Logo Studenta

hatun-willakuy

¡Este material tiene más páginas!

Vista previa del material en texto

HATUN WILLAKUY
VERSIÓN ABREVIADA DEL INFORME FINAL DE LA
COMISIÓN DE LA VERDAD Y RECONCILIACIÓN
PERÚ
Hatun Willakuy
Versión abreviada del Informe Final
de la Comisión de la Verdad y Reconciliación
Perú
Primera edición: febrero de 2004
Primera reimpresión: agosto de 2008
© Comisión de Entrega de la Comisión de la Verdad y Reconciliación
Tomás Ramsey 925, Magdalena
Lima - Perú
www.cverdad.org.pe
En virtud de lo dispuesto por las leyes 27806 y 27927, el presente texto titulado Hatun
Willakuy es de carácter público. Se autoriza la reproducción total o parcial de su contenido,
siempre y cuando sea fiel al original y se cite adecuadamente la fuente: Comisión de Entrega
de la CVR. Hatun Willakuy. Lima, 2008.
Miembros de la Comisión de Entrega: Javier Ciurlizza Contreras, Arturo Perata Ytajashi y
Félix Reátegui Carrillo
Coordinador de la publicación: Félix Reátegui Carrillo
Responsable de la edición: Estrella Guerra Caminiti
Diseño de carátula y de interiores: Edgard Thays
Diagramación de interiores: Gráfica Delvi S.R.L.
Infografías: Carla Gonzales
El presente texto constituye una versión abreviada del Informe Final de la Comisión de la Verdad y
Reconciliación. A él debe remitirse el lector en busca de información más completa cuando la
requiera. Esta versión fue elaborada por la Comisión de Entrega de la CVR por encargo del pleno
de comisionados en su última sesión del 31 de agosto de 2003.
Hecho el depósito legal en la Biblioteca Nacional del Perú N.o 2008-10447
ISBN: 9972-9816-4-9
Impresión: Gráfica Delvi S.R.L.
Impreso en el Perú – Printed in Peru
ÍNDICE
PREFACIO I
SALOMÓN LERNER FEBRES
PREFACIO XI
BEATRIZ MERINO LUCERO
PREFACIO XIII
JOSÉ SAYER
PREFACIO A LA PRIMERA EDICIÓN 9
PRIMERA PARTE: LA TRAGEDIA Y SUS RESPONSABLES 15
CAPÍTULO 1
LOS HECHOS: LA MAGNITUD Y EXTENSIÓN DEL CONFLICTO 17
«PUEBLOS AJENOS DENTRO DEL PERÚ» 20
LA DIMENSIÓN JURÍDICA DE LO OCURRIDO 27
MAGNITUD Y COMPLEJIDAD DE LOS CRÍMENES Y VIOLACIONES 38
DE LOS DERECHOS HUMANOS
LOS PERÍODOS DEL CONFLICTO ARMADO INTERNO 60
EL CONFLICTO ARMADO INTERNO Y LAS REGIONES 77
CAPÍTULO 2
LAS ORGANIZACIONES SUBVERSIVAS 97
EL PARTIDO COMUNISTA DEL PERÚ SENDERO LUMINOSO 97
EL MOVIMIENTO REVOLUCIONARIO TÚPAC AMARU 191
CAPÍTULO 3
GOBIERNOS CIVILES EN LA PRIMERA DÉCADA DE LA VIOLENCIA 207
EL GOBIERNO DE ACCIÓN POPULAR 207
EL GOBIERNO DEL PARTIDO APRISTA PERUANO 223
CAPÍTULO 4
LAS FUERZAS DE SEGURIDAD DEL ESTADO 243
LOS CUERPOS POLICIALES 243
LAS FUERZAS ARMADAS 260
CAPÍTULO 5
LOS GOBIERNOS DE ALBERTO FUJIMORI 309
SEGUNDA PARTE: SOBRE EL CONFLICTO Y LOS CAMINOS DE LA PAZ 331
CAPÍTULO 6
LOS FACTORES QUE HICIERON POSIBLE EL CONFLICTO 333
CAPÍTULO 7
LAS SECUELAS DEL CONFLICTO 353
LAS SECUELAS PSICOSOCIALES 353
LAS SECUELAS SOCIOPOLÍTICAS 372
LAS SECUELAS SOCIECONÓMICAS 384
CAPÍTULO 8
PROPUESTAS DE LA CVR. HACIA LA RECONCILIACIÓN 411
CONCLUSIONES GENERALES 433
BIBLIOGRAFÍA 467
AGRADECIMIENTOS 473
ANEXOS 479
A CINCO AÑOS DE LA PRESENTACIÓN DEL INFORME FINAL DE LA CVR DEL PERÚ
Hace cinco años, la Comisión de la Verdad y Reconciliación presentó al país un
detallado informe sobre el desarrollo de la violencia entre los años 1980 y 2000.
Para quienes trabajamos en dicha Comisión, esa investigación significó un en-
cuentro sumamente duro con el país, con una realidad que, lamentablemente,
aún se tiende a ignorar. Implicó, en pocas palabras, asumir con plena conciencia
una sociedad constituida por diferencias ignoradas y por odiosas desigualdades.
Se nos reafirmó, en efecto, la coexistencia inarmónica de los distintos mundos
sociales y culturales que componen nuestro país: imágenes del mundo, lenguas,
memorias, valores y proyectos que corresponden a los muy diversos pueblos que
integran la sociedad peruana. Sin embargo, en nuestra patria las diferencias no
son solamente eso; constituyen también pretextos para la preservación de un or-
den jerárquico cuestionable. Por ello, estudiar el Perú de la violencia implicó tam-
bién hacer las cuentas de lo que significa vivir en una sociedad donde se presume
como dato natural, y por ende innecesario de justificarse, la superioridad de unos
sobre otros en razón de sus orígenes étnicos. El proceso que examinamos fue, así
considerado, el develamiento de nuestra propia constitución como sociedad ene-
mistada consigo misma. Los recelos entre sectores sociales y culturales diversos y
atendidos de manera muy desigual por el Estado; las presunciones altaneras de
los poderosos sobre los excluidos; la vocación elitista de los poderes públicos,
todo ello apareció como el sustrato histórico de la violencia misma, como el fer-
mento que ayuda a explicar —aunque de ningún modo lo justifique— el proceder
atroz de los actores armados y la complacencia de ciertos sectores sociales con la
violencia, según el lado del que ella viniera.
Ahora bien, desde los años de la violencia se han producido, evidentemente,
cambios en el Perú, y algunos de ellos de contenido moderadamente alentador.
Podemos hablar de una cierta afirmación de la institucionalidad democrática, al
menos si tomamos como término de comparación el estado de servilismo de los
poderes públicos de hace una década. En sectores considerables de la población
PREFACIO
Salomón Lerner Febres
Ex presidente de la
Comisión de la Verdad y Reconciliación
germina cierta convicción sobre el valor superior de la paz y de los métodos de
defensa del orden público respetuosos de la vida humana. Hoy, a diferencia de
ayer, son ya minoría —aunque existan todavía— las voces que exigen sangre y
fuego ante cualquier expresión de descontento social o de reclamo de justicia.
También las ideologías de la revolución violenta —el hechizo de la redención por
el fuego— se han difuminado y han perdido toda gravitación moral. Al mismo
tiempo, algunas reformas de gran envergadura, como la descentralización,
persisten dificultosamente en su intento de afirmarse y hacerse vida plena. Hoy,
la ineptitud y la ambición mezquina de los políticos nacionales no resultan trabas
suficientes para descarrilar algunos procesos de cambio necesarios e importantes.
Lo mencionado no es desdeñable. Sin embargo, está muy lejos de ser satisfac-
torio. En lo sustancial, el Perú de hoy todavía se parece bastante al Perú de hace
treinta años, cuando se preparaba el proyecto criminal de Sendero Luminoso. Y
los modos de pensar y de sentir de una porción relevante de la población nos
recuerdan a los de las autoridades políticas que en la década de 1980 pusieron a la
población campesina a merced de estrategias militares de tierra arrasada. Como
trasfondo de esas permanencias se podría señalar una cierta extenuación de las
facultades creativas de nuestra sociedad. Es cierto que durante la década del 2000
el Perú está experimentando un apreciable crecimiento económico. Pero la creati-
vidad de una sociedad no se expresa ni se agota en la acumulación de bienes y
riquezas. Esta es sólo un aspecto mecánico, parcial y frágil de un proceso mayor.
En el fondo, lo importante y necesario es transformarse, sobre todo cuando es
evidente que se viene de un pasado poco honroso. El Perú de hoy parece haber
optado, sin embargo, por la inercia. Se está desatendiendo la lección dejada por
la violencia. El país —y sobre todo sus sectores privilegiados— parecen haber
decidido que se puede vivir indefinidamente tal como habíamos vivido hasta
fines del siglo XX: con espasmos de crecimiento económico en un contexto de
perdurable exclusión. A cinco años de la presentación del Informe Final de la
Comisión de la Verdad y Reconciliación, hay que llamar la atención sobre esta
restauración de un sentido común que es conservador y excluyente; es necesario
poner en evidencia esta opción por la mediocridad, la cual ha sido adoptada
principalmente en el ámbito de la política, ahí donde se pudo haber tomado
decisiones orientadas al cambio. Es justamente ahí donde encontramos que las
lecciones que dejó nuestrainvestigación se hallan todavía vigentes y en espera
de ser atendidas. Esas lecciones se referían esencialmente a la urgencia de
transformar la política de modo que se convirtiera en un espacio de creación de
una sociedad distinta. Ésa era una posibilidad abierta en el momento particular
en el cual la Comisión de la Verdad fue creada y durante el tiempo en que
desarrolló su trabajo.
