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Andrea Laurence - Treinta Días Juntos - Gabriel Solís

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Tenía treinta días para demostrarle que era el marido perfecto. 
Amelia y Tyler, amigos íntimos, se habían casado en Las Vegas por 
capricho. Pero antes de que pudieran divorciarse, ella le confesó 
que estaba embarazada, por lo que Tyler no estaba dispuesto a 
consentir que cada uno siguiera su camino. 
Amelia siempre había soñado con un matrimonio perfecto y no creía 
que aquel millonario fuera el hombre de su vida, a pesar de la 
amistad que los unía. Sin embargo, le dio un mes para que le 
demostrara que estaba equivocada. 
 
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Prólogo 
 
–¿Quieres marcharte de aquí? 
Amelia Kennedy se volvió y miró los azules ojos de su mejor 
amigo, Tyler Dixon. Él sería, desde luego, quien la salvaría. 
–Sí, por favor. 
Se levantó de la mesa y aceptó la mano que le ofrecía. 
Contenta, lo siguió hasta que salieron del salón de baile, cruzaron el 
casino y llegaron a la calle. Estaban en Las Vegas. 
El simple hecho de respirar el fresco aire del desierto hizo que 
Amelia se sintiera mejor. 
¿Por qué había creído que la reunión de antiguos alumnos del 
instituto sería divertida? Se reducía a un montón de gente que 
nunca le había caído bien alardeando de la maravillosa vida que 
llevaba. Aunque no le importaba en absoluto lo que Tammy 
Richardson, animadora deportiva muy pagada de sí misma, hubiera 
conseguido en su vida, oírla fanfarronear había hecho que Amelia 
se sintiera menos orgullosa de sus propios logros. 
Y era ridículo. Amelia era la dueña, junto con otras tres socias, 
de una empresa con mucho éxito. Sin embargo, que no tuviera 
alianza matrimonial ni fotos de un bebé en el teléfono móvil la había 
convertido en la excepción de la noche. 
El viaje había sido un desperdicio de sus escasos días de 
vacaciones. 
Bueno, no del todo. Había merecido la pena por volver a ver a 
Tyler. Eran muy buenos amigos, aunque, últimamente, estaban tan 
ocupados que, con suerte, se veían una vez al año. Aquella reunión 
había sido una buena excusa para hacerlo. 
Bajaron por la calle de la mano sin pensar en ir a un sitio 
concreto. Daba igual dónde acabaran. Cuanto más se alejaban del 
lugar de la reunión, de mejor humor se ponía Amelia. Era eso o, a 
juzgar por cómo le flaqueaban las rodillas, que el tequila le estaba 
haciendo efecto. 
Un estruendo llamó su atención y se detuvieron frente al 
Mirage para contemplar la erupción periódica del volcán que había 
fuera. 
Se apoyaron en la barandilla. Amelia reclinó la cabeza en el 
hombro de Tyler y suspiró, contenta. Verdaderamente, lo echaba de 
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menos. El mero hecho de estar con él hacía que todo le pareciera 
mejor. En sus brazos hallaba una comodidad y un consuelo que no 
había encontrado en ningunos otros. Aunque nunca habían salido 
como pareja, Tyler había puesto el listón muy alto para las 
posteriores relaciones de Amelia; tal vez demasiado alto, ya que 
seguía soltera. 
–¿Te encuentras mejor? –pregunto él. 
–Sí, gracias. Ya no podía seguir viendo más fotos de bodas y 
de bebés. 
Tyler le echó el brazo por los hombros. 
–Ya sabes que eso es lo que suele suceder en esas 
reuniones. 
–Sí, pero no me esperaba que me fuera a sentir… 
–¿Una mujer de negocios con talento, éxito y control de su 
propio destino? 
Amelia suspiró. 
–Estaba pensando más bien en una fracasada en mis 
relaciones con los hombres. 
–Olvídalo –dijo él con voz grave. Se volvió hacia ella y le 
levantó la barbilla para que lo mirara a los ojos–. Eres maravillosa. 
Eres guapa, tienes talento y éxito. Cualquier hombre sería 
afortunado si formaras parte de su vida. Simplemente, todavía no 
has encontrado a uno digno de ti. 
Era una hermosa idea, pero no alteraba el hecho de que 
llevaba mucho tiempo buscando al hombre ideal sin resultado. 
–Gracias, Ty –dijo ella, de todos modos, al tiempo que lo 
abrazaba por la cintura y apoyaba la cabeza en su pecho. 
Él la estrechó en sus brazos y le apoyó la barbilla en la 
cabeza. Era solo un abrazo, como el que se habían dado cientos de 
veces. Pero esa noche fue distinto. De pronto, ella notó el 
movimiento de los duros músculos masculinos bajo la camisa. El 
olor de su colonia le hizo cosquillas en la nariz, lo que le dio ganas 
de ocultar la cabeza en su cuello, aspirar el cálido aroma de su piel 
y acariciarle la incipiente barba. 
Sintió una oleada de calor en las mejillas que no tenía nada 
que ver con las llamas que saltaban sobre el agua a su lado. Sintió 
una calidez enroscándosele en el vientre y el despertar del deseo. 
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Era una excitación conocida, pero que nunca la había relacionado 
con Tyler. Era su mejor amigo. 
Quería más. Deseaba que le demostrara lo hermosa que era y 
el talento que tenía con las manos y con la boca, no con palabras. 
Era un pensamiento peligroso, pero no pudo apartarlo de su mente. 
–¿Te acuerdas de la noche de la graduación? 
–Por supuesto –respondió ella al tiempo que se apartaba de él 
para poner fin al contacto físico que le hacía circular la sangre más 
deprisa. 
No podía olvidar esa noche. Ambos habían tenido que 
soportar una fiesta familiar y se habían escapado juntos a acampar 
en el desierto. Ella había conducido hasta un extremo de la ciudad, 
donde, por fin, habían visto las estrellas. 
–Bebimos vino y estuvimos despiertos toda la noche 
observando el cielo en busca de estrellas fugaces –añadió ella. 
–¿Recuerdas el pacto que hicimos? 
Amelia pensó en aquella noche. Los detalles eran borrosos, 
pero recordaba que habían jurado algo. 
–No lo recuerdo. 
–Acordamos que si seguíamos solteros cuando llegara la 
décima reunión nos casaríamos. 
–Ah, sí –dijo ella–. Ya lo recuerdo. 
A los dieciocho años, tener veintiocho les había parecido ser 
ancianos. Si para entonces no estaban casados, ya podían perder 
toda esperanza. Se juraron que se salvarían mutuamente de una 
mediana edad solitaria. 
–Tener veintiocho años no me parece lo que creía entonces, 
desde luego –prosiguió Amelia–. Me sigo sintiendo joven y, sin 
embargo, a veces me siento la persona más anciana y aburrida del 
mundo. Lo único que hago es trabajar. Nunca corro aventuras como 
las que corríamos juntos. 
Tyler estudió su rostro con el ceño fruncido. 
–¿Estás dispuesta a correr una esta noche? Te garantizo que 
te animará. 
Era exactamente lo que necesitaba. 
–Estoy totalmente dispuesta. ¿Qué es lo que te propones? 
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Tyler sonrió y la tomó de la mano. Ella sintió un escalofrío y 
supo que haría cualquier cosa si él le sonreía de aquella manera. A 
continuación, Tyler apoyó una rodilla en tierra y ella se dio cuenta 
de que la aventura iba a ser mucho más grande de lo que se 
esperaba. 
–Amelia, ¿quieres casarte conmigo? 
 
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Capítulo Uno 
 
–Amelia… –la presionó Gretchen–. Dime que no te has 
casado en Las Vegas en una de esas capillas decoradas con tan 
mal gusto. 
Amelia respiró hondo y asintió lentamente. 
–Sí –reconoció–. Los detalles no los tengo muy claros, pero 
me desperté casada con mi mejor amigo. 
–Un momento –Bree alzó las manos con expresión de 
incredulidad–. ¿Has dicho que estás casada? ¿Casada? 
Amelia miró a sus dos socias y amigas sin tener la certeza de 
poder repetir lo que había dicho. Ya le había costado decirlo la 
primera vez. De hecho, no lo había reconocido en voz alta hasta 
ese momento. Las semanas anteriores le parecían un vago sueño, 
pero, ante la mirada de asombro de Gretchen y Bree, de pronto le 
parecieron muy reales. 
–La reunión de antiguos alumnos del instituto no salió como la 
había planeado –explicó–. Pensé que volver a Las Vegas sería 
divertido, pero no lo fue. Todo el mundo se dedicó a mostrar fotos 
del día de su boda y de sus hijos… 
El triste estado de su vida amorosa se le había hechopatente 
esa noche. Llevaba diez años intentando encontrar novio y no había 
conseguido sino una serie de relaciones ni siquiera dignas de ese 
nombre. Y no estaba dispuesta a aceptar nada que no fuera un 
amor eterno, lo cual no parecía estar a su alcance. 
Su frenética profesión no le había facilitado las cosas. Desde 
que había acabado los estudios en la universidad, se había 
centrado en levantar la empresa que había creado con sus socias. 
Dirigir un local donde se organizaban bodas era estresante, y su 
especialidad, la gastronomía, era una tarea pesada. Entre probar 
los menús, realizar los preparativos y hacer las tartas, el día de la 
boda era el menor de sus problemas. 
Le encantaba su trabajo, pero le dejaba poco tiempo para 
dedicarse a buscar el amor y la familia con los que siempre había 
fantaseado. 
–Me compadecía de mí misma. Tyler, mi mejor amigo, no 
cesaba de traerme bebidas y, al final, decidimos marcharnos de la 
fiesta. 
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–Sáltate esa parte –dijo Gretchen. 
Amelia negó con la cabeza. 
–Tengo un recuerdo borroso, pero Tyler me recordó un pacto 
estúpido que habíamos hecho la noche de nuestra graduación. 
Juramos que si en la décima reunión de antiguos alumnos aún no 
nos habíamos casado, nos casaríamos él y yo. 
–¡No puede ser! –exclamó Bree. 
–Pues así es. 
Amelia tampoco podía creérselo, pero lo había hecho. Al 
despertarse a la mañana siguiente, el anillo con diamante que 
llevaba en el dedo y el hombre desnudo que se hallaba a su lado 
confirmaron sus peores temores. La noche anterior no había sido un 
sueño, sino que había sucedido en realidad: se había casado con 
su mejor amigo. 
–Lo hicimos por diversión. En el instituto siempre se nos 
ocurrían locuras. Tyler intentó animarme proponiéndome 
matrimonio para que no volviera a sentirme excluida en la reunión. 
En su momento, me pareció una solución brillante. 
–Siempre es así –observó Gretchen, como si hubiera tenido 
un buen número de impetuosas experiencias. 
