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Horror_3_Varios_autores - Sandra Flores

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La	antología	de	horrores	de	este	volumen,	seleccionada	por	Ramsey
Campbell,	refleja	las	corrientes	más	audaces	e	innovadoras,	que	están
cambiando	radicalmente	la	imagen	de	un	género	cultivado	por	grandes
escritores	y	cada	día	más	apreciado	por	la	crítica	y	el	público.
AA.	VV.
Horror	3
Lo	mejor	del	terror	contemporáneo
Gran	Super	Terror	-	7
ePub	r2.0
Piolin	19.5.2016
Título	original:	Omnibus	of	New	Terrors
AA.	VV.,	1985
Traducción:	Jordi	Fibla
Editor	digital:	Piolin
Primer	editor:	Trujano	(r1.0)
Colaboradora:	peny
ePub	base	r1.2
para	Cherry	y	Henry
con	recuerdos	del	herboso	Gales
para	Sue	y	Neil
con	whisky	y	Black	Russians
Prólogo
En	1978,	al	final	de	la	Convención	Británica	de	Literatura	Fantástica,	Nick
Webb,	entonces	director	literario	de	la	editorial	Pan	Books,	me	propuso	esta
obra.	La	ciudad	de	Birmingham,	en	un	domingo	a	la	hora	del	almuerzo,	es	un
desierto	de	hormigón	y	restaurantes	desiertos.	¿Qué	mejor	lugar	para	hablar
sobre	un	libro	de	terrores	contemporáneos?	En	el	hotel,	los	asistentes	a	la
convención	escuchaban	una	conferencia	sobre	Tolkien,	pero	nosotros
mordisqueábamos	hamburguesas	e	imaginábamos	un	libro	en	el	que
aparecieran	los	maestros	actuales	del	terror,	tanto	famosos	como	en	camino
de	serlo.	La	empresa	fue	dificultosa,	pero	el	lector	tiene	en	sus	manos	el
resultado.
¿Por	qué	se	siguen	leyendo	relatos	de	terror?	Ésta	es	probablemente	la
pregunta	más	difícil	de	responder	de	todas	cuantas	pueden	plantearse	sobre
este	género,	pues	suele	implicar	dos	cosas,	a	saber:	que	los	psicólogos	han
exorcizado	nuestros	terrores	o	que	la	«realidad»	(la	guerra	nuclear	y
postnuclear,	el	terrorismo,	etcétera)	es	tan	inquietante,	que	el	relato	de	terror
resulta	una	redundancia.	Creo	que	este	libro	es	en	sí	mismo	una	respuesta,
pero	la	mía	personal	sería	la	siguiente:	algunos	de	los	relatos,	con	sus
visiones	y	alegorías	morales,	tratan	de	cosas	que	son	necesariamente
inexplicables,	mientras	que	los	relatos	más	abiertamente	terroríficos	se
ocupan	de	temores	y	obsesiones	(los	cuales,	sin	duda,	la	ciencia	no	ha
disipado,	y	no	sólo	eso,	sino	que	incluso	ha	creado	algunos	de	ellos)	en	una
forma	lo	bastante	metafórica	para	que	enfrentarse	a	ellos	sea	soportable.
Naturalmente,	incluyen	nuestra	propia	fascinación	por	el	horror.	Los	autores
de	este	campo	exponen	el	lado	oscuro	de	la	imaginación	y,	al	mismo	tiempo,
mantienen	a	ésta	viva.	Creo	que	esa	circunstancia	jamás	ha	sido	tan
importante	como	lo	es	en	la	actualidad.
Una	ojeada	a	la	evolución	del	género	nos	revela	pronto	que	no	queda	ningún
tabú	en	este	campo.	Desde	la	década	de	1970,	los	límites	de	lo	que	era
posible	publicar	se	han	ampliado	de	un	modo	espectacular,	y	quizá	siguen
ampliándose.	Pero	el	relato	de	terror,	incluso	más	que	la	ciencia	ficción,	se
aferró	a	sus	tabúes	tanto	como	le	fue	posible.	Esto	puede	tener	diversas
razones:	los	aficionados	al	género	tienen	gustos	conservadores	y	quieren
estar	seguros	de	que	no	les	van	a	fastidiar	demasiado	(en	el	nivel	más	bajo,	a
los	lectores	—yo	no	les	llamaría	aficionados—	les	gusta	su	sadismo	siempre
que	no	se	vean	obligados	a	enfrentarse	a	la	naturaleza	del	mismo);	el	relato
de	terror	ha	tendido	a	tratar	metafóricamente	con	los	temas	tabú	(por
ejemplo,	todas	las	historias	de	vampiros,	incesto	y	endogamia	en	las	obras	de
Lovecraft	y	La	caída	de	la	casa	Usher	,	de	Poe,	la	enfermedad	venérea	en	El
polvo	blanco	,	la	sexualidad	infantil	en	El	exorcista	,	obra	en	la	que	implica
que	debe	de	ser	obra	del	diablo);	el	cuento	de	terror	se	ocupa	obsesivamente
de	la	muerte,	el	mayor	y	quizá	el	último	de	todos	los	tabúes,	y	quizá	no	haya
tenido	espacio	para	incorporar	otros.	Con	todo,	ahora	que	los	tabúes	están	de
capa	caída,	el	género,	lejos	de	desintegrarse,	se	está	expandiendo.	Los
terrores	son	más	claros,	pero	raras	veces	se	les	da	explicaciones
satisfactorias.	En	conjunto,	el	relato	de	terror	sondea	a	más	profundidad	de	lo
que	había	intentado	jamás.
Y	ahora	el	libro	debe	hablar	por	sí	mismo.	Para	que	el	lector	saboree	mejor
los	relatos,	sólo	le	pediría	que	lea	cada	uno	de	un	tirón.	Escribir	obras	de
imaginación	es,	entre	otras	cosas,	la	sensación	de	estar	a	solas	en	una
habitación	con	una	pluma	o	una	máquina	de	escribir	y	papel;	leerla,	sobre
todo	cuando	se	lee	esta	clase	de	literatura,	debería	incorporar	también	la
sensación	de	estar	a	solas	con	el	relato.	Este	libro	reúne	a	veintiún	escritores
que	le	llevarán	a	la	oscuridad	de	sus	imaginaciones	y	la	de	usted.
RAMSEY	CAMPBELL
Liverpool,	Inglaterra
Enero	de	1985
Norias:	un	relato	sobre	el	juego	de	la	lavandería
STEPHEN	KING
Stephen	King	nació	en	1946	en	Maine,	y	parece	pintado	para	que	le
pregunten:	«¿Qué	hace	un	buen	chico	como	tú	metido	en	historias	como
éstas?»,	pero	imagino	que	a	estas	alturas	debe	de	estar	harto	de	que	le	hagan
esa	clase	de	preguntas.	(Una	respuesta	podría	ser	que	un	autor	de	relatos	de
horror	puede	ser	más	sincero	acerca	de	su	subconsciente	que	la	inmensa
mayoría,	y	quizá	sufrir	menos	por	ello).	Forma	parte	del	pequeño	grupo	de
escritores	que	demuestran	que	los	best-sellers	de	horror	no	tienen	por	qué
ser	infraliteratura.	Sus	novelas	se	ocupan	del	lado	oscuro	de	lo	cotidiano:	la
aventura	del	patito	feo	(Carrie),	la	épica	de	la	pequeña	población	americana
(Salem’s	Lot),	la	última	oportunidad	del	alcohólico	(The	Shinning),	la	novela
postapocalíptica	(The	Stand).	Sus	relatos	cortos	son	dignos	de	Richard
Matheson,	a	quien	admira	pero	a	quien	iguala	más	que	imita.	Están	recogidos
en	Night	Shift,	una	colección	tan	satisfactoria	que	incluso	le	perdono	por	usar
el	título	que	me	proponía	utilizar,	y	Skeleton	Crew.	Vive	en	Maine	con	su
esposa	Tabitha	y	sus	tres	hijos.
Éste	es	el	más	extraño	de	sus	relatos.
Borrachos	como	los	últimos	señores	de	la	creación,	Rocky	y	Leo	recorrían
lentamente	las	calles	de	Crescent	en	el	Chrysler	de	Rocky,	un	modelo	del	año
cincuenta	y	siete.	Entre	ellos,	colocada	en	equilibrio,	con	el	descuido	de	los
beodos,	sobre	la	joroba	monstruosa	del	eje	del	vehículo,	había	una	caja	de
cerveza	Kleinblatt.	Era	la	segunda	caja	de	la	velada,	que	había	comenzado	a
las	cuatro	de	la	tarde,	la	hora	de	marcar	la	ficha	en	el	trabajo.
—Me	cago	en	diez	—dijo	Rocky,	deteniéndose	ante	el	semáforo	en	rojo	en	el
cruce	de	la	calle	Mason	y	la	carretera	99.	No	miró	a	los	lados,	pero	echó	un
furtivo	vistazo	hacia	atrás.	Una	lata	de	cerveza	semivacía	reposaba	entre	sus
muslos.	Tomó	un	trago	y	giró	a	la	izquierda,	tomando	la	carretera	99.	El
Chrysler	emitió	un	fuerte	chirrido	al	iniciar	la	marcha	en	segunda	velocidad;
había	perdido	la	primera	un	par	de	meses	atrás,	en	agosto—.	¿Qué	hora	es?
Leo	acercó	el	reloj	a	la	punta	de	su	cigarrillo	y	aspiró	varias	veces	hasta	que
la	lumbre	le	permitió	ver	la	hora.
—Casi	las	ocho.
—Me	cago	en	diez	—dijo	Rocky.
Pasaron	una	señal	que	decía:	HARTFORD	44.
—Nadie	va	a	inspeccionar	esto	—dijo	Leo—.	Nadie	en	su	sano	juicio	va	a
inspeccionar	esto.
—Me	cago	en	diez	—repitió	Rocky,	al	tiempo	que	colocaba	la	tercera.
El	mecanismo	gruñó	y	las	entrañas	del	vehículo	se	estremecieron.
Pasó	el	espasmo,	como	el	acceso	de	tos	de	un	tuberculoso,	y	la	aguja	del
velocímetro	ascendió	cansina	hasta	ochenta	y	permaneció	allí	precariamente.
Cuando	llegaron	al	cruce	de	la	carretera	99	y	la	de	Devon	(la	cual	corría
paralela	al	río	del	mismo	nombre,	que	constituía	el	límite	entre	los	municipios
de	Crescent	y	Devon	a	lo	largo	de	unos	doce	kilómetros),	Rocky	giró	más	o
menos	al	azar.	Así,	al	azar,	estaban	conduciendo	desde	que	salieron	del
trabajo.	Era	el	31	de	octubre	de	1969,	y	según	la	pegatina	de	inspección	en	el
parabrisas	del	Chrysler,	a	media	noche	el	vehículo	no	podría	seguir
circulando	legalmente,	salvo	que	Dios	o	la	bomba	atómica	dejaran	todas	las
leyes	sin	efecto.	Rocky	estaba	demasiado	borracho	para	imaginar	ninguna	de
las	dos	cosas,	y	a	Leo	no	le	importaba.	Aquél	no	era	su	coche	y,	además,	su
cerebro	estaba	completamente	momificado	bajo	una	mortaja	de	cerveza
Kleinblatt.
La	carretera	de	Devon	se	deslizaba	a	través	del	único	paraje	boscoso	de
Crescent,	y	grandes	gruposde	olmos	y	robles	se	apiñaban	a	ambos	lados,
desnudos	y	esqueléticos	al	final	del	otoño	de	Connecticut.	Aquella	zona	se
conocía	como	El	Bosque	de	Devon,	y	había	adquirido	las	mayúsculas	tras	la
tortura	y	el	asesinato	de	una	joven	y	su	novio	que	tuvo	lugar	en	1958	en
aquella	espesura.	La	pareja	estaba	dentro	de	un	Mercury	del	año	cuarenta	y
nueve,	un	coche	con	tapicería	de	cuero	auténtico	y	un	gran	adorno	cromado
en	el	capó,	y	encontraron	a	los	ocupantes	en	la	guantera,	en	el	asiento
delantero,	en	el	trasero	y	en	el	portaequipajes.	Sobre	todo	en	ese	último
compartimiento.
—Ojalá	este	cacharro	no	se	nos	clave	por	aquí	—dijo	Rocky—.	Estamos	a
doscientos	kilómetros	de	cualquier	parte.
—Chorradas	—replicó	Leo,	utilizando	una	de	las	últimas	gemas	incorporadas
a	su	vocabulario—.	Por	ahí	está	el	pueblo.
Rocky	suspiró	y	tomó	un	trago	de	cerveza.	El	pueblo	era	un	débil	resplandor
en	el	cercano	horizonte,	brillo	procedente	del	nuevo	centro	comercial.
Mientras	lo	miraba,	Rocky	acercó	el	coche	a	la	izquierda	de	la	carretera	y
estuvo	a	punto	de	rebasar	el	borde	de	la	cuneta.	Un	golpe	de	volante	corrigió
el	desvío.	Leo	soltó	un	eructo.
Trabajaban	juntos	en	la	lavandería	Adams	desde	septiembre,	cuando
contrataron	a	Leo	como	ayudante	de	Rocky	en	la	sala	de	coladas.	Leo	era	un
individuo	de	veintidós	años,	menudo,	con	rasgos	de	roedor,	y	afirmaba	que
estaba	ahorrando	veinte	dólares	de	su	paga	semanal	para	comprarse	una
moto	Indian	de	segunda	mano,	que	utilizaría	para	irse	a	Arizona	el	próximo
invierno.	Había	tenido	otros	dieciséis	empleos	desde	que,	al	llegar	a	la	edad
mínima	de	dieciséis	años,	el	mundo	académico	y	él	rompieron	sus	relaciones.
Le	gustaba	bastante	la	lavandería.	Rocky	le	enseñaba	a	lavar,	y	estaba
convencido	de	que	el	oficio	le	sería	de	utilidad	cuando	llegara	a	Flagstaff.
Rocky	era	un	veterano	y	llevaba	catorce	años	en	la	lavandería.	Sus	manos,
ahora	aferradas	al	volante,	lo	demostraban	con	su	aspecto	blancuzco,
espectral.	Estuvo	en	la	cárcel	en	1960,	por	llevar	un	arma	sin	el
correspondiente	permiso.	Su	esposa,	entonces	embarazada	de	su	tercer,	hijo,
declaró:	1)	que	el	hijo	no	era	suyo,	sino	de	ella	y	el	lechero,	y	2)	que	quería	el
divorcio	basándose	en	la	crueldad	mental	de	su	marido.
