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Rubén Darío. Crónicas viajeras Derroteros de una poética Edición, prólogo y notas de Rodrigo Javier Caresani Rubén Darío. Crónicas viajeras Derroteros de una poética LIBROS DE CÁTEDRA LC Cátedra: Literatura Latinoamericana I Editorial de la Facultad de Filosofia y Letras Libros de Cátedra Edición: Martín G. Gómez Diseño de tapa e interior: Magali Canale y Fernando Lendoiro Caresani, Rodrigo Rubén Darío : crónicas viajeras : derroteros de una poética . - 1a ed. - Buenos Aires : Editorial de la Facultad de Filosofía y Letras Universidad de Buenos Aires, 2013. 338 p. ; 20x14 cm. ISBN 978-987-1785-96-4 1. Estudios Literarios. 2. Poesía. I. Título CDD 807 ISBN: 978-987-1785-96-4 © Facultad de Filosofía y Letras, UBA, 2013 Subsecretaría de Publicaciones Puan 480 - Ciudad Autónoma de Buenos Aires - República Argentina Tel.: 4432-0606, int. 213 – editor@filo.uba.ar facultad de filosofía y letras de la universidad de buenos aires Decano Hugo Trinchero Vicedecana Leonor Acuña Secretaria Académica Graciela Morgade Secretaria de Supervisión Administrativa Marcela Lamelza Secretario de Extensión Universitaria y Bienestar Estudiantil Alejandro Valitutti Secretario General Jorge Gugliotta Secretario de Posgrado Pablo Ciccolella Subsecretaria de Bibliotecas María Rosa Mostaccio Subsecretario de Publicaciones Rubén Mario Calmels Subsecretario de Publicaciones Matías Cordo Consejo Editor Amanda Toubes Lidia Nacuzzi Susana Cella Myriam Feldfeber Silvia Delfino Diego Villarroel Germán Delgado Sergio Castelo Directora de Imprenta Rosa Gómez Versión digital: Ed. María Clara Diez, Ed. Paula D'Amico El documento se navega a través de los marcadores. https://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/4.0/ Retrato a pluma de Rubén Darío, por Eduardo Schiaffino. Fuente: Eduardo Schiaffino, La pintura y la escultura en Argentina (1783-1894). Buenos Aires, edición del autor, 1933, p. 317. 7 Agradecimientos Agradezco, en primer lugar, a Beatriz Colombi, principal impulsora y guía de este proyecto. A Delfina Muschietti, lú- cida tutora y maestra. A mis colegas de la Cátedra de Litera- tura Latinoamericana I, por el diálogo de siempre. A Jorge Eduardo Arellano, Director de la Academia Nicaragüense de la Lengua, por el constante intercambio de lecturas. Las siguientes instituciones ofrecieron el acceso al material de ar- chivo y hemerográfico consultado: Hemeroteca de la Biblio- teca Nacional, Biblioteca Prebisch, Biblioteca Tornquist, He- meroteca de la Biblioteca del Congreso Nacional, Biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Bue- nos Aires y Biblioteca de la Academia Argentina de Letras. Fi- nalmente, mi agradecimiento a los compañeros del grupo de investigación “Relaciones interartísticas en el modernismo latinoamericano: poesía, crónica y crítica de arte en el fin de siglo (1880-1920)” de la UBA, Silvina Alonso, Federico Fraio- li, Germán Gallo, Sofía Somoza y Georgina Wloch, atentos interlocutores en la pasión por el modernismo. Nuestro es- fuerzo va dedicado, como humilde homenaje, a la memoria de Susana Zanetti. 9 Prólogo Rodrigo Javier Caresani El arte del cronista viajero Los viajes son bienhechores y precisos para los poetas. “Navegar es necesario; vivir no es necesario.” Navega, pues, para venir a esta Europa que todos ansiamos conocer. La moderna literatura nuestra está llena de viajeros. Casi no hay poeta o escritor nuestro que no haya escrito, en prosa o en verso, sus impresiones de peregrino o de turista. Se pasa, como Robert de Montesquiou, “del ensueño al recuerdo”. Como todo está dicho, en lo que se refiere a lo contenido en ciudades y museos, no queda sino la sensación personal, que siempre es nueva, con tal de apartar la obsesión de autores preferidos y la imposición de páginas magistrales que triunfan en la memoria. Es esto difícil, antes de que la tranquilidad de la vida reflexiva llegue. Rubén Darío, Prólogo a Hombres y piedras. Al margen del Baedeker, de Tulio M. Cestero, 1907 De Nicaragua a Chile, de una Buenos Aires “Cosmópolis” a la París capital del siglo XIX —entre idas y venidas, partidas y regresos—, el nomadismo dariano perfila el ansia de moder- nidad de un proyecto estético sin precedentes en la lengua española. Si, como ha señalado Octavio Paz, lo único que el modernismo afirma es un lenguaje en perpetuo movimiento, Rodrigo Javier Caresani10 resulta pertinente la pregunta por los modos de inscripción de una escritura de la errancia en la textualidad de la crónica dariana. ¿Qué rasgos definen la singularidad de esta prosa instauradora de una de las vías hegemónicas para el relato moderno de viaje en el fin de siglo latinoamericano? ¿Des- de qué tramas y con qué tropos se construye el locus móvil de enunciación que funciona como condición de posibilidad de esta poética? ¿Cómo aproximarse a las conexiones de una escritura con las violentas transformaciones de una moderni- dad desigual, periférica, desencontrada? En suma, ¿cómo leer el signo ideológico del desplazamiento dariano sin aplanar sus múltiples valencias? Estos complejos interrogantes toda- vía interpelan a la crítica contemporánea y podrían estimular nuevas lecturas de esa vasta y excepcional obra en prosa que esta antología condensa y reordena en un conjunto de conste- laciones provisorias.1 No parece casual que una de las vías de reflexión más ex- plotadas en los asedios a la crónica modernista sea la que re- laciona esta textualidad con los atributos de la experiencia urbana en el fin de siglo. Si la ciudad es el espacio moderno por excelencia, el lugar por el que circulan los temas privi- legiados de la Modernidad —las transformaciones técnicas que acortan las distancias (desde el telégrafo hasta los ferro- carriles), la reproductibilidad técnica de la imagen, la nue- va circulación de la información en periódicos y revistas, la constitución de la opinión pública, entre tantos otros—, la crónica traduce y reinventa esa geografía bajo sus propios parámetros. Refiriéndose a los escritores del modernismo latinoamericano, pero sobre todo al proyecto de Darío des- de su llegada a Buenos Aires en 1893, Ángel Rama anota: 1 En la bibliografía de este trabajo se repone la notable variedad de posiciones dentro de la crítica dariana, sin ánimo de agotar en ello un estado de la cuestión. Las líneas que siguen procuran entradas a gran escala para atravesar el corpus de la antología, mientras que el aparato de notas al pie de las crónicas presenta ejes concretos de análisis y bibliografía específica. Todas las citas y referencias reenvían, en adelante, a ese listado. Rubén Darío. Crónicas viajeras 11 La vulgaridad de las ciudades latinoamericanas que cum- plían a fin de siglo el “boom town” no fue menor que la de las ciudades europeas y norteamericanas y, si cabe, fue aun mayor lo informe de un crecimiento que carecía de la pla- nificación de un Haussman y que sólo respondía a las ur- gencias del momento dictadas desde el exterior (...). Contra ese telón de fondo también se edifica el arte riguroso de los escritores de la modernización. (Rama, 1985b: 54) En el cierre del que podría considerarse uno de los umbrales de la literatura latinoamericana moderna —“Yo persigo una forma...”, el último poema de Prosas profanas— Darío se pregun- ta por el carácter evanescente de la forma artística. Ahora bien, enfrentado al “amasijo desordenado de la vida popular ame- ricana” (Rama, 1985b: 55), el anhelo desesperado del soneto —“Y no hallo sino la palabra que huye”, dice el primero de sus tercetos— se articula desde el rigor de la forma, la exactitud del diseño, la precisión de la escritura. Las crónicas darianas, en su avasallante diversidad, admiten una lectura en esta misma cla- ve, es decir, como respuesta “rigurosa” al drama de una expe- riencia en fuga, al crecimiento informe de las nuevas ciudades, a sus ritmos vertiginosos y fragmentarios. En elcamino hacia una hipótesis que permita describir las aristas de esa “forma”, nuestra perspectiva amplía los alcances de la célebre intuición de Pedro Salinas y postula que la prosa dariana asimila o narra- tiviza esa experiencia a partir de la configuración recurrente —casi obsesiva— de “paisajes de cultura”.2 El cronista viajero —quizá como nunca antes en la tradi- ción de los viajeros latinoamericanos— diseña su itinerario 2 Salinas introduce la categoría en el capítulo “El jardín de los pavos reales” de su ensayo La poesía de Rubén Darío —publicado por primera vez en 1948— y restringe el alcance de su funcionamiento al verso, con lo que inaugura un eje de lectura para la poética de Prosas profanas que ha sido retomado hasta el cansancio por la crítica. Allí escribe: “Crea entonces Rubén unos ambientes concretados en unos paisajes que no son naturales, sino ‘culturales’, porque hasta sus mismos componentes de Naturaleza están pasados, casi siempre, a través de una experiencia artística ajena”. Rodrigo Javier Caresani12 sobre un mapa atiborrado de nuevos referentes culturales. En otros términos, si todo relato de viaje efectúa un recorte que conlleva una predicación valorativa del espacio, los des- plazamientos del enunciador en los textos de Darío —sea en la variante de la flânerie, de la ensoñación o divagación, del grand tour o el voyage en orient— seleccionan sus hitos de la colección que ofrece el museo o su análogo des-auratiza- do, el bazar. Las conclusiones de Raymond Williams sobre la emergencia de una “mirada paisajística” en el proceso de constitución de la sensibilidad burguesa sirven como herra- mienta para indagar esa dominante que recorre las piezas de esta antología. En El campo y la ciudad (1973) Williams plantea que la percepción paisajística de la naturaleza per- tenece al universo de convenciones de la estética: el paisaje “bello” es la construcción de una experiencia distanciada que tiene como condición el ocio —no hay paisaje en un es- pacio evaluado desde la perspectiva de su utilidad— y supo- ne una descripción o imagen organizada para el consumo.3 Los paisajes de cultura darianos —esa estrategia persistente para elaborar el fenómeno moderno— instalan de manera espectacular, beligerante, la discusión por la autonomía de una nueva zona institucional. La literatura latinoamericana, desde el discurso heterónomo de la prensa, intenta recortar el territorio difuso de su identidad y emprende la tarea a tra- vés de una operación que busca consolidar una ideología de la productividad simbólica ligada a la categoría de artificio: de entrada, el imperativo de la mímesis está desplazado del eje del “ut pictura crónica” dariano. Los cuadros del escritor viajero, sus paisajes, no tienen otro referente que la literatu- ra; y si “la obsesión de autores preferidos” o “la imposición de páginas magistrales” que el poeta censuraba en nuestro acápite finalmente triunfa en el relato, la apropiación no pierde por esto su eficacia estética. 