–¿Qué habías bebido, por Dios? –preguntó Bree mientras 
apartaba la revista de boda que habían estado hojeando para los 
preparativos de su boda. 
Amelia no hizo caso de la pregunta. 
–De todos modos, tenemos la intención de anular la boda lo 
antes posible. Tyler vive en Nueva York y yo, aquí, por lo que es 
evidente que no funcionaría a largo plazo. 
¿Funcionar? ¿De qué hablaba? Por supuesto que no iba a 
funcionar. Se había casado con Tyler, su mejor amigo desde el 
instituto. Lo sabía todo de él, y estaba segura de que Tyler no era el 
hombre ideal. Trabajaba mucho y viajaba sin parar. Lo quería, pero 
no podía contar con él. Pero ahí estaba, casada con él. 
–Hasta ahora, la anulación no está resultando como 
esperaba. Parece ser que no se puede anular un matrimonio en 
Tennessee solo por haberse casado por capricho. De todos modos, 
Tyler ha estado de viaje todo el tiempo y no hemos podido iniciar el 
proceso. Solo he recibido de él algunos mensajes de texto desde 
Bélgica, Los Ángeles y la India. Ni siquiera hemos hablado por 
teléfono desde que me marché de Las Vegas. 
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–¿Crees que de verdad está ocupado o que te está evitando? 
–preguntó Gretchen–. Es una situación incómoda. No me imagino 
acostándome con uno de mis compañeros de instituto. Si el sexo no 
fuera bueno, sería difícil volver a verlo. Si fuera bueno, sería todavía 
peor. 
–El sexo fue estupendo –confesó Amelia. Inmediatamente 
después, se llevó la mano a la boca. ¿Había dicho eso en voz alta? 
Negó con la cabeza. Lo había dicho porque era verdad. Tyler era el 
amante más atento y experto que había tenido. En la noche de 
bodas lo habían hecho cinco veces. No sabía qué pensar al 
respecto. 
–Pues cuéntanoslo –dijo Bree con una sonrisa en los labios. 
–No. Ya he hablado bastante. 
–Tal vez esté dando largas a la anulación con la intención de 
volver a disfrutar contigo –sugirió Gretchen. 
–Pues no lo va a conseguir. Ambos sabemos que fue una 
aventura de una noche –afirmó Amelia, a pesar de que sabía que 
no era verdad. Quería más, aunque no debiera–. Simplemente está 
ocupado. Siempre lo está. 
Era evidente que a Tyler no le preocupaba mucho solucionar 
aquello. En los mensajes que Amelia había recibido, le decía que se 
tranquilizase. Si la anulación era imposible y tenían que divorciarse, 
no había prisa. Así que, a menos que ella se hubiera enamorado 
locamente y necesitara casarse, no había para tanto. Él la conocía 
bien y sabía que las probabilidades de que eso sucediera eran 
extremadamente bajas. 
Pero para ella sí era importante. 
–¿Así que vas a abandonar al hombre que te ha 
proporcionado los mejores orgasmos de tu vida? –Gretchen frunció 
el ceño–. Yo no creo que fuera capaz aunque no soportara al tipo. 
Pero Tyler y tú os queréis. No hay un gran salto de ser amigos a ser 
amantes, ¿no? 
–Te aseguro que es un salto enorme. 
Amelia estaba segura de que aquella noche no debía 
repetirse. Tyler llevaba años siendo su mejor amigo, pero ella nunca 
había pensado en la posibilidad de que hubiera algo más entre 
ellos. No quería poner en peligro su amistad al llevarla a un nivel 
superior, ya que, si fracasaba, y tenía muchas probabilidades de 
hacerlo, perdería a la persona más importante de su vida. 
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Además, ser amigos y ser amantes eran cosas muy distintas. 
Ser amigos era fácil. Amelia soportaba su autoritarismo y sus largos 
silencios del mismo modo que él le aguantaba su romanticismo y 
sus manías. No era importante porque, como amigos, no influía 
directamente en ellos. Salir con alguien, sin embargo, magnificaba 
esas rarezas, y la relación se rompía. 
Su estado emocional en la reunión parecía haber alejado esas 
preocupaciones de su mente. Y solo recordaba el momento en que 
estaba a punto de consumar su matrimonio. Entonces, nada le 
había importado más que desnudar a Tyler y probar el fruto 
prohibido. 
Su cuerpo duro y sus caricias expertas habían sido una 
inesperada sorpresa, y no había conseguido saciarse de él. Incluso 
ahora, pensar en volverlo a acariciar le producía una excitación por 
todo el cuerpo que despertaba partes del mismo que nunca antes 
habían latido de deseo por Tyler. 
Desde que había vuelto de Las Vegas, estaba obsesionada 
con la noche que habían pasado juntos. El matrimonio podía 
deshacerse, pero los recuerdos… Eran imborrables. La forma de 
acariciarla, la forma de extraer placer de su cuerpo como si él 
llevara toda la vida estudiando para ese momento… No podría 
volver a su alegre estado de ignorancia anterior. Había probado el 
fruto prohibido. 
Le llegó un mensaje de texto. Frunció el ceño cuando vio el 
remitente. Hablando del rey de Roma… 
Por desgracia, no contestaba al millón de preguntas que se 
hacía ni la compensaba por las semanas de espera por las que la 
había hecho pasar desde la boda. Lo único que decía era: «¿Estás 
trabajando?». 
«Sí», respondió ella. 
Podría llamarlo cuando la reunión con sus socias acabara. 
Entraría en su despacho, cerraría la puerta y tendría con Tyler la 
conversación que tanto necesitaban para dar por concluido aquel 
asunto. 
Natalie, la organizadora de bodas y directora de la empresa, 
llegaría en cualquier momento con los cafés, como hacía todos los 
lunes por la mañana. Ni siquiera la última catástrofe de la vida de 
Amelia alteraría la rutina de Nat. 
Como si la hubiera convocado con el pensamiento, Natalie 
empujó la puerta de la sala de reuniones y se detuvo en el umbral. 
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Llevaba una bolsa con las cuatro tazas de cartón con café, como 
siempre, pero tenía una extraña expresión en el rostro. Su calma 
habitual había desaparecido y apretaba los labios. Algo iba mal. 
–¿Qué te pasa, Natalie? –pregunto Bree. 
Natalie la miró y después giró la cabeza para fijarse en 
Amelia. 
–Hay un tipo increíblemente atractivo que quiere verte, 
Amelia. Dice quees tu… esposo. 
Alguien lanzó un grito. Amelia no supo quién de las cuatro. 
Probablemente ella. Se levantó de un salto con expresión de 
pánico. 
Natalie tenía que haberse equivocado. 
–¿Qué aspecto tiene? 
Natalie enarcó las cejas. 
–Hace cinco minutos no pensaba que tuvieras esposo ni, 
mucho menos, que tuvieras tantos que no supieras de quién te 
hablo. 
–¿Es alto, de cabello rubio oscuro, cejas pobladas y ojos 
azules? 
Natalie asintió lentamente. 
–El mismo. Te está esperando en el vestíbulo y lleva una 
alianza matrimonial. ¿Me he perdido algo? 
Gretchen soltó un bufido. 
–Pues sí. 
Natalie entró en la sala, dejó los cafés en la mesa y se cruzó 
de brazos. 
–¿Estás casada con ese hombre? 
–Sí. 
–¿Tú? ¿La misma que tenía su boda planeada desde los 
cinco años?, ¿la misma que hace solo unas semanas se quejaba de 
no tener a una persona especial en su vida? Eres la misma 
persona, ¿verdad? ¿No serás el doble de Amelia? 
Amelia deseó poder atribuir su imprudente comportamiento a 
influencias ajenas, pero solo era culpa suya. Natalie tenía derecho a 
estar sorprendida. Amelia llevaba planeando su boda desde hacía 
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veintitrés años. Y el contenido era básicamente el mismo. Teniendo 
en cuenta que nunca había estado prometida, era excesivo. 
Siempre había soñado con una boda con cientos de invitados, 
toneladas de apetitosa comida, baile y un montón de detalles 
elegantes que le encantaban. Lo único que necesitaba era que el 
amor de su vida se pusiera un esmoquin de Armani e hiciera 
realidad sus sueños. 
Era inimaginable que hubiera lanzado todo aquello por la 
borda para recorrer la nave de una capilla con música de Elvis y 
casarse con su mejor amigo. Pero Las Vegas parecía ejercer ese 
poder sobre la gente. 
–Es una larga historia. Que te la cuenten ellas –dijo mientras 
se dirigía a la puerta. 
–Por lo menos, ¿no quieres café? –preguntó Natalie 
sosteniendo una taza. 
Amelia extendió el brazo para agarrarla, pero le llegó su 
intenso olor, que le produjo una arcada. Hizo una mueca y 
retrocedió. 
–No, gracias. Quizá más tarde. Ahora no me apetece. 
Dio media vuelta a toda prisa y desapareció por el pasillo 
mientras oía la voz de Natalie. 
–¿Podría explicarme alguien qué está pasando? 
 
 
Tyler Dixon estaba esperando en el vestíbulo cuando la mujer 
de cabello oscuro se fue por el pasillo a dar su recado, estaba 
seguro de que Amelia saldría corriendo a su encuentro y se lanzaría 
hacia él para saludarlo con un gran abrazo y un beso en la mejilla, 
como hacía siempre. 
Miró su reloj Rolex y empezó a preguntarse si no habría 
calculado mal. Sabía que Amelia estaba allí antes de que ella le 
mandara el mensaje, ya que había reconocido su coche en el 
aparcamiento. Eso significaba que estaba enfadada y que le hacía 
esperar por no haberla prestado atención durante tantos días, o que 
trataba de evitarlo porque le daba vergüenza volver a verle después 
de que hubieran tenido relaciones sexuales. 
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No sabía de qué podía sentirse avergonzada. Desde luego 
que se habían extralimitado, pero podrían arreglarlo. Ya habían 
capeado otros temporales en sus años de amistad. 
Probablemente estuviera enfadada porque no le había 
devuelto las llamadas. Había tenido un horario muy apretado desde 
que se habían visto. Había comprado diamantes en bruto y los 
había llevado a la India para que los tallaran. En Bélgica había 
comprado un broche de zafiros antiguo que había pertenecido a la 
realeza francesa de antes de la Revolución. Había cerrado un 
importante trato con un diseñador de joyas de Beverly Hills para 
suministrarle diamantes. Cuando pensaba en llamarla, las zonas 
horarias no coincidían. 
Por eso mismo, Tyler había dejado de tener relaciones serias. 
Se había quemado con Christine y aprendido la lección. Sabía que 
a la mayoría de las mujeres no les gustaba su horario laboral, 
aunque sí el dinero que le proporcionaba. Al principio, que se 
dedicara a la venta de diamantes y que realizara tantos viajes 
exóticos las emocionaba, pero no tardaban en darse cuenta de que 
eso implicaba que siempre estaba fuera. 