¡El	lechero,	nada	menos,	por	el	amor	de	Dios!	¡El	lechero!	Hasta	para	Rocky,
cuyas	lecturas	nunca	habían	pasado	de	la	viñeta	en	el	envoltorio	de	la	goma
de	mascar	que	consumía	infatigablemente	mientras	trabajaba,	la	situación
tenía	sonoras	notas	clásicas.
Como	resultado,	y	a	su	debido	tiempo,	informó	a	su	esposa	de	dos	hechos:	1)
nada	de	divorcio,	y	2)	iba	a	abrir	un	boquete	enorme	en	la	barriga	de	Spider
Milligan.	Tenía	una	pistola	del	calibre	.32,	adquirida	poco	después	de	la
segunda	guerra	mundial,	que	usaba	para	disparar	contra	botellas,	latas	y
chuchos.	Aquella	tarde	salió	de	su	casa	en	dirección	a	la	calle	del	Roble,
donde	tenía	su	guarida	Spider	Milligan,	en	una	pensión	para	caballeros
solteros.	Le	cogía	de	paso	la	taberna	de	Las	Cuatro	Esquinas,	y	entró	en	ella
para	tomarse	ocho	o	diez	cervezas.	Entretanto,	su	esposa	había	telefoneado	a
los	polis,	y	le	estaban	esperando	en	la	esquina	de	la	calle	del	Roble.	Le
arrestaron	por	ocultar	un	arma	de	fuego	y	pasó	siete	meses	en	la	cárcel	del
condado.	Durante	este	período	el	divorcio	prosperó,	con	la	habilidad	con	que
la	manteca	de	cerdo	se	desliza	a	través	de	un	pollo,	y	su	esposa	vivía	con
Spider	Milligan	en	una	casa	de	la	calle	Dakin,	en	cuyo	jardín	había	un
flamenco	rosado.	Tenían	un	bebé	de	cuatro	meses,	que	por	todos	los	indicios
parecía	tan	insulso	como	su	padre,	además	de	las	dos	niñas.	Disponían
también	de	una	pensión	de	sesenta	dólares	al	mes,	que	probablemente	era
muy	bien	recibida,	pues	una	semana	después	de	la	boda	Spider	perdió	su
empleo	en	la	Central	Lechera	Oak	Hill,	y	no	mostró	signos	de	tener	prisa	para
encontrar	otro	trabajo.
—Hijo	de	puta	—dijo	Leo—.	¿Por	qué	no	nos	paramos	para	beber
tranquilamente?
—Necesito	la	pegatina	de	la	inspección	—dijo	Rocky—.	Un	hombre	no	es	nada
sin	su	coche.
—Nadie	en	su	sano	juicio	va	a	inspeccionar	este	trasto.	No	tiene
intermitentes.
—Se	encienden	si	piso	el	freno	al	mismo	tiempo.
—La	ventanilla	de	este	lado	está	rota.
—La	bajaré.
—Eso,	a	cuatro	grados	y	medio	de	temperatura	y	andas	por	ahí	con	la
ventanilla	abierta.	¿Quién	se	lo	va	a	tragar?
—La	bajaré	cada	vez	que	me	salga	de	las	narices	—dijo	fríamente	Rocky.
Arrojó	la	lata	vacía	por	la	ventanilla	y	cogió	otra,	tiró	de	la	anilla	y	la	espuma
brotó	de	la	abertura.
—Ojalá	tuviera	mujer	—dijo	Leo,	mirando	hacia	la	oscuridad,	con	una	extraña
sonrisa	en	los	labios.
—Si	la	tuvieras,	nunca	te	irías	al	oeste.	¿No	me	dijiste	que	querías	irte	al
oeste?
—Sí,	allá	voy.
—Nunca	te	irás.	No	tardarás	en	tener	una	mujer,	y	luego	tendrás	que	pasarle
una	pensión.	Las	mujeres	siempre	acaban	obligándote	a	pasarles	una	pensión.
Los	coches	son	mejores.
—Pero	debe	de	ser	bastante	duro	tirarte	a	un	coche.
Rocky	soltó	una	risita.
—Te	llevarías	una	sorpresa.
La	vegetación	disminuyó	a	medida	que	se	aproximaban	más	casas.	Las	luces
parpadeaban	a	la	izquierda,	y	Rocky	pisó	el	freno	de	repente:	las	luces	de
freno,	las	de	estacionamiento	y	las	de	giro	se	encendieron	a	la	vez.	Había
hecho	un	buen	trabajo	manipulando	los	cables.	Leo	sufrió	una	sacudida	y
derramó	cerveza	en	el	asiento.
—¿Eh?	¿Qué	pasa?
—Hemos	tenido	suerte	—dijo	Rocky—.	Conozco	a	ese	tipo.
A	la	izquierda	de	la	carretera	se	alzaba	una	desvencijada	estación	de	servicio.
El	letrero	decía:
BOB’S	ESTACIÓN	SERVICIO
BOB	DRISCOLL,	PROPIETARIO
ESPECIALISTAS	EN	ALINEAMIENTO
Y	la	última	línea:
PUESTO	ESTATAL	DE	INSPECCIÓN	DE	VEHÍCULOS	N.°	72
—Nadie	en	su	sano	juicio…	—empezó	a	decir	Leo.
—¡Yo	y	Bobby	Driscoll	fuimos	juntos	a	la	escuela!	—exclamó	Rocky—.	¡Esto
está	hecho,	puedes	apostar	el	pellejo!
Los	faros	del	coche	iluminaron	la	puerta	abierta	del	taller	contiguo	a	la
estación	de	servicio.	Rocky	entró	la	marcha	y	el	vehículo	avanzó	con	un
rugido…	Un	individuo	de	hombros	caídos,	enfundado	en	un	mono	verde,	salió
corriendo,	haciendo	gestos	frenéticos	para	que	el	Chrysler	se	detuviera.
—¡Ése	es	Bob!	—gritó	Rocky—.	¡Eh,	Bobby!
Un	instante	después	toparon	con	la	pared	del	taller.	El	carburador	produjo
una	serie	atroz	y	espasmódica	de	eructos.	Una	llamita	amarilla	apareció	en	la
boca	del	caído	tubo	de	escape,	seguida	de	una	nubecilla	de	humo	azulado.	El
motor	se	caló,	Leo	sufrió	otra	sacudida	y	derramó	más	cerveza.	Rocky	hizo
girar	de	nuevo	la	llave	de	contacto	y	retrocedió,	dispuesto	a	intentarlo	de
nuevo.
Bob	Driscoll	corrió	hacia	ellos,	dirigiéndoles	una	retahíla	de	insultos.
—…	qué	diablos	creen	que	están	haciendo,	malditos	hijos	de…
—¡Bobby!	—exclamó	Rocky,	con	un	placer	casi	orgásmico—.	¡Eh,	«Calcetines
Tiesos»!	¿Qué	te	cuentas,	macho?
Bob	escudriñó	a	través	de	la	ventanilla.	Su	rostro	estaba	contorsionado	y
tenía	una	expresión	de	fatiga,	casi	oculto	bajo	la	visera	de	una	grasienta	gorra
deportiva.
—¿Quién	me	ha	llamado	«Calcetines	Tiesos»?
—¡Yo!	—gritó	Rocky—.	¡Soy	yo,	tu	viejo	camarada!	¿No	te	acuerdas	de	mí?
—¿Quién	diablos…?
—¡Johnny	Rockwell!
—¿Rocky?	—preguntó	el	hombre	con	cautela.
—¡El	mismo,	hijo	de	la	grandísima…!
—Cielos.	—Poco	a	poco,	una	renuente	expresión	placentera	fue	aflorando	al
rostro	de	Bob—.	No	te	había	visto	desde…	Por	lo	menos	desde	el	partido
contra	los	Gatos	Monteses…
—Y	vaya	partidazo,	¿eh?
Rocky	se	dio	una	palmada	en	el	muslo,	derramando	cerveza	en	el	asiento.	Leo
soltó	un	eructo.
—Ya	lo	creo.	La	única	vez	que	ganó	nuestra	clase.	Oye,	Rocky,	te	has	dado	un
buen	trastazo	contra	la	pared.	¿Qué…?
—¡Ah,	«Calcetines	Tiesos»,	eres	el	mismo	de	siempre!	No	has	cambiado	ni	un
pelo.	—Tardíamente	echó	un	vistazo	para	ver	si	eso	era	cierto.	A	juzgar	por	lo
que	dejaba	entrever	la	visera,	parecía	que	el	viejo	«Calcetines	Tiesos»	se
había	vuelto	casi	del	todo	calvo—.	El	mismo	hombre	de	una	sola	pieza.	¿Al
final	te	casaste	con	Marcy	Drew?
—Sí,	nos	casamos	en	el	año	sesenta.	¿Y	tú	dónde	estabas?
—En	la	cárcel.	Oye,	¿podrías	inspeccionar	este	cacharro?
Bob	volvió	amostrarse	cauto.
—¿Te	refieres	a	tu	coche?
—No,	a	mi	picha	—dijo	Rocky,	con	una	risa	aguda—.	¡Claro	que	se	trata	de	mi
coche!	¿Podrías	hacerlo?
Bob	abrió	la	boca	para	decir	que	no.
—Te	presento	a	un	amigo	mío,	Leo	Brooks.	Leo,	éste	es	el	único	jugador	de
baloncesto	de	la	escuela	Crescent	High	que	nunca	se	cambió	los	calcetines	de
entrenamiento	en	cuatro	años.
—Mucho	gusto	—dijo	Leo.
Rocky	volvió	a	reírse.
—¿Quieres	una	cerveza?	—le	preguntó	a	«Calcetines	Tiesos».
Bob	abrió	de	nuevo	la	boca	para	decir	que	no.
—¡El	mejor	remedio	para	el	dolor	de	tripa!	—dijo	Rocky,	mientras	abría	una
lata.
La	cerveza,	embravecida	por	la	embestida	contra	la	pared	del	taller,	salió
espumeante	de	la	abertura	y	se	deslizó	por	la	muñeca	de	Rocky.	Éste	puso	la
lata	en	la	mano	de	Bob	y	se	apresuró	a	abrir	otra	para	él.
—Rocky,	cenamos	a	las…
—Sólo	un	momento,	déjame	hacer	marcha	atrás.
Rocky	retrocedió,	rozó	una	bomba	de	gasolina	e	introdujo	el	estremecido
Chrysler	en	el	taller.	Al	instante	bajó	del	coche	y	estrechó	la	mano	libre	de
Bob,	el	cual	parecía	perplejo.	Leo	estaba	sentado	en	el	coche,	abriendo	otra
cerveza	mientras	soltaba	ventosidades.	La	cerveza	le	hacía	pedorrear	mucho.
—¡Eh!	—dijo	Rocky,	tambaleándose	entre	un	montón	de	llantas	oxidadas—.
¿Te	acuerdas	de	Diana	Rucklehouse?
—Claro	—respondió	Bob,	sonriendo	sin	poder	evitarlo—.	Era	la	que	tenía	las…
Ahuecó	las	manos	sobre	el	pecho.
—¡Ésa,	ésa	es!	—aulló	Rocky—.	¿Todavía	está	en	el	pueblo?
—Creo	que	se	mudó	a…
—Qué	tipo	tenía	—le	interrumpió	Rocky—.	Oye,	puedes	ponerle	una	pegatina
de	revisión	a	este	cacharro,	¿no?
—Es	que	cerramos	a…
—Me	harías	un	gran	favor,	te	estaría	muy	agradecido.
Leo	eructó	y	miró	fijamente	el	claxon	del	vehículo.
—Bueno,	supongo	que	podría	echarle	un	vistazo	—cedió	Bob.
Rocky	le	dio	una	palmada	en	la	espalda.
—Claro	que	sí.	El	mismo	«Calcetines	Tiesos»	de	siempre.
—Sí.	—Bob	suspiró	y	tomó	un	trago	de	cerveza—.	Has	destrozado	el
parachoques,	Rocky.
—Eso	le	da	clase,	y	los	coches	necesitan	un	poco	de	clase.	Eh,	quiero	que
conozcas	al	chico	que	trabaja	conmigo.	Leo,	éste	es…
—Ya	nos	has	presentado	—dijo	Bob,	con	una	leve	y	abatida	sonrisa.
—¿Cómo	está	usted?	—dijo	Leo,	tanteando	en	busca	de	otra	lata	de	cerveza.
Unas	líneas	plateadas	empezaban	a	cruzar	su	campo	de	visión.
—…	Bob	Driscoll,	el	único	jugador	de	baloncesto	de	la	escuela	Crescent	High
que	nunca	se	cambió…
—¿Quieres	enseñarme	los	faros,	Rocky?	—le	preguntó	Bob.
—Claro.	Magníficos	faros,	con	auténtica	clase.	Enchúfalos,	Leo.
Leo	puso	en	marcha	el	limpiaparabrisas.
—Esto	funciona	bien	—dijo	Bob	pacientemente,	y	tomó	un	largo	trago	de
cerveza—.	¿Qué	me	dices	de	las	luces?
—Ha	estado	bebiendo,	¿sabes?	—confió	Bob	a	su	viejo	amigo—.	¡A	la
izquierda,	Leo!
Leo	encendió	los	faros.
—¿Las	largas?	—dijo	Bob.
Leo	buscó	la	palanca	con	un	pie	y	conectó	las	luces	largas.
—¿Las	luces	de	señalización?
Leo	sonrió	furtivamente	a	Bob.
—Será	mejor	que	lo	haga	yo	—dijo	Rocky,	y	se	golpeó	la	cabeza	al	subir	al
coche	para	sentarse	al	volante—.	Creo	que	este	chico	no	se	encuentra	muy
bien.
Pisó	el	freno	y	se	encendieron	los	intermitentes.
—¿Es	que	no	funcionan	sin	pisar	el	freno?	—quiso	saber	Bob.
—¿Dice	en	alguna	parte	que	hayan	de	hacerlo?	—replicó	Rocky	astutamente.
Bob	suspiró.	Su	mujer	tenía	unos	senos	grandes	y	colgantes,	y	el	cabello
rubio,	negro	en	las	raíces.	Los	jueves	por	la	noche,	cuando	llegaba	a	la
estación	de	servicio	en	busca	del	dinero	que	se	gastaba	en	el	bingo,	solía
tener	la	cabeza	llena	de	rulos	verdes	bajo	un	pañuelo	de	gasa	del	mismo
color,	lo	cual	le	daba	el	aspecto	de	un	receptor	de	radio	AM/FM	futurista.	Una
vez,	cerca	de	las	tres	de	la	madrugada,	él	se	despertó	y	miró	el	rostro	inerte	y
blanquecino	de	su	mujer,	a	la	luz	espectral	de	la	farola	que	estaba	bajo	la
ventana	del	dormitorio.	Entonces	pensó	en	lo	fácil	que	podría	ser…	Bastaría
inmovilizarla	aplicándole	una	rodilla	en	el	abdomen,	cerrar	las	manos
alrededor	de	su	cuello	y	apretar…	Qué	fácil	sería	cortarla	en	pequeños
fragmentos	y	tal	vez	enviarlos	por	correo	a	algún	lugar	lejano…	Robert
Driscoll,	Lista	de	correos,	Lima,	Perú.	Podría	hacerse.	Bien	sabía	Dios	que	se
había	hecho	en	el	pasado.
