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Cartilla-Lengua-2014

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Ingreso 2014 
LENGUA Y LITERATURA 
ESCUELA NORMAL SUPERIOR N 5 
PÁGINA 1 
 
 
Antología de Cuentos 
 
El corazón delator 
Edgar Allan Poe 
 
¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por 
qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en 
vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que 
puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo 
estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta 
tranquilidad les cuento mi historia. 
Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, 
una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni 
tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. 
Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! 
Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada 
vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy 
gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para 
siempre. 
Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En 
cambio... ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad 
procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! 
Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, 
hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan 
suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la 
cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera 
que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran 
reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy 
lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera 
introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido 
en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, 
cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna 
cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la 
linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo 
de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada 
noche, a las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible 
cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la 
mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba 
resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo 
había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy 
astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo 
mientras dormía. 
Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la 
puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi 
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mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de 
mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba 
ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas 
intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, 
porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes 
pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la 
pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; 
yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando 
suavemente, suavemente. 
Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló 
en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando: 
-¿Quién está ahí? 
Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo 
músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía 
sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras 
escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte. 
Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No 
expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma 
cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, 
justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, 
ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo 
conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me 
reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer 
leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no 
era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: "No es más que el viento en la chimenea... o 
un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de darse ánimo con esas 
suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había 
aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia 
de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla 
ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación. 
Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a 
acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna. 
Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso 
cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la 
ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre. 
Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras lo 
miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que 
me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, 
pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia 
el punto maldito. 
¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva 
agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y 
presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido 
también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, 
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tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado. 
Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la 
linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza 
posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en 
aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. 
El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me 
siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a 
medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño 
como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía 
algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más 
fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó 
de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! 
Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo 
clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo 
y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había 
resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido 
ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de lasparedes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el 
cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón 
y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien 
muerto. Su ojo no volvería a molestarme. 
Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las 
astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, 
mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el 
cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas. 
Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. 
Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el 
suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna 
mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba 
había recogido todo... ¡ja, ja! 
Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan 
oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, 
golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía 
temer ahora? 
Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. 
Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la 
posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían 
comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar. 
Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué 
que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se 
había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a 
que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación 
del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su 
lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres 
caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi 
perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver 
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Un día de estos 
 
Gabriel García Márquez 
 
El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen 
madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza 
montada aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado de instrumentos 
que ordenó de mayor a menor, como en una exposición. Llevaba una camisa a rayas, 
sin cuello, cerrada arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con 
cargadores elásticos. Era rígido, enjuto, con una mirada que raras veces correspondía 
a la situación, como la mirada de los sordos. 
de mi víctima. 
Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, 
me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, 
mientras yo les contestaba con animación. Más, al cabo de un rato, empecé a notar 
que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un 
zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido 
se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy 
alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada 
vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía 
dentro de mis oídos. 
Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y 
levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y que podía hacer yo? Era 
un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que podría hacer un reloj 
envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los 
policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el 
sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz 
muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por 
qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las 
observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía 
continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia... 
maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella 
las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más 
alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente 
y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que 
sospechaban! ¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo 
pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería 
más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas 
hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... 
más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte! 
-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos 
tablones! ¡Ahí... ahí! ¡Donde está latiendo su horrible corazón! 
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Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el sillón de 
resortes y se sentó a pulir la dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que hacía, 
pero trabajaba con obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no se servía de 
ella. 
Después de las ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos 
gallinazos pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió 
trabajando con la idea de que antes del almuerzo volvería a llover. La voz 
destemplada de su hijo de once años lo sacó de su abstracción. 
-Papá. 
-Qué. 
-Dice el alcalde que si le sacas una muela. 
-Dile que no estoy aquí. 
Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con 
los ojos a medio cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo. 
-Dice que sí estás porque te está oyendo. 
El dentista siguió examinando el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los 
trabajos terminados, dijo: 
-Mejor. 
Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer, 
sacó un puente de varias piezas y empezó a pulir el oro. 
-Papá. 
-Qué. 
Aún no había cambiado de expresión. 
-Dice que si no le sacas la muela te pega un tiro. 
Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en 
la fresa, la retiró del sillón y abrió por completo la gaveta inferior de la mesa. Allí 
estaba el revólver. 
-Bueno -dijo-. Dile que venga a pegármelo. 
Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de 
la gaveta. El alcalde apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero 
en la otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días. El dentista vio en sus 
ojos marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta con la punta de los 
dedos y dijo suavemente: 
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-Siéntese. 
-Buenos días -dijo el alcalde. 
-Buenos -dijo el dentista. 
Mientras hervían los instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla 
y se sintió mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de 
madera, la fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla, una 
ventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió que el 
dentista se acercaba, el alcalde afirmó los talones y abrió la boca. 
Don Aurelio Escovar le movió la cara hacia la luz. Después de observar la muela 
dañada, ajustó la mandíbula con una cautelosa presión de los dedos. 
-Tiene que ser sin anestesia -dijo. 
-¿Por qué? 
-Porque tiene un absceso. 
El alcalde lo miró en los ojos. 
-Está bien -dijo, y trató de sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de 
trabajo la cacerolacon los instrumentos hervidos y los sacó del agua con unas pinzas 
frías, todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y 
fue a lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde 
no lo perdió de vista. 
Era una cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo 
caliente. El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los 
pies y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista sólo 
movió la muñeca. Sin rencor, más bien con una amarga ternura, dijo: 
-Aquí nos paga veinte muertos, teniente. 
El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de 
lágrimas. Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a través 
de las lágrimas. Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender la tortura de 
sus cinco noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, se 
desabotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El 
dentista le dio un trapo limpio. 
-Séquese las lágrimas -dijo. 
El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el 
cielorraso desfondado y una telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos 
muertos. El dentista regresó secándose las manos. “Acuéstese -dijo- y haga buches 
de agua de sal.” El alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo 
militar, y se dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera. 
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-Me pasa la cuenta -dijo. 
-¿A usted o al municipio? 
El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica. 
-Es la misma vaina. 
 
 
 
Una bromita 
Anton Chejov 
 
Un claro mediodía de invierno... El frío es intenso, el hielo cruje, y a Nádeñka, que me 
tiene agarrado del brazo, la plateada escarcha le cubre los bucles en las sienes y el 
vello encima del labio superior. Estamos sobre una alta colina. Desde nuestros pies 
hasta el llano se extiende una pendiente, en la cual el sol se mira como en un espejo. 
A nuestro lado está un pequeño trineo, revestido con un llamativo paño rojo. 
 
-Deslicémonos hasta abajo, Nadezhda Petrovna -le suplico-. ¡Siquiera una sola vez! 
Le aseguro que llegaremos sanos y salvos. 
 
Pero Nádeñka tiene miedo. El espacio desde sus pequeñas galochas hasta el pie de la 
helada colina le parece un inmenso abismo, profundo y aterrador. Ya sólo al 
proponerle yo que se siente en el trineo o por mirar hacia abajo se le corta el aliento 
y está a punto de desmayarse; ¡qué no sucederá entonces cuando ella se arriesgue a 
lanzarse al abismo! Se morirá, perderá la razón. 
 
-¡Le ruego! -le digo-. ¡No hay que tener miedo! ¡Comprenda, de una vez, que es una 
falta de valor, una simple cobardía! 
 
Nádeñka cede al fin, y advierto por su cara que lo hace arriesgando su vida. La 
acomodo en el trineo, pálida y temblorosa; la rodeo con un brazo y nos precipitamos 
al abismo. El trineo vuela como una bala. El aire hendido nos golpea en la cara, 
brama, silba en los oídos, nos sacude y pellizca furibundo, quiere arrancar nuestras 
cabezas. La presión del viento torna difícil la respiración. Parece que el mismo diablo 
nos estrecha entre sus garras y, afilando, nos arrastra al infierno. Los objetos que nos 
rodean se funden en una solo franja larga que corre vertiginosamente... Un instante 
más y llegará nuestro fin. 
 
-¡La amo, Nadia! -digo a media voz. 
 
El trineo comienza a correr más despacio, el bramido del viento y el chirriar de los 
patines ya no son tan terribles, la respiración no se corta más y, por fin, estamos 
abajo. Nádeñka llegó más muerta que viva. Está pálida y apenas respira... La ayudo a 
levantarse. 
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-¡Por nada del mundo haría otro viaje! -dice mirándome con ojos muy abiertos y 
llenos de horror-. ¡Por nada del mundo! ¡Casi me muero! 
 
Al cabo de un rato vuelve en sí y me dirige miradas inquisitivas. ¿Fui yo quien dijo 
aquellas tres palabras o simplemente le pareció oírlas en el silbido del remolino? Yo 
fumo a su lado y examino mi guante con atención. 
 
Me toma del brazo y comenzamos un largo paseo cerca de la colina. El misterio por lo 
visto no la deja en paz. ¿Fueron dichas aquellas palabras o no? ¿Sí o no? Es una 
cuestión de amor propio, de honor, de vida, de dicha; una cuestión muy importante, 
la más importante en el mundo. Nádeñka vuelve a dirigirme su mirada impaciente, 
triste, penetrante, y contesta fuera de propósito, esperando que yo diga algo. ¡Oh, 
qué juego de matices hay en este rostro simpático! Veo que está luchando consigo 
misma, que tiene necesidad de decir algo, de preguntar, pero no encuentra las 
palabras, se siente cohibida, atemorizada, confundida par la alegría... 
 
-¿Sabes una cosa? -dice sin mirarme. 
 