Como se sabe, la labor de la Comisión se desarrolló durante nuestra más re-
ciente transición política. Las transiciones se describen habitualmente en térmi-
nos de la acotada dinámica política que se juega en ellas. En rigor, es un asunto de
negociación entre actores políticos institucionales y no institucionales, al tiempo
que es también una cuestión de equilibrios y desequilibrios de fuerza. La transi-
I I
ción peruana de los años 2000 y 2001 no fue del todo diferente: una coreografía de
actores autoritarios que se hallaban de salida, intentando guardarse las espal-
das lo mejor posible, y de actores civiles y democráticos que procuraban que se
restableciera la competencia electoral por el poder. Sin embargo, en ciertos con-
textos una transición puede adquirir un significado más rico: puede abrir el
camino a un saneamiento legal de la sociedad y ser ocasión, entonces, de la
restitución de instituciones políticas democráticas. En el caso peruano, eso
significó limar —aunque no revocar del todo— una legislación autoritaria que se
había ramificado bajo el pretexto de combatir la amenaza armada al Estado. Por
último, cuando las oportunidades de cambio son asumidas con mayor
profundidad, una transición es también el punto de inicio de una cierta
democratización; esto es, de una transformación de la sociedad, pero no solamente
en lo relativo al trance autoritario precedente, sino también, y sobre todo, en lo
que atañe a las fallas colectivas que preexistían al autoritarismo y a la violencia.
El momento de la transición peruana poseía, pues, una valencia superior. El
período 2001-2003 fue o pudo ser, también, una de esas circunstancias, no muy
frecuentes en la vida de una sociedad, en las cuales la política se revela como una
potencia de creación de lo inexistente y lo deseable, distinta de un entendimiento
de ella como simple tramitación de lo existente y lo posible. El trabajo de la Co-
misión se situaba, precisamente, dentro de una comprensión de la transición como
kairós, como situación carismática; un tiempo y un espacio emancipados de la
rutina burocrática, de los rigores paralizantes del cálculo, de una normatividad
vacía de sentido y convertida en su propia finalidad. No se necesitaba menos, por
otra parte, para afrontar cuestiones tan graves como las que se hallaban en juego
en el Perú en lo que respecta a la violencia. Por ello, en la Comisión entendimos
que si se quería construir paz con justicia en el país, los peruanos debían marchar
a contracorriente de los viejos y malos hábitos políticos; es decir, que se precisaba
un verdadero espíritu de ruptura.
Emprendimos y desarrollamos nuestro trabajo con esa esperanza; al mismo
tiempo, lo emprendimos sabiendo que las energías democratizantes y
transformadoras liberadas por la transición requerían, para sostenerse y rendir
frutos tangibles, que se cumpliera una condición paradójica: que ese ímpetu
creativo y transformador hallara, sin dejar de serlo, sus vías de realización en una
cierta institucionalidad estatal y social; que ésta le brindara canales formales por
los cuales desplegarse y concretarse hasta convertirse en decisión pública y en
acción del Estado. Esa estructura institucional para el cambio —y no para la con-
servación de las injusticias— no existía en el Perú en ese entonces y no existe por
desgracia todavía. Bien mirado, nos animaba una esperanza apoyada, como toda
esperanza, en bases inciertas: mantener el espíritu de refundación, de transfor-
mación, de reforma radical aunque, por la debilidad institucional del país, y en
especial aquella que agobia a nuestro sistema político, ese espíritu pareciera con-
denado a ser efímero y, por ello, en última instancia, ineficaz.
Esa difícil realidad no atenuó la pasión y la convicción con la que cumplimos
nuestro trabajo. Sabíamos también que, si las tendencias creativas de un país son
I I I
débiles cuando las instituciones están ausentes, la verdad y la memoria colectiva
podían ser, ellas mismas, suficiente acicate para mantener y darle un impulso
nuevo y una dirección más precisa —pero al mismo tiempo más ambiciosa— a
la transición. En efecto, las transiciones son oportunidades siempre inciertas de
cambio estructural, hipotecadas en fuerte grado a la agilidad de las respuestas
institucionales de la sociedad. Pero sucede que la memoria que se libera durante
esas transiciones no es un factor pasivo y enteramente dependiente de las institu-
ciones preexistentes; ella misma, por la fuerza simbólica que condensa, puede ser
creadora de oportunidades si es que llega a tomar la forma de una cierta energía
social. Así, la memoria de la violencia en el Perú podría haber sido la sustancia
simbólica del cambio institucional que se debía realizar.
Fue bueno hacer el trabajo y hacerlo a cabalidad, aunque hoy podamos cons-
tatar que las promesas de la memoria histórica aún se hallan lejos de haberse
realizado. Terminó por imponerse —no era imposible preverlo— la realidad po-
lítica en su acepción más cínica y desencantada: la gris concepción de la política
como el arte de lo posible, la política como administración y conservación de lo
existente, y por último, la política como simple voluntad de poder. Su primer
síntoma de agotamiento se había expresado ya, en realidad, durante nuestro tra-
bajo. El gobierno y las fuerzas políticas con gravitación nacional exhibían poca fe
en el papel regenerador de la verdad y la memoria. Esto es sólo una forma delica-
da de decirlo; más exacto sería afirmar que las fuerzas que presionaron a favor de
la transición y de la reforma se convirtieron en firmes defensoras del statu quo tan
pronto tuvieron una cuota de poder que defender o que acrecentar. Los demócra-
tas del 2000 decían, ya en el 2003, que el país no estaba preparado para conocer la
verdad sobre las violaciones de derechos humanos y exigían la presentación de
documentos nacionales de identidad para reconocer la existencia de las víctimas.
Ésa y otras conductas abyectas en la esfera política indicaban los escasos recursos
internos que la democracia peruana tiene para transformarse, o, de hecho, para
devenir en verdadera democracia.
Ya en ese entonces era claro —pero nunca hubo lugar a engañarse al respec-
to— que la realización del programa de paz con justicia (es decir, el cumplimien-
to de los derechos de las víctimas a verdad, justicia y reparaciones; así como la
reforma institucional del país en obediencia a las lecciones históricas que brinda-
ba la memoria) seguiría un camino cuesta arriba. Desde entonces la situación no
ha cambiado en lo sustancial. Sería erróneo omitir que se han decidido algunas
medidas a favor de los derechos de las víctimas tales como la ley que regula la
ausencia por desaparición forzada durante el período 1980-2000 y la que crea un
Plan de Reparaciones; la constitución de un Consejo Multisectorial de Alto Nivel
para ocuparse de las recomendaciones de la Comisión y el establecimiento de un
Consejo de Reparaciones encargado de determinar un registro único de víctimas.
No obstante, el signo vital más perturbador de la democracia peruana de hoy
debiera recibir el nombre de restauración. Y ello porque, en verdad, presencia-
mos una indisimulada restauración conservadora. Por encima de banderías parti-
darias específicas, ha existido a lo largo de la historia peruana, en diversos secto-
I V
res de la sociedad, una cierta mentalidad política y social que se expresa en cierta
forma de percibir, valorar y vivir la realidad colectiva. Es una mentalidad que
considera legítimos, cuando no naturales, el privilegio y la exclusión, y que se
complace en el inmovilismo de la sociedad —de sus jerarquías,de sus valores, de
sus prejuicios— al tiempo que estigmatiza como irrazonable y antipatriótica
toda iniciativa de cambio verdadero. Ese talante conservador que había experi-
mentado cierto retroceso en los últimos tiempos, y que es hostil a una genuina
democratización del país, está de regreso ahora.
En términos generales y profundos a la vez, en estos tiempos —a ocho años
de la transición y a cinco de la presentación de nuestro Informe Final— se experi-
menta el afianzamiento de un viejo modo de obrar en política. Los actores varían;
incluso la naturaleza de las organizaciones que se disputan el poder experimenta
algunos cambios. Pero el diseño cultural de fondo permanece inalterable: la polí-
tica peruana no es hoy en día un asunto de creación y de transformación sino una
cuestión de administración de las desigualdades existentes y de gestión de los
privilegios de ciertos sectores de la sociedad en detrimento o sobre la base de la
postergación de otros.
Y así, a cinco años de ese ejercicio de memoria histórica, el mensaje que se
impone es que el Perú ha vivido una transición inacabada, una transición sofoca-
da por la trivialidad institucional y por la inadecuación de los líderes de esas
instituciones. La tarea pendiente es, entonces, muy clara: debemos recuperar una
cierta dimensión creativa de la política.
Ahora bien, esa recuperación de la política como actividad transformadora y
enriquecedora de la vida humana, sólo es concebible en la medida en que se en-
cuentre vinculada con una transformación cultural. La política, en esta concep-
ción, jamás se explica por sí misma. Ella es tributaria de valores y representacio-
nes simbólicas colectivas. Recoge de ella la sustancia de sus futuras instituciones;
cosecha en el campo de la cultura las formas de actuar y los propósitos de los
sujetos que inevitablemente compiten por los puestos de autoridad pública. Es,
posiblemente, en ese sentido que la memoria que se intentó propiciar desde la
Comisión resultaba especialmente necesaria; ella estaba llamada a ser el nexo
entre cultura y política en el nuevo Perú democrático que tuvimos la oportunidad
de construir. Los resultados de nuestro trabajo fueron también, en efecto, un co-
mentario sobre la cultura o las culturas de la nación.
¿Qué mostraban esos resultados? El Informe Final de la CVR presentó un diag-
nóstico de la violencia que tuvo pretensiones abarcadoras. Demostramos la mag-
nitud fáctica de la violencia y las desigualdades sociales que se expresan, de una
manera casi obscena, en la repartición demográfica de la muerte. Hicimos un
cálculo del total de víctimas, y ése ha sido uno de los temas que más controversia
ha suscitado en estos cinco años. Los argumentos en contra de la estimación del
número total de víctimas —casi setenta mil— han oscilado desde la simple peti-
ción de principio hasta las tergiversaciones del método que se empleó. No ha
habido hasta el momento ni una sola argumentación de buena fe y con solidez
científica que nos obligue a rectificar esa afirmación que es una de las piezas
claves de la verdad que reconstruimos.
V
En relación con esto último, hay que señalar algo más: algunos contradictores,
tal vez demasiado perezosos para organizar un argumento técnico, han optado
por refugiarse en un razonamiento que puede ser, según como se lo considere, o
una inatacable verdad moral o una rotunda falacia: se dice que es inconducente
y hasta inmoral centrar el debate en una estimación cuantitativa dado el valor
absoluto de cada vida humana singular. Eso es, desde luego, muy cierto en el
plano de la axiología. Pero cuando discutimos sobre el pasado y el futuro de una
sociedad democrática, es cierto asimismo, desde los horizontes de la lógica y de
la moral, que los números también importan, y más aún cuando se habla de
vidas humanas, pues lo que aquí está en cuestión es, precisamente, el
desvelamiento de la inhumanidad de los actores, de las políticas y de los valores
que hicieron factible los crímenes en tan enorme escala. Los números marcan, de
alguna manera, la diferencia entre lo accidental y lo deliberado, entre el simple
error o exceso y el cálculo estratégico. Por último, la escala de la que hablamos,
bien mirada, es una incitación a la reflexión moral en sí misma, al mismo tiempo
que una renovada exigencia de profundas reformas políticas e institucionales.
