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La trampa del ego

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Índice
Portada
Dedicatoria
Citas
Agradecimientos
Introducción
Primera parte. En busca de la perla
1. Cuerpos de pensamiento
2. La identidad en el cerebro
3. Creadores de recuerdos
4. La búsqueda del alma
Segunda parte. Construcciones
5. Multiplicación
6. El yo social
7. La trampa del ego
8. ¿Sólo una ilusión?
9. Reconstruir el carácter
Tercera parte. Nuestro yo futuro
10. Vida después de la muerte
11. El futuro del yo
12. Vivir sin alma
Bibliografía
Notas
Créditos
2
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Para Antonia, la mia vera anima gemella, 
con amor y gratitud
3
Por mi parte, cuando entro más íntimamente en lo que llamo mí mismo, siempre doy con
una u otra percepción particular, de calor o de frío, de luz o de sombra, de amor u odio,
de dolor o placer, color o sonido, etc. Nunca puedo captarme a mí mismo
independientemente de alguna percepción.
David Hume, Tratado de la naturaleza humana, 
libro 1, parte 4, capítulo 6
¡Mira en qué opinión tan baja me tienes! Te gustaría tocarme como se toca un
instrumento, presumes de conocer mis registros, pretendes extraer lo más íntimo de mis
secretos, quieres hacer sonar del más grave al más agudo de mis tonos; hay mucha
música y una voz excelente en este pequeño órgano, pero no puedes hacerlo sonar.
¿Piensas que se me tañe a mí con más facilidad que a una flauta?
William Shakespeare, Hamlet, 
acto 3, escena 2
4
Agradecimientos
Ante todo, debo dar las gracias a las muchas personas que no escatimaron su tiempo
y aceptaron ser entrevistadas para este libro: Stephen Batchelor, Janet Bell, Susan
Blackmore, Nick Bostrom, Paul Broks, Rita Carter, Aubrey de Grey, Jñanamitra, Brooke
Magnanti, Drusilla Marland, Derek Parfit, Akong Tulku Rinpoche, Ringu Tulku
Rinpoche, Jackie Smith, Galen Strawson, Richard Swinburne, Justin Thacker y Philip
Zimbardo. Estoy especialmente agradecido a Robert y Linda, que, por razones de
confidencialidad, ocultan su nombre real. Aunque no le he citado, una temprana
entrevista con Norman Hansen fue también sumamente útil. Me entrevisté también con
David Chalmers, Dan Dennett y Susan Greenfield, oficialmente por otros motivos, pero
secuestré algo de aquellas conversaciones para este proyecto.
Además, recibí también ayuda y orientación de Stephen Cave, Cheryl McElroy,
Simon Stuart, Barbara Tomenson y Ben Whalley.
Ophelia Benson, Sara Holloway, Lizzy Kremer y Antonia Macaro me han
transmitido comentarios valiosísimos sobre el primer borrador de este libro, gracias a los
cuales espero que haya mejorado sensiblemente.
Doy las gracias a todo el que haya trabajado en o para la Editorial Granta para hacer
que este libro sea tan bueno y tenga tanto éxito como sea posible, en particular a
Benjamin Buchan, Stephen Guise, Christine Lo, Brigid Macleod, Sharon Murphy, Aidan
O’Neill, Nelly Pike, Angela Rose, Pru Rowlandson y Sarah Wasley.
Finalmente, debo dar las gracias a Michael Proudfoot, cuyas clases en la universidad
me llevaron a interesarme inicialmente por el tema, y a Lucy O’Brien, que dirigió la tesis
doctoral que es la semilla de la que creció este libro tan diferente.
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Introducción
Un chico de 7 años tiene un balón que le arrebata brutalmente un compañero de
clase, mayor que él, muy agresivo, durante un partido de fútbol apasionado e informal.
Enfurecido, ve en el suelo, al alcance de su mano, un taco de madera que ocupa el
agujero cuadrado donde habitualmente están los postes. Lo que sucede a continuación
parece menos una acción que el chico ejecuta que algo que su cuerpo hace por sí mismo.
Mientras el muchacho mayor se marcha con el balón, dándole la espalda, el chaval
ofendido agarra la madera, se la lanza a su rival y le golpea en la parte posterior de la
cabeza. Durante unos segundos, es como si no fuera él mismo. Es el único acto de
violencia que ha realizado en su vida hasta ese momento, y seguirá siendo el único
durante, por lo menos, los treinta y cinco años siguientes.
Un hombre de 70 años está sentado en una silla en una residencia de ancianos. La
mujer que le está hablando es el amor de su vida, la persona con la que ha vivido durante
treinta y dos años. Pero no la reconoce. Ni sabe tampoco que los libros que ella sujeta
son los que él mismo escribió. Ahora, no podría comprender ni una sola palabra de lo
que dicen.
Un hombre de 42 años está sentado en el tren, escribiendo estas palabras. La
historia del chico pertenece a su pasado; la del hombre mayor, a su posible futuro. Sin
embargo, mirando hacia atrás y hacia delante, incapaz de reconocerse en el muchacho ni
en el pensionista, no encuentra respuesta a una pregunta aparentemente simple: ¿era
«yo» ese niño, y podría ser «yo» ese anciano?
Alguien puede sentirse perplejo ante esta perplejidad. Por supuesto, las tres
personas son la misma. Simplemente, están en diferentes etapas de la vida de un mismo
organismo humano, un organismo que lleva el ADN único de una persona identificada
como Julian Baggini. Sin duda, las tres son distintas, pero eso simplemente refleja el
banal truismo de que «las personas cambian». Cuando decimos que «ya no soy el
mismo», se trata sólo de una figura del lenguaje. Tomarlo más literalmente sería cometer
el clásico error filosófico, identificado por Wittgenstein, de quedar «hechizado por el
lenguaje».
No creo que esta pregunta, u otras semejantes, puedan despacharse de una manera
tan simple. Esos enigmas de identidad no son meros juegos filosóficos: se producen en la
vida de las personas reales todos los días. Los más impactantes surgen cuando hay que
relacionarse con seres queridos que sufren demencia, están afectados por alguna forma
de lesión cerebral grave o se encuentran en un estado vegetativo permanente. La gente
habla de un tiempo pasado en el que esas personas «estaban todavía con nosotros», aun
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cuando su presencia física indique que lo siguen estando. Con frecuencia, en el momento
en que el cuerpo entrega finalmente su último aliento, el luto por esa persona se ha hecho
ya hace tiempo. ¿Cómo puede ser posible esto, a menos que, en un sentido muy real, no
seamos simplemente el mismo que el organismo biológico que lleva nuestro ADN, y que
nuestra identidad personal sea algo independiente de la vida del cuerpo que habitamos?
Y, sin embargo, las mismas personas que lloran por sus seres queridos antes de la
muerte clínica no dejan, en general, de cuidar del yo dañado en su residencia o que
permanece atado con correas a máquinas de respiración artificial. Existe igualmente el
sentimiento contrario de que, incluso en ese estado lamentable, las personas siguen
siendo las mismas aunque, en otro sentido, pensemos que ya no existen.
Ésta es únicamente una más entre el conjunto de lo que podríamos llamar
«paradojas del yo»: albergamos creencias sobre quién y qué somos que tienen fuerza
semejante aunque se contradigan entre sí. Llamarlas paradojas es, no obstante, ser
demasiado pesimistas sobre nuestra capacidad para reconciliar sus demandas
contrapuestas. Es mejor pensar en ellas como enigmas que deben ser resueltos. Nuestras
ideas sobre quiénes somos pueden perfectamente apuntar en direcciones contrarias, pero
creo que más de dos mil años de filosofía y más de un siglo de psicología nos han
proporcionado los recursos que necesitamos para mostrar que las verdades de ambas no
se anulan, sino que se complementan.
El enigma central que acabo de proponer se refiere a la continuidad del yo en
circunstancias cambiantes: ¿cómo podemos seguir siendo la misma persona a través del
tiempo, aunque cambiemos, a veces considerablemente? La demencia es, tal vez, el
ejemplo más extremo de la vida real, pero la mayoría de nosotros puede hacerse una idea
de la fuerza del enigma simplemente tratando de recordar cómo éramos en el pasado.
¿Con cuánta frecuencia sentimos vergüenza ajena cuando encontramos cosas que
escribimos en nuestra adolescencia, o cuando otros que estaban allí nos recuerdan lo que
una vez dijimos o hicimos? Por ejemplo, recuerdo cuando mi madre encontró una
grosera canción que yo le había escrito a una amiga, algoque no sólo era vulgar, sino que
se basaba en una ignorancia ginecológica tan completa que ni siquiera ahora me siento
capaz de dar más detalles sobre ello. Ese embarazo extremo sólo tendría sentido si yo
percibiera aquello como algo que yo mismo había hecho. Pero, al mismo tiempo, la
razón de que me sienta avergonzado es precisamente la desconexión entre el hombre que
creo ser y el niño en cuya mente ya no puedo entrar. Sé que lo hice, pero no puedo
volver a experimentar el sentimiento del yo que lo hizo. ¿Puede la mayoría de nosotros
recordar verdaderamente qué significaba en realidad tener 5, 10 o 13 años? Cuanto
mayores nos hacemos, menos capaces somos de identificarnos verdaderamente, con
seguridad, con nuestros yoes del pasado. A veces, especialmente cuando recordamos y
consideramos los traumas emocionales, no podemos explicar lo que hicimos y pensamos
hace tan sólo unos pocos años. Nuestros pensamientos y acciones son tan inescrutables
como los de los extraños, o incluso más.
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Al mismo tiempo, cada uno de nosotros tiene un sentimiento de «yo-idad» que
parece ser notablemente perdurable, y que puede afirmarse de maneras inesperadas. Por
ejemplo, recientemente quedé con un grupo de viejos amigos de la universidad, a algunos
de los cuales apenas había visto en los últimos veinte años. Sin embargo,
instantáneamente, todos nos sentimos perfectamente cómodos, reconociendo
precisamente en cada uno de los otros aquellos mismos rasgos que tan bien habíamos
llegado a conocer mientras compartíamos casa. En realidad, fue ligeramente deprimente
comprender después lo poco que habíamos cambiado. Me hubiera gustado pensar que
había crecido y madurado como persona, pero, fuera cual fuese ese desarrollo, parecía
insignificante comparado con todo lo que en mí no se había modificado en absoluto.
