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Y si quedamos como amigos - Elizabeth Eulberg

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ÍNDICE
 
Portadilla
Índice
Dedicatoria
 
Capítulo uno
Capítulo dos
Capítulo tres
Capítulo cuatro
Capítulo cinco
Capítulo seis
Capítulo siete
Capítulo ocho
Capítulo nueve
Capítulo diez
Capítulo once
Capítulo doce
Capítulo trece
Capítulo catorce
Capítulo quince
Capítulo dieciséis
Capítulo diecisiete
Capítulo dieciocho
 
Agradecimientos
Créditos
Grupo Santillana
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Para Erin Black, Marie Everett
y Elizabeth Parisi,
porque la vida de esta autora es mucho
mejor si cuenta con su apoyo.
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Los chicos y las chicas pueden ser amigos.
Así me gusta, Levi. Directo al grano.
Yo sólo digo que es perfectamente posible que un chico y una chica sean
amigos. Nunca he entendido cuál es el problema. O sea, sí, hemos tenido que
soportar un montón de preguntas estúpidas.
Ah, ya, las preguntas.
“¿Están saliendo?”
“¿No? ¿Y por qué?”
“Pero algún beso sí se habrán dado, ¿no?”
“O lo habrán considerado…”
“¿Macallan, y cómo pudiste resistirte a los increíbles encantos de Levi?”
Nadie me preguntó eso.
No sé, yo…
Bueno, pues yo sí. Y nunca me lo preguntaron. Jamás.
Bueno, está bien. Sea como sea, reconozco que no todo salió bien. Tuvimos
algún que otro problemilla.
¡¿Algún que otro problemilla?!
Está bien, bastantes problemas. Pero mira cómo terminó todo. Cuando llegué a
la escuela, en sexto, ambos dimos por supuesto que no volveríamos a
intercambiar palabra después de aquel primer día. Sobre todo tú, porque
enloqueciste por mí en cuanto me viste.
¿Te refieres al día que estoy pensando?
Sí.
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Oh, cuánto lo siento. Me parece que alucinas.
No alucino. Abundan los adjetivos para describirme: genial, rudo, viril…
¿Quieres que siga?
Te lo concedo. Eres genial. Pero alucinas.
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CAPÍTULO UNO
 
Seguro que soy la única niña del mundo que deseaba que terminaran las vacaciones.
Durante los meses de verano, tenía demasiado tiempo libre, lo cual implica demasiado
tiempo para pensar, sobre todo si eres una niña de once años en pleno duelo. No veía el
momento de empezar séptimo. Ponerme a estudiar mucho. Pasar menos tiempo a solas.
Al principio de las vacaciones, me arrepentí de haber rechazado la invitación de mi
papá de pasar el verano en Irlanda con la familia de mi mamá, pero es que sabía que
allí todo me recordaría a ella. Aunque para recordarla me bastaba con mirarme al
espejo.
El caso es que la escuela era mi única vía de escape. Cuando me dieron el recado de
que pasara a la dirección antes de clase, temí que me esperara otro curso lleno de
visitas obligatorias al psicoterapeuta escolar, de miradas compasivas por parte de mis
compañeros y de maestros bienintencionados, pero algo despistados, empeñados en
decirme lo importante que era “mantener vivo su recuerdo”.
Como si pudiera olvidarla.
Aquella mañana, no estaba para muchos dramas. Ya tenía bastante con enfrentarme a
un nuevo curso desde que…
—¿Quieres que te acompañe, Macallan? —me preguntó Emily cuando recibí el
recado de la dirección. Aunque intentaba disimular, la sonrisa tensa en su rostro la
traicionaba.
—No, tranquila —repuse—. Seguro que no es nada.
Me escudriñó un momento antes de arreglarme el pasador del pelo.
—Muy bien, si me necesitas estaré en clase del señor Nelson.
Esbocé una sonrisa tranquilizadora y me la pegué a los labios para entrar en el
despacho.
La señora Blaska, la directora, me abrazó.
—¡Bienvenida, Macallan! ¿Qué tal el verano?
—¡Muy bien! —mentí.
Nos miramos mutuamente sin saber qué decir a continuación.
—Bueno, necesito ayuda con un nuevo alumno. Te presento a Levi Rodgers. ¡Es de
Los Ángeles!
Me volteé a mirar y vi a un chico rubio que llevaba una cola de caballo a la altura de
la nuca. Su pelo era aún más largo que el mío. Se recogió un mechón suelto detrás de la
oreja antes de tenderme la mano y decir:
—Qué tal.
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Tenía que reconocerlo: como mínimo era educado… para ser un surfista.
La señora Blaska me tendió el horario del chico nuevo.
—¿Puedes enseñarle la escuela y acompañarlo a su primera clase?
—Claro.
Salí de la oficina seguida de Levi y me dispuse a mostrarle rápidamente la escuela.
No estaba de humor para jugar a “cuéntame la historia de tu vida”.
—El edificio tiene forma de T. Por este pasillo llegarás a los salones de mate,
ciencias e historia —movía las manos como una aeromoza—. Detrás de ti, los salones
de español, además de la biblioteca —eché a andar con brío—. Hay gimnasio,
cafetería, salón de música y salón de arte. Ah, y cuartos de baño al fondo de cada
planta, además de un dispensador de agua.
Puso cara de sorpresa.
—¿Qué es un dispensador de agua?
Mi primera reacción fue de incredulidad. ¿Cómo era posible que no supiera lo que
era un dispensador?
—Pues una especie de llave, para beber.
Se lo enseñé y apreté el botón para que manara agua.
—Oh, te refieres a un surtidor.
—Sí, dispensador, surtidor… qué más da.
Él se echó a reír.
—Nunca había oído eso de “dispensador”.
Yo me limité a caminar más deprisa.
Mientras él echaba un vistazo al pasillo, me fijé en que tenía los ojos de un azul muy
claro, casi grises.
—Qué raro —prosiguió—. Toda esta escuela cabría en la cafetería de la mía —
formulaba las frases en tono ascendente, como si fueran preguntas—. O sea, voy a tener
que cambiar de chip, ¿sabes?
Supongo que la reacción apropiada habría sido interesarme por su antigua escuela,
pero quería llegar al salón cuanto antes.
Unos amigos se acercaron a saludarme y todos le echaron un vistazo al chico nuevo.
Mi escuela era bastante pequeña; la mayoría asistíamos desde primero, muchos desde
preescolar.
Volví a mirarlo de reojo. No estaba segura de si me parecía lindo o no. Tenía las
puntas del pelo casi blancas, seguramente como consecuencia del sol. El bronceado de
su piel resaltaba aún más el tono trigueño de su cabello y el azul de sus ojos; pero no le
duraría mucho, teniendo en cuenta que en Wisconsin, pasado el mes de agosto, apenas
si vemos el sol.
Levi llevaba una camisa a cuadros blancos y negros, bermudas y chanclas. Se diría
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que había intentado combinar un estilo casual con otro más formal. A mí, por suerte, me
había ayudado Emily a escoger el conjunto del primer día de clases: un vestido a rayas
amarillo y blanco con un saco blanco.
Levi me sonrió nervioso.
—¿Y qué nombre es ése de Macallan? ¿O es McKayla?
Mi primer impulso fue preguntarle si el nombre de Levi procedía de los jeans que su
madre llevaba puestos el día que él nació, pero opté por comportarme como la alumna
responsable que, al menos en teoría, era.
—Es un nombre típico de mi familia —respondí. Era una mentira muy grande. El
nombre tal vez fuera típico de alguna familia, pero no de la mía. Aunque me encantaba
tener un nombre tan original, me daba pena admitir que el nombre procedía del whisky
favorito de mi papá—. Es Ma-ca-llan.
—Güey, qué bien.
No podía creer que acabara de llamarme “güey”.
—Sí, gracias —di por concluida la visita delante del salón de su primera clase—.
Bueno, aquí te dejo.
Me miró indeciso, como esperando a que le buscara un pupitre y lo arropara en la
cama.
—¡Hola, Macallan! —me saludó el señorDriver—. Pensaba que no tenías clase
conmigo hasta más tarde. Ah, vaya, tú debes de ser Levi.
—Le estaba enseñando la escuela. Bueno —me volteé hacia Levi—, me tengo que ir
a mi salón. Buena suerte.
—Ah, sale —balbuceó él—. ¿Nos vemos luego?
En aquel momento, me di cuenta de que me miraba con una expresión de miedo.
Estaba asustado. Por supuesto. Me sentí culpable un momento, pero me sacudí de
encima la sensación mientras me dirigía a mi salón.
Ya tenía bastantes problemas y ninguna necesidad de añadir uno más.
 
