Descarga la aplicación para disfrutar aún más
Vista previa del material en texto
Ingreso 2014 LENGUA Y LITERATURA ESCUELA NORMAL SUPERIOR N 5 PÁGINA 1 Antología de Cuentos El corazón delator Edgar Allan Poe ¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia. Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre. Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía. Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi PÁGINA 2 mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente. Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando: -¿Quién está ahí? Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte. Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: "No es más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación. Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna. Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre. Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito. ¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, PÁGINA 3 tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado. Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de lasparedes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme. Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas. Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo... ¡ja, ja! Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora? Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar. Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver PÁGINA 4 Un día de estos Gabriel García Márquez El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza montada aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado de instrumentos que ordenó de mayor a menor, como en una exposición. Llevaba una camisa a rayas, sin cuello, cerrada arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con cargadores elásticos. Era rígido, enjuto, con una mirada que raras veces correspondía a la situación, como la mirada de los sordos. de mi víctima. Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Más, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos. Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte! -¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí! ¡Donde está latiendo su horrible corazón! PÁGINA 5 Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el sillón de resortes y se sentó a pulir la dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que hacía, pero trabajaba con obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no se servía de ella. Después de las ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió trabajando con la idea de que antes del almuerzo volvería a llover. La voz destemplada de su hijo de once años lo sacó de su abstracción. -Papá. -Qué. -Dice el alcalde que si le sacas una muela. -Dile que no estoy aquí. Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con los ojos a medio cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo. -Dice que sí estás porque te está oyendo. El dentista siguió examinando el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los trabajos terminados, dijo: -Mejor. Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer, sacó un puente de varias piezas y empezó a pulir el oro. -Papá. -Qué. Aún no había cambiado de expresión. -Dice que si no le sacas la muela te pega un tiro. Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la fresa, la retiró del sillón y abrió por completo la gaveta inferior de la mesa. Allí estaba el revólver. -Bueno -dijo-. Dile que venga a pegármelo. Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de la gaveta. El alcalde apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero en la otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días. El dentista vio en sus ojos marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta con la punta de los dedos y dijo suavemente: PÁGINA 6 -Siéntese. -Buenos días -dijo el alcalde. -Buenos -dijo el dentista. Mientras hervían los instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla y se sintió mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de madera, la fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla, una ventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió que el dentista se acercaba, el alcalde afirmó los talones y abrió la boca. Don Aurelio Escovar le movió la cara hacia la luz. Después de observar la muela dañada, ajustó la mandíbula con una cautelosa presión de los dedos. -Tiene que ser sin anestesia -dijo. -¿Por qué? -Porque tiene un absceso. El alcalde lo miró en los ojos. -Está bien -dijo, y trató de sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo la cacerolacon los instrumentos hervidos y los sacó del agua con unas pinzas frías, todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y fue a lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde no lo perdió de vista. Era una cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo caliente. El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista sólo movió la muñeca. Sin rencor, más bien con una amarga ternura, dijo: -Aquí nos paga veinte muertos, teniente. El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a través de las lágrimas. Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender la tortura de sus cinco noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, se desabotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El dentista le dio un trapo limpio. -Séquese las lágrimas -dijo. El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el cielorraso desfondado y una telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos muertos. El dentista regresó secándose las manos. “Acuéstese -dijo- y haga buches de agua de sal.” El alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo militar, y se dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera. PÁGINA 7 -Me pasa la cuenta -dijo. -¿A usted o al municipio? El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica. -Es la misma vaina. Una bromita Anton Chejov Un claro mediodía de invierno... El frío es intenso, el hielo cruje, y a Nádeñka, que me tiene agarrado del brazo, la plateada escarcha le cubre los bucles en las sienes y el vello encima del labio superior. Estamos sobre una alta colina. Desde nuestros pies hasta el llano se extiende una pendiente, en la cual el sol se mira como en un espejo. A nuestro lado está un pequeño trineo, revestido con un llamativo paño rojo. -Deslicémonos hasta abajo, Nadezhda Petrovna -le suplico-. ¡Siquiera una sola vez! Le aseguro que llegaremos sanos y salvos. Pero Nádeñka tiene miedo. El espacio desde sus pequeñas galochas hasta el pie de la helada colina le parece un inmenso abismo, profundo y aterrador. Ya sólo al proponerle yo que se siente en el trineo o por mirar hacia abajo se le corta el aliento y está a punto de desmayarse; ¡qué no sucederá entonces cuando ella se arriesgue a lanzarse al abismo! Se morirá, perderá la razón. -¡Le ruego! -le digo-. ¡No hay que tener miedo! ¡Comprenda, de una vez, que es una falta de valor, una simple cobardía! Nádeñka cede al fin, y advierto por su cara que lo hace arriesgando su vida. La acomodo en el trineo, pálida y temblorosa; la rodeo con un brazo y nos precipitamos al abismo. El trineo vuela como una bala. El aire hendido nos golpea en la cara, brama, silba en los oídos, nos sacude y pellizca furibundo, quiere arrancar nuestras cabezas. La presión del viento torna difícil la respiración. Parece que el mismo diablo nos estrecha entre sus garras y, afilando, nos arrastra al infierno. Los objetos que nos rodean se funden en una solo franja larga que corre vertiginosamente... Un instante más y llegará nuestro fin. -¡La amo, Nadia! -digo a media voz. El trineo comienza a correr más despacio, el bramido del viento y el chirriar de los patines ya no son tan terribles, la respiración no se corta más y, por fin, estamos abajo. Nádeñka llegó más muerta que viva. Está pálida y apenas respira... La ayudo a levantarse. PÁGINA 8 -¡Por nada del mundo haría otro viaje! -dice mirándome con ojos muy abiertos y llenos de horror-. ¡Por nada del mundo! ¡Casi me muero! Al cabo de un rato vuelve en sí y me dirige miradas inquisitivas. ¿Fui yo quien dijo aquellas tres palabras o simplemente le pareció oírlas en el silbido del remolino? Yo fumo a su lado y examino mi guante con atención. Me toma del brazo y comenzamos un largo paseo cerca de la colina. El misterio por lo visto no la deja en paz. ¿Fueron dichas aquellas palabras o no? ¿Sí o no? Es una cuestión de amor propio, de honor, de vida, de dicha; una cuestión muy importante, la más importante en el mundo. Nádeñka vuelve a dirigirme su mirada impaciente, triste, penetrante, y contesta fuera de propósito, esperando que yo diga algo. ¡Oh, qué juego de matices hay en este rostro simpático! Veo que está luchando consigo misma, que tiene necesidad de decir algo, de preguntar, pero no encuentra las palabras, se siente cohibida, atemorizada, confundida par la alegría... -¿Sabes una cosa? -dice sin mirarme. -¿Qué?