3 Ver, para este punto, el capítulo “Agradables panoramas” de El campo y la ciudad. Rubén Darío. Crónicas viajeras 13 A partir de estas premisas —y desde la sintonía con el des- pliegue de Williams— se podrían reevaluar las hipótesis de Julio Ramos, quien encuentra en las crónicas finiseculares una forma sofisticada del viaje importador, la mediación del corresponsal entre el público local, deseoso de modernidad, y el capital cultural extranjero. En particular, la variante daria- na del género se empeñaría en presentar una vitrina del mun- do moderno que termina encubriendo los signos amenazantes de la nueva experiencia urbana con un espectáculo pintores- co, listo-para-el-consumo. Es cierto que en los noventa, para el momento en que Darío se vuelve corresponsal modelo, “el cronista será, sobre todo, un guía en el cada vez más refinado y complejo mercado del lujo y bienes culturales, contribuyendo a cristalizar una retórica del consumo y la publicidad” (Ramos, 1989: 113). Pero, en paralelo al fetiche, al decorado consola- torio, a la mistificación de los peligros de la ciudad, el paisaje de citas que ensamblan los frisos urbanos de estas crónicas in- serta en la tradición de los viajeros finiseculares el relámpago de una nueva operatoria poética. Y si esa operatoria devela algo más de lo que encubre, su funcionamiento y sus efectos pueden conectarse, salvando las distancias, con el potencial re- vulsivo que Walter Benjamin le asignaba al procedimiento del montaje en el camino hacia una “revelación profana”. Ese vas- to mecanismo de alusión al Libro de la Cultura que pone en juego el paisaje dariano escenifica la concepción —tan moder- nista— del trabajo de escritura como un ejercicio de lectura.4 4 Quizá sea por esto que Borges reconoce en su “Mensaje en honor de Rubén Darío” (1967) la deuda con el nicaragüense: “La riqueza poética de la literatura de Francia durante el siglo diecinueve es indiscutible; nada o muy poco de ese caudal había trascendido a nuestro idioma. Darío, tout sonore encore de Hugo, de los otros románticos, del Parnaso y de los jóvenes poetas del simbolismo, tuvo que colmar ese hiato. Otros, en América y en España, prolongaron su vasta iniciativa (...). Los lagos, los crepúsculos y la mitología he- lénica fueron apenas una efímera etapa del modernismo, que los propios propulsores abandonarían por otros temas. (...) Todo lo renovó Darío: la materia, el vocabulario, la métrica, la magia peculiar de ciertas palabras, la sensibilidad del poeta y de sus lectores. Su labor no ha cesado y no cesará; quienes alguna vez lo combatimos, comprendemos hoy que lo continuamos. Lo podemos llamar el Libertador”. Rodrigo Javier Caresani14 Si el itinerario textual se asemeja a un “libro” —o mejor, a la colección de citas en un cuaderno de recortes— no es tanto por el carácter profuso de las referencias culturales sino porque el viajero se erige en la figura de un lector privi- legiado. Tras la voracidad cultural de una errancia que des- acomoda los anaqueles de la biblioteca latinoamericana con lecturas raras, subyace el gesto del traductor caníbal, la mira- da del subalterno que desde los márgenes altera y descentra las jerarquías de los objetos culturales de la metrópoli. Para decirlo con Benjamin —aunque la idea le tributa también al sutil desarrollo de Rama en torno a las “máscaras democrá- ticas” del modernismo—, la operación dariana desmitifica el estatus de autoridad de los monumentos, fractura su aura. Esa perspectiva paisajística aplicada a la Cultura entreteje en el viaje importador un atisbo de distancia que convierte la lengua propia en extranjera, para volver a fundarla tanto en el poema como en el laboratorio de la crónica. Derroteros de una poética Después de Azul..., después de Los raros, voces insinuantes, buena y mala intención, entusiasmo sonoro y envidia subterránea —todo bella cosecha—, solicitaron lo que, en conciencia, no he creído fructuoso ni oportuno: un manifiesto. Rubén Darío, “Palabras liminares” a Prosas profanas, 1896 Si bien Darío evitó abundar en textos abiertamente doctri- narios y asumió con reticencia la convicción de sus contempo- ráneos de que era cabeza de un movimiento literario, sus cró- nicas exhiben, a la par de una reflexión incansable sobre el arte y la literatura del fin de siglo, un grado de autoconciencia notable sobre el devenir de la propia estética. Por el reverso de la acracia literaria —“quien siga servilmente mis huellas perderá su tesoro personal”, insisten las “Palabras liminares” Rubén Darío. Crónicas viajeras 15 anticipando el riesgoso automatismo que anuncia toda consa- gración—, los programas darianos le dan entidad a una sub- jetividad “en proceso”, a un “yo” que en sus constantes mas- caradas le hace señas a la literatura como zona incierta en el singular proyecto de la modernidad latinoamericana. En otras palabras, ese sujeto-en-desplazamiento que configuran las crónicas habilitauna lectura de la errancia como índice de una modificación de largo aliento en las condiciones del siste- ma cultural: la oscilación de una instancia que nunca deja de dramatizar la precariedad de su hacer-se no sólo es testimo- nio del carácter moderno de esa subjetividad, sino también, de las contradicciones en el proceso de institucionalización de una nueva práctica. Atento a la dimensión institucional de esa práctica emer- gente —en un planteo que lecturas como las de Julio Ramos y Graciela Montaldo han llevado hasta las últimas consecuen- cias—, Rama reconoce que uno de los elementos decisivos de la renovación modernista es la instauración de un “siste- ma literario latinoamericano”. Por encima de un mero cam- bio de temas y formas, la categoría de “sistema” registra una transformación que involucra “la existencia de un conjunto de productores literarios, más o menos conscientes de su pa- pel; un conjunto de receptores, formando los distintos tipos de públicos; un mecanismo transmisor que liga unos a otros” (Rama, 1983a: 9).5 En esta triple encrucijada es preciso situar 5 En Las contradicciones del modernismo (1978) Noé Jitrik emplea esta categoría en la misma dirección que Rama, aunque subraya el rol de liderazgo de la figura de Darío al referirse al “sistema modernista o, es bueno declararlo, rubendariano”. Al margen, sorprende la convergencia de estas aproximaciones de la crítica latinoamericana con una deriva de la Escuela de Frankfurt —sobre todo en la estela de “La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica”, de Benjamin—. En concreto, la referencia apunta a los trabajos de Peter Bürger, de Teoría de la vanguardia (1974) a The Decline of Modernism (1992), estudios que también proponen una triple entrada al contradictorio proceso de autonomización de la literatura, pero recortando los alcances a ciertas zonas de la cultura europea. Bürger concibe una tipología histórica —reformulación de la tríada autor-obra-lector— que contempla las aristas de una “teoría de la produc- ción”, una “teoría de la recepción” y una “teoría de la función social del arte”. Se trata de una distinción en el terreno de la “teoría” que, si bien se articula a ciertos materiales estéticos en un desarrollo histórico Rodrigo Javier Caresani16 ese sesgo programático que aflora en buena parte de las cró- nicas, pues la preocupación dariana por los “compañeros de campaña” es tan insistente como la referida a la constitución de un público o a la de los mecanismos desde los que impul- sar una renovación técnica de la literatura. Pocos textos en el fin de siglo —entre los que habría que contar el “Prólogo al Poema del Niágara” de José Martí (1882)— realizan un diagnóstico tan preciso del campo cul- tural como las “Palabras liminares”, diagnóstico enunciado en un contundente a-b-c que recoge los tres ángulos del “sis- tema” bajo el signo de la negación. Parafraseando a Darío: a) no hay un público capaz de asimilar las innovaciones que trae el modernismo, pues triunfa “la absoluta falta de eleva- ción mental de la mayoría pensante de nuestro continente”; b) no hay un conjunto orgánico de productores, porque “los me- jores talentos” se encuentran “en el limbo de un completo desconocimiento del mismo Arte a que se consagran”; c) no hay un código previo que garantice la pertenencia de una escri- tura al espacio virtual de lo literario y pretender imponerlo “implicaría una contradicción”, si la literatura moderna se resiste a toda definición que prescriba o fije un límite a su especificidad.6 Ahora bien, los tres aspectos que estos enun- ciados describen en negativo se recuperan como el mapa de coordenadas institucionales en que el poeta calibra los al- cances de su intervención. Así, el vínculo entre la ausencia de condiciones y el artificio de un sujeto lanzado al vacío —pues el drama de la fugacidad, como expone con lucidez Julio Ortega, es la escena misma de articulación de su voz— funda una dinámica que se