Parece que, con el paso del tiempo, cambiamos completamente, y sin embargo
seguimos siendo completamente los mismos. En su autobiografía, el cineasta Luis Buñuel
captó muy lúcidamente estas contradicciones en la forma de relacionarnos con los yoes
del pasado: «A menudo, mi vida me parece un solo instante. Los acontecimientos de mi
infancia me parecen a veces tan recientes que tengo que hacer un esfuerzo para recordar
que sucedieron hace cincuenta o sesenta años». Pero añadía: «Y, sin embargo, en otros
momentos la vida me parece muy larga. Me parece que el niño, o el joven, que hacía
esto o aquello no tiene ya nada que ver conmigo».1
Hay abundantes trabajos de estudiosos en los ámbitos de la filosofía, la psicología y
la neurociencia que nos pueden ayudar a resolver estos enigmas. Sin embargo, gran parte
de toda esa brillante bibliografía sobre el tema está escrita por especialistas de tal manera
que ocultan —a veces da la impresión de que deliberadamente— su interés fundamental.
La especialización disfraza también en cierta medida el hecho de que la filosofía, la
psicología, la sociología, la neurociencia y la religión tienen enfoques diferentes, aunque
todos convergentes, sobre el mismo tema. Los académicos de estos campos se parecen a
menudo a críticos que analizan diferentes detalles de un cuadro, sin comprender que
todos están hablando del mismo cuadro. Mi objetivo es dar un paso hacia atrás para
tratar de contemplar ese lienzo en su conjunto. Ahora bien, esto no tiene por qué
significar ausencia de rigor: un pincel ancho tiene que ser manejado con tanto cuidado
como una fina plumilla.
Para recuperar la manera en que estas cuestiones afectan a nuestra vida, me he
servido no sólo de libros y teorías, sino también de encuentros con personas que, de
formas diversas, viven muchos de los problemas que los académicos se limitan a teorizar.
Para obtener una idea del significado de la reencarnación, he hablado con lamas budistas
que se atribuyen vidas pasadas. Para investigar la importancia del cuerpo en nuestra
identidad, he hablado con personas que han cambiado de sexo. Para comprender mejor
cómo afecta la demencia a quiénes somos, he hablado con personas que han visto a sus
seres queridos transformados por la enfermedad. Estos encuentros con personas
concretas proporcionan algo más que meros ejemplos vividos de aquello sobre lo que
hablan los teóricos; pueden ayudar a aclarar difíciles cuestiones conceptuales. Y nos
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recuerdan también que el tema de este libro no es sólo un asunto abstracto, académico,
sino que aborda una cuestión real que afecta a vidas reales; algo que, espero, podrá
quedar reforzado por los retratos que aparecen como interludio entre los distintos
capítulos.
Tratar estas cuestiones es complicado, debido a que la pregunta sobre la identidad
personal tiene un número desconcertante de formas. Algunos la consideran una cuestión
de la psicología empírica, puesto que es la naturaleza o la crianza lo que configura a cada
uno en su particular personalidad. Otros suponen que la pregunta es de carácter social:
¿qué son las identidades étnica, religiosa y social que nos atribuimos a nosotros mismos y
a los demás para definir quiénes somos? Una minoría considera que la cuestión central es
la que elegí como tema para mi doctorado: ¿cuáles son las condiciones necesarias y
suficientes para decir que una persona en un momento dado es la misma que fue en otro
momento? No es extraño que haya tantas maneras diferentes de afrontar la cuestión;
recientemente, dos psicólogos catalogaron sesenta y seis términos diferentes para tratar
aspectos del yo y la identidad.2
Lo que muestra la existencia de estas diferentes respuestas es que aunque el
significado mismo de la identidad implique unidad y unicidad, la identidad del yo abarca
realmente muchas cosas. Pero aunque para algunas formas de investigación académica
especializada pueda tener sentido separar estas preguntas, un estudio integrador de lo que
somos tiene que abordarlas todas en mayor o menor medida. Mi pregunta —que pienso
que es la pregunta más interesante para un mayor número de personas— es amplia: ¿qué
somos y de qué depende nuestra existencia continuada a través del tiempo? Esta
amplitud significa también que no pienso que tenga que especificar por adelantado si mi
sujeto es persona, individuo, ser humano o yo, como con frecuencia están obligados a
hacer los académicos. Me limitaré a usar de manera apropiada cada uno de estos
conceptos en función de cómo se relacionen con la pregunta central.
El obispo y filósofo irlandés Berkeley escribió en una ocasión: «Los filósofos
levantan polvo y luego se quejan de que no ven». El continuo pisoteo de psicólogos,
científicos, teólogos y sociólogos ha contribuido también a hacer más densa la nube que
oscurece nuestra visión del yo. La solución adoptada en los medios académicos
contemporáneos parece consistir frecuentemente en examinar cada partícula en detalle,
de manera cada vez más aislada. Mi planteamiento es, más bien, dejar que el polvo se
deposite y nos permita contemplar qué es eso que tantos esfuerzos hacíamos por ver. El
yo es como los cuadros: no se lo puede enfocar adecuadamente si se está demasiado
lejos o demasiado cerca. Observado de forma pertinente, veremos que el yo es real, pero
que no es lo que la mayor parte de nosotros imagina que es.
9
PRIMERA
PARTE
En busca de la perla
¿Tienes un «yo esencial»? Cuando hacemos esta pregunta, la mayor parte de la
gente dice que lo tiene, pero todavía no he encontrado a nadie que pueda explicar con
claridad qué es ese «yo». Suele describirse como una especie de «sentimiento» siempre
presente, una sensación que está siempre ahí, en el fondo, o quizás incluso como una
especie de «aroma» que impregna todas las experiencias. Aunque todos reconozcan que
han cambiado enormemente desde que eran niños, la mayoría afirma que, no obstante,
su sentido del «yo» ha permanecido constante.
Si tenemos o no razón al creer en esa esencia es una pregunta que, espero, tendrá
una respuesta al final de este libro. Sin embargo, por el momento, lo significativo es que
todo el mundo, casi invariablemente, cree que tal esencia —en tanto que núcleo de sí
mismo que se mantieneconstante a través de la vida— existe. Esto se llama a veces la
visión de la «perla». El problema es que nadie parece estar muy seguro de dónde
localizar esa preciosa gema. Si todo el mundo tiene una esencia duradera, algo que le
hace ser la misma persona a lo largo de su vida, y tal vez incluso después de ella, ¿dónde
está y qué es?
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CAPÍTULO
1
Cuerpos de pensamiento
«Siento como si en estos días hubiera vivido varias vidas. Es muy extraño
recordar mi infancia y tener la sensación de que era yo.»
11
Jñanamitra, que ha vivido como hombre y como mujer.
12
Antes de embarcarse en la búsqueda de una entidad difícil de encontrar, es prudente
comprobar primero que lo que se está buscando no esté ya justo debajo de la nariz. En el
caso del yo, algunos nos instarían también a mirar hacia arriba y detrás. Cuando se trata
de establecer la identidad de otra persona, o de demostrar la propia, nunca hay ningún
misterio existencial o metafísico. Más bien se enseña el pasaporte o el carné de conducir,
se dan las huellas dactilares, se hace un análisis de sangre, o una lectura del ADN. Se
identifica el cuerpo y, de este modo, se identifica a la persona.
En términos prácticos, no hay ningún misterio profundo en la propia identidad.
Recibimos certificados de nacimiento y de muerte y rara vez se produce alguna dificultad
para que los dos concuerden. Como plantea el filósofo contemporáneo Eric T. Olsen:
«¿No es obvio que somos animales?».1 Tan obvio, en realidad, que si se consideran las
alternativas uno se da cuenta de que «nadie sino un filósofo podía haber pensado en
ellas. Y será necesario algo más que un poco de filosofía para conseguir que alguien se
las crea. Comparada con estas pretensiones, la idea de que somos animales parece
completamente razonable».
Olsen casi parece molesto por tener que defender la visión llamada animalismo, que
es simplemente la afirmación de que «existe un cierto organismo humano, y ese
organismo eres tú. Tú y él sois uno y lo mismo». Esto no significa que seamos
«solamente» animales. Somos también otras cosas, como filósofos, músicos, jardineros o
anarquistas. «Podemos ser animales muy especiales —afirma Olsen—, pero los animales
especiales siguen siendo animales.»
Esta observación merece ser subrayada. Uno de los trucos retóricos más fáciles y
eficaces del libro es el uso de los términos «sólo» o «mero». Se puede conseguir que
muchas ideas perfectamente sensatas parezcan notablemente inverosímiles por la
inserción inteligente de una de estas palabras. Los críticos niegan que el pensamiento sea
«meramente» el producto de la función cerebral, que los seres humanos sean «sólo»
máquinas biológicas, o que la música sea «nada más que» la vibración del aire. Ahora
bien, si se quitan las palabras entre comillas, ¿qué hay de escandaloso en cualquiera de
esas afirmaciones?
La idea, por consiguiente, de que lo que nos hace ser los individuos que somos es el
hecho de ser organismos biológicos particulares no debería desecharse aduciendo que
hacemos mucho más que comer y reproducirnos. Si somos animales, somos claramente
animales muy sorprendentes, y ningún animalista sugeriría otra cosa.
En cierto sentido, Olsen tiene razón al decir que, obviamente, somos animales. Sin
embargo, ¿es cierto que es ahí donde encontramos el núcleo del yo, la perla esquiva de la
identidad? Una cosa es decir que necesitamos un cuerpo para vivir, y otra que sea
13
nuestro cuerpo lo que define quiénes somos. El hecho de que nuestros cuerpos sean
esenciales no significa que definan nuestra esencia.
