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Horror_Varios_autores - Adriana Palma Ponce

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Veinte	relatos,	inéditos	en	su	mayor	parte,	que	constituyen	la	mejor	antología
de	terror	contemporáneo	hasta	hoy.
Ésta	es	la	primera	vez	que	se	reúnen	en	un	solo	volumen	los	autores	más
brillantes	de	la	literatura	de	terror	actual.	Charles	L.	Grant,	compilador	de	la
antología,	es	el	mejor	especialista	en	trabajos	de	selección	dentro	de	este
género.	En	este	caso	ha	agrupado	con	singular	talento	las	narraciones	más
representativas	que	era	posible	ofrecer	al	lector	exigente,	y	el	resultado	ha
sido	una	obra	maestra	que	no	debe	faltar	en	ninguna	biblioteca.	Con	un
mérito	adicional:	muchos	de	estos	relatos	han	sido	escritos	especialmente
para	el	presente	volumen.
AA.	VV.
Horror
Lo	mejor	del	terror	contemporáneo
Horror	-	1
ePub	r1.3
Trujano	30.09.14
Título	original:	The	Dodd,	Mead	Gallery	of	Horror
AA.	VV.,	1983
Traducción:	César	Terrón
Compilador:	Charles	L.	Grant
Editor	digital:	Trujano
Corrección	de	erratas:	Mina815,	Yorik
ePub	base	r1.1
Introducción
Hace	más	años	de	los	que	me	atrevo	a	recordar,	solía	pasar	la	tarde	de	los
sábados	en	el	Teatro	Lincoln	de	Kearny,	New	Jersey,	junto	con	mis	amigos	en
una	huida	de	la	escuela,	del	tiempo,	de	los	padres,	de	los	deberes	escolares	y
de	cualquier	cosa	(o	persona)	capaz	de	chasquear	al	peor	monstruo	de	la
infancia:	ser	responsable	(también	conocido	como	portarse	de	acuerdo	con	la
edad	de	uno	o	madurar).	Entonces	era	muy	natural	reemplazar	este	monstruo
por	una	deliciosa	hornada	de	otros	monstruos:	el	hombre	lobo,	el	vampiro,	el
fantasma,	el	espíritu	de	los	alaridos,	el	horror	del	sótano,	el	horror	del
desván…	Muchas	veces	mis	amigos	y	yo	salíamos	del	cine	riendo,	caminando
con	las	piernas	muy	rígidas	o	fingiendo	que	llevábamos	largas	capas	negras	y
enseñando	los	colmillos	a	las	chicas	que	pasaban.
Pero	con	la	misma	seguridad	que	la	caricatura	sigue	al	primer	artículo
importante,	también	había	una	noche	del	sábado.	En	la	cama.	Solo.	Sumido
en	el	sueño	del	inocente	hasta	que	algo	me	despertaba.	Me	despertaba	con
tanta	fuerza,	de	hecho,	que	lo	pasaba	muy	mal	para	volverme	a	dormir.	Y	a
menudo	precisaba	los	tranquilizadores	servicios	de	mis	padres	para
asegurarme	que	yo,	sin	ninguna	duda,	vería	el	próximo	amanecer.
Podría	creerse	que	muchos	años	así	debieron	curarme	de	Karloff,	Lugosi,
Zucco	y	todos	los	demás,	pero	no	fue	así.	Y	tampoco	fue	así	para	ninguno	de
mis	amigos,	aunque	nadie	quisiera	admitir	las	pesadillas	que	seguían	a	la
sesión	de	tarde	del	sábado.	Lo	único	que	sabíamos	era	esto:	las	películas	nos
divertían.	No	cuando	soñábamos,	sino	cuando	las	contábamos.	Al	fin	y	al
cabo,	por	eso	principalmente	íbamos	a	verlas:	para	asustarnos	entonces	y
para	asustarnos	más	tarde.
Desde	entonces	el	Monstruo	ya	me	ha	atrapado,	en	general.	He	madurado,	he
aceptado	cierta	dosis	de	responsabilidad	acá	y	allá	y,	en	ocasiones,	me	porto
de	acuerdo	con	mi	edad	(sea	cual	sea	el	maldito	significado	de	la	expresión).
Por	otra	parte,	también	escribo	y	hago	recopilaciones	como	ésta,	libros	que,	si
todo	va	bien,	de	vez	en	cuando	ofrecen	a	los	lectores	una	buena	dosis	de
escalofríos,	temblores	y	aullidos	verdaderos.	En	el	fondo,	para	ser	sinceros,
no	somos	tan	maduros.	El	miedo	que	tenemos	ahora	no	es	el	mismo	que
cuando	éramos	niños,	pero	es	miedo	de	todos	modos.	Nos	hace	sudar	las
palmas	de	las	manos,	nos	produce	pesadillas	y	a	veces	tiene	la	fuerza
suficiente	para	alterar	nuestro	carácter.
El	miedo	es	ahora,	como	entonces	real	.
¿Por	qué,	pues,	leemos	relatos	de	terror?
Porque	usted	puede	dejar	este	libro,	apartarse	de	él,	cerrarlo	bruscamente
con	la	certeza	de	que	las	cosas	horribles	que	suceden	a	la	gente	en	estas
páginas	no	pueden	sucederle.	Lo	que	hay	en	estas	páginas	no	existe.
No	obstante,	creo	que	de	todos	modos	es	divertido	flirtear	con	el	miedo,
entregarse	a	él	de	vez	en	cuando,	y	si	nos	afecta	más	que	cuando	éramos
niños…,	bien,	es	el	riesgo	de	la	pesadilla,	¿no?	Ahí	interviene	la	diversión.
Y	para	estar	seguros	de	que	estos	autores	no	han	perdido	el	tiempo,	ellos
exigen	al	lector	únicamente	una	cosa	(aparte	de	una	habitación	en	penumbra,
viento	frío	y	un	cristal	que	vibra	amilanadoramente	en	la	ventana):	del	mismo
modo	que	una	película	con	diez	asesinatos	gráficos	y	a	todo	color	tiende	a
entumecer	la	mente	y	produce	poca	cosa	más	que	bostezos,	leer	veinte	o	más
cuentos	seguidos	es	aburrido	y	acaba	siendo	frustrante.	A	los	escritores
reunidos	aquí	no	les	importa	en	absoluto	la	velocidad	del	tráfico	en	la	calle
del	lector;	lo	único	que	piden	es	la	oportunidad	de	lograr	lo	que	usted	desea
de	ellos:	horrorizarlo,	aterrorizarlo	o	darle	una	simple	dosis	de	nerviosa
ansiedad.
Estos	relatos	son	diversamente	gráficos,	sosegados,	orientados	hacia	lo
sobrenatural,	encauzados	hacia	lo	psicológico.	Algunos	son	cachiporras,	y
otros	cuchillas	de	afeitar.	Algunos	exigirán	de	usted	más	trabajo	que	otros,	y
algunos	ejercerán	su	efecto	más	de	una	vez,	como	el	impacto	de	un	potente
veneno	que	entra	en	su	organismo…	y	el	regusto	que	deja.
Todos	ellos,	no	obstante,	pretenden	hacer	recordar	pesadillas.
Y	tarde	o	temprano	usted	puede	toparse	con	una	de	las	suyas.
Naturalmente,	mientras	las	luces	sigan	encendidas	y	usted	no	crea	ni	por	un
momento	en	todas	estas	cosas,	puede	estar	tranquilo.	Ese	Monstruo	de	la
infancia	lo	ha	atrapado	y	transformado,	y	usted	puede	enfrentarse	a	casi	todo
en	la	actualidad,	en	especial	a	cuentos	que	no	pasan	de	morder	un	poquito	en
su	imaginación,	agitar	un	poco	las	sombras	que	usted	estaba	seguro	de	que
habían	desaparecido	en	cuanto	salió	el	sol…
Usted	se	atreve	a	todo.
Que	duerma	bien.
CHARLES	L.	GRANT
Newton,	Nueva	Jersey,	EEUU
Algo	repelente
WILLIAM	F.	NOLAN
Los	adultos	parecen	encontrar	maravillosos	deleites	atormentando	a	los	niños
hasta	hacerlos	llorar	o	sufrir	pesadillas,	sobre	todo	recurriendo	directamente
a	lo	que	saben	asustará	más	a	los	chicos.	Quizá	sea	una	reacción	a	sus
experiencias	antes	de	«madurar»,	o	tal	vez	se	trate	de	otra	cosa	peor…,	algo
básico.
William	F.	Nolan,	residente	en	California,	ha	editado,	escrito	y	colaborado	en
decenas	de	libros	con	temas	que	van	desde	lo	macabro	hasta	las	emociones
de	las	carreras	automovilísticas,	o	su	reciente	biografía	de	Steve	McQueen.
También	ha	escrito	guiones	para	el	cine	y	la	televisión.
—¿Aún	no	te	has	duchado,	Janey?
Era	la	voz	de	su	madre	en	la	planta	baja,	que	flotaba	como	el	humo	hacia	ella,
apenas	audible	desde	su	cama.
Más	fuerte	en	ese	momento,	insistente.
—¡Janey!	¡Contesta!
Se	levantó,	se	estiró	como	una	gata,	salió	al	pasillo,	al	rellano,	donde	su
madre	pudiera	oírla.
—Estaba	leyendo.
—Pero	si	te	dije	que	tío	Gus	vendría	esta	tarde.
—Le	odio	—dijo	Janey	en	voz	baja.
—Estás	murmurando.	No	te	entiendo.	—Frustración.	Enojo	y	frustración—.
Baja	ahora	mismo.
Cuando	Janey	llegó	al	pie	de	la	escalera,	la	imagen	de	su	madre	ondeaba
como	el	agua.	La	pequeña	cerró	y	abrió	los	ojos	con	rapidez,	esforzándose	en
despejar	sus	lacrimosos	ojos.
La	madre	de	Janey	se	alzaba	ante	ella,	alta,	voluminosa	y	perfumada	con	su
satinado	vestido	veraniego.
Mamá	siempre	parece	bonita	cuando	viene	tío	Gus.
—¿Por	qué	lloras?
El	enfado	había	cedido	el	paso	a	la	preocupación.
—Porque	sí	—dijo	Janey.
—¿Por	qué?
—Porque	no	quiero	hablar	con	tío	Gus.
—¡Pero	si	él	te	adora!	Viene	especialmente	a	verte.
—No,	no	es	verdad	—dijo	Janey	mientras	se	frotaba	la	mejilla	con	su	puñito—.
No	me	adora,	y	no	viene	especialmente	a	verme.	Viene	a	pedir	dinero	a	papá.
Su	madre	se	sobresaltó.
—¡Es	espantoso	que	digas	eso!
—Pero	es	verdad.	¿A	que	sí?
—A	tu	tío	Gus	lo	hirieron	en	la	guerra	y	no	puede	hacer	un	trabajo	normal.
Hacemos	lo	que	podemos	para	ayudarle.
—Yo	nunca	le	he	gustado	—contestó	Janey—.	Dice	que	hago	mucho	ruido.	Y
nunca	me	deja	jugar	con	«Bigotes»	cuando	está	aquí.
—Eso	es	porque	los	gatos	le	fastidian.	No	está	acostumbrado	a	ellos.	No	le
gustan	las	cosas	con	pelo.	—La	mujer	tocó	el	cabello	de	Janey.	Oro	blando—.
¿Recuerdas	ese	ratón	que	trajiste	la	Navidad	pasada,	qué	nervioso	puso	a	tío
Gus…?	¿Te	acuerdas?
—«Pete»	era	muy	listo	—dijo	Janey—.	No	legustaba	tío	Gus,	igual	que	a	mí.
—A	los	ratones	ni	les	gusta	ni	les	disgusta	la	gente	—le	explicó	su	madre—.
No	tienen	bastante	inteligencia	para	eso.
Janey	meneó	tercamente	la	cabeza.
—«Pete»	era	muy	inteligente.	Encontraba	el	queso	en	cualquier	parte	de	mi
cuarto,	aunque	estuviera	muy	escondido.
—Eso	está	relacionado	con	el	sentido	básico	del	olfato,	no	con	la	inteligencia
—dijo	su	madre—.	Pero	estamos	perdiendo	el	tiempo,	Janey.	Sube	corriendo,
dúchate	y	ponte	tu	bonito	vestido	nuevo,	el	de	lunares	rojos.
—Son	fresas.	Tiene	fresitas	rojas	en	la	tela.
—Estupendo.	Ahora	obedece.	Gus	llegará	pronto	y	quiero	que	mi	hermano	se
sienta	orgulloso	de	su	sobrina.
Con	la	rubia	cabeza	gacha	y	arrastrando	los	taloncitos	en	cada	escalón,	Janey
subió	la	escalera.
—No	hablaré	de	esto	a	tu	padre	—estaba	diciendo	su	madre,	y	la	voz	iba
apagándose	conforme	la	pequeña	seguía	subiendo—.	Sólo	le	diré	que	te	has
dormido.
—No	me	importa	lo	que	le	digas	a	papá	—murmuró	Janey.
Las	palabras	desaparecieron	como	humo	en	el	pasillo	mientras	la	niña	se
dirigía	a	su	habitación.
Papá	creía	todo	lo	que	le	decía	mamá.	Siempre.	A	veces	era	verdad,	lo	de
dormir	más	de	la	cuenta.	Era	difícil	despertar	de	la	siesta.	Porque	yo	no
quiero	irme	a	dormir.	Porque	lo	odio	.	Igual	que	comer	brócoli,	tomar	pastillas
de	vitaminas	en	forma	de	animalitos	de	colores,	visitar	al	dentista	y	subir	en
las	montañas	rusas.
Tío	Gus	la	había	llevado	a	una	montaña	rusa,	altísima	y	pavorosa,	el	último
verano,	y	Janey	había	vomitado.	A	él	le	gustaba	ponerla	nerviosa,	asustarla.
Mamá	no	sabía	cuántas	veces	le	decía	cosas	espantosas	tío	Gus,	o	le	hacía
bromas	pesadas,	o	la	llevaba	a	sitios	que	a	ella	no	le	gustaban.
Mamá	la	dejaba	a	solas	con	él	mientras	iba	a	comprar,	y	Janey	aborrecía
totalmente	estar	en	la	vieja	y	oscura	casa	de	tío	Gus.	Él	sabía	que	la	oscuridad
la	asustaba.	Se	sentaba	delante	de	ella	con	las	luces	apagadas,	le	explicaba
historias	fantasmales,	llenas	de	detalles	tenebrosos	y	atroces,	y	su	voz	era
empalagosa	y	horrible.	Janey	se	espantaba	tanto	cuando	escuchaba	a	su	tío
que	a	veces	acababa	llorando.
Y	las	lágrimas	hacían	sonreír	a	tío	Gus.