-¿Qué?- le pregunto. 
 
-Hagamos... otro viajecito. 
 
Subimos por la escalera. Vuelvo a acomodar a la temblorosa y pálida Nádeñka en el 
trineo y de nuevo nos lanzamos en el terrible abismo; de nuevo brama el viento y 
zumban los patines; y de nuevo, al alcanzar el trineo su impulso más fuerte y ruidoso, 
digo a media voz: 
 
-¡La amo, Nadia! 
 
Cuando el trineo se detiene, Nádeñka contempla la colina por la que acabamos de 
descender; luego clava su mirada en mi cara, escucha mi voz, indiferente y 
desapasionada, y toda su pequeña figura, junto con su manguito y su capucha, 
expresa un extremo desconcierto. Y su cara refleja una serie de preguntas: “¿Cómo 
es eso? ¿Quién ha pronunciado aquellas palabras? ¿Ha sido él o me ha parecido oírlas 
y nada más?" 
 
La incertidumbre la torna inquieta, la pone nerviosa. La pobre muchacha no contesta 
mis preguntas, frunce el ceño, está a punto de llorar. 
 
¿Será hora de irnos a casa? -le pregunto. 
 
-A mi... a mi me gustan estos viajes en trineo -dice, ruborizándose-. ¿Haremos uno 
más? 
 
Le "gustan" estos viajes, pero al sentarse en el trineo, palidece igual que antes, 
tiembla y contiene el aliento. 
 
Descendemos por tercera vez, y noto cómo está observando mi cara y mis labios. 
Pero yo me cubro la boca con un pañuelo, y toso, y al llegar a la mitad de la colina 
alcanzo a musitar: 
 
-¡La amo, Nadia! 
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Y el misterio sigue siendo misterio. Nádeñka guarda silencio, piensa en algo... Nos 
retiramos de la pista y ella trata de aminorar la marcha, esperando siempre que yo 
diga aquellas palabras. Veo cómo sufre su corazón y cómo ella se esfuerza para no 
decir en voz alta: "¡No puede ser que las haya dicho el viento! ¡Y no quiero que haya 
sido el viento!" 
 
A la mañana siguiente recibo una esquela: 
"Si usted va hoy a la pista de patinaje, venga a buscarme. N." 
Y a partir de ese día voy con Nádeñka a la pista todos los días y, al precipitarnos 
hacia abajo en el trineo, cada vez pronuncio a media voz siempre las mismas 
palabras: 
 
-¡La amo, Nadia! 
 
En poco tiempo, Nádeñka se habitúa a esta frase, como uno se habitúa al vino o a la 
morfina. Ya no puede vivir sin ella. Es verdad que siempre le da miedo deslizarse por 
la colina helada, pero ahora el miedo y el peligro otorgan un encanto especial a las 
palabras de amor, palabras que constituyen un misterio y oprimen dulcemente el 
corazón. Los sospechosos son siempre dos: el viento y yo... Ella no sabe quién de los 
dos le declara su amor, pero ello, por lo visto, ya la tiene sin cuidado; poco importa el 
recipiente del cual uno bebe, lo esencial es sentirse embriagado. 
 
Una vez, al mediodía, fui solo a la pista: mezclado con la multitud, vi a Nádeñka 
acercarse a la colina y buscarme con los ojos... Tímidamente sube a la escalera... Le 
da mucho miedo viajar sola, ¡oh, qué miedo! Está blanca como la nieve y tiembla 
como si se dirigiera a su propia ejecución. Pero va decidida, sin mirar para atrás. 
 
Por lo visto, ha decidido probar, al fin: ¿Se oyen aquellas sorprendentes y dulces 
palabras cuando yo no estoy? La veo colocarse en el trineo, pálida, con la boca 
abierta por el miedo, cerrar los ojos y emprender lamarcha, después de despedirse 
para siempre de la tierra. "Zsh-zsh-zsh-zsh"... Zumban los patines. Si Nádeñka está 
oyendo aquellas palabras o no, no lo sé... La veo levantarse del trineo exhausta, 
débil. Y se ve por su cara que ella misma no sabe si ha oído algo o no. Mientras 
estuvo deslizándose hacia abajo, el miedo le quitó la capacidad de escuchar, de 
distinguir sonidos, de entender... 
 
Y he aquí que llega el primaveral mes de marzo... El sol se torna más cariñoso. 
Nuestra montaña de hielo se oscurece, pierde su brillo y por fin se derrite. Nuestros 
viajes en trineo se interrumpen. La pobre Nádeñka ya no tiene dónde escuchar 
aquellas palabras y además no hay quien las pronuncie, puesto que el viento se ha 
aquietado y yo estoy por irme a Petersburgo por mucho tiempo, quizá para siempre. 
 
Unos días antes de mi partida al anochecer, estoy sentado en el jardín. Este jardín 
está separado de la casa de Nádeñka por una alta palizada con clavos... Aún hace 
bastante frío, en los rincones del patio exterior hay nieve todavía, los árboles parecen 
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muertos; pero ya huele a primavera y los grajos, acomodándose para dormir, desatan 
su último vocerío de la jornada. Me acerco a la empalizada y durante largo rato miro 
por una hendidura. Veo a Nádeñka salir al patio y alzar su triste y acongojada mirada 
al cielo... El viento de primavera sopla directamente en su pálido y sombrío rostro... 
Le hace recordar aquel otro viento que bramaba en la colina dejando oír aquellas tres 
palabras, y su cara se pone triste, muy triste, y una lágrima se desliza por su mejilla. 
La pobre muchacha extiende ambos brazos como suplicando al viento que le traiga 
una vez más aquellas palabras. Y yo, al llegar una ráfaga de viento, digo a media voz: 
 
-¡La amo, Nadia! 
 
¡Por Dios, hay que ver lo que sucede con Nádeñka! Deja escapar un grito y con 
amplia sonrisa tiende sus brazos hacia el viento, alegre, feliz, tan bella. 
 
Y yo me voy a hacer las maletas... 
 
Esto sucedió hace tiempo. Ahora Nádeñka está casada con el secretario de una 
institución tutelar y tiene ya tres hijos. Pero nuestros viajes en trineo y las palabras 
"La amo, Nadia", que le llevaba el viento, no están olvidadas, para ella son el 
recuerdo más feliz, más conmovedor y más bello de su vida... 
 
Mientras que yo, ahora que tengo más edad, ya no comprendo para qué decía 
aquellas palabras. Para qué hacía aquella broma... 
 
El cocinero Chichibio 
Giovanni Boccaccio 
Currado Gianfiglazzi se distinguía en nuestra ciudad como hombre eminente, liberal y 
espléndido, y viviendo vida hidalga, halló siempre placer en los perros y en los 
pájaros, por no citar aquí otras de sus empresas de mayor monta. Pues bien; 
habiendo un día este caballero cazado con un halcón suyo una grulla cerca de 
Perétola y hallando que era tierna y bien cebada, se la mandó a su vecino, excelente 
cocinero, llamado Chichibio, con orden de que se la asase y aderezase bien. Chichibio, 
que era tan atolondrado como parecía, una vez aderezada la grulla, la puso al fuego y 
empezó a asarla con todo esmero. 
 
Estaba ya casi a punto y despedía el más apetitoso olor el ave, cuando se presentó en 
la cocina una aldeana llamada Brunetta, de la que el marmitón estaba perdidamente 
enamorado; y percibiendo la intrusa el delicioso vaho y viendo la grulla, empezó a 
pedirle con empeño a Chichibio que le diese un muslo de ella. Chichibio le contestó 
canturreando: 
 
-No la esperéis de mí, Brunetta, no; no la esperéis de mí. 
 
Con lo que Brunetta irritada, saltó, diciendo: 
 
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-Pues te juro por Dios que si no me lo das, de mí no has de conseguir nunca ni tanto 
así. 
 
Cuanto más Chichibio se esforzaba por desagraviarla, tanto más ella se encrespaba; 
así es que, al fin, cediendo a su deseo de apaciguarla, separó un muslo del ave y se lo 
ofreció. 
 
Luego, cuando les fue servida a Currado y a ciertos invitados, advirtió aquel la falta y 
extrañándose de ello hizo llamar a Chichibio y le preguntó qué había sido del muslo 
de la grulla. A lo que el trapacero del veneciano contestó en el acto, sin atascarse: 
 
-Las grullas, señor, no tienen más que una pata y un muslo. 
 
Amoscado entonces Currado, opuso: 
 
-¿Cómo diablos dices que no tienen más que un muslo? ¿Crees que no he visto más 
grullas que ésta? 
 
-Y, sin embargo, señor, así es, como yo os digo; y, si no, cuando gustéis os lo 
demostraré con grullas vivas -arguyó Chichibio. 
 
Currado no quiso enconar más la polémica, por consideración a los invitados que 
presentes se hallaban, pero le dijo: 
 
-Puesto que tan seguro estás de hacérmelo ver a lo vivo -cosa que yo jamás había 
reparado ni oído a nadie- mañana mismo, yo dispuesto estoy. Pero por Cristo vivo te 
juro que si la cosa no fuese como dices, te haré dar tal paliza que mientras vivas 
hayas de acordarte de mi nombre. 
 
Terminada con esto la plática por aquel día, al amanecer de la mañana siguiente, 
Currado, a quien el descanso no había despejado el enfado, se levantó cejijunto, y 
ordenando que le aparejasen los caballos, hizo montar a Chichibio en un jamelgo y se 
encaminó a la orilla de una albufera, en la que solían verse siempre grullas al 
despuntar el día. 
 
