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DONALD CURTIS LA JUSTICIA DEL MURCIELAGO OESTE LEGENDARIO © EDICIONES B, S.A., 1989 Titularidad y derechos reservados a favor de la propia editorial C/. Rocafort, 104 - 08015 Barcelona (España) Prohibida la reproducción Distribuye: Distribuciones Periódicas, S.A. C/. Rocatort, 104 - 08015 Barcelona 1.a edición en España: Junio 1989 1.a edición en América: Noviembre 1989 © Donald Curtis Impreso en España - Printed in Spain ISBN: 84-406-0742-3 Imprime: NOVOPRINT, S. A. Depósito legal: B. 5.823-1988 CAPITULO PRIMERO Llovía torrencialmente sobre el campamento minero. Entre los barracones de madera, montados como casas provisionales, formando auténticas calles enfangadas, corría el agua formando riachuelos sucios o se empantanaba en enormes charcos en los que los escasos mineros que se atrevían a desafiar la inclemencia del tiempo en plena noche hundían sus piernas hasta cerca de las rodillas. Por sí ese raudal de lluvia que batía la zona fuese poco, en las alturas tronaba la tormenta con estampidos continuados y ensordecedores, a los que el destello cárdeno de los relámpagos ponían la rúbrica de su zigzagueante trazo. Era lo que vulgarmente debía definirse como una auténtica noche de perros en las que los mineros buscaban refugio en sus angostas viviendas o en el limitado recinto de la cantina, insuficiente albergar a tantos clientes necesitados de apagar su sed y eludir la borrasca del exterior olvidándola en alcohol. Era sábado por la noche y al siguiente día no había trabajo en las minas. Por ello podían permitirse el lujo de permanecer hacinados allí, en el ambiente denso, cargado de humo, olor a cerveza y a sudor, y a la escasa luz de los cuatro o cinco quinqués colgados de las tablas. Algunos canturreaban con voz bronca, y uno había tomado una guitarra vieja, comenzando a rascarle las tripas en un tosco remedo de balada que casi nadie lograba identificar. Corría la cerveza en abundancia, mezclada con el whisky y la ginebra, y quienes no habían tenido cabida en el local, o bien dormían entre las mantas de sus camastros, bien arrebujados, o se reunían de siete u ocho en otros barracones, para jugarse al póquer o a los dados el salario de la semana, con una buena botella de licor al lado. La vida en los campamentos mineros distaba mucho de tener diversiones ni expansión de ningún tipo. Si a eso se añadía una tormenta como aquélla, era lógico que la gente se irritase en su día libre, al no poder siquiera circular por las oscuras callejuelas apenas iluminadas por algún macilento quinqué que ahora oscilaba a impulsos del aire húmedo y de las ráfagas de lluvia. El comisario King levantó sus ojos de la lectura de un diario atrasado, cuando un trueno hizo temblar su barracón con violencia, y la luz del rayo fue tan viva que incluso penetró por las rendijas, anulando la amarillenta claridad de su lámpara de keroseno. Meneó la canosa cabeza, lanzando un suspiro, y siguió leyendo imperturbable, mientras la cortina de lluvia batía torrencialmente el tejado de su vivienda, convertida en oficina legal del campamento, y anexa a otro barracón más sólido, hecho de ladrillos y con ventana enrejada y puerta de metal, donde habitualmente encerraba por unas pocas horas a cualquier camorrista embriagado que alterase la calma del campamento. —Infiernos de noche —barbotó—. No parece sino que los elementos estén furiosos también contra ese maldito Nathan... Y dirigió una ojeada pensativa a la puerta que comunicaba con su oficina, donde la luz de otra chispa eléctrica, filtrándose por la ventana, iluminó lúgubremente el bulto que rebosaba sobre una larga mesa, cubierto con una vieja manta. El comisario King se estremeció levemente, arrugando el ceño. No le gustaba compartir una noche como aquélla con un muerto. No es que fuese miedoso ni temiera al Más Allá, pero tampoco era agradable tener tan cerca un cadáver. Tal vez por eso, en vez de acostarse, prefería permanecer el mayor tiempo distraído en algo como la lectura, aunque fuese un periódico de tres semanas de antigüedad. Si aquello hubiera sido un pueblo como Dios manda, pensaba el comisario King, elegido para el cargo por todos los mineros del lugar, aunque su verdadero oficio era el de tasador de minerales preciosos y contable, él estaría ahora revólver en mano, arrestando al que había sido responsable de aquella muerte. Pero ni la mina Eldorado era un pueblo propiamente dicho, ni las leyes del campamento estaban demasiado claras, en especial cuando uno tenía que enfrentarse a determinadas fuerzas muy por encima de su propio cargo en una comunidad de mineros. Ya había enviado diversos mensajes a la dirección de la Western Gold Minning Company, responsable de la explotación de la mina de oro y, por tanto, en cierto modo responsable también del orden y la legalidad en el campamento, pero ni siquiera se habían dignado responderle, salvo con una breve carta timbrada, escrita por algún empleado, diciéndole que era misión suya proteger las vidas y haciendas de los mineros a quienes representaba como agente de la Ley en aquel lugar. Eso era muy fácil decirlo, sobre todo a muchas millas de distancia del sitio de los hechos. Una oficina de una compañía minera, en una ciudad grande y tranquila, no tenía el menor punto en común con un filón aurífero trabajado por más de cien hombres, en tres turnos constantes, formando una comunidad temporal que, en el mejor de los casos se prolongaba un par de años, y donde toda clase de pasiones y de caracteres se mezclaban, así como las más diversas razas, desde los apasionados mestizos o mejicanos, hasta los chinos callados y laboriosos, pasando por los emigrantes irlandeses o nórdicos, casi siempre demasiado aficionados al whisky o a la ginebra. Si a eso se añadía algo como lo que estaba ocurriendo en el campamento Eldorado en estos momentos, los problemas eran demasiados para resolverlos un solo hombre con un revólver, un rifle, una placa de latón abollado y un sobresueldo de unos pocos dólares mensuales, para unir a su salario como tasador y contable al servicio de la sociedad minera. —Por todos los diablos, si un marshal federal pasara por aquí alguna vez, ese Nathan del infierno tal vez pudiera ser metido en cintura, pero así... —Se encogió de hombros con fatalismo—. En fin, a qué soñar imposibles. Ese tipo hace las cosas a su modo, y tiene para justificarse su título de juez... ¿Qué puedo hacer yo ante semejante cosa? Sabemos ambos que no es nada legal ni justo lo que hace, pero... lo hace. Y que me ahorquen si sé cómo evitarlo... Prosiguió la lectura tras retumbar de nuevo un sordo bramido allá en el exterior, arreciando todavía más el aguacero. En la cantina, también los clientes se quedaron demudados cuando un trueno logró sacudir el barracón y hacer temblar incluso los quinqués colgados de techo y paredes. La guitarra del espontáneo emitió una especie de maullido discordante y dejó de sonar. —Eh, Hickory, ¿te has asustado? —preguntó uno, soltando una risotada y echándose al gaznate al menos una quinta parte de su botella de ginebra. El guitarrista torció el gesto y, entre risas y silbidos de la concurrencia, se encaminó al mostrador para pedir también bebida. Tras el mostrador, un hombretón fornido y una de las escasísimas mujeres que podían ser vistas en el campamento minero servían las bebidas. No era fea ni demasiado madura y los apetitos exacerbados de los mineros, forzosamente obligados por las circunstancias de su trabajo y del lugar donde lo ejercían, a la abstinencia prolongada de sexo, hubiesen sobrado para lanzarse todos sobre ella con las intenciones menos honestas del mundo. Pero Kitty era una especie de tigresa de afiladas uñas, capaz de parar los pies al minero más rudo y agresivo. Además de sus zarpas temibles, capaces de desollar vivo el rostro de cualquiera, todos sabían que llevaba encima de su cuerpo repleto en carnes la friolera de un cuchillo de caza, que por cierto sabía manejar muy bien, y un revólver de seis tiros que no vacilaría lo más mínimoen vaciar sobre cualquiera. Aparte de eso, el cantinero, Lee Jayston, era su amigo oficial. Y su fuerza física le bastaba para arrancar un árbol de regular tamaño del suelo, con todas sus raíces. Se decía de él que manejando una hacha afilada o rompiendo una botella sobre la cabeza de cualquiera, era todo un experto. Y nadie quería allí poner a prueba tales facultades. Aquella noche, el fornido Lee Jayston estaba de un mal humor muy especial. Y no era por la tormenta, ya que ésta jugaba en beneficio de su negocio, sino por haber sido él, precisamente, quien encontró a la puerta de su cantina el cadáver de aquel tal McGregor, víctima de la justicia de alguien llamado El Murciélago. * * * —Menos mal —resopló Kitty, cerrando las puertas de madera del local y echándole la tranca para asegurarlas—. Ya se fueron todos a descansar... Jayston asintió, arrugando el ceño. Consultó su viejo reloj de plata, levantando la tapa abollada. Luego lo guardó de nuevo en el bolsillo del chaleco. —Ya era hora —refunfuñó—. Las doce y media. Esa gente no se hubiera ido nunca a la cama esta noche. —Al menos han podido llegar a sus barracones, sin hundirse en el fango —rió ella, contemplando por una ventana la calle llena de fango y charcos, antes de asegurar también aquella abertura con postigo y cerrojo—. Ya apenas llueve. —Lloverá más de madrugada, eso seguro —comentó Jayston, dirigiendo también una ojeada al exterior—. El comisario tiene encendida su luz todavía. No puede dormir, a lo que se ve. —Yo tampoco dormiría con... con «eso» bajo mi techo —se estremeció Kitty, persignándose con aire supersticioso. —No me lo recuerdes —gruñó el cantinero, moviendo su enorme humanidad por entre las desordenadas sillas y mesas de su negocio—. Maldito sea ese tipo... Elegir mi cantina para dejar semejante regalito... —McGregor nunca me cayó bien —confesó Kitty, moviendo su pelirroja cabeza—. Pero de eso a verle así... —Estamos de acuerdo en que McGregor era un