—Gus.	¡Siempre	es	una	alegría	verte!
—Hola,	hermanita.
—Pasa.	Jim	está	holgazaneando	por	ahí.	He	preparado	una	cena	buenísima.
Pavo	troceado.	Y	he	hecho	tortas	de	maíz.
—¿Y	dónde	está	mi	sobrina	favorita?
—Janey	bajará	en	cualquier	momento.	Llevará	su	nuevo	vestido…	sólo	para	ti.
—Bien,	vaya;	eso	es	magnífico.
Janey	estaba	observando	en	lo	alto	de	la	escalera,	tumbada	en	el	suelo	para
que	no	la	vieran.	Qué	rabia	le	daba	ver	a	mamá	abrazando	a	tío	Gus	de
aquella	forma,	siempre	que	venía,	como	si	hubieran	pasado	años	desde	la
última	visita.	¿Por	qué	mamá	no	se	daba	cuenta	de	lo	malvado	que	era	tío
Gus?	Todos	los	amigos	de	la	clase	de	Janey	habían	comprendido	que	él	era
una	mala	persona	el	primer	día	que	la	llevó	al	colegio.	Los	niños	suelen	saber
inmediatamente	cómo	es	una	persona.	Igual	que	aquel	viejo	miserable,	el
señor	Kruger,	de	geografía,	que	obligaba	a	Janey	a	quedarse	en	clase	cuando
olvidaba	hacer	los	deberes.	Todos	los	niños	sabían	que	el	señor	Kruger	era
espantoso.	¿Por	qué	los	adultos	tardaban	tanto	tiempo	en	comprender	las
cosas?
Janey	se	deslizó	hacia	atrás	en	las	sombras	del	pasillo.	Se	levantó.	Tenía	que
bajar…	con	la	ropa	de	estar	por	casa.	Eso	significaría	seguramente	una	zurra
en	cuanto	se	marchara	tío	Gus,	pero	valía	la	pena	a	cambio	de	no	tenerse	que
poner	el	vestido	nuevo	en	su	honor.	Las	zurras	no	hacían	demasiado	daño.
Valía	la	pena.
—¡Vaya,	aquí	está	mi	princesita!	—Tío	Gus	estaba	levantándola	por	el	aire,
muy	fuerte,	para	marearla.	Ya	sabía	que	ella	odiaba	los	zarandeos.	La	dejó	en
el	suelo	con	un	ruido	sordo.	La	miró	con	sus	crueles	ojazos—.	¿Y	dónde	está
ese	bonito	vestido	nuevo	de	que	me	hablaba	tu	mamá?
—Se	me	ha	roto	—dijo	Janey,	con	la	mirada	fija	en	la	alfombra—.	No	puedo
ponérmelo	hoy.
Su	madre	volvió	a	enfadarse.
—Eso	no	es	verdad,	señorita,	¡y	tú	lo	sabes!	Planché	ese	vestido	por	la
mañana	y	está	perfecto.	—Señaló	arriba—.	¡Sube	otra	vez	a	tu	cuarto	y	ponte
ese	vestido!
—No,	Maggie.	—Gus	sacudió	la	cabeza—.	Deja	a	la	niña	tal	como	está.	Tiene
muy	buen	aspecto.	Vamos	a	cenar.	—Pinchó	el	estómago	de	Janey	con	un
dedo—.	Apuesto	a	que	esa	barriguita	tuya	se	muere	de	ganas	de	probar	un
poco	de	pavo.
Y	tío	Gus	fingió	que	reía.	A	Janey	no	la	engañaba	nunca;	ella	sabía	distinguir
las	risas	verdaderas	de	las	fingidas.	Pero	mamá	y	papá	jamás	parecían	notar
la	diferencia.
La	madre	de	Janey	suspiró	y	sonrió	a	Gus.
—De	acuerdo,	lo	pasaré	por	alto	esta	vez…	Pero	creo	que	la	mimas
demasiado.
—Tonterías.	Janey	y	yo	nos	entendemos	muy	bien.	—Miró	fijamente	a	la
pequeña—.	¿No	es	cierto,	guapa?
La	cena	no	fue	divertida.	Janey	no	pudo	acabar	el	puré	de	patata,	y	sólo	probó
el	pavo.	Nunca	podía	disfrutar	con	la	comida	si	su	tío	estaba	presente.	Como
de	costumbre,	su	padre	apenas	se	dio	cuenta	de	que	ella	estaba	en	la	mesa.	Él
no	se	preocupó	en	saber	si	llevaba	puesto	el	vestido	nuevo.	Mamá	se	ocupaba
de	esas	cosas,	y	papá	de	su	trabajo,	fuera	cual	fuese.	Janey	no	había
averiguado	nunca	qué	hacía,	pero	él	se	iba	todos	los	días	a	cierta	oficina
desconocida	para	ella	y	ganaba	dinero	suficiente,	por	lo	que	siempre	podía
dar	algo	a	tío	Gus	cuando	mamá	le	pedía	un	cheque.
Ese	día	era	domingo	y	papá	estaba	en	casa	para	leer	el	enorme	periódico,
limpiar	el	coche	y	podar	el	césped.	Hacía	las	mismas	cosas	todos	los
domingos.
¿Me	quiere	papá?	Sé	que	mami	me	quiere,	aunque	a	veces	me	zurre.	Pero	ella
siempre	me	abraza	después.	Papá	nunca	me	abraza.	Me	compra	helados	y	me
lleva	al	cine	los	sábados	por	la	tarde,	pero	no	creo	que	me	quiera.
Por	eso	ella	nunca	podría	decirle	la	verdad	sobre	tío	Gus.	Papá	no	le	haría
caso.
Y	mamá,	simplemente,	no	lo	entendía.
Después	de	la	cena,	tío	Gus	agarró	firmemente	de	la	mano	a	Janey	y	la	llevó	al
patio.	Después	la	hizo	sentar	cerca	de	él	en	la	gran	mecedora	de	madera.
—Apostaría	a	que	tu	vestido	nuevo	es	feo	—dijo	con	frialdad.
—No.	¡Es	bonito!
La	aflicción	de	la	niña	complació	a	tío	Gus.	Se	agachó,	acercó	los	labios	a	la
oreja	derecha	de	Janey.
—¿Quieres	saber	un	secreto?
Janey	contestó	que	no	con	la	cabeza.
—Quiero	volver	con	mamá.	No	me	gusta	estar	aquí.
Janey	se	dispuso	a	alejarse,	pero	él	la	agarró,	la	atrajo	con	brusquedad	hacia
la	mecedora.
—Presta	atención	cuando	te	hablo.	—Sus	ojos	chispeaban—.	Voy	a	contarte	un
secreto…	De	ti	misma.
—Pues	cuéntamelo.
Gus	sonrió.
—Tienes	una	cosa	dentro.
—¿Y	eso	qué	quiere	decir?
—Quiere	decir	que	hay	algo	muy	dentro	de	tu	asqueroso	estomaguito.	¡Y	está
vivo!
—¿Eh?	—Janey	parpadeó:	empezaba	a	tener	miedo.
—Una	criatura.	Que	vive	de	lo	que	tú	comes,	que	respira	el	aire	que	tú
respiras,	y	que	ve	gracias	a	tus	ojos.	—Acercó	la	cara	de	la	niña	a	la	suya—.
Abre	la	boca,	Janey,	para	que	yo	pueda	mirar	y	ver	qué	cosa	vive	ahí	abajo…
—¡No,	no	quiero!	—Se	retorció	para	intentar	soltarse,	pero	él	era	muy	fuerte
—.	¡Mientes!	¡Estás	contándome	una	mentira	horrible!	¡Mientes!
—Ábrela	bien	—dijo,	e	hizo	fuerza	en	la	mandíbula	de	la	niña	con	los	dedos	de
su	mano	derecha	hasta	que	la	boca	se	abrió—.	Ah,	así	está	mejor.	Vamos	a
ver…	—Escudriñó	el	interior	de	la	boca—.	Sí,	ahí.	¡Ahora	lo	veo!
Janey	se	echó	hacia	atrás,	con	los	ojos	muy	abiertos,	francamente	alarmada.
—¿Cómo	es?
—¡Repelente!	¡Espantosa!	Con	unos	dientes	muy	afilados.	Una	rata	diría	yo.	O
algo	parecido	a	una	rata.	Larga,	gris	y	gorda.
—¡Yo	no	tengo	eso!	¡No!
—Oh,	claro	que	sí,	Janey.	—Su	voz	era	empalagosa—.	He	visto	brillar	sus	ojos
rojos	y	he	visto	su	larga	cola.	Está	ahí	dentro,	sí.	Algo	repelente.
Y	se	echó	a	reír.	Esta	vez	de	verdad.	No	era	una	risa	fingida.	Tío	Gus	estaba
divirtiéndose.
Janey	sabía	que	él	sólo	pretendía	asustarla	una	vez	más…,	pero	no	estaba
completamente	segura	respecto	a	la	cosa	que	llevaba	dentro.	Quizás	él	había
visto	algo.
—¿Hay…	otras	personas	con…	criaturas…	que	viven	dentro	de	ellas?
—Depende	—dijo	tío	Gus—.	Las	criaturas	malas	viven	dentro	de	las	personas
malas.	Las	niñasbuenas	no	tienen	ninguna.
—¡Yo	soy	buena!
—Bueno,	eso	es	cuestión	de	opinión,	¿no	crees?	—Su	voz	era	dulce	y
desagradable—.	Si	fueras	buena	no	tendrías	una	cosa	repelente	viviendo
dentro	de	ti.
—No	te	creo	—dijo	Janey,	que	respiraba	con	dificultad—.	¿Cómo	puede	ser
verdad?
—Las	cosas	son	reales	cuando	la	gente	cree	en	ellas.	—Encendió	un	largo
cigarrillo	negro,	aspiró	el	humo	y	lo	expulsó	con	lentitud—.	¿Has	oído	hablar
del	vudú,	Janey?
La	niña	meneó	la	cabeza.
—Funciona	así:	un	brujo	maldice	a	una	persona	haciendo	un	muñeco	y
hundiendo	una	aguja	en	el	corazón	del	muñeco.	Luego	deja	el	muñeco	en	la
casa	del	hombre	maldito.	Cuando	el	hombre	lo	ve	se	asusta	mucho.	Convierte
en	real	la	maldición	al	creer	en	ella.
—¿Y	luego	qué	pasa?
—Su	corazón	deja	de	funcionar	y	muere.
Janey	notó	que	su	corazón	latía	muy	deprisa.
—Tienes	miedo,	¿verdad,	Janey?
—Puede	que…	un	poco.
—Claro	que	tienes	miedo.	—Rió	entre	dientes—.	Y	es	lógico…,	¡con	una	cosa
así	dentro	de	ti!
—¡Eres	un	hombre	malo	y	muy	cruel!	—le	dijo	Janey,	con	los	ojos	nublados
por	las	lágrimas.
Y	regresó	corriendo	a	la	vivienda.
Esa	noche,	en	su	cuarto,	Janey	permanecía	sentada	en	la	cama,	rígida,
abrazando	a	«Bigotes».	Al	gato	le	gustaba	entrar	allí	por	la	noche	y
acurrucarse	en	la	colcha,	a	los	pies	de	la	niña,	para	dormitar	hasta	el
amanecer.	Era	un	plácido	gato	doméstico,	gris	y	negro,	que	jamás	se	quejaba
de	nada	y	siempre	contestaba	con	un	«miau»	de	alegría	cuando	Janey	lo	cogía
para	acariciarlo.	Después	ronroneaba.
Esa	noche	«Bigotes»	no	ronroneaba.	Captaba	las	ásperas	vibraciones	de	la
habitación,	captaba	el	nerviosismo	de	Janey.	El	animal	se	estremeció	inquieto
en	los	brazos	de	la	pequeña.
—Tío	Gus	me	ha	mentido,	¿verdad,	«Bigotes»?	—La	voz	de	la	niña	reflejaba
tensión,	incertidumbre—.	Míralo…	—Acercó	más	al	gato—.	No	hay	nada	ahí,
¿verdad?
Y	abrió	la	boca	para	demostrar	a	su	amigo	que	ninguna	rata	vivía	allí.	Si	había
una	rata,	el	viejo	«Bigotes»	metería	una	pata	para	cazarla.	Pero	el	gato	no
reaccionó.	Se	limitó	a	cerrar	y	abrir	sus	rasgados	ojos	verdes.
—Lo	sabía	—dijo	Janey,	enormemente	aliviada—.	Si	yo	no	creo	que	esté	ahí,
no	está	.
Poco	a	poco	relajó	los	tensos	músculos	de	su	cuerpo…,	y	«Bigotes»,	al
percibir	el	cambio,	empezó	a	ronronear:	un	suave	y	tranquilizador	sonido	de
motor	en	la	noche.
Todo	estaba	bien.	Ninguna	criatura	de	ojos	rojos	existía	en	su	barriguita.	De
pronto	la	niña	se	sintió	agotada.	Era	tarde,	y	por	la	mañana	tenía	que	ir	al
colegio.
Janey	se	deslizó	bajo	la	sábana	y	cerró	los	ojos	tras	soltar	a	«Bigotes»,	que	se
alejó	silenciosamente	hacia	su	habitual	rincón	de	la	cama.
Janey	tenía	muchas	cosas	que	contar	a	sus	amigos.
Era	jueves,	un	día	que	Janey	solía	odiar.	Un	jueves	sí	y	otro	no,	su	madre	iba
de	compras	y	la	dejaba	cenando	con	tío	Gus	en	la	casona	encantada	de	éste,
con	los	postigos	bien	cerrados	para	que	no	entrara	el	sol,	y	las	sombras
llenando	todos	los	pasillos.
Pero	ese	jueves	iba	a	ser	distinto,	y	Janey	no	se	preocupó	cuando	su	madre	se
marchó	y	la	dejó	sola	con	su	tío.	Esta	vez,	pensó	la	niña,	no	iba	a	tener	miedo.
Soltó	una	risita.
¡Hasta	podía	divertirse!
Tras	ponerle	un	plato	de	sopa	delante,	tío	Gus	le	preguntó	cómo	se
encontraba.
—Bien	—dijo	Janey	tranquilamente,	con	los	ojos	bajos.
—Entonces	podrás	apreciar	la	sopa.	—Sonrió,	tratando	de	que	su	apariencia
fuera	agradable—.	Es	una	receta	especial.	Pruébala.
Janey	se	metió	una	cucharada	en	la	boca.
—¿A	qué	sabe?
—Un	poco	ácida.
Gus	meneó	la	cabeza	mientras	probaba	la	sopa.
—Ummm…	Deliciosa.	—Hizo	una	pausa—.	¿Sabes	de	qué	está	hecha?