traduce a los rasgos enunciativos puntual, resulta útil para evaluar la pertinencia de los planteos de Rama —así como de sus continuado- res— en torno a la especificidad del derrotero latinoamericano de la institucionalización del arte. 6 Sobre este último punto —y entre muchas otras reflexiones— es revelador el desarrollo de Jacques Derrida en su conferencia “Kafka: Ante la ley” (1982), publicada en La filosofía como institución (1984). Allí se describe la juridicidad (juridicité) subversiva que actúa como sustento de una concepción moder- na de la literatura: la literatura suspende su “ser”, difiere al infinito su propia ley. Rubén Darío. Crónicas viajeras 17 de aquellos textos en que asoma un tono afín a la retórica del manifiesto.7 Uno de esos rasgos, quizá el más significativo en el perío- do inaugural del modernismo dariano —el que va de la pu- blicación de Azul... en 1888 a la de Los raros y Prosas profanas en 1896—, es la alternancia estratégica entre el singular y el plural en el uso de la primera persona. El locus desde el cual se defienden las consignas para un arte nuevo se mueve en zigzag entre el repliegue en un “nosotros” endeble y volcado hacia el futuro, y la exhibición de una individualidad radi- calizada que, en el presente, ostenta las insignias de su no- vedad. “Nuestros propósitos” (1894), una pieza menor que la antología recoloca entre otros programas más conocidos, se revela como un eslabón decisivo para el estudio de ese plural, especie de infancia de una comunidad imaginaria. El texto-presentación de la Revista de América se dirige a una incipiente brotherhood modernista a la que exhorta con una serie de imperativos impregnados de ese léxico de campa- ña tan característico en los primeros escritos de la escala en Buenos Aires. Como apunta Beatriz Colombi, “se trata de una beligerancia un tanto formal y gestual, ya que si bien Da- río toma parte de la misma, paralelamente, no es un rebelde dispuesto a deponer a todos los académicos encontrados a su paso, aunque haga alarde de eso mismo” (2004a: 66). En este caso puntual, la clave de lectura de esa gestualidad pasa por la tensión entre el voluntarismo del “nosotros” desde el cual se dicen las consignas y la repetición anafórica del 7 En su lectiografía de Darío —“Rubén Darío y la mirada mutua”, un intento biográfico que explora las ficciones de una identidad conformada en el diálogo de las lecturas— Ortega ilumina la naturaleza radicalmente inacabada de esta “entidad”: “pocos poetas (...) han demostrado, como Darío, tanta zo- zobra de sí mismo, el desamparo de su propio tiempo y la vulnerabilidad de su voz. Como esos objetos más preciosos por más frágiles, muchos poemas suyos llevan la marca de su origen como una pregunta irresuelta. Hasta los lujosos cisnes, de estirpe clásica y suficiencia simbolista, se convierten en signos de interrogación, como si la belleza, en rodillas del poeta, no fuese ya un desafío existencial, sino una pregunta por sí misma” (2003: 36-37). Rodrigo Javier Caresani18 infinitivo en el enunciado de las mismas —“Ser el órgano de la generación nueva”, “Combatir contra los fetichistas”, “Levantar la bandera”, “Mantener el respeto”, “Trabajar por el brillo”, etcétera—. Porque si, al asumir el plural, el “yo” parece confiar en su potestad para emitir mandatos y en las competencias de una comunidad para decodificarlos, en contrapartida, al remarcar la opción por la forma no perso- nal de los verbos, señala la inexistencia de un sujeto capaz de llevar adelante esas acciones. De este modo, si el “nosotros” de “Nuestros propósitos” interpela al presente de la escritu- ra, lo hace sobre todo en tanto plural por conjugar, abierto al porvenir. El contrapeso de ese funcionamiento aparece en “Los co- lores del estandarte” (1896) —anticipación en este y otros aspectos de las “Palabras liminares”—, texto en el que el enunciador se singulariza para poner en escena el espectá- culo de su soledad. Polemista refinado,hábil en la opción por el desvío en lugar del combate frontal, Darío vuelve a en- frentar la acusación de “galicismo mental” pero ahora —en una sofisticada táctica de refutación— asume los términos de la argumentación adversa sin alterarlos, para extraer de ellos la conclusión opuesta. La irritación de Paul Groussac, perspicaz lector de Los raros, no se debe sólo a la “mala copia” de la modernidad literaria europea o a la elección poco feliz del modelo —simbolistas y decadentes franceses antes que el prerrafaelismo inglés—, pues en su perspectiva la condición marginal de América Latina no admite otro destino que una modernidad de segundo grado, mimética. El eje subterráneo de la contienda es la audacia dariana de pretender una mo- dernidad latinoamericana “original” por la vía de esa “imita- ción”. Desde Azul... el proyecto artístico de Darío postula un reordenamiento de la relación entre las metrópolis y la perife- ria, y esa alteración se formula como un problema lingüístico, de apropiación cultural creativa. La traducción practicada de manera irreverente —en esa familiaridad desacralizante de Rubén Darío. Crónicas viajeras 19 quien recorre la Cultura como un paisaje— no refuerza la subalternidad, como quiere Groussac, sino que intenta afir- mar una identidad autónoma, emancipada. Fuera de las exi- gencias del cuerpo a cuerpo de la polémica, la insistencia en la primera persona del singular viene a subrayar la falta de parámetros locales para asimilar y profundizar esa operatoria de innovación por traducción; y si un “nosotros” se insinúa ha- cia el final de la crónica, su sustancia fantasmal queda librada a los enigmas de una profecía. Una torsión final en el derrotero de la poética dariana y en la figura del cronista que la acompaña emerge del re- posicionamiento de la escritura al “otro lado” del Atlántico, con esa crisis en la intelectualidad hispanoamericana que la guerra entre España y Estados Unidos en 1898 termina de precipitar, y que el ahora corresponsal estrella de La Nación cubre desde el terreno. Darío nunca concibió la tarea de re- novación de la lengua poética como un modo de cortar lazos con la tradición literaria española, aunque fue consciente de que sus búsquedas producían una inédita inversión de roles: si España es un espacio cultural “provinciano” y el presente de su literatura aparece como “atraso”, el modernismo ame- ricano —desde la periferia cosmopolita— se apropia del pre- sente de la lengua y reclama prerrogativas en su futuro. Esta premisa se sostiene en las crónicas españolas —para com- probarlo basta releer “El modernismo en España” (1899)—, a pesar de esa notable rotación de la mirada dariana que Co- lombi describe como una “escucha terapéutica” encaminada a “desmontar el mecanismo de la confrontación que había caracterizado la retórica del viaje a España” (2004b: 125). Si hay una novedad en la trama final de la estética que nos ocupa, esta asume la fórmula de una ampliación de las funciones del escritor. En relación de simbiosis con la pose del “poeta maduro” —un artista que ya ha conquistado cier- ta estabilidad en el tembladeral de la institucionalización li- teraria—, los textos europeos afianzan una representación Rodrigo Javier Caresani20 del intelectual dispuesto a intervenir en la esfera de los dis- cursos políticos. A la avanzada imperialista entendida como una amenaza sobre la lengua —“¿Seremos entregados a los bárbaros fieros? / ¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés?”, pregunta el primer poema de la serie “Los cisnes” en Cantos de vida y esperanza (1905)— la estética dariana le responde con la figura del portavoz, un sujeto capaz de en- carnar la fracturada identidad “americanoespañola”, de ha- blar en nombre del español como totalidad, a ambos lados del Atlántico.8 Así, si la autonomía que proyectaban los pro- gramas americanos —además de carecer de soportes insti- tucionales— insinuaba la pérdida de efectividad pública de una práctica, el viraje que se acentúa a partir de esta nueva figura apunta a una superación de esa aporía mediante una expansión del horizonte de la autoridad estética. De este modo, las constelaciones urdidas por la antología —abiertas al trabajo de desarme y re-enfoque de ávidos lec- tores— invitan a reflexionar sobre los vaivenes de un com- plejo proceso, que constituye el fósil de nuestro presente. Criterios de esta edición El volumen de bibliografía sobre la obra de Rubén Da- río quizá sea el más considerable dedicado a la figura de un escritor en la historia de la literatura latinoamericana. 