguna de declarar que estaba tan borrachoque no sabía lo que hacía.
—Ah...
Esa voz cortante disipó cualquier duda que pudiera albergar sobre si
hablaba o no en serio.
—No es de eso de lo que tenemos que hablar. —Su ceño no se
había borrado.
Se esforzó por ocultar la inmensa sensación de alivio que la
embargaba tras una máscara de mero interés.
—¿De qué, entonces?
Luc miró a su alrededor antes de cogerla del brazo e instarla a
continuar su lento paseo. Dada su altura, tenía que bajar la cabeza
para hablarle, hecho que le daba un toque intimista a la
conversación a pesar de que estaban en público.
—Hemos accedido a casarnos, así que tenemos que dar los
siguientes pasos. Decidir el cómo y el cuándo.
A Amelia se le iluminó el rostro; Luc no iba a retractarse de su
acuerdo. Todo lo contrario. La sensación de que el corazón se le iba
a salir del pecho la distraía en extremo.
—Creo que deberíamos casarnos en unos cuantos días. Puedes
conseguir una licencia especial, ¿verdad?
Él volvió a fruncir el ceño.
—¿Y qué me dices del vestido de novia? ¿Qué pasa con tu familia?
Unos cuantos días... ¿no te parece un poco precipitado?
Amelia se detuvo y lo miró a los ojos con expresión desafiante.
—No me importa el vestido y puedo convencer a mis padres.
Siempre he querido casarme en junio y eso quiere decir que
tenemos que casarnos en las próximas cuatro semanas.
Luc entrecerró los ojos. Amelia sabía por la expresión de sus ojos
azul cobalto que estaba meditando sobre algún punto; pero, como
era habitual, fue incapaz de averiguar de qué se trataba.
—Cuatro semanas bastarán... Cuatro días, no. Piensa en esto: ¿qué
dirá la gente cuando averigüe que, de pronto, nos ha entrado tanta
prisa por casarnos? Semejante comportamiento suscitará dudas
acerca del motivo; y sólo hay dos razones factibles, ninguna de las
cuales hará que tu familia acepte mejor el enlace... y que tampoco
me beneficiarían a mí, ya puestos.
Amelia meditó sus palabras... y las aceptó a regañadientes.
—La gente creerá que es por el dinero; y después de todos tus
esfuerzos para ocultar el estado financiero de tu familia, es lo último
que te gustaría. —Suspiró y levantó la vista—. Tienes razón. Muy
bien... que sean cuatro semanas. —Aún estarían en junio.
Luc apretó los dientes y tiró de su brazo para continuar el paseo.
—Tampoco quiero que piensen en la otra opción.
Amelia enarcó las cejas.
—Que tú y yo... —Se ruborizó ligeramente.
—Sin tener en cuenta eso, no se lo creería nadie. —Continuó
andando cuando ella intentó detenerse para encararlo—. Finge que
estamos admirando la exposición.
Amelia desvió la vista hacia las vitrinas que se alineaban en las
paredes.
—Pero nos conocemos desde hace años... —Su voz sonó un poco
tensa.
—Y no hemos demostrado la menor inclinación por desarrollar una
relación más allá de la amistad entre las familias... Tenemos que
sentar las bases de nuestra relación; y si estás decidida a que sea
en cuatro semanas, pues en cuatro semanas lo haremos. —
Amelia levantó la vista y él se apresuró a continuar antes de que
pudiera interrumpirlo—. Este es mi plan.
Luc había esperado contar con al menos dos meses para llevarlo a
cabo, pero en cuatro semanas... Bueno, era capaz de seducir a
cualquier mujer en cuatro semanas.
—Tenemos que conseguir que la alta sociedad acepte nuestro
matrimonio... y no hay motivo alguno para que no lo haga. Por lo
que a todos respecta, somos la pareja perfecta. Lo único que
tenemos que hacer es que se den cuenta de ese hecho poco a
poco, antes de anunciar la boda.
Ella asintió.
—Para no levantar sospechas.
—Exacto. Tal y como yo lo veo, la forma más fácil y creíble de
hacerlo es empezar a buscar pareja... No tendré que buscar mucho
antes de fijarme en ti. Tú eras la dama de honor y yo el padrino en la
boda de Martin y Amanda. Acompañas muchas veces a Emily y
Anne. Dado que nos conocemos desde hace tanto tiempo, no hay
motivo por el que no puedas llamar mi atención de buenas a
primeras.
