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Veinte relatos, inéditos en su mayor parte, que constituyen la mejor antología de terror contemporáneo hasta hoy. Ésta es la primera vez que se reúnen en un solo volumen los autores más brillantes de la literatura de terror actual. Charles L. Grant, compilador de la antología, es el mejor especialista en trabajos de selección dentro de este género. En este caso ha agrupado con singular talento las narraciones más representativas que era posible ofrecer al lector exigente, y el resultado ha sido una obra maestra que no debe faltar en ninguna biblioteca. Con un mérito adicional: muchos de estos relatos han sido escritos especialmente para el presente volumen. AA. VV. Horror Lo mejor del terror contemporáneo Horror - 1 ePub r1.3 Trujano 30.09.14 Título original: The Dodd, Mead Gallery of Horror AA. VV., 1983 Traducción: César Terrón Compilador: Charles L. Grant Editor digital: Trujano Corrección de erratas: Mina815, Yorik ePub base r1.1 Introducción Hace más años de los que me atrevo a recordar, solía pasar la tarde de los sábados en el Teatro Lincoln de Kearny, New Jersey, junto con mis amigos en una huida de la escuela, del tiempo, de los padres, de los deberes escolares y de cualquier cosa (o persona) capaz de chasquear al peor monstruo de la infancia: ser responsable (también conocido como portarse de acuerdo con la edad de uno o madurar). Entonces era muy natural reemplazar este monstruo por una deliciosa hornada de otros monstruos: el hombre lobo, el vampiro, el fantasma, el espíritu de los alaridos, el horror del sótano, el horror del desván… Muchas veces mis amigos y yo salíamos del cine riendo, caminando con las piernas muy rígidas o fingiendo que llevábamos largas capas negras y enseñando los colmillos a las chicas que pasaban. Pero con la misma seguridad que la caricatura sigue al primer artículo importante, también había una noche del sábado. En la cama. Solo. Sumido en el sueño del inocente hasta que algo me despertaba. Me despertaba con tanta fuerza, de hecho, que lo pasaba muy mal para volverme a dormir. Y a menudo precisaba los tranquilizadores servicios de mis padres para asegurarme que yo, sin ninguna duda, vería el próximo amanecer. Podría creerse que muchos años así debieron curarme de Karloff, Lugosi, Zucco y todos los demás, pero no fue así. Y tampoco fue así para ninguno de mis amigos, aunque nadie quisiera admitir las pesadillas que seguían a la sesión de tarde del sábado. Lo único que sabíamos era esto: las películas nos divertían. No cuando soñábamos, sino cuando las contábamos. Al fin y al cabo, por eso principalmente íbamos a verlas: para asustarnos entonces y para asustarnos más tarde. Desde entonces el Monstruo ya me ha atrapado, en general. He madurado, he aceptado cierta dosis de responsabilidad acá y allá y, en ocasiones, me porto de acuerdo con mi edad (sea cual sea el maldito significado de la expresión). Por otra parte, también escribo y hago recopilaciones como ésta, libros que, si todo va bien, de vez en cuando ofrecen a los lectores una buena dosis de escalofríos, temblores y aullidos verdaderos. En el fondo, para ser sinceros, no somos tan maduros. El miedo que tenemos ahora no es el mismo que cuando éramos niños, pero es miedo de todos modos. Nos hace sudar las palmas de las manos, nos produce pesadillas y a veces tiene la fuerza suficiente para alterar nuestro carácter. El miedo es ahora, como entonces real . ¿Por qué, pues, leemos relatos de terror? Porque usted puede dejar este libro, apartarse de él, cerrarlo bruscamente con la certeza de que las cosas horribles que suceden a la gente en estas páginas no pueden sucederle. Lo que hay en estas páginas no existe. No obstante, creo que de todos modos es divertido flirtear con el miedo, entregarse a él de vez en cuando, y si nos afecta más que cuando éramos niños…, bien, es el riesgo de la pesadilla, ¿no? Ahí interviene la diversión. Y para estar seguros de que estos autores no han perdido el tiempo, ellos exigen al lector únicamente una cosa (aparte de una habitación en penumbra, viento frío y un cristal que vibra amilanadoramente en la ventana): del mismo modo que una película con diez asesinatos gráficos y a todo color tiende a entumecer la mente y produce poca cosa más que bostezos, leer veinte o más cuentos seguidos es aburrido y acaba siendo frustrante. A los escritores reunidos aquí no les importa en absoluto la velocidad del tráfico en la calle del lector; lo único que piden es la oportunidad de lograr lo que usted desea de ellos: horrorizarlo, aterrorizarlo o darle una simple dosis de nerviosa ansiedad. Estos relatos son diversamente gráficos, sosegados, orientados hacia lo sobrenatural, encauzados hacia lo psicológico. Algunos son cachiporras, y otros cuchillas de afeitar. Algunos exigirán de usted más trabajo que otros, y algunos ejercerán su efecto más de una vez, como el impacto de un potente veneno que entra en su organismo… y el regusto que deja. Todos ellos, no obstante, pretenden hacer recordar pesadillas. Y tarde o temprano usted puede toparse con una de las suyas. Naturalmente, mientras las luces sigan encendidas y usted no crea ni por un momento en todas estas cosas, puede estar tranquilo. Ese Monstruo de la infancia lo ha atrapado y transformado, y usted puede enfrentarse a casi todo en la actualidad, en especial a cuentos que no pasan de morder un poquito en su imaginación, agitar un poco las sombras que usted estaba seguro de que habían desaparecido en cuanto salió el sol… Usted se atreve a todo. Que duerma bien. CHARLES L. GRANT Newton, Nueva Jersey, EEUU Algo repelente WILLIAM F. NOLAN Los adultos parecen encontrar maravillosos deleites atormentando a los niños hasta hacerlos llorar o sufrir pesadillas, sobre todo recurriendo directamente a lo que saben asustará más a los chicos. Quizá sea una reacción a sus experiencias antes de «madurar», o tal vez se trate de otra cosa peor…, algo básico. William F. Nolan, residente en California, ha editado, escrito y colaborado en decenas de libros con temas que van desde lo macabro hasta las emociones de las carreras automovilísticas, o su reciente biografía de Steve McQueen. También ha escrito guiones para el cine y la televisión. —¿Aún no te has duchado, Janey? Era la voz de su madre en la planta baja, que flotaba como el humo hacia ella, apenas audible desde su cama. Más fuerte en ese momento, insistente. —¡Janey! ¡Contesta! Se levantó, se estiró como una gata, salió al pasillo, al rellano, donde su madre pudiera oírla. —Estaba leyendo. —Pero si te dije que tío Gus vendría esta tarde. —Le odio —dijo Janey en voz baja. —Estás murmurando. No te entiendo. —Frustración. Enojo y frustración—. Baja ahora mismo. Cuando Janey llegó al pie de la escalera, la imagen de su madre ondeaba como el agua. La pequeña cerró y abrió los ojos con rapidez, esforzándose en despejar sus lacrimosos ojos. La madre de Janey se alzaba ante ella, alta, voluminosa y perfumada con su satinado vestido veraniego. Mamá siempre parece bonita cuando viene tío Gus. —¿Por qué lloras? El enfado había cedido el paso a la preocupación. —Porque sí —dijo Janey. —¿Por qué? —Porque no quiero hablar con tío Gus. —¡Pero si él te adora! Viene especialmente a verte. —No, no es verdad —dijo Janey mientras se frotaba la mejilla con su puñito—. No me adora, y no viene especialmente a verme. Viene a pedir dinero a papá. Su madre se sobresaltó. —¡Es espantoso que digas eso! —Pero es verdad. ¿A que sí? —A tu tío Gus lo hirieron en la guerra y no puede hacer un trabajo normal. Hacemos lo que podemos para ayudarle. —Yo nunca le he gustado —contestó Janey—. Dice que hago mucho ruido. Y nunca me deja jugar con «Bigotes» cuando está aquí. —Eso es porque los gatos le fastidian. No está acostumbrado a ellos. No le gustan las cosas con pelo. —La mujer tocó el cabello de Janey. Oro blando—. ¿Recuerdas ese ratón que trajiste la Navidad pasada, qué nervioso puso a tío Gus…? ¿Te acuerdas? —«Pete» era muy listo —dijo Janey—. No legustaba tío Gus, igual que a mí. —A los ratones ni les gusta ni les disgusta la gente —le explicó su madre—. No tienen bastante inteligencia para eso. Janey meneó tercamente la cabeza. —«Pete» era muy inteligente. Encontraba el queso en cualquier parte de mi cuarto, aunque estuviera muy escondido. —Eso está relacionado con el sentido básico del olfato, no con la inteligencia —dijo su madre—. Pero estamos perdiendo el tiempo, Janey. Sube corriendo, dúchate y ponte tu bonito vestido nuevo, el de lunares rojos. —Son fresas. Tiene fresitas rojas en la tela. —Estupendo. Ahora obedece. Gus llegará pronto y quiero que mi hermano se sienta orgulloso de su sobrina. Con la rubia cabeza gacha y arrastrando los taloncitos en cada escalón, Janey subió la escalera. —No hablaré de esto a tu padre —estaba diciendo su madre, y la voz iba apagándose conforme la pequeña seguía subiendo—. Sólo le diré que te has dormido. —No me importa lo que le digas a papá —murmuró Janey. Las palabras desaparecieron como humo en el pasillo mientras la niña se dirigía a su habitación. Papá creía todo lo que le decía mamá. Siempre. A veces era verdad, lo de dormir más de la cuenta. Era difícil despertar de la siesta. Porque yo no quiero irme a dormir. Porque lo odio . Igual que comer brócoli, tomar pastillas de vitaminas en forma de animalitos de colores, visitar al dentista y subir en las montañas rusas. Tío Gus la había llevado a una montaña rusa, altísima y pavorosa, el último verano, y Janey había vomitado. A él le gustaba ponerla nerviosa, asustarla. Mamá no sabía cuántas veces le decía cosas espantosas tío Gus, o le hacía bromas pesadas, o la llevaba a sitios que a ella no le gustaban. Mamá la dejaba a solas con él mientras iba a comprar, y Janey aborrecía totalmente estar en la vieja y oscura casa de tío Gus. Él sabía que la oscuridad la asustaba. Se sentaba delante de ella con las luces apagadas, le explicaba historias fantasmales, llenas de detalles tenebrosos y