Los experimentos teóricos de filósofos y novelistas con personas que cambian de
cuerpo cuestionan la idea de que seamos simplemente nuestros cuerpos. John Locke
imaginó la mente y el alma de un príncipe que entraban en los de un zapatero
remendón,2 mientras que Franz Kafka, en La metamorfosis, imaginó un hombre que se
despierta con el cuerpo de un escarabajo. Por supuesto, estas fantasías no demuestran
que esas transformaciones sean posibles. Sin embargo, que sean imaginables y que
pensemos intuitivamente que el príncipe y el hombre seguían viviendo en sus nuevos y
extraños cuerpos, refleja el fuerte sentimiento que tenemos de que nuestra esencia no se
ha de encontrar en nuestras envolturas biológicas originales. La distinción entre la
persona pensante que hay dentro y el vehículo animal para su existencia continuada es
una distinción que incluso un niño puede hacer, sin necesidad de ninguna preparación
filosófica.
Sin embargo, hay buenas razones para poner en tela de juicio todo lo que nos
pueden llegar a decir ficciones como éstas. El hecho de que podamos imaginar algo no
prueba que sea posible. Puedo imaginarme a mí mismo corriendo un kilómetro en diez
segundos, pero nunca podría hacer tal cosa. Más aún, a veces creemos que hemos
conseguido imaginar algo cuando, en realidad, no lo hemos hecho. Consideremos otro
experimento teórico de John Locke, en el que nos pide que imaginemos lo que sucedería
si uno se corta el dedo meñique y la consciencia no se quedara con el resto del cuerpo,
sino que, abandonándolo, se fuera con el dedo. «Es evidente que el dedo meñique sería
la persona, la misma persona —decía—, y entonces el yo no tendría nada que ver con el
resto del cuerpo.» Eso parece razonable. Pero si se piensa en ello, ¿qué diablos
significaría para un dedo meñique ser una persona consciente? ¿Podemos imaginar
realmente cómo es eso de ser una persona-dedo?
Afortunadamente, no tenemos que basarnos sólo en la imaginación para entender la
importancia que tiene nuestro cuerpo biológico en la definición de nuestra identidad.
Tenemos casos en la vida real de personas que, insatisfechas con su cuerpo, lo cambian
radicalmente. No estoy hablando aquí de la cirugía estética, sino de los cambios mucho
más profundos que se producen cuando una persona pasa de un sexo a otro. Si estar en
un cuerpo particular es realmente esencial para nuestra identidad, entonces los hombres y
las mujeres que cambian de sexo deberían poder decirnos algo sobre cómo y por qué
esto es así.
VIVIR EN EL CUERPO EQUIVOCADO
Drusilla Marland sabe algo de lo difícil que puede ser, incluso para los buenos
amigos, entender lo que lleva a una persona a cambiar de sexo, porque uno de sus
amigos, Richard Beard, escribió un libro asombrosamente sincero sobre ello. En su
14
primera página describe lo que pensó cuando vio al compañero de acampada al que había
conocido durante años como Andrew con unos pendientes de perlas: «Eres un hombre
de 43 años cuya esposa te acaba de dejar por otro tipo, llevándose con ella a tu hija.
Tienes un cárter desmontado en la mesa de tu sala de estar. Bebes litros de Smiles Old
Tosser durante la hora del almuerzo y trabajas en la sala de máquinas de un barco de
pasajeros de siete mil toneladas. No eres una mujer».3
Ciertamente, Marland parecía una mujer cuando me entrevisté con ella en su casa
de Bristol. Lo mismo que Jñanamitra, otro hombre que se había transformado en mujer,
con quien me encontré para tomar café en un centro comercial de Birmingham.
Jñanamitra adoptó su nombre al integrarse en los Amigos de la Orden Budista Occidental
(AOBO), cuando éstos le pidieron que se convirtiera en miembro formal. Hasta ese
momento había vivido como un hombre, como una mujer no plenamente transexuada, y
luego de nuevo como un hombre. Pero era afortunada; Jñanamitra es un nombre que
tanto sirve para hombre como para mujer y que podría conservar cuando finalmente se
convirtiera en mujer.
Cambiar de sexo no es sencillo. «La principal creencia errónea de la gente con
respecto a la transexualidad es que piensan que entras en un hospital, te operan, y sales
como una mujer —me explicaba Jñanamitra—. Nunca ha sido así y no es así. Lo que
sucede realmente es una segunda pubertad, en la que, con el tratamiento hormonal, tu
cuerpo cambia gradualmente durante varios años para irse adaptando más a lo que
sientes que eres.»
En efecto, ése es un proceso difícil en el que durante muchos años los médicos
usaron hormonas como herramientade diagnóstico, para ver si el cliente quería
realmente cambiar de sexo. En la década de 1960, dice Jñanamitra, «repartían hormonas
como si fuera la solución infalible». La idea era que, si ibas en serio, te gustaría el efecto
que tenían. Si el cambio de sexo no era realmente lo adecuado para ti, las hormonas
harían que lo comprendieras rápidamente, y tomar hormonas durante unas pocas
semanas era algo reversible que no provocaría ningún daño. Uno de los principales
expertos de Gran Bretaña en reasignación de sexo, el psiquiatra especialista Russell Reid,
siguió prescribiendo hormonas en la primera cita hasta 1997, cuando el General Medical
Council consideró que se trataba de una mala práctica profesional de carácter grave.
Querer cambiar de sexo y llevar a cabo ese cambio requiere, por lo tanto, un
compromiso real. Muchas personas, si no la mayoría de ellas, no pueden imaginar por
qué alguien puede querer hacerlo. Pero, además, la mayoría de la gente no ha
experimentado la fuerza de la disforia sexual; es decir, el sentimiento de estar atrapado en
un cuerpo cuyo sexo no es el tuyo. No es de extrañar que sea difícil de imaginar, ya que
es casi imposible siquiera explicarlo. Marland lo descompone en dos elementos: «la
incomodidad dentro de mi cuerpo y la incomodidad con el papel social que me había sido
asignado en función de las suposiciones que la gente hacía sobre mi sexo. Como es algo
que está a nuestro alrededor continuamente, es muy difícil conseguir identificarlo en sus
15
aspectos particulares». Recuerda una observación de la académica y creadora
cinematográfica estadounidense Susan Stryker: «El sexo es el medio en el que
nadamos». Cuando el sexo está equivocado, la vida pasa a ser algo así como nadar en
melaza.
Sin embargo, la relación entre cuerpo e identidad en la disforia sexual es paradójica.
Tener el cuerpo apropiado se considera algo absolutamente esencial para el sentido del
yo, pero es posible tener un sentido fuerte del yo en un cuerpo equivocado. La disforia
sexual parece, pues, demostrar tanto que nuestro cuerpo no es un elemento secundario
sino esencial de quienes somos, como que nuestra identidad personal puede estar
separada de nuestro cuerpo, si éste es del sexo equivocado.
La paradoja se resuelve siendo más precisos. Nuestro sentido del yo implica
claramente el sentimiento de qué cuerpo es adecuado para nosotros, pero eso no significa
que no podamos ser nosotros mismos en un cuerpo equivocado. En este sentido, un
hombre biológico con disforia sexual es como una máquina que funciona con un
combustible que no es el suyo. El motor de un coche podría parecer una analogía un
poco disparatada, pero quizá no lo sea. No es accesorio para un motor funcionar con uno
u otro combustible. Un motor diesel no funcionará con gasolina, o viceversa. Sin
embargo, algunos motores diesel funcionarán, mejor o peor, con ciertos tipos de
combustible «equivocado», como el aceite vegetal procesado. Puede chisporrotear e ir
lento, pero funcionará. No obstante, sigue siendo un motor diesel, no un motor de
bioetanol. De la misma manera, alguien que siente como una mujer puede vivir en un
cuerpo de hombre; ahora bien, no va a funcionar de forma idónea. Tener el cuerpo de un
sexo particular es parte de su identidad, pero esa identidad puede sobrevivir con un
cuerpo de otro sexo.
Por consiguiente, la experiencia transexual nos aporta argumentos tanto contra
aquellos que dan demasiada importancia al cuerpo para la identidad, como contra
aquellos que le dan demasiado poca. El cuerpo es muy importante para establecer
quiénes somos, porque afecta a nuestra forma de pensar y experimentar el mundo. La
identidad no puede flotar fuera de lo físico. Pero de ello no se colige que sea en nuestro
cuerpo donde se encuentra la perla del yo. Nuestro sentido del yo se enraíza en lo que
pensamos y en cómo sentimos. Nuestro cuerpo, al menos en parte, moldea ese sentido
del yo, como el molde de escayola moldea una estatua. Pero igual que nadie confundiría
el molde con la obra de arte, tampoco nosotros deberíamos identificar erróneamente el
cuerpo con el núcleo del yo.
Ésta es una lección que, tal vez, Jñanamitra habría aprendido antes si no hubiera
sido por sus creencias budistas. Sus viajes espirituales y corporales siempre se han
entrelazado, pero no siempre lo han hecho felizmente. Jñanamitra no quiso dar su
nombre de nacimiento, pero él —pues ella era entonces él— tenía la vida típica de un
niño cuyo padre era comandante del ejército. Jñanamitra viajó por el mundo hasta los 8
años, y luego fue enviado a un internado. La disforia sexual apareció en la adolescencia,
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pero él fue avanzando como pudo, yendo a un centro de formación profesional, St
Martins Art College, y luego al Royal College of Art. «No fue hasta que tuve unos 25
años, más o menos, cuando, finalmente, una mañana me desperté comprendiendo que
no había ningún truco mágico, que no había nada que yo pudiera hacer para solucionar
esto —dice—. Terminé yendo a una clase introductoria de meditación, y también ese
mismo día realicé mi primera visita a un grupo de autoayuda.»
Enero de 1977 fue «uno de esos momentos de despertar», y se fue al Charing
Cross Hospital, uno de los primeros centros pioneros en el tratamiento de reasignación y
cirugía sexual, y empezó la transición a Catherine. «Es un proceso lento y entras en un
mundo muy extraño, donde las personas que te conocen como varón te tratan como
varón y no ven a la mujer emergente, y la gente que te ve como mujer te trata como
mujer y no ve tu componente de origen masculino. Es una cosa extraordinaria
relacionada con la percepción, algo que en realidad persigue a la mayoría de los
transexuales, pues si alguien les ha conocido en su sexo anterior, con frecuencia son muy
reacios a resituarlos mentalmente en su nueva condición. Atraviesas una fase muy
extraña en la que nunca sabes bien cómo van a “leerte” los demás, si lo van a hacer
como varón o como mujer.»