Por la expresión de Amelia, dedujo que estaba siguiendo su
razonamiento y viendo el cuadro desde su misma perspectiva.
—Después —continuó—, procederemos con las fases de rigor del
cortejo, aunque como tú insistes en casarte en junio, tendrá que ser
un cortejo relámpago.
Unas arruguitas estropearon el ceño de Amelia.
—¿Quieres decir que tenemos que fingir que nos sentimos...
atraídos de la forma habitual?
No habría fingimientos que valieran, no si él se salía con la suya,
porque tenía la intención de que su cortejo (su seducción) fuera real.
—Haremos lo que se estila: encontrarnos en bailes y veladas, salir
juntos y todo eso.
Como la temporada está llegando a su fin y Emily y Anne necesitan
compañía, no nos faltarán ocasiones para hacerlo.
—Bueno... eso está muy bien; pero ¿de verdad tenemos que
esperar cuatro semanas?
—Habían llegado al otro extremo de la habitación, de modo que se
detuvo para mirarlo a la cara—. Todos saben que llevo bastante
tiempo buscando marido.
—Desde luego... algo que nos vendrá muy bien. —La tomó del
brazo y reanudaron
la lenta procesión, como si estuvieran examinando las vitrinas—.
Podemos fijarnos el uno en el otro y seguir a partir de esa premisa.
Has perfeccionado el flirteo a lo largo de los años... sólo déjate llevar
y sígueme el juego.
Ella lo miró con los ojos entrecerrados y la barbilla en alto.
—Sigo sin entender por qué necesitamos cuatro semanas para eso.
Me bastaría una sola para fingirme enamorada.
Luc se mordió la lengua para no replicar con mordacidad y le
devolvió la mirada hosca.
—Cuatro semanas. Tú me hiciste la proposición y yo la acepté, pero
a partir de ahora seré yo quien imponga las reglas de este juego.
Amelia se detuvo en seco.
—¿Por qué?
Él buscó su mirada belicosa y la sostuvo.
—Porque así es como va a ser —respondió con voz calmada
cuando ella se limitó a mirarlo con cara de pocos amigos, sin
amilanarse.
No pensaba ceder en ese punto, y tampoco le disgustaba el hecho
de que hubiera salido a colación tan pronto. Con cualquier otra
mujer, ni siquiera habría necesitado sacarlo a relucir, pero Amelia
era una Cynster... De modo que era mucho más sensato establecer
las pautas desde el principio, dejar claro quién llevaba las riendas. Y
ése era el momento apropiado; ella no podía discutir, al menos no
podía hacerlo sin poner en peligro lo que había conseguido: que él
accediera a casarse con ella.
De repente, con un gesto altanero de cabeza, apartó la vista.
—Muy bien. Lo haremos a tu manera. Serán cuatro semanas. —
Reemprendió la marcha sin esperar a que él le ofreciera el brazo—.
Pero ni un solo día más.
Pronunció la última frase mientras se alejaba; Luc no la siguió
enseguida, sino que aprovechó el respiro para aplastar el impulso
que ella había despertado sin proponérselo. Aún no podía
presionarla, al menos durante una semana. Pero en cuanto la
tuviera bien atada…
Amelia se detuvo y comenzó a estudiar una vitrina llena de dagas;
Luc la observó sin perder detalle de cómo la luz le arrancaba
destellos a sus tirabuzones.
El engaño no era la mejor base para un matrimonio, pero ni había
mentido ni lo haría; sólo había omitido un detalle crucial. Una vez
que fuera suya y que él estuviera seguro de que podía confiar en
ella, le diría la verdad... Una vez que su corazón estuviera
comprometido, a Amelia no le importaría por qué se casaban, sólo el
hecho de que lo hacían.
Nada de eso, por supuesto, requería un cortejo público. Tanto si la
seducía en ese momento como si lo hacía después de casarse, no
marcaba diferencia alguna para su plan. No obstante y a pesar de
que no le importaba demasiado que Amelia pensara que él se
casaba por su dinero (dado que la idea había partido de ella), se
oponía terminantemente a que la alta sociedad fuera de la misma
opinión. Semejante idea no
sólo sería una mentira, sino que además mancillaría la reputación
de Amelia al dejarles creer que se casaba con ella por motivos
puramente económicos, sin que existiera afecto.
