Logo Studenta

Libro-DarAo-CrAnicas-viajeras

¡Este material tiene más páginas!

Vista previa del material en texto

Rubén Darío. Crónicas viajeras
Derroteros de una poética
Edición, prólogo y notas de Rodrigo Javier Caresani
Rubén Darío. Crónicas viajeras
Derroteros de una poética
LIBROS DE CÁTEDRA LC
Cátedra: Literatura Latinoamericana I
Editorial de la Facultad de Filosofia y Letras
Libros de Cátedra
Edición: Martín G. Gómez
Diseño de tapa e interior: Magali Canale y Fernando Lendoiro
Caresani, Rodrigo
 Rubén Darío : crónicas viajeras : derroteros de una poética . - 1a ed. - Buenos Aires : Editorial de la 
Facultad de Filosofía y Letras Universidad de Buenos Aires, 2013.
 338 p. ; 20x14 cm. 
 ISBN 978-987-1785-96-4 
1. Estudios Literarios. 2. Poesía. I. Título
CDD 807
ISBN: 978-987-1785-96-4
© Facultad de Filosofía y Letras, UBA, 2013
Subsecretaría de Publicaciones
Puan 480 - Ciudad Autónoma de Buenos Aires - República Argentina
Tel.: 4432-0606, int. 213 – editor@filo.uba.ar
facultad de filosofía y letras de la universidad de buenos aires
Decano
Hugo Trinchero
Vicedecana
Leonor Acuña
Secretaria 
Académica
Graciela Morgade
Secretaria de Supervisión 
Administrativa
Marcela Lamelza
Secretario de Extensión 
Universitaria y Bienestar 
Estudiantil
Alejandro Valitutti
Secretario General
Jorge Gugliotta
Secretario de Posgrado
Pablo Ciccolella
Subsecretaria 
de Bibliotecas
María Rosa Mostaccio
Subsecretario 
de Publicaciones
Rubén Mario Calmels
Subsecretario 
de Publicaciones
Matías Cordo
Consejo Editor
Amanda Toubes
Lidia Nacuzzi
Susana Cella
Myriam Feldfeber
Silvia Delfino
Diego Villarroel
Germán Delgado
Sergio Castelo
Directora 
de Imprenta
Rosa Gómez
Versión digital: Ed. María Clara Diez, Ed. Paula D'Amico
El documento se navega 
a través de los 
marcadores.
https://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/4.0/
Retrato a pluma de Rubén Darío, por Eduardo Schiaffino. 
Fuente: Eduardo Schiaffino, La pintura y la escultura en Argentina (1783-1894). Buenos Aires, 
edición del autor, 1933, p. 317.
7
Agradecimientos
Agradezco, en primer lugar, a Beatriz Colombi, principal 
impulsora y guía de este proyecto. A Delfina Muschietti, lú-
cida tutora y maestra. A mis colegas de la Cátedra de Litera-
tura Latinoamericana I, por el diálogo de siempre. A Jorge 
Eduardo Arellano, Director de la Academia Nicaragüense 
de la Lengua, por el constante intercambio de lecturas. Las 
siguientes instituciones ofrecieron el acceso al material de ar-
chivo y hemerográfico consultado: Hemeroteca de la Biblio-
teca Nacional, Biblioteca Prebisch, Biblioteca Tornquist, He-
meroteca de la Biblioteca del Congreso Nacional, Biblioteca 
de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Bue-
nos Aires y Biblioteca de la Academia Argentina de Letras. Fi-
nalmente, mi agradecimiento a los compañeros del grupo de 
investigación “Relaciones interartísticas en el modernismo 
latinoamericano: poesía, crónica y crítica de arte en el fin de 
siglo (1880-1920)” de la UBA, Silvina Alonso, Federico Fraio-
li, Germán Gallo, Sofía Somoza y Georgina Wloch, atentos 
interlocutores en la pasión por el modernismo. Nuestro es-
fuerzo va dedicado, como humilde homenaje, a la memoria 
de Susana Zanetti.
9
Prólogo
Rodrigo Javier Caresani
El arte del cronista viajero
Los viajes son bienhechores y precisos para los poetas. “Navegar es 
necesario; vivir no es necesario.” Navega, pues, para venir a esta Europa 
que todos ansiamos conocer. La moderna literatura nuestra está llena 
de viajeros. Casi no hay poeta o escritor nuestro que no haya escrito, en 
prosa o en verso, sus impresiones de peregrino o de turista. Se pasa, como 
Robert de Montesquiou, “del ensueño al recuerdo”. Como todo está dicho, 
en lo que se refiere a lo contenido en ciudades y museos, no queda sino la 
sensación personal, que siempre es nueva, con tal de apartar la obsesión 
de autores preferidos y la imposición de páginas magistrales que triunfan 
en la memoria. Es esto difícil, antes de que la tranquilidad de la vida 
reflexiva llegue.
Rubén Darío, Prólogo a Hombres y piedras. Al margen del Baedeker, 
 de Tulio M. Cestero, 1907
De Nicaragua a Chile, de una Buenos Aires “Cosmópolis” a 
la París capital del siglo XIX —entre idas y venidas, partidas y 
regresos—, el nomadismo dariano perfila el ansia de moder-
nidad de un proyecto estético sin precedentes en la lengua 
española. Si, como ha señalado Octavio Paz, lo único que el 
modernismo afirma es un lenguaje en perpetuo movimiento, 
Rodrigo Javier Caresani10
resulta pertinente la pregunta por los modos de inscripción 
de una escritura de la errancia en la textualidad de la crónica 
dariana. ¿Qué rasgos definen la singularidad de esta prosa 
instauradora de una de las vías hegemónicas para el relato 
moderno de viaje en el fin de siglo latinoamericano? ¿Des-
de qué tramas y con qué tropos se construye el locus móvil 
de enunciación que funciona como condición de posibilidad 
de esta poética? ¿Cómo aproximarse a las conexiones de una 
escritura con las violentas transformaciones de una moderni-
dad desigual, periférica, desencontrada? En suma, ¿cómo leer 
el signo ideológico del desplazamiento dariano sin aplanar 
sus múltiples valencias? Estos complejos interrogantes toda-
vía interpelan a la crítica contemporánea y podrían estimular 
nuevas lecturas de esa vasta y excepcional obra en prosa que 
esta antología condensa y reordena en un conjunto de conste-
laciones provisorias.1
No parece casual que una de las vías de reflexión más ex-
plotadas en los asedios a la crónica modernista sea la que re-
laciona esta textualidad con los atributos de la experiencia 
urbana en el fin de siglo. Si la ciudad es el espacio moderno 
por excelencia, el lugar por el que circulan los temas privi-
legiados de la Modernidad —las transformaciones técnicas 
que acortan las distancias (desde el telégrafo hasta los ferro-
carriles), la reproductibilidad técnica de la imagen, la nue-
va circulación de la información en periódicos y revistas, la 
constitución de la opinión pública, entre tantos otros—, la 
crónica traduce y reinventa esa geografía bajo sus propios 
parámetros. Refiriéndose a los escritores del modernismo 
latinoamericano, pero sobre todo al proyecto de Darío des-
de su llegada a Buenos Aires en 1893, Ángel Rama anota:
1 En la bibliografía de este trabajo se repone la notable variedad de posiciones dentro de la crítica dariana, 
sin ánimo de agotar en ello un estado de la cuestión. Las líneas que siguen procuran entradas a gran 
escala para atravesar el corpus de la antología, mientras que el aparato de notas al pie de las crónicas 
presenta ejes concretos de análisis y bibliografía específica. Todas las citas y referencias reenvían, en 
adelante, a ese listado.
Rubén Darío. Crónicas viajeras 11
La vulgaridad de las ciudades latinoamericanas que cum-
plían a fin de siglo el “boom town” no fue menor que la de 
las ciudades europeas y norteamericanas y, si cabe, fue aun 
mayor lo informe de un crecimiento que carecía de la pla-
nificación de un Haussman y que sólo respondía a las ur-
gencias del momento dictadas desde el exterior (...). Contra 
ese telón de fondo también se edifica el arte riguroso de los 
escritores de la modernización. (Rama, 1985b: 54)
En el cierre del que podría considerarse uno de los umbrales 
de la literatura latinoamericana moderna —“Yo persigo una 
forma...”, el último poema de Prosas profanas— Darío se pregun-
ta por el carácter evanescente de la forma artística. Ahora bien, 
enfrentado al “amasijo desordenado de la vida popular ame-
ricana” (Rama, 1985b: 55), el anhelo desesperado del soneto 
—“Y no hallo sino la palabra que huye”, dice el primero de sus 
tercetos— se articula desde el rigor de la forma, la exactitud del 
diseño, la precisión de la escritura. Las crónicas darianas, en su 
avasallante diversidad, admiten una lectura en esta misma cla-
ve, es decir, como respuesta “rigurosa” al drama de una expe-
riencia en fuga, al crecimiento informe de las nuevas ciudades, 
a sus ritmos vertiginosos y fragmentarios. En elcamino hacia 
una hipótesis que permita describir las aristas de esa “forma”, 
nuestra perspectiva amplía los alcances de la célebre intuición 
de Pedro Salinas y postula que la prosa dariana asimila o narra-
tiviza esa experiencia a partir de la configuración recurrente 
—casi obsesiva— de “paisajes de cultura”.2
El cronista viajero —quizá como nunca antes en la tradi-
ción de los viajeros latinoamericanos— diseña su itinerario 
2 Salinas introduce la categoría en el capítulo “El jardín de los pavos reales” de su ensayo La poesía de 
Rubén Darío —publicado por primera vez en 1948— y restringe el alcance de su funcionamiento al 
verso, con lo que inaugura un eje de lectura para la poética de Prosas profanas que ha sido retomado 
hasta el cansancio por la crítica. Allí escribe: “Crea entonces Rubén unos ambientes concretados en unos 
paisajes que no son naturales, sino ‘culturales’, porque hasta sus mismos componentes de Naturaleza 
están pasados, casi siempre, a través de una experiencia artística ajena”.
Rodrigo Javier Caresani12
sobre un mapa atiborrado de nuevos referentes culturales. 
