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Antología
Cuentosde
México. FAD 2014
Antología de cuentos
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Chac Mool
Carlos Fuentes
	 Hace	 poco	 tiempo,	 Filiberto	 murió	 ahogado	 en	 Acapul-
co.	Sucedió	en	Semana	Santa.	Aunque	había	sido	despedido	de	su	
empleo	en	 la	Secretaría,	Filiberto	no	pudo	resistir	 la	 tentación	bu-
rocrática	de	 ir,	como	todos	 los	años,	a	 la	pensión	alemana,	comer	
elchoucrout	endulzado	por	los	sudores	de	la	cocina	tropical,	bailar	el	
Sábado	de	Gloria	en	La	Quebrada	y	sentirse	“gente	conocida”	en	el	
oscuro	anonimato	vespertino	de	la	Playa	de	Hornos.	Claro,	sabíamos	
que	en	su	juventud	había	nadado	bien;	pero	ahora,	a	los	cuarenta,	y	
tan	desmejorado	como	se	le	veía,	¡intentar	salvar,	a	la	medianoche,	
el	largo	trecho	entre	Caleta	y	la	isla	de	la	Roqueta!	Frau	Müller	no	
permitió	que	se	le	velara,	a	pesar	de	ser	un	cliente	tan	antiguo,	en	la	
pensión;	por	el	contrario,	esa	noche	organizó	un	baile	en	la	terracita	
sofocada,	mientras	Filiberto	esperaba,	muy	pálido	dentro	de	su	caja,	
a	que	saliera	el	camión	matutino	de	la	terminal,	y	pasó	acompañado	
de	 huacales	 y	 fardos	 la	 primera	 noche	 de	 su	 nueva	 vida.	 Cuando	
llegué,	muy	 temprano,	 a	 vigilar	 el	 embarque	del	 féretro,	 Filiberto	
estaba	bajo	un	túmulo	de	cocos:	el	chofer	dijo	que	lo	acomodáramos	
rápidamente	en	el	toldo	y	lo	cubriéramos	con	lonas,	para	que	no	se	
espantaran	los	pasajeros,	y	a	ver	si	no	le	habíamos	echado	la	sal	al	
viaje.
Salimos	de	Acapulco	a	la	hora	de	la	brisa	tempranera.	Hasta	Tierra	
Chac Mool
Berenice
La gallina degollada
Casa tomada
El ruiseñor y la rosa
Barba Azul
Los Gatos de Ulthar
Corazonada
Historia de un perro
Canastitas en serie
La luz es como el agua
Satanás
El pescador y su mujer
El gato negro
El corazóm delator
¡Diles que no me maten!
La verdad sobre el caso del sr. Valdemar
Luvina
El inmortal
El sabueso
El almohadón de plumas
El cuento de la isla desconocida
Pantera en jazz
El foco
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Antología de cuentos Antología de cuentos
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Colorada	nacieron	el	calor	y	 la	 luz.	Mientras	desayunaba	huevos	y	
chorizo	abrí	el	cartapacio	de	Filiberto,	recogido	el	día	anterior,	junto	
con	sus	otras	pertenencias,	en	la	pensión	de	los	Müller.	Doscientos	
pesos.	Un	periódico	derogado	de	 la	 ciudad	de	México.	Cachos	de	
lotería.	El	pasaje	de	ida	-¿sólo	de	ida?	Y	el	cuaderno	barato,	de	hojas	
cuadriculadas	y	tapas	de	papel	mármol.
Me	aventuré	a	leerlo,	a	pesar	de	las	curvas,	el	hedor	a	vómitos	y	cier-
to	sentimiento	natural	de	respeto	por	la	vida	privada	de	mi	difunto	
amigo.	Recordaría	-sí,	empezaba	con	eso-	nuestra	cotidiana	labor	en	
la	oficina;	quizá	sabría,	al	fin,	por	qué	fue	declinado,	olvidando	sus	
deberes,	por	qué	dictaba	oficios	sin	sentido,	ni	número,	ni	“Sufragio	
Efectivo	No	Reelección”.	Por	qué,	en	fin,	fue	corrido,	olvidaba	la	pen-
sión,	sin	respetar	los	escalafones.
“Hoy	fui	a	arreglar	lo	de	mi	pensión.	El	Licenciado,	amabilísimo.	Salí	
tan	contento	que	decidí	gastar	cinco	pesos	en	un	café.	Es	el	mismo	
al	que	 íbamos	de	 jóvenes	 y	 al	 que	ahora	nunca	 concurro,	porque	
me	recuerda	que	a	los	veinte	años	podía	darme	más	lujos	que	a	los	
cuarenta.	Entonces	todos	estábamos	en	un	mismo	plano,	hubiéra-
mos	 rechazado	con	energía	cualquier	opinión	peyorativa	hacia	 los	
compañeros;	de	hecho,	librábamos	la	batalla	por	aquellos	a	quienes	
en	 la	casa	discutían	por	su	baja	extracción	o	falta	de	elegancia.	Yo	
sabía	que	muchos	de	ellos	 (quizá	 los	más	humildes)	 llegarían	muy	
alto	y	aquí,	en	la	Escuela,	se	iban	a	forjar	las	amistades	duraderas	en	
cuya	compañía	cursaríamos	el	mar	bravío.	No,	no	fue	así.	No	hubo	
reglas.	Muchos	de	 los	humildes	 se	quedaron	allí,	muchos	 llegaron	
más	arriba	de	lo	que	pudimos	pronosticar	en	aquellas	fogosas,	am-
ables	tertulias.	Otros,	que	parecíamos	prometerlo	todo,	nos	queda-
mos	a	la	mitad	del	camino,	destripados	en	un	examen	extracurric-
ular,	aislados	por	una	zanja	 invisible	de	 los	que	triunfaron	y	de	 los	
que	nada	alcanzaron.	En	fin,	hoy	volví	a	sentarme	en	las	sillas	mod-
ernizadas	-también	hay,	como	barricada	de	una	invasión,	una	fuente	
de	sodas-	y	pretendí	 leer	expedientes.	Vi	a	muchos	antiguos	com-
pañeros,	cambiados,	amnésicos,	retocados	de	luz	neón,	prósperos.	
Con	el	café	que	casi	no	reconocía,	con	la	ciudad	misma,	habían	ido	
cincelándose	a	ritmo	distinto	del	mío.	No,	ya	no	me	reconocían;	o	
no	me	querían	reconocer.	A	lo	sumo	-uno	o	dos-	una	mano	gorda	y	
rápida	sobre	el	hombro.	Adiós	viejo,	qué	tal.	Entre	ellos	y	yo	media-
ban	los	dieciocho	agujeros	del	Country	Club.	Me	disfracé	detrás	de	
los	expedientes.	Desfilaron	en	mi	memoria	los	años	de	las	grandes	
ilusiones,	de	 los	pronósticos	felices	y,	también	todas	 las	omisiones	
que	impidieron	su	realización.	Sentí	la	angustia	de	no	poder	meter	
los	dedos	en	el	pasado	y	pegar	 los	 trozos	de	algún	 rompecabezas	
abandonado;	pero	el	arcón	de	los	juguetes	se	va	olvidando	y,	al	cabo,	
¿quién	sabrá	dónde	fueron	a	dar	los	soldados	de	plomo,	los	cascos,	
las	espadas	de	madera?	Los	disfraces	tan	queridos,	no	fueron	más	
que	eso.	Y	sin	embargo,	había	habido	constancia,	disciplina,	apego	
al	deber.	¿No	era	suficiente,	o	sobraba?	En	ocasiones	me	asaltaba	
el	recuerdo	de	Rilke.	La	gran	recompensa	de	la	aventura	de	juven-
tud	debe	ser	la	muerte;	jóvenes,	debemos	partir	con	todos	nuestros	
secretos.	Hoy,	no	tendría	que	volver	la	mirada	a	las	ciudades	de	sal.	
¿Cinco	pesos?	Dos	de	propina.”
“Pepe,	aparte	de	su	pasión	por	el	derecho	mercantil,	gusta	de	teori-
zar.	Me	vio	salir	de	Catedral,	y	juntos	nos	encaminamos	a	Palacio.	Él	
es	descreído,	pero	no	 le	basta;	en	media	cuadra	tuvo	que	fabricar	
una	teoría.	Que	si	yo	no	fuera	mexicano,	no	adoraría	a	Cristo	y	-No,	
mira,	parece	evidente.	 Llegan	 los	españoles	 y	 te	proponen	adorar	
a	un	Dios	muerto	hecho	un	coágulo,	con	el	costado	herido,	clava-
do	en	una	cruz.	Sacrificado.	Ofrendado.	¿Qué	cosa	más	natural	que	
aceptar	un	sentimiento	tan	cercano	a	todo	tu	ceremonial,	a	toda	tu	
vida?...	figúrate,	en	cambio,	que	México	hubiera	 sido	conquistado	
por	budistas	o	por	mahometanos.	No	es	concebible	que	nuestros	in-
dios	veneraran	a	un	individuo	que	murió	de	indigestión.	Pero	un	Dios	
al	que	no	le	basta	que	se	sacrifiquen	por	él,	sino	que	incluso	va	a	que	
le	arranquen	el	corazón,	¡caramba,	jaque	mate	a	Huitzilopochtli!	El	
cristianismo,	en	su	sentido	cálido,	sangriento,	de	sacrificio	y	liturgia,	
se	vuelve	una	prolongación	natural	y	novedosa	de	 la	 religión	 indí-
gena.	Los	aspectos	caridad,	amor	y	 la	otra	mejilla,	en	cambio,	son	
rechazados.	Y	todo	en	México	es	eso:	hay	que	matar	a	los	hombres	
para	poder	creer	en	ellos.
“Pepe	conocía	mi	afición,	desde	 joven,	por	 ciertas	 formas	de	arte	
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indígena	mexicana.	Yo	colecciono	estatuillas,	ídolos,	cacharros.	Mis	
fines	de	semana	 los	paso	en	Tlaxcala	o	en	Teotihuacán.	Acaso	por	
esto	le	guste	relacionar	todas	las	teorías	que	elabora	para	mi	con-
sumo	con	estos	temas.	Por	cierto	que	busco	una	réplica	razonable	
del	Chac	Mool	desde	hace	tiempo,	y	hoy	Pepe	me	informa	de	un	lu-
gar	en	la	Lagunilla	donde	venden	uno	de	piedra	y	parece	que	barato.	
Voy	a	ir	el	domingo.
“Un	guasón	pintó	de	rojo	el	agua	del	garrafón	en	la	oficina,	con	la	
consiguiente	perturbación	de	las	labores.	He	debido	consignarlo	al	
Director,	a	quien	sólo	le	dio	mucha	risa.	El	culpable	se	ha	valido	de	
esta	circunstancia	para	hacer	sarcasmos	a	mis	costillas	el	día	entero,	
todos	en	torno	al	agua.	Ch...”
“Hoy	 domingo,	 aproveché	 para	 ir	 a	 la	 Lagunilla.	 Encontré	 el	 Chac	
Mool	en	la	tienducha	que	me	señaló	Pepe.	Es	una	pieza	preciosa,	de	
tamaño	natural,	y	aunque	el	marchante	asegura	su	originalidad,	lo	
dudo.	La	piedra	es	corriente,	pero	ello	no	aminora	la	elegancia	de	la	
postura	o	lo	macizo	del	bloque.	El	desleal	vendedor	le	ha	embarrado	
salsa	de	tomate	en	la	barriga	al	ídolo	para	convencer	a	los	turistas	de	
la	sangrienta	autenticidad	de	la	escultura.
“El	traslado	a	la	casa	me	costó	más	que	la	adquisición.	Peroya	está	
aquí,	por	el	momento	en	el	 sótano	mientras	 reorganizo	mi	cuarto	
de	trofeos	a	fin	de	darle	cabida.	Estas	figuras	necesitan	sol	vertical	
y	fogoso;	ese	fue	su	elemento	y	condición.	Pierde	mucho	mi	Chac	
Mool	en	la	oscuridad	del	sótano;	allí,	es	un	simple	bulto	agónico,	y	
su	mueca	parece	reprocharme	que	le	niegue	la	luz.	El	comerciante	
tenía	un	foco	que	iluminaba	verticalmente	en	la	escultura,	recortan-
do	todas	sus	aristas	y	dándole	una	expresión	más	amable.	Habrá	que	
seguir	su	ejemplo.”
“Amanecí	con	la	tubería	descompuesta.	Incauto,	dejé	correr	el	agua	
de	la	cocina	y	se	desbordó,	corrió	por	el	piso	y	llego	hasta	el	sótano,	
sin	que	me	percatara.	 El	Chac	Mool	 resiste	 la	humedad,	pero	mis	
maletas	sufrieron.	Todo	esto,	en	día	de	labores,	me	obligó	a	 llegar	
tarde	a	la	oficina.”
“Vinieron,	por	fin,	a	arreglar	 la	 tubería.	 Las	maletas,	 torcidas.	Y	el	
Chac	Mool,	con	lama	en	la	base.”
“Desperté	a	la	una:	había	escuchado	un	quejido	terrible.	Pensé	en	
ladrones.	Pura	imaginación.”
“Los	lamentos	nocturnos	han	seguido.	No	sé	a	qué	atribuirlo,	pero	
estoy	nervioso.	Para	colmo	de	males,	la	tubería	volvió	a	descompon-
erse,	y	las	lluvias	se	han	colado,	inundando	el	sótano.”
“El	plomero	no	viene;	estoy	desesperado.	Del	Departamento	del	Dis-
trito	Federal,	más	vale	no	hablar.	Es	 la	primera	vez	que	el	agua	de	
las	lluvias	no	obedece	a	las	coladeras	y	viene	a	dar	a	mi	sótano.	Los	
quejidos	han	cesado:	vaya	una	cosa	por	otra.”
“Secaron	el	sótano,	y	el	Chac	Mool	está	cubierto	de	lama.	Le	da	un	
aspecto	grotesco,	porque	toda	la	masa	de	la	escultura	parece	pade-
cer	de	una	erisipela	verde,	salvo	los	ojos,	que	han	permanecido	de	
piedra.	Voy	a	aprovechar	el	domingo	para	raspar	el	musgo.	Pepe	me	
ha	recomendado	cambiarme	a	una	casa	de	apartamentos,	y	tomar	el	
piso	más	alto,	para	evitar	estas	tragedias	acuáticas.	Pero	yo	no	puedo	
dejar	este	caserón,	ciertamente	es	muy	grande	para	mí	solo,	un	poco	
lúgubre	en	su	arquitectura	porfiriana.	Pero	es	la	única	herencia	y	re-
cuerdo	de	mis	padres.	No	sé	qué	me	daría	ver	una	fuente	de	sodas	
con	sinfonola	en	el	sótano	y	una	tienda	de	decoración	en	la	planta	
baja.”