-Pronto vamos a ver quién de los dos ha mentido ayer, si tú o yo -le dijo al cocinero. 
 
Chichibio, viendo que todavía le duraba el resentimiento al caballero y que le iba 
mucho a él en probar que las grullas sólo tenían una pata, no sabiendo cómo salir del 
aprieto, cabalgaba junto a Currado más muerto que vivo, y de buena gana hubiera 
puesto pies en polvorosa si le hubiese sido posible; mas, como no podía, no hacía sino 
mirar a todos lados, y cosa que divisaba, cosa que se le antojaba una grulla en dos 
pies. 
 
Llegado que hubieron a la albufera, su ojo vigilante divisó antes que nadie una 
bandada de lo menos doce grullas, todas sobre un pie, como suelen estar cuando 
duermen. Contentísimo del hallazgo, asió la ocasión por los pelos y, dirigiéndose a 
Currado, le dijo: 
 
-Bien claro podéis ver, señor, cuán verdad era lo que ayer os dije, cuando aseguré 
que las grullas no tienen más que una pata: basta que miréis aquéllas. 
 
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-Espera que yo te haré ver que tienen dos -repuso Currado al verlas. Y, 
acercándoseles algo más, gritó-: ¡Jojó! 
 
Con lo que las grullas, alarmadas, sacando el otro pie, emprendieron la fuga. 
Entonces Currado dijo, dirigiéndose a Chichibio: 
 
-¿Y qué dices ahora, tragón? ¿Tienen, o no, dos patas las grullas? 
 
Chichibio, despavorido, no sabiendo en dónde meterse ya, contestó: 
 
-Verdad es, señor, pero no me negaréis que a la grulla de ayer no le habéis 
gritado ¡Jojó!, que si lo hubierais hecho, seguramente habría sacado la pata y el 
muslo como éstas han hecho. 
 
A Currado le hizo tanta gracia la respuesta que todo su resentimiento se le fue en 
risas, y dijo: 
 
-Tienes razón, Chichibio: eso es lo que debí haber hecho. 
 
Y así fue como gracias a su viva y divertida respuesta, consiguió el cocinero salvarse 
de la tormenta y hacer las pases con su señor. 
 
El príncipe feliz 
Oscar Wilde 
En la parte más alta de la ciudad, sobre una columnita, se alzaba la estatua del 
Príncipe Feliz. 
 
Estaba toda revestida de madreselva de oro fino. Tenía, a guisa de ojos, dos 
centelleantes zafiros y un gran rubí rojo ardía en el puño de su espada. 
 
Por todo lo cual era muy admirada. 
 
-Es tan hermoso como una veleta -observó uno de los miembros del Concejo que 
deseaba granjearse una reputación de conocedor en el arte-. Ahora, que no es tan útil 
-añadió, temiendo que le tomaran por un hombre poco práctico. 
 
Y realmente no lo era. 
 
-¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz? -preguntaba una madre cariñosa a su hijito, 
que pedía la luna-. El Príncipe Feliz no hubiera pensado nunca en pedir nada a voz en 
grito. 
 
-Me hace dichoso ver que hay en el mundo alguien que es completamente feliz -
murmuraba un hombre fracasado, contemplando la estatua maravillosa. 
 
-Verdaderamente parece un ángel-decían los niños hospicianos al salir de la catedral, 
vestidos con sus soberbias capas escarlatas y sus bonitas chaquetas blancas. 
 
-¿En qué lo conocéis -replicaba el profesor de matemáticas- si no habéis visto uno 
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nunca? 
 
-¡Oh! Los hemos visto en sueños -respondieron los niños. 
 
Y el profesor de matemáticas fruncía las cejas, adoptando un severo aspecto, porque 
no podía aprobar que unos niños se permitiesen soñar. 
 
Una noche voló una golondrinita sin descanso hacia la ciudad. 
 
Seis semanas antes habían partido sus amigas para Egipto; pero ella se quedó atrás. 
 
Estaba enamorada del más hermoso de los juncos. Lo encontró al comienzo de la 
primavera, cuando volaba sobre el río persiguiendo a una gran mariposa amarilla, y 
su talle esbelto la atrajo de tal modo, que se detuvo para hablarle. 
 
-¿Quieres que te ame? -dijo la Golondrina, que no se andaba nunca con rodeos. 
 
Y el Junco le hizo un profundo saludo. 
 
Entonces la Golondrina revoloteó a su alrededor rozando el agua con sus alas y 
trazando estelas de plata. 
 
Era su manera de hacer la corte. Y así transcurrió todo el verano. 
 
-Es un enamoramiento ridículo -gorjeaban las otras golondrinas-. Ese Junco es un 
pobretón y tiene realmente demasiada familia. 
 
Y en efecto, el río estaba todo cubierto de juncos. 
 
Cuando llegó el otoño, todas las golondrinas emprendieron el vuelo. 
 
Una vez que se fueron sus amigas, sintióse muy sola y empezó a cansarse de su 
amante. 
 
-No sabe hablar -decía ella-. Y además temo que sea inconstante porque coquetea sin 
cesar con la brisa. 
 
Y realmente, cuantas veces soplaba la brisa, el Junco multiplicaba sus más graciosas 
reverencias. 
 
-Veo que es muy casero -murmuraba la Golondrina-. A mí me gustan los viajes. Por lo 
tanto, al que me ame, le debe gustar viajar conmigo. 
 
-¿Quieres seguirme? -preguntó por último la Golondrina al Junco. 
 
Pero el Junco movió la cabeza. Estaba demasiado atado a su hogar. 
 
-¡Te has burlado de mí! -le gritó la Golondrina-. Me marcho a las Pirámides. ¡Adiós! 
 
Y la Golondrina se fue. 
 
Voló durante todo el día y al caer la noche llegó a la ciudad. 
 
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-¿Dónde buscaré un abrigo? -se dijo-. Supongo que la ciudad habrá hecho 
preparativos para recibirme. 
 
Entonces divisó la estatua sobre la columnita. 
 
-Voy a cobijarme allí -gritó- El sitio es bonito. Hay mucho aire fresco. 
 
Y se dejó caer precisamente entre los pies del Príncipe Feliz. 
 
-Tengo una habitación dorada -se dijo quedamente, después de mirar en torno suyo. 
 
Y se dispuso a dormir. 
 
Pero al ir a colocar su cabeza bajo el ala, he aquí que le cayó encima una pesada gota 
de agua. 
 
-¡Qué curioso! -exclamó-. No hay una sola nube en el cielo, las estrellas están claras 
y brillantes, ¡y sin embargo llueve! El clima del norte de Europa es verdaderamente 
extraño. Al Junco le gustaba la lluvia; pero en él era puro egoísmo. 
 
Entonces cayó una nueva gota. 
 
-¿Para qué sirve una estatua si no resguarda de la lluvia? -dijo la Golondrina-. Voy a 
buscar un buen copete de chimenea. 
 
Y se dispuso a volar más lejos. Pero antes de que abriese las alas, cayó una tercera 
gota. 
 
La Golondrina miró hacia arriba y vio... ¡Ah, lo que vio! 
 
Los ojos del Príncipe Feliz estaban arrasados de lágrimas, que corrían sobre sus 
mejillas de oro. 
 
Su faz era tan bella a la luz de la luna, que la Golondrinita sintióse llena de piedad. 
 
-¿Quién sois? -dijo. 
 
-Soy el Príncipe Feliz. 
 
-Entonces, ¿por qué lloriqueáis de ese modo? -preguntó la Golondrina-. Me habéis 
empapado casi. 
 
-Cuando estaba yo vivo y tenía un corazón de hombre -repitió la estatua-, no sabía lo 
que eran las lágrimas porque vivía en el Palacio de la Despreocupación, en el que no 
se permite la entrada al dolor. Durante el día jugaba con mis compañeros en el jardín 
y por la noche bailaba en el gran salón. Alrededor del jardín se alzaba una muralla 
altísima, pero nunca me preocupó lo que había detrás de ella, pues todo cuanto me 
rodeaba era hermosísimo. Mis cortesanos me llamaban el Príncipe Feliz y, realmente, 
era yo feliz, si es que el placer es la felicidad. Así viví y así morí y ahora que estoy 
muerto me han elevado tanto, que puedo ver todas las fealdades y todas las miserias 
de mi ciudad, y aunque mi corazón sea de plomo, no me queda más recurso que 
llorar. 
 
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«¡Cómo! ¿No es de oro de buena ley?», pensó la Golondrina para sus adentros, pues 
estaba demasiado bien educada para hacer ninguna observación en voz alta sobre las 
personas. 
 
-Allí abajo -continuó la estatua con su voz baja y musical-, allí abajo, en una 
callejuela, hay una pobre vivienda. Una de sus ventanas está abierta y por ella puedo 
ver a una mujer sentada ante una mesa. Su rostro está enflaquecido y ajado. Tiene 
las manos hinchadas y enrojecidas, llenas de pinchazos de la aguja, porque es 
costurera. Borda pasionarias sobre un vestido de raso que debe lucir, en el próximo 
baile de corte, la más bella de las damas de honor de la Reina. Sobre un lecho, en el 
rincón del cuarto, yace su hijito enfermo. Tiene fiebre y pide naranjas. Su madre no 
puede darle más que agua del río. Por eso llora. Golondrina, Golondrinita, ¿no quieres 
llevarle el rubí del puño de mi espada? Mis pies están sujetos al pedestal, y no me 
puedo mover. 
 
