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1 LA POESÍA DE RAMÓN LÓPEZ VELARDE1 Esquema para situar la figura de López Velarde. 1.- Dentro de la tradición literaria, habría que ubicar a nuestro poeta como un epígono del modernismo, sin que haya ningún rasgo despectivo en esta denominación. Ramón López Velarde es el último de nuestros modernistas, cuyos procedimientos agota, a la vez que anuncia (y prepara) la vanguardia que está por venir. Es pues, un heredero directo de Gutiérrez Nájera, Amado Nervo, Efrén Rebolledo y José Juan Tablada. El momento definitorio del modernismo mexicano, a mi modo de ver, se da en 1893, cuando Carmelita Romero Rubio, la esposa de Porfirio Díaz, logra que Tablada sea desplazado de las páginas de El País por haber insertado ahí su explosivo poema “Misa negra”, que resultó intolerable para la élite que entonces detentaba el poder. Debido a esta expresión de censura, como si se “engallaran” ante la circunstancia, los modernistas se reagrupan y sacan a luz la Revista moderna, el órgano más importante de este movimiento, y al que no podemos concebir, dicho sea de paso, sin la presencia del pintor y dibujante Julio Ruelas. Reproduzco unos fragmentos del texto de Tablada, para evocar su tenor: “¡Noche de sábado! En tu alcoba / hay un perfume de incensario, / el oro brilla y la caoba / tiene penumbras de sagrario. (…) // quiero en las gradas de tu lecho / doblar temblando la rodilla / y hacer el ara de tu pecho / y de tu alcoba la capilla… // Y celebrar, ferviente y mudo, / sobre tu cuerpo seductor, / lleno de esencias y desnudo, / la Misa Negra de mi amor!” Esta mezcla de erotismo y religiosidad se tomó por una cosa sacrílega, que atentaba contra las buenas costumbres, y –todavía peor– contra el ideal de orden y progreso que animaban los porfiristas. A partir de entonces, a la poesía se la vio como una materia peligrosa, y el modernismo como movimiento quedó asociado para siempre a la palabra decadentismo, tan cara al pensamiento de Nietzsche. Nuestros modernistas son todos ellos, cuando menos en algún momento de su obra, decadentes confesos. Cuando propongo que se vea a López Velarde como un epígono del modernismo, solicito igualmente que se consideren los rasgos decadentistas, ya sea mórbidos o “degenerativos” que es posible detectar en muchos de sus textos, lo mismo en verso que en prosa, y que 1 Conferencia leída el 18 de junio de 2021 en el Museo de la Ciudad de Zacatecas, en el marco de las XXIV Jornadas Lopezvelardeanas organizadas por el Instituto de Cultura de Zacatecas. 2 se encuentran tanto en sus poemas más tempranos como en aquellos que señalan su madurez artística como escritor. 2.- Desde el punto de vista generacional, habría que considerar a López Velarde como uno más de los Ateneístas, al lado de Eduardo Colín (1880), José Vasconcelos (1882), Antonio Caso (1883), Alfonso Cravioto (1884), Carlos González Peña (1885), Julio Torri (1889) y Alfonso Reyes (1889). No perteneció a los fundadores de este círculo, es cierto, pero en términos cronológicos está dentro de él, y hay indicios suficientes para incluirlo dentro de esta órbita intelectual. En la Universidad Popular, proyecto impulsado por los Ateneístas, López Velarde sustentó el 26 de marzo de 1916 su conferencia titulada “La derrota de la palabra.” Al evocar los cursos impartidos por el ateneísta Antonio Caso, Manuel Gómez Morín recuerda: “En el inolvidable curso de Estética de Altos Estudios y en las conferencias sobre el Cristianismo en la Universidad Popular, estaban González Martínez y Saturnino Herrán y Ramón López Velarde…” En alguno de sus textos, el mismo López Velarde se declara adicto del magisterio filosófico de Antonio Caso: “En un año que tuve la buena fortuna de escuchar todos los sábados sus lecciones de estética, sólo en dos o tres ocasiones me pareció advertir que aceptaba algo convencional. (…) Su magisterio equivale a una conversación sutil en la capilla misma de la conciencia, y sus ideas, a un tiempo comedidas y vehementes, abren el vuelo bajo arcadas penumbrosas, con el eco tenue de Maeterlinck y de Bergson. Profesa y practica aquella sentencia de un elegante escéptico de nuestros días, según la cual el pensamiento es la más heroica de las aventuras humanas.” Considérese que en una de las prosas de El minutero, declara sin ambages su admiración por el autor de Estudios indostánicos: “Vasconcelos es uno de los hombres que he respetado con mayor amplitud.” A lo que añade esta declaración que me parece reveladora y a la vez estratégica: “…aunque pertenezco a la clase ingenua que cultiva la poesía, no me he confiado a los puntos de partida que es preciso aceptar gratuitamente para comenzar a saber.” Si esta adscripción es acertada, y yo creo que lo es, nos está haciendo falta, para entender mejor su obra, acercarnos al influyente libro de Caso, La existencia como economía y como caridad (1916) y a los libros de Vasconcelos que a no dudar conoció, como Pitágoras, una teoría del ritmo (1916) y El monismo estético (1918). 3.