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La_justicia_del_murcielago_Donald_Curtis - Familia Solis Flores

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DONALD	CURTIS
LA	JUSTICIA	DEL	MURCIELAGO
	
	
	
OESTE	LEGENDARIO
	
	
	
©	EDICIONES	B,	S.A.,	1989	Titularidad	y	derechos	reservados	a	favor	de	la
propia	editorial
C/.	Rocafort,	104	-	08015	Barcelona	(España)
Prohibida	la	reproducción
Distribuye:	Distribuciones	Periódicas,	S.A.
C/.	Rocatort,	104	-	08015	Barcelona
1.a	edición	en	España:	Junio	1989
1.a	edición	en	América:	Noviembre	1989
©	Donald	Curtis
Impreso	en	España	-	Printed	in	Spain
ISBN:	84-406-0742-3
Imprime:	NOVOPRINT,	S.	A.
Depósito	legal:	B.	5.823-1988
	
CAPITULO	PRIMERO
Llovía	torrencialmente	sobre	el	campamento	minero.
Entre	los	barracones	de	madera,	montados	como	casas	provisionales,
formando	auténticas	calles	enfangadas,	corría	el	agua	formando	riachuelos
sucios	o	se	empantanaba	en	enormes	charcos	en	los	que	los	escasos	mineros
que	se	atrevían	a	desafiar	la	inclemencia	del	tiempo	en	plena	noche	hundían
sus	piernas	hasta	cerca	de	las	rodillas.
Por	sí	ese	raudal	de	lluvia	que	batía	la	zona	fuese	poco,	en	las	alturas	tronaba
la	tormenta	con	estampidos	continuados	y	ensordecedores,	a	los	que	el
destello	cárdeno	de	los	relámpagos	ponían	la	rúbrica	de	su	zigzagueante
trazo.	Era	lo	que	vulgarmente	debía	definirse	como	una	auténtica	noche	de
perros	en	las	que	los	mineros	buscaban	refugio	en	sus	angostas	viviendas	o
en	el	limitado	recinto	de	la	cantina,	insuficiente	albergar	a	tantos	clientes
necesitados	de	apagar	su	sed	y	eludir	la	borrasca	del	exterior	olvidándola	en
alcohol.
Era	sábado	por	la	noche	y	al	siguiente	día	no	había	trabajo	en	las	minas.	Por
ello	podían	permitirse	el	lujo	de	permanecer	hacinados	allí,	en	el	ambiente
denso,	cargado	de	humo,	olor	a	cerveza	y	a	sudor,	y	a	la	escasa	luz	de	los
cuatro	o	cinco	quinqués	colgados	de	las	tablas.
Algunos	canturreaban	con	voz	bronca,	y	uno	había	tomado	una	guitarra	vieja,
comenzando	a	rascarle	las	tripas	en	un	tosco	remedo	de	balada	que	casi	nadie
lograba	identificar.
Corría	la	cerveza	en	abundancia,	mezclada	con	el	whisky	y	la	ginebra,	y
quienes	no	habían	tenido	cabida	en	el	local,	o	bien	dormían	entre	las	mantas
de	sus	camastros,	bien	arrebujados,	o	se	reunían	de	siete	u	ocho	en	otros
barracones,	para	jugarse	al	póquer	o	a	los	dados	el	salario	de	la	semana,	con
una	buena	botella	de	licor	al	lado.
La	vida	en	los	campamentos	mineros	distaba	mucho	de	tener	diversiones	ni
expansión	de	ningún	tipo.	Si	a	eso	se	añadía	una	tormenta	como	aquélla,	era
lógico	que	la	gente	se	irritase	en	su	día	libre,	al	no	poder	siquiera	circular	por
las	oscuras	callejuelas	apenas	iluminadas	por	algún	macilento	quinqué	que
ahora	oscilaba	a	impulsos	del	aire	húmedo	y	de	las	ráfagas	de	lluvia.
El	comisario	King	levantó	sus	ojos	de	la	lectura	de	un	diario	atrasado,	cuando
un	trueno	hizo	temblar	su	barracón	con	violencia,	y	la	luz	del	rayo	fue	tan	viva
que	incluso	penetró	por	las	rendijas,	anulando	la	amarillenta	claridad	de	su
lámpara	de	keroseno.	Meneó	la	canosa	cabeza,	lanzando	un	suspiro,	y	siguió
leyendo	imperturbable,	mientras	la	cortina	de	lluvia	batía	torrencialmente	el
tejado	de	su	vivienda,	convertida	en	oficina	legal	del	campamento,	y	anexa	a
otro	barracón	más	sólido,	hecho	de	ladrillos	y	con	ventana	enrejada	y	puerta
de	metal,	donde	habitualmente	encerraba	por	unas	pocas	horas	a	cualquier
camorrista	embriagado	que	alterase	la	calma	del	campamento.
—Infiernos	de	noche	—barbotó—.	No	parece	sino	que	los	elementos	estén
furiosos	también	contra	ese	maldito	Nathan...
Y	dirigió	una	ojeada	pensativa	a	la	puerta	que	comunicaba	con	su	oficina,
donde	la	luz	de	otra	chispa	eléctrica,	filtrándose	por	la	ventana,	iluminó
lúgubremente	el	bulto	que	rebosaba	sobre	una	larga	mesa,	cubierto	con	una
vieja	manta.	El	comisario	King	se	estremeció	levemente,	arrugando	el	ceño.
No	le	gustaba	compartir	una	noche	como	aquélla	con	un	muerto.	No	es	que
fuese	miedoso	ni	temiera	al	Más	Allá,	pero	tampoco	era	agradable	tener	tan
cerca	un	cadáver.	Tal	vez	por	eso,	en	vez	de	acostarse,	prefería	permanecer
el	mayor	tiempo	distraído	en	algo	como	la	lectura,	aunque	fuese	un	periódico
de	tres	semanas	de	antigüedad.
Si	aquello	hubiera	sido	un	pueblo	como	Dios	manda,	pensaba	el	comisario
King,	elegido	para	el	cargo	por	todos	los	mineros	del	lugar,	aunque	su
verdadero	oficio	era	el	de	tasador	de	minerales	preciosos	y	contable,	él
estaría	ahora	revólver	en	mano,	arrestando	al	que	había	sido	responsable	de
aquella	muerte.	Pero	ni	la	mina	Eldorado	era	un	pueblo	propiamente	dicho,	ni
las	leyes	del	campamento	estaban	demasiado	claras,	en	especial	cuando	uno
tenía	que	enfrentarse	a	determinadas	fuerzas	muy	por	encima	de	su	propio
cargo	en	una	comunidad	de	mineros.
Ya	había	enviado	diversos	mensajes	a	la	dirección	de	la	Western	Gold
Minning	Company,	responsable	de	la	explotación	de	la	mina	de	oro	y,	por
tanto,	en	cierto	modo	responsable	también	del	orden	y	la	legalidad	en	el
campamento,	pero	ni	siquiera	se	habían	dignado	responderle,	salvo	con	una
breve	carta	timbrada,	escrita	por	algún	empleado,	diciéndole	que	era	misión
suya	proteger	las	vidas	y	haciendas	de	los	mineros	a	quienes	representaba
como	agente	de	la	Ley	en	aquel	lugar.
Eso	era	muy	fácil	decirlo,	sobre	todo	a	muchas	millas	de	distancia	del	sitio	de
los	hechos.	Una	oficina	de	una	compañía	minera,	en	una	ciudad	grande	y
tranquila,	no	tenía	el	menor	punto	en	común	con	un	filón	aurífero	trabajado
por	más	de	cien	hombres,	en	tres	turnos	constantes,	formando	una
comunidad	temporal	que,	en	el	mejor	de	los	casos	se	prolongaba	un	par	de
años,	y	donde	toda	clase	de	pasiones	y	de	caracteres	se	mezclaban,	así	como
las	más	diversas	razas,	desde	los	apasionados	mestizos	o	mejicanos,	hasta	los
chinos	callados	y	laboriosos,	pasando	por	los	emigrantes	irlandeses	o
nórdicos,	casi	siempre	demasiado	aficionados	al	whisky	o	a	la	ginebra.
Si	a	eso	se	añadía	algo	como	lo	que	estaba	ocurriendo	en	el	campamento
Eldorado	en	estos	momentos,	los	problemas	eran	demasiados	para	resolverlos
un	solo	hombre	con	un	revólver,	un	rifle,	una	placa	de	latón	abollado	y	un
sobresueldo	de	unos	pocos	dólares	mensuales,	para	unir	a	su	salario	como
tasador	y	contable	al	servicio	de	la	sociedad	minera.
—Por	todos	los	diablos,	si	un	marshal	federal	pasara	por	aquí	alguna	vez,	ese
Nathan	del	infierno	tal	vez	pudiera	ser	metido	en	cintura,	pero	así...	—Se
encogió	de	hombros	con	fatalismo—.	En	fin,	a	qué	soñar	imposibles.	Ese	tipo
hace	las	cosas	a	su	modo,	y	tiene	para	justificarse	su	título	de	juez...	¿Qué
puedo	hacer	yo	ante	semejante	cosa?	Sabemos	ambos	que	no	es	nada	legal	ni
justo	lo	que	hace,	pero...	lo	hace.	Y	que	me	ahorquen	si	sé	cómo	evitarlo...
Prosiguió	la	lectura	tras	retumbar	de	nuevo	un	sordo	bramido	allá	en	el
exterior,	arreciando	todavía	más	el	aguacero.
En	la	cantina,	también	los	clientes	se	quedaron	demudados	cuando	un	trueno
logró	sacudir	el	barracón	y	hacer	temblar	incluso	los	quinqués	colgados	de
techo	y	paredes.	La	guitarra	del	espontáneo	emitió	una	especie	de	maullido
discordante	y	dejó	de	sonar.
—Eh,	Hickory,	¿te	has	asustado?	—preguntó	uno,	soltando	una	risotada	y
echándose	al	gaznate	al	menos	una	quinta	parte	de	su	botella	de	ginebra.
El	guitarrista	torció	el	gesto	y,	entre	risas	y	silbidos	de	la	concurrencia,	se
encaminó	al	mostrador	para	pedir	también	bebida.	Tras	el	mostrador,	un
hombretón	fornido	y	una	de	las	escasísimas	mujeres	que	podían	ser	vistas	en
el	campamento	minero	servían	las	bebidas.
No	era	fea	ni	demasiado	madura	y	los	apetitos	exacerbados	de	los	mineros,
forzosamente	obligados	por	las	circunstancias	de	su	trabajo	y	del	lugar	donde
lo	ejercían,	a	la	abstinencia	prolongada	de	sexo,	hubiesen	sobrado	para
lanzarse	todos	sobre	ella	con	las	intenciones	menos	honestas	del	mundo.	Pero
Kitty	era	una	especie	de	tigresa	de	afiladas	uñas,	capaz	de	parar	los	pies	al
minero	más	rudo	y	agresivo.	Además	de	sus	zarpas	temibles,	capaces	de
desollar	vivo	el	rostro	de	cualquiera,	todos	sabían	que	llevaba	encima	de	su
cuerpo	repleto	en	carnes	la	friolera	de	un	cuchillo	de	caza,	que	por	cierto
sabía	manejar	muy	bien,	y	un	revólver	de	seis	tiros	que	no	vacilaría	lo	más
mínimoen	vaciar	sobre	cualquiera.	Aparte	de	eso,	el	cantinero,	Lee	Jayston,
era	su	amigo	oficial.	Y	su	fuerza	física	le	bastaba	para	arrancar	un	árbol	de
regular	tamaño	del	suelo,	con	todas	sus	raíces.	Se	decía	de	él	que	manejando
una	hacha	afilada	o	rompiendo	una	botella	sobre	la	cabeza	de	cualquiera,	era
todo	un	experto.	Y	nadie	quería	allí	poner	a	prueba	tales	facultades.
Aquella	noche,	el	fornido	Lee	Jayston	estaba	de	un	mal	humor	muy	especial.	Y
no	era	por	la	tormenta,	ya	que	ésta	jugaba	en	beneficio	de	su	negocio,	sino
por	haber	sido	él,	precisamente,	quien	encontró	a	la	puerta	de	su	cantina	el
cadáver	de	aquel	tal	McGregor,	víctima	de	la	justicia	de	alguien	llamado	El
Murciélago.
	