Sobre todo porque la boda se produciría poco tiempo después del
matrimonio por amor entre Martin y Amanda.
Asus ojos, Amelia se merecía mucho más.
Con un gesto altanero de la cabeza que le agitó los tirabuzones,
Amelia, prosiguió su paseo. Luc echó a andar tras ella y la alcanzó
casi sin esfuerzo gracias a sus largas zancadas.
Amelia se merecía que la cortejaran, por más tenaz, desconfiada,
impaciente y altanera que fuese. Además, eso le daría la
oportunidad que necesitaba para atarla a él con algo más que un
pragmatismo tan prosaico. Con algo que hiciera que cualquier
motivo que tuviese para casarse con ella fuera irrelevante.
Al negarse a dicha razón, esperaba que permaneciera en estado
latente, abstracto...
menos exigente. El hecho de que esa compulsión apareciera en ese
momento en concreto, de que estuviera tan centrada en ella, así
como el hecho de haberse dado cuenta de golpe de que Amelia era
la única mujer a la que quería por esposa, incrementaba su
inquietud. Pese al anhelo que tanto ella como esa razón le
provocaban, Amelia no había mostrado el menor indicio de que
sentía algo por él.
Aún.
Cuando llegó a su lado, le cogió la mano. Sus miradas se
encontraron cuando ella lo encaró.
—Tengo que reunirme con Emily y Anne dentro de poco... Será
mejor que no nos vean juntos.
Ella enarcó una ceja.
—¿Que no nos vean conspirando?
—Exacto. —Le sostuvo la mirada antes de hacer una reverencia—.
Te veré en el baile de los Mountford esta noche.
Amelia titubeó unos instantes antes de asentir.
—Hasta esta noche.
Luc le dio un ligero apretón en los dedos antes de soltarlos. Amelia
se dio la vuelta para contemplar la vitrina que tenía detrás.
En un abrir y cerrar de ojos, Luc ya no estaba.
Había una persona que debía conocer la verdad. Una vez de
regreso en casa, Luc miró el reloj de pared antes de entrar en su
despacho para estudiar varios asuntos financieros que reclamaban
su atención. Cuando el reloj marcó las cuatro, dejó a un lado los
papeles y subió las escaleras en dirección al vestidor de su madre.
Debería estar descansando, pero siempre se levantaba a las cuatro
en punto. Al llegar al pasillo de la planta superior, vio a Molly, que
estaba en el vestíbulo de la planta
baja y se dirigía hacia las escaleras con una bandeja a rebosar en
las manos. Luc se detuvo delante de la puerta de su madre, llamó
con los nudillos y entró tras escuchar que le daba la venia.
Había estado recostada en el diván, pero en esos momentos estaba
sentada y se afanaba por mullir los cojines que tenía a la espalda.
Seguía siendo una mujer bella; a pesar de que había perdido el
llamativo aspecto que le otorgaban el pelo negro, la tez pálida y
esos ojos de un azul tan oscuro como los suyos, su sonrisa y su
mirada seguían teniendo una cualidad indefinible que conmovía a
los hombres y los instaba a servirla. Una cualidad de la que era muy
consciente, pero que, hasta donde sabía, no había utilizado desde la
muerte de su padre. Luc jamás había entendido el matrimonio de
sus padres, ya que su madre era inteligente y sagaz, y aun así se
había mantenido fiel a un holgazán despilfarrador, no sólo en vida,
sino también después de su fallecimiento.
Arqueó las cejas al verlo. Luc sonrió y se hizo a un lado para
sujetarle la puerta a Molly, que lo saludó con la cabeza y pasó por
su lado para dejar la bandeja en una mesita auxiliar emplazada junto
al diván.
—Da la casualidad de que he traído dos tazas y también pastelitos
de sobra. ¿Le apetece tomar otra cosa, milord?
Luc contempló el pequeño festín que Molly se afanaba por colocar.
—No, gracias, Molly. Con esto será más que suficiente.
Su madre se sumó a su agradecimiento con una sonrisa.
—Por supuesto que lo será, gracias, Molly. ¿Cómo van los
preparativos de la cena que hemos discutido?
—Según lo dispuesto, señora. —El ama de llaves les dedicó una
sonrisa deslumbrante a ambos—. Todo va viento en popa y no hay
ni una sola cosa por la que preocuparse.
Con ese comentario jovial, hizo una reverencia y salió a toda prisa
de la estancia, cerrando la puerta tras de sí.