-Me esperan en Egipto -respondió la Golondrina-. Mis amigas revolotean de aquí para 
allá sobre el Nilo y charlan con los grandes lotos. Pronto irán a dormir al sepulcro del 
Gran Rey. El mismo Rey está allí en su caja de madera, envuelto en una tela amarilla 
y embalsamado con sustancias aromáticas. Tiene una cadena de jade verde pálido 
alrededor del cuello y sus manos son como unas hojas secas. 
 
-Golondrina, Golondrina, Golondrinita - dijo el Príncipe-, ¿no te quedarás conmigo una 
noche y serás mi mensajera? ¡Tiene tanta sed el niño y tanta tristeza la madre! 
 
-No creo que me agraden los niños -contestó la Golondrina-. El invierno último, 
cuando vivía yo a orillas del río, dos muchachos mal educados, los hijos del molinero, 
no paraban un momento en tirarme piedras. Claro es que no me alcanzaban. 
Nosotras las golondrinas volamos demasiado bien para eso y además yo pertenezco a 
una familia célebre por su agilidad; mas, a pesar de todo, era una falta de respeto. 
 
Pero la mirada del Príncipe Feliz era tan triste que la Golondrinita se quedó apenada. 
 
-Mucho frío hace aquí -le dijo-; pero me quedaré una noche con vos y seré vuestra 
mensajera. 
 
-Gracias, Golondrinita -respondió el Príncipe. 
 
Entonces la Golondrinita arrancó el gran rubí de la espada del Príncipe y, llevándolo 
en el pico, voló sobre los tejados de la ciudad. 
 
Pasó sobre la torre de la catedral, donde había unos ángeles esculpidos en mármol 
blanco. 
 
Pasó sobre el palacio real y oyó la música de baile. 
 
Una bella muchacha apareció en el balcón con su novio. 
 
-¡Qué hermosas son las estrellas -la dijo- y qué poderosa es la fuerza del amor! 
 
-Querría que mi vestido estuviese acabado para el baile oficial -respondió ella-. He 
mandado bordar en él unas pasionarias ¡pero son tan perezosas las costureras! 
 
Pasó sobre el río y vio los fanales colgados en los mástiles de los barcos. Pasó sobre 
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el gueto y vio a los judíos viejos negociando entre ellos y pesando monedas en 
balanzas de cobre. 
 
Al fin llegó a la pobre vivienda y echó un vistazo dentro. El niño se agitaba 
febrilmente en su camita y su madre habíase quedado dormida de cansancio. 
 
La Golondrina saltó a la habitación y puso el gran rubí en la mesa, sobre el dedal de la 
costurera. Luego revoloteó suavemente alrededor del lecho, abanicando con sus alas 
la cara del niño. 
 
-¡Qué fresco más dulce siento! -murmuró el niño-. Debo estar mejor. 
 
Y cayó en un delicioso sueño. 
 
Entonces la Golondrina se dirigió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz y le contó lo que 
había hecho. 
 
-Es curioso -observa ella-, pero ahora casi siento calor, y sin embargo, hace mucho 
frío. 
 
Y la Golondrinita empezó a reflexionary entonces se durmió. Cuantas veces 
reflexionaba se dormía. 
 
Al despuntar el alba voló hacia el río y tomó un baño. 
 
-¡Notable fenómeno! -exclamó el profesor de ornitología que pasaba por el puente-. 
¡Una golondrina en invierno! 
 
Y escribió sobre aquel tema una larga carta a un periódico local. 
 
Todo el mundo la citó. ¡Estaba plagada de palabras que no se podían comprender!... 
 
-Esta noche parto para Egipto -se decía la Golondrina. 
 
Y sólo de pensarlo se ponía muy alegre. 
 
Visitó todos los monumentos públicos y descansó un gran rato sobre la punta del 
campanario de la iglesia. 
 
Por todas partes adonde iba piaban los gorriones, diciéndose unos a otros: 
 
-¡Qué extranjera más distinguida! 
 
Y esto la llenaba de gozo. Al salir la luna volvió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz. 
 
-¿Tenéis algún encargo para Egipto? -le gritó-. Voy a emprender la marcha. 
 
-Golondrina, Golondrina, Golondrinita -dijo el Príncipe-, ¿no te quedarás otra noche 
conmigo? 
 
-Me esperan en Egipto -respondió la Golondrina-. Mañana mis amigas volarán hacia la 
segunda catarata. Allí el hipopótamo se acuesta entre los juncos y el dios Memnón se 
alza sobre un gran trono de granito. Acecha a las estrellas durante la noche y cuando 
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brilla Venus, lanza un grito de alegría y luego calla. A mediodía, los rojizos leones 
bajan a beber a la orilla del río. Sus ojos son verdes aguamarinas y sus rugidos más 
atronadores que los rugidos de la catarata. 
 
-Golondrina, Golondrina, Golondrinita -dijo el Príncipe-, allá abajo, al otro lado de la 
ciudad, veo a un joven en una buhardilla. Está inclinado sobre una mesa cubierta de 
papeles y en un vaso a su lado hay un ramo de violetas marchitas. Su pelo es negro y 
rizoso y sus labios rojos como granos de granada. Tiene unos grandes ojos 
soñadores. Se esfuerza en terminar una obra para el director del teatro, pero siente 
demasiado frío para escribir más. No hay fuego ninguno en el aposento y el hambre le 
ha rendido. 
 
-Me quedaré otra noche con vos -dijo la Golondrina, que tenía realmente buen 
corazón-. ¿Debo llevarle otro rubí? 
 
-¡Ay! No tengo más rubíes -dijo el Príncipe-. Mis ojos es lo único que me queda. Son 
unos zafiros extraordinarios traídos de la India hace un millar de años. Arranca uno de 
ellos y llévaselo. Lo venderá a un joyero, se comprará alimento y combustible y 
concluirá su obra. 
 
-Amado Príncipe -dijo la Golondrina-, no puedo hacer eso. 
 
Y se puso a llorar. 
 
-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -dijo el Príncipe-. Haz lo que te pido. 
 
Entonces la Golondrina arrancó el ojo del Príncipe y voló hacia la buhardilla del 
estudiante. Era fácil penetrar en ella porque había un agujero en el techo. La 
Golondrina entró por él como una flecha y se encontró en la habitación. 
 
El joven tenía la cabeza hundida en las manos. No oyó el aleteo del pájaro y cuando 
levantó la cabeza, vio el hermoso zafiro colocado sobre las violetas marchitas. 
 
-Empiezo a ser estimado -exclamó-. Esto proviene de algún rico admirador. Ahora ya 
puedo terminar la obra. 
 
Y parecía completamente feliz. 
 
Al día siguiente la Golondrina voló hacia el puerto. 
 
Descansó sobre el mástil de un gran navío y contempló a los marineros que sacaban 
enormes cajas de la cala tirando de unos cabos. 
 
-¡Ah, iza! -gritaban a cada caja que llegaba al puente. 
 
-¡Me voy a Egipto! -les gritó la Golondrina. 
 
Pero nadie le hizo caso, y al salir la luna, volvió hacia el Príncipe Feliz. 
 
-He venido para deciros adiós -le dijo. 
 
-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -exclamó el Príncipe-. ¿No te quedarás 
conmigo una noche más? 
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-Es invierno -replicó la Golondrina- y pronto estará aquí la nieve glacial. En Egipto 
calienta el sol sobre las palmeras verdes. Los cocodrilos, acostados en el barro, miran 
perezosamente a los árboles, a orillas del río. Mis compañeras construyen nidos en el 
templo de Baalbeck. Las palomas rosadas y blancas las siguen con los ojos y se 
arrullan. Amado Príncipe, tengo que dejaros, pero no os olvidaré nunca y la primavera 
próxima os traeré de allá dos bellas piedras preciosas con que sustituir las que disteis. 
El rubí será más rojo que una rosa roja y el zafiro será tan azul como el océano. 
 
-Allá abajo, en la plazoleta -contestó el Príncipe Feliz-, tiene su puesto una niña 
vendedora de cerillas. Se le han caído las cerillas al arroyo, estropeándose todas. Su 
padre le pegará si no lleva algún dinero a casa, y está llorando. No tiene ni medias ni 
zapatos y lleva la cabecita al descubierto. Arráncame el otro ojo, dáselo y su padre no 
le pegará. 
 
-Pasaré otra noche con vos -dijo la Golondrina-, pero no puedo arrancaros el ojo 
porque entonces os quedaríais ciego del todo. 
 
-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -dijo el Príncipe-. Haz lo que te mando. 
 
Entonces la Golondrina volvió de nuevo hacia el Príncipe y emprendió el vuelo 
llevándoselo. 
 
Se posó sobre el hombro de la vendedorcita de cerillas y deslizó la joya en la palma 
de su mano. 
 
-¡Qué bonito pedazo de cristal! -exclamó la niña, y corrió a su casa muy alegre. 
 
Entonces la Golondrina volvió de nuevo hacia el Príncipe. 
 
- Ahora estáis ciego. Por eso me quedaré con vos para siempre. 
 
-No, Golondrinita -dijo el pobre Príncipe-. Tienes que ir a Egipto. 
 
-Me quedaré con vos para siempre -dijo la Golondrina. 
 
Y se durmió entre los pies del Príncipe. Al día siguiente se colocó sobre el hombro del 
Príncipe y le refirió lo que habla visto en países extraños. 
 
Le habló de los ibis rojos que se sitúan en largas filas a orillas del Nilo y pescan a 
picotazos peces de oro; de la esfinge, que es tan vieja como el mundo, vive en el 
desierto y lo sabe todo; de los mercaderes que caminan lentamente junto a sus 
camellos, pasando las cuentas de unos rosarios de ámbar en sus manos; del rey de 
las montañas de la Luna, que es negro como el ébano y que adora un gran bloque de 
cristal; de la gran serpiente verde que duerme en una palmera y a la cual están 
encargados de alimentar con pastelitos de miel veinte sacerdotes; y de los pigmeos 
que navegan por un gran lago sobre anchas hojas aplastadas y están siempre en 
guerra con las mariposas. 
 