A Amelia nunca le había importado su trabajo y lo que 
suponía. ¿Había cambiado de opinión al estar casados? 
Amelia era su mejor amiga y haría lo que fuera por hacerla 
feliz. Se ocuparían del divorcio. Por eso había ido a verla en cuanto 
había tenido la oportunidad. A pesar de lo que creyera ella, no 
intentaba retrasar la separación, aunque, siendo sinceros, una parte 
de él se entristecía al pensar que nunca volvería a acariciar las 
suaves curvas de su cuerpo. 
Siempre se había contentado con ser su amigo, pero no le 
importaría pasar algo más de tiempo explorando su cuerpo antes de 
volver a ser simplemente amigos. Solo había gozado de ella 
brevemente, lo cual no era suficiente con una mujer como ella. 
Pero, al final, sabía que su amistad prevalecería por encima 
de todo lo demás. Amelia era la persona más importante de su vida, 
y no estaba dispuesto a poner eso en peligro ni siquiera por volver a 
hacerle el amor. No solo era su mejor amiga, sino la fuerza que 
guiaba su vida. 
En la escuela, él era invisible. Amelia había reparado en él 
cuando nadie más lo hacía. Había visto su potencial y lo había 
estimulado para hacer algo con su vida. En los diez años anteriores, 
Tyler había creado una empresa que se dedicaba a la compraventa 
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de piedras preciosas y antigüedades. Tenía un nivel de vida que 
jamás se hubiera imaginado de niño, un niño pobre criado en Las 
Vegas. Amelia le había hecho creer que podría conseguir todo 
aquello. 
No, no pondría en peligro su amistad por el mejor sexo que 
pudiera haber en el mundo. 
Tyler alzó la cabeza y vio que Amelia lo miraba desde la 
puerta. Ella no corrió ni se lanzó a sus brazos, pero él ya no se 
esperaba una entusiasta bienvenida. Se contentaba con que no lo 
hubiera tenido esperando indefinidamente. 
Ella dio unos pasos indecisos sin decir nada. Tenía un 
aspecto estupendo. Él admiró lo bien que le quedaba el vestido de 
color púrpura, que se le ceñía al abundante pecho y le caía suelto 
hasta la rodilla. Llevaba leotardos negros y botas que realzaban sus 
bonitas piernas. 
En el profundo escote en forma de uve se veía un colgante 
con una amatista que él le había regalado por su cumpleaños. La 
piedra atrajo su atención hacia los senos femeninos. Amelia era 
menuda, pero el Señor la había bendecido con unos senos 
enormes. 
Tyler sabía que no debía mirárselos, pero se le agolparon los 
recuerdos de la noche de bodas y no pudo apartar la vista. Volvió a 
ver su cuerpo desnudo tumbado en la cama del hotel. Le 
cosquillearon las palmas de las manos con el recuerdo de las 
caricias de su piel de porcelana, del sabor de sus senos y de sus 
gritos, que resonaban en la habitación. 
De pronto, le pareció que hacía mucho calor en el vestíbulo. 
Era un destino cruel el que le había dado a una mujer tan deseable 
por esposa para luego quitársela. No podía quedarse con ella, 
debía recordarlo. Lo único que conseguirían sería decepcionarse 
mutuamente y arruinar su amistad. 
–Hola, Ames –dijo mirándola a los ojos. 
Ella tragó saliva mientras lo miraba con cautela. Con sus 
grandes ojos castaños, parecía una cierva que fuera a asustarse al 
menor movimiento. Siempre le había mirado con amor y adoración. 
Supuso que haberse casado le había destruido. Eso era un 
aperitivo de lo que sería tener una relación real con su exigente 
mejor amiga. La luna de miel apenas había acabado y ya tenía 
problemas. No debiera haber esperado tanto para hablar con ella. 
–¿A qué has venido, Tyler? 
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Parecía que se estaban saltando las cortesías de rigor. 
–He venido a hablar contigo. 
Ella se cruzó de brazos y lo senos estuvieron a punto de 
salírseles por el escote. 
–¿Ahora quieres hablar? ¿Y las pasadassemanas, cuando he 
intentado ponerme en contacto contigo sin resultado alguno? 
Parecía que todo esto no te importaba. ¿Y yo tengo que dejarlo 
todo ahora porque has decidido que ya estás listo para hablar de 
este lío? 
Tyler frunció los labios, pensativo, mientras se acariciaba la 
barbilla. No parecía el mejor momento para intentar convencerla de 
que no era para tanto. Siempre había sido una persona muy 
emocional, que se enfadaba fácilmente. Él había visto cómo 
descargaba su furia en antiguos novios, y no quería ser el 
destinatario de la misma. 
–Siento no haberte devuelto las llamadas. 
–Pues yo necesitaba hablar contigo –dio varios pasos hacia él 
y un mechón de cabello pelirrojo se le soltó y le enmarcó el rostro al 
tiempo que se le sonrojaban las mejillas–. Estamos casados, Tyler. 
¡Casados! No puedes hacer como si no lo estuviéramos. Aunque 
me gustaría que no hubiera sucedido, debemos enfrentarnos a ello 
y hablar. Has elegido el peor momento para no hacerme caso a 
causa de tu trabajo. 
–Lo sé –le tendió las manos en un gesto de apaciguamiento. 
Le dolió darse cuenta de lo consternada que estaba ella por la 
situación, pero ya nada podía hacer. Su trabajo estaba por encima 
de un falso matrimonio, aunque fuera con su mejor amiga–. Sé que 
hubiera debido llamarte, y te pido perdón. He tomado un avión 
hasta aquí en cuanto he podido para poder hablar contigo en 
persona. 
Eso pareció calmarla. Bajó los brazos y relajó los hombros. 
Pero su mirada seguía siendo de preocupación. Algo iba mal. Había 
algo más que su enfado con él. 
Conocía a Amelia mejor que nadie. Por teléfono, notaba si le 
pasaba algo, por lo que, frente a ella, era imposible no percatarse 
de que algo no iba bien. 
Ella volvió a cruzarse de brazos y él observó que no llevaba el 
anillo de casada. Él fue consciente del suyo en el dedo. No sabía 
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por qué, pero lo había llevado fielmente desde la boda. Lo irritó 
saber que era el único. 
–¿Dónde está el anillo? 
–En casa, en el joyero. Hasta hace cinco minutos, nadie sabía 
que me había casado, Tyler. No puedo ir luciendo un diamante 
gigante sin que me hagan un montón de preguntas. 
Estaba en lo cierto. A partir de determinado número de 
quilates, la discreción desaparecía. El anillo de Amelia tenía ocho. 
Lo había comprado unas semanas antes de la reunión y lo llevaba 
consigo, junto a una selección de otras joyas, a Los Ángeles, para 
mostrárselas a un posible comprador. Había podido ir a la reunión 
porque le pillaba de camino. En los últimos momentos, cuando 
pensaron en los anillos, él lo había sacado de la caja fuerte del 
hotel. Acordaron que cuando la broma acabara, ella se lo 
devolvería. 
–He querido mantenerlo en secreto el mayor tiempo posible –
prosiguió ella–. Cuanta menos gente lo sepa, mejor. Lo que para 
nosotros ha sido una aventura, para otros es un error ridículo. 
Probablemente fuera verdad. Tyler se quitó el anillo y se lo 
metió en un bolsillo. De pronto, le pareció que el dedo se le había 
quedado desnudo. Era asombroso cómo se había acostumbrado a 
él. 
–¿Podemos ir a hablar a algún sitio? –miró el reloj–. Es 
temprano. Te invito a tomar tortitas. 
Ella frunció el ceño. 
–Ahora no puedo, Tyler. Debería estar en una reunión. 
Aunque tú trabajes donde y cuando quieras, yo no estoy en el 
negocio de las joyas y me dedico a viajar cuando me apetece. Llevo 
una empresa con unas socias que confían en mí. Y los lunes 
siempre tenemos reunión. 
–Estoy seguro de que lo entenderán. Vamos, Ames. Podemos 
tomar huevos, salchichas y tortitas con sirope de arce. He tomado 
un avión en Laguardia y no he desayunado. Me muero de hambre. 
Amelia entrecerró los ojos durante unos segundos. Después 
los abrió y se llevó la mano a la boca. 
–No me hables de comida. 
–¿Cómo? 
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¿Qué le había dicho que pudiera ofenderla? Desayunar no era 
algo desagradable. 
–Que, por favor, no me hables de comida. 
Cerró los ojos con fuerza y tensó los músculos, tratando de 
controlarse. Él empezó a preocuparse. Quería acercarse a ella y 
hacer algo, pero pensó que no sería bienvenido. 
Al cabo de unos segundos, ella respiró hondo y pareció 
recuperarse. 
–No puedo hablar contigo ahora, Tyler. Te has presentado de 
repente, sin pensar en mi horario laboral. Ya no tengo quince años. 
Nos veremos, pero debes respetar mis planes. Podemos comer 
juntos, si quieres. 
Él asintió. Ella tenía razón. Sus horarios eran flexibles, pero 
era una desconsideración por su parte no tener en cuenta los de 
ella. 
–Como quieras, Ames. Iremos a tomar algo a la brasa. Hace 
tiempo que no me como unas buenas costillas. 
Ella iba a asentir, pero se quedó inmóvil, con una expresión 
de pánico dibujada en el rostro. 
–Yo… –comenzó a decir antes de dar media vuelta y salir 
corriendo. 
Tyler la siguió, pero se detuvo al oír el desagradable sonido 
de las arcadas. Parecía que las costillas a la brasa no eran de su 
gusto. 
Amelia volvió al cabo de unos segundos. Estaba sofocada y 
tenía los ojos llorosos. 
–Perdona. 
¿Por qué se disculpaba? 
–¿Estás bien? ¿Has comido algo que te ha sentado mal? 
Ella negó con la cabeza y una expresión sombría. 
–No, estoy bien. Lo que pasa es que estoy embarazada. 
 
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Capítulo Dos 
 
Aquello era una pesadilla. 
Esa no era la vida que había planeado. Ni aquel momento 
debiera ser así. Su primer hijo debía ser una bendición y ella 
debiera estar alegre. Darle la noticia a su esposo debiera ser un 
momento de infinita felicidad. 
«Infinita felicidad» no eran las palabras que emplearía para 
describir la expresión del rostro de Tyler. Se le había desencajado 
la mandíbula y sus ojos azules expresaban pánico. Ni siquiera su 
caro traje evitó que su mejor amigo, siempre tan seguro de sí 
mismo y con tanto éxito en los negocios, se transformara en el 
adolescente inseguro y asustado que iba por vez primera a una 
nueva escuela. 