La sonrisa de su madre se ensanchó. Le tendió la mano y cerró los
dedos alrededor de los suyos cuando él se la cogió.
—Lleva dando brincos todo el día como si volviera a tener dieciocho
años. —Su madre lo miró a la cara antes de proseguir—: Has
conseguido que levantemos cabeza, hijo mío... ¿Te he dicho alguna
vez lo orgullosa que me siento de ti?
Con la mirada perdida en los amables ojos de su madre, que lucían
con un brillo sospechoso, Luc contuvo el impulso infantil de retorcer
los pies y clavar la vista en el suelo. Esbozó una sonrisa indolente y
le dio un apretón en la mano antes de desechar sus palabras con un
gesto.
—Nadie se siente más aliviado que yo.
Se sentó en el sillón que había enfrente del diván.
La ladina mirada de su madre le recorrió el rostro antes de que sus
manos volaran a
la tetera.
—He invitado a Robert a cenar... una idea excelente. La cena se
servirá a las seis...
Algo temprano para nosotros, pero ya sabes cómo es.
Luc cogió la taza que su madre le ofrecía.
—¿Y Emily y Anne?
—Les he dicho que han estado demasiado ajetreadas últimamente.
Como no tenemos que asistir a ninguna cena formal esta noche,
sugerí que durmieran una siesta hasta las siete y que después
cenaran en sus habitaciones antes de vestirse para el baile de los
Mountford.
Luc torció los labios. Su madre era una manipuladora maquiavélica,
igual que él.
—Y ahora... —comenzó al tiempo que se reclinaba en el diván con
la taza en las manos, de la que bebió un sorbo antes de atravesarlo
con la mirada—. ¿Qué te preocupa?
Luc esbozó otra vez esa sonrisa indolente.
—Dudo mucho que lo consideres un «problema». He decidido
casarme.
Su madre parpadeó con asombro y después abrió los ojos de par en
par.
—Corrígeme si me equivoco, pero... ¿no es una decisión un poco
precipitada?
—Sí... y no. —Dejó la taza en la mesita mientras se preguntaba qué
conseguiría contándoselo. Su madre era muy sagaz, sobre todo en
lo referente a sus hijos. El único a quien no había sabido entender
era a su hermano Edward, que había sido desterrado hacía poco
por crímenes que aún les costaba entender.
Dejó de pensar en Edward para concentrarse en su madre.
—La decisión puede parecer precipitada porque hasta ayer, como
bien sabes, no estaba en situación de pensar en el matrimonio. Pero
no lo es tanto porque hace tiempo que tengo las miras puestas en
cierta dama.
Su madre no vaciló.
—Amelia Cynster.
Le costó mucho no dejar entrever su sorpresa. ¿Había sido tan
transparente sin pretenderlo? Se desentendió de esa idea. Agachó
la cabeza.
—Así es. Hemos decidido...
—Un momento. —Su madre abrió los ojos aún más—. ¿Ya ha
aceptado?
Luc intentó reconducir la conversación.
—Me encontré con ella anoche. —Dejó fuera el lugar, ya que su
madre supondría que se encontraron en algún baile—. Volvimos a
encontrarnos esta tarde y lo hablamos en más profundidad. Sólo es
un comienzo, claro, pero... —Por más que se devanaba los sesos,
no se le ocurría forma alguna de evitar confesárselo todo. Suspiró—.
La verdad es que fue ella quien lo sugirió.
—¡Cielo santo! —Su madre enarcó las cejas para enfatizar su
espanto.
—Sabía de nuestras circunstancias. A través de pequeños detalles,
llegó a darse cuenta de que estábamos en apuros financieros.
Desea casarse, realizar un matrimonio
relativamente apropiado (creo que se encuentra más sola que nunca
tras la boda de Amanda), pero no siente deseos de casarse con
ninguno de los partidos que hacen cola para cortejarla.
—¿Así que se ha acordado de ti?
Luc se encogió de hombros.
—Nos conocemos de toda la vida. Al darse cuenta de nuestros
problemas económicos, sugirió que nuestra boda mataría dos
pájaros de un tiro. Ella se convertiría en mi vizcondesa y obtendría
el estatus de una dama casada al tiempo que la economía de
nuestra familia se repondría.
—Pero ¿tú qué opinas?
Luc buscó los ojos azules de su madre.
—Yo me siento inclinado a estar de acuerdo —respondió tras unos
instantes.