Fue realmente un momento decisivo el día en que Catherine tuvo que acudir a un
puesto de ayuda sanitaria en carretera y fue «leída» como mujer. «Dije que era
transexual y pre-op, pero, no obstante, me trataron muy bien, y tener esa afirmación en
ese momento, me cogió por sorpresa, no lo esperaba.»
Sin embargo, cuando Catherine de nuevo se implicó más en los Amigos de la Orden
Budista Occidental (AOBO), surgieron problemas. «Yo estaba muy abierta a ser
transexual y tenía algunas dudas en cuanto a si ésta era realmente la manera de resolver
la cuestión.» Estas dudas fueron alimentadas por el fundador de la AOBO,
Sangharakshita. «Fue muy tajante en cuanto a que la transformación física no era el
camino que debía seguir, y que el problema se podía resolver mediante el discernimiento.
Me asustó. Realmente me asustó, hablándome de terribles consecuencias kármicas por el
hecho de realizar la transición.» Los AOBO no niegan la sexualidad esencial de las
personas; en realidad, más bien al contrario, pues hay separación de sexos en muchas de
sus prácticas. El problema es que tienen la visión rígida de que el sexo está
necesariamente determinado desde el nacimiento.
Jñanamitra conoce a otras personas en una situación similar que acabaron por
alejarse de los AOBO. Pero ella quería el dharma, quería seguir la vía. «Deseaba tanto
unirme a la orden que volví y proseguí mi proceso de ordenación en el ala masculina de
la orden. Esto fue tremendamente difícil para mí. Encontré una enorme incomprensión
en lo que se refiere a aquello con lo que realmente estaba luchando y trabajando.»
Él, una vez más, tomó el apodo de Kit, «que es un nombre ambiguo, y que resulta
ser también la sílaba central de Avalokiteśvara, que es el bodhisattva de la compasión».
Después de dieciocho meses sin hormonas, la gente veía a Kit de nuevo como varón por
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la calle. Durante doce años, entre 1983 y 1995, Kit siguió el proceso de ordenación.
Trabajaba en su práctica, con la esperanza de que si podía llegar al discernimiento,
podrían resolverse sus problemas de sexo. Sin embargo,«unos tres o cuatro años
después de que me ordenara, empecé a darme cuenta cada vez más de que había tenido
una especie de episodio de disforia sexual aproximadamente cada mes. Y finalmente tuve
que reconocer que esto era algo que no había resuelto en absoluto».
Todo llegó a un punto crítico en un retiro de atención plena. Parte de la práctica
supone observar qué pensamientos y sentimientos surgen en la mente y considerar de
qué dependen esos pensamientos. ¿Qué los estimulaba? ¿Cuál era el desencadenante?
«Así que allí estaba yo, consciente de ese pensamiento que surgía, y entonces comprendí
que por debajo de todo aquello había una cosa absolutamente firme, mi disforia sexual,
que no surgía dependiendo de nada: simplemente estaba allí. Y cuando vi eso, tuve una
experiencia espiritual catastrófica. Nunca he tenido algo así desde entonces. Toda la
superestructura de mi motivación para proseguir la meditación simplemente desapareció
como una baraja lanzada al viento, y comprendí que no tenía ningún sentido luchar ni
sufrir y que podía perfectamente volver a ver al médico de nuevo. Lo que estaba
frenándolo todo era la idea de que yo podía transformar aquello con discernimiento.
Conseguí el discernimiento, pero el discernimiento demostraba que no podía
transformarlo con discernimiento.»
Volvió al tratamiento médico sin pretender el cambio, pero «el sentimiento de que la
verdadera identidad era la femenina era muy fuerte, y desde el momento en que se
reconocía desde fuera, no podía detenerme».
La historia de Jñanamitra es un testimonio convincente contra aquellos que insisten
en que se pueden tratar las cuestiones de disforia sexual sin cambio físico. Ella trató de
hacerlo así, armada con las herramientas de la meditación de la atención plena,
herramientas que psicólogos que no necesariamente comparten la metafísica budista
encuentran tan eficaz que la han adoptado para objetivos seculares. El suyo es un caso
límite, un caso que muestra lo lejos que se puede llegar tratando de separar nuestra
identidad de nuestro cuerpo. Que ella pudiera llegar tan lejos pone de manifiesto lo fuerte
y lo importante que es el sentimiento de identidad. Que éste llegara tan lejos muestra, no
obstante, que también el cuerpo es importante para ese sentimiento de identidad.
He aquí una distinción sutil pero vital, a la que aludí anteriormente: la identidad
personal no puede flotar lejos de lo físico, pero no está enteramente determinada por lo
físico. Recogiendo la imagen de Susan Stryker, nuestros cuerpos son el medio a través
del cual nadamos. Como tal, afectan profundamente a quienes somos. Por analogía,
pensemos cómo cambia una obra musical si la interpreta una orquesta sinfónica, una
banda de rock o un conjunto de folk acústico. El medio a través del que se expresa
establece una diferencia importante. La pieza en sí es la misma, pero resulta diferente en
la ejecución particular de cada banda. Igualmente, nuestras vidas son como sinfonías que
duran décadas, y el instrumento que se nos ofrece para tocarlo es muy importante para
18
determinar cómo suena. Así como un violín puede dar notas que no puede dar una
guitarra de bajo, y viceversa, así un cuerpo femenino esbelto y hermoso proporciona
posibilidades diferentes a las que proporciona un cuerpo masculino bajo y sin atractivo.
Subestimar la medida en que el medio de nuestra existencia —el cuerpo particular que se
nos da a cada uno— da forma a la persona que llegamos a ser sería una locura. Pero
pensar que la persona sólo es el medio anda igualmente descaminado.
Marland y Jñanamitra son como intérpretes que han cambiado de instrumento en
mitad de la actuación. Pero aunque eso signifique que han pasado por cambios de
identidad mucho mayores que la mayoría de la gente, este hecho no parece provocar un
sentimiento radicalmente diferente de la continuidad entre el yo del pasado y el actual; la
melodía sigue siendo la misma. Como otras personas, varían en la manera de ver el yo
del pasado en su continuidad con el yo presente. Jñanamitra dice que apenas tiene
sensación de que las diversas versiones de su yo correspondan a una misma persona.
«Siento como si en estos días hubiera vivido varias vidas. Es muy extraño recordar mi
infancia y tener la sensación de que era yo.» Sin embargo, es imposible decir en qué
medida esto tiene que ver con sus disposiciones naturales, sus cambios de sexo y sus
creencias budistas, que niegan la existencia de un yo perdurable. «Decir “lo que eres
verdaderamente” es difícil, porque eso implica que puedo mirar dentro de mí y encontrar
algo que sea lo que “verdaderamente eres”, por decirlo así, mientras que lo que descubro
es un cambio constante, algo que depende continuamente de las condiciones, donde los
impulsos surgen y desaparecen.»
No obstante, hay algunas continuidades fuertes. «Yo diría que tengo un tipo de
personalidad reconocible, de modo que cualquiera que me conociera antes creo que me
reconocería también ahora. Hay ciertos intereses que persisten. Me gustan las cosas
prácticas, me gustan los proyectos, me gusta hacer cosas, eso siempre ha sido así. Esos
aspectos de mi personalidad permanecen inalterados.» Y «siempre he sido una mujer, sí.
Eso ha sido constante».
Por el contrario, Marland tiene la misma sensación de continuidad que tienen
muchas personas, tal vez la mayoría de ellas. «Me perdí conduciendo a través de Gales
hace unas pocas semanas y me encontré en algún lugar por el que había pasado en varias
ocasiones durante los últimos treinta años. Al recordar tiempos pasados, hay instantes en
los que siento como si me agarraran desde atrás, y esos momentos me son muy queridos.
Sigue habiendo un mismo yo en el sentido de que yo sigo mirando a través de los
mismos ojos con los que miraba cuando lo estaba experimentando. No hay ningún
antiguo “él” del que yo piense en tercera persona, ciertamente. Lo veo como una
continuidad.»
La reasignación de sexo es un ejemplo extremo, pero todos los yoes cambian a lo
largo de los años. Que los veamos como cambios de un único yo, o como un cambio
literal de un yo por otro, al parecer depende más de la percepción del individuo que
únicamente de la extensión del cambio. Parece que algunos pueden cambiar de cuerpo
19
sin que por eso cambie quiénes son realmente. Nuestro cuerpo no es lo que en última
instancia nos facilita la percepción de la perla en el corazón del yo, aunque nuestra
corporalidad esencial importa mucho más de lo que algunos teóricos han creído. Esto se
debe a que somos «cuerpos de pensamiento». Es el pensamiento —que incluye
emociones y percepciones, no sólo procesos racionales— lo que nos hace quienes
somos, pero estos pensamientos están siempre corporificados. Como dije anteriormente,
los cuerpos son esenciales, pero no son nuestra esencia.
CAÑAS PENSANTES
Las personas transexuales no son las únicas que se muestran cautelosas a la hora de
vincular demasiado o demasiado poco el sentido del yo al cuerpo. Hay muchas otras
personas cuyo cuerpo está ligado íntimamente y de forma especial a su propia sensación
de quiénes son. Pianistas, atletas, modelos y gimnastas, todos ellos necesitan el particular
cuerpo que poseen para ser el individuo que han llegado a ser. Cualquier cambio radical
en su cuerpo sería un trauma tremendo y exigiría una reconsideración completa sobre
cómo vivir su vida. Pero como comenta acertadamente el filósofo Anthony Quinton,
cuando se producen esos traumas, la persona no deja de existir. Los supuestos nucleares
sobre lo que las personas son y sobre lo que hacen pueden verse trastocados o
destruidos, pero la persona que se ajusta a ese trauma es, en los aspectos críticos, la
misma persona que lo sufrió. La corporalidad es, sin embargo, crucial —después de
todo, siguen teniendo cuerpo—, pero los detalles precisos de su forma pueden cambiar
sin amenazar la integridad de la persona.