El Informe Final de la CVR mostró también las implicancias legales de los he-
chos descritos, esto es, los crímenes contra la humanidad cometidos por las orga-
nizaciones subversivas, Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Túpac
Amaru (MRTA), y también por los actores armados estatales y paraestatales.
Mucho se podrá debatir —por desconocimiento o por obstinación; también, cier-
tamente, por interés científico— sobre las cifras globales que presentamos al país.
Pero ningún argumento podría negar que, sea que empleemos las estimaciones
producidas, sea que usemos la cifra de los nombres registrados, encontramos una
misma realidad: crímenes que por su recurrencia sólo pueden ser descritos como
voluntariamente perseguidos. Eso implica una desautorización y una condena
sin ambages a proyectos autodenominados revolucionarios como el de Sendero
Luminoso o el del MRTA; también trae consigo una censura sin tibiezas a la ra-
zón de Estado cuando ella es concebida como principio superior a la vida huma-
na y a la vigencia de los derechos fundamentales.
Sobre la criminalidad de Sendero Luminoso y del MRTA nunca hubo lugar a
ambigüedades. Sin embargo, la Comisión hizo a este respecto algo distinto y que
debe ser más eficaz, para nuestra cultura democrática, que emitir simples epíte-
tos. La CVR demostró minuciosamente la naturaleza de esos delitos y su cuali-
dad de crímenes contra la humanidad. En cuanto a las violaciones de derechos
humanos perpetradas por agentes del Estado, todavía hay quienes quieren verlas
con benevolencia. La Comisión, que siempre reconoció y afirmó el derecho y la
obligación del Estado de defenderse de la agresión armada, se negó sin embargo
a medir con doble rasero los crímenes en cuanto tales. Las actuales investigacio-
nes forenses sobre los casos del cuartel Los Cabitos y las matanzas de Putis nos
dan la razón.
El Informe documentó esos hechos y sobre la base de ellos realizó una inter-
pretación. Sin atenuar un ápice las responsabilidades concretas, esa interpreta-
ción llamaba la atención sobre rasgos históricos e institucionales de la sociedad
peruana que constituyeron el telón de fondo del proceso: la subsistencia de la
V I
discriminación y la exclusión de base étnica y de género, el tema de la endeble y
deforme presencia de la autoridad y los servicios estatales en el territorio, la
profundas fallas del sistema educativo nacional y las persistentes desigualdades
socioeconómicas, entre varios otros factores.
A partir de esos mensajes, se realizó una propuesta que hoy cabe reiterar.
Podríamos describirla en términos de tres círculos concéntricos. En el centro se
encuentra el cumplimiento de los derechos de las víctimas a la verdad, la justicia
y las reparaciones. Ése es el primer e indispensable paso para construir una
democracia, pues ahí está en juego la realidad de un Estado que cumple sus
deudas con sus ciudadanos, sin hacer distinciones de clase o de cualquier otra
forma de poderío social.
Ese primer círculo, el de la paz con justicia, se halla contenido dentro de un
círculo más amplio cuya dimensión temporal es el largo plazo y cuyo horizonte
es la perdurabilidad futura de la democracia. Se trata de las reformas
institucionales. Mediante ellas, tradujimos al lenguaje de la política la problemá-
tica compleja e inagotable de la reconciliación tal como la entendió la Comisión:
una sutura de las brechas de desigualdad de muy diverso signo que hacen tan
vulnerable la vida en el Perú. Sin embargo, traducir no equivale a reducir ni mucho
menos a banalizar. Hay dimensiones, circunstancias, urgencias del problema de la
reconciliación que desbordan esa propuesta institucional. Nosreferimos a una
realidad rotundamente vivida en tantas aldeas de los andes: la inevitable coexis-
tencia de víctimas con perpetradores y las formas en que éstas, obligadas por un
presente acuciante, asistidas por ciertas tradiciones de reintegración readapta-
das, redinamizadas, hacen las cuentas pacíficamente para restaurar su tejido so-
cial y su institucionalidad política local. Se trata de soluciones de emergencia e
incompletas, pues la justicia queda pendiente; es un tributo que dichas poblacio-
nes, todavía ignoradas por el Estado y por sus órganos de administración de
justicia, deben rendir a sus necesidades impostergables de seguir adelante con
sus vidas. Nos toca reflexionar seriamente sobre nuestras demoras y negligencias
en la atención a ese problema.
Las reformas institucionales que propuso la Comisión de la Verdad han sido
desatendidas. Ni el sistema educativo ni la presencia de la autoridad democrática
en el territorio nacional ni, mucho menos, la organización de las fuerzas armadas
han experimentado cambio alguno relacionado con las lecciones dejadas por la
violencia. Ello es explicable. Hacer reformas institucionales del tipo que se pro-
puso implica no solamente pericia normativa y sabiduría técnica, sino, en primer
lugar, toma de decisiones políticas. El Perú de hoy no tiene recursos institucionales
para que tales decisiones políticas sean tomadas. Quienes hacen política en nues-
tro entorno actual carecen en su mayoría de la necesaria idoneidad profesional y
ética para ello. Pero eso no tendría que ser un impedimento para que se tomaran
decisiones democráticamente constructivas. El segundo cerrojo que impide el
cambio que necesitamos es la inexistencia de reglas de juego y de una arquitectu-
ra organizativa e institucional que incentiven y obliguen a los que toman decisio-
nes a comportarse leal y honradamente, aunque ello signifique marchar en contra
de sus deseos y ambiciones personales.
VI I
Un tercer y último círculo encierra y supera a las esferas de la reforma
institucional y del cumplimiento de los derechos de las víctimas. El derecho y la
política nunca dejan de ser tributarios de la cultura, de los valores, de las repre-
sentaciones del mundo, de las orientaciones y motivaciones prevalecientes en
una sociedad como realidad colectiva intersecada con los millones de realidades
individuales que componen la nación. Ese círculo exterior tiene, por ello, el nom-
bre de memoria. Las batallas por la memoria no empezaron en el 2003, cuando la
Comisión presentó su Informe Final. Es más antigua esa lucha por sustituir una
memoria militarista, negadora de víctimas, legitimadora de la violación de de-
rechos humanos, por una memoria incluyente, compasiva y, al mismo tiempo,
enérgica en la defensa de los derechos fundamentales. Podríamos decir que esa
batalla comenzó cuando un grupo de madres campesinas se decidió a recorrer
comisarías, cuarteles, bases militares, campos de concentración en busca de sus
hijos. Estos fueron desaparecidos; ellas preservaron su recuerdo. Esa batalla
comenzó, también, por los mismos años, en las comunidades andinas que se
resistieron y opusieron al proyecto de Sendero Luminoso tan pronto quedó claro
que éste no tenía nada que ver con la reivindicación de sus derechos y de sus
historias sino con la imposición de una sociedad totalitaria y más jerárquica aun
que la que los mantenía excluidos desde siglos atrás. Así, se podría decir que el
Informe Final de la CVR no es sino un heredero de ese espíritu de resistencia
simbólica contra las imposiciones sordas de la violencia, espíritu que se mantuvo
vivo y se robusteció gracias a un valiente movimiento de derechos humanos y a
la labor de los sectores más lúcidos —por desgracia, no los mayoritarios— de la
prensa nacional.
Un informe como el que presentamos, como los que han elaborado las diver-
sas comisiones que precedieron a la nuestra alrededor del mundo, puede ser con-
fundido fácilmente con un proyecto editorial: un libro o una colección de libros.
No lo es. Su forma editorial es eso: un envoltorio de una realidad que lo desbor-
da. En nuestro caso, 17 mil voces y numerosas piezas de evidencia y análisis. Por
último, un documento de esta índole es una herramienta para la restitución y
salvaguarda de la memoria que es puesta en manos de la sociedad, que es el
agente de la memoria: su creadora y su difusora; su sujeto y también su objeto.
Es preciso, en honor a la verdad, indicar que si bien esa memoria histórica ha
conocido algunos avances, estos han sido fragmentarios, esporádicos y no defini-
tivos. Todavía es necesario que el sentido común autoritario ceda el espacio a
otro sentido común democrático e incluyente, un sentido común que se rebele
contra el ejercicio de la atrocidad en nombre del orden estatal o de cierta concep-
ción totalitaria del cambio social. En efecto, la memoria autoritaria todavía no ha
sido derrotada. Ella subsiste en más de una columna periodística y lo hace con
altanería, casi con orgullo. Y tiene asiento, aun, en la política nacional en los ám-
bitos simbólicos y de decisión más importantes. Es cierto que uno de los princi-
pales responsables en lo que toca al Estado se encuentra ante los tribunales espe-
rando el veredicto de la justicia. Pero también es verdad que muchos culpables de
graves crímenes gozan de impunidad y que autoridades de los pasados gobier-
nos que también fueron responsables por acción u omisión están lejos de haber
VII I
respondido por sus conductas. Así, la memoria puede ser manipulada y condu-
cirnos a deformaciones de nuestro pasado reciente y a una atrofia de la sensibi-
lidad pública. Son lastres con los que hay que contar —para saber lidiar con
ellos— cuando abordemos seriamente un futuro proyecto democrático.
Examinando los tres círculos concéntricos mencionados, nos topamos con el
mundo de la cultura, que es el núcleo de muchos problemas seculares de nuestra
sociedad. En la esfera de la cultura se entrecruzan las formas como nos imaginamos
a nosotros mismos, nuestras ideas sobre aquello a lo cual podemos aspirar, las
maneras en que nos representamos la humanidad de nuestros compatriotas, y las
figuraciones de nuestra historia. El futuro de nuestra democracia se encuentra cifrado
en la movilidad o la inamovilidad de estas representaciones simbólicas de nuestra
vida. Nuestras instituciones políticas y nuestra coexistencia institucional y jurídica
no podrán ser sustancialmente distintas de aquellas imaginaciones que hoy ocupan
nuestras conciencias. Una imaginación moral limitada dará siempre como resultado
decisiones políticas de corto alcance, abocadas a la preservación de lo existente
antes que a la construcción de lo deseable. Probablemente, no tengamos hoy una
muestra más rotunda de ello que el proceso económico que vivimos desde hace
algunos años. Las promesas del deseable crecimiento económico se traducen, en
ausencia de resortes culturales de contenido ético, en soberbia, triunfalismo, altanería.