- le pregunto. -Hagamos... otro viajecito. Subimos por la escalera. Vuelvo a acomodar a la temblorosa y pálida Nádeñka en el trineo y de nuevo nos lanzamos en el terrible abismo; de nuevo brama el viento y zumban los patines; y de nuevo, al alcanzar el trineo su impulso más fuerte y ruidoso, digo a media voz: -¡La amo, Nadia! Cuando el trineo se detiene, Nádeñka contempla la colina por la que acabamos de descender; luego clava su mirada en mi cara, escucha mi voz, indiferente y desapasionada, y toda su pequeña figura, junto con su manguito y su capucha, expresa un extremo desconcierto. Y su cara refleja una serie de preguntas: “¿Cómo es eso? ¿Quién ha pronunciado aquellas palabras? ¿Ha sido él o me ha parecido oírlas y nada más?" La incertidumbre la torna inquieta, la pone nerviosa. La pobre muchacha no contesta mis preguntas, frunce el ceño, está a punto de llorar. ¿Será hora de irnos a casa? -le pregunto. -A mi... a mi me gustan estos viajes en trineo -dice, ruborizándose-. ¿Haremos uno más? Le "gustan" estos viajes, pero al sentarse en el trineo, palidece igual que antes, tiembla y contiene el aliento. Descendemos por tercera vez, y noto cómo está observando mi cara y mis labios. Pero yo me cubro la boca con un pañuelo, y toso, y al llegar a la mitad de la colina alcanzo a musitar: -¡La amo, Nadia! PÁGINA 9 Y el misterio sigue siendo misterio. Nádeñka guarda silencio, piensa en algo... Nos retiramos de la pista y ella trata de aminorar la marcha, esperando siempre que yo diga aquellas palabras. Veo cómo sufre su corazón y cómo ella se esfuerza para no decir en voz alta: "¡No puede ser que las haya dicho el viento! ¡Y no quiero que haya sido el viento!" A la mañana siguiente recibo una esquela: "Si usted va hoy a la pista de patinaje, venga a buscarme. N." Y a partir de ese día voy con Nádeñka a la pista todos los días y, al precipitarnos hacia abajo en el trineo, cada vez pronuncio a media voz siempre las mismas palabras: -¡La amo, Nadia! En poco tiempo, Nádeñka se habitúa a esta frase, como uno se habitúa al vino o a la morfina. Ya no puede vivir sin ella. Es verdad que siempre le da miedo deslizarse por la colina helada, pero ahora el miedo y el peligro otorgan un encanto especial a las palabras de amor, palabras que constituyen un misterio y oprimen dulcemente el corazón. Los sospechosos son siempre dos: el viento y yo... Ella no sabe quién de los dos le declara su amor, pero ello, por lo visto, ya la tiene sin cuidado; poco importa el recipiente del cual uno bebe, lo esencial es sentirse embriagado. Una vez, al mediodía, fui solo a la pista: mezclado con la multitud, vi a Nádeñka acercarse a la colina y buscarme con los ojos... Tímidamente sube a la escalera... Le da mucho miedo viajar sola, ¡oh, qué miedo! Está blanca como la nieve y tiembla como si se dirigiera a su propia ejecución. Pero va decidida, sin mirar para atrás. Por lo visto, ha decidido probar, al fin: ¿Se oyen aquellas sorprendentes y dulces palabras cuando yo no estoy? La veo colocarse en el trineo, pálida, con la boca abierta por el miedo, cerrar los ojos y emprender lamarcha, después de despedirse para siempre de la tierra. "Zsh-zsh-zsh-zsh"... Zumban los patines. Si Nádeñka está oyendo aquellas palabras o no, no lo sé... La veo levantarse del trineo exhausta, débil. Y se ve por su cara que ella misma no sabe si ha oído algo o no. Mientras estuvo deslizándose hacia abajo, el miedo le quitó la capacidad de escuchar, de distinguir sonidos, de entender... Y he aquí que llega el primaveral mes de marzo... El sol se torna más cariñoso. Nuestra montaña de hielo se oscurece, pierde su brillo y por fin se derrite. Nuestros viajes en trineo se interrumpen. La pobre Nádeñka ya no tiene dónde escuchar aquellas palabras y además no hay quien las pronuncie, puesto que el viento se ha aquietado y yo estoy por irme a Petersburgo por mucho tiempo, quizá para siempre. Unos días antes de mi partida al anochecer, estoy sentado en el jardín. Este jardín está separado de la casa de Nádeñka por una alta palizada con clavos... Aún hace bastante frío, en los rincones del patio exterior hay nieve todavía, los árboles parecen PÁGINA 10 muertos; pero ya huele a primavera y los grajos, acomodándose para dormir, desatan su último vocerío de la jornada. Me acerco a la empalizada y durante largo rato miro por una hendidura. Veo a Nádeñka salir al patio y alzar su triste y acongojada mirada al cielo... El viento de primavera sopla directamente en su pálido y sombrío rostro... Le hace recordar aquel otro viento que bramaba en la colina dejando oír aquellas tres palabras, y su cara se pone triste, muy triste, y una lágrima se desliza por su mejilla. La pobre muchacha extiende ambos brazos como suplicando al viento que le traiga una vez más aquellas palabras. Y yo, al llegar una ráfaga de viento, digo a media voz: -¡La amo, Nadia! ¡Por Dios, hay que ver lo que sucede con Nádeñka! Deja escapar un grito y con amplia sonrisa tiende sus brazos hacia el viento, alegre, feliz, tan bella. Y yo me voy a hacer las maletas... Esto sucedió hace tiempo. Ahora Nádeñka está casada con el secretario de una institución tutelar y tiene ya tres hijos. Pero nuestros viajes en trineo y las palabras "La amo, Nadia", que le llevaba el viento, no están olvidadas, para ella son el recuerdo más feliz, más conmovedor y más bello de su vida... Mientras que yo, ahora que tengo más edad, ya no comprendo para qué decía aquellas palabras. Para qué hacía aquella broma... El cocinero Chichibio Giovanni Boccaccio Currado Gianfiglazzi se distinguía en nuestra ciudad como hombre eminente, liberal y espléndido, y viviendo vida hidalga, halló siempre placer en los perros y en los pájaros, por no citar aquí otras de sus empresas de mayor monta. Pues bien; habiendo un día este caballero cazado con un halcón suyo una grulla cerca de Perétola y hallando que era tierna y bien cebada, se la mandó a su vecino, excelente cocinero, llamado Chichibio, con orden de que se la asase y aderezase bien. Chichibio, que era tan atolondrado como parecía, una vez aderezada la grulla, la puso al fuego y empezó a asarla con todo esmero. Estaba ya casi a punto y despedía el más apetitoso olor el ave, cuando se presentó en la cocina una aldeana llamada Brunetta, de la que el marmitón estaba perdidamente enamorado; y percibiendo la intrusa el delicioso vaho y viendo la grulla, empezó a pedirle con empeño a Chichibio que le diese un muslo de ella. Chichibio le contestó canturreando: -No la esperéis de mí, Brunetta, no; no la esperéis de mí. Con lo que Brunetta irritada, saltó, diciendo: PÁGINA 11 -Pues te juro por Dios que si no me lo das, de mí no has de conseguir nunca ni tanto así. Cuanto más Chichibio se esforzaba por desagraviarla, tanto más ella se encrespaba; así es que, al fin, cediendo a su deseo de apaciguarla, separó un muslo del ave y se lo ofreció. Luego, cuando les fue servida a Currado y a ciertos invitados, advirtió aquel la falta y extrañándose de ello hizo llamar a Chichibio y le preguntó qué había sido del muslo de la grulla. A lo que el trapacero del veneciano contestó en el acto, sin atascarse: -Las grullas, señor, no tienen más que una pata y un muslo. Amoscado entonces Currado, opuso: -¿Cómo diablos dices que no tienen más que un muslo? ¿Crees que no he visto más grullas que ésta? -Y, sin embargo, señor, así es, como yo os digo; y, si no, cuando gustéis os lo demostraré con grullas vivas -arguyó Chichibio. Currado no quiso enconar más la polémica, por consideración a los invitados que presentes se hallaban, pero le dijo: -Puesto que tan seguro estás de hacérmelo ver a lo vivo -cosa que yo jamás había reparado ni oído a nadie- mañana mismo, yo dispuesto