cerdo de la peor especie, Kitty. Pero dime tú, ¿quién es Nathan para convertirse en juez de todo el mundo? —Pues... eso. Un juez, ¿no? —¡No ejerce oficialmente como tal! —se enfureció el cantinero—. Es un ciudadano como otro cualquiera, viviendo cerca de la mina y del campamento, en su propiedad. Eso no le da derecho a dictar sentencia contra nadie. Y menos aún a ejecutarla. —¿Por qué no vas a él y se lo dices? —bromeó ella, sarcástica. —Bien sabes que nadie puede hacer eso. Ni el comisario King se atreve. Nathan hace lo que le viene en gana. Es el más fuerte. Ni siquiera nos apoya la compañía minera, como sería su obligación. —El Murciélago no daña a la compañía minera. Será por eso. Después de todo, McGregor, Forrester o Kelly eran solamente mineros. Su puesto lo ocupa otro, y asunto terminado. —Son vidas humanas que se sacrifican, Kitty. Un homicidio nunca está justificado. —Lo sé. ¿Qué decía la note prendida al cadáver de McGregor? —Algo poco claro. Mencionaba alguna cosa relativa a un antiguo crimen que debía ser pagado. Y añadía que McGregor había sido encontrado culpable, condenado y ejecutado. Firmaba Nathaniel Adams el Murciélago. Como siempre. —El Murciélago... —repitió Kitty, impresionada, comenzando a apagar lámparas de petróleo—. Ni siquiera sabemos por qué se hace llamar así... —Según algunos, porque viste de negro y lleva esa capa que le hace parecer un auténtico murciélago cuando va a caballo y la prenda le flota a su alrededor. Según otros, porque sólo se le ha visto salir de noche, como hacen esos malditos ratones voladores que se ocultan en las cuevas y en las viejas minas abandonadas. —De todos modos, no me gusta. Ni él, ni su nombre, ni sus hechos... —Tampoco a mí. Pero no podemos hacer nada. Sólo esperar que alguna vez la Ley caiga sobre él... o se encuentre con alguien más fuerte, capaz de pararle los pies. —Me pregunto si un día le ocurre algo a un minero que goce de simpatías entre todos los demás. Podría producirse un buen conflicto, ya que ese Nathan tiene gente armada a su servicio... —Sí, ya lo he pensado. Lo raro es que tanto McGregor como Forrester y Kelly, no gozaban de excesivo afecto entre los demás mineros. Casualmente, todos ellos eran personas sin amigos, solitarias y de las que todos sabíamos muy poco. Me pregunto... —¿Qué? —Me pregunto si ese factor en común es, precisamente, la causa de que los eligiera como víctimas El Murciélago. Yo diría que más que una forma de administrar justicia, lo que hace ese hombre es un vulgar ajuste de cuentas... con viejos enemigos suyos. —Pudiera ser, pero ¿por qué todos sus enemigos han venido a parar a esta mina, y aquí han hallado la muerte, si él es de otras tierras y lleva aquí solamente unos pocos arios, según nos han explicado los nativos de estas regiones? —Quizás porque una mina de esta categoría, atrae a mineros de muchos puntos del país. Y a él, si busca a personas que fueron mineros antes, le basta con esperar pacientemente a que, uno a uno, vayan llegando aquí los hombres que busca. Teniendo en cuenta de que la mina Eldorado puede tener mineral para tres o cuatro años, no resulta nada raro suponer que El Murciélago tenga una gran seguridad en que, de un modo o de otro, aquellos a quienes aguarda terminarán por dejarse caer por aquí. Y ahora dejémonos de charla, querida, que es tarde y hemos trabajado mucho. —Sí, Lee, como tú digas —musitó Kitty dócilmente. Se apagó la última luz en la cantina de Jayston. Sólo quedaron en las calles enfangadas del campamento minero la luz de la ventana del comisario King y un solitario quinqué colgando de la puerta de las oficinas de la compañía en el campamento. Dentro se conservaba el oro hasta la siguiente expedición, guardado por tres hombres de las minas, armados hasta los dientes. Conforme sospechara el cantinero, sólo un par de horas más tarde, sobre el dormido campamento, en aquella madrugada del sábado al domingo, de nuevo llovía torrencialmente, y regresaba el tamborileo sordo de los truenos, allá en la distancia. CAPITULO II —No me gustan nada esos jinetes que nos siguen. Las miradas de los demás se dirigieron fuera de la diligencia, hacia los cuatro puntitos oscuros que formaban en la distancia los caballos y sus dueños, cabalgando en la misma dirección que el carruaje de postas. —Llevan ya algún tiempo a la misma distancia, y no han dado muestras de agresividad —objetó otro viajero, encogiéndose de hombros. —Oh, por supuesto. Ni lo intentarán mientras no estemos lo bastante alejados de esas viviendas —señaló el que hablara inicialmente hacia el otro lado, donde eran visibles, salpicando el paisaje, algunas edificaciones aisladas, de cuyas chimeneas surgían delgadas columnillas de humo, rodeadas por empalizadas, cercas de ganado o cultivos agrícolas—. Yo, de todos modos, no me fío. Podían habernos sobrepasado sobradamente sin esfuerzo alguno. ¿Por qué, entonces, se empeñan en mantener la misma distancia, siguiéndonos durante tanto trecho? —Espero que no intenten asaltarnos —suspiró una mujer, con gesto preocupado—. Dicen que hay muchos bandidos en estas regiones... —Los hay por todas partes —asintió otro—. Unos asaltan trenes, otros diligencias, y los hay que roban a los mineros o a los ganaderos. En estas tierras la ley no se respeta demasía do, señora. La dama se estremeció, con expresión de temor en sus ojos, y cambió una mirada con la segunda mujer que viajaba en la diligencia, mucho más joven y atractiva que ella. —¿Lo ves, niña mía? —murmuró alarmada—. No debimos viajar de este modo... Es todo un peligro. —Que yo sepa, no había otro modo de viajar —le respondió suavemente la más joven, con una expresión tranquila en sus azules ojos—. Todavía no hay ferrocarril en este lugar, al menos en el recorrido que nosotras tenemos que hacer. Uno sólo de los cinco viajeros no había despegado aún los labios. Permanecía silencioso, sentado frente a las dos mujeres, junto a la ventanilla de la diligencia. Tenía clavada su mirada en la distancia, y parecía por completo indiferente a todo lo quese hablaba en torno suyo. Era joven, vestía con cierta distinción, una levita gris y un pantalón de igual color, con botas negras, y no llevaba arma alguna encima, al revés que sus compañeros de viaje, ya que ambos mostraban revólver en la cintura. En vez de ello, sobre sus rodillas descansaba un volumen de tapas oscuras que había hojeado en algunos momentos, leyendo sus primeras páginas. Resultaba tan extraño ver a un hombre leer en el Oeste, como verle sin armas encima. Quizás por ello sus compañeros de idéntico sexo le habían estudiado en ocasiones como a un bicho raro, cambiando entre sí una mirada de perplejidad. —¿Es cierto que hay abundancia de minas de oro en esta región? —quiso saber uno de los dos viajeros, tal vez tratando de cambiar de tema. El otro hizo un gesto ambiguo, respondiendo a su compañero de viaje: —Que yo sepa, ahora sólo queda una mina importante en la zona y, posiblemente, en gran parte del territorio, que es la llamada Eldorado, de una gran sociedad minera. Es un rico filón aurífero pero de propiedad privada, que explotan unos financieros de Carson City, asociados con una empresa minera del Este del país. Allí se ha montado un auténtico pueblo sólo para mineros, uno de esos campamentos que parecen una ciudad en pequeño, y que terminan por poseer vida propia... mientras siga habiendo oro, por supuesto. —¿Y cuando no lo haya? —se interesó la jovencita de ojos azules. —Entonces, sólo queda el desierto, el silencio y los edificios abandonados — suspiró el otro—. Un paraje desolado al que ya nunca vuelve nadie a vivir. —¿Es el destino de los campamentos mineros? —insistió la muchacha. —Indefectiblemente, señorita, así es. ¿Le interesan las minas acaso? —En cierto modo —sonrió ella—. Vamos muy cerca de una de ellas, que supongo debe ser la que usted cita. A un lugar llamado Goldtown. —Goldtown... —suspiró el hombre, meneando afirmativo su cabeza de hirsutos y abundantes cabellos oscuros—. En efecto, a ese lugar me refería. La mina Eldorado dista de Goldtown no más de diez millas, señorita. Es una mala región. No muy adecuada para damas como ustedes, la verdad. —¿Por qué dice eso? —pestañearon ingenuamente los azules y bellos ojos en el ovalado rostro de suave piel, tan diferente a la curtida de las escasas mujeres que vivían en aquellas regiones. —Por muchas razones —el hombre pareció retraerse de pronto en ser más explícito—. Donde hay minas y mineros, suele haber siempre violencia. Y si sólo fuesen los mineros... —¿Hay algo más? Antes de que el hombre respondiera a esa nueva pregunta, el otro viajero señaló con alarma: —¡Miren eso! ¡Los jinetes empiezan a ganar distancia! Sobresaltados, todos miraron, con excepción del tranquilo joven del libro grueso, que dirigió una simple ojeada indiferente hacia el punto donde cabalgaban los cuatro hombres con sus monturas. Era cierto. Al menos se había reducido a la mitad la distancia entre ellos y la diligencia. Una polvareda rojiza se elevaba entre los cascos de los animales lanzados súbitamente al galope. Al lado opuesto, ya no se veían haciendas aisladas. La última había quedado atrás, y el paisaje era ahora desolado. —Me lo temía —comentó sordamente el otro viajero, con expresión sombría—. Creo que no van a tardar en atacarnos. —Dios mío, ¿qué haremos? —gimió la dama que escoltaba a la joven de ojos azules. —Ustedes, me temo que nada —señaló el hombre—. Las defenderemos nosotros, si es posible. Confío en que conductor y postillón se hayan dado cuenta ya de lo que ocurre y que vayan bien armados... —Me temo que eso no sirva de mucho —señaló el otro, con acento alarmado —. Vean aquello... Las cosas se ponen feas, ¿no? Señalaba en otra dirección. Miraron hacia ese punto. La preocupación y el temor de todos aumentó ostensiblemente. Otros tres jinetes venían ahora por un flanco, emergiendo de detrás de unas lomas salpicadas de cactus. —Infierno, forman dos grupos —masculló el otro hombre, inquieto. Dirigió una ojeada pensativa al silencioso