atroces, y su voz era empalagosa y horrible. Janey se espantaba tanto cuando escuchaba a su tío que a veces acababa llorando. Y las lágrimas hacían sonreír a tío Gus. —Gus. ¡Siempre es una alegría verte! —Hola, hermanita. —Pasa. Jim está holgazaneando por ahí. He preparado una cena buenísima. Pavo troceado. Y he hecho tortas de maíz. —¿Y dónde está mi sobrina favorita? —Janey bajará en cualquier momento. Llevará su nuevo vestido… sólo para ti. —Bien, vaya; eso es magnífico. Janey estaba observando en lo alto de la escalera, tumbada en el suelo para que no la vieran. Qué rabia le daba ver a mamá abrazando a tío Gus de aquella forma, siempre que venía, como si hubieran pasado años desde la última visita. ¿Por qué mamá no se daba cuenta de lo malvado que era tío Gus? Todos los amigos de la clase de Janey habían comprendido que él era una mala persona el primer día que la llevó al colegio. Los niños suelen saber inmediatamente cómo es una persona. Igual que aquel viejo miserable, el señor Kruger, de geografía, que obligaba a Janey a quedarse en clase cuando olvidaba hacer los deberes. Todos los niños sabían que el señor Kruger era espantoso. ¿Por qué los adultos tardaban tanto tiempo en comprender las cosas? Janey se deslizó hacia atrás en las sombras del pasillo. Se levantó. Tenía que bajar… con la ropa de estar por casa. Eso significaría seguramente una zurra en cuanto se marchara tío Gus, pero valía la pena a cambio de no tenerse que poner el vestido nuevo en su honor. Las zurras no hacían demasiado daño. Valía la pena. —¡Vaya, aquí está mi princesita! —Tío Gus estaba levantándola por el aire, muy fuerte, para marearla. Ya sabía que ella odiaba los zarandeos. La dejó en el suelo con un ruido sordo. La miró con sus crueles ojazos—. ¿Y dónde está ese bonito vestido nuevo de que me hablaba tu mamá? —Se me ha roto —dijo Janey, con la mirada fija en la alfombra—. No puedo ponérmelo hoy. Su madre volvió a enfadarse. —Eso no es verdad, señorita, ¡y tú lo sabes! Planché ese vestido por la mañana y está perfecto. —Señaló arriba—. ¡Sube otra vez a tu cuarto y ponte ese vestido! —No, Maggie. —Gus sacudió la cabeza—. Deja a la niña tal como está. Tiene muy buen aspecto. Vamos a cenar. —Pinchó el estómago de Janey con un dedo—. Apuesto a que esa barriguita tuya se muere de ganas de probar un poco de pavo. Y tío Gus fingió que reía. A Janey no la engañaba nunca; ella sabía distinguir las risas verdaderas de las fingidas. Pero mamá y papá jamás parecían notar la diferencia. La madre de Janey suspiró y sonrió a Gus. —De acuerdo, lo pasaré por alto esta vez… Pero creo que la mimas demasiado. —Tonterías. Janey y yo nos entendemos muy bien. —Miró fijamente a la pequeña—. ¿No es cierto, guapa? La cena no fue divertida. Janey no pudo acabar el puré de patata, y sólo probó el pavo. Nunca podía disfrutar con la comida si su tío estaba presente. Como de costumbre, su padre apenas se dio cuenta de que ella estaba en la mesa. Él no se preocupó en saber si llevaba puesto el vestido nuevo. Mamá se ocupaba de esas cosas, y papá de su trabajo, fuera cual fuese. Janey no había averiguado nunca qué hacía, pero él se iba todos los días a cierta oficina desconocida para ella y ganaba dinero suficiente, por lo que siempre podía dar algo a tío Gus cuando mamá le pedía un cheque. Ese día era domingo y papá estaba en casa para leer el enorme periódico, limpiar el coche y podar el césped. Hacía las mismas cosas todos los domingos. ¿Me quiere papá? Sé que mami me quiere, aunque a veces me zurre. Pero ella siempre me abraza después. Papá nunca me abraza. Me compra helados y me lleva al cine los sábados por la tarde, pero no creo que me quiera. Por eso ella nunca podría decirle la verdad sobre tío Gus. Papá no le haría caso. Y mamá, simplemente, no lo entendía. Después de la cena, tío Gus agarró firmemente de la mano a Janey y la llevó al patio. Después la hizo sentar cerca de él en la gran mecedora de madera. —Apostaría a que tu vestido nuevo es feo —dijo con frialdad. —No. ¡Es bonito! La aflicción de la niña complació a tío Gus. Se agachó, acercó los labios a la oreja derecha de Janey. —¿Quieres saber un secreto? Janey contestó que no con la cabeza. —Quiero volver con mamá. No me gusta estar aquí. Janey se dispuso a alejarse, pero él la agarró, la atrajo con brusquedad hacia la mecedora. —Presta atención cuando te hablo. —Sus ojos chispeaban—. Voy a contarte un secreto… De ti misma. —Pues cuéntamelo. Gus sonrió. —Tienes una cosa dentro. —¿Y eso qué quiere decir? —Quiere decir que hay algo muy dentro de tu asqueroso estomaguito. ¡Y está vivo! —¿Eh? —Janey parpadeó: empezaba a tener miedo. —Una criatura. Que vive de lo que tú comes, que respira el aire que tú respiras, y que ve gracias a tus ojos. —Acercó la cara de la niña a la suya—. Abre la boca, Janey, para que yo pueda mirar y ver qué cosa vive ahí abajo… —¡No, no quiero! —Se retorció para intentar soltarse, pero él era muy fuerte —. ¡Mientes! ¡Estás contándome una mentira horrible! ¡Mientes! —Ábrela bien —dijo, e hizo fuerza en la mandíbula de la niña con los dedos de su mano derecha hasta que la boca se abrió—. Ah, así está mejor. Vamos a ver… —Escudriñó el interior de la boca—. Sí, ahí. ¡Ahora lo veo! Janey se echó hacia atrás, con los ojos muy abiertos, francamente alarmada. —¿Cómo es? —¡Repelente! ¡Espantosa! Con unos dientes muy afilados. Una rata diría yo. O algo parecido a una rata. Larga, gris y gorda. —¡Yo no tengo eso! ¡No! —Oh, claro que sí, Janey. —Su voz era empalagosa—. He visto brillar sus ojos rojos y he visto su larga cola. Está ahí dentro, sí. Algo repelente. Y se echó a reír. Esta vez de verdad. No era una risa fingida. Tío Gus estaba divirtiéndose. Janey sabía que él sólo pretendía asustarla una vez más…, pero no estaba completamente segura respecto a la cosa que llevaba dentro. Quizás él había visto algo. —¿Hay… otras personas con… criaturas… que viven dentro de ellas? —Depende —dijo tío Gus—. Las criaturas malas viven dentro de las personas malas. Las niñasbuenas no tienen ninguna. —¡Yo soy buena! —Bueno, eso es cuestión de opinión, ¿no crees? —Su voz era dulce y desagradable—. Si fueras buena no tendrías una cosa repelente viviendo dentro de ti. —No te creo —dijo Janey, que respiraba con dificultad—. ¿Cómo puede ser verdad? —Las cosas son reales cuando la gente cree en ellas. —Encendió un largo cigarrillo negro, aspiró el humo y lo expulsó con lentitud—. ¿Has oído hablar del vudú, Janey? La niña meneó la cabeza. —Funciona así: un brujo maldice a una persona haciendo un muñeco y hundiendo una aguja en el corazón del muñeco. Luego deja el muñeco en la casa del hombre maldito. Cuando el hombre lo ve se asusta mucho. Convierte en real la maldición al creer en ella. —¿Y luego qué pasa? —Su corazón deja de funcionar y muere. Janey notó que su corazón latía muy deprisa. —Tienes miedo, ¿verdad, Janey? —Puede que… un poco. —Claro que tienes miedo. —Rió entre dientes—. Y es lógico…, ¡con una cosa así dentro de ti! —¡Eres un hombre malo y muy cruel! —le dijo Janey, con los ojos nublados por las lágrimas. Y regresó corriendo a la vivienda. Esa noche, en su cuarto, Janey permanecía sentada en la cama, rígida, abrazando a «Bigotes». Al gato le gustaba entrar allí por la noche y acurrucarse en la colcha, a los pies de la niña, para dormitar hasta el amanecer. Era un plácido gato doméstico, gris y negro, que jamás se quejaba de nada y siempre contestaba con un «miau» de alegría cuando Janey lo cogía para acariciarlo. Después ronroneaba. Esa noche «Bigotes» no ronroneaba. Captaba las ásperas vibraciones de la habitación, captaba el nerviosismo de Janey. El animal se estremeció inquieto en los brazos de la pequeña. —Tío Gus me ha mentido, ¿verdad, «Bigotes»? —La voz de la niña reflejaba tensión, incertidumbre—. Míralo… —Acercó más al gato—. No hay nada ahí, ¿verdad? Y abrió la boca para demostrar a su amigo que ninguna rata vivía allí. Si había una rata, el viejo «Bigotes» metería una pata para cazarla. Pero el gato no reaccionó. Se limitó a cerrar y abrir sus rasgados ojos verdes. —Lo sabía —dijo Janey, enormemente aliviada—. Si yo no creo que esté ahí, no está . Poco a poco relajó los tensos músculos de su cuerpo…, y «Bigotes», al percibir el cambio, empezó a ronronear: un suave y tranquilizador sonido de motor en la noche. Todo estaba bien. Ninguna criatura de ojos rojos existía en su barriguita. De pronto la niña se sintió agotada. Era tarde, y por la mañana tenía que ir al colegio. Janey se deslizó bajo la sábana y cerró los ojos tras soltar a «Bigotes», que se alejó silenciosamente hacia su habitual rincón de la cama. Janey tenía muchas cosas que contar a sus amigos. Era jueves, un día que Janey solía odiar. Un jueves sí y otro no, su madre iba de compras y la dejaba cenando con tío Gus en la casona encantada de éste, con los postigos bien cerrados para que no entrara el sol, y las sombras llenando todos los pasillos. Pero ese jueves iba a ser distinto, y Janey no se preocupó cuando su madre se marchó y la dejó sola con su tío. Esta vez, pensó la niña, no iba a tener miedo. Soltó una risita. ¡Hasta podía divertirse! Tras ponerle un plato de sopa delante, tío Gus le preguntó cómo se encontraba. —Bien —dijo Janey tranquilamente, con los ojos bajos. —Entonces podrás apreciar la sopa. —Sonrió, tratando de que su apariencia fuera agradable—. Es una receta especial. Pruébala. Janey se metió una cucharada en la boca. —¿A qué sabe? —Un poco ácida. Gus meneó la cabeza mientras probaba la sopa. —Ummm… Deliciosa. —Hizo una pausa—. ¿Sabes de qué está hecha? Janey contestó que no con la cabeza. Gus sonrió y se inclinó hacia la niña al otro lado de la mesa. —Es sopa de ojos de búho. Hecha con ojos de búho muerto. Machacados y recién extraídos para ti. Janey sostuvo la mirada de su tío. —Quieres que devuelva, ¿verdad, tío Gus? —Dios mío, no, Janey. —Había un empalagoso deleite en su voz—. Pensaba que te gustaría saber qué estabas tragando. Janey apartó su plato. —No voy a vomitar porque no te