estoy. Pero por Cristo vivo te juro que si la cosa no fuese como dices, te haré dar tal paliza que mientras vivas hayas de acordarte de mi nombre. Terminada con esto la plática por aquel día, al amanecer de la mañana siguiente, Currado, a quien el descanso no había despejado el enfado, se levantó cejijunto, y ordenando que le aparejasen los caballos, hizo montar a Chichibio en un jamelgo y se encaminó a la orilla de una albufera, en la que solían verse siempre grullas al despuntar el día. -Pronto vamos a ver quién de los dos ha mentido ayer, si tú o yo -le dijo al cocinero. Chichibio, viendo que todavía le duraba el resentimiento al caballero y que le iba mucho a él en probar que las grullas sólo tenían una pata, no sabiendo cómo salir del aprieto, cabalgaba junto a Currado más muerto que vivo, y de buena gana hubiera puesto pies en polvorosa si le hubiese sido posible; mas, como no podía, no hacía sino mirar a todos lados, y cosa que divisaba, cosa que se le antojaba una grulla en dos pies. Llegado que hubieron a la albufera, su ojo vigilante divisó antes que nadie una bandada de lo menos doce grullas, todas sobre un pie, como suelen estar cuando duermen. Contentísimo del hallazgo, asió la ocasión por los pelos y, dirigiéndose a Currado, le dijo: -Bien claro podéis ver, señor, cuán verdad era lo que ayer os dije, cuando aseguré que las grullas no tienen más que una pata: basta que miréis aquéllas. PÁGINA 12 -Espera que yo te haré ver que tienen dos -repuso Currado al verlas. Y, acercándoseles algo más, gritó-: ¡Jojó! Con lo que las grullas, alarmadas, sacando el otro pie, emprendieron la fuga. Entonces Currado dijo, dirigiéndose a Chichibio: -¿Y qué dices ahora, tragón? ¿Tienen, o no, dos patas las grullas? Chichibio, despavorido, no sabiendo en dónde meterse ya, contestó: -Verdad es, señor, pero no me negaréis que a la grulla de ayer no le habéis gritado ¡Jojó!, que si lo hubierais hecho, seguramente habría sacado la pata y el muslo como éstas han hecho. A Currado le hizo tanta gracia la respuesta que todo su resentimiento se le fue en risas, y dijo: -Tienes razón, Chichibio: eso es lo que debí haber hecho. Y así fue como gracias a su viva y divertida respuesta, consiguió el cocinero salvarse de la tormenta y hacer las pases con su señor. El príncipe feliz Oscar Wilde En la parte más alta de la ciudad, sobre una columnita, se alzaba la estatua del Príncipe Feliz. Estaba toda revestida de madreselva de oro fino. Tenía, a guisa de ojos, dos centelleantes zafiros y un gran rubí rojo ardía en el puño de su espada. Por todo lo cual era muy admirada. -Es tan hermoso como una veleta -observó uno de los miembros del Concejo que deseaba granjearse una reputación de conocedor en el arte-. Ahora, que no es tan útil -añadió, temiendo que le tomaran por un hombre poco práctico. Y realmente no lo era. -¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz? -preguntaba una madre cariñosa a su hijito, que pedía la luna-. El Príncipe Feliz no hubiera pensado nunca en pedir nada a voz en grito. -Me hace dichoso ver que hay en el mundo alguien que es completamente feliz - murmuraba un hombre fracasado, contemplando la estatua maravillosa. -Verdaderamente parece un ángel-decían los niños hospicianos al salir de la catedral, vestidos con sus soberbias capas escarlatas y sus bonitas chaquetas blancas. -¿En qué lo conocéis -replicaba el profesor de matemáticas- si no habéis visto uno PÁGINA 13 nunca? -¡Oh! Los hemos visto en sueños -respondieron los niños. Y el profesor de matemáticas fruncía las cejas, adoptando un severo aspecto, porque no podía aprobar que unos niños se permitiesen soñar. Una noche voló una golondrinita sin descanso hacia la ciudad. Seis semanas antes habían partido sus amigas para Egipto; pero ella se quedó atrás. Estaba enamorada del más hermoso de los juncos. Lo encontró al comienzo de la primavera, cuando volaba sobre el río persiguiendo a una gran mariposa amarilla, y su talle esbelto la atrajo de tal modo, que se detuvo para hablarle. -¿Quieres que te ame? -dijo la Golondrina, que no se andaba nunca con rodeos. Y el Junco le hizo un profundo saludo. Entonces la Golondrina revoloteó a su alrededor rozando el agua con sus alas y trazando estelas de plata. Era su manera de hacer la corte. Y así transcurrió todo el verano. -Es un enamoramiento ridículo -gorjeaban las otras golondrinas-. Ese Junco es un pobretón y tiene realmente demasiada familia. Y en efecto, el río estaba todo cubierto de juncos. Cuando llegó el otoño, todas las golondrinas emprendieron el vuelo. Una vez que se fueron sus amigas, sintióse muy sola y empezó a cansarse de su amante. -No sabe hablar -decía ella-. Y además temo que sea inconstante porque coquetea sin cesar con la brisa. Y realmente, cuantas veces soplaba la brisa, el Junco multiplicaba sus más graciosas reverencias. -Veo que es muy casero -murmuraba la Golondrina-. A mí me gustan los viajes. Por lo tanto, al que me ame, le debe gustar viajar conmigo. -¿Quieres seguirme? -preguntó por último la Golondrina al Junco. Pero el Junco movió la cabeza. Estaba demasiado atado a su hogar. -¡Te has burlado de mí! -le gritó la Golondrina-. Me marcho a las Pirámides. ¡Adiós! Y la Golondrina se fue. Voló durante todo el día y al caer la noche llegó a la ciudad. PÁGINA 14 -¿Dónde buscaré un abrigo? -se dijo-. Supongo que la ciudad habrá hecho preparativos para recibirme. Entonces divisó la estatua sobre la columnita. -Voy a cobijarme allí -gritó- El sitio es bonito. Hay mucho aire fresco. Y se dejó caer precisamente entre los pies del Príncipe Feliz. -Tengo una habitación dorada -se dijo quedamente, después de mirar en torno suyo. Y se dispuso a dormir. Pero al ir a colocar su cabeza bajo el ala, he aquí que le cayó encima una pesada gota de agua. -¡Qué curioso! -exclamó-. No hay una sola nube en el cielo, las estrellas están claras y brillantes, ¡y sin embargo llueve! El clima del norte de Europa es verdaderamente extraño. Al Junco le gustaba la lluvia; pero en él era puro egoísmo. Entonces cayó una nueva gota. -¿Para qué sirve una estatua si no resguarda de la lluvia? -dijo la Golondrina-. Voy a buscar un buen copete de chimenea. Y se dispuso a volar más lejos. Pero antes de que abriese las alas, cayó una tercera gota. La Golondrina miró hacia arriba y vio... ¡Ah, lo que vio! Los ojos del Príncipe Feliz estaban arrasados de lágrimas, que corrían sobre sus mejillas de oro. Su faz era tan bella a la luz de la luna, que la Golondrinita sintióse llena de piedad. -¿Quién sois? -dijo. -Soy el Príncipe Feliz. -Entonces, ¿por qué lloriqueáis de ese modo? -preguntó la Golondrina-. Me habéis empapado casi. -Cuando estaba yo vivo y tenía un corazón de hombre -repitió la estatua-, no sabía lo que eran las lágrimas porque vivía en el Palacio de la Despreocupación, en el que no se permite la entrada al dolor. Durante el día jugaba con mis compañeros en el jardín y por la noche bailaba en el gran salón. Alrededor del jardín se alzaba una muralla altísima, pero nunca me preocupó lo que había detrás de ella, pues todo cuanto me rodeaba era hermosísimo. Mis cortesanos me llamaban el Príncipe Feliz y, realmente, era yo feliz, si es que el placer es la felicidad. Así viví y así morí y ahora que estoy muerto me han elevado tanto, que puedo ver todas las fealdades y todas las miserias de mi ciudad, y aunque mi corazón sea de plomo, no me queda más recurso que llorar. PÁGINA 15 «¡Cómo! ¿No es de oro de buena ley?», pensó la Golondrina para sus adentros, pues estaba demasiado bien educada para hacer ninguna observación en voz alta sobre las personas. -Allí abajo -continuó la estatua con su voz baja y musical-, allí abajo, en una callejuela, hay una pobre vivienda. Una de sus ventanas está abierta y por ella puedo ver a una mujer sentada ante una mesa. Su rostro está enflaquecido y ajado. Tiene las manos hinchadas y enrojecidas, llenas de pinchazos de la aguja, porque es costurera. Borda pasionarias sobre un vestido de raso que debe lucir, en el próximo baile de corte, la más bella de las damas de honor de la Reina. Sobre un lecho, en el rincón del cuarto, yace su hijito enfermo. Tiene fiebre y pide naranjas. Su madre no puede darle más que agua del río. Por eso llora. Golondrina, Golondrinita, ¿no quieres llevarle el rubí del puño de mi espada? Mis pies están sujetos al pedestal, y no me puedo