Janey	contestó	que	no	con	la	cabeza.
Gus	sonrió	y	se	inclinó	hacia	la	niña	al	otro	lado	de	la	mesa.
—Es	sopa	de	ojos	de	búho.	Hecha	con	ojos	de	búho	muerto.	Machacados	y
recién	extraídos	para	ti.
Janey	sostuvo	la	mirada	de	su	tío.
—Quieres	que	devuelva,	¿verdad,	tío	Gus?
—Dios	mío,	no,	Janey.	—Había	un	empalagoso	deleite	en	su	voz—.	Pensaba
que	te	gustaría	saber	qué	estabas	tragando.
Janey	apartó	su	plato.
—No	voy	a	vomitar	porque	no	te	creo.	Y	cuando	no	crees	una	cosa,	no	es	real.
Gus	la	miró	ceñudamente	mientras	terminaba	la	sopa.
Janey	sabía	que	él	planeaba	contarle	otra	espantosa	historia	de	fantasmas
después	de	comer,	pero	no	estaba	nerviosa.	No	lo	estaba.
No	lo	estaba	porque	no	habría	sobremesa	para	tío	Gus.
Había	llegado	el	momento	de	su	sorpresa.
—Tengo	algo	que	decirte,	tío	Gus.
—Pues	dímelo.
Su	voz	era	aguda	y	desagradable.
—Todos	mis	amigos	del	colegio	saben	lo	del	animal	que	está	dentro.
Hablamos	mucho	de	eso,	y	ahora	todos	lo	creemos.	Tiene	ojos	rojos…	Es	muy
peludo	y	huele	mal.	Y	tiene	muchísimos	dientes	afilados.
—Naturalmente	que	sí	—dijo	Gus,	con	el	rostro	iluminado	por	las	palabras	de
la	niña—.	Y	siempre	tiene	hambre.
—Pero	¿a	qué	no	sabes	una	cosa?	—prosiguió	Janey—.	¡Sorpresa!	No	está
dentro	de	mí,	tío	Gus…	¡Está	dentro	de	ti!
Gus	la	miró	coléricamente.
—Eso	no	es	nada	divertido,	pequeña	zorra.	No	intentes	dar	la	vuelta	a	las
cosas	y	fingir	que…
Se	detuvo	sin	acabar	la	frase,	y	mientras	la	cuchara	caía	con	estrépito	al
suelo,	se	levantó	de	repente.	Tenía	la	cara	enrojecida,	como	a	punto	de
asfixiarse.
—Y	ahora	quiere	salir	—dijo	Janey.
Gus	dobló	el	cuerpo	sobre	la	mesa,	aferrándose	el	estómago	con	las	manos.
—Llama…	Llama	al…	médico	—dijo	jadeante.
—Un	médico	no	servirá	de	nada	—contestó	satisfecha	Janey—.	Nada	sirve	ya
de	nada.
Janey	siguió	tranquilamente	a	su	tío	mientras	masticaba	una	manzana.	Le	vio
tambalearse	y	caer	ante	la	puerta,	le	vio	agitarse,	con	los	ojos	desorbitados
por	el	pánico.
Janey	se	detuvo	junto	a	tío	Gus	y	le	miró	el	estómago	bajo	la	camisa	blanca.
Algo	abultaba	allí.
Gus	lanzó	un	grito.
Más	tarde,	esa	noche,	sola	en	su	cuarto,	Janey	apretó	a	«Bigotes»	contra	su
pecho	y	musitó	en	la	temblorosa	oreja	de	su	gatito:
—Mamá	ha	llorado	—explicó	al	animal—.	Está	muy	triste	por	lo	que	le	pasó	a
tío	Gus.	¿Estás	triste	tú,	«Bigotes»?
El	gato	abrió	la	boca	y	dejó	ver	sus	afilados	y	blancos	dientes.
—No	lo	había	pensado…	Eso	es	porque	tío	Gus	te	gustaba	tanto	como	a	mí,
¿verdad?
Abrazó	al	gato.
—¿Quieres	saber	un	secreto,	«Bigotes»?
El	gato	cerró	y	abrió	los	ojos	tranquilamente,	y	empezó	a	ronronear.
—¿Sabes,	ese	viejo	malo	del	colegio…,	el	señor	Kruger?	Bueno,	¿sabes	qué?	—
Sonrió—.	Yo	y	los	otros	niños	pensamos	hablar	con	él	mañana	para	decirle
que	tiene	algo	dentro…
Janey	se	estremeció	de	placer.
—¡Algo	repelente!
Y	se	rió	como	una	tonta.
El	patio	trasero	de	Canavan
JOSEPH	PAYNE	BRENNAN
La	mejor	fantasía	siniestra	trata,	como	cualquier	buena	literatura,	de	lo	real,
del	presente,	del	mundo	que	todos	conocemos.	La	diferencia,	por	supuesto,	es
el	giro	que	da	el	autor	a	lo	que	creíamos	conocer,	a	lo	que	nos	resultaba
agradable.	Ese	giro	no	ha	de	ser	por	fuerza	dislocador;	sólo	precisa	hacer	que
las	cosas	parezcan	ligeramente	descompuestas.
Joseph	Payne	Brennan	es	uno	de	los	maestros	de	la	fantasía	siniestra,	sin
ninguna	duda.	Sus	relatos	cortos	han	preparado	el	terreno	para	que	todos
nosotros	trabajemos	en	el	campo	actualmente,	y	el	cuento	que	sigue	ha
resistido	el	paso	del	tiempo	de	tal	modo	que	puede	considerársele	un	clásico
con	pleno	derecho.
Conocí	a	Canavan	hace	veinte	años,	poco	después	de	que	él	abandonara
Londres.	Era	anticuario	y	aficionado	a	los	libros	antiguos.	Fue	muy	natural
que	inaugurara	una	tienda	de	libros	de	segunda	mano	tras	establecerse	en
New	Haven.
Dado	que	su	pequeño	capital	no	le	permitía	alquilar	un	local	en	el	centro	de	la
ciudad,	Canavan	alquiló	como	tienda	y	vivienda	al	mismo	tiempo	una	casa
vieja	y	aislada	casi	en	las	afueras	de	la	urbe.	La	zona	se	hallaba	escasamente
habitada,	pero	como	un	buen	porcentaje	del	material	usado	por	Canavan
llegaba	por	correo,	el	problema	no	tenía	particular	importancia.
Muy	a	menudo,	tras	una	mañana	pasada	ante	la	máquina	de	escribir,	yo	iba	a
la	tienda	de	Canavan	y	dedicaba	gran	parte	de	la	tarde	a	hojear	los	viejos
libros.	Encontraba	en	ello	gran	placer,	en	especial	porque	Canavan	jamás
recurría	a	métodos	enérgicos	para	lograr	unaventa.	Él	conocía	mi	precaria
situación	financiera,	nunca	se	enfadaba	si	me	iba	con	las	manos	vacías.
De	hecho,	Canavan	parecía	alegrarse	con	mi	simple	compañía.	Pocos
compradores	visitaban	con	regularidad	su	tienda,	y	creo	que	estaba	solo	con
frecuencia.	A	veces,	cuando	el	negocio	iba	mal,	preparaba	una	tetera	de	té
inglés	y	los	dos	permanecíamos	sentados	durante	horas,	bebiendo	y	hablando
de	libros.
Canavan	incluso	tenía	la	apariencia	de	un	vendedor	de	libros	antiguos…,	o	la
caricatura	popular	de	uno	de	ellos.	Era	menudo	de	cuerpo,	un	poco
encorvado,	y	sus	ojos	azules	observaban	detrás	de	unos	arcaicos	anteojos	con
bordes	de	acero	y	rectos	cristales.
Aunque	dudo	que	sus	ingresos	anuales	igualaran	alguna	vez	los	de	un	buen
empapelador,	se	las	arreglaba	para	«ir	tirando»	y	era	feliz.	Es	decir,	feliz
hasta	que	empezó	a	observar	su	patio	trasero.
Detrás	de	la	vieja	y	destartalada	casa	en	la	que	vivía	y	se	ocupaba	de	su
negocio,	se	extendía	un	largo	y	desolado	patio	cubierto	de	zarzas	y	leonada
hierba	alta.	Varios	manzanos	muertos,	mellados	y	negros	a	causa	de	la
podredumbre,	realzaban	el	aspecto	depresivo	de	la	escena.	Las	vallas	rotas	de
madera	a	ambos	lados	del	patio	estaban	prácticamente	devoradas	por	la
maraña	de	hierba	áspera.	Parecían	hundirse	literalmente	en	la	tierra.	En
conjunto,	el	patio	ofrecía	una	imagen	anormalmente	depresiva,	y	yo	solía
extrañarme	de	que	Canavan	no	limpiara	el	lugar.	Pero	el	problema	no	me
incumbía;	jamás	lo	mencioné.
Una	tarde	que	visité	la	tienda,	Canavan	no	se	hallaba	en	la	habitación	donde
exponía	los	libros,	por	lo	que	recorrí	un	estrecho	pasillo	hasta	llegar	a	un
almacén	donde	a	veces	trabajaba	él,	haciendo	y	deshaciendo	paquetes	de
libros.	Al	entrar	en	el	almacén,	Canavan	se	hallaba	de	pie	ante	la	ventana,
contemplando	el	patio	trasero.
Me	dispuse	a	hablar	y,	por	alguna	razón,	no	lo	hice.	Creo	que	lo	que	me
detuvo	fue	la	expresión	de	Canavan.	Estaba	mirando	el	patio	con	una
concentración	peculiar,	como	si	lo	absorbiera	por	completo	algo	que	veía	allí.
Diversas	y	conflictivas	emociones	se	revelaban	en	sus	tensas	facciones.
Parecía	fascinado	y	asustado,	atraído	y	repelido	al	mismo	tiempo.	Cuando	por
fin	reparó	en	mí,	casi	dio	un	brinco.	Me	miró	fijamente	un	momento,	como	si
yo	fuera	un	desconocido.
Después	reapareció	su	típica	y	natural	sonrisa,	y	sus	ojos	azules	chispearon
tras	los	rectos	cristales.	Sacudió	la	cabeza.
—Ese	patio	mío	es	extraño	algunas	veces.	Lo	miras	mucho	tiempo,	¡y	crees
que	se	extiende	varios	kilómetros!
Eso	fue	lo	único	que	comentó	entonces,	y	yo	no	tardé	en	olvidarlo.	No	sabía
que	iba	a	ser	sólo	el	principio	del	horrible	asunto.
Después	de	eso,	siempre	que	visitaba	la	granja	encontraba	a	Canavan	en	el
almacén.	De	vez	en	cuando	estaba	trabajando,	pero	casi	siempre	se	hallaba
de	pie	ante	la	ventana,	mirando	su	deprimente	patio.
A	veces	permanecía	allí	varios	minutos	sin	reparar	en	mi	presencia.	Lo	que
veía,	fuera	lo	que	fuese,	cautivaba	toda	su	atención.	En	tales	ocasiones	su
rostro	mostraba	una	expresión	de	espanto	mezclada	con	una	ansiedad	extraña
y	placentera.	Normalmente	yo	tenía	que	toser	o	arrastrar	los	pies	para	que	él
se	apartara	de	la	ventana.
Después,	al	hablar	de	libros,	Canavan	parecía	recobrar	su	antigua
personalidad,	pero	yo	empecé	a	experimentar	la	desconcertante	sensación	de
que	mientras	él	charlaba	sobre	incunables	sus	pensamientos	continuaban
centrados	en	aquel	patio	infernal.
En	diversas	ocasiones	pensé	en	preguntarle	por	el	patio,	pero	cuando	las
palabras	estaban	en	la	punta	de	mi	lengua,	una	sensación	de	vergüenza	me
impedía	pronunciarlas.	¿Cómo	reprender	a	un	hombre	por	mirar	por	la
ventana	el	patio	trasero	de	su	casa?	¿Qué	decir	y	cómo	decirlo?
Guardé	silencio.	Más	tarde	lo	lamenté	amargamente.
El	negocio	de	Canavan,	nunca	floreciente,	empezó	a	empeorar.	Y	un	detalle
peor,	el	librero	parecía	decaer	físicamente.	Se	encorvó	y	demacró	más.
Aunque	sus	ojos	jamás	perdían	su	agudo	centelleo,	acabé	pensando	que	el
brillo	se	debía	más	a	la	fiebre	que	al	saludable	entusiasmo	que	los	animaba.
Una	tarde,	cuando	entré	en	la	tienda,	no	encontré	a	Canavan	en	ninguna
parte.	Pensando	que	podía	estar	en	la	parte	trasera	de	la	casa,	enfrascado	en
algún	quehacer	doméstico,	me	incliné	sobre	la	ventana	de	atrás	y	miré.
No	vi	a	Canavan,	pero	al	contemplar	el	patio	me	vi	sumido	en	una	repentina	e
inexplicable	idea	de	desolación	que	me	inundaba	como	las	olas	de	un	mar
helado.	Mi	impulso	inicial	fue	apartarme	de	la	ventana,	pero	algo	me	retuvo
allí.	Mientras	observaba	la	miserable	maraña	de	zarzas	y	hierba	agostada,
experimenté	algo	que,	a	falta	de	mejor	término,	sólo	puedo	denominar
curiosidad.	Quizás	una	parte	fría,	analítica	y	desapasionada	de	mi	cerebro
quería	descubrir	simplemente	la	causa	de	mi	repentina	sensación	de
depresión	grave.	O	tal	vez	algún	rasgo	del	lastimoso	panorama	me	atraía	por
culpa	de	un	impulso	inconsciente	que	yo	había	reprimido	en	mis	horas	de
cordura.
En	cualquier	caso,	permanecí	junto	a	la	ventana.	La	hierba,	alta,	reseca	y
tostada,	se	agitaba	ligeramente	con	el	viento.	Los	podridos	árboles	negros	se
alzaban	inmóviles.	Ni	un	solo	pájaro,	ni	siquiera	una	mariposa	revoloteaba	en
la	desolada	extensión.	No	había	nada	que	ver	aparte	las	briznas	de	alta	y
leonada	hierba,	los	muertos	árboles	y	los	dispersos	grupos	de	bajas	zarzas.
Sin	embargo,	había	algo	en	aquel	fragmento	aislado	del	paisaje	que	me
resultaba	intrigante.	Creo	haber	tenido	la	sensación	de	que	el	lugar	ofrecía
una	especie	de	enigma	y	de	que,	si	lo	contemplaba	el	tiempo	suficiente,	el
enigma	se	resolvería	por	sí	solo.