“Fui	a	raspar	el	musgo	del	Chac	Mool	con	una	espátula.	Parecía	ser	ya	
parte	de	la	piedra;	fue	labor	de	más	de	una	hora,	y	sólo	a	las	seis	de	la	
tarde	pude	terminar.	No	se	distinguía	muy	bien	la	penumbra;	al	final-
izar	el	trabajo,	seguí	con	la	mano	los	contornos	de	la	piedra.	Cada	vez	
que	lo	repasaba,	el	bloque	parecía	reblandecerse.	No	quise	creerlo:	
era	ya	casi	una	pasta.	Este	mercader	de	la	Lagunilla	me	ha	timado.	
Su	escultura	precolombina	es	puro	yeso,	y	la	humedad	acabará	por	
arruinarla.	Le	he	echado	encima	unos	trapos;	mañana	la	pasaré	a	la	
pieza	de	arriba,	antes	de	que	sufra	un	deterioro	total.”
“Los	trapos	han	caído	al	suelo,	increíble.	Volví	a	palpar	el	Chac	Mool.	
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Se	ha	endurecido	pero	no	vuelve	a	la	consistencia	de	la	piedra.	No	
quiero	escribirlo:	hay	en	el	 torso	algo	de	 la	 textura	de	 la	carne,	al	
apretar	los	brazos	los	siento	de	goma,	siento	que	algo	circula	por	esa	
figura	recostada...	Volví	a	bajar	en	la	noche.	No	cabe	duda:	el	Chac	
Mool	tiene	vello	en	los	brazos.”
“Esto	nunca	me	había	sucedido.	Tergiversé	los	asuntos	en	la	oficina,	
giré	una	orden	de	pago	que	no	estaba	autorizada,	y	el	Director	tuvo	
que	llamarme	la	atención.	Quizá	me	mostré	hasta	descortés	con	los	
compañeros.	Tendré	que	ver	a	un	médico,	saber	si	es	mi	imaginación	
o	delirio	o	qué,	y	deshacerme	de	ese	maldito	Chac	Mool.”
Hasta	aquí	la	escritura	de	Filiberto	era	la	antigua,	la	que	tantas	veces	
vi	en	formas	y	memoranda,	ancha	y	ovalada.	La	entrada	del	25	de	
agosto,	sin	embargo,	parecía	escrita	por	otra	persona.	A	veces	como	
niño,	 separando	 trabajosamente	 cada	 letra;	 otras,	 nerviosa,	 hasta	
diluirse	en	lo	ininteligible.	Hay	tres	días	vacíos,	y	el	relato	continúa:
“Todo	es	tan	natural;	y	luego	se	cree	en	lo	real...	pero	esto	lo	es,	más	
que	lo	creído	por	mí.	Si	es	real	un	garrafón,	y	más,	porque	nos	damos	
mejor	cuenta	de	su	existencia,	o	estar,	si	un	bromista	pinta	el	agua	de	
rojo...	Real	bocanada	de	cigarro	efímera,	real	imagen	monstruosa	en	
un	espejo	de	circo,	reales,	¿no	lo	son	todos	los	muertos,	presentes	
y	olvidados?...	si	un	hombre	atravesara	el	paraíso	en	un	sueño,	y	le	
dieran	una	flor	como	prueba	de	que	había	estado	allí,	 y	 si	al	des-
pertar	encontrara	esa	flor	en	su	mano...	¿entonces,	qué?...	Realidad:	
cierto	día	la	quebraron	en	mil	pedazos,	la	cabeza	fue	a	dar	allá,	la	cola	
aquí	y	nosotros	no	conocemos	más	que	uno	de	los	trozos	despren-
didos	de	su	gran	cuerpo.	Océano	libre	y	ficticio,	sólo	real	cuando	se	
le	aprisiona	en	el	rumor	de	un	caracol	marino.	Hasta	hace	tres	días,	
mi	realidad	lo	era	al	grado	de	haberse	borrado	hoy;	era	movimiento	
reflejo,	rutina,	memoria,	cartapacio.	Y	luego,	como	la	tierra	que	un	
día	tiembla	para	que	recordemos	su	poder,	o	como	la	muerte	que	
un	día	llegará,	recriminando	mi	olvido	de	toda	la	vida,	se	presenta	
otra	realidad:	sabíamos	que	estaba	allí,	mostrenca;	ahora	nos	sacu-
de	para	hacerse	viva	y	presente.	Pensé,	nuevamente,	que	era	pura	
imaginación:	el	Chac	Mool,	blando	y	elegante,	había	cambiado	de	
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color	 en	 una	 noche;	 amarillo,	 casi	 dorado,	 parecía	 indicarme	 que	
era	un	dios,	por	ahora	laxo,	con	las	rodillas	menos	tensas	que	antes,	
con	la	sonrisa	más	benévola.	Y	ayer,	por	fin,	un	despertar	sobresalta-
do,	con	esa	seguridad	espantosa	de	que	hay	dos	respiraciones	en	la	
noche,	de	que	en	la	oscuridad	laten	más	pulsos	que	el	propio.	Sí,	se	
escuchaban	pasos	en	la	escalera.	Pesadilla.	Vuelta	a	dormir...	No	sé	
cuánto	tiempo	pretendí	dormir.	Cuando	volvía	a	abrir	los	ojos,	aún	
no	amanecía.	El	cuarto	olía	a	horror,	a	incienso	y	sangre.	Con	la	mi-
rada	negra,	recorrí	la	recámara,	hasta	detenerme	en	dos	orificios	de	
luz	parpadeante,	en	dos	flámulas	crueles	y	amarillas.
“Casi	sin	aliento,	encendí	la	luz.
“Allí	estaba	Chac	Mool,	erguido,	sonriente,	ocre,	con	su	barriga	en-
carnada.	Me	paralizaron	los	dos	ojillos	casi	bizcos,	muy	pegados	al	
caballete	de	la	nariz	triangular.	Los	dientes	inferiores	mordían	el	la-
bio	superior,	inmóviles;	sólo	el	brillo	del	casuelón	cuadrado	sobre	la	
cabeza	anormalmente	voluminosa,	delataba	vida.	Chac	Mool	avanzó	
hacia	mi	cama;	entonces	empezó	a	llover.”
Recuerdo	que	a	fines	de	agosto,	Filiberto	fue	despedido	de	la	Sec-
retaría,	 con	 una	 recriminación	 pública	 del	 Director	 y	 rumores	 de	
locura	y	hasta	de	robo.	Esto	no	lo	creí.	Sí	pude	ver	unos	oficios	des-
cabellados,	preguntándole	al	Oficial	Mayor	si	el	agua	podía	olerse,	
ofreciendo	sus	servicios	al	Secretario	de	Recursos	Hidráulicos	para	
hacer	llover	en	el	desierto.	No	supe	qué	explicación	darme	a	mí	mis-
mo;	pensé	que	las	lluvias	excepcionalmente	fuertes,	de	ese	verano,	
habían	enervado	a	mi	amigo.	O	que	alguna	depresión	moral	debía	
producir	la	vida	en	aquel	caserón	antiguo,	con	la	mitad	de	los	cuartos	
bajo	llave	y	empolvados,	sin	criados	ni	vida	de	familia.	Los	apuntes	
siguientes	son	de	fines	de	septiembre:
“Chac	Mool	puede	ser	simpático	cuando	quiere,	‘...un	gluglú	de	agua	
embelesada’...	Sabe	historias	fantásticas	sobre	los	monzones,	las	llu-
vias	ecuatoriales	y	el	 castigo	de	 los	desiertos;	 cada	planta	arranca	
de	su	paternidad	mítica:	el	 sauce	es	 su	hija	descarriada,	 los	 lotos,	
sus	niños	mimados;	su	suegra,	el	cacto.	Lo	que	no	puedo	tolerar	es	
el	olor,	extrahumano,	que	emana	de	esa	carne	que	no	lo	es,	de	las	
sandalias	flamantes	de	vejez.	Con	risa	estridente,	Chac	Mool	reve-
la	cómo	fue	descubierto	por	Le	Plongeon	y	puesto	físicamente	en	
contacto	de	hombres	de	otros	símbolos.	Su	espíritu	ha	vivido	en	el	
cántaro	y	en	la	tempestad,	naturalmente;	otra	cosa	es	su	piedra,	y	
haberla	arrancado	del	escondite	maya	en	el	que	yacía	es	artificial	y	
cruel.	Creo	que	Chac	Mool	nunca	lo	perdonará.	Él	sabe	de	la	inmi-
nencia	del	hecho	estético.
“He	debido	proporcionarle	sapolio	para	que	se	lave	el	vientre	que	el	
mercader,al	creerlo	azteca,	le	untó	de	salsa	ketchup.	No	pareció	gus-
tarle	mi	pregunta	sobre	su	parentesco	con	Tlaloc1,	y	cuando	se	enoja,	
sus	dientes,	de	por	sí	repulsivos,	se	afilan	y	brillan.	Los	primeros	días,	
bajó	a	dormir	al	sótano;	desde	ayer,	lo	hace	en	mi	cama.”
“Hoy	empezó	 la	 temporada	seca.	Ayer,	desde	 la	 sala	donde	ahora	
duermo,	comencé	a	oír	 los	mismos	 lamentos	roncos	del	principio,	
seguidos	de	ruidos	terribles.	Subí;	entreabrí	la	puerta	de	la	recámara:	
Chac	Mool	estaba	rompiendo	las	lámparas,	 los	muebles;	al	verme,	
saltó	hacia	la	puerta	con	las	manos	arañadas,	y	apenas	pude	cerrar	
e	irme	a	esconder	al	baño.	Luego	bajó,	jadeante,	y	pidió	agua;	todo	
el	día	tiene	corriendo	los	grifos,	no	queda	un	centímetro	seco	en	la	
casa.	Tengo	que	dormir	muy	abrigado,	y	le	he	pedido	que	no	empape	
más	la	sala2.”
“El	Chac	inundó	hoy	la	sala.	Exasperado,	le	dije	que	lo	iba	a	devolver	
al	mercado	de	 la	Lagunilla.	Tan	 terrible	como	su	 risilla	 -horrorosa-
mente	distinta	a	cualquier	risa	de	hombre	o	de	animal-	fue	la	bofeta-
da	que	me	dio,	con	ese	brazo	cargado	de	pesados	brazaletes.	Debo	
reconocerlo:	soy	su	prisionero.	Mi	idea	original	era	bien	distinta:	yo	
dominaría	a	Chac	Mool,	como	se	domina	a	un	juguete;	era,	acaso,	
una	prolongación	de	mi	seguridad	infantil;	pero	la	niñez	-¿quién	lo	
dijo?-	es	fruto	comido	por	los	años,	y	yo	no	me	he	dado	cuenta...	Ha	
tomado	mi	ropa	y	se	pone	la	bata	cuando	empieza	a	brotarle	musgo	
verde.	El	Chac	Mool	está	acostumbrado	a	que	se	le	obedezca,	desde	
siempre	y	para	siempre;	yo,	que	nunca	he	debido	mandar,	sólo	pue-
do	doblegarme	ante	él.	Mientras	no	llueva	-¿y	su	poder	mágico?-	vi-
Antología de cuentos Antología de cuentos
12 13
virá	colérico	e	irritable.”
“Hoy	decidí	que	en	las	noches	Chac	Mool	sale	de	la	casa.	Siempre,	
al	oscurecer,	canta	una	tonada	chirriona	y	antigua,	más	vieja	que	el	
canto	mismo.	Luego	cesa.	Toqué	varias	veces	a	su	puerta,	y	como	no	
me	contestó,	me	atreví	a	entrar.	No	había	vuelto	a	ver	la	recámara	
desde	el	día	en	que	la	estatua	trató	de	atacarme:	está	en	ruinas,	y	allí	
se	concentra	ese	olor	a	incienso	y	sangre	que	ha	permeado	la	casa.	
Pero	detrás	de	la	puerta,	hay	huesos:	huesos	de	perros,	de	ratones	y	
gatos.	Esto	es	lo	que	roba	en	la	noche	el	Chac	Mool	para	sustentarse.	
Esto	explica	los	ladridos	espantosos	de	todas	las	madrugadas.”
“Febrero,	seco.	Chac	Mool	vigila	cada	paso	mío;	me	ha	obligado	a	
telefonear	a	una	fonda	para	que	diariamente	me	traigan	un	portavi-
andas.	Pero	el	dinero	sustraído	de	la	oficina	ya	se	va	a	acabar.	Sucedió	
lo	inevitable:	desde	el	día	primero,	cortaron	el	agua	y	la	luz	por	falta	
de	pago.	Pero	Chac	Mool	ha	descubierto	una	fuente	pública	a	dos	
cuadras	de	aquí;	todos	los	días	hago	diez	o	doce	viajes	por	agua,	y	él	
me	observa	desde	la	azotea.	Dice	que	si	intento	huir	me	fulminará:	
también	es	Dios	del	Rayo.	Lo	que	él	no	sabe	es	que	estoy	al	tanto	
de	sus	correrías	nocturnas...	Como	no	hay	luz,	debo	acostarme	a	las	
ocho.	Ya	debería	estar	acostumbrado	al	Chac	Mool,	pero	hace	poco,	
en	la	oscuridad,	me	topé	con	él	en	la	escalera,	sentí	sus	brazos	hela-
dos,	las	escamas	de	su	piel	renovada	y	quise	gritar.”
“Si	no	llueve	pronto,	el	Chac	Mool	va	a	convertirse	otra	vez	en	piedra.	
He	notado	sus	dificultades	recientes	para	moverse;	a	veces	se	reclina	
durante	horas,	paralizado,	contra	la	pared	y	parece	ser,	de	nuevo,	un	
ídolo	inerme,	por	más	dios	de	la	tempestad	y	el	trueno	que	se	le	con-
sidere.	Pero	estos	reposos	sólo	le	dan	nuevas	fuerzas	para	vejarme,	
arañarme	como	si	pudiese	arrancar	algún	líquido	de	mi	carne.	Ya	no	
tienen	lugar	aquellos	 intermedios	amables	durante	los	cuales	rela-
taba	viejos	cuentos;	creo	notar	en	él	una	especie	de	resentimiento	
concentrado.	Ha	habido	otros	indicios	que	me	han	puesto	a	pensar:	
los	vinos	de	mi	bodega	se	están	acabando;	Chac	Mool	acaricia	la	seda	
de	la	bata;	quiere	que	traiga	una	criada	a	la	casa,	me	ha	hecho	en-
señarle	a	usar	jabón	y	lociones.	Incluso	hay	algo	viejo	en	su	cara	que	
Antología de cuentos Antología de cuentos
14 15
antes	parecía	eterna.	Aquí	puede	estar	mi	salvación:	si	el	Chac	cae	en	
tentaciones,	si	se	humaniza,	posiblemente	todos	sus	siglos	de	vida	se	
acumulen	en	un	instante	y	caiga	fulminado	por	el	poder	aplazado	del	
tiempo.	Pero	también	me	pongo	a	pensar	en	algo	terrible:	el	Chac	
no	querrá	que	yo	asista	a	su	derrumbe,	no	querrá	un	testigo...,	es	
posible	que	desee	matarme.”