creo. Y cuando no crees una cosa, no es real. Gus la miró ceñudamente mientras terminaba la sopa. Janey sabía que él planeaba contarle otra espantosa historia de fantasmas después de comer, pero no estaba nerviosa. No lo estaba. No lo estaba porque no habría sobremesa para tío Gus. Había llegado el momento de su sorpresa. —Tengo algo que decirte, tío Gus. —Pues dímelo. Su voz era aguda y desagradable. —Todos mis amigos del colegio saben lo del animal que está dentro. Hablamos mucho de eso, y ahora todos lo creemos. Tiene ojos rojos… Es muy peludo y huele mal. Y tiene muchísimos dientes afilados. —Naturalmente que sí —dijo Gus, con el rostro iluminado por las palabras de la niña—. Y siempre tiene hambre. —Pero ¿a qué no sabes una cosa? —prosiguió Janey—. ¡Sorpresa! No está dentro de mí, tío Gus… ¡Está dentro de ti! Gus la miró coléricamente. —Eso no es nada divertido, pequeña zorra. No intentes dar la vuelta a las cosas y fingir que… Se detuvo sin acabar la frase, y mientras la cuchara caía con estrépito al suelo, se levantó de repente. Tenía la cara enrojecida, como a punto de asfixiarse. —Y ahora quiere salir —dijo Janey. Gus dobló el cuerpo sobre la mesa, aferrándose el estómago con las manos. —Llama… Llama al… médico —dijo jadeante. —Un médico no servirá de nada —contestó satisfecha Janey—. Nada sirve ya de nada. Janey siguió tranquilamente a su tío mientras masticaba una manzana. Le vio tambalearse y caer ante la puerta, le vio agitarse, con los ojos desorbitados por el pánico. Janey se detuvo junto a tío Gus y le miró el estómago bajo la camisa blanca. Algo abultaba allí. Gus lanzó un grito. Más tarde, esa noche, sola en su cuarto, Janey apretó a «Bigotes» contra su pecho y musitó en la temblorosa oreja de su gatito: —Mamá ha llorado —explicó al animal—. Está muy triste por lo que le pasó a tío Gus. ¿Estás triste tú, «Bigotes»? El gato abrió la boca y dejó ver sus afilados y blancos dientes. —No lo había pensado… Eso es porque tío Gus te gustaba tanto como a mí, ¿verdad? Abrazó al gato. —¿Quieres saber un secreto, «Bigotes»? El gato cerró y abrió los ojos tranquilamente, y empezó a ronronear. —¿Sabes, ese viejo malo del colegio…, el señor Kruger? Bueno, ¿sabes qué? — Sonrió—. Yo y los otros niños pensamos hablar con él mañana para decirle que tiene algo dentro… Janey se estremeció de placer. —¡Algo repelente! Y se rió como una tonta. El patio trasero de Canavan JOSEPH PAYNE BRENNAN La mejor fantasía siniestra trata, como cualquier buena literatura, de lo real, del presente, del mundo que todos conocemos. La diferencia, por supuesto, es el giro que da el autor a lo que creíamos conocer, a lo que nos resultaba agradable. Ese giro no ha de ser por fuerza dislocador; sólo precisa hacer que las cosas parezcan ligeramente descompuestas. Joseph Payne Brennan es uno de los maestros de la fantasía siniestra, sin ninguna duda. Sus relatos cortos han preparado el terreno para que todos nosotros trabajemos en el campo actualmente, y el cuento que sigue ha resistido el paso del tiempo de tal modo que puede considerársele un clásico con pleno derecho. Conocí a Canavan hace veinte años, poco después de que él abandonara Londres. Era anticuario y aficionado a los libros antiguos. Fue muy natural que inaugurara una tienda de libros de segunda mano tras establecerse en New Haven. Dado que su pequeño capital no le permitía alquilar un local en el centro de la ciudad, Canavan alquiló como tienda y vivienda al mismo tiempo una casa vieja y aislada casi en las afueras de la urbe. La zona se hallaba escasamente habitada, pero como un buen porcentaje del material usado por Canavan llegaba por correo, el problema no tenía particular importancia. Muy a menudo, tras una mañana pasada ante la máquina de escribir, yo iba a la tienda de Canavan y dedicaba gran parte de la tarde a hojear los viejos libros. Encontraba en ello gran placer, en especial porque Canavan jamás recurría a métodos enérgicos para lograr unaventa. Él conocía mi precaria situación financiera, nunca se enfadaba si me iba con las manos vacías. De hecho, Canavan parecía alegrarse con mi simple compañía. Pocos compradores visitaban con regularidad su tienda, y creo que estaba solo con frecuencia. A veces, cuando el negocio iba mal, preparaba una tetera de té inglés y los dos permanecíamos sentados durante horas, bebiendo y hablando de libros. Canavan incluso tenía la apariencia de un vendedor de libros antiguos…, o la caricatura popular de uno de ellos. Era menudo de cuerpo, un poco encorvado, y sus ojos azules observaban detrás de unos arcaicos anteojos con bordes de acero y rectos cristales. Aunque dudo que sus ingresos anuales igualaran alguna vez los de un buen empapelador, se las arreglaba para «ir tirando» y era feliz. Es decir, feliz hasta que empezó a observar su patio trasero. Detrás de la vieja y destartalada casa en la que vivía y se ocupaba de su negocio, se extendía un largo y desolado patio cubierto de zarzas y leonada hierba alta. Varios manzanos muertos, mellados y negros a causa de la podredumbre, realzaban el aspecto depresivo de la escena. Las vallas rotas de madera a ambos lados del patio estaban prácticamente devoradas por la maraña de hierba áspera. Parecían hundirse literalmente en la tierra. En conjunto, el patio ofrecía una imagen anormalmente depresiva, y yo solía extrañarme de que Canavan no limpiara el lugar. Pero el problema no me incumbía; jamás lo mencioné. Una tarde que visité la tienda, Canavan no se hallaba en la habitación donde exponía los libros, por lo que recorrí un estrecho pasillo hasta llegar a un almacén donde a veces trabajaba él, haciendo y deshaciendo paquetes de libros. Al entrar en el almacén, Canavan se hallaba de pie ante la ventana, contemplando el patio trasero. Me dispuse a hablar y, por alguna razón, no lo hice. Creo que lo que me detuvo fue la expresión de Canavan. Estaba mirando el patio con una concentración peculiar, como si lo absorbiera por completo algo que veía allí. Diversas y conflictivas emociones se revelaban en sus tensas facciones. Parecía fascinado y asustado, atraído y repelido al mismo tiempo. Cuando por fin reparó en mí, casi dio un brinco. Me miró fijamente un momento, como si yo fuera un desconocido. Después reapareció su típica y natural sonrisa, y sus ojos azules chispearon tras los rectos cristales. Sacudió la cabeza. —Ese patio mío es extraño algunas veces. Lo miras mucho tiempo, ¡y crees que se extiende varios kilómetros! Eso fue lo único que comentó entonces, y yo no tardé en olvidarlo. No sabía que iba a ser sólo el principio del horrible asunto. Después de eso, siempre que visitaba la granja encontraba a Canavan en el almacén. De vez en cuando estaba trabajando, pero casi siempre se hallaba de pie ante la ventana, mirando su deprimente patio. A veces permanecía allí varios minutos sin reparar en mi presencia. Lo que veía, fuera lo que fuese, cautivaba toda su atención. En tales ocasiones su rostro mostraba una expresión de espanto mezclada con una ansiedad extraña y placentera. Normalmente yo tenía que toser o arrastrar los pies para que él se apartara de la ventana. Después, al hablar de libros, Canavan parecía recobrar su antigua personalidad, pero yo empecé a experimentar la desconcertante sensación de que mientras él charlaba sobre incunables sus pensamientos continuaban centrados en aquel patio infernal. En diversas ocasiones pensé en preguntarle por el patio, pero cuando las palabras estaban en la punta de mi lengua, una sensación de vergüenza me impedía pronunciarlas. ¿Cómo reprender a un hombre por mirar por la ventana el patio trasero de su casa? ¿Qué decir y cómo decirlo? Guardé silencio. Más tarde lo lamenté amargamente. El negocio de Canavan, nunca floreciente, empezó a empeorar. Y un detalle peor, el librero parecía decaer físicamente. Se encorvó y demacró más. Aunque sus ojos jamás perdían su agudo centelleo, acabé pensando que el brillo se debía más a la fiebre que al saludable entusiasmo que los animaba. Una tarde, cuando entré en la tienda, no encontré a Canavan en ninguna parte. Pensando que podía estar en la parte trasera de la casa, enfrascado en algún quehacer doméstico, me incliné sobre la ventana de atrás y miré. No vi a Canavan, pero al contemplar el patio me vi sumido en una repentina e inexplicable idea de desolación que me inundaba como las olas de un mar helado. Mi impulso inicial fue apartarme de la ventana, pero algo me retuvo allí. Mientras observaba la miserable maraña de zarzas y hierba agostada, experimenté algo que, a falta de mejor término, sólo puedo denominar curiosidad. Quizás una parte fría, analítica y desapasionada de mi cerebro quería descubrir simplemente la causa de mi repentina sensación de depresión grave. O tal vez algún rasgo del lastimoso panorama me atraía por culpa de un impulso inconsciente que yo había reprimido en mis horas de cordura. En cualquier caso, permanecí junto a la ventana. La hierba, alta, reseca y tostada, se agitaba ligeramente con el viento. Los podridos árboles negros se alzaban inmóviles. Ni un solo pájaro, ni siquiera una mariposa revoloteaba en la desolada extensión. No había nada que ver aparte las briznas de alta y leonada hierba, los muertos árboles y los dispersos grupos de bajas zarzas. Sin embargo, había algo en aquel fragmento aislado del paisaje que me resultaba intrigante. Creo haber tenido la sensación de que el lugar ofrecía una especie de enigma y de que, si lo contemplaba el tiempo suficiente, el enigma se resolvería por sí solo. Después de varios minutos de contemplación experimenté la extraña sensación de que la perspectiva estaba alterándose de forma sutil. Ni la hierba ni los árboles cambiaron, y no obstante el patio pareció expandir sus dimensiones. Al principio, me limité a juzgar que el patio era mucho más espacioso de lo que yo creía hasta entonces. Luego, pensé que en realidad ocupaba varias hectáreas. Finalmente, me convencí de que se prolongaba hasta una distancia interminable y que, si