-Querida Golondrinita -dijo el Príncipe-, me cuentas cosas maravillosas, pero más 
maravilloso aún es lo que soportan los hombres y las mujeres. No hay misterio más 
grande que la miseria. Vuela por mi ciudad, Golondrinita, y dime lo que veas. 
 
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Entonces la Golondrinita voló por la gran ciudad y vio a los ricos que se festejaban en 
sus magníficos palacios, mientras los mendigos estaban sentados a sus puertas. 
 
Voló por los barrios sombríos y vio las pálidas caras de los niños que se morían de 
hambre, mirando con apatía las calles negras. 
 
Bajo los arcos de un puente estaban acostados dos niñitos abrazados uno a otro para 
calentarse. 
 
-¡Qué hambre tenemos! -decían. 
 
-¡No se puede estar tumbado aquí! -les gritó un guardia. 
 
Y se alejaron bajo la lluvia. 
 
Entonces la Golondrina reanudó su vuelo y fue a contar al Príncipe lo que había visto. 
 
-Estoy cubierto de oro fino -dijo el Príncipe-; despréndelo hoja por hoja y dáselo a mis 
pobres. Los hombres creen siempre que el oro puede hacerlos felices. 
 
Hoja por hoja arrancó la Golondrina el oro fino hasta que el Príncipe Feliz se quedó sin 
brillo ni belleza. 
 
Hoja por hoja lo distribuyó entre los pobres, y las caritas de los niños se tornaron 
nuevamente sonrosadas y rieron y jugaron por la calle. 
 
-¡Ya tenemos pan! -gritaban. 
 
Entonces llegó la nieve y después de la nieve el hielo. 
 
Las calles parecían empedradas de plata por lo que brillaban y relucían. 
 
Largos carámbanos, semejantes a puñales de cristal, pendían de los tejados de las 
casas. Todo el mundo se cubría de pieles y los niños llevaban gorritos rojos y 
patinaban sobre el hielo. 
 
La pobre Golondrina tenía frío, cada vez más frío, pero no quería abandonar al 
Príncipe: le amaba demasiado para hacerlo. 
 
Picoteaba las migas a la puerta del panaderocuando éste no la veía, e intentaba 
calentarse batiendo las alas. 
 
Pero, al fin, sintió que iba a morir. No tuvo fuerzas más que para volar una vez más 
sobre el hombro del Príncipe. 
 
-¡Adiós, amado Príncipe! -murmuró-. Permitid que os bese la mano. 
 
-Me da mucha alegría que partas por fin para Egipto, Golondrina -dijo el Príncipe-. 
Has permanecido aquí demasiado tiempo. Pero tienes que besarme en los labios 
porque te amo. 
 
-No es a Egipto adonde voy a ir -dijo la Golondrina-. Voy a ir a la morada de la 
Muerte. La Muerte es hermana del Sueño, ¿verdad? 
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Y besando al Príncipe Feliz en los labios, cayó muerta a sus pies. 
 
En el mismo instante sonó un extraño crujido en el interior de la estatua, como si se 
hubiera roto algo. 
 
El hecho es que la coraza de plomo se habla partido en dos. Realmente hacía un frío 
terrible. 
 
A la mañana siguiente, muy temprano, el alcalde se paseaba por la plazoleta con dos 
concejales de la ciudad. 
 
Al pasar junto al pedestal, levantó sus ojos hacia la estatua. 
 
-¡Dios mío! -exclamó-. ¡Qué andrajoso parece el Príncipe Feliz! 
 
-¡Sí, está verdaderamente andrajoso! -dijeron los concejales de la ciudad, que eran 
siempre de la opinión del alcalde. 
 
Y levantaron ellos mismos la cabeza para mirar la estatua. 
 
-El rubí de su espada se ha caído y ya no tiene ojos, ni es dorado -dijo el alcalde- En 
resumidas cuentas, que está lo mismo que un pordiosero. 
 
-¡Lo mismo que un pordiosero! -repitieron a coro los concejales. 
 
-Y tiene a sus pies un pájaro muerto -prosiguió el alcalde-. Realmente habrá que 
promulgar un bando prohibiendo a los pájaros que mueran aquí. 
 
Y el secretario del Ayuntamiento tomó nota para aquella idea. 
 
Entonces fue derribada la estatua del Príncipe Feliz. 
 
-¡Al no ser ya bello, de nada sirve! -dijo el profesor de estética de la Universidad. 
 
Entonces fundieron la estatua en un horno y el alcalde reunió al Concejo en sesión 
para decidir lo que debía hacerse con el metal. 
 
-Podríamos -propuso- hacer otra estatua. La mía, por ejemplo. 
 
-O la mía -dijo cada uno de los concejales. 
 
Y acabaron disputando. 
 
-¡Qué cosa más rara! -dijo el oficial primero de la fundición-. Este corazón de plomo 
no quiere fundirse en el horno; habrá que tirarlo como desecho. 
 
Los fundidores lo arrojaron al montón de basura en que yacía la golondrina muerta. 
 
-Tráeme las dos cosas más preciosas de la ciudad -dijo Dios a uno de sus ángeles. 
 
Y el ángel se llevó el corazón de plomo y el pájaro muerto. 
 
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-Has elegido bien -dijo Dios-. En mi jardín del Paraíso este pajarillo cantará 
eternamente, y en mi ciudad de oro el Príncipe Feliz repetirá mis alabanzas. 
 
Los cazadores de ratas 
Horacio Quiroga 
 
Una siesta de invierno, las víboras de cascabel, que dormían extendidas sobre la 
greda, se arrollaron bruscamente al oír insólito ruido. Como la vista no es su agudeza 
particular, las víboras mantuviéronse inmóviles, mientras prestaban oído. 
-Es el ruido que hacían aquéllos...-murmuró la hembra. 
-Sí, son voces de hombres; son hombres -afirmó el macho. 
Y pasando una por encima de la otra se retiraron veinte metros. Desde allí miraron. 
Un hombre alto y rubio y una mujer rubia y gruesa se habían acercado y hablaban 
observando los alrededores. Luego, el hombre midió el suelo a grandes pasos, en 
tanto que la mujer clavaba estacas en los extremos de cada recta. Conversaron 
después, señalándose mutuamente distintos lugares, y por fin se alejaron. 
-Van a vivir aquí -dijeron las víboras-. Tendremos que irnos. 
En efecto, al día siguiente llegaron los colonos con un hijo de tres años y una carreta 
en que había catres, cajones, herramientas sueltas y gallinas atadas a la baranda. 
Instalaron la carpa, y durante semanas trabajaron todo el día. La mujer interrumpíase 
para cocinar, y el hijo, un osezno blanco, gordo y rubio, ensayaba de un lado a otro 
su infantil marcha de pato. 
Tal fue el esfuerzo de la gente aquella, que al cabo de un mes tenían pozo, gallinero y 
rancho prontos. -aunque a éste le faltaban aún las puertas. Después, el hombre 
ausentose por todo un día, volviendo al siguiente con ocho bueyes, y la chacra 
comenzó. 
Las víboras, entretanto, no se decidían a irse de su paraje natal. Solían llegar hasta la 
linde del pasto carpido, y desde allí miraban la faena del matrimonio. Un atardecer en 
que la familia entera había ido a la chacra, las víboras, animadas por el silencio, se 
aventuraron a cruzar el peligroso páramo y entraron en el rancho. Recorriéndolo, con 
cauta curiosidad, restregando su piel áspera contra las paredes. 
Pero allí había ratas; y desde entonces tomaron cariño a la casa. Llegaban todas las 
tardes hasta el límite del patio y esperaban atentas a que aquella quedara sola. Raras 
veces tenían esa dicha. Y a más, debían precaverse de las gallinas con pollos, cuyos 
gritos, si las veían, delatarían su presencia. 
De este modo, un crepúsculo en que la larga espera habíalas distraído, fueron 
descubiertas por una gallineta, que, después de mantener un rato el pico extendido, 
huyó a toda ala abierta, gritando. Sus compañeras comprendieron el peligro sin ver, y 
la imitaron. 
El hombre, que volvía del pozo con un balde, se detuvo al oír los gritos. Miró un 
momento, y dejando el balde en el suelo se encaminó al paraje sospechoso. Al sentir 
su aproximación, las víboras quisieron huir, pero únicamente una tuvo el tiempo 
necesario, y el colono halló sólo al macho. El hombre echó una rápida ojeada 
alrededor, buscando un arma y llamó -los ojos fijos en el gran rollo oscuro: 
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-¡Hilda! ¡Alcanzáme la azada, ligero! ¡Es una serpiente de cascabel! 
La mujer corrió y entregó ansiosa la herramienta a su marido. 
Tiraron luego lejos, más allá del gallinero, el cuerpo muerto, y la hembra lo halló por 
casualidad al otro día. Cruzó y recruzó cien veces por encima de él, y se alejó al fin, 
yendo a instalarse como siempre en la linde del pasto, esperando pacientemente a 
que la casa quedara sola. 
La siesta calcinaba el paisaje en silencio; la víbora había cerrado los ojos amodorrada, 
cuando de pronto se replegó vivamente: acababa de ser descubierta de nuevo por las 
gallinetas, que quedaron esta vez girando en torno suyo, gritando todas a 
contratiempo. La víbora mantúvose quieta, prestando oído. Sintió al rato ruido de 
pasos -la Muerte. Creyó no tener tiempo de huir, y se aprestó con toda su energía 
vital a defenderse. 
En la casa dormían todos, menos el chico. Al oír los gritos de las gallinetas, apareció 
en la puerta, y el sol quemante le hizo cerrar los ojos. Titubeó un instante, perezoso, 
y al fin se dirigió con su marcha de pato a ver a sus amigas las gallinetas. En la mitad 
del camino se detuvo, indeciso de nuevo, evitando el sol con el brazo. Pero las 
gallinetas continuaban en girante alarma, y el osezno rubio avanzó. 
De pronto lanzó un grito y cayó sentado. La víbora, presta de nuevo a defender su 
vida, deslizóse dos metros y se replegó. Vio a la madre en enaguas correr hacia su 
hijo, levantarlo y gritar aterrada. 
-¡Otto, Otto! ¡Lo ha picado una víbora! 
Vio llegar al hombre, pálido, y lo vio llevar en sus brazos a la criatura atontada. Oyó 
la carrera de la mujer al pozo, sus voces. Y al rato, después de una pausa, su alarido 
desgarrador: 
-¡Hijo mío...! 
 