*	*	*
	
—Menos	mal	—resopló	Kitty,	cerrando	las	puertas	de	madera	del	local	y
echándole	la	tranca	para	asegurarlas—.	Ya	se	fueron	todos	a	descansar...
Jayston	asintió,	arrugando	el	ceño.	Consultó	su	viejo	reloj	de	plata,	levantando
la	tapa	abollada.	Luego	lo	guardó	de	nuevo	en	el	bolsillo	del	chaleco.
—Ya	era	hora	—refunfuñó—.	Las	doce	y	media.	Esa	gente	no	se	hubiera	ido
nunca	a	la	cama	esta	noche.
—Al	menos	han	podido	llegar	a	sus	barracones,	sin	hundirse	en	el	fango	—rió
ella,	contemplando	por	una	ventana	la	calle	llena	de	fango	y	charcos,	antes	de
asegurar	también	aquella	abertura	con	postigo	y	cerrojo—.	Ya	apenas	llueve.
—Lloverá	más	de	madrugada,	eso	seguro	—comentó	Jayston,	dirigiendo
también	una	ojeada	al	exterior—.	El	comisario	tiene	encendida	su	luz	todavía.
No	puede	dormir,	a	lo	que	se	ve.
—Yo	tampoco	dormiría	con...	con	«eso»	bajo	mi	techo	—se	estremeció	Kitty,
persignándose	con	aire	supersticioso.
—No	me	lo	recuerdes	—gruñó	el	cantinero,	moviendo	su	enorme	humanidad
por	entre	las	desordenadas	sillas	y	mesas	de	su	negocio—.	Maldito	sea	ese
tipo...	Elegir	mi	cantina	para	dejar	semejante	regalito...
—McGregor	nunca	me	cayó	bien	—confesó	Kitty,	moviendo	su	pelirroja
cabeza—.	Pero	de	eso	a	verle	así...
—Estamos	de	acuerdo	en	que	McGregor	era	un	cerdo	de	la	peor	especie,
Kitty.	Pero	dime	tú,	¿quién	es	Nathan	para	convertirse	en	juez	de	todo	el
mundo?
—Pues...	eso.	Un	juez,	¿no?
—¡No	ejerce	oficialmente	como	tal!	—se	enfureció	el	cantinero—.	Es	un
ciudadano	como	otro	cualquiera,	viviendo	cerca	de	la	mina	y	del	campamento,
en	su	propiedad.	Eso	no	le	da	derecho	a	dictar	sentencia	contra	nadie.	Y
menos	aún	a	ejecutarla.
—¿Por	qué	no	vas	a	él	y	se	lo	dices?	—bromeó	ella,	sarcástica.
—Bien	sabes	que	nadie	puede	hacer	eso.	Ni	el	comisario	King	se	atreve.
Nathan	hace	lo	que	le	viene	en	gana.	Es	el	más	fuerte.	Ni	siquiera	nos	apoya
la	compañía	minera,	como	sería	su	obligación.
—El	Murciélago	no	daña	a	la	compañía	minera.	Será	por	eso.	Después	de
todo,	McGregor,	Forrester	o	Kelly	eran	solamente	mineros.	Su	puesto	lo
ocupa	otro,	y	asunto	terminado.
—Son	vidas	humanas	que	se	sacrifican,	Kitty.	Un	homicidio	nunca	está
justificado.
—Lo	sé.	¿Qué	decía	la	note	prendida	al	cadáver	de	McGregor?
—Algo	poco	claro.	Mencionaba	alguna	cosa	relativa	a	un	antiguo	crimen	que
debía	ser	pagado.	Y	añadía	que	McGregor	había	sido	encontrado	culpable,
condenado	y	ejecutado.	Firmaba	Nathaniel	Adams	el	Murciélago.	Como
siempre.
—El	Murciélago...	—repitió	Kitty,	impresionada,	comenzando	a	apagar
lámparas	de	petróleo—.	Ni	siquiera	sabemos	por	qué	se	hace	llamar	así...
—Según	algunos,	porque	viste	de	negro	y	lleva	esa	capa	que	le	hace	parecer
un	auténtico	murciélago	cuando	va	a	caballo	y	la	prenda	le	flota	a	su
alrededor.	Según	otros,	porque	sólo	se	le	ha	visto	salir	de	noche,	como	hacen
esos	malditos	ratones	voladores	que	se	ocultan	en	las	cuevas	y	en	las	viejas
minas	abandonadas.
—De	todos	modos,	no	me	gusta.	Ni	él,	ni	su	nombre,	ni	sus	hechos...
—Tampoco	a	mí.	Pero	no	podemos	hacer	nada.	Sólo	esperar	que	alguna	vez	la
Ley	caiga	sobre	él...	o	se	encuentre	con	alguien	más	fuerte,	capaz	de	pararle
los	pies.
—Me	pregunto	si	un	día	le	ocurre	algo	a	un	minero	que	goce	de	simpatías
entre	todos	los	demás.	Podría	producirse	un	buen	conflicto,	ya	que	ese
Nathan	tiene	gente	armada	a	su	servicio...
—Sí,	ya	lo	he	pensado.	Lo	raro	es	que	tanto	McGregor	como	Forrester	y	Kelly,
no	gozaban	de	excesivo	afecto	entre	los	demás	mineros.	Casualmente,	todos
ellos	eran	personas	sin	amigos,	solitarias	y	de	las	que	todos	sabíamos	muy
poco.	Me	pregunto...
—¿Qué?
—Me	pregunto	si	ese	factor	en	común	es,	precisamente,	la	causa	de	que	los
eligiera	como	víctimas	El	Murciélago.	Yo	diría	que	más	que	una	forma	de
administrar	justicia,	lo	que	hace	ese	hombre	es	un	vulgar	ajuste	de	cuentas...
con	viejos	enemigos	suyos.
—Pudiera	ser,	pero	¿por	qué	todos	sus	enemigos	han	venido	a	parar	a	esta
mina,	y	aquí	han	hallado	la	muerte,	si	él	es	de	otras	tierras	y	lleva	aquí
solamente	unos	pocos	arios,	según	nos	han	explicado	los	nativos	de	estas
regiones?
—Quizás	porque	una	mina	de	esta	categoría,	atrae	a	mineros	de	muchos
puntos	del	país.	Y	a	él,	si	busca	a	personas	que	fueron	mineros	antes,	le	basta
con	esperar	pacientemente	a	que,	uno	a	uno,	vayan	llegando	aquí	los	hombres
que	busca.	Teniendo	en	cuenta	de	que	la	mina	Eldorado	puede	tener	mineral
para	tres	o	cuatro	años,	no	resulta	nada	raro	suponer	que	El	Murciélago
tenga	una	gran	seguridad	en	que,	de	un	modo	o	de	otro,	aquellos	a	quienes
aguarda	terminarán	por	dejarse	caer	por	aquí.	Y	ahora	dejémonos	de	charla,
querida,	que	es	tarde	y	hemos	trabajado	mucho.
—Sí,	Lee,	como	tú	digas	—musitó	Kitty	dócilmente.
Se	apagó	la	última	luz	en	la	cantina	de	Jayston.	Sólo	quedaron	en	las	calles
enfangadas	del	campamento	minero	la	luz	de	la	ventana	del	comisario	King	y
un	solitario	quinqué	colgando	de	la	puerta	de	las	oficinas	de	la	compañía	en	el
campamento.	Dentro	se	conservaba	el	oro	hasta	la	siguiente	expedición,
guardado	por	tres	hombres	de	las	minas,	armados	hasta	los	dientes.
Conforme	sospechara	el	cantinero,	sólo	un	par	de	horas	más	tarde,	sobre	el
dormido	campamento,	en	aquella	madrugada	del	sábado	al	domingo,	de
nuevo	llovía	torrencialmente,	y	regresaba	el	tamborileo	sordo	de	los	truenos,
allá	en	la	distancia.
	