- Dentro de las tendencias culturales de su momento, habría que incluirlo dentro del grupo de los llamados “colonialistas”. Frente a la destrucción y la barbarie que afloraron con la Revolución, con la hambruna, el despojo y los 3 asesinatos y violaciones convertidos en moneda corriente, un grupo de intelectuales, entre los que se encontraban Artemio de Valle-Arizpe, Genaro Estrada, Julio Jiménez Rueda, Ermilo Abreu Gómez y Manuel Toussaint, promovieron el rescate de la grandeza colonial, entendida como una época de esplendor a cuya sombre vivimos. No tengo duda que López Velarde perteneció a este grupo, y el mejor testimonio de ello lo aporta la revista Pegaso, con quince números, que van de marzo a junio de 1917. Al lado de Enrique González Martínez y de Efrén Rebolledo, López Velarde aparece como uno de los directores de la misma. En la revista encontramos artículos sobre los restos de Hernán Cortés, sobre la Inquisición, y de manera abundante acerca de los monumentos coloniales que nos dan identidad, acompañados incluso con fotografías o dibujos de los mismos. Por alguna extraña razón, los críticos literarios hemos omitido estudiar esta revista que se adscribe a la línea “colonialista” antes mencionada y que muestra la simpatía con la que López Velarde consideraba estos temas. Por si faltara una posición explícita del poeta al respecto, cito estas palabras tomadas de El minutero: “La boga de lo colonial, hasta en los edificios de los señores comerciantes, indica el regreso a la nacionalidad.” El colonialismo, de esta suerte, tal y como lo entiende López Velarde, es una forma de recuperar la identidad nacional, amenazada por la indolencia nativa y por la influencia de una cultura extranjera. ¿Y esto cómo se refleja en la creación literaria? En mis pesquisas en torno a este asunto, encontré que lo que podría ser la columna vertebral de la concepción del poema “La suave Patria”, está tomada de un libro que frecuentaban precisamente los llamados “colonialistas”. Me refiero al Teatro de virtudes políticas de Carlos de Sigüenza y Góngora, texto escrito con el propósito de aconsejar al nuevo Virrey. Ahí aparece el término “diamantino” que le sirve al poeta para tramar uno de sus pareados más recordables: “Diré con una épica sordina / la patria es impecable y diamantina.” Pero de ahí está tomado también, no sólo el elogio de Cuauhtémoc como un héroe que puede doblarse pero no se quiebra, sino el título mismo del poema. La expresión suave patria, que le parece extraña y hasta un tanto absurda a Octavio Paz, pertenece a Farnesio, un escritor italiano, y se la recoge en un par de ocasiones en el texto de Sigüenza. 4.- En lo que respecta a su filiación política, López Velarde, que nunca fue partidario del régimen de Díaz,se afilió primero al Maderismo y más tarde colaboró con la presidencia de Venustiano Carranza, hasta que éste cayó asesinado por las huestes del General Álvaro Obregón. Era, no un “católico 4 liberal” (extraña contradicción en los términos), como lo define Marco Antonio Campos, sino un católico que creía en la Revolución. Llama a Madero “el hombre fenómeno”, y en una carta a su amigo de muchos años Eduardo J. Correa, le explica: “soy de abolengo maderista, de auténtica filiación maderista y recibí el bautismo de mi vida política en marzo de 1910, de manos del mismo hombre que acaba de libertar a México.” Poco más adelante, en este mismo documento de 1911, agrega: “Me dice usted en su carta que le parece que la Revolución sólo ha servido para cambiar de amos. Medite tranquilamente cómo vivimos hoy y cómo vivíamos antes y se convencerá que está equivocado, muy equivocado. No estaremos viviendo en una República de ángeles, pero estamos viviendo como hombres, y esta es la deuda que nunca le pagaremos a Madero.” Es cierto que de la mano de su amigo Correa militó en el Partido Católico Nacional, e incluso que fue candidato a una diputación por este partido. Con el propósito de hacer campaña, vuelve de modo fugaz a Jerez: “Soy llamado decadentista y apático”, relata él mismo con humor en una de las prosas de El minutero. Por una trapacería política, no ocupa el escaño que podría corresponderle. Este hecho, para su fortuna, lo aleja del círculo católico y lo aproxima al nuevo régimen, en el cual obtiene un empleo que se antojaría más o menos estable. Funge así como secretario particular del Secretario de Gobernación, Manuel Aguirre Berlanga, quien ocupa el puesto desde diciembre de 1916 hasta mayo de 1920. Con la caída de Carranza, López Velarde queda en el desempleo. Está en la chilla, más pobre que nunca. Una de las estrofas de “La suave Patria”, que dice: “Como la sota moza, Patria mía, / en piso de metal, vives al día, / de milagro, como la lotería,” puede entenderse también como el relato de una experiencia personal. A principios de 1921, Vasconcelos, en ese momento Rector de la Universidad, lo rescata y le ofrece un puesto como redactor de la revista El Maestro. Ahí aparecerá, como todos saben, el poema “cívico” que lo disparará a la consagración y a la gloria. 5.