En cuanto nos formamos en el comedor, Emily fue directo al grano.
—¿Y qué pasa con el chico nuevo? —me preguntó.
Me encogí de hombros.
—No sé. No está mal.
Ella examinó una porción de pizza.
—Lleva el pelo larguísimo.
—Es de California —señalé.
—¿Y qué más sabes de él?
Renunció a la pizza y escogió un sándwich de pollo y una ensalada. La imité.
Estaba profundamente agradecida de tener una amiga tan femenina como Emily. Mi
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papá, por más que se esforzase, no podía ayudarme con cosas como peinados, ropa y
maquillaje. Si dependiera de él, iría siempre vestida con jeans, tenis y una playera del
equipo de futbol más famoso de Wisconsin, los Green Bay Packers, y además comería
pizza a diario. Emily, sin embargo, rezumaba fineza. Sin duda era una de las chicas más
guapas del salón, con su pelo largo, negro como el carbón, y sus ojos oscuros. También
tenía muchísimo estilo y, afortunadamente para mí, compartíamos talla, así que podía
ponerme su ropa, aunque ella estaba más desarrollada que yo. Al menos, tendría a
alguien a quien pedirle consejo cuando me tuviera que poner brasier. No podía ni
imaginar lo incómodo que se sentiría mi papá en una situación como ésa. Lo incómodos
que nos sentiríamos los dos.
—Mmmmm…
Traté de recordar qué más sabía de Levi. Ahora, demasiado tarde, tenía la sensación
de que me había esforzado poco.
Danielle se reunió con nosotras. Sus rizos color miel rebotaban en su cabeza
mientras recorríamos la cafetería.
—¿Ése es el chico nuevo?
Señaló a Levi, que comía solo sentado a una mesa.
—Qué delgado está —observó Emily.
Danielle se rio.
—Ya lo creo. Pero no se preocupen, si no engorda con nuestras grasientas
hamburguesas, lo hará con nuestro famoso queso en grano y las salchichas.
Las tres echamos a andar hacia la mesa de siempre. Levi nos siguió con la mirada.
Estábamos acostumbradas. La gente hacía chistes del tipo: “Una rubia, una pelirroja y
una asiática entran en…”. Yo, sin embargo, prefería pensar en nosotras como “la chica
con la que todo el mundo se quiere sentar porque es muy chistosa, la que es el blanco
de todos los chismes y la que les da varias vueltas a los chicos”.
Esbocé una sonrisa rápida en dirección a Levi, con la esperanza de borrar en parte la
mala impresión que debía de haberse llevado de mí por la mañana. Él me devolvió un
saludo triste. Yo me detuve un momento y, en ese instante, advertí que me miraba con
expresión de gratitud. Pensaba que me iba a sentar a su lado o, como mínimo, que lo
invitaría a unirse a nosotras. Titubeé sin saber qué hacer. No me apetecía hacer de
niñera, pero también sabía lo que es sentirse solo. Y asustado.
—Oigan, me sabe mal que se quede ahí solo. ¿Les importa que se siente con
nosotras?
Como nadie puso objeciones, me acerqué a Levi.
—Este… ¿Qué tal te fue en la mañana? —le pregunté haciendo esfuerzos por sonreír
y ser amable por una vez.
—Bien.
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Por el tono de su voz, era obvio que le había ido de todo menos bien.
—¿Quieres sentarte con nosotras? —señalé nuestra mesa con un gesto.
—Gracias —respiró aliviado.
Pronto, la atención que despertábamos fue sustituida por chismes del estilo de “sé
cómo pasaste en realidad las vacaciones de verano”.
Levi se sentó a mi lado y picoteó su comida con aire cohibido. Dejó la mochila sobre
la mesa y advertí que llevaba un pin prendido a una tira.
—¿Eso no será…?
Me mordí la lengua. ¿Qué posibilidades había de que aquello fuera lo que creía que
era? Demasiada casualidad.
Levi se dio cuenta de que estaba mirando su pin de “MANTÉN LA CALMA Y SIGUE
COLGADO”.
—Ah, este… Es una serie de televisión increíble… —empezó a explicar.
Yo apenas pude contener la emoción.
—Buggy y Floyd. ¡Me encanta esa serie!
Se le iluminó la cara.
—No es posible… Nadie conoce Buggy y Floyd. ¡Es alucinante!
Era alucinante.
Buggy y Floyd trata de las payasadas de Theodore “Buggy” Bugsy y su
primo/compañero de piso Floyd. En casi todos los episodios, Buggy se mete en algún
lío absurdo del que Floyd tiene que rescatarlo. Y Floyd siempre se está quejando de la
situación, de Buggy y de la sociedad en general.
Noté que una sonrisa se extendía por mi cara.
—Sí, la familia de mi mamá vive en Irlanda. Vi la serie hace un par de veranos,
cuando fui de visita. Tengo los DVD en casa.
—¡Yo también! Un amigo de mi papá es director de desarrollo de una productora y
está pensando en adaptarla para pasarla aquí.
Gemí. Odio que adapten una buena serie inglesa a los Estados Unidos. A veces, el
humor británico es intraducible y todo se convierte en una tontería.
—Lo estropearán —dijimos Levi y yo al unísono.
Durante un segundo, nos quedamos con la boca abierta. Luego nos echamos a reír.
—¿Episodio favorito?
Levi se había echado hacia delante, ahora más relajado.
—Buf, hay muchos. Ése en el que la hermana de Floyd está a punto de dar a luz…
—Que me cuelguen si sé de dónde sacar agua hirviendo a menos que cuente una taza
de té —Levi logró el acento londinense.
—¡Sí! —palmeé la mesa con fuerza.
—¿Qué está pasando aquí? —perpleja, Emily nos miró por turnos.
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—¿Te acuerdas de esa serie inglesa que siempre les digo que tienen que ver?
—¿Ésa? —Emily negó con la cabeza como hacía siempre que mis pequeñas
excentricidades la divertían. Se volteó hacia Levi—. ¿La conoces?
Él se rio.
—Sí, es brutal.
—Ajá —Emily arrugó la nariz—. Es adorable que tengan algo en común.
—¡Común! —bufó Levi—. Ya sé que no soy la reina de Inglaterra, pero desde luego
no soy común.
Era otra cita de la serie.
—Un engorro vulgar y corriente, eso es lo que eres —terminamos los dos.
Emily nos miró como si fuéramos dos bichos raros. Danielle sonreía divertida.
Platicamos un poco más sobre nuestros respectivos veranos y, cuando llegó la hora
de irnos, me aseguré de que Levi supiera dónde estaba su siguiente clase. Esta vez,
cuando preguntó: “¿Nos vemos luego?”, descubrí que no me horrorizaba la idea. Sería
bastante padre tener un amigo que no compartía los gustos de la mayoría.
Emily se rio cuando dejamos las charolas en la cinta transportadora.
—Parece ser que tu nuevo novio y tú tienen muchas cosas de que hablar.
—¡Para ya! Sabes muy bien que no es mi novio.
—Claro que lo sé, pero toda la cafetería vio su pequeña fiesta de reconciliación.
Seguro que tenía razón. A estas horas, todo el mundo estaría comentando nuestra
animadísima conversación. Sin embargo, me daba igual. Prefería mil veces ese tipo de
chismes a los que habían proliferado a mis espaldas el curso anterior.
 
El tío Adam me estaba esperando para llevarme a casa después de clase. Siempre se
alegraba mucho de verme, aunque hiciera pocas horas que nos habíamos separado.
—¿Qué tal tu primer día? —me preguntó mientras me daba un gran abrazo.
—¡Bien! —le aseguré.
—Qué bueno.
Agarró mi mochila y echó a andar hacia el coche.
Allí al lado, Levi se subía a una camioneta manejada por una mujer que debía de ser
su madre. Le dijo algo y ella comenzó a caminar hacia nosotros. Levi la siguió poco
convencido. Noté que se me hacía un nudo en el estómago. Siempre me pongo a la
defensiva cuando tengo que presentar a Adam.
El tío Adam es una persona increíble y todo el mundo lo adora. Es simpático,
extrovertido y el primeroen echar una mano cuando hace falta. Pese a todo, nació con
un defecto del habla y arrastra un poco las palabras. No sé muy bien cuál es el término
exacto para definir su problema, pero no se le cierra del todo la garganta y a veces
cuesta un poco entenderlo.
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Cuando pregunté, de pequeña, qué le pasaba al tío Adam, mi mamá me dejó muy
claro que no le “pasaba nada”, sencillamente hablaba de manera distinta a causa de un
defecto de nacimiento. Yo me lo tomé al pie de la letra. Hace un par de años, regresaba
a casa del parque cuando unos chicos me preguntaron qué tal le iba a mi “tío el
retrasado”. Yo les grité: “No es retrasado, sólo habla de un modo extraño”. Entré a
casa llorando y le conté a mi papá lo sucedido. Fue entonces cuando me informó de que
Adam padecía una discapacidad mental. Mis papás pensaban que yo ya lo sabía. Sin
embargo, ¿cómo iba a saberlo? Maneja, tiene un empleo y vive solo (en la casa de
enfrente). Su vida es idéntica a la nuestra.
Contuve el aliento cuando la madre de Levi se presentó, temiendo que, como muchas
otras personas, metiera la pata de algún modo.
—Hola, Macallan, soy la madre de Levi. Muchas gracias por haberlo tratado tan
bien. Es muy duro tener que trasladarse a la otra punta del país y empezar de cero en
una escuela nueva —tenía el pelo del mismo color que Levi, pero ella llevaba la cola
de caballo a la altura de la coronilla. Vestía un pantalón de algodón y una sudadera,
como si acabara de salir del gimnasio. Incluso sin maquillar, era guapísima.
—Mamá —gimió Levi, temiendo que me contara su vida.
Ella se volteó hacia Adam.
—Y usted debe de ser su padre.
El tío Adam le tomó la mano. Cuando la madre de Levi se la estrechó, vi que se
sobresaltó un poco.
—Su tío.
—Él es mi tío Adam —intervine.
—Mucho gusto.
Sonrió con calidez mientras mi tío y Levi se estrechaban la mano a su vez. Me fijé
para comprobar si Levi titubeaba también, pero no lo hizo. Seguramente estaba más
pendiente de arrastrar a su madre de vuelta hacia el auto.
De repente, me sorprendí a mí misma dando explicaciones.
—Es que mi papá a veces trabaja hasta muy tarde en su empresa de construcción, así
que Adam sale un momento del almacén para llevarme a casa.
—Bueno, si alguna vez necesitas que te llevemos a tu casa o quieres quedarte en la
nuestra hasta que tu padre o tu tío salgan del trabajo, estaremos encantados de que
vengas con nosotros.
No supe qué decir. Estaba acostumbrada a las buenas maneras de la gente del medio
oeste, pero allí estaba aquella mujer, recién llegada al pueblo y que acababa de
conocerme, ofreciéndome su casa. Y lo hacía por pura amabilidad, no porque supiera
lo del accidente.
—¡Qué bien! Los miércoles siempre se nos complican —dijo el tío Adam antes de
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que pudiera cerrarle la boca.
Por lo general, Adam trabajaba de las siete de la mañana a las dos de la tarde, así
que era él quien me recogía de la escuela. Salvo los miércoles. Ese día, tenía el turno
de la tarde. El año pasado o bien me quedaba en la biblioteca o esperaba a que Emily o
Danielle terminaran sus respectivas clases extracurriculares.
La madre de Levi no lo dudó ni un instante.
—¿Por qué no vienes a casa este miércoles? Si quieres, claro.
Le eché una ojeada a Levi, que me miró y articuló sin voz las últimas palabras de su
madre: “Si quieres”.
—¡Desde luego! —asintió el tío Adam.
—Le daré mi número por si el papá de Macallan quiere ponerse en contacto
conmigo, ¿de acuerdo?
Levi señaló el pin de su mochila y enarcó las cejas con ademán risueño. Me vino a la
cabeza la imagen de nosotros dos viendo juntos Buggy y Floyd.
—Sí —articulé a la vez.
Los dos adultos intercambiaron los números de teléfono. Mi yo destructivo pensaba
que la madre de Levi se estaba ofreciendo a ocuparse de mí porque pensaba que mi tío
no estaba en condiciones de cuidarme. Mi yo constructivo me dijo que aquella mujer
tan simpática sólo quería que su hijo hiciera amigos.
“Puede que lo haya dicho por lástima”, dijo mi yo destructivo.
“No lo sabe”, arguyó mi yo constructivo. Lo sucedido no se parecía a cuando alguien
con quien tenías poca relación se interesaba por ti de repente, te ofrecía un hombro en
el que llorar o te traía un guiso de algo que tu mamá jamás en la vida había cocinado.
El tío Adam y yo subimos al coche. Él siempre se aseguraba de que me hubiera
abrochado el cinturón antes de arrancar.
—¿Todo bien? —me miraba fijamente.
—Sí —dije, aunque no sabía qué pensar de lo que acababa de suceder. No me
gustaban los giros inesperados. A esas alturas de mi vida, había protagonizado más de
los que me correspondían.
Adam parecía muy triste.
—A tu mamá le encantaba recogerte de la escuela.
Respondí con un asentimiento, como hacía casi siempre que alguien hablaba de ella.
Una lágrima rodó por la mejilla de Adam.
—Te pareces tanto a ella…
Me estaba acostumbrando a aquel comentario. Me encantaba parecerme a mi mamá.
Tenía sus mismos ojos, grandes y de color café, el rostro acorazonado y el cabello
ondulado color castaño que en verano se aclaraba y adquiría un tono rojizo.
Sin embargo, también era la chica del espejo, el recordatorio andante de cuánto
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había perdido.
Cerré los ojos, inspiré a fondo y me prometí a mí misma: “Dentro de quince minutos,
estarás haciendo la tarea de mate. Dentro de quince minutos, se te concederá una tregua.
Sobrevive esos quince minutos y todo irá bien”.
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¿De verdad piensas que mi mamá se ofreció a llevarte por compasión?
Ya no. Ahora sé que tu mamá es la definición personificada de “increíble”.
De tal palo, tal astilla.
¿Cómo crees?
Pero reconoces que si tú me invitaste a sentarme con ustedes fue por lástima.
Pues sí.
¿Lo ves? Se supone que debes mentir y decir que querías platicar conmigo
porque pensaste que yo era un chico genial.
¿Me estás pidiendo que mienta?
Mm… Sí. Los amigos mienten para que el otro se sienta bien. ¿No lo sabías?
¿Ya te dije que hoy estás muy mono?
Gracias, yo… Eh, un momento.
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CAPÍTULO DOS
 