8 Enrique Foffani, al analizar el devenir que desemboca en Cantos de vida y esperanza, registra una trans- formación paralela a la que el presente desarrollo propone para la zona de la crónica: “el poeta nómade desea ser un cantor del presente y para ello debe poner en práctica un método diametralmente diverso del utilizado en Prosas profanas, esto es, ya no orientar sus recreaciones arqueológicas hacia el pasado sino hacia la actualidad, hacia los tiempos de un ahora entramado en los acontecimientos de la Historia” (2007: 17-18). Y más adelante concluye: “La protesta de los cisnes es el gran vuelco: la poesía protesta, la poesía por fin sale a la calle, puede ir a la feria, recorrer el barrio, las grandes ciudades. Pero —y esta es la lección de Rubén Darío— no debe dejar de ser poesía, no debe perder el terreno ganado con la autonomía del arte” (2007: 43). Rubén Darío. Crónicas viajeras 21 Sin embargo, el trabajo de edición de sus textos no parece haber recibido la misma atención y, a pesar del singular y loable esfuerzo liderado por la Academia Nicaragüense de la Lengua, las exiguas ediciones críticas —sobre todo de la prosa periodística del nicaragüense— están lejos de corres- ponderse con el constante interés que despierta su escritura. En estas condiciones es que cobra sentido nuestro retor- no a Darío: la antología que presentamos busca reponer las huellas que estos textos portan de su circulación en la pren- sa periódica, huellas que tienden a desdibujarse en aquellos que han alcanzado la reproducción en libro. Por eso recurri- mos, al establecer la gran mayoría de estas crónicas viajeras, a las publicaciones originales, que cotejamos —en los casos en que Darío dispuso una segunda publicación— con su pri- mera edición en volumen. Para el grupo reducido de textos que no se han tomado de una primera fuente, las versiones resultan siempre del cotejo de dos o más de las ediciones críticas listadas en la bibliografía. Se presentan entonces, junto a algunas crónicas inéditas, versiones ajustadas a la circulación en la prensa de textos co- nocidos gracias a la posterior inclusión en Azul..., Los raros, España contemporánea, Peregrinaciones, Tierras solares, Todo al vuelo y Letras. Reponemos en todos los textos el título origi- nal y corregimos numerosas erratas en los nombres propios, los toponímicos y en la trama proliferante de referencias culturales que habitualmente convoca la escritura dariana. Se ha modernizado la ortografía y la acentuación, y unifica- do la puntuación en todos los casos en que las oscilaciones —en el uso de comillas o angulares, por ejemplo— llevaban a algún tipo de confusión. Conservamos, por otra parte, las subdivisiones y los subtítulos interiores de las crónicas —la mayoría de las veces omitidos en los libros—, y nos atene- mos a la división original en párrafos. Por último, en cuanto a las notas, la primera que coloca- mos en cada artículo da cuenta de los datos bibliográficos de Rodrigo Javier Caresani22 las fuentes consultadas. Se ha optado por introducir referen- cias histórico-culturales o de aclaración de vocabulario sólo en los casos en que el texto planteaba algún desafío signifi- cativo para la lectura. Anotamos, además, las principales va- riantes que presentan las ediciones en volumen, y ofrecemos traducciones de los textos que Darío cita en otras lenguas. Sugerimos, asimismo,algunas líneas de análisis y bibliogra- fía crítica relevante, sin pretensión de agotar las complejida- des que presenta el corpus. Se distinguen de este conjunto las notas propias de Rubén Darío (indicadas como “Nota de R. D.”). Para las definiciones de vocablos del español se recu- rre al Diccionario de uso del español de María Moliner (Madrid, Gredos, 2000). El viaje moderno: miradas urbanas Tres hitos de un desplazamiento 25 I. Ciudades americanas Álbum porteño1 I. En busca de cuadros Sin pinceles, sin paleta, sin papel, sin lápiz, Ricardo, poeta lírico incorregible, huyendo de las agitaciones y turbulen- cias, de las máquinas y de los fardos, del ruido monótono de 1 Revista de Artes y Letras, Santiago de Chile, 15 de agosto de 1887. Las dos series de “cuadros literarios” que se reproducen a continuación (“Álbum porteño” y “Álbum santiaguino”) pasan a la sección titulada “En Chile” de Azul... (1888), con mínimas variantes. La crítica ha insistido en leer estas “escenas” como una cristalización de la poética —o “ars narrativa” (Pérez, 2009)— del libro que en 1888 sella la “vertiginosa transformación de Darío en escritor modernista” (Rama, 1985a: 81). Los principales ejes de la “transformación” —ejes que vertebran estos “álbumes”— podrían resumirse en un conjunto de enunciados, a modo de hipótesis de lectura: por un lado, la emergencia de un sujeto poético que “se hace” en el paseo-desplazamiento por la ciudad moderna; en esta misma dirección, una escritura que apuesta a la apropiación y traducción de las estéticas faro de la modernidad —pues los “cuadros” darianos no sólo evocan los de Catulle Mendès en la sección “Imagerie parisienne” de Les Folies amou- reuses (1877), sino también las búsquedas que Baudelaire iniciara en el apartado “De la coleur” de su Salón de 1846, y que llevan a la fundación del género “poema en prosa” en el póstumo Le Spleen de Paris (1869); finalmente, y en conexión con lo previo, una literatura que encuentra, en el experimento de la fusión de los medios artísticos (sobre todo desde el recurso de la “transposición de arte”), la vía para una desrealización del espacio —que pierde profundidad y se torna deliberadamente artificial en las dos dimensiones estáticas de la pintura— y, también allí, la táctica para tematizar su propia (y aún precaria) autonomía. Rodrigo Javier Caresani26 los tranvías y el chocar de las herraduras de los caballos con su repiqueteo de caracoles sobre las piedras; de las carreras de los corredores frente a la Bolsa; del tropel de los comer- ciantes; del grito de los vendedores de diarios; del incesante bullicio e inacabable hervor de este puerto; en busca de im- presiones y de cuadros, subió al cerro Alegre que, gallardo como una gran roca florecida, luce sus flancos verdes, sus montículos coronados de casas risueñas escalonadas en la altura, rodeadas de jardines, con ondeantes cortinas de en- redaderas, jaulas de pájaros, jarras de flores, rejas vistosas y niños rubios de caras angélicas. Abajo estaban las techumbres del Valparaíso que hace transacciones, que anda a pie como una ráfaga, que puebla los almacenes e invade los bancos, que viste por la mañana terno crema o plomizo, a cuadros, con sombrero de paño, y por la noche bulle en la calle del Cabo con lustroso som- brero de copa, abrigo al brazo y guantes amarillos, viendo a la luz, que brota de las vidrieras, los lindos rostros de las mujeres que pasan. Más allá, el mar, acerado, brumoso, los barcos en grupo, el horizonte azul y lejano. Arriba, entre opacidades, el sol. Donde estaba el soñador empedernido, casi en lo más alto del cerro, apenas si se sentían los estremecimientos de abajo. Erraba él a lo largo del Camino de Cintura e iba pensando en idilios, con toda la augusta desfachatez de un poeta que fuera millonario. Había allí aire fresco para sus pulmones, casas sobre cum- bres, como nidos al viento, donde bien podía darse el gusto de colocar parejas enamoradas; y tenía además, el inmenso espacio azul, del cual —él lo sabía perfectamente— los que hacen los salmos y los himnos pueden disponer como les venga en antojo. De pronto escuchó: —«¡Mary! ¡Mary!». Y él, que andaba a caza de impresiones y en busca de cuadros, volvió la vista. Rubén Darío. Crónicas viajeras 27 II. Acuarela Había cerca un bello jardín, con más rosas que azaleas y más violetas que rosas. Un bello y pequeño jardín, con jarrones, pero sin estatuas; con una pila blanca, pero sin surtidores, cerca de una casita como hecha para un cuento dulce y feliz. En la pila un cisne chapuzaba revolviendo el agua, sacu- diendo las alas de un blancor de nieve, enarcando el cuello en la forma del brazo de una lira o del ansa2 de un ánfora, y moviendo el pico húmedo y con tal lustre como si fuese labrado en un ágata de color de rosa. En la puerta de la casa, como extraída de una novela de Dickens, estaba una de esas viejas inglesas, únicas, solas, clási- cas, con la cofia encintada, los anteojos sobre la nariz, el cuer- po encorvado, las mejillas arrugadas, mas con color de man- zana madura y salud rica. Sobre la saya oscura, el delantal. Llamaba: —¡Mary! El poeta vio llegar una joven de un rincón del jardín, her- mosa, triunfal, sonriente; y no quiso tener tiempo sino para meditar en que son adorables los cabellos dorados, cuando flotan sobre las nucas marmóreas, y en que hay rostros que valen bien por un alba. Luego, todo era delicioso. Aquellos quince años entre las rosas —quince años, sí, los estaban pregonando unas pupilas serenas de niña, un seno apenas erguido, una fres- cura primaveral, y una falda hasta el tobillo que dejaba ver el comienzo turbador de una media de color de carne—; aquellos rosales temblorosos que hacían ondular sus ar- cos verdes, aquellos durazneros con sus ramilletes alegres donde se detenían al paso las mariposas errantes llenas de polvo de oro, y las libélulas de alas cristalinas e irisadas; aquel cisne en la ancha taza, esponjando el alabastro de 2 Se trata de un latinismo: “asa”. Rodrigo Javier Caresani28 sus plumas, y zambulléndose entre espumajeos y burbujas, casi con voluptuosidad en la transparencia del agua; la ca- sita limpia, pintada, apacible, de donde emergía como una onda de felicidad; y en la puerta la anciana, un invierno, en medio de toda aquella vida, cerca de la tal Mary, una virginidad en flor. Ricardo, poeta lírico que andaba a caza de cuadros, estaba allí con la satisfacción de un goloso que paladea cosas exquisitas. Y la anciana y la joven: —¿Qué traes? —Flores. Mostraba Mary su falda llena como de iris hechos trizas, que revolvía con una de sus manos gráciles de ninfa mientras, son- riendo su linda boca purpurada, sus ojos abiertos en redondo dejaban ver un color de lapislázuli y una humedad radiosa. El poeta siguió adelante. III. Paisaje A poco andar se detuvo. El sol había roto el velo opaco de las nubes y bañaba de claridad áurea y perlada un recodo del camino. Allí unos cuantos sauces inclinaban sus cabelleras hasta rozar el cés- ped. En el fondo se divisaban altos barrancos y en ellos tierra negra, tierra roja, pedruscos brillantes como vidrios. Bajo los sauces agobiados ramoneaban sacudiendo sus testas fi- losóficas —¡oh, gran maestro Hugo!