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La antología de horrores de este volumen, seleccionada por Ramsey Campbell, refleja las corrientes más audaces e innovadoras, que están cambiando radicalmente la imagen de un género cultivado por grandes escritores y cada día más apreciado por la crítica y el público. AA. VV. Horror 3 Lo mejor del terror contemporáneo Gran Super Terror - 7 ePub r2.0 Piolin 19.5.2016 Título original: Omnibus of New Terrors AA. VV., 1985 Traducción: Jordi Fibla Editor digital: Piolin Primer editor: Trujano (r1.0) Colaboradora: peny ePub base r1.2 para Cherry y Henry con recuerdos del herboso Gales para Sue y Neil con whisky y Black Russians Prólogo En 1978, al final de la Convención Británica de Literatura Fantástica, Nick Webb, entonces director literario de la editorial Pan Books, me propuso esta obra. La ciudad de Birmingham, en un domingo a la hora del almuerzo, es un desierto de hormigón y restaurantes desiertos. ¿Qué mejor lugar para hablar sobre un libro de terrores contemporáneos? En el hotel, los asistentes a la convención escuchaban una conferencia sobre Tolkien, pero nosotros mordisqueábamos hamburguesas e imaginábamos un libro en el que aparecieran los maestros actuales del terror, tanto famosos como en camino de serlo. La empresa fue dificultosa, pero el lector tiene en sus manos el resultado. ¿Por qué se siguen leyendo relatos de terror? Ésta es probablemente la pregunta más difícil de responder de todas cuantas pueden plantearse sobre este género, pues suele implicar dos cosas, a saber: que los psicólogos han exorcizado nuestros terrores o que la «realidad» (la guerra nuclear y postnuclear, el terrorismo, etcétera) es tan inquietante, que el relato de terror resulta una redundancia. Creo que este libro es en sí mismo una respuesta, pero la mía personal sería la siguiente: algunos de los relatos, con sus visiones y alegorías morales, tratan de cosas que son necesariamente inexplicables, mientras que los relatos más abiertamente terroríficos se ocupan de temores y obsesiones (los cuales, sin duda, la ciencia no ha disipado, y no sólo eso, sino que incluso ha creado algunos de ellos) en una forma lo bastante metafórica para que enfrentarse a ellos sea soportable. Naturalmente, incluyen nuestra propia fascinación por el horror. Los autores de este campo exponen el lado oscuro de la imaginación y, al mismo tiempo, mantienen a ésta viva. Creo que esa circunstancia jamás ha sido tan importante como lo es en la actualidad. Una ojeada a la evolución del género nos revela pronto que no queda ningún tabú en este campo. Desde la década de 1970, los límites de lo que era posible publicar se han ampliado de un modo espectacular, y quizá siguen ampliándose. Pero el relato de terror, incluso más que la ciencia ficción, se aferró a sus tabúes tanto como le fue posible. Esto puede tener diversas razones: los aficionados al género tienen gustos conservadores y quieren estar seguros de que no les van a fastidiar demasiado (en el nivel más bajo, a los lectores —yo no les llamaría aficionados— les gusta su sadismo siempre que no se vean obligados a enfrentarse a la naturaleza del mismo); el relato de terror ha tendido a tratar metafóricamente con los temas tabú (por ejemplo, todas las historias de vampiros, incesto y endogamia en las obras de Lovecraft y La caída de la casa Usher , de Poe, la enfermedad venérea en El polvo blanco , la sexualidad infantil en El exorcista , obra en la que implica que debe de ser obra del diablo); el cuento de terror se ocupa obsesivamente de la muerte, el mayor y quizá el último de todos los tabúes, y quizá no haya tenido espacio para incorporar otros. Con todo, ahora que los tabúes están de capa caída, el género, lejos de desintegrarse, se está expandiendo. Los terrores son más claros, pero raras veces se les da explicaciones satisfactorias. En conjunto, el relato de terror sondea a más profundidad de lo que había intentado jamás. Y ahora el libro debe hablar por sí mismo. Para que el lector saboree mejor los relatos, sólo le pediría que lea cada uno de un tirón. Escribir obras de imaginación es, entre otras cosas, la sensación de estar a solas en una habitación con una pluma o una máquina de escribir y papel; leerla, sobre todo cuando se lee esta clase de literatura, debería incorporar también la sensación de estar a solas con el relato. Este libro reúne a veintiún escritores que le llevarán a la oscuridad de sus imaginaciones y la de usted. RAMSEY CAMPBELL Liverpool, Inglaterra Enero de 1985 Norias: un relato sobre el juego de la lavandería STEPHEN KING Stephen King nació en 1946 en Maine, y parece pintado para que le pregunten: «¿Qué hace un buen chico como tú metido en historias como éstas?», pero imagino que a estas alturas debe de estar harto de que le hagan esa clase de preguntas. (Una respuesta podría ser que un autor de relatos de horror puede ser más sincero acerca de su subconsciente que la inmensa mayoría, y quizá sufrir menos por ello). Forma parte del pequeño grupo de escritores que demuestran que los best-sellers de horror no tienen por qué ser infraliteratura. Sus novelas se ocupan del lado oscuro de lo cotidiano: la aventura del patito feo (Carrie), la épica de la pequeña población americana (Salem’s Lot), la última oportunidad del alcohólico (The Shinning), la novela postapocalíptica (The Stand). Sus relatos cortos son dignos de Richard Matheson, a quien admira pero a quien iguala más que imita. Están recogidos en Night Shift, una colección tan satisfactoria que incluso le perdono por usar el título que me proponía utilizar, y Skeleton Crew. Vive en Maine con su esposa Tabitha y sus tres hijos. Éste es el más extraño de sus relatos. Borrachos como los últimos señores de la creación, Rocky y Leo recorrían lentamente las calles de Crescent en el Chrysler de Rocky, un modelo del año cincuenta y siete. Entre ellos, colocada en equilibrio, con el descuido de los beodos, sobre la joroba monstruosa del eje del vehículo, había una caja de cerveza Kleinblatt. Era la segunda caja de la velada, que había comenzado a las cuatro de la tarde, la hora de marcar la ficha en el trabajo. —Me cago en diez —dijo Rocky, deteniéndose ante el semáforo en rojo en el cruce de la calle Mason y la carretera 99. No miró a los lados, pero echó un furtivo vistazo hacia atrás. Una lata de cerveza semivacía reposaba entre sus muslos. Tomó un trago y giró a la izquierda, tomando la carretera 99. El Chrysler emitió un fuerte chirrido al iniciar la marcha en segunda velocidad; había perdido la primera un par de meses atrás, en agosto—. ¿Qué hora es? Leo acercó el reloj a la punta de su cigarrillo y aspiró varias veces hasta que la lumbre le permitió ver la hora. —Casi las ocho. —Me cago en diez —dijo Rocky. Pasaron una señal que decía: HARTFORD 44. —Nadie va a inspeccionar esto —dijo Leo—. Nadie en su sano juicio va a inspeccionar esto. —Me cago en diez —repitió Rocky, al tiempo que colocaba la tercera. El mecanismo gruñó y las entrañas del vehículo se estremecieron. Pasó el espasmo, como el acceso de tos de un tuberculoso, y la aguja del velocímetro ascendió cansina hasta ochenta y permaneció allí precariamente. Cuando llegaron al cruce de la carretera 99 y la de Devon (la cual corría paralela al río del mismo nombre, que constituía el límite entre los municipios de Crescent y Devon a lo largo de unos doce kilómetros), Rocky giró más o menos al azar. Así, al azar, estaban conduciendo desde que salieron del trabajo. Era el 31 de octubre de 1969, y según la pegatina de inspección en el parabrisas del Chrysler, a media noche el vehículo no podría seguir circulando legalmente, salvo que Dios o la bomba atómica dejaran todas las leyes sin efecto. Rocky estaba demasiado borracho para imaginar ninguna de las dos cosas, y a Leo no le importaba. Aquél no era su coche y, además, su cerebro estaba completamente momificado bajo una mortaja de cerveza Kleinblatt. La carretera de Devon se deslizaba a través del único paraje boscoso de Crescent, y grandes gruposde olmos y robles se apiñaban a ambos lados, desnudos y esqueléticos al final del otoño de Connecticut. Aquella zona se conocía como El Bosque de Devon, y había adquirido las mayúsculas tras la tortura y el asesinato de una joven y su novio que tuvo lugar en 1958 en aquella espesura. La pareja estaba dentro de un Mercury del año cuarenta y nueve, un coche con tapicería de cuero auténtico y un gran adorno cromado en el capó, y encontraron a los ocupantes en la guantera, en el asiento delantero, en el trasero y en el portaequipajes. Sobre todo en ese último compartimiento. —Ojalá este cacharro no se nos clave por aquí —dijo Rocky—. Estamos a doscientos kilómetros de cualquier parte. —Chorradas —replicó Leo, utilizando una de las últimas gemas incorporadas a su vocabulario—. Por ahí está el pueblo. Rocky suspiró y tomó un trago de cerveza. El pueblo era un débil resplandor en el cercano horizonte, brillo procedente del nuevo centro comercial. Mientras lo miraba, Rocky acercó el coche a la izquierda de la carretera y estuvo a punto de rebasar el borde de la cuneta. Un golpe de volante corrigió el desvío. Leo soltó un eructo. Trabajaban juntos en la lavandería Adams desde septiembre, cuando contrataron a Leo como ayudante de Rocky en la sala de coladas. Leo era un individuo de veintidós años, menudo, con rasgos de roedor, y afirmaba que estaba ahorrando veinte dólares de su paga semanal para comprarse una moto Indian de segunda mano, que utilizaría para irse a Arizona el próximo invierno. Había tenido otros dieciséis empleos desde que, al llegar a la edad mínima de dieciséis años, el mundo académico y él rompieron sus relaciones. Le gustaba bastante la lavandería. Rocky le enseñaba a lavar, y estaba convencido de que el oficio le sería de utilidad cuando llegara a Flagstaff. Rocky era un veterano y llevaba catorce años en la lavandería. Sus manos, ahora aferradas al volante, lo demostraban con su aspecto blancuzco, espectral. Estuvo