El cielo entre los durmientes 
Humberto Constantini 
Ni un alma por la calle. Como si el sol de la siesta cayendo a pique y después derramándose por 
todos lados, hubiera empujado a bichos y gente a quién sabe qué escondidos refugios, adonde el 
sol no puede penetrar, pero ante los cuales se queda montando guardia, rabioso y vigilante como 
un perro en acecho. 
Por la calle vamos Ernesto y yo. Hace cinco minutos, un silbido me arrancó de la sombra de la 
glicina y me mostró entre dos pilares de la balaustrada un rostro enrojecido y contento. No 
hubiera sido necesario que me dijera "¿salís?" con un grito breve y exacto como un pelotazo. Yo 
lo estaba esperando, o mejor dicho yoestaba esperando un pretexto cualquiera para dejar 
aquella modorra del patio adonde me llegaban ruidos lejanos e incitantes entreverados con el 
aleteo de algún mangangá. 
Por eso no le contesté nada y en seguida estuve con él en la puerta. Se sabe que saldríamos a 
caminar. Ernesto es así y nuestros doce años no soportan otras tratativas que ese "¿salís?"liso y 
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directo viniendo de un mechón caído sobre los ojos, de una transpirada camiseta amarilla y de 
unas ganas de hacer muchas cosas que le brillan en la mirada. 
Un saludo "¿qué hacés?" y caminamos. El agua de la zanja, un agua barrosa, oscura, caliente, 
cubierta de protuberancias verdes como el lomo de un sapo, se agita por momentos a impulso de 
invisibles zambullidas o respira a través de unos globos lentos, pesados, que levantan nuevas 
ampollas en su pellejo y hacen un extraño ruido de glogloteo como si ya estuviera por soltar el 
hervor. 
Caminamos. La tierra quema en los pies y es lindo sentir ese mordisco cariñoso, de cachorro, con 
que la tierra nos juguetea por las pantorrillas. Pero más lindo es no sentir nada de eso, sino esas 
ganas locas de meterse en la tarde como en una selva. ¿No es cierto, Ernesto? 
Caminamos. Un aguacil grande y rojo viene a despedirnos, pasa zumbando a nuestro lado y 
siguiendo la línea de yuyos que bordea la zanja llega hasta el puente de la esquina y vuelve 
volando a toda máquina amagando un encontrón. —¡A que no lo agarrás! 
Caminamos. Las cuadras del barrio quedan atrás. Los paraísos se cambian en plátanos y después 
otra vez en paraísos. Flechillas, lenguas de vaca, huevitos de gallo. Esta es otra zanja, no la 
nuestra. ¿Habrá ratones por aquí? 
Caminamos. ¡Aquella montaña! ¡A saltarla! La sangre nos golpea en el pecho y en el rostro. La 
vida es una alegría retenida en los músculos y es ese olor a sol, a sudor y a piel caliente que viene 
de la ropa de Ernesto. 
Caminamos. Ernesto sabe de muchas cosas. De trabajos, de aventuras, de casas abandonadas y 
de extraños nombres de calles. Mientras caminamos me habla. Me cuenta un disparate y yo me 
río. Me río como un loco. Me río tanto que Ernesto se contagia de mi propia risa y empieza a 
reírse él también. Le salen lágrimas de los ojos, se aprieta el costado, no puede parar. Yo lo miro y 
me da más risa todavía verlo reír. Caminamos tambaleantes, empujándonos, atorándonos de 
risa. La risa se nos atropella en la boca, nos crece incontenible por todos lados, nos acompaña por 
cuadras y cuadras esa risa sin por qué, como si una bandada de gorriones enloquecidos nos 
estuviera siguiendo. 
La esquina. Otra cuadra. La risa. Ladridos detrás de un alambre. Otra cuadra. Magnolias, jardines, 
postes del teléfono. Otra cuadra. Las alpargatas de Ernesto levantando el polvo en las veredas. 
Otra cuadra. El cielo, la soledad de la siesta, el silbido de una urraca. Otra cuadra, otra cuadra... 
Apoyo de pronto mi mano en el hombro de Ernesto y señalo el terraplén del ferrocarril. —¡A ver 
quién llega primero! 
Salimos como balas. Una ametralladora de pasos y el crujido de los terrones resecos. Oigo el 
jadeo de Ernesto y apenas veo su camiseta amarilla pegada a mi costado. Me pongo 
enormemente contento cuando dejo de verla y cuando siento que el jadeo va quedando atrás. 
Apenas por un par de metros, pero llego primero arriba. Y desde arriba lo miro triunfante. 
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Ernesto tiene la cara negra de tierra y un sudor barroso le forma ríos en la nuca y la espalda. Yo 
debo estar igual porque en la manga que me pasé por la frente queda una gran mancha negra y 
húmeda. 
A Ernesto se le ocurre caminar por la vía y vamos pisando los durmientes o haciendo equilibrio 
sobre los rieles. Lo más lindo son los puentes. Cuando allá abajo vemos la calle entre los 
durmientes deslizándose como un río. Algunos son muy altos y hay que pisar bien para no caerse. 
Yo camino despacio, aparentando indiferencia, pero sintiendo en todo momento un ligero vértigo 
que me obliga a clavar la vista en mis pies, a calcular cada pisada, hipnotizado por ese lomo de 
tierra que se mueve sin cesar debajo mío. 
Ernesto, en cambio, se mueve con maravillosa soltura. Me habla, grita, se da vuelta, corre... Es 
imposible seguirlo. Anda por ese andamiaje de hierro, madera, viento y cielo como por el patio 
de su casa. No digo nada, pero pienso que estamos a mano con lo de la carrera. 
Llegamos a un puente de poca altura y como viene un tren decidimos verlo pasar desde abajo. 
Descendemos la pequeña cuesta y nos ubicamos a un costado del puente. Oímos el bramido del 
tren que se acerca y luego un ruido infernal que hace trepidar toda la tablazón. Las vías parecen 
curvarse bajo las ruedas. Un pandemonio de vapor, chispas, truenos y aullidos que nos sacude 
hasta las entrañas. La verdad, sentimos un poco de miedo y deseamos que venga otro tren para 
reivindicarnos. 
Las vías pasan a menos de tres metros sobre la calle. Con un buen salto es posible alcanzar los 
durmientes y colgarse de allí como de un pasamanos. La idea surge como una pedrada y casi de 
los dos a un tiempo. Quedarnos colgados cuando pase el tren. 
La tarde es un desierto de sol y tierra enardecida. 
El cascabeleo de algún lejano carro de lechero y el canto metálico de la cigarra no cortan el 
silencio, sino que lo hacen más denso aún, más expectante. 
Esperamos el rumor que nos anuncie la llegada de un tren. Los minutos transcurren lentos en el 
calor sofocante del reparo que forman las paredes del puente. Se mastica un yuyo o se sube de 
vez en cuando a mirar el reverbero distante de las vías. 
—A no soltarse, ¿eh? 
—No, a no soltarse. 
De pronto llega. Es apenas un murmullo perdido entre cien murmullos iguales, pero para 
nosotros imposible de confundir. 
Con cierta parsimonia nos preparamos. Frotamos las manos en la tierra, ensayamos un salto, otro 
salto. Subimos a verlo, ya está cerca. 
Tomamos posiciones. 
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—¡Cuando yo diga saltamos! 
El silencio, avasallado ahora por aquel torrente que se agranda y se agranda. Nos miramos y 
miramos los durmientes allá arriba. 
—A no solt... 
—¡Ahora! 
Me falla un salto. Al segundo estoy arriba balanceándome todavía por el impulso. Ernesto ya está 
allí, firmemente prendido. Me guiña el ojo. Quiere decir algo, pero no lo escucho porque un ruido 
ensordecedor me oculta sus palabras. —¿No quemará la locomotora?—. Ya viene. Allí está. 
Hierros, fuego , vapor y un ruido de pesadilla. 
No sabemos cómo fue. Cuando queremos acordarnos los dos estamos a diez metros del puente, 
mirando cómo los últimos vagones se deslizan haciendo oscilar las vías. 
La tarde se nos acuesta entera encima de los hombros. Nos acercamos al puente, cabizbajos, 
avergonzados. 
—¡Vos te soltaste primero! 
 