“Hoy	aprovecharé	la	excursión	nocturna	de	Chac	para	huir.	Me	iré	a	
Acapulco;	veremos	qué	puede	hacerse	para	conseguir	trabajo	y	es-
perar	la	muerte	de	Chac	Mool;	sí,	se	avecina;	está	canoso,	abotaga-
do.	Yo	necesito	asolearme,	nadar	y	 recuperar	 fuerzas.	Me	quedan	
cuatrocientos	pesos.	Iré	a	la	Pensión	Müller,	que	es	barata	y	cómoda.	
Que	se	adueñe	de	todo	Chac	Mool:	a	ver	cuánto	dura	sin	mis	baldes	
de	agua.”
Aquí	termina	el	diario	de	Filiberto.	No	quise	pensar	más	en	su	relato;	
dormí	hasta	Cuernavaca.	De	ahí	a	México	pretendí	dar	coherencia	
al	escrito,	relacionarlo	con	exceso	de	trabajo,	con	algún	motivo	si-
cológico.	Cuando,	a	 las	nueve	de	 la	noche,	 llegamos	a	 la	 terminal,	
aún	no	podía	explicarme	la	locura	de	mi	amigo.	Contraté	una	camio-
neta	para	llevar	el	féretro	a	casa	de	Filiberto,	y	después	de	allí	orde-
nar	el	entierro.
Antes	de	que	pudiera	introducir	la	llave	en	la	cerradura,	la	puerta	se	
abrió.	Apareció	un	indio	amarillo,	en	bata	de	casa,	con	bufanda.	Su	
aspecto	no	podía	ser	más	repulsivo;	despedía	un	olor	a	loción	barata,	
quería	cubrir	las	arrugas	con	la	cara	polveada;	tenía	la	boca	embar-
rada	de	lápiz	labial	mal	aplicado,	y	el	pelo	daba	la	impresión	de	estar	
teñido.
-Perdone...	no	sabía	que	Filiberto	hubiera...
-No	importa;	lo	sé	todo.	Dígale	a	los	hombres	que	lleven	el	cadáver	
al	sótano.
Berenice
Edgar Allan Poe
	 La	desdicha	es	diversa.	La	desgracia	cunde	multiforme	so-
bre	la	tierra.	Desplegada	sobre	el	ancho	horizonte	como	el	arco	iris,	
sus	colores	son	tan	variados	como	los	de	éste	y	también	tan	distin-
tos	y	tan	íntimamente	unidos.	¡Desplegada	sobre	el	ancho	horizon-
te	como	el	arco	iris!	¿Cómo	es	que	de	la	belleza	he	derivado	un	tipo	
de	fealdad;	de	la	alianza	y	la	paz,	un	símil	del	dolor?	Pero	así	como	
en	la	ética	el	mal	es	una	consecuencia	del	bien,	así,	en	realidad,	de	
la	alegría	nace	la	pena.	O	la	memoria	de	la	pasada	beatitud	es	la	
angustia	de	hoy,	o	las	agonías	que	son	se	originan	en	los	éxtasis	que	
pudieron	haber	sido.
Mi	nombre	de	pila	es	Egaeus;	no	mencionaré	mi	apellido.	Sin	em-
bargo,	no	hay	en	mi	país	torres	más	venerables	que	mi	melancólica	
y	gris	heredad.	Nuestro	linaje	ha	sido	llamado	raza	de	visionarios,	
y	en	muchos	detalles	sorprendentes,	en	el	carácter	de	la	mansión	
familiar	en	los	frescos	del	salón	principal,	en	las	colgaduras	de	los	
dormitorios,	en	los	relieves	de	algunos	pilares	de	la	sala	de	armas,	
pero	especialmente	en	la	galería	de	cuadros	antiguos,	en	el	estilo	
de	la	biblioteca	y,	por	último,	en	la	peculiarísima	naturaleza	de	sus	
libros,	hay	elementos	más	que	suficientes	para	justificar	esta	creen-
cia.
Antología de cuentos Antología de cuentos
16 17
Los	 recuerdos	de	mis	primeros	años	 se	 relacionan	con	este	apo-
sento	y	con	sus	volúmenes,	de	los	cuales	no	volveré	a	hablar.	Allí	
murió	mi	madre.	Allí	nací	yo.	Pero	es	simplemente	ocioso	decir	que	
no	había	vivido	antes,	que	el	alma	no	tiene	una	existencia	previa.	
¿Lo	negáis?	No	discutiremos	el	punto.	Yo	estoy	convencido,	pero	
no	trato	de	convencer.	Hay,	sin	embargo,	un	recuerdo	de	 formas	
aéreas,	 de	 ojos	 espirituales	 y	 expresivos,	 de	 sonidos	 musicales,	
aunque	 tristes,	 un	 recuerdo	 que	 no	 será	 excluido,	 una	memoria	
como	una	sombra,	vaga,	variable,	indefinida,	insegura,	y	como	una	
sombra	también	en	 la	 imposibilidad	de	 librarme	de	ella	mientras	
brille	el	sol	de	mi	razón.
En	ese	aposento	nací.	Al	despertar	de	improviso	de	la	larga	noche	
de	eso	que	parecía,	 sin	 serlo,	 la	no-existencia,	 a	 regiones	de	ha-
das,	a	un	palacio	de	imaginación,	a	los	extraños	dominios	del	pens-
amiento	y	la	erudiciónmonásticos,	no	es	raro	que	mirara	a	mi	alre-
dedor	con	ojos	asombrados	y	ardientes,	que	malgastara	mi	infancia	
entre	libros	y	disipara	mi	juventud	en	ensoñaciones;	pero	sí	es	raro	
que	transcurrieran	los	años	y	el	cenit	de	la	virilidad	me	encontrara	
aún	en	la	mansión	de	mis	padres;	sí,	es	asombrosa	la	paralización	
que	subyugó	las	fuentes	de	mi	vida,	asombrosa	 la	 inversión	total	
que	se	produjo	en	el	carácter	de	mis	pensamientos	más	comunes.	
Las	realidades	terrenales	me	afectaban	como	visiones,	y	sólo	como	
visiones,	mientras	 las	extrañas	 ideas	del	mundo	de	 los	sueños	se	
tornaron,	en	cambio,	no	en	pasto	de	mi	existencia	cotidiana,	sino	
realmente	en	mi	sola	y	entera	existencia.
Berenice	y	yo	éramos	primos	y	crecimos	juntos	en	la	heredad	pa-
terna.	Pero	crecimos	de	distinta	manera:	yo,	enfermizo,	envuelto	
en	melancolía;	ella,	ágil,	 graciosa,	desbordante	de	 fuerzas;	 suyos	
eran	 los	paseos	por	 la	 colina;	míos,	 los	estudios	del	 claustro;	yo,	
viviendo	encerrado	en	mí	mismo	y	entregado	en	cuerpo	y	alma	a	la	
intensa	y	penosa	meditación;	ella,	vagando	despreocupadamente	
por	la	vida,	sin	pensar	en	las	sombras	del	camino	o	en	la	huida	si-
lenciosa	de	las	horas	de	alas	negras.	¡Berenice!	Invoco	su	nombre...	
¡Berenice!	 Y	 de	 las	 grises	 ruinas	 de	 la	memoria	mil	 tumultuosos	
recuerdos	se	conmueven	a	este	sonido.	¡Ah,	vívida	acude	ahora	su	
imagen	ante	mí,	como	en	 los	primeros	días	de	su	alegría	y	de	su	
dicha!	¡Ah,	espléndida	y,	sin	embargo,	fantástica	belleza!	¡Oh	sílfide	
entre	 los	 arbustos	de	Arnheim!	 ¡Oh	náyade	entre	 sus	 fuentes!	 Y	
entonces,	entonces	todo	es	misterio	y	terror,	y	una	historia	que	no	
debe	ser	relatada.	La	enfermedad	-una	enfermedad	fatal-	cayó	so-
bre	ella	como	el	simún,	y	mientras	yo	la	observaba,	el	espíritu	de	la	
transformación	la	arrasó,	penetrando	en	su	mente,	en	sus	hábitos	y	
en	su	carácter,	y	de	la	manera	más	sutil	y	terrible	llegó	a	perturbar	
su	 identidad.	 ¡Ay!	El	destructor	 iba	 y	 venía,	 y	 la	 víctima,	 ¿dónde	
estaba?	Yo	no	la	conocía	o,	por	lo	menos,	ya	no	la	reconocía	como	
Berenice.
Entre	 la	numerosa	serie	de	enfermedades	provocadas	por	 la	pri-
mera	 y	 fatal,	 que	ocasionó	una	 revolución	 tan	horrible	 en	el	 ser	
moral	 y	 físico	 de	mi	 prima,	 debe	mencionarse	 como	 la	más	 afli-
gente	y	obstinada	una	especie	de	epilepsia	que	terminaba	no	rara	
vez	en	catalepsia,	estado	muy	semejante	a	la	disolución	efectiva	y	
de	la	cual	su	manera	de	recobrarse	era,	en	muchos	casos,	brusca	
y	 repentina.	Entretanto,	mi	propia	enfermedad	 -pues	me	han	di-
cho	que	no	debo	darle	otro	nombre-,	mi	propia	enfermedad,	digo,	
crecía	rápidamente,	asumiendo,	por	último,	un	carácter	monoma-
niaco	de	una	especie	nueva	y	extraordinaria,	que	ganaba	cada	vez	
más	vigor	y,	al	fin,	obtuvo	sobre	mí	un	incomprensible	ascendiente.	
Esta	monomanía,	si	así	debo	llamarla,	consistía	en	una	irritabilidad	
morbosa	de	esas	propiedades	de	la	mente	que	la	ciencia	psicológi-
ca	designa	con	la	palabra	atención.	Es	más	que	probable	que	no	se	
me	entienda;	pero	temo,	en	verdad,	que	no	haya	manera	posible	
de	proporcionar	a	la	inteligencia	del	lector	corriente	una	idea	adec-
uada	de	esa	nerviosa	intensidad	del	interés	con	que	en	mi	caso	las	
facultades	de	meditación	(por	no	emplear	términos	técnicos)	actu-
aban	y	se	sumían	en	la	contemplación	de	los	objetos	del	universo,	
aun	de	los	más	comunes.
Reflexionar	largas	horas,	infatigable,	con	la	atención	clavada	en	al-
guna	nota	trivial,	al	margen	de	un	libro	o	en	su	tipografía;	pasar	la	
mayor	parte	de	un	día	de	verano	absorto	en	una	sombra	extraña	
que	caía	oblicuamente	sobre	el	tapiz	o	sobre	la	puerta;	perderme	
Antología de cuentos Antología de cuentos
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durante	 toda	 una	 noche	 en	 la	 observación	 de	 la	 tranquila	 llama	
de	una	lámpara	o	los	rescoldos	del	fuego;	soñar	días	enteros	con	
el	 perfume	 de	 una	 flor;	 repetir	monótonamente	 alguna	 palabra	
común	hasta	que	el	 sonido,	por	obra	de	 la	 frecuente	 repetición,	
dejaba	de	suscitar	 idea	alguna	en	 la	mente;	perder	 todo	sentido	
de	movimiento	o	de	existencia	física	gracias	a	una	absoluta	y	obsti-
nada	quietud,	 largo	tiempo	prolongada;	tales	eran	algunas	de	las	
extravagancias	más	comunes	y	menos	perniciosas	provocadas	por	
un	estado	de	las	facultades	mentales,	no	único,	por	cierto,	pero	sí	
capaz	de	desafiar	todo	análisis	o	explicación.
Mas	no	se	me	entienda	mal.	La	excesiva,	intensa	y	mórbida	atención	
así	excitada	por	objetos	triviales	en	sí	mismos	no	debe	confundirse	
con	 la	 tendencia	a	 la	meditación,	 común	a	 todos	 los	hombres,	 y	
que	se	da	especialmente	en	las	personas	de	imaginación	ardiente.	
Tampoco	era,	como	pudo	suponerse	al	principio,	un	estado	agudo	
o	una	exageración	de	esa	tendencia,	sino	primaria	y	esencialmente	
distinta,	diferente.	En	un	caso,	el	soñador	o	el	fanático,	interesado	
en	 un	 objeto	 habitualmente	 no	 trivial,	 lo	 pierde	 de	 vista	 poco	 a	
poco	en	una	multitud	de	deducciones	y	sugerencias	que	de	él	pro-
ceden,	hasta	que,	al	final	de	un	ensueño	colmado	a	menudo	de	vo-
luptuosidad,	el	incitamentumo	primera	causa	de	sus	meditaciones	
desaparece	en	un	completo	olvido.	En	mi	caso,	el	objeto	primario	
era	invariablemente	trivial,	aunque	asumiera,	a	través	del	interme-
dio	de	mi	visión	perturbada,	una	importancia	refleja,	irreal.	Pocas	
deducciones,	si	es	que	aparecía	alguna,	surgían,	y	esas	pocas	re-
tornaban	tercamente	al	objeto	original	como	a	su	centro.	Las	med-
itaciones	nunca	eran	placenteras,	y	al	cabo	del	ensueño,	la	primera	
causa,	lejos	de	estar	fuera	de	vista,	había	alcanzado	ese	interés	so-
brenaturalmente	exagerado	que	constituía	el	rasgo	dominante	del	
mal.	En	una	palabra:	las	facultades	mentales	más	ejercidas	en	mi	
caso	eran,	como	ya	lo	he	dicho,	las	de	la	atención,	mientras	en	el	
soñador	son	las	de	la	especulación.
Mis	 libros,	 en	esa	época,	 si	 no	 servían	en	 realidad	para	 irritar	el	
trastorno,	participaban	ampliamente,	como	se	comprenderá,	por	
su	naturaleza	 imaginativa	e	 inconexa,	de	 las	características	pecu-
Antología de cuentos Antología de cuentos
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liares	del	 trastorno	mismo.	Puedo	 recordar,	entre	otros,	el	 trata-
do	del	noble	italiano	Coelius	Secundus	Curio	De Amplitudine Beati 
Regni dei,	 la	gran	obra	de	San	Agustín	La ciudad de Dios,	y	 la	de	
Tertuliano,	De Carne Christi,	 cuya	 paradójica	 sentencia:	Mortuus 
est Dei filius; credibili est quia ineptum est: et sepultus resurrexit; 
certum est quia impossibili est,	ocupó	mi	tiempo	 íntegro	durante	
muchas	semanas	de	laboriosa	e	inútil	investigación.