- En cuanto a su ubicación como escritor, creo encontrar dos etapas muy contrastantes. López Velarde se instala en la ciudad de México hacia 1914. Es para entonces un joven sin obra que aspira a darse a conocer por sus trabajos literarios. Con el apoyo de José de J. Núñez y Domínguez, director de Revista de Revistas, publica su primer libro, La sangre devota (1916), con una portada de su amigo Saturnino Herrán de clara filiación “colonialista”: una mujer de reboso, en un primer plano, y como fondo la cúpula señera de la iglesia de Churubusco. El poeta experimenta un éxito inmediato. Salvo los chicos díscolos 5 de la revista San-Ev-Ank, que publican una parodia sangrienta de su poema “A la gracia primitiva de las aldeanas”, prácticamente todos los círculos literarios de la ciudad acogen con beneplácito sus logros. No es todavía el gran poeta. Díaz Mirón, Amado Nervo y Tablada junto con González Martínez, son los dioses mayores de la escena poética, pero López Velarde surge como el joven valor y la mejor promesa, de la que mucho cabe esperar. No sólo había conocido a Tablada, quien le publica un poema, sino que ingresa al círculo de amigos de González Martínez. En 1917, éste le da el “espaldarazo” al invitarlo a que dirija con él la revista Pegaso. Hasta aquí, todo es miel sobre hojuelas. Pero en 1919 Velarde publica su segundo libro, Zozobra, un libro de inquietante madurez como ya lo denota su título. Para los lectores del día de hoy, me atrevo a sugerir, La sangre devota, pese a ser un libro notable, palidece ante la fuerza y la modernidad que campea en las páginas de Zozobra. Pero no lo vieron así sus contemporáneos. Baste indicar que quienes habían sido sus principales “padrinos”, tanto Núñez y Domínguez como González Martínez, se vieron obligados a publicar reseñas en que reprobaban con alguna violencia los excesos y las licencias que se permitía quien hasta esos momentos pasaba por ser uno de sus pupilos. De seguro muchos conocen estos pasajes de Núñez y Domínguez. Lo cito: “En dos años que han transcurrido desde la publicación de su primer libro, la metamorfosis ha resultado tremenda. Del poeta de La sangre devota al de “La doncella verde” (…) media una distancia sensible. El cantor de la vida provinciana que en su libro de introducción esbozó ciertas tendencias al <<versolibrismo>>, mostrando decorosas rebeldías hacia los cánones establecidos en materias prosódicas, extraviado ahora por el sendero de la extravagancia, acopla versos y más versos, atropellando deliberadamente el ritmo, ejecutando malabarismos musicales ingratos al oído, sutilizando la metáfora hasta convertirla en nebulosa, perdiéndose en la oscuridad de figuras incomprensibles a fuerza de quintaesenciarlas.” La crítica del “poeta del búho” es acaso todavía más tremenda, y no se ha difundido mucho, pese al liderazgo cultural que ejercía su autor. Entresaco un par de fragmentos. Reconoce González Martínez: “Tiene el autor de Zozobra una inquietud que es común hallar en ciertos líricos de los actuales tiempos: la inquietud de <<la sorpresa>>. Creo que de esto habló en alguna ocasión Guillaume Apollinaire. El ansia de esquivar el cliché poético y de huir del lugar común, sirve de estímulo para echarse a buscar lo inesperado y, lo diremos de una vez, lo despatarrante.” Más adelante, confirma: “…López Velarde no tiene 6 perceptible el don musical y construye con frecuencia versos cacofónicos saturados de un prosaísmo que, no por ser en ocasiones deliberado, deja de fatigar cuando el poeta insiste en dejarlo sin pulimento.” Tremendo dictamen. López Velarde incurre no sólo en prosaísmos, acaso inspirados en Laforgue, quisiera pensar, sino que éstos resultan ser “cacofónicos”, o sea, desagradables al gusto y ayunos de sentido musical. Para colmo de males, el autor de Zozobra tuvo un gesto de inesperada radicalidad, propia creo yo de los tiempos post-revolucionarios, que no podía pasar inadvertida: colocó en el mismo principio de su poemario, un soneto que había escrito en su honor su amigo Rafael López y que contenía unos chascarrillos enderezados ni más ni menos contra de la Academia Mexicana de la Lengua. González Martínez, académico ya, estaba obligado a reaccionar de manera defensiva: “Confieso que no creo, como el poeta que pone al frente del libro un magnífico soneto, en que las academias estén insomnes por estas cosas.” La sensación de fracaso que debió experimentar López Velarde hacia finales de 1919 es algo que nosotros no podemos imaginar. Un sector más que influyente de la comunidad literaria lo reprueba como poeta. Ha fracasado de manera reiterada en el amor. Fuensanta muere en 1917. Su gran amigo Saturnino Herrán, en 1918. Margarita Quijano, la soberbia y a la vez mística intelectual de la que se enamora, y cuya mano pide a sus padres, lo rechaza porque ella ha prometido desposarse con Cristo. Se habla con insistencia que padece una enfermedad venérea, y él mismo parece reconocerlo en su texto “La flor punitiva” que se incluye en El minutero. Lo salva, de momento, que tiene un trabajo en el gobierno, pero esto también se esfuma a mediados de 1920, con el asesinato de Carranza. Definitivamente, a López Velarde lo persigue la mala suerte. [En esto se parece a Walter Benjamin] 6.