yo entraba allí, podría caminar kilómetros y kilómetros antes de alcanzar el final. Me abrumó el repentino y casi irresistible deseo de salir corriendo por la puerta trasera, zambullirme en aquel mar de hierba oscilante y caminar hasta descubrir por mí mismo a cuánta distancia se extendía el patio. Estaba de hecho apunto de hacerlo…, cuando vi a Canavan. Surgió bruscamente entre la maraña de hierba alta de la parte más próxima del patio. Durante un minuto como mínimo se comportó como si estuviera totalmente perdido. Observó la parte posterior de su casa como si no la hubiera visto en su vida. Estaba despeinado y claramente excitado. Colgaban zarzas de sus pantalones y su chaqueta, y unas briznas de hierba pendían de los corchetes de sus anticuados zapatos. Sus ojos vagaron frenéticamente por el lugar y creí que estaba a punto de dar media vuelta y lanzarse hacia la maraña de la que acababa de salir. Golpeé el cristal de la ventana. Canavan se detuvo, casi de espaldas ya, miró por encima del hombro y me vio. Poco a poco reapareció en sus agitadas facciones una expresión de normalidad. Con el paso fatigado y un andar indolente se acercó a la casa. Corrí hacia la puerta y la abrí para que entrara. Canavan fue directamente a la tienda y se desplomó en un sillón. Alzó la cabeza cuando yo entré detrás de él en la habitación. —Frank —dijo casi en un susurro—, ¿sería tan amable de preparar té? Así lo hice, y él tomó el té casi hirviendo sin pronunciar palabra. Parecía sumamente exhausto. Comprendí que estaba demasiado fatigado para explicarme lo ocurrido. —Será mejor que no salga de la casa en los próximos días —dije antes de marcharme. Él asintió débilmente, sin levantar la cabeza, y me dijo adiós. Cuando volví a la tienda la tarde siguiente, Canavan me pareció descansado y reavivado, si bien taciturno y deprimido. No hizo mención alguna del episodio del día anterior. Durante una semana pensé que el librero acabaría olvidándose del patio. Pero undía, cuando entré en la tienda, Canavan se hallaba de pie ante la ventana de atrás, y vi que si bien se apartaba de allí, lo hacía con la peor de las disposiciones. Después de ese día, la norma se repitió con regularidad. Comprendí que la misteriosa maraña de leonada hierba del patio le obsesionaba cada vez más. Puesto que yo temía tanto por su negocio como por su frágil salud, finalmente le reconvine. Comenté que estaba perdiendo clientes, que hacía meses que no publicaba un catálogo de libros. Le dije que las horas que pasaba contemplando los mil embrujados metros cuadrados que él llamaba su patio trasero podía aprovecharlas mejor clasificando sus libros y haciendo pedidos. Le aseguré que una obsesión como la suya acabaría minando forzosamente su salud. Y por último le señalé los aspectos absurdos y ridículos del asunto. Si la gente se enteraba de que pasaba horas mirando por la ventana una simple jungla en miniatura de hierba y zarzas, cualquiera podía pensar que estaba loco de remate. Terminé preguntándole resueltamente cuál había sido su experiencia aquella tarde en la que le vi salir de entre la hierba con expresión aturdida. Canavan se quitó sus anticuados anteojos con un suspiro. —Frank —dijo—, sé que sus intenciones son buenas. Pero hay algo en ese patio…, un secreto…, que debo averiguar. No sé qué es con exactitud… Creo que se trata de algo relacionado con distancia, dimensiones y perspectivas. Pero sea lo que sea, he acabado considerándolo…, bien, como un desafío. Tengo que llegar a la raíz del misterio. Si piensa usted que estoy loco, lo siento. Pero no podré descansar hasta que resuelva el enigma de esa porción de tierra. Volvió a ponerse los anteojos con el ceño fruncido. —Aquella tarde —prosiguió—, cuando usted miró por la ventana, tuve una extraña y alarmante experiencia ahí afuera. Había estado observando el patio por la ventana, y finalmente me sentí irresistiblemente tentado a salir. Me adentré en la hierba con una sensación de gozo, de aventura, de ansiedad. Al avanzar por el patio, esa sensación de júbilo se transformó con rapidez en una tétrica depresión. Di media vuelta para tratar de salir de allí inmediatamente…, pero no pude. No lo creerá, lo sé, pero me había perdido. Simplemente perdí todo sentido de orientación y no supe por dónde debía ir. ¡Esa hierba es más alta de lo que parece! Cuando te adentras en ella, no ves nada más allá. »Sé que esto parece increíble…, pero estuve una hora vagando por allí. El patio era fantásticamente extenso…, casi parecía alterar sus dimensiones conforme yo avanzaba, siempre había una gran extensión de terreno ante mí. Debí caminar en círculo. ¡Juro que recorrí kilómetros! Meneó la cabeza. —No es preciso que me crea —continuó—. No espero que lo haga. Pero eso fue lo que ocurrió. Cuando por fin logré salir, fue por pura casualidad. Y la parte más extraña de todo ello es que, una vez fuera, me sentí repentinamente aterrorizado sin la alta hierba rodeándome, ¡y quise retroceder! Retroceder a pesar de la sensación espectral de soledad que despertaba en mí el lugar. »Pero tengo que volver. Tengo que resolver ese misterio. Ahí afuera hay algo que desafía las leyes de la naturaleza terrenal tal como la conocemos. Pretendo averiguar qué es. Creo tener un plan y me propongo llevarlo a la práctica. Sus palabras me impresionaron de un modo muy extraño y cuando recordé con inquietud mi experiencia en la ventana aquella tarde, me resultó difícil despreciar el relato como si fuera pura estupidez. Intenté, sin excesivo ánimo, disuadirlo de que volviera al patio, pero incluso mientras lo hacía sabía que estaba perdiendo el tiempo. Aquella tarde, salí de la tienda con un presentimiento y sintiendo una angustia que nada pudo aliviar. Cuando me presenté varios días más tarde, mis peores temores se confirmaron: Canavan había desaparecido. La puerta principal de la tienda estaba abierta como de costumbre, pero el librero no se hallaba en la casa. Miré en todas las habitaciones. Por fin, con un espanto infinito, abrí la puerta de atrás y dirigí la mirada al patio. Las alargadas briznas de tostada hierba se rozaban movidas por la suave brisa, emitiendo secos y sibilantes murmullos. Los árboles muertos se alzaban negros e inmóviles. Aunque todavía era verano, no oí el gorjeo de un solo pájaro ni el chirrido de un solo insecto. El mismo patio parecía estar alerta. Tras notar algo en el pie, bajé la mirada y vi un grueso cordel que salía de la puerta, atravesaba el escaso espacio desbrozado inmediato a la vivienda y se perdía en el muro fluctuante de hierba. Al instante, recordé que Canavan había mencionado un «plan». Comprendí de inmediato que su plan consistía en adentrarse en el patio dejando una cuerda sólida tras él. Por más giros y vueltas que diera, debió razonar el librero, siempre encontraría la salida recogiendo el cordel. Parecía un plan factible, y ello me produjo alivio. Seguramente Canavan continuaba en el patio. Decidí esperar su salida. Quizá si podía vagar por el patio mucho tiempo, sin interrupción, el lugar perdería su maléfica fascinación, y Canavan lo olvidaría. Volví a la tienda y hojeé algunos libros. Al cabo de una hora me intranquilicé de nuevo. Me pregunté cuánto tiempo debía llevar Canavan en el patio. Al considerar la incierta salud del anciano, me sentí responsable en parte. Finalmente, regresé a la puerta de atrás, comprobé que no había rastro del librero y grité su nombre. Experimenté la sensación inquietante de que mi grito no llegaba más allá del borde de la susurrante pared de hierba. Fue como si algo hubiera apagado, ahogado, anulado el sonido en cuanto las vibraciones llegaron al borde del espectral patio. Grité una y otra vez, pero no hubo respuesta. Por último, decidí ir en busca de Canavan. Seguiría el cordel, pensé, y sin duda localizaría al librero. Juzgué que la espesa hierba ahogaba mis gritos y que, en cualquier caso, Canavan podría sufrir una ligera sordera. Cerca de la puerta, dentro de la casa, el cordel estaba atado con seguridad a la pata de una pesada mesa. Sin soltarlo, atravesé la parte sin hierba del patio y me deslicé en la susurrante extensión de hierba. La marcha fue fácil al principio y avancé con rapidez. Pero conforme me adentraba, la hierba era más gruesa y las briznas estaban más unidas, y me vi forzado a abrirme paso a empellones. Cuando no llevaba más que unos metros dentro de la maraña, me vi abrumado por la misma sensación insondable de soledad que había experimentado anteriormente. Ciertamente, había algo sobrenatural en el lugar. Me sentía como si de pronto hubiera entrado en otro mundo…, un mundo de zarzas y leonada hierba cuyos incesantes y tenues murmullos parecían animados de una vida maléfica. Seguí adentrándome, y el cordel se acabó de repente. Al mirar al suelo, comprobé que se había agarrado en unos espinos y había terminado por romperse con el roce. A pesar de que me agaché y examiné el lugar durante varios minutos, fui incapaz de localizar el otro extremo del cordel. Seguramente, Canavan no sabía que el cordel se había roto y debía de haberlo arrastrado en su avance. Me incorporé, ahuequé las manos en torno a mi boca y grité. El grito parecía ahogarse prácticamente en mi garganta ante aquella depresiva pared de hierba. Me sentí como si estuviera en el fondo de un pozo, dando gritos. Con el ceño fruncido a causa de mi creciente nerviosismo, seguí vagando. La hierba era cada vez más gruesa y espesa, y acabé necesitando ambas manos para avanzar entre las enmarañadas plantas. Empecé a sudar copiosamente. Me dolía la cabeza, y creí que mi vista se nublaba. Sentía la misma angustia, tensa y casi insoportable, que se experimenta en un bochornoso día estival cuando se acerca una tormenta y la atmósfera está cargada de electricidad estática. Además, me di cuenta, con un ligero temblor de miedo, de que había dado vueltas y no sabía en qué parte del patio me hallaba. Durante medio minuto de objetividad en el que pensé que realmente me preocupaba perderme en el patiotrasero