mover. -Me esperan en Egipto -respondió la Golondrina-. Mis amigas revolotean de aquí para allá sobre el Nilo y charlan con los grandes lotos. Pronto irán a dormir al sepulcro del Gran Rey. El mismo Rey está allí en su caja de madera, envuelto en una tela amarilla y embalsamado con sustancias aromáticas. Tiene una cadena de jade verde pálido alrededor del cuello y sus manos son como unas hojas secas. -Golondrina, Golondrina, Golondrinita - dijo el Príncipe-, ¿no te quedarás conmigo una noche y serás mi mensajera? ¡Tiene tanta sed el niño y tanta tristeza la madre! -No creo que me agraden los niños -contestó la Golondrina-. El invierno último, cuando vivía yo a orillas del río, dos muchachos mal educados, los hijos del molinero, no paraban un momento en tirarme piedras. Claro es que no me alcanzaban. Nosotras las golondrinas volamos demasiado bien para eso y además yo pertenezco a una familia célebre por su agilidad; mas, a pesar de todo, era una falta de respeto. Pero la mirada del Príncipe Feliz era tan triste que la Golondrinita se quedó apenada. -Mucho frío hace aquí -le dijo-; pero me quedaré una noche con vos y seré vuestra mensajera. -Gracias, Golondrinita -respondió el Príncipe. Entonces la Golondrinita arrancó el gran rubí de la espada del Príncipe y, llevándolo en el pico, voló sobre los tejados de la ciudad. Pasó sobre la torre de la catedral, donde había unos ángeles esculpidos en mármol blanco. Pasó sobre el palacio real y oyó la música de baile. Una bella muchacha apareció en el balcón con su novio. -¡Qué hermosas son las estrellas -la dijo- y qué poderosa es la fuerza del amor! -Querría que mi vestido estuviese acabado para el baile oficial -respondió ella-. He mandado bordar en él unas pasionarias ¡pero son tan perezosas las costureras! Pasó sobre el río y vio los fanales colgados en los mástiles de los barcos. Pasó sobre PÁGINA 16 el gueto y vio a los judíos viejos negociando entre ellos y pesando monedas en balanzas de cobre. Al fin llegó a la pobre vivienda y echó un vistazo dentro. El niño se agitaba febrilmente en su camita y su madre habíase quedado dormida de cansancio. La Golondrina saltó a la habitación y puso el gran rubí en la mesa, sobre el dedal de la costurera. Luego revoloteó suavemente alrededor del lecho, abanicando con sus alas la cara del niño. -¡Qué fresco más dulce siento! -murmuró el niño-. Debo estar mejor. Y cayó en un delicioso sueño. Entonces la Golondrina se dirigió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz y le contó lo que había hecho. -Es curioso -observa ella-, pero ahora casi siento calor, y sin embargo, hace mucho frío. Y la Golondrinita empezó a reflexionary entonces se durmió. Cuantas veces reflexionaba se dormía. Al despuntar el alba voló hacia el río y tomó un baño. -¡Notable fenómeno! -exclamó el profesor de ornitología que pasaba por el puente-. ¡Una golondrina en invierno! Y escribió sobre aquel tema una larga carta a un periódico local. Todo el mundo la citó. ¡Estaba plagada de palabras que no se podían comprender!... -Esta noche parto para Egipto -se decía la Golondrina. Y sólo de pensarlo se ponía muy alegre. Visitó todos los monumentos públicos y descansó un gran rato sobre la punta del campanario de la iglesia. Por todas partes adonde iba piaban los gorriones, diciéndose unos a otros: -¡Qué extranjera más distinguida! Y esto la llenaba de gozo. Al salir la luna volvió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz. -¿Tenéis algún encargo para Egipto? -le gritó-. Voy a emprender la marcha. -Golondrina, Golondrina, Golondrinita -dijo el Príncipe-, ¿no te quedarás otra noche conmigo? -Me esperan en Egipto -respondió la Golondrina-. Mañana mis amigas volarán hacia la segunda catarata. Allí el hipopótamo se acuesta entre los juncos y el dios Memnón se alza sobre un gran trono de granito. Acecha a las estrellas durante la noche y cuando PÁGINA 17 brilla Venus, lanza un grito de alegría y luego calla. A mediodía, los rojizos leones bajan a beber a la orilla del río. Sus ojos son verdes aguamarinas y sus rugidos más atronadores que los rugidos de la catarata. -Golondrina, Golondrina, Golondrinita -dijo el Príncipe-, allá abajo, al otro lado de la ciudad, veo a un joven en una buhardilla. Está inclinado sobre una mesa cubierta de papeles y en un vaso a su lado hay un ramo de violetas marchitas. Su pelo es negro y rizoso y sus labios rojos como granos de granada. Tiene unos grandes ojos soñadores. Se esfuerza en terminar una obra para el director del teatro, pero siente demasiado frío para escribir más. No hay fuego ninguno en el aposento y el hambre le ha rendido. -Me quedaré otra noche con vos -dijo la Golondrina, que tenía realmente buen corazón-. ¿Debo llevarle otro rubí? -¡Ay! No tengo más rubíes -dijo el Príncipe-. Mis ojos es lo único que me queda. Son unos zafiros extraordinarios traídos de la India hace un millar de años. Arranca uno de ellos y llévaselo. Lo venderá a un joyero, se comprará alimento y combustible y concluirá su obra. -Amado Príncipe -dijo la Golondrina-, no puedo hacer eso. Y se puso a llorar. -¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -dijo el Príncipe-. Haz lo que te pido. Entonces la Golondrina arrancó el ojo del Príncipe y voló hacia la buhardilla del estudiante. Era fácil penetrar en ella porque había un agujero en el techo. La Golondrina entró por él como una flecha y se encontró en la habitación. El joven tenía la cabeza hundida en las manos. No oyó el aleteo del pájaro y cuando levantó la cabeza, vio el hermoso zafiro colocado sobre las violetas marchitas. -Empiezo a ser estimado -exclamó-. Esto proviene de algún rico admirador. Ahora ya puedo terminar la obra. Y parecía completamente feliz. Al día siguiente la Golondrina voló hacia el puerto. Descansó sobre el mástil de un gran navío y contempló a los marineros que sacaban enormes cajas de la cala tirando de unos cabos. -¡Ah, iza! -gritaban a cada caja que llegaba al puente. -¡Me voy a Egipto! -les gritó la Golondrina. Pero nadie le hizo caso, y al salir la luna, volvió hacia el Príncipe Feliz. -He venido para deciros adiós -le dijo. -¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -exclamó el Príncipe-. ¿No te quedarás conmigo una noche más? PÁGINA 18 -Es invierno -replicó la Golondrina- y pronto estará aquí la nieve glacial. En Egipto calienta el sol sobre las palmeras verdes. Los cocodrilos, acostados en el barro, miran perezosamente a los árboles, a orillas del río. Mis compañeras construyen nidos en el templo de Baalbeck. Las palomas rosadas y blancas las siguen con los ojos y se arrullan. Amado Príncipe, tengo que dejaros, pero no os olvidaré nunca y la primavera próxima os traeré de allá dos bellas piedras preciosas con que sustituir las que disteis. El rubí será más rojo que una rosa roja y el zafiro será tan azul como el océano. -Allá abajo, en la plazoleta -contestó el Príncipe Feliz-, tiene su puesto una niña vendedora de cerillas. Se le han caído las cerillas al arroyo, estropeándose todas. Su padre le pegará si no lleva algún dinero a casa, y está llorando. No tiene ni medias ni zapatos y lleva la cabecita al descubierto. Arráncame el otro ojo, dáselo y su padre no le pegará. -Pasaré otra noche con vos -dijo la Golondrina-, pero no puedo arrancaros el ojo porque entonces os quedaríais ciego del todo. -¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -dijo el Príncipe-. Haz lo que te mando. Entonces la Golondrina volvió de nuevo hacia el Príncipe y emprendió el vuelo llevándoselo. Se posó sobre el hombro de la vendedorcita de cerillas y deslizó la joya en la palma de su mano. -¡Qué bonito pedazo de cristal! -exclamó la niña, y corrió a su casa muy alegre. Entonces la Golondrina volvió de nuevo hacia el Príncipe. - Ahora estáis ciego. Por eso me quedaré con vos para siempre. -No, Golondrinita -dijo el pobre Príncipe-. Tienes que ir a Egipto. -Me quedaré con vos para siempre -dijo la Golondrina. Y se durmió entre los pies del Príncipe. Al día siguiente se colocó sobre el hombro del Príncipe y le refirió lo que habla visto en países extraños. Le habló de los ibis rojos que se sitúan en largas filas a orillas del Nilo y pescan a picotazos peces de oro; de la esfinge, que es tan vieja como el mundo, vive en el desierto y lo sabe todo; de los mercaderes que caminan lentamente junto a sus camellos, pasando