La primera vez que mis papás me dijeron que nos mudábamos a Wisconsin, me quedé
hecho polvo. O sea, ¿tenía que dejar atrás a mis amigos y toda mi vida sólo porque a mi
papá lo habían ascendido? ¿Por qué no podíamos quedarnos en Santa Mónica, donde
hacía buen tiempo y había unas olas brutales?
Luego, me di cuenta de que empezaría de cero. Siempre había envidiado a los chicos
nuevos que llegaban a la escuela. Todo el mundo les hacía caso. Los envolvía un aura
de misterio. Podían convertirse en la persona que quisieran. Así que, a lo mejor, la idea
de mudarse no era tan mala. Me iba a convertir en un forastero procedente de una tierra
extraña. ¿Qué chica se resiste a eso?
Y por fin llegué a Wisconsin.
Cuando la directora me presentó a Macallan, me puse nervioso, porque era muy
bonita. En seguida, al cabo de unos 2.5 segundos, me hizo saber que no le interesaba en
lo más mínimo. Si le hubiera dado un vaso de leche, se le habría congelado en la mano
en menos de un minuto. Así de fría fue.
Supuse que no volvería a hablarme y me centré en los chicos de la escuela. De todos
modos, los hombres siempre se llevan mejor que las mujeres.
Aquel primer día, justo antes de comer, me acerqué a un grupo de chicos, me
presenté e intenté aparentar que controlaba la situación. Sin embargo, estoy seguro de
que apestaba a desesperación por todos lados. Me di cuenta enseguida de que Keith,
ese mala sangre, era el cabecilla del curso. Iba a todas partesacompañado de un grupo
de tres o cuatro chicos y todos llevaban una playera de no sé qué equipo de Wisconsin.
Keith vestía una sudadera de los Badgers y jeans por la rodilla. Medía más de metro
ochenta y le pasaba una cabeza a todo el mundo, incluidos casi todos los maestros. No
estaba delgado pero tampoco gordo; sencillamente, era un tipo grande.
Cuando me acerqué a él, me miró de arriba abajo y me soltó: “¿Qué te pasa?”, antes
incluso de que tuviera ocasión de presentarme. Dije unas cuantas estupideces y me sentí
como si me estuvieran entrevistando para un trabajo.
Entonces cometí un error fatal. Debería haber sido más listo.
Reconocí ser fan de los Chicago Bears.
Juro que oí el siseo.
Supuse que, en cualquier caso, me tomarían el pelo, como hacen los hombres. Era
eso lo que esperaba, lo que ansiaba. Porque si los chicos te toman el pelo, significa que
te han aceptado, más o menos.
En cambio, cuando me serví el almuerzo y busqué una mesa, nadie me miró siquiera.
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Todos estaban demasiado ocupados hablando de sus vacaciones como para fijarse en el
chico nuevo. En vez de ser el recién llegado que despertaba el interés de todo el
mundo, me trataban como si tuviera lepra o algo así. Me habían repetido hasta el
cansancio que la gente de Wisconsin era simpatiquísima, pero yo no tuve esa sensación.
Me sentía como si hubiera invadido su territorio. No había pasado ni medio día y ya
tenía ganas de llorar.
Entonces llegó Macallan.
Me salvó de la humillación pública de tener que comer solo el primer día de clases.
A partir de entonces, me senté a comer con ella y con sus amigas, cada día.
Al principio, no me agradaba mucho eso de que Macallan viniera a casa los
miércoles después de clase. En cuanto llegaba, sacaba las tareas y se ponía a trabajar
hasta que su padre venía a buscarla. Sólo se animaba cuando veíamos algún episodio
de Buggy y Floyd. Al cabo de unos cuantos miércoles, empezamos a charlar un poco
más.
Era bastante cool. O sea, increíblemente cool, aunque a veces podía ser muy distante.
Un miércoles, cosa de un mes más tarde, tuvo que quedarse más rato que de
costumbre. Mi mamá llegó del supermercado y dijo:
—Macallan, querida, tu padre acaba de llamarme. Se le hizo tarde, así que tendrás
que quedarte a cenar. Espero que te guste la carne molida.
Sentada en la mesa del comedor en la que solíamos estudiar, Macallan se quedó
mirando a mi mamá, que había entrado en la cocina y estaba sacando la compra.
Procuré no reírme cuando Macallan frunció el ceño. Siempre hacía eso para
concentrarse, tanto en las matemáticas como en mi mamá. Me parecía adorable.
—Eh —intenté que Macallan me prestara atención—. ¿Quieres que juguemos a un
videojuego o algo?
—Prefiero acabar el trabajo de literatura.
Se puso a escribir a toda prisa.
Agarré el manoseado libro que estaba leyendo.
—¿Miss Lulu Bett? —me reí—. ¿Estás haciendo un trabajo sobre alguien que
escribió un libro titulado Miss Lulu Bett?
Macallan tendió la mano hacia el libro.
—¿Puedes tener cuidado, por favor? Lo saqué de la biblioteca. Es una rareza.
Le ofrecí el libro con ambas manos haciendo un gesto de reverencia.
—Y, para que te enteres, la autora, Zona Gale, nació en Wisconsin y fue la primera
mujer galardonada con el premio Pulitzer de teatro. No te vas a morir por aprender un
poco de historia de esta zona. Ahora vives aquí.
—Uh…
Casi siempre le respondía eso cuando Macallan me soltaba un sermón. Me iba
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bastante bien en la escuela y sacaba buenas notas, pero no era tan ñoño como ella.
Macallan siguió escribiendo.
—¿Y tú trabajo de qué trata? ¿Del doctor Seuss?
—Me gustan los huevos verdes con jamón, Mac yo soy.
Macallan hizo una mueca.
—A veces no sé ni por qué me molesto.
Fingió volver al trabajo, pero me di cuenta de que le empezaban a bailar las
comisuras de los labios.
Volví a agarrar el libro con cuidado.
—A lo mejor debería leer éste. Me pregunto qué clase de apuesta hizo Miss Lulu.
Lo dije porque bet significa “apostar” en inglés. Macallan gimió.
—Señora Rodgers, ¿necesita ayuda con la cena?
Mi mamá asomó la cabeza por el umbral de la cocina.
—No te preocupes. Creo que ya está todo.
Macallan se levantó de todos modos y se reunió con ella.
—¿Seguro?
—Bueno, si quieres me puedes ayudar a cortar las verduras.
Mi mamá le sonrió.
“Genial, ahora tendré que ayudar yo también”, pensé. Si quieres quedar como un
vago, invita a Macallan a cenar.
Mi mamá sacó pimientos rojos y verdes, calabacitas y champiñones de la bolsa de la
compra y le dio a Macallan la tabla de cortar y un cuchillo. Macallan se quedó mirando
el cuchillo y las verduras como si le hubieran puesto delante una ecuación muy
complicada. Acercó el cuchillo al pimiento, primero en un sentido y luego en el otro.
Por fin, dirigió la vista hacia mí, seguramente pidiendo ayuda. Vaya ocurrencia. El
año pasado, cuando intenté preparar palomitas en el microondas, estuve a punto de
quemar la casa. El tufo a palomitas carbonizadas duró una semana. Desde entonces,
tengo prohibida la entrada en la cocina.
—¿Quiere que las corte de alguna forma en especial? —le preguntó a mi mamá.
Ella abrió la boca, pero antes de que dijera nada se le prendió el foco. Se acercó a
Macallan y le enseñó los distintos modos de cortar cada cosa. Los ojos verdes de
Macallan lo miraban todo como si se lo tuviera que aprender para un examen.
—Gracias —dijo en voz baja cuando se puso a trabajar—. En mi casa apenas se
cocina. Ya no.
En aquel momento, me di cuenta de que Macallan estaba enamorada de mi mamá. Fue
Emily quien me contó lo del accidente de coche; Macallan no me había dicho gran cosa
sobre su madre. No tenía ni idea de si debía comentarle algo al respecto, o preguntarle.
O sea, ¿qué se hace en esos casos?
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Que me cuelguen si lo sé.
 