Se	verá,	pues,	que,	arrancada	de	su	equilibrio	sólo	por	cosas	trivia-
les,	mi	razón	semejaba	a	ese	risco	marino	del	cual	habla	Ptolomeo	
Hefestión,	que	resistía	firme	los	ataques	de	la	violencia	humana	y	
la	feroz	furia	de	las	aguas	y	los	vientos,	pero	temblaba	al	contacto	
de	la	flor	llamada	asfódelo.	Y	aunque	para	un	observador	descuida-
do	pueda	parecer	fuera	de	duda	que	la	alteración	producida	en	la	
condición	moral	de	Berenice	por	su	desventurada	enfermedad	me	
brindaría	muchos	objetos	para	el	ejercicio	de	esa	intensa	y	anormal	
meditación,	cuya	naturaleza	me	ha	costado	cierto	trabajo	explicar,	
en	modo	alguno	era	éste	el	caso.	En	 los	 intervalos	 lúcidos	de	mi	
mal,	su	calamidad	me	daba	pena,	y,	muy	conmovido	por	la	ruina	to-
tal	de	su	hermosa	y	dulce	vida,	no	dejaba	de	meditar	con	frecuen-
cia,	amargamente,	en	los	prodigiosos	medios	por	los	cuales	había	
llegado	a	producirse	una	revolución	tan	súbita	y	extraña.	Pero	estas	
reflexiones	no	participaban	de	la	idiosincrasia	de	mi	enfermedad,	y	
eran	semejantes	a	las	que,	en	similares	circunstancias,	podían	pre-
sentarse	en	el	común	de	los	hombres.	Fiel	a	su	propio	carácter,	mi	
trastorno	se	gozaba	en	los	cambios	menos	importantes,	pero	más	
llamativos,	operados	en	la	constitución	física	de	Berenice,	en	la	sin-
gular	y	espantosa	distorsión	de	su	identidad	personal.
En	los	días	más	brillantes	de	su	belleza	incomparable,	seguramente	
no	la	amé.	En	la	extraña	anomalía	de	mi	existencia,	los	sentimientos	
en	mí	nuncavenían	del	corazón,	y	las	pasiones	siempre	venían	de	la	
inteligencia.	A	través	del	alba	gris,	en	las	sombras	entrelazadas	del	
bosque	a	mediodía	y	en	el	silencio	de	mi	biblioteca	por	la	noche,	
su	imagen	había	flotado	ante	mis	ojos	y	yo	la	había	visto,	no	como	
una	Berenice	viva,	palpitante,	sino	como	la	Berenice	de	un	sueño;	
no	como	una	moradora	de	la	tierra,	terrenal,	sino	como	su	abstrac-
ción;	no	como	una	cosa	para	admirar,	sino	para	analizar;	no	como	
un	objeto	de	amor,	sino	como	el	tema	de	una	especulación	tan	ab-
strusa	cuanto	inconexa.	Y	ahora,	ahora	temblaba	en	su	presencia	y	
palidecía	cuando	se	acercaba;	 sin	embargo,	 lamentando	amarga-
mente	su	decadencia	y	su	ruina,	recordé	que	me	había	amado	largo	
tiempo,	y,	en	un	mal	momento,	le	hablé	de	matrimonio.
Y	al	fin	se	acercaba	la	fecha	de	nuestras	nupcias	cuando,	una	tar-
de	de	 invierno	 -en	uno	de	estos	días	 intempestivamente	cálidos,	
serenos	y	brumosos	que	son	la	nodriza	de	la	hermosa	Alción-,	me	
senté,	 creyéndome	 solo,	 en	 el	 gabinete	 interior	 de	 la	 biblioteca.	
Pero	alzando	los	ojos	vi,	ante	mí,	a	Berenice.
¿Fue	mi	imaginación	excitada,	la	influencia	de	la	atmósfera	brumosa,	
la	luz	incierta,	crepuscular	del	aposento,	o	los	grises	vestidos	que	
envolvían	 su	 figura,	 los	 que	 le	 dieron	 un	 contorno	 tan	 vacilante	
e	 indefinido?	No	sabría	decirlo.	No	profirió	una	palabra	y	yo	por	
nada	del	mundo	hubiera	sido	capaz	de	pronunciar	una	sílaba.	Un	
escalofrío	helado	recorrió	mi	cuerpo;	me	oprimió	una	sensación	de	
intolerable	ansiedad;	una	curiosidad	devoradora	 invadió	mi	alma	
y,	reclinándome	en	el	asiento,	permanecí	un	instante	sin	respirar,	
inmóvil,	con	los	ojos	clavados	en	su	persona.	¡Ay!	Su	delgadez	era	
excesiva,	 y	 ni	 un	 vestigio	 del	 ser	 primitivo	 asomaba	en	una	 sola	
línea	del	contorno.	Mis	ardorosas	miradas	cayeron,	por	fin,	en	su	
rostro.
La	frente	era	alta,	muy	pálida,	singularmente	plácida;	y	el	que	en	
un	tiempo	fuera	cabello	de	azabache	caía	parcialmente	sobre	ella	
sombreando	las	hundidas	sienes	con	innumerables	rizos,	ahora	de	
un	 rubio	 reluciente,	que	por	 su	matiz	 fantástico	discordaban	por	
completo	con	 la	melancolía	dominante	de	su	 rostro.	Sus	ojos	no	
tenían	vida	ni	brillo	y	parecían	sin	pupilas,	y	esquivé	involuntaria-
mente	su	mirada	vidriosa	para	contemplar	los	labios,	finos	y	con-
traídos.	Se	entreabrieron,	y	en	una	sonrisa	de	expresión	peculiar	
los	dientes	de	la	cambiada	Berenice	se	revelaron	lentamente	a	mis	
ojos.	¡Ojalá	nunca	los	hubiera	visto	o,	después	de	verlos,	hubiese	
muerto!
Antología de cuentos Antología de cuentos
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El	golpe	de	una	puerta	al	cerrarse	me	distrajo	y,	alzando	 la	vista,	
vi	que	mi	prima	había	salido	del	aposento.	Pero	del	desordenado	
aposento	de	mi	mente,	¡ay!,	no	había	salido	ni	se	apartaría	el	blan-
co	y	horrible	espectro	de	los	dientes.	Ni	un	punto	en	su	superficie,	
ni	una	sombra	en	el	esmalte,	ni	una	melladura	en	el	borde	hubo	
en	esa	pasajera	sonrisa	que	no	se	grabara	a	fuego	en	mi	memoria.	
Los	vi	entonces	con	más	claridad	que	un	momento	antes.	¡Los	di-
entes!	¡Los	dientes!	Estaban	aquí	y	allí	y	en	todas	partes,	visibles	y	
palpables,	ante	mí;	largos,	estrechos,	blanquísimos,	con	los	pálidos	
labios	contrayéndose	a	su	alrededor,	como	en	el	momento	mismo	
en	que	habían	empezado	a	distenderse.	Entonces	sobrevino	toda	
la	furia	de	mi	monomanía	y	luché	en	vano	contra	su	extraña	e	ir-
resistible	 influencia.	 Entre	 los	múltiples	objetos	del	mundo	exte-
rior	no	tenía	pensamientos	sino	para	los	dientes.	Los	ansiaba	con	
un	deseo	frenético.	Todos	los	otros	asuntos	y	todos	los	diferentes	
intereses	 se	 absorbieron	 en	 una	 sola	 contemplación.	 Ellos,	 ellos	
eran	 los	únicos	presentes	a	mi	mirada	mental,	 y	en	 su	 insustitu-
ible	individualidad	llegaron	a	ser	la	esencia	de	mi	vida	intelectual.	
Los	observé	a	todas	las	luces.	Les	hice	adoptar	todas	las	actitudes.	
Examiné	sus	características.	Estudié	sus	peculiaridades.	Medité	so-
bre	su	conformación.	Reflexioné	sobre	el	cambio	de	su	naturaleza.	
Me	 estremecía	 al	 asignarles	 en	 imaginación	 un	 poder	 sensible	 y	
consciente,	y	aun,	sin	la	ayuda	de	los	labios,	una	capacidad	de	ex-
presión	moral.	 Se	ha	dicho	bien	de	mademoiselle	 Sallé	que	 tous 
ses pas étaient des sentiments,	y	de	Berenice	yo	creía	con	la	may-
or	seriedad	que	toutes ses dents étaient des idées. Des idées!	¡Ah,	
éste	 fue	 el	 insensato	pensamiento	que	me	destruyó!	Des	 idées!	
¡Ah,	por	eso	era	que	los	codiciaba	tan	locamente!	Sentí	que	sólo	
su	posesión	podía	devolverme	la	paz,	restituyéndome	a	la	razón.
Y	la	tarde	cayó	sobre	mí,	y	vino	la	oscuridad,	duró	y	se	fue,	y	ama-
neció	el	nuevo	día,	y	las	brumas	de	una	segunda	noche	se	acumu-
laron	y	yo	seguía	 inmóvil,	 sentado	en	aquel	aposento	solitario;	y	
seguí	sumido	en	la	meditación,	y	el	fantasma	de	los	dientes	man-
tenía	 su	 terrible	 ascendiente	 como	 si,	 con	 la	 claridad	más	 viva	 y	
más	espantosa,	flotara	entre	 las	 cambiantes	 luces	 y	 sombras	del	
recinto.	Al	fin,	irrumpió	en	mis	sueños	un	grito	como	de	horror	y	
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consternación,	y	luego,	tras	una	pausa,	el	sonido	de	turbadas	voces,	
mezcladas	con	sordos	lamentos	de	dolor	y	pena.	Me	levanté	de	mi	
asiento	y,	abriendo	de	par	en	par	una	de	las	puertas	de	la	biblioteca,	
vi	en	la	antecámara	a	una	criada	deshecha	en	lágrimas,	quien	me	
dijo	que	Berenice	ya	no	existía.	Había	tenido	un	acceso	de	epilepsia	
por	la	mañana	temprano,	y	ahora,	al	caer	la	noche,	la	tumba	esta-
ba	dispuesta	para	 su	ocupante	y	 terminados	 los	preparativos	del	
entierro.
Me	encontré	sentado	en	la	biblioteca	y	de	nuevo	solo.	Me	parecía	
que	acababa	de	despertar	de	un	sueño	confuso	y	excitante.	Sabía	
que	era	medianoche	y	que	desde	la	puesta	del	sol	Berenice	estaba	
enterrada.	Pero	del	melancólico	periodo	intermedio	no	tenía	con-
ocimiento	real	o,	por	lo	menos,	definido.	Sin	embargo,	su	recuerdo	
estaba	 repleto	de	horror,	 horror	más	horrible	por	 lo	 vago,	 terror	
más	terrible	por	su	ambigüedad.	Era	una	página	atroz	en	la	historia	
de	mi	existencia,	escrita	toda	con	recuerdos	oscuros,	espantosos,	
ininteligibles.	Luché	por	descifrarlos,	pero	en	vano,	mientras	una	y	
otra	vez,	como	el	espíritu	de	un	sonido	ausente,	un	agudo	y	pen-
etrante	grito	de	mujer	parecía	sonar	en	mis	oídos.	Yo	había	hecho	
algo.	¿Qué	era?	Me	lo	pregunté	a	mí	mismo	en	voz	alta,	y	los	susur-
rantes	ecos	del	aposento	me	respondieron:	¿Qué	era?
En	la	mesa,	a	mi	lado,	ardía	una	lámpara,	y	había	junto	a	ella	una	
cajita.	No	tenía	nada	de	notable,	y	 la	había	visto	a	menudo,	pues	
era	propiedad	del	médico	de	la	familia.	Pero,	¿cómo	había	llegado	
allí,	a	mi	mesa,	y	por	qué	me	estremecí	al	mirarla?	Eran	cosas	que	
no	merecían	ser	tenidas	en	cuenta,	y	mis	ojos	cayeron,	al	fin,	en	las	
abiertas	páginas	de	un	libro	y	en	una	frase	subrayaba:	Dicebant mihi 
sodales si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum 
fore levatas.	¿Por	qué,	pues,	al	leerlas	se	me	erizaron	los	cabellos	y	
la	sangre	se	congeló	en	mis	venas?
Entonces	sonó	un	ligero	golpe	en	la	puerta	de	la	biblioteca;	pálido	
como	un	habitante	de	la	tumba,	entró	un	criado	de	puntillas.	Había	
en	sus	ojos	un	violento	terror	y	me	habló	con	voz	trémula,	ronca,	
ahogada.	¿Qué	dijo?	Oí	algunas	frases	entrecortadas.	Hablaba	de	
un	 salvaje	 grito	que	había	 turbado	el	 silencio	de	 la	 noche,	 de	 la	
servidumbre	reunida	para	buscar	el	origen	del	sonido,	y	su	voz	co-
bró	un	tono	espeluznante,	nítido,	cuando	me	habló,	susurrando,	de	
una	tumba	violada,	de	un	cadáver	desfigurado,	sin	mortaja	y	que	
aún	respiraba,	aún	palpitaba,	aún	vivía.
Señaló	mis	ropas:	estaban	manchadas	de	barro,	de	sangre	coagula-
da.	No	dije	nada;	me	tomó	suavemente	la	mano:	tenía	manchas	de	
uñas	humanas.	Dirigió	mi	atención	a	un	objeto	que	había	contra	la	
pared;	lo	miré	durante	unos	minutos:	era	una	pala.	Con	un	alarido	
salté	hasta	la	mesa	y	me	apoderé	de	la	caja.	Pero	no	pude	abrirla,	
y	en	mi	temblor	se	me	deslizó	de	la	mano,	y	cayó	pesadamente,	y	
se	hizo	añicos;	y	de	entreellos,	entrechocándose,	rodaron	algunos	
instrumentos	de	cirugía	dental,	mezclados	con	treinta	y	dos	objetos	
pequeños,	blancos,	marfilinos,	que	se	desparramaron	por	el	piso.
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La gallina degollada
Horacio Quiroga
	 Todo	el	día,	sentados	en	el	patio,	en	un	banco	estaban	los	
cuatro	hijos	idiotas	del	matrimonio	Mazzini-Ferraz.	Tenían	la	lengua	
entre	los	labios,	los	ojos	estúpidos,	y	volvían	la	cabeza	con	la	boca	
abierta.