en la cárcel en 1960, por llevar un arma sin el correspondiente permiso. Su esposa, entonces embarazada de su tercer, hijo, declaró: 1) que el hijo no era suyo, sino de ella y el lechero, y 2) que quería el divorcio basándose en la crueldad mental de su marido. ¡El lechero, nada menos, por el amor de Dios! ¡El lechero! Hasta para Rocky, cuyas lecturas nunca habían pasado de la viñeta en el envoltorio de la goma de mascar que consumía infatigablemente mientras trabajaba, la situación tenía sonoras notas clásicas. Como resultado, y a su debido tiempo, informó a su esposa de dos hechos: 1) nada de divorcio, y 2) iba a abrir un boquete enorme en la barriga de Spider Milligan. Tenía una pistola del calibre .32, adquirida poco después de la segunda guerra mundial, que usaba para disparar contra botellas, latas y chuchos. Aquella tarde salió de su casa en dirección a la calle del Roble, donde tenía su guarida Spider Milligan, en una pensión para caballeros solteros. Le cogía de paso la taberna de Las Cuatro Esquinas, y entró en ella para tomarse ocho o diez cervezas. Entretanto, su esposa había telefoneado a los polis, y le estaban esperando en la esquina de la calle del Roble. Le arrestaron por ocultar un arma de fuego y pasó siete meses en la cárcel del condado. Durante este período el divorcio prosperó, con la habilidad con que la manteca de cerdo se desliza a través de un pollo, y su esposa vivía con Spider Milligan en una casa de la calle Dakin, en cuyo jardín había un flamenco rosado. Tenían un bebé de cuatro meses, que por todos los indicios parecía tan insulso como su padre, además de las dos niñas. Disponían también de una pensión de sesenta dólares al mes, que probablemente era muy bien recibida, pues una semana después de la boda Spider perdió su empleo en la Central Lechera Oak Hill, y no mostró signos de tener prisa para encontrar otro trabajo. —Hijo de puta —dijo Leo—. ¿Por qué no nos paramos para beber tranquilamente? —Necesito la pegatina de la inspección —dijo Rocky—. Un hombre no es nada sin su coche. —Nadie en su sano juicio va a inspeccionar este trasto. No tiene intermitentes. —Se encienden si piso el freno al mismo tiempo. —La ventanilla de este lado está rota. —La bajaré. —Eso, a cuatro grados y medio de temperatura y andas por ahí con la ventanilla abierta. ¿Quién se lo va a tragar? —La bajaré cada vez que me salga de las narices —dijo fríamente Rocky. Arrojó la lata vacía por la ventanilla y cogió otra, tiró de la anilla y la espuma brotó de la abertura. —Ojalá tuviera mujer —dijo Leo, mirando hacia la oscuridad, con una extraña sonrisa en los labios. —Si la tuvieras, nunca te irías al oeste. ¿No me dijiste que querías irte al oeste? —Sí, allá voy. —Nunca te irás. No tardarás en tener una mujer, y luego tendrás que pasarle una pensión. Las mujeres siempre acaban obligándote a pasarles una pensión. Los coches son mejores. —Pero debe de ser bastante duro tirarte a un coche. Rocky soltó una risita. —Te llevarías una sorpresa. La vegetación disminuyó a medida que se aproximaban más casas. Las luces parpadeaban a la izquierda, y Rocky pisó el freno de repente: las luces de freno, las de estacionamiento y las de giro se encendieron a la vez. Había hecho un buen trabajo manipulando los cables. Leo sufrió una sacudida y derramó cerveza en el asiento. —¿Eh? ¿Qué pasa? —Hemos tenido suerte —dijo Rocky—. Conozco a ese tipo. A la izquierda de la carretera se alzaba una desvencijada estación de servicio. El letrero decía: BOB’S ESTACIÓN SERVICIO BOB DRISCOLL, PROPIETARIO ESPECIALISTAS EN ALINEAMIENTO Y la última línea: PUESTO ESTATAL DE INSPECCIÓN DE VEHÍCULOS N.° 72 —Nadie en su sano juicio… —empezó a decir Leo. —¡Yo y Bobby Driscoll fuimos juntos a la escuela! —exclamó Rocky—. ¡Esto está hecho, puedes apostar el pellejo! Los faros del coche iluminaron la puerta abierta del taller contiguo a la estación de servicio. Rocky entró la marcha y el vehículo avanzó con un rugido… Un individuo de hombros caídos, enfundado en un mono verde, salió corriendo, haciendo gestos frenéticos para que el Chrysler se detuviera. —¡Ése es Bob! —gritó Rocky—. ¡Eh, Bobby! Un instante después toparon con la pared del taller. El carburador produjo una serie atroz y espasmódica de eructos. Una llamita amarilla apareció en la boca del caído tubo de escape, seguida de una nubecilla de humo azulado. El motor se caló, Leo sufrió otra sacudida y derramó más cerveza. Rocky hizo girar de nuevo la llave de contacto y retrocedió, dispuesto a intentarlo de nuevo. Bob Driscoll corrió hacia ellos, dirigiéndoles una retahíla de insultos. —… qué diablos creen que están haciendo, malditos hijos de… —¡Bobby! —exclamó Rocky, con un placer casi orgásmico—. ¡Eh, «Calcetines Tiesos»! ¿Qué te cuentas, macho? Bob escudriñó a través de la ventanilla. Su rostro estaba contorsionado y tenía una expresión de fatiga, casi oculto bajo la visera de una grasienta gorra deportiva. —¿Quién me ha llamado «Calcetines Tiesos»? —¡Yo! —gritó Rocky—. ¡Soy yo, tu viejo camarada! ¿No te acuerdas de mí? —¿Quién diablos…? —¡Johnny Rockwell! —¿Rocky? —preguntó el hombre con cautela. —¡El mismo, hijo de la grandísima…! —Cielos. —Poco a poco, una renuente expresión placentera fue aflorando al rostro de Bob—. No te había visto desde… Por lo menos desde el partido contra los Gatos Monteses… —Y vaya partidazo, ¿eh? Rocky se dio una palmada en el muslo, derramando cerveza en el asiento. Leo soltó un eructo. —Ya lo creo. La única vez que ganó nuestra clase. Oye, Rocky, te has dado un buen trastazo contra la pared. ¿Qué…? —¡Ah, «Calcetines Tiesos», eres el mismo de siempre! No has cambiado ni un pelo. —Tardíamente echó un vistazo para ver si eso era cierto. A juzgar por lo que dejaba entrever la visera, parecía que el viejo «Calcetines Tiesos» se había vuelto casi del todo calvo—. El mismo hombre de una sola pieza. ¿Al final te casaste con Marcy Drew? —Sí, nos casamos en el año sesenta. ¿Y tú dónde estabas? —En la cárcel. Oye, ¿podrías inspeccionar este cacharro? Bob volvió amostrarse cauto. —¿Te refieres a tu coche? —No, a mi picha —dijo Rocky, con una risa aguda—. ¡Claro que se trata de mi coche! ¿Podrías hacerlo? Bob abrió la boca para decir que no. —Te presento a un amigo mío, Leo Brooks. Leo, éste es el único jugador de baloncesto de la escuela Crescent High que nunca se cambió los calcetines de entrenamiento en cuatro años. —Mucho gusto —dijo Leo. Rocky volvió a reírse. —¿Quieres una cerveza? —le preguntó a «Calcetines Tiesos». Bob abrió de nuevo la boca para decir que no. —¡El mejor remedio para el dolor de tripa! —dijo Rocky, mientras abría una lata. La cerveza, embravecida por la embestida contra la pared del taller, salió espumeante de la abertura y se deslizó por la muñeca de Rocky. Éste puso la lata en la mano de Bob y se apresuró a abrir otra para él. —Rocky, cenamos a las… —Sólo un momento, déjame hacer marcha atrás. Rocky retrocedió, rozó una bomba de gasolina e introdujo el estremecido Chrysler en el taller. Al instante bajó del coche y estrechó la mano libre de Bob, el cual parecía perplejo. Leo estaba sentado en el coche, abriendo otra cerveza mientras soltaba ventosidades. La cerveza le hacía pedorrear mucho. —¡Eh! —dijo Rocky, tambaleándose entre un montón de llantas oxidadas—. ¿Te acuerdas de Diana Rucklehouse? —Claro —respondió Bob, sonriendo sin poder evitarlo—. Era la que tenía las… Ahuecó las manos sobre el pecho. —¡Ésa, ésa es! —aulló Rocky—. ¿Todavía está en el pueblo? —Creo que se mudó a… —Qué tipo tenía —le interrumpió Rocky—. Oye, puedes ponerle una pegatina de revisión a este cacharro, ¿no? —Es que cerramos a… —Me harías un gran favor, te estaría muy agradecido. Leo eructó y miró fijamente el claxon del vehículo. —Bueno, supongo que podría echarle un vistazo —cedió Bob. Rocky le dio una palmada en la espalda. —Claro que sí. El mismo «Calcetines Tiesos» de siempre. —Sí. —Bob suspiró y tomó un trago de cerveza—. Has destrozado el parachoques, Rocky. —Eso le da clase, y los coches necesitan un poco de clase. Eh, quiero que conozcas al chico que trabaja conmigo. Leo, éste es… —Ya nos has presentado —dijo Bob, con una leve y abatida sonrisa. —¿Cómo está usted? —dijo Leo, tanteando en busca de otra lata de cerveza. Unas líneas plateadas empezaban a cruzar su campo de visión. —… Bob Driscoll, el único jugador de baloncesto de la escuela Crescent High que nunca se cambió… —¿Quieres enseñarme los faros, Rocky? —le preguntó Bob. —Claro. Magníficos faros, con auténtica clase. Enchúfalos, Leo. Leo puso en marcha el limpiaparabrisas. —Esto funciona bien —dijo Bob pacientemente, y tomó un largo trago de cerveza—. ¿Qué me dices de las luces? —Ha estado bebiendo, ¿sabes? —confió Bob a su viejo amigo—. ¡A la izquierda, Leo! Leo encendió los faros. —¿Las largas? —dijo Bob. Leo buscó la palanca con un pie y conectó las luces largas. —¿Las luces de señalización? Leo sonrió furtivamente a Bob. —Será mejor que lo haga yo —dijo Rocky, y se golpeó la cabeza al subir al coche para sentarse al volante—. Creo que este chico no se encuentra muy bien. Pisó el freno y se encendieron los intermitentes. —¿Es que no funcionan sin pisar el freno? —quiso saber Bob. —¿Dice en alguna parte que hayan de hacerlo? —replicó Rocky astutamente. Bob suspiró. Su mujer tenía unos senos grandes y colgantes, y el cabello rubio, negro en las raíces. Los jueves por la noche, cuando llegaba a la estación de servicio en busca del dinero que se gastaba en el bingo, solía tener la cabeza llena de rulos verdes bajo un pañuelo de gasa del mismo color, lo cual le daba el aspecto de un receptor de radio AM/FM futurista. Una vez, cerca de las tres de la madrugada, él se despertó y miró el rostro inerte y blanquecino de su mujer, a la luz espectral de la farola que estaba bajo la ventana del dormitorio. Entonces pensó en lo fácil que podría ser… Bastaría inmovilizarla aplicándole una rodilla en el abdomen, cerrar las manos alrededor de su cuello y apretar… Qué fácil sería cortarla en pequeños fragmentos