las cuentas de unos rosarios de ámbar en sus manos; del rey de las montañas de la Luna, que es negro como el ébano y que adora un gran bloque de cristal; de la gran serpiente verde que duerme en una palmera y a la cual están encargados de alimentar con pastelitos de miel veinte sacerdotes; y de los pigmeos que navegan por un gran lago sobre anchas hojas aplastadas y están siempre en guerra con las mariposas. -Querida Golondrinita -dijo el Príncipe-, me cuentas cosas maravillosas, pero más maravilloso aún es lo que soportan los hombres y las mujeres. No hay misterio más grande que la miseria. Vuela por mi ciudad, Golondrinita, y dime lo que veas. PÁGINA 19 Entonces la Golondrinita voló por la gran ciudad y vio a los ricos que se festejaban en sus magníficos palacios, mientras los mendigos estaban sentados a sus puertas. Voló por los barrios sombríos y vio las pálidas caras de los niños que se morían de hambre, mirando con apatía las calles negras. Bajo los arcos de un puente estaban acostados dos niñitos abrazados uno a otro para calentarse. -¡Qué hambre tenemos! -decían. -¡No se puede estar tumbado aquí! -les gritó un guardia. Y se alejaron bajo la lluvia. Entonces la Golondrina reanudó su vuelo y fue a contar al Príncipe lo que había visto. -Estoy cubierto de oro fino -dijo el Príncipe-; despréndelo hoja por hoja y dáselo a mis pobres. Los hombres creen siempre que el oro puede hacerlos felices. Hoja por hoja arrancó la Golondrina el oro fino hasta que el Príncipe Feliz se quedó sin brillo ni belleza. Hoja por hoja lo distribuyó entre los pobres, y las caritas de los niños se tornaron nuevamente sonrosadas y rieron y jugaron por la calle. -¡Ya tenemos pan! -gritaban. Entonces llegó la nieve y después de la nieve el hielo. Las calles parecían empedradas de plata por lo que brillaban y relucían. Largos carámbanos, semejantes a puñales de cristal, pendían de los tejados de las casas. Todo el mundo se cubría de pieles y los niños llevaban gorritos rojos y patinaban sobre el hielo. La pobre Golondrina tenía frío, cada vez más frío, pero no quería abandonar al Príncipe: le amaba demasiado para hacerlo. Picoteaba las migas a la puerta del panaderocuando éste no la veía, e intentaba calentarse batiendo las alas. Pero, al fin, sintió que iba a morir. No tuvo fuerzas más que para volar una vez más sobre el hombro del Príncipe. -¡Adiós, amado Príncipe! -murmuró-. Permitid que os bese la mano. -Me da mucha alegría que partas por fin para Egipto, Golondrina -dijo el Príncipe-. Has permanecido aquí demasiado tiempo. Pero tienes que besarme en los labios porque te amo. -No es a Egipto adonde voy a ir -dijo la Golondrina-. Voy a ir a la morada de la Muerte. La Muerte es hermana del Sueño, ¿verdad? PÁGINA 20 Y besando al Príncipe Feliz en los labios, cayó muerta a sus pies. En el mismo instante sonó un extraño crujido en el interior de la estatua, como si se hubiera roto algo. El hecho es que la coraza de plomo se habla partido en dos. Realmente hacía un frío terrible. A la mañana siguiente, muy temprano, el alcalde se paseaba por la plazoleta con dos concejales de la ciudad. Al pasar junto al pedestal, levantó sus ojos hacia la estatua. -¡Dios mío! -exclamó-. ¡Qué andrajoso parece el Príncipe Feliz! -¡Sí, está verdaderamente andrajoso! -dijeron los concejales de la ciudad, que eran siempre de la opinión del alcalde. Y levantaron ellos mismos la cabeza para mirar la estatua. -El rubí de su espada se ha caído y ya no tiene ojos, ni es dorado -dijo el alcalde- En resumidas cuentas, que está lo mismo que un pordiosero. -¡Lo mismo que un pordiosero! -repitieron a coro los concejales. -Y tiene a sus pies un pájaro muerto -prosiguió el alcalde-. Realmente habrá que promulgar un bando prohibiendo a los pájaros que mueran aquí. Y el secretario del Ayuntamiento tomó nota para aquella idea. Entonces fue derribada la estatua del Príncipe Feliz. -¡Al no ser ya bello, de nada sirve! -dijo el profesor de estética de la Universidad. Entonces fundieron la estatua en un horno y el alcalde reunió al Concejo en sesión para decidir lo que debía hacerse con el metal. -Podríamos -propuso- hacer otra estatua. La mía, por ejemplo. -O la mía -dijo cada uno de los concejales. Y acabaron disputando. -¡Qué cosa más rara! -dijo el oficial primero de la fundición-. Este corazón de plomo no quiere fundirse en el horno; habrá que tirarlo como desecho. Los fundidores lo arrojaron al montón de basura en que yacía la golondrina muerta. -Tráeme las dos cosas más preciosas de la ciudad -dijo Dios a uno de sus ángeles. Y el ángel se llevó el corazón de plomo y el pájaro muerto. PÁGINA 21 -Has elegido bien -dijo Dios-. En mi jardín del Paraíso este pajarillo cantará eternamente, y en mi ciudad de oro el Príncipe Feliz repetirá mis alabanzas. Los cazadores de ratas Horacio Quiroga Una siesta de invierno, las víboras de cascabel, que dormían extendidas sobre la greda, se arrollaron bruscamente al oír insólito ruido. Como la vista no es su agudeza particular, las víboras mantuviéronse inmóviles, mientras prestaban oído. -Es el ruido que hacían aquéllos...-murmuró la hembra. -Sí, son voces de hombres; son hombres -afirmó el macho. Y pasando una por encima de la otra se retiraron veinte metros. Desde allí miraron. Un hombre alto y rubio y una mujer rubia y gruesa se habían acercado y hablaban observando los alrededores. Luego, el hombre midió el suelo a grandes pasos, en tanto que la mujer clavaba estacas en los extremos de cada recta. Conversaron después, señalándose mutuamente distintos lugares, y por fin se alejaron. -Van a vivir aquí -dijeron las víboras-. Tendremos que irnos. En efecto, al día siguiente llegaron los colonos con un hijo de tres años y una carreta en que había catres, cajones, herramientas sueltas y gallinas atadas a la baranda. Instalaron la carpa, y durante semanas trabajaron todo el día. La mujer interrumpíase para cocinar, y el hijo, un osezno blanco, gordo y rubio, ensayaba de un lado a otro su infantil marcha de pato. Tal fue el esfuerzo de la gente aquella, que al cabo de un mes tenían pozo, gallinero y rancho prontos. -aunque a éste le faltaban aún las puertas. Después, el hombre ausentose por todo un día, volviendo al siguiente con ocho bueyes, y la chacra comenzó. Las víboras, entretanto, no se decidían a irse de su paraje natal. Solían llegar hasta la linde del pasto carpido, y desde allí miraban la faena del matrimonio. Un atardecer en que la familia entera había ido a la chacra, las víboras, animadas por el silencio, se aventuraron a cruzar el peligroso páramo y entraron en el rancho. Recorriéndolo, con cauta curiosidad, restregando su piel áspera contra las paredes. Pero allí había ratas; y desde entonces tomaron cariño a la casa. Llegaban todas las tardes hasta el límite del patio y esperaban atentas a que aquella quedara sola. Raras veces tenían esa dicha. Y a más, debían precaverse de las gallinas con pollos, cuyos gritos, si las veían, delatarían su presencia. De este modo, un crepúsculo en que la larga espera habíalas distraído, fueron descubiertas por una gallineta, que, después de mantener un rato el pico extendido, huyó a toda ala abierta, gritando. Sus compañeras comprendieron el peligro sin ver, y la imitaron. El hombre, que volvía del pozo con un balde, se detuvo al oír los gritos. Miró un momento, y dejando el balde en el suelo se encaminó al paraje sospechoso. Al sentir su aproximación, las víboras quisieron huir, pero únicamente una tuvo el tiempo necesario, y el colono halló sólo al macho. El hombre echó una rápida ojeada alrededor, buscando un arma y llamó -los ojos fijos en el gran rollo oscuro: PÁGINA 22 -¡Hilda! ¡Alcanzáme la azada, ligero! ¡Es una serpiente de cascabel! La mujer corrió y entregó ansiosa la herramienta a su marido. Tiraron luego lejos, más allá del gallinero, el cuerpo muerto, y la hembra lo halló por casualidad al otro día. Cruzó y recruzó cien veces por encima de él, y se alejó al fin, yendo a instalarse como siempre en la linde del pasto, esperando pacientemente a que la casa quedara sola. La siesta calcinaba el paisaje en silencio; la víbora había cerrado los ojos amodorrada, cuando de pronto se replegó vivamente: acababa de ser descubierta de nuevo por las gallinetas, que quedaron esta vez girando en torno suyo, gritando todas a contratiempo. La víbora mantúvose