Después	de	varios	minutos	de	contemplación	experimenté	la	extraña
sensación	de	que	la	perspectiva	estaba	alterándose	de	forma	sutil.	Ni	la
hierba	ni	los	árboles	cambiaron,	y	no	obstante	el	patio	pareció	expandir	sus
dimensiones.	Al	principio,	me	limité	a	juzgar	que	el	patio	era	mucho	más
espacioso	de	lo	que	yo	creía	hasta	entonces.	Luego,	pensé	que	en	realidad
ocupaba	varias	hectáreas.	Finalmente,	me	convencí	de	que	se	prolongaba
hasta	una	distancia	interminable	y	que,	si	yo	entraba	allí,	podría	caminar
kilómetros	y	kilómetros	antes	de	alcanzar	el	final.
Me	abrumó	el	repentino	y	casi	irresistible	deseo	de	salir	corriendo	por	la
puerta	trasera,	zambullirme	en	aquel	mar	de	hierba	oscilante	y	caminar	hasta
descubrir	por	mí	mismo	a	cuánta	distancia	se	extendía	el	patio.	Estaba	de
hecho	apunto	de	hacerlo…,	cuando	vi	a	Canavan.
Surgió	bruscamente	entre	la	maraña	de	hierba	alta	de	la	parte	más	próxima
del	patio.	Durante	un	minuto	como	mínimo	se	comportó	como	si	estuviera
totalmente	perdido.	Observó	la	parte	posterior	de	su	casa	como	si	no	la
hubiera	visto	en	su	vida.	Estaba	despeinado	y	claramente	excitado.	Colgaban
zarzas	de	sus	pantalones	y	su	chaqueta,	y	unas	briznas	de	hierba	pendían	de
los	corchetes	de	sus	anticuados	zapatos.	Sus	ojos	vagaron	frenéticamente	por
el	lugar	y	creí	que	estaba	a	punto	de	dar	media	vuelta	y	lanzarse	hacia	la
maraña	de	la	que	acababa	de	salir.
Golpeé	el	cristal	de	la	ventana.	Canavan	se	detuvo,	casi	de	espaldas	ya,	miró
por	encima	del	hombro	y	me	vio.	Poco	a	poco	reapareció	en	sus	agitadas
facciones	una	expresión	de	normalidad.	Con	el	paso	fatigado	y	un	andar
indolente	se	acercó	a	la	casa.	Corrí	hacia	la	puerta	y	la	abrí	para	que	entrara.
Canavan	fue	directamente	a	la	tienda	y	se	desplomó	en	un	sillón.
Alzó	la	cabeza	cuando	yo	entré	detrás	de	él	en	la	habitación.
—Frank	—dijo	casi	en	un	susurro—,	¿sería	tan	amable	de	preparar	té?
Así	lo	hice,	y	él	tomó	el	té	casi	hirviendo	sin	pronunciar	palabra.	Parecía
sumamente	exhausto.	Comprendí	que	estaba	demasiado	fatigado	para
explicarme	lo	ocurrido.
—Será	mejor	que	no	salga	de	la	casa	en	los	próximos	días	—dije	antes	de
marcharme.
Él	asintió	débilmente,	sin	levantar	la	cabeza,	y	me	dijo	adiós.
Cuando	volví	a	la	tienda	la	tarde	siguiente,	Canavan	me	pareció	descansado	y
reavivado,	si	bien	taciturno	y	deprimido.	No	hizo	mención	alguna	del	episodio
del	día	anterior.	Durante	una	semana	pensé	que	el	librero	acabaría
olvidándose	del	patio.
Pero	undía,	cuando	entré	en	la	tienda,	Canavan	se	hallaba	de	pie	ante	la
ventana	de	atrás,	y	vi	que	si	bien	se	apartaba	de	allí,	lo	hacía	con	la	peor	de
las	disposiciones.	Después	de	ese	día,	la	norma	se	repitió	con	regularidad.
Comprendí	que	la	misteriosa	maraña	de	leonada	hierba	del	patio	le
obsesionaba	cada	vez	más.
Puesto	que	yo	temía	tanto	por	su	negocio	como	por	su	frágil	salud,	finalmente
le	reconvine.	Comenté	que	estaba	perdiendo	clientes,	que	hacía	meses	que	no
publicaba	un	catálogo	de	libros.	Le	dije	que	las	horas	que	pasaba
contemplando	los	mil	embrujados	metros	cuadrados	que	él	llamaba	su	patio
trasero	podía	aprovecharlas	mejor	clasificando	sus	libros	y	haciendo	pedidos.
Le	aseguré	que	una	obsesión	como	la	suya	acabaría	minando	forzosamente	su
salud.	Y	por	último	le	señalé	los	aspectos	absurdos	y	ridículos	del	asunto.	Si	la
gente	se	enteraba	de	que	pasaba	horas	mirando	por	la	ventana	una	simple
jungla	en	miniatura	de	hierba	y	zarzas,	cualquiera	podía	pensar	que	estaba
loco	de	remate.
Terminé	preguntándole	resueltamente	cuál	había	sido	su	experiencia	aquella
tarde	en	la	que	le	vi	salir	de	entre	la	hierba	con	expresión	aturdida.
Canavan	se	quitó	sus	anticuados	anteojos	con	un	suspiro.
—Frank	—dijo—,	sé	que	sus	intenciones	son	buenas.	Pero	hay	algo	en	ese
patio…,	un	secreto…,	que	debo	averiguar.	No	sé	qué	es	con	exactitud…	Creo
que	se	trata	de	algo	relacionado	con	distancia,	dimensiones	y	perspectivas.
Pero	sea	lo	que	sea,	he	acabado	considerándolo…,	bien,	como	un	desafío.
Tengo	que	llegar	a	la	raíz	del	misterio.	Si	piensa	usted	que	estoy	loco,	lo
siento.	Pero	no	podré	descansar	hasta	que	resuelva	el	enigma	de	esa	porción
de	tierra.
Volvió	a	ponerse	los	anteojos	con	el	ceño	fruncido.
—Aquella	tarde	—prosiguió—,	cuando	usted	miró	por	la	ventana,	tuve	una
extraña	y	alarmante	experiencia	ahí	afuera.	Había	estado	observando	el	patio
por	la	ventana,	y	finalmente	me	sentí	irresistiblemente	tentado	a	salir.	Me
adentré	en	la	hierba	con	una	sensación	de	gozo,	de	aventura,	de	ansiedad.	Al
avanzar	por	el	patio,	esa	sensación	de	júbilo	se	transformó	con	rapidez	en	una
tétrica	depresión.	Di	media	vuelta	para	tratar	de	salir	de	allí
inmediatamente…,	pero	no	pude.	No	lo	creerá,	lo	sé,	pero	me	había	perdido.
Simplemente	perdí	todo	sentido	de	orientación	y	no	supe	por	dónde	debía	ir.
¡Esa	hierba	es	más	alta	de	lo	que	parece!	Cuando	te	adentras	en	ella,	no	ves
nada	más	allá.
»Sé	que	esto	parece	increíble…,	pero	estuve	una	hora	vagando	por	allí.	El
patio	era	fantásticamente	extenso…,	casi	parecía	alterar	sus	dimensiones
conforme	yo	avanzaba,	siempre	había	una	gran	extensión	de	terreno	ante	mí.
Debí	caminar	en	círculo.	¡Juro	que	recorrí	kilómetros!
Meneó	la	cabeza.
—No	es	preciso	que	me	crea	—continuó—.	No	espero	que	lo	haga.	Pero	eso
fue	lo	que	ocurrió.	Cuando	por	fin	logré	salir,	fue	por	pura	casualidad.	Y	la
parte	más	extraña	de	todo	ello	es	que,	una	vez	fuera,	me	sentí
repentinamente	aterrorizado	sin	la	alta	hierba	rodeándome,	¡y	quise
retroceder!	Retroceder	a	pesar	de	la	sensación	espectral	de	soledad	que
despertaba	en	mí	el	lugar.
»Pero	tengo	que	volver.	Tengo	que	resolver	ese	misterio.	Ahí	afuera	hay	algo
que	desafía	las	leyes	de	la	naturaleza	terrenal	tal	como	la	conocemos.
Pretendo	averiguar	qué	es.	Creo	tener	un	plan	y	me	propongo	llevarlo	a	la
práctica.
Sus	palabras	me	impresionaron	de	un	modo	muy	extraño	y	cuando	recordé
con	inquietud	mi	experiencia	en	la	ventana	aquella	tarde,	me	resultó	difícil
despreciar	el	relato	como	si	fuera	pura	estupidez.	Intenté,	sin	excesivo	ánimo,
disuadirlo	de	que	volviera	al	patio,	pero	incluso	mientras	lo	hacía	sabía	que
estaba	perdiendo	el	tiempo.
Aquella	tarde,	salí	de	la	tienda	con	un	presentimiento	y	sintiendo	una
angustia	que	nada	pudo	aliviar.
Cuando	me	presenté	varios	días	más	tarde,	mis	peores	temores	se
confirmaron:	Canavan	había	desaparecido.	La	puerta	principal	de	la	tienda
estaba	abierta	como	de	costumbre,	pero	el	librero	no	se	hallaba	en	la	casa.
Miré	en	todas	las	habitaciones.	Por	fin,	con	un	espanto	infinito,	abrí	la	puerta
de	atrás	y	dirigí	la	mirada	al	patio.
Las	alargadas	briznas	de	tostada	hierba	se	rozaban	movidas	por	la	suave
brisa,	emitiendo	secos	y	sibilantes	murmullos.	Los	árboles	muertos	se	alzaban
negros	e	inmóviles.	Aunque	todavía	era	verano,	no	oí	el	gorjeo	de	un	solo
pájaro	ni	el	chirrido	de	un	solo	insecto.	El	mismo	patio	parecía	estar	alerta.
Tras	notar	algo	en	el	pie,	bajé	la	mirada	y	vi	un	grueso	cordel	que	salía	de	la
puerta,	atravesaba	el	escaso	espacio	desbrozado	inmediato	a	la	vivienda	y	se
perdía	en	el	muro	fluctuante	de	hierba.	Al	instante,	recordé	que	Canavan
había	mencionado	un	«plan».	Comprendí	de	inmediato	que	su	plan	consistía
en	adentrarse	en	el	patio	dejando	una	cuerda	sólida	tras	él.	Por	más	giros	y
vueltas	que	diera,	debió	razonar	el	librero,	siempre	encontraría	la	salida
recogiendo	el	cordel.
Parecía	un	plan	factible,	y	ello	me	produjo	alivio.	Seguramente	Canavan
continuaba	en	el	patio.	Decidí	esperar	su	salida.	Quizá	si	podía	vagar	por	el
patio	mucho	tiempo,	sin	interrupción,	el	lugar	perdería	su	maléfica
fascinación,	y	Canavan	lo	olvidaría.
Volví	a	la	tienda	y	hojeé	algunos	libros.	Al	cabo	de	una	hora	me	intranquilicé
de	nuevo.	Me	pregunté	cuánto	tiempo	debía	llevar	Canavan	en	el	patio.	Al
considerar	la	incierta	salud	del	anciano,	me	sentí	responsable	en	parte.
Finalmente,	regresé	a	la	puerta	de	atrás,	comprobé	que	no	había	rastro	del
librero	y	grité	su	nombre.	Experimenté	la	sensación	inquietante	de	que	mi
grito	no	llegaba	más	allá	del	borde	de	la	susurrante	pared	de	hierba.	Fue
como	si	algo	hubiera	apagado,	ahogado,	anulado	el	sonido	en	cuanto	las
vibraciones	llegaron	al	borde	del	espectral	patio.
Grité	una	y	otra	vez,	pero	no	hubo	respuesta.	Por	último,	decidí	ir	en	busca	de
Canavan.	Seguiría	el	cordel,	pensé,	y	sin	duda	localizaría	al	librero.	Juzgué
que	la	espesa	hierba	ahogaba	mis	gritos	y	que,	en	cualquier	caso,	Canavan
podría	sufrir	una	ligera	sordera.
Cerca	de	la	puerta,	dentro	de	la	casa,	el	cordel	estaba	atado	con	seguridad	a
la	pata	de	una	pesada	mesa.	Sin	soltarlo,	atravesé	la	parte	sin	hierba	del	patio
y	me	deslicé	en	la	susurrante	extensión	de	hierba.
La	marcha	fue	fácil	al	principio	y	avancé	con	rapidez.	Pero	conforme	me
adentraba,	la	hierba	era	más	gruesa	y	las	briznas	estaban	más	unidas,	y	me	vi
forzado	a	abrirme	paso	a	empellones.
Cuando	no	llevaba	más	que	unos	metros	dentro	de	la	maraña,	me	vi
abrumado	por	la	misma	sensación	insondable	de	soledad	que	había
experimentado	anteriormente.	Ciertamente,	había	algo	sobrenatural	en	el
lugar.	Me	sentía	como	si	de	pronto	hubiera	entrado	en	otro	mundo…,	un
mundo	de	zarzas	y	leonada	hierba	cuyos	incesantes	y	tenues	murmullos
parecían	animados	de	una	vida	maléfica.
Seguí	adentrándome,	y	el	cordel	se	acabó	de	repente.	Al	mirar	al	suelo,
comprobé	que	se	había	agarrado	en	unos	espinos	y	había	terminado	por
romperse	con	el	roce.	A	pesar	de	que	me	agaché	y	examiné	el	lugar	durante
varios	minutos,	fui	incapaz	de	localizar	el	otro	extremo	del	cordel.
Seguramente,	Canavan	no	sabía	que	el	cordel	se	había	roto	y	debía	de
haberlo	arrastrado	en	su	avance.
Me	incorporé,	ahuequé	las	manos	en	torno	a	mi	boca	y	grité.	El	grito	parecía
ahogarse	prácticamente	en	mi	garganta	ante	aquella	depresiva	pared	de
hierba.	Me	sentí	como	si	estuviera	en	el	fondo	de	un	pozo,	dando	gritos.
Con	el	ceño	fruncido	a	causa	de	mi	creciente	nerviosismo,	seguí	vagando.	La
hierba	era	cada	vez	más	gruesa	y	espesa,	y	acabé	necesitando	ambas	manos
para	avanzar	entre	las	enmarañadas	plantas.
Empecé	a	sudar	copiosamente.	Me	dolía	la	cabeza,	y	creí	que	mi	vista	se
nublaba.	Sentía	la	misma	angustia,	tensa	y	casi	insoportable,	que	se
experimenta	en	un	bochornoso	día	estival	cuando	se	acerca	una	tormenta	y	la
atmósfera	está	cargada	de	electricidad	estática.
Además,	me	di	cuenta,	con	un	ligero	temblor	de	miedo,	de	que	había	dado
vueltas	y	no	sabía	en	qué	parte	del	patio	me	hallaba.	Durante	medio	minuto
de	objetividad	en	el	que	pensé	que	realmente	me	preocupaba	perderme	en	el
patiotrasero	de	alguien,	estuve	a	punto	de	echarme	a	reír…,	a	punto.	Pero
cierto	rasgo	del	lugar	impedía	la	risa.	Proseguí	mi	lento	avance	con	el
semblante	muy	serio.