— unos asnos; y cerca de ellos un buey, gordo, con sus grandes ojos melancólicos y pensativos donde ruedan miradas y ternuras de éxtasis su- premos y desconocidos, mascaba despacioso y con cierta pe- reza la pastura. Sobre todo, flotaba un vaho cálido, y el grato olor campestre de las hierbas pisadas. Veíase en lo profundo un trozo de azul. Un guaso3 robusto, uno de esos fuertes 3 Apunta Darío en las notas que agrega a la segunda edición de Azul... (Guatemala, 1890): “En Chile llaman «huasos» a los hombres del campo como «rotos» a las gentes de la plebe”. Rubén Darío. Crónicas viajeras 29 campesinos, toscos hércules que detienen un toro, apareció de pronto en lo más alto de los barrancos. Tenía trasde sí el vasto cielo. Las piernas, todas músculos, las llevaba desnu- das. En uno de sus brazos traía una cuerda gruesa y arrolla- da. Sobre su cabeza, como un gorro de nutria, sus cabellos enmarañados, tupidos, salvajes. Llegose al buey en seguida y le echó el lazo a los cuernos. Cerca de él, un perro con la lengua de fuera, acezando, mo- vía el rabo y daba brincos. —¡Bien! —dijo Ricardo. Y pasó. IV. Aguafuerte Pero ¿para dónde diablos iba? Y se entró en una casa cercana de donde salía un ruido metálico y acompasado. En un recinto estrecho, entre paredes llenas de hollín, ne- gras, muy negras, trabajaban unos hombres en la forja. Uno movía el fuelle que resoplaba, haciendo crepitar el carbón, lanzando torbellinos de chispas y llamas como lenguas pá- lidas, áureas, azulejas, resplandecientes. Al brillo del fuego en que se enrojecían largas barras de hierro, se miraban los rostros de los obreros con un reflejo trémulo. Tres yunques ensamblados en toscas armazones resistían el batir de los machos4 que aplastaban el metal candente, haciendo saltar una lluvia enrojecida. Los forjadores vestían camisas de lana de cuellos abiertos, y largos delantales de cuero. Alcanzába- seles a ver el pescuezo gordo y el principio del pecho vellu- do; y salían de las mangas holgadas los brazos gigantescos, donde, como en los de Amico, parecían los músculos redon- das piedras de las que deslavan y pulen los torrentes.5 En 4 Según María Moliner, en este contexto, “macho” designa al “mazo grande usado en las herrerías para forjar el hierro”. 5 Aclara Darío, en nota a Azul...: “Referencia hecha al gigante Amico, rey de los bébrices, que fue vencido por Pólux en lucha singular. Véase el idilio XXII de Teócrito. En la traducción famosa del helenista mexi- Rodrigo Javier Caresani30 aquella negrura de caverna al resplandor de las llamaradas, tenían tallas de cíclopes. A un lado, una ventanilla dejaba pasar apenas un haz de rayos de sol. A la entrada de la for- ja, como en un marco oscuro, una muchacha blanca comía uvas. Y sobre aquel fondo de hollín y de carbón, sus hombros delicados y tersos que estaban desnudos, hacían resaltar su bello color de lirio, con un casi imperceptible tono dorado. Ricardo pensaba: —Decididamente, una excursión feliz al país de los sueños...6 V. La virgen de la paloma Anduvo, anduvo. Volvía ya a su morada. Dirigíase al ascensor cuando oyó una risa infantil, armónica, y él, poeta incorregible, buscó los labios de donde brotaba aquella risa. Bajo un cortinaje de madreselvas, entre plantas olorosas y maceteros floridos, estaba una mujer pálida, augusta, ma- dre, con un niño tierno y risueño. Sosteníale en uno de sus brazos, el otro lo tenía en alto, y en la mano una paloma, una de esas palomas albísimas que arrullan a sus pichones de alas tornasoladas, inflando el buche como un seno de virgen, y abriendo el pico de donde brota la dulce música de su caricia. La madre mostraba al niño la paloma, y el niño en su afán de cogerla, abría los ojos, estiraba los bracitos, reía gozoso; y su rostro al sol tenía como un nimbo; y la madre, con la tier- na beatitud de sus miradas, con su esbeltez solemne y gentil, con la aurora en las pupilas y la bendición y el beso en los la- bios, era como una azucena sagrada, como una María llena de gracia, irradiando la luz de un candor inefable. El niño cano Ipandro Acaico [seudónimo de Ignacio Montes de Oca y Obregón], se lee esta estrofa, entre las que describen a Amico: «Cerca del hombro, músculos salientes / Rudo ostentaba el gigantesco brazo, / Cual las redondas piedras que en su curso / Veloz torrente pule deslavando»”. 6 En Azul..., “del arte”. Rubén Darío. Crónicas viajeras 31 Jesús, real como un dios infante, precioso como un querubín paradisíaco, quería asir aquella paloma blanca, bajo la cúpu- la inmensa del cielo azul. Ricardo descendió, y tomó el camino de su casa. VI. La cabeza Por la noche, sonando aún en sus oídos la música del Odeón, y los parlamentos de Astol7; de vuelta de las calles donde escuchara el ruido de los coches y la triste melopea de los tortilleros, aquel soñador se encontraba en su mesa de trabajo, donde las cuartillas inmaculadas estaban esperando las silvas y los sonetos de costumbre, a las mujeres de los ojos ardientes. ¡Uf!... ¡Qué silvas! ¡Qué sonetos! La cabeza del poeta lírico era una orgía de colores y de sonidos. Resonaban en las conca- vidades de aquel cerebro martilleos de cíclope, himnos al son de tímpanos sonoros, fanfarrias bárbaras, risas cristali- nas, gorjeos de pájaros, batir de alas y estallar de besos, todo como en ritmos locos y revueltos. Y los colores agrupados, estaban como pétalos de capullos distintos confundidos en una bandeja, o como la endiablada mezcla de tintas que lle- na la paleta de un pintor... Además... Álbum santiaguino8 I. Acuarela Primavera. Ya las azucenas floridas y llenas de miel han abierto sus cálices pálidos bajo el oro del sol. Ya los gorriones 7 Referencia a un antiguo teatro de Valparaíso (Odeón) y a un empresario teatral radicado en Chile, Astol (Darío lo menciona en una crónica para El Heraldo, en Silva Castro, 1934: 149). 8 Revista de Artes y Letras, Santiago de Chile, 15 de octubre de 1887. En Azul... (1888) llevará como título “Álbum santiagués”. Rodrigo Javier Caresani32 tornasolados, esos amantes acariciadores, adulan a las rosas frescas, esas opulentas y purpuradas emperatrices; ya el jaz- mín, flor sencilla, tachona los tupidos ramajes, como una blanca estrella sobre un cielo verde. Ya las damas elegantes visten sus trajes claros, dando al olvido las pieles y los abrigos invernales. Y mientras el sol se pone, sonrosando las nieves con una claridad suave, junto a los árboles de la Alameda9 que lucen sus cumbres resplandecientes en un polvo de luz, su esbeltez solemne y sus hojas nuevas, bulle un enjambre humano, a ruido de música, de cuchicheos vagos y de pala- bras fugaces. He aquí el cuadro. En primer término está la negrura de los coches que esplende y quiebra los últimos reflejos sola- res; los caballos orgullosos con el brillo de sus arneses, y con sus cuellos estirados e inmóviles de brutos heráldicos; los cocheros taciturnos, en su quietud de indiferentes, luciendo sobre las largas libreas los botones metálicos flamantes; y en el fondo de los carruajes, reclinadas como odaliscas, ergui- das como reinas, las mujeres rubias de los ojos soñadores, las que tienen cabelleras negras y rostros pálidos, las rosa- das adolescentes que ríen con alegría de pájaro primaveral, bellezas lánguidas, hermosuras audaces, castos lirios albos y tentaciones ardientes. En esa portezuela está un rostro apareciendo de modo que semeja el de un querubín; por aquella ha salido una mano enguantada que se dijera de niño, y es de morena tal que llama los corazones; más allá, se alcanza a ver un pie de Cenicienta con zapatito oscuro y media lila, y acullá, gentil con sus gestos de diosa, bella con su color de marfil amapo- lado, su cuello real y la corona de su cabellera, está la Venus de Milo, no manca, sino con dos brazos, gruesos como los 9 Darío, en nota a Azul... (1890): “La Alameda. Es el nombre de uno de los lugares de paseo más concurri- dos de la capital de Chile”. Rubén Darío. Crónicas viajeras 33 muslos de un amorcillo10, y vestida a la última moda de París, con ricas telas de Prá. Más allá está el oleaje de los que van y vienen; parejas de enamorados, hermanos y hermanas, grupos de caballeritos irreprochables; todo en la confusión de los rostros, de las miradas, de los colorines, de los vestidos, de las capotas; re- saltando a veces en el fondo negro y aceitoso de los elegantes Dumas11, una cara blanca de mujer, un sombrero de paja adornado de colibríes, de cintas o de plumas, o el inflado globo rojo, de goma, que pendiente de un hilo lleva un niño risueño, de medias azules, zapatos charolados y holgado cue- llo a la marinera. En el fondo, los palacios elevan alazul la soberbia de sus fachadas, en las que los álamos erguidos rayan columnas hojosas entre el abejeo trémulo y desfalleciente de la tarde fugitiva. II. Un retrato de Watteau12 Estáis en los misterios de un tocador. Estáis viendo ese brazo de ninfa, esas manos diminutas que empolvan el haz de rizos rubios de la cabellera espléndida. La araña de lu- ces opacas derrama la languidez de su girándula por todo el recinto. Y he aquí que al volverse ese rostro, soñamos con los buenos tiempos pasados. Una marquesa, contemporánea de madama de Maintenon13, solitaria en su gabinete, da las últimas manos a su tocado. Todo está correcto; los cabellos que tienen todo el Orien- te en sus hebras, empolvados y crespos; el cuello del corpiño, ancho y en forma de corazón, hasta dejar ver el principio 10 Azul...: “querubín de Murillo”. 11 Sombreros de una distinguida casa de Santiago. 12 Antoine Watteau (1684-1721), uno de los grandes pintores del último barroco francés y del primer roco- có. Se le suele atribuir la creación de la escena pictórica de las fêtes galantes, imaginario que Darío —vía Verlaine— retomará insistentemente en futuras composiciones. 