de alguien, estuve a punto de echarme a reír…, a punto. Pero cierto rasgo del lugar impedía la risa. Proseguí mi lento avance con el semblante muy serio. En ese momento presentí que no estaba solo. Tuve la repentina y enervante convicción de que alguien, o algo, se arrastraba por la hierba detrás de mí. No puedo asegurar que oyera algo, aunque es posible que así fuera, pero de pronto tuve la certeza de que cierta criatura reptaba o se retorcía detrás de mí a poca distancia. Me pareció que me observaban y que el observador era sumamente maligno. En un instante de pánico, consideré una precipitada huida. Luego, inexplicablemente, la rabia se apoderó de mí. De pronto me enfureció Canavan, me enfureció el patio, me enfureció estar allí. Mi tensión contenida explotó, una explosión de cólera que barrió el miedo. Juré que debía llegar a la raíz de aquel misterio espectral. El patio no iba a continuar atormentándome y frustrándome. Di media vuelta bruscamente y me lancé hacia la hierba, hacia el lugar donde creía que se ocultaba mi furtivo perseguidor. Me detuve súbitamente. Mi cólera salvaje se transformó en un horror indecible. A la tenue pero luminosa luz solar que se filtraba entre los impresionantes tallos, Canavan se hallaba agazapado a cuatro patas igual que una bestia a punto de saltar. No llevaba los anteojos, su ropa estaba hecha pedazos y sus retorcidos labios formaban una mueca de loco, en parte sonrisa, en parte refunfuño. Permanecí como petrificado, mirándole fijamente. Sus ojos, extrañamente desenfocados, me lanzaron una mirada de odio concentrado sin ningún chispeo que denotara reconocimiento. Su cabello cano era una maraña de hierbas y ramitas; todo su cuerpo, de hecho, sin excluir los andrajosos restos de su vestimenta, estaba cubierto de hierba, como si se hubiera arrastrado o rodado por el suelo igual que un animal salvaje. Tras el susto inicial que me paralizó la garganta, conseguí hablar por fin. —¡Canavan! —le grité—. ¡Canavan, por el amor de Dios! ¿No me conoce? Su respuesta fue un ronco gruñido gutural. Sus labios se abrieron dejando ver unos dientes amarillentos, y su cuerpo agazapado se tensó, dispuesto a saltar. Un puro terror se apoderó de mí. Salté a un lado y me lancé hacia el infernal muro de hierba un instante antes de que él atacara. La intensidad de mi terror debió proporcionarme nuevas fuerzas. Me lancé de cabeza entre los tallos retorcidos que tan laboriosamente había apartado antes. Oí crujir la hierba y las zarzas a mi espalda, y comprendí que corría para salvar mi vida. Avancé como en una pesadilla. Los tallos fustigaron mi cara igual que látigos y los espinos me desgarraron la carne igual que cuchillas de afeitar, pero no sentí nada. Todos mis recursos físicos y mentales se concentraron en un alocado propósito: salir del maléfico campo de hierba y alejarme del ser monstruoso que me pisaba los talones. Mi respiración acabó por convertirse en estremecidos sollozos. Mis piernas se debilitaron y creí estar viendo a través de remolineantes platillos de luz. Pero seguí corriendo. La criatura que me perseguía estaba ganando terreno. La oí gruñir, y noté que arremetía contra el suelo a sólo unos centímetros de mis huidizos pies. Y en ningún momento me libré de la enloquecedora convicción de estar corriendo en círculo. Por fin, cuando creía que iba a derrumbarme en cualquier momento, crucé la última maraña leonada y salí al aire libre. Ante mí se extendía la parte desbrozada del patio de Canavan. Al otro lado estaba la casa. Jadeante y casi asfixiado, me arrastré hacia la puerta. Por un motivo que tanto entonces como después me pareció inexplicable, tuve la certeza de que el terror que pisaba mis talones no se aventuraría a salir al aire libre. Ni siquiera me volví para asegurarme. En el interior de la vivienda, caí débilmente sobre un sillón. Mi respiración forzada recuperó poco a poco la normalidad, pero mi mente continuó atrapada en un remolino de puro horror y espantosas conjeturas. Comprendí que Canavan había enloquecido por completo. Una emoción desagradable lo había transformado en una bestia voraz, en un lunático que ansiaba destruir salvajemente a cualquier ser viviente que se cruzara en su camino. Al recordar los ojos extrañamente enfocados que me habían contemplado con una llamarada de ferocidad animalesca, deduje que la mente de Canavan no estaba simplemente desquiciada: esa mente no existía. La muerte era el único alivio posible. Pero Canavan continuaba teniendo como mínimo el caparazón de un ser humano, y había sido mi amigo. No podía aplicar la ley por mi propia mano. Con una aprensión enorme, llamé a la policía y pedí una ambulancia. Lo que siguió fue más locura, y una sesión de preguntas y exigencias que me dejó en un estado de práctico abatimiento nervioso. Media docena de fornidos agentes de policía pasaron casi una hora entera patrullando por la fluctuante y leonada hierba sin encontrar rastro alguno de Canavan. Salieron de allí maldiciendo, frotándose los ojos y meneando la cabeza. Estaban sonrojados, furiosos…, y turbados. Anunciaron que no habían visto ni oído nada, aparte de un perro furtivo que siempre se ocultaba y gruñía de vez en cuando. Cuando mencionaron el perro gruñón, abrí la boca para hablar, pero lo pensé mejor y no dije nada. Me observaban ya con franco recelo, como si pensaran que mi mente estuviera descomponiéndose. Repetí mi relato al menos veinte veces, y sin embargo los agentes no quedaron satisfechos. Registraron la casa de arriba abajo. Examinaron los archivos de Canavan. Incluso levantaron algunas tablas sueltas de una de las habitaciones y rebuscaron debajo. Por fin decidieron de mala gana que Canavan padecía una pérdida total de memoria tras haber experimentado alguna emoción fuerte y había salido de la vivienda en estado de amnesia poco después de que yo lo encontrara en el patio. Mi descripción del aspecto y los actos del librero desestimaron aquella explicación por considerarla extravagantemente exagerada. Tras advertirme que probablemente me harían nuevas preguntas y que tal vez registraran mi casa, me permitieron marcharme a regañadientes. Las búsquedas e investigaciones subsiguientes no revelaron nada nuevo y Canavan quedó registrado en la lista de personas desaparecidas, quizás afectado por amnesia aguda. Pero yo no quedé satisfecho, y me resultaba imposible descansar. Seis meses de paciente, penosa y aburrida investigación en los archivos y estanterías de la biblioteca universitaria de la localidad dieron por fin un provecho que no ofrezco como explicación, ni siquiera como pista definitiva, sino tan sólo como una fantástica cuasi-imposibilidad que no pretendo que nadie crea. Una tarde, después de que mi prolongada investigación de varios meses no diera resultados importantes, el conservador de libros raros de la biblioteca trajo con aire triunfante a mi reservado un minúsculo y casi desmenuzado panfleto impreso en New Haven en 1695. No mencionaba autor alguno y llevaba el austero título de Muerte de Goodie Larkins, bruja . Varios años antes, revelaba el escrito, los vecinos acusaron a una vieja bruja, Goodie Larkins, de convertir a un niño desaparecido en un perro salvaje. La locura de Salem estaba en su apogeo por entonces, y tras un juicio sumario Goodie Larkins fue condenada a muerte. En lugar de quemarla en la hoguera, la condujeron a un pantano en las profundidades del bosque, y soltaron tras ella siete perros salvajes que llevaban veinticuatro horas sin comer. Al parecer, los acusadores creyeron que aquello sería una pincelada de auténtica justicia poética. Cuando los hambrientos animales estaban a punto de alcanzarla, los vecinos que se retiraban la oyeron pronunciar a gritos una pavorosa maldición: «¡Que esta tierra sobre la que caigo conduzca derecha al infierno! ¡Y que quienes se detengan aquí sean como estas bestias que van a desgarrarme hasta morir! ». . El posterior examen de viejos mapas y escrituras de propiedad me recompensó con el descubrimiento de queel pantano donde Goodie Larkins fue hecha pedazos por los perros tras pronunciar su espantosa maldición… ¡ocupaba entonces el mismo solar o terreno que en la actualidad cercaba el infernal patio trasero de Canavan! No digo nada más. Sólo regresé una vez a aquel lugar diabólico. Fue en un frío y triste día de otoño, y un viento plañidero batía los leonados tallos. No puedo explicar qué me impulsó a volver a aquel paraje impío: quizás el persistente sentido de lealtad hacia el Canavan que yo había conocido. Tal vez acudí allí llevado incluso por un último jirón de esperanza. Pero en cuanto entré en la parte desbrozada detrás de la tapiada casa de Canavan, comprendí que había cometido un error. Al contemplar la rígida y fluctuante hierba, los árboles pelados y las negras e irregulares zarzas, sentí como si alguien o algo, a su vez, estuviera contemplándome. Noté como si algo extraño y diabólico estuviera observándome y, pese a mi terror, experimenté el perverso y alocado impulso de lanzarme de cabeza en la susurrante extensión de hierba. De nuevo creí ver que el monstruoso paisaje alteraba sus dimensiones y su perspectiva, hasta que tuve ante mí un tramo de sibilante hierba leonada y árboles podridos que se extendía kilómetros y kilómetros. Algo me incitaba a entrar, a perderme en la hermosa hierba, a rodar por el suelo y arrastrarme entre las raíces, a desgarrar los estúpidos estorbos de las prendas que me cubrían y echar a correr entre voraces aullidos, a correr, a correr… En lugar de eso, di media vuelta y salí corriendo. Corrí como un loco por las ventosas calles otoñales. Me precipité en mi casa y cerré la puerta con llave. Nunca he vuelto allí desde entonces. Y nunca volveré. El gusano conquistador STEPHEN R. DONALDSON Existen, por supuesto, buen número de temores basados en seres procedentes del más allá, del mundo de lo sobrenatural en el que nosotros, como es natural, no creemos…, casi nunca. Pero hay igual número de cosas que logran asustarnos