joven de la portezuela—. ¿Usted lleva armas? —Ya ve que no —sonrió el aludido. —¿Sabe usarlas? —insistió el otro, ceñudo. —Me temo que no, señor. —¡Pues estamos arreglados! ¿De qué sitio ha caído usted para viajar por el Oeste sin armas? —se enfureció el hombretón. —Lo siento —suspiró el joven—. Si esos siete nos atacan, no creo de todos modos que puedan ustedes hacer mucho. —Somos cuatro, cuando menos, contando los conductores de la diligencia — se irritó su interlocutor—. Cinco, si usted fuese una persona normal, amigo. Retumbó una detonación en la llanura. Arriba, en el pescante, sonó un grito ronco. Un cuerpo se desplomó en el polvo, no lejos de las ruedas del carruaje, que rodaba ahora con mayor rapidez, dando tumbos en el áspero terreno, y sonó un juramento en el pescante. —Tres —rectificó suavemente el joven—. Ya sólo tres. Al parecer, han eliminado al compañero del conductor... —¡Prepárense! —gritaba en ese momento el postillón, azuzando al tiro de caballos—. ¡Ese grupo de bastardos nos ataca! ¡Protejan a las mujeres...! —Será mejor que se arrojen al suelo —aconsejó uno de ellos, desenfundando su revólver—. Las cosas se ponen feas... Desde el pescante, brotaron dos o tres disparos de rifle. El postillón no era ningún novato en esa clase de dificultades, porque uno de los jinetes saltó de la silla, como arrancado por una mano invisible, y el caballo siguió su galope sin nadie en la silla, mientras el cuerpo del jinete yacía inmóvil en el polvo. Eso enfureció a los seis restantes, que aceleraron su movimiento envolvente, en torno a la diligencia, y sus rifles ladraron ruidosamente en la llanura. La madera roja del vehículo se astilló en varios puntos, y una de las balas penetró por la ventanilla, zumbando furiosa, aunque sin alcanzar a nadie. Los viajeros replicaron con disparos de revólver, agazapados tras la portezuela. Las dos mujeres se habían tumbado en el fondo del vehículo, del mejor modo posible, dada la estrechez del lugar, y se oían murmullos de oraciones en boca de la mayor, manteniendo la más joven su singular serenidad. —Si tienen algún arma para dejarme, al menos probaré fortuna —se ofreció el joven bien vestido con suavidad. —¡Váyase al diablo! —bramó uno de ellos—. ¿Cree que llevamos un arsenal encima? Yo sólo tengo mi revólver... —Y yo el mío —añadió el otro. —Pues un revólver no creo que sea eficaz a esta distancia —señaló el joven con tono pesimista—. Necesitaríamos un par de buenos rifles. —Eso es cierto, pero no los tenemos. Al menos agáchese, o le volarán la cabeza. Los caballos de tiro galopaban, con lo que la diligencia daba tumbos muy peligrosos, y las ballestas del vehículo crujían amenazadoramente en cada bamboleo. Si hallaban en el camino una piedra grande o cualquier obstáculo, volcarían sin remedio. Momentos después, la cosa se puso más grave. Un nuevo disparo de los asaltantes abatió al conductor de la diligencia. Le oyeron gritar de dolor y desplomarse en el pescante, si bien no cayó al camino. Los animales de tiro, sin mano firme que tirase de sus riendas, se desbocaron, asustados. Para empeorar aún más las cosas, una bala, tras astillar el quicio de la ventanilla del carruaje, fue a herir la mano de uno de los dos tiradores. Este aulló, soltando su revólver, y aferrándose la mano bañada en sangre. Su compañero armado lanzó una imprecación y, lleno de ira, disparó todas las balas de su revólver contra los jinetes que cabalgaban ya muy cerca de ellos. Tuvo cierta fortuna, porque uno de ellos abrió los brazos en cruz y cayó pesadamente a tierra, entre las patas de su propio caballo, que lo pisoteó despiadadamente. Los cinco supervivientes replicaron iracundos, vaciando sus rifles al unísono contra el carruaje. Varios orificios se abrieron en la madera, y una de las balas alcanzó al tirador solitario de la diligencia, lanzándole contra el asiento. Una mancha roja apareció en su hombro derecho, y las ropas se le empaparon de sangre con rapidez. Estaba también fuera de combate, y los asaltantes se disponían atirar de nuevo sobre ellos. —Creo que es el momento de rendirse y no cometer más locuras —dijo el joven. Y alzó un pañuelo blanco que extrajo de su bolsillo, agitándolo vivamente por la ventanilla. —¡No sea loco! —bramó el herido en la mano—. ¡Nos asesinarán a sangre fría si nos rendimos! ¡Y abusarán de las mujeres, antes de matarlas! ¡Hay que luchar! —No veo cómo —suspiró el elegante viajero, encogiéndose de hombros—. Hay que tener sentido práctico, señores. No podemos hacer otra cosa. —¡Es usted un cobarde! —rugió el otro, aferrándose con rictus de dolor el hombro ensangrentado—. Si fuera un hombre recogería una de esas armas y se enfrentaría solo a esos rufianes... —Y duraría un segundo. Cinco armas contra mí solo son demasiadas armas — sonrió el joven, sin dejar de agitar el pañuelo—. Esto es mucho más razonable, créame. Los asaltantes cesaron de disparar ante la presencia del pañuelo blanco. Uno de los jinetes saltó ágilmente al pescante, y se hizo cargo de las riendas, logrando frenar la desbocada carrera de los animales, para ir frenando paulatinamente el carruaje. Por fin, la diligencia se detuvo entre una polvareda, crujiendo alarmantemente sus castigadas ruedas. Cuatro rifles enfilaron hacia el interior, asomando por las ventanillas. —¡Salgan todos, pronto! —rugió una voz autoritaria—. Y sin intentar nada, o le volaremos la cabeza a quien haga esa estupidez. ¡Pronto, fuera del vehículo! Abrieron la portezuela. El quinto hombre saltó del pescante, revólver en mano, y se reunió con ellos. El quinteto de salteadores formó ante la portezuela un semicírculo amenazador. —No disparen —pidió el joven—. Hay dos heridos y dos mujeres. Yo, por otro lado, no voy armado... Salió con sus manos en alto, llevando en una el pañuelo y en la otra el libro. Los bandidos le contemplaron estupefactos. —Vaya, si debe ser un intelectual o un predicador —farfulló uno de ellos—. Mira cómo viste. Y sabe leer y todo... Rieron los demás de buena gana. Tambaleantes, salieron los dos hombres heridos. Y, por último, lo hicieron la dama y su joven compañera. La belleza de la muchacha de ojos azules, cuyos dorados cabellos refulgían ahora bajo el sol, despertó la admiración de los salteadores. Fue ostensible el brillo de lujuria en sus ojos malévolos. —Vaya, qué hermoso regalo... —comentó el que parecía el jefe del grupo, recorriendo con ojos lúbricos la figura esbelta y juvenil de la muchacha—. No esperábamos tan dulce botín, ¿no es cierto, amigos? Volvieron a reír de modo soez. Uno de los heridos fulminó al joven del libro con la mirada. —Se lo dije —masculló—. Son un hatajo de cerdos. Abusarán de ellas y las matarán, lo mismo que a todos nosotros... ¡Usted y su valerosa decisión de rendirse...! —Cállate tú, perro —le ordenó uno de los asaltantes al que hablaba—. Ese compañero vuestro que no lleva armas supo lo que hacía. Pensábamos coseros a tiros a todos, y luego quitaros todo lo que hubiera de valor. Ese chico hizo bien en rendirse. Ahora podemos admirar una belleza que hubiera sido una lástima sacrificar... Comprobaron que ninguno llevaba armas y les dejaron bajar los brazos. Uno de los bandidos tocó el libro que llevaba el joven. Este permaneció tranquilo. —¿Qué lees? —quiso saber con tono brusco. —Poemas. Lord Byron —dijo el joven. —¡Poemas! —bramó el bandido con una risotada—. Creí que eso sólo lo leían las mujeres... ¿Seguro que tus padres no se equivocaron al vestirte así? Todos rieron la broma, pero el aludido no se mostró ofendido por ello, limitándose a apoyar su espalda en la roja madera astillada por las balas, que formaba la carrocería de la diligencia. —Bien —dijo el jefe del grupo, mirando a los dos hombres heridos con cierto resentimiento—. De modo que vosotros erais los que queríais morir matando, ¿eh? Lástima que tengáis que morir de igual forma, pero sin posibilidad de defenderos ya... ¿Queréis rezar algo antes de morir? —Id al infierno, asesinos bastardos —gruñó uno de los heridos—. Matadnos cuando queráis, estamos dispuestos. —Muy bien —suspiró el jefe del grupo—. Situadles ahí. Lejos de las mujeres y del otro tipo. Luego, disparad. Llevaron a viva fuerza a los dos hombres a la parte posterior de la diligencia. Los ojos azules de la muchacha miraron con horror al joven del libro. Luego, trató de suplicar a los salteadores: —Por el amor de Dios, eso es un asesinato. Os daremos todo lo que llevamos, pero perdonad sus vidas... —Imposible, señorita —rió el bandido—. Nosotros nunca perdonamos a nuestros enemigos. De todos modos, cuanto lleven de equipaje o de valor es nuestro ya. Será mejor que no se meta en esto, créame. ¡Eh, vosotros, acabad de una vez! Los bandidos alzaron sus armas para abatir a los dos viajeros heridos. Eran tres rifles los que iban a vomitar plomo candente sobre sus víctimas indefensas. Los otros dos permanecían cerca de las mujeres y del joven desarmado, como simples espectadores de la doble ejecución. CAPITULO III El joven abrió su libro y comenzó a recitar un poema trágico en voz alta. Los bandidos le miraron indiferentes. Los rifles asesinos se alzaron hacia los dos hombres dispuestos a morir... Los dedos del joven pasaron páginas. No fue una ni dos hojas. Ni siquiera diez. Pasó todo un bloque de hojas pegadas entre sí. Dentro del volumen, apareció un hueco recortado, una especie de caja introducida en el libro, con todo el grosor del mismo, conteniendo un negro revólver de seis tiros. Lo desprendió de los dos aros metálicos que lo sujetaban al hueco del volumen, con fulminante rapidez. Luego, apretó el gatillo sin vacilar. Fue increíble. En simplemente tres segundos o algo menos, el tambor completo del revólver se había vaciado en una estruendosa continuidad de disparos sordos, de llamaradas violentas. El arma, movida en un leve giro por la muñeca diestra del joven, alcanzó mortalmente a los cinco hombres antes de que cualquiera de ellos se diese exacta cuenta de lo que sucedía. Los tres individuos que iban a fusilar a los heridos saltaron como