Su madre no insistió más; se limitó a estudiar su rostro antes de
asentir con la cabeza y darle un sorbo al té. Pasadolargo rato,
volvió a mirarlo a la cara.
—¿Estaría en lo cierto al suponer que no le has dicho que ahora
somos increíblemente ricos?
Luc negó con la cabeza.
—Sólo serviría para abochornarla... ya sabes cómo es. Tal y como
están las cosas... —
Logró reprimir otro encogimiento de hombros llevándose de nuevo la
taza a los labios.
Rezó para que su madre no hurgara más en sus motivos.
No lo hizo, al menos no con palabras, pero sí dejó que el silencio se
alargara mientras que su mirada, ladina y sagaz, se clavaba en él...
Luc la sintió como una losa.
Tuvo que hacer un esfuerzo para no empezar a removerse en el
asiento.
A la postre, su madre dejó la taza sobre su platillo.
—Veamos si lo he comprendido bien. Mientras que algunos
hombres fingen estar enamorados o, al menos, sentir una pasión
arrebatadora para esconder el hecho de que se casan por dinero, tú,
en cambio, tienes la intención de fingir que te casas por dinero para
esconder...
—Sólo es una situación temporal. —La miró a los ojos con los
dientes apretados—.
Se lo diré con el tiempo, pero prefiero escoger el momento oportuno.
Por supuesto, este pequeño malentendido quedará entre nosotros;
para la alta sociedad y el resto de interesados, nos casamos por los
motivos habituales.
Su madre lo miró a los ojos; pasó largo rato antes de que inclinara la
cabeza.
—Muy bien. —Su voz tenía un deje compasivo. Jugueteó con la
taza de té con una expresión afable—. Me comprometo a no decir
nada que enturbie tu revelación si es eso lo que deseas.
Ése era el compromiso que había ido a buscar al dormitorio de su
madre. Y ambos lo sabían.
Luc asintió y se terminó el té. Su madre se recostó en el diván y
comenzó a charlar de asuntos sin importancia. Hasta que llegó un
momento en el que Luc se puso en pie
para marcharse.
—No te olvides.
Luc escuchó su murmullo cuando llegó a la puerta. Echó un vistazo
por encima del hombro con la mano sobre el picaporte.
Su madre cambió rápidamente de expresión pero, por un momento,
le pareció que lo miraba con el ceño fruncido. De todos modos,
sonrió al instante.
—La cena es a las seis.
Luc asintió. Al ver que no añadía nada más, se despidió con una
inclinación de cabeza y se marchó.
Esa misma noche, entraron en el salón de baile de los Mountford y
se sumaron a la cola de personas que esperaban para saludar a los
anfitriones. Luc, al lado de su madre, no dejaba de mirar a su
alrededor.
El salón de baile estaba abarrotado como dictaban los cánones,
pero no veía por ninguna parte una mata de tirabuzones dorados.
Detrás de él, Emily y Anne intercambiaban confidencias susurradas
con la mejor amiga de Anne, Fiona Ffolliot. Fiona era la hija de un
vecino de Rutlandshire y la propiedad de su padre colindaba con la
propiedad principal de Luc. Fiona había acudido a Londres para
asistir a la temporada social con su padre viudo y se alojaban en
casa de la hermana del general Ffolliot en Chelsea. A pesar de que
era una familia acomodada, carecían de buenas relaciones en la
alta sociedad; ésa era la razón de que su madre se hubiera ofrecido
a que Fiona se quedara con Emily y Anne y así pudiera ver más de
la ciudad... y que más personas la vieran a ella.
Luc había estado de acuerdo. La jovial sencillez de Fiona hacía que
Anne, asustadiza y tímida, tuviera más confianza a la par que
liberaba en cierta medida a Emily, que era un año y medio mayor y
que así podía apartarse del lado de su hermana. Daba la sensación
de que Emily recibiría una proposición de matrimonio de lord
Kirkpatrick al final de la temporada social. Ambos eran bastante
jóvenes, pero sería un buen matrimonio y las dos familias veían el
enlace con buenos ojos.
La fila de invitados comenzó a avanzar. Su madre se inclinó hacia él
y bajó la voz para que nadie pudiera escucharla.
—Creo que la cena de esta noche ha sido todo un éxito. Una
manera espléndida de dejar el pasado atrás.
Luc enarcó una ceja.