En otros términos, si todo relato de viaje efectúa un recorte 
que conlleva una predicación valorativa del espacio, los des-
plazamientos del enunciador en los textos de Darío —sea 
en la variante de la flânerie, de la ensoñación o divagación, 
del grand tour o el voyage en orient— seleccionan sus hitos de 
la colección que ofrece el museo o su análogo des-auratiza-
do, el bazar. Las conclusiones de Raymond Williams sobre 
la emergencia de una “mirada paisajística” en el proceso de 
constitución de la sensibilidad burguesa sirven como herra-
mienta para indagar esa dominante que recorre las piezas 
de esta antología. En El campo y la ciudad (1973) Williams 
plantea que la percepción paisajística de la naturaleza per-
tenece al universo de convenciones de la estética: el paisaje 
“bello” es la construcción de una experiencia distanciada 
que tiene como condición el ocio —no hay paisaje en un es-
pacio evaluado desde la perspectiva de su utilidad— y supo-
ne una descripción o imagen organizada para el consumo.3 
Los paisajes de cultura darianos —esa estrategia persistente 
para elaborar el fenómeno moderno— instalan de manera 
espectacular, beligerante, la discusión por la autonomía de 
una nueva zona institucional. La literatura latinoamericana, 
desde el discurso heterónomo de la prensa, intenta recortar 
el territorio difuso de su identidad y emprende la tarea a tra-
vés de una operación que busca consolidar una ideología de 
la productividad simbólica ligada a la categoría de artificio: 
de entrada, el imperativo de la mímesis está desplazado del 
eje del “ut pictura crónica” dariano. Los cuadros del escritor 
viajero, sus paisajes, no tienen otro referente que la literatu-
ra; y si “la obsesión de autores preferidos” o “la imposición 
de páginas magistrales” que el poeta censuraba en nuestro 
acápite finalmente triunfa en el relato, la apropiación no 
pierde por esto su eficacia estética.
3 Ver, para este punto, el capítulo “Agradables panoramas” de El campo y la ciudad.
Rubén Darío. Crónicas viajeras 13
A partir de estas premisas —y desde la sintonía con el des-
pliegue de Williams— se podrían reevaluar las hipótesis de 
Julio Ramos, quien encuentra en las crónicas finiseculares 
una forma sofisticada del viaje importador, la mediación del 
corresponsal entre el público local, deseoso de modernidad, y 
el capital cultural extranjero. En particular, la variante daria-
na del género se empeñaría en presentar una vitrina del mun-
do moderno que termina encubriendo los signos amenazantes 
de la nueva experiencia urbana con un espectáculo pintores-
co, listo-para-el-consumo. Es cierto que en los noventa, para 
el momento en que Darío se vuelve corresponsal modelo, “el 
cronista será, sobre todo, un guía en el cada vez más refinado y 
complejo mercado del lujo y bienes culturales, contribuyendo 
a cristalizar una retórica del consumo y la publicidad” (Ramos, 
1989: 113). Pero, en paralelo al fetiche, al decorado consola-
torio, a la mistificación de los peligros de la ciudad, el paisaje 
de citas que ensamblan los frisos urbanos de estas crónicas in-
serta en la tradición de los viajeros finiseculares el relámpago 
de una nueva operatoria poética. Y si esa operatoria devela 
algo más de lo que encubre, su funcionamiento y sus efectos 
pueden conectarse, salvando las distancias, con el potencial re-
vulsivo que Walter Benjamin le asignaba al procedimiento del 
montaje en el camino hacia una “revelación profana”. Ese vas-
to mecanismo de alusión al Libro de la Cultura que pone en 
juego el paisaje dariano escenifica la concepción —tan moder-
nista— del trabajo de escritura como un ejercicio de lectura.4
4 Quizá sea por esto que Borges reconoce en su “Mensaje en honor de Rubén Darío” (1967) la deuda con el 
nicaragüense: “La riqueza poética de la literatura de Francia durante el siglo diecinueve es indiscutible; 
nada o muy poco de ese caudal había trascendido a nuestro idioma. Darío, tout sonore encore de Hugo, de 
los otros románticos, del Parnaso y de los jóvenes poetas del simbolismo, tuvo que colmar ese hiato. Otros, 
en América y en España, prolongaron su vasta iniciativa (...). Los lagos, los crepúsculos y la mitología he-
lénica fueron apenas una efímera etapa del modernismo, que los propios propulsores abandonarían por 
otros temas. (...) Todo lo renovó Darío: la materia, el vocabulario, la métrica, la magia peculiar de ciertas 
palabras, la sensibilidad del poeta y de sus lectores. Su labor no ha cesado y no cesará; quienes alguna vez 
lo combatimos, comprendemos hoy que lo continuamos. Lo podemos llamar el Libertador”.
Rodrigo Javier Caresani14
Si el itinerario textual se asemeja a un “libro” —o mejor, 
a la colección de citas en un cuaderno de recortes— no es 
tanto por el carácter profuso de las referencias culturales 
sino porque el viajero se erige en la figura de un lector privi-
legiado. Tras la voracidad cultural de una errancia que des-
acomoda los anaqueles de la biblioteca latinoamericana con 
lecturas raras, subyace el gesto del traductor caníbal, la mira-
da del subalterno que desde los márgenes altera y descentra 
las jerarquías de los objetos culturales de la metrópoli. Para 
decirlo con Benjamin —aunque la idea le tributa también al 
sutil desarrollo de Rama en torno a las “máscaras democrá-
ticas” del modernismo—, la operación dariana desmitifica 
el estatus de autoridad de los monumentos, fractura su aura. 
Esa perspectiva paisajística aplicada a la Cultura entreteje en 
el viaje importador un atisbo de distancia que convierte la 
lengua propia en extranjera, para volver a fundarla tanto en 
el poema como en el laboratorio de la crónica.
Derroteros de una poética
Después de Azul..., después de Los raros, voces insinuantes, buena y 
mala intención, entusiasmo sonoro y envidia subterránea —todo bella 
cosecha—, solicitaron lo que, en conciencia, no he creído fructuoso ni 
oportuno: un manifiesto.
Rubén Darío, “Palabras liminares” a Prosas profanas, 1896
Si bien Darío evitó abundar en textos abiertamente doctri-
narios y asumió con reticencia la convicción de sus contempo-
ráneos de que era cabeza de un movimiento literario, sus cró-
nicas exhiben, a la par de una reflexión incansable sobre el 
arte y la literatura del fin de siglo, un grado de autoconciencia 
notable sobre el devenir de la propia estética. Por el reverso 
de la acracia literaria —“quien siga servilmente mis huellas 
perderá su tesoro personal”, insisten las “Palabras liminares” 
Rubén Darío. Crónicas viajeras 15
anticipando el riesgoso automatismo que anuncia toda consa-
gración—, los programas darianos le dan entidad a una sub-
jetividad “en proceso”, a un “yo” que en sus constantes mas-
caradas le hace señas a la literatura como zona incierta en 
el singular proyecto de la modernidad latinoamericana. En 
otras palabras, ese sujeto-en-desplazamiento que configuran 
las crónicas habilitauna lectura de la errancia como índice de 
una modificación de largo aliento en las condiciones del siste-
ma cultural: la oscilación de una instancia que nunca deja de 
dramatizar la precariedad de su hacer-se no sólo es testimo-
nio del carácter moderno de esa subjetividad, sino también, 
de las contradicciones en el proceso de institucionalización 
de una nueva práctica.
Atento a la dimensión institucional de esa práctica emer-
gente —en un planteo que lecturas como las de Julio Ramos 
y Graciela Montaldo han llevado hasta las últimas consecuen-
cias—, Rama reconoce que uno de los elementos decisivos 
de la renovación modernista es la instauración de un “siste-
ma literario latinoamericano”. Por encima de un mero cam-
bio de temas y formas, la categoría de “sistema” registra una 
transformación que involucra “la existencia de un conjunto 
de productores literarios, más o menos conscientes de su pa-
pel; un conjunto de receptores, formando los distintos tipos 
de públicos; un mecanismo transmisor que liga unos a otros” 
(Rama, 1983a: 9).5 En esta triple encrucijada es preciso situar 
5 En Las contradicciones del modernismo (1978) Noé Jitrik emplea esta categoría en la misma dirección que 
Rama, aunque subraya el rol de liderazgo de la figura de Darío al referirse al “sistema modernista o, es 
bueno declararlo, rubendariano”. Al margen, sorprende la convergencia de estas aproximaciones de la 
crítica latinoamericana con una deriva de la Escuela de Frankfurt —sobre todo en la estela de “La obra 
de arte en la era de su reproductibilidad técnica”, de Benjamin—. En concreto, la referencia apunta a los 
trabajos de Peter Bürger, de Teoría de la vanguardia (1974) a The Decline of Modernism (1992), estudios 
que también proponen una triple entrada al contradictorio proceso de autonomización de la literatura, 
pero recortando los alcances a ciertas zonas de la cultura europea. Bürger concibe una tipología histórica 
—reformulación de la tríada autor-obra-lector— que contempla las aristas de una “teoría de la produc-
ción”, una “teoría de la recepción” y una “teoría de la función social del arte”. Se trata de una distinción 
en el terreno de la “teoría” que, si bien se articula a ciertos materiales estéticos en un desarrollo histórico 
Rodrigo Javier Caresani16
ese sesgo programático que aflora en buena parte de las cró-
nicas, pues la preocupación dariana por los “compañeros de 
campaña” es tan insistente como la referida a la constitución 
de un público o a la de los mecanismos desde los que impul-
sar una renovación técnica de la literatura.
Pocos textos en el fin de siglo —entre los que habría 
que contar el “Prólogo al Poema del Niágara” de José Martí 
(1882)— realizan un diagnóstico tan preciso del campo cul-
tural como las “Palabras liminares”, diagnóstico enunciado 
en un contundente a-b-c que recoge los tres ángulos del “sis-
tema” bajo el signo de la negación. Parafraseando a Darío: 
a) no hay un público capaz de asimilar las innovaciones que 
trae el modernismo, pues triunfa “la absoluta falta de eleva-
ción mental de la mayoría pensante de nuestro continente”; 
b) no hay un conjunto orgánico de productores, porque “los me-
jores talentos” se encuentran “en el limbo de un completo 
desconocimiento del mismo Arte a que se consagran”; c) no 
hay un código previo que garantice la pertenencia de una escri-
tura al espacio virtual de lo literario y pretender imponerlo 
“implicaría una contradicción”, si la literatura moderna se 
resiste a toda definición que prescriba o fije un límite a su 
especificidad.6 Ahora bien, los tres aspectos que estos enun-
ciados describen en negativo se recuperan como el mapa de 
coordenadas institucionales en que el poeta calibra los al-
cances de su intervención. Así, el vínculo entre la ausencia 
de condiciones y el artificio de un sujeto lanzado al vacío 
—pues el drama de la fugacidad, como expone con lucidez 
Julio Ortega, es la escena misma de articulación de su voz— 
funda una dinámica que se traduce a los rasgos enunciativos 
puntual, resulta útil para evaluar la pertinencia de los planteos de Rama —así como de sus continuado-
res— en torno a la especificidad del derrotero latinoamericano de la institucionalización del arte.
6 Sobre este último punto —y entre muchas otras reflexiones— es revelador el desarrollo de Jacques 
Derrida en su conferencia “Kafka: Ante la ley” (1982), publicada en La filosofía como institución (1984). 