- ¿Quién es López Velarde? El éxito de su primer libro arroja luces que, en lugar de iluminar, velan la figura de su autor. Ahí tiene su origen el esquema del católico “bien portado”, que resulta ser un devoto de la provincia y que nos redescubre las bondadesy los atractivos de la tierra nativa. Ahí surge el mito del poeta sensitivo y a todas luces ingenuo. En un texto que me sigue pareciendo un escándalo de incomprensión crítica, José Gorostiza lo califica como payo. Para él, López Velarde es un desprevenido o un inocente que se asombra de todo y que todos los días descubre alguna novedad, así sea la de la patria. En una carta a Alfonso Reyes, Julio Torri lo considera un “buen lugareño autodidacta.” Antonio Castro Leal, por su parte, navega en un sentido análogo: 7 “Elevó a la categoría de tema poético las emociones y los encantos de la vida provinciana.” Reconoce, sin embargo, una cierta complejidad cuando observa, es cierto que en términos muy esquemáticos: “En un estilo original (…), cantó con fervor y novedad la lucha entre las tentaciones de la carne y los anhelos del alma.” Quien introdujo un cambio radical en esta percepción es Xavier Villaurrutia. En un ensayo que se ha convertido en clásico, deplora que López Velarde siga siendo para muchos de sus lectores “un simple poeta católico que expresa sentimientos simples.” Esgrimiendo un pasaje de André Gide, replica Villaurrutia: “Lo único que permite creer en los sentimientos simples es una manera simple de considerar los sentimientos.” En efecto, López Velarde se nos aparece el día de hoy como una de las inteligencias más avezadas y más complejas que ha habido en la historia de nuestras letras. No presumía de los libros que había leído, pero de seguro no eran pocos, y como sor Juana podía escribir en latín. La cultura bíblica de ambos escritores –ya que he mencionado a sor Juana– era inmensa, no fueron ajenos a las sutilezas de la teología, y había en ellos una enorme capacidad de cavilación. Su cerebro fosfórico, podría decirse, no descansaba nunca. ¿Dónde surge la vocación poética de López Velarde? Deduzco que ella se encuentra ligada con su aspiración adolescente de convertirse en sacerdote.2 Hay un antecedente familiar: su tío, Inocencio López Velarde, lo era. Sus padres, José Guadalupe López Velarde y María Trinidad Berumen, prosiguiendo por este camino, lo envían un año al Seminario Conciliar de Zacatecas, y de ahí lo instalan en el Seminario de Aguascalientes, donde concluye sus estudios en agosto de 1902, cuando tiene catorce años. Da la casualidad que el señor rector del primer Seminario, de quien recibe fuerte impresión, Domingo de la Trinidad Romero (por cierto, lleva el “Trinidad” de la madre), escribe versos. ¿Esto impulsa al adolescente a realizar sus primeros pinitos líricos? Yo conjeturo que sí. Su formación de seminarista lo acompaña toda la vida y se mezcla con el todo de sus pensamientos. Así lo da a entender muy pronto, en un hermoso soneto que él no incluyó en libro, pero que José Luis Martínez rescata en la sección de “Primeras poesías” de su edición de las Obras que preparó para el Fondo de Cultura Económica. Lo leo: Del Seminario 2 Así lo declara López Velarde en uno el poema que titula “A Sara”. Ahí refiere “la inaudita / buena fe con que creí mi sospechosa / vocación, la de un levita.” 8 Hoy que la indiferencia del siglo me desola Sé que ayer tuve dones celestes de contino, Y con los ejercicios de Ignacio de Loyola El corazón sangraba como al dardo divino. Feliz era mi alma sin que estuviese sola: Había en torno de ella pan de hostias, el vino De consagrar, los actos con que Jesús se inmola Y tesis de Boecius y de Tomás de Aquino. ¿Amor a las mujeres? Apenas rememoro Que tuve no sé qué sensaciones arcanas En las misas solemnes, cuando brillaba oro De casullas y mitras, en aquellas mañanas En que vi muchas bellas colegialas: el coro Que a la iglesia traían las monjas Teresianas. Los ejercicios espirituales, la persistente inmolación de Jesús, las albricias celestes experimentadas a cada momento, las tesis teológicas de Boecius y Tomás de Aquíno… y como nota que discuerda, el calosfrío ignoto que le producían las colegialas que iban de visita. En todo caso, si la vocación religiosa le descubrió la poesía, la poesía a su vez le develó que tal vocación era insostenible. ¿Cómo negar, como reprimir las “sensaciones arcanas” que las jovencitas le provocaban? Villaurrutia, que llegó a conocerlo, proporciona esta estampa inolvidable: “Algo había en su figura que hacía pensar, indistintamente, en un liberal de fines del siglo pasado y en un sacerdote católico de iglesia del interior, que gozara de unas vacaciones en la capital.” En La sangre devota, en efecto, más de un poema nos deja la sensación de que pudo haber sido escrito por un sacerdote. Pero habría que agregar en seguida: un sacerdote réprobo. Es el caso de “A la Patrona de mi pueblo”, donde escribe: “Señora: llego a Ti / desde las tenebrosas anarquías / del pensamiento y la conducta…” “Y entro / a tu Santuario, como un herido / a las hondas quietudes hospicianas / en que solo se escucha / el toque saludable de una esquila.” Muy pronto esta devoción a la Virgen aparece ahí 9 mismo, en el poema, como una devoción supletoria: lo que más le conmueve al poeta, es que esta Virgen conforta las aflicciones de una jovencita que es “la dueña ideal de mi primer suspiro.” Otra vez los calosfríos ignotos. En otro poema de La sangre devota, se imagina a sí mismo en la figura de un Cristo a quien crucifica su amor imposible: “La corona de espinas, / llevándola por ti, es suave rosa / que perfuma la frente del Amado. // El madero pesado / en que me crucifico por tu amor / no pesa más, Fuensanta, / que el arbusto en que canta / tu amigo el ruiseñor / y que con una mano / arranca fácilmente el