Aunque me estaba haciendo amigo de Macallan y su grupo, echaba de menos la
compañía de los chicos.
—¿Qué pasa, California? —me dijo Keith después de clase a principios de
noviembre—. ¿Cómo va todo, hermano? —aunque lo dijo con acento fresa. Sabía que
se estaba burlando de mi manera de hablar, pero ¿acaso él no se había oído? Allí, todo
el mundo se comía letras y ni siquiera pronunciaban la eses finales. A mí me daba
mucha risa—. Te vi corriendo por la pista en clase de educación física. No se te da
mal.
—Gracias, hermano.
Estuve a punto de ponerme pesado diciendo que podía correr mucho más cuando no
estaba medio congelado. Aunque la nieve de la primera ventisca del año (que cayó
antes de Halloween) se había derretido, seguía haciendo un frío de mil demonios.
Una parte de mí ya había tachado a Keith y su grupo de la lista y sin embargo me
emocioné una pizca cuando prosiguió:
—A lo mejor te gustaría jugar un partido. Como receptor o algo así. ¿Juegan futbol
en Plaza Sésamo? —se rio.
Decidí responder con otra indirecta.
—No sé, hermano. ¿Has oído hablar de algo llamado el Torneo de las Rosas? Seguro
que no, porque los Badgers llevan años sin ganarlo.
—Touché —Keith parecía impresionado.
Yo había perdido la práctica de lanzar indirectas. En California, mis amigos y yo nos
pasábamos horas molestándonos los unos a los otros, con nuestras familias, con las
chicas que nos gustaban. Con cualquier cosa. Cuanto más aguda la indirecta, más nos
reíamos. Lo habíamos convertido en un arte.
—Está bien, California —Keith asintió para sí—. Nos vemos por ahí. No dejes que
esas niñas empiecen a trenzarte el pelo o a hacerte el manicure. Los hombres juegan
futbol.
—Pues sí.
Nos despedimos con esa especie de saludo que me hace sentir aún más imbécil,
pero, oye, por lo menos me había hablado. Algo es algo.
 
Después de clase, advertí al instante que Macallan estaba de mal humor. Mi mamá tenía
unareunión y llegaría tarde, así que tuvimos que caminar un trayecto de veinte minutos
para llegar a mi casa. Apenas me dirigió la palabra en todo ese rato y ni siquiera quiso
parar en el parque Riverside. Cuando íbamos andando a casa, siempre pasábamos un
rato por el parque para entretenernos. Por mucho frío que hiciera. Aquel día, por lo
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visto, no.
—¿Está todo bien? —le pregunté por fin, sobre todo porque tanto silencio era
superincómodo.
Ella respondió:
—Sí…, no. No me encuentro bien.
La vi sujetarse la barriga y temí que vomitara delante de mí.
Cuando llegamos a casa, se quedó sentada. No quería hablar ni ver la tele, no le
apetecía comer nada. Aquello tenía mala pinta.
Jugué un rato a la consola; ella miraba en silencio desde el sofá.
—Vaya, en serio… —la miré y vi que tenía mal aspecto. Sólo había una cosa capaz
de arrancarle una sonrisa—. Uy —exclamé con mi mejor acento londinense—. ¿Te vas
a quedar ahí sentada o me vas a ayudar a tener… un bebé?
A continuación fingí un desmayo. Un gag típico de Buggy.
Ella se levantó de repente y se fue al baño.
Es lo malo de hacerte amigo de una chica. A veces son tan complicadas… O sea,
¿tenía que adivinar lo que le pasaba? ¿No podía darme alguna pista?
Después de jugar un buen rato más, me di cuenta de que Macallan llevaba demasiado
tiempo en el baño. Vaya asco. Pero ¿y si se había golpeado la cabeza contra el lavabo o
algo? No quería molestarla, pero había dicho que no se encontraba bien.
Me acerqué a la puerta del baño con cautela.
—Ejem, ¿Macallan?
—¡Vete!
—Esto… ¿necesitas…?
—¡HE DICHO QUE TE VAYAS!
Estoy seguro de que tiró algo contra la puerta. O la golpeó. Luego se oyeron más
ruidos y me quedó claro que no estaba muy alegre que digamos.
No sabía qué hacer. Mis amigos de California nunca se encerraban en el baño.
Gracias a Dios, mi mamá llegó pocos minutos después. Cuando me vio allí plantado,
mirando la puerta del baño, me miró extrañada.
—Mamá, no sé qué le pasa. Se encerró ahí dentro. Creo que está llorando. Te juro
que yo no le hice nada.
Mi mamá abrió los ojos como platos.
—Ve a entretenerte con los videojuegos.
Mi mamá siempre me decía que no perdiera tanto tiempo con la consola de juegos.
Me largué a la sala antes de que cambiara de idea.
Tras lo que me pareció una eternidad, mi mamá salió del baño.
—¿Qué…?
Me interrumpió.
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—Mira, no hables de esto con Macallan ni con nadie de la escuela. ¿Me entiendes?
—no estaba acostumbrado a que me hablara en un tono tan brusco—. Ahora quiero que
te vayas a tu habitación…
—¿Qué? —protesté—. Pero si yo no le hice…
Mi mamá tronó los dedos. Genial. Ahora ella también estaba enojada conmigo. Bajó
la voz.
—Cuando llegue el papá de Macallan, necesito hablar con él en privado. Ve a tu
recámara. No quiero oír ni una palabra más sobre esto.
Se cruzó de brazos y supe que no tenía más remedio que obedecer.
Me fui a mi recámara confundido. Sólo tenía una cosa clara.
No hay quien entienda a las mujeres.
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Guau.
¿Qué?
Por fin he captado lo que te pasaba aquel día.
¿No lo habías deducido hasta ahora?
Pues… no.
No estamos manteniendo esta conversación.
No puedo creer que no me diera cuenta de que tenías…
¿Qué parte de “no estamos manteniendo esta conversación” no entiendes?
¿Crees que yo quiero hablar de esto?
¿Y entonces por qué sigues hablando?
Ejem, da igual.
Será mejor que nos pongamos a hablar cuanto antes de algo muy masculino para
que no bajes puntos en la escala de tipo rudo.
Sí, este…, mí gustar carne.
Nenas.
Futbol.
Hierba.
Hotdogs.
Pedicure.
Párale, prometiste no mencionarlo nunca. Tenía una ampolla, y yo sólo…
Excusas, excusas.
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Eres de lo peor.
Por eso me quieres.
Sí, porque me encanta que me molesten. Y soy cien por ciento masculino.
 
Deja de reírte.
 
En serio, deja de reírte.
 
Macallan, no tiene tanta gracia.
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CAPÍTULO TRES
 
—¿Y si me corto el pelo?
Levi acababa de formular una pregunta muy sencilla, pero no podía imaginar el
efecto que iba a provocar en mí. A menudo jugaba conmigo misma a “y si…”. Me había
pasado todo el verano haciendo ese juego.
¿Y si hubiera sido otra persona la que le hubiera enseñado a Levi la escuela el
primer día de clases?
¿Y si no hubiera visto su pin de “MANTÉN LA CALMA Y SIGUE COLGADO” y no me
hubiera puesto a hablar con él para descubrir qué más teníamos en común?
¿Y si el tío Adam no le hubiera mencionado a la mamá de Levi el problema de los
miércoles?
¿Y si su mamá no hubiera estado siempre ahí cuando yo la necesitaba?
Ése es el quid del juego de “y si…”. Nadie conoce la respuesta a esas preguntas. Y
puede que sea mejor así.
Porque por debajo de todos esos “y si…” se esconden otros mucho peores.
¿Y si aquel día no se me hubiera olvidado el libro de ciencias?
¿Y si no hubiera estado lloviendo?
¿Y si el otro conductor no hubiera estado usando su celular?
¿Y si mi mamá hubiera tardado tres segundos más en salir de casa?
¿Y si…?
—Eh, Macallan —Levi agitó la mano delante de mi cara—. ¿Qué te parece?
Se quitó la liga para soltarse el pelo.
—Tengo la sensación de que, ahora que voy a empezar octavo, debería comenzar de
cero.
Me encogí de hombros.
—A lo mejor te queda bien.
—Algunos de mis amigos de casa ya se lo cortaron.
De casa.
Aunque Levi llevaba casi un año en Wisconsin y sus padres no tenían previsto
regresar, seguía refiriéndose a California como “su casa”. Como si le costara aceptar
que éste era su nuevo hogar.
—¿Y bien? —preguntó Levi.
En aquel momento me di cuenta de que estábamos delante de la peluquería del centro
comercial.
—¿Ahora mismo?
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Titubeó unos instantes.
—¿Por qué no?
Veinte minutos después, aguardaba sentado en una butaca, peinado con la cola de
caballo de siempre. El estilista la sujetó y empezó a trabajar con las tijeras. Segundos
después, la cola de caballo colgaba de su mano.
Levi se llevó las manos a la nuca.
—Qué fuerte.
Hablaba en un tono apagado, como si no acabara de creerse lo que había hecho.
La estilista me pasó la cola de caballo. Yo me la quedé mirando, preguntándome
cuánto tiempo habría tardado en crecer. Pensando en la vida que llevaba Levi antes de
conocerme. En aquel momento, comprendí lo que significa empezar de cero.
En cierto sentido, yo también había sentido que tendría que empezar de cero después
del accidente. Sin embargo, aún me despertaba en la misma cama, iba a la misma
escuela, tenía los mismos amigos. Es un alivio despertarte por la mañana y saber que
estás en casa. Tenía la esperanza de que algún día, muy pronto, Levi también tendría la
sensación de que éste era su hogar.
Miré hipnotizada los mechones que seguían cayendo alrededor de la silla. La estilista
no decía gran cosa, concentrada en igualar los laterales. Cuando terminó de cortar y de
darle forma al pelo, hizo girar el asiento de Levi. Al verlo de frente, apenas lo
reconocí. Llevaba el pelo muy corto por la parte superior y de un color más oscuro,
más rubio ceniza, seguramente porque su cabello “reciente” apenas había visto la luz
del sol.
—¿Qué te parece? —me preguntó Levi con los ojos muy abiertos.
—Me gusta.
Era verdad, aunque llevaba el mismo corte que casi todos los chicos de la escuela.
—¿En serio? —ahora se estaba mirando al espejo—. ¿De verdad te gusta?
—Sí —me acerqué y le acaricié la cabeza. No me pude resistir—. Te lo dejaron muy
corto, perote queda bien.
Levi se estremeció con el roce, probablemente porque no estaba acostumbrado a
tener nada ni a nadie tan cerca de la nuca.
Se paró de un salto.
—Hagamos algo.
—Mmmm… pensaba que estábamos haciendo algo. Estamos en el centro comercial.
Gimió.
—Ya sabes que no me refiero a eso. Vayamos al minigolf o al parque. Hagamos algo.
Miré el reloj.
—No puedo. Tengo que prepararlo todo para esta noche.
Hundió los hombros con ademán derrotado.
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—Está bien. Pero mi mamá insiste en llevar algo. Y si le digo que no necesitas nada,
se enojará conmigo.
—No quiero que traiga nada. Los invité a cenar para darles las gracias por todo y
para celebrar que la escuela empieza la semana que viene.
—Eres la única persona del mundo que se alegra de regresar a la escuela. Con lo
bien que la hemos pasado este verano.
El verano había sido increíble, claro que sí, pero de todas formas estaba ansiosa por
sumirme en la rutina del curso escolar.
Aún necesitaba distraerme.
 