monigotes, alcanzados por proyectiles del calibre 30 que reventaron su cráneo en décimas de segundo. Cuando el jefe del grupo y su esbirro giraron la cabeza, estupefactos, intentando dirigir sus armas contra el que parecía más inofensivo de todos los viajeros de la diligencia, sólo acertaron a ver brotar las llamaradas que empujaban contra ellos las piezas de plomo que iban a hacer pedazos su bóveda craneana, en una sucesión de blancos impresionante y aterradora. La joven lanzó un grito ronco de estupor y de angustia al ver la masacre increíble que se producía ante ella. Cuando quiso darse cuenta, eran cinco cuerpos sin vida los que yacían ante ellos, dejando sobre el terreno árido regueros de su sangre. La mujer de edad que acompañaba a la muchacha lanzó un gemido y se desmayó, mientras su joven compañera soportaba el trágico espectáculo a pie firme, aunque sumamente pálida. —Cielos, si no lo veo no lo creo... —jadeó uno de los heridos, contemplando la matanza. —Los liquidó a todos en un instante... ¡Cinco hombres muertos por uno solo! Y eso que no llevaba armas... El joven sonrió tristemente, mirando a los muertos. No había piedad en su rostro, pero tampoco complacencia por la victoria. —No me gusta matar —dijo—. Pero se trataba de nuestras vidas o la de ellos. Además, las mujeres hubieran corrido una suerte atroz en sus manos, bastaba ver cómo las miraban... Herirles podía no ser suficiente. Había que asegurar cada diana. Lamento que haya tenido que ver esto, señorita. —Peores cosas hubiese tenido que sufrir, de ser su prisionera —musitó ella, asustada todavía. Miró al joven con asombro—. ¿Cómo puede ser tan rápido con un arma? —Aprendí a serlo, señorita, y esas cosas no se olvidan, aunque uno quiera. Ahora, dejemos de hablar de ello. Hay que curar a esos dos, hombres y ver si el conductor de la diligencia aún vive y tratar de reanimarle en tal caso... Debemos salir de aquí y reanudar viaje cuanto antes... Podría haber otras bandas por la región y tener menos fortuna lapróxima vez... —Sí, creo que tiene razón —suspiró la joven—. Yo lavaré y vendaré las heridas de esos hombres. Usted puede Ocuparse del postillón. En cuanto a Carol... mi compañera, creo que no hará falta preocuparse por ella. Se desmaya con mucha facilidad. Sonrió animosa, demostrando su gran valor, evitó mirar los cadáveres que salpicaban el suelo, y se dirigió a los dos hombres heridos que salvaron tan milagrosamente sus vidas. Ambos dirigieron una mirada de admiración al joven, cuando éste escalaba la diligencia para examinar al postillón herido que yacía en el pescante. —Vaya tipo... —comentó uno de ellos—. Y yo que le llamé cobarde... —Es todo un hombre —añadió el otro, todavía admirado de seguir con vida—. Nunca vi en mi vida disparar con tanta rapidez y tanto acierto... Cuando regresó del pescante, el joven traía buenas noticias. —Está a salvo nuestro postillón —informó—. Sufre una herida en una pierna, que no le impedirá conducir el vehículo, una vez curado debidamente. —Hemos tenido suerte, en medio de todo —asintió uno de los heridos—. Pero gracias a que usted viajaba con nosotros, amigo. ¿Podrá perdonarnos cuanto le dijimos? —Claro —sonrió él—. No tiene importancia. Estoy acostumbrado a oír cosas así desde que vivo intentando .no recurrir a la violencia. Sólo que a veces, eso no es posible, por desgracia, y hay que volver a empuñar un arma. —¿Es..., es un pistolero? —preguntó la muchacha tímidamente. —Lo he sido —sonrió el muchacho—. Ahora me dedico a algo mucho más pacífico que eso: escribo libros en el Este, señorita. —Escritor... Eso es maravilloso. —No lo crea. Nunca seré un lord Byron, un Shakespeare —rió él—. Publico novelas baratas con relatos sobre héroes del Oeste... Cuadernos de diez centavos para los amantes de aventuras. —Es muy joven para haber sido ya tantas cosas... —Empecé a vivir demasiado joven también —dijo él con tono grave—. Era un niño aún cuando disparé por primera vez un revólver. —¿Y cuándo mató a alguien? —También —asintió con expresión sombría—. Dejemos eso ahora. Hay que salir de aquí en seguida... Luego habrá tiempo de hablar mientras viajamos hacia nuestro destino, señorita... —Lawrence. Dionne Lawrence. Pero puede llamarme solamente Dionne. En cierto modo, ya somos amigos, ¿no es verdad? —Así es —sonrió él—. A mí puede llamarme Shake. Me llamo Shake Harmon. —¿Es también su nombre de..., de pistolero? —musitó Dionne. —No —negó Shake—, Alguna vez sabrá cuál fue ese nombre, amiga mía... * * * —La sentencia es... ¡muerte! —¡Noooooo! —aulló, exasperado, lívido, el hombre atado de muñecas, erguido ante el que acababa de emitir la frase amenazadora—. ¡No, cielos, eso no puede ser! ¡No es justo! ¡Sería un crimen! Fría, lenta, majestuosamente, el hombre sentado en el sillón de cuero se incorporó, con movimientos casi rituales. Su mano enguantada de negro señaló, implacable, hacia el sentenciado. —No podrás decir nunca que he sido injusto, O’Riordan —habló con solemnidad, glacial la voz—. Tú ni siquiera juzgaste a tus víctimas, como tampoco lo hicieron todos los demás. Os limitasteis a ser unos cobardes asesinos. Yo te he dado la oportunidad de defenderte, de exponer razones en tu descargo. Ninguna de ellas, sin embargo, era convincente. Por eso he reflexionado y he tomado mi decisión inapelable. Como juez tuyo, te condeno a morir. Como verdugo, yo mismo ejecutaré esa sentencia. —¡No, por el amor de Dios! —sollozó O’Riordan, dejándose caer de rodillas ante su interlocutor—, ¡Piedad, piedad! ¡Juro que me he arrepentido una y mil veces del daño cometido! ¡Juro que he sido honesto desde entonces, y haré lo que sea con tal de reparar mi culpa, pero morir no...! No deseo morir aún... La temible figura erguida frente a él se recortaba a contraluz de los hachones encendidos que iluminaban la sala, como una gigantesca sombra de murciélago, tal era el efecto que producía aquella silueta negra, de flotante capa, como alas plegadas de un quiróptero colosal. Sus ropas totalmente negras, sus guantes y caperuza de igual color, contribuían a producir ese raro efecto. Por otro lado, sus ojos no eran visibles, puesto que la caperuza solamente dejaba ver la ranura de su boca, como si careciese de pupilas. Todo ello contribuía a crear la imagen de un alado mamífero fantástico. —Nadie desea morir —sentenció con su profunda voz inexorable—. Pero a veces se muere en .vida, lenta e implacablemente, sin que nada ni nadie pueda ayudarle a uno... Tú has sido culpable de un crimen horrible. Y ahora, la justicia cae sobre ti. —¿Qué justicia? —clamó la víctima—. ¡Esto no es un tribunal legal, ni usted un juez desapasionado! ¡Esto es más venganza que justicia! —Llámalo como quieras. He tratado de estudiar fríamente tu caso. Si una sola cosa hubiera estado a tu favor, es posible que mi sentencia hubiese sido distinta. Pero no hay nada que te disculpe, O'Riordan. Nada en absoluto. Por tanto, esta misma noche se cumplirá la sentencia. Llevadle ahora a su celda de nuevo. —¡No, no! —chilló aterrado, viendo venir hacia él a dos silenciosos individuos ataviados también con negro pantalón, negras botas y negra camisa, revólver al cinto—, ¡No podéis cometer este crimen conmigo! ¡No podéis ser tan canallas, tan despiadados...! El temible juez permaneció en silencio, mientras los gritos del sentenciado se perdían en la distancia. Luego, una pesada puerta sonó sordamente, al cerrarse tras el preso. El hombre de negra silueta se sentó de nuevo, con un suspiro, hundiendo el velado rostro en su pecho. Respiró hondo. —Ya quedan menos —susurró—. Solamente tres... y habré hecho justicia totalmente. El Murciélago habrá terminado para entonces su misión en este lugar... Sus hombres regresaron en silencio. Uno le preguntó, respetuoso: —¿Cuándo será la ejecución, señor Adams? —Dentro de tres horas —dijo lentamente Nathan Adams—. Luego, dejaremos el cuerpo en las proximidades del campamento minero. Sé que O’Riordan no vino solo a trabajar en esa mina. Le acompañaba un hombre del que nada sabemos aún. Es posible que sea uno de los que busco. Pero no hay que precipitarse. Debemos estar seguros antes de que demos el siguiente paso. Ahora dejadme solo. —Sí, señor —respondió su esbirro—. Ya oísteis. Vamos. Ellos dos y otros dos hombres igualmente vestidos de negro se retiraron en silencio de la cámara, dejando solo a su jefe. El hombre de la negra capa permaneció quieto y calla do durante largo rato. Parecía meditar profundamente sobre algo. No daba la impresión de que su sentencia condenatoria de poco antes hubiera hecho de él una persona feliz. Y, sin embargo, había hecho de aquella extraña y tenebrosa forma de administrar justicia el motivo y razón de su vida. De ese modo, varios hombres habían muerto, pagando una vieja culpa. Ahora, otro iba a morir. Y quedarían sólo tres por ser hallados y sentenciados de igual modo. Para esa labor, tenía por delante el resto de su existencia. Y la vecindad de la mina más productiva de Nevada que, por tanto, era el mejor señuelo para atraer a mineros necesitados de trabajo y de dinero. Desde un principio, Nathan Adams había contado con esos factores para hacer realidad su oscura y despiadada forma de administrar justicia en ciertos seres a quienes había buscado durante años enteros. Hasta ahora, nada había fallado. Uno a uno, ellos acudían a él, como las moscas al panal de miel. Estaba seguro de que así sería con todos los demás, hasta hacer un total de siete hombres. Siete condenados a muerte por la justicia personal e inapelable de un hombre misterioso, conocido en la región con el apodo del Murciélago. —¿Te ocurre algo? La voz le sobresaltó ligeramente. Se irguió en su asiento. Un rumor suave de pasos se aproximó a él. Meneó la cabeza encapuchada con movimiento negativo. —No, Muriel —negó—. Nada especial. —¿Ya has dictado sentencia? —Sí. —¿Y...? —la figura de mujer se acercó a él y se detuvo junto a su asiento. —Condenatoria —dijo, escueto. —Entiendo —ella suspiró—, ¿Es realmente culpable? —Lo es. Lo admitió. Pero queríavivir, salvarse. Alegó