y tal vez enviarlos por correo a algún lugar lejano… Robert Driscoll, Lista de correos, Lima, Perú. Podría hacerse. Bien sabía Dios que se había hecho en el pasado. —No, no lo dice en ningún sitio —replicó, y engulló el resto de la cerveza. En el taller hacía calor y aún no había cenado. Notó que el alcohol empezaba a afectarle. —¡Eh, «Calcetines Tiesos» se ha quedado seco! —dijo Rocky—. Anda, Leo, dale otra lata. —No, Rocky, yo, la verdad… Leo, que no veía muy bien, dio por fin con otra cerveza y se la entregó a Rocky, y éste se la pasó a Bob, cuyos reparos se extinguieron en cuanto tuvo la fría realidad de la lata en la mano. Rocky la abrió. Leo repitió su pedorreo para cerrar la transacción. Los tres bebieron en silencio durante un momento. —¿Funciona el claxon? —preguntó «Calcetines Tiesos», en tono de disculpa. —Claro —le aseguró Rocky. Apretó el claxon y se oyó un ligero pitido—. Pero la batería está un poco baja. Siguieron bebiendo en silencio. —Esa maldita rata era grande como un perro —dijo Leo. —El chico tiene una trompa de campeonato —confió Rocky a Bob. Bob reflexionó en esto y se limitó a decir que sí. Esta actitud hizo que Rocky se desternillara de risa, y la cerveza que le llenaba la boca gorgoteó; un poco de líquido le salió por la nariz, y esto hizo reír a Bob, cosa que satisfizo a Rocky, porque sin duda Bob había sido la encarnación de la tristeza cuando llegaron al taller. Nuevo silencio mientras trasegaban cerveza. —Diana Rucklehouse —dijo Bob meditativamente. Rocky soltó una risita disimulada, pero Bob rió sin ambages. Volvió a ahuecar las manos por encima del pecho. Entonces Rocky estalló en una carcajada e hizo el mismo gesto pero colocando las manos más separadas del pecho. Bob se carcajeó. —¿Recuerdas aquella foto de Rita Hayworth que Tinker Johnson pegó en el tablero de anuncios de la vieja Freemantle? Rocky aulló. —Y puso aquellas fotos grandes de chicas… —A la vieja casi le dio un ataque cuando lo vio —le interrumpió Bob. Leo soltó un pedo. —Vosotros dos podéis reíros. Bob le miró parpadeando. —¿Cómo? —Reíros —dijo Leo—. Vosotros dos podéis reíros. No tenéis agujeros en la espalda. —¿Qué? —No le hagas caso —dijo Rocky, preocupado—. El chico está como una cuba. —¿Tienes un agujero en la espalda? —preguntó Bob a Leo. —La lavandería —replicó Leo, sonriendo—. Tenemos esas lavadoras gigantes, ¿sabes? Pero las llamamos norias. Son las norias de la lavandería. Yo las empujo, las cargo con la ropa sucia, saco la ropa limpia… Ese soy yo. —Miró a Bob con insensata confianza—. Tengo un agujero en la espalda. —¿Ah, sí? Bob miraba a Leo con fascinación. Rocky se movió, inquieto. —Hay un agujero en el techo —dijo Leo—. Precisamente encima de la tercera noria. Son redondas y por eso las llamamos norias. Cuando llueve entra el agua, no para de gotear…, y me alcanza la espalda. Ahora tengo un agujero ahí, de este tamaño. —Trazó un círculo con una mano—. ¿Quieres verlo? —¡No quiero verlo! —chilló Rocky—. ¡Estamos hablando de los viejos tiempos y no hay ningún agujero en tu jodida espalda! —Quiero verlo —dijo Bob. —Son redondas, por eso las llamamos lavanderías —dijo Leo. Rocky sonrió y dio una palmada en el hombro de Leo. —Anda, muchacho, dame una cerveza. Leo le obedeció. Una hora después no quedaba ninguna lata en la caja de cerveza, y Rocky envió al tambaleante Leo en busca de otra caja al pequeño garito de Pauline. Leo tenía ya los ojos rojizos como los de un hurón, y llevaba los faldones de la camisa por fuera del pantalón. Con una concentración de miope trataba de sacar el paquete de Camel de la manga arremangada de su camisa. Bob estaba en el lavabo, orinando y cantando el himno de la escuela. —No quiero ir ahí —musitó Leo, y dio media vuelta, haciendo eses y empeñado todavía en sacar los cigarrillos—. Está demasiado oscuro y hace frío. —¿Quieres la pegatina de revisión o no? —le susurró Rocky, quien había empezado a ver cosas raras, como un bicho enorme envuelto en telarañas, en elrincón. Leo le miró con sus ojos escarlata de borracho. —No es mi coche —dijo astutamente. —De todas maneras, no vas a montar más en él si no traes esa cerveza. — Rocky tuvo un acceso de hipo y miró temeroso el bicho muerto en el rincón—. Por Dios que no montas más. —Vale, vale —dijo Leo con voz lastimosa. Fue en busca de la cerveza; en el trayecto de ida se salió dos veces de la carretera, y en el de regreso una sola vez. Cuando por fin llegó al cálido taller, Rocky y Bob cantaban a dúo el himno de la escuela. De alguna manera, Bob se las había arreglado para levantar el Chrysler con el elevador, y estaba debajo, escudriñando el oxidado sistema de escape. —Veo algunos agujeros en la tubería —comentó. —Ahí no hay ninguna tubería —replicó Rocky, y ambos encontraron esto desternillante. —¡Aquí está la cerveza! —anunció Leo. Dejó la caja en el suelo, se sentó en una llanta y casi de inmediato empezó a dormitar. Se había bebido tres latas por el camino, para aligerar la carga. Rocky le dio una lata a Bob y cogió otra para él. —¿Hacemos una carrera? —le preguntó—. ¿Como en los buenos tiempos? —De acuerdo —dijo Bob, con una sonrisa tensa. Mentalmente se veía en la carlinga de un Fórmula Uno aerodinámico y pegado al suelo, una mano apoyada con gesto presumido en el volante, mientras esperaba que el banderín verde le diera la salida, y tocando con la otra mano su amuleto de la suerte… el adorno del capó de un viejo Mercury del año cuarenta y nueve. Se había olvidado de la tubería de Rocky y de su inexpresiva esposa, con sus rulos transistorizados. Abrieron las latas y bebieron el contenido sin hacer una sola pausa; ambos las tiraron al suelo de cemento manchado de grasa y alzaron los dedos al mismo tiempo. Sus eructos resonaron en las paredes como disparos de rifle. —Igual que en los viejos tiempos —dijo Bob, en tono melancólico—. Pero no hay duda de que las cosas cambian, ¿verdad? —Ya lo creo —dijo Rocky. Se rebanó los sesos en busca de un pensamiento luminoso y lo encontró—. Cada día nos hacemos más viejos, amigo. «Calcetines Tiesos» suspiró y eructó de nuevo. Leo, en el rincón, se tiró un pedo y empezó a tararear Bájate de mi nube . —¿Qué, probamos otra vez? —preguntó Rocky, ofreciendo a Bob otra cerveza. —Yo también —dijo Bob—. A mí me ocurre lo mismo, Rocky, muchacho. A media noche habían dado buena cuenta de la caja que Leo había ido a buscar, y la nueva pegatina de inspección estaba colocada en un ángulo algo desviado a la izquierda del parabrisas del Chrysler. El mismo Rocky anotó los datos pertinentes, trabajando con mucho cuidado, porque veía triple. Leo dormitaba en el rincón con la boca abierta. El bicho envuelto en telarañas seguía en el otro rincón. Rocky estaba moralmente seguro de que el bicho era una alucinación, pero no corría riesgos y se mantenía apartado. Bob estaba sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, una lata semivacía de cerveza delante de él, con la mirada perdida. —Bueno, Bobby, me has salvado la vida —dijo Rocky, y golpeó a Leo en las costillas para despertarle. Leo gruñó y soltó un bufido. Entreabrió los ojos, los cerró y volvió a abrirlos cuando Rocky le golpeó otra vez. —¿Aún no hemos llegado a casa? —murmuró. Rocky cogió a Leo por una axila, rodeó el Chrysler y le metió dentro. —Tómalo con calma, Bob —gritó alegremente a su viejo amigo—. Otra vez pasaremos por aquí y volveremos a hacerlo. —Aquéllos sí que fueron buenos tiempos —dijo Bob, con los ojos súbitamente llenos de lágrimas—. Desde entonces todo va de mal en peor. —Es verdad —dijo Rocky—. Tómalo con calma, amigo. Todo se arreglará… —Mi mujer me lo hace pasar muy mal en la cama —dijo Bob. Pero sus palabras quedaron eclipsadas por el carraspeo del motor del Chrysler, al que le fallaba el encendido. Se puso en pie y contempló el retroceso del vehículo, que arrancó un poco de madera del lado izquierdo de la puerta. Leo se asomó a la ventanilla, sonriendo como un idiota bendito. —Pásate algún día por la lavandería, flacucho, y te enseñaré el agujero de la espalda. Y también mis norias. Verás… El brazo de Rocky salió de la oscuridad como un gancho de vodevil y tiró de Leo hacia la penumbra. —¡Adiós, amigo! —gritó Rocky. El Chrysler emprendió un alocado slalom alrededor de las tres islas que formaban las bombas de gasolina, y se adentró traqueteando en la noche. Bob lo contempló hasta que las luces traseras eran como luciérnagas, y regresó cansinamente al taller. Sobre su atestado banco de trabajo había un adorno de cromo, procedente de algún coche antiguo, y empezó a jugar con él, con los ojos todavía empapados en lágrimas. Más tarde, algo después de las tres de la madrugada, estranguló a su esposa y luego prendió fuego a la casa, para hacer que pareciera un accidente. —Dios mío —dijo Rocky, cuando el taller de Bob quedó reducido a un punto luminoso a sus espaldas—. ¿Qué te ha parecido eso? El viejo «Calcetines Tiesos». Estaba llegando al estado de ebriedad en el que tenía la impresión de haberse evaporado, con excepción de una diminuta y brillante brasa de sobriedad en mitad de su mente. Leo no replicó. A la pálida luz del tablero de instrumentos, parecía como el lirón en la alocada fiesta de Alicia en el país de las maravillas . —Le hemos importunado de veras —dijo Rocky, que llevaba un rato conduciendo por el lado izquierdo de la carretera—. Y tú vas y se lo dices. ¿Cuántas veces tengo que remachar eso? ¿Dónde voy a guardar mis diamantes si tú vas contándoselo por ahí a todo el mundo? —Es mi agujero —dijo Leo malhumorado. —Y son mis diamantes. Yo solito los encontré, así que… Leo se puso tenso. —Hay una camioneta detrás de nosotros, sin luces. Rocky miró por el retrovisor y vio una camioneta sin luces. Una camioneta de reparto de leche. —Es Spider —susurró temeroso—. Cielo santo, es Spider Milligan. —¿Quién? —preguntó Leo torpemente. Todavía trataba de recordar si Rocky le había contado antes de aquella noche que guardaba diamantes en el agujero de su espalda. Rocky no respondió. Una sonrisa tensa apareció en su rostro, pero