Tomemos el ejemplo de la modelo y presentadora de televisión Katie Piper. Sus
amables miradas a la cámara eran claves para la vida que ella se había construido en la
televisión.Pero el 31 de marzo de 2008 una persona completamente desconocida para
ella, que trabajaba para su trastornado ex novio, le arrojó ácido sulfúrico a la cara,
desfigurándola de por vida. Quedó ciega de un ojo, y soportó durante años ser
alimentada a través de un tubo y llevar una máscara facial transparente veintitrés horas al
día.
Hablando de la agresión dieciocho meses después, Piper parecía apoyar la idea de
que este cambio corporal tuvo como resultado un cambio de identidad profundo. «Al
mirarme en el espejo, pensaba: “No sé quién es esa persona”. No podía identificarme
con ella. Era una crisis de identidad enorme.»4 Había cambiado. «Nunca iba a ser la
antigua Katie. Ella es como una buena amiga que tuve en otro tiempo —decía—. Ella se
ha ido y ahora hay otra diferente en su lugar.»5
Pero también parece estar muy claro que éste es el caso de una persona que
cambia, no de una persona que se transforma completamente en otra. En los aspectos
más fundamentales, Piper sigue siendo la misma mujer. Puede decir cosas como:
«Comprendo que mi vida anterior era muy superficial», porque su vida se extiende a
20
antes y después del suceso. Puede decir: «Mi familia ha estado genial», porque sigue
siendo su familia, capaz de reconocerla y ser reconocida por ella como la misma. Ése
era, en efecto, el mensaje que quedaba en los espectadores al final de un documental
sobre su experiencia. «He suplido estos ataques terribles, sí, físicamente parezco
totalmente distinta, pero quiero ser la mujer que pasó por eso y ahora está viviendo [...]
Quiero librarme de eso y ser sólo Katie.»6
Una transformación corporal aún más extrema es la que le sucedió al historiador
Tony Judt. En 2008, tenía «68 años y era un tipo muy rico, muy sano, muy
independiente, que viajaba y practicaba deporte».7 Dieciocho meses más tarde, era un
tetrapléjico atado a una silla de ruedas, que tenía que llevar siempre un tubo de
respiración a través de una máscara de plástico. El desorden neuronal motor de la
esclerosis lateral amiotrófica, conocido popularmente como enfermedad de Lou Gehrig,
le condenó a un «encarcelamiento progresivo sin posibilidad de escapar».8 La condena
sólo terminó con su muerte en agosto de 2010.
«Estoy tratando de dar con lo que debe significar ahora estar reducido a la esencia
de lo que soy —declaró al periodista Ed Pilkington—. La “caña pensante” de Pascal lo
expresa realmente, porque soy sólo un manojo de músculos muertos que piensa.»
Incapaz de hacer nada físicamente, la existencia de Judt había llegado a estar cada vez
más centrada en lo mental. Incapaz de escribir ni de tomar notas, tenía que pensar y
recordar lo que quería decir, y luego dictárselo a otros. Como resultado, su memoria
mejoró considerablemente. Pero «se exagera mucho sobre los placeres de la agilidad
mental —así me lo parece ahora— por parte de quienes no dependen exclusivamente de
ellos. Lo mismo se puede decir en gran parte de los bienintencionados estímulos para
descubrir compensaciones no físicas a la incapacidad física. Eso es futilidad. Una pérdida
es una pérdida, y nada se gana poniéndole un bonito nombre».9
Judt no aguantaba a aquellos que pensaban que el sufrimiento era como una especie
de bendición disfrazada. «Esto es sencillamente el infierno. Porque no hay ninguna
esperanza, ninguna ayuda, y conoces el final que se acerca, sabes que cada día será
como el anterior, sólo que tal vez un poco peor. Como Sísifo, mañana tendrás que hacer
rodar esta roca sanguinolenta hasta la montaña, exactamente de la misma manera.»10 Su
vida se hizo casi intolerable, pero, no obstante, era su vida. Perdió el uso de casi todo su
cuerpo, aunque seguía siendo la persona atrapada en él. Judt demuestra que, aunque
dependamos trágicamente de nuestro cuerpo, nuestra identidad está determinada por la
vida mental que éste nos permite llevar. La historia de Judt es como el experimento
teórico de un filósofo que se pone en plan sádico: ¿qué pasaría si estuvieras reducido
solamente al yo psicológico, sólo con el soporte físico mínimo necesario para sostenerlo?
La respuesta es que la vida se vuelve terrible, pero, pese a todo, continúas. Como
concluye Anthony Quinton, «los caracteres pueden sobrevivir a muchas alteraciones
físicas, incluso emocionalmente desastrosas, del cuerpo de una persona».11
21
La idea de que nuestra identidad viene dada pura y simplemente por nuestro cuerpo
es demasiado tosca. Evidentemente, lo más importante es la vida interior de
pensamientos, sentimientos y percepciones, que dependen de nuestro cuerpo y son
moldeados por él, pero que no son idénticos a él. Sin embargo, eso sugiere que el núcleo
del yo puede ser físico, después de todo. Tal vez no hemos sido suficientemente
concretos sobre qué partes de nuestro cuerpo son más importantes. Nadie pensaría que
estamos definidos por el corazón, los pulmones o el hígado, por ejemplo, todos los cuales
se pueden trasplantar sin pérdida de identidad. Pero ¿no hay una parte de ese cuerpo que
es absolutamente esencial a la persona que somos? ¿Tal vez nuestra esquiva perla se
parezca más a una nuez?
22
CAPÍTULO
2
La identidad en el cerebro
«Tenemos la intuición profunda de que existe un núcleo, una esencia en alguna
parte, y es difícil quitársela de encima, probablemente imposible, me temo.
Pero la neurociencia demuestra que no existe ningún centro en el cerebro en el
que todo se reúna.»
23
Paul Broks, neuropsicólogo clínico.
24
París, primavera de 1982. Suzanne Segal, una americana de 27 años, embarazada, está
esperando el autobús. «En un momento dado, todo lo que había considerado siempre
que era mi yo personal desapareció por completo —recordaba más tarde—. Simplemente
se fue. Mientras esperaba que llegara el autobús, de alguna manera algo trataba de
aflojarse en la conciencia. Y cuando lo consiguió [...] ese punto de referencia de un “yo”,
de un alguien con el que todo se relacionaba y en torno al cual se estructuraba todo lo
que sucedía en la vida, desapareció. Era como si se hubiera apagado un interruptor. Y
nunca se encendió de nuevo.» Suzanne había experimentado una comprensión
deslumbrante y terrible: «No existía ningún yo personal». Sin embargo, «nada se detenía;
las funciones seguían como antes. En realidad, mejor que antes. Hablar seguía siendo
hablar, y andar seguía siendo andar».1
Durante diez años, trató de curarse de esta preocupante falta de yo, visitando, en
vano, a una serie de terapeutas. Sin embargo, pasado un tiempo, comenzó a ver su
transformado estado en términos más espirituales. ¿Tal vez lo que estaba sintiendo era lo
que Buda llamó anattā, no-yo, la naturaleza verdadera del ser? Su falta de sentimiento de
yo, llegó a pensar, no era un problema, sino un acto de discernimiento. Le había sido
regalada la experiencia espiritual profunda que muchos están buscando durante décadas.
Segal escribió un libro sobre su experiencia, Collision with the Infinite, y pronto se
convirtió en una estrella del circuito internacional de espiritualidad, en una maestra de la
que otros podían aprender. Enseñaba la «Inmensidad», que suena muy parecido a la idea
hindú de brahman. «Cuando me preguntaban quién soy yo, la única respuesta posible es:
yo soy el infinito, la Inmensidad que es la sustancia de todas las cosas. Soy nadie y todo
el mundo, nada y todo; y tú también lo eres.»2
En 1996, sin embargo, Segal empezó a experimentar «golpes» más regulares y
poderosos, del tipo que había sentido inicialmente esperando el autobús parisino. Quedó
agotada y más cerrada en sí misma. Alguien de su grupo de terapia se preocupó porque
parecía haber «perdido el contacto con la Inmensidad».3 En cierto momento incluso
telefoneó llena de entusiasmo a una persona cercana para decir que había descubierto
que, en realidad, y después de todo, ella existía y que «todos los maestros espirituales
que habían enseñado la no existencia del yo duradero estaban equivocados».4
Pronto se hizo evidente que Segal estaba enferma. Tenía dificultad para sostener
una pluma, recordar nombres e incluso mantenerseen pie sin sentirse mareada. El 27 de
febrero de 1997 ingresó en un hospital y se le hizo una radiografía, que reveló un enorme
tumor cerebral. Una semana más tarde se la operaba, pero el tumor era demasiado
grande para extirparlo. El 1 de abril murió, a los 42 años, tras haber pasado en coma los
últimos días de su vida.
25
Para muchos, la manera en que Segal murió proyectaba una luz nueva sobre sus
experiencias previas. En efecto, los tumores cerebrales pueden desarrollarse muy
lentamente, y lo que parece muy probable es que todas sus experiencias «espirituales»
fuesen, en realidad, el resultado de su patología cerebral. Sin embargo, para amigos y
admiradores aceptar esto resultaba excesivo. Imaginemos que creemos que alguien es un
ejemplo espiritual resplandeciente para concluir luego que, en realidad, se trataba
simplemente de un cerebro dañado. Esto provocaría demasiada «disonancia cognitiva»:
la incomodidad mental provocada al sostener creencias incompatibles. En esas
situaciones, los seres humanos son muy eficaces eliminando la disonancia por medio de
la racionalización. Y, en este caso, esa racionalización es fácilmente asequible: el tumor
era lo que, al final, le hizo «perder» su discernimiento espiritual; no tenía nada que ver
con su situación previa.
Nunca sabremos con seguridad cuáles fueron los verdaderos factores causantes de
las experiencias de Segal, pero, sin duda, cualquier testigo objetivo habría concluido que
la explicación más probable es la neurológica. La experiencia de Segal resulta ser no tanto
una colisión con el infinito cuanto una colisión del misticismo y la filosofía con la ciencia
cerebral. Sin embargo, ¿podría ser que no sólo en casos excepcionales, como el de Segal,
la ciencia iluminara en un destello lo que ha desconcertado a sabios y filósofos durante
siglos? Equipados con experimentos de laboratorio e imágenes por resonancia magnética
funcional (FMRI, por sus siglas en inglés), ¿pueden los científicos proyectar alguna luz
sobre la naturaleza del yo?