13 Mme. Françoise d’Aubigné (1635-1719), marquesa de Maintenon y segunda esposa de Luis XIV. Rodrigo Javier Caresani34 del seno firme y pulido; las mangas abiertas que muestran blancuras incitantes; el talle ceñido, que se balancea, y el rico faldellín de largos vuelos, y el pie pequeño en el zapato de tacones rojos. Mirad las pupilas azules y húmedas, la boca de dibujo ma- ravilloso, con una sonrisa enigmática de esfinge, quizá un recuerdo del amor galante, del madrigal recitado junto al tapiz de figuras pastoriles o mitológicas, o del beso a furto tras la estatua de algún silvano, en la penumbra. Vese la dama de pies a cabeza, entre dos grandes espejos; calcula el efecto de la mirada, del andar, de la sonrisa, del vello casi impalpable que agitará el viento de la danza en su nuca fragante y sonrosada. Y piensa, y suspira; y flota aquel suspiro en ese aire impregnado de aroma femenino que hay en un tocador de mujer. Entretanto, la contempla con sus ojos de mármol una Dia- na que se alza irresistible y desnuda sobre su plinto; y le ríe con audacia un sátiro de bronce que sostiene entre los pám- panos de su cabeza un candelabro; y en el ansa de un jarrón de Rouen lleno de agua perfumada, le tiende los brazos y los pechos una sirena con la cola corva y brillante de escamas ar- gentinas, mientras en el plafond en forma de óvalo, va por el fondo inmenso y azulado, sobre el lomo de un toro robusto y divino, la bella Europa, entre delfines áureos y tritones cor- pulentos, que sobre el vasto ruido de las ondas hacen vibrar el ronco estrépito de sus resonantes caracoles. La hermosa está satisfecha; ya pone perlas en la garganta y calza las manos en seda; ya rápida se dirige a la puerta don- de el carruaje espera y el tronco piafa. Y hela ahí, vanidosa y gentil, a esa aristocrática santiaguina que se dirige a un baile de fantasía, de manera que el gran Watteau le dedicaría sus pinceles. Rubén Darío. Crónicas viajeras 35 III.Naturaleza muerta14 He visto ayer por una ventana un tiesto lleno de lilas y de rosas pálidas, sobre un trípode. Por fondo tenía uno de esos cortinajes amarillos y opulentos, que hacen pensar en los mantos de los príncipes orientales. Las lilas recién cortadas resaltaban con su lindo color apacible, junto a los pétalos esponjados de las rosas té. Junto al tiesto, en una copa de laca ornada con ibis de oro incrustados, incitaban a la gula manzanas frescas, medio co- loradas, con la pelusilla de la fruta nueva y la sabrosa carne hinchada que toca el deseo; peras doradas y apetitosas, que daban indicios de ser todas jugo, y como esperando el cu- chillo de plata que debía rebanar la pulpa almibarada; y un ramillete de uvas negras, hasta con el polvillo ceniciento de los racimos acabados de arrancar de la viña. Acerqueme, vilo de cerca todo. Las lilas y las rosas eran de cera, las manzanas y las peras de mármol pintado, y las uvas de cristal... ¡Naturaleza muerta! IV. Al carbón Vibraba el órgano con sus voces trémulas, vibraba acom- pañando la antífona, llenando la nave con su armonía glo- riosa. Los cirios ardían goteando sus lágrimas de cera, entre la nube de incienso que inundaba los ámbitos del templo con su aroma sagrado; y allá en el altar el sacerdote, todo res- plandeciente de oro, alzaba la custodia cubierta de pedrería, bendiciendo a la muchedumbre arrodillada. De pronto, volví la vista cerca de mí, al lado de un ángulo de sombra. Había una mujer que oraba. Vestida de negro, envuelta en un manto, su rostro se destacaba severo, sublime, 14 Para una lectura de los desafíos que le plantea este “cuadro” dariano a la tradición pictórica —al pecu- liar vaivén de ilusión y mímesis comprometido en el género de la “naturaleza muerta”—, ver el artículo de Litvak (2007). Rodrigo Javier Caresani36 teniendo por fondo la vaga oscuridad de un confesionario. Era una bella faz de ángel, con la plegaria en los ojos y en los labios. Había en su frente una palidez de flor de lis; y en la negrura de su manto resaltaban juntas, pequeñas, las manos blancas y adorables. Las luces se iban extinguiendo, y a cada momento aumentaba lo oscuro del fondo, y entonces como por un ofuscamiento, me parecía ver aquella faz iluminarse con una luz blanca y misteriosa, como la que debe de haber en la región de los coros prosternados y de los querubines ar- dientes; luz alba, polvo de nieve, claridad celeste, onda santa que baña los ramos de lirio de los bienaventurados. Y aquel pálido rostro de virgen, envuelta ella en el manto y en la noche, en aquel rincón de sombra, habría sido un tema admirable para un estudio al carbón. V. Paisaje Hay allá, en las orillas de la laguna de La Quinta15, un sauce melancólico que moja de continuo su cabellera verde, en el agua que refleja el cielo y los ramajes, como si tuviese en su fondo un país encantado. Al viejo sauce llegan aparejados los pájaros y los amantes. Allí es donde escuché una tarde, cuando del sol quedaba apenas en el cielo un tinte violeta que se esfumaba por on- das, y sobre el gran Andes nevado un decreciente color de rosa que era como una tímida caricia de la luz enamorada, un rumor de besos cerca del tronco agobiado y un aleteo en la cumbre. Estaban los dos, la amada y el amado, en un banco rústi- co, bajo el toldo del sauce. Al frente, se extendía la laguna tranquila, con su puente enarcado y los árboles temblorosos de la ribera; y más allá se alzaba entre el verdor de las hojas la fachada del palacio de la Exposición, con sus cóndores de bronce en actitud de volar. 15 Extenso parque público de Santiago. Rubén Darío. Crónicas viajeras 37 La dama era hermosa, él un gentil muchacho, que le aca- riciaba con los dedos y los labios los cabellos negros y las manos gráciles de ninfa. Y sobre las dos almas ardientes y sobre los dos cuerpos juntos, cuchicheaban en lengua rítmica y alada las dos aves. Y arriba el cielo con su inmensidad y con su fiesta de nubes, plumas de oro, alas de fuego, vellones de púrpura, fondos azules, flordelisados de ópalo, derramaba la magnificencia de su pompa, la soberbia de su grandeza augusta. Bajo las aguas se agitaban como en un remolino de san- gre viva los peces veloces de aletas doradas. Al resplandor crepuscular, todo el paisaje se veía como envuel- to en una polvareda de sol tamizado, y eran el alma del cuadro aquellos dos amantes, él moreno, gallardo, vigoroso, con una barba fina y sedosa, de esas que gustan de tocar las mujeres; ella rubia, un verso de Goethe, vestida con un traje gris lustroso, y en el pecho una rosa fresca, como su boca roja que pedía el beso. VI. El ideal Y luego, una torre de marfil, una flor mística, una estrella a quien enamorar... Pasó, la vi como quien viera un alba, huyente, rápida, implacable. Era una estatua antigua con un alma que seasomaba a los ojos, ojos angelicales, todos ternura, todos cielo azul, todos enigma... Sintió que la besaba con mis miradas y me castigó con la majestad de su belleza, y me vio como una reina y como una paloma. Pero pasó arrebatadora, triunfante, como una visión que deslumbra. Y yo, el pobre pintor de la naturaleza y de Psyquis, hacedor de ritmos y de castillos aéreos, vi el vestido luminoso del hada, la estrella de su diadema, y pensé en la promesa ansiada del amor hermoso. Mas de aquel rayo supremo y fatal, sólo quedó en el fondo de mi cerebro un rostro de mujer, un sueño azul...16 16 En su trabajo sobre “En Chile”, Pérez recupera las convergencias entre las dos series de “cuadros” y Rodrigo Javier Caresani38 Historia de un sobretodo17 Es el invierno de 1887, en Valparaíso. Por la calle del Cabo hay gran animación. Mucha mujer bonita va por el asfalto de las aceras, cerca de los grandes almacenes, con las ma- nos metidas en espesos manguitos. Mucho dependiente de comercio, mucho corredor, va que vuela, enfundado en su sobretodo. Hace un frío que muerde hasta los huesos. Los cocheros pasan rápidos, con sus ponchos listados; y con el cigarro en la boca, al abrigo de sus gabanes de pieles, despa- ciosos, satisfechos, bien enguantados, los señorones, los ban- queros de la calle Prat, rentistas obesos, propietarios, juga- dores de bolsa. Yo voy tiritando bajo mi chaqueta de verano, sufriendo el encarnizamiento del aire helado que reconoce en mí a un hijo del trópico. Acabo de salir de la casa de mi amigo Poirier, contento, porque ayer tarde he cobrado mi sueldo de El Heraldo, que me ha pagado Enrique Valdés Ver- gara, un hombrecito firme y terco...18 Poirier, sonriente, me ha dicho mirándome a través de sus espejuelos de oro: «Mi amigo, lo primero ¡comprarse un sobretodo!» Ya lo creo. Bien me impulsa a ello la mañana opaca que enturbia un sol perezoso, el vientecillo que viene del mar, cuyo horizonte está borrado por una tupida bruma gris. señala como núcleos discursivos de los mismos una “estética de las correspondencias”, y la insistencia en la escenificación de la “autorreflexividad del propio texto leyéndose a sí mismo” (2009: 207). En este sentido, no es casual que los dos álbumes se cierren con repliegues sobre el “sujeto-poeta”, y que ese énfasis —a partir de la tercera persona en “La cabeza” y de la primera en “El ideal”— coincida con una puesta en ficción de la génesis de la escritura o con, en palabras de Pérez, “dos momentos del acto de escritura vuelto sobre sí mismo” (2009: 211). 