Allí se describe la juridicidad (juridicité) subversiva que actúa como sustento de una concepción moder-
na de la literatura: la literatura suspende su “ser”, difiere al infinito su propia ley.
Rubén Darío. Crónicas viajeras 17
de aquellos textos en que asoma un tono afín a la retórica 
del manifiesto.7
Uno de esos rasgos, quizá el más significativo en el perío-
do inaugural del modernismo dariano —el que va de la pu-
blicación de Azul... en 1888 a la de Los raros y Prosas profanas 
en 1896—, es la alternancia estratégica entre el singular y el 
plural en el uso de la primera persona. El locus desde el cual 
se defienden las consignas para un arte nuevo se mueve en 
zigzag entre el repliegue en un “nosotros” endeble y volcado 
hacia el futuro, y la exhibición de una individualidad radi-
calizada que, en el presente, ostenta las insignias de su no-
vedad. “Nuestros propósitos” (1894), una pieza menor que 
la antología recoloca entre otros programas más conocidos, 
se revela como un eslabón decisivo para el estudio de ese 
plural, especie de infancia de una comunidad imaginaria.
El texto-presentación de la Revista de América se dirige a una 
incipiente brotherhood modernista a la que exhorta con una 
serie de imperativos impregnados de ese léxico de campa-
ña tan característico en los primeros escritos de la escala en 
Buenos Aires. Como apunta Beatriz Colombi, “se trata de 
una beligerancia un tanto formal y gestual, ya que si bien Da-
río toma parte de la misma, paralelamente, no es un rebelde 
dispuesto a deponer a todos los académicos encontrados a 
su paso, aunque haga alarde de eso mismo” (2004a: 66). En 
este caso puntual, la clave de lectura de esa gestualidad pasa 
por la tensión entre el voluntarismo del “nosotros” desde 
el cual se dicen las consignas y la repetición anafórica del 
7 En su lectiografía de Darío —“Rubén Darío y la mirada mutua”, un intento biográfico que explora las 
ficciones de una identidad conformada en el diálogo de las lecturas— Ortega ilumina la naturaleza 
radicalmente inacabada de esta “entidad”: “pocos poetas (...) han demostrado, como Darío, tanta zo-
zobra de sí mismo, el desamparo de su propio tiempo y la vulnerabilidad de su voz. Como esos objetos 
más preciosos por más frágiles, muchos poemas suyos llevan la marca de su origen como una pregunta 
irresuelta. Hasta los lujosos cisnes, de estirpe clásica y suficiencia simbolista, se convierten en signos 
de interrogación, como si la belleza, en rodillas del poeta, no fuese ya un desafío existencial, sino una 
pregunta por sí misma” (2003: 36-37).
Rodrigo Javier Caresani18
infinitivo en el enunciado de las mismas —“Ser el órgano 
de la generación nueva”, “Combatir contra los fetichistas”, 
“Levantar la bandera”, “Mantener el respeto”, “Trabajar por 
el brillo”, etcétera—. Porque si, al asumir el plural, el “yo” 
parece confiar en su potestad para emitir mandatos y en las 
competencias de una comunidad para decodificarlos, en 
contrapartida, al remarcar la opción por la forma no perso-
nal de los verbos, señala la inexistencia de un sujeto capaz de 
llevar adelante esas acciones. De este modo, si el “nosotros” 
de “Nuestros propósitos” interpela al presente de la escritu-
ra, lo hace sobre todo en tanto plural por conjugar, abierto 
al porvenir.
El contrapeso de ese funcionamiento aparece en “Los co-
lores del estandarte” (1896) —anticipación en este y otros 
aspectos de las “Palabras liminares”—, texto en el que el 
enunciador se singulariza para poner en escena el espectá-
culo de su soledad. Polemista refinado,hábil en la opción 
por el desvío en lugar del combate frontal, Darío vuelve a en-
frentar la acusación de “galicismo mental” pero ahora —en 
una sofisticada táctica de refutación— asume los términos 
de la argumentación adversa sin alterarlos, para extraer de 
ellos la conclusión opuesta. La irritación de Paul Groussac, 
perspicaz lector de Los raros, no se debe sólo a la “mala copia” 
de la modernidad literaria europea o a la elección poco feliz 
del modelo —simbolistas y decadentes franceses antes que el 
prerrafaelismo inglés—, pues en su perspectiva la condición 
marginal de América Latina no admite otro destino que una 
modernidad de segundo grado, mimética. El eje subterráneo 
de la contienda es la audacia dariana de pretender una mo-
dernidad latinoamericana “original” por la vía de esa “imita-
ción”. Desde Azul... el proyecto artístico de Darío postula un 
reordenamiento de la relación entre las metrópolis y la perife-
ria, y esa alteración se formula como un problema lingüístico, 
de apropiación cultural creativa. La traducción practicada de 
manera irreverente —en esa familiaridad desacralizante de 
Rubén Darío. Crónicas viajeras 19
quien recorre la Cultura como un paisaje— no refuerza la 
subalternidad, como quiere Groussac, sino que intenta afir-
mar una identidad autónoma, emancipada. Fuera de las exi-
gencias del cuerpo a cuerpo de la polémica, la insistencia en 
la primera persona del singular viene a subrayar la falta de 
parámetros locales para asimilar y profundizar esa operatoria 
de innovación por traducción; y si un “nosotros” se insinúa ha-
cia el final de la crónica, su sustancia fantasmal queda librada 
a los enigmas de una profecía.
Una torsión final en el derrotero de la poética dariana 
y en la figura del cronista que la acompaña emerge del re-
posicionamiento de la escritura al “otro lado” del Atlántico, 
con esa crisis en la intelectualidad hispanoamericana que la 
guerra entre España y Estados Unidos en 1898 termina de 
precipitar, y que el ahora corresponsal estrella de La Nación 
cubre desde el terreno. Darío nunca concibió la tarea de re-
novación de la lengua poética como un modo de cortar lazos 
con la tradición literaria española, aunque fue consciente de 
que sus búsquedas producían una inédita inversión de roles: 
si España es un espacio cultural “provinciano” y el presente 
de su literatura aparece como “atraso”, el modernismo ame-
ricano —desde la periferia cosmopolita— se apropia del pre-
sente de la lengua y reclama prerrogativas en su futuro. Esta 
premisa se sostiene en las crónicas españolas —para com-
probarlo basta releer “El modernismo en España” (1899)—, 
a pesar de esa notable rotación de la mirada dariana que Co-
lombi describe como una “escucha terapéutica” encaminada 
a “desmontar el mecanismo de la confrontación que había 
caracterizado la retórica del viaje a España” (2004b: 125).
Si hay una novedad en la trama final de la estética que 
nos ocupa, esta asume la fórmula de una ampliación de las 
funciones del escritor. En relación de simbiosis con la pose 
del “poeta maduro” —un artista que ya ha conquistado cier-
ta estabilidad en el tembladeral de la institucionalización li-
teraria—, los textos europeos afianzan una representación 
Rodrigo Javier Caresani20
del intelectual dispuesto a intervenir en la esfera de los dis-
cursos políticos. A la avanzada imperialista entendida como 
una amenaza sobre la lengua —“¿Seremos entregados a los 
bárbaros fieros? / ¿Tantos millones de hombres hablaremos 
inglés?”, pregunta el primer poema de la serie “Los cisnes” 
en Cantos de vida y esperanza (1905)— la estética dariana le 
responde con la figura del portavoz, un sujeto capaz de en-
carnar la fracturada identidad “americanoespañola”, de ha-
blar en nombre del español como totalidad, a ambos lados 
del Atlántico.8 Así, si la autonomía que proyectaban los pro-
gramas americanos —además de carecer de soportes insti-
tucionales— insinuaba la pérdida de efectividad pública de 
una práctica, el viraje que se acentúa a partir de esta nueva 
figura apunta a una superación de esa aporía mediante una 
expansión del horizonte de la autoridad estética.
De este modo, las constelaciones urdidas por la antología 
—abiertas al trabajo de desarme y re-enfoque de ávidos lec-
tores— invitan a reflexionar sobre los vaivenes de un com-
plejo proceso, que constituye el fósil de nuestro presente.
Criterios de esta edición
El volumen de bibliografía sobre la obra de Rubén Da-
río quizá sea el más considerable dedicado a la figura de 
un escritor en la historia de la literatura latinoamericana. 
8 Enrique Foffani, al analizar el devenir que desemboca en Cantos de vida y esperanza, registra una trans-
formación paralela a la que el presente desarrollo propone para la zona de la crónica: “el poeta nómade 
desea ser un cantor del presente y para ello debe poner en práctica un método diametralmente diverso 
del utilizado en Prosas profanas, esto es, ya no orientar sus recreaciones arqueológicas hacia el pasado 
sino hacia la actualidad, hacia los tiempos de un ahora entramado en los acontecimientos de la Historia” 
(2007: 17-18). Y más adelante concluye: “La protesta de los cisnes es el gran vuelco: la poesía protesta, 
la poesía por fin sale a la calle, puede ir a la feria, recorrer el barrio, las grandes ciudades. Pero —y esta 
es la lección de Rubén Darío— no debe dejar de ser poesía, no debe perder el terreno ganado con la 
autonomía del arte” (2007: 43).
Rubén Darío. Crónicas viajeras 21
Sin embargo, el trabajo de edición de sus textos no parece 
haber recibido la misma atención y, a pesar del singular y 
loable esfuerzo liderado por la Academia Nicaragüense de 
la Lengua, las exiguas ediciones críticas —sobre todo de la 
prosa periodística del nicaragüense— están lejos de corres-
ponderse con el constante interés que despierta su escritura.
En estas condiciones es que cobra sentido nuestro retor-
no a Darío: la antología que presentamos busca reponer las 
huellas que estos textos portan de su circulación en la pren-
sa periódica, huellas que tienden a desdibujarse en aquellos 
que han alcanzado la reproducción en libro. Por eso recurri-
mos, al establecer la gran mayoría de estas crónicas viajeras, 
a las publicaciones originales, que cotejamos —en los casos 
en que Darío dispuso una segunda publicación— con su pri-
mera edición en volumen. Para el grupo reducido de textos 
que no se han tomado de una primera fuente, las versiones 
resultan siempre del cotejo de dos o más de las ediciones 
críticas listadas en la bibliografía.
Se presentan entonces, junto a algunas crónicas inéditas, 
versiones ajustadas a la circulación en la prensa de textos co-
nocidos gracias a la posterior inclusión en Azul..., Los raros, 
España contemporánea, Peregrinaciones, Tierras solares, Todo al 
vuelo y Letras. Reponemos en todos los textos el título origi-
nal y corregimos numerosas erratas en los nombres propios, 
los toponímicos y en la trama proliferante de referencias 
culturales que habitualmente convoca la escritura dariana. 