—No,	no	lo	dice	en	ningún	sitio	—replicó,	y	engulló	el	resto	de	la	cerveza.
En	el	taller	hacía	calor	y	aún	no	había	cenado.	Notó	que	el	alcohol	empezaba
a	afectarle.
—¡Eh,	«Calcetines	Tiesos»	se	ha	quedado	seco!	—dijo	Rocky—.	Anda,	Leo,
dale	otra	lata.
—No,	Rocky,	yo,	la	verdad…
Leo,	que	no	veía	muy	bien,	dio	por	fin	con	otra	cerveza	y	se	la	entregó	a
Rocky,	y	éste	se	la	pasó	a	Bob,	cuyos	reparos	se	extinguieron	en	cuanto	tuvo
la	fría	realidad	de	la	lata	en	la	mano.	Rocky	la	abrió.	Leo	repitió	su	pedorreo
para	cerrar	la	transacción.
Los	tres	bebieron	en	silencio	durante	un	momento.
—¿Funciona	el	claxon?	—preguntó	«Calcetines	Tiesos»,	en	tono	de	disculpa.
—Claro	—le	aseguró	Rocky.	Apretó	el	claxon	y	se	oyó	un	ligero	pitido—.	Pero
la	batería	está	un	poco	baja.
Siguieron	bebiendo	en	silencio.
—Esa	maldita	rata	era	grande	como	un	perro	—dijo	Leo.
—El	chico	tiene	una	trompa	de	campeonato	—confió	Rocky	a	Bob.
Bob	reflexionó	en	esto	y	se	limitó	a	decir	que	sí.
Esta	actitud	hizo	que	Rocky	se	desternillara	de	risa,	y	la	cerveza	que	le
llenaba	la	boca	gorgoteó;	un	poco	de	líquido	le	salió	por	la	nariz,	y	esto	hizo
reír	a	Bob,	cosa	que	satisfizo	a	Rocky,	porque	sin	duda	Bob	había	sido	la
encarnación	de	la	tristeza	cuando	llegaron	al	taller.
Nuevo	silencio	mientras	trasegaban	cerveza.
—Diana	Rucklehouse	—dijo	Bob	meditativamente.
Rocky	soltó	una	risita	disimulada,	pero	Bob	rió	sin	ambages.	Volvió	a	ahuecar
las	manos	por	encima	del	pecho.	Entonces	Rocky	estalló	en	una	carcajada	e
hizo	el	mismo	gesto	pero	colocando	las	manos	más	separadas	del	pecho.	Bob
se	carcajeó.
—¿Recuerdas	aquella	foto	de	Rita	Hayworth	que	Tinker	Johnson	pegó	en	el
tablero	de	anuncios	de	la	vieja	Freemantle?
Rocky	aulló.
—Y	puso	aquellas	fotos	grandes	de	chicas…
—A	la	vieja	casi	le	dio	un	ataque	cuando	lo	vio	—le	interrumpió	Bob.
Leo	soltó	un	pedo.
—Vosotros	dos	podéis	reíros.
Bob	le	miró	parpadeando.
—¿Cómo?
—Reíros	—dijo	Leo—.	Vosotros	dos	podéis	reíros.	No	tenéis	agujeros	en	la
espalda.
—¿Qué?
—No	le	hagas	caso	—dijo	Rocky,	preocupado—.	El	chico	está	como	una	cuba.
—¿Tienes	un	agujero	en	la	espalda?	—preguntó	Bob	a	Leo.
—La	lavandería	—replicó	Leo,	sonriendo—.	Tenemos	esas	lavadoras	gigantes,
¿sabes?	Pero	las	llamamos	norias.	Son	las	norias	de	la	lavandería.	Yo	las
empujo,	las	cargo	con	la	ropa	sucia,	saco	la	ropa	limpia…	Ese	soy	yo.	—Miró	a
Bob	con	insensata	confianza—.	Tengo	un	agujero	en	la	espalda.
—¿Ah,	sí?
Bob	miraba	a	Leo	con	fascinación.	Rocky	se	movió,	inquieto.
—Hay	un	agujero	en	el	techo	—dijo	Leo—.	Precisamente	encima	de	la	tercera
noria.	Son	redondas	y	por	eso	las	llamamos	norias.	Cuando	llueve	entra	el
agua,	no	para	de	gotear…,	y	me	alcanza	la	espalda.	Ahora	tengo	un	agujero
ahí,	de	este	tamaño.	—Trazó	un	círculo	con	una	mano—.	¿Quieres	verlo?
—¡No	quiero	verlo!	—chilló	Rocky—.	¡Estamos	hablando	de	los	viejos	tiempos
y	no	hay	ningún	agujero	en	tu	jodida	espalda!
—Quiero	verlo	—dijo	Bob.
—Son	redondas,	por	eso	las	llamamos	lavanderías	—dijo	Leo.
Rocky	sonrió	y	dio	una	palmada	en	el	hombro	de	Leo.
—Anda,	muchacho,	dame	una	cerveza.
Leo	le	obedeció.
Una	hora	después	no	quedaba	ninguna	lata	en	la	caja	de	cerveza,	y	Rocky
envió	al	tambaleante	Leo	en	busca	de	otra	caja	al	pequeño	garito	de	Pauline.
Leo	tenía	ya	los	ojos	rojizos	como	los	de	un	hurón,	y	llevaba	los	faldones	de	la
camisa	por	fuera	del	pantalón.	Con	una	concentración	de	miope	trataba	de
sacar	el	paquete	de	Camel	de	la	manga	arremangada	de	su	camisa.	Bob
estaba	en	el	lavabo,	orinando	y	cantando	el	himno	de	la	escuela.
—No	quiero	ir	ahí	—musitó	Leo,	y	dio	media	vuelta,	haciendo	eses	y
empeñado	todavía	en	sacar	los	cigarrillos—.	Está	demasiado	oscuro	y	hace
frío.
—¿Quieres	la	pegatina	de	revisión	o	no?	—le	susurró	Rocky,	quien	había
empezado	a	ver	cosas	raras,	como	un	bicho	enorme	envuelto	en	telarañas,	en
elrincón.
Leo	le	miró	con	sus	ojos	escarlata	de	borracho.
—No	es	mi	coche	—dijo	astutamente.
—De	todas	maneras,	no	vas	a	montar	más	en	él	si	no	traes	esa	cerveza.	—
Rocky	tuvo	un	acceso	de	hipo	y	miró	temeroso	el	bicho	muerto	en	el	rincón—.
Por	Dios	que	no	montas	más.
—Vale,	vale	—dijo	Leo	con	voz	lastimosa.
Fue	en	busca	de	la	cerveza;	en	el	trayecto	de	ida	se	salió	dos	veces	de	la
carretera,	y	en	el	de	regreso	una	sola	vez.	Cuando	por	fin	llegó	al	cálido
taller,	Rocky	y	Bob	cantaban	a	dúo	el	himno	de	la	escuela.	De	alguna	manera,
Bob	se	las	había	arreglado	para	levantar	el	Chrysler	con	el	elevador,	y	estaba
debajo,	escudriñando	el	oxidado	sistema	de	escape.
—Veo	algunos	agujeros	en	la	tubería	—comentó.
—Ahí	no	hay	ninguna	tubería	—replicó	Rocky,	y	ambos	encontraron	esto
desternillante.
—¡Aquí	está	la	cerveza!	—anunció	Leo.
Dejó	la	caja	en	el	suelo,	se	sentó	en	una	llanta	y	casi	de	inmediato	empezó	a
dormitar.	Se	había	bebido	tres	latas	por	el	camino,	para	aligerar	la	carga.
Rocky	le	dio	una	lata	a	Bob	y	cogió	otra	para	él.
—¿Hacemos	una	carrera?	—le	preguntó—.	¿Como	en	los	buenos	tiempos?
—De	acuerdo	—dijo	Bob,	con	una	sonrisa	tensa.
Mentalmente	se	veía	en	la	carlinga	de	un	Fórmula	Uno	aerodinámico	y
pegado	al	suelo,	una	mano	apoyada	con	gesto	presumido	en	el	volante,
mientras	esperaba	que	el	banderín	verde	le	diera	la	salida,	y	tocando	con	la
otra	mano	su	amuleto	de	la	suerte…	el	adorno	del	capó	de	un	viejo	Mercury
del	año	cuarenta	y	nueve.	Se	había	olvidado	de	la	tubería	de	Rocky	y	de	su
inexpresiva	esposa,	con	sus	rulos	transistorizados.
Abrieron	las	latas	y	bebieron	el	contenido	sin	hacer	una	sola	pausa;	ambos	las
tiraron	al	suelo	de	cemento	manchado	de	grasa	y	alzaron	los	dedos	al	mismo
tiempo.	Sus	eructos	resonaron	en	las	paredes	como	disparos	de	rifle.
—Igual	que	en	los	viejos	tiempos	—dijo	Bob,	en	tono	melancólico—.	Pero	no
hay	duda	de	que	las	cosas	cambian,	¿verdad?
—Ya	lo	creo	—dijo	Rocky.	Se	rebanó	los	sesos	en	busca	de	un	pensamiento
luminoso	y	lo	encontró—.	Cada	día	nos	hacemos	más	viejos,	amigo.
«Calcetines	Tiesos»	suspiró	y	eructó	de	nuevo.	Leo,	en	el	rincón,	se	tiró	un
pedo	y	empezó	a	tararear	Bájate	de	mi	nube	.
—¿Qué,	probamos	otra	vez?	—preguntó	Rocky,	ofreciendo	a	Bob	otra	cerveza.
—Yo	también	—dijo	Bob—.	A	mí	me	ocurre	lo	mismo,	Rocky,	muchacho.
A	media	noche	habían	dado	buena	cuenta	de	la	caja	que	Leo	había	ido	a
buscar,	y	la	nueva	pegatina	de	inspección	estaba	colocada	en	un	ángulo	algo
desviado	a	la	izquierda	del	parabrisas	del	Chrysler.	El	mismo	Rocky	anotó	los
datos	pertinentes,	trabajando	con	mucho	cuidado,	porque	veía	triple.	Leo
dormitaba	en	el	rincón	con	la	boca	abierta.	El	bicho	envuelto	en	telarañas
seguía	en	el	otro	rincón.	Rocky	estaba	moralmente	seguro	de	que	el	bicho	era
una	alucinación,	pero	no	corría	riesgos	y	se	mantenía	apartado.	Bob	estaba
sentado	en	el	suelo,	con	las	piernas	cruzadas,	una	lata	semivacía	de	cerveza
delante	de	él,	con	la	mirada	perdida.
—Bueno,	Bobby,	me	has	salvado	la	vida	—dijo	Rocky,	y	golpeó	a	Leo	en	las
costillas	para	despertarle.
Leo	gruñó	y	soltó	un	bufido.	Entreabrió	los	ojos,	los	cerró	y	volvió	a	abrirlos
cuando	Rocky	le	golpeó	otra	vez.
—¿Aún	no	hemos	llegado	a	casa?	—murmuró.
Rocky	cogió	a	Leo	por	una	axila,	rodeó	el	Chrysler	y	le	metió	dentro.
—Tómalo	con	calma,	Bob	—gritó	alegremente	a	su	viejo	amigo—.	Otra	vez
pasaremos	por	aquí	y	volveremos	a	hacerlo.
—Aquéllos	sí	que	fueron	buenos	tiempos	—dijo	Bob,	con	los	ojos	súbitamente
llenos	de	lágrimas—.	Desde	entonces	todo	va	de	mal	en	peor.
—Es	verdad	—dijo	Rocky—.	Tómalo	con	calma,	amigo.	Todo	se	arreglará…
—Mi	mujer	me	lo	hace	pasar	muy	mal	en	la	cama	—dijo	Bob.
Pero	sus	palabras	quedaron	eclipsadas	por	el	carraspeo	del	motor	del
Chrysler,	al	que	le	fallaba	el	encendido.	Se	puso	en	pie	y	contempló	el
retroceso	del	vehículo,	que	arrancó	un	poco	de	madera	del	lado	izquierdo	de
la	puerta.
Leo	se	asomó	a	la	ventanilla,	sonriendo	como	un	idiota	bendito.
—Pásate	algún	día	por	la	lavandería,	flacucho,	y	te	enseñaré	el	agujero	de	la
espalda.	Y	también	mis	norias.	Verás…
El	brazo	de	Rocky	salió	de	la	oscuridad	como	un	gancho	de	vodevil	y	tiró	de
Leo	hacia	la	penumbra.
—¡Adiós,	amigo!	—gritó	Rocky.
El	Chrysler	emprendió	un	alocado	slalom	alrededor	de	las	tres	islas	que
formaban	las	bombas	de	gasolina,	y	se	adentró	traqueteando	en	la	noche.	Bob
lo	contempló	hasta	que	las	luces	traseras	eran	como	luciérnagas,	y	regresó
cansinamente	al	taller.	Sobre	su	atestado	banco	de	trabajo	había	un	adorno
de	cromo,	procedente	de	algún	coche	antiguo,	y	empezó	a	jugar	con	él,	con
los	ojos	todavía	empapados	en	lágrimas.	Más	tarde,	algo	después	de	las	tres
de	la	madrugada,	estranguló	a	su	esposa	y	luego	prendió	fuego	a	la	casa,	para
hacer	que	pareciera	un	accidente.
—Dios	mío	—dijo	Rocky,	cuando	el	taller	de	Bob	quedó	reducido	a	un	punto
luminoso	a	sus	espaldas—.	¿Qué	te	ha	parecido	eso?	El	viejo	«Calcetines
Tiesos».
Estaba	llegando	al	estado	de	ebriedad	en	el	que	tenía	la	impresión	de	haberse
evaporado,	con	excepción	de	una	diminuta	y	brillante	brasa	de	sobriedad	en
mitad	de	su	mente.
Leo	no	replicó.	A	la	pálida	luz	del	tablero	de	instrumentos,	parecía	como	el
lirón	en	la	alocada	fiesta	de	Alicia	en	el	país	de	las	maravillas	.
—Le	hemos	importunado	de	veras	—dijo	Rocky,	que	llevaba	un	rato
conduciendo	por	el	lado	izquierdo	de	la	carretera—.	Y	tú	vas	y	se	lo	dices.
¿Cuántas	veces	tengo	que	remachar	eso?	¿Dónde	voy	a	guardar	mis
diamantes	si	tú	vas	contándoselo	por	ahí	a	todo	el	mundo?