Amelia aún recordaba el día en que su padre, el director del 
instituto El Dorado, había entrado en la clase de Inglés seguido de 
un nuevo alumno. Ella le había indicado un asiento vacío a su lado 
y había saludado al chico. Fue la mejor decisión de su vida. Tyler 
era el mejor amigo que una chica podía tener. 
En aquel momento, al contemplar la misma expresión de 
hallarse perdido en su rostro, Amelia no supo qué hacer. Abrazarlo 
le parecía fuera de lugar, considerando la relación física que había 
habido y las ramificaciones legales de su matrimonio. No tenía 
palabras de consuelo ni consejo alguno que ofrecerle. Si las 
hallaba, se las diría a sí misma. Todavía estaba mareada por la 
cantidad de noticias inesperadas de aquella mañana. 
Estaba embrazada de Tyler. No se imaginaba cómo había 
sido posible. Desde el momento en que había visto las dos líneas 
rosas en la prueba de embarazo, aquella mañana, hasta que se lo 
había comunicado a él, la situación le había parecido surrealista. 
Quería a Tyler más que a nada. Lo conocía desde los catorce años. 
Pero tener un hijo suyo no formaba parte de sus planes. Y ella tenía 
grandes planes. 
Aparentemente, tampoco formaba parte de los planes de él. 
Antes de que le diera la noticia, le había examinado el cuerpo de 
arriba abajo, y ella se había sonrojado. No había que ser muy listo 
para darse cuenta de que estaba reviviendo la noche que habían 
pasado juntos. Ella lo entendía. Al verlo allí, con su traje hecho a 
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medida y su encantadora sonrisa, le había resultado difícil recordar 
que estaba enfadada con él. 
Ahora, lo único que le miraba era el vientre, buscando 
desesperadamente una prueba de que Amelia estaba equivocada. 
Ella deseó estarlo, pero no le había hecho falta la prueba para 
saber la verdad. Solo le había confirmado lo que el malestar de los 
días anteriores le había dejado claro. 
–Di algo –le pidió ella. 
–Lo siento –dijo–.No me esperaba… –no pudo continuar. 
–Creo que ninguno nos esperábamos nada de esto. Sobre 
todo, que me hubiera quedado embarazada –ni que hubiera 
vomitado en una papelera–. Pero a lo hecho, pecho. A pesar de lo 
mucho que me gustaría retroceder en el tiempo y cambiar las 
cosas, no podemos. Ahora debemos decidir qué vamos a hacer. 
Necesitaba desesperadamente que él se lo dijera, ya que ella 
no sabía qué hacer. En cualquier otra situación, ella hubiera 
acudido a Tyler en busca de apoyo y consejo. Si se hubiera 
quedado embarazada de otro hombre, él hubiera sido la primera 
persona a la que, presa del pánico, habría llamado. Y él la hubiera 
consolado y le habría dicho que todo saldría bien. 
–¿Sigues teniendo que ir a la reunión? –preguntó él. 
La reunión había dejado de parecerle tan importante a Amelia. 
La reunión no era prioritaria. Se pospondría al día después. Lo 
más importante era hablar con Tyler sobre lo que iban a hacer. 
Necesitaba un plan antes de volver a ver a sus amigas y tener que 
contarles con cierto detalle lo que sucedía. Serían como un pelotón 
de fusilamiento disparando preguntas sin cesar para las que ella 
aún carecía de respuesta. 
–No, vamos… 
Amelia dirigió la vista hacia la oficina y, de allí, a las puertas 
abiertas de la capilla para bodas que había al lado. 
La capilla, blanca y gris, era muy elegante y estaba llena de 
hermosos detalles, pero lo bastante discretos para no eclipsar la 
decoración elegida por la novia. Desde el día que se había acabado 
de construir, Amelia se había imaginado que se casaría en ella con 
un elegante vestido de color marfil. Veía ramos de rosas blancas y 
rosas que llenaban la sala de delicada fragancia, y a sus amigos y 
familiares en los bancos llorando lágrimas de felicidad. 
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Así tenía que haber sido el gran día, no a la una de la 
madrugada en la capilla del Amor, con los bancos tapizados de rosa 
y adornos florales de seda polvorienta. Llevaba un vestido negro. 
Por Dios, ¡se había casado de negro! Era una blasfemia y un 
signo de mala suerte. Resumiendo, lo que deseaba era y llorar 
como lo haría una niña de cinco años a la que han arruinado sus 
sueños. 
Su despacho era un buen sitio para hablar, pero la abrumó la 
repentina necesidad de alejarse lo más posible de la capilla. 
–Sácame de aquí. 
–De acuerdo –contestó él. 
Ella agarró a toda prisa el abrigo que tenía colgado allí mismo. 
Debiera decir a las otras que se iba, pero no se atrevía a asomar la 
cabeza en la sala de reuniones. Mandaría un mensaje a Gretchen 
cuando estuvieran en la calle para decirle que volvería más tarde. 
Salieron juntos y Tyler, como era habitual, le sostuvo la puerta 
para que pasara. En el aparcamiento, él la condujo hasta un BMW 
negro. 
–Menudo coche has alquilado –apuntó ella. 
Cuando Amelia viajaba en avión a algún lugar, al llegar 
alquilaba un coche pequeño, no uno de lujo. Eso era algo que la 
diferenciaba de Tyler, con su estilo de vida de alta sociedad y sus 
ricos socios. 
–No está mal –dijo él al tiempo que le abría la puerta del 
copiloto–. Quería un Audi, pero no les quedaban. 
–Pobrecito –masculló ella mientras se montaba. 
Debía de ser agradable tener dinero. Ella nunca había tenido 
mucho. Su padre era un profesor de matemáticas al que habían 
nombrado director de la escuela, y el único que llevaba un sueldo a 
casa. El sueldo era bueno, pero siempre había considerado que su 
familia era de clase media. Cuando alcanzó la edad adulta, cada 
penique que tenía lo invirtió en el éxito de su empresa de 
organización de bodas. Tyler tenía aún menos dinero que ella 
cuando eran niños. Eran seis hermanos, y sus padres apenas podía 
alimentar a dos, a pesar de lo que se esforzaban. 
Conducir un BMW había sido uno de sus sueños de niños. A 
Tyler le había ido muy bien. Nadie estaba más orgulloso que ella de 
lo que había conseguido. Si pudiera apartar la vista del teléfono 
móvil y quedarse en el país más de un día, sería un esposo 
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estupendo para una mujer. Pero Amelia no se imaginaba que fuera 
ella. 
–¿Adónde vamos? –preguntó él. 
–Hay un café unas calles más arriba. ¿Te parece bien? 
–Desde luego. 
Tyler arrancó, salió del aparcamiento y se dirigió hacia donde 
ella le indicaba. Era una zona comercial con cafés y restaurantes, 
donde podrían sentarse y hablar. Teniendo en cuenta el estado de 
su estómago, Amelia no comería, pero se tomaría un té. Y si le 
sentaba bien, tal vez un bollo. 
No hablaron en el trayecto hasta allí, lo que era raro en ellos. 
Siempre tenían un millón de cosas que contarse. Hablaban durante 
horas sobre cualquier cosa. Pero, como ella se temía, se había 
creado tensión entre ellos. Él acababa de enterarse de que iba a ser 
padre, y se necesitaba tiempo para asimilar algo así. 
Tyler nunca había mencionado que tuviera ganas de formar 
una familia, al menos no desde que había roto con Christine. A 
partir de entonces, se había centrado en sus negocios al cien por 
cien. Aquello tenía que ser un golpe inesperado para él. Lo había 
sido para ella, a pesar de que sí quería tener hijos. 
Al final llegaron al café. Él le abrió la puerta, la ayudó a bajar 
del coche y la siguió al interior del local. Fue a comprar las bebidas 
y un enorme bollo de canela para él mientras Amelia buscaba un 
rincón alejado del resto de los clientes. 
Tyler volvió al cabo de unos minutos con una bandeja. Dejó 
las bebidas en la mesa y se sentó al lado de ella. Le rozó levemente 
la rodilla al hacerlo, pero fue suficiente para que ella se pusiera 
tensa. Era la primera vez que se tocaban desde aquella noche. 
La confundía su proximidad. Su cuerpo recordaba sus caricias 
y ansiaba inclinarse hacia él para volver a sentir sus manos. El 
cerebro le indicaba que no era buena idea. Había sido un roce 
inocente, a pesar de que hubiera servido para inflamarla de deseo. 
Se enfrascó en la preparación del té para no sentir la 
proximidad de Tyler. Le echó un sobre de azúcar de caña y lo 
removió mientras esperaba a que él dijera algo. Ella ya había 
hablado bastante. Ahora le tocaba a él. 
–Entonces –dijo Tyler después de dar unos bocados al bollo y 
unos sorbos al café– ¿quieres decírselo primero a tus padres o a 
los míos? 
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Ella estuvo a punto de atragantarse con el té. No esperaba 
que le saliera con aquello. 
–¿Decirles qué? 
–Que nos hemos casado y que esperamos un hijo. 
Ella negó furiosamente con la cabeza. 
–No voy a contárselo ni a tus padres ni a los míos. 
Tyler frunció el ceño. 
–Tendremos que decírselo. No podemos presentarnos un día 
en su casa con un bebé y anunciarles: «Es vuestro nieto». 
–Ya lo sé. Al final tendremos que contarles lo del bebé. Me 
refería a lo de la boda. No veo por qué vamos a contárselo a nadie, 
cuando vamos a divorciarnos. Para serte sincera, preferiría que mi 
padre no se enterara de lo que hemos hecho. Ya sabes cómo es. El 
motivo por el que me dejó ir a estudiar a la universidad en 
Tennessee fue porque mis abuelos viven allí. Esperaba que me 
metiera en algún lío, así que me dirá que tenía razón. 
Tyler asintió. 
–Entiendo lo que te preocupa. Yo tampoco pensaba decirle a 
mi familia lo de la boda. He venido a Nashville para comenzar los 
trámites del divorcio, pero ahora todo ha cambiado. 
Ella se estremeció. 
–¿Qué es lo que ha cambiado? 
–Vamos a tener un hijo –afirmó él como si fuera lo más 
evidente del mundo–. Sé que tenemos que organizar la logística, 
porque formar una familia es complicado. 
–¿Una fa-familia? –tartamudeó ella al tiempo que se le hacía 
un nudo en el estómago. 
–Sí. Me refiero a que, como vamos a tener un hijo, el divorcio 
está descartado. 
El rostro de Amelia se puso tan rojo como su cabello, y Tyler 
se dio cuenta inmediatamente de que no había dicho lo correcto. O 
lo había dicho de manera incorrecta. Sabía que tenía razón con 
respecto a lo que debían hacer. Paraconvencer a Amelia iba a 
necesitar algo más de delicadeza de la que había mostrado al 
espetárselo. A ella no le gustaba que le dijeran lo que tenía que 
hacer. 
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–«El divorcio está descartado» –ella lo imitó en tono amargo–. 