Se ha modernizado la ortografía y la acentuación, y unifica-
do la puntuación en todos los casos en que las oscilaciones 
—en el uso de comillas o angulares, por ejemplo— llevaban 
a algún tipo de confusión. Conservamos, por otra parte, las 
subdivisiones y los subtítulos interiores de las crónicas —la 
mayoría de las veces omitidos en los libros—, y nos atene-
mos a la división original en párrafos.
Por último, en cuanto a las notas, la primera que coloca-
mos en cada artículo da cuenta de los datos bibliográficos de 
Rodrigo Javier Caresani22
las fuentes consultadas. Se ha optado por introducir referen-
cias histórico-culturales o de aclaración de vocabulario sólo 
en los casos en que el texto planteaba algún desafío signifi-
cativo para la lectura. Anotamos, además, las principales va-
riantes que presentan las ediciones en volumen, y ofrecemos 
traducciones de los textos que Darío cita en otras lenguas. 
Sugerimos, asimismo,algunas líneas de análisis y bibliogra-
fía crítica relevante, sin pretensión de agotar las complejida-
des que presenta el corpus. Se distinguen de este conjunto 
las notas propias de Rubén Darío (indicadas como “Nota de 
R. D.”). Para las definiciones de vocablos del español se recu-
rre al Diccionario de uso del español de María Moliner (Madrid, 
Gredos, 2000).
El viaje moderno: miradas urbanas
Tres hitos de un desplazamiento
25
I. Ciudades americanas
Álbum porteño1
I. En busca de cuadros
Sin pinceles, sin paleta, sin papel, sin lápiz, Ricardo, poeta 
lírico incorregible, huyendo de las agitaciones y turbulen-
cias, de las máquinas y de los fardos, del ruido monótono de 
1 Revista de Artes y Letras, Santiago de Chile, 15 de agosto de 1887. Las dos series de “cuadros literarios” 
que se reproducen a continuación (“Álbum porteño” y “Álbum santiaguino”) pasan a la sección titulada 
“En Chile” de Azul... (1888), con mínimas variantes. La crítica ha insistido en leer estas “escenas” como 
una cristalización de la poética —o “ars narrativa” (Pérez, 2009)— del libro que en 1888 sella la 
“vertiginosa transformación de Darío en escritor modernista” (Rama, 1985a: 81). Los principales ejes 
de la “transformación” —ejes que vertebran estos “álbumes”— podrían resumirse en un conjunto 
de enunciados, a modo de hipótesis de lectura: por un lado, la emergencia de un sujeto poético que 
“se hace” en el paseo-desplazamiento por la ciudad moderna; en esta misma dirección, una escritura 
que apuesta a la apropiación y traducción de las estéticas faro de la modernidad —pues los “cuadros” 
darianos no sólo evocan los de Catulle Mendès en la sección “Imagerie parisienne” de Les Folies amou-
reuses (1877), sino también las búsquedas que Baudelaire iniciara en el apartado “De la coleur” de su 
Salón de 1846, y que llevan a la fundación del género “poema en prosa” en el póstumo Le Spleen de 
Paris (1869); finalmente, y en conexión con lo previo, una literatura que encuentra, en el experimento 
de la fusión de los medios artísticos (sobre todo desde el recurso de la “transposición de arte”), la vía 
para una desrealización del espacio —que pierde profundidad y se torna deliberadamente artificial en 
las dos dimensiones estáticas de la pintura— y, también allí, la táctica para tematizar su propia (y aún 
precaria) autonomía.
Rodrigo Javier Caresani26
los tranvías y el chocar de las herraduras de los caballos con 
su repiqueteo de caracoles sobre las piedras; de las carreras 
de los corredores frente a la Bolsa; del tropel de los comer-
ciantes; del grito de los vendedores de diarios; del incesante 
bullicio e inacabable hervor de este puerto; en busca de im-
presiones y de cuadros, subió al cerro Alegre que, gallardo 
como una gran roca florecida, luce sus flancos verdes, sus 
montículos coronados de casas risueñas escalonadas en la 
altura, rodeadas de jardines, con ondeantes cortinas de en-
redaderas, jaulas de pájaros, jarras de flores, rejas vistosas y 
niños rubios de caras angélicas.
Abajo estaban las techumbres del Valparaíso que hace 
transacciones, que anda a pie como una ráfaga, que puebla 
los almacenes e invade los bancos, que viste por la mañana 
terno crema o plomizo, a cuadros, con sombrero de paño, 
y por la noche bulle en la calle del Cabo con lustroso som-
brero de copa, abrigo al brazo y guantes amarillos, viendo 
a la luz, que brota de las vidrieras, los lindos rostros de las 
mujeres que pasan.
Más allá, el mar, acerado, brumoso, los barcos en grupo, 
el horizonte azul y lejano. Arriba, entre opacidades, el sol.
Donde estaba el soñador empedernido, casi en lo más alto 
del cerro, apenas si se sentían los estremecimientos de abajo. 
Erraba él a lo largo del Camino de Cintura e iba pensando 
en idilios, con toda la augusta desfachatez de un poeta que 
fuera millonario.
Había allí aire fresco para sus pulmones, casas sobre cum-
bres, como nidos al viento, donde bien podía darse el gusto 
de colocar parejas enamoradas; y tenía además, el inmenso 
espacio azul, del cual —él lo sabía perfectamente— los que 
hacen los salmos y los himnos pueden disponer como les 
venga en antojo.
De pronto escuchó: —«¡Mary! ¡Mary!». Y él, que andaba 
a caza de impresiones y en busca de cuadros, volvió la vista.
Rubén Darío. Crónicas viajeras 27
II. Acuarela
Había cerca un bello jardín, con más rosas que azaleas 
y más violetas que rosas. Un bello y pequeño jardín, con 
jarrones, pero sin estatuas; con una pila blanca, pero sin 
surtidores, cerca de una casita como hecha para un cuento 
dulce y feliz.
En la pila un cisne chapuzaba revolviendo el agua, sacu-
diendo las alas de un blancor de nieve, enarcando el cuello 
en la forma del brazo de una lira o del ansa2 de un ánfora, 
y moviendo el pico húmedo y con tal lustre como si fuese 
labrado en un ágata de color de rosa.
En la puerta de la casa, como extraída de una novela de 
Dickens, estaba una de esas viejas inglesas, únicas, solas, clási-
cas, con la cofia encintada, los anteojos sobre la nariz, el cuer-
po encorvado, las mejillas arrugadas, mas con color de man-
zana madura y salud rica. Sobre la saya oscura, el delantal.
Llamaba:
—¡Mary!
El poeta vio llegar una joven de un rincón del jardín, her-
mosa, triunfal, sonriente; y no quiso tener tiempo sino para 
meditar en que son adorables los cabellos dorados, cuando 
flotan sobre las nucas marmóreas, y en que hay rostros que 
valen bien por un alba.
Luego, todo era delicioso. Aquellos quince años entre 
las rosas —quince años, sí, los estaban pregonando unas 
pupilas serenas de niña, un seno apenas erguido, una fres-
cura primaveral, y una falda hasta el tobillo que dejaba ver 
el comienzo turbador de una media de color de carne—; 
aquellos rosales temblorosos que hacían ondular sus ar-
cos verdes, aquellos durazneros con sus ramilletes alegres 
donde se detenían al paso las mariposas errantes llenas de 
polvo de oro, y las libélulas de alas cristalinas e irisadas; 
aquel cisne en la ancha taza, esponjando el alabastro de 
2 Se trata de un latinismo: “asa”.
Rodrigo Javier Caresani28
sus plumas, y zambulléndose entre espumajeos y burbujas, 
casi con voluptuosidad en la transparencia del agua; la ca-
sita limpia, pintada, apacible, de donde emergía como una 
onda de felicidad; y en la puerta la anciana, un invierno, 
en medio de toda aquella vida, cerca de la tal Mary, una 
virginidad en flor.
Ricardo, poeta lírico que andaba a caza de cuadros, estaba 
allí con la satisfacción de un goloso que paladea cosas exquisitas.
Y la anciana y la joven:
—¿Qué traes?
—Flores.
Mostraba Mary su falda llena como de iris hechos trizas, que 
revolvía con una de sus manos gráciles de ninfa mientras, son-
riendo su linda boca purpurada, sus ojos abiertos en redondo 
dejaban ver un color de lapislázuli y una humedad radiosa.
El poeta siguió adelante.
III. Paisaje
A poco andar se detuvo.
El sol había roto el velo opaco de las nubes y bañaba de 
claridad áurea y perlada un recodo del camino. Allí unos 
cuantos sauces inclinaban sus cabelleras hasta rozar el cés-
ped. En el fondo se divisaban altos barrancos y en ellos tierra 
negra, tierra roja, pedruscos brillantes como vidrios. Bajo 
los sauces agobiados ramoneaban sacudiendo sus testas fi-
losóficas —¡oh, gran maestro Hugo!— unos asnos; y cerca 
de ellos un buey, gordo, con sus grandes ojos melancólicos 
y pensativos donde ruedan miradas y ternuras de éxtasis su-
premos y desconocidos, mascaba despacioso y con cierta pe-
reza la pastura. Sobre todo, flotaba un vaho cálido, y el grato 
olor campestre de las hierbas pisadas. Veíase en lo profundo 
un trozo de azul. Un guaso3 robusto, uno de esos fuertes 
3 Apunta Darío en las notas que agrega a la segunda edición de Azul... (Guatemala, 1890): “En Chile llaman 
«huasos» a los hombres del campo como «rotos» a las gentes de la plebe”.
Rubén Darío. Crónicas viajeras 29
campesinos, toscos hércules que detienen un toro, apareció 
de pronto en lo más alto de los barrancos. Tenía trasde sí el 
vasto cielo. Las piernas, todas músculos, las llevaba desnu-
das. En uno de sus brazos traía una cuerda gruesa y arrolla-
da. Sobre su cabeza, como un gorro de nutria, sus cabellos 
enmarañados, tupidos, salvajes.
Llegose al buey en seguida y le echó el lazo a los cuernos. 
Cerca de él, un perro con la lengua de fuera, acezando, mo-
vía el rabo y daba brincos.
—¡Bien! —dijo Ricardo.
Y pasó.
IV. Aguafuerte
Pero ¿para dónde diablos iba?
Y se entró en una casa cercana de donde salía un ruido 
metálico y acompasado.