—Es	mi	agujero	—dijo	Leo	malhumorado.
—Y	son	mis	diamantes.	Yo	solito	los	encontré,	así	que…
Leo	se	puso	tenso.
—Hay	una	camioneta	detrás	de	nosotros,	sin	luces.
Rocky	miró	por	el	retrovisor	y	vio	una	camioneta	sin	luces.	Una	camioneta	de
reparto	de	leche.
—Es	Spider	—susurró	temeroso—.	Cielo	santo,	es	Spider	Milligan.
—¿Quién?	—preguntó	Leo	torpemente.
Todavía	trataba	de	recordar	si	Rocky	le	había	contado	antes	de	aquella	noche
que	guardaba	diamantes	en	el	agujero	de	su	espalda.
Rocky	no	respondió.	Una	sonrisa	tensa	apareció	en	su	rostro,	pero	sin	que	se
reflejara	en	sus	ojos,	que	eran	enormes	y	rojos,	como	lámparas	de	alcohol.
De	repente	pisó	a	fondo	el	acelerador,	y	el	tubo	de	escape	del	Chrysler	emitió
un	grasiento	humo	azul	y	crepitando,	a	regañadientes,	alcanzó	los	noventa
por	hora.	Los	árboles	y	las	casas	pasaban	vertiginosamente	a	los	lados,
sombras	vagas	en	el	cementerio	de	la	medianoche.	Derribaron	una	señal	de
stop,	entraron	de	lleno	en	un	bache	enorme	y	por	un	momento	abandonaron
la	carretera.	Cuando	aterrizaron,	un	amortiguador,	demasiado	bajo,	hizo
saltar	chispas	del	asfalto.
—¡Era	broma!	—dijo	Leo	frenéticamente—.	¡No	había	ninguna	camioneta!
—¡Es	él!	—exclamó	Rocky—.	¡He	visto	su	bicho	en	el	taller!	¡Maldita	sea!
Subieron	rugiendo	una	cuesta	por	el	lado	contrario,	y	un	coche	que	venía	de
frente	resbaló	aparatosamente	en	el	borde	cubierto	de	grava	de	la	carretera,
apartándose	de	su	camino.	Leo	miró	tras	ellos.	No	había	nadie	en	la
carretera.
—Rocky…
—¡Anda,	Spider,	ven	a	buscarme!	—gritó	Rocky—.	¡Ven	a	por	mí!
El	Chrysler	había	alcanzado	ciento	veinte,	su	velocidad	máxima.
Llegaron	a	una	curva	y	los	neumáticos	desgastados	arrojaron	humo.	El
Chrysler	gritó	en	la	noche	como	un	fantasma	asustado,	los	faros	explorando	la
desierta	carretera.
Detrás	de	ellos,	se	encendieron	unas	luces	en	un	cruce	lateral,	y	un	viejo
Mercury	del	cuarenta	y	nueve	disfrazado	como	una	camioneta	de	reparto	de
leche	partió	a	velocidad	moderada.
Dos	kilómetros	más	allá	se	oyó	un	estrépito	enorme,	cuando	el	Chrysler	se
salió	de	la	carretera,	derribó	un	poste	telefónico,	cayó	de	morro	en	un
barranco	y	estalló.	Las	llamas	de	la	súbita	pira	se	alzaron	en	la	noche.
—Ya	está	—dijo	Spider—.	Vamos	a	por	sus	diamantes	antes	de	que	llegue	la
policía.
Pero	cuando	volvió	la	cabeza,	el	asiento	estaba	vacío.	Hasta	el	bicho	se	había
ido.
Pesca	en	la	ciudad
STEVE	RASNIC	TEM
Steve	Rasnic	apareció	un	día	en	mi	correo	con	cuatro	relatos,	dos	poemas	y
una	carta	en	la	que	me	hablaba	de	Umbral,la	revista	trimestral	de	poesía
especulativa	que	dirige.	Desde	entonces	se	ha	casado	y	ha	cambiado	su
nombre	por	el	de	Steve	Rasnic	Tem,	y	se	ha	ganado	una	reputación
considerable	como	escritor	en	el	género	de	horror,	sobre	todo	un	horror
tranquilo	y	enigmático.	Éste	es	el	primer	relato	que	publicó	como	profesional.
Tras	varias	semanas	hablando	de	ello,	finalmente	el	padre	de	Jimmy	decidió
llevar	a	su	hijo	a	pescar.	Bill,	el	mejor	amigo	de	Jimmy,	y	el	padre	de	Bill,	que
era	el	mejor	amigo	del	padre	de	Jimmy,	también	irían.	Sus	madres	respectivas
no	lo	aprobaban.
La	verdad	es	que	tampoco	Jimmy	estaba	seguro	de	aprobarlo.	Había	esperado
el	acontecimiento	con	cierta	ilusión,	y	creía	que	debería	ir,	pero	a	medida	que
se	aproximaba	el	momento	de	la	partida,	supo	que	ir	a	pescar	era	lo	último
que	deseaba	hacer.	Sin	embargo,	a	su	padre	le	parecía	importante,	así	que
iría	sólo	para	complacerle.
—Bueno,	Jimmy,	mira	lo	que	tenemos	aquí	—le	dijo	su	padre.	Era	un	hombre
alto	y	moreno,	y	la	profunda	resonancia	de	su	voz	hacía	que	cada	palabra	que
pronunciaba	pareciera	una	orden.	Hizo	un	gesto	hacia	una	serie	de
herramientas,	utensilios	y	armas—.	Cuchillo	de	caza,	pistola,	alambre,
pólvora,	anzuelos	y	plomos,	palos,	trampas	para	animales	pequeños,	trampa
de	acero,	cuchillo	de	pesca,	estilete,	rifle	del	calibre	22,	escopeta,	pistola	de
cañón	corto.	Necesitarás	todo	esto	para	aventurarte	en	el	mundo	salvaje.
Recuérdalo	bien,	hijo.
Jimmy	asintió	dubitativo.	Bill	se	había	acercado	a	él	corriendo.
—¡Mira	lo	que	tengo!
Jimmy	vio	por	el	rabillo	del	ojo	una	forma	oscura	en	la	mano	izquierda	de	Bill.
Cuando	se	volvió	para	saludar	a	su	amigo,	vio	que	se	trataba	de	un	cuervo
grande,	muerto,	con	el	cuello	moteado	de	rojo.
—Papá	lo	capturó,	y	luego	yo	le	retorcí	el	cuello	mientras	le	atábamos	las
patas.	Se	me	ocurrió	traerlo.
Jimmy	hizo	un	gesto	de	asentimiento.
Se	oían	gritos	procedentes	de	la	casa.	Jimmy	podía	oír	a	su	madre	llorando,	y
a	su	padre	que	soltaba	juramentos.	Subió	los	escalones	del	porche	y	miró	a
través	de	la	tela	metálica	de	la	puerta.
Distinguió	la	figura	del	padre	de	Bill,	de	sus	propios	padres	y	de	una	mujer
joven	y	pelirroja	que	permanecía	en	la	penumbra	y	debía	de	ser	la	madre	de
Bill.
—¡No	podéis	llevároslos!	—decía	su	madre	entre	sollozos.
Entonces	hubo	un	forcejeo,	y	su	padre	y	el	de	Bill	empezaron	a	empujar	a	las
mujeres	hacia	el	dormitorio.	La	madre	de	Bill	se	debatía	más,	y	el	padre	le
abofeteaba	el	rostro	para	que	dejara	de	resistirse.	Su	propia	madre	estaba
algo	más	calmada,	sobre	todo	al	ver	que	habían	golpeado	a	la	de	Bill,	pero
seguía	llorando.
Su	padre	cerró	la	puerta	con	llave.
—Quizá	os	dejemos	salir	cuando	volvamos.	—Rió	y	miró	al	padre	de	Bill—:
¡Mujeres!	—concluyó.
Todo	aquello	parecía	muy	extraño.
El	padre	de	Jimmy	maniobró	su	destartalado	automóvil	y	empezó	a	cantar.
Miró	a	Jimmy	por	encima	del	hombro	y	le	guiñó	un	ojo.	Jimmy	supuso	que
cantar	formaba	parte	de	la	pesca,	puesto	que	el	padre	de	Bill,	y	luego	éste,
empezaron	a	hacerlo.	No	podía	entender	la	letra.
—Creo	que	vamos	a	hacer	de	él	un	hombre	hecho	y	derecho	—dijo	su	padre	al
de	Bill,	el	cual	se	echó	a	reír.
No	parecían	alejarse	demasiado	de	la	ciudad.	De	hecho,	daba	la	impresión	de
que	se	dirigían	a	los	barrios	del	centro,	donde	Jimmy	nunca	había	estado.
—¿Estás	seguro	de	que	éste	es	el	camino	del	arroyo,	papá?
El	padre	de	Jimmy	se	volvió	y	le	dirigió	una	mirada	furibunda.	Jimmy	bajó	la
cabeza.	Bill	miraba	por	la	ventanilla	y	tarareaba.
Pasaron	a	varios	coches	conducidos	por	señoras	de	edad,	con	los	asientos
traseros	llenos	de	paquetes	y	bolsas	de	compras.	Su	padre	se	rió	con
disimulo.
Pasaron	a	unas	muchachas	que	iban	en	bicicleta	y	cuyos	vestidos	ondeaban	al
viento.	Pasaron	a	varias	parejas	que	paseaban	y	un	hombre	que	empujaba	un
cochecito	de	bebé.
El	padre	de	Jimmy	se	rió	sonoramente	y	dio	una	palmada	en	el	hombro	al
padre	de	Bill.	Entonces	los	dos	rieron	hasta	que	se	les	saltaron	las	lágrimas.
Jimmy	se	limitó	a	mirarles.
El	tamaño	de	las	galerías	comerciales	se	iba	reduciendo,	y	las	casas	eran	más
oscuras	y	destartaladas.
El	padre	de	Jimmy	se	volvió	hacia	él	y	le	dijo	con	energía,	casi	encolerizado:
—Hoy	vas	a	hacer	que	me	sienta	orgulloso	de	ti,	Jimmy.
Bill	seguía	mirando	por	la	ventanilla	y	empezaba	a	sentirse	inquieto.	De	vez
en	cuando	miraba	la	nuca	de	su	padre,	luego	los	edificios	a	lo	largo	de	la	calle
y	finalmente	miraba	por	la	luneta	trasera.	En	su	agitación,	empezó	a	rascarse
los	brazos.
Jimmy	miró	por	la	ventanilla	de	su	lado.	La	calzada	estaba	empeorando,	era
más	sucia	y	estaba	llena	de	baches.	Los	edificios	eran	cada	vez	más	altos	y
más	viejos.	Jimmy	siempre	había	creído	que	sólo	los	edificios	nuevos	eran
altos.
Pasaron	ante	una	figura	oscura,	vestida	con	andrajos,	que	yacía	en	la	acera.
El	padre	de	Jimmy	rió	para	sus	adentros.
Habían	salido	de	casa	a	mediodía.	Jimmy	sólo	había	tomado	el	frugal
almuerzo	a	base	de	sopa	y	galletas	saladas	que	su	madre	había	preparado,	y
por	eso	sabía	que	era	mediodía.
El	cielo	se	estaba	oscureciendo.
Jimmy	apoyó	la	mejilla	izquierda	en	la	ventanilla	del	coche	y	echó	la	cabeza
atrás	para	poder	ver	por	encima	del	vehículo.	Altas	chimeneas	que	surgían	de
los	oscuros	tejados	de	los	edificios	al	otro	lado	de	la	calle	arrojaban	al	cielo
nubes	de	humo	negro	como	la	noche.	Nunca	había	visto	unas	chimeneas	tan
altas.
Jimmy	notó	una	sacudida	cuando	el	coche	empezó	a	descender	por	la
empinada	pendiente.	Había	estado	una	vez	en	San	Francisco,	y	allí	había
muchas	pendientes	tan	empinadas	como	aquélla.	No	podía	recordar	que
hubiera	nada	parecido	en	su	ciudad,	pero	en	cualquier	caso	nunca	había
estado	en	el	centro.
Bill	movía	la	cabeza	adelante	y	atrás,	con	los	ojos	en	blanco.
Los	edificios	parecían	cada	vez	más	altos	y	más	viejos.	Algunos	tenían	altas
columnas	en	la	fachada	principal,	o	anchos	porches.	Muchos	de	ellos	tenían
grandes	puertas	de	hierro	o	madera.	Las	calles	parecían	desiertas.
A	Jimmy	se	le	ocurrió	de	repente	que	los	edificios	no	deberían	ser	tan	altos	a
medida	que	iban	cuesta	abajo.	La	parte	inferior	de	aquellos	edificios	estaba
más	baja	que	la	de	los	que	estaban	colina	arriba,	a	su	espalda,	por	lo	que	sus
tejados	también	deberían	estar	más	bajos.	Así	eran	las	casas	en	San
Francisco.	Pero	al	mirar	por	la	luneta	trasera	Jimmy	pudo	ver	que	los	tejados
continuaban	y	seguían	siendo	más	altos	a	medida	que	bajaban	la	colina.	Los
edificios	llegaban	al	cielo.
Oscuras	figuras	se	escabulleron	desde	la	entrada	de	un	callejón	cuando	ellos
pasaron.	Jimmy	no	podría	haber	dicho	qué	aspecto	tenían;	parecía	que	era
casi	de	noche.
Sentados	en	los	bordes	de	sus	asientos,	los	padres	de	Jimmy	y	Bill	parecían
explorar	las	esquinas	de	los	edificios.	El	padre	de	Jimmy	tarareaba.
Bill	empezó	a	llorar	en	silencio,	al	tiempo	que	sin	darse	cuenta	pisoteaba	el
cuervo	yacente	en	el	suelo	del	coche.
La	calle	parecía	cada	vez	más	empinada.	De	vez	en	cuando	topaban	con	una
irregularidad	en	el	pavimento	y	el	coche	producía	un	estridente	ruido
metálico,	rebotaba	y	parecía	saltar	en	el	aire.	Ahora	avanzaban	a	más
velocidad.
El	padre	de	Jimmy	se	echó	a	reír	y	tocó	el	claxon.
El	exterior	estaba	totalmente	a	oscuras,	hasta	tal	punto	que	Jimmy	apenas
podía	ver.	Los	dos	hombres	volvían	a	cantar	en	voz	baja.	El	coche	adquiría
más	velocidad	con	cada	estrépito,	rebote	y	salto.	Bill	lloraba	quedamente.
Jimmy	ya	no	podía	ver	el	cielo,	tan	altos	eran	los	edificios,	¡y	tan	viejos!	De
algunos	de	ellos	se	desprendían	ladrillos,	las	fachadas	de	piedra	estaban
combadas	y	los	cimientos	sepultados	en	montones	de	piedras	desmenuzadas.