CAPITULO	II
—No	me	gustan	nada	esos	jinetes	que	nos	siguen.
Las	miradas	de	los	demás	se	dirigieron	fuera	de	la	diligencia,	hacia	los	cuatro
puntitos	oscuros	que	formaban	en	la	distancia	los	caballos	y	sus	dueños,
cabalgando	en	la	misma	dirección	que	el	carruaje	de	postas.
—Llevan	ya	algún	tiempo	a	la	misma	distancia,	y	no	han	dado	muestras	de
agresividad	—objetó	otro	viajero,	encogiéndose	de	hombros.
—Oh,	por	supuesto.	Ni	lo	intentarán	mientras	no	estemos	lo	bastante	alejados
de	esas	viviendas	—señaló	el	que	hablara	inicialmente	hacia	el	otro	lado,
donde	eran	visibles,	salpicando	el	paisaje,	algunas	edificaciones	aisladas,	de
cuyas	chimeneas	surgían	delgadas	columnillas	de	humo,	rodeadas	por
empalizadas,	cercas	de	ganado	o	cultivos	agrícolas—.	Yo,	de	todos	modos,	no
me	fío.	Podían	habernos	sobrepasado	sobradamente	sin	esfuerzo	alguno.	¿Por
qué,	entonces,	se	empeñan	en	mantener	la	misma	distancia,	siguiéndonos
durante	tanto	trecho?
—Espero	que	no	intenten	asaltarnos	—suspiró	una	mujer,	con	gesto
preocupado—.	Dicen	que	hay	muchos	bandidos	en	estas	regiones...
—Los	hay	por	todas	partes	—asintió	otro—.	Unos	asaltan	trenes,	otros
diligencias,	y	los	hay	que	roban	a	los	mineros	o	a	los	ganaderos.	En	estas
tierras	la	ley	no	se	respeta	demasía	do,	señora.
La	dama	se	estremeció,	con	expresión	de	temor	en	sus	ojos,	y	cambió	una
mirada	con	la	segunda	mujer	que	viajaba	en	la	diligencia,	mucho	más	joven	y
atractiva	que	ella.
—¿Lo	ves,	niña	mía?	—murmuró	alarmada—.	No	debimos	viajar	de	este
modo...	Es	todo	un	peligro.
—Que	yo	sepa,	no	había	otro	modo	de	viajar	—le	respondió	suavemente	la
más	joven,	con	una	expresión	tranquila	en	sus	azules	ojos—.	Todavía	no	hay
ferrocarril	en	este	lugar,	al	menos	en	el	recorrido	que	nosotras	tenemos	que
hacer.
Uno	sólo	de	los	cinco	viajeros	no	había	despegado	aún	los	labios.	Permanecía
silencioso,	sentado	frente	a	las	dos	mujeres,	junto	a	la	ventanilla	de	la
diligencia.	Tenía	clavada	su	mirada	en	la	distancia,	y	parecía	por	completo
indiferente	a	todo	lo	quese	hablaba	en	torno	suyo.
Era	joven,	vestía	con	cierta	distinción,	una	levita	gris	y	un	pantalón	de	igual
color,	con	botas	negras,	y	no	llevaba	arma	alguna	encima,	al	revés	que	sus
compañeros	de	viaje,	ya	que	ambos	mostraban	revólver	en	la	cintura.	En	vez
de	ello,	sobre	sus	rodillas	descansaba	un	volumen	de	tapas	oscuras	que	había
hojeado	en	algunos	momentos,	leyendo	sus	primeras	páginas.	Resultaba	tan
extraño	ver	a	un	hombre	leer	en	el	Oeste,	como	verle	sin	armas	encima.
Quizás	por	ello	sus	compañeros	de	idéntico	sexo	le	habían	estudiado	en
ocasiones	como	a	un	bicho	raro,	cambiando	entre	sí	una	mirada	de
perplejidad.
—¿Es	cierto	que	hay	abundancia	de	minas	de	oro	en	esta	región?	—quiso
saber	uno	de	los	dos	viajeros,	tal	vez	tratando	de	cambiar	de	tema.
El	otro	hizo	un	gesto	ambiguo,	respondiendo	a	su	compañero	de	viaje:
—Que	yo	sepa,	ahora	sólo	queda	una	mina	importante	en	la	zona	y,
posiblemente,	en	gran	parte	del	territorio,	que	es	la	llamada	Eldorado,	de	una
gran	sociedad	minera.	Es	un	rico	filón	aurífero	pero	de	propiedad	privada,
que	explotan	unos	financieros	de	Carson	City,	asociados	con	una	empresa
minera	del	Este	del	país.	Allí	se	ha	montado	un	auténtico	pueblo	sólo	para
mineros,	uno	de	esos	campamentos	que	parecen	una	ciudad	en	pequeño,	y
que	terminan	por	poseer	vida	propia...	mientras	siga	habiendo	oro,	por
supuesto.
—¿Y	cuando	no	lo	haya?	—se	interesó	la	jovencita	de	ojos	azules.
—Entonces,	sólo	queda	el	desierto,	el	silencio	y	los	edificios	abandonados	—
suspiró	el	otro—.	Un	paraje	desolado	al	que	ya	nunca	vuelve	nadie	a	vivir.
—¿Es	el	destino	de	los	campamentos	mineros?	—insistió	la	muchacha.
—Indefectiblemente,	señorita,	así	es.	¿Le	interesan	las	minas	acaso?
—En	cierto	modo	—sonrió	ella—.	Vamos	muy	cerca	de	una	de	ellas,	que
supongo	debe	ser	la	que	usted	cita.	A	un	lugar	llamado	Goldtown.
—Goldtown...	—suspiró	el	hombre,	meneando	afirmativo	su	cabeza	de
hirsutos	y	abundantes	cabellos	oscuros—.	En	efecto,	a	ese	lugar	me	refería.
La	mina	Eldorado	dista	de	Goldtown	no	más	de	diez	millas,	señorita.	Es	una
mala	región.	No	muy	adecuada	para	damas	como	ustedes,	la	verdad.
—¿Por	qué	dice	eso?	—pestañearon	ingenuamente	los	azules	y	bellos	ojos	en
el	ovalado	rostro	de	suave	piel,	tan	diferente	a	la	curtida	de	las	escasas
mujeres	que	vivían	en	aquellas	regiones.
—Por	muchas	razones	—el	hombre	pareció	retraerse	de	pronto	en	ser	más
explícito—.	Donde	hay	minas	y	mineros,	suele	haber	siempre	violencia.	Y	si
sólo	fuesen	los	mineros...
—¿Hay	algo	más?
Antes	de	que	el	hombre	respondiera	a	esa	nueva	pregunta,	el	otro	viajero
señaló	con	alarma:
—¡Miren	eso!	¡Los	jinetes	empiezan	a	ganar	distancia!
Sobresaltados,	todos	miraron,	con	excepción	del	tranquilo	joven	del	libro
grueso,	que	dirigió	una	simple	ojeada	indiferente	hacia	el	punto	donde
cabalgaban	los	cuatro	hombres	con	sus	monturas.
Era	cierto.	Al	menos	se	había	reducido	a	la	mitad	la	distancia	entre	ellos	y	la
diligencia.	Una	polvareda	rojiza	se	elevaba	entre	los	cascos	de	los	animales
lanzados	súbitamente	al	galope.	Al	lado	opuesto,	ya	no	se	veían	haciendas
aisladas.	La	última	había	quedado	atrás,	y	el	paisaje	era	ahora	desolado.
—Me	lo	temía	—comentó	sordamente	el	otro	viajero,	con	expresión	sombría—.
Creo	que	no	van	a	tardar	en	atacarnos.
—Dios	mío,	¿qué	haremos?	—gimió	la	dama	que	escoltaba	a	la	joven	de	ojos
azules.
—Ustedes,	me	temo	que	nada	—señaló	el	hombre—.	Las	defenderemos
nosotros,	si	es	posible.	Confío	en	que	conductor	y	postillón	se	hayan	dado
cuenta	ya	de	lo	que	ocurre	y	que	vayan	bien	armados...
—Me	temo	que	eso	no	sirva	de	mucho	—señaló	el	otro,	con	acento	alarmado
—.	Vean	aquello...	Las	cosas	se	ponen	feas,	¿no?
Señalaba	en	otra	dirección.	Miraron	hacia	ese	punto.	La	preocupación	y	el
temor	de	todos	aumentó	ostensiblemente.
Otros	tres	jinetes	venían	ahora	por	un	flanco,	emergiendo	de	detrás	de	unas
lomas	salpicadas	de	cactus.
—Infierno,	forman	dos	grupos	—masculló	el	otro	hombre,	inquieto.	Dirigió
una	ojeada	pensativa	al	silencioso	joven	de	la	portezuela—.	¿Usted	lleva
armas?
—Ya	ve	que	no	—sonrió	el	aludido.
—¿Sabe	usarlas?	—insistió	el	otro,	ceñudo.
—Me	temo	que	no,	señor.
—¡Pues	estamos	arreglados!	¿De	qué	sitio	ha	caído	usted	para	viajar	por	el
Oeste	sin	armas?	—se	enfureció	el	hombretón.
—Lo	siento	—suspiró	el	joven—.	Si	esos	siete	nos	atacan,	no	creo	de	todos
modos	que	puedan	ustedes	hacer	mucho.
—Somos	cuatro,	cuando	menos,	contando	los	conductores	de	la	diligencia	—
se	irritó	su	interlocutor—.	Cinco,	si	usted	fuese	una	persona	normal,	amigo.
Retumbó	una	detonación	en	la	llanura.	Arriba,	en	el	pescante,	sonó	un	grito
ronco.	Un	cuerpo	se	desplomó	en	el	polvo,	no	lejos	de	las	ruedas	del	carruaje,
que	rodaba	ahora	con	mayor	rapidez,	dando	tumbos	en	el	áspero	terreno,	y
sonó	un	juramento	en	el	pescante.
—Tres	—rectificó	suavemente	el	joven—.	Ya	sólo	tres.	Al	parecer,	han
eliminado	al	compañero	del	conductor...
—¡Prepárense!	—gritaba	en	ese	momento	el	postillón,	azuzando	al	tiro	de
caballos—.	¡Ese	grupo	de	bastardos	nos	ataca!	¡Protejan	a	las	mujeres...!
—Será	mejor	que	se	arrojen	al	suelo	—aconsejó	uno	de	ellos,	desenfundando
su	revólver—.	Las	cosas	se	ponen	feas...
Desde	el	pescante,	brotaron	dos	o	tres	disparos	de	rifle.	El	postillón	no	era
ningún	novato	en	esa	clase	de	dificultades,	porque	uno	de	los	jinetes	saltó	de
la	silla,	como	arrancado	por	una	mano	invisible,	y	el	caballo	siguió	su	galope
sin	nadie	en	la	silla,	mientras	el	cuerpo	del	jinete	yacía	inmóvil	en	el	polvo.
Eso	enfureció	a	los	seis	restantes,	que	aceleraron	su	movimiento	envolvente,
en	torno	a	la	diligencia,	y	sus	rifles	ladraron	ruidosamente	en	la	llanura.	La
madera	roja	del	vehículo	se	astilló	en	varios	puntos,	y	una	de	las	balas
penetró	por	la	ventanilla,	zumbando	furiosa,	aunque	sin	alcanzar	a	nadie.	Los
viajeros	replicaron	con	disparos	de	revólver,	agazapados	tras	la	portezuela.
Las	dos	mujeres	se	habían	tumbado	en	el	fondo	del	vehículo,	del	mejor	modo
posible,	dada	la	estrechez	del	lugar,	y	se	oían	murmullos	de	oraciones	en	boca
de	la	mayor,	manteniendo	la	más	joven	su	singular	serenidad.
—Si	tienen	algún	arma	para	dejarme,	al	menos	probaré	fortuna	—se	ofreció	el
joven	bien	vestido	con	suavidad.
—¡Váyase	al	diablo!	—bramó	uno	de	ellos—.	¿Cree	que	llevamos	un	arsenal
encima?	Yo	sólo	tengo	mi	revólver...
—Y	yo	el	mío	—añadió	el	otro.
—Pues	un	revólver	no	creo	que	sea	eficaz	a	esta	distancia	—señaló	el	joven
con	tono	pesimista—.	Necesitaríamos	un	par	de	buenos	rifles.
—Eso	es	cierto,	pero	no	los	tenemos.	Al	menos	agáchese,	o	le	volarán	la
cabeza.
Los	caballos	de	tiro	galopaban,	con	lo	que	la	diligencia	daba	tumbos	muy
peligrosos,	y	las	ballestas	del	vehículo	crujían	amenazadoramente	en	cada
bamboleo.	Si	hallaban	en	el	camino	una	piedra	grande	o	cualquier	obstáculo,
volcarían	sin	remedio.
Momentos	después,	la	cosa	se	puso	más	grave.	Un	nuevo	disparo	de	los
asaltantes	abatió	al	conductor	de	la	diligencia.	Le	oyeron	gritar	de	dolor	y
desplomarse	en	el	pescante,	si	bien	no	cayó	al	camino.	Los	animales	de	tiro,
sin	mano	firme	que	tirase	de	sus	riendas,	se	desbocaron,	asustados.
Para	empeorar	aún	más	las	cosas,	una	bala,	tras	astillar	el	quicio	de	la
ventanilla	del	carruaje,	fue	a	herir	la	mano	de	uno	de	los	dos	tiradores.	Este
aulló,	soltando	su	revólver,	y	aferrándose	la	mano	bañada	en	sangre.	Su
compañero	armado	lanzó	una	imprecación	y,	lleno	de	ira,	disparó	todas	las
balas	de	su	revólver	contra	los	jinetes	que	cabalgaban	ya	muy	cerca	de	ellos.
Tuvo	cierta	fortuna,	porque	uno	de	ellos	abrió	los	brazos	en	cruz	y	cayó
pesadamente	a	tierra,	entre	las	patas	de	su	propio	caballo,	que	lo	pisoteó
despiadadamente.
Los	cinco	supervivientes	replicaron	iracundos,	vaciando	sus	rifles	al	unísono
contra	el	carruaje.	Varios	orificios	se	abrieron	en	la	madera,	y	una	de	las
balas	alcanzó	al	tirador	solitario	de	la	diligencia,	lanzándole	contra	el	asiento.
Una	mancha	roja	apareció	en	su	hombro	derecho,	y	las	ropas	se	le	empaparon
de	sangre	con	rapidez.	Estaba	también	fuera	de	combate,	y	los	asaltantes	se
disponían	atirar	de	nuevo	sobre	ellos.
—Creo	que	es	el	momento	de	rendirse	y	no	cometer	más	locuras	—dijo	el
joven.
Y	alzó	un	pañuelo	blanco	que	extrajo	de	su	bolsillo,	agitándolo	vivamente	por
la	ventanilla.
—¡No	sea	loco!	—bramó	el	herido	en	la	mano—.	¡Nos	asesinarán	a	sangre	fría
si	nos	rendimos!	¡Y	abusarán	de	las	mujeres,	antes	de	matarlas!	¡Hay	que
luchar!
—No	veo	cómo	—suspiró	el	elegante	viajero,	encogiéndose	de	hombros—.	Hay
que	tener	sentido	práctico,	señores.	No	podemos	hacer	otra	cosa.
—¡Es	usted	un	cobarde!	—rugió	el	otro,	aferrándose	con	rictus	de	dolor	el
hombro	ensangrentado—.	Si	fuera	un	hombre	recogería	una	de	esas	armas	y
se	enfrentaría	solo	a	esos	rufianes...
—Y	duraría	un	segundo.	Cinco	armas	contra	mí	solo	son	demasiadas	armas	—
sonrió	el	joven,	sin	dejar	de	agitar	el	pañuelo—.	Esto	es	mucho	más
razonable,	créame.
Los	asaltantes	cesaron	de	disparar	ante	la	presencia	del	pañuelo	blanco.	Uno
de	los	jinetes	saltó	ágilmente	al	pescante,	y	se	hizo	cargo	de	las	riendas,
logrando	frenar	la	desbocada	carrera	de	los	animales,	para	ir	frenando
paulatinamente	el	carruaje.
Por	fin,	la	diligencia	se	detuvo	entre	una	polvareda,	crujiendo
alarmantemente	sus	castigadas	ruedas.	Cuatro	rifles	enfilaron	hacia	el
interior,	asomando	por	las	ventanillas.
—¡Salgan	todos,	pronto!	—rugió	una	voz	autoritaria—.	Y	sin	intentar	nada,	o
le	volaremos	la	cabeza	a	quien	haga	esa	estupidez.	¡Pronto,	fuera	del
vehículo!
Abrieron	la	portezuela.	El	quinto	hombre	saltó	del	pescante,	revólver	en
mano,	y	se	reunió	con	ellos.	El	quinteto	de	salteadores	formó	ante	la
portezuela	un	semicírculo	amenazador.
—No	disparen	—pidió	el	joven—.	Hay	dos	heridos	y	dos	mujeres.	Yo,	por	otro
lado,	no	voy	armado...
Salió	con	sus	manos	en	alto,	llevando	en	una	el	pañuelo	y	en	la	otra	el	libro.
Los	bandidos	le	contemplaron	estupefactos.
—Vaya,	si	debe	ser	un	intelectual	o	un	predicador	—farfulló	uno	de	ellos—.
Mira	cómo	viste.	Y	sabe	leer	y	todo...
Rieron	los	demás	de	buena	gana.	Tambaleantes,	salieron	los	dos	hombres
heridos.	Y,	por	último,	lo	hicieron	la	dama	y	su	joven	compañera.	La	belleza
de	la	muchacha	de	ojos	azules,	cuyos	dorados	cabellos	refulgían	ahora	bajo	el
sol,	despertó	la	admiración	de	los	salteadores.	Fue	ostensible	el	brillo	de
lujuria	en	sus	ojos	malévolos.
—Vaya,	qué	hermoso	regalo...	—comentó	el	que	parecía	el	jefe	del	grupo,
recorriendo	con	ojos	lúbricos	la	figura	esbelta	y	juvenil	de	la	muchacha—.	No
esperábamos	tan	dulce	botín,	¿no	es	cierto,	amigos?
Volvieron	a	reír	de	modo	soez.	Uno	de	los	heridos	fulminó	al	joven	del	libro
con	la	mirada.
—Se	lo	dije	—masculló—.	Son	un	hatajo	de	cerdos.	Abusarán	de	ellas	y	las
matarán,	lo	mismo	que	a	todos	nosotros...	¡Usted	y	su	valerosa	decisión	de
rendirse...!
—Cállate	tú,	perro	—le	ordenó	uno	de	los	asaltantes	al	que	hablaba—.	Ese
compañero	vuestro	que	no	lleva	armas	supo	lo	que	hacía.	Pensábamos
coseros	a	tiros	a	todos,	y	luego	quitaros	todo	lo	que	hubiera	de	valor.	Ese
chico	hizo	bien	en	rendirse.	Ahora	podemos	admirar	una	belleza	que	hubiera
sido	una	lástima	sacrificar...
Comprobaron	que	ninguno	llevaba	armas	y	les	dejaron	bajar	los	brazos.	Uno
de	los	bandidos	tocó	el	libro	que	llevaba	el	joven.	Este	permaneció	tranquilo.
—¿Qué	lees?	—quiso	saber	con	tono	brusco.
—Poemas.	Lord	Byron	—dijo	el	joven.
—¡Poemas!	—bramó	el	bandido	con	una	risotada—.	Creí	que	eso	sólo	lo	leían
las	mujeres...	¿Seguro	que	tus	padres	no	se	equivocaron	al	vestirte	así?
Todos	rieron	la	broma,	pero	el	aludido	no	se	mostró	ofendido	por	ello,
limitándose	a	apoyar	su	espalda	en	la	roja	madera	astillada	por	las	balas,	que
formaba	la	carrocería	de	la	diligencia.
—Bien	—dijo	el	jefe	del	grupo,	mirando	a	los	dos	hombres	heridos	con	cierto
resentimiento—.	De	modo	que	vosotros	erais	los	que	queríais	morir	matando,
¿eh?	Lástima	que	tengáis	que	morir	de	igual	forma,	pero	sin	posibilidad	de
defenderos	ya...	¿Queréis	rezar	algo	antes	de	morir?
—Id	al	infierno,	asesinos	bastardos	—gruñó	uno	de	los	heridos—.	Matadnos
cuando	queráis,	estamos	dispuestos.
—Muy	bien	—suspiró	el	jefe	del	grupo—.	Situadles	ahí.	Lejos	de	las	mujeres	y
del	otro	tipo.	Luego,	disparad.
Llevaron	a	viva	fuerza	a	los	dos	hombres	a	la	parte	posterior	de	la	diligencia.
Los	ojos	azules	de	la	muchacha	miraron	con	horror	al	joven	del	libro.	Luego,
trató	de	suplicar	a	los	salteadores:
—Por	el	amor	de	Dios,	eso	es	un	asesinato.	Os	daremos	todo	lo	que	llevamos,
pero	perdonad	sus	vidas...
—Imposible,	señorita	—rió	el	bandido—.	Nosotros	nunca	perdonamos	a
nuestros	enemigos.	De	todos	modos,	cuanto	lleven	de	equipaje	o	de	valor	es
nuestro	ya.	Será	mejor	que	no	se	meta	en	esto,	créame.	¡Eh,	vosotros,	acabad
de	una	vez!
Los	bandidos	alzaron	sus	armas	para	abatir	a	los	dos	viajeros	heridos.	Eran
tres	rifles	los	que	iban	a	vomitar	plomo	candente	sobre	sus	víctimas
indefensas.	Los	otros	dos	permanecían	cerca	de	las	mujeres	y	del	joven
desarmado,	como	simples	espectadores	de	la	doble	ejecución.
	