Sabía que mi papá sólo quería ayudar, pero yo lo tenía todo pensado al detalle. Aquel
verano, había asistido a clases de cocina en el YMCA y cada vez se me daba mejor.
Estaba preparando una ensalada mientras la lasaña se cocía en el horno.
—¿Seguro que no necesitas nada? —me preguntó por enésima vez.
—En serio, papá, lo tengo todo controlado. Por favor, haz algo, lo que sea. Vete a
ver la tele con Adam.
Soltó una risita tonta.
—Hablas igual que tu mamá.
Era la primera vez que la mencionaba sin ponerse triste. Se estaba riendo. Se reía de
mí, claro, pero no era el momento de enojarse. Tenía que tostar el pan de ajo.
Por suerte, el timbre de la puerta me rescató. Mi papá se marchó a recibir a Levi y a
sus padres. Oí las voces a lo lejos.
—Huele de maravilla —dijo la señora Rodgers cuando pasó por la cocina para
saludarme—. No quiero molestarte; sólo quería decirte que noté un aroma delicioso al
entrar.
Mi papá apareció a continuación con una botella de vino en la mano, seguramente
obsequio de los padres de Levi. Luego vi a mi amigo y apenas lo reconocí con su nuevo
corte de pelo. Tardé un momento en darme cuenta de que sostenía un ramo de flores. Su
padre entró tras él y lo apremió con un gesto.
—Oh, sí —dijo Levi cayendo en la cuenta—. Ejem, para la chef.
Me tendió las flores algo ruborizado.
—¡Gracias! —las agarré a toda prisa.
El padre de Levi le guiñó el ojo a su esposa antes de abrazarme. Era todo un honor
que el doctor Rodgers hubiera venido. Trabajaba hasta tan tarde que casi nunca llegaba
a tiempo para la cena, ni siquiera en su propia casa.
Los eché a todos de la cocina para poder terminar. Se me escapó una sonrisa cuando
los oí platicar y reír en la sala. Me encantaba que la alegría volviera a reinar en mi
hogar. De vez en cuando oía gemir a Adam y supuse que Levi estaba provocando a los
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presentes con comentarios sobre la próxima temporada de futbol. Aunque llevaba aquí
casi un año, aún no había aprendido a disimular su simpatía por los Bears.
El temporizador del horno sonó justo cuando dejaba la ensalada sobre la mesa del
comedor. No habíamos vuelto a usarla desde la fiesta de mi décimo cumpleaños.
Llevábamos una larga temporada sin tener motivos para celebrar nada ni para sacar la
vajilla buena.
Eché un último vistazo a la mesa para asegurarme de que todo estuviera en su lugar
antes de llamarlos a cenar. Se me hinchó el pecho de orgullo cuando entraron y
estallaron en exclamaciones.
En cuanto empezamos a comer, se hizo el silencio en la mesa salvo por algún que
otro cumplido a la ensalada. A continuación serví la lasaña con pan de ajo y para
terminar saqué el pastel de chocolate que había preparado de postre.
—¡Pastel! —la señora Rodgers se palmeó su esbelta cintura—. ¡Me alegro de haber
apartado un lugar en la clase de spinning de mañana!
—Oh —me disculpé—. Es de caja. Las clases de postres aún no han empezado.
Abrió los ojos como platos.
—Querida, todo esto es increíble. Tendré que esmerarme más cuando te quedes a
cenar.
Me entraron ganas de abrazarla. Estar sentada a una mesa con tantos comensales me
hizo darme cuenta de lo mucho que añoraba aquellos momentos. Había olvidado lo que
era disfrutar de una cena en familia. Nos habíamos acostumbrado a cenar bocadillos o a
ordenar comida preparada. Encendíamos la tele para llenar el silencio. Porque a veces
el silencio es más elocuente que cualquier palabra.
En aquel momento, supe que ésa sería la primera de muchas otras cenas compartidas.
Quería instaurar una tradición con aquellos nuevos miembros de mi familia. Era
consciente de que los Rodgers y yo no éramos parientes, claro que no, pero las familias
no siempre están unidas por lazos de sangre. Yo creo que una familia se crea también a
partir de un sentimiento.
—¿Saben?, esto me recuerda una cosa —mi papá levantó un dedo en alto—. Hace
tiempo que les quería comentar algo sobre el curso que viene. A partir de ahora,
Macallan se puede quedar en casa los miércoles, o cualquier otro día en realidad. Ha
estado haciendo de niñera en casa de los vecinos y ha pasado mucho tiempo a solas
este verano, así que ya no hace falta que cuiden de ella.
Levi y yo intercambiamos una mirada. Estoy segura de que pusimos la misma cara, o
al menos eso esperaba. Me gustaba ir a su casa y pasar un rato con su mamá y con él.
No me latía llegar a un hogar desierto pero atestado de recuerdos.
Mi papá prosiguió:
—Creo que la he estado sobreprotegiendo. Mi niña pronto irá a la secundaria. No
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puedo creerlo.
La mirada de mi papá se desplazó hacia la pared que quedaba a mi espalda. No tuve
que darme la vuelta. Ya sabía lo que había allí: una foto de mis papás bailando el día
de su boda. Mi papá había hecho un chiste y los dos se estaban riendo.
—Pero si nos encanta que Macallan venga a casa —objetó la señora Rodgers. Me
sentí mejor al instante—. ¿Verdad, Levi?
Contuve el aliento. Sabía que Levi anhelaba hacerse amigo de algún chavo, pero
esperaba que eso no afectara nuestra amistad. Hablábamos de cosas de las que no podía
hablar con mis amigas. No quería pasarme el día hablando de los chicos o del modelito
que llevaríamos al día siguiente. Con Levi mantenía conversaciones de verdad. Y hacía
años que no me reía tanto con nadie.
Levi miró a mi papá a los ojos.
—No sería lo mismo sin ella, señor Dietz.
Sentí tal alivio al oír su respuesta que me ardieron los ojos. Me levanté y empecé a
quitar la mesa. Levi me imitó. Cuando dejamos los platos apilados sobre la barra de la
cocina, me miró con esa sonrisa burlona suya.
—Oye, estuvo de pelos. Que me cuelguen si habría sabido qué hacer sin ti.
Yo sentía exactamente lo mismo.
 
Cuando nos entregaron los horarios de octavo, descubrimos que lo impensable había
sucedido.
Emily, Levi, Danielle y yo almorzábamos a horas distintas. Por suerte, nos habían
separado de dos en dos, así que nadie tendría que comer a solas. Emily y Levi lo harían
en el primer turno, mientras que a Danielle y a mí nos había tocado el segundo.
Emily fue la más afectada por el desastre, lo cual me agarró por sorpresa. Siempre
ha sido de esas personas que llegan a un lugar y se ponen a charlar con el primero que
encuentran, pero la idea de empezar octavo la tenía preocupadísima. Se había pasado
todo el verano repitiendo que aquél tendría que ser nuestro mejor curso, pues nadie
sabía lo que pasaría al año siguiente, cuando fuéramos a la secundaria. Gran parte de
sus miedos, estaba claro, se debían al hecho de que la hermana mayor de Emily, al
entrar a la preparatoria South Lake, había pasado (en palabras textuales de mi amiga)
“de ser popular a convertirse en una marginada”.
Me pasé toda la clase de historia sufriendo por Levi. ¿Se sentaría Emilycon él? ¿O
lo dejaría tirado para compartir mesa con las animadoras o con Troy, el chavo que le
gustaba últimamente?
Mis miedos se esfumaron en cuanto vi a Emily y a Levi riéndose juntos en el pasillo.
—¡Eh! —me saludó Emily—. No te acerques a los sándwiches. Están superpastosos.
Le hizo un guiño a Levi y sentí una punzada de celos. Lo cual, me dije al momento,
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era una tontería. Yo quería que Emily y Levi fueran amigos.
Cuando nos despedimos de Levi, Emily se ofreció a acompañarme a mi casillero.
Por suerte, al él lo vería más tarde en clase de inglés.
Mi amiga me agarró del brazo.
—No me habías dicho que Levi se había cortado el pelo. ¡Está muy mono!
—Oh —fue la única respuesta que se me ocurrió.
—Y bien…
Dejó la frase en el aire. Yo sabía lo que venía a continuación.
Decidí cortar por lo sano.
—¿Qué tal te va con Troy? —le pregunté.
A principios de cada curso, a Emily le gustaba un chico distinto. La cosa siempre
funcionaba igual: Emily declaraba que le gustaba fulanito, se encargaba de que todo el
mundo lo supiera, el chico le pedía salir, salían y ella se fijaba en otro. Había tenido
ocho novios formales antes de empezar octavo. Yo siempre le tomaba el pelo
diciéndole que, a ese paso, no le quedaría ningún chico disponible para el baile de
graduación, pero ella juraba que para entonces ya saldría con universitarios. No me
cabía duda de que cumpliría su promesa.
—Ugh, Troy. No sé —por la cara con que me miró, supe que sí sabía—. Levi tiene
un aire de misterio… ¿Le hablarás de mí?
Se me quitó el hambre. ¿De verdad quería que mi mejor amiga saliera con mi…?
Bueno, Levi se había convertido en uno de mis mejores amigos también. Me imaginé a
mí misma haciendo de celestina y mensajera.
Sin embargo, enseguida me di cuenta de que no era tan mala idea que mis dos
mejores amigos salieran. A veces tenía la sensación de que debía escoger entre ver a
Levi o pasar el rato con Emily. Si andaban, podríamos salir en grupo.
—Claro —asentí.
Al fin y al cabo, ¿qué era lo peor que podía pasar?
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Esa actitud positiva dice mucho en tu favor.
Sí, soy la reina del optimismo.
Bueno, yo no lo expresaría así.
Estaba siendo sarcástica.
No me digas…
Habría hecho mejor en desconfiar en vez de dar por supuesto que todo iba a ir
bien.
Algunos lo llamarían pasar de todo.
O ser poco realista. Lo que te parezca mejor.
Exacto. Lo que me parezca mejor.
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CAPÍTULO CUATRO
 