sin que se reflejara en sus ojos, que eran enormes y rojos, como lámparas de alcohol. De repente pisó a fondo el acelerador, y el tubo de escape del Chrysler emitió un grasiento humo azul y crepitando, a regañadientes, alcanzó los noventa por hora. Los árboles y las casas pasaban vertiginosamente a los lados, sombras vagas en el cementerio de la medianoche. Derribaron una señal de stop, entraron de lleno en un bache enorme y por un momento abandonaron la carretera. Cuando aterrizaron, un amortiguador, demasiado bajo, hizo saltar chispas del asfalto. —¡Era broma! —dijo Leo frenéticamente—. ¡No había ninguna camioneta! —¡Es él! —exclamó Rocky—. ¡He visto su bicho en el taller! ¡Maldita sea! Subieron rugiendo una cuesta por el lado contrario, y un coche que venía de frente resbaló aparatosamente en el borde cubierto de grava de la carretera, apartándose de su camino. Leo miró tras ellos. No había nadie en la carretera. —Rocky… —¡Anda, Spider, ven a buscarme! —gritó Rocky—. ¡Ven a por mí! El Chrysler había alcanzado ciento veinte, su velocidad máxima. Llegaron a una curva y los neumáticos desgastados arrojaron humo. El Chrysler gritó en la noche como un fantasma asustado, los faros explorando la desierta carretera. Detrás de ellos, se encendieron unas luces en un cruce lateral, y un viejo Mercury del cuarenta y nueve disfrazado como una camioneta de reparto de leche partió a velocidad moderada. Dos kilómetros más allá se oyó un estrépito enorme, cuando el Chrysler se salió de la carretera, derribó un poste telefónico, cayó de morro en un barranco y estalló. Las llamas de la súbita pira se alzaron en la noche. —Ya está —dijo Spider—. Vamos a por sus diamantes antes de que llegue la policía. Pero cuando volvió la cabeza, el asiento estaba vacío. Hasta el bicho se había ido. Pesca en la ciudad STEVE RASNIC TEM Steve Rasnic apareció un día en mi correo con cuatro relatos, dos poemas y una carta en la que me hablaba de Umbral,la revista trimestral de poesía especulativa que dirige. Desde entonces se ha casado y ha cambiado su nombre por el de Steve Rasnic Tem, y se ha ganado una reputación considerable como escritor en el género de horror, sobre todo un horror tranquilo y enigmático. Éste es el primer relato que publicó como profesional. Tras varias semanas hablando de ello, finalmente el padre de Jimmy decidió llevar a su hijo a pescar. Bill, el mejor amigo de Jimmy, y el padre de Bill, que era el mejor amigo del padre de Jimmy, también irían. Sus madres respectivas no lo aprobaban. La verdad es que tampoco Jimmy estaba seguro de aprobarlo. Había esperado el acontecimiento con cierta ilusión, y creía que debería ir, pero a medida que se aproximaba el momento de la partida, supo que ir a pescar era lo último que deseaba hacer. Sin embargo, a su padre le parecía importante, así que iría sólo para complacerle. —Bueno, Jimmy, mira lo que tenemos aquí —le dijo su padre. Era un hombre alto y moreno, y la profunda resonancia de su voz hacía que cada palabra que pronunciaba pareciera una orden. Hizo un gesto hacia una serie de herramientas, utensilios y armas—. Cuchillo de caza, pistola, alambre, pólvora, anzuelos y plomos, palos, trampas para animales pequeños, trampa de acero, cuchillo de pesca, estilete, rifle del calibre 22, escopeta, pistola de cañón corto. Necesitarás todo esto para aventurarte en el mundo salvaje. Recuérdalo bien, hijo. Jimmy asintió dubitativo. Bill se había acercado a él corriendo. —¡Mira lo que tengo! Jimmy vio por el rabillo del ojo una forma oscura en la mano izquierda de Bill. Cuando se volvió para saludar a su amigo, vio que se trataba de un cuervo grande, muerto, con el cuello moteado de rojo. —Papá lo capturó, y luego yo le retorcí el cuello mientras le atábamos las patas. Se me ocurrió traerlo. Jimmy hizo un gesto de asentimiento. Se oían gritos procedentes de la casa. Jimmy podía oír a su madre llorando, y a su padre que soltaba juramentos. Subió los escalones del porche y miró a través de la tela metálica de la puerta. Distinguió la figura del padre de Bill, de sus propios padres y de una mujer joven y pelirroja que permanecía en la penumbra y debía de ser la madre de Bill. —¡No podéis llevároslos! —decía su madre entre sollozos. Entonces hubo un forcejeo, y su padre y el de Bill empezaron a empujar a las mujeres hacia el dormitorio. La madre de Bill se debatía más, y el padre le abofeteaba el rostro para que dejara de resistirse. Su propia madre estaba algo más calmada, sobre todo al ver que habían golpeado a la de Bill, pero seguía llorando. Su padre cerró la puerta con llave. —Quizá os dejemos salir cuando volvamos. —Rió y miró al padre de Bill—: ¡Mujeres! —concluyó. Todo aquello parecía muy extraño. El padre de Jimmy maniobró su destartalado automóvil y empezó a cantar. Miró a Jimmy por encima del hombro y le guiñó un ojo. Jimmy supuso que cantar formaba parte de la pesca, puesto que el padre de Bill, y luego éste, empezaron a hacerlo. No podía entender la letra. —Creo que vamos a hacer de él un hombre hecho y derecho —dijo su padre al de Bill, el cual se echó a reír. No parecían alejarse demasiado de la ciudad. De hecho, daba la impresión de que se dirigían a los barrios del centro, donde Jimmy nunca había estado. —¿Estás seguro de que éste es el camino del arroyo, papá? El padre de Jimmy se volvió y le dirigió una mirada furibunda. Jimmy bajó la cabeza. Bill miraba por la ventanilla y tarareaba. Pasaron a varios coches conducidos por señoras de edad, con los asientos traseros llenos de paquetes y bolsas de compras. Su padre se rió con disimulo. Pasaron a unas muchachas que iban en bicicleta y cuyos vestidos ondeaban al viento. Pasaron a varias parejas que paseaban y un hombre que empujaba un cochecito de bebé. El padre de Jimmy se rió sonoramente y dio una palmada en el hombro al padre de Bill. Entonces los dos rieron hasta que se les saltaron las lágrimas. Jimmy se limitó a mirarles. El tamaño de las galerías comerciales se iba reduciendo, y las casas eran más oscuras y destartaladas. El padre de Jimmy se volvió hacia él y le dijo con energía, casi encolerizado: —Hoy vas a hacer que me sienta orgulloso de ti, Jimmy. Bill seguía mirando por la ventanilla y empezaba a sentirse inquieto. De vez en cuando miraba la nuca de su padre, luego los edificios a lo largo de la calle y finalmente miraba por la luneta trasera. En su agitación, empezó a rascarse los brazos. Jimmy miró por la ventanilla de su lado. La calzada estaba empeorando, era más sucia y estaba llena de baches. Los edificios eran cada vez más altos y más viejos. Jimmy siempre había creído que sólo los edificios nuevos eran altos. Pasaron ante una figura oscura, vestida con andrajos, que yacía en la acera. El padre de Jimmy rió para sus adentros. Habían salido de casa a mediodía. Jimmy sólo había tomado el frugal almuerzo a base de sopa y galletas saladas que su madre había preparado, y por eso sabía que era mediodía. El cielo se estaba oscureciendo. Jimmy apoyó la mejilla izquierda en la ventanilla del coche y echó la cabeza atrás para poder ver por encima del vehículo. Altas chimeneas que surgían de los oscuros tejados de los edificios al otro lado de la calle arrojaban al cielo nubes de humo negro como la noche. Nunca había visto unas chimeneas tan altas. Jimmy notó una sacudida cuando el coche empezó a descender por la empinada pendiente. Había estado una vez en San Francisco, y allí había muchas pendientes tan empinadas como aquélla. No podía recordar que hubiera nada parecido en su ciudad, pero en cualquier caso nunca había estado en el centro. Bill movía la cabeza adelante y atrás, con los ojos en blanco. Los edificios parecían cada vez más altos y más viejos. Algunos tenían altas columnas en la fachada principal, o anchos porches. Muchos de ellos tenían grandes puertas de hierro o madera. Las calles parecían desiertas. A Jimmy se le ocurrió de repente que los edificios no deberían ser tan altos a medida que iban cuesta abajo. La parte inferior de aquellos edificios estaba más baja que la de los que estaban colina arriba, a su espalda, por lo que sus tejados también deberían estar más bajos. Así eran las casas en San Francisco. Pero al mirar por la luneta trasera Jimmy pudo ver que los tejados continuaban y seguían siendo más altos a medida que bajaban la colina. Los edificios llegaban al cielo. Oscuras figuras se escabulleron desde la entrada de un callejón cuando ellos pasaron. Jimmy no podría haber dicho qué aspecto tenían; parecía que era casi de noche. Sentados en los bordes de sus asientos, los padres de Jimmy y Bill parecían explorar las esquinas de los edificios. El padre de Jimmy tarareaba. Bill empezó a llorar en silencio, al tiempo que sin darse cuenta pisoteaba el cuervo yacente en el suelo del coche. La calle parecía cada vez más empinada. De vez en cuando topaban con una irregularidad en el pavimento y el coche producía un estridente ruido metálico, rebotaba y parecía saltar en el aire. Ahora avanzaban a más velocidad. El padre de Jimmy se echó a reír y tocó el claxon. El exterior estaba totalmente a oscuras, hasta tal punto que Jimmy apenas podía ver. Los dos hombres volvían a cantar en voz baja. El coche adquiría más velocidad con cada estrépito, rebote y salto. Bill lloraba quedamente. Jimmy ya no podía ver el cielo, tan altos eran los edificios, ¡y tan viejos! De algunos de ellos se desprendían ladrillos, las fachadas de piedra estaban combadas y los cimientos sepultados en montones de piedras desmenuzadas. Las vigas estaban claramente astilladas y partidas, y algunas colgaban como huesos rotos. Los cristales de las ventanas estaban rotos, las cortinas arrancadas, los marcos llenos de mugre. Jimmy no podía comprender cómo los edificios se mantenían en pie. Parecían tener miles de metros de altura. De no haber estado bien informado, habría creído que colgaban del cielo por medio de cables. ¿De qué otro modo podían sostenerse? Se agitaba nerviosamenteen su asiento y de vez en cuando chocaba con