—¿El primer paso para enterrarlo por completo?
Su madre sonrió y desvió la vista.
—Precisamente.
Tras una pausa muy breve, Luc replicó.
—Seguiré en contacto con Robert. No pienso dar por zanjado mi
interés en estas
cuestiones.
Su madre lo miró con ojos desorbitados antes de sonreír y darle
unos golpecitos en el brazo.
—Cariño, si tus intereses se encaminan en esa dirección y no en la
contraria, no seré yo quien se queje, créeme.
La nota risueña de su voz y la luz que brillaba en sus diáfanos ojos,
así como el vivaz ánimo que se había apoderado de ella en menos
de un día, hacían que todo su esfuerzo hubiera valido la pena.
Mientras la acompañaba a saludar a los Mountford, escuchó el frufrú
de los vestidos de sus hermanas y pensó que, pese a los años de
problemas (pese a los esfuerzos de su padre y de los de Edward por
evitarlo), era un hombre afortunado.
Un hombre que estaba a punto de incrementar su suerte. Ese
pensamiento reapareció cuando, tras dejar a su madre en un diván
junto a lady Horatia Cynster, la tía de Amelia, atisbó por fin a la que
sería su esposa. Giraba al son de una contradanza, ajena todavía a
su presencia. Sus tirabuzones se agitaban mientras le sonreía a
Geoffrey Melrose, su pareja de baile. A Luc no le gustó la escena ni
un pelo.
Fiona y sus hermanas también estaban en la pista de baile. Luc
clavó la vista en Amelia, a la espera...
Ella miró a su alrededor, lo vio... y perdió pie. Se apresuró a apartar
la vista al tiempo que recuperaba el ritmo de la música; y se cuidó
de no volver a mirar en su dirección. Sin embargo, al final del baile,
se abrió paso hasta sus hermanas. Dado que a lo largo de toda esa
temporada social tanto Amanda como ella se habían preocupado
por facilitar la entrada en sociedad de las dos muchachas (un acto
desinteresado por el que se sentía más agradecido de lo que jamás
llegaría a expresarle a ninguna de las gemelas), nadie encontró
nada raro en que se uniera en ese momento a su círculo.
Ni un solo chismoso levantó siquiera una ceja cuando él cruzó el
salón de baile para hacer lo mismo.
Componían un grupo alegre digno de contemplar; las tres
muchachas más jóvenes, todas de pelo castaño y todas algo más
bajas que Amelia, lucían vestidos de color celeste y rosa pálido,
como pétalos de flores rodeados por las chaquetas oscuras de los
caballeros. En el centro, Amelia relucía con su vestido de seda
dorado. El color ponía de relieve la perfección de su piel de
alabastro, hacía que su pelo brillara como el oro e intensificaba el
increíble azul de sus ojos.
Las parejas de sus hermanas y de Fiona se habían quedado con
ellas para charlar y otros tres caballeretes se habían acercado con
la esperanza de convertirse en las próximas parejas de las
muchachas. Para irritación de Luc, Melrose había seguido a Amelia
y Hardcastle se había sumado al grupo y miraba con lujuria su
esbelto cuerpo.
Ocultó la mueca feroz que le salió de forma instintiva tras una
sonrisa indolente, le hizo una reverencia a Amelia y saludó a los dos
caballeros con un gesto de cabeza al tiempo que se las ingeniaba
para acabar junto a Amelia.
Ella se dio cuenta, pero no lo manifestó más que con una miradita.
Después de echar un vistazo a sus hermanas, a Fiona y a los
pretendientes de las tres, Luc dejó que, por una vez, se las
apañaran solas y centró toda su atención en Amelia.
Para eliminar cualquier problema en potencia.
—Tengo entendido —murmuró Luc a la primera oportunidad— que
Toby Mick va a enfrentarse a El Despedazador en Derby.
Amelia lo miró de hito en hito; Melrose compuso una expresión
desconcertada.
Había una regla tácita por la que los caballeros jamás discutían
temas tan violentos como los combates de boxeo en presencia de
las damas.
Hardcastle, en cambio, se echó a temblar de puro entusiasmo. Le
dirigió una mirada comprensiva a Amelia.
—No le importa, ¿verdad, querida? —Sin esperar a su contestación,
se lanzó de cabeza al tema—. Es cierto... Me enteré por el
mismísimo Gilroy. Dicen que va a ser a tres asaltos, pero...