En un recinto estrecho, entre paredes llenas de hollín, ne-
gras, muy negras, trabajaban unos hombres en la forja. Uno 
movía el fuelle que resoplaba, haciendo crepitar el carbón, 
lanzando torbellinos de chispas y llamas como lenguas pá-
lidas, áureas, azulejas, resplandecientes. Al brillo del fuego 
en que se enrojecían largas barras de hierro, se miraban los 
rostros de los obreros con un reflejo trémulo. Tres yunques 
ensamblados en toscas armazones resistían el batir de los 
machos4 que aplastaban el metal candente, haciendo saltar 
una lluvia enrojecida. Los forjadores vestían camisas de lana 
de cuellos abiertos, y largos delantales de cuero. Alcanzába-
seles a ver el pescuezo gordo y el principio del pecho vellu-
do; y salían de las mangas holgadas los brazos gigantescos, 
donde, como en los de Amico, parecían los músculos redon-
das piedras de las que deslavan y pulen los torrentes.5 En 
4 Según María Moliner, en este contexto, “macho” designa al “mazo grande usado en las herrerías para 
forjar el hierro”.
5 Aclara Darío, en nota a Azul...: “Referencia hecha al gigante Amico, rey de los bébrices, que fue vencido 
por Pólux en lucha singular. Véase el idilio XXII de Teócrito. En la traducción famosa del helenista mexi-
Rodrigo Javier Caresani30
aquella negrura de caverna al resplandor de las llamaradas, 
tenían tallas de cíclopes. A un lado, una ventanilla dejaba 
pasar apenas un haz de rayos de sol. A la entrada de la for-
ja, como en un marco oscuro, una muchacha blanca comía 
uvas. Y sobre aquel fondo de hollín y de carbón, sus hombros 
delicados y tersos que estaban desnudos, hacían resaltar su 
bello color de lirio, con un casi imperceptible tono dorado.
Ricardo pensaba:
—Decididamente, una excursión feliz al país de los 
sueños...6
V. La virgen de la paloma
Anduvo, anduvo.
Volvía ya a su morada. Dirigíase al ascensor cuando oyó 
una risa infantil, armónica, y él, poeta incorregible, buscó 
los labios de donde brotaba aquella risa.
Bajo un cortinaje de madreselvas, entre plantas olorosas 
y maceteros floridos, estaba una mujer pálida, augusta, ma-
dre, con un niño tierno y risueño. Sosteníale en uno de sus 
brazos, el otro lo tenía en alto, y en la mano una paloma, 
una de esas palomas albísimas que arrullan a sus pichones 
de alas tornasoladas, inflando el buche como un seno de 
virgen, y abriendo el pico de donde brota la dulce música de 
su caricia.
La madre mostraba al niño la paloma, y el niño en su afán 
de cogerla, abría los ojos, estiraba los bracitos, reía gozoso; y 
su rostro al sol tenía como un nimbo; y la madre, con la tier-
na beatitud de sus miradas, con su esbeltez solemne y gentil, 
con la aurora en las pupilas y la bendición y el beso en los la-
bios, era como una azucena sagrada, como una María llena 
de gracia, irradiando la luz de un candor inefable. El niño 
cano Ipandro Acaico [seudónimo de Ignacio Montes de Oca y Obregón], se lee esta estrofa, entre las que 
describen a Amico: «Cerca del hombro, músculos salientes / Rudo ostentaba el gigantesco brazo, / Cual 
las redondas piedras que en su curso / Veloz torrente pule deslavando»”. 
6 En Azul..., “del arte”.
Rubén Darío. Crónicas viajeras 31
Jesús, real como un dios infante, precioso como un querubín 
paradisíaco, quería asir aquella paloma blanca, bajo la cúpu-
la inmensa del cielo azul.
Ricardo descendió, y tomó el camino de su casa.
VI. La cabeza
Por la noche, sonando aún en sus oídos la música del 
Odeón, y los parlamentos de Astol7; de vuelta de las calles 
donde escuchara el ruido de los coches y la triste melopea 
de los tortilleros, aquel soñador se encontraba en su mesa de 
trabajo, donde las cuartillas inmaculadas estaban esperando 
las silvas y los sonetos de costumbre, a las mujeres de los ojos 
ardientes.
¡Uf!...
¡Qué silvas! ¡Qué sonetos! La cabeza del poeta lírico era 
una orgía de colores y de sonidos. Resonaban en las conca-
vidades de aquel cerebro martilleos de cíclope, himnos al 
son de tímpanos sonoros, fanfarrias bárbaras, risas cristali-
nas, gorjeos de pájaros, batir de alas y estallar de besos, todo 
como en ritmos locos y revueltos. Y los colores agrupados, 
estaban como pétalos de capullos distintos confundidos en 
una bandeja, o como la endiablada mezcla de tintas que lle-
na la paleta de un pintor...
Además...
Álbum santiaguino8
I. Acuarela
Primavera. Ya las azucenas floridas y llenas de miel han 
abierto sus cálices pálidos bajo el oro del sol. Ya los gorriones 
7 Referencia a un antiguo teatro de Valparaíso (Odeón) y a un empresario teatral radicado en Chile, Astol 
(Darío lo menciona en una crónica para El Heraldo, en Silva Castro, 1934: 149).
8 Revista de Artes y Letras, Santiago de Chile, 15 de octubre de 1887. En Azul... (1888) llevará como título 
“Álbum santiagués”.
Rodrigo Javier Caresani32
tornasolados, esos amantes acariciadores, adulan a las rosas 
frescas, esas opulentas y purpuradas emperatrices; ya el jaz-
mín, flor sencilla, tachona los tupidos ramajes, como una 
blanca estrella sobre un cielo verde. Ya las damas elegantes 
visten sus trajes claros, dando al olvido las pieles y los abrigos 
invernales. Y mientras el sol se pone, sonrosando las nieves 
con una claridad suave, junto a los árboles de la Alameda9 
que lucen sus cumbres resplandecientes en un polvo de luz, 
su esbeltez solemne y sus hojas nuevas, bulle un enjambre 
humano, a ruido de música, de cuchicheos vagos y de pala-
bras fugaces.
He aquí el cuadro. En primer término está la negrura de 
los coches que esplende y quiebra los últimos reflejos sola-
res; los caballos orgullosos con el brillo de sus arneses, y con 
sus cuellos estirados e inmóviles de brutos heráldicos; los 
cocheros taciturnos, en su quietud de indiferentes, luciendo 
sobre las largas libreas los botones metálicos flamantes; y en 
el fondo de los carruajes, reclinadas como odaliscas, ergui-
das como reinas, las mujeres rubias de los ojos soñadores, 
las que tienen cabelleras negras y rostros pálidos, las rosa-
das adolescentes que ríen con alegría de pájaro primaveral, 
bellezas lánguidas, hermosuras audaces, castos lirios albos y 
tentaciones ardientes.
En esa portezuela está un rostro apareciendo de modo 
que semeja el de un querubín; por aquella ha salido una 
mano enguantada que se dijera de niño, y es de morena tal 
que llama los corazones; más allá, se alcanza a ver un pie de 
Cenicienta con zapatito oscuro y media lila, y acullá, gentil 
con sus gestos de diosa, bella con su color de marfil amapo-
lado, su cuello real y la corona de su cabellera, está la Venus 
de Milo, no manca, sino con dos brazos, gruesos como los 
9 Darío, en nota a Azul... (1890): “La Alameda. Es el nombre de uno de los lugares de paseo más concurri-
dos de la capital de Chile”.
Rubén Darío. Crónicas viajeras 33
muslos de un amorcillo10, y vestida a la última moda de París, 
con ricas telas de Prá.
Más allá está el oleaje de los que van y vienen; parejas de 
enamorados, hermanos y hermanas, grupos de caballeritos 
irreprochables; todo en la confusión de los rostros, de las 
miradas, de los colorines, de los vestidos, de las capotas; re-
saltando a veces en el fondo negro y aceitoso de los elegantes 
Dumas11, una cara blanca de mujer, un sombrero de paja 
adornado de colibríes, de cintas o de plumas, o el inflado 
globo rojo, de goma, que pendiente de un hilo lleva un niño 
risueño, de medias azules, zapatos charolados y holgado cue-
llo a la marinera.
En el fondo, los palacios elevan alazul la soberbia de sus 
fachadas, en las que los álamos erguidos rayan columnas 
hojosas entre el abejeo trémulo y desfalleciente de la tarde 
fugitiva.
II. Un retrato de Watteau12
Estáis en los misterios de un tocador. Estáis viendo ese 
brazo de ninfa, esas manos diminutas que empolvan el haz 
de rizos rubios de la cabellera espléndida. La araña de lu-
ces opacas derrama la languidez de su girándula por todo 
el recinto. Y he aquí que al volverse ese rostro, soñamos con 
los buenos tiempos pasados. Una marquesa, contemporánea 
de madama de Maintenon13, solitaria en su gabinete, da las 
últimas manos a su tocado.
Todo está correcto; los cabellos que tienen todo el Orien-
te en sus hebras, empolvados y crespos; el cuello del corpiño, 
ancho y en forma de corazón, hasta dejar ver el principio 
10 Azul...: “querubín de Murillo”.
11 Sombreros de una distinguida casa de Santiago.
12 Antoine Watteau (1684-1721), uno de los grandes pintores del último barroco francés y del primer roco-
có. Se le suele atribuir la creación de la escena pictórica de las fêtes galantes, imaginario que Darío —vía 
Verlaine— retomará insistentemente en futuras composiciones.
13 Mme. Françoise d’Aubigné (1635-1719), marquesa de Maintenon y segunda esposa de Luis XIV.
Rodrigo Javier Caresani34
del seno firme y pulido; las mangas abiertas que muestran 
blancuras incitantes; el talle ceñido, que se balancea, y el 
rico faldellín de largos vuelos, y el pie pequeño en el zapato 
de tacones rojos.
Mirad las pupilas azules y húmedas, la boca de dibujo ma-
ravilloso, con una sonrisa enigmática de esfinge, quizá un 
recuerdo del amor galante, del madrigal recitado junto al 
tapiz de figuras pastoriles o mitológicas, o del beso a furto 
tras la estatua de algún silvano, en la penumbra.
Vese la dama de pies a cabeza, entre dos grandes espejos; 
calcula el efecto de la mirada, del andar, de la sonrisa, del 
vello casi impalpable que agitará el viento de la danza en su 
nuca fragante y sonrosada. Y piensa, y suspira; y flota aquel 
suspiro en ese aire impregnado de aroma femenino que hay 
en un tocador de mujer.
Entretanto, la contempla con sus ojos de mármol una Dia-
na que se alza irresistible y desnuda sobre su plinto; y le ríe 
con audacia un sátiro de bronce que sostiene entre los pám-
panos de su cabeza un candelabro; y en el ansa de un jarrón 
de Rouen lleno de agua perfumada, le tiende los brazos y los 
pechos una sirena con la cola corva y brillante de escamas ar-
gentinas, mientras en el plafond en forma de óvalo, va por el 
fondo inmenso y azulado, sobre el lomo de un toro robusto 
y divino, la bella Europa, entre delfines áureos y tritones cor-
pulentos, que sobre el vasto ruido de las ondas hacen vibrar 
el ronco estrépito de sus resonantes caracoles.