17 Se sigue aquí la edición del texto realizada por Regino E. Boti (1921: 103-106), quien lo recoge de La Habana Literaria y lo data el 30 de mayo de 1892. Para subsanar erratas, se cotejó con las versiones de Martínez (1997) y de Mejía Sánchez (1988). Este último ubica la crónica-relato en el Diario del Comercio de San José de Costa Rica, el 21 de febrero del mismo año. 18 Eduardo Poirier es el primer amigo chileno de Darío; juntos escriben la novela Emelina (Valparaíso, 1887). Darío colabora de manera regular en El Heraldo de Valparaíso —que dirige Valdés Vergara— a partir de febrero de 1888, donde publica las ocho crónicas de la serie “La Semana”, que pueden leerse en la recopilación de Silva Castro (1934). Rubén Darío. Crónicas viajeras 39 He allí un almacén de ropa hecha. ¿Qué me importa que no lleve mi sobretodo la marca de Pinaud? Yo no soy un Cou- siño, ni un Edwards. Rico almacén. Por todas partes mani- quíes; unos vestidos como cómicos recién llegados, con ro- pas a grandes cuadros vistosos, levitas rabiosas, pantalones desesperantes; otros con macferlanes, levitones, esclavinas. En las enormes estanterías trajes y más trajes, cada cual con su cartoncito numerado. Y cerca de los mostradores, los de- pendientes —iguales en todo el mundo—, acursilados, pei- naditos, recompuestos, cabezas de peluquero y cuerpos de figurines, reciben a cada comprador con la sonrisa estudia- da y la palabra melosa. Desde que entro hago mi elección, y tengo la dicha de que la pieza deseada me siente tan bien como si hubiera sido cortada expresamente por la mejor ti- jera de Londres. ¡Es un ulster, elegante, pasmoso, triunfal! Yo veo y examino con fruición incomparable su tela gruesa y fina y sus forros de lana a cuadros, al son de los ditirambos que el vendedor repite extendiendo los faldones, acarician- do las mangas y procurando infundir en mí la convicción de que esa prenda no es inferior a las que usan el príncipe de Gales o el duque de Morny... «Y sobre todo, caballero, ¡le cuesta a usted muy barato!» «Es mía», contesto con dignidad y placer. «¿Cuánto vale?» «Ochenta y cinco pesos.» ¡Jesucris- to!... cerca de la mitad de mi sueldo, pero es demasiado ten- tadora la obra y demasiado locuaz el dependiente. Además, la perspectiva de estar dentro de pocos instantes el cronista caminando por la calle del Cabo, con un ulster que humilla- rá a más de un modesto burgués, y que se atraerá la atención de más de una sonrosada porteña... Pago, pido la vuelta, me pongo frente a un gran espejo el ulster, que adquiere mayor valor en compañía de mi sombrero de pelo, y salgo a la calle más orgulloso que el príncipe de un feliz y hermoso cuento. * * * Rodrigo Javier Caresani40 ¡Ah, cuán larga sería la narración detallada de las aven- turas de aquel sobretodo! Él conoció desde el palacio de la Moneda hasta los arrabales de Santiago; él noctambuleó en las invernales noches santiaguesas, cuando las pulmonías es- toquean al trasnochador descuidado; él cenó «chez Brinck», donde los pilares del café parecen gigantescas salchichas, y donde el mostrador se asemeja a una joya de plata; él cono- ció de cerca a un gallardo Borbón, a un gran criminal, a una gran trágica; ¡él oyó la voz y vio el rostro del infeliz y es- forzado Balmaceda!19 Al compás de los alegres tamborileos que sobre mesas y cajas hacen las «cantoras», él gustó, a son de arpa y guitarra, de las cuecas que animan al roto, cuando la chicha hierve y provoca en los «potrillos» cristalinos, que pasan de mano en mano. Y cuando el horrible y aterrador cólera morbo envenenaba el país chileno, él vio, en las no- ches solitarias y trágicas, las carretas de las ambulancias, que iban cargadas de cadáveres. ¡Después, cuántas veces, sobre las olas del Pacífico, contempló, desde la cubierta de un va- por, las trémulas rosas de oro de las admirables constelacio- nes del Sur! Si el excelente ulster hubiese llevado un diario, se encontrarían en él sus impresiones sobre los pintorescos chalets de Viña del Mar, sobre las lindas mujeres limeñas, sobre la rada del Callao. Él estuvo en Nicaragua; pero de ese país no hubiera escrito nada, porque no quiso conocerle, y pasó allá el tiempo, nostálgico, viviendo de sus recuerdos, encerrado en su baúl. En El Salvador sí salió a la calle y cono- ció a Menéndez y a Carlos Ezeta. Azorado, como el pájaro al ruido del escopetazo, huyó a Guatemala cuando la explosión 19 Darío se refiere a don Carlos María de Borbón y Austria, quien viajó a Chile en 1887, y con el que pudo coincidir en sus visitas a la casa de José Manuel Balmaceda, presidente chileno que termina suicidándose durante la revolución de 1891. Pedro Balmaceda, hijo del presidente, fue para Darío “un amado compañe- ro de trabajo” —así se refiere a él en A. de Gilbert (1889)—, impulsor y mecenas de Abrojos (1887) y de Azul... (1888). La “gran trágica” es Sarah Bernhardt, a cuyas actuaciones dedica Darío el poema “Sarah” y la columna “Teatros”, todos textos publicados por el periódico santiagueño La Época a fines de 1886. Rubén Darío. Crónicas viajeras 41 del 22 de junio.20 Allá volvió a hacer vida de noctámbulo; escuchó a Elisa Zangheri, la artista del drama, y a su amiga Lina Cerne, que canta como un ruiseñor. Y un día, ¡ay!, su dueño, ingrato, lo regaló. * * * Sí, fui muy cruel con quien me había acompañado tanto tiempo. Ved la historia. Me visitaba en la ciudad de Pedro de Alvaradoun joven amigo de las letras, inteligente, burlón, brillante, insoportable, que adoraba a Antonio de Valbuena, que tenía buenas dotes artísticas, y que se atrajo todas mis antipatías por dos artículos que publicó, uno contra Gutié- rrez Nájera y otro contra Francisco Gavidia. El muchacho se llamaba Enrique Gómez Carillo y tenía costumbre de llegar a mi hotel a alborotarme la bilis con sus juicios atrevidos y romos y sus risitas molestas.21 Pero yo le quería, y comprendía bien que en él había tela para un buen escritor. Un día llegó y 20 Se trata del golpe militar que Carlos Ezeta llevó adelante contra el gobierno constitucional de Francisco Menéndez en 1890. Darío huye a Guatemala temiendo represalias por su amistad con Menéndez y deja en El Salvador a Rafaela Contreras, con quien había contraído matrimonio civil el día previo al levantamiento. 21 Con la mención de Pedro de Alvarado el texto remite a la Ciudad de Guatemala, de donde era oriun- do Enrique Gómez Carrillo. En Guatemala —desde diciembre de 1890 y hasta mediados de 1891—, Darío dirige el periódico El Correo de la Tarde, para el cual colabora el joven Carrillo. Con el nombre del modernista guatemalteco, el del mexicano Manuel Gutiérrez Nájera, el del salvadoreño Francisco Gavidia y —más adelante en el relato— el del español Alejandro Sawa, el narrador viajero perfila la trama multi-nodal de un modernismo todavía endeble, que tiene a la prensa periódica como principal agente religador. Para una lectura de la emergencia de la literatura latinoamericana moderna desde los “fenómenos de religación”, ver el ensayo “Modernidad y religación: una perspectiva continental (1880- 1916)”. Allí Zanetti conecta la retórica del viaje moderno —y “modernista”— con las peculiaridades de la incipiente institucionalización de la literatura latinoamericana: “Los continuos viajes, otro rasgo que define la vida letrada de estos años, tienen una función religadora similar a la desarrollada por las publicaciones periódicas. El desplazamiento de los escritores por distintos países de América y de Europa produce una enmarañada red de vínculos (...) [que] contribuyó a que se conocieran, y fueran reconocidos, como hispanoamericanos. (...) Las ‘sensaciones de viaje’ o los ‘recuerdos de viaje’ cons- truyen un rico campo semántico que, creemos, si se circunscribe sólo al viaje estético —si bien tiene este un peso en el imaginario del momento que no puede negarse— corre el riesgo de empobrecer su significación” (1994: 519-520). Rodrigo Javier Caresani42 me dijo: «Me voy para París». «Me alegro. Usted hará más que las recuas de estúpidos que suelen enviar nuestros gobier- nos». Prosiguió el charloteo. Cuando nos despedimos, Enri- que iba ya pavoneándose con el ulster de la calle del Cabo. ¡Cómo el tiempo ha cambiado! Valdés Vergara, el «hom- brecito firme y terco», mi director de El Heraldo, murió en la última revolución como un héroe. Él era secretario de la Jun- ta del Congreso, y pereció en el hundimiento del Cochrane. Poirier, mi inolvidable Poirier, estaba en México de Ministro de Balmaceda cuando el dictador se suicidó... Valparaíso ha visto el triunfo de los revolucionarios; y quizá el dueño de la tienda de ropa hecha, en donde compré mi sobretodo, que era un excelente francés, está hoy reclamando daños y perjuicios. ¿Y el ulster? Allá voy. ¿Conocéis el nombre del gran poeta Paul Verlaine, el de los Poemas saturninos?22 Zola, Anatolio France, Julio Lemaître, son apasionados suyos. Toda la juventud literaria de Francia ama y respeta al viejo artista. Los decadentes y simbolistas le consultan como a un maestro. France, en su lengua especial, le llama «un salvaje soberbio y magnífico». Mauricio Barrès, Moréas, visitan en «sus hospitales» al «pobre Lélian». El joven Gómez Carrillo, el andariego, el muchacho aquel que me daba a todos los diablos, con el tiempo que ha pasado en París ha cambiado del todo. Su criterio estético es ya otro; sus artículos tienen una factura brillante aunque descuidada, alocada; su prosa 22 La pregunta produce un cambio de tono en el texto —anuncia el “punto de giro” de la narración, refuerza la expectativa ante la inminencia del cierre. Ese “punto”, la reversión-inversión que opera el relato, actualiza uno de los dramas más agudos ante los que toma posición la escritura dariana: conden- sada en la fórmula oximorónica del final —el “poder de un pobre escritor americano”—, se trata de la relación de un poeta de los márgenes de la modernidad frente a la tradición local y universal-central. Zanín (1997: 47) argumenta en esta misma dirección que “Darío revierte la suerte de ese ‘pobre escritor americano’ (...); capitaliza esa pobreza y nos muestra cómo en todo homenaje existe, además del reco- nocimiento de sí mismo, una cierta porción de veneno que da gusto a las relaciones intelectuales. En la ‘Historia de un sobretodo’, la economía del relato procede de un sueldo que es invertido en la compra de ese objeto. Podemos leer la inversión —inversión en un doble sentido— del primer sueldo de Darío en Chile como la invención de una historia que delineará un capital poético”. Rubén Darío. Crónicas viajeras 43 gusta y da a conocer un buen temperamento artístico. En la gran capital, a donde fue pensionado por el gobierno de su país, procuró conocer de cerca a los literatos jóvenes, y lo consiguió, y se hizo amigo de casi todos, y muchos de ellos le asistieron, en días de enfermedad, al endiablado centroame- ricano, que a lo más contara veintiún años. Pues bien, en una de sus cartas, me escribe Gómez Carrillo esta postdata: «¿Sabe usted a quién le sirve hoy su sobretodo? A Paul Ver- laine, al poeta... Yo se lo regalé a Alejandro Sawa —el prolo- guista de López Bago, que vive en París— y él se lo dio a Paul Verlaine. ¡Dichoso sobretodo!»23 Sí, muy dichoso; pues del poder de un pobre escritor americano, ha ascendido al de un glorioso excéntrico, que aunque cambie de hospital todos los días, es uno de los más grandes poetas de la Francia. Edgar Allan Poe24 I. En una mañana gris25 y húmeda llegué por primera vez al inmenso país de los Estados Unidos. Iba el steamer despacio, y 23 A través de Carrillo y un año después de publicada su “Historia”, Darío conocerá a Sawa en el viaje a París de 1893. 