Y también en autoritarismo. A pocos años de iniciado un nuevo tránsito a la
democracia, parece no ser motivo de escándalo que el poder lleve adelante su agenda
con una retórica soez y denigrante de la gente más pobre, o que practique una poco
velada persecución de las organizaciones de defensa de los derechos humanos que le
resulten incómodas por sus denuncias. El autoritarismo, hay que recordarlo,
comienza normalmente por una degradación del lenguaje público. En el Perú de hoy,
esa corrupción de las palabras encuentra su mejor aunque involuntario aliado en la
trivialidad, la impudicia y el pobre nivel intelectual de ciertos sectores de la prensa,
esto es, de quienes debiendo informar y orientar se prestan con entusiasmo a servir
de coro a las rudezas y simplezas verbales del poder político.
Corromper las palabras con las que nos comunicamos equivale, en efecto, a
debilitar el espacio público, esa arena de discusión en la cual se halla la bisagra que
conecta a lo social con lo político. ¿Podemos tener democracia si no hay discusión
públicade calidad? Evidentemente, no. Por ello, una de nuestras mayores urgencias
consiste en conquistar cada vez más espacios para la expresión colectiva, para el
debate de ideas razonables y animadas de una aspiración honesta hacia la verdad.
Desde el espacio público generado en la sociedad es factible —es, por lo menos,
teóricamente posible— reconstituir una vida política deliberativa y relevante, una
política que no se resuelva únicamente, como hasta hoy, en un cinismo soberbio y
autosatisfecho. En un espacio como ése, todavía por construir, tendrían mejores
oportunidades de cumplimiento ciertas propuestas como las realizadas por la CVR,
recomendaciones que fueron hechas desde una opción ética radicalmente afincada
en el respeto al otro que es diferente, pobre, discriminado, in-significante. Hay algunos
signos de la ampliación de esa sensibilidad en sectores que tiempo atrás hubieran
negado que algo así fuese necesario. Existe por tanto, y a pesar de todo lo mencionado,
terreno fértil donde trabajar y lograr frutos. Pero ello requiere emprender acciones
IX
decididas y prontas, tales como una transformación sustantiva de la educación
que contribuya a cambiar radicalmente la mentalidad y la manera de entender
nuestra sociedad y que posibilite que niños y jóvenes se acerquen al Perú y lo
peruano con una perspectiva de vida más generosa, solidaria y justa.
A pesar de todo, en la sociedad peruana hay señales de una cierta moviliza-
ción, de ciertas transformaciones. No es un panorama generalizado, pero hay
razón para abrigar cierta expectativa. Las organizaciones de víctimas de violacio-
nes de derechos humanos se han multiplicado; el silencio impuesto durante años
ha sido sustituido por la demanda ciudadana. Lo que se debe a las víctimas,
aquello a lo cual tienen derecho, es muy grande, comenzando por sus ansias de
justicia. Mirando retrospectivamente nuestro trabajo, es inevitable sentir alguna
insatisfacción porque la CVR no tuvo tiempo y recursos para apoyarlas más en
aquel entonces. Tampoco eran esos los términos de su mandato. Se pudo, sí, re-
construir sus historias y ofrecerles una plataforma en la cual sustentaran sus
demandas con mayor fuerza. Estas demandas todavía se hallan insatisfechas y es
evidente que el Perú democrático no puede permitirse ignorarlas por más tiempo.
Es bueno también anotar que, por otra parte, numerosas organizaciones so-
ciales —entre ellas, organizaciones juveniles— llevan adelante valiosas iniciati-
vas para impulsar los cambios que el Estado aún no toma a su cargo. Somos
testigos, finalmente, de una prometedora apertura a la búsqueda de la memoria
en los Andes. En muchas modestas localidades, en diálogo con lo señalado por la
CVR, la nación está recreando su historia desde abajo. Nos estamos reapropiando
de nuestro pasado, y ello, a la larga, tendrá impacto sobre las decisiones que se
puedan tomar a escala nacional, regional, provincial o distrital.
Los cinco años transcurridos desde que finalizó el trabajo de la CVR y desde
que fueron presentadas sus conclusiones y sus recomendaciones, pueden ser vis-
tos, alternativamente, como un período demasiado largo o como un lapso dema-
siado corto. Es mucho tiempo el transcurrido sin que algunas decisiones sustan-
ciales hayan sido consideradas ni mucho menos adoptadas. El pronto olvido del
Plan Nacional de Derechos Humanos así como la falta de decisiones de reforma
educativa que sean proporcionales a la magnitud del problema son algunos ejem-
plos de esas omisiones inexcusables. Pero cinco años son poco tiempo cuando se
trata de cambiar la textura mental de un país. El Perú ha sido históricamente una
sociedad jerárquica. La memoria de la violencia que reconstruyó la CVR tiene,
como supuesto, el rechazo en lo esencial al principio de jerarquía, puesto que
afirma que todas las vidas humanas valen por igual y que todos los crímenes son
condenables sin importar cuáles fueron sus propósitos y quiénes sus víctimas.
Es, pues, pronto para dar por finalizado y fallido el peregrinaje de la memoria
histórica de la violencia. Esa andadura comenzó hace un lustro y desde entonces
se ha avanzado poco, pero ese tramo conquistado podría volverse irreversible y
constituir un renovado punto de partida. Es trabajo de todos quienes creemos en
la posibilidad de una democracia futura en el Perú entender, asir y multiplicar los
signos que nos indiquen que el cambio no solamente es deseable sino también
posible y que aún puede afirmarse entre nosotros la esperanza.
X
PREFACIO
Beatriz Merino Lucero
Defensora del Pueblo
LA DEFENSORÍA DEL PUEBLO Y SU COMPROMISO CON LAS VÍCTIMAS DE LA VIOLENCIA
El 28 de agosto del 2003, la Comisión de la Verdad y Reconciliación entregó al
país un informe detallado con los resultados de sus investigaciones en torno al
proceso de violencia que vivimos entre los años 1980 y 2000.
Este Informe Final tuvo una publicación resumida y de amplio tiraje denomi-
nada Hatun Willakuy (Gran relato), cuya reedición me permite, en esta oportuni-
dad, hacer una breve reflexión sobre el proceso de verdad, justicia y reparación
en el país.
La historia reciente de nuestra nación, contenida en este valioso documento,
nos confronta con la terrible situación de desesperanza y violaciones de derechos
humanos que sufrimos durante dos décadas. También nos plantea diversas reco-
mendaciones para superar las condiciones que generaron y ahondaron esta vio-
lencia e impedir que se repitan en el futuro.
La Defensoría del Pueblo —al término del mandato de la Comisión de la Ver-
dad y Reconciliación— asumió el compromiso institucional de contribuir con la
atención adecuada a las víctimas de la violencia, orientando sus esfuerzos para
alcanzar una sincera reconciliación entre los peruanos.
Durante estos últimos cinco años, hemos presentado diversos informes de
seguimiento a la implementación de las principales recomendaciones de la CVR,
señalando los avances, las dificultades y las tareas pendientes en los ámbitos de
la justicia y la reparación. Éstas deben abrirse paso por encima de la venganza, la
impunidad y el olvido.
La atención a las secuelas de la violencia constituye la más delicada y necesa-
ria tarea del Estado peruano para construir una verdadera nación democrática y
respetuosa de los derechos humanos.
Es una obligación fundamental del Estado atender de manera oportuna y efecti-
va el terrible daño que la violencia produjo en miles de peruanos y peruanas. Reparar
a las víctimas será la mejor garantía de que no se repetirán los graves hechos del
pasado que violentaron nuestros principios y la conciencia de una sociedad moderna.
Como lo señalé al inaugurar la muestra fotográfica Yuyanapaq. Para recordar, en
el Museo de la Nación, un pueblo sin memoria es un pueblo sin destino. Una
nación que resuelva cerrar los ojos ante las tragedias de la guerra, el crimen
inhumano, la violencia contra las mujeres, la matanza a inocentes, será
finalmente una sociedad incapaz de mirarse a sí misma y, por lo tanto, proclive
a repetir las causas y los efectos de la violencia, la discriminación y la muerte.
Trabajar para que estos hechos no se repitan es una labor que cada uno de los
peruanos y peruanas, así como las instituciones del Estado debe asumir como
una tarea prioritaria.
Nada legitima más a la autoridad en una sociedad democrática que garantizar
el reconocimiento de los derechos del otro, construir un país inclusivo, justo y
libre de toda forma de discriminación, impulsando los valores de igualdad, res-
peto y tolerancia.
Este camino es largo y nos impone retos no exentos de dificultades. La convi-
vencia pacífica sólo es viable si se cuenta con una sociedad reconciliada consigo
misma, que se preocupa de sus víctimas y de preservar su memoria, que mira
con confianza a sus autoridades, y que cultiva el respeto y la solidaridad entre
sus ciudadanos y ciudadanas. La memoria nos ayudará a construir un futuro
con esperanza.
XII
PREFACIO
José Sayer
Director General de Misereor
El trabajo realizado por la Comisión de la Verdady Reconciliación del Perú entre
los años 2001 y 2003 fue de gran importancia y significación para una sociedad
que salía de un período de intensa violencia. Se trató, en ese entonces, de ayudar
al rescate de la memoria y, por ese camino, a la dignificación de las víctimas y a
abrir vías para la realización de la justicia. Fue, esencialmente, una tarea de
restauración moral. En eso, la experiencia peruana no se diferencia de lo vivido
por otras naciones previamente en las cuales, concluida la violencia, se reveló
necesario acudir a la fuerza regeneradora de la verdad.