En	ese	momento	presentí	que	no	estaba	solo.	Tuve	la	repentina	y	enervante
convicción	de	que	alguien,	o	algo,	se	arrastraba	por	la	hierba	detrás	de	mí.
No	puedo	asegurar	que	oyera	algo,	aunque	es	posible	que	así	fuera,	pero	de
pronto	tuve	la	certeza	de	que	cierta	criatura	reptaba	o	se	retorcía	detrás	de
mí	a	poca	distancia.
Me	pareció	que	me	observaban	y	que	el	observador	era	sumamente	maligno.
En	un	instante	de	pánico,	consideré	una	precipitada	huida.	Luego,
inexplicablemente,	la	rabia	se	apoderó	de	mí.	De	pronto	me	enfureció
Canavan,	me	enfureció	el	patio,	me	enfureció	estar	allí.	Mi	tensión	contenida
explotó,	una	explosión	de	cólera	que	barrió	el	miedo.	Juré	que	debía	llegar	a
la	raíz	de	aquel	misterio	espectral.	El	patio	no	iba	a	continuar
atormentándome	y	frustrándome.
Di	media	vuelta	bruscamente	y	me	lancé	hacia	la	hierba,	hacia	el	lugar	donde
creía	que	se	ocultaba	mi	furtivo	perseguidor.
Me	detuve	súbitamente.	Mi	cólera	salvaje	se	transformó	en	un	horror
indecible.
A	la	tenue	pero	luminosa	luz	solar	que	se	filtraba	entre	los	impresionantes
tallos,	Canavan	se	hallaba	agazapado	a	cuatro	patas	igual	que	una	bestia	a
punto	de	saltar.	No	llevaba	los	anteojos,	su	ropa	estaba	hecha	pedazos	y	sus
retorcidos	labios	formaban	una	mueca	de	loco,	en	parte	sonrisa,	en	parte
refunfuño.
Permanecí	como	petrificado,	mirándole	fijamente.	Sus	ojos,	extrañamente
desenfocados,	me	lanzaron	una	mirada	de	odio	concentrado	sin	ningún
chispeo	que	denotara	reconocimiento.	Su	cabello	cano	era	una	maraña	de
hierbas	y	ramitas;	todo	su	cuerpo,	de	hecho,	sin	excluir	los	andrajosos	restos
de	su	vestimenta,	estaba	cubierto	de	hierba,	como	si	se	hubiera	arrastrado	o
rodado	por	el	suelo	igual	que	un	animal	salvaje.
Tras	el	susto	inicial	que	me	paralizó	la	garganta,	conseguí	hablar	por	fin.
—¡Canavan!	—le	grité—.	¡Canavan,	por	el	amor	de	Dios!	¿No	me	conoce?
Su	respuesta	fue	un	ronco	gruñido	gutural.	Sus	labios	se	abrieron	dejando	ver
unos	dientes	amarillentos,	y	su	cuerpo	agazapado	se	tensó,	dispuesto	a	saltar.
Un	puro	terror	se	apoderó	de	mí.	Salté	a	un	lado	y	me	lancé	hacia	el	infernal
muro	de	hierba	un	instante	antes	de	que	él	atacara.
La	intensidad	de	mi	terror	debió	proporcionarme	nuevas	fuerzas.	Me	lancé	de
cabeza	entre	los	tallos	retorcidos	que	tan	laboriosamente	había	apartado
antes.	Oí	crujir	la	hierba	y	las	zarzas	a	mi	espalda,	y	comprendí	que	corría
para	salvar	mi	vida.
Avancé	como	en	una	pesadilla.	Los	tallos	fustigaron	mi	cara	igual	que	látigos
y	los	espinos	me	desgarraron	la	carne	igual	que	cuchillas	de	afeitar,	pero	no
sentí	nada.	Todos	mis	recursos	físicos	y	mentales	se	concentraron	en	un
alocado	propósito:	salir	del	maléfico	campo	de	hierba	y	alejarme	del	ser
monstruoso	que	me	pisaba	los	talones.
Mi	respiración	acabó	por	convertirse	en	estremecidos	sollozos.	Mis	piernas	se
debilitaron	y	creí	estar	viendo	a	través	de	remolineantes	platillos	de	luz.	Pero
seguí	corriendo.
La	criatura	que	me	perseguía	estaba	ganando	terreno.	La	oí	gruñir,	y	noté
que	arremetía	contra	el	suelo	a	sólo	unos	centímetros	de	mis	huidizos	pies.	Y
en	ningún	momento	me	libré	de	la	enloquecedora	convicción	de	estar
corriendo	en	círculo.
Por	fin,	cuando	creía	que	iba	a	derrumbarme	en	cualquier	momento,	crucé	la
última	maraña	leonada	y	salí	al	aire	libre.	Ante	mí	se	extendía	la	parte
desbrozada	del	patio	de	Canavan.	Al	otro	lado	estaba	la	casa.
Jadeante	y	casi	asfixiado,	me	arrastré	hacia	la	puerta.	Por	un	motivo	que	tanto
entonces	como	después	me	pareció	inexplicable,	tuve	la	certeza	de	que	el
terror	que	pisaba	mis	talones	no	se	aventuraría	a	salir	al	aire	libre.	Ni
siquiera	me	volví	para	asegurarme.
En	el	interior	de	la	vivienda,	caí	débilmente	sobre	un	sillón.	Mi	respiración
forzada	recuperó	poco	a	poco	la	normalidad,	pero	mi	mente	continuó
atrapada	en	un	remolino	de	puro	horror	y	espantosas	conjeturas.
Comprendí	que	Canavan	había	enloquecido	por	completo.	Una	emoción
desagradable	lo	había	transformado	en	una	bestia	voraz,	en	un	lunático	que
ansiaba	destruir	salvajemente	a	cualquier	ser	viviente	que	se	cruzara	en	su
camino.	Al	recordar	los	ojos	extrañamente	enfocados	que	me	habían
contemplado	con	una	llamarada	de	ferocidad	animalesca,	deduje	que	la	mente
de	Canavan	no	estaba	simplemente	desquiciada:	esa	mente	no	existía.	La
muerte	era	el	único	alivio	posible.
Pero	Canavan	continuaba	teniendo	como	mínimo	el	caparazón	de	un	ser
humano,	y	había	sido	mi	amigo.	No	podía	aplicar	la	ley	por	mi	propia	mano.
Con	una	aprensión	enorme,	llamé	a	la	policía	y	pedí	una	ambulancia.
Lo	que	siguió	fue	más	locura,	y	una	sesión	de	preguntas	y	exigencias	que	me
dejó	en	un	estado	de	práctico	abatimiento	nervioso.
Media	docena	de	fornidos	agentes	de	policía	pasaron	casi	una	hora	entera
patrullando	por	la	fluctuante	y	leonada	hierba	sin	encontrar	rastro	alguno	de
Canavan.	Salieron	de	allí	maldiciendo,	frotándose	los	ojos	y	meneando	la
cabeza.	Estaban	sonrojados,	furiosos…,	y	turbados.	Anunciaron	que	no	habían
visto	ni	oído	nada,	aparte	de	un	perro	furtivo	que	siempre	se	ocultaba	y
gruñía	de	vez	en	cuando.
Cuando	mencionaron	el	perro	gruñón,	abrí	la	boca	para	hablar,	pero	lo	pensé
mejor	y	no	dije	nada.	Me	observaban	ya	con	franco	recelo,	como	si	pensaran
que	mi	mente	estuviera	descomponiéndose.
Repetí	mi	relato	al	menos	veinte	veces,	y	sin	embargo	los	agentes	no
quedaron	satisfechos.	Registraron	la	casa	de	arriba	abajo.	Examinaron	los
archivos	de	Canavan.	Incluso	levantaron	algunas	tablas	sueltas	de	una	de	las
habitaciones	y	rebuscaron	debajo.
Por	fin	decidieron	de	mala	gana	que	Canavan	padecía	una	pérdida	total	de
memoria	tras	haber	experimentado	alguna	emoción	fuerte	y	había	salido	de	la
vivienda	en	estado	de	amnesia	poco	después	de	que	yo	lo	encontrara	en	el
patio.	Mi	descripción	del	aspecto	y	los	actos	del	librero	desestimaron	aquella
explicación	por	considerarla	extravagantemente	exagerada.	Tras	advertirme
que	probablemente	me	harían	nuevas	preguntas	y	que	tal	vez	registraran	mi
casa,	me	permitieron	marcharme	a	regañadientes.
Las	búsquedas	e	investigaciones	subsiguientes	no	revelaron	nada	nuevo	y
Canavan	quedó	registrado	en	la	lista	de	personas	desaparecidas,	quizás
afectado	por	amnesia	aguda.
Pero	yo	no	quedé	satisfecho,	y	me	resultaba	imposible	descansar.
Seis	meses	de	paciente,	penosa	y	aburrida	investigación	en	los	archivos	y
estanterías	de	la	biblioteca	universitaria	de	la	localidad	dieron	por	fin	un
provecho	que	no	ofrezco	como	explicación,	ni	siquiera	como	pista	definitiva,
sino	tan	sólo	como	una	fantástica	cuasi-imposibilidad	que	no	pretendo	que
nadie	crea.
Una	tarde,	después	de	que	mi	prolongada	investigación	de	varios	meses	no
diera	resultados	importantes,	el	conservador	de	libros	raros	de	la	biblioteca
trajo	con	aire	triunfante	a	mi	reservado	un	minúsculo	y	casi	desmenuzado
panfleto	impreso	en	New	Haven	en	1695.	No	mencionaba	autor	alguno	y
llevaba	el	austero	título	de	Muerte	de	Goodie	Larkins,	bruja	.
Varios	años	antes,	revelaba	el	escrito,	los	vecinos	acusaron	a	una	vieja	bruja,
Goodie	Larkins,	de	convertir	a	un	niño	desaparecido	en	un	perro	salvaje.	La
locura	de	Salem	estaba	en	su	apogeo	por	entonces,	y	tras	un	juicio	sumario
Goodie	Larkins	fue	condenada	a	muerte.	En	lugar	de	quemarla	en	la	hoguera,
la	condujeron	a	un	pantano	en	las	profundidades	del	bosque,	y	soltaron	tras
ella	siete	perros	salvajes	que	llevaban	veinticuatro	horas	sin	comer.	Al
parecer,	los	acusadores	creyeron	que	aquello	sería	una	pincelada	de
auténtica	justicia	poética.
Cuando	los	hambrientos	animales	estaban	a	punto	de	alcanzarla,	los	vecinos
que	se	retiraban	la	oyeron	pronunciar	a	gritos	una	pavorosa	maldición:
«¡Que	esta	tierra	sobre	la	que	caigo	conduzca	derecha	al	infierno!	¡Y	que
quienes	se	detengan	aquí	sean	como	estas	bestias	que	van	a	desgarrarme
hasta	morir!	».
.
El	posterior	examen	de	viejos	mapas	y	escrituras	de	propiedad	me
recompensó	con	el	descubrimiento	de	queel	pantano	donde	Goodie	Larkins
fue	hecha	pedazos	por	los	perros	tras	pronunciar	su	espantosa	maldición…
¡ocupaba	entonces	el	mismo	solar	o	terreno	que	en	la	actualidad	cercaba	el
infernal	patio	trasero	de	Canavan!
No	digo	nada	más.	Sólo	regresé	una	vez	a	aquel	lugar	diabólico.	Fue	en	un
frío	y	triste	día	de	otoño,	y	un	viento	plañidero	batía	los	leonados	tallos.	No
puedo	explicar	qué	me	impulsó	a	volver	a	aquel	paraje	impío:	quizás	el
persistente	sentido	de	lealtad	hacia	el	Canavan	que	yo	había	conocido.	Tal	vez
acudí	allí	llevado	incluso	por	un	último	jirón	de	esperanza.	Pero	en	cuanto
entré	en	la	parte	desbrozada	detrás	de	la	tapiada	casa	de	Canavan,
comprendí	que	había	cometido	un	error.
Al	contemplar	la	rígida	y	fluctuante	hierba,	los	árboles	pelados	y	las	negras	e
irregulares	zarzas,	sentí	como	si	alguien	o	algo,	a	su	vez,	estuviera
contemplándome.	Noté	como	si	algo	extraño	y	diabólico	estuviera
observándome	y,	pese	a	mi	terror,	experimenté	el	perverso	y	alocado	impulso
de	lanzarme	de	cabeza	en	la	susurrante	extensión	de	hierba.	De	nuevo	creí
ver	que	el	monstruoso	paisaje	alteraba	sus	dimensiones	y	su	perspectiva,
hasta	que	tuve	ante	mí	un	tramo	de	sibilante	hierba	leonada	y	árboles
podridos	que	se	extendía	kilómetros	y	kilómetros.	Algo	me	incitaba	a	entrar,	a
perderme	en	la	hermosa	hierba,	a	rodar	por	el	suelo	y	arrastrarme	entre	las
raíces,	a	desgarrar	los	estúpidos	estorbos	de	las	prendas	que	me	cubrían	y
echar	a	correr	entre	voraces	aullidos,	a	correr,	a	correr…
En	lugar	de	eso,	di	media	vuelta	y	salí	corriendo.	Corrí	como	un	loco	por	las
ventosas	calles	otoñales.	Me	precipité	en	mi	casa	y	cerré	la	puerta	con	llave.
Nunca	he	vuelto	allí	desde	entonces.	Y	nunca	volveré.
El	gusano	conquistador
STEPHEN	R.	DONALDSON
Existen,	por	supuesto,	buen	número	de	temores	basados	en	seres	procedentes
del	más	allá,	del	mundo	de	lo	sobrenatural	en	el	que	nosotros,	como	es
natural,	no	creemos…,	casi	nunca.	Pero	hay	igual	número	de	cosas	que	logran
asustarnos	bastante,	o	nos	hacen	encoger,	sin	que	haya	que	calificarlas	de
preternaturales.	Los	hombres,	de	vez	en	cuando,	pelean	entre	ellos,
simplemente	porque	temen	dar	mucho	de	su	persona	y	quedar	reducidos	a
algo	inferior	a	la	imagen	que	tienen	de	sí	mismos.	Algunas	veces	estos
problemas	se	resuelven.	Otras	no.
Stephen	R.	Donaldson	vive	en	Nuevo	México	y	es	autor	de	la	serie	de	fantasía
de	éxito	mundial	Crónicas	de	Thomas	Covenant	El	Incrédulo.