leñador. // Por ti estar enfermo es estar sano…” Todo decadentista estaría de acuerdo: el amor es una enfermedad. Algún rasgo mórbido, un toque de fetichismo, un componente sádico o masoquista, la imposibilidad misma del amor vivida como un bálsamo, la pasión necrofílica, en fin, acompañan de algún modo el amor decadente. Es el amor como sumisión y como sometimiento. Cito del poema “Para tus pies”: “Hoy te contemplo en el piano, señora mía, Fuensanta, / las manos sobre las teclas, en los pedales la planta, / y ambiciona santamente la dicha de los pedales / mi corazón, por estar bajo tus pies ideales.” Antes de finalizar con La sangre devota, quisiera aludir a una suerte de soneto que ha pasado inadvertido y que desmiente en apretadas catorce líneas la ingenuidad y el arraigo provinciano que se supone recorren el libro de principio a fin. Se trata de un texto acaso demasiado “prosaico” y corriente, al grado que muy poco se repara en él. Texto de paso escrito o pensado, por decirlo así, en un hotel de paso (esto no tiene que ser cierto en sentido estricto), y en el que se respira una atmósfera obsolescente, de ruina, corruptela y caducidad. Se titula “Noches de hotel”, lo transcribo: Noches de hotel Se distraen las penas en los cuartos de hoteles Con el heterogéneo concurso divertido De yankees, sacerdotes, quincalleros infieles, Niñas recién casadas y mozas del partido. Media luz… Copia al huésped la desconchada luna En su azogue sin brillo; y flota en calendarios, En cortinas polvosas y catres mercenarios 10 La nómada tristeza de viajes sin fortuna. Lejos quedó el terruño, la familia distante, Y en la hora gris del éxodo medita el caminante Que hay jornadas luctuosas y alegres en el mundo; Que van pasando juntos por el sórdido hotel Con el cosmopolita dolor del moribundo Los alocados lances de la luna de miel. ¿Dónde quedó el “lugareño autodidacta” que mencionaba Torri? ¿Dónde el apego a los parientes y a la tierra natal? El personaje que habla en el poema, desde esa habitación polvosa en la que hay un espejo desconchado que aduras penas lo refleja, parece más bien un “nómada” que se despide de ellos, que les dice adiós, acaso para siempre. Se mezclan sin concierto, y reunidos acaso por el azar, las recién casadas y las prostitutas, al lado de toda suerte de personajes más bien sórdidos: yankees en viaje de negocios, sacerdotes, quincalleros infieles. Es la hora del “éxodo” como afirma la voz de quien se define como un “caminante” (Ein Wanderer, dirían en alemán). Precisa meditar en ello, y el poema es justamente esa meditación. ¿Y cómo se define este “nómada”, este “caminante”? –Se define no como un sujeto provinciano y feliz, sino a la vez y sin pausa como un moribundo y un cosmopolita. Su dolor, en todo caso, no es un dolor con raíces en el terruño, está por encima de él. Por ello desfilan aglomerados por el sórdido hotel “con el cosmopolita dolor del moribundo, / los alocados lances de la luna de miel.” Este poema, solitario e inesperado, a mi modo de ver, deconstruye toda la retórica que hemos creído encontrar en La sangre devota. Pone en crisis la imagen que nos hemos formado del primer López Velarde, y nos invita a considerarlo desde un punto de vista más ecuménico, como escribiría él mismo, o más universal, si lo ponemos en nuestros términos. No puedo dejar de pensar, al evocar su atmósfera decadente, en un célebre soneto de Mallarmé. Es de noche, domina cierta tiniebla y el dueño del caserón se ha ido a recoger lágrimas a la laguna Estigia. En el abandono de las habitaciones no ocurre nada, tan sólo la cintilación de unas estrellas que se desliza por la ventana orientada hacia el norte y que acaba por refluir en el espejo. La “desconchada luna” de que habla el poema de López Velarde me hace pensar en él. ¿Conoció López Velarde este soneto de Mallarmé? No he podido encontrar ninguna traducción de este texto 11 en las revistas literarias de la época, pero no se me escapa que ya en las páginas de la Revista Moderna, hacia el año de 1900, podían encontrarse textos acerca de este poeta cumbre del simbolismo francés. No es imposible que López Velarde tuviera alguna noticia de ello. 7.- Zozobra, aunque ofrece una imagen muy compleja del autor, quien realiza audaces exploraciones en su lenguaje y se adentra mejor que nunca en los laberintos de la sexualidad y la muerte, y a veces hasta del misticismo3, resulta en cierto sentido una continuación o una prolongación de La sangre devota. De los cuarenta textos que lo componen, diez y seis son de inspiración provinciana, contra poco más de veinticuatro que surgen y se ubican en el espacio de la gran ciudad. Creo que existe un cuidadoso vaivén en la disposición de los poemas, de modo que sin regla fija los provincianos y los citadinos alternan en buena lid, en un constante “sube y baja” que no admite solución de continuidad. El libro se abre con un poema que registra la enfermedad y muerte de Fuensanta, sigue con un texto de amor de toques campesinos, se continúa con una nostálgica evocación del pozo que había en la casa familiar de Jerez, y contrasta en seguida con un texto en que emerge la figura de Margarita Quijano. Se trata de una suerte de encuentro en el tranvía. El poeta y la mujer no han sido presentados y no conversan entre sí, pero alguien