La hermosa está satisfecha; ya pone perlas en la garganta 
y calza las manos en seda; ya rápida se dirige a la puerta don-
de el carruaje espera y el tronco piafa. Y hela ahí, vanidosa y 
gentil, a esa aristocrática santiaguina que se dirige a un baile 
de fantasía, de manera que el gran Watteau le dedicaría sus 
pinceles.
Rubén Darío. Crónicas viajeras 35
III.Naturaleza muerta14
He visto ayer por una ventana un tiesto lleno de lilas y de 
rosas pálidas, sobre un trípode. Por fondo tenía uno de esos 
cortinajes amarillos y opulentos, que hacen pensar en los 
mantos de los príncipes orientales. Las lilas recién cortadas 
resaltaban con su lindo color apacible, junto a los pétalos 
esponjados de las rosas té.
Junto al tiesto, en una copa de laca ornada con ibis de oro 
incrustados, incitaban a la gula manzanas frescas, medio co-
loradas, con la pelusilla de la fruta nueva y la sabrosa carne 
hinchada que toca el deseo; peras doradas y apetitosas, que 
daban indicios de ser todas jugo, y como esperando el cu-
chillo de plata que debía rebanar la pulpa almibarada; y un 
ramillete de uvas negras, hasta con el polvillo ceniciento de 
los racimos acabados de arrancar de la viña.
Acerqueme, vilo de cerca todo. Las lilas y las rosas eran de 
cera, las manzanas y las peras de mármol pintado, y las uvas 
de cristal...
¡Naturaleza muerta!
IV. Al carbón
Vibraba el órgano con sus voces trémulas, vibraba acom-
pañando la antífona, llenando la nave con su armonía glo-
riosa. Los cirios ardían goteando sus lágrimas de cera, entre 
la nube de incienso que inundaba los ámbitos del templo 
con su aroma sagrado; y allá en el altar el sacerdote, todo res-
plandeciente de oro, alzaba la custodia cubierta de pedrería, 
bendiciendo a la muchedumbre arrodillada.
De pronto, volví la vista cerca de mí, al lado de un ángulo 
de sombra. Había una mujer que oraba. Vestida de negro, 
envuelta en un manto, su rostro se destacaba severo, sublime, 
14 Para una lectura de los desafíos que le plantea este “cuadro” dariano a la tradición pictórica —al pecu-
liar vaivén de ilusión y mímesis comprometido en el género de la “naturaleza muerta”—, ver el artículo 
de Litvak (2007).
Rodrigo Javier Caresani36
teniendo por fondo la vaga oscuridad de un confesionario. 
Era una bella faz de ángel, con la plegaria en los ojos y en los 
labios. Había en su frente una palidez de flor de lis; y en la 
negrura de su manto resaltaban juntas, pequeñas, las manos 
blancas y adorables. Las luces se iban extinguiendo, y a cada 
momento aumentaba lo oscuro del fondo, y entonces como 
por un ofuscamiento, me parecía ver aquella faz iluminarse 
con una luz blanca y misteriosa, como la que debe de haber 
en la región de los coros prosternados y de los querubines ar-
dientes; luz alba, polvo de nieve, claridad celeste, onda santa 
que baña los ramos de lirio de los bienaventurados.
Y aquel pálido rostro de virgen, envuelta ella en el manto y 
en la noche, en aquel rincón de sombra, habría sido un tema 
admirable para un estudio al carbón.
V. Paisaje
Hay allá, en las orillas de la laguna de La Quinta15, un 
sauce melancólico que moja de continuo su cabellera verde, 
en el agua que refleja el cielo y los ramajes, como si tuviese 
en su fondo un país encantado.
Al viejo sauce llegan aparejados los pájaros y los amantes. 
Allí es donde escuché una tarde, cuando del sol quedaba 
apenas en el cielo un tinte violeta que se esfumaba por on-
das, y sobre el gran Andes nevado un decreciente color de 
rosa que era como una tímida caricia de la luz enamorada, 
un rumor de besos cerca del tronco agobiado y un aleteo en 
la cumbre.
Estaban los dos, la amada y el amado, en un banco rústi-
co, bajo el toldo del sauce. Al frente, se extendía la laguna 
tranquila, con su puente enarcado y los árboles temblorosos 
de la ribera; y más allá se alzaba entre el verdor de las hojas 
la fachada del palacio de la Exposición, con sus cóndores de 
bronce en actitud de volar.
15 Extenso parque público de Santiago.
Rubén Darío. Crónicas viajeras 37
La dama era hermosa, él un gentil muchacho, que le aca-
riciaba con los dedos y los labios los cabellos negros y las 
manos gráciles de ninfa.
Y sobre las dos almas ardientes y sobre los dos cuerpos 
juntos, cuchicheaban en lengua rítmica y alada las dos aves. 
Y arriba el cielo con su inmensidad y con su fiesta de nubes, 
plumas de oro, alas de fuego, vellones de púrpura, fondos 
azules, flordelisados de ópalo, derramaba la magnificencia 
de su pompa, la soberbia de su grandeza augusta.
Bajo las aguas se agitaban como en un remolino de san-
gre viva los peces veloces de aletas doradas.
Al resplandor crepuscular, todo el paisaje se veía como envuel-
to en una polvareda de sol tamizado, y eran el alma del cuadro 
aquellos dos amantes, él moreno, gallardo, vigoroso, con una 
barba fina y sedosa, de esas que gustan de tocar las mujeres; ella 
rubia, un verso de Goethe, vestida con un traje gris lustroso, y en 
el pecho una rosa fresca, como su boca roja que pedía el beso.
VI. El ideal
Y luego, una torre de marfil, una flor mística, una estrella 
a quien enamorar... Pasó, la vi como quien viera un alba, 
huyente, rápida, implacable.
Era una estatua antigua con un alma que seasomaba a los ojos, 
ojos angelicales, todos ternura, todos cielo azul, todos enigma...
Sintió que la besaba con mis miradas y me castigó con 
la majestad de su belleza, y me vio como una reina y como 
una paloma. Pero pasó arrebatadora, triunfante, como una 
visión que deslumbra. Y yo, el pobre pintor de la naturaleza 
y de Psyquis, hacedor de ritmos y de castillos aéreos, vi el 
vestido luminoso del hada, la estrella de su diadema, y pensé 
en la promesa ansiada del amor hermoso. Mas de aquel rayo 
supremo y fatal, sólo quedó en el fondo de mi cerebro un 
rostro de mujer, un sueño azul...16
16 En su trabajo sobre “En Chile”, Pérez recupera las convergencias entre las dos series de “cuadros” y 
Rodrigo Javier Caresani38
Historia de un sobretodo17
Es el invierno de 1887, en Valparaíso. Por la calle del Cabo 
hay gran animación. Mucha mujer bonita va por el asfalto 
de las aceras, cerca de los grandes almacenes, con las ma-
nos metidas en espesos manguitos. Mucho dependiente de 
comercio, mucho corredor, va que vuela, enfundado en su 
sobretodo. Hace un frío que muerde hasta los huesos. Los 
cocheros pasan rápidos, con sus ponchos listados; y con el 
cigarro en la boca, al abrigo de sus gabanes de pieles, despa-
ciosos, satisfechos, bien enguantados, los señorones, los ban-
queros de la calle Prat, rentistas obesos, propietarios, juga-
dores de bolsa. Yo voy tiritando bajo mi chaqueta de verano, 
sufriendo el encarnizamiento del aire helado que reconoce 
en mí a un hijo del trópico. Acabo de salir de la casa de mi 
amigo Poirier, contento, porque ayer tarde he cobrado mi 
sueldo de El Heraldo, que me ha pagado Enrique Valdés Ver-
gara, un hombrecito firme y terco...18 Poirier, sonriente, me 
ha dicho mirándome a través de sus espejuelos de oro: «Mi 
amigo, lo primero ¡comprarse un sobretodo!» Ya lo creo. 
Bien me impulsa a ello la mañana opaca que enturbia un 
sol perezoso, el vientecillo que viene del mar, cuyo horizonte 
está borrado por una tupida bruma gris.
señala como núcleos discursivos de los mismos una “estética de las correspondencias”, y la insistencia 
en la escenificación de la “autorreflexividad del propio texto leyéndose a sí mismo” (2009: 207). En este 
sentido, no es casual que los dos álbumes se cierren con repliegues sobre el “sujeto-poeta”, y que ese 
énfasis —a partir de la tercera persona en “La cabeza” y de la primera en “El ideal”— coincida con una 
puesta en ficción de la génesis de la escritura o con, en palabras de Pérez, “dos momentos del acto de 
escritura vuelto sobre sí mismo” (2009: 211).
17 Se sigue aquí la edición del texto realizada por Regino E. Boti (1921: 103-106), quien lo recoge de La 
Habana Literaria y lo data el 30 de mayo de 1892. Para subsanar erratas, se cotejó con las versiones de 
Martínez (1997) y de Mejía Sánchez (1988). Este último ubica la crónica-relato en el Diario del Comercio 
de San José de Costa Rica, el 21 de febrero del mismo año.
18 Eduardo Poirier es el primer amigo chileno de Darío; juntos escriben la novela Emelina (Valparaíso, 1887). Darío 
colabora de manera regular en El Heraldo de Valparaíso —que dirige Valdés Vergara— a partir de febrero de 1888, 
donde publica las ocho crónicas de la serie “La Semana”, que pueden leerse en la recopilación de Silva Castro (1934).
Rubén Darío. Crónicas viajeras 39
He allí un almacén de ropa hecha. ¿Qué me importa que 
no lleve mi sobretodo la marca de Pinaud? Yo no soy un Cou-
siño, ni un Edwards. Rico almacén. Por todas partes mani-
quíes; unos vestidos como cómicos recién llegados, con ro-
pas a grandes cuadros vistosos, levitas rabiosas, pantalones 
desesperantes; otros con macferlanes, levitones, esclavinas. 
En las enormes estanterías trajes y más trajes, cada cual con 
su cartoncito numerado. Y cerca de los mostradores, los de-
pendientes —iguales en todo el mundo—, acursilados, pei-
naditos, recompuestos, cabezas de peluquero y cuerpos de 
figurines, reciben a cada comprador con la sonrisa estudia-
da y la palabra melosa. Desde que entro hago mi elección, 
y tengo la dicha de que la pieza deseada me siente tan bien 
como si hubiera sido cortada expresamente por la mejor ti-
jera de Londres. ¡Es un ulster, elegante, pasmoso, triunfal! 