Y	cualquier	persona	que	viva	en	el	suroeste	de	los	Estados	Unidos	se
apresurará	a	confirmar	que	la	criatura	de	este	relato	no	es	una	exageración.
Y	mucho	de	Locura,	y	más	de	Pecado,
y	Horror	como	alma	de	la	trama.
EDGAR	ALLAN	POE
Antes	de	darse	cuenta	de	lo	que	hacía,	asestó	una	cuchillada…
(El	hogar	de	Creel	y	Vi	Sump.	El	salón.
(El	verdadero	nombre	de	ella	es	Violeta,	pero	todos	la	llaman	Vi.	Llevan
casados	dos	años,	y	ella	no	está	floreciendo.
(Su	hogar	es	modesto	pero	confortable:	Creel	tiene	un	buen	empleo	en	su
empresa,	aunque	no	asciende.	En	el	salón,	parte	del	mobiliario	es	mejor	que
el	espacio	que	ocupa.	Un	buen	estéreo	contrasta	con	el	estado	del	papel	de
las	paredes.	La	disposición	de	los	muebles	indica	ciertas	dosis	de	frustración:
imposible	disponer	sillones	y	sofá	de	forma	que	la	gente	que	se	siente	en	ellos
no	vea	las	manchas	de	humedad	del	techo.	Las	flores	del	jarrón	de	la	mesa
rinconera	son	de	verdad,	pero	parecen	de	plástico.	Por	la	noche,	las	luces
crean	sombras	en	curiosos	lugares	del	salón).
Estuvieron	fuera	hasta	muy	tarde,	en	una	gran	fiesta	donde	conocidos,
compañeros	de	trabajo	y	desconocidos	bebieron	mucho.	Mientras	abría	la
puerta	y	entraba	en	el	salón	delante	de	Vi,	Creel	tenía	más	que	nunca	el
aspecto	de	un	oso	desgreñado.	El	whisky	lograba	que	el	deslustre	usual	de
sus	ojos	pareciera	maléfico.	Detrás	de	él,	Vi	se	asemejaba	a	una	flor	camino
de	convertirse	en	avispa.
—No	me	importa	—dijo	él	mientras	iba	derecho	al	mueble	bar	para	servirse
otro	vaso—.	Me	gustaría	que	no	hicieras	eso.
Vi	se	sentó	en	el	sofá	y	se	sacó	los	zapatos.
—Dios,	estoy	cansada.
—Si	no	estás	interesada	en	otra	cosa	—dijo	él—,	piensa	en	mí.	Tengo	que
trabajar	con	casi	toda	esa	gente.	La	mitad	podrían	despedirme	si	quisieran.
Estás	influyendo	en	mi	trabajo.
—Hemos	tenido	esta	conversación	otras	veces	—repuso	ella—.	Ocho	veces
este	mes.	—Un	vago	movimiento	en	una	de	las	sombras	del	lado	opuesto	de	la
habitación	le	hizo	volver	la	cabeza	hacia	el	rincón—.	¿Qué	es	eso?
—¿Qué	es,	qué?
—He	visto	algo	que	se	movía.	Allí,	en	el	rincón.	No	me	digas	que	tenemos
ratones.
—Yo	no	he	visto	nada.	No	tenemos	ratones.	Y	no	me	importa	cuántas	veces
hemos	tenido	esta	conversación.	Quiero	que	dejes	de	hacerlo.
Ella	contempló	el	rincón	un	momento.	Luego	se	recostó	en	el	sofá.
—No	puedo	dejar	de	hacerlo.	No	estoy	haciendo	nada.
—No	me	vengas	con	cuentos.	—Dio	un	sorbo	y	llenó	de	nuevo	el	vaso—.	Si	te
esforzaras	un	poco	más	en	ir	detrás	de	él,	ya	tendrías	la	mano	dentro	de	sus
calzoncillos.
—Eso	no	es	cierto.
—Crees	que	nadie	ve	lo	que	haces.	Actúas	como	si	estuvieras	sola.	Pero	no	lo
estás.	Todo	el	mundo	en	esa	maldita	fiesta	estaba	mirándote.	Por	tu	forma	de
flirtear…
—No	estaba	flirteando.	Sólo	estaba	hablando	con	él.
—Por	tu	forma	de	flirtear,	deberías	tener	la	decencia	de	estar	avergonzada.
—Oh,	vete	a	la	cama.	Estoy	demasiado	cansada	para	esto.
—¿Lo	haces	porque	él	es	vicepresidente?	¿Piensas	que	por	eso	será	mejor	en
la	cama?	¿O	es	que	te	gusta	el	prestigio	de	coquetear	con	un	vicepresidente?
—No	he	flirteado	con	él.	Lo	juro	por	Dios.	A	ti	te	pasa	algo.	Sólo	hemos	estado
hablando.	Ya	me	entiendes,	moviendo	los	labios	para	que	las	palabras
pudieran	salir.	Él	se	especializó	en	literatura	en	la	universidad.	Tenemos	algo
en	común.	Hemos	leído	los	mismos	libros.	¿Recuerdas	los	libros?	¿Esos
objetos	con	ideas	y	relatos	impresos?	Tú	sólo	hablas	de	rugby…,	que	cierta
persona	de	la	empresa	te	la	tiene	jurada…,	que	la	secretaria	nueva	no	lleva
sostenes…	A	veces	pienso	que	soy	la	última	persona	culta	con	vida.	—Vi
levantó	la	cabeza	para	mirar	a	Creel.	Luego	suspiró—.	¿Por	qué	me	molesto?
No	estás	escuchándome.
—Tienes	razón	—dijo	él—.	Hay	algo	en	el	rincón.	Lo	he	visto	moverse.
Los	dos	observaron	el	rincón.	Al	cabo	de	un	momento,	un	ciempiés	salió	a	la
luz.
Su	aspecto	era	viscoso	y	malicioso,	y	agitaba	vorazmente	sus	antenas.	Medía
casi	treinta	centímetros.	Sus	gruesas	patas	parecían	ondear	mientras	recorría
con	rapidez	la	alfombra.	Después	se	detuvo	para	examinar	los	alrededores.
Creel	y	Vi	vieron	que	las	mandíbulas	masticaban	ansiosamente	mientras	el
animal	flexionaba	sus	uñas	venenosas.	Había	entrado	en	la	vivienda	huyendo
de	la	fría	y	desapacible	noche…,	y	para	buscar	comida.
Vi	no	era	de	esa	clase	de	mujeres	que	chillan	con	facilidad.	Pero	saltó	al	sofá
para	apartar	del	suelo	sus	pies	descalzos.
—Santo	cielo	—musitó—.	Creel,	mira	eso.	No	dejes	que	se	acerque.
Creel	brincó	hacia	el	ciempiés	y	trató	de	aplastarlo	con	uno	de	sus	gruesos
zapatos.	Pero	el	animal	reaccionó	con	tanta	celeridad	que	el	zapato	ni
siquiera	lo	rozó.	Ni	Vi	ni	Creel	vieron	adonde	iba.
—Está	debajo	del	sofá	—dijo	él—.	Apártate.
Vi	obedeció	sin	rechistar.	Sobresaltada,	saltó	al	centro	de	la	alfombra.
En	cuanto	ella	se	apartó,	Creel	apoyó	el	sofá	sobre	el	respaldo.
El	ciempiés	no	estaba	allí.
—El	veneno	no	es	mortal	—dijo	Vi—.	Un	niño	del	barrio	recibió	una	picadura
la	semana	pasada.	Su	madre	me	lo	contó.	Es	un	poco	peor	que	la	picadura	de
abeja.
Creel	no	estaba	escuchándola.	Alzó	en	el	aire	el	sofá	para	ver	mejor	el	suelo.
Pero	el	ciempiés	había	desaparecido.
Soltó	el	mueble,	dio	un	golpe	a	la	mesa	rinconera	y	las	flores	se	cayeron.
—¿Adónde	ha	ido	ese	hijo	de	perra?
Registraron	la	habitación	durante	varios	minutos	sin	abandonar	la	protección
de	la	luz.	Después	Creel	se	sirvió	otro	vaso	de	whisky.	Le	temblaban	las
manos.
—No	he	estado	flirteando	—dijo	Vi.
Creel	la	miró.
—Entonces	es	algo	peor.	Ya	te	has	acostado	con	él.	Debéis	de	haber	estado
haciendo	planes	para	la	próxima	vez	que	os	veáis.
—Me	voy	a	la	cama—repuso	ella—.	No	estoy	obligada	a	tolerar	esto.	Eres
odioso.
Creel	apuró	el	vaso	y	lo	llenó	con	la	botella	más	próxima.
(La	sala	de	juego	de	los	Sump.
(Esta	habitación	es	el	auténtico	motivo	de	que	Creel	comprara	el	piso	a	pesar
de	los	reparos	de	Vi:	deseaba	una	casa	con	sala	de	juego.	El	dinero	que	podía
haber	cambiado	el	papel	de	las	paredes	y	arreglado	el	techo	del	salón	se	ha
gastado	aquí.	La	sala	contiene	una	mesa	de	billar	reglamentaria	con	todos	los
accesorios,	un	alargado	sofá	de	cuero	artificial	en	una	pared	y	un	mueble	bar
con	bebidas	alcohólicas.	Pero	la	iluminación	no	es	mejor	que	la	del	salón	ya
que	la	luz	de	las	lámparas	está	centrada	en	la	mesa	de	billar.	El	mueble	bar
está	tan	débilmente	iluminado	que	los	usuarios	deben	adivinar	qué	hacen.
(Cuando	no	tiene	trabajo,	cuando	no	está	de	viaje	de	negocios	o	viendo	rugby
con	sus	amigotes,	Creel	pasa	largos	ratos	aquí).
Después	de	que	Vi	se	acostara,	Creel	entró	en	la	sala	de	juego.	En	primer
lugar	se	acercó	al	bar	y	corrigió	la	vacuidad	de	su	vaso.	Luego	dispuso	las
bolas	y	golpeó	con	tanta	fuerza	que	la	roja	se	salió	de	la	mesa.	La	bola
produjo	un	sordo,	grave	ruido	al	rebotar	en	el	esponjoso	linóleo.
—Jo	—dijo	Creel	mientras	se	movía	pesadamente	en	busca	de	la	bola.
La	cantidad	de	alcohol	que	había	consumido	se	reflejaba	en	su	forma	de
actuar	pero	no	en	su	hablar.	Parecía	sobrio.
Tras	apoyarse	en	su	taco,	hecho	a	la	medida	para	él,	se	agachó	para	recoger
la	bola.	Antes	de	que	volviera	a	situarla	en	la	mesa,	Vi	entró	en	la	habitación.
No	se	había	cambiado	de	ropa	para	acostarse.	Sin	embargo,	llevaba	puestos
los	zapatos.	Observó	las	sombras	del	suelo	y	debajo	de	la	mesa	antes	de	mirar
a	Creel.
—Creía	que	te	habías	acostado	—dijo	él.
—No	puedo	dejar	el	asunto	así	—repuso	ella	cansadamente—.	Me	fastidia.
—¿Qué	quieres	de	mí?	—preguntó	él—.	¿Aprobación?	—Vi	le	lanzó	una	mirada
feroz.	Creel	no	se	contuvo—.	Eso	sería	fantástico	para	ti.	Si	yo	lo	apruebo,	no
tendrías	que	preocuparte	por	nada.	El	único	problema	sería	que	casi	todos	los
hijos	de	perra	que	te	presento	están	casados.	Sus	esposas	podrían	ser	un	poco
más	normales.	Podrían	crearte	complicaciones.
Vi	se	mordió	el	labio	y	siguió	fulminando	a	Creel	con	la	mirada.
—Pero	no	veo	por	qué	habrías	de	preocuparte	por	eso.	Si	esas	mujeres	no	son
tan	comprensivas	como	yo,	mala	suerte	para	ellas.	La	cuestión	es	que	yo	lo
apruebe,	¿no?	No	hay	motivo	para	que	no	folles	con	cualquier	hombre	que	te
apetezca.
—¿Has	terminado?
—Demonios,	no	hay	motivo	para	que	no	folles	con	todos.	Es	decir,	mientras	yo
lo	apruebe.	¿Por	qué	desperdiciar	ocasiones?
—Maldita	sea,	¿has	terminado?
—Sólo	hay	una	cosa	que	no	entiendo.	Si	eres	tan	ardorosa,	¿cómo	es	que	no
quieres	follar	conmigo?
—Eso	no	es	cierto.
Creel	la	miró	y	parpadeó	a	través	de	la	neblina	del	alcohol.
—¿Qué	es	lo	que	no	es	cierto?	¿Que	eres	muy	ardorosa	o	que	no	quieres	follar
conmigo?	No	me	hagas	reír.
—Creel,	¿qué	te	pasa?	No	entiendo	nada	de	esto.	Tú	no	eras	así.	No	eras	así
cuando	nos	conocimos.	No	eras	así	cuando	nos	casamos.	¿Qué	te	ha	ocurrido?
Durante	un	minuto,	él	no	contestó.	Volvió	al	borde	de	la	mesa	de	billar,	donde
había	dejado	el	vaso.	Pero	con	el	taco	en	una	mano	y	la	bola	en	otra,	no	le
quedaba	una	mano	libre.	Con	sumo	cuidado,	dejó	el	taco	sobre	la	mesa.
Después	apuró	el	vaso.
—Has	cambiado	—dijo.
—¿Que	yo	he	cambiado?	Eres	tú	el	que	se	comporta	como	un	loco.	Lo	único
que	he	hecho	yo	ha	sido	hablar	de	libros	con	cierto	vicepresidente	de	la
compañía.
—No,	no	es	cierto	—repuso	él.	Tenía	blancos	los	nudillos	de	la	mano	que
aferraba	la	bola—.	Crees	que	soy	tonto.	Porque	no	me	especialicé	en
literatura	en	la	universidad.	Tal	vez	haya	cambiado	eso.	Cuando	nos	casamos
no	pensabas	que	yo	era	tonto.	Pero	ahora	sí.	Crees	que	soy	demasiado	tonto
para	notar	la	diferencia.
—¿Qué	diferencia	es	ésa?
—Ya	no	quieres	hacer	el	amor	conmigo.
—Oh,	por	el	amor	de	Dios	—dijo	ella—.	Lo	hicimos	anteayer.
Creel	la	miró	a	los	ojos.
—Pero	tú	no	querías.	Lo	sé.	Nunca	lo	deseas.
—¿Qué	quiere	decir	eso	de	que	lo	sabes?
—Pones	muchas	excusas.
—No	es	cierto.
—Y	cuando	hacemos	el	amor,	no	me	prestas	atención.	Siempre	estás	en	otra
parte.	Pensando	en	otra	cosa.	Siempre	pensando	en	otro.