quieta, prestando oído. Sintió al rato ruido de pasos -la Muerte. Creyó no tener tiempo de huir, y se aprestó con toda su energía vital a defenderse. En la casa dormían todos, menos el chico. Al oír los gritos de las gallinetas, apareció en la puerta, y el sol quemante le hizo cerrar los ojos. Titubeó un instante, perezoso, y al fin se dirigió con su marcha de pato a ver a sus amigas las gallinetas. En la mitad del camino se detuvo, indeciso de nuevo, evitando el sol con el brazo. Pero las gallinetas continuaban en girante alarma, y el osezno rubio avanzó. De pronto lanzó un grito y cayó sentado. La víbora, presta de nuevo a defender su vida, deslizóse dos metros y se replegó. Vio a la madre en enaguas correr hacia su hijo, levantarlo y gritar aterrada. -¡Otto, Otto! ¡Lo ha picado una víbora! Vio llegar al hombre, pálido, y lo vio llevar en sus brazos a la criatura atontada. Oyó la carrera de la mujer al pozo, sus voces. Y al rato, después de una pausa, su alarido desgarrador: -¡Hijo mío...! El cielo entre los durmientes Humberto Constantini Ni un alma por la calle. Como si el sol de la siesta cayendo a pique y después derramándose por todos lados, hubiera empujado a bichos y gente a quién sabe qué escondidos refugios, adonde el sol no puede penetrar, pero ante los cuales se queda montando guardia, rabioso y vigilante como un perro en acecho. Por la calle vamos Ernesto y yo. Hace cinco minutos, un silbido me arrancó de la sombra de la glicina y me mostró entre dos pilares de la balaustrada un rostro enrojecido y contento. No hubiera sido necesario que me dijera "¿salís?" con un grito breve y exacto como un pelotazo. Yo lo estaba esperando, o mejor dicho yoestaba esperando un pretexto cualquiera para dejar aquella modorra del patio adonde me llegaban ruidos lejanos e incitantes entreverados con el aleteo de algún mangangá. Por eso no le contesté nada y en seguida estuve con él en la puerta. Se sabe que saldríamos a caminar. Ernesto es así y nuestros doce años no soportan otras tratativas que ese "¿salís?"liso y PÁGINA 23 directo viniendo de un mechón caído sobre los ojos, de una transpirada camiseta amarilla y de unas ganas de hacer muchas cosas que le brillan en la mirada. Un saludo "¿qué hacés?" y caminamos. El agua de la zanja, un agua barrosa, oscura, caliente, cubierta de protuberancias verdes como el lomo de un sapo, se agita por momentos a impulso de invisibles zambullidas o respira a través de unos globos lentos, pesados, que levantan nuevas ampollas en su pellejo y hacen un extraño ruido de glogloteo como si ya estuviera por soltar el hervor. Caminamos. La tierra quema en los pies y es lindo sentir ese mordisco cariñoso, de cachorro, con que la tierra nos juguetea por las pantorrillas. Pero más lindo es no sentir nada de eso, sino esas ganas locas de meterse en la tarde como en una selva. ¿No es cierto, Ernesto? Caminamos. Un aguacil grande y rojo viene a despedirnos, pasa zumbando a nuestro lado y siguiendo la línea de yuyos que bordea la zanja llega hasta el puente de la esquina y vuelve volando a toda máquina amagando un encontrón. —¡A que no lo agarrás! Caminamos. Las cuadras del barrio quedan atrás. Los paraísos se cambian en plátanos y después otra vez en paraísos. Flechillas, lenguas de vaca, huevitos de gallo. Esta es otra zanja, no la nuestra. ¿Habrá ratones por aquí? Caminamos. ¡Aquella montaña! ¡A saltarla! La sangre nos golpea en el pecho y en el rostro. La vida es una alegría retenida en los músculos y es ese olor a sol, a sudor y a piel caliente que viene de la ropa de Ernesto. Caminamos. Ernesto sabe de muchas cosas. De trabajos, de aventuras, de casas abandonadas y de extraños nombres de calles. Mientras caminamos me habla. Me cuenta un disparate y yo me río. Me río como un loco. Me río tanto que Ernesto se contagia de mi propia risa y empieza a reírse él también. Le salen lágrimas de los ojos, se aprieta el costado, no puede parar. Yo lo miro y me da más risa todavía verlo reír. Caminamos tambaleantes, empujándonos, atorándonos de risa. La risa se nos atropella en la boca, nos crece incontenible por todos lados, nos acompaña por cuadras y cuadras esa risa sin por qué, como si una bandada de gorriones enloquecidos nos estuviera siguiendo. La esquina. Otra cuadra. La risa. Ladridos detrás de un alambre. Otra cuadra. Magnolias, jardines, postes del teléfono. Otra cuadra. Las alpargatas de Ernesto levantando el polvo en las veredas. Otra cuadra. El cielo, la soledad de la siesta, el silbido de una urraca. Otra cuadra, otra cuadra... Apoyo de pronto mi mano en el hombro de Ernesto y señalo el terraplén del ferrocarril. —¡A ver quién llega primero! Salimos como balas. Una ametralladora de pasos y el crujido de los terrones resecos. Oigo el jadeo de Ernesto y apenas veo su camiseta amarilla pegada a mi costado. Me pongo enormemente contento cuando dejo de verla y cuando siento que el jadeo va quedando atrás. Apenas por un par de metros, pero llego primero arriba. Y desde arriba lo miro triunfante. PÁGINA 24 Ernesto tiene la cara negra de tierra y un sudor barroso le forma ríos en la nuca y la espalda. Yo debo estar igual porque en la manga que me pasé por la frente queda una gran mancha negra y húmeda. A Ernesto se le ocurre caminar por la vía y vamos pisando los durmientes o haciendo equilibrio sobre los rieles. Lo más lindo son los puentes. Cuando allá abajo vemos la calle entre los durmientes deslizándose como un río. Algunos son muy altos y hay que pisar bien para no caerse. Yo camino despacio, aparentando indiferencia, pero sintiendo en todo momento un ligero vértigo que me obliga a clavar la vista en mis pies, a calcular cada pisada, hipnotizado por ese lomo de tierra que se mueve sin cesar debajo mío. Ernesto, en cambio, se mueve con maravillosa soltura. Me habla, grita, se da vuelta, corre... Es imposible seguirlo. Anda por ese andamiaje de hierro, madera, viento y cielo como por el patio de su casa. No digo nada, pero pienso que estamos a mano con lo de la carrera. Llegamos a un puente de poca altura y como viene un tren decidimos verlo pasar desde abajo. Descendemos la pequeña cuesta y nos ubicamos a un costado del puente. Oímos el bramido del tren que se acerca y luego un ruido infernal que hace trepidar toda la tablazón. Las vías parecen curvarse bajo las ruedas. Un pandemonio de vapor, chispas, truenos y aullidos que nos sacude hasta las entrañas. La verdad, sentimos un poco de miedo y deseamos que venga otro tren para reivindicarnos. Las vías pasan a menos de tres metros sobre la calle. Con un buen salto es posible alcanzar los durmientes y colgarse de allí como de un pasamanos. La idea surge como una pedrada y casi de los dos a un tiempo. Quedarnos colgados cuando pase el tren. La tarde es un desierto de sol y tierra enardecida. El cascabeleo de algún lejano carro de lechero y el canto metálico de la cigarra no cortan el silencio, sino que lo hacen más denso aún, más expectante. Esperamos el rumor que nos anuncie la llegada de un tren. Los minutos transcurren lentos en el calor sofocante del reparo que forman las paredes del puente. Se mastica un yuyo o se sube de vez en cuando a mirar el reverbero distante de las vías. —A no soltarse, ¿eh? —No, a no soltarse. De pronto llega. Es apenas un murmullo perdido entre cien murmullos iguales, pero para nosotros imposible de confundir. Con cierta parsimonia nos preparamos. Frotamos las manos en la tierra, ensayamos un salto, otro salto. Subimos a verlo, ya está cerca. Tomamos posiciones. PÁGINA 25 —¡Cuando yo diga saltamos! El silencio, avasallado ahora por aquel torrente que se agranda y se agranda. Nos miramos y miramos los durmientes allá arriba. —A no solt... —¡Ahora! Me falla un salto. Al segundo estoy arriba balanceándome todavía por el impulso. Ernesto ya está allí, firmemente prendido. Me guiña el ojo. Quiere decir algo, pero no lo escucho porque un ruido ensordecedor me oculta sus palabras. —¿No quemará la locomotora?