ofrece a la dama un periódico, y ella con suavidad le dice: “¿Para qué me das esto?” Este coloquialismo, esta frase del lenguaje habitual, que no tenía todavía carta de aceptación en la poesía, le da pretexto a López Velarde para fraguar su poema. En esta alternancia composicional se construye Zozobra. La figura de Margarita Quijano se sugiere en al menos ocho poemas del libro, y a veces esto se vincula con algún tipo de innovación en el lenguaje. En “Dia 13”, por ejemplo, podría destacarse el contraste entre la imaginería bíblica y la súbita aparición de una metáfora que podría ser futurista, acaso la primera de este tipo en nuestra literatura. La mujer viste de negro. No obstante, asegura el poeta “Tu tiniebla / guiaba mis latidos, cual guiaba / la columna de fuego al israelita.” Quien conozca el Pentateuco, sentirá la potencia de la imagen. Al concluir el texto, refiriéndose de nuevo al luto de la mujer, el poeta menciona: “su falda lúgubre era un bólido”. Bólido, esto es, un aerolito, pero de igual modo, según el uso de la época, un automóvil muy veloz. 3 El temperamento erótico del poeta, observa Carlos Monsiváis, está “nutrido por el Cantar de los cantares y por San Juan de la Cruz…” Carlos Monsiváis, La cultura mexicana en el siglo XX. México, El Colegio de México, 2010, p. 83 12 En “La niña del retrato”, también inspirado en Margarita Quijano, López Velarde ensaya con el dístico y con el terceto monorrimo. “Boca en bisel, como un espejo afable / que no hable… // Medias de almo color, para que vaya / por la cernida arena de la playa…” Transcribo el terceto construido con una sola rima consonante: “Las deleznables manos, / que cavan pozos enanos, / son carceleras de los océanos.” El poema –en este sentido, confesional– inicia con las lágrimas que habría derramado una madrugada el poeta al contemplar fijamente el retrato de la dueña de sus suspiros, otro más, o quizás el último, de sus amores imposibles, y concluye con uno de los versos más angustiosos y violentos de la historia de nuestra poesía: “Niña (…) yo te leía / al borde de una estrella, / leyéndote mortífera y vital; / y absorto en el primor de la lectura / pisé el vacío… / Y voy en la centella / de una nihilista locura.” ¿Qué es la zozobra para López Velarde? ¿Y de qué o a causa de qué zozobra en este caso el poeta? Con los citados versos podemos ya empezar a experimentarlo. El poeta no monta esta vez el potro de los desvaríos, es mucho más que eso, se diría que trasiega, solo y su alma, en la centella / de una nihilista locura. La mujer, ahora y siempre, es ese rayo que lo hace rodar en el despeñadero de la nada. Imposible no remitirse al lenguaje de Nietzsche. El pensador alemán ha hecho todo un tema del nihilismo, y es esta la llave hermenéutica con la que ha estudiado la evolución del hombre desde los griegos. No recuerdo que López Velarde haya citado a este autor en alguno de sus escritos, pero no se me negará que Nietzsche estaba en el aire de la época desde los tiempos de Ruelas y de la Revista Moderna, que Antonio Caso habría de volverlo tema de una de sus conferencias en el Casino de Santa María (1907) y que el gran Justo Sierra, en el discurso con el que inaugura la Universidad Nacional (1910), había sacado a colación a Nietzsche desde el primer párrafo de su alocución. Un católico nihilista, se estará de acuerdo conmigo, es de plano una imposibilidad filosófica, y la expresión, si bien se la calibra, remite a un desgarramiento (¿o sería mejor decir: a un desquiciamiento?) del que no teníamos la menos idea. Pero que ahí está. Entre los poemas que tienen relación con la provincia, me gustaría referirme a dos en los que aparece, de modo implícito en el primero, y de modo explícito en el segundo, una crítica a los estragos causados por la Revolución Mexicana. Se trata de “Las desterradas” y de “A las provincianas mártires”. Las emigradas vienen de Morelia, de Toluca, de Durango, de San Luis; es obvio, vienen huyendo de la violencia revolucionaria y experimentan algún tipo de penuria y desazón. El poeta, que acaso las ha visto en el mercado, lo resume en 13 un dístico: “Propietarias de huertos y de huertas copiosas, / regatean las frutas y las rosas.” Las mujeres han sido desclasadas y no nada más desplazadas. Cuando algunos críticos mencionan “A las provincianas mártires” destacan el notable dístico con el que inicia el poema: “Me enluto por ti, Mireya, / y te rezo esta epopeya.” Mireya, en efecto, acaso tiene que ver con la larga historia de las persecuciones religiosasen otras épocas y otros continentes. Lo que me impresiona a mi es la comunión del poeta con el dolor de estas mujeres que han tenido que huir de “las facinerosas tropelías.” Denuncia López Velarde, en una estrofa que entresaco, y que me parece muy exacta: “Gime también esta epopeya, escrita / a golpes de inocencia, cuando Herodes / a un niño de mi pueblo decapita.” La alusión a la historia bíblica sirve para reforzar el sentido de la protesta. Los poemas que López Velarde coloca al final de su libro tienen un aire necrofílico que sorprende si tomamos en cuenta la edad del poeta. López Velarde se siente asediado por la muerte, imagina que muy pronto habrá de ser como un pelele recluido en un hospital, que la fuerza del erotismo se le habrá desvanecido y ruega a