Misereor, Obra de la Conferencia Episcopal de Alemania para el Desarrollo, se
sintió tempranamente muy identificada con la tarea emprendida por esa Comi-
sión y, así, desde temprano quisimos ofrecer nuestro apoyo y comprometernos
con sus propósitos. Esto nos permitió ser testigos del esfuerzo y de la pasión
invertidos en sacar a la luz unas verdades que corrían el riesgo de quedar en el
olvido. Presenciamos el intenso y respetuoso acercamiento a las víctimas para
recuperar sus historias y para darles una voz pública audible. Y, cuando la tarea
hubo terminado, encontramos en el Informe Final de dicha Comisión una explica-
ción exhaustiva, elaborada seriamente y, al mismo tiempo, conmovedora del
drama vivido por el pueblo peruano. En ese Informe encontramos, por lo demás,
no solamente claves para entender al Perú contemporáneo sino también lecciones
para la búsqueda de la verdad en otros países. Desde el evangelio y la doctrina
social de la iglesia, Misereor tiene el deber de acompañar especialmente a los
pobres y pueblos que sufren guerras y violencia. La recuperación de la paz y la
reconciliación son tareas que se nos presentan y presentaron en América Latina,
África y Asia. Consciente de ello, Misereor ha acompañado a comisiones de la
verdad y reconciliación en varios países.
Para hacer conocer los resultados y recomendaciones de la CVR peruana en
la Europa de habla alemana, Misereor apoyó la primera edición en el idioma
alemán. Asumimos esta tarea como parte de nuestro compromiso.
La publicación de Hatun Willakuy, versión abreviada del Informe Final hace cinco
años nos pareció un acierto, pues significaba resumir el algunos cientos de pági-
nas un documento sumamente voluminoso como lo fue el Informe Final de la CVR.
Ese resumen permitiría, así, hacer circular masivamente los resultados de la
investigación de la CVR y, de ese modo, contribuiría a fortalecer la memoria
histórica de la violencia y, junto con ello, el reconocimiento debido a las víctimas.
Es un documento que está llamado a jugar un papel importante en toda reflexión
sobre un futuro en paz, de la sociedad peruana.
Por esas razones, es una satisfacción para Misereor haber apoyado esta nueva
edición de la versión abreviada del Informe Final de la CVR. Creemos que, al cum-
plirse cinco años de la presentación de aquel documento, es un acierto del Insti-
tuto de Democracia y Derechos Humanos de la Pontificia Universidad Católica
del Perú haber promovido esta reedición. Confiamos en que ella sea un aporte a
la consolidación de la democracia, de la justicia y especialmente de la paz en el
Perú.
XIV
La historia del Perú registra más de un trance difícil, penoso, de auténtica
postración nacional. Pero, con seguridad, ninguno de ellos merece estar marca-
do tan rotundamente con el sello de la vergüenza y el deshonor como el fragmen-
to de historia que estamos obligados a contar en estas páginas. Las dos décadas
finales del siglo XX son —es forzoso decirlo sin rodeos— una marca de horror
y de deshonra para el Estado y la sociedad peruanos.
Se nos pidió investigar y hacer pública la verdad sobre los veinte años de
violencia de origen político iniciados en el Perú en 1980. Al cabo de nuestra la-
bor, podemos exponer esa verdad con un dato abrumador y al mismo tiempo
insuficiente: la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) ha concluido que la
cifra más probable de víctimas fatales en esas dos décadas supera los 69 mil pe-
ruanos y peruanas muertos o desaparecidos a manos de las organizaciones sub-
versivas o por obra de agentes del Estado.
Nos ha tocado rescatar y apilar uno sobre otro, año por año, los nombres de
peruanos que estuvieron y ya no están. La cifra es demasiado grande como para
que nuestra Nación permita que se siga hablando de errores o excesos de parte de
quienes intervinieron directamente en esos crímenes. Y es, también, demasiado
estridente y rotunda como para que alguna autoridad o un ciudadano cualquie-
ra pueda alegar ignorancia en su descargo. Este informe expone, pues, un doble
escándalo: el del asesinato, la desaparición y la tortura masivos, y el de la indo-
lencia, la ineptitud y la indiferencia de quienes pudieron impedir esta catástrofe
humana y no lo hicieron.
Hemos afirmado que el dato numérico es abrumador, pero insuficiente. Es
cierto. Poco explica ese número o cualquier otro sobre las asimetrías, las respon-
sabilidades y los métodos del horror vivido por la población peruana. Y poco nos
ilustra, también, sobre la experiencia del sufrimiento que se abatió sobre las
víctimas para no abandonarlas más. En el Informe Final cumplimos con el deber
que se nos impuso y con la obligación que contrajimos voluntariamente: exponer
PREFACIO A LA PRIMERA EDICIÓN
públicamente la tragedia como una obra de seres humanos padecida por seres
humanos.
De cada cuatro víctimas, tres fueron campesinos o campesinas cuya lengua
materna era el quechua. Se trata, como saben los peruanos, de un sector de la
población históricamente ignorado por el Estado y por la sociedad urbana,
aquélla que sí disfruta de los beneficios de nuestra comunidad política. La CVR
no ha encontrado bases para afirmar, como alguna vez se ha hecho, que éste fue
un conflicto étnico. Pero sí tiene fundamento para aseverar que estas dos
décadas de destrucción y muerte no habrían sido posibles sin el profundo
desprecio a la población más desposeída del país, evidenciado por miembros del
Partido Comunista del Perú Sendero Luminoso (PCP-SL) y agentes del Estado
por igual, ese desprecio que se encuentra entretejido en cada momento de la vida
cotidiana de los peruanos.
Diecisiete mil testimonios aportados voluntariamente a la CVR nos han per-
mitido reconstruir, siquiera en esbozo, la historia de esas víctimas. Agobia en-
contrar en esos testimonios, una y otra vez, el insulto racial, el agravio verbal a
personas humildes, como un abominable estribillo que precede a la golpiza, la
violación sexual, el secuestro del hijo o la hija, el disparo a quemarropa de parte
de algún agente de las fuerzas armadas o la policía. Indigna, igualmente, oír de
los dirigentes de las organizaciones subversivas explicaciones estratégicas sobre
por qué era oportuno, en cierto recodo de la guerra, aniquilar a esta o aquella
comunidad campesina.
Mucho se ha escrito sobre la discriminación cultural, social y económica
persistentes en la sociedad peruana. Poco han hecho las autoridades del Estado
o los ciudadanos corrientes para combatir ese estigma de nuestra comunidad.
Este informe muestra al país y al mundo que es imposible convivir con el
desprecio, que éste es una enfermedad que acarrea daños muy tangibles. Desde
hoy, el nombre de miles de muertos y desaparecidos estará aquí, en estas
páginas, para recordárnoslo.
Nadie se debe escudar en los defectos de nuestra sociedad ni en los rigores de
nuestra historia para evadir sus responsabilidades. Es cierto —y esa es una lec-
ción mayor de este informe— que existe una culpa general, la culpa de la omi-
sión, que involucra a todos los que dejamos hacer sin preguntar en los años de la
violencia. Somos los primeros en señalarlo así. Pero al mismo tiempo adverti-
mos que existen responsabilidades concretas que afrontar y que el Perú —como
toda sociedad que haya vivido una experiencia como ésta— no puede permitir la
impunidad. La impunidad es incompatible con la dignidad de toda nación de-
mocrática.
La CVR ha encontrado numerosos responsables de crímenes y violacionesde
los derechos humanos y así lo hace saber al país por los canales pertinentes,
respetando siempre los requisitos y restricciones que señala la ley peruana para
imputar un delito. La CVR exige y alienta a la sociedad peruana a exigir que la
justicia penal actúe de inmediato, sin espíritu de venganza, pero con energía y
sin vacilaciones.
H
AT
U
N
 W
IL
LA
KU
Y
10
Sin embargo, este relato va, en realidad, más allá del señalamiento de respon-
sabilidades particulares. Hemos encontrado que los crímenes cometidos contra
la población peruana no fueron, por desgracia, atropellos de ciertos sujetos per-
versos que se apartaban, así, de las normas de sus organizaciones. Nuestras in-
vestigaciones de campo, sumadas a los testimonios ya mencionados y un
meticuloso análisis documental, nos obligan a denunciar en términos categóri-
cos la perpetración masiva de crímenes coordinados o previstos por las organi-
zaciones o instituciones que intervinieron directamente en el conflicto.
Mostramos en estas páginas de qué manera la aniquilación de colectividades
o el arrasamiento de ciertas aldeas estuvo previsto en la estrategia del PCP-SL.
Junto con ello, el cautiverio de poblaciones indefensas, el maltrato sistemático, el
asesinato como forma de impartir ejemplos e infundir temor conformaron una
metodología del horror puesta en práctica al servicio de un objetivo —el poder—
considerado superior al ser humano.
El triunfo de la razón estratégica, la voluntad de destrucción por encima de
todo derecho elemental de las personas, fue la sentencia de muerte para miles de
ciudadanos del Perú. Esta voluntad la hemos encontrado enraizada en la doctri-
na del PCP-SL, indistinguible de la naturaleza misma de la organización en esos
veinte años. Nos hemos topado con aquella razón estratégica en las declaraciones
de los representantes de la organización, que transparentan una disposición ma-
nifiesta a administrar la muerte y aun la crueldad más extrema como herramien-
tas para la consecución de sus objetivos. Por su carácter inherentemente criminal
y totalitario, despectivo de todo principio humanitario, el PCP-SL es una organi-
zación que, en cuanto tal, no puede tener cabida en una nación democrática y civi-
lizada como la que deseamos construir los peruanos.
Frente a un desafío tan desmesurado, era deber del Estado y sus agentes de-
fender a la población —su fin supremo— con las armas de la ley. Debe quedar
claro que el orden que respaldan y reclaman los pueblos democráticos no es el de
los campos de concentración, sino aquél que asegura el derecho a la vida y la dig-
nidad de todos. No lo entendieron así los encargados de defender ese orden. En
el curso de nuestras investigaciones, y teniendo a mano las normas de derecho in-
ternacional que regulan la vida civilizada de las naciones, hemos llegado a la con-
vicción de que, en ciertos períodos y lugares, las fuerzas armadas incurrieron en
una práctica sistemática o generalizada de violaciones de derechos humanos y que
existen fundamentos para señalar la comisión de delitos de lesa humanidad, así
como infracciones al derecho internacional humanitario.
Como peruanos, nos sentimos abochornados por decir esto, pero es la verdad
y tenemos la obligación de hacerla conocer. Durante años, las fuerzas del orden
olvidaron que ese orden tiene como fin supremo a la persona y adoptaron una
estrategia de atropello masivo de los derechos de los peruanos, incluyendo el
derecho a la vida. Ejecuciones extrajudiciales, desapariciones, torturas, masacres,
violencia sexual contra las mujeres y otros delitos igualmente condenables confor-
man, por su carácter recurrente y por su amplia difusión, un patrón de violacio-
nes de los derechos humanos que el Estado peruano y sus agentes deben reconocer
para subsanar.