Bill, el cual lloraba ahora ruidosamente. El coche era como un tren, un avión, un cohete. Se oyó un fuerte ruido metálico y algo traqueteó a la izquierda de Jimmy. Se volvió y vio que se había desprendido un tapacubos y estaba en la calzada, detrás de ellos. Unas sombras penetraron en una entrada lateral. El coche rugía. Los gemidos de Bill eran más agudos. —¡Papá…, papá, Bill tiene miedo! Su padre tenía la vista fija en el parabrisas. El coche perdió otro tapacubos. —¡Papá, los tapacubos! Su padre continuó inmóvil, aferrado con ambas manos al volante. Cayó un ladrillo y rebotó en el coche. Un pedazo de madera rayó el parabrisas. El coche chilló, rugió y se adentró más y más en el corazón de la ciudad. Parecía como si hubieran viajado cuesta abajo a lo largo de muchos kilómetros. De repente se le ocurrió a Jimmy que llevaban algún tiempo sin pasar ningún cruce. —¡Papá…, por favor! El coche tropezó con una irregularidad en el pavimento. La carrocería produjo un fuerte estrépito, el motor se caló y las ruedas recorrieron unos metros antes de detenerse. Estaban ante un viejo edificio de anchas puertas. Jimmy miró a su alrededor. Se encontraban en un pequeño patio, rodeados por todas partes de edificios antiguos que se remontaban en el cielo y lo ocultaban. Estaba tan oscuro que no podían ver los pisos superiores. Miró hacia atrás. La empinada carretera se alzaba como una cinta gris cuya parte superior se diluía en la nada. Era el único camino en aquella especie de patio. En el profundo silencio Bill miró a su padre. El cuervo muerto estaba a sus pies, casi aplastado por los inquietos pies del muchacho. El suelo del coche estaba lleno de plumas, fragmentos de piel, huesos y sangre. Había formas en la oscuridad, entre los edificios. El padre de Jimmy se volvió hacia su amigo. —Término. Lo hemos conseguido —comentó, y empezó a buscar en su mochila. Entregó a Jim el rifle, sonriendo, y dijo: —¡A ver cómo se porta mi chico! ¡Hoy es el gran día! Las oscuras figuras vestidas con andrajos empezaron a acercarse al coche. La ciudad del sol LISA TUTTLE Lisa Tuttle nació en 1952. Se licenció en literatura inglesa en 1973 y recibió el premio John W. Campbell al mejor escritor de ciencia ficción (compartido con Spider Robinson) en 1974. Ahora es igualmente conocida por sus relatos de terror, además de las novelas Espíritu Familiar y Gabriel. En una reciente antología en la que se invitaba a escritores de horror a elegir su relato favorito en este género, William F. Nolan eligió el relato que usted está a punto de leer. Eran las tres de la madrugada, la mitad quieta y silenciosa de la noche. Excepto la suave vibración de la máquina expendedora de refrescos en un rincón y el carraspeo irregular de la máquina de hacer hielo que estaba en su nicho, un poco más allá, el vestíbulo estaba en silencio. No era probable que llegara ningún cliente hasta después del alba. A aquellas horas todos los conductores fatigados se habrían acomodado en otro lugar, o habrían decidido seguir adelante sin descansar. El turno entre las once de la noche y las siete de la mañana equivalía a un trabajo pesado y solitario, pero normalmente a Nora Theale no le importaba. Prefería trabajar de noche, y la soledad no le molestaba. Pero aquella noche, como las dos anteriores, estaba nerviosa. Era un nerviosismo irracional, y a Nora le fastidiaba no poder encontrar su causa. Siempre existía la posibilidad de un robo, naturalmente, pero en el año que llevaba trabajando en la Posada del Norte nunca se había producido ninguno, y Nora no creía que el motel fuese un blanco muy atractivo. Buscando una causa de su inquietud, Nora miraba a menudo el vestíbulo desierto y a través de las puertas de vidrio, hacia el solar del estacionamiento de vehículos y la carretera que pasaba más allá. Nunca veía nada fuera de lugar…, excepto una sombra que podría corresponder a alguien que se movía rápidamente bajo la luz azulada del estacionamiento. Pero la sombra desapareció en un instante y Lisa no pudo estar segura de si la había visto realmente. Cogió el periódico de la tarde e intentó concentrarse. Leyó un artículo sobre los planes para construir una valla enorme a lo largo de la frontera, a fin de evitar la inmigración clandestina. La idea le gustaba, pues el flujo constante entre México y Estados Unidos era una de las cosas que más detestaba de El Paso…, pero no creía que pudiera surtir efecto. Dedicó unos minutos a examinar las noticias estatales y nacionales y luego arrojó el periódico al cubo de la basura. No quería leer nada acerca de El Paso, lugar que le aburría, deprimía y molestaba. Estaba deseando marcharse de allí. Echó otra mirada inquieta al vestíbulo inmutable, y entonces abrió un cajón del archivo metálico donde guardaba sus libros. Eligió una novela de misterio de Josephine Tey y se dispuso a leerla, decidida a vencer su nerviosismo. Leyó hasta las seis de la mañana, sin que nada le molestara, excepto alguna que otra punzada de ansiedad. A aquella hora tenía que abrir la puerta al repartidor de la prensa y efectuar la primera llamada para despertar a un cliente. El empleado diurno llegó poco después de las siete, y Nora dio por finalizado su turno. Recogió sus cosas y las metió en una bolsa grande; tenía muchos objetos, porque había pasado las dos noches anteriores en una de las habitaciones libres del motel, en vez de irse a casa, pero aquella noche todas las habitaciones estaban reservadas y tenía que marcharse. Desde que su marido la dejó, Nora no sentía deseos de pasar mucho tiempo en el piso que ahora era todo para ella. Tenía la intención de trasladarse, pero como no quería quedarse en El Paso, parecía más juicioso esperar a que terminara el período por el que habían alquilado la casa, en vez de correr con los gastos y las molestias de buscar otro hogar temporal. Quería irse de El Paso en cuanto reuniera un poco de dinero y decidiera adonde ir. El piso no le gustaba, pero era grande y barato. Larry lo había elegido porque estaba cerca de su oficina, y le gustaba ir a trabajar en bicicleta. No estaba cerca del motel donde Nora trabajaba, pero a ella no le importaba porque tenía su coche. Aparcó en el espacio detrás del edificio. Era un bloque de pisos pequeño, de una sola planta, y un lugar desagradable. Nora hacía una mueca cada vez que llegaba a casa. Las paredes eran feas, de un material que imitaba el adobe, y pintadas de rosa, y el tejado era de tejas rojas. La acera de cemento estaba decorada con unos cactus de aspecto enfermizo, pero no había árboles ni hierba, pues escaseaba el agua. El hedor de algo muerto desde hacía tiempo y en avanzado estado de putrefacción la asaltó en cuanto abrió la puerta del piso. Retrocedió de inmediato, sintiendo náuseas, y el corazón le latió desaforadamente. Tuvo una curiosa sensación de temor, pero se recuperó en seguida… Después de todo, sólo se trataba de un olor, y en su piso. Tenía que hacer algo al respecto. Respirando sólo por la boca, entró de nuevo. La cocina estaba limpia, el cubo de la basura vacío y el frigorífico casi sin nada en su interior. No encontró nada ni allí, ni en el dormitorio ni en el baño que pareciera ser la causa del olor. En el dormitorio respiró con cautela por la nariz para comprobar si el olor continuaba. El aire estaba limpio. Regresó lentamente a la sala de estar, pero tampoco allí había nada. El hediondo olor había desaparecido, como si nunca hubiera estado presente. Nora se encogió de hombros. Quizá había sido algo en el exterior. Si volvía a olerlo, hablaría con el casero al respecto. En la cocina no había nada para comer, por lo que, después de ducharse y cambiarse de ropa, Nora salió a la calle y se dirigió al Siete-Once, a tres manzanas de distancia, donde compró unas cuantas provisiones: leche, huevos, pan, queso y un paquete de buñuelos azucarados. El sol ya abrasaba y el viento seco le cortaba la piel. Aquél iba a ser otro día cálido, seco y ventoso…, un día como cualquierotro en El Paso. Nora estaba satisfecha de pasarse durmiendo la mayor parte de la jornada. Pensó en Carolina del Norte, a cuya universidad había asistido, y se dijo con nostalgia que allí las hojas estarían a punto de brotar. Mientras regresaba al piso con la bolsa de las provisiones en los brazos, pensó en trasladarse al Este, a Carolina del Norte. Cuando entró en el piso estaba sonando el teléfono. —¡Hace tres días que intento ponerme en contacto contigo! Era Larry, su marido. —He estado mucho tiempo fuera —dijo ella, y empezó a quitar el envoltorio de celofán de los buñuelos. —No hace falta que lo jures. Escucha, Nora, tengo unos documentos que debes firmar. —Ah, creí que quizá me llamabas para felicitarme por mi aniversario. Él guardó silencio. Una comisura de la boca de Nora se movió hacia arriba: se había marcado un tanto. Entonces el hombre suspiró. —¿Qué quieres, Nora? ¿Acaso debo pensar que la fecha de hoy significa algo para ti? ¿Que todavía te importo? ¿Quieres que vuelva? —Dios me libre. —Entonces deja toda esta tontería, ¿quieres? No hemos celebrado nuestro tercer aniversario de matrimonio…, de acuerdo, y legalmente seguimos casados, pero ¿qué significa eso? —Estaba bromeando, Larry. Nunca has podido aceptar una broma. —No te llamo para pelearme contigo, Nora, ni para bromear. Sólo deseo que firmes esos papeles para que podamos terminar este asunto de una vez. Ni siquiera tendrás que ir al juzgado. Nora mordisqueó un buñuelo y se sacudió el polvo de azúcar que había caído en la camisa. —¿Estás ahí, Nora? ¿Cuándo quieres que te traiga los papeles? Nora dejó el buñuelo semicomido sobre el mostrador y reflexionó. —Veamos, ven esta tarde, si quieres. No demasiado pronto, porque aún estaría durmiendo. ¿Te va bien a las siete y media? —Las siete y media… —¿No impedirá eso tus planes para cenar con esa…, cómo se llama? —A las siete y media está bien, Nora. Pasaré por ahí a esa hora. Hasta luego. Colgó el teléfono antes de que ella intentara sonsacarle algo más. Nora hizo una mueca y se encogió de hombros