Te comportas como si fueras el único que tiene algo que decir sobre 
el asunto. Sé que estás acostumbrado a que tu palabra sea la ley, 
pero no eres mi jefe. No puedes obligarme a que siga casada 
contigo. 
Él intentó apaciguarla. 
–Por supuesto que no soy el único con algo que decir. Y no 
trato de obligarte a nada. Como si fuera posible. Eres la mujer más 
testaruda que conozco. Pero ahora tenemos que pensar en el bebé. 
¿Qué pasa con el bebé? 
«El bebé». A Tyler le parecía imposible que hubiera dicho 
esas palabras. Después de que su compromiso con Christine 
hubiera terminado, se dijo que no volvería a pasar por aquello. La 
alegría del amor no compensaba el golpe y la destrucción finales. 
Había descartado la idea de tener algo más complicado que 
simplemente sexo, y se había centrado en el trabajo. Los negocios 
se le daban mejor que las historias de amor. 
Eso implicaba que no se había planteado la idea de casarse ni 
de tener una familia, y le parecía bien que fuera así. ¿Cómo iba a 
casarse y a tener hijos cuando se dedicaba a viajar de un sitio a 
otro y a trabajar muchas horas? Tenía cinco hermanos para 
perpetuar el apellido y dar a sus padres los nietos que deseaban. 
Nadie echaría de menos su contribución genética al mundo. 
Sin embargo, ante la posibilidad de tener descendencia, 
descubrió que la idea no lo disgustaba. Se imaginó a un niño de 
rizos pelirrojos corriendo por el café. Era tan real que estuvo a punto 
de levantarlo en brazos. De pronto, deseó aquello con todas sus 
fuerzas. 
Le habían concedido la oportunidad de tener una familia que 
no sabía que deseaba y tal vez consiguiera que no le volvieran a 
partir el corazón. Iba a tener un hijo con su mejor amiga. Ese hijo 
necesitaba un hogar estable, que Amelia y él podían ofrecerle. ¿Por 
qué iban, entonces, a divorciarse? 
Amelia lo miró a los ojos. 
–¿Qué pasa con el bebé? Sabes que no soy de esas mujeres 
que insisten en casarse con alguien a quien no aman porque se han 
quedado embarazadas. ¿Por qué iba a querer seguir casada con 
alguien a quien no amo porque me he quedado embarazada? 
Tyler intento no sentirse ofendido. Sabía que no se trataba de 
él. Y sabía que ella lo quería, pero que no estaba enamorada. Él 
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tampoco lo estaba de ella. Pero podían conseguir que aquello 
funcionara. Sentían un afecto y un respeto mutuos y tenían una 
historia en común. Otros matrimonios de penalti comenzaban no 
teniendo ni eso. 
–Sé que nuestro matrimonio y nuestro hijo no es lo que tenías 
planeado. Pero ¿no crees que al menos debemos dar a nuestra 
relación una oportunidad, por el bien del bebé? 
–¿Por qué no podemos ser dos amigos que tienen un hijo? Lo 
podemos criar juntos. Si estás en Nashville, será más fácil, pero 
podemos hacerlo de todos modos. No hace falta que finjamos que 
nuestra noche de bodas significa más de lo que significó, 
simplemente porque me he quedado embarazada. 
Parecía como si hubieran tenido una relación al azar. Aunque 
no fuera amor lo que sentían, desde luego que había sido mucho 
más que conocer a una chica en un bar y llevársela a casa. Había 
sido una noche fantástica en la que no había dejado de pensar las 
semanas anteriores, mientras viajaba por el mundo. 
A pesar de que quisieran olvidarlo, habían hecho el amor. Y 
había significado algo. No sabía qué con exactitud, pero sí que no 
quería que fueran unos amigos que tenían un hijo. 
–Muy bien. Dejemos el tema del bebé de momento. Quiero 
que hablemos seriamente de todo ello. Es demasiado importante 
para tomar una decisión apresurada. 
–¿Cómo casarse en Las Vegas a medianoche? –le espetó 
ella. 
–Otra decisión apresurada –rectificó él–. No agravemos el 
asunto. Tenemos tiempo para solucionarlo, así que hagámoslo bien. 
¿Tan horrible te resulta la idea de seguir juntos? 
–Sé que la idea del fracaso no te gusta, pero me parece que 
no entiendes lo que me pides. Lo que nos pides. Se trata de mucho 
más que de formar un hogar feliz para nuestro hijo. Me pides que te 
elija como el hombre con el que quiero pasar el resto de la vida y 
que ponga en peligro la posibilidad de hallar a mi verdadera media 
naranja. Te quiero, Tyler, pero no estamos enamorados. Hay una 
diferencia. 
Tyler se estremeció ante sus palabras. Él le pedía que se 
conformara con él. No se le había ocurrido enfocarlo de esa 
manera, pero, al haberlo dicho ella, era obvio que él no estaba a la 
altura de sus expectativas. Sin embargo, no le importaba. Estaba 
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acostumbrado a ser el que tenía menos posibilidades en cualquier 
pelea. De hecho, lo prefería. 
Sus padres habían luchado toda la vida, pero siempre habían 
dado prioridad a las necesidades de sus hijos. El hecho de no estar 
enamorado de Amelia no le parecía motivo suficiente para no hacer 
el sacrificio de dar un hogar estable a su hijo. 
–La gente lleva cientos de años casándose por todo menos 
por amor, y le ha ido bien. 
–Pues no quiero ser una más. Quiero amor y romanticismo. 
Quiero que mi esposo vuelva a casa todas las noches y me abrace, 
no que me mande mensajes de texto cada dos o tres días desde la 
habitación del hotel. 
Tyler suspiró y tomó un sorbo de café. Aquello le traía 
recuerdos desagradables de su última pelea con Christine. A ella, 
nada de lo que hacía le parecía bien. Quería que él triunfara y que 
ganara mucho dinero, pero también que le dedicara mucho tiempo. 
Las dos cosas eran incompatibles. Tal vez fuera diferente con 
Amelia. Si ambos se esforzaban, estaba seguro de que podrían 
hallar algo que funcionara para los dos. Si eso implicaba que ella 
tuviera que enamorarse, ya se encargaría él de conseguirlo. 
Miró la pulida madera de la mesa. 
–¿Crees que amarme es totalmente imposible? 
Ella lanzó un bufido. 
–Esa pregunta es ridícula, Tyler. 
Él alzó bruscamente la cabeza para mirarla. 
–No lo es. ¿Te resulto físicamente repulsivo? 
–Claro que no. Si no fueras tan guapo, no iríamos a tener un 
hijo. 
–Vale. ¿Soy detestable, pretencioso o un imbécil? 
Amelia se recostó en los cojines, suspirando. 
–No, no eres nada de eso. Eres maravilloso. 
A veces, Tyler no entendía a las mujeres, especialmente a 
Amelia. Pero había decidido que siguieran juntos por el bebé. Y si 
algo se le daba muy bien, era vender. Y se iba a vender como una 
de sus más delicadas gemas hasta que ella no tuviera más remedio 
que aceptarlo. 
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–Así que soy guapo, tengo una empresa y gano mucho 
dinero. Soy divertido y alguien a quien has confiado todos tus 
secretos. Te gusta estar conmigo y el sexo entre nosotros es 
fabuloso, si me permites que te lo diga. Entonces, debo de haberme 
perdido algo, Amelia. ¿Por qué te niegas a considerarme algo más 
que un amigo? Si hubiera otro hombre en el mundo con mis 
características, sería tu novio. 
Amelia frunció el ceño. 
–Estás diciendo tonterías. 
–No. Dime las cinco cualidades principales que le exiges a un 
hombre para amarlo. 
Tyler sabía que la lista sería más bien de cien cualidades. 
Después de cada nueva relación fallida, Amelia añadía un par a la 
lista. 
Ella reflexionó unos segundos y levantó una mano para hacer 
la cuenta con los dedos. 
–Inteligencia, sentido del humor, compasión hacia los demás, 
ambición y sinceridad. 
Él torció la boca, enfadado. Si le hubiera pedido que le dijera 
las cinco cosas que le gustaban más de él, hubiera dicho las 
mismas. 
–¿Y cuál de ellas no poseo? Las tengo todas y algunas más. 
–Puede, pero nunca estás. No voy a quedarme sentada en 
casa con el niño mientras te dedicas a recorrer el mundo. 
–¿Y si intento mejorar en ese aspecto? Tal vez, el hecho de 
teneresposa y familia sea algo por lo que volver a casa. 
–Seguimos sin estar enamorados –contraatacó ella. 
–El amor está sobrevalorado. Mira lo que provocó en mi 
relación con Christine: que acabáramos con el corazón partido. No 
digo que lo nuestro vaya a funcionar. Puede que seamos totalmente 
incompatibles y, si es así, lo dejaremos y tú podrás seguir buscando 
a tu príncipe azul. Pero, ¿por qué, al menos, no lo intentamos? Se 
ha abierto la caja de Pandora. No podemos volver a lo de antes. 
Ella suspiró al tiempo que negaba con la cabeza. 
–No sé, Tyler. No puedo… perderte. Eres la única persona en 
la que siempre he confiado. 
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–Pase lo que pase, no vas a perderme –esbozó una sonrisa 
traviesa–. Nos hemos acostado y no ha sido el fin del mundo. Sigo 
aquí. Y puesto que te he visto desnuda, aún tengo más incentivos 
para seguir contigo. He acariciado y probado cada centímetro de tu 
cuerpo, y no pienso ir a ningún sitio si existe la posibilidad de volver 
a hacerlo. 
Amelia lo miró con los ojos como platos y las mejillas 
sonrojadas. 
–Tyler… –le reprochó. Pero él no la escuchaba. 
–Sé que te atraigo, pero tienes que reconocerlo. 
–¿Qué? ¿Qué te hace pensar eso? 
–Vamos, Amelia. No puedes echarle toda la culpa al tequila 
de lo que pasó esa noche. Te mostraste muy apasionada. No te 
saciabas de mí cuando por fin abriste las compuertas y te permitiste 
hacer algo prohibido. Fue lo más sexy que he visto en mi vida. 
Y era cierto. No había deseado a su amiga antes, pero desde 
esa noche no conseguía quitársela de la cabeza. 
Se puso la mano en la rodilla y se inclinó hacia ella. 
–Si esa noche es indicativa de algo, tal vez tengamos una 
oportunidad. ¿Por qué no vemos lo que sucede si aceptas esa 
posibilidad? Olvídate del Tyler amigo y piensa en mí como el tío 
bueno con el que estás saliendo. 
Eso hizo sonreír a Amelia, lo que llenó de alivio a Tyler. 
Ella lo miró con los ojos entrecerrados. 