CAPITULO	III
El	joven	abrió	su	libro	y	comenzó	a	recitar	un	poema	trágico	en	voz	alta.	Los
bandidos	le	miraron	indiferentes.	Los	rifles	asesinos	se	alzaron	hacia	los	dos
hombres	dispuestos	a	morir...
Los	dedos	del	joven	pasaron	páginas.	No	fue	una	ni	dos	hojas.	Ni	siquiera
diez.	Pasó	todo	un	bloque	de	hojas	pegadas	entre	sí.	Dentro	del	volumen,
apareció	un	hueco	recortado,	una	especie	de	caja	introducida	en	el	libro,	con
todo	el	grosor	del	mismo,	conteniendo	un	negro	revólver	de	seis	tiros.
Lo	desprendió	de	los	dos	aros	metálicos	que	lo	sujetaban	al	hueco	del
volumen,	con	fulminante	rapidez.	Luego,	apretó	el	gatillo	sin	vacilar.
Fue	increíble.	En	simplemente	tres	segundos	o	algo	menos,	el	tambor
completo	del	revólver	se	había	vaciado	en	una	estruendosa	continuidad	de
disparos	sordos,	de	llamaradas	violentas.	El	arma,	movida	en	un	leve	giro	por
la	muñeca	diestra	del	joven,	alcanzó	mortalmente	a	los	cinco	hombres	antes
de	que	cualquiera	de	ellos	se	diese	exacta	cuenta	de	lo	que	sucedía.
Los	tres	individuos	que	iban	a	fusilar	a	los	heridos	saltaron	como	monigotes,
alcanzados	por	proyectiles	del	calibre	30	que	reventaron	su	cráneo	en
décimas	de	segundo.	Cuando	el	jefe	del	grupo	y	su	esbirro	giraron	la	cabeza,
estupefactos,	intentando	dirigir	sus	armas	contra	el	que	parecía	más
inofensivo	de	todos	los	viajeros	de	la	diligencia,	sólo	acertaron	a	ver	brotar	las
llamaradas	que	empujaban	contra	ellos	las	piezas	de	plomo	que	iban	a	hacer
pedazos	su	bóveda	craneana,	en	una	sucesión	de	blancos	impresionante	y
aterradora.
La	joven	lanzó	un	grito	ronco	de	estupor	y	de	angustia	al	ver	la	masacre
increíble	que	se	producía	ante	ella.	Cuando	quiso	darse	cuenta,	eran	cinco
cuerpos	sin	vida	los	que	yacían	ante	ellos,	dejando	sobre	el	terreno	árido
regueros	de	su	sangre.
La	mujer	de	edad	que	acompañaba	a	la	muchacha	lanzó	un	gemido	y	se
desmayó,	mientras	su	joven	compañera	soportaba	el	trágico	espectáculo	a	pie
firme,	aunque	sumamente	pálida.
—Cielos,	si	no	lo	veo	no	lo	creo...	—jadeó	uno	de	los	heridos,	contemplando	la
matanza.
—Los	liquidó	a	todos	en	un	instante...	¡Cinco	hombres	muertos	por	uno	solo!	Y
eso	que	no	llevaba	armas...
El	joven	sonrió	tristemente,	mirando	a	los	muertos.	No	había	piedad	en	su
rostro,	pero	tampoco	complacencia	por	la	victoria.
—No	me	gusta	matar	—dijo—.	Pero	se	trataba	de	nuestras	vidas	o	la	de	ellos.
Además,	las	mujeres	hubieran	corrido	una	suerte	atroz	en	sus	manos,	bastaba
ver	cómo	las	miraban...	Herirles	podía	no	ser	suficiente.	Había	que	asegurar
cada	diana.	Lamento	que	haya	tenido	que	ver	esto,	señorita.
—Peores	cosas	hubiese	tenido	que	sufrir,	de	ser	su	prisionera	—musitó	ella,
asustada	todavía.	Miró	al	joven	con	asombro—.	¿Cómo	puede	ser	tan	rápido
con	un	arma?
—Aprendí	a	serlo,	señorita,	y	esas	cosas	no	se	olvidan,	aunque	uno	quiera.
Ahora,	dejemos	de	hablar	de	ello.	Hay	que	curar	a	esos	dos,	hombres	y	ver	si
el	conductor	de	la	diligencia	aún	vive	y	tratar	de	reanimarle	en	tal	caso...
Debemos	salir	de	aquí	y	reanudar	viaje	cuanto	antes...	Podría	haber	otras
bandas	por	la	región	y	tener	menos	fortuna	lapróxima	vez...
—Sí,	creo	que	tiene	razón	—suspiró	la	joven—.	Yo	lavaré	y	vendaré	las	heridas
de	esos	hombres.	Usted	puede	Ocuparse	del	postillón.	En	cuanto	a	Carol...	mi
compañera,	creo	que	no	hará	falta	preocuparse	por	ella.	Se	desmaya	con
mucha	facilidad.
Sonrió	animosa,	demostrando	su	gran	valor,	evitó	mirar	los	cadáveres	que
salpicaban	el	suelo,	y	se	dirigió	a	los	dos	hombres	heridos	que	salvaron	tan
milagrosamente	sus	vidas.	Ambos	dirigieron	una	mirada	de	admiración	al
joven,	cuando	éste	escalaba	la	diligencia	para	examinar	al	postillón	herido
que	yacía	en	el	pescante.
—Vaya	tipo...	—comentó	uno	de	ellos—.	Y	yo	que	le	llamé	cobarde...
—Es	todo	un	hombre	—añadió	el	otro,	todavía	admirado	de	seguir	con	vida—.
Nunca	vi	en	mi	vida	disparar	con	tanta	rapidez	y	tanto	acierto...
Cuando	regresó	del	pescante,	el	joven	traía	buenas	noticias.
—Está	a	salvo	nuestro	postillón	—informó—.	Sufre	una	herida	en	una	pierna,
que	no	le	impedirá	conducir	el	vehículo,	una	vez	curado	debidamente.
—Hemos	tenido	suerte,	en	medio	de	todo	—asintió	uno	de	los	heridos—.	Pero
gracias	a	que	usted	viajaba	con	nosotros,	amigo.	¿Podrá	perdonarnos	cuanto
le	dijimos?
—Claro	—sonrió	él—.	No	tiene	importancia.	Estoy	acostumbrado	a	oír	cosas
así	desde	que	vivo	intentando	.no	recurrir	a	la	violencia.	Sólo	que	a	veces,	eso
no	es	posible,	por	desgracia,	y	hay	que	volver	a	empuñar	un	arma.
—¿Es...,	es	un	pistolero?	—preguntó	la	muchacha	tímidamente.
—Lo	he	sido	—sonrió	el	muchacho—.	Ahora	me	dedico	a	algo	mucho	más
pacífico	que	eso:	escribo	libros	en	el	Este,	señorita.
—Escritor...	Eso	es	maravilloso.
—No	lo	crea.	Nunca	seré	un	lord	Byron,	un	Shakespeare	—rió	él—.	Publico
novelas	baratas	con	relatos	sobre	héroes	del	Oeste...	Cuadernos	de	diez
centavos	para	los	amantes	de	aventuras.
—Es	muy	joven	para	haber	sido	ya	tantas	cosas...
—Empecé	a	vivir	demasiado	joven	también	—dijo	él	con	tono	grave—.	Era	un
niño	aún	cuando	disparé	por	primera	vez	un	revólver.
—¿Y	cuándo	mató	a	alguien?
—También	—asintió	con	expresión	sombría—.	Dejemos	eso	ahora.	Hay	que
salir	de	aquí	en	seguida...	Luego	habrá	tiempo	de	hablar	mientras	viajamos
hacia	nuestro	destino,	señorita...
—Lawrence.	Dionne	Lawrence.	Pero	puede	llamarme	solamente	Dionne.	En
cierto	modo,	ya	somos	amigos,	¿no	es	verdad?
—Así	es	—sonrió	él—.	A	mí	puede	llamarme	Shake.	Me	llamo	Shake	Harmon.
—¿Es	también	su	nombre	de...,	de	pistolero?	—musitó	Dionne.
—No	—negó	Shake—,	Alguna	vez	sabrá	cuál	fue	ese	nombre,	amiga	mía...
	
*	*	*
	
—La	sentencia	es...	¡muerte!
—¡Noooooo!	—aulló,	exasperado,	lívido,	el	hombre	atado	de	muñecas,	erguido
ante	el	que	acababa	de	emitir	la	frase	amenazadora—.	¡No,	cielos,	eso	no
puede	ser!	¡No	es	justo!	¡Sería	un	crimen!
Fría,	lenta,	majestuosamente,	el	hombre	sentado	en	el	sillón	de	cuero	se
incorporó,	con	movimientos	casi	rituales.	Su	mano	enguantada	de	negro
señaló,	implacable,	hacia	el	sentenciado.
—No	podrás	decir	nunca	que	he	sido	injusto,	O’Riordan	—habló	con
solemnidad,	glacial	la	voz—.	Tú	ni	siquiera	juzgaste	a	tus	víctimas,	como
tampoco	lo	hicieron	todos	los	demás.	Os	limitasteis	a	ser	unos	cobardes
asesinos.	Yo	te	he	dado	la	oportunidad	de	defenderte,	de	exponer	razones	en
tu	descargo.	Ninguna	de	ellas,	sin	embargo,	era	convincente.	Por	eso	he
reflexionado	y	he	tomado	mi	decisión	inapelable.
Como	juez	tuyo,	te	condeno	a	morir.	Como	verdugo,	yo	mismo	ejecutaré	esa
sentencia.
—¡No,	por	el	amor	de	Dios!	—sollozó	O’Riordan,	dejándose	caer	de	rodillas
ante	su	interlocutor—,	¡Piedad,	piedad!	¡Juro	que	me	he	arrepentido	una	y	mil
veces	del	daño	cometido!	¡Juro	que	he	sido	honesto	desde	entonces,	y	haré	lo
que	sea	con	tal	de	reparar	mi	culpa,	pero	morir	no...!	No	deseo	morir	aún...
La	temible	figura	erguida	frente	a	él	se	recortaba	a	contraluz	de	los	hachones
encendidos	que	iluminaban	la	sala,	como	una	gigantesca	sombra	de
murciélago,	tal	era	el	efecto	que	producía	aquella	silueta	negra,	de	flotante
capa,	como	alas	plegadas	de	un	quiróptero	colosal.	Sus	ropas	totalmente
negras,	sus	guantes	y	caperuza	de	igual	color,	contribuían	a	producir	ese	raro
efecto.	Por	otro	lado,	sus	ojos	no	eran	visibles,	puesto	que	la	caperuza
solamente	dejaba	ver	la	ranura	de	su	boca,	como	si	careciese	de	pupilas.	Todo
ello	contribuía	a	crear	la	imagen	de	un	alado	mamífero	fantástico.
—Nadie	desea	morir	—sentenció	con	su	profunda	voz	inexorable—.	Pero	a
veces	se	muere	en	.vida,	lenta	e	implacablemente,	sin	que	nada	ni	nadie
pueda	ayudarle	a	uno...	Tú	has	sido	culpable	de	un	crimen	horrible.	Y	ahora,
la	justicia	cae	sobre	ti.
—¿Qué	justicia?	—clamó	la	víctima—.	¡Esto	no	es	un	tribunal	legal,	ni	usted
un	juez	desapasionado!	¡Esto	es	más	venganza	que	justicia!
—Llámalo	como	quieras.	He	tratado	de	estudiar	fríamente	tu	caso.	Si	una	sola
cosa	hubiera	estado	a	tu	favor,	es	posible	que	mi	sentencia	hubiese	sido
distinta.	Pero	no	hay	nada	que	te	disculpe,	O'Riordan.	Nada	en	absoluto.	Por
tanto,	esta	misma	noche	se	cumplirá	la	sentencia.	Llevadle	ahora	a	su	celda