—Pero	eso	es	normal	—dijo	ella—.	Todas	las	personas	lo	hacen.	Todos
fantaseamos	durante	el	acto.	Eso	es	lo	que	lo	hace	divertido.
Al	principio,	Vi	no	observó	que	el	ciempiés	salía	retorciéndose	de	debajo	de	la
mesa	de	billar,	con	las	antenas	apuntadas	a	sus	piernas.	Pero	después	bajó	la
cabeza	por	casualidad.
—¡Creel!
El	animal	avanzó	hacia	ella.	Vi	retrocedió	de	un	salto	para	apartarse.
Creel	lanzó	la	bola	de	billar	con	toda	su	fuerza.	La	bola	roja	dejó	un	hoyo	en	el
linóleo,	junto	al	ciempiés,	y	se	estrelló	contra	el	mueble	bar.
El	ciempiés	atacó	a	Vi.	Lo	hizo	con	tanta	rapidez	que	ella	no	pudo	alejarse.
Iluminados,	los	segmentos	de	su	cuerpo	destellaron	venenosamente.
Creel	agarró	el	taco	y	golpeó	en	dirección	al	animal.	Falló	de	nuevo.	Pero	las
astillas	de	madera	desprendidas	obligaron	al	ciempiés	a	dar	media	vuelta	y
huir	en	dirección	contraria.	El	animal	desapareció	debajo	del	sofá.
—Mátalo	—dijo	Vi,	jadeante.
Creel	blandió	los	fragmentos	del	taco	ante	ella.
—Te	explicaré	mis	fantasías.	Imagino	que	te	gusta	hacer	el	amor	conmigo.	Tú
imaginas	que	soy	otro	hombre.
Separó	el	sofá	de	la	pared,	esgrimiendo	su	arma.
—Lo	mismo	harías	tú	si	tuvieras	que	acostarte	con	un	animal	tan	sensible,
considerado	e	imaginativo	como	tú	—replicó	Vi.
Tras	salir	de	la	habitación,	cerró	bruscamente	la	puerta.
Creel	movió	de	un	lado	a	otro	todos	los	muebles	para	continuar	la	cacería	del
ciempiés.
(El	dormitorio.
(Esta	habitación	define	a	Vi	tanto	como	permiten	las	limitaciones	de	la
vivienda.	La	cama	es	francamente	grande	para	el	espacio	disponible,	pero	al
menos	tiene	una	cabecera	y	un	pie	de	bronce	trabajado.	Las	sábanas	y	las
fundas	de	las	almohadas	hacen	juego	con	la	colcha,	que	está	decorada	con
flores	blancas	sobre	fondo	azul.	Por	desgracia,	el	peso	de	Creel	comba	la
cama.	Las	puertas	del	armario	están	torcidas	y	es	imposible	cerrarlas.
(Hay	una	lámpara	en	el	techo,	pero	Vi	no	la	enciende	nunca.	Confía	en	un	par
de	lámparas	de	lectura	en	forma	de	S.	En	consecuencia,	la	cama	parece	estar
rodeada	de	penumbra	por	todas	partes).
Creel	se	sentó	en	la	cama	y	contempló	la	puerta	del	cuarto	de	baño.	Tenía	la
espalda	doblada.	Su	mano	derecha	aferraba	el	cuello	de	una	botella	de
tequila,	pero	no	estaba	bebiendo.
La	puerta	del	cuarto	de	baño	estaba	cerrada.	Creel	parecía	estar	mirándose
en	el	espejo	de	cuerpo	entero	unido	a	la	puerta.	Pero	se	veía	una	franja	de	luz
fluorescente	por	debajo	de	la	madera.	Creel	vio	la	sombra	de	Vi	moviéndose
en	el	interior	del	cuarto	de	baño.
Estuvo	contemplando	la	puerta	durante	varios	minutos,	pero	ella	estaba
tomándose	su	tiempo.	Por	fin	se	cambió	la	botella	de	mano.
—Nunca	comprendo	qué	haces	ahí	dentro.
—Espero	a	que	te	atontes	para	poder	descansar	en	paz	—repuso	ella	al	otro
lado	de	la	puerta.
Creel	se	sintió	ofendido.
—Bien,	no	voy	a	atontarme.	Nunca	me	atonto.	Ya	puedes	olvidarte	de	eso.
De	pronto	se	abrió	la	puerta.	Vi	apagó	de	un	manotazo	la	luz	del	cuarto	de
baño	y	apareció	en	el	oscurecido	umbral,	con	los	ojos	clavados	en	Creel.	Iba
con	ropa	de	cama,	con	un	camisón	que	la	habría	hecho	parecer	apetecible	si
ella	lo	hubiera	deseado.
—¿Qué	quieres	ahora?	—preguntó—.	¿Ya	has	terminado	de	destrozar	la	sala
de	juego?
—He	intentado	matar	a	ese	ciempiés.	El	que	tanto	te	ha	espantado.
—No	me	ha	espantado…,	solamente	ha	sido	el	susto.	Sólo	es	un	ciempiés.	¿Lo
has	matado?
—No.
—Eres	muy	lento.	Tendrás	que	llamar	a	un	fumigador.
—Al	infierno	con	el	fumigador	—dijo	muy	despacio—.	Que	se	vaya,	a	la
mierda.	Igual	que	el	ciempiés.	Puedo	ocuparme	de	mis	problemas.	¿Por	qué
me	has	llamado	así?
—¿Cómo	te	he	llamado?
—Animal.	—Creel	no	la	miró	al	decir	esto,	pero	sí	después—.	Jamás	he	movido
un	dedo	para	pegarte.
Vi	pasó	junto	a	él,	se	acostó	y	apoyó	la	almohada	en	la	cabecera	de	bronce.
Sentada	en	la	cama,cruzó	las	piernas	y	se	recostó	en	el	almohadón.
—Lo	sé	—dijo—.	No	quería	decir	eso.	Estaba	furiosa.
Creel	arrugó	la	frente.
—No	querías	decir	eso.	Qué	bonito.	Eso	me	hace	sentir	mucho	mejor.	¿Qué
demonios	querías	decir?
—Espero	que	comprendas	que	no	estás	facilitando	las	cosas.
—No	son	fáciles	para	mí.	¿Crees	que	me	gusta	estar	sentado	aquí,	rogando	a
mi	esposa	que	me	explique	por	qué	no	soy	lo	bastante	bueno	para	ella?
—En	realidad	—contestó	Vi—,	creo	que	te	gusta.	De	esta	forma	puedes
sentirte	víctima.
Creel	alzó	la	botella	hasta	ponerla	a	la	luz.	Observó	el	dorado	líquido	un
momento	y	cambió	el	tequila	de	mano.	Pero	no	respondió.
—Muy	bien	—dijo	ella	al	cabo	de	unos	instantes—.	Me	tratas	como	si	no	te
importara	qué	pienso	o	cómo	me	siento.
—Lo	hago	como	sé	hacerlo	—protestó	él—.	Si	a	mí	me	gusta,	se	supone	que	ha
de	gustarte	a	ti.
—No	estoy	hablando	de	sexualidad.	Estoy	hablando	de	tu	forma	de	tratarme.
De	tu	forma	de	hablarme.	Supones	que	me	ha	de	gustar	todo	lo	que	a	ti	te
gusta	y	que	me	ha	de	disgustar	todo	lo	que	a	ti	te	disgusta.	Piensas	que	toda
mi	vida	debe	girar	en	torno	a	ti.
—Entonces	¿por	qué	te	casaste	conmigo?	¿Te	ha	costado	dos	años	averiguar
que	no	deseas	ser	mi	mujer?
Vi	extendió	las	piernas	ante	ella.	El	camisón	las	tapaba	hasta	las	rodillas.
—Me	casé	contigo	porque	te	amaba.	No	porque	deseara	que	me	trataras
como	un	objeto	el	resto	de	mi	vida.	Necesito	amistades.	Gente	con	la	que
compartir	cosas.	Gente	que	se	interese	por	mis	ideas.	Estuve	a	punto	de	ir	a
una	universidad	para	graduados	porque	deseaba	estudiar	a	Baudelaire.
Llevamos	casados	dos	años	y	aún	no	sabes	quién	es	Baudelaire.	Las	únicas
personas	que	conozco	son	tus	amigos	borrachines.	O	la	gente	que	trabaja	en
tu	empresa.	—Creel	se	dispuso	a	replicar,	pero	ella	siguió	hablando—.
Necesito	libertad.	Me	hace	falta	tomar	decisiones…,	elegir.	Necesito
independencia.	—De	nuevo	Creel	intentó	decir	algo—.	Y	necesito	aprecio.	Me
utilizas	como	si	fuera	menos	interesante	que	tu	precioso	taco	de	billar.
—Se	ha	roto	—dijo	rotundamente	Creel.
—Sé	que	se	ha	roto	—contestó	ella—.	No	me	importa.	Esto	es	más	importante.
Yo	soy	más	importante.
—Has	dicho	que	me	amabas	—repuso	él	en	idéntico	tono—.	Eso	se	acabó.
—Dios,	estás	atontado.	Piénsalo.	¿Qué	diablos	haces	para	que	piense	que	tú
me	amas?
Creel	volvió	a	pasarse	la	botella	a	la	mano	izquierda.
—Has	estado	en	otras	camas.	Seguramente	follas	con	cualquier	hijo	de	puta
que	engatusas.	Por	eso	ya	no	me	quieres.	Seguramente	ellos	te	hacen	las
cosas	sucias	que	yo	no	te	hago.	Y	estás	enviciada.	Estás	aburrida	de	mí
porque	no	soy	lo	bastante	excitante.
Vi	dejó	caer	los	brazos	sobre	los	almohadones	que	tenía	junto	a	ella.
—Creel,	eso	es	morboso.	Eres	un	morboso.
Molesto	por	el	movimiento	de	Vi,	el	ciempiés	salió	de	entre	los	almohadones	y
se	introdujo	en	la	manga	izquierda	de	la	mujer.	Agitó	las	uñas	venenosas
mientras	probaba	la	piel	con	las	antenas,	en	busca	del	mejor	punto	para
picar.
Esta	vez,	Vi	no	chilló.	Como	una	loca,	levantó	el	brazo.	El	ciempiés	salió	por
los	aires.
Rebotó	en	el	techo	y	cayó	en	la	desnuda	pierna	de	Vi.
Estaba	irritado.	Sus	gruesas	patas	se	agitaron	para	agarrarse	en	la	pierna	y
atacar.
Con	la	mano	libre,	Creel	asestó	un	golpe	de	revés	a	lo	largo	de	la	pierna	que
lanzó	despedido	al	ciempiés.
En	el	momento	en	que	el	miriápodo	rebotaba	en	la	pared,	Creel	le	lanzó	la
botella,	con	la	esperanza	de	aplastarlo.	Pero	el	animal	se	había	esfumado	ya
en	la	penumbra	que	rodeaba	la	cama.	Una	rociada	de	vidrios	y	tequila	cubrió
la	colcha.
Vi	saltó	de	la	cama	y	se	escondió	detrás	de	su	marido.
—No	soporto	más	esto.	Me	voy.
—Sólo	es	un	ciempiés	—dijo	él	casi	sin	aliento	mientras	arrancaba	la	barra	de
bronce	del	pie	de	la	cama.	Con	la	barra	en	una	mano	a	modo	de	maza,	apoyó
el	otro	brazo	bajo	la	cama	y	la	levantó.	Parecían	sobrarle	fuerzas	para
aplastar	a	un	simple	ciempiés—.	¿De	qué	tienes	miedo?
—Tengo	miedo	de	ti.	Tengo	miedo	de	la	forma	en	que	trabaja	tu	mente.
Al	mover	la	cama,	Creel	derribó	una	de	las	lámparas	de	cristal.	La	habitación
quedó	más	oscura	todavía.	Tras	encender	la	lámpara	del	techo,	le	fue
imposible	localizar	al	ciempiés.
El	dormitorio	entero	apestaba	a	tequila.
(El	salón.
(El	sofá	sigue	donde	Creel	lo	dejó.	La	mesa	rinconera	está	de	lado,	rodeada	de
marchitas	flores.	El	agua	del	jarrón	ha	dejado	una	mancha	similar	a	cualquier
otra	sombra	de	la	alfombra.	Pero	por	lo	demás	el	salón	no	ha	cambiado.	Las
luces	están	encendidas.	La	brillantez	realza	todos	los	puntos	adonde	no	llega
luz.
(Creel	y	Vi	están	allí.	Él	se	sienta	en	un	sillón	y	observa	a	su	esposa,	que	está
rebuscando	en	el	armario	grande.	Ella	quiere	cosas	para	llevarse	y	una
maleta	para	meterlas.	Se	ha	puesto	un	vestido	sin	forma	y	sin	cinturón.
Extrañamente,	esa	prenda	la	hace	aparentar	menos	años.	Él	parece	más	torpe
que	de	costumbre,	sin	algo	que	beber	en	las	manos).
—Tengo	la	impresión	de	que	disfrutas	con	esto	—dijo	él.
—Naturalmente	—repuso	ella—.	Siempre	tienes	razón.	¿Por	qué	no	ibas	a
tenerla	ahora?	No	me	había	divertido	tanto	desde	que	me	disloqué	el	tobillo
en	el	instituto.
—¿Y	nuestra	noche	de	bodas?	Fue	uno	de	los	acontecimientos	de	tu	vida.
Vi	interrumpió	lo	que	hacía	para	mirarlo	ferozmente.
—Si	continúas	así,	voy	a	vomitar	ahora	mismo,	delante	de	ti.
—Me	haces	sentir	pura	mierda.
—Cierto	otra	vez.	Estás	muy	brillante	esta	noche.
—Bien,	parece	que	estás	divirtiéndote.	Hace	años	que	no	te	veo	tan	excitada.
Seguramente	esperabas	una	oportunidad	como	ésta	desde	que	empezaste	a
usar	otras	camas.
Vi	lanzó	un	neceser	al	otro	lado	del	salón	y	continuó	rebuscando	en	el
armario.
—Siento	curiosidad	por	esa	primera	vez	—dijo	Creel—.	¿Te	sedujo	él?	Apuesto
a	que	fuiste	tú	la	seductora.	Apuesto	a	que	le	rogaste	que	te	llevara	a	la	cama
para	que	te	enseñara	todas	las	porquerías	que	conocía.
—Cierra	el	pico	—murmuró	Vi	desde	dentro	del	armario—.	Cierra	el	pico.	No
estoy	escuchándote.
—Luego	averiguaste	que	él	era	demasiado	normal	para	ti.	Lo	único	que
deseaba	él	era	desfogarse.	Abandonaste	al	pobre	hijo	de	perra	y	buscaste	otro
más	imaginativo.	En	este	momento	debes	de	ser	una	experta	convenciendo	a
un	hombre	para	que	te	baje	las	bragas.