El	patio	era	de	tierra,	cerrado	al	oeste	por	un	cerco	de	ladrillos.	El	
banco	quedaba	paralelo	a	él,	a	cinco	metros,	y	allí	se	mantenían	
inmóviles,	fijos	los	ojos	en	los	ladrillos.	Como	el	sol	se	ocultaba	tras	
el	cerco,	al	declinar	los	idiotas	tenían	fiesta.	La	luz	enceguecedora	
llamaba	su	atención	al	principio,	poco	a	poco	sus	ojos	se	animaban;	
se	reían	al	fin	estrepitosamente,	congestionados	por	la	misma	hi-
laridad	ansiosa,	mirando	el	sol	con	alegría	bestial,	como	si	fuera	
comida.
Otra	veces,	alineados	en	el	banco,	zumbaban	horas	enteras,	im-
itando	al	tranvía	eléctrico.	Los	ruidos	fuertes	sacudían	asimismo	
su	inercia,	y	corrían	entonces,	mordiéndose	la	lengua	y	mugiendo,	
alrededor	del	patio.	Pero	casi	siempre	estaban	apagados	en	un	
sombrío	letargo	de	idiotismo,	y	pasaban	todo	el	día	sentados	en	su	
banco,	con	las	piernas	colgantes	y	quietas,	empapando	de	glutinosa	
saliva	el	pantalón.
El	mayor	tenía	doce	años	y	el	menor,	ocho.	En	todo	su	aspecto	sucio	
y	desvalido	se	notaba	la	falta	absoluta	de	un	poco	de	cuidado	ma-
ternal.
Esos	cuatro	idiotas,	sin	embargo,	habían	sido	un	día	el	encanto	de	
sus	padres.	A	los	tres	meses	de	casados,	Mazzini	y	Berta	orientaron	
su	estrecho	amor	de	marido	y	mujer,	y	mujer	y	marido,	hacia	un	
porvenir	mucho	más	vital:	un	hijo.	¿Qué	mayor	dicha	para	dos	en-
amorados	que	esa	honrada	consagración	de	su	cariño,	libertado	ya	
del	vil	egoísmo	de	un	mutuo	amor	sin	fin	ninguno	y,	lo	que	es	peor	
para	el	amor	mismo,	sin	esperanzas	posibles	de	renovación?
Así	lo	sintieron	Mazzini	y	Berta,	y	cuando	el	hijo	llegó,	a	los	catorce	
meses	de	matrimonio,	creyeron	cumplida	su	felicidad.	La	criatu-
ra	creció	bella	y	radiante,	hasta	que	tuvo	año	y	medio.	Pero	en	el	
vigésimo	mes	sacudiéronlo	una	noche	convulsiones	terribles,	y	a	la	
mañana	siguiente	no	conocía	más	a	sus	padres.	El	médico	lo	exam-
inó	con	esa	atención	profesional	que	está	visiblemente	buscando	
las	causas	del	mal	en	las	enfermedades	de	los	padres.
Después	de	algunos	días	los	miembros	paralizados	recobraron	el	
movimiento;	pero	la	inteligencia,	el	alma,	aun	el	instinto,	se	habían	
ido	del	todo;	había	quedado	profundamente	idiota,	baboso,	col-
gante,	muerto	para	siempre	sobre	las	rodillas	de	su	madre.
—¡Hijo,	mi	hijo	querido!	—sollozaba	ésta,	sobre	aquella	espantosa	
ruina	de	su	primogénito.
El	padre,	desolado,	acompañó	al	médico	afuera.
—A	usted	se	le	puede	decir:	creo	que	es	un	caso	perdido.	Podrá	
mejorar,	educarse	en	todo	lo	que	le	permita	su	idiotismo,	pero	no	
más	allá.
—¡Sí!...	¡Sí!	—asentía	Mazzini—.	Pero	dígame:	¿Usted	cree	que	es	
herencia,	que...?
—En	cuanto	a	la	herencia	paterna,	ya	le	dije	lo	que	creía	cuando	vi	a	
su	hijo.	Respecto	a	la	madre,	hay	allí	un	pulmón	que	no	sopla	bien.	
No	veo	nada	más,	pero	hay	un	soplo	un	poco	rudo.	Hágala	examinar	
detenidamente.
Con	el	alma	destrozada	de	remordimiento,	Mazzini	redobló	el	amor	
a	su	hijo,	el	pequeño	idiota	que	pagaba	los	excesos	del	abuelo.	Tuvo	
asimismo	que	consolar,	sostener	sin	tregua	a	Berta,	herida	en	lo	
más	profundo	por	aquel	fracaso	de	su	joven	maternidad.
Como	es	natural,	el	matrimonio	puso	todo	su	amor	en	la	esperanza	
de	otro	hijo.	Nació	éste,	y	su	salud	y	limpidez	de	risa	reencendieron	
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el	porvenir	extinguido.	Pero	a	los	dieciocho	meses	las	convulsiones	
del	primogénito	se	repetían,	y	al	día	siguiente	el	segundo	hijo	ama-
necía	idiota.
Esta	vez	los	padres	cayeron	en	honda	desesperación.	¡Luego	su	
sangre,	su	amor	estaban	malditos!	¡Su	amor,	sobre	todo!	Veintiocho	
años	él,	veintidós	ella,	y	toda	su	apasionada	ternura	no	alcanzaba	
a	crear	un	átomo	de	vida	normal.	Ya	no	pedían	más	belleza	e	inteli-
gencia	como	en	el	primogénito;	¡pero	un	hijo,	un	hijo	como	todos!
Del	nuevo	desastre	brotaron	nuevas	llamaradas	del	dolorido	amor,	
un	loco	anhelo	de	redimir	de	una	vez	para	siempre	la	santidad	de	su	
ternura.	Sobrevinieron	mellizos,	y	punto	por	punto	repitióse	el	pro-
ceso	de	los	dos	mayores.
Mas	por	encima	de	su	inmensa	amargura	quedaba	a	Mazzini	y	
Berta	gran	compasión	por	sus	cuatro	hijos.	Hubo	que	arrancar	del	
limbo	de	la	más	honda	animalidad,	no	ya	sus	almas,	sino	el	instinto	
mismo,	abolido.	No	sabían	deglutir,	cambiar	de	sitio,	ni	aun	sen-
tarse.	Aprendieron	al	fin	a	caminar,	pero	chocaban	contra	todo,	
por	no	darse	cuenta	de	los	obstáculos.	Cuando	los	lavaban	mugían	
hasta	inyectarse	de	sangre	el	rostro.	Animábanse	sólo	al	comer,	o	
cuando	veían	colores	brillantes	u	oían	truenos.	Se	reían	entonces,	
echando	afuera	lengua	y	ríos	de	baba,	radiantes	de	frenesí	bestial.	
Tenían,	en	cambio,	cierta	facultad	imitativa;	pero	no	se	pudo	obten-
er	nada	más.
Con	los	mellizos	pareció	haber	concluido	la	aterradora	descenden-
cia.	Pero	pasados	tres	años	desearon	de	nuevo	ardientemente	otro	
hijo,	confiando	en	que	el	largo	tiempo	transcurrido	hubiera	aplaca-
do	a	la	fatalidad.
No	satisfacían	sus	esperanzas.	Y	en	ese	ardiente	anhelo	que	se	ex-
asperaba	en	razón	de	su	infructuosidad,	se	agriaron.	Hasta	ese	mo-
mento	cada	cual	había	tomado	sobre	sí	la	parte	que	le	correspondía	
en	la	miseria	de	sus	hijos;	pero	la	desesperanza	de	redención	ante	
las	cuatro	bestias	que	habían	nacido	de	ellos	echó	afuera	esa	impe-
riosa	necesidad	de	culpar	a	los	otros,	que	es	patrimonio	específico	
de	los	corazones	inferiores.
Iniciáronse	con	el	cambio	de	pronombre:	tus	hijos.	Y	como	a	más	
del	insulto	había	la	insidia,	la	atmósfera	se	cargaba.
—Me	parece	—díjole	una	noche	Mazzini,	que	acababa	de	entrar	y	
se	lavaba	las	manos—que	podrías	tener	más	limpios	a	los	mucha-
chos.
Berta	continuó	leyendo	como	si	no	hubiera	oído.
—Es	la	primera	vez	—repuso	al	rato—	que	te	veo	inquietarte	por	el	
estado	de	tus	hijos.
Mazzini	volvió	un	poco	la	cara	a	ella	con	una	sonrisa	forzada:
—De	nuestros	hijos,	¿me	parece?
—Bueno,	de	nuestros	hijos.	¿Te	gusta	así?	—alzó	ella	los	ojos.
Esta	vez	Mazzini	se	expresó	claramente:
—¿Creo	que	no	vas	a	decir	que	yo	tenga	la	culpa,	no?
—¡Ah,	no!	—se	sonrió	Berta,	muy	pálida—	¡pero	yo	tampoco,	
supongo!...	¡No	faltaba	más!...	—murmuró.
—¿Qué	no	faltaba	más?
—¡Que	si	alguien	tiene	la	culpa,	no	soy	yo,	entiéndelo	bien!	Eso	es	
lo	que	te	quería	decir.
Su	marido	la	miró	un	momento,	con	brutal	deseo	de	insultarla.
—¡Dejemos!	—articuló,	secándose	por	fin	las	manos.
—Como	quieras;	pero	si	quieres	decir...
—¡Berta!
—¡Como	quieras!
Éste	fue	el	primer	choque	y	le	sucedieron	otros.	Pero	en	las	inev-
itables	reconciliaciones,	sus	almas	se	unían	con	doble	arrebato	y	
locura	por	otro	hijo.
Nació	así	una	niña.	Vivieron	dos	años	con	la	angustia	a	flor	de	alma,	
esperando	siempre	otro	desastre.	Nada	acaeció,	sin	embargo,	y	los	
padres	pusieron	en	ella	toda	su	complaciencia,	que	la	pequeña	llev-
aba	a	los	más	extremos	límites	del	mimo	y	la	mala	crianza.
Si	aún	en	los	últimos	tiempos	Berta	cuidaba	siempre	de	sus	hijos,	al	
nacer	Bertita	olvidóse	casi	del	todo	de	los	otros.	Su	solo	recuerdo	la	
horrorizaba,	como	algo	atroz	que	la	hubieran	obligado	a	cometer.	A	
Mazzini,	bien	que	en	menor	grado,	pasábale	lo	mismo.	No	por	eso	
la	paz	había	llegado	a	sus	almas.	La	menor	indisposición	de	su	hija	
echaba	ahora	afuera,	con	el	terror	de	perderla,	los	rencores	de	su	
descendencia	podrida.	Habían	acumulado	hiel	sobrado	tiempo	para	
que	el	vaso	no	quedara	distendido,	y	al	menor	contacto	el	veneno	
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se	vertía	afuera.	Desde	el	primer	disgusto	emponzoñado	habíanse	
perdido	el	respeto;	y	si	hay	algo	a	que	el	hombre	se	siente	arras-
trado	con	cruel	fruición	es,	cuando	ya	se	comenzó,	a	humillar	del	
todo	a	una	persona.Antes	se	contenían	por	la	mutua	falta	de	éxito;	
ahora	que	éste	había	llegado,	cada	cual,	atribuyéndolo	a	sí	mismo,	
sentía	mayor	la	infamia	de	los	cuatro	engendros	que	el	otro	habíale	
forzado	a	crear.
Con	estos	sentimientos,	no	hubo	ya	para	los	cuatro	hijos	mayores	
afecto	posible.	La	sirvienta	los	vestía,	les	daba	de	comer,	los	acosta-
ba,	con	visible	brutalidad.	No	los	lavaban	casi	nunca.	Pasaban	todo	
el	día	sentados	frente	al	cerco,	abandonados	de	toda	remota	cari-
cia.	De	este	modo	Bertita	cumplió	cuatro	años,	y	esa	noche,	resul-
tado	de	las	golosinas	que	era	a	los	padres	absolutamente	imposible	
negarle,	la	criatura	tuvo	algún	escalofrío	y	fiebre.	Y	el	temor	a	verla	
morir	o	quedar	idiota,	tornó	a	reabrir	la	eterna	llaga.
Hacía	tres	horas	que	no	hablaban,	y	el	motivo	fue,	como	casi	siem-
pre,	los	fuertes	pasos	de	Mazzini.
—¡Mi	Dios!	¿No	puedes	caminar	más	despacio?	¿Cuántas	veces...?
—Bueno,	es	que	me	olvido;	¡se	acabó!	No	lo	hago	a	propósito.
Ella	se	sonrió,	desdeñosa:	—¡No,	no	te	creo	tanto!
—Ni	yo	jamás	te	hubiera	creído	tanto	a	ti...	¡tisiquilla!
—¡Qué!	¿Qué	dijiste?...
—¡Nada!
—¡Sí,	te	oí	algo!	Mira:	¡no	sé	lo	que	dijiste;	pero	te	juro	que	prefiero	
cualquier	cosa	a	tener	un	padre	como	el	que	has	tenido	tú!
Mazzini	se	puso	pálido.
—¡Al	fin!	—murmuró	con	los	dientes	apretados—.	¡Al	fin,	víbora,	
has	dicho	lo	que	querías!
—¡Sí,	víbora,	sí!	Pero	yo	he	tenido	padres	sanos,	¿oyes?,	¡sanos!	¡Mi	
padre	no	ha	muerto	de	delirio!	¡Yo	hubiera	tenido	hijos	como	los	de	
todo	el	mundo!	¡Esos	son	hijos	tuyos,	los	cuatro	tuyos!
Mazzini	explotó	a	su	vez.
—¡Víbora	tísica!	¡eso	es	lo	que	te	dije,	lo	que	te	quiero	decir!	
¡Pregúntale,	pregúntale	al	médico	quién	tiene	la	mayor	culpa	de	la	
meningitis	de	tus	hijos:	mi	padre	o	tu	pulmón	picado,	víbora!
Continuaron	cada	vez	con	mayor	violencia,	hasta	que	un	gemido	de	
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Bertita	selló	instantáneamente	sus	bocas.	A	la	una	de	la	mañana	la	
ligera	indigestión	había	desaparecido,	y	como	pasa	fatalmente	con	
todos	los	matrimonios	jóvenes	que	se	han	amado	intensamente	
una	vez	siquiera,	la	reconciliación	llegó,	tanto	más	efusiva	cuanto	
infames	fueran	los	agravios.
Amaneció	un	espléndido	día,	y	mientras	Berta	se	levantaba	escupió	
sangre.	Las	emociones	y	mala	noche	pasada	tenían,	sin	duda,	gran	
culpa.	Mazzini	la	retuvo	abrazada	largo	rato,	y	ella	lloró	desespera-
damente,	pero	sin	que	ninguno	se	atreviera	a	decir	una	palabra.