mientras colgaba a su vez el teléfono. Terminó el buñuelo, sintiéndose deprimida. Contra su voluntad, empezó a pensar de nuevo en Larry y en su matrimonio, que había ido mal antes de que comenzara propiamente. Pensó en su breve luna de miel. Recordó México. Fue Larry quien tuvo la idea de ir a México… A Nora este país siempre le había parecido un lugar pobre y sucio, lleno de indeseables que siempre entraban furtivamente en Estados Unidos. Pero Larry había querido ir, y Nora había querido hacerle feliz. Larry le había dicho que era su luna de miel, y las palabras españolas, procedentes de su boca, casi le habían parecido dulces. Incluso México, en su compañía, le había parecido prometedor, sobre todo cuando dejaron las polvorientas tierras fronterizas y llegaron al océano. Una tarde dejaron el coche en una playa desierta e hicieron allí el amor. Luego Larry se durmió, y Nora le dejó para caminar playa arriba y explorar el paraje. Se sentía feliz, estaba deslumbrada y todo su cuerpo vibraba, y en este estado trepó a las rocas y buscó conchas para llevarlas a su marido. No se apercibió de cuánto se había alejado, hasta que un grito agudo le hizo salir de su ensoñación. No podía estar segura si era un grito humano o animal, pero luego oyó algunas palabras confusas, acarreadas por el viento. Nora estaba asustada. No quería saber qué significaban aquellos sonidos ni de dónde provenían. Deseaba volver con Larry y olvidar que había oído algo. En seguida dio la vuelta y empezó a retroceder entre las rocas blancas, pero debía de haber equivocado su camino, pues al descender de una roca a la que estaba segura que acababa de trepar, los vio abajo, colocados como en una escena sacrificial. En el centro había una muchacha, tendida sobre una roca baja y aplanada. Agachado sobre ella, haciendo algo, había un joven, y otro hombre joven los contemplaba ávidamente. Nora miró el rostro de la muchacha, que estaba contorsionado de dolor, y la oyó gemir. Sólo entonces se dio cuenta, con un súbito acceso de temor frío, de lo que estaba presenciando. Estaban violando a la muchacha. El temor y la indecisión inmovilizaron a Nora, y entonces la víctima abrió los ojos y la miró directamente. La angustia reflejada en los iris de color castaño era elocuente. ¿Había en ellos un destello de esperanza al ver a Nora? Ésta no podía estar segura. Miró fijamente aquellos ojos durante lo que pareció largo tiempo, intentando desesperadamente tomar una decisión. Quería ayudar a la muchacha, alejar de ella a los hombres. Pero eran dos, y ella, Nora, era frágil e indefensa. Probablemente les gustaría disponer de dos víctimas, y en cualquier momento uno de ellos podía alzar la vista y descubrirla. Procurando no hacer ruido, Nora retrocedió, apartándose de la roca. La escena se desvaneció de su vista; los suplicantes ojos castaños ya no podían acusarla. Empezó a correr lo mejor que pudo sobre el terreno desigual. Confiaba en que corría en la dirección correcta y pronto encontraría a Larry. Él la ayudaría… Le diría lo que había visto y él sabría qué hacer. Sería capaz de ahuyentar a aquellos hombres, o, como hablaba español, por lo menos podría contar a la policía lo que ella había visto. Con Larry estaría segura. Transcurrieron los minutos y Nora seguía corriendo, a ciegas. No veía el coche, y pasó por su mente la horrenda posibilidad de que estuviera corriendo en la dirección contraria…, pero no se atrevía a desandar sus pasos. Un calambre en el costado y unos dolores agudos cuando inspiraba el aire le obligaron a caminar. Comprendió que el momento en que podría haber sido de ayuda, de haber encontrado a Larry a tiempo, se alejaba inexorablemente. Nunca supo durante cuánto tiempo caminó y corrió hasta que por fin avistó el coche, pero, incluso admitiendo la exageración debida al pánico, Nora juzgó que como mínimo había sido media hora. Tenía la sensación de que había estado corriendo desesperadamente durante todo el día, y había llegado demasiado tarde. Por entonces, los hombres ya habrían terminado con la muchacha. Tal vez la habrían matado, o quizá le habrían permitido escapar. En cualquier caso, Nora y Larry llegarían demasiado tarde para ayudarla. —¡Aquí estás! ¿Adónde has ido? Estaba preocupado. Larry abandonó el capó del coche, donde estaba apoyado, y fue a abrazarla. Por su tono no parecía preocupado, sino vagamente satisfecho. Era demasiado tarde, y ella, después de todo, no le dijo lo que había presenciado. Nunca se lo contó. Aquella noche, Nora se puso muy enferma en un limpio hotel de estilo norteamericano, cerca de Acapulco. Dos días después, todavía temblorosa e incapaz de mantener nada en el estómago, emprendió el vuelo hacia su madre y el médico de la familia en Dallas. Larry regresó solo en el coche. La despertó el hedor. Sobresaltada y presa de las náuseas, se sentó en la cama y se cubrió la boca con la sábana, conteniendo la respiración. Era el olor de algo muerto. Todavía aturdida por el sueño, transcurrió un momento hasta que se dio cuenta de que había algo mucho más aterrador que el olor: había alguien más en la habitación. Cerca de los pies de su cama se erguía una figura inmóvil. El temor inmediato que experimentó Nora quedó pronto eclipsado por el instinto de conservación, por una conciencia fríamente racional. En la penumbra Nora no podía ver gran cosa del intruso, salvo que llevaba un extraño atavío, una especie de manto, y que sus facciones estaban ocultas tras algo que parecía una máscara. Pero lo más importante era que no se interponía entre ella y la puerta, y si se movía con rapidez… Se puso en pie de un salto, cruzó el piso con la celeridad de un conejo y salió al jardincillo delante de la casa. Caía la tarde, y el sol estaba bajo en el cielo, pero aún brillaba. Uno de sus vecinos, un mexicano, freía hamburguesas sobre un pequeño brasero. El hombre se quedó mirando a Nora, algo sorprendido por su repentina aparición, y le sonrió. Nora se dio cuenta de quesólo llevaba una camiseta vieja de Larry y unas bragas de vivos colores, y miró al hombre con el ceño fruncido. —Alguien ha entrado en mi casa —le dijo en tono cortante, helando la sonrisa del vecino. —¿Quiere telefonear desde aquí? ¿Llamar a la policía? Nora pensó en Larry y sintió un súbito acceso de odio hacia él: esto le ocurría por su culpa, por haberla dejado abandonada a merced de los asaltantes de pisos, los violadores en potencia y las miradas lascivas de aquel mexicano. —No, gracias —le dijo, sin que disminuyera la aspereza de su voz—, pero creo que sigue dentro. ¿Cree usted que podría…? —¿Quiere que mire si sigue ahí? Claro, claro, echaré un vistazo. No se preocupe. El hombre se apresuró a entrar en el piso. A Nora no le gustó ni pizca su buena disposición para ayudarla, pero en aquel momento le necesitaba. En el piso no había nadie. La puerta trasera seguía cerrada, y las telas metálicas que protegían todas las ventanas estaban intactas. Nora pidió a su vecino que mirase detrás de cada mueble después de examinar los armarios: sentía el desagrado de siempre por las reacciones histéricas y demasiado emotivas, sólo que esta vez dirigía el desagrado hacia sí misma. Aunque una parte de su mente seguía creyendo que había visto a un intruso, la razón le decía que estaba equivocada. Engañada por una pesadilla, había corrido en busca de auxilio como una niña asustada. Se mostró ruda con el hombre que le había ayudado, y le despidió tan secamente como si fuera un criado. No quería ver la expresión intrigada y maliciosa de su rostro; no quería que estuviera allí, probablemente riéndose para sus adentros por aquella típica muestra de histeria femenina. Nora intentó olvidarse del asunto, como había olvidado otros incidentes embarazosos, otros sueños turbadores, pero no lo consiguió. Al día siguiente le costó mucho conciliar el sueño. Unos niños jugaban en el estacionamiento de coches, y los gritos, los fragmentos de conversación y los timbrazos de una bicicleta la sacaban de su sopor una y otra vez. Finalmente, cuando se durmió por la tarde, soñó que ella y Larry tenían una de sus interminables e inútiles discusiones en voz baja. Despertó del sueño frustrante con la impresión de que alguien había entrado en la habitación y, segura de que era Larry y dispuesta a reanudar la discusión en la vida real, abrió los ojos. Pero antes de que pudiera pronunciar su nombre, el hedor le alcanzó como un golpe, aquel olor a muerto, demasiado familiar, y vio de nuevo la alta figura extrañamente ataviada. Nora se incorporó rápidamente, procurando no aspirar el aire, y el esfuerzo le mareó. La figura no se movía. Esta vez la habitación estaba más iluminada, y podía ver claramente al intruso. El extraño manto terminaba en unos andrajos ennegrecidos que colgaban sobre las manos y los pies, y la máscara tenía unos agujeros irregulares para los ojos y la boca… Con un escalofrío de horror, Nora comprendió lo que estaba viendo. La figura estaba vestida con una piel humana, el pellejo arrancado a otro ser humano y colocado grotescamente sobre el suyo propio. Nora abrió la boca y respiró el aire en el que flotaba el olor de la piel putrefacta. Por un horrible momento temió que iba a vomitar y que quedaría paralizada, enferma y a merced del monstruo. El temor le atenazó la garganta y las entrañas, y, tambaleándose, salió de la habitación y recorrió el pasillo. No abandonó la casa, pues al llegar a la puerta recordó que no era la primera vez que veía a aquel ser. No era más que una alucinación de pesadilla, sólo un sueño. Apenas podía aceptarlo, pero sabía que era cierto. Sus dedos se cerraron sobre el frío pomo metálico, pero no lo hizo girar. Se apoyó en la puerta, sintiendo que los músculos del estómago se contraían espasmódicamente, consciente de la debilidad de sus piernas y el sabor amargo en la boca. Intentó pensar en algo tranquilizante, pero no conseguía apartar las visiones de su mente: cuchillos, sangre, putrefacción, el aspecto que debía de tener una persona desollada. ¿Y qué era lo que