PR
EF
A
C
IO
 A
 L
A
 P
R
IM
ER
A
 E
D
IC
IÓ
N
11
Tanta muerte y tanto sufrimiento no se pueden acumular simplemente por el
funcionamiento ciego de una institución o de una organización. Se necesita, como
complemento, la complicidad o al menos la anuencia de quienes tienen autoridad
y por lo tanto facultades para evitar una desgracia. La clase política que gobernó
o tuvo alguna cuota de poder oficial en aquellos años tiene grandes explicaciones
que dar al Perú. Hemos reconstruido esta historia y hemos llegado al convenci-
miento de que ella no hubiera sido tan grave si no fuera por la indiferencia, la
pasividad o la simple ineptitud de quienes entonces ocuparon los más altos car-
gos públicos. Este informe señala, pues, las responsabilidades de esa clase polí-
tica que, debemos recordarlo, no ha realizado todavía una debida asunción de sus
culpas en la desgracia de los compatriotas a los que quisieron, y tal vez quieran
todavía, gobernar.
Es penoso, pero cierto: quienes pidieron el voto de los ciudadanos del Perú para
tener el honor de dirigir nuestro Estado y nuestra democracia; quienes juraron
hacer cumplir la Constitución que los peruanos se habían dado a sí mismos en ejer-
cicio de su libertad, optaron con demasiada facilidad por ceder a las fuerzas arma-
das esas facultades que la Nación les había dado. Quedaron, de este modo, bajo
tutela las instituciones de la recién ganada democracia; se alimentó la impresión
de que los principios constitucionales eran ideales nobles pero inadecuados para
gobernar a un pueblo al que —en el fondo— se menospreciaba al punto de igno-
rar su clamor, reiterando la vieja práctica de relegar sus memoriales al lugar al que
se ha relegado, a lo largo de nuestra historia, la voz de los humildes: el olvido.
 
En un país como el nuestro, combatir el olvido es una forma poderosa de hacer
justicia. Estamos convencidos de que el rescate de la verdad sobre el pasado
—incluso de una verdad tan dura, tan difícil de sobrellevar como la que nos fue
encomendado buscar— es una forma de acercarnos más a ese ideal de democra-
cia que los peruanos proclamamos con tanta vehemencia y practicamos con tan-
ta inconstancia.
En el momento en el que la CVR fue instituida, el Perú asistía, una vez más, a
un intento entusiasta de recuperar la democracia perdida. Y sin embargo, para que
ese entusiasmo tenga fundamento y horizonte, creemos indispensable recordar
que la democracia no se había perdido por sí sola. La democracia fue abandona-
da poco a poco por quienes no supimos defenderla. Una democracia que no se
ejerce con cotidiana terquedad pierde la lealtad de sus ciudadanos y cae sin lágri-
mas. En el vacío moral del que medran las dictaduras las buenas razones se pier-
den y los conceptos se invierten, privando al ciudadano de toda orientación
ética: la emergencia excepcional se vuelve normalidad permanente; el abuso
masivo se convierte en exceso; la inocencia acarrea la cárcel; la muerte, final-
mente, se confunde con la paz.
El Perú está en camino, una vez más, de construir una democracia. Lo está
por mérito de quienes se atrevieron a no creer en la verdad oficial de un régimen
dictatorial; de quienes llamaron a la dictadura, dictadura; a la corrupción, corrup-
H
AT
U
N
 W
IL
LA
KU
Y
12
ción; al crimen, crimen. Esos actos de firmeza moral, en las voces de millones de
ciudadanos de a pie, nos demuestran la eficacia de la verdad. Similar esfuerzo
debemos hacer ahora. Si la verdad sirvió para desnudar el carácter efímero de
una autocracia, está llamada ahora a demostrar su poderío, purificando nuestra
República.
Esa purificación es el paso indispensable para llegar a una sociedad reconcilia-
da consigo misma, con la verdad, con los derechos de todos y cada uno de sus inte-
grantes. Una sociedad reconciliada con sus posibilidades.
En el Informe Final se habla de vergüenza y de deshonra; sin embargo, hablan
también por sí solos, en sus páginas, actos de coraje, gestos de desprendimiento,
signos de dignidad intacta que nos demuestran que el ser humano es esencialmen-
te magnánimo. Ahí se encuentran quienes no renunciaron a la autoridad y la res-
ponsabilidad que sus vecinos les confiaron; ahí se encuentran quienes desafiaron
el abandonopara defender a sus familias convirtiendo en arma sus herramientas
de trabajo; ahí se encuentran quienes pusieron su suerte al lado de los que sufrían
prisión injusta; ahí se encuentran los que asumieron su deber de defender al país
sin traicionar la ley; ahí se encuentran quienes enfrentaron el desarraigo para de-
fender la vida. Ahí se encuentran: en el centro de nuestro recuerdo.
Presentamos este relato corno un homenaje a todos ellos y a todas ellas. Lo pre-
sentamos, además, como un mandato de los ausentes y de los olvidados a toda la
Nación. La historia que aquí se cuenta habla de nosotros, de lo que fuimos y de
lo que debemos dejar de ser. Esta historia habla de nuestras tareas. Esta historia
comienza hoy.
Salomón Lerner Febres
Presidente
Comisión de la Verdad y Reconciliación
PR
EF
A
C
IO
 A
 L
A
 P
R
IM
ER
A
 E
D
IC
IÓ
N
13
PRIMERA PARTE
LA TRAGEDIA Y SUS RESPONSABLES
LO
S 
H
EC
H
O
S:
 L
A 
M
A
G
N
IT
U
D
 Y
 E
XT
EN
SI
Ó
N
 D
EL
 C
O
N
FL
IC
TO
17
El conflicto armado interno vivido en el Perú entre 1980 y el 2000 ha sido el de
mayor duración, el de impacto más extenso sobre el territorio nacional y el de más
elevados costos humanos y económicos de toda la historia republicana. El número
de muertes que ocasionó este enfrentamiento supera ampliamente las cifras de
pérdidas humanas sufridas en la guerra por la independencia y la guerra con Chile
—los mayores conflictos en los que se ha visto involucrado nuestro país—.
A lo largo de su trabajo de investigación, la Comisión de la Verdad y Recon-
ciliación (CVR) recibió testimonios que le permitieron identificar a 23,969 perua-
nos muertos o desaparecidos; sin embargo, los cálculos y las estimaciones estadís-
ticas realizadas permiten afirmar que la cifra total de víctimas fatales del conflicto
armado interno superó en 2.9 veces esa cantidad. Aplicando una metodología lla-
mada Estimación de múltiples sistemas, la CVR ha estimado que el número más
probable de peruanos muertos o desaparecidos en el conflicto armado interno se
sitúa alrededor de las 69 mil personas.1
Con esta metodología estadística, la CVR ha estimado que 26,259 personas mu-
rieron o desaparecieron a consecuencia del conflicto armado interno en el depar-
tamento de Ayacucho entre 1980 y 2000. Si la proporción de víctimas calculadas
para Ayacucho respecto de su población en 1993 hubiera sido la misma en todo
el país, el conflicto armado interno habría causado cerca de 1.2 millones de vícti-
mas fatales en todo el Perú, de las cuales aproximadamente 340 mil habrían ocu-
rrido en la ciudad de Lima Metropolitana, el equivalente a la proyección al año
2000 de la población total de los distritos limeños de San Isidro, Miraflores, San
Borja y La Molina.
CAPÍTULO 1
1 El número calculado es 69,280 víctimas fatales, en un intervalo de confianza al 95%, cuyos límites
inferior y superior son 61,007 y 77,552 personas respectivamente.
LOS HECHOS: LA MAGNITUD Y EXTENSIÓN DEL CONFLICTO
PR
IM
ER
A 
PA
RT
E:
 L
A 
TR
A
G
ED
IA
 Y
 S
U
S 
RE
SP
O
N
SA
BL
ES
18 Los datos mencionados no exponen solamente la intensidad de la violencia.
Ellos muestran, también, la gravedad de las desigualdades de índole étnico cultural
que aún prevalecen en el país. La violencia, en efecto, no golpeó de manera similar
a todos los peruanos, sino que impactó desigualmente diferentes espacios geográ-
ficos y diferentes estratos de la población.
La causa inmediata y fundamental del desencadenamiento del conflicto arma-
do interno fue la decisión del Partido Comunista del Perú Sendero Luminoso (PCP-
SL) de iniciar una «guerra popular» contra el Estado peruano. Esta decisión se
tomó en un momento en el cual, luego de doce años de dictadura militar, la socie-
dad peruana iniciaba una transición democrática ampliamente respaldada por la
ciudadanía y por los principales movimientos y partidos políticos nacionales.
A diferencia de otros conflictos armados internos en América Latina donde los
agentes estatales resultaron ser los principales responsables de la pérdida de vi-
das humanas2 —especialmente de civiles desarmados—, en el caso peruano fue el
principal grupo subversivo, el PCP-SL, quien provocó el mayor número de vícti-
mas fatales, sobre todo entre la población civil. De acuerdo con los testimonios
recibidos, el 54% de las víctimas fatales reportadas a la CVR fueron causadas por
el PCP-SL.3 La estrategia de esta agrupación implicó el uso sistemático y masivo
de métodos de extrema violencia y terror, y desconoció deliberadamente las nor-
mas básicas de la guerra y los principios de los derechos humanos.
Frente a la guerra desatada por el PCP-SL, el Estado tenía la obligación de
defender el orden constitucional y a sus ciudadanos en el marco del respeto incon-
dicional de las leyes y de los derechos fundamentales de las personas. Así pues, la
CVR ha constatado que, paradójicamente, las etapas más intensas del conflicto, en
las cuales murieron la mayoría de las víctimas y en las que los agentes del Estado
cometieron la mayor cantidad de violaciones de los derechos humanos, corres-
ponden a períodos en los que el país estaba gobernado por regímenes civiles elec-
tos democráticamente.