De haber sabido que un corte de pelo me iba a convertir en un imán para las nenas, me
habría rasurado la cabeza en cuanto llegué a Wisconsin.
Desde el primer momento, me di cuenta de que Emily se comportaba de manera
distinta, pero di por supuesto que su actitud se debía a que Macallan no estaba presente.
Luego empezó a hacer todas esas cosas que hacen las chicas para informarte que están
interesadas en ti. Se moría de risa cada vez que yo abría la boca, aunque no hubiera
dicho nada especialmente divertido. No paraba de tocarme el brazo y de mirarme a los
ojos. Al principio, pensé que quizá se le había aflojado un tornillo durante el verano,
pero luego caí en la cuenta: Emily estaba coqueteando.
No digo que fuera la primera vez que una chica tonteaba conmigo. En casa había
salido con unas cuantas. Sin embargo, desde que había llegado al país del queso,
ninguna me había prestado atención en ese sentido.
No estaba seguro de si contarle a Macallan lo de Emily. O sea, sabía que Macallan y
yo sólo éramos amigos, pero la gente siempre daba por supuesto que andábamos. Y
cuando lo hacían, Macallan fruncía la nariz o fingía que la mera idea le producía
arcadas. Lo cual no era nada halagador, pero yo entendía por qué lo hacía.
Y cuando Macallan me dijo que Emily estaba interesada en mí e incluso me ayudó a
pedirle que saliera conmigo, lo tuve claro. Macallan y yo nunca seríamos pareja. Sólo
éramos amigos. No quería nada más de mí. Y quizá fuera mejor para los dos que
nuestra relación no pasara de ahí.
A mí me parecía bien. Sobre todo porque era mi mejor amiga aquí en Wisconsin.
Decidí darle una sorpresa después de la escuela. Le dije a mi mamá que no viniera a
buscarnos para poder estar a solas con ella.
—¿A dónde vamos? —me preguntó cuando tomé un desvío a la izquierda en lugar de
doblar a la derecha.
—Es una sorpresa.
La agarré por el codo y la guie calle abajo.
—Está bien —lo dijo como si no se fiara de mí—. ¿Ya sabes lo que van a hacer el
viernes?
—¿A quién le importa?
Aquella semana, había repetido esa misma frase hasta el cansancio. Cada vez que
Macallan se interesaba por mi inminente cita, yo me preguntaba si lo hacía por mera
curiosidad o si me estaba sonsacando información para pasársela a Emily.
—A mí. Lo preguntaba por si no sabías qué hacer.
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—Oh —me sentí un bobo por haberme puesto paranoico—. Pensaba ir a comer algo
y al cine. ¿Te parece aburrido?
—A mí me parece bien. Por aquí no hay muchas más opciones.
—Ya, en casa tampoco.
Advertí que Macallan se crispaba. Estuve a punto de preguntarle si había hecho algo
que le molestara, pero ya llegábamos a nuestro destino.
—¡Mira!
Señalé la marquesina del restaurante Culver’s.
Abrió los ojos como platos.
—¡Sí! ¡La crema de pastel de queso es mi favorita! Ya lo sabías, ¿verdad?
—Claro. Cuando pasé por aquí y vi que era el sabor del día, decidí traerte. Invito yo.
Cuando entramos en el restaurante y nos formamos en la cola, Macallan sonreía.
—Bueno, si tú invitas, pediré cuatro raciones.
—Lo suponía. Yo pediré una hamburguesa doble. Tengo que engordar un poco —me
di unas palmaditas en la barriga. Quería inscribirme a algún deporte cuando fuera a la
secundaria, pero seguía siendo el alumno más delgado del salón—. Creía que, entre lo
bien que cocinas y todas las frituras que se comen en esta ciudad, habría ganado unos
kilos a estas alturas, pero no.
—Vaya problema —negó con la cabeza—. Será mejor que no le comentes a Emily lo
mucho que te cuesta engordar. Tiene buen cuerpo, pero eso no significa que esté
contenta con él.
—Qué absurdo. Nunca he entendido por qué las chicas están, o sea, tan obsesionadas
con el peso. Emily está… mm… —en momentos así, el hecho de que tu mejor amiga
sea una chica te pone en apuros. No podía decir “enferma” como les habría dicho a mis
amigos de casa—. No está gorda. Ni mucho menos. Ni tú tampoco. Las dos están…
este… o sea… muy… bien.
Macallan se cruzó de brazos. Decidí que sería mejor cerrar la boca. Sabía que el
tema la incomodaba. Macallan había engordado un poco últimamente, aunque sólo
por… bueno… ciertas partes del cuerpo. Me había fijado en que las playeras le
apretaban más que antes.
Soy un chico, luego soy humano.
Muy, muy humano.
Sacudí la cabeza para alejar de mi mente la imagen de Macallan con su suéter lila de
cuello en V. Gracias a Dios, nos tocaba ordenar. Cuando nos sirvieron, buscamos una
mesa.
—Bueno, ¿algún otro tema de conversación que deba evitar el viernes? —pregunté
mientras Macallan se abalanzaba sobre su crema de vainilla con caramelo, chocolate y
nueces pecanas.
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Asintió.
—Será mejor que no le hables del próximo curso. Está paranoica con la idea de ir a
la secundaria.
Mientras me contaba la historia de la hermana de Emily, tomé notas mentalmente. Por
lo visto, el viernes tendría que ir con pies de plomo. No sería como salir con Macallan;
con ella podía hablar de casi todo.
Bueno, excepto de cambios corporales.
—Sí, ya lo sé, ella…
Me callé cuando Macallan se quedó mirando la zona del rincón. Cuandome volteé,
vi que un grupo de chicos grandes se estaba metiendo con el empleado que limpiaba las
mesas del fondo. Lo señalaban y se reían de él. No supe por qué hasta que se dio media
vuelta y vi que tenía síndrome de Down o algo así.
—¿Esos chicos…?
Me interrumpió.
—Qué idiotas. No tienen por qué hacer eso.
Estaba muy agitada.
—¿Quieres que vaya a buscar al encargado? —me ofrecí.
Macallan, sin embargo, pasó directamente a la acción. Se levantó y se encaminó al
rincón. Yo vacilé un momento pero enseguida comprendí que debía seguirla por si
necesitaba ayuda.
—¿Hay algún problema? —les espetó a los tres chicos, que debían de tener unos
dieciséis o diecisiete años.
—Oh, ¿es tu novia? —preguntó uno.
Estaba acostumbrado a oír esa pregunta dirigida a mí, pero esta vez se la formulaban
al joven que limpiaba la mesa de al lado.
—Ohhh —otro chavo tiró un refresco al suelo—. Será mejor que limpies esto,
retrasado.
—¿PERDONA?
La voz de Macallan resonó por todo el local. La gente de la cola empezó a mirar en
nuestra dirección.
—No hablaba contigo.
El otro se echó a reír.
Ella se plantó ante la mesa.
—Bueno, pues ahora sí.
Los chicos soltaban risitas tontas y decían cosas que yo no alcanzaba a oír. Macallan
golpeó la mesa con los puños. El tipo que parecía el cabecilla se sobresaltó.
—¿Qué les pasa? —les preguntó ella, temblando con todo el cuerpo—. Este chavo
está aquí trabajando, sin molestar a nadie, limpiando la porquería de cerdos como
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ustedes. Contribuye a la sociedad, que es más de lo que se puede decir de ustedes. Así
que, ¿quién es el que sobra aquí?
El encargado se acercó.
—¿Está todo bien?
Los chicos farfullaron que sí, pero Macallan no pensaba dejar que se libraran tan
fácilmente.
—No, no está todo bien. Estos caballeros —pronunció la palabra con infinito desdén
— estaban molestando a uno de sus empleados que, por cierto, está haciendo un trabajo
excelente.
—Sí —asintió el encargado, que debía de tener la misma edad que los revoltosos—.
Hank es uno de nuestros mejores empleados. Hank, ¿por qué no descansas un poco?
Hank agarró su jerga, recogió las charolas de la mesa y se alejó.
El encargado aguardó a que el chico se marchara. Luego se volteó hacia la mesa del
grupito.
—Voy a tener que pedirles que se vayan.
Ellos se rieron.
—Da igual. De todas formas, ya nos íbamos.
Cuando se levantaron para marcharse, uno de ellos me empujó al pasar diciendo:
—Tendrás que ponerle un bozal a tu novia.
Yo me había quedado allí callado, sin hacer nada. Macallan les había plantado cara
a aquellos maleducados mientras yo lo miraba todo pasmado.
Macallan platicó unos instantes con el encargado y, por fin, él le dio las gracias por
haber intervenido.
—Te felicito por lo que hiciste. Por desgracia, esas cosas pasan.
—Pues no deberían —replicó ella con frialdad.
Cuando regresamos a la mesa, de nuevo a solas, le pregunté:
—¿Estás bien?
—No. Odio a esa gente. Se creen mejores que Hank. Y seguramente se creen mejores
que tú y que yo. Me pone mal que esos idiotas vayan por ahí metiéndose con la gente
sin que nadie les diga nada. Te aseguro que Adam trabaja más en un solo día de lo que
trabajarán esos tipos en toda su vida.
Nunca había visto a Macallan tan enojada. Sabía que no aguantaba las estupideces,
pero no tenía ni idea de que la sacaran de quicio hasta tal punto.
—Tienes razón —le dije—. Y estoy orgulloso de ti. Además, juro que nunca te haré
enojar. Aluciné.
Una sonrisa se abrió paso en su semblante.
—Lo siento. No puedo evitarlo.
—No, lo digo en serio. Fue alucinante. Nunca te había visto así. Lo tendré en cuenta.
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—Sólo cuando se comete un abuso, espero.
—Marchémonos de aquí. Esto requiere una maratón de Buggy y Floyd.
—Y un poco más de crema.
Ésa era la Macallan que yo conocía.
—Ya sabes que no puedo negarte nada.
Se rio mientras nos formábamos otra vez en la fila. Le di un codazo.
—Te lo juro, en casa no hay ninguna chica tan cool como tú.
Macallan volvió a crisparse. Al instante, miré a mi alrededor para comprobar si
aquellos tipos habían regresado.
—¿Sabes? —se volteó a mirarme—. Entiendo que pasaras los primeros doce años
de tu vida en California, pero ahora ésta es tu casa.
Yo no acababa de entender por qué estaba tan molesta.
—Yo no…
Hundió los hombros e impostó un tono de voz más grave.
—Sí, mis amigos de casa esto, en casa hacemos esto otro, en casa tal y cual, en casa
todo es alucinante.
Creo que me estaba imitando, pero yo no hablo con un acento tan fresa. Al menos,
eso espero. Me miró fijamente.
—Ahora, éste es tu hogar.
Se acercó al mostrador y pidió una segunda ración de crema. Yo me quedé donde
estaba, pensando en lo que Macallan acababa de decir.
Puede que siguiera viviendo en el pasado. Era posible que no hubiera aceptado que
el traslado era definitivo. A lo mejor había llegado la hora de vivir en el presente, de
aceptar la nueva escuela y a mis nuevos compañeros. Quizá no me hubiera esforzado lo
necesario.
Tenía que afrontar el hecho de que ahora Wisconsin era mi hogar.
 