se ocultaba bajo aquella piel putrefacta, qué podría esconder aquel disfraz repulsivo? Cuando por fin hizo acopio de valor para volver al dormitorio, el fenómeno, naturalmente, había desaparecido. Ni siquiera había el menor rastro del olor putrefacto. Sueño o alucinación, fuera lo que fuese, regresó al tercer día. Ella lo estaba esperando… Había permanecido rígidamente despierta durante horas, en la habitación iluminada por la luz del sol, sabiendo que vendría…, pero el hedor y la visión apenas fueron más fáciles de soportar la tercera vez. Por mucho que Nora se dijera que estaba soñando, por mucho que se empeñara en creer que lo que veía (¿y olía?) era mera alucinación, no tenía la sangre fría suficiente para permanecer en la cama hasta que se disipara. Una vez más salió corriendo de la habitación, despavorida, odiándose por tener una conducta tan irracional. Y, una vez más, cuando se calmó y volvió al dormitorio, el ser o lo que fuera había desaparecido. El cuarto día Nora se quedó en el motel. Si alguien le hubiera sugerido la posibilidad de rehuir una pesadilla durmiendo en otro lugar, Nora la habría desdeñado, pero justificó la acción para sí misma, diciéndose que aquel sueño era diferente. En primer lugar, estaba el olor. Quizá existía alguna fuente real del hedor, que daba origen a la pesadilla. En ese caso, un cambio de aire pondría fin al problema. La habitación a la que se trasladó aquella mañana, al finalizar su turno de trabajo, era como todas las demás habitaciones en la Posada del Norte, limpia y vulgar, con una decoración que oscilaba entre lo insípido sin más y lo agresivamente feo. Tenía una alfombra gruesa, con dibujos en hilo dorado; la colcha y el tapizado de las sillas eran de intenso color naranja. Las paredes eran blancas, cubiertas de pintura plástica, y sobre la cama había un mural pintado, listos murales diferían de una habitación a otra… En aquélla representaba una pirámide escalonada azteca, pintada en naranja y marrón. Nora puso en marcha el aire acondicionado y el frescor inundó la habitación. Llevó al baño algunos artículos, pero todo lo demás lo dejó en la bolsa de viaje que descansaba sobre una silla. No tenía deseos de «instalarse» o introducirse en el vulgar anonimato de la habitación. Encendió el televisor y se tendió en la cama para contemplar las insensatas interacciones de los invitados en un programa matinal. No tenía nada mejor que hacer. Después del programa de alcance nacional, hubo otro regional, en el que una anfitriona excesivamente maquillada sonreía, parpadeaba y asentía mucho. Sus invitados eran un hombre rubicundo, de edad mediana, que hablaba de los problemas ocasionados por los inmigrantes ilegales, y una mujer comentaba las antiguas bellezas de México. Nora apagó el receptor en el momento en que la dama comentaba unas diapositivas de las pirámides y otros monumentos mexicanos. Al apagar el televisor, oyó los ruidos de personas que se movían en la habitación contigua. Parecían ser muchas, y eran escandalosas. Pusieron en marcha una radio, que emitió música y anuncios de México. Reían mucho, y Nora captaba de vez en cuando una palabra en español. Nora soltó un juramento en voz alta. ¿Por qué no podían celebrar la fiesta en su lado de la frontera? ¿Y quién se comportaba de aquella manera a las diez de la mañana? Estuvo a punto de aporrear la pared, pero se contuvo; con eso no haría más que llamar la atención, y no era probable que les hiciera cambiar de actitud. Para protegerse de aquella invasión acústica, encendió de nuevo el televisor. Ahora emitían un concurso, y los gritos de histeria, los campanillazos y las risas idiotas llenaron la habitación. Nora suspiró, bajó un poco el volumen y se desnudó. Entonces se metió en la cama y miró sin prestar atención las imágenes que se movían en la pantalla. Estaba fatigada, pero demasiado excitada para dormir. Su mente dio vueltas y más vueltas hasta que por fin pensó a propósito en lo que la inquietaba:el hombre vestido con aquella piel. ¿Qué significado tenía? ¿Por qué la acosaba? Parecía más una alucinación que un sueño ordinario, y eso hacía que Nora se sintiera doblemente inquieta. Era demasiado real. Cuando veía, y olía, la figura de pesadilla, no podía convencerse del todo de que sólo estaba soñando. ¿Y que significaba la figura en sí? Nora pensó que, por alguna razón, era un producto de su subconsciente, pero no podía creer en que era algo salido exclusivamente de su imaginación… La idea de un hombre vestido con la piel de otro despertaba algún recuerdo profundo. En algún lugar, hacía mucho tiempo, había leído acerca de un ser que llevaba la piel arrancada a otro, o había visto una imagen. ¿Sería algún elemento de la mitología mexicana? ¿Algún dios antiguo, precolombino? Sin embargo, cada vez que se esforzaba para recordarlo, el recuerdo se alejaba perversamente. ¿Y por qué aquella figura de pesadilla la acosaba ahora? ¿Porque estaba sola? Pero eso era absurdo. Nora se movió inquieta en la cama. No sentía ningún remordimiento por la separación o el divorcio inminente; estaba contenta de que Larry se hubiera ido. Deberían haber sido lo bastante juiciosos para poner fin a su matrimonio años antes. No quería que él volviera bajo ninguna circunstancia. Y sin embargo… Larry se había ido, y aquel monstruo con dos pieles la estaba hostigando. Finalmente, cansada por aquella inútil profundización en el recuerdo, Nora apagó el televisor y se dispuso a dormir. Despertó sintiéndose mareada. No era preciso que volviera la cabeza o abriera los ojos para saberlo, pero lo hizo. Naturalmente, el intruso estaba en la habitación. La perseguiría adondequiera que huyese. El hedor procedía de la piel putrefacta que llevaba, no del cubo de la basura de un vecino o de algo muerto entre las paredes. No parecía el producto de una alucinación, sino inequívocamente real, de pie junto al receptor de televisión y delante de las cortinas. Mientras le miraba, Nora deseó despertarse. Quería que aquel ser se fundiera, que desapareciese, pero seguía allí. Podía ver el brillo de sus ojos a través de los agujeros en la máscara de piel, y, de repente, se sintió más asustada de lo que había estado jamás en su vida. Cerró los ojos. El pálpito de la sangre en sus oídos era el sonido del miedo. No podría oírle si él se acercaba más. Incapaz de soportar la idea de lo que él podría hacer, sin que ella le viera, Nora abrió los ojos. El intruso seguía allí. No parecía haberse movido. Pensó que debía salir. Tenía que dar a la figura la oportunidad de desvanecerse, como siempre lo había hecho hasta entonces. Pero estaba desnuda, no podía salir de aquella manera, y todas sus ropas estaban en la silla, al lado de la ventana, muy cerca de él. Supo que de un momento a otro se echaría a gritar. Ya estaba temblando… Tenía que hacer algo. Con las piernas debilitadas por el miedo, Nora bajó de la cama y se dirigió tambaleándose al baño. Cerró la puerta tras ella y oyó el tranquilizador sonido del seguro cuando oprimió el botón. Permaneció de pie, apoyada en la superficie de formica que rodeaba la pica, la cabeza gacha, respirando entrecortadamente, esperando que el miedo cediera. Cuando se calmó, levantó la cabeza y se miró en el espejo. Allí estaba, la misma Nora de siempre. Sin marido, huida de su casa debido a los nervios, rodeada por la esterilidad gris y blanca de un cuarto de baño de hotel. No había ningún motivo para estar allí… ni en aquel edificio, ni en El Paso, ni en Texas, ni en esta vida. Pero allí estaba, viviendo como si todo tuviera algún objetivo, y por la única razón de que no sabía qué otra cosa podría hacer… No tenía la menor idea de cómo empezar de nuevo. Captó un atisbo de movimiento en el espejo, seguido del claro reflejo de aquel que había ido a por ella: la cabeza enfundada en la máscara de otro rostro, cubierta rudamente por ella. Nora miró con calma al espejo, directamente al reflejo de aquellos ojos. Vio que eran castaños, muy parecidos a unos ojos que recordaba haber visto en México. Sintiendo una especie de alivio porque ya no existía ningún lugar hacia el que huir, Nora se dio la vuelta para enfrentarse al intruso, para ver a aquel hombre bajo su piel muerta por primera vez en una distancia plenamente iluminada. —Ella te ha enviado —le dijo, y se dio cuenta de que ya no tenía miedo. La piel era horrible, de un color gris listado con los bordes desgarrados y negros. Pero ¿y el hombre que estaba debajo? Había visto sus ojos. De repente, mientras miraba fijamente la figura, recordó su nombre, tan claramente como si lo hubiera visto escrito en el espejo: Xipe, el Desollado. Había acertado al pensar en algún antiguo dios mexicano, pero no sabía nada más de él, ni necesitaba saberlo. No era un sueño que requiriese una interpretación… Ahora estaba allí. Vio que llevaba un cuchillo curvo, y observó sin temor cómo se quitaba la piel que le cubría y la arrojaba al suelo. Revelado sin la piel externa que le desfiguraba, Xipe era un joven moreno de rostro puro y atractivo. A Nora no le pareció mexicano, sino indio, un noble de antigua estirpe. El hombre le sonrió y ella le devolvió la sonrisa, convencida ahora de que nunca había tenido ningún motivo para temerle. Él le ofreció el cuchillo, y sus ojos le prometían que sería muy fácil. No había ningún temor, ningún interrogante en sus profundidades. Parecía decir: «Quítate la vieja piel, la vieja vida, como yo he hecho, y renace». Como ella titubeaba, él alargó la mano libre y trazó una línea a lo largo de su piel. El contacto de aquella mano quemaba como el hielo. La piel de Nora estaba demasiado tensa. Xipe, suave, limpio y nuevo, la observaba, ofreciéndole la hoja ritual. Al final, ella tomó el cuchillo e hizo la primera incisión. Yare MANLY WADE WELLMAN Manly Wade Wellman nació en Angola en 1903, pero hoy está plenamente identificado con Carolina del Norte, donde vive con su esposa Frances (la cual colaboró en otra época en la revista Weird Tales y que ahora ha vuelto a escribir). Manly es un