—. Ya viene. Allí está. Hierros, fuego , vapor y un ruido de pesadilla. No sabemos cómo fue. Cuando queremos acordarnos los dos estamos a diez metros del puente, mirando cómo los últimos vagones se deslizan haciendo oscilar las vías. La tarde se nos acuesta entera encima de los hombros. Nos acercamos al puente, cabizbajos, avergonzados. —¡Vos te soltaste primero! —¡Tenías una cara de miedo vos! Otra vez el silencio. La sierra sinfín de la cigarra nos chista y se ríe de nosotros. Estamos agitados, desfigurados por el calor y la excitación pasada. —Si vos te quedabas, yo me quedaba... —Yo también, si vos te quedabas, yo me quedaba. Nos tiramos al suelo para esperar otro tren. La tierra pegándose a la piel mojada. El reverbero de la calle o quizás las gruesas gotas de sudor que me empañan la vista. Ernesto hace garabatos con una ramita. Y el tiempo que se desliza silencioso sobre las vías como un tren infinito formado por el latido de nuestros corazones. La cigarra. Un gorrión con el pico entreabierto y las alas separadas. Los ladrillos del puente y allá a lo lejos una pared blanca que nos saluda como un pañuelo. —Un, dos, tres... (antes de que cuente veinte aparece), cuatro, cinco... Silencio. Las voces de la siesta. PÁGINA 26 Ahora sí. Es un tren este. El rumor lejano pero inconfundible. Nos ponemos de pie. Ninguno dice una palabra. El temor de soltarse y la decisión de permanecer hasta el fin. El contacto de la tierra caliente en las palmas de las manos. —¡Cuando yo diga! El ruido que crece segundo a segundo. Ernestose agazapa para saltar. —¡Ahora!, digo, y salto con todas mis fuerzas. El ennegrecido durmiente queda aprisionado entre mis manos. A un metro de mí, Ernesto se columpia en el suyo. El ruido ensordecedor. La cara roja de Ernesto entre sus dos brazos en alto. Su camiseta amarilla y su pelo caído sobre la frente. Terremoto de hierro, vapor y chispas. El ruido infernal. El puente que se hunde con el peso del tren. Un miedo espantoso. Pero estamos colgados todavía. Me doy cuenta de que estoy gritando a todo lo que doy. Ernesto también grita y patalea y me mira gritando y pataleando como un loco. El tren no termina nunca de pasar. Las ruedas a medio metro de las manos. Una montaña encima de mi cabeza. El calor, el ruido, Todavía no sé si voy a quedarme hasta que pase todo. Y grito para darme coraje y también porque es necesario gritar. Lo veo a Ernesto congestionado, enloquecido, con las venas del pescuezo hinchadas por los gritos y por el esfuerzo. Gotas de sudor se me meten en la boca. –No doy más, me quedo hasta que se quede Ernesto. – No doy más, me quedo hasta que se quede Cacho.. ¿Cuánto faltará todavía? La cara de Ernesto gesticulando y escupiendo sudor. Sus piernas tirándome patadas. ¿Cuánto faltará todavía? Grito y lo pateo para hacerlo bajar. ¿Cuándo faltará todavía? El ruido. La vibración del puente metiéndose hasta los tuétanos. ¿Cuánto faltará todavía? Los sesos a punto de estallar. Borrachera de ruido, calor, alaridos y miedo. ¿Cuánto faltará todavía? * * * Algo dulce que nos acaricia los brazos. El tren que se aleja y el cielo azul a pedazos entre los durmientes. El silencio que crece de la tierra. El silbido lejano de la locomotora. Seguimos colgados y nos miramos sonriendo. PÁGINA 27 La tarde canta en la voz de las cigarras. ¿Te acordás Ernesto, cómo cantaba? Mil dólares O. Henry Mil dólares, repitió grave y severamente el abogado Tolman. Aquí está el dinero. El joven Gillian sonrió divertido mientras pasaba sus dedos por el fajo de billetes nuevos de 50 dólares cada uno. Es una cantidad tan extraña, tan confusa, comentó amigable al abogado. Si hubieran sido diez mil dólares, habría una justificación para festejar y lanzar fuegos pirotécnicos. Inclusive 50 dólares no serían tanto problema. Ya escuchó el testamento de su tío, continuó Tolman, siempre tan árido y profesional en sus palabras. No sé si prestó atención a los detalles – permítame recordarle uno. Usted a partir de ahora se encuentra obligado a rendirnos cuentas de la manera en que gastará estos mil dólares a medida que lo haga; el testamento lo estipula. Confío en que cumplirá con el deseo del difunto señor Gillian. Cuente con eso, respondió amable el joven Gillian. A pesar del gasto extra que esta condición implique. Inclusive tal vez tenga que conseguirme una secretaria. Nunca fui bueno para manejar finanzas. Gillian guardó su fajo de billetes en el bolsillo de su abrigo y se fue al club. Ahí buscó al tipo al que se refería como el Viejo Bryson. El Viejo Bryson era un hombre tranquilo, de cuarenta y solitario. Leía un libro en una esquina, y cuando vio que Gillian se aproximaba, suspiró, cerró su libró y se quitó os lentes. Oiga, Bryson, despierte, dijo Gillian. Tengo algo divertido qué contarle. La verdad, me gustaría que se lo contaras a alguien del cuarto de billar, dijo Bryson. Ya sabes que no me gustan las cosas que me cuentas. Pero lo que le voy a decir es mejor de las cosas que generalmente le cuento, dijo Gillian, enrollando un cigarro. Y se la voy a contar; en el billar no se puede hablar bien con tanto ruido. Acabo de llegar de visitar a los piratas legales de la firma de mi tío. Me ha dejado mil dólares. Ahora, ¿qué puede hacer alguien con mil dólares? Yo creía, dijo Bryson, prestando la atención que prestaría una abeja a una vinagrera, que el difunto Gillian valía por lo menos medio millón de dólares. Así es, asintió Gillian feliz. Y eso es lo gracioso del asunto. Mi tío le dejó todo su dinero a un microbio. Me refiero a que parte del dinero irá a quien descubra un nuevo bacilo, y el resto a fundar el hospital que descubra cómo destruirlo. Hay otros dos PÁGINA 28 beneficiarios más – el mayordomo y la ama de llaves. Cada uno recibió un anillo familiar y 10 dólares cada uno. Y su sobrino mil. Siempre has tenido mucho dinero que gastar, observó Bryson. Montones, dio Gillian. Mi tío era el hada madrino en cuestión de dinero. ¿No hay más beneficiarios? No, respondió Gillian, haciendo un gesto de disgusto a su cigarro. Hay una tal Miss Hayden, una protegida de mi tío, que vivía en su casa. Callada. La hija de un amigo que tuvo el infortunio de ser amigo de mi tío. Se me olvidó decir que a ella también le hicieron la broma del anillo y los 10 dólares. Cómo me hubiera gustado estar en su lugar. Así me podría comprar dos botellas de champaña, darle el anillo a la mesera de propina y librarme de todo este asunto. No se pongas pesado ni ofensivo, Bryson. Dime qué puedo hacer alguien con mil dólares. Bryson limpió sus anteojos y sonrió. Y cuando Bryson sonreía Gillian sabía que se iba a poner más ofensivo y pesado que nunca. Mil dólares, dijo, como puede ser mucho, como puede ser poco. Un hombre podría comprarse una linda casa y burlarse de Rockefeller en la sala. Otro podía mandar a su mujer al Sur y salvarse la vida. Con mis dólares se podría comprar leche para alimentar a cien bebés de junio a agosto y salvar a la mitad. Podrías jugar hasta por una hora en los casinos. Se podría impulsar la educación de un joven ambicioso. Me dijeron que un Coret genuino se compró con ese dinero en una subasta ayer. Podrías mudarte a New Hampshire y vivir decentemente por dos años. Podrías rentar todo el Madison Square Garden por una noche y dar conferencias a tu audiencia, si es que llegas a tener una, sobre la precariedad de la profesión de ser un heredero. Sabes, Bryson, dijo Gillian, siempre tranquilo, tú le agradarías a la gente si es que no fueras tan moralista. Te pedí que me dijeras qué se puede hacer con mil dólares ¿Tú?, preguntó Byrson con una leve risa. Bueno, Bobby Gillian, sólo hay una cosa congruente que puedes hacer tú. Puedes ir a comparle un pendiente de diamantes a Lotty Lauriere y luego irte a plantar tu cuerpo en un rancho – te sugiero un rancho de ovejas, puesto que detesto particularmente a las ovejas. Gracias, dijo Gillian, poniéndose de pie. Debía saber que podía contar contigo, Bryson. Siempre das en el tino. Quería deshacerme del dinero en un segundo; tengo que rendir cuentas de mis gastos y detesto dar pormenores de mis gastos. Gillian pidió un taxi por teléfono y le pidió al chofer ir a la entrada del teatro Columbine. La señorita Lotta Lauriere se daba los últimos retoques con su maquillaje, casi lista para su llamada, con el teatro lleno, cuando el vestuarista mencionó el nombre de Gillian. Déjalo entra, pidió Lotta. Ahora ¿qué pasa, Bobby? Saldré a escena un cualquier momento PÁGINA 29 Te hace falta un poco de polvo en la oreja, sugirió Gillian, con aire de crítico. Así está mejor. No tomaré mucho de tu tiempo. ¿Qué te parece una pequeña cosa brillante colgando en tu cuello? Puedo pagar hasta un uno con tres ceros a su lado, ¿cómo ves? Como digas, cantó Miss Lauriere. Mi guante blanco, Adams. Bobby, ¿has visto el collar que Della Stacey traía puesto la otra noche? 