 
—¡Tenías una cara de miedo vos! 
Otra vez el silencio. La sierra sinfín de la cigarra nos chista y se ríe de nosotros. Estamos agitados, 
desfigurados por el calor y la excitación pasada. 
—Si vos te quedabas, yo me quedaba... 
—Yo también, si vos te quedabas, yo me quedaba. 
Nos tiramos al suelo para esperar otro tren. La tierra pegándose a la piel mojada. El reverbero de 
la calle o quizás las gruesas gotas de sudor que me empañan la vista. Ernesto hace garabatos con 
una ramita. 
Y el tiempo que se desliza silencioso sobre las vías como un tren infinito formado por el latido de 
nuestros corazones. 
La cigarra. Un gorrión con el pico entreabierto y las alas separadas. Los ladrillos del puente y allá 
a lo lejos una pared blanca que nos saluda como un pañuelo. 
—Un, dos, tres... (antes de que cuente veinte aparece), cuatro, cinco... 
Silencio. Las voces de la siesta. 
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Ahora sí. Es un tren este. El rumor lejano pero inconfundible. Nos ponemos de pie. Ninguno dice 
una palabra. El temor de soltarse y la decisión de permanecer hasta el fin. El contacto de la tierra 
caliente en las palmas de las manos. 
—¡Cuando yo diga! 
El ruido que crece segundo a segundo. Ernestose agazapa para saltar. —¡Ahora!, digo, y salto con 
todas mis fuerzas. 
El ennegrecido durmiente queda aprisionado entre mis manos. A un metro de mí, Ernesto se 
columpia en el suyo. 
El ruido ensordecedor. La cara roja de Ernesto entre sus dos brazos en alto. Su camiseta amarilla 
y su pelo caído sobre la frente. 
Terremoto de hierro, vapor y chispas. El ruido infernal. El puente que se hunde con el peso del 
tren. Un miedo espantoso. Pero estamos colgados todavía. 
Me doy cuenta de que estoy gritando a todo lo que doy. Ernesto también grita y patalea y me 
mira gritando y pataleando como un loco. 
El tren no termina nunca de pasar. Las ruedas a medio metro de las manos. Una montaña encima 
de mi cabeza. El calor, el ruido, Todavía no sé si voy a quedarme hasta que pase todo. Y grito para 
darme coraje y también porque es necesario gritar. Lo veo a Ernesto congestionado, enloquecido, 
con las venas del pescuezo hinchadas por los gritos y por el esfuerzo. 
Gotas de sudor se me meten en la boca. –No doy más, me quedo hasta que se quede Ernesto. –
No doy más, me quedo hasta que se quede Cacho.. 
¿Cuánto faltará todavía? La cara de Ernesto gesticulando y escupiendo sudor. Sus piernas 
tirándome patadas. ¿Cuánto faltará todavía? Grito y lo pateo para hacerlo bajar. ¿Cuándo faltará 
todavía? El ruido. La vibración del puente metiéndose hasta los tuétanos. ¿Cuánto faltará 
todavía? Los sesos a punto de estallar. Borrachera de ruido, calor, alaridos y miedo. ¿Cuánto 
faltará todavía? 
 
* * * 
 
Algo dulce que nos acaricia los brazos. El tren que se aleja y el cielo azul a pedazos entre los 
durmientes. 
El silencio que crece de la tierra. El silbido lejano de la locomotora. 
Seguimos colgados y nos miramos sonriendo. 
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La tarde canta en la voz de las cigarras. 
¿Te acordás Ernesto, cómo cantaba? 
 
 
 
Mil dólares 
O. Henry 
Mil dólares, repitió grave y severamente el abogado Tolman. Aquí está el dinero. 
 
El joven Gillian sonrió divertido mientras pasaba sus dedos por el fajo de billetes 
nuevos de 50 dólares cada uno. 
 
Es una cantidad tan extraña, tan confusa, comentó amigable al abogado. Si hubieran 
sido diez mil dólares, habría una justificación para festejar y lanzar fuegos 
pirotécnicos. Inclusive 50 dólares no serían tanto problema. 
 
Ya escuchó el testamento de su tío, continuó Tolman, siempre tan árido y profesional 
en sus palabras. No sé si prestó atención a los detalles – permítame recordarle uno. 
Usted a partir de ahora se encuentra obligado a rendirnos cuentas de la manera en 
que gastará estos mil dólares a medida que lo haga; el testamento lo estipula. Confío 
en que cumplirá con el deseo del difunto señor Gillian. 
 
Cuente con eso, respondió amable el joven Gillian. A pesar del gasto extra que esta 
condición implique. Inclusive tal vez tenga que conseguirme una secretaria. Nunca fui 
bueno para manejar finanzas. 
 
Gillian guardó su fajo de billetes en el bolsillo de su abrigo y se fue al club. Ahí buscó 
al tipo al que se refería como el Viejo Bryson. 
 
El Viejo Bryson era un hombre tranquilo, de cuarenta y solitario. Leía un libro en una 
esquina, y cuando vio que Gillian se aproximaba, suspiró, cerró su libró y se quitó os 
lentes. 
 
Oiga, Bryson, despierte, dijo Gillian. Tengo algo divertido qué contarle. 
 
La verdad, me gustaría que se lo contaras a alguien del cuarto de billar, dijo Bryson. 
Ya sabes que no me gustan las cosas que me cuentas. 
 
Pero lo que le voy a decir es mejor de las cosas que generalmente le cuento, dijo 
Gillian, enrollando un cigarro. Y se la voy a contar; en el billar no se puede hablar 
bien con tanto ruido. Acabo de llegar de visitar a los piratas legales de la firma de mi 
tío. Me ha dejado mil dólares. Ahora, ¿qué puede hacer alguien con mil dólares? 
 
Yo creía, dijo Bryson, prestando la atención que prestaría una abeja a una vinagrera, 
que el difunto Gillian valía por lo menos medio millón de dólares. 
 
Así es, asintió Gillian feliz. Y eso es lo gracioso del asunto. Mi tío le dejó todo su 
dinero a un microbio. Me refiero a que parte del dinero irá a quien descubra un nuevo 
bacilo, y el resto a fundar el hospital que descubra cómo destruirlo. Hay otros dos 
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beneficiarios más – el mayordomo y la ama de llaves. Cada uno recibió un anillo 
familiar y 10 dólares cada uno. Y su sobrino mil. 
 
Siempre has tenido mucho dinero que gastar, observó Bryson. 
 
Montones, dio Gillian. Mi tío era el hada madrino en cuestión de dinero. 
 
¿No hay más beneficiarios? 
 
No, respondió Gillian, haciendo un gesto de disgusto a su cigarro. Hay una tal Miss 
Hayden, una protegida de mi tío, que vivía en su casa. Callada. La hija de un amigo 
que tuvo el infortunio de ser amigo de mi tío. Se me olvidó decir que a ella también le 
hicieron la broma del anillo y los 10 dólares. Cómo me hubiera gustado estar en su 
lugar. Así me podría comprar dos botellas de champaña, darle el anillo a la mesera de 
propina y librarme de todo este asunto. No se pongas pesado ni ofensivo, Bryson. 
Dime qué puedo hacer alguien con mil dólares. 
 
Bryson limpió sus anteojos y sonrió. Y cuando Bryson sonreía Gillian sabía que se iba 
a poner más ofensivo y pesado que nunca. 
 
Mil dólares, dijo, como puede ser mucho, como puede ser poco. Un hombre podría 
comprarse una linda casa y burlarse de Rockefeller en la sala. Otro podía mandar a su 
mujer al Sur y salvarse la vida. Con mis dólares se podría comprar leche para 
alimentar a cien bebés de junio a agosto y salvar a la mitad. Podrías jugar hasta por 
una hora en los casinos. Se podría impulsar la educación de un joven ambicioso. Me 
dijeron que un Coret genuino se compró con ese dinero en una subasta ayer. Podrías 
mudarte a New Hampshire y vivir decentemente por dos años. Podrías rentar todo el 
Madison Square Garden por una noche y dar conferencias a tu audiencia, si es que 
llegas a tener una, sobre la precariedad de la profesión de ser un heredero. 
 
Sabes, Bryson, dijo Gillian, siempre tranquilo, tú le agradarías a la gente si es que no 
fueras tan moralista. Te pedí que me dijeras qué se puede hacer con mil dólares 
 
¿Tú?, preguntó Byrson con una leve risa. Bueno, Bobby Gillian, sólo hay una cosa 
congruente que puedes hacer tú. Puedes ir a comparle un pendiente de diamantes a 
Lotty Lauriere y luego irte a plantar tu cuerpo en un rancho – te sugiero un rancho de 
ovejas, puesto que detesto particularmente a las ovejas. 
 
Gracias, dijo Gillian, poniéndose de pie. Debía saber que podía contar contigo, Bryson. 
Siempre das en el tino. Quería deshacerme del dinero en un segundo; tengo que 
rendir cuentas de mis gastos y detesto dar pormenores de mis gastos. 
 
Gillian pidió un taxi por teléfono y le pidió al chofer ir a la entrada del teatro 
Columbine. 
 
La señorita Lotta Lauriere se daba los últimos retoques con su maquillaje, casi lista 
para su llamada, con el teatro lleno, cuando el vestuarista mencionó el nombre de 
Gillian. 
 
Déjalo entra, pidió Lotta. Ahora ¿qué pasa, Bobby? Saldré a escena un cualquier 
momento 
 
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Te hace falta un poco de polvo en la oreja, sugirió Gillian, con aire de crítico. Así está 
mejor. No tomaré mucho de tu tiempo. ¿Qué te parece una pequeña cosa brillante 
colgando en tu cuello? Puedo pagar hasta un uno con tres ceros a su lado, ¿cómo 
ves? 
 