la Tierra que le otorgue la humildad para aceptar ese estado: “Si las victorias opulentas / se han de volver impedimentas, / si la eficaz y viva rosa / queda superflua y estorbosa, / oh, Tierra ingrata, poseída / a toda hora de la vida: / en esa fecha de ese mal, / hazme humilde como un pelele / a cuya mecánica duele / ser solamente un hospital.” Un comentario de Zozobra que no se detenga en “Mi corazón se amerita…”, texto tramado en alejandrinos que el autor le dedica a su amigo Rafael López, y que me parece de interés por su contenido poetológico, dado que en él se discierne qué tipo de poeta quisiera (pero no puede ser) López Velarde, queda necesariamente incompleto. Lo sé, pero por razones de tiempo, lo dejo para mejor ocasión. Lo que sí quisiera hacer notar es que el texto con el que López Velarde decide concluir su poemario, “Humildemente”, no sólo es un último regreso a la provincia, sino que también es una sentida oración dirigida al Señor. De seguro muchos de ustedes conocen este famoso arranque: “Cuando me sobrevenga / el cansancio del fin, / me iré, como la grulla / del refrán, a mi pueblo / a arrodillarme entre / las rosas de la plaza, / los aros de los niños / y los flecos de seda de los tápalos.” Las palabras finales están dirigidas a Cristo, en efecto, y constituyen por su forma y su contenido una oración, una plegaria, y también la expresión de una última voluntad: “Señor, mi temerario / corazón que buscaba / arrogantes quimeras, / se anonada y te grita / que yo soy tu juguete 14 agradecido.” Para concluir, un poco más adelante: “Todo está de rodillas / y en el polvo las frentes; / mi vida es la amapola / pasional, y su tallo / doblégase efusivo / para morir debajo de tus ruedas.” Que así sea. Esta conclusión de algún modo “regresiva”, este retorno al “útero” materno, no anula las osadías lingüísticas con las que López Velarde, acaso sin saberlo, anticipó las conquistas de la vanguardia. ¿Cultivó el verso libre? Pareciera que en algunos pasajes lo prefigura, sugiriendo que su verso es parte de una conversación, pero no estimo que la respuesta pueda ser conclusiva. Sí enriqueció su lenguaje, en cambio, con términos tomados de arduas disciplinas como la geografía, la física, la astronomía, las matemáticas, el sicoanálisis y la filosofía, sin olvidar en alguna ocasión el lenguaje de la política militante. Zozobra es, a este respecto, su libro más propositivo. Ya referí, en párrafo anterior, la sorpresiva aparición de una metáfora futurista, y es posible detectar otros pasajes que incorporan o aclimatan términos tomados de diversas disciplinas del conocimiento humano. Transcribo unos ejemplos: “corazón retrógrado”, “campanadas centrífugas”, “subconsciente pánico”, “carrera logarítmica”, “periférica y central”, “humanidad giratoria”, “perímetro jovial”, “acueducto infinitesimal”, “activo quietismo”, “transformismo”, “tableteo del rayo”, “guarismo tornasol”, “multánimes giros”, “talones tránsfugas”, “edén subvertido”, “muchachita hemisférica”, “idilio proletario”, “brizna heteróclita”, “pitagóricas rodillas”, “hidráulica querella”, “cuerpos universales”, “barómetro lúbrico” (dos esdrújulas continuas), “era omnícroma la primavera” y la antes mencionada “nihilista locura.” 8.- Alfonso García Morales, uno de los académicos que mejor ha investigado y difundido la obra de López Velarde, advierte la deliberada resonancia del Ille ego qui quondam virgiliano (“Yo soy aquel que en los pasados tiempos…”) en el arranque de “La suave Patria”. Tiene razón, por supuesto, el zacatecano conocía bien el texto en latín desde sus tiempos en el Seminario, y hasta elaboró un trabajo escolar acerca del mismo. Esta alusión filológica, empero, deja de lado lo que para mí es lo más digno de señalar: la expresión de una cierta incomodidad del poeta. Le piden un poema heroico y él lo que sabe hacer son poemas de naturaleza lírica; solicitan que engole la voz y él detesta a los Gargantúas del verso; le piden que cante como un bajo o como un barítono y él es y será siempre, a lo mucho, un tenor lírico. Para escribir su poema, López Velarde está conminado a forzar la voz, y no tendrá otro remedio que “dar gato por liebre.” Así lo declara cuando anticipa una épica sordina y el consecuente trabajo de “imitación” (es decir, de enmascaramiento) que deberá de llevar a 15 buen puerto. El resultado es un híbrido, un poema pretendidamente “civil” que renuncia a la “objetividad” histórica y aborda el asunto desde la irrenunciable subjetividad del poeta lírico. “La suave Patria” comienza con un “yo” estentóreo que no dejará de pespuntear a lo largo del texto, con lo que invita al lector a convertirse en cómplice de sus hallazgos y sus iluminaciones. Sí, lo expreso bien, son los hallazgos de una subjetividad en acción. Hay algo escenográfico en el texto, que evoca una lectura pública, realizada a la mitad del foro. Por ello inicia con un “Proemio” para seguirse con un “Primer acto” y un “Segundo acto”, separados éstos por una suerte de “entremés” o “Intermedio”. El núcleo fundamental de poema, y el que consolida su enorme valor, creo yo, es esta “divagación” dedicada a Cuauhtémoc. Nuestro romántico Rodríguez Galván, y Rafael López, amigo muy próximo al zacatecano, habían abordado antes esta figura mítico-histórica. Lo radical