bastante, o nos hacen encoger, sin que haya que calificarlas de preternaturales. Los hombres, de vez en cuando, pelean entre ellos, simplemente porque temen dar mucho de su persona y quedar reducidos a algo inferior a la imagen que tienen de sí mismos. Algunas veces estos problemas se resuelven. Otras no. Stephen R. Donaldson vive en Nuevo México y es autor de la serie de fantasía de éxito mundial Crónicas de Thomas Covenant El Incrédulo. Y cualquier persona que viva en el suroeste de los Estados Unidos se apresurará a confirmar que la criatura de este relato no es una exageración. Y mucho de Locura, y más de Pecado, y Horror como alma de la trama. EDGAR ALLAN POE Antes de darse cuenta de lo que hacía, asestó una cuchillada… (El hogar de Creel y Vi Sump. El salón. (El verdadero nombre de ella es Violeta, pero todos la llaman Vi. Llevan casados dos años, y ella no está floreciendo. (Su hogar es modesto pero confortable: Creel tiene un buen empleo en su empresa, aunque no asciende. En el salón, parte del mobiliario es mejor que el espacio que ocupa. Un buen estéreo contrasta con el estado del papel de las paredes. La disposición de los muebles indica ciertas dosis de frustración: imposible disponer sillones y sofá de forma que la gente que se siente en ellos no vea las manchas de humedad del techo. Las flores del jarrón de la mesa rinconera son de verdad, pero parecen de plástico. Por la noche, las luces crean sombras en curiosos lugares del salón). Estuvieron fuera hasta muy tarde, en una gran fiesta donde conocidos, compañeros de trabajo y desconocidos bebieron mucho. Mientras abría la puerta y entraba en el salón delante de Vi, Creel tenía más que nunca el aspecto de un oso desgreñado. El whisky lograba que el deslustre usual de sus ojos pareciera maléfico. Detrás de él, Vi se asemejaba a una flor camino de convertirse en avispa. —No me importa —dijo él mientras iba derecho al mueble bar para servirse otro vaso—. Me gustaría que no hicieras eso. Vi se sentó en el sofá y se sacó los zapatos. —Dios, estoy cansada. —Si no estás interesada en otra cosa —dijo él—, piensa en mí. Tengo que trabajar con casi toda esa gente. La mitad podrían despedirme si quisieran. Estás influyendo en mi trabajo. —Hemos tenido esta conversación otras veces —repuso ella—. Ocho veces este mes. —Un vago movimiento en una de las sombras del lado opuesto de la habitación le hizo volver la cabeza hacia el rincón—. ¿Qué es eso? —¿Qué es, qué? —He visto algo que se movía. Allí, en el rincón. No me digas que tenemos ratones. —Yo no he visto nada. No tenemos ratones. Y no me importa cuántas veces hemos tenido esta conversación. Quiero que dejes de hacerlo. Ella contempló el rincón un momento. Luego se recostó en el sofá. —No puedo dejar de hacerlo. No estoy haciendo nada. —No me vengas con cuentos. —Dio un sorbo y llenó de nuevo el vaso—. Si te esforzaras un poco más en ir detrás de él, ya tendrías la mano dentro de sus calzoncillos. —Eso no es cierto. —Crees que nadie ve lo que haces. Actúas como si estuvieras sola. Pero no lo estás. Todo el mundo en esa maldita fiesta estaba mirándote. Por tu forma de flirtear… —No estaba flirteando. Sólo estaba hablando con él. —Por tu forma de flirtear, deberías tener la decencia de estar avergonzada. —Oh, vete a la cama. Estoy demasiado cansada para esto. —¿Lo haces porque él es vicepresidente? ¿Piensas que por eso será mejor en la cama? ¿O es que te gusta el prestigio de coquetear con un vicepresidente? —No he flirteado con él. Lo juro por Dios. A ti te pasa algo. Sólo hemos estado hablando. Ya me entiendes, moviendo los labios para que las palabras pudieran salir. Él se especializó en literatura en la universidad. Tenemos algo en común. Hemos leído los mismos libros. ¿Recuerdas los libros? ¿Esos objetos con ideas y relatos impresos? Tú sólo hablas de rugby…, que cierta persona de la empresa te la tiene jurada…, que la secretaria nueva no lleva sostenes… A veces pienso que soy la última persona culta con vida. —Vi levantó la cabeza para mirar a Creel. Luego suspiró—. ¿Por qué me molesto? No estás escuchándome. —Tienes razón —dijo él—. Hay algo en el rincón. Lo he visto moverse. Los dos observaron el rincón. Al cabo de un momento, un ciempiés salió a la luz. Su aspecto era viscoso y malicioso, y agitaba vorazmente sus antenas. Medía casi treinta centímetros. Sus gruesas patas parecían ondear mientras recorría con rapidez la alfombra. Después se detuvo para examinar los alrededores. Creel y Vi vieron que las mandíbulas masticaban ansiosamente mientras el animal flexionaba sus uñas venenosas. Había entrado en la vivienda huyendo de la fría y desapacible noche…, y para buscar comida. Vi no era de esa clase de mujeres que chillan con facilidad. Pero saltó al sofá para apartar del suelo sus pies descalzos. —Santo cielo —musitó—. Creel, mira eso. No dejes que se acerque. Creel brincó hacia el ciempiés y trató de aplastarlo con uno de sus gruesos zapatos. Pero el animal reaccionó con tanta celeridad que el zapato ni siquiera lo rozó. Ni Vi ni Creel vieron adonde iba. —Está debajo del sofá —dijo él—. Apártate. Vi obedeció sin rechistar. Sobresaltada, saltó al centro de la alfombra. En cuanto ella se apartó, Creel apoyó el sofá sobre el respaldo. El ciempiés no estaba allí. —El veneno no es mortal —dijo Vi—. Un niño del barrio recibió una picadura la semana pasada. Su madre me lo contó. Es un poco peor que la picadura de abeja. Creel no estaba escuchándola. Alzó en el aire el sofá para ver mejor el suelo. Pero el ciempiés había desaparecido. Soltó el mueble, dio un golpe a la mesa rinconera y las flores se cayeron. —¿Adónde ha ido ese hijo de perra? Registraron la habitación durante varios minutos sin abandonar la protección de la luz. Después Creel se sirvió otro vaso de whisky. Le temblaban las manos. —No he estado flirteando —dijo Vi. Creel la miró. —Entonces es algo peor. Ya te has acostado con él. Debéis de haber estado haciendo planes para la próxima vez que os veáis. —Me voy a la cama—repuso ella—. No estoy obligada a tolerar esto. Eres odioso. Creel apuró el vaso y lo llenó con la botella más próxima. (La sala de juego de los Sump. (Esta habitación es el auténtico motivo de que Creel comprara el piso a pesar de los reparos de Vi: deseaba una casa con sala de juego. El dinero que podía haber cambiado el papel de las paredes y arreglado el techo del salón se ha gastado aquí. La sala contiene una mesa de billar reglamentaria con todos los accesorios, un alargado sofá de cuero artificial en una pared y un mueble bar con bebidas alcohólicas. Pero la iluminación no es mejor que la del salón ya que la luz de las lámparas está centrada en la mesa de billar. El mueble bar está tan débilmente iluminado que los usuarios deben adivinar qué hacen. (Cuando no tiene trabajo, cuando no está de viaje de negocios o viendo rugby con sus amigotes, Creel pasa largos ratos aquí). Después de que Vi se acostara, Creel entró en la sala de juego. En primer lugar se acercó al bar y corrigió la vacuidad de su vaso. Luego dispuso las bolas y golpeó con tanta fuerza que la roja se salió de la mesa. La bola produjo un sordo, grave ruido al rebotar en el esponjoso linóleo. —Jo —dijo Creel mientras se movía pesadamente en busca de la bola. La cantidad de alcohol que había consumido se reflejaba en su forma de actuar pero no en su hablar. Parecía sobrio. Tras apoyarse en su taco, hecho a la medida para él, se agachó para recoger la bola. Antes de que volviera a situarla en la mesa, Vi entró en la habitación. No se había cambiado de ropa para acostarse. Sin embargo, llevaba puestos los zapatos. Observó las sombras del suelo y debajo de la mesa antes de mirar a Creel. —Creía que te habías acostado —dijo él. —No puedo dejar el asunto así —repuso ella cansadamente—. Me fastidia. —¿Qué quieres de mí? —preguntó él—. ¿Aprobación? —Vi le lanzó una mirada feroz. Creel no se contuvo—. Eso sería fantástico para ti. Si yo lo apruebo, no tendrías que preocuparte por nada. El único problema sería que casi todos los hijos de perra que te presento están casados. Sus esposas podrían ser un poco más normales. Podrían crearte complicaciones. Vi se mordió el labio y siguió fulminando a Creel con la mirada. —Pero no veo por qué habrías de preocuparte por eso. Si esas mujeres no son tan comprensivas como yo, mala suerte para ellas. La cuestión es que yo lo apruebe, ¿no? No hay motivo para que no folles con cualquier hombre que te apetezca. —¿Has terminado? —Demonios, no hay motivo para que no folles con todos. Es decir, mientras yo lo apruebe. ¿Por qué desperdiciar ocasiones? —Maldita sea, ¿has terminado? —Sólo hay una cosa que no entiendo. Si eres tan ardorosa, ¿cómo es que no quieres follar conmigo? —Eso no es cierto. Creel la miró y parpadeó a través de la neblina del alcohol. —¿Qué es lo que no es cierto? ¿Que eres muy ardorosa o que no quieres follar conmigo? No me hagas reír. —Creel, ¿qué te pasa? No entiendo nada de esto. Tú no eras así. No eras así cuando nos conocimos. No eras así cuando nos casamos. ¿Qué te ha ocurrido? Durante un minuto, él no contestó. Volvió al borde de la mesa de billar, donde había dejado el vaso. Pero con el taco en una mano y la bola en otra, no le quedaba una mano libre. Con sumo cuidado, dejó el taco sobre la mesa. Después apuró el vaso. —Has cambiado —dijo. —¿Que yo he cambiado? Eres tú el que se comporta como un loco. Lo único que he hecho yo ha sido hablar de libros con cierto vicepresidente de la compañía. —No, no es cierto —repuso él. Tenía blancos los nudillos de la mano que aferraba la bola—. Crees que soy tonto. Porque no me especialicé en literatura en la universidad. Tal vez haya cambiado eso. Cuando nos casamos no pensabas que yo era tonto. Pero ahora sí. Crees que soy demasiado tonto para notar la diferencia. —¿Qué diferencia es ésa? —Ya no quieres hacer el amor conmigo. —Oh, por el amor de Dios —dijo ella—. Lo hicimos anteayer. Creel la miró a los ojos. —Pero tú no querías. Lo sé. Nunca lo deseas. —¿Qué quiere