de	nuevo.
—¡No,	no!	—chilló	aterrado,	viendo	venir	hacia	él	a	dos	silenciosos	individuos
ataviados	también	con	negro	pantalón,	negras	botas	y	negra	camisa,	revólver
al	cinto—,	¡No	podéis	cometer	este	crimen	conmigo!	¡No	podéis	ser	tan
canallas,	tan	despiadados...!
El	temible	juez	permaneció	en	silencio,	mientras	los	gritos	del	sentenciado	se
perdían	en	la	distancia.	Luego,	una	pesada	puerta	sonó	sordamente,	al
cerrarse	tras	el	preso.	El	hombre	de	negra	silueta	se	sentó	de	nuevo,	con	un
suspiro,	hundiendo	el	velado	rostro	en	su	pecho.	Respiró	hondo.
—Ya	quedan	menos	—susurró—.	Solamente	tres...	y	habré	hecho	justicia
totalmente.	El	Murciélago	habrá	terminado	para	entonces	su	misión	en	este
lugar...
Sus	hombres	regresaron	en	silencio.	Uno	le	preguntó,	respetuoso:
—¿Cuándo	será	la	ejecución,	señor	Adams?
—Dentro	de	tres	horas	—dijo	lentamente	Nathan	Adams—.	Luego,	dejaremos
el	cuerpo	en	las	proximidades	del	campamento	minero.	Sé	que	O’Riordan	no
vino	solo	a	trabajar	en	esa	mina.	Le	acompañaba	un	hombre	del	que	nada
sabemos	aún.	Es	posible	que	sea	uno	de	los	que	busco.	Pero	no	hay	que
precipitarse.	Debemos	estar	seguros	antes	de	que	demos	el	siguiente	paso.
Ahora	dejadme	solo.
—Sí,	señor	—respondió	su	esbirro—.	Ya	oísteis.	Vamos.
Ellos	dos	y	otros	dos	hombres	igualmente	vestidos	de	negro	se	retiraron	en
silencio	de	la	cámara,	dejando	solo	a	su	jefe.	El	hombre	de	la	negra	capa
permaneció	quieto	y	calla	do	durante	largo	rato.	Parecía	meditar
profundamente	sobre	algo.	No	daba	la	impresión	de	que	su	sentencia
condenatoria	de	poco	antes	hubiera	hecho	de	él	una	persona	feliz.
Y,	sin	embargo,	había	hecho	de	aquella	extraña	y	tenebrosa	forma	de
administrar	justicia	el	motivo	y	razón	de	su	vida.	De	ese	modo,	varios
hombres	habían	muerto,	pagando	una	vieja	culpa.	Ahora,	otro	iba	a	morir.	Y
quedarían	sólo	tres	por	ser	hallados	y	sentenciados	de	igual	modo.
Para	esa	labor,	tenía	por	delante	el	resto	de	su	existencia.	Y	la	vecindad	de	la
mina	más	productiva	de	Nevada	que,	por	tanto,	era	el	mejor	señuelo	para
atraer	a	mineros	necesitados	de	trabajo	y	de	dinero.
Desde	un	principio,	Nathan	Adams	había	contado	con	esos	factores	para
hacer	realidad	su	oscura	y	despiadada	forma	de	administrar	justicia	en	ciertos
seres	a	quienes	había	buscado	durante	años	enteros.	Hasta	ahora,	nada	había
fallado.	Uno	a	uno,	ellos	acudían	a	él,	como	las	moscas	al	panal	de	miel.
Estaba	seguro	de	que	así	sería	con	todos	los	demás,	hasta	hacer	un	total	de
siete	hombres.	Siete	condenados	a	muerte	por	la	justicia	personal	e
inapelable	de	un	hombre	misterioso,	conocido	en	la	región	con	el	apodo	del
Murciélago.
—¿Te	ocurre	algo?
La	voz	le	sobresaltó	ligeramente.	Se	irguió	en	su	asiento.	Un	rumor	suave	de
pasos	se	aproximó	a	él.	Meneó	la	cabeza	encapuchada	con	movimiento
negativo.
—No,	Muriel	—negó—.	Nada	especial.
—¿Ya	has	dictado	sentencia?
—Sí.
—¿Y...?	—la	figura	de	mujer	se	acercó	a	él	y	se	detuvo	junto	a	su	asiento.
—Condenatoria	—dijo,	escueto.
—Entiendo	—ella	suspiró—,	¿Es	realmente	culpable?
—Lo	es.	Lo	admitió.	Pero	queríavivir,	salvarse.	Alegó	arrepentimiento.
—Tal	vez	sea	cierto.
—Todos	se	arrepienten.	Pero	sólo	cuando	ven	la	muerte	cerca,	Muriel.	Yo
entiendo	de	hombres	y	de	sentimientos.	Me	informé	sobre	O’Riordan	antes	de
dictar	sentencia,	como	en	todos	los	casos.	Como	ves,	nada	de
arrepentimiento.	Esa	gente	nace	y	muere	siendo	igual.
—Posiblemente	tengas	razón	—dijo	ella	con	lentitud—.	Pero	han	llegado	a	mis
oídos	comentarios	de	los	mineros	del	campamento...
—¿Y	qué?
—No	les	gusta	lo	que	está	ocurriendo.	Dicen	que	nadie	tiene	derecho	a
tomarse	la	justicia	por	su	mano.	Ni	siquiera	un	juez,	cuando	no	ejerce	como
tal.
—¿Por	qué	no	vienen	ellos	a	decírmelo	personalmente?
—Sabes	bien	por	qué.	Te	temen.	Temen	a	tus	hombres,	a	tu	poder.
—Prefiero	a	gente	temerosa	que	a	envalentonados	o	irreflexivos.	Nunca	hacen
nada.
—¿Y	si	un	día	lo	hacen?
—Sabré	responderles.	Sé	que	tengo	razón.	Esos	hombres	son	asesinos.
Trabajan	de	mineros	para	ganar	un	salario,	pero	todos	ellos	fueron	culpables
de	algo.	Y	nunca	dejaron	de	ser	lo	que	fueron	en	otro	tiempo:	vulgares
criminales,	capaces	de	todo	por	un	puñado	de	dólares	o	por	un	poco	de	oro.
—¿Por	qué	no	has	recurrido	nunca	a	la	ley?
—Porque	yo	soy	la	ley	—replicó	él	fríamente—,	¿Alguna	objeción,	Muriel?
—No,	claro	que	no.	No	estoy	aquí	para	combatirte.
—Pues	no	lo	parece.
—Sólo	quería	advertirte	de	algo	que	puede	suceder	en	cualquier	momento.
Estas	son	tierras	sin	ley.	Pero	siempre	puede	cambiar	ese	panorama.	Hay
delegados	del	Gobierno	que	se	ocupan	de	recorrer	las	regiones	difíciles	para
imponer	la	legalidad.	Cualquier	día,	un	marshal	federal	podría	llegar	a
Goldtown.	Me	pregunto	cómo	calificaría	tus	ejecuciones.	Para	él	podrían	ser
simples	homicidios	a	sangre	fría.
—Ese	momento	aún	no	ha	llegado,	Muriel.
—¿Y	si	llegase?
—Hablaríamos	entonces	de	ello.
—Entonces	podría	ser	tarde,	Nathan...	Compréndelo.	—Puso	sus	manos	sobre
los	hombros	de	él,	empezando	a	acariciarlos	como	un	masaje	relajante—.	Sólo
trato	de	ayudarte	en	todo,	bien	lo	sabes.	Estoy	de	acuerdo	contigo	en	hacer
justicia	sobre	cosas	que	nadie	castigó	jamás	ni,	posiblemente,	pensará	en
castigar	nunca,	entre	otras	cosas	porque	sucedieron	hace	demasiado	tiempo	y
porque	ésta	es	tierra	dura,	de	gentes	y	de	hechos	violentos.	Pero	tampoco
deseo,	por	ello	mismo,	que	corras	riesgo	alguno	en	el	futuro.	Sabes	que	no
estás	solo	en	todo	esto,	Nathan.	Que	estaré	a	tu	lado	hasta	el	final,	sea	éste
cual	sea...
—Gracias,	Muriel	—murmuró	él.	tras	un	silencio—.	Sé	que	puedo	confiar	en	ti.
No	espero	que	me	defraudes.	Nunca	lo	hiciste	hasta	hoy.
—Ni	creo	que	lo	haga	nunca.	Pero	tengo	miedo,	Nathan.
—¿Miedo?	¿Por	qué?
—Más	bien	deberías	preguntar	«por	quién».	Temo	por	ti,	Nathan.
—No	hay	porqué	—una	risa	amarga	brotó	por	la	rendija	de	la	caperuza	de
seda	negra	que	envolvía	su	cabeza—.	Yo	hace	tiempo	que	dejé	de	tener	miedo
a	todo.	ES	la	ventaja	de	los	hombres	como	yo,	Muriel.	Ya	no	podemos	temer	a
nada	ni	a	nadie,	porque	no	hay	cosa	peor	que	nuestra	propia	existencia
actual.	Pero	dejemos	eso	ahora.	Debemos	tomar	algo,	aunque	no	tengo
apetito.	Dentro	de	tres	horas,	debe	cumplirse	sentencia.
Ella	tuvo	un	leve	estremecimiento.	Y	él	debió	notarlo,	a	través	de	las	manos
apoyadas	en	sus	hombros,	aunque	no	dijo	nada.
—¿Quién	la	ejecutará?	—quiso	saber	la	mujer.
—Como	siempre,	yo.	Yo	mismo.
—Entiendo	—respiró	hondo—.	Vamos,	Nathan.	Pero	yo	tampoco	tengo	apetito.
El	se	puso	en	pie.	Ella	le	tomó	de	una	de	sus	enguantadas	manos.	Echaron	a
andar	hacia	una	puerta	lateral.	Ella	abrió.	Pasaron	por	el	hueco,	con	paso
lento,	como	midiendo	cada	palmo	de	terreno.
Atrás	quedó	la	amplia	estancia	sombría,	sin	ventanas,	con	los	hachones
encendidos	colgados	de	los	muros,	donde	un	hombre	había	sido	condenado	a
muerte	por	un	juez	inapelable	llamado	Nathan	Adams,	a	quien	todos	llamaban
allí	El	Murciélago.
Aquella	noche,	en	las	afueras	del	campamento	minero,	fue	hallado	el	cadáver
del	trabajador	Mike	O’Riordan,	con	sólo	dos	semanas	de	antigüedad	en	la
mina	Eldorado,	muerto	de	un	disparo	entre	ambas	cejas.	Un	papel	prendido
en	sus	ropas,	indicaba	con	letras	mayúsculas:
Fue	condenado	y	ejecutado.	Pero	murió	con	un	arma	en	la	mano,	enfrentado	a
su	verdugo.	Algo	que	él	nunca	concedió	a	sus	víctimas.	Era	un	asesino	y	un
ladrón.	Se	hizo	justicia.
NATHAM	ADAMS	EL	MURCIÉLAGO
Esa	noche,	el	comisario	King,	enfurecido,	tomó	su	caballo,	lo	ensilló,	y	partió
al	galope,	en	dirección	a	Goldtown,	a	sólo	diez	millas	de	distancia	del
campamento.	Iba	a	entrevistarse	con	el	sheriff	Bryce,	representante	de	la	Ley
en	el	condado.
No	se	hacía	demasiadas	ilusiones,	porque	Bryce	tenía	ya	casi	cincuenta	y
cinco	años	y	su	capacidad	como	hombre	encargado	de	velar	por	el	orden	y	la
legalidad	era	muy	dudosa.	Pero	con	alguien	tenía	que	comentar,	y	lo	antes
posible,	la	serie	de	muertes	que,	bajo	el	pretexto	de	una	extraña	y	rígida
justicia,	estaba	llevando	el	temor,	la	desorientación	y	una	cierta	dosis	de
desmoralización	colectiva	a	su	pueblo	de	mineros.
	