24 Revista Nacional, Buenos Aires, segunda serie, año VII, tomo XIX, entrega del 1 de enero de 1894. El texto pasa a la primera edición de Los raros (1896) y el capítulo en que se incluye (XVI) lo anuncia con la leyen- da “Fragmento de un libro futuro”, fórmula que hace eco en el “continuará” del cierre de la publicación en la Revista. Darío no escribe el libro prometido pero la preocupación por el norteamericano se mantie- ne —en el terreno de la crónica y el “ensayo”, descontando la deuda de la poesía dariana con Poe— en las constantes alusiones a su obra. Ese interés vuelve a imponerse en la serie “Edgar Poe y los sueños”, publicada por La Nación en 1913 e incluida en el presente volumen. El texto de Los raros fue empleado en varias oportunidades como “prologo” de traducciones al español de Poe; no obstante, la antología de prólogos darianos de Jirón Terán (2003) le atribuye erróneamente al nicaragüense una nueva pieza en prosa dedicada a Poe, el “Prólogo a El cuervo”. Este texto pertenece en realidad a Santiago Pérez Triana (1858-1916) y acompañó en 1887 la célebre traducción de “The Raven” de Antonio Pérez Bonalde. Debo la aclaración a la Dra. Beatriz Colombi. 25 En Los raros, “fría”. Rodrigo Javier Caresani44 la sirena aullaba roncamente por temor de un choque. Que- daba atrás Fire Island con su erecto faro; estábamos frente a Sandy Hook, de donde nos salió al paso el barco de sanidad. El ladrante slang yankee sonaba por todas partes, bajo el pa- bellón de bandas y estrellas. El viento frío, los pitos arroma- dizados, el humo de las chimeneas, el movimiento de las má- quinas, las mismas ondas ventrudas de aquel mar estañado,el vapor que caminaba rumbo a la gran bahía, todo decía: all right. Entre las brumas se divisaban islas y barcos. Long Island desarrollaba la inmensa cinta de sus costas, y Staten Island, como en el marco de una viñeta, se presentaba en su hermosura, tentando al lápiz, ya que no, por la falta de sol, la máquina fotográfica. Sobre cubierta se agrupan los pasa- jeros: el comerciante de gruesa panza, congestionado como un pavo, con encorvadas narices israelitas; el clergyman hue- soso, enfundado en su largo levitón negro, cubierto en su ancho sombrero de fieltro, y en la mano una pequeña Biblia; la muchacha que usa gorra de jockey y que durante toda la travesía ha cantado con voz fonográfica, al son de un banjo; el joven robusto, lampiño como un bebé, y que, aficionado al box, tiene los puños de tal modo, que bien pudiera desqui- jarar un rinoceronte de un solo impulso... En los Narrows se alcanza a ver la tierra pintoresca y florida, las fortalezas. Lue- go, levantando sobre su cabeza la antorcha simbólica, queda a un lado la gigantesca Madona de la Libertad, que tiene por peana un islote. De mi alma brota entonces la salutación: «A ti, prolífica, enorme dominadora. A ti, Nuestra Señora de la Libertad. A ti, cuyas mamas de bronce alimentan un sin- número de almas y corazones. A ti, que te alzas solitaria y magnífica sobre tu isla, levantando la divina antorcha. Yo te saludo al paso de mi steamer, prosternándome delante de tu majestad. Ave: Good morning! Yo sé, oh divino ícono, oh mag- na estatua, que tu solo nombre, el de la excelsa beldad que encarnas, ha hecho brotar estrellas sobre el mundo, a la ma- nera del fiat del Señor. Allí están entre todas, brillantes sobre Rubén Darío. Crónicas viajeras 45 las listas de la bandera, las que iluminan el vuelo del águila de América, de esta tu América formidable, de ojos azules. Ave, Libertad, llena de fuerza; el Señor es contigo: bendita tú eres. Pero ¿sabes? se te ha herido mucho por el mundo, divi- nidad, manchando tu esplendor. Anda en la tierra otra que ha usurpado tu nombre, y que, en vez de la antorcha, lleva la tea. Aquélla no es la Diana sagrada de las incomparables flechas: es Hécate». Hecha mi salutación, mi vista contempla la masa enorme que está al frente, aquella tierra coronada de torres, aquella región de donde casi sentís que viene un soplo subyugador y terrible: Manhattan, la isla de hierro, New York, la sanguí- nea, la ciclópea, la monstruosa, la tormentosa, la irresistible capital del cheque. Rodeada de islas menores, tiene cerca a Jersey; y agarrada a Brooklyn con la uña enorme del puente; Brooklyn, que tiene sobre el palpitante pecho de acero un ramillete de campanarios. Se cree oír la voz de New York, el eco de un vasto soli- loquio de cifras. ¡Cuán distinta de la voz de París, cuando uno cree escucharla, al acercarse, halagadora como una canción de amor, de poesía y de juventud! Sobre el suelo de Manhattan parece que va a verse surgir de pronto un colosal Tío Samuel, que llama a los pueblos todos a una inaudita venduta, y que el martillo del vendutero26 cae so- bre cúpulas y techumbres produciendo un ensordecedor trueno metálico. Antes de entrar al corazón del monstruo recuerdo la ciudad que vio en el poema bárbaro el vidente Thogorma: Thogorma dans ses yeux vit monter des murailles De fer d’où s’enroulaient des spirales des tours Et de palais cerclés d’airain sur des blocs lourds; 26 En Los raros, “un inaudito remate” y “el martillo del rematador”. Rodrigo Javier Caresani46 Ruche énorme, géhenne aux lugubres entrailles Où s’engouffraient les Forts, princes des anciens jours.27 Semejantes a los Fuertes de los días antiguos, viven en sus torres de piedra, de hierro y de cristal, los hombres de Man- hattan. En su fabulosa Babel, gritan, mugen, resuenan, braman, conmueven, la Bolsa, la locomotora, la fragua, el banco, la imprenta, el dock y la urna electoral. El edificio Produce Exchange entre sus muros de hierro y granito reúne tan- tas almas cuantas hacen un pueblo... He allí Broadway. Se experimenta casi una impresión dolorosa; sentís el domi- nio del vértigo. Por un gran canal cuyos lados los forman casas monumentales que ostentan sus cien ojos de vidrios y sus tatuajes de rótulos, pasa un río caudaloso, confuso, de comerciantes, corredores, caballos, tranvías, ómnibus, hombres-sandwichs vestidos de anuncios y mujeres bellísi- mas. Abarcando con la vista la inmensa arteria en su hervor continuo, llega a sentirse la angustia de ciertas pesadillas. Reina la vida del hormiguero: un hormiguero de perche- rones gigantescos, de carros monstruosos, de toda clase de vehículos. El vendedor de periódicos, rosado y risueño, salta como un gorrión, de tranvía en tranvía, y grita al pasaje- ro: intamsooonwoool!, lo que quiere decir si gustáis comprar cualquiera de esos tres diarios: el Evening Telegram, el Sun o el World. El ruido es mareador y se siente en el aire una trepidación incesante; el repiqueteo de los cascos, el vuelo sonoro de las ruedas, parece que a cada instante aumenta- se. Temeríase a cada momento un choque, un fracaso, si no se conociese que este inmenso río que corre con una fuerza 27 “Thogorma ante sus ojos vio alzarse las murallas / Cuyo hierro se retorcía en espirales de torres / Y en apilados palacios de enfadosos bronces; / Colmena enorme, gehena de lúgubres entrañas / Allí se abisman los Fuertes, príncipes de los antiguos días.” La estrofa corresponde a “Kaïn”, el texto que abre la colección Poèmes barbares (1862) de Leconte de Lisle. Agradezco la traducción al profesor Walter Romero, de la cátedra de Literatura Francesa de la UBA. Rubén Darío. Crónicas viajeras 47 de alud, lleva en sus ondas la exactitud de una máquina. En lo más intrincado de la muchedumbre, en lo más con- vulsivo y crespo de la ola de movimiento, sucede que una lady anciana, bajo su capota negra, o una miss rubia, o una nodriza con su bebé quiere pasar de una acera a otra. Un corpulento policeman alza la mano; detiénese el torrente; pasa la dama; all right!28 «Esos cíclopes...» dice Groussac; «esos feroces caliba- nes...» escribe Péladan. ¿Tuvo razón el raro Sâr al llamar así a estos hombres de la América del Norte? Calibán rei- na en la isla de Manhattan, en San Francisco, en Boston, en Washington, en todo el país. Ha conseguido establecer el imperio de la materia, desde su estado misterioso con Edison, hasta la apoteosis del puerco, en esa abrumadora ciudad de Chicago. Calibán se satura de whisky, como en el drama de Shakespeare de vino; se desarrolla y crece; y sin ser esclavo de ningún Próspero, ni martirizado por nin- gún genio del aire, engorda y se multiplica; su nombre es Legión.29 Por voluntad de Dios suele brotar de entre esos poderosos monstruos, algún ser de superior naturaleza, que tiende las alas a la eterna Miranda de lo ideal. Enton- ces, Calibán mueve contra él a Sicorax; y se le destierra o se le mata. Esto lo vio el mundo con Edgar Allan Poe, el 28 Desde las primeras líneas el artículo apela a la tradición latinoamericana del viajero finisecular. En este sentido apunta Colombi (2012): “La escena de llegada, propia del género viaje, y el paseo por Man- hattan, dan ingreso al texto, que puede pensarse como un homenaje a las Escenas Norteamericanas de Martí. En la visión urbana de New York priman las sensaciones de acumulación y de vértigo, plagadas de imágenes sonoras intimidatorias para el paseante, como la trepidación, el repiqueteo, el sonido de las ruedas, el choque, ese shock de la ciudad que pocos años más tarde George Simmel describiría en La metrópolis y la vida mental”. 29 Darío viaja en 1893 a New York, donde a fines de mayo conoce a su admirado José Martí (para un es- tudio de este vínculo de “filiación literaria” ver el trabajo de Zanetti, 1997). Pero la crónica hace mucho más que mirar la ciudad bajo el prisma martiano: ofrece también —y en sintonía con los desarrollos de Groussac, a quien Darío conoce
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