Melrose no sabía qué hacer. Luc se limitó a escuchar con aparente
interés mientras fingía no percatarsede la mirada asesina de
Amelia.
—Y también se rumorea que ahora que se ha doblado la apuesta,
Catwright se está pensando participar en el combate.
La mención de ese contrincante fue demasiado para Melrose.
—¡Cielo santo! Pero ¿de verdad hay posibilidades de que eso
suceda? Vamos, Catwright no es que necesite participar... Hace
apenas dos semanas del combate en Kent. ¿Por qué arriesgarse...?
—¡No, no! Verá, es el desafío.
—Sí, pero...
Luc se volvió hacia Amelia. Y le sonrió.
—¿Te apetece dar un paseo?
—Desde luego. —Le tendió la mano.
Luc se la colocó en gesto posesivo sobre el brazo. Los dos
caballeros apenas si interrumpieron su discusión para darse por
aludidos.
—Eres perverso —le dijo Amelia en cuanto se alejaron—. Alguna de
las anfitrionas los escuchará y esos dos estarán metidos en un buen
lío.
Él se limitó a enarcar una ceja.
—¿Acaso los he obligado a hacerlo?
—¡Pamplinas!
Amelia clavó la vista al frente e intentó controlar las mariposas que
le revoleteaban en el estómago. No podían ser nervios... así que no
tenía ni idea de qué las causaba.
En ese momento, Luc se acercó más a ella para sortear a un trío de
caballeros. El repentino escalofrío que le recorrió el costado, allí
donde él la había rozado, le hizo abrir los ojos de par en par.
¡Pues claro! Jamás había estado tan cerca de él, salvo por el
momento en el que Luc
había estado non compos mentís. En ese momento, estaba bien
despierto y más cerca de lo que dictaban las buenas maneras;
podía sentir ese cuerpo duro, fuerte y masculino...
como una intensa presencia vital a su lado.
Un instante después, pasada su distracción, se dio cuenta de que la
emoción que le provocaba su proximidad no era pánico, ni tampoco
miedo, sino algo mucho más embriagador. Y decididamente mucho
más placentero.
Desvió la mirada hacia su rostro. Cuando Luc se percató de que lo
miraba, bajó la vista. Clavó los ojos en los suyos para estudiarla.
Se quedó sin respiración.
Los acordes iniciales del primer vals de la noche se abrieron paso
entre las conversaciones. Luc levantó la vista y ella volvió a respirar
con normalidad.
Aunque se quedó sin aliento de nuevo cuando volvió a mirarla.
Apresó los dedos de su mano y se la apartó del brazo antes de
inclinarse en una elegante reverencia sin dejar de mirarla a los ojos.
—Creo que éste es mi baile...
En ese preciso instante, se habría sentido mil veces más a salvo si
bailara con un lobo, pero se obligó a sonreír, tras lo que le hizo un
gesto afirmativo con la cabeza y permitió que la llevara a la pista de
baile. ¿Cómo lo había llamado Amanda? ¿Una pantera negra?
Y letal de necesidad.
Se vio obligada a coincidir con la opinión de su hermana cuando Luc
la estrechó entre sus brazos y la guió entre la vorágine de bailarines.
Le costaba respirar y tenía la piel en llamas. La cabeza le daba
vueltas y tenía todos los sentidos alerta. Por la expectación, por el
anhelo. No estaba segura de cuál era la causa, pero eso sólo servía
para acrecentar su acaloramiento.
Era ridículo... Ya habían bailado el vals en un buen número de
ocasiones, pero jamás había sido como en ésa en particular. Jamás
había sentido sus ojos, su atención, fijos en ella. Luc ni siquiera
parecía escuchar la música, o, para ser exactos, la música formaba
parte de un mundo sensorial en el que se incluían la forma en la que
sus cuerpos se mecían y giraban al unísono, la forma en que se
rozaban mientras él la guiaba sin esfuerzo alguno por la pista de
baile.
Jamás había sido tan consciente de sus alrededores; jamás había
bailado el vals de esa manera, ni con él ni con nadie. Sumida en la
música, en el momento, en...
Algo había cambiado. Algo fundamental: él no era el mismo hombre
con el que bailara anteriormente. Incluso sus facciones parecían
más duras, más definidas, más austeras... Su cuerpo parecía más
poderoso; y la máscara social tras la que se ocultaba, más
transparente. Y había algo en sus ojos mientras la traspasaban con
la mirada... algo que era incapaz de definir, pero que sus instintos
reconocieron, haciéndola temblar.