arrepentimiento. —Tal vez sea cierto. —Todos se arrepienten. Pero sólo cuando ven la muerte cerca, Muriel. Yo entiendo de hombres y de sentimientos. Me informé sobre O’Riordan antes de dictar sentencia, como en todos los casos. Como ves, nada de arrepentimiento. Esa gente nace y muere siendo igual. —Posiblemente tengas razón —dijo ella con lentitud—. Pero han llegado a mis oídos comentarios de los mineros del campamento... —¿Y qué? —No les gusta lo que está ocurriendo. Dicen que nadie tiene derecho a tomarse la justicia por su mano. Ni siquiera un juez, cuando no ejerce como tal. —¿Por qué no vienen ellos a decírmelo personalmente? —Sabes bien por qué. Te temen. Temen a tus hombres, a tu poder. —Prefiero a gente temerosa que a envalentonados o irreflexivos. Nunca hacen nada. —¿Y si un día lo hacen? —Sabré responderles. Sé que tengo razón. Esos hombres son asesinos. Trabajan de mineros para ganar un salario, pero todos ellos fueron culpables de algo. Y nunca dejaron de ser lo que fueron en otro tiempo: vulgares criminales, capaces de todo por un puñado de dólares o por un poco de oro. —¿Por qué no has recurrido nunca a la ley? —Porque yo soy la ley —replicó él fríamente—, ¿Alguna objeción, Muriel? —No, claro que no. No estoy aquí para combatirte. —Pues no lo parece. —Sólo quería advertirte de algo que puede suceder en cualquier momento. Estas son tierras sin ley. Pero siempre puede cambiar ese panorama. Hay delegados del Gobierno que se ocupan de recorrer las regiones difíciles para imponer la legalidad. Cualquier día, un marshal federal podría llegar a Goldtown. Me pregunto cómo calificaría tus ejecuciones. Para él podrían ser simples homicidios a sangre fría. —Ese momento aún no ha llegado, Muriel. —¿Y si llegase? —Hablaríamos entonces de ello. —Entonces podría ser tarde, Nathan... Compréndelo. —Puso sus manos sobre los hombros de él, empezando a acariciarlos como un masaje relajante—. Sólo trato de ayudarte en todo, bien lo sabes. Estoy de acuerdo contigo en hacer justicia sobre cosas que nadie castigó jamás ni, posiblemente, pensará en castigar nunca, entre otras cosas porque sucedieron hace demasiado tiempo y porque ésta es tierra dura, de gentes y de hechos violentos. Pero tampoco deseo, por ello mismo, que corras riesgo alguno en el futuro. Sabes que no estás solo en todo esto, Nathan. Que estaré a tu lado hasta el final, sea éste cual sea... —Gracias, Muriel —murmuró él. tras un silencio—. Sé que puedo confiar en ti. No espero que me defraudes. Nunca lo hiciste hasta hoy. —Ni creo que lo haga nunca. Pero tengo miedo, Nathan. —¿Miedo? ¿Por qué? —Más bien deberías preguntar «por quién». Temo por ti, Nathan. —No hay porqué —una risa amarga brotó por la rendija de la caperuza de seda negra que envolvía su cabeza—. Yo hace tiempo que dejé de tener miedo a todo. ES la ventaja de los hombres como yo, Muriel. Ya no podemos temer a nada ni a nadie, porque no hay cosa peor que nuestra propia existencia actual. Pero dejemos eso ahora. Debemos tomar algo, aunque no tengo apetito. Dentro de tres horas, debe cumplirse sentencia. Ella tuvo un leve estremecimiento. Y él debió notarlo, a través de las manos apoyadas en sus hombros, aunque no dijo nada. —¿Quién la ejecutará? —quiso saber la mujer. —Como siempre, yo. Yo mismo. —Entiendo —respiró hondo—. Vamos, Nathan. Pero yo tampoco tengo apetito. El se puso en pie. Ella le tomó de una de sus enguantadas manos. Echaron a andar hacia una puerta lateral. Ella abrió. Pasaron por el hueco, con paso lento, como midiendo cada palmo de terreno. Atrás quedó la amplia estancia sombría, sin ventanas, con los hachones encendidos colgados de los muros, donde un hombre había sido condenado a muerte por un juez inapelable llamado Nathan Adams, a quien todos llamaban allí El Murciélago. Aquella noche, en las afueras del campamento minero, fue hallado el cadáver del trabajador Mike O’Riordan, con sólo dos semanas de antigüedad en la mina Eldorado, muerto de un disparo entre ambas cejas. Un papel prendido en sus ropas, indicaba con letras mayúsculas: Fue condenado y ejecutado. Pero murió con un arma en la mano, enfrentado a su verdugo. Algo que él nunca concedió a sus víctimas. Era un asesino y un ladrón. Se hizo justicia. NATHAM ADAMS EL MURCIÉLAGO Esa noche, el comisario King, enfurecido, tomó su caballo, lo ensilló, y partió al galope, en dirección a Goldtown, a sólo diez millas de distancia del campamento. Iba a entrevistarse con el sheriff Bryce, representante de la Ley en el condado. No se hacía demasiadas ilusiones, porque Bryce tenía ya casi cincuenta y cinco años y su capacidad como hombre encargado de velar por el orden y la legalidad era muy dudosa. Pero con alguien tenía que comentar, y lo antes posible, la serie de muertes que, bajo el pretexto de una extraña y rígida justicia, estaba llevando el temor, la desorientación y una cierta dosis de desmoralización colectiva a su pueblo de mineros. CAPITULO IV Realmente, no era una imagen esperanzadora la que el comisario King se encontró al pisar Goldtown y ver por primera ocasión al sheriff Bryce, a quien sólo conocía por referencias. Alguien, al asomar por la oficina desierta del hombre de la Ley, le había enviado al saloon llamado La Pepita de Oro, no lejos de aquel edificio. Al parecer, Bryce compartía excesivamente sus horas como sheriff con las dedicadas a la cerveza o a la ginebra, e incluso a una gorda y rubia cantante del establecimiento. Bastante decepcionado ante tales referencias, Maxwell King encaminó sus pasos hacia el local, pero nunca imaginando lo que iba a encontrarse allí cuando asomara dentro del establecimiento destinado a beber y divertirse. Era una escena penosa, lamentable. Y desoladora para todas las esperanzas que el bueno de King pusiera en aquella visita a Goldtown, en busca de apoyo material o moral para su difícil labor en el Campamento minero. No conocía personalmente a Jason Bryce, pero al ver al hombre de pelo blanco, rostro rugoso y curtido, con la placa de latón al pecho, no tuvo duda alguna sobre su identidad. Lo peor era todo lo demás. Bryce estaba inmóvil, pálido y confuso, en un rincón del establecimiento. No llevaba arma alguna en su vacía y gastada pistolera de cuero, colgada de su cadera derecha. Era simple testigo, y no demasiado sereno, de lo que estaba sucediendo en el saloon cuando King cruzó la puerta, haciendo oscilar los batientes de madera roja de un empellón. De inmediato, notó el frió contacto del cañón de un revólver pegándose a su mentón, mientras chascaba un percutor de modo significativo, amartillando el arma que acababa de entrar en contacto con su piel. —Adentro, amigo. Un gesto tonto y le vuelo la cabeza —rió una voz agria y con un hedor fuerte a whisky cuando el aliento le rozó la cara—. Sea bien venido a la fiesta, quienquiera que sea... Simultáneamente, una mano le despojó del revólver, antes de que tuviera tiempo de pensar en algo práctico. Se halló así inerme y bajo la amenaza de un Colt calibre 45, capaz de convertir su cabeza en pulpa informe con sólo la presión de un dedo en el gatillo. Procuró no provocar tal hecho, quedándose quieto como una estatua, aunque sudando copiosamente y maldiciendo para sus adentros el momento en que pensó en ir a Goldtown a pedir ayuda para sus problemas. Por las apariencias, el campamento minero era un paraíso, al lado de la población vecina de Goldtown. Su mirada estudió rápidamente la situación, aunque no movió un solo músculo de su rostro y menos aún de su cuerpo. Los ojos giraron en las órbitas, revisando cada rincón de la desagradable escena con que se enfrentaba en ese momento. Los protagonistas de la situación eran, evidentemente, compañeros del tipo que le mantenía a él bajo amenaza con su Colt pegado a la mandíbula. Se trataba de tres hombres también provistos de voluminosos revólveres de pesado calibre. Todos ellos tenían aspecto de rufianes de la peor calaña. Desaseados, barbudos, sucios, de ropas sudorosas y polvorientas, capacesde cualquier cosa por el más mínimo pretexto. Bajo su amenaza, un hombre de edad madura aparecía inmovilizado, incapaz de reacción alguna, puesto que dos de los revólveres enfilaban su persona con indudable aire ominoso, los percutores a punto de caer sobre los fulminantes de los cartuchos. Junto a él, una muchacha de grandes y hermosos ojos azules, parecía sobrecogida, aterrada por la situación, aferrando un brazo del hombre amenazado. Vestía elegantemente, a la moda del Este, y parecía encajar tan poco en aquel saloon de Nevada como un búfalo en un restaurante de lujo. Aparecía pálida, aunque con aire sereno, si bien miraba angustiada a las armas que amenazaban al hombre maduro. —Papá, ¿qué está ocurriendo aquí? —la oyó preguntar King, al entrar en el local y verse así sorprendido por tan desagradable situación. —Cálmate, hija —le respondía en ese momento el hombre, tratando de mostrar calma en su voz, levemente temblorosa—, Llegaste en mal momento a Goldtown, Dionne... —Pero ¿por qué, papá, por qué? —casi clamó ella, exasperada, mirando con centelleo agresivo a los pistoleros desaseados que mantenían el control de la situación—. ¿Quiénes son esos rufianes? —Escuche, Lawrence, será mejor que enseñe a hablar más comedidamente a su bonita y elegante hijita —avisó con sorna uno de los tipos armados, mirando malévolo al hombre maduro—. No nos gustan los insultos, y menos en labios de una señorita... —Será mejor que calles. Dionne, hija mía —susurró penosamente el llamado Lawrence—. Estos hombres son capaces de todo. ¿Por qué no sales de aquí? Ellos no pueden tener nada contra ti. Son... asuntos personales solamente, compréndelo... —No, no lo comprendo. Quien tiene un asunto con mi padre capaz de provocar amenazas de muerte, lo tiene también conmigo —sostuvo ella, enérgica—. ¿Qué quieren exactamente de ti? —Es una larga historia, Dionne. —El hombre maduro parecía realmente en apuros—. Por favor,, vete... Es un ruego, querida. No me sucederá nada si sales de aquí y me dejas discutir la