decir eso de que lo sabes? —Pones muchas excusas. —No es cierto. —Y cuando hacemos el amor, no me prestas atención. Siempre estás en otra parte. Pensando en otra cosa. Siempre pensando en otro. —Pero eso es normal —dijo ella—. Todas las personas lo hacen. Todos fantaseamos durante el acto. Eso es lo que lo hace divertido. Al principio, Vi no observó que el ciempiés salía retorciéndose de debajo de la mesa de billar, con las antenas apuntadas a sus piernas. Pero después bajó la cabeza por casualidad. —¡Creel! El animal avanzó hacia ella. Vi retrocedió de un salto para apartarse. Creel lanzó la bola de billar con toda su fuerza. La bola roja dejó un hoyo en el linóleo, junto al ciempiés, y se estrelló contra el mueble bar. El ciempiés atacó a Vi. Lo hizo con tanta rapidez que ella no pudo alejarse. Iluminados, los segmentos de su cuerpo destellaron venenosamente. Creel agarró el taco y golpeó en dirección al animal. Falló de nuevo. Pero las astillas de madera desprendidas obligaron al ciempiés a dar media vuelta y huir en dirección contraria. El animal desapareció debajo del sofá. —Mátalo —dijo Vi, jadeante. Creel blandió los fragmentos del taco ante ella. —Te explicaré mis fantasías. Imagino que te gusta hacer el amor conmigo. Tú imaginas que soy otro hombre. Separó el sofá de la pared, esgrimiendo su arma. —Lo mismo harías tú si tuvieras que acostarte con un animal tan sensible, considerado e imaginativo como tú —replicó Vi. Tras salir de la habitación, cerró bruscamente la puerta. Creel movió de un lado a otro todos los muebles para continuar la cacería del ciempiés. (El dormitorio. (Esta habitación define a Vi tanto como permiten las limitaciones de la vivienda. La cama es francamente grande para el espacio disponible, pero al menos tiene una cabecera y un pie de bronce trabajado. Las sábanas y las fundas de las almohadas hacen juego con la colcha, que está decorada con flores blancas sobre fondo azul. Por desgracia, el peso de Creel comba la cama. Las puertas del armario están torcidas y es imposible cerrarlas. (Hay una lámpara en el techo, pero Vi no la enciende nunca. Confía en un par de lámparas de lectura en forma de S. En consecuencia, la cama parece estar rodeada de penumbra por todas partes). Creel se sentó en la cama y contempló la puerta del cuarto de baño. Tenía la espalda doblada. Su mano derecha aferraba el cuello de una botella de tequila, pero no estaba bebiendo. La puerta del cuarto de baño estaba cerrada. Creel parecía estar mirándose en el espejo de cuerpo entero unido a la puerta. Pero se veía una franja de luz fluorescente por debajo de la madera. Creel vio la sombra de Vi moviéndose en el interior del cuarto de baño. Estuvo contemplando la puerta durante varios minutos, pero ella estaba tomándose su tiempo. Por fin se cambió la botella de mano. —Nunca comprendo qué haces ahí dentro. —Espero a que te atontes para poder descansar en paz —repuso ella al otro lado de la puerta. Creel se sintió ofendido. —Bien, no voy a atontarme. Nunca me atonto. Ya puedes olvidarte de eso. De pronto se abrió la puerta. Vi apagó de un manotazo la luz del cuarto de baño y apareció en el oscurecido umbral, con los ojos clavados en Creel. Iba con ropa de cama, con un camisón que la habría hecho parecer apetecible si ella lo hubiera deseado. —¿Qué quieres ahora? —preguntó—. ¿Ya has terminado de destrozar la sala de juego? —He intentado matar a ese ciempiés. El que tanto te ha espantado. —No me ha espantado…, solamente ha sido el susto. Sólo es un ciempiés. ¿Lo has matado? —No. —Eres muy lento. Tendrás que llamar a un fumigador. —Al infierno con el fumigador —dijo muy despacio—. Que se vaya, a la mierda. Igual que el ciempiés. Puedo ocuparme de mis problemas. ¿Por qué me has llamado así? —¿Cómo te he llamado? —Animal. —Creel no la miró al decir esto, pero sí después—. Jamás he movido un dedo para pegarte. Vi pasó junto a él, se acostó y apoyó la almohada en la cabecera de bronce. Sentada en la cama,cruzó las piernas y se recostó en el almohadón. —Lo sé —dijo—. No quería decir eso. Estaba furiosa. Creel arrugó la frente. —No querías decir eso. Qué bonito. Eso me hace sentir mucho mejor. ¿Qué demonios querías decir? —Espero que comprendas que no estás facilitando las cosas. —No son fáciles para mí. ¿Crees que me gusta estar sentado aquí, rogando a mi esposa que me explique por qué no soy lo bastante bueno para ella? —En realidad —contestó Vi—, creo que te gusta. De esta forma puedes sentirte víctima. Creel alzó la botella hasta ponerla a la luz. Observó el dorado líquido un momento y cambió el tequila de mano. Pero no respondió. —Muy bien —dijo ella al cabo de unos instantes—. Me tratas como si no te importara qué pienso o cómo me siento. —Lo hago como sé hacerlo —protestó él—. Si a mí me gusta, se supone que ha de gustarte a ti. —No estoy hablando de sexualidad. Estoy hablando de tu forma de tratarme. De tu forma de hablarme. Supones que me ha de gustar todo lo que a ti te gusta y que me ha de disgustar todo lo que a ti te disgusta. Piensas que toda mi vida debe girar en torno a ti. —Entonces ¿por qué te casaste conmigo? ¿Te ha costado dos años averiguar que no deseas ser mi mujer? Vi extendió las piernas ante ella. El camisón las tapaba hasta las rodillas. —Me casé contigo porque te amaba. No porque deseara que me trataras como un objeto el resto de mi vida. Necesito amistades. Gente con la que compartir cosas. Gente que se interese por mis ideas. Estuve a punto de ir a una universidad para graduados porque deseaba estudiar a Baudelaire. Llevamos casados dos años y aún no sabes quién es Baudelaire. Las únicas personas que conozco son tus amigos borrachines. O la gente que trabaja en tu empresa. —Creel se dispuso a replicar, pero ella siguió hablando—. Necesito libertad. Me hace falta tomar decisiones…, elegir. Necesito independencia. —De nuevo Creel intentó decir algo—. Y necesito aprecio. Me utilizas como si fuera menos interesante que tu precioso taco de billar. —Se ha roto —dijo rotundamente Creel. —Sé que se ha roto —contestó ella—. No me importa. Esto es más importante. Yo soy más importante. —Has dicho que me amabas —repuso él en idéntico tono—. Eso se acabó. —Dios, estás atontado. Piénsalo. ¿Qué diablos haces para que piense que tú me amas? Creel volvió a pasarse la botella a la mano izquierda. —Has estado en otras camas. Seguramente follas con cualquier hijo de puta que engatusas. Por eso ya no me quieres. Seguramente ellos te hacen las cosas sucias que yo no te hago. Y estás enviciada. Estás aburrida de mí porque no soy lo bastante excitante. Vi dejó caer los brazos sobre los almohadones que tenía junto a ella. —Creel, eso es morboso. Eres un morboso. Molesto por el movimiento de Vi, el ciempiés salió de entre los almohadones y se introdujo en la manga izquierda de la mujer. Agitó las uñas venenosas mientras probaba la piel con las antenas, en busca del mejor punto para picar. Esta vez, Vi no chilló. Como una loca, levantó el brazo. El ciempiés salió por los aires. Rebotó en el techo y cayó en la desnuda pierna de Vi. Estaba irritado. Sus gruesas patas se agitaron para agarrarse en la pierna y atacar. Con la mano libre, Creel asestó un golpe de revés a lo largo de la pierna que lanzó despedido al ciempiés. En el momento en que el miriápodo rebotaba en la pared, Creel le lanzó la botella, con la esperanza de aplastarlo. Pero el animal se había esfumado ya en la penumbra que rodeaba la cama. Una rociada de vidrios y tequila cubrió la colcha. Vi saltó de la cama y se escondió detrás de su marido. —No soporto más esto. Me voy. —Sólo es un ciempiés —dijo él casi sin aliento mientras arrancaba la barra de bronce del pie de la cama. Con la barra en una mano a modo de maza, apoyó el otro brazo bajo la cama y la levantó. Parecían sobrarle fuerzas para aplastar a un simple ciempiés—. ¿De qué tienes miedo? —Tengo miedo de ti. Tengo miedo de la forma en que trabaja tu mente. Al mover la cama, Creel derribó una de las lámparas de cristal. La habitación quedó más oscura todavía. Tras encender la lámpara del techo, le fue imposible localizar al ciempiés. El dormitorio entero apestaba a tequila. (El salón. (El sofá sigue donde Creel lo dejó. La mesa rinconera está de lado, rodeada de marchitas flores. El agua del jarrón ha dejado una mancha similar a cualquier otra sombra de la alfombra. Pero por lo demás el salón no ha cambiado. Las luces están encendidas. La brillantez realza todos los puntos adonde no llega luz. (Creel y Vi están allí. Él se sienta en un sillón y observa a su esposa, que está rebuscando en el armario grande. Ella quiere cosas para llevarse y una maleta para meterlas. Se ha puesto un vestido sin forma y sin cinturón. Extrañamente, esa prenda la hace aparentar menos años. Él parece más torpe que de costumbre, sin algo que beber en las manos). —Tengo la impresión de que disfrutas con esto —dijo él. —Naturalmente —repuso ella—. Siempre tienes razón. ¿Por qué no ibas a tenerla ahora? No me había divertido tanto desde que me disloqué el tobillo en el instituto. —¿Y nuestra noche de bodas? Fue uno de los acontecimientos de tu vida. Vi interrumpió lo que hacía para mirarlo ferozmente. —Si continúas así, voy a vomitar ahora mismo, delante de ti. —Me haces sentir pura mierda. —Cierto otra vez. Estás muy brillante esta noche. —Bien, parece que estás divirtiéndote. Hace años que no te veo tan excitada. Seguramente esperabas una oportunidad como ésta desde que empezaste a usar otras camas. Vi lanzó un neceser al otro lado del salón y continuó rebuscando en el armario. —Siento curiosidad por esa primera vez —dijo Creel—. ¿Te sedujo él? Apuesto a que fuiste tú la seductora. Apuesto a que le rogaste que te llevara a la cama para que te enseñara todas las porquerías que conocía. —Cierra el pico —murmuró Vi desde dentro del armario—. Cierra el pico. No estoy escuchándote. —Luego averiguaste que él era demasiado normal para ti. Lo único que deseaba él era desfogarse. Abandonaste al pobre hijo de perra y