A	las	diez	decidieron	salir,	después	de	almorzar.	Como	apenas	
tenían	tiempo,	ordenaron	a	la	sirvienta	que	matara	una	gallina.
El	día	radiante	había	arrancado	a	los	idiotas	de	su	banco.	De	modo	
que	mientras	la	sirvienta	degollaba	en	la	cocina	al	animal,	desan-
grándolo	con	parsimonia	(Berta	había	aprendido	de	su	madre	
este	buen	modo	de	conservar	la	frescura	de	la	carne),	creyó	sentir	
algo	como	respiración	tras	ella.	Volvióse,	y	vio	a	los	cuatro	idiotas,	
con	los	hombros	pegados	uno	a	otro,	mirando	estupefactos	la	op-
eración...	Rojo...	rojo...
—¡Señora!	Los	niños	están	aquí,	en	la	cocina.
Berta	llegó;	no	quería	que	jamás	pisaran	allí.	¡Y	ni	aun	en	esas	horas	
de	pleno	perdón,	olvido	y	felicidad	reconquistada,	podía	evitarse	
esa	horrible	visión!	Porque,	naturalmente,	cuando	más	intensos	
eran	los	raptos	de	amor	a	su	marido	e	hija,	más	irritado	era	su	hu-
mor	con	los	monstruos.
—¡Que	salgan,	María!	¡Échelos!	¡Échelos,	le	digo!
Las	cuatro	pobres	bestias,	sacudidas,	brutalmente	empujadas,	
fueron	a	dar	a	su	banco.
Después	de	almorzar	salieron	todos.	La	sirvienta	fue	a	Buenos	Aires	
y	el	matrimonio	a	pasear	por	las	quintas.	Al	bajar	el	sol	volvieron;	
pero	Berta	quiso	saludar	un	momento	a	sus	vecinas	de	enfrente.	Su	
hija	escapóse	enseguida	a	casa.
Entretanto	los	idiotas	no	se	habían	movido	en	todo	el	día	de	su	ban-
co.	El	sol	había	traspuesto	ya	el	cerco,	comenzaba	a	hundirse,	y	ellos	
continuaban	mirando	los	ladrillos,	más	inertes	que	nunca.
De	pronto	algo	se	interpuso	entre	su	mirada	y	el	cerco.	Su	hermana,	
cansada	de	cinco	horas	paternales,	quería	observar	por	su	cuenta.	
Detenida	al	pie	del	cerco,	miraba	pensativa	la	cresta.	Quería	trepar,	
eso	no	ofrecía	duda.	Al	fin	decidióse	por	una	silla	desfondada,	pero	
aun	no	alcanzaba.	Recurrió	entonces	a	un	cajón	de	kerosene,	y	su	
instinto	topográfico	hízole	colocar	vertical	el	mueble,	con	lo	cual	
triunfó.
Los	cuatro	idiotas,	la	mirada	indiferente,	vieron	cómo	su	hermana	
lograba	pacientemente	dominar	el	equilibrio,	y	cómo	en	puntas	de	
pie	apoyaba	la	garganta	sobre	la	cresta	del	cerco,	entre	sus	manos	
tirantes.	Viéronla	mirar	a	todos	lados,	y	buscar	apoyo	con	el	pie	
para	alzarse	más.
Pero	la	mirada	de	los	idiotas	se	había	animado;	una	misma	luz	in-
sistente	estaba	fija	en	sus	pupilas.	No	apartaban	los	ojos	de	su	her-
mana	mientras	creciente	sensación	de	gula	bestial	iba	cambiando	
cada	línea	de	sus	rostros.	Lentamente	avanzaron	hacia	el	cerco.	La	
pequeña,	que	habiendo	logrado	calzar	el	pie	iba	ya	a	montar	a	hor-
cajadas	y	a	caerse	del	otro	lado,	seguramente	sintióse	cogida	de	la	
pierna.	Debajo	de	ella,	los	ocho	ojos	clavados	en	los	suyos	le	dieron	
miedo.
—¡Soltáme!	¡Déjame!	—gritó	sacudiendo	la	pierna.	Pero	fue	atraí-
da.
—¡Mamá!	¡Ay,	mamá!	¡Mamá,	papá!	—lloró	imperiosamente.	Trató	
aún	de	sujetarse	del	borde,	pero	sintióse	arrancada	y	cayó.
—Mamá,	¡ay!	Ma.	.	.	—No	pudo	gritar	más.	Uno	de	ellos	le	apretó	
el	cuello,	apartando	los	bucles	como	si	fueran	plumas,	y	los	otros	la	
arrastraron	de	una	sola	pierna	hasta	la	cocina,	donde	esa	mañana	
se	había	desangrado	a	la	gallina,	bien	sujeta,	arrancándole	la	vida	
segundo	por	segundo.
Mazzini,	en	la	casa	de	enfrente,	creyó	oír	la	voz	de	su	hija.
—Me	parece	que	te	llama—le	dijo	a	Berta.
Prestaron	oído,	inquietos,	pero	no	oyeron	más.	Con	todo,	un	mo-
mento	después	se	despidieron,	y	mientras	Berta	iba	dejar	su	som-
brero,	Mazzini	avanzó	en	el	patio.
—¡Bertita!
Nadie	respondió.
—¡Bertita!	—alzó	más	la	voz,	ya	alterada.
Y	el	silencio	fue	tan	fúnebre	para	su	corazón	siempre	aterrado,	que	
Antología de cuentos Antología de cuentos
34 35
la	espalda	se	le	heló	de	horrible	presentimiento.
—¡Mi	hija,	mi	hija!	—corrió	ya	desesperado	hacia	el	fondo.	Pero	
al	pasar	frente	a	la	cocina	vio	en	el	piso	un	mar	de	sangre.	Empujó	
violentamente	la	puerta	entornada,	y	lanzó	un	grito	de	horror.
Berta,	que	ya	se	había	lanzado	corriendo	a	su	vez	al	oír	el	angustio-
so	llamado	del	padre,	oyó	el	grito	y	respondió	con	otro.	Pero	al	pre-
cipitarse	en	la	cocina,	Mazzini,	lívido	como	la	muerte,	se	interpuso,	
conteniéndola:
—¡No	entres!	¡No	entres!
Berta	alcanzó	a	ver	el	piso	inundado	de	sangre.	Sólo	pudo	echar	
sus	brazos	sobre	la	cabeza	y	hundirse	a	lo	largo	de	él	con	un	ronco	
suspiro.
Antología de cuentos Antología de cuentos
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Casa tomada
Julio Cortázar
	 Nos	gustaba	la	casa	porque	aparte	de	espaciosa	y	antigua	
(hoy	que	las	casas	antiguas	sucumben	a	la	más	ventajosa	liqui-
dación	de	sus	materiales)	guardaba	los	recuerdos	de	nuestros	bis-
abuelos,	el	abuelo	paterno,	nuestros	padres	y	toda	la	infancia.
Nos	habituamos	Irene	y	yo	a	persistir	solos	en	ella,	lo	que	era	una	
locura	pues	en	esa	casa	podían	vivir	ocho	personas	sin	estorbarse.	
Hacíamos	la	limpieza	por	la	mañana,	levantándonos	a	las	siete,	y	
a	eso	de	las	once	yo	le	dejaba	a	Irene	las	últimas	habitaciones	por	
repasar	y	me	iba	a	la	cocina.	Almorzábamos	al	mediodía,	siempre	
puntuales;	ya	no	quedaba	nada	por	hacer	fuera	de	unos	platos	
sucios.	Nos	resultaba	grato	almorzar	pensando	en	la	casa	profun-
da	y	silenciosa	y	cómo	nos	bastábamos	para	mantenerla	limpia.	A	
veces	llegábamos	a	creer	que	era	ella	la	que	no	nos	dejó	casarnos.	
Irene	rechazó	dos	pretendientes	sin	mayor	motivo,	a	mí	se	me	mu-
rió	María	Esther	antes	que	llegáramos	a	comprometernos.	Entra-
mos	en	los	cuarenta	años	con	la	inexpresada	idea	de	que	el	nuestro,	
simple	y	silencioso	matrimonio	de	hermanos,	era	necesaria	clausura	
de	la	genealogía	asentada	por	nuestros	bisabuelos	en	nuestra	casa.	
Nos	moriríamos	allí	algún	día,	vagos	y	esquivos	primos	se	quedarían	
con	la	casa	y	la	echaríanal	suelo	para	enriquecerse	con	el	terreno	
y	los	ladrillos;	o	mejor,	nosotros	mismos	la	voltearíamos	justiciera-
mente	antes	de	que	fuese	demasiado	tarde.
Irene	era	una	chica	nacida	para	no	molestar	a	nadie.	Aparte	de	su	
actividad	matinal	se	pasaba	el	resto	del	día	tejiendo	en	el	sofá	de	su	
dormitorio.	No	sé	por	qué	tejía	tanto,	yo	creo	que	las	mujeres	tejen	
cuando	han	encontrado	en	esa	labor	el	gran	pretexto	para	no	hacer	
nada.	Irene	no	era	así,	tejía	cosas	siempre	necesarias,	tricotas	para	
el	invierno,	medias	para	mí,	mañanitas	y	chalecos	para	ella.	A	veces	
tejía	un	chaleco	y	después	lo	destejía	en	un	momento	porque	algo	
no	le	agradaba;	era	gracioso	ver	en	la	canastilla	el	montón	de	lana	
encrespada	resistiéndose	a	perder	su	forma	de	algunas	horas.	Los	
sábados	iba	yo	al	centro	a	comprarle	lana;	Irene	tenía	fe	en	mi	gus-
to,	se	complacía	con	los	colores	y	nunca	tuve	que	devolver	madejas.	
Yo	aprovechaba	esas	salidas	para	dar	una	vuelta	por	las	librerías	y	
preguntar	vanamente	si	había	novedades	en	literatura	francesa.	
Desde	1939	no	llegaba	nada	valioso	a	la	Argentina.
Pero	es	de	la	casa	que	me	interesa	hablar,	de	la	casa	y	de	Irene,	
porque	yo	no	tengo	importancia.	Me	pregunto	qué	hubiera	hecho	
Irene	sin	el	tejido.	Uno	puede	releer	un	libro,	pero	cuando	un	
pullover	está	terminado	no	se	puede	repetirlo	sin	escándalo.	Un	
día	encontré	el	cajón	de	abajo	de	la	cómoda	de	alcanfor	lleno	de	
pañoletas	blancas,	verdes,	lila.	Estaban	con	naftalina,	apiladas	como	
en	una	mercería;	no	tuve	valor	para	preguntarle	a	Irene	qué	pens-
aba	hacer	con	ellas.	No	necesitábamos	ganarnos	la	vida,	todos	los	
meses	llegaba	plata	de	los	campos	y	el	dinero	aumentaba.	Pero	a	
Irene	solamente	la	entretenía	el	tejido,	mostraba	una	destreza	mar-
avillosa	y	a	mí	se	me	iban	las	horas	viéndole	las	manos	como	erizos	
plateados,	agujas	yendo	y	viniendo	y	una	o	dos	canastillas	en	el	sue-
lo	donde	se	agitaban	constantemente	los	ovillos.	Era	hermoso.
Cómo	no	acordarme	de	la	distribución	de	la	casa.	El	comedor,	una	
sala	con	gobelinos,	la	biblioteca	y	tres	dormitorios	grandes	qued-
aban	en	la	parte	más	retirada,	la	que	mira	hacia	Rodríguez	Peña.	
Solamente	un	pasillo	con	su	maciza	puerta	de	roble	aislaba	esa	par-
te	del	ala	delantera	donde	había	un	baño,	la	cocina,	nuestros	dor-
mitorios	y	el	living	central,	al	cual	comunicaban	los	dormitorios	y	el	
Antología de cuentos Antología de cuentos
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pasillo.	Se	entraba	a	la	casa	por	un	zaguán	con	mayólica,	y	la	puerta	
cancel	daba	al	living.	De	manera	que	uno	entraba	por	el	zaguán,	
abría	la	cancel	y	pasaba	al	living;	tenía	a	los	lados	las	puertas	de	
nuestros	dormitorios,	y	al	frente	el	pasillo	que	conducía	a	la	parte	
más	retirada;	avanzando	por	el	pasillo	se	franqueaba	la	puerta	de	
roble	y	mas	allá	empezaba	el	otro	lado	de	la	casa,	o	bien	se	podía	
girar	a	la	izquierda	justamente	antes	de	la	puerta	y	seguir	por	un	pa-
sillo	más	estrecho	que	llevaba	a	la	cocina	y	el	baño.	Cuando	la	puer-
ta	estaba	abierta	advertía	uno	que	la	casa	era	muy	grande;	si	no,	
daba	la	impresión	de	un	departamento	de	los	que	se	edifican	ahora,	
apenas	para	moverse;	Irene	y	yo	vivíamos	siempre	en	esta	parte	de	
la	casa,	casi	nunca	íbamos	más	allá	de	la	puerta	de	roble,	salvo	para	
hacer	la	limpieza,	pues	es	increíble	cómo	se	junta	tierra	en	los	mue-
bles.	Buenos	Aires	será	una	ciudad	limpia,	pero	eso	lo	debe	a	sus	
habitantes	y	no	a	otra	cosa.	Hay	demasiada	tierra	en	el	aire,	apenas	
sopla	una	ráfaga	se	palpa	el	polvo	en	los	mármoles	de	las	consolas	
y	entre	los	rombos	de	las	carpetas	de	macramé;	da	trabajo	sacar-
lo	bien	con	plumero,	vuela	y	se	suspende	en	el	aire,	un	momento	
después	se	deposita	de	nuevo	en	los	muebles	y	los	pianos.
Lo	recordaré	siempre	con	claridad	porque	fue	simple	y	sin	circun-
stancias	inútiles.	Irene	estaba	tejiendo	en	su	dormitorio,	eran	las	
ocho	de	la	noche	y	de	repente	se	me	ocurrió	poner	al	fuego	la	pavi-
ta	del	mate.	Fui	por	el	pasillo	hasta	enfrentar	la	entornada	puerta	
de	roble,	y	daba	la	vuelta	al	codo	que	llevaba	a	la	cocina	cuando	
escuché	algo	en	el	comedor	o	en	la	biblioteca.	El	sonido	venía	im-
preciso	y	sordo,	como	un	volcarse	de	silla	sobre	la	alfombra	o	un	
ahogado	susurro	de	conversación.	También	lo	oí,	al	mismo	tiem-
po	o	un	segundo	después,	en	el	fondo	del	pasillo	que	traía	desde	
aquellas	piezas	hasta	la	puerta.	Me	tiré	contra	la	pared	antes	de	que	
fuera	demasiado	tarde,	la	cerré	de	golpe	apoyando	el	cuerpo;	feliz-
mente	la	llave	estaba	puesta	de	nuestro	lado	y	además	corrí	el	gran	
cerrojo	para	más	seguridad.