Las	vigas	estaban	claramente	astilladas	y	partidas,	y	algunas	colgaban	como
huesos	rotos.	Los	cristales	de	las	ventanas	estaban	rotos,	las	cortinas
arrancadas,	los	marcos	llenos	de	mugre.	Jimmy	no	podía	comprender	cómo
los	edificios	se	mantenían	en	pie.	Parecían	tener	miles	de	metros	de	altura.
De	no	haber	estado	bien	informado,	habría	creído	que	colgaban	del	cielo	por
medio	de	cables.	¿De	qué	otro	modo	podían	sostenerse?
Se	agitaba	nerviosamenteen	su	asiento	y	de	vez	en	cuando	chocaba	con	Bill,
el	cual	lloraba	ahora	ruidosamente.	El	coche	era	como	un	tren,	un	avión,	un
cohete.
Se	oyó	un	fuerte	ruido	metálico	y	algo	traqueteó	a	la	izquierda	de	Jimmy.	Se
volvió	y	vio	que	se	había	desprendido	un	tapacubos	y	estaba	en	la	calzada,
detrás	de	ellos.	Unas	sombras	penetraron	en	una	entrada	lateral.
El	coche	rugía.	Los	gemidos	de	Bill	eran	más	agudos.
—¡Papá…,	papá,	Bill	tiene	miedo!
Su	padre	tenía	la	vista	fija	en	el	parabrisas.	El	coche	perdió	otro	tapacubos.
—¡Papá,	los	tapacubos!
Su	padre	continuó	inmóvil,	aferrado	con	ambas	manos	al	volante.	Cayó	un
ladrillo	y	rebotó	en	el	coche.	Un	pedazo	de	madera	rayó	el	parabrisas.
El	coche	chilló,	rugió	y	se	adentró	más	y	más	en	el	corazón	de	la	ciudad.
Parecía	como	si	hubieran	viajado	cuesta	abajo	a	lo	largo	de	muchos
kilómetros.
De	repente	se	le	ocurrió	a	Jimmy	que	llevaban	algún	tiempo	sin	pasar	ningún
cruce.
—¡Papá…,	por	favor!
El	coche	tropezó	con	una	irregularidad	en	el	pavimento.	La	carrocería
produjo	un	fuerte	estrépito,	el	motor	se	caló	y	las	ruedas	recorrieron	unos
metros	antes	de	detenerse.	Estaban	ante	un	viejo	edificio	de	anchas	puertas.
Jimmy	miró	a	su	alrededor.	Se	encontraban	en	un	pequeño	patio,	rodeados
por	todas	partes	de	edificios	antiguos	que	se	remontaban	en	el	cielo	y	lo
ocultaban.	Estaba	tan	oscuro	que	no	podían	ver	los	pisos	superiores.
Miró	hacia	atrás.	La	empinada	carretera	se	alzaba	como	una	cinta	gris	cuya
parte	superior	se	diluía	en	la	nada.	Era	el	único	camino	en	aquella	especie	de
patio.
En	el	profundo	silencio	Bill	miró	a	su	padre.	El	cuervo	muerto	estaba	a	sus
pies,	casi	aplastado	por	los	inquietos	pies	del	muchacho.	El	suelo	del	coche
estaba	lleno	de	plumas,	fragmentos	de	piel,	huesos	y	sangre.
Había	formas	en	la	oscuridad,	entre	los	edificios.
El	padre	de	Jimmy	se	volvió	hacia	su	amigo.
—Término.	Lo	hemos	conseguido	—comentó,	y	empezó	a	buscar	en	su
mochila.
Entregó	a	Jim	el	rifle,	sonriendo,	y	dijo:
—¡A	ver	cómo	se	porta	mi	chico!	¡Hoy	es	el	gran	día!
Las	oscuras	figuras	vestidas	con	andrajos	empezaron	a	acercarse	al	coche.
La	ciudad	del	sol
LISA	TUTTLE
Lisa	Tuttle	nació	en	1952.	Se	licenció	en	literatura	inglesa	en	1973	y	recibió
el	premio	John	W.	Campbell	al	mejor	escritor	de	ciencia	ficción	(compartido
con	Spider	Robinson)	en	1974.	Ahora	es	igualmente	conocida	por	sus	relatos
de	terror,	además	de	las	novelas	Espíritu	Familiar	y	Gabriel.	En	una	reciente
antología	en	la	que	se	invitaba	a	escritores	de	horror	a	elegir	su	relato
favorito	en	este	género,	William	F.	Nolan	eligió	el	relato	que	usted	está	a
punto	de	leer.
Eran	las	tres	de	la	madrugada,	la	mitad	quieta	y	silenciosa	de	la	noche.
Excepto	la	suave	vibración	de	la	máquina	expendedora	de	refrescos	en	un
rincón	y	el	carraspeo	irregular	de	la	máquina	de	hacer	hielo	que	estaba	en	su
nicho,	un	poco	más	allá,	el	vestíbulo	estaba	en	silencio.	No	era	probable	que
llegara	ningún	cliente	hasta	después	del	alba.	A	aquellas	horas	todos	los
conductores	fatigados	se	habrían	acomodado	en	otro	lugar,	o	habrían
decidido	seguir	adelante	sin	descansar.
El	turno	entre	las	once	de	la	noche	y	las	siete	de	la	mañana	equivalía	a	un
trabajo	pesado	y	solitario,	pero	normalmente	a	Nora	Theale	no	le	importaba.
Prefería	trabajar	de	noche,	y	la	soledad	no	le	molestaba.	Pero	aquella	noche,
como	las	dos	anteriores,	estaba	nerviosa.	Era	un	nerviosismo	irracional,	y	a
Nora	le	fastidiaba	no	poder	encontrar	su	causa.	Siempre	existía	la	posibilidad
de	un	robo,	naturalmente,	pero	en	el	año	que	llevaba	trabajando	en	la	Posada
del	Norte	nunca	se	había	producido	ninguno,	y	Nora	no	creía	que	el	motel
fuese	un	blanco	muy	atractivo.
Buscando	una	causa	de	su	inquietud,	Nora	miraba	a	menudo	el	vestíbulo
desierto	y	a	través	de	las	puertas	de	vidrio,	hacia	el	solar	del	estacionamiento
de	vehículos	y	la	carretera	que	pasaba	más	allá.	Nunca	veía	nada	fuera	de
lugar…,	excepto	una	sombra	que	podría	corresponder	a	alguien	que	se	movía
rápidamente	bajo	la	luz	azulada	del	estacionamiento.	Pero	la	sombra
desapareció	en	un	instante	y	Lisa	no	pudo	estar	segura	de	si	la	había	visto
realmente.
Cogió	el	periódico	de	la	tarde	e	intentó	concentrarse.	Leyó	un	artículo	sobre
los	planes	para	construir	una	valla	enorme	a	lo	largo	de	la	frontera,	a	fin	de
evitar	la	inmigración	clandestina.	La	idea	le	gustaba,	pues	el	flujo	constante
entre	México	y	Estados	Unidos	era	una	de	las	cosas	que	más	detestaba	de	El
Paso…,	pero	no	creía	que	pudiera	surtir	efecto.	Dedicó	unos	minutos	a
examinar	las	noticias	estatales	y	nacionales	y	luego	arrojó	el	periódico	al	cubo
de	la	basura.	No	quería	leer	nada	acerca	de	El	Paso,	lugar	que	le	aburría,
deprimía	y	molestaba.	Estaba	deseando	marcharse	de	allí.
Echó	otra	mirada	inquieta	al	vestíbulo	inmutable,	y	entonces	abrió	un	cajón
del	archivo	metálico	donde	guardaba	sus	libros.	Eligió	una	novela	de	misterio
de	Josephine	Tey	y	se	dispuso	a	leerla,	decidida	a	vencer	su	nerviosismo.
Leyó	hasta	las	seis	de	la	mañana,	sin	que	nada	le	molestara,	excepto	alguna
que	otra	punzada	de	ansiedad.	A	aquella	hora	tenía	que	abrir	la	puerta	al
repartidor	de	la	prensa	y	efectuar	la	primera	llamada	para	despertar	a	un
cliente.	El	empleado	diurno	llegó	poco	después	de	las	siete,	y	Nora	dio	por
finalizado	su	turno.	Recogió	sus	cosas	y	las	metió	en	una	bolsa	grande;	tenía
muchos	objetos,	porque	había	pasado	las	dos	noches	anteriores	en	una	de	las
habitaciones	libres	del	motel,	en	vez	de	irse	a	casa,	pero	aquella	noche	todas
las	habitaciones	estaban	reservadas	y	tenía	que	marcharse.	Desde	que	su
marido	la	dejó,	Nora	no	sentía	deseos	de	pasar	mucho	tiempo	en	el	piso	que
ahora	era	todo	para	ella.	Tenía	la	intención	de	trasladarse,	pero	como	no
quería	quedarse	en	El	Paso,	parecía	más	juicioso	esperar	a	que	terminara	el
período	por	el	que	habían	alquilado	la	casa,	en	vez	de	correr	con	los	gastos	y
las	molestias	de	buscar	otro	hogar	temporal.	Quería	irse	de	El	Paso	en	cuanto
reuniera	un	poco	de	dinero	y	decidiera	adonde	ir.
El	piso	no	le	gustaba,	pero	era	grande	y	barato.	Larry	lo	había	elegido	porque
estaba	cerca	de	su	oficina,	y	le	gustaba	ir	a	trabajar	en	bicicleta.	No	estaba
cerca	del	motel	donde	Nora	trabajaba,	pero	a	ella	no	le	importaba	porque
tenía	su	coche.
Aparcó	en	el	espacio	detrás	del	edificio.	Era	un	bloque	de	pisos	pequeño,	de
una	sola	planta,	y	un	lugar	desagradable.	Nora	hacía	una	mueca	cada	vez	que
llegaba	a	casa.	Las	paredes	eran	feas,	de	un	material	que	imitaba	el	adobe,	y
pintadas	de	rosa,	y	el	tejado	era	de	tejas	rojas.	La	acera	de	cemento	estaba
decorada	con	unos	cactus	de	aspecto	enfermizo,	pero	no	había	árboles	ni
hierba,	pues	escaseaba	el	agua.
El	hedor	de	algo	muerto	desde	hacía	tiempo	y	en	avanzado	estado	de
putrefacción	la	asaltó	en	cuanto	abrió	la	puerta	del	piso.	Retrocedió	de
inmediato,	sintiendo	náuseas,	y	el	corazón	le	latió	desaforadamente.	Tuvo	una
curiosa	sensación	de	temor,	pero	se	recuperó	en	seguida…	Después	de	todo,
sólo	se	trataba	de	un	olor,	y	en	su	piso.	Tenía	que	hacer	algo	al	respecto.
Respirando	sólo	por	la	boca,	entró	de	nuevo.
La	cocina	estaba	limpia,	el	cubo	de	la	basura	vacío	y	el	frigorífico	casi	sin
nada	en	su	interior.	No	encontró	nada	ni	allí,	ni	en	el	dormitorio	ni	en	el	baño
que	pareciera	ser	la	causa	del	olor.	En	el	dormitorio	respiró	con	cautela	por	la
nariz	para	comprobar	si	el	olor	continuaba.	El	aire	estaba	limpio.	Regresó
lentamente	a	la	sala	de	estar,	pero	tampoco	allí	había	nada.	El	hediondo	olor
había	desaparecido,	como	si	nunca	hubiera	estado	presente.
Nora	se	encogió	de	hombros.	Quizá	había	sido	algo	en	el	exterior.	Si	volvía	a
olerlo,	hablaría	con	el	casero	al	respecto.
En	la	cocina	no	había	nada	para	comer,	por	lo	que,	después	de	ducharse	y
cambiarse	de	ropa,	Nora	salió	a	la	calle	y	se	dirigió	al	Siete-Once,	a	tres
manzanas	de	distancia,	donde	compró	unas	cuantas	provisiones:	leche,
huevos,	pan,	queso	y	un	paquete	de	buñuelos	azucarados.
El	sol	ya	abrasaba	y	el	viento	seco	le	cortaba	la	piel.	Aquél	iba	a	ser	otro	día
cálido,	seco	y	ventoso…,	un	día	como	cualquierotro	en	El	Paso.	Nora	estaba
satisfecha	de	pasarse	durmiendo	la	mayor	parte	de	la	jornada.	Pensó	en
Carolina	del	Norte,	a	cuya	universidad	había	asistido,	y	se	dijo	con	nostalgia
que	allí	las	hojas	estarían	a	punto	de	brotar.	Mientras	regresaba	al	piso	con	la
bolsa	de	las	provisiones	en	los	brazos,	pensó	en	trasladarse	al	Este,	a	Carolina
del	Norte.
Cuando	entró	en	el	piso	estaba	sonando	el	teléfono.
—¡Hace	tres	días	que	intento	ponerme	en	contacto	contigo!
Era	Larry,	su	marido.
—He	estado	mucho	tiempo	fuera	—dijo	ella,	y	empezó	a	quitar	el	envoltorio	de
celofán	de	los	buñuelos.
—No	hace	falta	que	lo	jures.	Escucha,	Nora,	tengo	unos	documentos	que
debes	firmar.
—Ah,	creí	que	quizá	me	llamabas	para	felicitarme	por	mi	aniversario.
Él	guardó	silencio.	Una	comisura	de	la	boca	de	Nora	se	movió	hacia	arriba:	se
había	marcado	un	tanto.
Entonces	el	hombre	suspiró.
—¿Qué	quieres,	Nora?	¿Acaso	debo	pensar	que	la	fecha	de	hoy	significa	algo
para	ti?	¿Que	todavía	te	importo?	¿Quieres	que	vuelva?
—Dios	me	libre.
—Entonces	deja	toda	esta	tontería,	¿quieres?	No	hemos	celebrado	nuestro
tercer	aniversario	de	matrimonio…,	de	acuerdo,	y	legalmente	seguimos
casados,	pero	¿qué	significa	eso?
—Estaba	bromeando,	Larry.	Nunca	has	podido	aceptar	una	broma.
—No	te	llamo	para	pelearme	contigo,	Nora,	ni	para	bromear.	Sólo	deseo	que
firmes	esos	papeles	para	que	podamos	terminar	este	asunto	de	una	vez.	Ni
siquiera	tendrás	que	ir	al	juzgado.
Nora	mordisqueó	un	buñuelo	y	se	sacudió	el	polvo	de	azúcar	que	había	caído
en	la	camisa.
—¿Estás	ahí,	Nora?	¿Cuándo	quieres	que	te	traiga	los	papeles?
Nora	dejó	el	buñuelo	semicomido	sobre	el	mostrador	y	reflexionó.