Vi	salió	del	armario	con	uno	de	sus	antiguos	bates	de	béisbol.
—Maldito	seas,	Creel.	Si	no	te	callas,	y	que	Dios	me	castigue	si	no	lo	digo	en
serio,	voy	a	machacarte	tus	podridos	sesos.
Creel	rió	secamente.
—No	puedes	hacer	eso.	No	castigan	la	infidelidad.	Pero	te	meterán	en	la
cárcel	por	asesinar	a	tu	marido.
Tras	arrojar	el	bate	al	interior	del	armario,	Vi	continuó	buscando.	Él	no
apartaba	los	ojos	de	su	esposa.	Cuando	salía	del	armario,	observaba	todo
cuanto	ella	hacía.
—No	debes	consentir	que	un	ciempiés	te	trastorne	tanto	—dijo	al	cabo	de
unos	minutos.
Ella	no	le	prestó	atención.
—Yo	me	ocuparé	de	ese	bicho	—continuó	Creel—.	Nunca	he	permitido	que	te
pasara	nada.	Sé	que	he	fallado	varias	veces.	Te	he	decepcionado.	Pero	me
encargaré	del	ciempiés.	Llamaré	a	un	fumigador	por	la	mañana.	Demonios,
llamaré	a	diez	fumigadores.	No	hace	falta	que	te	vayas.
Vi	continuaba	sin	prestarle	atención.	Durante	un	minuto,	Creel	ocultó	la	cara
entre	las	manos.	Después	bajó	éstas	hasta	su	regazo.	Su	expresión	había
cambiado.
—O	podemos	conservarlo	como	mascota.	Lo	entrenaremos	para	que	nos
despierte	por	la	mañana.	Para	recoger	el	periódico.	Hacer	café.	Ya	no
necesitaremos	despertador.
Vi	arrastró	una	gran	maleta	fuera	del	armario.	Tras	echarla	en	el	sofá,	la
abrió	y	se	puso	a	meter	prendas	en	ella.
—Podemos	llamarlo	«Baudelaire»	—dijo	él.
Vi	sintió	asco.
—«Baudelaire	el	Mayordomo».	Recibirá	a	la	gente	en	la	puerta.	Contestará	el
teléfono.	Hará	las	camas.	Cuidando	siempre	de	que	no	se	forme	una	idea
equivocada,	podría	ayudarte	a	elegir	los	vestidos	que	has	de	ponerte.
»No,	tengo	una	idea	mejor.	Puedes	llevarlo	encima.	Te	pones	el	ciempiés	al
cuello	y	lo	usas	como	si	fuera	un	collar.	Será	la	última	moda	en	artículos
sexys.	Y	conseguirás	que	follen	contigo	tanto	como	quieras.
Tras	morderse	el	labio	para	no	gritar,	Vivolvió	al	armario	y	cogió	un	jersey	de
uno	de	los	estantes	superiores.
En	el	momento	de	sacar	el	suéter,	el	ciempiés	cayó	sobre	su	cabeza.
Su	retroceso	instintivo	la	hizo	salir	del	armario.	Creel	tuvo	una	visión	perfecta
de	lo	que	ocurría:	el	ciempiés	cayó	en	el	hombro	de	Vi	y	se	metió	bajo	el
cuello	del	vestido.
Vi	quedó	paralizada.	La	sangre	huyó	de	su	cara.	Su	aterrada	mirada	quedó
fija	delante	de	ella.
—Creel	—dijo	en	un	susurro—.	Oh,	Dios	mío.	Ayúdame.
La	silueta	del	ciempiés	se	hizo	visible	bajo	el	vestido	mientras	el	animal
recorría	los	pechos	de	Vi.
—Creel.
Al	verlo,	él	se	levantó	del	sillón	y	saltó	hacia	Vi.	Se	detuvo	inmediatamente.
—No	puedo	darle	un	golpe	—dijo—.	Te	haría	daño.	Te	picaría.	Si	intento
levantarte	el	vestido	para	cogerlo,	podría	picarte.
Ella	no	podía	hablar.	La	sensación	del	ciempiés	arrastrándose	por	su	piel	la
paralizaba.
—No	sé	qué	hacer.	—Durante	un	momento,	Creel	pareció	estar
completamente	desesperado.	Tenía	las	manos	vacías.	De	pronto,	su	semblante
se	iluminó—.	Iré	a	por	un	cuchillo.
Dio	media	vuelta	y	salió	corriendo	del	salón	en	dirección	a	la	cocina.
Vi	cerró	los	ojos	con	fuerza	y	apretó	los	puños.	Brotaron	gemidos	de	sus
labios,	pero	ella	no	se	movió.
Muy	despacio,	el	ciempiés	cruzó	su	vientre.	Las	antenas	exploraron	el
ombligo.	El	resto	de	su	cuerpo	se	encogió,	pero	Vi	mantuvo	rígidos	los
músculos	del	vientre.
Y	entonces	el	miriápodo	encontró	el	cálido	lugar	entre	las	piernas	de	la	mujer.
Por	algún	motivo,	el	ciempiés	no	se	detuvo	allí.	Se	arrastró	por	el	muslo
izquierdo	y	siguió	bajando.
Vi	abrió	los	ojos	y	vio	que	el	animal	se	asomaba	bajo	el	dobladillo	del	vestido.
Sin	dejar	de	explorar	un	solo	centímetro	de	piel,	el	ciempiés	se	arrastró	desde
la	espinilla	hasta	el	tobillo.	Allí	se	detuvo	hasta	que	Vi	creyó	que	le	iba	a	ser
imposible	no	prorrumpir	en	gritos.	En	ese	momento	el	miriápodo	se	movió
nuevamente.
En	cuanto	llegó	al	suelo,	Vi	dio	un	salto	hacia	atrás.	Se	desahogó	chillando
entonces,	pero	no	consintió	que	los	gritos	la	demoraran.	Con	la	máxima
rapidez	posible,	se	lanzó	hacia	la	puerta	de	la	vivienda,	la	abrió	de	par	en	par
y	salió.
El	ciempiés	no	tenía	prisa.	Estaba	tranquilo	y	confiado	cuando	sus	gruesas
patas	lo	condujeron	bajo	el	sofá.
Un	segundo	más	tarde,	Creel	volvió	de	la	cocina.	Blandía	un	trinchante	de
larga	y	sanguinaria	hoja.
—¿Vi?	—gritó—.	¿Vi?
En	ese	momento	vio	la	puerta	de	la	calle	abierta.
Al	instante,	un	gruñido	retorció	sus	facciones.
—Hijo	de	perra	—musitó—.	Oh,	hijo	de	perra.	Me	la	has	hecho	buena.
Se	agachó	bruscamente	y	examinó	la	alfombra.	Sostuvo	el	cuchillo	en	alto
ante	él.
—Voy	a	castigarte	por	esto.	Voy	a	encontrarte.	Puedes	estar	seguro	de	que	te
encontraré.	Y	cuando	te	encuentre,	te	cortaré	a	trozos.	Te	cortaré	en	trozos
pequeños,	minúsculos.	Te	arrancaré	todas	las	patas,	una	a	una.	Y	luego	te
tiraré	al	triturador	de	basura.
Al	acecho,	mientras	recorría	la	parte	trasera	del	sofá,	Creel	llegó	al	lugar
donde	yacía	tumbada	la	mesa	rinconera	rodeada	de	flores	muertas.
—Buen	hijo	de	perra	estás	hecho.	Ella	era	mi	mujer.
Pero	no	encontró	al	ciempiés.	El	animal	se	hallaba	oculto	en	la	oscura	mancha
de	agua,	junto	al	jarrón.	Creel	estuvo	a	punto	de	pisarlo.
En	un	abrir	y	cerrar	de	ojos,	el	animal	se	lanzó	hacia	un	zapato	y	desapareció
por	la	pernera	de	los	pantalones.
Creel	no	supo	que	el	ciempiés	estaba	allí	hasta	que	lo	notó	trepar	por	su
rodilla.
Bajó	la	cabeza	y	vio	que	el	alargado	bulto	de	sus	pantalones	avanzaba	hacia
su	entrepierna.
Antes	de	darse	cuenta	de	lo	que	hacía,	asestó	una	cuchillada…
¡Muerte	al	Conejito	de	Pascua!
ALAN	RYAN
Uno	de	los	aspectos	más	fascinantes	de	la	edad	adulta	es	la	facilidad	con	que
los	mayores	olvidan	cuán	aterradoras	pueden	ser	todas	esas	maravillosas
criaturas	festivas	para	la	gente	menuda.	De	hecho,	los	adultos	tienden	a
olvidar	casi	por	completo	cómo	fue	su	niñez,	y	cuando	se	les	ofrece	un
recuerdo	exacto,	totalmente	opuesto	a	una	variedad	particular	de
revisionismo,	ni	todas	las	protestas	del	mundo	alteran	la	realidad	de	que	ser
más	maduro	y	sensato	no	significa	ya	tener	menos	miedo.
La	novela	más	reciente	de	Alan	Ryan	es	The	Kill	(La	matanza),	y	sus	cuentos
continúan	publicándose	en	todas	las	revistas	y	antologías	importantes	del
género.	Además,	Ryan	es	crítico	de	libros	de	The	Washington	Post	y	The
Cleveland	Plain	Dealer,	y	todo	ello	lo	hace	en	un	piso	del	Bronx	forrado	de
libros.
Cuando	Paul,	yo	y	las	chicas	conocimos	al	anciano	del	bosque	aquel	día,	ni
por	un	momento	pensamos	que	acabaríamos	viviendo	aquí,	en	las	montañas.
Como	es	lógico,	tampoco	pensamos	que	tendríamos	que	matar	al	Conejito	de
Pascua[1]	.
Los	cuatro	(es	decir,	Paul,	Susana,	Bárbara	y	yo)	estábamos	buscando	un
lugar	para	ir	los	fines	de	semana,	un	sitio	que	no	fuera	caro	ni	estuviera
demasiado	lejos	de	Nueva	York.	Cuando	descubrimos	Deacons	Kill,	a	cuatro
horas	de	viaje	hacia	el	norte,	en	los	Catskills,	comprendimos	al	instante	que
ésa	era	la	clase	de	lugar	que	nos	interesaba.	En	su	mayor	parte	está	formado
por	granjas	lecheras,	boscosas	montañas,	llanuras	y	gente	decente.	La
población	también	es	agradable;	pequeña,	con	habitantes	muy	amistosos,	y
hay	un	magnífico	hotel	antiguo,	llamado	Hotel	Centenario,	en	la	plaza	del
pueblo.	El	invierno	pasado,	nada	más	descubrir	Kill	(así	llaman	todos	al
pueblo),	empezamos	a	ir	allí	constantemente.
Y	allí	estábamos	un	día	los	cuatro,	de	paseo	por	una	carretera	rústica,	sólo
dando	una	vuelta	porque	hacía	bastante	frío	y	no	queríamos	alejarnos
demasiado	del	coche,	y	Susana	se	quejaba	de	no	llevar	ropa	de	abrigo	y
Bárbara	decía	que	le	dolían	los	pies	con	sus	botas	nuevas.	Entonces	Paul	vio
una	senda	que	se	adentraba	en	el	bosque,	entre	los	pinos,	y	se	empeñó	en
seguirla	un	trecho.
Hubo	alguna	discusión	entre	los	cuatro	y	por	fin	acordamos	recorrer	una
distancia	corta,	quizá	cinco	minutos	de	caminata,	antes	de	volver.	En
realidad,	yo	habría	preferido	estar	con	Bárbara	en	nuestra	habitación	del
Hotel	Centenario,	solos	los	dos,	pero	si	entonces	no	hubiera	accedido	a	los
deseos	de	Paul	jamás	habríamos	conocido	al	anciano,	el	Conejito	de	Pascua
seguiría	rondando	por	ahí	y	nada	de	esto	habría	sucedido.
Habíamos	recorrido	sólo	unos	metros	entre	los	pinos	cuando,	de	pronto,	sonó
una	voz.	Los	gritos	iban	dirigidos	hacia	nosotros,	imposible	equivocarse.
—¡Ya	basta!	¡Alto	ahí	mismo!
No	fue	la	brusquedad,	ni	siquiera	el	sonido	de	la	voz	lo	que	nos	obligó	a
detenernos	al	instante.	En	realidad,	sólo	era	la	voz	de	un	viejo,	desabrida	y	un
poco	ronca,	pero	de	un	viejo	a	pesar	de	todo.	Sin	embargo,	lo	que	nos
impresionó	a	todos	en	cuanto	la	oímos	fue	el	tono.	Reflejaba	muchas
emociones	al	mismo	tiempo:	enfado,	exasperación,	resolución,	amenaza.	Y
susto.	La	voz	reflejaba	susto.	Los	cuatro	nos	quedamos	como	una	piedra
donde	estábamos.
—¿Qué	estáis	haciendo	aquí?	¡Este	sitio	no	es	para	vosotros!
Volví	la	cabeza	para	ver	de	dónde	provenía	la	voz	y	allí	estaba	el	anciano.	No
tengo	edad	suficiente	para	recordar	a	Gabby	Hayes,	pero	he	visto	fotografías
de	él	y	ese	anciano	se	le	parecía	mucho.	O	quizá	se	parecía	un	poco	a	nuestra
imagen	de	Rip	van	Winkle.	Tenía	una	barba	grisácea	y	fibrosa,	sus	ojos
brillaban	y	estaban	rodeados	de	arrugas,	su	vestimenta	era	del	color	del
bosque	(gris,	marrón	y	ningún	color	en	particular)	y	estaba	apuntándonos	con
una	escopeta	de	dos	cañones.
—¡Aguanta!	—dijo	Paul	detrás	de	mí.
—¿Qué	estáis	haciendo	aquí?	—repitió	el	anciano,	e	hizo	girar	la	escopeta
como	si	fuera	una	cámara	de	cine.
Vi	que	tenía	el	dedo	en	el	gatillo.
—¡Un	momento!	—dije—.	No	estamos	haciendo	nada.	Sólo	dando	un	paseo.
El	viejo	me	miró	con	aire	escéptico	durante	unos	instantes.	Yo	pensé	con
rapidez,	o	traté	de	hacerlo,	y	deseé	que	Paul	dijera	algo	ingenioso.	Nadie	me
había	apuntado	con	un	arma	anteriormente.	Pensé	que	si	el	viejo	disparaba,
yo	sería	el	primero	en	caer,	y	supongo	que	es	un	pensamiento	bastante
egoísta.	Pero	antes	de	que	pudiera	imaginar	qué	decir,	el	anciano	bajó	la
escopeta	y	la	dejó	apuntada	al	suelo.	En	ese	momento	mis	rodillas

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