Fui	a	la	cocina,	calenté	la	pavita,	y	cuando	estuve	de	vuelta	con	la	
bandeja	del	mate	le	dije	a	Irene:
Antología de cuentos Antología de cuentos
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-Tuve	que	cerrar	la	puerta	del	pasillo.	Han	tomado	parte	del	fondo.
Dejó	caer	el	tejido	y	me	miró	con	sus	graves	ojos	cansados.
-¿Estás	seguro?
Asentí.
-Entonces	-dijo	recogiendo	las	agujas-	tendremos	que	vivir	en	este	
lado.
Yo	cebaba	el	mate	con	mucho	cuidado,	pero	ella	tardó	un	rato	en	
reanudar	su	labor.	Me	acuerdo	que	me	tejía	un	chaleco	gris;	a	mí	
me	gustaba	ese	chaleco.
Los	primeros	días	nos	pareció	penoso	porque	ambos	habíamos	
dejado	en	la	parte	tomada	muchas	cosas	que	queríamos.	Mis	libros	
de	literatura	francesa,	por	ejemplo,	estaban	todos	en	la	biblioteca.	
Irene	pensó	en	una	botella	de	Hesperidina	de	muchos	años.	Con	
frecuencia	(pero	esto	solamente	sucedió	los	primeros	días)	cerrába-
mos	algún	cajón	de	las	cómodas	y	nos	mirábamos	con	tristeza.
-No	está	aquí.
Y	era	una	cosa	más	de	todo	lo	que	habíamos	perdido	al	otro	lado	de	
la	casa.
Pero	también	tuvimos	ventajas.	La	limpieza	se	simplificó	tanto	que	
aun	levantándose	tardísimo,	a	las	nueve	y	media	por	ejemplo,	no	
daban	las	once	y	ya	estábamos	de	brazos	cruzados.	Irene	se	acos-
tumbró	a	ir	conmigo	a	la	cocina	y	ayudarme	a	preparar	el	almuerzo.	
Lo	pensamos	bien,	y	se	decidió	esto:	mientras	yo	preparaba	el	al-
muerzo,	Irene	cocinaría	platos	para	comer	fríos	de	noche.	Nos	ale-
gramos	porque	siempre	resultaba	molesto	tener	que	abandonar	los	
dormitorios	al	atardecer	y	ponerse	a	cocinar.	Ahora	nos	bastaba	con	
la	mesa	en	el	dormitorio	de	Irene	y	las	fuentes	de	comida	fiambre.
Irene	estaba	contenta	porque	le	quedaba	más	tiempo	para	tejer.	Yo	
andaba	un	poco	perdido	a	causa	de	los	libros,	pero	por	no	afligir	a	
mi	hermana	me	puse	a	revisar	la	colección	de	estampillas	de	papá,	
y	eso	me	sirvió	para	matar	el	tiempo.	Nos	divertíamos	mucho,	cada	
uno	en	sus	cosas,	casi	siempre	reunidos	en	el	dormitorio	de	Irene	
que	era	más	cómodo.	A	veces	Irene	decía:
-Fijate	este	punto	que	se	me	ha	ocurrido.	¿No	da	un	dibujo	de	
trébol?
Un	rato	después	era	yo	el	que	le	ponía	ante	los	ojos	un	cuadra-
dito	de	papel	para	que	viese	el	mérito	de	algún	sello	de	Eupen	y	
Malmédy.	Estábamos	bien,	y	poco	a	poco	empezábamos	a	no	pen-
sar.	Se	puede	vivir	sin	pensar.
(Cuando	Irene	soñaba	en	alta	voz	yo	me	desvelaba	en	seguida.	Nun-
ca	pude	habituarme	a	esa	voz	de	estatua	o	papagayo,	voz	que	viene	
de	los	sueños	y	no	de	la	garganta.	Irene	decía	que	mis	sueños	con-
sistían	en	grandes	sacudones	que	a	veces	hacían	caer	el	cobertor.	
Nuestros	dormitorios	tenían	el	living	de	por	medio,	pero	de	noche	
se	escuchaba	cualquier	cosa	en	la	casa.	Nos	oíamos	respirar,	toser,	
presentíamos	el	ademán	que	conduce	a	la	llave	del	velador,	los	mu-
tuos	y	frecuentes	insomnios.
Aparte	de	eso	todo	estaba	callado	en	la	casa.	De	día	eran	los	ru-
mores	domésticos,	el	roce	metálico	de	las	agujas	de	tejer,	un	cru-
jido	al	pasar	las	hojas	del	álbum	filatélico.	La	puerta	de	roble,	creo	
haberlo	dicho,	era	maciza.	En	la	cocina	y	el	baño,	que	quedaban	
tocando	la	parte	tomada,	nos	poníamos	a	hablar	en	voz	más	alta	o	
Irene	cantaba	canciones	de	cuna.	En	una	cocina	hay	demasiados	ru-
idos	de	loza	y	vidrios	para	que	otros	sonidos	irrumpan	en	ella.	Muy	
pocas	veces	permitíamos	allí	el	silencio,	pero	cuando	tornábamos	a	
los	dormitorios	y	al	living,	entonces	la	casa	se	ponía	callada	y	a	me-
dia	luz,	hasta	pisábamos	despacio	para	no	molestarnos.	Yo	creo	que	
era	por	eso	quede	noche,	cuando	Irene	empezaba	a	soñar	en	alta	
voz,	me	desvelaba	en	seguida.)
Es	casi	repetir	lo	mismo	salvo	las	consecuencias.	De	noche	siento	
sed,	y	antes	de	acostarnos	le	dije	a	Irene	que	iba	hasta	la	cocina	a	
servirme	un	vaso	de	agua.	Desde	la	puerta	del	dormitorio	(ella	tejía)	
Antología de cuentos Antología de cuentos
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oí	ruido	en	la	cocina;	tal	vez	en	la	cocina	o	tal	vez	en	el	baño	porque	
el	codo	del	pasillo	apagaba	el	sonido.	A	Irene	le	llamó	la	atención	
mi	brusca	manera	de	detenerme,	y	vino	a	mi	lado	sin	decir	palabra.	
Nos	quedamos	escuchando	los	ruidos,	notando	claramente	que	
eran	de	este	lado	de	la	puerta	de	roble,	en	la	cocina	y	el	baño,	o	en	
el	pasillo	mismo	donde	empezaba	el	codo	casi	al	lado	nuestro.
No	nos	miramos	siquiera.	Apreté	el	brazo	de	Irene	y	la	hice	correr	
conmigo	hasta	la	puerta	cancel,	sin	volvernos	hacia	atrás.	Los	ruidos	
se	oían	más	fuerte	pero	siempre	sordos,	a	espaldas	nuestras.	Cerré	
de	un	golpe	la	cancel	y	nos	quedamos	en	el	zaguán.	Ahora	no	se	oía	
nada.
-Han	tomado	esta	parte	-dijo	Irene.	El	tejido	le	colgaba	de	las	manos	
y	las	hebras	iban	hasta	la	cancel	y	se	perdían	debajo.	Cuando	vio	
que	los	ovillos	habían	quedado	del	otro	lado,	soltó	el	tejido	sin	mi-
rarlo.
-¿Tuviste	tiempo	de	traer	alguna	cosa?	-le	pregunté	inútilmente.
-No,	nada.
Estábamos	con	lo	puesto.	Me	acordé	de	los	quince	mil	pesos	en	el	
armario	de	mi	dormitorio.	Ya	era	tarde	ahora.
Como	me	quedaba	el	reloj	pulsera,	vi	que	eran	las	once	de	la	noche.	
Rodeé	con	mi	brazo	la	cintura	de	Irene	(yo	creo	que	ella	estaba	llo-
rando)	y	salimos	así	a	la	calle.	Antes	de	alejarnos	tuve	lástima,	cerré	
bien	la	puerta	de	entrada	y	tiré	la	llave	a	la	alcantarilla.	No	fuese	
que	a	algún	pobre	diablo	se	le	ocurriera	robar	y	se	metiera	en	la	
casa,	a	esa	hora	y	con	la	casa	tomada.
Antología de cuentos Antología de cuentos
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El ruiseñor y la rosa
Oscar Wilde
	 -Dijo	que	bailaría	conmigo	si	le	llevaba	una	rosa	roja	-se	
lamentaba	el	joven	estudiante-,	pero	no	hay	una	solo	rosa	roja	en	
todo	mi	jardín.
Desde	su	nido	de	la	encina,	oyóle	el	ruiseñor.	Miró	por	entre	las	hojas	
asombrado.
-¡No	hay	ni	una	rosa	roja	en	todo	mi	jardín!	-gritaba	el	estudiante.
Y	sus	bellos	ojos	se	llenaron	de	llanto.
-¡Ah,	de	qué	cosa	más	insignificante	depende	la	felicidad!	He	leído	
cuanto	han	escrito	los	sabios;	poseo	todos	los	secretos	de	la	filosofía	
y	encuentro	mi	vida	destrozada	por	carecer	de	una	rosa	roja.
-He	aquí,	por	fin,	el	verdadero	enamorado	-dijo	el	ruiseñor-.	Le	he	
cantado	 todas	 las	noches,	 aún	 sin	 conocerlo;	 todas	 las	noches	 les	
cuento	su	historia	a	las	estrellas,	y	ahora	lo	veo.	Su	cabellera	es	oscu-
ra	como	la	flor	del	jacinto	y	sus	labios	rojos	como	la	rosa	que	desea;	
pero	la	pasión	lo	ha	puesto	pálido	como	el	marfil	y	el	dolor	ha	sellado	
su	frente.
-El	príncipe	da	un	baile	mañana	por	la	noche	-murmuraba	el	joven	
estudiante-,	y	mi	amada	asistirá	a	la	fiesta.	Si	le	llevo	una	rosa	roja,	
bailará	conmigo	hasta	el	amanecer.	Si	le	llevo	una	rosa	roja,	la	tendré	
en	mis	brazos,	reclinará	su	cabeza	sobre	mi	hombro	y	su	mano	estre-
chará	la	mía.	Pero	no	hay	rosas	rojas	en	mi	jardín.	Por	lo	tanto,	tendré	
que	estar	solo	y	no	me	hará	ningún	caso.	No	se	fijará	en	mí	para	nada	
y	se	destrozará	mi	corazón.
-He	aquí	el	verdadero	enamorado	-dijo	el	ruiseñor-.	Sufre	todo	lo	que	
yo	canto:	todo	lo	que	es	alegría	para	mí	es	pena	para	él.	Realmente	el	
amor	es	algo	maravilloso:	es	más	bello	que	las	esmeraldas	y	más	raro	
que	los	finos	ópalos.	Perlas	y	rubíes	no	pueden	pagarlo	porque	no	se	
halla	expuesto	en	el	mercado.	No	puede	uno	comprarlo	al	vendedor	
ni	ponerlo	en	una	balanza	para	adquirirlo	a	peso	de	oro.
-Los	músicos	estarán	en	su	estrado	-decía	el	 joven	estudiante-.	To-
carán	sus	instrumentos	de	cuerda	y	mi	adorada	bailará	a	los	sones	
del	arpa	y	del	violín.	Bailará	tan	vaporosamente	que	su	pie	no	tocará	
el	suelo,	y	los	cortesanos	con	sus	alegres	atavíos	la	rodearán	solícitos;	
pero	conmigo	no	bailará,	porque	no	tengo	rosas	rojas	que	darle.
Y	dejándose	caer	en	el	césped,	se	cubría	la	cara	con	las	manos	y	llor-
aba.
-¿Por	qué	llora?	-preguntó	la	lagartija	verde,	correteando	cerca	de	él,	
con	la	cola	levantada.
-Si,	¿por	qué?	-decía	una	mariposa	que	revoloteaba	persiguiendo	un	
rayo	de	sol.
-Eso	digo	yo,	¿por	qué?	-murmuró	una	margarita	a	su	vecina,	con	una	
vocecilla	tenue.
-Llora	por	una	rosa	roja.
-¿Por	una	rosa	roja?	¡Qué	tontería!
Y	la	lagartija,	que	era	algo	cínica,	se	echo	a	reír	con	todas	sus	ganas.
Antología de cuentos Antología de cuentos
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Pero	el	ruiseñor,	que	comprendía	el	secreto	de	la	pena	del	estudi-
ante,	permaneció	silencioso	en	la	encina,	reflexionando	sobre	el	mis-
terio	del	amor.
De	pronto	desplegó	sus	alas	oscuras	y	emprendió	el	vuelo.
Pasó	por	el	bosque	como	una	sombra,	y	como	una	sombra	atravesó	
el	jardín.
En	el	centro	del	prado	se	levantaba	un	hermoso	rosal,	y	al	verle,	voló	
hacia	él	y	se	posó	sobre	una	ramita.
-Dame	una	rosa	roja	-le	gritó	-,	y	te	cantaré	mis	canciones	más	dulces.
Pero	el	rosal	meneó	la	cabeza.
-Mis	rosas	son	blancas	-contestó-,	blancas	como	la	espuma	del	mar,	
más	blancas	que	la	nieve	de	la	montaña.	Ve	en	busca	del	hermano	
mío	que	crece	alrededor	del	viejo	reloj	de	sol	y	quizá	el	te	dé	lo	que	
quieres.
Entonces	el	ruiseñor	voló	al	rosal	que	crecía	entorno	del	viejo	reloj	
de	sol.
-Dame	una	rosa	roja	-le	gritó	-,	y	te	cantaré	mis	canciones	más	dulces.
Pero	el	rosal	meneó	la	cabeza.
-Mis	rosas	son	amarillas	-respondió-,	tan	amarillas	como	los	cabellos	
de	las	sirenas	que	se	sientan	sobre	un	tronco	de	árbol,	más	amarillas	
que	el	narciso	que	florece	en	los	prados	antes	de	que	llegue	el	se-
gador	con	la	hoz.	Ve	en	busca	de	mi	hermano,	el	que	crece	debajo	de	
la	ventana	del	estudiante,	y	quizá	el	te	dé	lo	que	quieres.
Entonces	el	ruiseñor	voló	al	rosal	que	crecía	debajo	de	la	ventana	del	
estudiante.
-Dame	una	rosa	roja	-le	gritó-,	y	te	cantaré	mis	canciones	más	dulces.
Pero	el	arbusto	meneó	la	cabeza.
-Mis	 rosas	 son	 rojas	 -respondió-,	 tan	 rojas	 como	 las	 patas	 de	 las	
palomas,	más	rojas	que	los	grandes	abanicos	de	coral	que	el	océano	
mece	en	sus	abismos;	pero	el	invierno	ha	helado	mis	venas,	la	escar-
cha	ha	marchitado	mis	botones,	el	huracán	ha	partido	mis	ramas,	y	
no	tendré	más	rosas	este	año.