—Veamos,	ven	esta	tarde,	si	quieres.	No	demasiado	pronto,	porque	aún
estaría	durmiendo.	¿Te	va	bien	a	las	siete	y	media?
—Las	siete	y	media…
—¿No	impedirá	eso	tus	planes	para	cenar	con	esa…,	cómo	se	llama?
—A	las	siete	y	media	está	bien,	Nora.	Pasaré	por	ahí	a	esa	hora.	Hasta	luego.
Colgó	el	teléfono	antes	de	que	ella	intentara	sonsacarle	algo	más.
Nora	hizo	una	mueca	y	se	encogió	de	hombros	mientras	colgaba	a	su	vez	el
teléfono.	Terminó	el	buñuelo,	sintiéndose	deprimida.	Contra	su	voluntad,
empezó	a	pensar	de	nuevo	en	Larry	y	en	su	matrimonio,	que	había	ido	mal
antes	de	que	comenzara	propiamente.	Pensó	en	su	breve	luna	de	miel.
Recordó	México.
Fue	Larry	quien	tuvo	la	idea	de	ir	a	México…	A	Nora	este	país	siempre	le
había	parecido	un	lugar	pobre	y	sucio,	lleno	de	indeseables	que	siempre
entraban	furtivamente	en	Estados	Unidos.	Pero	Larry	había	querido	ir,	y	Nora
había	querido	hacerle	feliz.
Larry	le	había	dicho	que	era	su	luna	de	miel,	y	las	palabras	españolas,
procedentes	de	su	boca,	casi	le	habían	parecido	dulces.	Incluso	México,	en	su
compañía,	le	había	parecido	prometedor,	sobre	todo	cuando	dejaron	las
polvorientas	tierras	fronterizas	y	llegaron	al	océano.
Una	tarde	dejaron	el	coche	en	una	playa	desierta	e	hicieron	allí	el	amor.
Luego	Larry	se	durmió,	y	Nora	le	dejó	para	caminar	playa	arriba	y	explorar	el
paraje.
Se	sentía	feliz,	estaba	deslumbrada	y	todo	su	cuerpo	vibraba,	y	en	este	estado
trepó	a	las	rocas	y	buscó	conchas	para	llevarlas	a	su	marido.	No	se	apercibió
de	cuánto	se	había	alejado,	hasta	que	un	grito	agudo	le	hizo	salir	de	su
ensoñación.	No	podía	estar	segura	si	era	un	grito	humano	o	animal,	pero
luego	oyó	algunas	palabras	confusas,	acarreadas	por	el	viento.
Nora	estaba	asustada.	No	quería	saber	qué	significaban	aquellos	sonidos	ni
de	dónde	provenían.	Deseaba	volver	con	Larry	y	olvidar	que	había	oído	algo.
En	seguida	dio	la	vuelta	y	empezó	a	retroceder	entre	las	rocas	blancas,	pero
debía	de	haber	equivocado	su	camino,	pues	al	descender	de	una	roca	a	la	que
estaba	segura	que	acababa	de	trepar,	los	vio	abajo,	colocados	como	en	una
escena	sacrificial.
En	el	centro	había	una	muchacha,	tendida	sobre	una	roca	baja	y	aplanada.
Agachado	sobre	ella,	haciendo	algo,	había	un	joven,	y	otro	hombre	joven	los
contemplaba	ávidamente.	Nora	miró	el	rostro	de	la	muchacha,	que	estaba
contorsionado	de	dolor,	y	la	oyó	gemir.	Sólo	entonces	se	dio	cuenta,	con	un
súbito	acceso	de	temor	frío,	de	lo	que	estaba	presenciando.	Estaban	violando
a	la	muchacha.
El	temor	y	la	indecisión	inmovilizaron	a	Nora,	y	entonces	la	víctima	abrió	los
ojos	y	la	miró	directamente.	La	angustia	reflejada	en	los	iris	de	color	castaño
era	elocuente.	¿Había	en	ellos	un	destello	de	esperanza	al	ver	a	Nora?	Ésta	no
podía	estar	segura.	Miró	fijamente	aquellos	ojos	durante	lo	que	pareció	largo
tiempo,	intentando	desesperadamente	tomar	una	decisión.	Quería	ayudar	a	la
muchacha,	alejar	de	ella	a	los	hombres.	Pero	eran	dos,	y	ella,	Nora,	era	frágil
e	indefensa.	Probablemente	les	gustaría	disponer	de	dos	víctimas,	y	en
cualquier	momento	uno	de	ellos	podía	alzar	la	vista	y	descubrirla.
Procurando	no	hacer	ruido,	Nora	retrocedió,	apartándose	de	la	roca.	La
escena	se	desvaneció	de	su	vista;	los	suplicantes	ojos	castaños	ya	no	podían
acusarla.	Empezó	a	correr	lo	mejor	que	pudo	sobre	el	terreno	desigual.
Confiaba	en	que	corría	en	la	dirección	correcta	y	pronto	encontraría	a	Larry.
Él	la	ayudaría…	Le	diría	lo	que	había	visto	y	él	sabría	qué	hacer.	Sería	capaz
de	ahuyentar	a	aquellos	hombres,	o,	como	hablaba	español,	por	lo	menos
podría	contar	a	la	policía	lo	que	ella	había	visto.	Con	Larry	estaría	segura.
Transcurrieron	los	minutos	y	Nora	seguía	corriendo,	a	ciegas.	No	veía	el
coche,	y	pasó	por	su	mente	la	horrenda	posibilidad	de	que	estuviera	corriendo
en	la	dirección	contraria…,	pero	no	se	atrevía	a	desandar	sus	pasos.	Un
calambre	en	el	costado	y	unos	dolores	agudos	cuando	inspiraba	el	aire	le
obligaron	a	caminar.	Comprendió	que	el	momento	en	que	podría	haber	sido
de	ayuda,	de	haber	encontrado	a	Larry	a	tiempo,	se	alejaba	inexorablemente.
Nunca	supo	durante	cuánto	tiempo	caminó	y	corrió	hasta	que	por	fin	avistó	el
coche,	pero,	incluso	admitiendo	la	exageración	debida	al	pánico,	Nora	juzgó
que	como	mínimo	había	sido	media	hora.	Tenía	la	sensación	de	que	había
estado	corriendo	desesperadamente	durante	todo	el	día,	y	había	llegado
demasiado	tarde.	Por	entonces,	los	hombres	ya	habrían	terminado	con	la
muchacha.	Tal	vez	la	habrían	matado,	o	quizá	le	habrían	permitido	escapar.
En	cualquier	caso,	Nora	y	Larry	llegarían	demasiado	tarde	para	ayudarla.
—¡Aquí	estás!	¿Adónde	has	ido?	Estaba	preocupado.
Larry	abandonó	el	capó	del	coche,	donde	estaba	apoyado,	y	fue	a	abrazarla.
Por	su	tono	no	parecía	preocupado,	sino	vagamente	satisfecho.
Era	demasiado	tarde,	y	ella,	después	de	todo,	no	le	dijo	lo	que	había
presenciado.	Nunca	se	lo	contó.
Aquella	noche,	Nora	se	puso	muy	enferma	en	un	limpio	hotel	de	estilo
norteamericano,	cerca	de	Acapulco.	Dos	días	después,	todavía	temblorosa	e
incapaz	de	mantener	nada	en	el	estómago,	emprendió	el	vuelo	hacia	su	madre
y	el	médico	de	la	familia	en	Dallas.	Larry	regresó	solo	en	el	coche.
La	despertó	el	hedor.	Sobresaltada	y	presa	de	las	náuseas,	se	sentó	en	la
cama	y	se	cubrió	la	boca	con	la	sábana,	conteniendo	la	respiración.	Era	el	olor
de	algo	muerto.
Todavía	aturdida	por	el	sueño,	transcurrió	un	momento	hasta	que	se	dio
cuenta	de	que	había	algo	mucho	más	aterrador	que	el	olor:	había	alguien	más
en	la	habitación.
Cerca	de	los	pies	de	su	cama	se	erguía	una	figura	inmóvil.	El	temor	inmediato
que	experimentó	Nora	quedó	pronto	eclipsado	por	el	instinto	de	conservación,
por	una	conciencia	fríamente	racional.	En	la	penumbra	Nora	no	podía	ver
gran	cosa	del	intruso,	salvo	que	llevaba	un	extraño	atavío,	una	especie	de
manto,	y	que	sus	facciones	estaban	ocultas	tras	algo	que	parecía	una
máscara.	Pero	lo	más	importante	era	que	no	se	interponía	entre	ella	y	la
puerta,	y	si	se	movía	con	rapidez…
Se	puso	en	pie	de	un	salto,	cruzó	el	piso	con	la	celeridad	de	un	conejo	y	salió
al	jardincillo	delante	de	la	casa.
Caía	la	tarde,	y	el	sol	estaba	bajo	en	el	cielo,	pero	aún	brillaba.	Uno	de	sus
vecinos,	un	mexicano,	freía	hamburguesas	sobre	un	pequeño	brasero.	El
hombre	se	quedó	mirando	a	Nora,	algo	sorprendido	por	su	repentina
aparición,	y	le	sonrió.	Nora	se	dio	cuenta	de	quesólo	llevaba	una	camiseta
vieja	de	Larry	y	unas	bragas	de	vivos	colores,	y	miró	al	hombre	con	el	ceño
fruncido.
—Alguien	ha	entrado	en	mi	casa	—le	dijo	en	tono	cortante,	helando	la	sonrisa
del	vecino.
—¿Quiere	telefonear	desde	aquí?	¿Llamar	a	la	policía?
Nora	pensó	en	Larry	y	sintió	un	súbito	acceso	de	odio	hacia	él:	esto	le	ocurría
por	su	culpa,	por	haberla	dejado	abandonada	a	merced	de	los	asaltantes	de
pisos,	los	violadores	en	potencia	y	las	miradas	lascivas	de	aquel	mexicano.
—No,	gracias	—le	dijo,	sin	que	disminuyera	la	aspereza	de	su	voz—,	pero	creo
que	sigue	dentro.	¿Cree	usted	que	podría…?
—¿Quiere	que	mire	si	sigue	ahí?	Claro,	claro,	echaré	un	vistazo.	No	se
preocupe.
El	hombre	se	apresuró	a	entrar	en	el	piso.	A	Nora	no	le	gustó	ni	pizca	su
buena	disposición	para	ayudarla,	pero	en	aquel	momento	le	necesitaba.
En	el	piso	no	había	nadie.	La	puerta	trasera	seguía	cerrada,	y	las	telas
metálicas	que	protegían	todas	las	ventanas	estaban	intactas.
Nora	pidió	a	su	vecino	que	mirase	detrás	de	cada	mueble	después	de
examinar	los	armarios:	sentía	el	desagrado	de	siempre	por	las	reacciones
histéricas	y	demasiado	emotivas,	sólo	que	esta	vez	dirigía	el	desagrado	hacia
sí	misma.
Aunque	una	parte	de	su	mente	seguía	creyendo	que	había	visto	a	un	intruso,
la	razón	le	decía	que	estaba	equivocada.	Engañada	por	una	pesadilla,	había
corrido	en	busca	de	auxilio	como	una	niña	asustada.
Se	mostró	ruda	con	el	hombre	que	le	había	ayudado,	y	le	despidió	tan
secamente	como	si	fuera	un	criado.	No	quería	ver	la	expresión	intrigada	y
maliciosa	de	su	rostro;	no	quería	que	estuviera	allí,	probablemente	riéndose
para	sus	adentros	por	aquella	típica	muestra	de	histeria	femenina.
Nora	intentó	olvidarse	del	asunto,	como	había	olvidado	otros	incidentes
embarazosos,	otros	sueños	turbadores,	pero	no	lo	consiguió.
Al	día	siguiente	le	costó	mucho	conciliar	el	sueño.	Unos	niños	jugaban	en	el
estacionamiento	de	coches,	y	los	gritos,	los	fragmentos	de	conversación	y	los
timbrazos	de	una	bicicleta	la	sacaban	de	su	sopor	una	y	otra	vez.
Finalmente,	cuando	se	durmió	por	la	tarde,	soñó	que	ella	y	Larry	tenían	una
de	sus	interminables	e	inútiles	discusiones	en	voz	baja.	Despertó	del	sueño
frustrante	con	la	impresión	de	que	alguien	había	entrado	en	la	habitación	y,
segura	de	que	era	Larry	y	dispuesta	a	reanudar	la	discusión	en	la	vida	real,
abrió	los	ojos.
Pero	antes	de	que	pudiera	pronunciar	su	nombre,	el	hedor	le	alcanzó	como	un
golpe,	aquel	olor	a	muerto,	demasiado	familiar,	y	vio	de	nuevo	la	alta	figura
extrañamente	ataviada.
Nora	se	incorporó	rápidamente,	procurando	no	aspirar	el	aire,	y	el	esfuerzo	le
mareó.	La	figura	no	se	movía.	Esta	vez	la	habitación	estaba	más	iluminada,	y
podía	ver	claramente	al	intruso.
El	extraño	manto	terminaba	en	unos	andrajos	ennegrecidos	que	colgaban
sobre	las	manos	y	los	pies,	y	la	máscara	tenía	unos	agujeros	irregulares	para
los	ojos	y	la	boca…	Con	un	escalofrío	de	horror,	Nora	comprendió	lo	que
estaba	viendo.	La	figura	estaba	vestida	con	una	piel	humana,	el	pellejo
arrancado	a	otro	ser	humano	y	colocado	grotescamente	sobre	el	suyo	propio.
Nora	abrió	la	boca	y	respiró	el	aire	en	el	que	flotaba	el	olor	de	la	piel
putrefacta.	Por	un	horrible	momento	temió	que	iba	a	vomitar	y	que	quedaría
paralizada,	enferma	y	a	merced	del	monstruo.
El	temor	le	atenazó	la	garganta	y	las	entrañas,	y,	tambaleándose,	salió	de	la
habitación	y	recorrió	el	pasillo.
No	abandonó	la	casa,	pues	al	llegar	a	la	puerta	recordó	que	no	era	la	primera
vez	que	veía	a	aquel	ser.	No	era	más	que	una	alucinación	de	pesadilla,	sólo	un
sueño.	Apenas	podía	aceptarlo,	pero	sabía	que	era	cierto.	Sus	dedos	se
cerraron	sobre	el	frío	pomo	metálico,	pero	no	lo	hizo	girar.	Se	apoyó	en	la
puerta,	sintiendo	que	los	músculos	del	estómago	se	contraían
espasmódicamente,	consciente	de	la	debilidad	de	sus	piernas	y	el	sabor
amargo	en	la	boca.