corpulento caballero sureño que toma vasos de Jack Daniels y fuma unos cigarros horribles. Ha escrito bajo muchos seudónimos, y su nombre, junto con mucha información esencial, figura en Who’s Who in Horror and Fantasy Fiction. Entre sus obras sobresalen Who Fears the Devil?, sobre el luchador sobrenatural John (el cual también aparece en otras novelas), Lonely Vigils, The Beyonders, The Old Gods Waken, After Dark, Sherlock Holmes’ War of the Worlds (escrita en colaboración con su hijo Wade e impublicable en Gran Bretaña) y la enorme colección Worse Things Waiting, la cual ganó merecidamente el World Fantasy Award, y en 1978 recibió el premio literario North Carolina Award. August Derleth ha dicho de los relatos de John que son «sui géneris y al propio tiempo auténtico folklore norteamericano». Esto también puede decirse de «Yare». Caía la tarde y los cuatro estaban junto a las brasas avivadas por el viento, con los utensilios preparados. La ladera, por debajo de la montaña Black Ham, tenía varias agrupaciones de árboles, con extensiones de hierba entre ellas. El joven Hal Stryker se sentía privilegiado por estar allí, y dejaba que los demás contemplaran su cabello rubio y largo y sus tejanos remendados. Poke Jendel le había presentado a los demás cuando llegaron. —Éste es Hal Stryker, el tío que os dije que traería. Hal, dale la mano a Seth Worley y a ese barbudo, Reed Lufbrugh, que hace un buen licor de alambique y me parece que ha traído una jarra. Hal es de la llanura, y quiere ver cómo hacemos las cosas aquí, en la montaña. —Como esta caza de zorros —añadió Stryker—. Tengo noticias de cómo los cazáis, pero es mejor ver una cosa que oír hablar de ella. —Nunca se ha dicho nada más cierto —aprobó Seth Worley, delgado como un cuchillo de caza y con el mismo aspecto de disponibilidad, el cabello negro y la mandíbula en forma de reja de arado. Jendel era el más menudo de los presentes, pero membrudo y con una expresión de astucia en su rostrocaballuno, las manos anchas, diestras en el manejo de armas, herramientas y, sobre todo, el banjo. Lufbrugh era el mayor, y tenía el cabello escaso y gris, la barba hirsuta y el bigote con las guías curvadas como cuernos de búfalo. Estaban sentados en piedras cuadradas, vestidos con ropas ásperas y todos de buen humor. Sólo Stryker carecía de arma; las de los otros estaban al alcance de la mano. Atados a unas raíces próximas, media docena de perros se movían y jadeaban. Todos menos uno eran lebreles de color marrón manchado. La excepción era un animal de raza escandinava, de pelaje espeso y orejas erguidas, a la expectativa. —Los perros están preparados para partir —dijo Worley—, y esta noche espero oírles correr detrás de alguna presa. Puso en la sartén las piezas de dos pollos troceados, mientras Poke Jenkel agitaba harina con agua y sal en otra sartén, para hacer pan de maíz. Lufbrugh abrió su jarra y bebieron por turno, con el recipiente apoyado en el antebrazo. —Es bueno —comentó Stryker, satisfecho del sabor fuerte del licor. —Mejor que el whisky del gobierno —dijo Lufbrugh—. Puro como agua de manantial. No lo ha tocado más que la madera del barril, el cobre del alambique y la arcilla de la jarra. Stryker miró la piedra en la que estaba sentado. —Parece como si en otro tiempo hubiese habido aquí una casa. —Hace muchos años —confirmó Jendel, moviendo la cabeza por encima de la sartén—. Aquí vivió un tío que se llamaba Yare. Su casa ha desaparecido, lo mismo que él. Yo no le recuerdo, creo que no había nacido. —¿Qué significa Yare? —preguntó Stryker. —Me parece que no es más que un apodo —dijo Jendel—. No sé cuál era su nombre verdadero. La gente se limitaba a llamarle Yare. —Yo era pequeño cuando Yare andaba por aquí —añadió Lufbrugh, con la jarra en el regazo—. No era de aquí, venía de lejos, y aseguraba amar a los animales y odiar a los cazadores. —¿Y cómo se tomaba eso la gente? —inquirió Stryker, que tampoco era un cazador entusiasta. —Siempre tenían altercados —replicó Lufbrugh—. Oí decir que tenía poderes de no sé dónde. Podía hacer que lloviera cantando cierta canción, podía matar un cultivo en el campo si no le gustaba el tío que lo había plantado. —Mi viejo me habló de él —dijo Jendel, que seguía removiendo la sartén—. Si matabas un ciervo, aplicaba su manaza empapada en sangre en la puerta de tu casa, y la sangre no se secaba y goteaba durante días. —Yo he oído la misma historia —dijo Worley, y echó un polvo oscuro a la salsa del pollo—. Esto no es ningún veneno, sino café instantáneo. Le da buen sabor. —Pero habéis dicho que ese Yare está muerto —dijo Stryker. —Eso dice la gente —replicó Lufbrugh—. Pero yo todavía no tengo noticias de dónde puede estar su tumba. Jendel empuñó cuchillo y tenedor y procedió cuidadosamente a dar la vuelta a la torta de maíz en la sartén. —Ya empieza a ser hora de soltar a los perros. —Yo lo haré —se ofreció Worley. Se levantó y desenganchó las correas de los collares. Avanzó algunos pasos con los perros, hasta que éstos se agruparon y husmearon el suelo astutamente. Entonces echaron a correr, con los hocicos a ras de tierra. Se dirigieron hacia la mole distante de la montaña Black Ham, sobre la que brillaba tenuemente una luna como un melón. Los hombres los contemplaron. —Bueno, vamos a comer —dijo Jendel poco después. Cortó la torta de maíz a triángulos y los colocó en platos de cartón. Worley extrajo los jugosos trozos de pollo. Lufbrugh repartió los cubiertos. Stryker probó el pollo y comprobó que era tan sabroso como Worley había prometido. A lo lejos, en la oscuridad, un perro ladraba rítmica y trémulamente. —Ése que ladra es «Tromp» —les informó Jendel—. Lo conocería entre un millar. —¿Cómo es que no los seguís? —inquirió Stryker. —Con esa jauría de perros inteligentes, no hace falta que demos un paso — explicó Lufbrugh, echando una cucharada de salsa sobre la torta—. Nos quedamos aquí sentados y les gritamos las órdenes, les decimos que traigan hacia aquí la presa. —He oído decir que los cazadores de la llanura cabalgan tras el zorro vestidos con casacas rojas —comentó Jendel—. Debe de ser muy molesto. Se oyó el ladrido de otro perro, como un tañido de campana. —Ése es mi «Giff» —dijo Worley—. Cuando ladra así es que la presa está cerca. Ya están a buena distancia de aquí. —Y la harán venir hasta aquí —predijo Lufbrugh, que mordisqueaba un muslo de pollo. Stryker tomó un bocado de torta con salsa. —Lo que habéis dicho de ese hombre, Yare, es interesante —dijo de improviso. —Te conozco, Hal —replicó Jendel con una sonrisa—. Te gusta oír hablar de fantasmas, brujas y esas cosas. —Habéis dicho que vivió aquí, precisamente donde ahora estamos. —Su casa se levantaba sobre estas mismas piedras —dijo Lufbrugh—. La incendiaron. —¿Por qué? —A la gente no le gusta mucho Yare. Miraron a Stryker y éste sonrió. Como Jendel había dicho, le gustaba esa clase de historias, sobre todo en un lugar como aquél, a aquellas horas de la noche y con los perros ladrando a lo lejos. —¿Por qué no les gustaba? —preguntó, porque los otros esperaban que lo hiciera. —Fastidiaba a los cazadores —dijo Lufbrugh con la boca llena—. Quería a los animales más que a la gente…, es decir, a los animales salvajes. No valoraba las vacas, los pollos o los cerdos. Decía que estaban domados y que merecían morir. La gente sospechaba que de noche robaba animales domésticos para comérselos. Pero detestaba la matanza de ciervos y mapaches, e incluso la pesca. —¿Tenía familia? ¿Esposa? —Ninguna chica le habría mirado —dijo Lufbrugh—. Era demasiado peludo. —¿Cómo era eso? —Tenía pelo por todas partes —replicó Lufbrugh—, no sólo una barba como la mía. El pelo le cubría toda la cara, incluso la nariz… Le vi una o dos veces y pude comprobarlo. Y los brazos, las manos, todo lo que dejaban ver los harapos con que se cubría… también eran peludos, como un oso o un gato salvaje. Era un pelo oscuro y mate, sin ningún brillo, realmente repugnante. Si ha muerto, mejor para todos. —Si estuviera vivo, tendría ya cien años —dijo Jendel. —Mi abuelo vivió más de cien —replicó Worley—, y la mañana del día que murió anduvo cuatro kilómetros, recogiendo nueces. —Yare era un hombre muy alto —siguió diciendo Lufbrugh—. Debía de medir casi dos metros, y tenía unos brazos tan largos que casi le llegaban al suelo. Stryker permanecía en silencio, tratando de imaginar una figura semejante. Jendel tomó otro bocado. —Como he dicho, yo aún no había nacido cuando Yare andaba por aquí, pero he oído decir que no era humano, que lo había engendrado algún diablo. —Tenía un aspecto bastante diabólico —añadió Lufbrugh—, y su manera de comportarse no lo era menos. Asustaba a la gente, quizá incluso mató a un par de tipos… Worley asintió. —He oído decir que de vez en cuando desaparecía una pareja de cazadores, y nadie encontró jamás sus cuerpos. —Ni nadie encontró el cuerpo de Yare —apostilló Lufbrugh. A lo lejos los perros se pusieron a ladrar al unísono, como un coro. —Han dado con algo —dijo Jendel—, y ahora están tratando de capturarlo. Terminaron de comer mientras proseguía el lejano concierto de ladridos. Jendel echó las sobras al fuego, que crepitó ávidamente. Lufbrugh volvió a pasar la jarra. La luna estaba muy alta por encima de la montaña Black Ham. —Ahora escucha a los perros —dijo Worley. El griterío del coro se intensificó, como si la jauría siguiera una pista a lo largo de la cuesta. Los ladridos eran briosos y reflejaban una intención mortífera. —Saben que se están acercando —decidió Worley—. Pronto podrán ver la presa que persiguen y le darán alcance. Los ladridos se alzaron al unísono, y luego se extinguieron todos menos uno. Jendel lo identificó. —Es «Tromp», que ahora debe de llevar la delantera. Los ladridos se hicieron más débiles. —Se están alejando mucho, pero sin duda traerán la presa hacia aquí —dijo Lufbrugh en tono confiado—. ¿Alguien quiere otro trago? Se pasaron la jarra por turno. —Volvamos a ese Yare —dijo Stryker—. ¿No hay
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