Dejé de considerarlo todo, en especial la escuela, como algo temporal. Tendría que
encontrar la manera de sentirme cómodo en ella y también entre los estudiantes.
No obstante, primero debía centrarme en un asunto más inminente: la cita con Emily.
Estábamos sentados el uno frente al otro, como hacíamos cada día a la hora de
comer. Esta vez, sin embargo, todo era distinto. No sólo porque estuviéramos en una
pizzería haciendo tiempo antes de ir al cine. Esto era una cita. Y no una cita cualquiera,
sino con la más guapa del salón que, además, era la mejor amiga de Macallan. Gran
responsabilidad.
Emily siempre se ponía muy guapa para ir a la escuela, pero aquella noche estaba
despampanante. Me quedé impresionado cuando nos vimos en el centro comercial.
Llevaba un vestido de flores y un pasador de brillos en el pelo. Y cada vez que me
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sonreía, me entraban náuseas. No náuseas del tipo “voy a vomitar”, sino más bien onda
“estoy superemocionado”.
Di un gran trago al refresco y Emily me sonrió mientras esperábamos la pizza. Tenía
la sensación de que debía decir algo ingenioso, algo que no fuera el típico repaso a la
jornada escolar.
—Y bien… —se enrolló un mechón suelto en el dedo.
—Y bien… —fue mi brillante respuesta.
Tendió la mano libre hacia mí.
—Me alegro tanto de que hayamos quedado…
—Yo también.
Puaj. Juro que no se me da mal conversar con chicas. Hablo con Macallan
constantemente. Por desgracia, empezaba a temer que, platicando con Emily a la hora
de comer, hubiera agotado mi capacidad de decir banalidades.
—Estoy pensando en dar una fiesta de Halloween —comentó Emily sin dejar de
retorcerse el mechón. Yo no era el único que estaba algo nervioso.
—Sería divertido.
Asintió.
—Sí, sobre todo porque estoy pensando en invitar a los chicos. A Keith, a Troy…
—Troy me cae muy bien.
Además, era el único que me daba los buenos días.
—Ya, y tengo la sensación de que te vendría bien pasar más tiempo con ellos.
Me molestó saber que todo el mundo había notado que los chicos de la escuela
pasaban de mí.
Me tragué mi maltrecho orgullo.
—Gracias.
—No te agobies por eso. Incluso a mí me cuesta integrarme.
El comentario me sorprendió. Emily era una de las chicas más populares de la
escuela.
Siguió hablando:
—Sobre todo con Keith. Siempre ha tenido muchísimos amigos, desde que éramos
pequeños. Todos queríamos que nos invitara a sus fiestas de cumpleaños. Para él, no va
a cambiar nada. No tendrá problemas para encontrar su lugar. Pero la secundaria es
muy grande. Me da miedo sentirme sola —bajó la voz y se hundió un poco en el
asiento. Emily siempre era tan alegre y encantadora que tuve la sensación de estar
descubriendo una nuevafaceta suya—. No sé. Supongo que le doy demasiadas vueltas.
Es que me gusta este pequeño círculo que tenemos. Las cosas ya han cambiado mucho
desde que tú llegaste. O sea, ahora veo menos a Macallan.
Emily agrandó los ojos como si acabara de darse cuenta de que estaba hablando más
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de la cuenta.
Antes de que yo pudiera responder que no tenía la menor intención de separarlas,
Emily me cortó para aclarar:
—No digo que… —titubeó un momento—. Me alegro de que vinieras. Espero que no
me malinterpretes.
—No, lo entiendo perfectamente.
—De todas formas… —Emily se irguió, y supe que la conversación también iba a
cambiar de tono— conozco a una persona que no tendrá ningún problema en formar
parte del círculo de Keith el año que viene.
Enarcó las cejas con ademán travieso.
¿A quién se refería? A mí no, eso seguro.
—Macallan. Hace un tiempo Keith estaba loquito por ella. No me extrañaría que aún
lo estuviera.
Juraría que los ojos casi se me salieron de las órbitas.
Emily se echó a reír.
—¿Te sorprende que un chico esté interesado en Macallan?
—No, no, para nada.
En realidad, alguna que otra vez me había preguntado por qué nunca me hablaba de
chicos. Había supuesto que reservaba ese tipo de conversaciones para sus amigas.
—Sí, cuando estábamos en sexto. Pero a ella no le interesaba Keith, ni nada en
realidad, después de que su mamá…
La frase inacabada de Emily proyectó una sombra sobre nosotros, como una nube
negra. Yo siempre evitaba mencionar a la madre de Macallan. Sabía que lo correcto
habría sido decirle lo mucho que sentía su pérdida si se presentaba la ocasión, pero
nunca encontraba el momento. Macallan siempre me hablaba de su padre, de su tío, de
la escuela…, casi nunca de su madre.
—No sé cómo le hace para llevarlo tan bien.
No sólo me sorprendió que aquellas palabras hubieran salido de mi boca, sino
también la timidez con que las pronuncié.
Emily agachó la cabeza.
—Fue horrible. Espantoso. Ojalá hubieras conocido a Macallan antes de que muriera
su mamá. Era otra persona. Siempre estaba sonriendo y riendo. No digo que ahora vaya
por ahí con cara de funeral, pero fue… muy fuerte.
Estaba seguro de que “muy fuerte” era decir poco.
—Pero te digo una cosa: últimamente está mucho mejor. Como cuando empieza a
hablar de las clases de cocina o de las recetas nuevas que ha aprendido. Y, además, no
sé si te das cuenta de lo mucho que tu mamá la está ayudando.
Asentí. Tenía clarísimo que Macallan adoraba a mi mamá. Me había ayudado a
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comprender la suerte que tenía de contar con ella. De contar con los dos, con mi papá y
con mi mamá, por mucho coraje que me diera que mi papá pasara tanto tiempo en el
hospital.
—¡Oh! —Emily empezó a brincar en el asiento—. ¡Ya lo tengo! Le pediré a
Macallan que prepare algo para la fiesta de Halloween. Se pondrá muy contenta, ¿no
crees?
—Sí, le encantará —me puse a pensar en todos los platillos que Macallan había
aprendido últimamente—. ¿Por qué no le pides que prepare los bocadillos de carne de
cerdo?
—Hecho —Emily sonrió radiante.
Nos saltamos la función de las siete y luego la siguiente. Emily y yo nos quedamos
platicando horas y horas. Todo el nerviosismo del principio se había esfumado.
Sólo volví a ponerme nervioso cuando llegó la hora de despedirnos. Porque tenía
ganas de besarla. No sólo porque fuera muy bonita sino porque, por primera vez desde
que había llegado, tenía un aliciente que no incluía a Macallan.
Así que la besé. Y ella me regresó el beso.
No volvería a desperdiciar ninguna otra oportunidad.
 
Normalmente, cuando empiezas a salir con una chica, acabas pasando menos tiempo
con tus amigos. Con Emily sucedió todo lo contrario.
Antes de que me diera cuenta, había trabado amistad con Keith y Troy. Fuimos juntos
al centro comercial para comprar los disfraces que pensábamos llevar a la fiesta de
Halloween. Acabamos comiendo unas pizzas y hablando de deportes. No había pasado
tanto tiempo en plan de cuates desde que me marché de California. Incluso me
emocioné cuando Keith me tomó el pelo por ser tan amigo de Macallan sin intentar
nada. Me tomé sus burlas como un cumplido. O sea, ya era uno más.
—¿Te dije que eres el mejor novio del mundo?
La noche de la fiesta, Emily me pellizcó la mejilla mientras yo colocaba la última
telaraña de mentira en la sala de su casa.
—Hoy no.
Le hice un guiño.
Se rio y echó un último vistazo a la habitación antes de que llegaran los invitados.
Habíamos movido los muebles para dejar una zona despejada donde platicar o bailar.
Pusimos una mesa a un lado, sobre la que servimos “limo verde” (que básicamente era
ponche de color verde), papas fritas, salsas, galletitas saladas y chucherías. Y dejamos
mucho sitio para la comida de Macallan.
Macallan, como tenía por costumbre, se superó a sí misma. Trajo minipizzas de
momia (con aceitunas negras como ojos), huevos picantes con cuernos hechos de
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pimiento (de tal modo que los huevos parecían diablos) y cupcakes decorados con
palomitas dulces. Y, por supuesto, sus inigualables bocadillos de carne de cerdo.
—¡Todo se ve increíble, Macallan! —Emily la abrazó.
Habíamos decidido disfrazarnos de personajes de Grease. Las chicas iban de Damas
Rosas, mientras que los chicos nos habíamos vestido de T-Birds. Emily se había
disfrazado de Sandy con una chamarra de cuero, ropa negra y unos zapatos rojos. Se
había rizado el pelo, que era oscuro y liso cuando lo llevaba al natural, y le había dado
tanto volumen que casi no se la reconocía. Si Emily era Sandy, supongo que a mí me
tocaba hacer de Danny. Los chicos lo teníamos fácil; sólo tuvimos que buscar playeras
blancas y escribir en ellas “T-Birds”. Algunos llevábamos chamarras de cuero. Yo
agarré la vieja chamarra de motociclista de mi papá (mi mamá lo obligó a deshacerse
de la moto cuando quedó embarazada). Las chavas habían comprado playeras rosas y
habían escrito “Damas Rosas” con tinta de brillantina. Completaron el disfraz con
faldas amplias, diademas de color rosa y cardados en el pelo.
El señor Dietz, Adam y los padres de Emily se quedaron en la cocina mientras la
fiesta transcurría en la sala y en el comedor. Casi todos los chicos que no pertenecían a
nuestro grupo se habían disfrazado de jugadores de futbol o de vaqueros, lo cual
significaba básicamente una playera a cuadros y un sombrero de cowboy. Fueron las
chicas las que se esmeraron al máximo: maestras, colegialas de uniforme y en general
cualquier cosa que requiriera un disfraz llamativo y un montón de maquillaje.
No podía quejarme.
—¡Eh, California! —me gritó Keith. Estaba sentado en el sofá, delante de la tele—.
Te toca.
Me tiró un control y me apoltroné a su lado.
Estuvimos jugando con la consola durante cosa de una hora. De vez en cuando, Keith
se burlaba de mi acento, de mi disfraz (que era idéntico al suyo), de mi pelo (que
llevaba corto desde hacía dos meses, pero él no se había percatado) y de casi todo lo
que decía. Yo lo soporté estoicamente. Keith trataba así a sus amigos.
—Hermano, el próximo fin de semana en mi casa. ¿Te apuntas? —me dijo después
de que le ganara una pelea de boxeo.
No tenía ni idea de qué fin de semana era ése ni de lo que haríamos en su casa, pero
asentí.
Tenía novia, una amiga íntima alucinante y un grupo de amigos.
La vida empezaba a sonreírme.
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No creas que me encanta eso de que estuvieras desesperado por tener amigotes.
Güey, ya sabes que no me refería a eso.
Güey. Tal como lo cuentas, cualquiera diría que te obligaba a tomar el té con
mis muñecas y a trenzarme el pelo.
Pasabas mucho rato en la cocina.
Qué raro.No recuerdo haber oído ni una queja cuando te tragabas mi comida.
Porque eres la mejor cocinera del estado de Wisconsin. De todo el mundo
gastronómico, en realidad.
Los halagos te llevarán muy lejos.
No me digas.
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CAPÍTULO CINCO
 