El Estado no tuvo capacidad para contener el avance de la subversión armada,
que se expandió en pocos años a casi todo el país.4 Los gobernantes civiles acepta-
ron la militarización del conflicto y, abandonando sus fueros, dejaron la conduc-
ción de la lucha contrasubversiva en manos de las Fuerzas Armadas. Si bien, dada
la gravedad de los hechos, era inevitable y legítimo que los gobiernos constitucio-
nales recurrieran a declarar estados de excepción y utilizaran la fuerza militar para
hacer frente a la subversión armada, la CVR ha que ello se hizo sin tomar las
previsiones necesarias para impedir que los derechos fundamentales de la pobla-
ción fueran atropellados. Peor aun, la autoridad civil desatendió durante mucho
tiempo las miles de denuncias de violaciones de los derechos humanos cometidas
2 Por ejemplo en los casos de las dictaduras militares de Argentina, Chile o los conflictos internos de
América Central (Nicaragua, El Salvador, Guatemala).
3 Del mismo modo, es importante mencionar que, respecto de la estimación estadística del total de
víctimas realizada por la CVR, la responsabilidad de muertos y desaparecidos que se atribuye al
PCP-SL es 46%.
4 La CVR ha recibido testimonios de muertes y desapariciones como producto del conflicto armado
interno en todos los departamentos, salvo Moquegua y Madre de Dios. Sólo en Tacna (1) y en Tumbes
(4) la cifra de víctimas reportadas a la CVR es de un dígito.
LO
S 
H
EC
H
O
S:
 L
A 
M
A
G
N
IT
U
D
 Y
 E
XT
EN
SI
Ó
N
 D
EL
 C
O
N
FL
IC
TO
19por las fuerzas del orden en las zonas más afectadas por el conflicto. Incluso, en
varios casos, se facilitó y garantizó la impunidad a los responsables de las mismas.
Los agentes del Estado —Fuerzas Armadas y Policía—, los comités de autodefensa
y los grupos paramilitares son responsables del 37% de los muertos y desapareci-
dos reportados a la CVR. De este porcentaje de víctimas, los miembros de las
Fuerzas Armadas son responsables de poco más de los tres cuartos de los casos.
El tipo de respuesta que las Fuerzas Armadas dieron a la subversión no tenía
precedentes en la conducta de dicha institución durante las décadas anteriores a la
de 1980. En efecto, durante la dictadura que dirigieron entre 1968 y 1980, los mili-
tares peruanos incurrieron en relativamente pocas violaciones graves de los dere-
chos humanos, en comparación con las perpetradas por las dictaduras militares
de otros países de la región, especialmente Chile y Argentina.
Por otra parte, es relevante señalar que durante las décadas de la violencia
existió información relativamente amplia sobre los hechos y sobre las violaciones
de derechos humanos que se estaban produciendo. Contribuyeron a ello la exis-
tencia de una prensa libre —si bien ésta fue hostigada en ciertos lugares y en cier-
tos períodosdel proceso—, la actividad de las organizaciones defensoras de los
derechos humanos y diversas investigaciones parlamentarias y judiciales. Debe
decirse, sin embargo, que éstas tuvieron poco éxito en cuanto a la sanción efectiva
de los responsables.
La CVR ha constatado, no obstante lo dicho, que existió un sesgo en la recolec-
ción de dicha información y la realización de investigaciones, pues no se
sistematizaron adecuadamente las denuncias ni se documentó e identificó sufi-
cientemente a las víctimas de hechos cuya responsabilidad era atribuida a los gru-
pos subversivos.5 Debido a ello, antes de las investigaciones realizadas por la CVR,
dentro del grupo de víctimas que se había logrado identificar hasta entonces6 menos
del 5% de los casos correspondían a personas asesinadas o desaparecidas por miem-
bros del PCP-SL, lo que provocó que las proyecciones realizadas anteriormente
por otras instituciones, oficiales o particulares, subestimaran en gran medida la
responsabilidad de dicha organización subversiva en lo que se refiere al número
de víctimas fatales.
Es importante analizar las dos décadas de violencia de origen político como un
proceso que alcanzó diversos grados de intensidad y de extensión geográfica y
que afectó principalmente a zonas y estratos lejanos del poder político y económi-
co del país. En varios lugares, una vez controlada la amenaza subversiva armada,
las poblaciones quedaron bajo dominio militar por extensos períodos. La lejanía
del poder y de los ámbitos de decisión, en un país fuertemente centralizado, per-
mitió que el «problema de la violencia», crucial y cotidiano para cientos de miles
de peruanos, quedara relegado entre las prioridades públicas y privadas del país
por varios años.
5 Se debe precisar que ese sesgo obedecía a la definición institucional de las organizaciones que
documentaban la violencia, cuyos objetivos eran registrar e investigar violaciones de derechos humanos
por parte del Estado.
6 Es decir, el grupo de víctimas cuyos nombres y casos habían sido documentados por alguna institución
y sistematizados en una base de datos (Defensoría del Pueblo 2001).
PR
IM
ER
A 
PA
RT
E:
 L
A 
TR
A
G
ED
IA
 Y
 S
U
S 
RE
SP
O
N
SA
BL
ES
20 El estudio de este período de violencia debe considerar, por otro lado, ciertos
elementos centrales de la historia nacional de fines del siglo XX. Cabe citar entre
ellos una severa crisis económica que desembocó, a fines de la década de 1980 e
inicio de los años 1990, en una hiperinflación inédita en la historia peruana.7 Asi-
mismo, el país experimentó momentos de aguda crisis política que debilitaron el
sistema de partidos y propiciaron la aparición de liderazgos informales —deno-
minados independientes—. Corolario de esta crisis política fue un golpe de Estado
en abril de 1992 y años más tarde, en noviembre de 2000, el abandono de la Presi-
dencia de la República por su titular de facto en medio de uno de los mayores
escándalos de corrupción de la historia del país. Del mismo modo, se debe tener
en cuenta que, durante las décadas de violencia, el Perú vivió dos conflictos béli-
cos con Ecuador, en 1981 y en 1995.
Un elemento de singular importancia es el fenómeno del narcotráfico que co-
incidió con el surgimiento y la expansión de la subversión y con su represión por
parte de las fuerzas de seguridad del Estado. El crecimiento de las áreas de cultivo
de coca destinadas al narcotráfico, principalmente en la ceja de selva, facilitó la
aparición de espacios muy particulares en los que la presencia estatal había retro-
cedido mientras crecía la de grupos armados irregulares vinculados a dicha activi-
dad ilícita. De esta manera, la zona del alto Huallaga se convirtió, desde mediados
de los años ochenta, en uno de los escenarios de mayores enfrentamientos de todo
el conflicto interno, por lo que el río Huallaga quedó convertido en la fosa de
restos humanos más grande del país. En tales circunstancias, todos los actores que
intervinieron en la zona terminaron siendo afectados por el
narcotráfico y la corrupción que de éste se deriva.
«PUEBLOS AJENOS DENTRO DEL PERÚ»
Entonces, mi pueblo era pues un pueblo, no sé... un pueblo
ajeno dentro del Perú.8
Entre los miles de testimonios recopilados por la CVR, es común encontrar frases
que dan cuenta del sentimiento de exclusión e indiferencia que experimentaron las
personas y comunidades que fueron las víctimas mayoritarias del conflicto arma-
do interno. Muchos de ellos sintieron que para el resto del país, en especial para
los principales centros del poder político y económico, lo ocurrido en sus pueblos,
casas y familias sucedía en «otro país».
Durante muchos años, el Perú moderno, urbano y limeño, trató con indiferen-
cia a las regiones más afectadas por la violencia, las más alejadas y pobres. Incluso
cuando el conflicto armado arremetió con fuerza en el corazón de las principales
ciudades a finales de la década del 80 e inicios de la del 90, fue difícil unificar las
experiencias y la memoria de la violencia de mundos tan distintos, a un punto tal
7 La tasa de inflación anual en 1990 fue de 7,658%.
8 CVR. Audiencia pública de casos en Ayacucho. 8 de abril de 2002. Testimonio de Primitivo Quispe.
LO
S 
H
EC
H
O
S:
 L
A 
M
A
G
N
IT
U
D
 Y
 E
XT
EN
SI
Ó
N
 D
EL
 C
O
N
FL
IC
TO
21que, cuando la televisión dio su mayor atención a la tragedia, la imagen
emblemática de las víctimas que apareció en las pantallas no fue la de los
campesinos quechuas sino la de los habitantes hispanohablantes de las urbes.
En el mapa del Perú, la intensidad de la violencia aparece corno una mancha
oscura a lo largo de la sierra y la selva de la mitad central del país. Fue en esas
localidades donde se reportó el mayor número de víctimas fatales.9
Las principales ciudades, en particular las de la costa, no estuvieron en el cen-
tro del conflicto a pesar de que muchos de los hechos ocurridos en ellas hayan
tenido gran trascendencia en la opinión pública. El principal costo en vidas huma-
nas a lo largo de los veinte años investigados por la CVR fue asumido por las
localidades más pobres del país.
Tal corno se aprecia en el gráfico 1, Ayacucho fue el departamento que concen-
tró la mayor cantidad de muertos y desaparecidos reportados a la CVR (más del
40%). Junto con Ayacucho, en los departamentos de Junín, Huánuco, Huancavelica,
Apurímac y San Martín, la CVR ha registrado cerca del 85% de las víctimas que le
fueron reportadas en los testimonios. De acuerdo con el Programa de las Nacio-
nes Unidas para el Desarrollo (PNUD), quienes vivían en esos departamentos en
el año 2002 concentraban tan sólo el 9% del ingreso reunido de todas las
familias peruanas (PNUD 2002).
GRÁFICO 1
PERÚ 1980 - 2000: MUERTOS Y DESAPARECIDOS REPORTADOS A LA
CVR SEGÚN DEPARTAMENTO DE OCURRENCIA DE LOS HECHOS
9 Las víctimas fatales incluyen también a las personas que se encuentran desaparecidas en el momento
de la elaboración del Informe Final a consecuencia del conflicto armado interno.