Luc sintió su temblor y entrecerró los párpados para ocultar sus ojos
azules tras esas largas pestañas. Esbozó una sonrisa socarrona al
tiempo que movía la mano sobre la
base de su espalda para calmarla.
Ella se tensó.
—¿Qué estás tramando? —pronunció las palabras sin pensarlo y
con un deje tan suspicaz como la expresión de sus ojos.
Luc abrió los ojos de par en par y resistió el impulso de echarse a
reír... de preguntar qué diantres creía ella que estaba tramando.
Pero, en ese momento, las implicaciones de su pregunta se hicieron
evidentes y ya no sintió deseos de reír... sino que tuvo que
esforzarse por ocultar la posesiva satisfacción que lo recorría, por
evitar que sus labios se curvaran en una sonrisa satisfecha. Pese a
todos sus esfuerzos, algo debió de notársele, así que se aprestó a
calmar la tormenta que se fraguaba en los ojos de Amelia.
—No te preocupes, sé lo que hago. Ya te lo dije esta tarde: limítate a
seguirme el juego.
Volvió a cambiar la posición de su mano, estrechándola más contra
su cuerpo a medida que giraban al son de la música.
—No voy a morderte, pero no puedes pretender que cambie mis
hábitos de la noche a la mañana.
O cambiarlos en absoluto, pero eso no lo dijo. Pasado un momento,
la expresión seria desapareció de sus ojos y sintió que Amelia se
relajaba entre sus brazos... De hecho, sintió que adoptaba una
postura mucho más relajada que momentos antes.
—Ah, comprendo...
Luc lo dudaba mucho. A decir verdad, ni siquiera él mismo lo
comprendía, así que le llevó unos instantes averiguar a lo que ella
se refería, hasta que por fin vio la luz: Amelia pensaba que él había
tomado su reacción como el efecto provocado por su... halo de
misterio. Como el resultado natural de la aplicación de sus
aclamados talentos de seductor.
Por un lado, estaba en lo cierto; pero por otro, eso no explicaba del
todo la reacción de Amelia... ni la suya. Ni la reacción que ella le
provocaba, ya puestos.
La experiencia, y él tenía a espuertas, le decía que Amelia era
extraordinariamente sensible e increíblemente receptiva. El hecho
de que se hubiera sorprendido tanto indicaba que esas respuestas
se habían limitado, al menos hasta el momento, a su persona.
De ahí la oleada de apreciación que le había despertado. Amelia era
un premio sensual, pura, latente... y era suya, toda suya. Así pues,
no era de extrañar que se regodeara.
Sabía, lo había sabido desde hacía años, que la respuesta que esa
muchacha le provocaba era mucho más intensa y poderosa,
totalmente distinta, a la que le había producido cualquier otra mujer.
Durante todos esos años, concentrado como había estado en
reprimir sus propias reacciones, jamás había intentado averiguar
qué sentía Amelia. ¿Por qué? Pues porque jamás se le había
pasado por la cabeza la idea de cortejarla. Hasta ese momento.
Tuvo que luchar contra el impulso de estrecharla contra su cuerpo y
seguir con su plan de atarla a él a través del placer; sin embargo, la
experiencia adquirida a lo largo de los años le advirtió que acelerar
las cosas sólo conseguiría que ella adivinara su plan... y se
resistiera. Se mostraría mucho más recelosa que hacía unos
instantes.
No obstante, si se tomaba las cosas con calma, si la seducía paso a
paso con total deliberación, Amelia, que pensaba que sus
reacciones eran habituales y absolutamente normales... En fin,
cuando se percatara de cuánto lo deseaba, se habría vuelto una
adicta incapaz de liberarse, demasiado hechizada como para poner
objeciones al motivo por el que se casaban, incluso cuando él le
confesara que no necesitaba su dote.
La música acabó y el baile llegó a su fin. Tenía toda su atención y
sus cinco sentidos clavados en ella. En su silueta, en la inherente
promesa de su esbelto cuerpo, en su piel, en sus ojos, en sus
labios... en la cadencia de su respiración.
Era suya, toda suya.
Tuvo que obligarse a soltarla, tuvo que ocultar sus verdaderas
intenciones tras el oscuro velo de sus pestañas. Tuvo que esbozar

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