cuestión con estos..., estos caballeros. Dionne, esto no es el Este, donde tú te has educado. La señora Stockwell no debió dejarte entrar en una cantina. Estos establecimientos están prohibidos a las mujeres en el Oeste. Luego hablaremos de todo ello, querida. Dubitativa, ella miró a su padre, como si no quisiera abandonar el lugar. Pero finalmente lo hizo con lentitud, sin que ninguno de los presentes intentase nada contra ella. Ya cerca de la salida, manifestó con tono despectivo, mirando al sheriff local: —Me siento avergonzada de que estas cosas ocurran en un lugar que se dice medianamente civilizado, en mi propio país. ¿Y usted es la Ley aquí? Veo que los hombres de Goldtown no son precisamente viriles ni valientes. Todos deberían vestir faldas, a juzgar por su actitud. Solamente un puñado de mujerzuelas medrosas se acobardarían ante un puñado de ratas miserables que apestan a suciedad y a mugre y que, ciertamente, tampoco demuestran ser mucho más valientes ni más dignos de ser llamados hombres, cuando apoyan su superioridad en unas armas de fuego. Un silencio helado siguió a esos graves insultos de la muchacha. El sheriff palideció aún más, su padre mostróse aturdido y alarmado, y los tipos armados se miraron entre sí con una especie de repentina cólera nada esperanzadora para la valerosa joven. —Eh, espere ahí, señorita —avisó uno de los tipos durante—. Vuelva con su papaíto. Esta vez se ha pasado en sus insultos y va a tener que responder de ellos... —¿En qué forma? —replicó ella, altanera, mirándoles con desprecio—, ¿Necesitan sus armas también para una mujer, hatajo de miserables? ¿Van a obligarme a volver por la fuerza? ¿O tienen miedo de una mujer? —Ya basta, estúpida —se enfureció uno de ellos, avanzando rápido hacia ella, y pegándole un empellón que la lanzó, dando tumbos entre mesas y taburetes, hasta reunirse con su padre, que la sujetó a duras penas para impedirle caer al suelo—. Si te crees muy valiente, vas a saber lo que significa una despreciable mujer en tierra de hombres. —¿Hombres? —ella soltó una carcajada, mirándoles con desprecio, centelleando agresivas sus azules pupilas—. No me hagan reír. Ustedes son sólo basura indigna de ese nombre... El más próximo a ella le pegó con el revólver en la cara. Dionne Lawrence exhaló un grito ronco de dolor, su mejilla se abrió, empezando a correr la sangre, y cayó de rodillas, sintiendo girar todo en torno suyo. —¡Cobardes, asesinos! —bramó su padre, enfurecido, tratando de enfrentarse a los hombres armados. Uno de ellos le apoyó el revólver amartillado en la sien y soltó una risotada. Lawrence se paró en seco. —Un paso más, un insulto nuevo, y te vuelo los sesos, imbécil —rugió—. Además, tu hija seguirá tu misma suerte. No nos gustan las mocosas demasiado valientes. Excitan a los cobardes como vosotros. Esto va a terminarse, Lawrence. Estamos hartos de ti y vinimos solamente a advertirte amistosamente. Pero la cosa ha ido demasiado lejos. Ya no bastan advertencias. Te vamos a matar. Ahora mismo. —No seréis capaces —jadeó él—. Delante de mi hija..., de toda esta gente... —Claro que nos atreveremos —rió el que hablara antes, apartando el arma de su sien, pero apuntando a su cuerpo fríamente—. ¿Hay alguien que trate de impedirlo entre los presentes? King se sintió espoleado en su honestidad de hombre justo. Gritó, pese al arma que le encañonaba: —¡Eso será un crimen! ¡Tendréis que matarme también a mí, o haré que os persigan hasta colgaros a todos por asesinato! ¡Y si el resto de esta gente son realmente dignos de llamarse personas y hombres, obrarán igual que yo! ¡Sólo una matanza os librará de ser acosados, perseguidos y conducidos al patíbulo si tocáis a ese hombre! —No sabes lo que dices —rezongó uno de los rufianes—. Estás rodeado de ratas cobardes que no moverían un dedo por nadie. Si te pones pesado, te enviaremos al infierno junto con Lawrence. Y no te preocupes: ninguno de esta ciudad, ni siquiera el sheriff Bryce, hará nada en absoluto por castigarnos... Todos ellos rieron. King, viendo los rostros de los clientes, del cantinero y del propio sheriff local, comprendió que los tipos tenían razón. Allí, nadie haría nada por hacer justicia cuando asesinaran a Lawrence y, posiblemente, también a él por hablar demasiado. El que le amenazaba directamente se apartó un poco, pero su revólver no dejó de encañonarle. Sollozando, con su mejilla sangrando, Dionne se abrazó a su padre murmurando con voz patética: —Vine a reunirme contigo, papá. Y no dejaré que te asesinen. Moriré contigo, si es preciso. Pero esos cerdos no se saldrán con la suya impunemente. —Dionne, hija mía, no digas locuras —suplicó su padre—. Vete de aquí, pronto. Ellos te dejarán salir todavía. No les excites más, y deja que pague yo mis propios errores, pero nunca tú, querida mía... —No, no —negó uno de ellos, amenazando malignamente con su revólver a la joven—. Ella también se queda. —¡Canallas! —rugió Lawrence, lívido— ¡No podéis hacer eso con ella! —Hacemos lo que nos da la gana. —Hubo una carcajada agria en el pistolero —. ¿Hay alguien que replique? ¿Dónde está la Ley, dónde la gente de Goldtown que pueda oponerse a que hagamos lo que nos venga en gana? —Aquí, amigos, hay alguien que no está de acuerdo con vuestra sucia cobardía —dijo una inesperada voz, desde alguna parte del local. Los cuatro individuos armados levantaron la cabeza, sorprendidos, buscando el origen de la voz que, indudablemente, venía del altillo del saloon. Y allí estaba quien había hablado. Tranquilamente asomado a la barandilla del piso alto del local, mirándoles por encima de los revólveres de calibre 45 que sus manos empuñaban con firmeza y seguridad. Lo que siguió fue realmente tan rápido como sangriento y espantoso. Incrédulo, el comisario King vio brotar llamaradas, humo y estruendo de aquellos dos Colt amartillados, fijos en el centro de la sala. Con una mortífera, increíble precisión, las balas llegaron a su destino, martilleando implacables a los cuatro suciosindividuos, dueños hasta entonces de la situación. Pese a que dos de ellos se revolvieron, jurando rabiosamente y disparando sus armas hacia la altura, ya habían sido vencidos por la iniciativa del nuevo personaje del drama, y los dos revólveres del recién aparecido sembraron la muerte en el saloon de un modo implacable y atroz. Cuatro cuerpos humanos saltaron, rebotando entre mesas y taburetes, como simples peleles ensangrentados, a medida que las piezas de plomó taladraban sus carnes, hasta abatirles en las más diversas posturas, en medio del mudo horror de todos los presentes. Un silencio de muerte siguió a la masacre en la cantina de Goldtown. Incrédulos, estupefactos, los testigos de la escena comprobaron que ni una sola de las balas del solitario luchador se perdió o hirió a alguno de los presentes. Tan sólo el fuego se había concentrado en los cuatro hombres, abatiéndoles sin vida en cuestión de escasos segundos. —Dios mío... —jadeó King, perplejo—. ¡Qué modo de matar...! Lawrence, incrédulo todavía, se abrazaba a su hija, comprendiendo que un desconocido, en una especie de raro milagro, acababa de salvarles la vida a ambos. En su rincón, el sheriff Bryce se rehízo lentamente, meneó la cabeza, contemplando los cuatro cuerpos sin vida, y terminó por susurrar, buscando con su mirada al autor de las cuatro muertes: —Nunca vi nada igual... ¿Quién es ese hombre? También el cantinero y los demás contemplaban al recién aparecido, preguntándose quién podía ser aquel hombre joven, tranquilo, frío y sereno, cuyos humeantes revólveres habían logrado lo que un puñado de casi veinte hombres habíanse sentido incapaces de conseguir. Sólo la joven Dionne Wallace, todavía con la sangre resbalando por su mejilla, elevó los grandes ojos, azules e ingenuos, aunque capaces de mostrar Valor y osadía temeraria, como demostrara momentos antes, hacia el salvador de su padre y de ella misma, y murmuró al reconocer el joven, anguloso rostro viril: —Otra vez usted... Cielos, Shake... Gracias. Mil veces gracias por salvarnos a mi padre y a mí... Dos veces le debo la vida, amigo mío... Su joven salvador se limitó a sonreír, enfundó sus armas en dos pistoleras gemelas que colgaban en sus caderas, y echó a andar hacia la escalera para descender del altillo al ensangrentado piso bajo del saloon... * * * —Por fortuna, el corte no es demasiado profundo aunque haya sangrado — dijo el médico, bajándose las mangas tras secarse las manos, y sonriendo a la joven con el esparadrapo sobre la mejilla—. No le quedará la menor señal en su bonito rostro, estoy seguro. —Gracias, doctor —suspiró la muchacha con alivio. Luego enrojeció levemente su mejilla visible, al ver los ojos de su joven salvador fijos en ella, desde el otro ángulo de la consulta—. La verdad es que ya ni siquiera me preocupaba eso. Fue todo tan terrible... —Trate de no pensar en ello. Ya pasó —dijo suavemente Shake—. Ya le dije que no es agradable la violencia jamás. Pero hubiera sido peor que esa violencia cayera sobre usted y su padre que sobre esa gentuza. —En poco tiempo, dos veces me he enfrentado a algo que en el Este no es fácil experimentar —suspiró la muchacha con amargura. Ahora sus ojos fueron a la puerta de la estancia, donde se hallaba su padre en pie, mirándola preocupado—. Y por dos veces he sentido la muerte muy cerca, papá. Pero no puedo entender por qué esa gente deseaba hacerte daño a ti. —Ya te dije que es una larga historia, hija —musitó Lawrence tristemente—. En estos lugares las cosas se arreglan de modo distinto a como suelen resolverse en el lugar de donde tú vienes. —De todos modos, señor Lawrence, su situación con aquellos individuos era bastante seria —apuntó Shake con leve ironía—. De no haberse dado el caso de que yo había entrado antes que ustedes en ese saloon, alquilando una habitación arriba para descansar unas horas, creo que ambos hubieran pasado un mal rato. —De sobra lo sé. —Lawrence se mostró casi adusto con el joven, pese a cuanto le debía—. Se lo agradezco mucho, sobre todo