PR
IM
ER
A 
PA
RT
E:
 L
A 
TR
A
G
ED
IA
 Y
 S
U
S 
RE
SP
O
N
SA
BL
ES
22 Existió una evidente relación entre exclusión social e intensidad de la violen-
cia. No fue casual que cuatro de los departamentos más afectados por el conflicto
armado interno (Huancavelica, Ayacucho, Apurímac y Huánuco) sean ubicados
por diferentes estudios (INEI 1994a; PNUD 2002) dentro de la lista de los cinco
departamentos más pobres del país. Tal y como se aprecia en el gráfico 2, más del
35% de las víctimas fatales se cuentan en distritos que se ubicaban, según el censo
de 1993, entre el 20% de distritos más pobre del país, mientras que menos del 10%
de ellas murieron o desaparecieron en distritos que se ubicaban en el quintil me-
nos pobre. Ello no significa que la pobreza sea la causa principal del conflicto
armado interno; sin embargo, sí es posible afirmar que cuando se desata un proce-
so de violencia armada, los sectores sociales menos favorecidos resultan los más
vulnerables y afectados.
GRÁFICO 2
PERÚ 1980- 2000: PORCENTAJE DEL TOTAL DE MUERTOS Y DESAPARECIDOS
REPORTADOS A LA CVR SEGÚN RANKING DE POBREZA DE LOS DISTRITOS DONDE
OCURRIERON LOS HECHOS (MÉTODO: NBI - CENSO 1993)
Como es sabido, la exclusión social y la pobreza en el Perú tienen un rostro
rural y campesino. Fue precisamente en esas zonas y entre esa población donde se
produjo la mayor cantidad de víctimas, no sólo a escala nacional, sino también
dentro de los mismos departamentos más afectados por la violencia (véase el grá-
fico 3). La proporción de muertos y desaparecidos reportados a la CVR en zonas
LO
S 
H
EC
H
O
S:
 L
A 
M
A
G
N
IT
U
D
 Y
 E
XT
EN
SI
Ó
N
 D
EL
 C
O
N
FL
IC
TO
23rurales es casi tres veces mayor que la proporción de personas que vivían en
esas zonas según el censo de 1993. En forma concurrente, el 55% de muertos y
desaparecidos reportados a la CVR trabajaban en actividades agropecuarias,
casi el doble que el porcentaje de la PEA nacional ocupada en ese sector en
1993 (28%).
GRÁFICO 3
COMPARACIÓN ENTRE LOS MUERTOS Y DESAPARECIDOS OCURRIDOS EN ZONAS
RURALES REPORTADOS A LA CVR Y POBLACION DEL CENSO NACIONAL DE 1993 QUE
RESIDÍA EN ZONAS RURALES, SEGÚN DEPARTAMENTOS MÁS AFECTADOS
Sin embargo, son las distancias culturales entre las víctimas y el resto del país
las que aparecen como las más dramáticas. Mientras que, de acuerdo con el censo
de 1993, sólo para un quinto del país el quechua u otras lenguas nativas era su
idioma materno, esa proporción supera el 75% entre los muertos y desaparecidos
reportados a la CVR. En los tres departamentos más afectados, la proporción de
personas que hablaban quechua u otra lengua nativa fue siempre mayor entre las
víctimas fatales reportadas a la CVR que en el conjunto de la población (véase el
gráfico 4). Asimismo, las víctimas fatales reportadas a la CVR tenían niveles edu-
cativos muy inferiores al promedio nacional: mientras que, de acuerdo con el cen-
so nacional de 1993, cerca del 40% de la PEA mayor de 15 años tenía niveles infe-
riores a la secundaria, en el caso de las víctimas fatales documentadas por la CVR
esa proporción se elevó al 68%.
PR
IM
ER
A 
PA
RT
E:
 L
A 
TR
A
G
ED
IA
 Y
 S
U
S 
RE
SP
O
N
SA
BL
ES
24 GRÁFICO 4
PORCENTAJE DE PERSONAS CUYO IDIOMA MATERNO ES DIFERENTE AL
CASTELLANO: COMPARACIÓN ENTRE LOS MUERTOS Y DESAPARECIDOS
REPORTADOS A LA CVR Y LA POBLACIÓN DE 5 AÑOS A MÁS DEL CENSO
NACIONAL DE 1993, SEGÚN DEPARTAMENTOS MÁS AFECTADOS
La intensidad de la violencia no estuvo distribuida uniformemente a lo largo
de los años que duró el conflicto armado interno ni afectó a todas las regiones en
el mismo momento.
Corno se aprecia en el gráfico 5, existen dos picos que marcan fases diferentes
en el conflicto armado: 1984 y 1989. El primero corresponde al momento de ma-
yor intensidad y que provocó el mayor número de muertos y desaparecidos repor-
tados a la CVR (19% del total de víctimas). Se inscribe en los períodos iniciales del
conflicto, centrados esencialmente en el departamento de Ayacucho, en los que se
aprecia un notable aumento de la violencia, especialmente a partir de 1983 luego
de que en diciembre de 1982 se encargó a las Fuerzas Armadas la conducción de la
lucha contrasubversiva. Luego de un momento de descenso del número de vícti-
mas fatales, cuyo punto más bajo fue 1986, a partir de 1987 se inició un recrudeci-
miento de la violencia que alcanzó otro pico en 1989 y que se mantuvo en niveles
relativamente elevados hasta 1992, año en que Abimael Guzmán Reinoso fue cap-
turado y se desbarató la dirección central del PCP-SL. Si bien en esta segunda fase
no se llegó a los niveles alcanzados en 1984, el conflicto se expandió a cada vez
más lugares del país.
LO
S 
H
EC
H
O
S:
 L
A 
M
A
G
N
IT
U
D
 Y
 E
XT
EN
SI
Ó
N
 D
EL
 C
O
N
FL
IC
TO
25GRÁFICO 5
PERÚ 1980 - 2000: MUERTOS Y DESAPARECIDOS REPORTADOS A LA
CVR, SEGÚN AÑO DE OCURRENCIA DE LOS HECHOS
El gráfico 6 compara la intensidad de la violencia con su expansión hacia
diferentes ámbitos geográficos.l0 Se observa cómo, a partir de 1987, luego del
descenso experimentado entre 1985 y 1986, no sólo se incrementó el número de
muertos o desaparecidos reportados a la CVR, sino también los lugares donde
ocurrieron los hechos. Como se ve, el año más intenso en términos de víctimas fue
1984, pero entre los años 1989 y 1992 más localidades experimentaron el conflicto
armado interno.
10 Los indicadores empleados son número de muertos y desaparecidos reportados a la CVR para la
intensidad de la violencia (escala del eje vertical izquierdo) y número de distritos donde los hechos
que provocaron esas víctimas tuvieron lugar (escala del eje vertical derecho).
PR
IM
ER
A 
PA
RT
E:
 L
A 
TR
A
G
ED
IA
 Y
 S
U
S 
RE
SP
O
N
SA
BL
ES
26
GRÁFICO 6
PERÚ 1980- 2000: No. DE MUERTOS Y DESAPARECIDOS REPORTADOS A LA CVR Y
DISTRITOS DONDE OCURRIERON LOS HECHOS, SEGÚN AÑO
En el gráfico 7 se observa que, mientras fue disminuyendo la importancia rela-
tiva de la región sur central (conformada por el departamento de Ayacucho y pro-
vincias colindantes de Huancavelica y Apurímac), también disminuyó el porcen-
taje de víctimas fatales ocurridas en zonas rurales y de aquéllas que tenían el quechua
como idioma materno. Ello implica que el conflicto no sólo abarcó espacios geo-
gráficos diferentes, sino realidades sociales más complejas. Nótese, sin embargo,
que, en todos los momentos de mayor intensidad, la mayoría absoluta de las víc-
timas siguió presentándose en zonas rurales y tuvo como lengua materna a idio-
mas nativos.
GRÁFICO 7
PERÚ 1980·2000: PORCENTAJE DE MUERTOS Y DESAPARECIDOS REPORTADOS
A LA CVR POR INDICADORES, SEGÚN AÑO DE OCURRENCIA DE LOS HECHOS
Indicadores: Idioma materno quechua (% QUECHUA); Hechos ocurridos en zonas rurales (% RURAL);
Hechos ocurridos en la región Sur Central (% SUR CENTRAL)
LO
S 
H
EC
H
O
S:
 L
A 
M
A
G
N
IT
U
D
 Y
 E
XT
EN
SI
Ó
N
 D
EL
 C
O
N
FL
IC
TO
27Se ha señalado antes, que de acuerdo con los cálculos realizados por la CVR, el
número de víctimas fatales del conflicto armado interno se hallaba alrededor de
las 69 mil personas. Tales magnitudes pueden resultar inverosímiles para un con-
siderable sector de la sociedad peruana. Sin embargo, la verdad que el país necesi-
ta asumir en toda su gravedad es que el Perú rural, andino y selvático, quechua y
asháninka, campesino, pobre y con escasa instrucción formal se desangró durante
años sin que el resto de la Nación se percatara de la verdadera dimensión de la
tragedia de ese «pueblo ajeno dentro del Perú».
Esos son los peruanos que faltan en nuestro país, los más invisibles, pero no
menos reales: los Quispe, Huamán,11 Mamaní, Taype, Yupanqui, Condori,
Tintimari, Metzoquiari. A pesar de ser y sentirse demasiadas veces ajenos y
excluidos por el resto de peruanos, ellos reclaman ser considerados con respeto
y justicia:
Señores chaymi ñuqa munani kachun respeto, kachunyá manchakuy, masque
imayrikulIa kaptiykupas, wakcha pobri kaptiykupas, campesino totalmente
ñuqañaykuchu kaniku, huk real llapas killapi ganaq, mana ni pipas kanikuchu.
Señores, chayta ya justiciyata mañakuykiku. [Señores, por eso yo quiero que haya
respeto. Que haya pues temor de Dios, aunque sólo seamos muy humildes. Aunque
seamos huérfanos y pobres. Campesino puro podemos ser; que ganamos sólo un
real por mes y, aunque no seamos nadie, señores, ésta es la justicia que le pedimos.l2
LA DIMENSIÓN JURÍDICA DE LO OCURRIDO
LA DETERMINACIÓN DE LOS HECHOS
El análisis de la información acopiada por la CVR no solamente permite ilustrar
la manera en que los actores armados se encarnizaron con la población más
desprotegida e históricamente más marginada del país. También ayuda a
comprender y mostrar los alcances de las conductas criminales puestas en práctica
de manera generalizada y sistemática en ciertos períodos y lugares por dichos
actores. La CVR ofrece al país, pues, una visión global de los hechos que hace
posible señalar las consecuencias jurídicas de lo sucedido e identificar las presun-

Continuar navegando