–Muy bien, de acuerdo. Vamos a probar. Voy a salir contigo, 
Tyler, pero tendrás que seguir una serie de normas. La primera es 
que nadie debe saber que estamos casados ni que estoy 
embarazada, sobre todo tu familia. 
Su familia quería a Amelia, pero no crearles falsas 
expectativas. 
–Mis socias se han enterado esta mañana, pero son las 
únicas que lo saben y quiero que siga siendo así. La segunda es 
que voy a establecer un límite temporal a nuestra relación. Tienes 
treinta días para convencerme. Lo digo en serio, Tyler. Quiero que 
me cortejes, que seas romántico y apasionado. No vas a salirte con 
la tuya fácilmente porque seamos amigos. Voy a ser muy dura 
contigo porque deberías saber lo que quiero y necesito. 
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Tyler sonrió de oreja a oreja. Nunca se echaba atrás ante un 
reto. Podía ganársela en un mes sin problemas. La conocía mejor 
que a sí mismo. 
–Me parece bien. 
Amelia miró a su alrededor. Lanzó un profundo suspiro y negó 
con la cabeza. Parecía decepcionada por todo lo sucedido. A él no 
le gustó verla así. Una de las cosas que le encantaba de ella era su 
optimismo en lo referente al amor. Ella creía de verdad en el poder 
del amor. Pero no creía en ellos dos. Él la haría cambiar de opinión. 
La animaría, la haría sonreír y conseguiría que creyera que había 
tomado la decisión correcta con respecto a ellos, aunque ni siquiera 
él mismo estuviera seguro. 
–Lo único que siempre he deseado –afirmó ella en voz baja– 
es un matrimonio como el de mis abuelos. Llevan felizmente 
casados cincuenta y siete años, y siguen tan enamorados como el 
primer día. Eso es lo que quiero. Y no voy a poner en peligro mi 
sueño por nada ni por nadie. 
Tyler respiró hondo y se preguntó si ella estaba a punto de 
cambiar de opinión. Él ya sabía lo de sus abuelos. Era poner el 
listón muy alto, pero estaba dispuesto a intentarlo. Si ella no se 
enamoraba de él, no sería por falta de esfuerzo por su parte. 
No, no podía consentirse pensamientos negativos. Amelia se 
enamoraría. No podía dudar de su éxito. 
–Dentro de un mes –prosiguió ella– hablaremos de lo que 
sentimos el uno por el otro. Si nos amamos, me volverás a pedir 
que nos casemos, esta vez de manera apropiada, y anunciaremos 
nuestro compromiso. Quiero que volvamos a casarnos en una gran 
ceremonia, con nuestras familias y amigos. Si uno de los dos no 
quiere continuar, nos separaremos. 
–¿Y después? ¿Vamos a volver a lo de antes y a fingir que no 
ha sucedido nada? 
–Si nos divorciamos, trataremos de hacerlo del mejor modo 
posible. Espero que no haya animadversión entre nosotros. 
Seguiremos siendo amigos, ¿de acuerdo? 
–De acuerdo. 
Tyler no estaba dispuesto a fracasar, pero le consoló saber 
que su amistad se mantendría por encima de todo. Ella era muy 
exigente con respecto a los hombres, pero él se negaba a ser uno 
más de los rechazados. 
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–¿Algo más? 
–Creo que eso es todo –afirmó ella con una sonrisa que 
desvelaba que sabía que ya era demasiado lo que le había pedido. 
–Muy bien. Yo también quiero poner una condición. 
–Quiero que vivamos juntos –añadió. 
Observó que Amelia fruncía el ceño y se miraba el regazo, 
consternada. 
–Mi piso no es lo bastante grande para dos personas. Solo 
tiene un dormitorio y en el armario ya no cabe nada más. 
Tyler no tenía intención de vivir en su diminuto piso. Una cosa 
era que estuvieran próximos entre sí, y otra que estuvieran 
encerrados juntos en una jaula durante un mes. 
–Buscaré otro sitio. 
–Está alquilado obligatoriamente por un año. 
–Pagaré la multa por liberarte de ese contrato. 
Ella suspiró, claramente irritada por la capacidad de Tyler de 
resolver sus preocupaciones. 
–¿Y si al final del mes no estamos enamorados? Estaré 
embarazada y sin hogar. 
Él suspiró. 
–En absoluto. Si lo nuestro no funciona, te buscaré un piso 
que sea suficientemente grande para el bebé y para ti. Te compraré 
el que quieras. 
–No tienes que comprarme una casa, Tyler. Conservaré el 
piso, viviré contigo durante un mes y veremos qué hacer con él 
cuando hayamos tomado una decisión con respecto a nosotros. 
Él rio. No tenía mucho sentido seguir discutiendo, cuando ya 
sabía cómo iba a terminar aquel asunto. 
–Muy bien, pero debes hacerte a la idea de que habrá alguien 
que te ayude. Vas a tener un hijo mío, y te voy a ayudar. Ese punto 
no es negociable. ¿Trato hecho? 
–Trato hecho. Enhorabuena, Tyler –dijo ella tendiéndole la 
mano para sellarlo–. Ya puedes salir con tu esposa. 
«Comienza el juego», pensó él. 
Le tomó la mano, se la estrechó durante unos segundos y se 
la llevó a los labios para besarla. Su piel era cálida y suave, y le 
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recordó que se había pasado una noche entera besándole todo el 
cuerpo. Lo invadió el repentino deseo de volver a poseerla, y fue 
como una descarga de adrenalina. 
Amelia reaccionó con la misma intensidad. Entreabrió los 
labios y aspiró. Cerró los ojos durante unos segundos cuando Tyler 
presionó los labios contra su piel, y se inclinó hacia él. 
Tyler iba a disfrutar con aquel reto. Se llevó la mano de ella al 
pecho y se inclinó hacia delante. El aire entre ambos era cálido y 
cargado de tensión. Ella abrió mucho los ojos y a él se le dilataron 
las pupilas mientras se acercaban el uno al otro. Ella respiraba con 
rapidez y se pasó la lengua por los labios. Deseaba que la besara. 
Tyler pensó que convencerla iba a resultarle más fácil de lo 
que pensaba si reaccionaba ante él con tanta facilidad. 
La besó en la oreja y le susurró en tono seductor: 
–¿Qué te parece si sellamos el trato con un beso? 
Cuando se echó hacia atrás, se fijó en que Amelia le sonreía 
con los labios y los ojos. Ella se le aproximó un poco más y le puso 
la mano en la mejilla. 
–Lo siento –dijo mientras negaba con la cabeza–. Nunca beso 
en la primera cita. 
 
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Capítulo Tres 
 
Ameliaobservó que él se echaba hacia atrás y suspiraba. 
Parecía cansado. En torno a sus ojos azules, que había 
contemplado millones de veces, había arrugas producto de la fatiga, 
y los músculos del cuello y los hombros estaban en tensión. 
Amelia no supo si se debía a lo temprano que había volado, al 
estrés de haberse casado o a su inminente paternidad. 
Quiso extender la mano y masajearle los hombros para que 
se relajara, pero se dio cuenta de que eso no lo ayudaría. Tal vez 
fuera ella la razón de su cansancio, ya que se había negado a jugar 
siguiendo sus reglas y le estaba haciendo todo más difícil de lo que 
él pensaba. 
–Si no me dejas besarte –dijo él, por fin– ¿puedo al menos 
invitarte a otra taza de té? 
–No –dijo ella negando con la cabeza. El estómago no le 
aceptaría nada más. En aquel momento se encontraba bien, pero 
no sabía con qué rapidez podría desequilibrarse la balanza–. Me 
vendría bien un poco de aire. Este ambiente está demasiado 
cargado. 
La combinación de la calefacción y el olor a café tostado 
comenzaban a abrumarla. 
También le vendría bien que hubiera algo más de espacio 
entre ambos. Sabía que él tomaría la salida en cuanto se oyera el 
disparo de rigor, pero no estaba preparada para su repentino asalto. 
Ni tampoco para la forma en que le había reaccionado el cuerpo a 
su contacto. 
–¿Damos un paseo? –propuso Tyler–. Hace algo de frío, pero 
ha salido el sol. 
Eso le vendría bien. Amelia pensaba mejor cuando estaba en 
movimiento, lo cual implicaba que, en cuanto hubiera dado unos 
pasos, se percataría de que era idiota. Para ser sinceros, ya lo 
sabía. Mientras veía a Tyler devorar los restos del bollo de canela y 
tirar las tazas de cartón vacías a la basura, sintió que la inquietud se 
le agarraba a su ya de por sí revuelto estómago. 
Hacía un momento, había estado a punto de besar a su mejor 
amigo. Había disimulado, pero el impulso de hacerlo había sido muy 
real. Le quemaba la piel de los nudillos donde él la había besado. El 
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corazón le latía desbocado. Y se la había puesto la carne de gallina 
en los brazos. Por suerte, estaba oculta bajo la blusa y el chaquetón 
que él la estaba ayudando a ponerse. 
Besar a Tyler no era para tanto si tenía en cuenta que había 
dejado que le hiciera muchas más cosas unas semanas antes. Pero 
en aquel momento estaba completamente sobria, y seguía 
deseándolo. Supuso que debiera alegrarse por ello, ya que ese era 
el camino en el que se hallaban. Había aceptado salir e irse a vivir 
con él. Iban a tener un hijo, por lo que lo mejor que podía hacer era 
enamorarse de él. Eso facilitaría las cosas. 
Pero sabía que las relaciones eran todo menos fáciles. Amelia 
no se enamoraba con facilidad. Era muy analítica y la guiaba el 
deseo de hallar al hombre ideal. Teniendo en cuenta la población 
del planeta, la probabilidad de conocer a quien le estaba destinado 
eran ínfimas. Sin embargo, todos los días, parejas felices llegaban a 
su empresa dispuestas a casarse. ¿Se conformaban o acaso el 
destino las había unido? 
Ciertamente, el destino los había unido a Tyler y a ella. 
¿Implicaba eso que él era el elegido? No lo sabía. Pero tanto si salir 
con él era buena o mala idea, había dado su palabra de intentarlo. 
Y, casi inmediatamente después, su cuerpo se había unido al plan, 
aunque su mente se resistiera. 
Era oficial: Amelia había dejado de controlar su vida. ¿Cabría 
atribuir su reacción a las hormonas del embarazo? 
Tyler abrió la puerta del café y salieron a la calle. Hacía un 
hermoso día. El cielo estaba azul y no había nubes a la vista. 
Soplaba una fresca brisa, pero el sol le calentó el rostro a Amelia. 
Habían tenido un invierno duro, con muchas nevadas y tormentas. 
Bree, su colega, se había quedado aislada en una cabaña de la 
montaña por una tormenta de nieve unas semanas antes de que 
ella se fuera a Las Vegas. 
Tyler se puso su chaqueta de cuero. Apenas habían 
comenzado a andar cuando sus dedos tocaron los de ella. 