CAPITULO	IV
Realmente,	no	era	una	imagen	esperanzadora	la	que	el	comisario	King	se
encontró	al	pisar	Goldtown	y	ver	por	primera	ocasión	al	sheriff	Bryce,	a	quien
sólo	conocía	por	referencias.
Alguien,	al	asomar	por	la	oficina	desierta	del	hombre	de	la	Ley,	le	había
enviado	al	saloon	llamado	La	Pepita	de	Oro,	no	lejos	de	aquel	edificio.	Al
parecer,	Bryce	compartía	excesivamente	sus	horas	como	sheriff	con	las
dedicadas	a	la	cerveza	o	a	la	ginebra,	e	incluso	a	una	gorda	y	rubia	cantante
del	establecimiento.	Bastante	decepcionado	ante	tales	referencias,	Maxwell
King	encaminó	sus	pasos	hacia	el	local,	pero	nunca	imaginando	lo	que	iba	a
encontrarse	allí	cuando	asomara	dentro	del	establecimiento	destinado	a
beber	y	divertirse.
Era	una	escena	penosa,	lamentable.	Y	desoladora	para	todas	las	esperanzas
que	el	bueno	de	King	pusiera	en	aquella	visita	a	Goldtown,	en	busca	de	apoyo
material	o	moral	para	su	difícil	labor	en	el	Campamento	minero.
No	conocía	personalmente	a	Jason	Bryce,	pero	al	ver	al	hombre	de	pelo
blanco,	rostro	rugoso	y	curtido,	con	la	placa	de	latón	al	pecho,	no	tuvo	duda
alguna	sobre	su	identidad.	Lo	peor	era	todo	lo	demás.
Bryce	estaba	inmóvil,	pálido	y	confuso,	en	un	rincón	del	establecimiento.	No
llevaba	arma	alguna	en	su	vacía	y	gastada	pistolera	de	cuero,	colgada	de	su
cadera	derecha.	Era	simple	testigo,	y	no	demasiado	sereno,	de	lo	que	estaba
sucediendo	en	el	saloon	cuando	King	cruzó	la	puerta,	haciendo	oscilar	los
batientes	de	madera	roja	de	un	empellón.	De	inmediato,	notó	el	frió	contacto
del	cañón	de	un	revólver	pegándose	a	su	mentón,	mientras	chascaba	un
percutor	de	modo	significativo,	amartillando	el	arma	que	acababa	de	entrar
en	contacto	con	su	piel.
—Adentro,	amigo.	Un	gesto	tonto	y	le	vuelo	la	cabeza	—rió	una	voz	agria	y
con	un	hedor	fuerte	a	whisky	cuando	el	aliento	le	rozó	la	cara—.	Sea	bien
venido	a	la	fiesta,	quienquiera	que	sea...
Simultáneamente,	una	mano	le	despojó	del	revólver,	antes	de	que	tuviera
tiempo	de	pensar	en	algo	práctico.	Se	halló	así	inerme	y	bajo	la	amenaza	de
un	Colt	calibre	45,	capaz	de	convertir	su	cabeza	en	pulpa	informe	con	sólo	la
presión	de	un	dedo	en	el	gatillo.	Procuró	no	provocar	tal	hecho,	quedándose
quieto	como	una	estatua,	aunque	sudando	copiosamente	y	maldiciendo	para
sus	adentros	el	momento	en	que	pensó	en	ir	a	Goldtown	a	pedir	ayuda	para
sus	problemas.	Por	las	apariencias,	el	campamento	minero	era	un	paraíso,	al
lado	de	la	población	vecina	de	Goldtown.
Su	mirada	estudió	rápidamente	la	situación,	aunque	no	movió	un	solo
músculo	de	su	rostro	y	menos	aún	de	su	cuerpo.	Los	ojos	giraron	en	las
órbitas,	revisando	cada	rincón	de	la	desagradable	escena	con	que	se
enfrentaba	en	ese	momento.
Los	protagonistas	de	la	situación	eran,	evidentemente,	compañeros	del	tipo
que	le	mantenía	a	él	bajo	amenaza	con	su	Colt	pegado	a	la	mandíbula.	Se
trataba	de	tres	hombres	también	provistos	de	voluminosos	revólveres	de
pesado	calibre.	Todos	ellos	tenían	aspecto	de	rufianes	de	la	peor	calaña.
Desaseados,	barbudos,	sucios,	de	ropas	sudorosas	y	polvorientas,	capacesde
cualquier	cosa	por	el	más	mínimo	pretexto.
Bajo	su	amenaza,	un	hombre	de	edad	madura	aparecía	inmovilizado,	incapaz
de	reacción	alguna,	puesto	que	dos	de	los	revólveres	enfilaban	su	persona	con
indudable	aire	ominoso,	los	percutores	a	punto	de	caer	sobre	los	fulminantes
de	los	cartuchos.
Junto	a	él,	una	muchacha	de	grandes	y	hermosos	ojos	azules,	parecía
sobrecogida,	aterrada	por	la	situación,	aferrando	un	brazo	del	hombre
amenazado.	Vestía	elegantemente,	a	la	moda	del	Este,	y	parecía	encajar	tan
poco	en	aquel	saloon	de	Nevada	como	un	búfalo	en	un	restaurante	de	lujo.
Aparecía	pálida,	aunque	con	aire	sereno,	si	bien	miraba	angustiada	a	las
armas	que	amenazaban	al	hombre	maduro.
—Papá,	¿qué	está	ocurriendo	aquí?	—la	oyó	preguntar	King,	al	entrar	en	el
local	y	verse	así	sorprendido	por	tan	desagradable	situación.
—Cálmate,	hija	—le	respondía	en	ese	momento	el	hombre,	tratando	de
mostrar	calma	en	su	voz,	levemente	temblorosa—,	Llegaste	en	mal	momento	a
Goldtown,	Dionne...
—Pero	¿por	qué,	papá,	por	qué?	—casi	clamó	ella,	exasperada,	mirando	con
centelleo	agresivo	a	los	pistoleros	desaseados	que	mantenían	el	control	de	la
situación—.	¿Quiénes	son	esos	rufianes?
—Escuche,	Lawrence,	será	mejor	que	enseñe	a	hablar	más	comedidamente	a
su	bonita	y	elegante	hijita	—avisó	con	sorna	uno	de	los	tipos	armados,
mirando	malévolo	al	hombre	maduro—.	No	nos	gustan	los	insultos,	y	menos
en	labios	de	una	señorita...
—Será	mejor	que	calles.	Dionne,	hija	mía	—susurró	penosamente	el	llamado
Lawrence—.	Estos	hombres	son	capaces	de	todo.	¿Por	qué	no	sales	de	aquí?
Ellos	no	pueden	tener	nada	contra	ti.	Son...	asuntos	personales	solamente,
compréndelo...
—No,	no	lo	comprendo.	Quien	tiene	un	asunto	con	mi	padre	capaz	de
provocar	amenazas	de	muerte,	lo	tiene	también	conmigo	—sostuvo	ella,
enérgica—.	¿Qué	quieren	exactamente	de	ti?
—Es	una	larga	historia,	Dionne.	—El	hombre	maduro	parecía	realmente	en
apuros—.	Por	favor,,	vete...	Es	un	ruego,	querida.	No	me	sucederá	nada	si
sales	de	aquí	y	me	dejas	discutir	la	cuestión	con	estos...,	estos	caballeros.
Dionne,	esto	no	es	el	Este,	donde	tú	te	has	educado.	La	señora	Stockwell	no
debió	dejarte	entrar	en	una	cantina.	Estos	establecimientos	están	prohibidos
a	las	mujeres	en	el	Oeste.	Luego	hablaremos	de	todo	ello,	querida.
Dubitativa,	ella	miró	a	su	padre,	como	si	no	quisiera	abandonar	el	lugar.	Pero
finalmente	lo	hizo	con	lentitud,	sin	que	ninguno	de	los	presentes	intentase
nada	contra	ella.
Ya	cerca	de	la	salida,	manifestó	con	tono	despectivo,	mirando	al	sheriff	local:
—Me	siento	avergonzada	de	que	estas	cosas	ocurran	en	un	lugar	que	se	dice
medianamente	civilizado,	en	mi	propio	país.	¿Y	usted	es	la	Ley	aquí?	Veo	que
los	hombres	de	Goldtown	no	son	precisamente	viriles	ni	valientes.	Todos
deberían	vestir	faldas,	a	juzgar	por	su	actitud.	Solamente	un	puñado	de
mujerzuelas	medrosas	se	acobardarían	ante	un	puñado	de	ratas	miserables
que	apestan	a	suciedad	y	a	mugre	y	que,	ciertamente,	tampoco	demuestran
ser	mucho	más	valientes	ni	más	dignos	de	ser	llamados	hombres,	cuando
apoyan	su	superioridad	en	unas	armas	de	fuego.
Un	silencio	helado	siguió	a	esos	graves	insultos	de	la	muchacha.	El	sheriff
palideció	aún	más,	su	padre	mostróse	aturdido	y	alarmado,	y	los	tipos
armados	se	miraron	entre	sí	con	una	especie	de	repentina	cólera	nada
esperanzadora	para	la	valerosa	joven.
—Eh,	espere	ahí,	señorita	—avisó	uno	de	los	tipos	durante—.	Vuelva	con	su
papaíto.	Esta	vez	se	ha	pasado	en	sus	insultos	y	va	a	tener	que	responder	de
ellos...
—¿En	qué	forma?	—replicó	ella,	altanera,	mirándoles	con	desprecio—,
¿Necesitan	sus	armas	también	para	una	mujer,	hatajo	de	miserables?	¿Van	a
obligarme	a	volver	por	la	fuerza?	¿O	tienen	miedo	de	una	mujer?
—Ya	basta,	estúpida	—se	enfureció	uno	de	ellos,	avanzando	rápido	hacia	ella,
y	pegándole	un	empellón	que	la	lanzó,	dando	tumbos	entre	mesas	y	taburetes,
hasta	reunirse	con	su	padre,	que	la	sujetó	a	duras	penas	para	impedirle	caer
al	suelo—.	Si	te	crees	muy	valiente,	vas	a	saber	lo	que	significa	una
despreciable	mujer	en	tierra	de	hombres.
—¿Hombres?	—ella	soltó	una	carcajada,	mirándoles	con	desprecio,
centelleando	agresivas	sus	azules	pupilas—.	No	me	hagan	reír.	Ustedes	son
sólo	basura	indigna	de	ese	nombre...
El	más	próximo	a	ella	le	pegó	con	el	revólver	en	la	cara.	Dionne	Lawrence
exhaló	un	grito	ronco	de	dolor,	su	mejilla	se	abrió,	empezando	a	correr	la
sangre,	y	cayó	de	rodillas,	sintiendo	girar	todo	en	torno	suyo.
—¡Cobardes,	asesinos!	—bramó	su	padre,	enfurecido,	tratando	de	enfrentarse
a	los	hombres	armados.
Uno	de	ellos	le	apoyó	el	revólver	amartillado	en	la	sien	y	soltó	una	risotada.
Lawrence	se	paró	en	seco.
—Un	paso	más,	un	insulto	nuevo,	y	te	vuelo	los	sesos,	imbécil	—rugió—.
Además,	tu	hija	seguirá	tu	misma	suerte.	No	nos	gustan	las	mocosas
demasiado	valientes.	Excitan	a	los	cobardes	como	vosotros.	Esto	va	a
terminarse,	Lawrence.	Estamos	hartos	de	ti	y	vinimos	solamente	a	advertirte
amistosamente.	Pero	la	cosa	ha	ido	demasiado	lejos.	Ya	no	bastan
advertencias.	Te	vamos	a	matar.	Ahora	mismo.
—No	seréis	capaces	—jadeó	él—.	Delante	de	mi	hija...,	de	toda	esta	gente...
—Claro	que	nos	atreveremos	—rió	el	que	hablara	antes,	apartando	el	arma	de
su	sien,	pero	apuntando	a	su	cuerpo	fríamente—.	¿Hay	alguien	que	trate	de
impedirlo	entre	los	presentes?
King	se	sintió	espoleado	en	su	honestidad	de	hombre	justo.	Gritó,	pese	al
arma	que	le	encañonaba:
—¡Eso	será	un	crimen!	¡Tendréis	que	matarme	también	a	mí,	o	haré	que	os
persigan	hasta	colgaros	a	todos	por	asesinato!	¡Y	si	el	resto	de	esta	gente	son
realmente	dignos	de	llamarse	personas	y	hombres,	obrarán	igual	que	yo!
¡Sólo	una	matanza	os	librará	de	ser	acosados,	perseguidos	y	conducidos	al
patíbulo	si	tocáis	a	ese	hombre!
—No	sabes	lo	que	dices	—rezongó	uno	de	los	rufianes—.	Estás	rodeado	de
ratas	cobardes	que	no	moverían	un	dedo	por	nadie.	Si	te	pones	pesado,	te
enviaremos	al	infierno	junto	con	Lawrence.	Y	no	te	preocupes:	ninguno	de
esta	ciudad,	ni	siquiera	el	sheriff	Bryce,	hará	nada	en	absoluto	por
castigarnos...
Todos	ellos	rieron.	King,	viendo	los	rostros	de	los	clientes,	del	cantinero	y	del
propio	sheriff	local,	comprendió	que	los	tipos	tenían	razón.	Allí,	nadie	haría
nada	por	hacer	justicia	cuando	asesinaran	a	Lawrence	y,	posiblemente,
también	a	él	por	hablar	demasiado.
El	que	le	amenazaba	directamente	se	apartó	un	poco,	pero	su	revólver	no	dejó
de	encañonarle.	Sollozando,	con	su	mejilla	sangrando,	Dionne	se	abrazó	a	su
padre	murmurando	con	voz	patética:
—Vine	a	reunirme	contigo,	papá.	Y	no	dejaré	que	te	asesinen.	Moriré	contigo,
si	es	preciso.	Pero	esos	cerdos	no	se	saldrán	con	la	suya	impunemente.
—Dionne,	hija	mía,	no	digas	locuras	—suplicó	su	padre—.	Vete	de	aquí,
pronto.	Ellos	te	dejarán	salir	todavía.	No	les	excites	más,	y	deja	que	pague	yo
mis	propios	errores,	pero	nunca	tú,	querida	mía...
—No,	no	—negó	uno	de	ellos,	amenazando	malignamente	con	su	revólver	a	la
joven—.	Ella	también	se	queda.
—¡Canallas!	—rugió	Lawrence,	lívido—	¡No	podéis	hacer	eso	con	ella!
—Hacemos	lo	que	nos	da	la	gana.	—Hubo	una	carcajada	agria	en	el	pistolero
—.	¿Hay	alguien	que	replique?	¿Dónde	está	la	Ley,	dónde	la	gente	de
Goldtown	que	pueda	oponerse	a	que	hagamos	lo	que	nos	venga	en	gana?
—Aquí,	amigos,	hay	alguien	que	no	está	de	acuerdo	con	vuestra	sucia
cobardía	—dijo	una	inesperada	voz,	desde	alguna	parte	del	local.
Los	cuatro	individuos	armados	levantaron	la	cabeza,	sorprendidos,	buscando
el	origen	de	la	voz	que,	indudablemente,	venía	del	altillo	del	saloon.
Y	allí	estaba	quien	había	hablado.	Tranquilamente	asomado	a	la	barandilla	del
piso	alto	del	local,	mirándoles	por	encima	de	los	revólveres	de	calibre	45	que
sus	manos	empuñaban	con	firmeza	y	seguridad.
Lo	que	siguió	fue	realmente	tan	rápido	como	sangriento	y	espantoso.
Incrédulo,	el	comisario	King	vio	brotar	llamaradas,	humo	y	estruendo	de
aquellos	dos	Colt	amartillados,	fijos	en	el	centro	de	la	sala.	Con	una	mortífera,
increíble	precisión,	las	balas	llegaron	a	su	destino,	martilleando	implacables	a
los	cuatro	suciosindividuos,	dueños	hasta	entonces	de	la	situación.
Pese	a	que	dos	de	ellos	se	revolvieron,	jurando	rabiosamente	y	disparando	sus
armas	hacia	la	altura,	ya	habían	sido	vencidos	por	la	iniciativa	del	nuevo
personaje	del	drama,	y	los	dos	revólveres	del	recién	aparecido	sembraron	la
muerte	en	el	saloon	de	un	modo	implacable	y	atroz.
Cuatro	cuerpos	humanos	saltaron,	rebotando	entre	mesas	y	taburetes,	como
simples	peleles	ensangrentados,	a	medida	que	las	piezas	de	plomó	taladraban
sus	carnes,	hasta	abatirles	en	las	más	diversas	posturas,	en	medio	del	mudo
horror	de	todos	los	presentes.
Un	silencio	de	muerte	siguió	a	la	masacre	en	la	cantina	de	Goldtown.
Incrédulos,	estupefactos,	los	testigos	de	la	escena	comprobaron	que	ni	una
sola	de	las	balas	del	solitario	luchador	se	perdió	o	hirió	a	alguno	de	los
presentes.	Tan	sólo	el	fuego	se	había	concentrado	en	los	cuatro	hombres,
abatiéndoles	sin	vida	en	cuestión	de	escasos	segundos.
—Dios	mío...	—jadeó	King,	perplejo—.	¡Qué	modo	de	matar...!
Lawrence,	incrédulo	todavía,	se	abrazaba	a	su	hija,	comprendiendo	que	un
desconocido,	en	una	especie	de	raro	milagro,	acababa	de	salvarles	la	vida	a
ambos.	En	su	rincón,	el	sheriff	Bryce	se	rehízo	lentamente,	meneó	la	cabeza,
contemplando	los	cuatro	cuerpos	sin	vida,	y	terminó	por	susurrar,	buscando
con	su	mirada	al	autor	de	las	cuatro	muertes:
—Nunca	vi	nada	igual...	¿Quién	es	ese	hombre?
También	el	cantinero	y	los	demás	contemplaban	al	recién	aparecido,
preguntándose	quién	podía	ser	aquel	hombre	joven,	tranquilo,	frío	y	sereno,
cuyos	humeantes	revólveres	habían	logrado	lo	que	un	puñado	de	casi	veinte
hombres	habíanse	sentido	incapaces	de	conseguir.
Sólo	la	joven	Dionne	Wallace,	todavía	con	la	sangre	resbalando	por	su	mejilla,
elevó	los	grandes	ojos,	azules	e	ingenuos,	aunque	capaces	de	mostrar	Valor	y
osadía	temeraria,	como	demostrara	momentos	antes,	hacia	el	salvador	de	su
padre	y	de	ella	misma,	y	murmuró	al	reconocer	el	joven,	anguloso	rostro	viril:
—Otra	vez	usted...	Cielos,	Shake...	Gracias.	Mil	veces	gracias	por	salvarnos	a
mi	padre	y	a	mí...	Dos	veces	le	debo	la	vida,	amigo	mío...
Su	joven	salvador	se	limitó	a	sonreír,	enfundó	sus	armas	en	dos	pistoleras
gemelas	que	colgaban	en	sus	caderas,	y	echó	a	andar	hacia	la	escalera	para
descender	del	altillo	al	ensangrentado	piso	bajo	del	saloon...
	