es la elección estética de que se sirve López Velarde, al indicar que ningún otro personaje de nuestra historia cumple los requisitos del criterio artístico. Cuauhtémoc se convierte en una clave estratégica de nuestra nacionalidad. De forma anacrónica y hasta absurda, y haciendo propia la visión que adelantaba Sigüenza y Góngora en su Teatro de virtudes políticas, el rosal español se inclina ante el nopal indígena. ¡Tendría que ser al revés, por supuesto, según los reflejos de un colonialismo interiorizado! Pero no sucede así. Este es el giro genial que vuelve admirable a “La suave Patria”. El castellano mismo, el lenguaje de los conquistadores, gracias al toque indígena queda “imantado” y puede funcionar como la fuente de un catolicismo nativo, el cual, por supuesto, nos caracteriza. De tal suerte, la lengua del mexicano deviene “cantarina”, sabe “gorjear” y “trinar”, con lo que “imanta” al idioma del blanco, y esto justifica que en otra sección de su texto, el poeta sostenga que las aves hablan nuestro mismo idioma. Nadie antes había atrevido un elogio tal. Pero, ¿por qué Cuauhtémoc? Porque padeció un bárbaro interrogatorio y soportó con estoicismo el fuego que le quemaba los pies. Se rindió, es cierto, pero no se quebró, al revés, se diría que se creció con el castigo. Este es el ejemplo sublime que funda nuestra nacionalidad. No tuvo que cubrirse el rostro como una vez hizo el César, al revés, su efigie desnuda se levanta por encima del tiempo gracias a esta capacidad para el padecimiento, a esta suerte de impasibilidad con que se sobrepone al dolor infligido, no por los dioses, sino por los hombres: No como a César el rubor patricio 16 Te cubre el rostro en medio del suplicio: Tu cabeza desnuda senos queda, Hemisféricamente, de moneda. Este par de magníficos pareados, dan lugar a la única rectificación que realiza López Velardo a lo largo de su poema. Y esta rectificación, me parece, está llena de consecuencias. Como corrigiéndose a sí mismo sobre la marcha, el poema añade en la siguiente estrofa: “Moneda espiritual en que se fragua / todo lo que sufriste…” Es obvio que López Velarde no alude a una moneda común y corriente, por eso se ve precisado a declarar que él habla, en dado caso, de una moneda espiritual, la más valiosa de todas, pero también la única que podría fundar la comunidad de los hombres, quiero decir, la de los mexicanos. ¿Cómo es esta moneda comunitaria que nos hace ser mexicanos? ¿Dónde puedo conseguir o apropiarme de una? –Aquí cifra López Velarde el mayor de sus hallazgos, que acaso ha pasado inadvertido. Esta moneda no existe, como podríamos creer, no “está ahí” como un objeto de bronce o de metal precioso que es posible mercar en un Banco. Esto sería descender a la baratija. En la medida en que es espiritual, esta moneda no puede existir si nosotros mismos antes no la forjamos al interior de nuestras conciencias. En esa moneda, para ser literales, se forja hoy lo que habría sufrido Cuauhtémoc en el pretérito para poder dar origen a nuestra nacionalidad. Somos nosotros los responsables de forjar y de mantener viva esta moneda, y de conservarla en circulación de modo que no fenezca. Más allá del tema “nupcial” que recorre los versos de “La suave Patria”, es en estos pasajes donde se decide la filosofía del poema, y ésta es una filosofía del sacrificio y el dolor, pues tanto el uno como el otro, se colige, tienen un valor formativo. Sí, así es, formativo de nacionalidad. Si en la economía de todos los días, absorta en el pragmatismo, se busca el máximum de provecho con el mínimum de esfuerzo, según enseña Antonio Caso en La existencia como economía y como caridad, el sacrificio implica para el filósofo mexicano un máximum de esfuerzo con un mínimo de provecho. Sostiene Antonio Caso: “El bien no es un imperativo, una ley de la razón, como lo pensó Kant, sino un entusiasmo. No manda, nunca manda, inspira; no impone, no viene de fuera, brota de la conciencia íntima, del sentimiento que 17 afianza sus raíces en las profundidades de la existencia espiritual.”4 Ahí mismo escribe, interpretando de manera más que personal el llamado superhombre de Nietzsche, que la característica que lo singulariza es la magnitud del sacrificio. Es decir, máximum de esfuerzo con un mínimum de provecho. Para Caso, si lo puedo resumir en un solo renglón, el verdadero superhombre de Nietzsche no es algo que esté por llegar, sino algo que ya existió hace muchos siglos en la figura de Jesucristo. Esto nos remite de modo inevitable a lo que señala Pablo en su Epístola a los hebreos: “Y aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia.” (5, 8) Esto no es otra cosa sino la Bildung del dolor. Formado y forjado en el cristianismo, y gran lector de la Biblia, no debe sorprendernos que López Velarde se haya apoyado en estos filosofemas para ponderar mejor el valor de Cuauhtémoc y el sentido profundamente histórico de su sacrificio. Evodio Escalante 15/06/2021 4 Antonio Caso, La existencia como economía y como caridad. Ensayo sobre la esencia del cristianismo (1916), en Antonio Caso, Obras completas, III. La existencia como economía, como desinterés y como caridad. Pról. de José Gaos. México, UNAM-Dirección General de Publicaciones, 1972, p. 17
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