Como digas, cantó Miss Lauriere. Mi guante blanco, Adams. Bobby, ¿has visto el collar 
que Della Stacey traía puesto la otra noche? 2,200 dólares costó en Tiffany’s. Pero por 
supuesto – jala un poco mi faja hacia la izquierda, Adams. 
 
Miss Lauriere, coro inicial, anunció un chico desde la puerta. 
 
Gilian paseó hasta la slaida, donde lo esperaba su taxi. 
 
¿Usted qué haría con mil dólares?, preguntó al taxista. 
 
Abrir un salón, contestó el taxista, su voz ronca, al instante. Sé de un lugar que 
podría comprar – un edificio rojo en una esquina. Ya lo tengo todo planeado: segundo 
piso: asiáticas y chop suey, tercer piso manicure y agencia de viajes, cuarto pisomesas de billar. Si está buscando un socio – 
 
Oh no, dijo Gillian. Pura curiosidad. No me ponga atención. Siga hasta que le diga que 
se detenga. 
 
Ocho cuadras después de Broadway, Gillian le pegó al techo con su bastón y salió. Un 
hombre ciego sentado sobre un banquillo en la banqueta vendía lápices. Gillian se 
paró frente a él. 
 
Disculpe, dijo, pero ¿le molestaría decirme qué haría con mil dólares? 
 
Acaba de salir del taxi que acaba de llegar, ¿cierto? 
Así es, respondió. Gillian. 
Supongo que le va bien, dijo el ciego, si es que va por la ciudad en día en taxi. Échele 
un vistazo a esto, por favor. El ciego sacó un librito de su abrigo y se lo extendió a 
Gillilan. 
 
Gillian lo tomó, y vio que era un estado de cuenta. Había en total un balance de 1,785 
dólares del ciego. 
 
Gillian regresó el libro y se subió de nuevo al taxi. 
 
Olvidé algo, dijo al conductor. Lléveme al despacho de abogados de Tolman & Sharp 
en Broadway. 
 
Tolman lo miró hostil e inquisitivamente a través de sus lentes de armazón dorado. 
 
Disculpe, dijo Gillian entusiasmado, pero ¿puedo preguntarle algo? No es la gran cosa. 
¿Se dejó algo Miss Hayden aparte del anillo y los 10 dólares? 
No, respondió Tolman. Nada más. 
Bueno, muchas gracias, dijo Gillian y salió de nuevo hacia el taxi. Le dio la dirección 
de la casa de su difunto tío. 
 
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Miss Hayden se encontraba escribiendo en la biblioteca. Era alta, delgada y vestía 
siempre de negro. Pero sus ojos, oh sus ojos eran algo que no se podían olvidar. 
Gillian entró con un aire como si el mundo no importara nada. 
 
Vengo de ver al viejo Tolman, explicó Gillian. Al parecer ha estado revisando el 
testamento y encontró – Gillian pensó en un término legal – y al parecer el viejo tío 
aflojó un poco al final de todo y te dejó mil dólares. Venía de pasada, y el viejo 
Tolman me pidió que te los diera. Gillian le puso el dinero en el escritorio, junto a su 
mano. 
 
Miss Hayde palideció. Oh, exclamó. Oh, exclamó den nuevo. Gillian volteó y miró 
hacia la ventana. 
 
Supongo desde luego, dijo en voz baja, que sabes que te amo 
Lo siento, dijo Miss Hayden, tomando el dinero. 
¿No tengo posibilidades?, preguntó Gillian, casi desenfadado. 
Lo siento, dijo de nuevo. 
 
¿Te importa si escribo algo?, preguntó Gillian sonriendo. Se sentó en la mesa grande 
de la biblioteca; Miss Hayden le trajo papel y pluma, y volvió a su escritorio. 
 
Gillian escribió su cuenta de los mil dólares en las siguientes palabras: 
 
Pago hecho por la oveja negra, Robert Gillian, mil dólares para la felicidad de la mujer 
más hermosa de todo el mundo. 
 
Gillian guardó la nota en un sobre, lo cerró y salió de la casa. 
 
El taxi regresó de nuevo a las oficinas de Tolman & Sharp. 
 
He gastado los mil dólares, dijo a Tolman, el de los lentes de oro, entusiasmado. Y he 
venido a rendir cuentas de mis gastos, como acordado. Se siente como si fuera 
verano, ¿no lo creen? Puso el sobre blanco sobre la mesa. Encontrará ahí el 
memorándum del modus operandi del dinero gastado 
 
Sin haber tocado el sobre, Tolman se dirigió a la puerta y llamó a su socio, Sharp. 
Juntos abrieron una caja fuerte y comenzaron a hurgar. Trajeron un sobre grande 
sellado con cera, lo abrieron y comenzaron a leerlo. Tolman anunció lo que decía. 
 
Señor Gillian, dijo formalmente. Hay un anexo al testamento de su tío. Se nos confió 
en privado, con instrucciones de no abrirlo hasta que no se diera una completa 
rendición de cuentas de los mil dólares de la herencia. Como ya ha cumplido con 
dicha condición, mi socio aquí y yo hemos leído el anexo. No quisiera abrumarlo con 
toda la fraseología legal, pero le informaré de la esencia del contenido. 
 
El anexo promete que en caso de que usted haya gastado los mil dólares de la 
manera como estipula el testamento, usted saldrá muy beneficiado. El señor Sharp y 
yo fungiremos como jueces, y le aseguro que cumpliremos con nuestro deber, 
ajustándonos estrictamente a la justicia – con generosidad, desde luego. Le aseguro 
que ninguno de nosotros aquí le tiene mala voluntad, señor Gillian. Pero permítame 
regresar a lo de antes. El anexo estipula que si el gasto del dinero que le dejó su tío 
ha sido prudente, sabio o desinteresado, está en nuestro poder entregarle acciones 
con valor de 50 mil dólares. Pero si usted ha gastado los mil dólares de manera – y 
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aquí cito al difunto señor Gillian – en desperdicio inmoral o con dudosas compañías, 
como ha sido en el pasado, los 50 mil dólares pasarán entonces a manos de Miriam 
Hayden, protegida de su difunto tío, lo más rápido posible. Ahora, señor Gillian, el 
señor Sharp y yo examinaremos la rendición de cuentas de los mil dólares. Nos ha 
entregado una cuenta escrita, me parece. Espero que confíe en nosotros y en nuestra 
decisión. 
 
Tolman estiró la mano para tomar el sobre, pero Gillian fue más rápido y lo tomó 
primero. Hizo trizas el sobro y los guardó en su bolsillo. 
 
No importa, dijo sonriendo. No hay necesidad de molestarlos con esto. No creo que 
quiera leer los pormenores de una apuesta tonta. Los perdí en los caballos. Buen día, 
caballeros. 
 
 
Tolman y Sharp se vieron, y negaron la cabeza con tristeza cuando Gillian salió, ya 
que lo escucharon silbar alegremente en el pasillo mientras esperaba a que subiera el 
ascensor. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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La narración literaria 
 
Los cuentos que seguramente leíste de chico, solían comenzar con “Había una vez…” o “Hace 
muchos, muchos años…” o maneras similares. 
Desde siempre, el hombre sintió la necesidad de imaginar y contar historias, y también de 
escucharlas. Esos relatos anónimos se transmitían oralmente de generación en generación, es 
decir, de padres a hijos. Así nacieron los cuentos tradicionales. 
Con el tiempo, muchas de esas creaciones se fijaron por escrito; esto permitió que se 
conservaran y llegaran hasta nosotros. 
 
La estructura narrativa: El cuento 
Todo texto tiene una organización interna que lo caracteriza: la trama. Según de qué texto se 
trate, la trama puede ser narrativa, descriptiva, expositiva, argumentativa o dialogal. ¿Pero cuál 
de estas tramas es la que predomina en los cuentos? 
Los cuentos son textos de trama narrativa porque presentan una serie de hechos o acciones. 
Estos se relacionan con el tiempo (unos suceden después de los otros) y a partir de una relación 
de causa y efecto (algo ocurre como consecuencia de un hecho anterior). 
De todas las acciones que se narran en un cuento, sólo algunas resultan indispensables para 
poder comprender la historia. Son las acciones principales o núcleos narrativos y se las reconoce 
porque no se pueden suprimir ni tampoco cambiar el orden en el que sucedieron sin alterar el 
hilo de la narración. Por ejemplo, todos conocemos el cuento de “Caperucita roja” o alguna 
versión del mismo y por lo tanto, sabemos que el encuentro con el lobo es un hecho importante, 
una acción importante, ya que determina, es decir, es la causa de que Caperucita llegue más 
tarde a la casa de su abuela. 
Los acontecimientos que si podrían suprimirse sin modificar el desarrollo de la historia son las 
acciones secundarias. Por ejemplo, citando el mismo cuento, si Caperucita golpeó la puerta de la 
casa de su abuelita o entró directamente es irrelevante para el desenlace del cuento y las 
acciones siguientes. 
 
La secuencia narrativa. 
Los núcleos narrativos se encadenan entre sí a partir de una relación de causa-efecto es decir que 
cada acción es causa de la que sigue y esta es consecuencia de la anterior. Las acciones 
encadenadas se agrupan en series llamadas secuencias. 
PÁGINA 33 
Por ejemplo, he aquí la secuencia narrativa de “Caperucita” de Perrault: 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Los indicios 
Además de acciones, a lo largo de una narración es habitual encontrar pistas o señales que nos 
van guiando para reconocer, por ejemplo, el carácter y sentimiento de los personajes, su posición

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