*	*	*
	
—Por	fortuna,	el	corte	no	es	demasiado	profundo	aunque	haya	sangrado	—
dijo	el	médico,	bajándose	las	mangas	tras	secarse	las	manos,	y	sonriendo	a	la
joven	con	el	esparadrapo	sobre	la	mejilla—.	No	le	quedará	la	menor	señal	en
su	bonito	rostro,	estoy	seguro.
—Gracias,	doctor	—suspiró	la	muchacha	con	alivio.	Luego	enrojeció
levemente	su	mejilla	visible,	al	ver	los	ojos	de	su	joven	salvador	fijos	en	ella,
desde	el	otro	ángulo	de	la	consulta—.	La	verdad	es	que	ya	ni	siquiera	me
preocupaba	eso.	Fue	todo	tan	terrible...
—Trate	de	no	pensar	en	ello.	Ya	pasó	—dijo	suavemente	Shake—.	Ya	le	dije
que	no	es	agradable	la	violencia	jamás.	Pero	hubiera	sido	peor	que	esa
violencia	cayera	sobre	usted	y	su	padre	que	sobre	esa	gentuza.
—En	poco	tiempo,	dos	veces	me	he	enfrentado	a	algo	que	en	el	Este	no	es
fácil	experimentar	—suspiró	la	muchacha	con	amargura.	Ahora	sus	ojos
fueron	a	la	puerta	de	la	estancia,	donde	se	hallaba	su	padre	en	pie,	mirándola
preocupado—.	Y	por	dos	veces	he	sentido	la	muerte	muy	cerca,	papá.	Pero	no
puedo	entender	por	qué	esa	gente	deseaba	hacerte	daño	a	ti.
—Ya	te	dije	que	es	una	larga	historia,	hija	—musitó	Lawrence	tristemente—.
En	estos	lugares	las	cosas	se	arreglan	de	modo	distinto	a	como	suelen
resolverse	en	el	lugar	de	donde	tú	vienes.
—De	todos	modos,	señor	Lawrence,	su	situación	con	aquellos	individuos	era
bastante	seria	—apuntó	Shake	con	leve	ironía—.	De	no	haberse	dado	el	caso
de	que	yo	había	entrado	antes	que	ustedes	en	ese	saloon,	alquilando	una
habitación	arriba	para	descansar	unas	horas,	creo	que	ambos	hubieran
pasado	un	mal	rato.
—De	sobra	lo	sé.	—Lawrence	se	mostró	casi	adusto	con	el	joven,	pese	a
cuanto	le	debía—.	Se	lo	agradezco	mucho,	sobre	todo	por	mi	hija...	Ella	ya	me
ha	contado	que	fue	usted	quien	sacó	de	apuros	a	los	viajeros	de	la	diligencia,
en	su	viaje	hacia	Goldtown.
—Eso	es	lo	de	menos	—Shake	le	observaba	con	fijeza	e	interés—.	Lo	que	me
intriga	es	la	clase	de	problemas	que	usted	tiene	aquí	con	cierta	gente.	Estoy
seguro	de	que	aquellos	tipos	no	amenazaban	en	vano.	Querían	crearle	serias
dificultades	por	alguna	razón.
—Eso	es	bien	cierto.
—¿Por	qué	razón,	papá?	—quiso	saber	ella	vivamente—.	No	puedes	ocultarme
lo	que	sucede	por	más	tiempo...
—Bien	quisiera	hacerlo,	Dionne,	pero	sé	que	ello	es	imposible	—resopló
Lawrence	con	tono	cansado—.	Todos	lo	saben	aquí.	Pero	en	Goldtown	no	hay
nadie	capaz	de	ayudar	a	los	demás.	Todos	tienen	demasiado	miedo.
—Empezando	por	el	sheriff	—rió	sordamente	Shake—.	Ya	vimos	el	papel	que
hacía	en	todo	aquello.	Estaba	mucho	más	asustado	que	usted,	señor
Lawrence.
—Pero	ese	miedo,	¿a	qué	o	a	quién	es,	papá?	—se	exasperó	Dionne	Lawrence
—,	¿A	un	puñado	de	rufianes	armados	y	camorristas,	que	un	solo	hombre	se
cuidó	de	eliminar	sin	dificultad?
—No	es	sólo	eso,	hija	—suspiró	su	padre—.	Admito	que	tu	amigo	hizo	algo
increíble.	Esa	gente	era	peligrosa,	aunque	no	lo	parecía	en	absoluto	cuando
este	hombre	disparó	sobre	ellos.	Pero	solamente	eran	sicarios,	esbirros	de
alguien.	Actuaban	así	por	cuenta	ajena,	cumpliendo	órdenes.
—Era	de	suponer	—señaló	Shake	con	sequedad—.	No	parecían	tipos	capaces
de	pensar	por	sí	mismos.
—Así	es.	Tras	ellos	se	encuentra	mi	enemigo.	El	hombre	a	quien	no	sólo	yo
tengo	miedo,	sino	otros	muchos	también.
—¿Quién	es	ese	hombre?
—Se	llama	Silvers.	Hasper	Silvers.	Su	nombre	no	te	dirá	nada.
—No,	nada	—los	bellos	ojos	de	la	muchacha	se	fijaban	en	su	padre—.	¿Quién
es	él?
—Un	hombre	duro	y	peligroso.	Alcanza	siempre	cuanto	se	propone.	Si	no	lo
logra	legalmente,	lo	consigue	por	otros	medios.	Me	quiere	comprar	mi
propiedad.
—¿La	vieja	mina?	—Dionne	parpadeó,	sorprendida—.	Si	apenas	vale	nada...
—Claro	que	no	vale	nada.	Pero	aunque	se	agotó	la	veta	de	plata	hace	años,	su
terreno	posee	alto	valor.	Es	el	paso	obligado	para	el	ganado,	en	ruta	hacia	el
abrevadero	que	para	ellos	es	Arroyo	Plata.	Si	alguien	posee	esa	tierra	y	la
acota,	cerrando	el	paso	a	las	reses,	quien	esto	hiciera	sería	el	amo	virtual	de
la	región.	Todos	se	verían	obligados	a	pagarle	el	derecho	de	peaje	y	el	agua	al
precio	que	él	fijase,	o	el	ganado	moriría	de	sed	en	poco	tiempo.	Las	montañas
mineras	cierran	a	ambos	lados	el	acceso	al	arroyo,	que	por	un	lado	es	un
torrente,	y	por	el	otro	un	vertedero	de	residuos	minerales	de	la	mina	de	oro.
Solamente	el	paso	por	mi	vieja	mina	permite	a	los	ganaderos	llegar	al	arroyo
sin	problemas.
—¿Sería	legal	cerrar	la	propiedad,	si	la	adquiriese	ese	hombre?	—quiso	saber
Shake.
—Posiblemente	sí.	Cada	uno	hace	lo	que	quiere	con	su	tierra.	Puede	cerrarla
a	cal	y	canto	y	exigir	lo	que	quiera	por	el	derecho	a	pasar	por	ella.	Y	más	aún
si	tiene	a	su	servicio	un	puñado	de	hombres	desaprensivos,	dispuestos	a	todo.
Eso	es,	concretamente,	el	casó	qué	nos	ocupa	ahora,	amigo	mío.
—¿Los	ganaderos	locales	no	le	apoyan?
—No	pueden	hacerlo.	No	tienen	gente	de	armas	como	Silvers.	Temen	a	éste	y
a	su	pandilla.	Me	ruegan	que	no	venda	por	nada	del	mundo,	pero	ellos
tampoco	se	atreven	a	pujar	contra	Silvers	y	comprarme	a	mí	la	vieja	mina,
porque	eso	significaría	la	guerra	abierta	entre	ellos	y	Silvers,	y	no	les	seduce
la	idea	de	un	enfrentamiento.
—Y	usted	no	piensa	vender.
—No.	No	quiero	vender.	Ni	lo	haré	mientras	me	sea	posible.	Pero	lo	de	hoy
era	una	advertencia.
—Una	advertencia	que	fracasó	—sonrió	Shake	irónicamente.
—Sólo	gracias	a	usted.	De	no	mediar	su	intervención,	nos	hubiesen	vapuleado
a	mi	hija	y	a	mi,	humillándonos	de	todo	modo	imaginable.
—Pero	no	puede	estar	siempre	esperando	que	alguien	le	saque	de	apuros,
señor	Lawrence	—señaló	el	joven	con	un	movimiento	de	cabeza—.	Lo	lógico
es	intentar	resolver	esta	situación	de	un	modo	definitivo.
—Eso	no	puedo	hacerlo	yo,	mi	joven	amigo	—se	lamentó	con	expresiónsignificativa	el	padre	de	Dionne—.	Y	me	temo	que	nadie	en	Goldtown.	Silvers
es	el	más	fuerte,	ocurra	lo	que	ocurra.	Es	más,	ahora	me	temo	que	reaccione
con	mayor	violencia	al	saber	lo	sucedido	a	sus	hombres.	Usted	tendrá	que
protegerse,	si	piensa	quedarse	aquí.
—Me	protegeré,	no	lo	dude	—sonrió	duramente	Shake.
Padre	e	hija	abandonaron	la	consulta	médica,	tras	estrechar	la	mano	del
doctor.	Shake	les	siguió	hasta	la	acera,	donde	charlaban	en	ese	momento	el
comisario	King	y	el	sheriff	local,	Jason	Bryce,	esperando	su	regreso.
Volvieron	las	cabezas	ambos	al	ver	aparecer	a	los	tres	personajes.	King	se
apresuró	a	aproximarse	a	ellos,	dejando	al	sheriff	Bryce	junto	a	uno	de	los
postes	del	perche,	con	aire	cohibido	y	algo	vergonzoso.
—Menos	mal	—resopló	el	hombre	que	representaba	la	Ley	en	el	campamento
minero—.	Veo	que	está	bien,	señorita...
—Si,	bastante	bien,	gracias	—suspiró	ella	con	una	sonrisa	de	gratitud—.	Se
portó	usted	muy	noblemente	en	el	saloon,	señor.	Le	estoy	muy	reconocida	por
ello.
—Oh,	no	diga	eso	—protestó	King	vivamente—.	Para	ser	comisario	en	un
campamento	minero	y	llevar	una	placa	y	un	revólver,	no	hice	nada	de	nada,
ésa	es	la	verdad.	De	no	ser	por	su	joven	amigo,	sólo	Dios	sabe	lo	que	hubiera
sucedido	allí	hoy.	Es	lo	que	le	estaba	reprochando	a	mi	colega	Bryce:	esta
ciudad	parece	no	tener	ley	alguna.	Y	yo	venía	en	busca	de	ayuda	para	mis
propios	problemas,	¡qué	gran	ingenuo	soy!
—¿De	modo	que	usted	es	comisario	de	un	campamento	minero?	—Era	Shake
quien	preguntaba,	con	viva	curiosidad—.	¿Acaso	en	el	campamento	de	la	mina
Eldorado?
—Exacto,	amigo	—asintió	King—.	Un	lugar	donde	antes	sólo	había	camorras
los	sábados	por	la	noche,	y	alguna	que	otra	pelea	entre	borrachos.	Pero	donde
ahora	también	hay	problemas	y	muy	serios...	Supongo	que	usted	no	será
minero...
—No,	no.	Pero	me	interesa	la	vida	de	esos	campamentos.	Escribo	para	una
editorial	del	Este.	Ya	sabe,	relatos	aventureros	del	Oeste.	Allí	gustan	las	cosas
ambientadas	en	esa	clase	de	lugares,	tales	como	campamentos	mineros	o
ferroviarios.
—Si	maneja	usted	la	pluma	como	el	revólver,	seguro	que	escribirá	muy	bien	y
muy	deprisa	—resopló	King,	mirándole	perplejo—.	Escritor,	¿eh?	Nadie	lo
hubiera	dicho,	viéndole	apretar	el	gatillo	de	sus	armas	en	la	cantina,	la
verdad.
—Alguien	me	dijo	que	para	sobrevivir	en	estas	tierras	hay	que	dominar	tanto
el	instrumento	de	trabajo	como	las	armas	de	fuego	—sonrió	Shake—.	Y	creo
que	tenía	razón.
—Hablaremos	de	los	campamentos	mineros	ante	una	buena	jarra	de	cerveza
—ofreció	el	comisario	King	jovialmente.	Luego	miró	ceñudo	a	su	colega	de
Goldtown—.	Aunque	el	sheriff	me	ha	dicho	que	debe	usted	andar	ahora	muy
alerta,	porque	hay	gente	que	no	le	va	a	perdonar	fácilmente	lo	que	hizo...
—Intentaré	estar	en	guardia	—dijo	Shake	encogiéndose	de	hombros—.	¿Qué
clase	de	problemas	tiene	usted,	comisario?	¿También	cuestión	de	violencia?
—Sí.	Pero	eso	es	más	difícil	de	resolver,	a	menos	que	venga	un	juez	federal	a
este	condado	—se	lamentó	el	comisario—.	Confiaba	en	que	Bryce	me	ayudase,
pero	después	de	lo	que	he	visto	y	de	lo	que	él	me	ha	dicho,	veo	que	por	este
lado	no	puedo	esperar	gran	cosa.	Si	no	es	capaz	de	resolver	las	dificultades
de	su	propia	ciudad,	¿qué	sería	capaz	de	hacer	en	nuestro	favor	contra	ese
maldito	Murciélago?
—Contra...	¿quién,	ha	dicho?	—preguntó	Shake,	con	expresión	de	extrañeza
en	su	rostro	joven	y	enérgico.
—El	Murciélago	—repitió	King,	malhumorado—.	¿No	ha	oído	hablar	de	él?
—No,	en	absoluto.	¿Es...	una	personal	—Vaya	si	lo	es.	Un	juez	sin	derecho	a
juzgar	en	esta	región.	Pero	juzga...	a	su	modo.	Y	cumple	sentencias	que	él
mismo	dicta.
—¿Qué	clase	de	sentencias?
—A	muerte.
Shake	asintió	con	la	cabeza	en	silencio.	Dionne	miró	a	su	padre,	sorprendida.
Este	respondió	con	lentitud:
—Sabía	algo	de	eso.	Tiene	una	propiedad	al	norte	de	Goldtown,	pero	nunca
viene	por	aquí	en	persona.	Sus	hombres	han	aparecido	a	veces	con	un
carromato,	a	adquirir	provisiones	y	herramientas.	Siempre	visten	de	negro
por	completo.
—También	él.	Y	con	capa	muy	amplia	y	una	caperuza	en	su	rostro.	Por	eso	le
llaman	así.	Viste	de	noche,	que	es	cuando	únicamente	sale	de	su	casa	y	ha
llegado	a	ser	vislumbrado	por	la	gente,	es	un	auténtico	murciélago.
—¿Saben	su	identidad	real?
—Sí.	Nathaniel	Adams.	Le	llaman	Nathan	el	Murciélago.	Tiene	su	título	de
juez.	Y	ejerce	como	tal,	aunque	siguiendo	unas	normas	muy	particulares	y,
para	mí,	nada	legítimas.
—¿Cómo	ejecuta	sus...	sentencias?	—quiso	saber	Shake.
—De	un	disparo	en	la	cabeza.	No	les	hace	sufrir,	la	verdad.	La	muerte	debe
ser	instantánea.	Pero	no	dejan	de	ser	homicidios.
—¿A	quiénes	mata?
—A	mineros,	principalmente.
—Entiendo.	¿Afecta	eso	a	su	campamento,	supongo?
—Supone	bien.	Son	gente	de	la	mina	Eldorado.	Luego	deja	los	cuerpos	en	el
campamento	con	un	mensaje	que	él	mismo	firma.	Ya	van	cuatro	víctimas.
Mineros	todos.
—¿Forasteros?
—Sí,	siempre.	Gente	llegada	de	lejos.	Pasan	un	tiempo	en	la	mina	y,	de
repente	desaparecen.	A	los	dos	o	tres	días,	aparecen	sin	vida.	Suponemos	que
él	los	hace	capturar,	los	encarcela,	juzga...	y	ejecuta.	Siempre	es	igual.
—Ya	le	dije,	colega,	que	no	puedo	hacer	nada	—se	disculpó	el	sheriff	Bryce,
acercándose	a	ellos—.	Lo	siento	de	veras,	pero	suficientes	problemas	tengo
en	mi	ciudad	sin	poder	resolver,	para	meterme	a	ayudar	a	su	campamento
minero	o	enfrentarme	a	ese	loco	juez	y	sus	esbirros.	Si	Silvers	y	su	pandilla
son	un	peligro,	el	Murciélago	y	su	gente	son	dinamita	pura.	Sólo	un	juez
federal	o	un	marshal	podrían	hacer	algo	en	todo	eso,	King.	De	veras	lo
lamento.
—No	se	moleste	en	disculpas	—atajó	el	comisario	minero	con	disgusto—.	Me
he	dado	perfecta	cuenta	de	la	clase	de	Ley	que	existe	en	este	condado,
maldita	sea...	¿Viene	alguien	a	tomar	un	trago	conmigo?
—Yo	debo	llevar	mi	hija	a	casa	—se	excusó	Lawrence.	Tendió	su	mano
abierta,	en	señal	de	amistad,	a	Shake	Harmon—,	Gracias	de	nuevo,	amigo.
Ojalá	pueda	hacer	alguna	vez	devolverle	el	favor,	muchacho.	Si	quiere	venir
con	nosotros,	comeremos	juntos	en	casa...
—Tal	vez	otro	día.	señor	Lawrence	—sonrió	el	joven,	estrechando	la	mano	del
hombre—.	Creo	que	ahora	voy	a	quedarme	con	el	comisario	para	charlar	del
campamento	minero	ante	una	buena	jarra	de	cerveza.	Debo	recopilar	material
para	mis	libros,	recuerde.	Dionne,	espero	que	todo	vaya	bien	con	esa	pequeña
herida...	y	que	no	vuelva	a	verse	en	momentos	tan	desagradables.	Si	algo
temen,	saben	que	me	tienen	a	su	disposición	en	todo.
—Lo	sé,	Shake	ella	le	miró	larga,	profundamente,	con	una	expresión	de	cálida
ternura	en	su	bonita	faz—.	Lo	sé...
No	dijo	más.	Ni	hacía	falta.	Sus	ojos	revelaban	toda	la	inmensa	gratitud	y
afecto	que	sentía	por	aquel	joven	casi	desconocido	que,	sin	embargo,	por	dos
veces	la	había	salvado	del	peor	de	los	destinos	imaginables.
—Bonita	chica	—suspiró	King,	viendo	alejarse	a	los	Lawrence	hacia	un	calesín
situado	cerca	de	la	cantina—.	Y	usted	parece	gustarle	mucho.
—No	creo	—sonrió	Shake—.	Simple	gratitud.
—Conozco	a	las	mujeres,	amigo.	No	le	miraba	sólo	con	gratitud,	se	lo	aseguro.
Esa	chica	está	loca	por	usted,	o	yo	no	sé	lo	que	me	digo	—exhaló	un	resoplido
y	meneó	la	cabeza—.	En	fin,	vamos	a	tomar	esa	cerveza	y	a	charlar	de	lo	que
le	interesa.	Tal	vez	salga	mi	nombre	en	uno	de	sus	cuadernos	de	aventuras.
—Eso,	se	lo	prometo	—sonrió	Shake—.	Pero	me	gustaría	que	apareciese
relacionado	con	una	auténtica	hazaña	digna	Je	su	cargo.
—Me	temo	no	tener	madera	de	héroe,	amigo.	Soy	un	vulgar	minero,
convertido	en	comisario	por	votación	popular,	eso	es	todo.	Primero	pensé	que
eso	no	me	traería	muchos	problemas.	Pero	he	podido	cambiar	de	idea	en,
estas	últimas	semanas,	se	lo	juro...
Ambos	entraron	en	la	cantina.	Los	cadáveres	habían	sido	ya	retirados,	la
sangre	limpiada	lo	mejor	posible.	Todo	tenía	aspecto	normal,	como	si	nada
hubiera	ocurrido.	Pidieron	dos	cervezas	que	el	cantinero	les	sirvió	gustoso,	y
comenzaron	a	charlar	sobre	los	acontecimientos	que	últimamente	habían
agitado	al	campamento	minero.
Estaban	a	medias	de	su	charla,	cuando	las	hojas	de	madera	oscilante	de	laentrada	batieron	con	un	leve	chirrido.	Shake	no	llegó	a	volverse.	Estaba
mirando	hacia	el	espejo	del	fondo	del	mostrador,	contemplando	al
desconocido	que	acababa	de	entrar.
—¡Dios	nos	valga!	—oyó	jadear	al	cantinero—.	¡Es	Hasper	Silvers	en	persona!
	