2,200 dólares costó en Tiffany’s. Pero por supuesto – jala un poco mi faja hacia la izquierda, Adams. Miss Lauriere, coro inicial, anunció un chico desde la puerta. Gilian paseó hasta la slaida, donde lo esperaba su taxi. ¿Usted qué haría con mil dólares?, preguntó al taxista. Abrir un salón, contestó el taxista, su voz ronca, al instante. Sé de un lugar que podría comprar – un edificio rojo en una esquina. Ya lo tengo todo planeado: segundo piso: asiáticas y chop suey, tercer piso manicure y agencia de viajes, cuarto pisomesas de billar. Si está buscando un socio – Oh no, dijo Gillian. Pura curiosidad. No me ponga atención. Siga hasta que le diga que se detenga. Ocho cuadras después de Broadway, Gillian le pegó al techo con su bastón y salió. Un hombre ciego sentado sobre un banquillo en la banqueta vendía lápices. Gillian se paró frente a él. Disculpe, dijo, pero ¿le molestaría decirme qué haría con mil dólares? Acaba de salir del taxi que acaba de llegar, ¿cierto? Así es, respondió. Gillian. Supongo que le va bien, dijo el ciego, si es que va por la ciudad en día en taxi. Échele un vistazo a esto, por favor. El ciego sacó un librito de su abrigo y se lo extendió a Gillilan. Gillian lo tomó, y vio que era un estado de cuenta. Había en total un balance de 1,785 dólares del ciego. Gillian regresó el libro y se subió de nuevo al taxi. Olvidé algo, dijo al conductor. Lléveme al despacho de abogados de Tolman & Sharp en Broadway. Tolman lo miró hostil e inquisitivamente a través de sus lentes de armazón dorado. Disculpe, dijo Gillian entusiasmado, pero ¿puedo preguntarle algo? No es la gran cosa. ¿Se dejó algo Miss Hayden aparte del anillo y los 10 dólares? No, respondió Tolman. Nada más. Bueno, muchas gracias, dijo Gillian y salió de nuevo hacia el taxi. Le dio la dirección de la casa de su difunto tío. PÁGINA 30 Miss Hayden se encontraba escribiendo en la biblioteca. Era alta, delgada y vestía siempre de negro. Pero sus ojos, oh sus ojos eran algo que no se podían olvidar. Gillian entró con un aire como si el mundo no importara nada. Vengo de ver al viejo Tolman, explicó Gillian. Al parecer ha estado revisando el testamento y encontró – Gillian pensó en un término legal – y al parecer el viejo tío aflojó un poco al final de todo y te dejó mil dólares. Venía de pasada, y el viejo Tolman me pidió que te los diera. Gillian le puso el dinero en el escritorio, junto a su mano. Miss Hayde palideció. Oh, exclamó. Oh, exclamó den nuevo. Gillian volteó y miró hacia la ventana. Supongo desde luego, dijo en voz baja, que sabes que te amo Lo siento, dijo Miss Hayden, tomando el dinero. ¿No tengo posibilidades?, preguntó Gillian, casi desenfadado. Lo siento, dijo de nuevo. ¿Te importa si escribo algo?, preguntó Gillian sonriendo. Se sentó en la mesa grande de la biblioteca; Miss Hayden le trajo papel y pluma, y volvió a su escritorio. Gillian escribió su cuenta de los mil dólares en las siguientes palabras: Pago hecho por la oveja negra, Robert Gillian, mil dólares para la felicidad de la mujer más hermosa de todo el mundo. Gillian guardó la nota en un sobre, lo cerró y salió de la casa. El taxi regresó de nuevo a las oficinas de Tolman & Sharp. He gastado los mil dólares, dijo a Tolman, el de los lentes de oro, entusiasmado. Y he venido a rendir cuentas de mis gastos, como acordado. Se siente como si fuera verano, ¿no lo creen? Puso el sobre blanco sobre la mesa. Encontrará ahí el memorándum del modus operandi del dinero gastado Sin haber tocado el sobre, Tolman se dirigió a la puerta y llamó a su socio, Sharp. Juntos abrieron una caja fuerte y comenzaron a hurgar. Trajeron un sobre grande sellado con cera, lo abrieron y comenzaron a leerlo. Tolman anunció lo que decía. Señor Gillian, dijo formalmente. Hay un anexo al testamento de su tío. Se nos confió en privado, con instrucciones de no abrirlo hasta que no se diera una completa rendición de cuentas de los mil dólares de la herencia. Como ya ha cumplido con dicha condición, mi socio aquí y yo hemos leído el anexo. No quisiera abrumarlo con toda la fraseología legal, pero le informaré de la esencia del contenido. El anexo promete que en caso de que usted haya gastado los mil dólares de la manera como estipula el testamento, usted saldrá muy beneficiado. El señor Sharp y yo fungiremos como jueces, y le aseguro que cumpliremos con nuestro deber, ajustándonos estrictamente a la justicia – con generosidad, desde luego. Le aseguro que ninguno de nosotros aquí le tiene mala voluntad, señor Gillian. Pero permítame regresar a lo de antes. El anexo estipula que si el gasto del dinero que le dejó su tío ha sido prudente, sabio o desinteresado, está en nuestro poder entregarle acciones con valor de 50 mil dólares. Pero si usted ha gastado los mil dólares de manera – y PÁGINA 31 aquí cito al difunto señor Gillian – en desperdicio inmoral o con dudosas compañías, como ha sido en el pasado, los 50 mil dólares pasarán entonces a manos de Miriam Hayden, protegida de su difunto tío, lo más rápido posible. Ahora, señor Gillian, el señor Sharp y yo examinaremos la rendición de cuentas de los mil dólares. Nos ha entregado una cuenta escrita, me parece. Espero que confíe en nosotros y en nuestra decisión. Tolman estiró la mano para tomar el sobre, pero Gillian fue más rápido y lo tomó primero. Hizo trizas el sobro y los guardó en su bolsillo. No importa, dijo sonriendo. No hay necesidad de molestarlos con esto. No creo que quiera leer los pormenores de una apuesta tonta. Los perdí en los caballos. Buen día, caballeros. Tolman y Sharp se vieron, y negaron la cabeza con tristeza cuando Gillian salió, ya que lo escucharon silbar alegremente en el pasillo mientras esperaba a que subiera el ascensor. PÁGINA 32 La narración literaria Los cuentos que seguramente leíste de chico, solían comenzar con “Había una vez…” o “Hace muchos, muchos años…” o maneras similares. Desde siempre, el hombre sintió la necesidad de imaginar y contar historias, y también de escucharlas. Esos relatos anónimos se transmitían oralmente de generación en generación, es decir, de padres a hijos. Así nacieron los cuentos tradicionales. Con el tiempo, muchas de esas creaciones se fijaron por escrito; esto permitió que se conservaran y llegaran hasta nosotros. La estructura narrativa: El cuento Todo texto tiene una organización interna que lo caracteriza: la trama. Según de qué texto se trate, la trama puede ser narrativa, descriptiva, expositiva, argumentativa o dialogal. ¿Pero cuál de estas tramas es la que predomina en los cuentos? Los cuentos son textos de trama narrativa porque presentan una serie de hechos o acciones. Estos se relacionan con el tiempo (unos suceden después de los otros) y a partir de una relación de causa y efecto (algo ocurre como consecuencia de un hecho anterior). De todas las acciones que se narran en un cuento, sólo algunas resultan indispensables para poder comprender la historia. Son las acciones principales o núcleos narrativos y se las reconoce porque no se pueden suprimir ni tampoco cambiar el orden en el que sucedieron sin alterar el hilo de la narración. Por ejemplo, todos conocemos el cuento de “Caperucita roja” o alguna versión del mismo y por lo tanto, sabemos que el encuentro con el lobo es un hecho importante, una acción importante, ya que determina, es decir, es la causa de que Caperucita llegue más tarde a la casa de su abuela. Los acontecimientos que si podrían suprimirse sin modificar el desarrollo de la historia son las acciones secundarias. Por ejemplo, citando el mismo cuento, si Caperucita golpeó la puerta de la casa de su abuelita o entró directamente es irrelevante para el desenlace del cuento y las acciones siguientes. La secuencia narrativa. Los núcleos narrativos se encadenan entre sí a partir de una relación de causa-efecto es decir que cada acción es causa de la que sigue y esta es consecuencia de la anterior. Las acciones encadenadas se agrupan en series llamadas secuencias. PÁGINA 33 Por ejemplo, he aquí la secuencia narrativa de “Caperucita” de Perrault: Los indicios Además de acciones, a lo largo de una narración es habitual encontrar pistas o señales que nos van guiando para reconocer, por ejemplo, el carácter y sentimiento de los personajes, su posición
Compartir