-No	necesito	más	que	una	rosa	roja	-gritó	el	ruiseñor-,	una	sola	rosa	
roja.	¿No	hay	ningún	medio	para	que	yo	la	consiga?
-Hay	un	medio	-respondió	el	rosal-,	pero	es	tan	terrible	que	no	me	
atrevo	a	decírtelo.
-Dímelo	-contestó	el	ruiseñor-.	No	soy	miedoso.
-Si	necesitas	una	rosa	roja	-dijo	el	rosal	-,	tienes	que	hacerla	con	no-
tas	de	música	al	claro	de	luna	y	teñirla	con	sangre	de	tu	propio	cora-
zón.	Cantarás	para	mí	con	el	pecho	apoyado	en	mis	espinas.	Cantarás	
para	mí	durante	toda	la	noche	y	las	espinas	te	atravesarán	el	corazón:	
la	sangre	de	tu	vida	correrá	por	mis	venas	y	se	convertirá	en	sangre	
mía.
-La	muerte	es	un	buen	precio	por	una	rosa	roja	-replicó	el	ruiseñor-,	y	
todo	el	mundo	ama	la	vida.	Es	grato	posarse	en	el	bosque	verdeante	
y	mirar	al	sol	en	su	carro	de	oro	y	a	 la	 luna	en	su	carro	de	perlas.	
Suave	es	el	aroma	de	los	nobles	espinos.	Dulces	son	las	campanillas	
que	se	esconden	en	el	valle	y	los	brezos	que	cubren	la	colina.	Sin	em-
bargo,	el	amor	es	mejor	que	la	vida.	¿Y	qué	es	el	corazón	de	un	pájaro	
comparado	con	el	de	un	hombre?
Entonces	desplegó	sus	alas	obscuras	y	emprendió	el	vuelo.	Pasó	por	
el	jardín	como	una	sombra	y	como	una	sombra	cruzó	el	bosque.
El	joven	estudiante	permanecía	tendido	sobre	el	césped	allí	donde	el	
ruiseñor	lo	dejó	y	las	lágrimas	no	se	habían	secado	aún	en	sus	bellos	
ojos.
-Sé	feliz	-le	gritó	el	ruiseñor-,	sé	feliz;	tendrás	tu	rosa	roja.	La	crearé	
con	notas	de	música	al	claro	de	luna	y	la	teñiré	con	la	sangre	de	mi	
propio	corazón.	Lo	único	que	te	pido,	en	cambio,	es	que	seas	un	ver-
Antología de cuentos Antología de cuentos
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dadero	enamorado,	porque	el	 amor	es	más	 sabio	que	 la	filosofía,	
aunque	ésta	sea	sabia;	más	fuerteque	el	poder,	por	fuerte	que	éste	
lo	sea.	Sus	alas	son	color	de	fuego	y	su	cuerpo	color	de	llama;	sus	
labios	son	dulces	como	la	miel	y	su	hálito	es	como	el	incienso.
El	estudiante	levantó	los	ojos	del	césped	y	prestó	atención;	pero	no	
pudo	comprender	lo	que	le	decía	el	ruiseñor,	pues	sólo	sabía	las	co-
sas	que	están	escritas	en	los	libros.
Pero	la	encina	lo	comprendió	y	se	puso	triste,	porque	amaba	mucho	
al	ruiseñor	que	había	construido	su	nido	en	sus	ramas.
-Cántame	la	última	canción	-murmuró-.	¡Me	quedaré	tan	triste	cuan-
do	te	vayas!
Entonces	el	ruiseñor	cantó	para	la	encina,	y	su	voz	era	como	el	agua	
que	ríe	en	una	fuente	argentina.
Al	terminar	 la	canción,	el	estudiante	se	 levantó,	sacando	al	mismo	
tiempo	su	cuaderno	de	notas	y	su	lápiz.
“El	ruiseñor	-se	decía	paseándose	por	la	alameda-,	el	ruiseñor	posee	
una	belleza	innegable,	¿pero	siente?	Me	temo	que	no.	Después	de	
todo,	es	como	muchos	artistas:	puro	estilo,	exento	de	sinceridad.	No	
se	sacrifica	por	los	demás.	No	piensa	más	que	en	la	música	y	en	el	
arte;	como	todo	el	mundo	sabe,	es	egoísta.	Ciertamente,	no	puede	
negarse	que	 su	garganta	tiene	notas	bellísimas.	 ¿Que	 lástima	que	
todo	eso	no	tenga	sentido	alguno,	que	no	persiga	ningún	fin	prác-
tico!”
Y	volviendo	a	su	habitación,	se	acostó	sobre	su	jergoncillo	y	se	puso	
a	pensar	en	su	adorada.
Al	poco	rato	se	quedo	dormido.
Y	cuando	la	luna	brillaba	en	los	cielos,	el	ruiseñor	voló	al	rosal	y	co-
locó	su	pecho	contra	las	espinas.
Y	toda	la	noche	cantó	con	el	pecho	apoyado	sobre	las	espinas,	y	la	
Antología de cuentos Antología de cuentos
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fría	luna	de	cristal	se	detuvo	y	estuvo	escuchando	toda	la	noche.
Cantó	durante	toda	la	noche,	y	las	espinas	penetraron	cada	vez	más	
en	su	pecho,	y	la	sangre	de	su	vida	fluía	de	su	pecho.
Al	principio	cantó	el	nacimiento	del	amor	en	el	corazón	de	un	joven	y	
de	una	muchacha,	y	sobre	la	rama	más	alta	del	rosal	floreció	una	rosa	
maravillosa,	pétalo	tras	pétalo,	canción	tras	canción.
Primero	era	pálida	como	la	bruma	que	flota	sobre	el	río,	pálida	como	
los	pies	de	la	mañana	y	argentada	como	las	alas	de	la	aurora.
La	rosa	que	florecía	sobre	la	rama	más	alta	del	rosal	parecía	la	som-
bra	de	una	rosa	en	un	espejo	de	plata,	la	sombra	de	la	rosa	en	un	
lago.
Pero	el	rosal	gritó	al	ruiseñor	que	se	apretase	más	contra	las	espinas.
-Apriétate	más,	ruiseñorcito	-le	decía-,	o	llegará	el	día	antes	de	que	
la	rosa	esté	terminada.
Entonces	el	ruiseñor	se	apretó	más	contra	las	espinas	y	su	canto	fluyó	
más	sonoro,	porque	cantaba	el	nacimiento	de	la	pasión	en	el	alma	de	
un	hombre	y	de	una	virgen.
Y	un	delicado	rubor	apareció	sobre	los	pétalos	de	la	rosa,	lo	mismo	
que	enrojece	la	cara	de	un	enamorado	que	besa	los	labios	de	su	pro-
metida.
Pero	las	espinas	no	habían	llegado	aún	al	corazón	del	ruiseñor;	por	
eso	el	corazón	de	la	rosa	seguía	blanco:	porque	sólo	la	sangre	de	un	
ruiseñor	puede	colorear	el	corazón	de	una	rosa.
Y	el	rosal	gritó	al	ruiseñor	que	se	apretase	más	contra	las	espinas.
-Apriétate	más,	ruiseñorcito	-le	decía-,	o	llegará	el	día	antes	de	que	
la	rosa	esté	terminada.
Entonces	el	ruiseñor	se	apretó	aún	más	contra	las	espinas,	y	las	es-
pinas	tocaron	su	corazón	y	él	sintió	en	su	interior	un	cruel	tormento	
de	dolor.
Cuanto	 más	 acerbo	 era	 su	 dolor,	 más	 impetuoso	 salía	 su	 canto,	
porque	cantaba	el	amor	sublimado	por	la	muerte,	el	amor	que	no	
termina	en	la	tumba.
Y	la	rosa	maravillosa	enrojeció	como	las	rosas	de	Bengala.	Purpúreo	
era	el	color	de	los	pétalos	y	purpúreo	como	un	rubí	era	su	corazón.
Pero	 la	 voz	 del	 ruiseñor	 desfalleció.	 Sus	 breves	 alas	 empezaron	 a	
batir	y	una	nube	se	extendió	sobre	sus	ojos.
Su	canto	se	fue	debilitando	cada	vez	más.	Sintió	que	algo	se	le	ahoga-
ba	en	la	garganta.
Entonces	su	canto	tuvo	un	último	destello.	La	blanca	luna	le	oyó	y	
olvidándose	de	la	aurora	se	detuvo	en	el	cielo.
La	 rosa	 roja	 le	oyó;	 tembló	 toda	ella	de	arrobamiento	y	abrió	 sus	
pétalos	al	aire	frío	del	alba.
El	eco	le	condujo	hacia	su	caverna	purpúrea	de	las	colinas,	despertan-
do	de	sus	sueños	a	los	rebaños	dormidos.
El	canto	flotó	entre	los	cañaverales	del	río,	que	llevaron	su	mensaje	
al	mar.
-Mira,	mira	-gritó	el	rosal-,	ya	está	terminada	la	rosa.
Pero	el	ruiseñor	no	respondió;	yacía	muerto	sobre	las	altas	hierbas,	
con	el	corazón	traspasado	de	espinas.
A	medio	día	el	estudiante	abrió	su	ventana	y	miró	hacia	afuera.
-¡Qué	extraña	buena	suerte!	-exclamó-.	¡He	aquí	una	rosa	roja!	No	
he	visto	rosa	semejante	en	toda	vida.	Es	tan	bella	que	estoy	seguro	
de	que	debe	tener	en	latín	un	nombre	muy	enrevesado.
E	inclinándose,	la	cogió.
Antología de cuentos Antología de cuentos
52 53
Inmediatamente	se	puso	el	 sombrero	y	corrió	a	casa	del	profesor,	
llevando	en	su	mano	la	rosa.
La	hija	del	profesor	estaba	sentada	a	la	puerta.	Devanaba	seda	azul	
sobre	un	carrete,	con	un	perrito	echado	a	sus	pies.
-Dijiste	que	bailarías	conmigo	si	te	traía	una	rosa	roja	-le	dijo	el	es-
tudiante-.	He	aquí	la	rosa	más	roja	del	mundo.	Esta	noche	la	pren-
derás	 cerca	 de	 tu	 corazón,	 y	 cuando	 bailemos	 juntos,	 ella	 te	 dirá	
cuanto	te	quiero.
Pero	la	joven	frunció	las	cejas.
-Temo	que	esta	rosa	no	armonice	bien	con	mi	vestido	-respondió-.	
Además,	el	 sobrino	del	 chambelán	me	ha	enviado	varias	 joyas	de	
verdad,	y	ya	se	sabe	que	las	joyas	cuestan	más	que	las	flores.
-¡Oh,	qué	ingrata	eres!	-dijo	el	estudiante	lleno	de	cólera.
Y	tiró	la	rosa	al	arroyo.
Un	pesado	carro	la	aplastó.
-¡Ingrato!	-dijo	 la	 joven-.	Te	diré	que	te	portas	como	un	grosero;	y	
después	de	todo,	¿qué	eres?	Un	simple	estudiante.	 ¡Bah!	No	creo	
que	puedas	tener	nunca	hebillas	de	plata	en	los	zapatos	como	las	del	
sobrino	del	chambelán.
Y	levantándose	de	su	silla,	se	metió	en	su	casa.
“¡Qué	tontería	es	el	amor!	-se	decía	el	estudiante	a	su	regreso-.	No	
es	ni	 la	mitad	de	útil	que	la	 lógica,	porque	no	puede	probar	nada;	
habla	siempre	de	cosas	que	no	sucederán	y	hace	creer	a	 la	gente	
cosas	que	no	son	ciertas.	Realmente,	no	es	nada	práctico,	y	como	en	
nuestra	época	todo	estriba	en	ser	práctico,	voy	a	volver	a	la	filosofía	
y	al	estudio	de	la	metafísica.”
Y	dicho	esto,	el	estudiante,	una	vez	en	su	habitación,	abrió	un	gran	
libro	polvoriento	y	se	puso	a	leer.
Antología de cuentos Antología de cuentos
54 55
Barba Azul
Charles Perrault
	 Érase	una	vez	un	hombre	que	tenía	hermosas	casas	en	la	
ciudad	y	en	el	campo,	vajilla	de	oro	y	plata,	muebles	forrados	en	
finísimo	brocado	y	carrozas	todas	doradas.	Pero	desgraciadamente,	
este	hombre	tenía	la	barba	azul;	esto	le	daba	un	aspecto	tan	feo	y	
terrible	que	todas	las	mujeres	y	las	jóvenes	le	arrancaban.
Una	vecina	suya,	dama	distinguida,	tenía	dos	hijas	hermosísimas.	Él	
le	pidió	la	mano	de	una	de	ellas,	dejando	a	su	elección	cuál	querría	
darle.	Ninguna	de	las	dos	quería	y	se	lo	pasaban	una	a	la	otra,	pues	
no	podían	resignarse	a	tener	un	marido	con	la	barba	azul.	Pero	lo	que	
más	les	disgustaba	era	que	ya	se	había	casado	varias	veces	y	nadie	
sabía	qué	había	pasado	con	esas	mujeres.
Barba	Azul,	para	conocerlas,	las	llevó	con	su	madre	y	tres	o	cuatro	
de	sus	mejores	amigas,	y	algunos	jóvenes	de	la	comarca,	a	una	de	
sus	casas	de	campo,	donde	permanecieron	ocho	días	completos.	El	
tiempo	se	les	iba	en	paseos,	cacerías,	pesca,	bailes,	festines,	merien-
das	y	cenas;	nadie	dormía	y	se	pasaban	la	noche	entre	bromas	y	di-
versiones.	En	fin,	todo	marchó	tan	bien	que	la	menor	de	las	jóvenes	
empezó	a	encontrar	que	el	dueño	de	casa	ya	no	tenía	la	barba	tan	
azul	y	que	era	un	hombre	muy	correcto.
Tan	pronto	hubieron	llegado	a	la	ciudad,	quedó	arreglada	la	boda.	Al	
cabo	de	un	mes,	Barba	Azul	le	dijo	a	su	mujer	que	tenía	que	viajar	a	
provincia	por	seis	semanas	a	lo	menos	debido	a	un	negocio	impor-
tante;	le	pidió	que	se	divirtiera	en	su	ausencia,	que	hiciera	venir	a	sus	
buenas	amigas,	que	las	llevara	al	campo	si	lo	deseaban,	que	se	diera	
gusto.
-He	aquí	-le	dijo-	las	llaves	de	los	dos	guardamuebles,	éstas	son	las	
de	la	vajilla	de	oro	y	plata	que	no	se	ocupa	todos

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