Se agarraban mucho de la mano de manera amistosa. 
Siempre habían sentido un afecto mutuo que no suponía una 
amenaza, al menos para ella. Los chicos con los que había salido 
no la creían cuando decía que solo eran amigos. Tal vez veían algo 
en ellos que a ella le pasaba desapercibido. 
Amelia enlazó los dedos con los de él hasta que sus palmas 
se tocaron. Aunque no quería reconocerlo, agarrarse de la mano le 
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pareció distinto en aquel momento, tal vez a causa del leve 
escalofrío que sintió ante su contacto; o tal vez fuera el rastro de su 
colonia, que aspiró; o que su cuerpo estuviera tan cerca del de él. 
Probablemente fuera una mezcla de las tres cosas, que le 
recordaba la noche que habían pasado juntos, en la que había 
descubierto lo que Tyler escondía debajo de sus caros trajes y su 
deseo de explorarlo. 
–Han construido mucho en esta zona desde que estuve aquí 
por última vez –observó él. 
–Sí. No existía nada de eso cuando compramos el terreno 
para construir el edificio de la empresa. Afortunadamente, se ha 
convertido en una agradable zona residencial con buenos centros 
comerciales. Me gustaría vivir más cerca del trabajo, pero esta zona 
es demasiado cara. 
–Es muy agradable. Me gusta. Está cerca de la autopista, 
pero no demasiado. Con tiendas y restaurantes próximos. No está 
muy congestionada por el tráfico. ¿Qué te parece si buscamos un 
sitio aquí? 
Amelia se giró para mirarlo. 
–¿No me has oído que he dicho que es muy cara? 
–¿No me has oído decirte que el mes pasado subasté un 
diamante de treinta quilates en Christie’s? 
Se lo había mencionado, pero ella no le había dado mucha 
importancia. Tyler compraba y vendía piedras preciosas 
constantemente. 
–Pero no todo el beneficio ha sido para ti. En primer lugar, 
está el gasto de la compra, al que hay que añadir los gastos 
indirectos de la empresa, el seguro, los gastos de Christie’s… 
Hubo un tiempo en la vida de Amelia en que no sabía nada de 
joyas y piedras preciosas ni tampoco poseía ninguna joya que 
valiera más de cincuenta dólares. Eso había cambiado debido a 
Tyler. 
Todos los años, por su cumpleaños o por Navidad, le enviaba 
algo. La amatista que llevaba colgada al cuello le había llegado al 
cumplir veintiséis años. También tenía unos pendientes de zafiros, 
una pulsera de rubíes y diamantes, un anillo de esmeraldas y un 
collar de perlas. Nunca se había atrevido a preguntarle cuánto le 
habían costado. Prefería no saberlo. Acababa de comprar una 
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pequeña caja fuerte para guardarlas y cada año incrementaba la 
póliza del seguro. 
–Por supuesto que tengo gastos –reconoció él–. Lo que 
quiero decir es que no tenemos que alquilar un sitio pequeño en un 
barrio más barato al otro lado de la ciudad. Si quieres vivir aquí y 
estar cerca del trabajo, haré que un agente inmobiliario comience la 
búsqueda. 
Una casa media en esa zona costaba en torno a medio millón 
de dólares. Y había muchas que valían el doble. Amelia era incapaz 
de imaginarse lo que costaría alquilarlas. 
–Puedes mirar –afirmó en tono de incredulidad–, pero dudo 
que encuentras algo asequible. No necesitamos una mansión de 
doscientos metros cuadrados con garaje para cinco coches y 
piscina. 
Él se encogió de hombros como si una conversación sobre 
compra de propiedades inmobiliarias de millones de dólares le diera 
igual. 
–Eso no lo sabes. Vivo en Manhattan. Las casas son tan 
caras que hay gente que vive en apartamentos del tamaño de un 
dormitorio. La idea de una casa enorme, con aparcamiento privado, 
me parece fantástica. ¿Por qué no? Tal vez la quieras con piscina 
cubierta. 
–Deja de soñar, Tyler –dijo ella riéndose–. Puede que solo 
vivamos allí durante un mes. Aunque nos quedemos más tiempo, lo 
único que necesitamos es, como máximo, una casa de tres 
dormitorios con patio y una cocina grande para poder cocinar. Y 
solo si nos gusta lo suficienteharemos una oferta de compra. ¿De 
acuerdo? 
–De acuerdo –respondió él con la vista perdida en la 
distancia. 
Como Amelia lo conocía bien, supo que no le estaba 
prestando atención. Escogería lo que le gustara, con independencia 
del precio o de lo práctico que fuera. Si elegía una casa enorme, 
tendría que contratar a un ama de llaves, ya que habría que estar 
todo el día limpiando. Y ella ya tenía bastante con hacerlo en la 
empresa. 
Se pararon en un cruce a esperar a que cambiara el 
semáforo. 
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–Veré lo que hay. Yo tampoco voy a precipitarme. No se trata 
de encontrar una casa para unas semanas, sino una vivienda donde 
podamos empezar nuestra vida en común. Una casa a la que 
llevaremos a nuestro hijo desde el hospital y donde dará sus 
primeros pasos. 
Hacía solo una hora que Tyler se había enterado de la 
existencia del bebé. Pero daba igual. Para ella, aún era una idea 
abstracta, pero él ya había concebido una estrategia para acomodar 
a su inesperada familia y cuidar de ella. No quería una casa para 
pasar unas semanas, sino un hogar para su familia. Deseaba cuidar 
del niño y de ella. Amelia no entendía cómo podía esquivar los 
golpes con tanta facilidad. 
–No hace falta que seas tan positivo con todo. Puedes 
enfadarte y asustarte por lo que está sucediendo. Te he lanzado 
una granada y tú te limitas a quedarte parado con ella en la mano y 
sonriendo. Sé que no querías sentirte atado y que no planeabas 
formar una familia. Yo estoy alucinando. Dime que tú también y me 
sentiré mejor. 
Tyler la miró con el ceño fruncido. 
–¿Qué conseguiría enfadándome? Preocuparse solo sirve 
para malgastar el tiempo. Cuando me siento inseguro, hallar un plan 
para ir hacia delante y ejecutarlo es lo único que me hace sentir 
mejor. No, no esperaba ni deseaba tener un hijo. Y, sí, hay una 
parte de mí que desearía montarse en el coche y desaparecer. Pero 
no voy a hacerle algo así a nuestro hijo. Tengo la obligación de ser 
responsable de mis actos, y haré todo lo que esté en mi mano para 
que esta relación funcione. 
No era una declaración romántica, pero ella le había pedido 
sinceridad, y ya la tenía. Ella tampoco había planeado tener un hijo 
de Tyler, pero sabía que sería difícil encontrar un padre mejor. 
–Piensas a corto plazo, Ames, pero no pienso divorciarme 
dentro de un mes. La gente que tiene éxito lo planifica. Así que voy 
a buscar una casa perfecta para nosotros. La alquilaremos hasta 
estar seguros de que nos encanta y, después, veremos si 
convencemos al dueño para que nos la venda. Será un hogar para 
formar una familia. 
Sus palabras debieran haberla tranquilizado, pero sintió un 
escalofrío al asimilarlas. Tyler no se había resignado a cumplir con 
su obligación ni se sentía optimista sobre su futuro en común. Se lo 
había tomado como un reto que había que superar. 
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Hasta ese momento, Amelia no se había dado cuenta de que 
había agitado un trapo rojo frente a un toro. Fijar un reto de treinta 
días a alguien que se crecía antes ellos no había sido muy 
inteligente si al final no quería seguir con él. Con independencia de 
lo que sintiera, él intentaría salirse con la suya en cuanto a la casa, 
a su hijo o a la relación con ella. 
Sintió una presión en el pecho. 
En realidad, ¿a qué había accedido ella? 
–Hablo en serio cuando digo que la relación funcione, Ames. 
El niño se lo merece –antes de extenderse más, Tyler observó que 
se ponía blanca como la nieve–. ¿Te encuentras bien? 
Ella hizo una mueca, pero no contestó, por lo que él se 
preguntó si no habría vuelto a tener náuseas. 
–¿Estás bien? 
–No –dijo ella negando con la cabeza–. De pronto me 
encuentro algo cansada. No dormí bien el pasado fin de semana y 
la boda que se celebró nos dio mucho trabajo. Creo que me estoy 
resintiendo. 
Las dos hermanas de Tyler, cuando habían estado 
embarazadas, se quejaban sobre todo de estar exhaustas. Él la 
tomó del brazo y la condujo a un banco que había al doblar la 
esquina. 
La sentó en él y se agachó a su lado. La miró y se dio cuenta 
de que se hallaba en la misma postura en que le había pedido que 
se casara con él en Las Vegas. El recuerdo le hizo sonreír, a pesar 
de que estaba preocupado por ella. No estaba seguro de lo que le 
había hecho recordar esa noche su pacto de la adolescencia, pero 
le había parecido el remedio perfecto para que ella dejara de estar 
abatida. En aquel momento hubiera hecho lo que fuera con tal de 
animarla. No se imaginaba que su aventura iría tan lejos. No había 
esperado consumar el matrimonio y mucho menos tener un hijo. 
¿Se hubiera casado de haberlo sabido? La respuesta ya era 
irrelevante. Volvió a centrar la atención en ella. 
–¿Te traigo algo? ¿Una botella de agua? ¿Necesitas comer? 
Hay una tienda ahí enfrente. Puedo traerte lo que quieras. 
–Deja de preocuparte –le reprochó ella–. Estoy bien. Solo 
necesito unos minutos. 
–¿Estás segura de que no…? 
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–Estoy embarazada, no indefensa. Solo necesito descansar 
unos minutos. 
Tyler no la hizo caso, cruzó la calle corriendo y volvió con una 
botella de agua fría. Se la puso en la mano. 
Ella suspiró, pero desenroscó el tapón para darle un sorbo. 
–¿Vas a estar así los próximos ocho meses? Porque no creo 
que pueda aguantarte todo el día a mi alrededor. Me recuerdas 
demasiado a mi padre. 
–¡Oye! –exclamó él con tono ofendido–. Hay una gran 
diferencia entre querer cuidarte porque deseo hacerlo y hacerlo 
porque creo que no eres capaz de cuidar de ti misma. No soy tu 
padre. Y tú no eres mi madre. 
Visitar el hogar de Amelia en la infancia le había abierto los 
ojos. En casa de Tyler, todos contribuían. Sus padres trabajaban; 
los hermanos mayores cuidaban de los pequeños, tanto los chicos 
como las chicas hacían su parte, sin discriminaciones. Solo así 
podían salir adelante día tras día. 
Un día fue a casa de Amelia y se quedó sorprendido al ver 
cómo el director de la escuela protegía a su esposa y a sus hijas. 