LA NEUROLOGÍA DEL YO
Sería afirmar demasiado decir que la neurociencia ha explicado plenamente lo que
es el yo y cómo puede existir. No obstante, en las últimas décadas se han producido
avances reales, y estamos ahora en condiciones de esbozar, al menos, cómo se construye
el yo.
El hecho más importante, que parece ser aceptado universalmente por todos los
investigadores del yo y del cerebro, es que la investigación cerebral ha abandonado la
búsqueda de la perla del yo. Como me dijo el neuropsicólogo clínico Paul Broks:
«Tenemos la intuición profunda de que existe un núcleo, una esencia en alguna parte, y
es difícil quitársela de encima, probablemente imposible, me temo. Pero la neurociencia
demuestra que no existe ningún centro en el cerebro en el que todo se reúna». La unidad
del yo no se puede explicar con relación a una sola región unificada del cerebro que actúe
como el gobernante que todo lo controla.
Esto no es lo que el sentido común esperaría, pero los filósofos lo habían previsto.
Durante algún tiempo, han recelado de esas explicaciones que incurren en lo que se
conoce como la «falacia del homúnculo», que se explica bien mediante el ejemplo de la
visión. Equipados con un conocimiento elemental de cómo funciona el ojo, es tentador
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pensar que la luz brilla en la retina y luego el cerebro crea a partir de ahí una única
imagen tridimensional. Pero ¿quién ve esa imagen? La tentación es pensar (o, tal vez,
más habitualmente, dar por supuesto) que hay una especie de ojo de la mente que
inspecciona la imagen del cerebro. Pero entonces, ¿cómo ve la imagen ese «ojo de la
mente»? No puede ser que haya una personita —un homúnculo— en el cerebro que
observe las imágenes mentales. Si fuera así, habría que preguntarse qué es lo que pasa
dentro de la cabeza de ese homúnculo. ¿Habría allí otra imagen mental? En tal caso,
¿qué estaría viendo?, ¿otro homúnculo más pequeño? Si siguiéramos explicando cada
etapa de la misma manera, terminaríamos con un número infinito de homúnculos cada
vez más pequeños, cada uno de ellos encajado en otro, como muñecas rusas en nuestro
cerebro. Ese retroceso infinito nunca podría explicar cómo se produce el acto de la
visión.
Lo que es cierto de la visión es cierto también de la mente en general. Daniel
Dennett usa la expresión «teatro cartesiano» para etiquetar esta manera equivocada de
plantearlo. La idea que subyace en todo esto es que para explicar la conciencia, tendemos
a suponer con demasiada facilidad que existe un solo centro unificado en algún lugar
«dentro» de nosotros —ya lo imaginemos como un alma inmaterial o como una parte
específica del cerebro físico—. Pero esto no puede explicar la unidad de la conciencia en
absoluto. No se puede explicar la unidad de la experiencia proponiendo un
experimentador interior unificado. Eso simplemente suscita otra pregunta: ¿cómo es
posible la unidad de la experiencia inicial?
Así pues, incluso antes de que la neurociencia proyectara una luz sobre cómo se
unifica la experiencia en el cerebro, los filósofos tenían una razón teórica para pensar
que, fuera cual fuese la respuesta, no podía ser que hubiera una especie de «yo interior»
que realizara el trabajo. En efecto, la neurociencia descubrió mediante el experimento y
la observación lo que los filósofos habían concluido valiéndose sólo del pensamiento.
La pregunta, por tanto, persiste: ¿cómo se reúne todo? Es demasiado pronto para
decir que hay una respuesta definitiva, pero hay suficientes similitudes entre las visiones
de diferentes investigadores como para indicarnos que hay algunos esbozos de respuesta.
La idea fundamental es que el sentido del yo se construye desde una variedad de
sistemas del cerebro que trabajan juntos. Algunos de éstos son muy antiguos y los
compartimos con muchos animales rudimentarios. Otros son exclusivos de los mamíferos
superiores.
Un modelo actual estándar para clasificar estas diferentes funciones es conocido
como «cerebro triuno», y fue propuesto por Paul D. MacLean.5 Este modelo divide el
cerebro en tres regiones amplias, que corresponden a la fisiología actual del cerebro y
también a su etapa evolutiva. La más antigua de estas regiones se llama a menudo el
«cerebro reptiliano» o complejo-R, que comprende el tronco cerebral y el cerebelo.
27
Regula las funciones básicas, automáticas, como la respiración y la conducta instintiva.
Evolucionó inicialmente durante el período triásico, hace más de doscientos millones de
años.
No tan antiguo es el sistema límbico o cerebro paleomamífero, que apareció durante
el período jurásico, hace 206-144 millones de años. Éste regula las reacciones
emocionales, incluidas las respuestas de lucha o de huida, el deseo sexual y la
alimentación. Anatómicamente, comprende la amígdala, el hipotálamo y el hipocampo.
Las partes más recientes y avanzadas de nuestro cerebro tienen 24-55 millones de
años, y nacieron durante las épocas del Eoceno y el Oligoceno. Éste es el cerebro
neomamífero, conocido también como neocórtex o corteza cerebral. De él dependen las
funciones superiores del cerebro, como el razonamiento lógico y la memoria episódica.
Sólo los mamíferos tienen neocórtex, y está más desarrollado en los primates,
especialmente en los humanos.
Por supuesto, éste es sólo un modelo, y no se debería pensar que el neocórtex y el
sistema límbico están situados por capas en la parte superior del cerebro reptiliano, como
si se tratara de una especie de lasaña neural. En realidad, los sistemas evolucionaron
gradualmente y están profundamente interconectados. No obstante, hay diferencias
bastante claras en la edad y el funcionamiento de cada una de las tres partes del cerebro,
y por eso es útil para nosotros concebirlas como tres zonas distintas.
Casi todos los que investigan la forma en que el cerebro crea el sentido del yo dan
cuenta de cómo estas zonas cerebrales hacen sus contribuciones y trabajan juntas. Así,
aunque, por ejemplo, el neocórtex es esencial, sería erróneo concluir que el yo se localiza
en él, pueslas funciones superiores del cerebro se basan en las inferiores.
Todd Feinberg, profesor de neurología y psicología, propone una de las teorías más
desarrolladas sobre la forma en que las diferentes zonas del cerebro trabajan juntas para
crear el sentido del yo. El concepto clave que utiliza es el de jerarquía anidada. Los
sistemas jerárquicos se dividen en dos variedades. «Una jerarquía no-anidada —escribe
Feinberg— tiene una estructura piramidal con una parte alta bien definida y una parte
baja en la que los niveles superiores controlan el funcionamiento de los niveles
inferiores.»6 El ejemplo favorito de Feinberg es el del ejército. Cada nivel de jerarquía es
independiente, y todo el control procede de arriba. Feinberg argumenta que no es así
como actúa el yo, y el hecho de que no haya ningún puesto de mando central en el
cerebro sugiere que tiene razón.
Sin embargo, hay otro tipo de jerarquía: la anidada. Las jerarquías anidadas se
pueden visualizar como círculos concéntricos, con el círculo menor en el centro, en la
«parte de abajo» de la jerarquía, y el círculo mayor o exterior en la «parte de arriba».
Decir que una jerarquía es anidada equivale simplemente a decir que los niveles de arriba
incorporan los inferiores. Si se quita el nivel inferior, el superior queda con un agujero
tipo dónuts en el centro, y ya no puede funcionar.
28
Todas las cosas vivas, defiende Feinberg, están anidadas en jerarquías. «En los
niveles inferiores de un organismo hay organelas que se combinan para producir células
simples que, a su vez, se organizan para producir tejidos, que entonces se combinan para
producir órganos, que finalmente se organizan para producir un organismo vivo
completo.»7 Puede que no se comprendan aquí los términos biológicos concretos (yo no
los entiendo), pero el principio es claro: los elementos «inferiores» o «más pequeños» no
están separados de los superiores o más grandes. Más bien entran en la constitución de
esas partes más elevadas y se incorporan a ellas. Por eso, a diferencia de la jerarquía no-
anidada, ningún nivel puede estar físicamente separado. Y lo que aún es más importante:
el control no va de arriba abajo. Más bien, todo el sistema pone limitaciones sobre lo que
puede y no puede hacer, y no hay ningún centro único de control.
El cerebro triuno de MacLean es un modelo jerárquico, pero ¿es anidado?
Físicamente hablando, dice Feinberg, no lo es, porque las regiones del nivel más elevado,
como el tálamo, no están compuestas de las regiones del nivel inferior. Sin embargo,
funcionalmente, el yo es, en efecto, una jerarquía anidada. Esto es debido a que las
funciones superiores del yo, como la consciencia de sí, no son independientes de sus
funciones inferiores, como la consciencia básica del entorno, sino que las incorporan y se
basan en ellas.
Para ver cómo se aplica esto más concretamente en el caso de la experiencia en
primera persona, tomemos la distinción más general entre las funciones superiores y las
funciones inferiores del yo. Teóricos diferentes recurren a descripciones diferentes, pero
la mayoría distingue entre lo que se llama diversamente un yo «mínimo», «nuclear» o
«implícito», y el yo «extendido» o «autobiográfico».8
El yo mínimo es el tipo de autoconsciencia más primitivo. Cualquier criatura que sea
capaz, en algún sentido, de distinguirse del entorno y de otras cosas tiene un yo mínimo.
El cerebro reptiliano tiene recursos suficientes para hacerlo posible. Sin embargo, decir
que incluso una lagartija tiene yo es muy engañoso, porque este tipo de conciencia está,
casi con certeza, enteramente circunscrito al momento. La lagartija tiene algún sentido de
sí misma en un momento dado, pero no a lo largo del tiempo.