por mi hija... Ella ya me ha contado que fue usted quien sacó de apuros a los viajeros de la diligencia, en su viaje hacia Goldtown. —Eso es lo de menos —Shake le observaba con fijeza e interés—. Lo que me intriga es la clase de problemas que usted tiene aquí con cierta gente. Estoy seguro de que aquellos tipos no amenazaban en vano. Querían crearle serias dificultades por alguna razón. —Eso es bien cierto. —¿Por qué razón, papá? —quiso saber ella vivamente—. No puedes ocultarme lo que sucede por más tiempo... —Bien quisiera hacerlo, Dionne, pero sé que ello es imposible —resopló Lawrence con tono cansado—. Todos lo saben aquí. Pero en Goldtown no hay nadie capaz de ayudar a los demás. Todos tienen demasiado miedo. —Empezando por el sheriff —rió sordamente Shake—. Ya vimos el papel que hacía en todo aquello. Estaba mucho más asustado que usted, señor Lawrence. —Pero ese miedo, ¿a qué o a quién es, papá? —se exasperó Dionne Lawrence —, ¿A un puñado de rufianes armados y camorristas, que un solo hombre se cuidó de eliminar sin dificultad? —No es sólo eso, hija —suspiró su padre—. Admito que tu amigo hizo algo increíble. Esa gente era peligrosa, aunque no lo parecía en absoluto cuando este hombre disparó sobre ellos. Pero solamente eran sicarios, esbirros de alguien. Actuaban así por cuenta ajena, cumpliendo órdenes. —Era de suponer —señaló Shake con sequedad—. No parecían tipos capaces de pensar por sí mismos. —Así es. Tras ellos se encuentra mi enemigo. El hombre a quien no sólo yo tengo miedo, sino otros muchos también. —¿Quién es ese hombre? —Se llama Silvers. Hasper Silvers. Su nombre no te dirá nada. —No, nada —los bellos ojos de la muchacha se fijaban en su padre—. ¿Quién es él? —Un hombre duro y peligroso. Alcanza siempre cuanto se propone. Si no lo logra legalmente, lo consigue por otros medios. Me quiere comprar mi propiedad. —¿La vieja mina? —Dionne parpadeó, sorprendida—. Si apenas vale nada... —Claro que no vale nada. Pero aunque se agotó la veta de plata hace años, su terreno posee alto valor. Es el paso obligado para el ganado, en ruta hacia el abrevadero que para ellos es Arroyo Plata. Si alguien posee esa tierra y la acota, cerrando el paso a las reses, quien esto hiciera sería el amo virtual de la región. Todos se verían obligados a pagarle el derecho de peaje y el agua al precio que él fijase, o el ganado moriría de sed en poco tiempo. Las montañas mineras cierran a ambos lados el acceso al arroyo, que por un lado es un torrente, y por el otro un vertedero de residuos minerales de la mina de oro. Solamente el paso por mi vieja mina permite a los ganaderos llegar al arroyo sin problemas. —¿Sería legal cerrar la propiedad, si la adquiriese ese hombre? —quiso saber Shake. —Posiblemente sí. Cada uno hace lo que quiere con su tierra. Puede cerrarla a cal y canto y exigir lo que quiera por el derecho a pasar por ella. Y más aún si tiene a su servicio un puñado de hombres desaprensivos, dispuestos a todo. Eso es, concretamente, el casó qué nos ocupa ahora, amigo mío. —¿Los ganaderos locales no le apoyan? —No pueden hacerlo. No tienen gente de armas como Silvers. Temen a éste y a su pandilla. Me ruegan que no venda por nada del mundo, pero ellos tampoco se atreven a pujar contra Silvers y comprarme a mí la vieja mina, porque eso significaría la guerra abierta entre ellos y Silvers, y no les seduce la idea de un enfrentamiento. —Y usted no piensa vender. —No. No quiero vender. Ni lo haré mientras me sea posible. Pero lo de hoy era una advertencia. —Una advertencia que fracasó —sonrió Shake irónicamente. —Sólo gracias a usted. De no mediar su intervención, nos hubiesen vapuleado a mi hija y a mi, humillándonos de todo modo imaginable. —Pero no puede estar siempre esperando que alguien le saque de apuros, señor Lawrence —señaló el joven con un movimiento de cabeza—. Lo lógico es intentar resolver esta situación de un modo definitivo. —Eso no puedo hacerlo yo, mi joven amigo —se lamentó con expresiónsignificativa el padre de Dionne—. Y me temo que nadie en Goldtown. Silvers es el más fuerte, ocurra lo que ocurra. Es más, ahora me temo que reaccione con mayor violencia al saber lo sucedido a sus hombres. Usted tendrá que protegerse, si piensa quedarse aquí. —Me protegeré, no lo dude —sonrió duramente Shake. Padre e hija abandonaron la consulta médica, tras estrechar la mano del doctor. Shake les siguió hasta la acera, donde charlaban en ese momento el comisario King y el sheriff local, Jason Bryce, esperando su regreso. Volvieron las cabezas ambos al ver aparecer a los tres personajes. King se apresuró a aproximarse a ellos, dejando al sheriff Bryce junto a uno de los postes del perche, con aire cohibido y algo vergonzoso. —Menos mal —resopló el hombre que representaba la Ley en el campamento minero—. Veo que está bien, señorita... —Si, bastante bien, gracias —suspiró ella con una sonrisa de gratitud—. Se portó usted muy noblemente en el saloon, señor. Le estoy muy reconocida por ello. —Oh, no diga eso —protestó King vivamente—. Para ser comisario en un campamento minero y llevar una placa y un revólver, no hice nada de nada, ésa es la verdad. De no ser por su joven amigo, sólo Dios sabe lo que hubiera sucedido allí hoy. Es lo que le estaba reprochando a mi colega Bryce: esta ciudad parece no tener ley alguna. Y yo venía en busca de ayuda para mis propios problemas, ¡qué gran ingenuo soy! —¿De modo que usted es comisario de un campamento minero? —Era Shake quien preguntaba, con viva curiosidad—. ¿Acaso en el campamento de la mina Eldorado? —Exacto, amigo —asintió King—. Un lugar donde antes sólo había camorras los sábados por la noche, y alguna que otra pelea entre borrachos. Pero donde ahora también hay problemas y muy serios... Supongo que usted no será minero... —No, no. Pero me interesa la vida de esos campamentos. Escribo para una editorial del Este. Ya sabe, relatos aventureros del Oeste. Allí gustan las cosas ambientadas en esa clase de lugares, tales como campamentos mineros o ferroviarios. —Si maneja usted la pluma como el revólver, seguro que escribirá muy bien y muy deprisa —resopló King, mirándole perplejo—. Escritor, ¿eh? Nadie lo hubiera dicho, viéndole apretar el gatillo de sus armas en la cantina, la verdad. —Alguien me dijo que para sobrevivir en estas tierras hay que dominar tanto el instrumento de trabajo como las armas de fuego —sonrió Shake—. Y creo que tenía razón. —Hablaremos de los campamentos mineros ante una buena jarra de cerveza —ofreció el comisario King jovialmente. Luego miró ceñudo a su colega de Goldtown—. Aunque el sheriff me ha dicho que debe usted andar ahora muy alerta, porque hay gente que no le va a perdonar fácilmente lo que hizo... —Intentaré estar en guardia —dijo Shake encogiéndose de hombros—. ¿Qué clase de problemas tiene usted, comisario? ¿También cuestión de violencia? —Sí. Pero eso es más difícil de resolver, a menos que venga un juez federal a este condado —se lamentó el comisario—. Confiaba en que Bryce me ayudase, pero después de lo que he visto y de lo que él me ha dicho, veo que por este lado no puedo esperar gran cosa. Si no es capaz de resolver las dificultades de su propia ciudad, ¿qué sería capaz de hacer en nuestro favor contra ese maldito Murciélago? —Contra... ¿quién, ha dicho? —preguntó Shake, con expresión de extrañeza en su rostro joven y enérgico. —El Murciélago —repitió King, malhumorado—. ¿No ha oído hablar de él? —No, en absoluto. ¿Es... una personal —Vaya si lo es. Un juez sin derecho a juzgar en esta región. Pero juzga... a su modo. Y cumple sentencias que él mismo dicta. —¿Qué clase de sentencias? —A muerte. Shake asintió con la cabeza en silencio. Dionne miró a su padre, sorprendida. Este respondió con lentitud: —Sabía algo de eso. Tiene una propiedad al norte de Goldtown, pero nunca viene por aquí en persona. Sus hombres han aparecido a veces con un carromato, a adquirir provisiones y herramientas. Siempre visten de negro por completo. —También él. Y con capa muy amplia y una caperuza en su rostro. Por eso le llaman así. Viste de noche, que es cuando únicamente sale de su casa y ha llegado a ser vislumbrado por la gente, es un auténtico murciélago. —¿Saben su identidad real? —Sí. Nathaniel Adams. Le llaman Nathan el Murciélago. Tiene su título de juez. Y ejerce como tal, aunque siguiendo unas normas muy particulares y, para mí, nada legítimas. —¿Cómo ejecuta sus... sentencias? —quiso saber Shake. —De un disparo en la cabeza. No les hace sufrir, la verdad. La muerte debe ser instantánea. Pero no dejan de ser homicidios. —¿A quiénes mata? —A mineros, principalmente. —Entiendo. ¿Afecta eso a su campamento, supongo? —Supone bien. Son gente de la mina Eldorado. Luego deja los cuerpos en el campamento con un mensaje que él mismo firma. Ya van cuatro víctimas. Mineros todos. —¿Forasteros? —Sí, siempre. Gente llegada de lejos. Pasan un tiempo en la mina y, de repente desaparecen. A los dos o tres días, aparecen sin vida. Suponemos que él los hace capturar, los encarcela, juzga... y ejecuta. Siempre es igual. —Ya le dije, colega, que no puedo hacer nada —se disculpó el sheriff Bryce, acercándose a ellos—. Lo siento de veras, pero suficientes problemas tengo en mi ciudad sin poder resolver, para meterme a ayudar a su campamento minero o enfrentarme a ese loco juez y sus esbirros. Si Silvers y su pandilla son un peligro, el Murciélago y su gente son dinamita pura. Sólo un juez federal o un marshal podrían hacer algo en todo eso, King. De veras lo lamento. —No se moleste en disculpas —atajó el comisario minero con disgusto—. Me he dado perfecta cuenta de la clase de Ley que existe en este condado, maldita sea... ¿Viene alguien a tomar un trago conmigo? —Yo debo llevar mi hija a casa —se excusó Lawrence. Tendió su mano abierta, en señal de amistad, a Shake Harmon—, Gracias de nuevo, amigo. Ojalá pueda hacer alguna vez devolverle el favor, muchacho. Si quiere venir con nosotros, comeremos juntos en casa... —Tal vez otro día. señor Lawrence —sonrió