Las trataba como si fueran delicadas e indefensas, algo que la 
madre de Amelia se esforzaba en cultivar. Ella era frágil y solía 
padecer jaquecas y otras dolencias, aunque Amelia insistía en que 
no le pasaba nada. 
Daba igual. Su padre se ocupaba de todo. Tomaba las 
decisiones y ganaba dinero. Contrató a una mujer de la limpieza 
para que fuera varios días a la semana para liberar a la madre de 
semejante carga. De las dos hijas no se esperaba que hicieran 
nada, salvo ser guapas e ir de compras, como su madre. 
Eso a Amelia le sacaba de sus casillas. Distaba mucho de ser 
indefensa y frágil: tenía una voluntad de hierro. Era inteligente e 
independiente, pero su padre nunca reconocía sus méritos. Solo 
esperaba que encontrara un buen marido y que se comportara 
como su madre. 
Tyler pensó que era lo que Amelia había hecho, aunque no se 
lo hubiera propuesto. Tyler tenía mucho éxito. Su trabajo era muy 
lucrativo. Un rápido viaje a sus proveedores en la India o Bélgica le 
proporcionaba un buen número de piedras de elevada calidad a 
precios sorprendentes. Un día cualquiera podía ganar un cuarto de 
millón de dólares. Si Amelia quisiera dejar de trabajar, él podría 
cuidar de su hijo y de ella durante el resto de sus vidas. 
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Pero Tyler sabía que ella no lo consentiría. Ni siquiera se 
atrevería a sugerírselo por miedo a que le pegara. Ella no era como 
su madre. Ni de lejos. 
–Aunque no te haga gracia –prosiguió–, me interesa mucho tu 
bienestar. En primer lugar, aún no he hecho un seguro de vida a mi 
esposa –sonrió abiertamente, y se alegró al ver que ella lo imitaba a 
regañadientes y ponía los ojos en blanco ante la broma–. En 
segundo lugar –añadió al tiempo que se levantaba y se sentaba en 
el banco, a su lado–, se trata de nuestro hijo. Es mi deber 
asegurarme de que ambos tenéis todo lo necesario para estar 
contentos, sanosy a salvo. Puedes quejarte todo lo que quieras, 
porque va a dar igual. 
Amelia estudió su rostro durante unos segundos en busca de 
algo que él no entendió. Después, asintió, le puso la mano sobre la 
suya y se la apretó suavemente. 
–Gracias. Siento haberme portado así hoy. Me he 
acostumbrado a estar sola y a cuidar de mí misma. Puede que tarde 
un tiempo en adaptarme a algo distinto. Pero te lo agradezco. Con 
independencia de lo que suceda entre nosotros, sé que serás un 
buen padre. 
Tyler observó que un mechón de su cabello se le soltaba y le 
caía sobre el rostro. Su rostro había recuperado su color de 
melocotón habitual y le tentaba a acariciarle la suave mejilla y a 
colocarle el cabello detrás de la oreja. Ese día lo haría porque 
podía. 
Extendió la mano hacia ella y le rozó la mejilla con los nudillos 
al agarrar el mechón y apartárselo del rostro. El tono de melocotón 
de la piel femenina se volvió sonrosado al ruborizarse. Ella lo miró, 
pero no se apartó. 
–Siempre he querido hacer eso. 
–¿En serio? –preguntó ella. 
–Desde luego. Tienes el cabello más bonito que he visto en mi 
vida. Es como fuego líquido. 
–Tyler… –ella titubeó–. Sé que puedo ser difícil en una 
relación, y eso lo sabes tú mejor que nadie. Una parte de mí ha 
comenzado a preguntarse si, alguna vez, yo… –ella bajó la vista–. 
¿De verdad crees que puedes enamorarte de mí en un mes? 
Tyler no quería mentirle, pero supo que tenía que hacerlo. Si 
le decía que no tenía intención de enamorarse de ella, ni de nadie, 
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todo acabaría en ese mismo momento. Si quería seguir adelante 
por el bien de su hijo, tendría que seguirle el juego y guardarse el 
secreto. No podía permitir que sus dudas influyeran en ella. 
De todos modos, su miedo lo dejó perplejo. ¿Cómo podía una 
mujer tan inteligente, tan hermosa y con tanto talento dudar de que 
un hombre pudiera amarla? Al menos, un hombre capaz de amar. 
–¿Me tomas el pelo? Eres increíble en muchos aspectos. Tu 
cocina es la mejor que he probado; cuentas mejores chistes verdes 
que un hombre; tienes fuerza de voluntad y entereza; te preocupan 
tanto los demás que no sé cómo no te parten el corazón cada día; y 
cada vez que estoy contigo, vuelves a sorprenderme. 
Amelia lo escuchó con los ojos llenos de lágrimas. Él no 
soportaba verla llorar. La atrajo hacia sí y la estrechó entre sus 
brazos. Ella le apoyó la cabeza en el hombro y él le besó el cabello. 
–No pretendía hacerte llorar, pero debes saber lo importante 
que eres. Constituyes el listón con el que comparo a cada mujer con 
la que salgo, y ninguna ha estado a tu altura. Eres lo mejor que me 
ha pasado. Debes pensar como una ganadora y eliminar todas esas 
dudas. Lo que tienes que preguntarte es cómo no voy a 
enamorarme de ti. 
Cuando hubo acabado de hablar, ella se incorporó y le 
escrutó el rostro. 
Él no sabía lo que pensaba, pero era muy consciente de su 
cercanía. El aroma de su perfume olía a flores tropicales. Lo aspiró 
y lo retuvo en los pulmones al tiempo que lo recordaba de la noche 
que habían pasado juntos. Se le tensaron los músculos del cuello 
cuando le invadieron los recuerdos. Sería tan fácil acariciarla y 
besarla. Y quería hacerlo, a pesar de que fuera la primera cita. 
Como si ella le hubiera leído el pensamiento, le acarició la 
mejilla. Después se inclinó lentamente hacia él, mirándolo a los ojos 
hasta que sus labios se tocaron. Ambos cerraron los ojos. La boca 
de ella era suave y dubitativa contra la boca masculina. Él trató de 
no empujar demasiado ni demasiado deprisa y le cedió la iniciativa. 
Le resultó difícil. El dulce beso lo excitó. Quiso apretarla 
contra sí, comérsela a besos y acariciarle la sedosa lengua con la 
suya. Pero sabía que no debía presionarla. 
Ella acabó por separarse y él la dejó ir contra su voluntad. 
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Tyler abrió los ojos y vio que ella lo miraba con una sonrisa 
soñadora. Amelia respiró hondo y volvió a apoyar la espalda en el 
respaldo del banco al tiempo que se estiraba el vestido. 
–Tengo que volver al trabajo. 
–Muy bien. 
Tyler tragó saliva en un intento de eliminar la excitación y el 
deseo que sentía. Tenía todos los músculos en tensión y los dedos 
le cosquilleaban de la necesidad de acariciarla. Tendría que 
esperar, pero no mucho. Ella lo había besado, lo cual era un 
importante primer paso en el camino hacia el éxito. 
Se levantó y retrocedió para ayudarla a ponerse de pie. 
Caminaron hasta el coche y volvieron al local del que Amelia era 
dueña junto con sus socias. Una vez allí, él aparcó y desmontó para 
abrirle la puerta. Ella bajó, pero antes de que se le escapara, él se 
inclinó y puso una mano en el coche para bloquearle la salida. 
–Hablaré contigo cuando el agente inmobiliario encuentre una 
casa para nosotros. Contrataré una empresa de mudanzas para 
que lleven tus cosas. Mientras tanto, ¿quieres cenar conmigo 
mañana? 
Ella lo miró, sorprendida. 
–¿Tan pronto? 
Tyler se rio. Ella no se hacía una idea de lo que había hecho. 
Su hermosa esposa era inteligente, pero los términos de su acuerdo 
no eran los más inteligentes que podía haber elegido. Él estaba 
dispuesto a que su relación fuera desarrollándose lentamente, pero 
ella lo obligaba a ser rápido e intenso al haber establecido un límite 
temporal. 
Se encogió de hombros con despreocupación. 
–Tengo mucho trabajo, pero mi horario es flexible y mis 
empleados pueden hacerse cargo de algunas cosas. Puedo llevar 
mi negocio desde donde quiera y cuando quiera. Es una de las 
ventajas de lo que hago. Ahora mismo, me interesa más centrar la 
atención en ti. Entonces, ¿cenamos mañana? 
Ella asintió. 
–De acuerdo. ¿Sobre las siete? 
Las siete era una hora perfecta porque ese era su número de 
la suerte: un presagio de éxito en el horizonte. 
La besó suavemente en los labios y se apartó. 
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–A las siete. 
 
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Capítulo Cuatro 
 
–¡Ha vuelto! 
Amelia se estremeció al entrar en el vestíbulo y oír a Gretchen 
anunciar su llegada. 
Bree y Gretchen salieron al pasillo. Natalie sacó la cabeza por 
la puerta del despacho mientras hablaba por teléfono. Le hizo señas 
de que esperase y continuó hablando. 
Amelia entró en su despacho para dejar el bolso y el abrigo. 
Agarró la tableta con la esperanza de que sus amigas le contaran lo 
que se había perdido en la reunión matinal, aunque sabía que la 
conversación trataría de cualquier cosa menos de trabajo. 
Se llevó una botella de agua a la sala de reuniones. Cuando 
llegó, la esperaban sus tres socias, impacientes. Bree parecía a 
punto de estallar a causa de los nervios. A Gretchen le brillaban los 
ojos con picardía. Natalie, como siempre, parecía preocupada. 
Recelaba del amor en general y del matrimonio en particular, lo 
cual, en aquellos momentos, era probable que demostrara mayor 
inteligencia que la que tenía Amelia. 
Esta se sentó en una de las sillas. 
–¿Qué me he perdido esta mañana? 
–Por favor –gimió Bree–. ¡Cuéntanos inmediatamente todo lo 
que ha pasado entre ese hombre y tú! 
–Sí, y empieza por el principio –apuntó Natalie–, ya que yo me 
he perdido la conversación de esta mañana. 
Amelia lanzó un profundo suspiro y repitió la historia de la 
reunión de antiguos alumnos del instituto. Dio todo tipo de detalles 
con la esperanza de no tener que volver a repetirla. Omitió la parte 
de haber gozado del mejor sexo de su vida y trató de centrarse en 
cómo había acabado casada con su mejor amigo. 
–Entonces –preguntó Natalie con el ceño fruncido–, ¿él ha 
venido a la ciudad para iniciar los trámites de divorcio? 
–En efecto, aunque no estoy segura de que lo vayamos a 
hacer inmediatamente, 
Bree enarcó las cejas. 
–¿A qué te refieres? 
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–A que vamos a salir durante un mes a ver qué pasa. Es 
mucho más fácil casarse que divorciarse, así que

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