Tal vez únicamente los seres humanos tienen un yo autobiográfico. Tenemos un
sentimiento de nuestra existencia diferenciada que se extiende al pasado y al futuro. Este
sentimiento está habitualmente muy desarrollado. Las visiones que tenemos de nuestro
pasado, por ejemplo, son ricas en detalles. Evidentemente, el desarrollo de la memoria
episódica es esencial para el desarrollo del yo autobiográfico. En cambio, la mayor parte,
si no toda, de la memoria animal es simplemente una forma de respuesta aprendida. Tu
perro te recuerda en el sentido de que te reconoce como el jefe de su manada, pero es
muy improbable que recuerde con cariño paseos del pasado, como hacemos nosotros.
Esa diferencia es una parte esencial de lo que nos permite desarrollar el yo
autobiográfico, que está ausente o muy limitado en el perro.
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Además de la percepción retrospectiva, la previsión es una parte característica del
yo autobiográfico. Podemos planificar hacia delante con una complejidad
incomparablemente superior incluso a la de los primates más avanzados desde el punto
de vista cognitivo. En el mejor de los casos, los chimpancés pueden anticipar sólo unos
cuantos pasos hacia delante; los seres humanos podemos hacer planes para ciudades
enteras que abarcan años.
Entre el yo nuclear mínimo y el yo autobiográfico plenamente desarrollado hay, por
supuesto, una continuidad. Teóricos diferentes reparten este espacio de maneras
diferentes, y atribuyen niveles diferentes de importancia a regiones diferentes del cerebro.
Pero todos estarían de acuerdo en que el yo nuclear está anidado, en el sentido de
Feinberg, en el yo autobiográfico. No se necesita saber mucho de neurociencia para
constatar que esto debe de ser cierto. Para tener un sentido de uno mismo a lo largo del
tiempo, se necesita en primer lugar tener un sentido básico de uno mismo en tanto que
ser diferenciado de otras criaturas y del entorno. Los estudios del cerebro muestran que
esto «es» así, pero que «deba ser» así es una necesidad conceptual.
Sería engañoso sugerir que los neurocientíficos hablan con unanimidad del yo, pero
los investigadores más destacados en este campo parecen estar de acuerdo, de forma
generalizada, en unos pocos principios clave: que las funciones superiores del yo
fundamentan e incorporan las funciones inferiores; que no hay ninguna parte del cerebro
en la que se reúnan todas esas funciones; que existe una continuidad entre el sentido
humano del yo y el de la lagartija; y que no hay ninguna línea divisoria tajante entre las
criaturas con un yo autobiográfico y las que carecen de él.
Pero ¿tiene esto implicaciones filosóficas profundas? ¿Puede, y debería, cambiar la
forma en que pensamos sobre nosotros mismos?
UNA FRAGILIDAD ROBUSTA
El neuropsicólogo Paul Broks es aficionado a la filosofía, de modo que es una
persona adecuada para hablar con él de estos asuntos. «Siempre me han interesado las
grandes preguntas de carácter general», me dijo cuando fui a verle a su despacho en la
Universidad de Plymouth. La primera licenciatura de Broks fue, de hecho, en filosofía,
«pero tuve un terrible ataque de pragmatismo cuando comprendí que era muy difícil
ganarse la vida en ese campo a menos de que seas muy brillante o, quizá, muy torpe.
Puedes pasarte la vida escribiendo tesis sobre “si” y “entonces”, y si quieres hacer eso,
entonces, magnífico».
Cuando su carrera le llevó a la psicología clínica, especializándose en
neuropsicología, «las antiguas preguntas regresaron de nuevo, porque mucho de lo que
ocurre en la práctica clínica tiene que ver con esas grandes preguntas: ¿una persona sigue
siendo la misma después de una operación quirúrgica en el cerebro, después de un golpe,
después de una amnesia?». Broks ha escrito elocuentemente sobre estos temas, primero
30
en revistas y periódicos, y luego en su libro Into the Silent Land. Su prosa evoca la
extrañeza, los misterios y las paradojas de nuestras experiencias del yo, partiendo
habitualmente de casos patológicos, pero usándolos para proyectar una luz peculiar sobre
nuestra experiencia ordinaria.
Estos estudios de casos extraños revelan otro enigma del yo: que es al mismo
tiempo espantosamente frágil y asombrosamente robusto. Su fragilidad se pone de
manifiesto en los múltiples casos en los que los numerosos elementos del yo quenormalmente se combinan pueden separarse, transformando completamente la forma en
que el individuo se relaciona con su yo, con el mundo o con ambos.
Consideremos, por ejemplo, el síndrome de Cotard, que Broks describe como «una
especie de espejismo nihilista de que hay partes del cuerpo que no existen y de que, en
casos extremos, el conjunto del cuerpo no existe, llegándose a pensar que se está
muerto». Las personas con síndrome de Cotard «no creen que existan, no tienen ninguna
sensación de estar vivas en el momento, pero te pueden contar toda la historia de su
vida. Así que existe algo autobiográfico y una historia que ellos entretejen, por tanto hay
una sensación del yo, pero es una sensación discontinua o extinguida».
Se encuentra otro ejemplo en las personas que sufren epilepsia del lóbulo temporal,
con una experiencia denominada amnesia epiléptica transitoria. «La gente te dirá que eso
es muy extraño», explica Broks. «El mundo que está a su alrededor es muy real y vívido
—de hecho, a veces incluso anormalmente vívido—, pero ellos no tienen ninguna
sensación de quiénes son. Eso puede durar minutos, tal vez diez minutos, tal vez media
hora. Pierden toda conciencia de quiénes son, de cuáles son sus objetivos inmediatos, y
habitualmente de dónde están. El entorno les parece real, aunque desconocido, pero
saben “que existen”. ¿Qué es lo que dijo Descartes? Sé que existo, pero ¿qué es esto que
sé?» Esto suena muy similar a la experiencia, mucho más prolongada en el tiempo, de
Suzanne Segal y al tipo de estado de disolución del yo al que aspiran muchos buscadores
espirituales. ¿No es extraño, sin embargo, que el mismo estado que algunos aspiran a
alcanzar a través de la disciplina espiritual pueda ser creado por lo que, bajo la lente de la
neuropsicología, es una patología inhabitual?
«Cuando se publicó el libro, tuve un montón de correspondencia de budistas y
meditadores zen que decían que sin duda yo debía de ser budista, pues había muchas
ideas budistas en el libro», pero no, no lo era. En realidad, a Broks le resulta «una idea
extraña pasarse años en la cima de una montaña tratando de alcanzar un estado de ese
tipo».
La bibliografía sobre patología neural está atestada de casos en los que el yo
normalmente integrado se desmorona de algún modo. El experimento más sorprendente,
y probablemente el más discutido, atañe a los pacientes de «cerebro escindido» de Roger
Sperry y Michael Gazzaniga. Como procedimiento experimental extremo para tratar la
epilepsia grave, los cirujanos cortaron el corpus callosum, que conecta los dos
hemisferios del cerebro. Los resultados de esta operación —llamada comisurotomía—
31
fueron que, realmente, la epilepsia se redujo en alto grado. Pero Sperry y Gazzaniga
llevaron a cabo algunos experimentos más que revelaron un efecto colateral
extraordinario e imprevisto.
Se pidió a los pacientes que se concentraran en un punto en el centro de una
pantalla. Entonces se lanzaban palabras e imágenes durante unos segundos sobre el lado
derecho o el lado izquierdo de dicha pantalla. Cuando éstas aparecían en el lado derecho,
los pacientes podían decir con facilidad de qué se trataba. Pero cuando aparecían en el
lado izquierdo, afirmaban no haber visto nada. Sin embargo, parecía que, de alguna
manera, sí habían visto algo. Si, por ejemplo, se les pedía que dibujaran un objeto con la
mano izquierda, dibujaban precisamente lo que se les acababa de mostrar en la pantalla,
aun cuando ellos negaran insistentemente haber visto tal cosa. También podían manipular
o usar el objeto normalmente con la mano izquierda. Así pues, ¿qué estaba ocurriendo?
La visión funciona de tal manera que la información del campo visual derecho es
procesada por el hemisferio izquierdo del cerebro, mientras que la información del campo
visual izquierdo es procesada por el hemisferio derecho. Pero es el hemisferio izquierdo
el que en la mayoría de las personas controla la palabra. Como, normalmente, el corpus
callosum permite que los dos hemisferios se comuniquen, esto no ofrece ninguna
dificultad práctica para la mayoría de la gente. Pero a los pacientes de Sperry y
Gazzaniga, se les había cortado el corpus callosum, así que este intercambio de
información no se producía. Eso significaba que si se controlaba cuidadosamente qué
hemisferio recibía información del entorno, se podía hacer a un hemisferio conocedor de
algo de lo que el otro no lo era. Lo que resulta sorprendente es que para que esto sea
posible, tendría que haber dos centros de consciencia en el individuo en cuestión. Pero
¿no implica la definición misma del yo la existencia de un sujeto de conciencia único,
unificado? Por lo tanto, la comisurotomía parece mostrar que los yoes pueden dividirse
—al menos temporalmente— o que, después de todo, no necesitan tener un único centro
de conciencia.
El yo es frágil de múltiples formas. Los estudios de casos clínicos se han acumulado
desde el primero y más famoso, el del ferroviario de Vermont, Phineas Gage. Una
mañana de septiembre de 1848, Gage estaba colocando la pólvora para perforar unas
rocas. No lo hizo bien; sin querer, provocó que la pólvora explotara antes de tiempo,
haciendo saltar una barra de hierro de 6 kilos de peso, un metro de largo y más de 3 cm
de diámetro que le entró por la cuenca del ojo, atravesó partes de su lóbulo frontal y salió
por la parte alta del cráneo. Pero Gage no sólo sobrevivió, sino que estuvo inconsciente
únicamente durante un cuarto de hora, hablaba de forma coherente y con claridad, y al
día siguiente no tenía ningún dolor.
Pero algo había cambiado. Gage había sido trabajador, educado, afable y muy
respetado. Después del accidente, se volvió una persona terca, grosera, caprichosa e
irritable. Los amigos decían que «ya no» era él. Lo que se tenía por su yo real, su
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personalidad nuclear que definía quién era, había sido transformado por una simple barra
de hierro.