el joven, estrechando la mano del hombre—. Creo que ahora voy a quedarme con el comisario para charlar del campamento minero ante una buena jarra de cerveza. Debo recopilar material para mis libros, recuerde. Dionne, espero que todo vaya bien con esa pequeña herida... y que no vuelva a verse en momentos tan desagradables. Si algo temen, saben que me tienen a su disposición en todo. —Lo sé, Shake ella le miró larga, profundamente, con una expresión de cálida ternura en su bonita faz—. Lo sé... No dijo más. Ni hacía falta. Sus ojos revelaban toda la inmensa gratitud y afecto que sentía por aquel joven casi desconocido que, sin embargo, por dos veces la había salvado del peor de los destinos imaginables. —Bonita chica —suspiró King, viendo alejarse a los Lawrence hacia un calesín situado cerca de la cantina—. Y usted parece gustarle mucho. —No creo —sonrió Shake—. Simple gratitud. —Conozco a las mujeres, amigo. No le miraba sólo con gratitud, se lo aseguro. Esa chica está loca por usted, o yo no sé lo que me digo —exhaló un resoplido y meneó la cabeza—. En fin, vamos a tomar esa cerveza y a charlar de lo que le interesa. Tal vez salga mi nombre en uno de sus cuadernos de aventuras. —Eso, se lo prometo —sonrió Shake—. Pero me gustaría que apareciese relacionado con una auténtica hazaña digna Je su cargo. —Me temo no tener madera de héroe, amigo. Soy un vulgar minero, convertido en comisario por votación popular, eso es todo. Primero pensé que eso no me traería muchos problemas. Pero he podido cambiar de idea en, estas últimas semanas, se lo juro... Ambos entraron en la cantina. Los cadáveres habían sido ya retirados, la sangre limpiada lo mejor posible. Todo tenía aspecto normal, como si nada hubiera ocurrido. Pidieron dos cervezas que el cantinero les sirvió gustoso, y comenzaron a charlar sobre los acontecimientos que últimamente habían agitado al campamento minero. Estaban a medias de su charla, cuando las hojas de madera oscilante de laentrada batieron con un leve chirrido. Shake no llegó a volverse. Estaba mirando hacia el espejo del fondo del mostrador, contemplando al desconocido que acababa de entrar. —¡Dios nos valga! —oyó jadear al cantinero—. ¡Es Hasper Silvers en persona! CAPITULO V Hasper Silvers avanzó lentamente hacia el mostrador. Era un hombre alto, pero no lo parecía debido a su fornida complexión. Rostro ancho, cuadrado, como tallado en piedra viva, ojos estrechos y fríos, mentón enérgico y pelo oscuro, salpicado de mechones blancos. Vestía chaqueta de cuero, pantalones oscuros y botas con espuelas plateadas. Llevaba revólver en su cadera derecha, y un ancho cuchillo bowie en otro lado, enfundado en una vaina de piel de cabra. Se echó atrás el sombrero negro, de ala abarquillada, y se apoyó en el mostrador. El cantinero no podía dominar su nerviosismo ante la presencia del recién llegado. —Buenas tardes —saludó fríamente Silvers—. Sírveme. Un doble de whisky. La mano que le sirvió temblaba. La botella tintineó en el borde del vaso grueso vidrio. King contemplaba con ceño fruncido al hombretón. Luego miró a Shake. Este sonrió fríamente. Parecía calmado, tranquilo e indiferente. Pero algo en el destello helado de sus pupilas reveló al comisario del campamento que no era así. Shake estaba en guardia aunque no lo pareciese. Sabía que el enemigo estaba allí, a su lado. Justo a su espalda. —Esta tarde mataron a varios de mis hombres aquí, ¿verdad? —preguntó como si fuese lo más natural del mundo Hasper Silvers al cantinero. Este parecía al borde del colapso cuando respondió con, voz vacilante: —Pues... sí. Sí, hubo un incidente... —¿incidente? —Silvers soltó una agria carcajada—. ¿Llamas «incidente» a la muerte de cuatro hombres? —Bueno, hubo un tiroteo y... murieron —el cantinero tragó saliva, mirando desesperadamente a Shake como implorando su ayuda urgente. —Ya. Murieron —dijo sordamente Silvers—. ¿Quién los mató? —Yo —dijo heladamente Shake. Y se volvió lentamente hacia su vecino del mostrador, clavando en él sus glaciales ojos. El rostro juvenil reflejaba ahora tensión y cautela. —¿Usted? —preguntó Silvers—. ¿Quién es usted? —Eso importa poco —suspiró Shake—. Aquellos cuatro tipos no eran hombres. No tenían agallas. Eran unos cerdos. Humillaban a los hombres porque iban armados y controlaban la situación. Hirieron a una mujer indefensa, haciéndola sangrar de un golpe. Amenazaban con humillaciones a sus víctimas. Luego, cuando les reté, no supieron ni disparar lo bastante deprisa. Los maté con bastante facilidad, señor Silvers. El silencio que siguió era mortal. La cantina entera aparecía muda, los escasos clientes hicieron un instintivo movimiento de repliegue. Y el propio comisario King apretó los labios, algo pálido, echándose instintivamente atrás un paso. La situación parecía tener la suficiente carga emotiva como para estallar en cualquier momento en otro brote de violencia, de sangre y de muerte. —¿Es usted pistolero? —quiso saber Silvers, extraña y peligrosamente tranquilo, sobre todo para quien le conocía bien. —Podría serlo. O tal vez no. Sólo soy un hombre a quien no le gustan las injusticias ni los abusos. ¿Es todo lo que deseaba saber de mí? —No todo, pero puede bastar. A fin de cuentas, si hemos de matarnos usted y yo dentro de un momento, lo mismo da saber mucho que poco del contrario. Ya estaba lanzado el guante. Era el reto a un duelo a muerte. Shake entornó los ojos, contemplando con frialdad a su antagonista. Sabía que éste no iba a ser tan fácil como lo de la diligencia o la cantina aquel mismo día. Aquella gente eran rufianes, pistoleros de medio pelo, por expertos que resultaran. Este era otra cosa. Se preciaba de conocer bien a la gente, sobre todo cuando esa gente era enemiga suya. Silvers era peligroso. Muy peligroso. Como una serpiente de cascabel, estaba seguro de ello. No se fiaba de él lo más mínimo. Aquel hombre, por la razón que fuese, le resultaba inquietante, poco de fiar. —Si ha venido a enfrentarse conmigo, estoy dispuesto —dijo Shake, encogiéndose de hombros—. No pienso disculparme por lo que hice. —Lo suponía —afirmó Silvers secamente—. Apenas le vi, he sabido que no es de los que se disculpan. De modo que tendrá que matarme. Si no le mato yo. Quien se enfrenta a mí, es mi enemigo. Y quien es mi enemigo, o me mata..., o muere a mis manos. ¿Está eso claro? —Muy claro. —Entonces, no hablemos más. Es tiempo de que lo hagan las armas y no nuestra voz. Se echó atrás la chaqueta de cuero. Sus manos colgaron a ambos lados de su poderosa figura, y los ojos acerados se mantuvieron fijos en Shake. Alrededor de ambos hombres se formó un claro inmediato. Todos se mostraban pendientes de los más leves movimientos de los adversarios enfrentados. El cantinero desapareció como por ensalmo. —Se siente muy seguro de sí mismo, ¿no? —sonrió el joven Shake fríamente, mirando a su antagonista con serenidad. —Mucho. Me he enfrentado en mi vida a infinidad de enemigos. Siempre salí vencedor, se lo advierto. Y ellos eran muy buenos a veces. —Ya estoy advertido. Yo tampoco acostumbro a fallar, ¿entiende? —Seguro. Si mató a cuatro de mis hombres, es que sabe lo que es un arma de fuego. Ahora que está eso aclarado, vamos a lo nuestro. Se distanciaron uno de otro dando pasos atrás, midiéndose con ojos helados. Las manos no se movían una sola pulgada en el aire. —¿No será una ventaja para mi ser ambidextro y usar dos revólveres? — indagó Shake, irónico. —Posiblemente. Pero eso no puedo evitarlo. —Yo sí. Solamente utilizaré una mano: la derecha. No emplearé en absoluto la izquierda ni una sola vez, bajo pretexto alguno. —Muy bien. Pero creo que hace mal. No debe concederme ningún beneficio. Sabe que puedo matarle. —No importa. Me gusta la lucha leal y justa. —Si yo estuviera en su lugar, emplearía ambas manos. Y todos los trucos imaginables, si fuese preciso. No me gusta perder. Y no siempre juego limpio. —Peor para usted, Silvers. Estaban ya a la distancia idónea. Se pararon en seco. Los dedos flexionaron en el aire, impacientes por descender hacia la culata del arma. No se escuchaba ni el más leve ruido en torno suyo. El comisario King tragó saliva, mirando alternativamente a uno y otro. —Seré el juez en este duelo —dijo al fin roncamente—. Si alguno juega sucio, me encargaré de él, palabra. Y puso su revólver sobre el mostrador, a su lado, para reforzar esa afirmación. Los contendientes asintieron con la cabeza, aceptando su mediación. —Bien —gruñó King—, Contaré hasta tres. Entonces, podrán disparar. No antes. ¿De acuerdo? —De acuerdo —aceptó Shake. —Vale —corroboró Silvers, encogiéndose de hombros. —Uno... —Espere —cortó Silvers—. Antes de disparar, me gustaría saber a quién mato. —O quién le mata —rió suavemente el joven—. Mi nombre es Shake Harmon. Pero me conocieron cuando era un mozalbete con otro nombre: Yuma Kid. Ahora podemos seguir. —Dos... —recitó lúgubremente el comisario King. Hasper Silvers se había quedado repentinamente rígido. No reveló temor, sino asombro. Miró fijamente a su antagonista. Boqueó. Y alzó su zurda, rápido, frenando de nuevo la cuenta de King. —¡Quieto! —rugió—. ¿Ha dicho Shake Harmon? —Sí. Es mi nombre. Me dedico a escritor. Pero antes fui pistolero: Yuma Kid. —Hijo de Yuma Colt —recitó sordamente Silvers. —Sí. —Hijo de Shake Harmon, sénior, en tal caso —prosiguió Silvers. —Así es —el joven entornó los ojos—. ¿Le conoció? —Más que eso. Fuimos amigos y camaradas durante mucho tiempo. Una vez, me salvó la vida. De eso hace ya años. —Es curioso. La vida da estas vueltas, Silvers. ¿Seguimos? —No —negó rotundamente el otro, inclinando la cabeza y volviendo a abotonar su chaqueta de cuero—. No podría enfrentarme a muerte con el hijo de Shake. Lo siento, muchacho. Le pido perdón por mis palabras y por mis actos. Supongo que mis hombres se propasaron y tuvieron bien merecido su final. Eran escoria, lo sé. ¿Es posible que todo esto se olvide y quedemos amigos? Tendió su mano abierta a Shake. Este vaciló, mirando
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