Intentó	pensar	en	algo	tranquilizante,	pero	no	conseguía	apartar	las	visiones
de	su	mente:	cuchillos,	sangre,	putrefacción,	el	aspecto	que	debía	de	tener
una	persona	desollada.	¿Y	qué	era	lo	que	se	ocultaba	bajo	aquella	piel
putrefacta,	qué	podría	esconder	aquel	disfraz	repulsivo?
Cuando	por	fin	hizo	acopio	de	valor	para	volver	al	dormitorio,	el	fenómeno,
naturalmente,	había	desaparecido.	Ni	siquiera	había	el	menor	rastro	del	olor
putrefacto.
Sueño	o	alucinación,	fuera	lo	que	fuese,	regresó	al	tercer	día.	Ella	lo	estaba
esperando…	Había	permanecido	rígidamente	despierta	durante	horas,	en	la
habitación	iluminada	por	la	luz	del	sol,	sabiendo	que	vendría…,	pero	el	hedor
y	la	visión	apenas	fueron	más	fáciles	de	soportar	la	tercera	vez.	Por	mucho
que	Nora	se	dijera	que	estaba	soñando,	por	mucho	que	se	empeñara	en	creer
que	lo	que	veía	(¿y	olía?)	era	mera	alucinación,	no	tenía	la	sangre	fría
suficiente	para	permanecer	en	la	cama	hasta	que	se	disipara.
Una	vez	más	salió	corriendo	de	la	habitación,	despavorida,	odiándose	por
tener	una	conducta	tan	irracional.	Y,	una	vez	más,	cuando	se	calmó	y	volvió	al
dormitorio,	el	ser	o	lo	que	fuera	había	desaparecido.
El	cuarto	día	Nora	se	quedó	en	el	motel.
Si	alguien	le	hubiera	sugerido	la	posibilidad	de	rehuir	una	pesadilla
durmiendo	en	otro	lugar,	Nora	la	habría	desdeñado,	pero	justificó	la	acción
para	sí	misma,	diciéndose	que	aquel	sueño	era	diferente.	En	primer	lugar,
estaba	el	olor.	Quizá	existía	alguna	fuente	real	del	hedor,	que	daba	origen	a	la
pesadilla.	En	ese	caso,	un	cambio	de	aire	pondría	fin	al	problema.
La	habitación	a	la	que	se	trasladó	aquella	mañana,	al	finalizar	su	turno	de
trabajo,	era	como	todas	las	demás	habitaciones	en	la	Posada	del	Norte,	limpia
y	vulgar,	con	una	decoración	que	oscilaba	entre	lo	insípido	sin	más	y	lo
agresivamente	feo.	Tenía	una	alfombra	gruesa,	con	dibujos	en	hilo	dorado;	la
colcha	y	el	tapizado	de	las	sillas	eran	de	intenso	color	naranja.	Las	paredes
eran	blancas,	cubiertas	de	pintura	plástica,	y	sobre	la	cama	había	un	mural
pintado,	listos	murales	diferían	de	una	habitación	a	otra…	En	aquélla
representaba	una	pirámide	escalonada	azteca,	pintada	en	naranja	y	marrón.
Nora	puso	en	marcha	el	aire	acondicionado	y	el	frescor	inundó	la	habitación.
Llevó	al	baño	algunos	artículos,	pero	todo	lo	demás	lo	dejó	en	la	bolsa	de	viaje
que	descansaba	sobre	una	silla.	No	tenía	deseos	de	«instalarse»	o
introducirse	en	el	vulgar	anonimato	de	la	habitación.
Encendió	el	televisor	y	se	tendió	en	la	cama	para	contemplar	las	insensatas
interacciones	de	los	invitados	en	un	programa	matinal.	No	tenía	nada	mejor
que	hacer.	Después	del	programa	de	alcance	nacional,	hubo	otro	regional,	en
el	que	una	anfitriona	excesivamente	maquillada	sonreía,	parpadeaba	y	asentía
mucho.	Sus	invitados	eran	un	hombre	rubicundo,	de	edad	mediana,	que
hablaba	de	los	problemas	ocasionados	por	los	inmigrantes	ilegales,	y	una
mujer	comentaba	las	antiguas	bellezas	de	México.	Nora	apagó	el	receptor	en
el	momento	en	que	la	dama	comentaba	unas	diapositivas	de	las	pirámides	y
otros	monumentos	mexicanos.
Al	apagar	el	televisor,	oyó	los	ruidos	de	personas	que	se	movían	en	la
habitación	contigua.	Parecían	ser	muchas,	y	eran	escandalosas.	Pusieron	en
marcha	una	radio,	que	emitió	música	y	anuncios	de	México.	Reían	mucho,	y
Nora	captaba	de	vez	en	cuando	una	palabra	en	español.
Nora	soltó	un	juramento	en	voz	alta.	¿Por	qué	no	podían	celebrar	la	fiesta	en
su	lado	de	la	frontera?	¿Y	quién	se	comportaba	de	aquella	manera	a	las	diez
de	la	mañana?	Estuvo	a	punto	de	aporrear	la	pared,	pero	se	contuvo;	con	eso
no	haría	más	que	llamar	la	atención,	y	no	era	probable	que	les	hiciera
cambiar	de	actitud.
Para	protegerse	de	aquella	invasión	acústica,	encendió	de	nuevo	el	televisor.
Ahora	emitían	un	concurso,	y	los	gritos	de	histeria,	los	campanillazos	y	las
risas	idiotas	llenaron	la	habitación.	Nora	suspiró,	bajó	un	poco	el	volumen	y
se	desnudó.	Entonces	se	metió	en	la	cama	y	miró	sin	prestar	atención	las
imágenes	que	se	movían	en	la	pantalla.
Estaba	fatigada,	pero	demasiado	excitada	para	dormir.	Su	mente	dio	vueltas	y
más	vueltas	hasta	que	por	fin	pensó	a	propósito	en	lo	que	la	inquietaba:el
hombre	vestido	con	aquella	piel.	¿Qué	significado	tenía?	¿Por	qué	la	acosaba?
Parecía	más	una	alucinación	que	un	sueño	ordinario,	y	eso	hacía	que	Nora	se
sintiera	doblemente	inquieta.	Era	demasiado	real.	Cuando	veía,	y	olía,	la
figura	de	pesadilla,	no	podía	convencerse	del	todo	de	que	sólo	estaba
soñando.
¿Y	que	significaba	la	figura	en	sí?	Nora	pensó	que,	por	alguna	razón,	era	un
producto	de	su	subconsciente,	pero	no	podía	creer	en	que	era	algo	salido
exclusivamente	de	su	imaginación…	La	idea	de	un	hombre	vestido	con	la	piel
de	otro	despertaba	algún	recuerdo	profundo.	En	algún	lugar,	hacía	mucho
tiempo,	había	leído	acerca	de	un	ser	que	llevaba	la	piel	arrancada	a	otro,	o
había	visto	una	imagen.	¿Sería	algún	elemento	de	la	mitología	mexicana?
¿Algún	dios	antiguo,	precolombino?
Sin	embargo,	cada	vez	que	se	esforzaba	para	recordarlo,	el	recuerdo	se
alejaba	perversamente.
¿Y	por	qué	aquella	figura	de	pesadilla	la	acosaba	ahora?	¿Porque	estaba	sola?
Pero	eso	era	absurdo.	Nora	se	movió	inquieta	en	la	cama.	No	sentía	ningún
remordimiento	por	la	separación	o	el	divorcio	inminente;	estaba	contenta	de
que	Larry	se	hubiera	ido.	Deberían	haber	sido	lo	bastante	juiciosos	para
poner	fin	a	su	matrimonio	años	antes.	No	quería	que	él	volviera	bajo	ninguna
circunstancia.
Y	sin	embargo…	Larry	se	había	ido,	y	aquel	monstruo	con	dos	pieles	la	estaba
hostigando.
Finalmente,	cansada	por	aquella	inútil	profundización	en	el	recuerdo,	Nora
apagó	el	televisor	y	se	dispuso	a	dormir.
Despertó	sintiéndose	mareada.	No	era	preciso	que	volviera	la	cabeza	o
abriera	los	ojos	para	saberlo,	pero	lo	hizo.	Naturalmente,	el	intruso	estaba	en
la	habitación.	La	perseguiría	adondequiera	que	huyese.	El	hedor	procedía	de
la	piel	putrefacta	que	llevaba,	no	del	cubo	de	la	basura	de	un	vecino	o	de	algo
muerto	entre	las	paredes.	No	parecía	el	producto	de	una	alucinación,	sino
inequívocamente	real,	de	pie	junto	al	receptor	de	televisión	y	delante	de	las
cortinas.
Mientras	le	miraba,	Nora	deseó	despertarse.	Quería	que	aquel	ser	se
fundiera,	que	desapareciese,	pero	seguía	allí.	Podía	ver	el	brillo	de	sus	ojos	a
través	de	los	agujeros	en	la	máscara	de	piel,	y,	de	repente,	se	sintió	más
asustada	de	lo	que	había	estado	jamás	en	su	vida.
Cerró	los	ojos.	El	pálpito	de	la	sangre	en	sus	oídos	era	el	sonido	del	miedo.	No
podría	oírle	si	él	se	acercaba	más.	Incapaz	de	soportar	la	idea	de	lo	que	él
podría	hacer,	sin	que	ella	le	viera,	Nora	abrió	los	ojos.	El	intruso	seguía	allí.
No	parecía	haberse	movido.
Pensó	que	debía	salir.	Tenía	que	dar	a	la	figura	la	oportunidad	de
desvanecerse,	como	siempre	lo	había	hecho	hasta	entonces.	Pero	estaba
desnuda,	no	podía	salir	de	aquella	manera,	y	todas	sus	ropas	estaban	en	la
silla,	al	lado	de	la	ventana,	muy	cerca	de	él.	Supo	que	de	un	momento	a	otro
se	echaría	a	gritar.	Ya	estaba	temblando…	Tenía	que	hacer	algo.
Con	las	piernas	debilitadas	por	el	miedo,	Nora	bajó	de	la	cama	y	se	dirigió
tambaleándose	al	baño.	Cerró	la	puerta	tras	ella	y	oyó	el	tranquilizador
sonido	del	seguro	cuando	oprimió	el	botón.
Permaneció	de	pie,	apoyada	en	la	superficie	de	formica	que	rodeaba	la	pica,
la	cabeza	gacha,	respirando	entrecortadamente,	esperando	que	el	miedo
cediera.	Cuando	se	calmó,	levantó	la	cabeza	y	se	miró	en	el	espejo.
Allí	estaba,	la	misma	Nora	de	siempre.	Sin	marido,	huida	de	su	casa	debido	a
los	nervios,	rodeada	por	la	esterilidad	gris	y	blanca	de	un	cuarto	de	baño	de
hotel.	No	había	ningún	motivo	para	estar	allí…	ni	en	aquel	edificio,	ni	en	El
Paso,	ni	en	Texas,	ni	en	esta	vida.	Pero	allí	estaba,	viviendo	como	si	todo
tuviera	algún	objetivo,	y	por	la	única	razón	de	que	no	sabía	qué	otra	cosa
podría	hacer…	No	tenía	la	menor	idea	de	cómo	empezar	de	nuevo.
Captó	un	atisbo	de	movimiento	en	el	espejo,	seguido	del	claro	reflejo	de	aquel
que	había	ido	a	por	ella:	la	cabeza	enfundada	en	la	máscara	de	otro	rostro,
cubierta	rudamente	por	ella.	Nora	miró	con	calma	al	espejo,	directamente	al
reflejo	de	aquellos	ojos.	Vio	que	eran	castaños,	muy	parecidos	a	unos	ojos	que
recordaba	haber	visto	en	México.
Sintiendo	una	especie	de	alivio	porque	ya	no	existía	ningún	lugar	hacia	el	que
huir,	Nora	se	dio	la	vuelta	para	enfrentarse	al	intruso,	para	ver	a	aquel
hombre	bajo	su	piel	muerta	por	primera	vez	en	una	distancia	plenamente
iluminada.
—Ella	te	ha	enviado	—le	dijo,	y	se	dio	cuenta	de	que	ya	no	tenía	miedo.
La	piel	era	horrible,	de	un	color	gris	listado	con	los	bordes	desgarrados	y
negros.	Pero	¿y	el	hombre	que	estaba	debajo?	Había	visto	sus	ojos.	De
repente,	mientras	miraba	fijamente	la	figura,	recordó	su	nombre,	tan
claramente	como	si	lo	hubiera	visto	escrito	en	el	espejo:	Xipe,	el	Desollado.
Había	acertado	al	pensar	en	algún	antiguo	dios	mexicano,	pero	no	sabía	nada
más	de	él,	ni	necesitaba	saberlo.	No	era	un	sueño	que	requiriese	una
interpretación…	Ahora	estaba	allí.
Vio	que	llevaba	un	cuchillo	curvo,	y	observó	sin	temor	cómo	se	quitaba	la	piel
que	le	cubría	y	la	arrojaba	al	suelo.
Revelado	sin	la	piel	externa	que	le	desfiguraba,	Xipe	era	un	joven	moreno	de
rostro	puro	y	atractivo.	A	Nora	no	le	pareció	mexicano,	sino	indio,	un	noble	de
antigua	estirpe.	El	hombre	le	sonrió	y	ella	le	devolvió	la	sonrisa,	convencida
ahora	de	que	nunca	había	tenido	ningún	motivo	para	temerle.
Él	le	ofreció	el	cuchillo,	y	sus	ojos	le	prometían	que	sería	muy	fácil.	No	había
ningún	temor,	ningún	interrogante	en	sus	profundidades.	Parecía	decir:
«Quítate	la	vieja	piel,	la	vieja	vida,	como	yo	he	hecho,	y	renace».
Como	ella	titubeaba,	él	alargó	la	mano	libre	y	trazó	una	línea	a	lo	largo	de	su
piel.	El	contacto	de	aquella	mano	quemaba	como	el	hielo.	La	piel	de	Nora
estaba	demasiado	tensa.	Xipe,	suave,	limpio	y	nuevo,	la	observaba,
ofreciéndole	la	hoja	ritual.
Al	final,	ella	tomó	el	cuchillo	e	hizo	la	primera	incisión.
Yare
MANLY	WADE	WELLMAN
Manly	Wade	Wellman	nació	en	Angola	en	1903,	pero	hoy	está	plenamente
identificado	con	Carolina	del	Norte,	donde	vive	con	su	esposa	Frances	(la	cual
colaboró	en	otra	época	en	la	revista	Weird	Tales	y	que	ahora	ha	vuelto	a
escribir).