Ver en pareja a tus dos mejores amigos no es tan raro como yo pensaba.
Es peor, muchísimo peor.
El primer mes resultó bastante incómodo. Tenía que ser cuidadosa con lo que decía
de uno en presencia del otro. Ellos, por su parte, intentaban sonsacarme todo el rato. A
veces tenía que hacer de mensajera. Incluso me tocó ir de chambelán varias veces en
sus primeras citas.
Una vez, en el cine, fui a buscar palomitas antes de que empezara la película y
cuando volví me los encontré besándose (o, más bien, besuqueándose como locos). Me
quedé helada, sin saber qué hacer. Durante unas milésimas de segundo, consideré la
idea de dar media vuelta y golpearme la cabeza contra la pared con la esperanza de
sufrir amnesia. En cambio, carraspeé con fuerza y ellos se separaron despacio. Gracias
a Dios, las luces se atenuaron mientras me sentaba, así que no tuve que establecer
contacto visual con ninguno de los dos. No tenía claro quién se habría sentido más
incómodo, si ellos o yo.
Hacia el mes de noviembre, Levi y Emily eran inseparables. Siempre estaban
agarraditos de la mano y juro que una vez los vi frotarse las narices entre clases.
Yo me esforzaba al máximo por llevarlo bien. No digo que me apeteciera tener
novio, pero sentía una punzada de celos cuando me insinuaban que querían estar solos;
no podía evitarlo. En vez de ser una necesidad, me había convertido en un estorbo.
Cada vez que les proponía hacer algo a alguno de los dos, ellos ya tenían planes… Que
no me incluían.
A veces, casi tenía ganas de que cortaran, pero luego me decía que eso sólo serviría
para empeorar las cosas. ¿Y si me obligaban a tomar partido?
Jamás conseguiría que las cosas volvieran a la normalidad.
Así que opté por pasar más tiempo con Danielle.
—Van muy en serio, ¿eh? —comentó Danielle mientras hacíamos cola en el cine, las
dos solas, la semana anterior a las vacaciones de Navidad.
—Sí.
También me estaba hartando de ser la portavoz de la parejita feliz.
Danielle titubeó un momento.
—¿No crees que…? —miró a su alrededor para asegurarse de que no hubiera por
allí ningún conocido—. ¿No crees que Emily nos evita? O sea, ya sé que quiere estar a
solas con su novio. Obvio. Pero nunca se había alejado tanto de nosotras. Se está
pasando un poco, ¿no?
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Sí, se estaba pasando un poco. Y por partida doble en mi caso. Si aún seguía viendo
a Levi los miércoles era porque Emily tenía práctica con las animadoras.
—Ya lo creo que sí.
Sólo me permitía a mí misma reconocerlo delante de Danielle.
—Aunque, seamos sinceras, seguramente tendrás que recordarme esta conversación
cuando por fin consiga novio —bromeó ella.
Asentí de mala gana, como si compartiera su sentimiento, aunque tener novio no era
una de mis prioridades.
—Hablando del diablo.
Seguí la mirada de Danielle hacia el puesto de palomitas, donde estaba Levi
rodeando a Emily con el brazo. Ella se apretujó contra él y se rio de algo que le decía.
Me cae bien Levi, de verdad que sí, pero no es tan gracioso como Emily daba a
entender.
Gemí.
—¿Crees que van a ver la misma película que nosotras?
Durante un momento, me dio miedo tener que tragarme Emily y Levi coquetean en
vez de la nueva comedia romántica de Paul Grohl.
Danielle me leyó el pensamiento.
—¿Y si fingimos que no los vimos y nos sentamos en las primeras filas?
—Por mí, hecho.
Agarramos las entradas y nos encaminamos hacia la sala cabizbajas. El corazón me
latía desbocado.
—¡Eh, hola!
Me quedé paralizada al oír la voz de Emily. Por una milésima de segundo, consideré
la idea de hacer oídos sordos, pero Danielle ya caminaba hacia la parejita.
—¡Hola! —los saludó en tono alegre—. ¿Qué hacen aquí?
Tomé nota mental de animar a Danielle a unirse al grupo de teatro.
Emily se rio.
—¡Vamos a ver una peli, boba!
—¿En serio? ¿No vinieron sólo por las palomitas? —le soltó Danielle.
—Vamos a ver El juicio de Salem —Emily fingió un escalofrío—. Menos mal que
estaré bien protegida —sonrió a Levi.
Hacía muchos años que conocía a Emily y siempre se había negado a ver una
película de terror. Aunque fuera de categoría B, de esas que son divertidas de tan
malas. Supongo que aprovechaba cualquier excusa para EPL (exhibir públicamente a
Levi).
—Qué padre —dijo Danielle, cuya expresión reflejaba todo lo contrario—. Bueno,
tengo que ir al baño antes de pasar noventa minutos en compañía del romántico y
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encantador Paul Grohl.
—Te acompaño.
Emily agarró a Danielle del brazo y ambas se dirigieron a los baños.
—Hola —Levi se dignó a saludarme por fin.
—Hola —decidí no tratar de aparentar que me sentía cómoda.
—Oye —empezó a decir—. Estaba pensando que a lo mejor el miércoles podríamos
ir a comer algo y luego de compras. Tengo que buscar el regalo de Navidad para mi
mamá.
Dejé que las estalactitas que se multiplicaban a mi alrededor se derritieran un poco.
Se estaba esforzando. Además, me estaba pidiendo ayuda con el regalo de su mamá
porque yo la conocía mejor que Emily. Y también a él. A lo mejor me estaba pasando
de suspicaz. Nadie me estaba reemplazando. Por más que yo tuviera esa sensación.
Me estaba portando como una tonta. Levi jamás me sustituiría.
Cuando Emily y Danielle regresaron del baño, nosotros dos ya habíamos quedado.
—¿Listo?
Emily agarró a Levi de la mano.
—Sí —Levi me hizo un guiño—. Que se diviertan.
—Lo mismo digo —respondí.
Y hablaba en serio.
Levi y Emily no eran el problema, sino mi actitud. Estaba claro que yo tenía
problemas si me sentía amenazada sólo porque mis dos mejores amigos no me
prestaban el cien por ciento de su atención.
En aquel momento decidí cuál iba a ser mi buen propósito de Año Nuevo: dejar de
ser tan dependiente.
 
Como parte de mi cambio de actitud, empecé a sonreír siempre que veía juntos a Levi y
a Emily. Recordaba haber leído en alguna parte que si sonríes cada vez que ves algo,
ese algo acaba por hacerte feliz.
De modo que si Levi o Emily sacaban al otro a colación, yo sonreía.
Pronto se convirtió en un reflejo automático.
Levi y yo caminábamos por el centro comercial cargados con bolsas de la compra.
—Y le dije a Emily —“¡SONRÍE!”— que no acabo de acostumbrarme a este clima.
Todo el mundo dice que el invierno pasado fue brutal, pero a mí éste me parece aún
peor. O sea, ¿bajo cero? ¿En qué cabeza cabe que la temperatura deje de existir, que se
exprese en negativo? ¿Cómo es posible algo así? Suerte que Emily prometió ayudarme
a entrar en calor.
“¡SONRÍE!” No tenía más remedio. Tenía que representar un papel, una versión más
alegre de mí misma para que no se le quitaran las ganas de verme.
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Levi se tomó mi silencio como una invitación a proseguir.
—Así que esperaba que me ayudaras a escoger un regalo para Emily.
“¡SONRÍE!”
—¡Oh, genial! —repuso Levi.
Aunque yo no había dicho nada, juzgó por mi estúpida sonrisa que lo ayudaría
encantada a elegir un regalo.
Levi me llevó a la joyería.
—Qué buena onda. No sabía si te sentaría mal que te lo pidiera, pero ¿quién conoce
a Emily mejor que tú?
Algo de razón tenía. Yo no entendía por qué todo aquel asunto me ponía tan mal. Él
seguía siendo el mismo. Y estaba claro que, antes o después, uno de los dos iba a
acabar saliendo con alguien. Además, siendo prácticos, su relación impedía que la
gente diera por supuesto que andábamos.
—Claro que te ayudaré —accedí—. ¿Qué tenías pensado?
—Bueno, estuve aquí con mi mamá

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