Escritores como Oliver Sacks, Paul Broks y Todd Feinberg han descrito
vívidamente muchos otros casos, a menudo con explicaciones neurológicas detalladas. Al
leerlas, uno se sorprende de la fragilidad de lo que consideramos características
permanentes, esenciales, de nuestro yo. «El primer empleo clínico que tuve fue en el
hospital de rehabilitación Rivermead, en Oxford —relata Broks—, y ésa fue una
experiencia intensa porque veías a personas que se habían visto implicadas en accidentes
de tráfico sin tener culpa alguna en ello y comprendes lo frágil que es el sentido del yo, lo
frágil que es la mente.»
Pero esta fragilidad es sólo la mitad de la historia. A pesar de estos trastornos
enormes, «el sentido del yo es generalmente bastante fuerte», afirma Broks. El yo
escindido de los pacientes de comisurotomía, por ejemplo, sólo emerge en condiciones
experimentales específicas. En la vida real, esos pacientes encuentran la manera de
mantener una experiencia unificada del mundo. Incluso con un cerebro escindido, somos
capaces de funcionar como si tuviéramos una mente unificada. Como señala Feinberg,
«el hecho de que un hemisferio pueda oponerse al otro en el cerebro escindido sólo
resalta el hecho extraordinario de que, en la mayoría de las circunstancias, estos
pacientes se comportan de una manera plenamente integrada y se sienten subjetivamente
unificados». Y esta capacidad de adaptación del sentido unificado del yo no es exclusiva
de los pacientes con comisurotomía. «He encontrado pacientes con otras condiciones
neurológicas que demuestran una notable capacidad de recuperación del yo a pesar de
sus daños neurológicos», asegura Feinberg.9 Si el yo unificado es una ilusión, es una
ilusión muy persistente.
Esta capacidad de recuperación o adaptación se puede extender también a cómo
vemos a los otros. Consideremos, por ejemplo, una historia que me contó Broks. «Había
un tipo que tenía una grave lesión en la cabeza, tan grave que ni siquiera reconocía a su
hijo de 4 años. Visité su casa y un niño entró en la habitación, lo cogió, le dio un gran
abrazo y me lo presentó, pero no era su hijo, sinoel hijo de su vecino. De repente
cambió de humor y, estando yo todavía allí, se mostró terriblemente enfurecido. Hablé
después con su esposa, y le pregunté: “¿Cómo se las arregla con esto, cómo lo afronta?”,
pues se producía bastante a menudo. Y ella dijo: “Cuando sucede, me digo a mí misma
que no es realmente Geoff. Cuando hace eso, ya no es Geoff”. Pero, si no es Geoff,
¿por qué ella sigue a su lado? ¿Cuál es el compromiso? ¿En qué se basa? Está la creencia
de que, en algún nivel, realmente es Geoff. Pero, en el fondo, ésa es una creencia
mágica, ¿no es cierto? Es la creencia mágica de que existe alguna “geoffidad” esencial en
Geoff. Pero si la arrancas, no hay nada, se desmorona.»
En el discurrir de la vida normal, sin embargo, siempre se vuelve a la reunificación.
Broks dice que, a pesar de sus convicciones intelectuales, él vive como un «teórico del
alma» o un «teórico del ego» que asume la creencia en un núcleo fijo del yo. «Pienso
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que, probablemente, todos lo hacemos, porque ésa es la manera en que evolucionamos
biológica y sociológicamente para pensar y comportarnos. La neurociencia pone en
cuestión las queridas ideas asociadas a esa perspectiva, como la idea de que somos
agentes autónomos con libre albedrío y elección moral. Pero no dejamos de vivir por
ellas, y probablemente no debemos hacerlo.»
Por más débil o insignificante que la noción del yo parezca al análisis científico, no
podemos abandonarla porque es el hilo del que penden nuestras vidas. «Muy rara vez se
encuentra a alguien que diga: “No soy la misma persona que fui”. Todos tendemos a
pensar que hay una conexión entre el niño de 4 años en nuestro primer día de escuela y
lo que somos en la actualidad.»
Sin embargo, si se intenta identificar dónde radica la mismidad, se encontrará muy
poco. «Físicamente no somos el mismo, psicológicamente no somos el mismo,
genéticamente somos el mismo, pero eso no significa realmente nada. Podemos tener
ciertos modelos de organización cerebral que nos predispongan temperamentalmente de
cierta manera; por eso somos el mismo en ese sentido. Pero muchas otras personas
tienen probablemente los mismos modelos organizativos; por eso, desde cualquier punto
de vista que lo mires, no somos realmente el mismo. Lo que nos hace el mismo es que
“creemos” que somos el mismo.»
El sentido del yo a lo largo del tiempo es, por lo tanto, «la historia que nos
contamos que nos mantiene cohesionados». Podemos pasar por grandes
transformaciones, no sólo lesiones cerebrales, sino lo que los psicólogos llaman «trauma
emocional», como la ruptura de una relación o la pérdida de un ser querido. «¿Somos la
misma persona cuando pasamos por esas experiencias? En cierto sentido, sí, en cierto
sentido, no; pero parece que no tenemos más elección que creer que lo somos.» La
creencia en el yo perdurable es, por tanto —piensa Broks—, una especie de pensamiento
mágico. Pero ése no es motivo para menospreciarlo: lo mágico tiene un poder real, «es
de eso de lo que estamos construidos».
Me parece, sin embargo, que la robustez del yo debe apoyarse en algo más que en
ilusiones. O, al menos, esas ilusiones sólo pueden actuar si existe un mecanismo
subyacente que las haga creíbles. Así pues, ¿qué puede explicar la extraña combinación
de fragilidad y robustez que caracteriza al yo?
Tal vez la respuesta sea que la fragilidad es la fuerza. Una perla puede ser dura y
visible, pero si la aplastas se destruye por completo. Un compuesto o una amalgama, por
el contrario, es por su naturaleza una unión de cosas. Eso implica elementos que pueden
aparecer y desaparecer, o quedar dañados, sin que necesariamente se destruya de forma
definitiva el carácter del conjunto. ¿Podría esto explicar por qué tenemos un sentido
fuerte del yo, en ausencia de cualquier perla en su centro? ¿Pudiera ser que el yo no sea
una sola cosa, sino una especie de compuesto? Es una posibilidad a la que volveremos,
pero, sin duda, la ciencia del cerebro sugiere que algo de este tipo debe de ser cierto.
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Michael Gazzaniga explica un aspecto de la situación cuando analiza por qué un
paciente con cerebro escindido «no encuentra un lado del cerebro al perder el otro». Su
respuesta sencilla es que «no echamos de menos aquello a lo que ya no tenemos
acceso». La conciencia del yo surge de una red de miles o millones de momentos
conscientes. Esto significa que cuando perdemos trozos, a la manera de un paciente de
cerebro escindido, no lo sentimos en absoluto como una pérdida. Gazzaniga explica este
pensamiento con la metáfora del órgano. «Los miles o millones de momentos conscientes
que cada uno de nosotros tenemos reflejan una de nuestra redes “dispuesta a funcionar”.
Estas redes están por todas partes, no en un lugar específico. Cuando una acaba, aparece
la siguiente. Este dispositivo, semejante al de un órgano, toca su melodía durante todo el
día. Lo que hace tan vibrante a la emergente consciencia humana es que nuestro órgano
tiene montones de melodías que tocar.»10
El neurocientífico Antonio Damasio también tiene algo que decir para contribuir a la
resolución del enigma. Damasio cree que su visión «resuelve la aparente paradoja
identificada por William James: la de que el yo, en la corriente de nuestra conciencia,
cambia continuamente cuando avanza hacia adelante en el tiempo, aun cuando
conservemos la sensación de que sigue siendo el mismo a lo largo de nuestra existencia».
Su respuesta es que «el yo aparentemente cambiante y el yo aparentemente permanente,
aunque estrechamente relacionados, no son una sola entidad sino dos».11 Es decir, lo que
parece permanente es el yo autobiográfico, y lo que parece ser cambiante es el yo
nuclear. Tenga o no razón Damasio, su enfoque general parece ser correcto. La unidad y
la permanencia que sentimos a lo largo de la vida dependen en gran medida de nuestra
capacidad de construir una narración autobiográfica que ligue nuestras experiencias a lo
largo del tiempo. Pero las experiencias individuales y el sentido del yo en un momento
particular pueden variar enormemente. Es más, el yo autobiográfico funciona muy bien
en la «autorrevisión». En efecto, estamos reescribiendo nuestra historia constantemente
para que nuestra autobiografía interior sea coherente.
La fragilidad y la robustez del yo no son, por lo tanto, ninguna paradoja, sino otro
enigma que resulta totalmente lógico cuando se entiende lo suficiente. En pocas palabras,
la robustez del yo radica en el hecho de que no es una cosa en absoluto, sino un
producto de la compleja interacción de partes del cerebro y del cuerpo. Si algo no tiene
esencia, entonces es difícil destruirlo quitándole una parte. Esto supone que muy pocas
partes son fundamentales para su existencia, si es que alguna lo es, y por eso puede
adaptarse a pérdidas a veces enormes. Sin embargo, el yo depende de que el cerebro
funcione, y ciertas disfunciones pueden alterarlo dramáticamente o destruirlo por
completo.
Por decirlo de otro modo, el yo es una construcción de la mente, una construcción
lo bastante flexible como para resistir la renovación constante, la demolición parcial y la
reconstrucción, pero que puede venirse abajo si se minan los cimientos. La idea del yo
como una construcción es una idea a la que muchos se quieren oponer, porque parece
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implicar que no es real. Pero, por supuesto, las construcciones pueden ser perfectamente
reales. Es importante distinguir entre las «construcciones teóricas», que existen
solamente como ideas, y las construcciones reales, que nosotros formamos, usamos y en
las que vivimos. La idea de la familia americana media es una mera construcción teórica,
pero la casa del número 127 de Acacia Avenue es una construcción real.
Sin embargo, aunque la neurociencia y la psicología puedan poner en tela de juicio y
aclarar nuestras ideas del yo, no está claro que puedan tener de algún modo la última
palabra sobre ellas. «No pienso que el yo sea en última instancia una cuestión abordable
científicamente —opina Broks—. Esa noción del yo unificado, continuo y singular

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