Yo veo y examino con fruición incomparable su tela gruesa 
y fina y sus forros de lana a cuadros, al son de los ditirambos 
que el vendedor repite extendiendo los faldones, acarician-
do las mangas y procurando infundir en mí la convicción 
de que esa prenda no es inferior a las que usan el príncipe 
de Gales o el duque de Morny... «Y sobre todo, caballero, ¡le 
cuesta a usted muy barato!» «Es mía», contesto con dignidad 
y placer. «¿Cuánto vale?» «Ochenta y cinco pesos.» ¡Jesucris-
to!... cerca de la mitad de mi sueldo, pero es demasiado ten-
tadora la obra y demasiado locuaz el dependiente. Además, 
la perspectiva de estar dentro de pocos instantes el cronista 
caminando por la calle del Cabo, con un ulster que humilla-
rá a más de un modesto burgués, y que se atraerá la atención 
de más de una sonrosada porteña... Pago, pido la vuelta, me 
pongo frente a un gran espejo el ulster, que adquiere mayor 
valor en compañía de mi sombrero de pelo, y salgo a la calle 
más orgulloso que el príncipe de un feliz y hermoso cuento.
* * *
Rodrigo Javier Caresani40
¡Ah, cuán larga sería la narración detallada de las aven-
turas de aquel sobretodo! Él conoció desde el palacio de la 
Moneda hasta los arrabales de Santiago; él noctambuleó en 
las invernales noches santiaguesas, cuando las pulmonías es-
toquean al trasnochador descuidado; él cenó «chez Brinck», 
donde los pilares del café parecen gigantescas salchichas, y 
donde el mostrador se asemeja a una joya de plata; él cono-
ció de cerca a un gallardo Borbón, a un gran criminal, a 
una gran trágica; ¡él oyó la voz y vio el rostro del infeliz y es-
forzado Balmaceda!19 Al compás de los alegres tamborileos 
que sobre mesas y cajas hacen las «cantoras», él gustó, a son 
de arpa y guitarra, de las cuecas que animan al roto, cuando 
la chicha hierve y provoca en los «potrillos» cristalinos, que 
pasan de mano en mano. Y cuando el horrible y aterrador 
cólera morbo envenenaba el país chileno, él vio, en las no-
ches solitarias y trágicas, las carretas de las ambulancias, que 
iban cargadas de cadáveres. ¡Después, cuántas veces, sobre 
las olas del Pacífico, contempló, desde la cubierta de un va-
por, las trémulas rosas de oro de las admirables constelacio-
nes del Sur! Si el excelente ulster hubiese llevado un diario, 
se encontrarían en él sus impresiones sobre los pintorescos 
chalets de Viña del Mar, sobre las lindas mujeres limeñas, 
sobre la rada del Callao. Él estuvo en Nicaragua; pero de ese 
país no hubiera escrito nada, porque no quiso conocerle, y 
pasó allá el tiempo, nostálgico, viviendo de sus recuerdos, 
encerrado en su baúl. En El Salvador sí salió a la calle y cono-
ció a Menéndez y a Carlos Ezeta. Azorado, como el pájaro al 
ruido del escopetazo, huyó a Guatemala cuando la explosión 
19 Darío se refiere a don Carlos María de Borbón y Austria, quien viajó a Chile en 1887, y con el que pudo 
coincidir en sus visitas a la casa de José Manuel Balmaceda, presidente chileno que termina suicidándose 
durante la revolución de 1891. Pedro Balmaceda, hijo del presidente, fue para Darío “un amado compañe-
ro de trabajo” —así se refiere a él en A. de Gilbert (1889)—, impulsor y mecenas de Abrojos (1887) y de 
Azul... (1888). La “gran trágica” es Sarah Bernhardt, a cuyas actuaciones dedica Darío el poema “Sarah” y 
la columna “Teatros”, todos textos publicados por el periódico santiagueño La Época a fines de 1886.
Rubén Darío. Crónicas viajeras 41
del 22 de junio.20 Allá volvió a hacer vida de noctámbulo; 
escuchó a Elisa Zangheri, la artista del drama, y a su amiga 
Lina Cerne, que canta como un ruiseñor.
Y un día, ¡ay!, su dueño, ingrato, lo regaló.
* * *
Sí, fui muy cruel con quien me había acompañado tanto 
tiempo. Ved la historia. Me visitaba en la ciudad de Pedro de 
Alvaradoun joven amigo de las letras, inteligente, burlón, 
brillante, insoportable, que adoraba a Antonio de Valbuena, 
que tenía buenas dotes artísticas, y que se atrajo todas mis 
antipatías por dos artículos que publicó, uno contra Gutié-
rrez Nájera y otro contra Francisco Gavidia. El muchacho se 
llamaba Enrique Gómez Carillo y tenía costumbre de llegar 
a mi hotel a alborotarme la bilis con sus juicios atrevidos y 
romos y sus risitas molestas.21 Pero yo le quería, y comprendía 
bien que en él había tela para un buen escritor. Un día llegó y 
20 Se trata del golpe militar que Carlos Ezeta llevó adelante contra el gobierno constitucional de Francisco 
Menéndez en 1890. Darío huye a Guatemala temiendo represalias por su amistad con Menéndez y deja en 
El Salvador a Rafaela Contreras, con quien había contraído matrimonio civil el día previo al levantamiento.
21 Con la mención de Pedro de Alvarado el texto remite a la Ciudad de Guatemala, de donde era oriun-
do Enrique Gómez Carrillo. En Guatemala —desde diciembre de 1890 y hasta mediados de 1891—, 
Darío dirige el periódico El Correo de la Tarde, para el cual colabora el joven Carrillo. Con el nombre 
del modernista guatemalteco, el del mexicano Manuel Gutiérrez Nájera, el del salvadoreño Francisco 
Gavidia y —más adelante en el relato— el del español Alejandro Sawa, el narrador viajero perfila la 
trama multi-nodal de un modernismo todavía endeble, que tiene a la prensa periódica como principal 
agente religador. Para una lectura de la emergencia de la literatura latinoamericana moderna desde los 
“fenómenos de religación”, ver el ensayo “Modernidad y religación: una perspectiva continental (1880-
1916)”. Allí Zanetti conecta la retórica del viaje moderno —y “modernista”— con las peculiaridades 
de la incipiente institucionalización de la literatura latinoamericana: “Los continuos viajes, otro rasgo 
que define la vida letrada de estos años, tienen una función religadora similar a la desarrollada por 
las publicaciones periódicas. El desplazamiento de los escritores por distintos países de América y de 
Europa produce una enmarañada red de vínculos (...) [que] contribuyó a que se conocieran, y fueran 
reconocidos, como hispanoamericanos. (...) Las ‘sensaciones de viaje’ o los ‘recuerdos de viaje’ cons-
truyen un rico campo semántico que, creemos, si se circunscribe sólo al viaje estético —si bien tiene 
este un peso en el imaginario del momento que no puede negarse— corre el riesgo de empobrecer su 
significación” (1994: 519-520).
Rodrigo Javier Caresani42
me dijo: «Me voy para París». «Me alegro. Usted hará más que 
las recuas de estúpidos que suelen enviar nuestros gobier-
nos». Prosiguió el charloteo. Cuando nos despedimos, Enri-
que iba ya pavoneándose con el ulster de la calle del Cabo.
¡Cómo el tiempo ha cambiado! Valdés Vergara, el «hom-
brecito firme y terco», mi director de El Heraldo, murió en la 
última revolución como un héroe. Él era secretario de la Jun-
ta del Congreso, y pereció en el hundimiento del Cochrane. 
Poirier, mi inolvidable Poirier, estaba en México de Ministro 
de Balmaceda cuando el dictador se suicidó... Valparaíso ha 
visto el triunfo de los revolucionarios; y quizá el dueño de 
la tienda de ropa hecha, en donde compré mi sobretodo, 
que era un excelente francés, está hoy reclamando daños y 
perjuicios. ¿Y el ulster? Allá voy. ¿Conocéis el nombre del 
gran poeta Paul Verlaine, el de los Poemas saturninos?22 Zola, 
Anatolio France, Julio Lemaître, son apasionados suyos. 
Toda la juventud literaria de Francia ama y respeta al viejo 
artista. Los decadentes y simbolistas le consultan como a un 
maestro. France, en su lengua especial, le llama «un salvaje 
soberbio y magnífico». Mauricio Barrès, Moréas, visitan en 
«sus hospitales» al «pobre Lélian». El joven Gómez Carrillo, 
el andariego, el muchacho aquel que me daba a todos los 
diablos, con el tiempo que ha pasado en París ha cambiado 
del todo. Su criterio estético es ya otro; sus artículos tienen 
una factura brillante aunque descuidada, alocada; su prosa 
22 La pregunta produce un cambio de tono en el texto —anuncia el “punto de giro” de la narración, 
refuerza la expectativa ante la inminencia del cierre. Ese “punto”, la reversión-inversión que opera el 
relato, actualiza uno de los dramas más agudos ante los que toma posición la escritura dariana: conden-
sada en la fórmula oximorónica del final —el “poder de un pobre escritor americano”—, se trata de 
la relación de un poeta de los márgenes de la modernidad frente a la tradición local y universal-central. 
Zanín (1997: 47) argumenta en esta misma dirección que “Darío revierte la suerte de ese ‘pobre escritor 
americano’ (...); capitaliza esa pobreza y nos muestra cómo en todo homenaje existe, además del reco-
nocimiento de sí mismo, una cierta porción de veneno que da gusto a las relaciones intelectuales. En la 
‘Historia de un sobretodo’, la economía del relato procede de un sueldo que es invertido en la compra de 
ese objeto. Podemos leer la inversión —inversión en un doble sentido— del primer sueldo de Darío 
en Chile como la invención de una historia que delineará un capital poético”.
Rubén Darío. Crónicas viajeras 43
gusta y da a conocer un buen temperamento artístico. En 
la gran capital, a donde fue pensionado por el gobierno de 
su país, procuró conocer de cerca a los literatos jóvenes, y lo 
consiguió, y se hizo amigo de casi todos, y muchos de ellos le 
asistieron, en días de enfermedad, al endiablado centroame-
ricano, que a lo más contara veintiún años. Pues bien, en 
una de sus cartas, me escribe Gómez Carrillo esta postdata: 
«¿Sabe usted a quién le sirve hoy su sobretodo? A Paul Ver-
laine, al poeta... Yo se lo regalé a Alejandro Sawa —el prolo-
guista de López Bago, que vive en París— y él se lo dio a Paul 
Verlaine. ¡Dichoso sobretodo!»23
Sí, muy dichoso; pues del poder de un pobre escritor 
americano, ha ascendido al de un glorioso excéntrico, que 
aunque cambie de hospital todos los días, es uno de los más 
grandes poetas de la Francia.
Edgar Allan Poe24
I.
En una mañana gris25 y húmeda llegué por primera vez al 
inmenso país de los Estados Unidos. Iba el steamer despacio, y 
23 A través de Carrillo y un año después de publicada su “Historia”, Darío conocerá a Sawa en el viaje a París 
de 1893.