buscaste otro más imaginativo. En este momento debes de ser una experta convenciendo a un hombre para que te baje las bragas. Vi salió del armario con uno de sus antiguos bates de béisbol. —Maldito seas, Creel. Si no te callas, y que Dios me castigue si no lo digo en serio, voy a machacarte tus podridos sesos. Creel rió secamente. —No puedes hacer eso. No castigan la infidelidad. Pero te meterán en la cárcel por asesinar a tu marido. Tras arrojar el bate al interior del armario, Vi continuó buscando. Él no apartaba los ojos de su esposa. Cuando salía del armario, observaba todo cuanto ella hacía. —No debes consentir que un ciempiés te trastorne tanto —dijo al cabo de unos minutos. Ella no le prestó atención. —Yo me ocuparé de ese bicho —continuó Creel—. Nunca he permitido que te pasara nada. Sé que he fallado varias veces. Te he decepcionado. Pero me encargaré del ciempiés. Llamaré a un fumigador por la mañana. Demonios, llamaré a diez fumigadores. No hace falta que te vayas. Vi continuaba sin prestarle atención. Durante un minuto, Creel ocultó la cara entre las manos. Después bajó éstas hasta su regazo. Su expresión había cambiado. —O podemos conservarlo como mascota. Lo entrenaremos para que nos despierte por la mañana. Para recoger el periódico. Hacer café. Ya no necesitaremos despertador. Vi arrastró una gran maleta fuera del armario. Tras echarla en el sofá, la abrió y se puso a meter prendas en ella. —Podemos llamarlo «Baudelaire» —dijo él. Vi sintió asco. —«Baudelaire el Mayordomo». Recibirá a la gente en la puerta. Contestará el teléfono. Hará las camas. Cuidando siempre de que no se forme una idea equivocada, podría ayudarte a elegir los vestidos que has de ponerte. »No, tengo una idea mejor. Puedes llevarlo encima. Te pones el ciempiés al cuello y lo usas como si fuera un collar. Será la última moda en artículos sexys. Y conseguirás que follen contigo tanto como quieras. Tras morderse el labio para no gritar, Vivolvió al armario y cogió un jersey de uno de los estantes superiores. En el momento de sacar el suéter, el ciempiés cayó sobre su cabeza. Su retroceso instintivo la hizo salir del armario. Creel tuvo una visión perfecta de lo que ocurría: el ciempiés cayó en el hombro de Vi y se metió bajo el cuello del vestido. Vi quedó paralizada. La sangre huyó de su cara. Su aterrada mirada quedó fija delante de ella. —Creel —dijo en un susurro—. Oh, Dios mío. Ayúdame. La silueta del ciempiés se hizo visible bajo el vestido mientras el animal recorría los pechos de Vi. —Creel. Al verlo, él se levantó del sillón y saltó hacia Vi. Se detuvo inmediatamente. —No puedo darle un golpe —dijo—. Te haría daño. Te picaría. Si intento levantarte el vestido para cogerlo, podría picarte. Ella no podía hablar. La sensación del ciempiés arrastrándose por su piel la paralizaba. —No sé qué hacer. —Durante un momento, Creel pareció estar completamente desesperado. Tenía las manos vacías. De pronto, su semblante se iluminó—. Iré a por un cuchillo. Dio media vuelta y salió corriendo del salón en dirección a la cocina. Vi cerró los ojos con fuerza y apretó los puños. Brotaron gemidos de sus labios, pero ella no se movió. Muy despacio, el ciempiés cruzó su vientre. Las antenas exploraron el ombligo. El resto de su cuerpo se encogió, pero Vi mantuvo rígidos los músculos del vientre. Y entonces el miriápodo encontró el cálido lugar entre las piernas de la mujer. Por algún motivo, el ciempiés no se detuvo allí. Se arrastró por el muslo izquierdo y siguió bajando. Vi abrió los ojos y vio que el animal se asomaba bajo el dobladillo del vestido. Sin dejar de explorar un solo centímetro de piel, el ciempiés se arrastró desde la espinilla hasta el tobillo. Allí se detuvo hasta que Vi creyó que le iba a ser imposible no prorrumpir en gritos. En ese momento el miriápodo se movió nuevamente. En cuanto llegó al suelo, Vi dio un salto hacia atrás. Se desahogó chillando entonces, pero no consintió que los gritos la demoraran. Con la máxima rapidez posible, se lanzó hacia la puerta de la vivienda, la abrió de par en par y salió. El ciempiés no tenía prisa. Estaba tranquilo y confiado cuando sus gruesas patas lo condujeron bajo el sofá. Un segundo más tarde, Creel volvió de la cocina. Blandía un trinchante de larga y sanguinaria hoja. —¿Vi? —gritó—. ¿Vi? En ese momento vio la puerta de la calle abierta. Al instante, un gruñido retorció sus facciones. —Hijo de perra —musitó—. Oh, hijo de perra. Me la has hecho buena. Se agachó bruscamente y examinó la alfombra. Sostuvo el cuchillo en alto ante él. —Voy a castigarte por esto. Voy a encontrarte. Puedes estar seguro de que te encontraré. Y cuando te encuentre, te cortaré a trozos. Te cortaré en trozos pequeños, minúsculos. Te arrancaré todas las patas, una a una. Y luego te tiraré al triturador de basura. Al acecho, mientras recorría la parte trasera del sofá, Creel llegó al lugar donde yacía tumbada la mesa rinconera rodeada de flores muertas. —Buen hijo de perra estás hecho. Ella era mi mujer. Pero no encontró al ciempiés. El animal se hallaba oculto en la oscura mancha de agua, junto al jarrón. Creel estuvo a punto de pisarlo. En un abrir y cerrar de ojos, el animal se lanzó hacia un zapato y desapareció por la pernera de los pantalones. Creel no supo que el ciempiés estaba allí hasta que lo notó trepar por su rodilla. Bajó la cabeza y vio que el alargado bulto de sus pantalones avanzaba hacia su entrepierna. Antes de darse cuenta de lo que hacía, asestó una cuchillada… ¡Muerte al Conejito de Pascua! ALAN RYAN Uno de los aspectos más fascinantes de la edad adulta es la facilidad con que los mayores olvidan cuán aterradoras pueden ser todas esas maravillosas criaturas festivas para la gente menuda. De hecho, los adultos tienden a olvidar casi por completo cómo fue su niñez, y cuando se les ofrece un recuerdo exacto, totalmente opuesto a una variedad particular de revisionismo, ni todas las protestas del mundo alteran la realidad de que ser más maduro y sensato no significa ya tener menos miedo. La novela más reciente de Alan Ryan es The Kill (La matanza), y sus cuentos continúan publicándose en todas las revistas y antologías importantes del género. Además, Ryan es crítico de libros de The Washington Post y The Cleveland Plain Dealer, y todo ello lo hace en un piso del Bronx forrado de libros. Cuando Paul, yo y las chicas conocimos al anciano del bosque aquel día, ni por un momento pensamos que acabaríamos viviendo aquí, en las montañas. Como es lógico, tampoco pensamos que tendríamos que matar al Conejito de Pascua[1] . Los cuatro (es decir, Paul, Susana, Bárbara y yo) estábamos buscando un lugar para ir los fines de semana, un sitio que no fuera caro ni estuviera demasiado lejos de Nueva York. Cuando descubrimos Deacons Kill, a cuatro horas de viaje hacia el norte, en los Catskills, comprendimos al instante que ésa era la clase de lugar que nos interesaba. En su mayor parte está formado por granjas lecheras, boscosas montañas, llanuras y gente decente. La población también es agradable; pequeña, con habitantes muy amistosos, y hay un magnífico hotel antiguo, llamado Hotel Centenario, en la plaza del pueblo. El invierno pasado, nada más descubrir Kill (así llaman todos al pueblo), empezamos a ir allí constantemente. Y allí estábamos un día los cuatro, de paseo por una carretera rústica, sólo dando una vuelta porque hacía bastante frío y no queríamos alejarnos demasiado del coche, y Susana se quejaba de no llevar ropa de abrigo y Bárbara decía que le dolían los pies con sus botas nuevas. Entonces Paul vio una senda que se adentraba en el bosque, entre los pinos, y se empeñó en seguirla un trecho. Hubo alguna discusión entre los cuatro y por fin acordamos recorrer una distancia corta, quizá cinco minutos de caminata, antes de volver. En realidad, yo habría preferido estar con Bárbara en nuestra habitación del Hotel Centenario, solos los dos, pero si entonces no hubiera accedido a los deseos de Paul jamás habríamos conocido al anciano, el Conejito de Pascua seguiría rondando por ahí y nada de esto habría sucedido. Habíamos recorrido sólo unos metros entre los pinos cuando, de pronto, sonó una voz. Los gritos iban dirigidos hacia nosotros, imposible equivocarse. —¡Ya basta! ¡Alto ahí mismo! No fue la brusquedad, ni siquiera el sonido de la voz lo que nos obligó a detenernos al instante. En realidad, sólo era la voz de un viejo, desabrida y un poco ronca, pero de un viejo a pesar de todo. Sin embargo, lo que nos impresionó a todos en cuanto la oímos fue el tono. Reflejaba muchas emociones al mismo tiempo: enfado, exasperación, resolución, amenaza. Y susto. La voz reflejaba susto. Los cuatro nos quedamos como una piedra donde estábamos. —¿Qué estáis haciendo aquí? ¡Este sitio no es para vosotros! Volví la cabeza para ver de dónde provenía la voz y allí estaba el anciano. No tengo edad suficiente para recordar a Gabby Hayes, pero he visto fotografías de él y ese anciano se le parecía mucho. O quizá se parecía un poco a nuestra imagen de Rip van Winkle. Tenía una barba grisácea y fibrosa, sus ojos brillaban y estaban rodeados de arrugas, su vestimenta era del color del bosque (gris, marrón y ningún color en particular) y estaba apuntándonos con una escopeta de dos cañones. —¡Aguanta! —dijo Paul detrás de mí. —¿Qué estáis haciendo aquí? —repitió el anciano, e hizo girar la escopeta como si fuera una cámara de cine. Vi que tenía el dedo en el gatillo. —¡Un momento! —dije—. No estamos haciendo nada. Sólo dando un paseo. El viejo me miró con aire escéptico durante unos instantes. Yo pensé con rapidez, o traté de hacerlo, y deseé que Paul dijera algo ingenioso. Nadie me había apuntado con un arma anteriormente. Pensé que si el viejo disparaba, yo sería el primero en caer, y supongo que es un pensamiento bastante egoísta. Pero antes de que pudiera imaginar qué decir, el anciano bajó la escopeta y la dejó apuntada al suelo. En ese momento mis rodillas
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