CAPITULO	V
Hasper	Silvers	avanzó	lentamente	hacia	el	mostrador.
Era	un	hombre	alto,	pero	no	lo	parecía	debido	a	su	fornida	complexión.	Rostro
ancho,	cuadrado,	como	tallado	en	piedra	viva,	ojos	estrechos	y	fríos,	mentón
enérgico	y	pelo	oscuro,	salpicado	de	mechones	blancos.	Vestía	chaqueta	de
cuero,	pantalones	oscuros	y	botas	con	espuelas	plateadas.	Llevaba	revólver
en	su	cadera	derecha,	y	un	ancho	cuchillo	bowie	en	otro	lado,	enfundado	en
una	vaina	de	piel	de	cabra.
Se	echó	atrás	el	sombrero	negro,	de	ala	abarquillada,	y	se	apoyó	en	el
mostrador.	El	cantinero	no	podía	dominar	su	nerviosismo	ante	la	presencia
del	recién	llegado.
—Buenas	tardes	—saludó	fríamente	Silvers—.	Sírveme.	Un	doble	de	whisky.
La	mano	que	le	sirvió	temblaba.	La	botella	tintineó	en	el	borde	del	vaso
grueso	vidrio.	King	contemplaba	con	ceño	fruncido	al	hombretón.	Luego	miró
a	Shake.	Este	sonrió	fríamente.	Parecía	calmado,	tranquilo	e	indiferente.	Pero
algo	en	el	destello	helado	de	sus	pupilas	reveló	al	comisario	del	campamento
que	no	era	así.	Shake	estaba	en	guardia	aunque	no	lo	pareciese.	Sabía	que	el
enemigo	estaba	allí,	a	su	lado.	Justo	a	su	espalda.
—Esta	tarde	mataron	a	varios	de	mis	hombres	aquí,	¿verdad?	—preguntó
como	si	fuese	lo	más	natural	del	mundo	Hasper	Silvers	al	cantinero.
Este	parecía	al	borde	del	colapso	cuando	respondió	con,	voz	vacilante:
—Pues...	sí.	Sí,	hubo	un	incidente...
—¿incidente?	—Silvers	soltó	una	agria	carcajada—.	¿Llamas	«incidente»	a	la
muerte	de	cuatro	hombres?
—Bueno,	hubo	un	tiroteo	y...	murieron	—el	cantinero	tragó	saliva,	mirando
desesperadamente	a	Shake	como	implorando	su	ayuda	urgente.
—Ya.	Murieron	—dijo	sordamente	Silvers—.	¿Quién	los	mató?
—Yo	—dijo	heladamente	Shake.
Y	se	volvió	lentamente	hacia	su	vecino	del	mostrador,	clavando	en	él	sus
glaciales	ojos.	El	rostro	juvenil	reflejaba	ahora	tensión	y	cautela.
—¿Usted?	—preguntó	Silvers—.	¿Quién	es	usted?
—Eso	importa	poco	—suspiró	Shake—.	Aquellos	cuatro	tipos	no	eran
hombres.	No	tenían	agallas.	Eran	unos	cerdos.	Humillaban	a	los	hombres
porque	iban	armados	y	controlaban	la	situación.	Hirieron	a	una	mujer
indefensa,	haciéndola	sangrar	de	un	golpe.	Amenazaban	con	humillaciones	a
sus	víctimas.	Luego,	cuando	les	reté,	no	supieron	ni	disparar	lo	bastante
deprisa.	Los	maté	con	bastante	facilidad,	señor	Silvers.
El	silencio	que	siguió	era	mortal.	La	cantina	entera	aparecía	muda,	los
escasos	clientes	hicieron	un	instintivo	movimiento	de	repliegue.	Y	el	propio
comisario	King	apretó	los	labios,	algo	pálido,	echándose	instintivamente	atrás
un	paso.	La	situación	parecía	tener	la	suficiente	carga	emotiva	como	para
estallar	en	cualquier	momento	en	otro	brote	de	violencia,	de	sangre	y	de
muerte.
—¿Es	usted	pistolero?	—quiso	saber	Silvers,	extraña	y	peligrosamente
tranquilo,	sobre	todo	para	quien	le	conocía	bien.
—Podría	serlo.	O	tal	vez	no.	Sólo	soy	un	hombre	a	quien	no	le	gustan	las
injusticias	ni	los	abusos.	¿Es	todo	lo	que	deseaba	saber	de	mí?
—No	todo,	pero	puede	bastar.	A	fin	de	cuentas,	si	hemos	de	matarnos	usted	y
yo	dentro	de	un	momento,	lo	mismo	da	saber	mucho	que	poco	del	contrario.
Ya	estaba	lanzado	el	guante.	Era	el	reto	a	un	duelo	a	muerte.	Shake	entornó
los	ojos,	contemplando	con	frialdad	a	su	antagonista.	Sabía	que	éste	no	iba	a
ser	tan	fácil	como	lo	de	la	diligencia	o	la	cantina	aquel	mismo	día.	Aquella
gente	eran	rufianes,	pistoleros	de	medio	pelo,	por	expertos	que	resultaran.
Este	era	otra	cosa.	Se	preciaba	de	conocer	bien	a	la	gente,	sobre	todo	cuando
esa	gente	era	enemiga	suya.
Silvers	era	peligroso.	Muy	peligroso.	Como	una	serpiente	de	cascabel,	estaba
seguro	de	ello.	No	se	fiaba	de	él	lo	más	mínimo.	Aquel	hombre,	por	la	razón
que	fuese,	le	resultaba	inquietante,	poco	de	fiar.
—Si	ha	venido	a	enfrentarse	conmigo,	estoy	dispuesto	—dijo	Shake,
encogiéndose	de	hombros—.	No	pienso	disculparme	por	lo	que	hice.
—Lo	suponía	—afirmó	Silvers	secamente—.	Apenas	le	vi,	he	sabido	que	no	es
de	los	que	se	disculpan.	De	modo	que	tendrá	que	matarme.	Si	no	le	mato	yo.
Quien	se	enfrenta	a	mí,	es	mi	enemigo.	Y	quien	es	mi	enemigo,	o	me	mata...,	o
muere	a	mis	manos.	¿Está	eso	claro?
—Muy	claro.
—Entonces,	no	hablemos	más.	Es	tiempo	de	que	lo	hagan	las	armas	y	no
nuestra	voz.
Se	echó	atrás	la	chaqueta	de	cuero.	Sus	manos	colgaron	a	ambos	lados	de	su
poderosa	figura,	y	los	ojos	acerados	se	mantuvieron	fijos	en	Shake.	Alrededor
de	ambos	hombres	se	formó	un	claro	inmediato.	Todos	se	mostraban
pendientes	de	los	más	leves	movimientos	de	los	adversarios	enfrentados.	El
cantinero	desapareció	como	por	ensalmo.
—Se	siente	muy	seguro	de	sí	mismo,	¿no?	—sonrió	el	joven	Shake	fríamente,
mirando	a	su	antagonista	con	serenidad.
—Mucho.	Me	he	enfrentado	en	mi	vida	a	infinidad	de	enemigos.	Siempre	salí
vencedor,	se	lo	advierto.	Y	ellos	eran	muy	buenos	a	veces.
—Ya	estoy	advertido.	Yo	tampoco	acostumbro	a	fallar,	¿entiende?
—Seguro.	Si	mató	a	cuatro	de	mis	hombres,	es	que	sabe	lo	que	es	un	arma	de
fuego.	Ahora	que	está	eso	aclarado,	vamos	a	lo	nuestro.
Se	distanciaron	uno	de	otro	dando	pasos	atrás,	midiéndose	con	ojos	helados.
Las	manos	no	se	movían	una	sola	pulgada	en	el	aire.
—¿No	será	una	ventaja	para	mi	ser	ambidextro	y	usar	dos	revólveres?	—
indagó	Shake,	irónico.
—Posiblemente.	Pero	eso	no	puedo	evitarlo.
—Yo	sí.	Solamente	utilizaré	una	mano:	la	derecha.	No	emplearé	en	absoluto	la
izquierda	ni	una	sola	vez,	bajo	pretexto	alguno.
—Muy	bien.	Pero	creo	que	hace	mal.	No	debe	concederme	ningún	beneficio.
Sabe	que	puedo	matarle.
—No	importa.	Me	gusta	la	lucha	leal	y	justa.
—Si	yo	estuviera	en	su	lugar,	emplearía	ambas	manos.	Y	todos	los	trucos
imaginables,	si	fuese	preciso.	No	me	gusta	perder.	Y	no	siempre	juego	limpio.
—Peor	para	usted,	Silvers.
Estaban	ya	a	la	distancia	idónea.	Se	pararon	en	seco.	Los	dedos	flexionaron
en	el	aire,	impacientes	por	descender	hacia	la	culata	del	arma.	No	se
escuchaba	ni	el	más	leve	ruido	en	torno	suyo.	El	comisario	King	tragó	saliva,
mirando	alternativamente	a	uno	y	otro.
—Seré	el	juez	en	este	duelo	—dijo	al	fin	roncamente—.	Si	alguno	juega	sucio,
me	encargaré	de	él,	palabra.
Y	puso	su	revólver	sobre	el	mostrador,	a	su	lado,	para	reforzar	esa	afirmación.
Los	contendientes	asintieron	con	la	cabeza,	aceptando	su	mediación.
—Bien	—gruñó	King—,	Contaré	hasta	tres.	Entonces,	podrán	disparar.	No
antes.	¿De	acuerdo?
—De	acuerdo	—aceptó	Shake.
—Vale	—corroboró	Silvers,	encogiéndose	de	hombros.
—Uno...
—Espere	—cortó	Silvers—.	Antes	de	disparar,	me	gustaría	saber	a	quién
mato.
—O	quién	le	mata	—rió	suavemente	el	joven—.	Mi	nombre	es	Shake	Harmon.
Pero	me	conocieron	cuando	era	un	mozalbete	con	otro	nombre:	Yuma	Kid.
Ahora	podemos	seguir.
—Dos...	—recitó	lúgubremente	el	comisario	King.
Hasper	Silvers	se	había	quedado	repentinamente	rígido.	No	reveló	temor,
sino	asombro.	Miró	fijamente	a	su	antagonista.	Boqueó.	Y	alzó	su	zurda,
rápido,	frenando	de	nuevo	la	cuenta	de	King.
—¡Quieto!	—rugió—.	¿Ha	dicho	Shake	Harmon?
—Sí.	Es	mi	nombre.	Me	dedico	a	escritor.	Pero	antes	fui	pistolero:	Yuma	Kid.
—Hijo	de	Yuma	Colt	—recitó	sordamente	Silvers.
—Sí.
—Hijo	de	Shake	Harmon,	sénior,	en	tal	caso	—prosiguió	Silvers.
—Así	es	—el	joven	entornó	los	ojos—.	¿Le	conoció?
—Más	que	eso.	Fuimos	amigos	y	camaradas	durante	mucho	tiempo.	Una	vez,
me	salvó	la	vida.	De	eso	hace	ya	años.
—Es	curioso.	La	vida	da	estas	vueltas,	Silvers.	¿Seguimos?
—No	—negó	rotundamente	el	otro,	inclinando	la	cabeza	y	volviendo	a
abotonar	su	chaqueta	de	cuero—.	No	podría	enfrentarme	a	muerte	con	el	hijo
de	Shake.	Lo	siento,	muchacho.	Le	pido	perdón	por	mis	palabras	y	por	mis
actos.	Supongo	que	mis	hombres	se	propasaron	y	tuvieron	bien	merecido	su
final.	Eran	escoria,	lo	sé.	¿Es	posible	que	todo	esto	se	olvide	y	quedemos
amigos?
Tendió	su	mano	abierta	a	Shake.	Este	vaciló,	mirando

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