24 Revista Nacional, Buenos Aires, segunda serie, año VII, tomo XIX, entrega del 1 de enero de 1894. El texto 
pasa a la primera edición de Los raros (1896) y el capítulo en que se incluye (XVI) lo anuncia con la leyen-
da “Fragmento de un libro futuro”, fórmula que hace eco en el “continuará” del cierre de la publicación 
en la Revista. Darío no escribe el libro prometido pero la preocupación por el norteamericano se mantie-
ne —en el terreno de la crónica y el “ensayo”, descontando la deuda de la poesía dariana con Poe— en 
las constantes alusiones a su obra. Ese interés vuelve a imponerse en la serie “Edgar Poe y los sueños”, 
publicada por La Nación en 1913 e incluida en el presente volumen. El texto de Los raros fue empleado 
en varias oportunidades como “prologo” de traducciones al español de Poe; no obstante, la antología de 
prólogos darianos de Jirón Terán (2003) le atribuye erróneamente al nicaragüense una nueva pieza en 
prosa dedicada a Poe, el “Prólogo a El cuervo”. Este texto pertenece en realidad a Santiago Pérez Triana 
(1858-1916) y acompañó en 1887 la célebre traducción de “The Raven” de Antonio Pérez Bonalde. Debo 
la aclaración a la Dra. Beatriz Colombi.
25 En Los raros, “fría”.
Rodrigo Javier Caresani44
la sirena aullaba roncamente por temor de un choque. Que-
daba atrás Fire Island con su erecto faro; estábamos frente a 
Sandy Hook, de donde nos salió al paso el barco de sanidad. 
El ladrante slang yankee sonaba por todas partes, bajo el pa-
bellón de bandas y estrellas. El viento frío, los pitos arroma-
dizados, el humo de las chimeneas, el movimiento de las má-
quinas, las mismas ondas ventrudas de aquel mar estañado,el vapor que caminaba rumbo a la gran bahía, todo decía: 
all right. Entre las brumas se divisaban islas y barcos. Long 
Island desarrollaba la inmensa cinta de sus costas, y Staten 
Island, como en el marco de una viñeta, se presentaba en su 
hermosura, tentando al lápiz, ya que no, por la falta de sol, 
la máquina fotográfica. Sobre cubierta se agrupan los pasa-
jeros: el comerciante de gruesa panza, congestionado como 
un pavo, con encorvadas narices israelitas; el clergyman hue-
soso, enfundado en su largo levitón negro, cubierto en su 
ancho sombrero de fieltro, y en la mano una pequeña Biblia; 
la muchacha que usa gorra de jockey y que durante toda la 
travesía ha cantado con voz fonográfica, al son de un banjo; 
el joven robusto, lampiño como un bebé, y que, aficionado al 
box, tiene los puños de tal modo, que bien pudiera desqui-
jarar un rinoceronte de un solo impulso... En los Narrows se 
alcanza a ver la tierra pintoresca y florida, las fortalezas. Lue-
go, levantando sobre su cabeza la antorcha simbólica, queda 
a un lado la gigantesca Madona de la Libertad, que tiene por 
peana un islote. De mi alma brota entonces la salutación: «A 
ti, prolífica, enorme dominadora. A ti, Nuestra Señora de 
la Libertad. A ti, cuyas mamas de bronce alimentan un sin-
número de almas y corazones. A ti, que te alzas solitaria y 
magnífica sobre tu isla, levantando la divina antorcha. Yo te 
saludo al paso de mi steamer, prosternándome delante de tu 
majestad. Ave: Good morning! Yo sé, oh divino ícono, oh mag-
na estatua, que tu solo nombre, el de la excelsa beldad que 
encarnas, ha hecho brotar estrellas sobre el mundo, a la ma-
nera del fiat del Señor. Allí están entre todas, brillantes sobre 
Rubén Darío. Crónicas viajeras 45
las listas de la bandera, las que iluminan el vuelo del águila 
de América, de esta tu América formidable, de ojos azules. 
Ave, Libertad, llena de fuerza; el Señor es contigo: bendita tú 
eres. Pero ¿sabes? se te ha herido mucho por el mundo, divi-
nidad, manchando tu esplendor. Anda en la tierra otra que 
ha usurpado tu nombre, y que, en vez de la antorcha, lleva 
la tea. Aquélla no es la Diana sagrada de las incomparables 
flechas: es Hécate».
Hecha mi salutación, mi vista contempla la masa enorme 
que está al frente, aquella tierra coronada de torres, aquella 
región de donde casi sentís que viene un soplo subyugador 
y terrible: Manhattan, la isla de hierro, New York, la sanguí-
nea, la ciclópea, la monstruosa, la tormentosa, la irresistible 
capital del cheque. Rodeada de islas menores, tiene cerca a 
Jersey; y agarrada a Brooklyn con la uña enorme del puente; 
Brooklyn, que tiene sobre el palpitante pecho de acero un 
ramillete de campanarios.
Se cree oír la voz de New York, el eco de un vasto soli-
loquio de cifras. ¡Cuán distinta de la voz de París, cuando 
uno cree escucharla, al acercarse, halagadora como una 
canción de amor, de poesía y de juventud! Sobre el suelo 
de Manhattan parece que va a verse surgir de pronto un 
colosal Tío Samuel, que llama a los pueblos todos a una 
inaudita venduta, y que el martillo del vendutero26 cae so-
bre cúpulas y techumbres produciendo un ensordecedor 
trueno metálico. Antes de entrar al corazón del monstruo 
recuerdo la ciudad que vio en el poema bárbaro el vidente 
Thogorma:
Thogorma dans ses yeux vit monter des murailles
De fer d’où s’enroulaient des spirales des tours
Et de palais cerclés d’airain sur des blocs lourds;
26 En Los raros, “un inaudito remate” y “el martillo del rematador”.
Rodrigo Javier Caresani46
Ruche énorme, géhenne aux lugubres entrailles
Où s’engouffraient les Forts, princes des anciens jours.27
Semejantes a los Fuertes de los días antiguos, viven en sus 
torres de piedra, de hierro y de cristal, los hombres de Man-
hattan.
En su fabulosa Babel, gritan, mugen, resuenan, braman, 
conmueven, la Bolsa, la locomotora, la fragua, el banco, la 
imprenta, el dock y la urna electoral. El edificio Produce 
Exchange entre sus muros de hierro y granito reúne tan-
tas almas cuantas hacen un pueblo... He allí Broadway. Se 
experimenta casi una impresión dolorosa; sentís el domi-
nio del vértigo. Por un gran canal cuyos lados los forman 
casas monumentales que ostentan sus cien ojos de vidrios 
y sus tatuajes de rótulos, pasa un río caudaloso, confuso, 
de comerciantes, corredores, caballos, tranvías, ómnibus, 
hombres-sandwichs vestidos de anuncios y mujeres bellísi-
mas. Abarcando con la vista la inmensa arteria en su hervor 
continuo, llega a sentirse la angustia de ciertas pesadillas. 
Reina la vida del hormiguero: un hormiguero de perche-
rones gigantescos, de carros monstruosos, de toda clase de 
vehículos. El vendedor de periódicos, rosado y risueño, salta 
como un gorrión, de tranvía en tranvía, y grita al pasaje-
ro: intamsooonwoool!, lo que quiere decir si gustáis comprar 
cualquiera de esos tres diarios: el Evening Telegram, el Sun 
o el World. El ruido es mareador y se siente en el aire una 
trepidación incesante; el repiqueteo de los cascos, el vuelo 
sonoro de las ruedas, parece que a cada instante aumenta-
se. Temeríase a cada momento un choque, un fracaso, si no 
se conociese que este inmenso río que corre con una fuerza 
27 “Thogorma ante sus ojos vio alzarse las murallas / Cuyo hierro se retorcía en espirales de torres / Y 
en apilados palacios de enfadosos bronces; / Colmena enorme, gehena de lúgubres entrañas / Allí se 
abisman los Fuertes, príncipes de los antiguos días.” La estrofa corresponde a “Kaïn”, el texto que abre 
la colección Poèmes barbares (1862) de Leconte de Lisle. Agradezco la traducción al profesor Walter 
Romero, de la cátedra de Literatura Francesa de la UBA.
Rubén Darío. Crónicas viajeras 47
de alud, lleva en sus ondas la exactitud de una máquina. 
En lo más intrincado de la muchedumbre, en lo más con-
vulsivo y crespo de la ola de movimiento, sucede que una 
lady anciana, bajo su capota negra, o una miss rubia, o una 
nodriza con su bebé quiere pasar de una acera a otra. Un 
corpulento policeman alza la mano; detiénese el torrente; 
pasa la dama; all right!28
«Esos cíclopes...» dice Groussac; «esos feroces caliba-
nes...» escribe Péladan. ¿Tuvo razón el raro Sâr al llamar 
así a estos hombres de la América del Norte? Calibán rei-
na en la isla de Manhattan, en San Francisco, en Boston, 
en Washington, en todo el país. Ha conseguido establecer 
el imperio de la materia, desde su estado misterioso con 
Edison, hasta la apoteosis del puerco, en esa abrumadora 
ciudad de Chicago. Calibán se satura de whisky, como en 
el drama de Shakespeare de vino; se desarrolla y crece; y 
sin ser esclavo de ningún Próspero, ni martirizado por nin-
gún genio del aire, engorda y se multiplica; su nombre es 
Legión.29 Por voluntad de Dios suele brotar de entre esos 
poderosos monstruos, algún ser de superior naturaleza, 
que tiende las alas a la eterna Miranda de lo ideal. Enton-
ces, Calibán mueve contra él a Sicorax; y se le destierra o 
se le mata. Esto lo vio el mundo con Edgar Allan Poe, el 
28 Desde las primeras líneas el artículo apela a la tradición latinoamericana del viajero finisecular. En este 
sentido apunta Colombi (2012): “La escena de llegada, propia del género viaje, y el paseo por Man-
hattan, dan ingreso al texto, que puede pensarse como un homenaje a las Escenas Norteamericanas de 
Martí. En la visión urbana de New York priman las sensaciones de acumulación y de vértigo, plagadas 
de imágenes sonoras intimidatorias para el paseante, como la trepidación, el repiqueteo, el sonido de 
las ruedas, el choque, ese shock de la ciudad que pocos años más tarde George Simmel describiría en La 
metrópolis y la vida mental”.
29 Darío viaja en 1893 a New York, donde a fines de mayo conoce a su admirado José Martí (para un es-
tudio de este vínculo de “filiación literaria” ver el trabajo de Zanetti, 1997). Pero la crónica hace mucho 
más que mirar la ciudad bajo el prisma martiano: ofrece también —y en sintonía con los desarrollos 
de Groussac, a quien Darío conoce

Otros materiales