Manly	es	un	corpulento	caballero	sureño	que	toma	vasos	de	Jack	Daniels	y
fuma	unos	cigarros	horribles.	Ha	escrito	bajo	muchos	seudónimos,	y	su
nombre,	junto	con	mucha	información	esencial,	figura	en	Who’s	Who	in
Horror	and	Fantasy	Fiction.	Entre	sus	obras	sobresalen	Who	Fears	the	Devil?,
sobre	el	luchador	sobrenatural	John	(el	cual	también	aparece	en	otras
novelas),	Lonely	Vigils,	The	Beyonders,	The	Old	Gods	Waken,	After	Dark,
Sherlock	Holmes’	War	of	the	Worlds	(escrita	en	colaboración	con	su	hijo
Wade	e	impublicable	en	Gran	Bretaña)	y	la	enorme	colección	Worse	Things
Waiting,	la	cual	ganó	merecidamente	el	World	Fantasy	Award,	y	en	1978
recibió	el	premio	literario	North	Carolina	Award.	August	Derleth	ha	dicho	de
los	relatos	de	John	que	son	«sui	géneris	y	al	propio	tiempo	auténtico	folklore
norteamericano».	Esto	también	puede	decirse	de	«Yare».
Caía	la	tarde	y	los	cuatro	estaban	junto	a	las	brasas	avivadas	por	el	viento,
con	los	utensilios	preparados.	La	ladera,	por	debajo	de	la	montaña	Black
Ham,	tenía	varias	agrupaciones	de	árboles,	con	extensiones	de	hierba	entre
ellas.	El	joven	Hal	Stryker	se	sentía	privilegiado	por	estar	allí,	y	dejaba	que
los	demás	contemplaran	su	cabello	rubio	y	largo	y	sus	tejanos	remendados.
Poke	Jendel	le	había	presentado	a	los	demás	cuando	llegaron.
—Éste	es	Hal	Stryker,	el	tío	que	os	dije	que	traería.	Hal,	dale	la	mano	a	Seth
Worley	y	a	ese	barbudo,	Reed	Lufbrugh,	que	hace	un	buen	licor	de	alambique
y	me	parece	que	ha	traído	una	jarra.	Hal	es	de	la	llanura,	y	quiere	ver	cómo
hacemos	las	cosas	aquí,	en	la	montaña.
—Como	esta	caza	de	zorros	—añadió	Stryker—.	Tengo	noticias	de	cómo	los
cazáis,	pero	es	mejor	ver	una	cosa	que	oír	hablar	de	ella.
—Nunca	se	ha	dicho	nada	más	cierto	—aprobó	Seth	Worley,	delgado	como	un
cuchillo	de	caza	y	con	el	mismo	aspecto	de	disponibilidad,	el	cabello	negro	y
la	mandíbula	en	forma	de	reja	de	arado.
Jendel	era	el	más	menudo	de	los	presentes,	pero	membrudo	y	con	una
expresión	de	astucia	en	su	rostrocaballuno,	las	manos	anchas,	diestras	en	el
manejo	de	armas,	herramientas	y,	sobre	todo,	el	banjo.	Lufbrugh	era	el
mayor,	y	tenía	el	cabello	escaso	y	gris,	la	barba	hirsuta	y	el	bigote	con	las
guías	curvadas	como	cuernos	de	búfalo.	Estaban	sentados	en	piedras
cuadradas,	vestidos	con	ropas	ásperas	y	todos	de	buen	humor.	Sólo	Stryker
carecía	de	arma;	las	de	los	otros	estaban	al	alcance	de	la	mano.
Atados	a	unas	raíces	próximas,	media	docena	de	perros	se	movían	y	jadeaban.
Todos	menos	uno	eran	lebreles	de	color	marrón	manchado.	La	excepción	era
un	animal	de	raza	escandinava,	de	pelaje	espeso	y	orejas	erguidas,	a	la
expectativa.
—Los	perros	están	preparados	para	partir	—dijo	Worley—,	y	esta	noche
espero	oírles	correr	detrás	de	alguna	presa.
Puso	en	la	sartén	las	piezas	de	dos	pollos	troceados,	mientras	Poke	Jenkel
agitaba	harina	con	agua	y	sal	en	otra	sartén,	para	hacer	pan	de	maíz.
Lufbrugh	abrió	su	jarra	y	bebieron	por	turno,	con	el	recipiente	apoyado	en	el
antebrazo.
—Es	bueno	—comentó	Stryker,	satisfecho	del	sabor	fuerte	del	licor.
—Mejor	que	el	whisky	del	gobierno	—dijo	Lufbrugh—.	Puro	como	agua	de
manantial.	No	lo	ha	tocado	más	que	la	madera	del	barril,	el	cobre	del
alambique	y	la	arcilla	de	la	jarra.
Stryker	miró	la	piedra	en	la	que	estaba	sentado.
—Parece	como	si	en	otro	tiempo	hubiese	habido	aquí	una	casa.
—Hace	muchos	años	—confirmó	Jendel,	moviendo	la	cabeza	por	encima	de	la
sartén—.	Aquí	vivió	un	tío	que	se	llamaba	Yare.	Su	casa	ha	desaparecido,	lo
mismo	que	él.	Yo	no	le	recuerdo,	creo	que	no	había	nacido.
—¿Qué	significa	Yare?	—preguntó	Stryker.
—Me	parece	que	no	es	más	que	un	apodo	—dijo	Jendel—.	No	sé	cuál	era	su
nombre	verdadero.	La	gente	se	limitaba	a	llamarle	Yare.
—Yo	era	pequeño	cuando	Yare	andaba	por	aquí	—añadió	Lufbrugh,	con	la
jarra	en	el	regazo—.	No	era	de	aquí,	venía	de	lejos,	y	aseguraba	amar	a	los
animales	y	odiar	a	los	cazadores.
—¿Y	cómo	se	tomaba	eso	la	gente?	—inquirió	Stryker,	que	tampoco	era	un
cazador	entusiasta.
—Siempre	tenían	altercados	—replicó	Lufbrugh—.	Oí	decir	que	tenía	poderes
de	no	sé	dónde.	Podía	hacer	que	lloviera	cantando	cierta	canción,	podía	matar
un	cultivo	en	el	campo	si	no	le	gustaba	el	tío	que	lo	había	plantado.
—Mi	viejo	me	habló	de	él	—dijo	Jendel,	que	seguía	removiendo	la	sartén—.	Si
matabas	un	ciervo,	aplicaba	su	manaza	empapada	en	sangre	en	la	puerta	de
tu	casa,	y	la	sangre	no	se	secaba	y	goteaba	durante	días.
—Yo	he	oído	la	misma	historia	—dijo	Worley,	y	echó	un	polvo	oscuro	a	la	salsa
del	pollo—.	Esto	no	es	ningún	veneno,	sino	café	instantáneo.	Le	da	buen
sabor.
—Pero	habéis	dicho	que	ese	Yare	está	muerto	—dijo	Stryker.
—Eso	dice	la	gente	—replicó	Lufbrugh—.	Pero	yo	todavía	no	tengo	noticias	de
dónde	puede	estar	su	tumba.
Jendel	empuñó	cuchillo	y	tenedor	y	procedió	cuidadosamente	a	dar	la	vuelta	a
la	torta	de	maíz	en	la	sartén.
—Ya	empieza	a	ser	hora	de	soltar	a	los	perros.
—Yo	lo	haré	—se	ofreció	Worley.
Se	levantó	y	desenganchó	las	correas	de	los	collares.	Avanzó	algunos	pasos
con	los	perros,	hasta	que	éstos	se	agruparon	y	husmearon	el	suelo
astutamente.	Entonces	echaron	a	correr,	con	los	hocicos	a	ras	de	tierra.	Se
dirigieron	hacia	la	mole	distante	de	la	montaña	Black	Ham,	sobre	la	que
brillaba	tenuemente	una	luna	como	un	melón.	Los	hombres	los	contemplaron.
—Bueno,	vamos	a	comer	—dijo	Jendel	poco	después.
Cortó	la	torta	de	maíz	a	triángulos	y	los	colocó	en	platos	de	cartón.	Worley
extrajo	los	jugosos	trozos	de	pollo.	Lufbrugh	repartió	los	cubiertos.
Stryker	probó	el	pollo	y	comprobó	que	era	tan	sabroso	como	Worley	había
prometido.	A	lo	lejos,	en	la	oscuridad,	un	perro	ladraba	rítmica	y
trémulamente.
—Ése	que	ladra	es	«Tromp»	—les	informó	Jendel—.	Lo	conocería	entre	un
millar.
—¿Cómo	es	que	no	los	seguís?	—inquirió	Stryker.
—Con	esa	jauría	de	perros	inteligentes,	no	hace	falta	que	demos	un	paso	—
explicó	Lufbrugh,	echando	una	cucharada	de	salsa	sobre	la	torta—.	Nos
quedamos	aquí	sentados	y	les	gritamos	las	órdenes,	les	decimos	que	traigan
hacia	aquí	la	presa.
—He	oído	decir	que	los	cazadores	de	la	llanura	cabalgan	tras	el	zorro	vestidos
con	casacas	rojas	—comentó	Jendel—.	Debe	de	ser	muy	molesto.
Se	oyó	el	ladrido	de	otro	perro,	como	un	tañido	de	campana.
—Ése	es	mi	«Giff»	—dijo	Worley—.	Cuando	ladra	así	es	que	la	presa	está
cerca.	Ya	están	a	buena	distancia	de	aquí.
—Y	la	harán	venir	hasta	aquí	—predijo	Lufbrugh,	que	mordisqueaba	un	muslo
de	pollo.
Stryker	tomó	un	bocado	de	torta	con	salsa.
—Lo	que	habéis	dicho	de	ese	hombre,	Yare,	es	interesante	—dijo	de
improviso.
—Te	conozco,	Hal	—replicó	Jendel	con	una	sonrisa—.	Te	gusta	oír	hablar	de
fantasmas,	brujas	y	esas	cosas.
—Habéis	dicho	que	vivió	aquí,	precisamente	donde	ahora	estamos.
—Su	casa	se	levantaba	sobre	estas	mismas	piedras	—dijo	Lufbrugh—.	La
incendiaron.
—¿Por	qué?
—A	la	gente	no	le	gusta	mucho	Yare.
Miraron	a	Stryker	y	éste	sonrió.	Como	Jendel	había	dicho,	le	gustaba	esa
clase	de	historias,	sobre	todo	en	un	lugar	como	aquél,	a	aquellas	horas	de	la
noche	y	con	los	perros	ladrando	a	lo	lejos.
—¿Por	qué	no	les	gustaba?	—preguntó,	porque	los	otros	esperaban	que	lo
hiciera.
—Fastidiaba	a	los	cazadores	—dijo	Lufbrugh	con	la	boca	llena—.	Quería	a	los
animales	más	que	a	la	gente…,	es	decir,	a	los	animales	salvajes.	No	valoraba
las	vacas,	los	pollos	o	los	cerdos.	Decía	que	estaban	domados	y	que	merecían
morir.	La	gente	sospechaba	que	de	noche	robaba	animales	domésticos	para
comérselos.	Pero	detestaba	la	matanza	de	ciervos	y	mapaches,	e	incluso	la
pesca.
—¿Tenía	familia?	¿Esposa?
—Ninguna	chica	le	habría	mirado	—dijo	Lufbrugh—.	Era	demasiado	peludo.
—¿Cómo	era	eso?
—Tenía	pelo	por	todas	partes	—replicó	Lufbrugh—,	no	sólo	una	barba	como	la
mía.	El	pelo	le	cubría	toda	la	cara,	incluso	la	nariz…	Le	vi	una	o	dos	veces	y
pude	comprobarlo.	Y	los	brazos,	las	manos,	todo	lo	que	dejaban	ver	los
harapos	con	que	se	cubría…	también	eran	peludos,	como	un	oso	o	un	gato
salvaje.	Era	un	pelo	oscuro	y	mate,	sin	ningún	brillo,	realmente	repugnante.
Si	ha	muerto,	mejor	para	todos.
—Si	estuviera	vivo,	tendría	ya	cien	años	—dijo	Jendel.
—Mi	abuelo	vivió	más	de	cien	—replicó	Worley—,	y	la	mañana	del	día	que
murió	anduvo	cuatro	kilómetros,	recogiendo	nueces.
—Yare	era	un	hombre	muy	alto	—siguió	diciendo	Lufbrugh—.	Debía	de	medir
casi	dos	metros,	y	tenía	unos	brazos	tan	largos	que	casi	le	llegaban	al	suelo.
Stryker	permanecía	en	silencio,	tratando	de	imaginar	una	figura	semejante.
Jendel	tomó	otro	bocado.
—Como	he	dicho,	yo	aún	no	había	nacido	cuando	Yare	andaba	por	aquí,	pero
he	oído	decir	que	no	era	humano,	que	lo	había	engendrado	algún	diablo.
—Tenía	un	aspecto	bastante	diabólico	—añadió	Lufbrugh—,	y	su	manera	de
comportarse	no	lo	era	menos.	Asustaba	a	la	gente,	quizá	incluso	mató	a	un
par	de	tipos…
Worley	asintió.
—He	oído	decir	que	de	vez	en	cuando	desaparecía	una	pareja	de	cazadores,	y
nadie	encontró	jamás	sus	cuerpos.
—Ni	nadie	encontró	el	cuerpo	de	Yare	—apostilló	Lufbrugh.
A	lo	lejos	los	perros	se	pusieron	a	ladrar	al	unísono,	como	un	coro.
—Han	dado	con	algo	—dijo	Jendel—,	y	ahora	están	tratando	de	capturarlo.
Terminaron	de	comer	mientras	proseguía	el	lejano	concierto	de	ladridos.
Jendel	echó	las	sobras	al	fuego,	que	crepitó	ávidamente.	Lufbrugh	volvió	a
pasar	la	jarra.	La	luna	estaba	muy	alta	por	encima	de	la	montaña	Black	Ham.
—Ahora	escucha	a	los	perros	—dijo	Worley.
El	griterío	del	coro	se	intensificó,	como	si	la	jauría	siguiera	una	pista	a	lo
largo	de	la	cuesta.	Los	ladridos	eran	briosos	y	reflejaban	una	intención
mortífera.
—Saben	que	se	están	acercando	—decidió	Worley—.	Pronto	podrán	ver	la
presa	que	persiguen	y	le	darán	alcance.
Los	ladridos	se	alzaron	al	unísono,	y	luego	se	extinguieron	todos	menos	uno.
Jendel	lo	identificó.
—Es	«Tromp»,	que	ahora	debe	de	llevar	la	delantera.
Los	ladridos	se	hicieron	más	débiles.
—Se	están	alejando	mucho,	pero	sin	duda	traerán	la	presa	hacia	aquí	—dijo
Lufbrugh	en	tono	confiado—.	¿Alguien	quiere	otro	trago?
Se	pasaron	la	jarra	por	turno.
—Volvamos	a	ese	Yare	—dijo	Stryker—.	¿No	hay

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