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) 1 ( www.territorio.perio.unlp.edu.ar Taller de Comprensión y Producción de Textos IIFacultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
Taller de Comprensión 
y Producción de Textos 2
La crisis
Facultad de Periodismo y Comunicación Social UNLP
El cartonero y su familia
En la tipología de la pobreza, el cartonero ocupa uno de los primeros lugares. Es 
el que hurga en los desperdicios, el que encuentra valor en lo inservible. Si bien 
su nombre alude, en forma genérica, a la tarea de recolectar cartones, periódicos 
y papeles, su repertorio es mucho más amplio y abarca, diversificándose, desde 
cosas pequeñas hasta muebles y colchones abandonados en la vía pública, latas de 
cerveza, trapos, envases de comestibles y gaseosas, perchas, aros de metal, relojes 
viejos, zapatos y todo lo que alguna vez sirvió para vestir o comer o presumir antes 
de transformarse en la basura en la que investiga el cartonero. Uno lo ve clasificar 
con buen ojo cada cosa, separar lo útil de lo inservible, lo que se puede “reciclar” 
de lo que se condena al olvido. Gesto de conocedor, de marchand, de catador, 
que acompaña los movimientos de sus manos en las bolsas de desperdicio de la 
ciudad. 
El cartonero puede trabajar solo o acompañado de sus hijos o de toda la familia. 
Si es así, se lo verá acarreando “changuitos” o un carro de mano, que empuja, se-
guido de su pequeña tribu, obediente a sus órdenes, a su conocimiento de la calle. 
En cada barrio los cartoneros dividen sus zonas de influencia, sin molestarse. Sin 
embargo, he visto camiones y “chatitas” de mayoristas-cartoneros que dirimen sus 
derechos a la recolección en tal o cual geografía urbana. Al fin, es un negocio como 
cualquier otro, en el que rige la ley de la oferta y la demanda, en el que se impone 
el más fuerte. En todo caso, no hay un solo tipo de cartonero. El más tradicional 
es aquel que en otro tiempo fue “ciruja” de la Quema. O el que heredó su arte o su 
oficio. Pero la mayoría es gente desplazada del taller o el empleo fijo en la oficina. 
A estos últimos uno los reconoce por la ropa que delata un pasado esplendor, o al 
menos cierta prosperidad, y también por la mirada esquiva, avergonzada, de quien 
se siente incómodo en la nueva tarea. 
Pedro Orgambide. 
Diario de la crisis (2002-selección)
El cartonero, por lo general, trabaja de noche. Aparece con las sombras de la ciu-
dad y se mimetiza con ellas. Discreto, no se permite ni el comentario ni las risas 
y bromas de los otros vendedores ambulantes, que surgen cuando el cartonero se 
va, silencioso y furtivo. A no ser que se presente con sus hijos, que lo ayudan en 
la tarea, o trabajan a la par de los adultos. Detrás del carrito de mano o del carro a 
caballo que ha reaparecido en la ciudad, los chicos vuelcan el contenido de lo que 
urgaron en las bolsas de basura. 
Se van los chicos del cartonero y quedan en la noche los chicos de la calle. Se los 
ve en los andenes de las estaciones, en los vagones abandonados, en los recovecos 
de una casa tomada. Son los supuestos o reales delincuentes comunes, a quienes 
someten en algunas comisarías de provincia a las pateaduras, al “submarino seco” 
o a la violación. 
¿Quién escribirá acerca de estos chicos? ¿Estará naciendo entre nosotros el que cuente 
sus desventuras? No lo sé; cuando converso con ellos solo siento vergüenza. 
Una tarde en el shopping
A pesar de la crisis, la familia tipo esta tarde pasea por el shopping. Es su entrete-
nimiento, su diversión, la manera de distraer su ocio. Está en su casa, en su hogar 
idealizado, en un mundo que puede colmar el apetito con su vista. Producto de la 
globalización comercial, de la política monopólica, el shopping concentra en su 
arquitectura, circulación y oferta, variadas respuesta al irrefrenable deseo de com-
prar. Escenario del añorado bienestar a través de múltiples invitaciones al placer 
doméstico, tiene como objetivo fundamental a la familia, aunque su target, como 
aseguran los expertos del mercado, es amplio y versátil: alcanza al joven, al niño, 
a la mujer, al hombre, a los diferentes extractos de la población, con énfasis en la 
clase media, la más proclive al indiscriminado consumo. 
En el shopping se apagan los ecos de la realidad exterior y uno entra en la realidad 
virtual de un mundo apacible y confortable, despojado de fealdad. Allí la pobreza es 
una intolerable intrusa. Están de más los “piernas sucias”, los “sucios“, los “roto-
sos”, como definieron varios ex gerentes de un centro comercial a un grupo de gen-
te menesterosa e imprudente. En el shopping no hay conflictos sociales. Quienes 
no pueden comprar, pueden caminar por sus pasillos. No está prohibido, siempre 
que se porten bien. El personal de vigilancia se ocupará de que suceda así, de que 
la familia tipo se sienta cómoda, libre de asechanzas, mientras recorre los negocios 
sin temor a lo imprevisto. 
Se oye la música funcional y el sonido del agua de una cascada artificial, entre pal-
meras también artificiales. La familia ha llegado a su oasis. Puede hacer una pausa 
y seguir el recorrido por los negocios semejantes a los diseminados en cientos o 
miles de lugares del planeta. En tiempo de crisis, el shopping se niega al pesimis-
mo, crea promociones, establece horarios diferenciales, intenta seducir, una vez 
más, a la familia tipo. Ella concurrirá al shopping, como antes concurría al cine o 
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al teatro, transformados ahora en playas de estacionamiento. Ella, la familia argen-
tina de clase media, no se privará de ese placer, a pesar de la crisis. Aunque no 
compre nada. 
Aquí no ha pasado nada
Un chico que trabajaba en el supermercado se ha quitado la vida. Lo habían despedido. 
Quiso que le explicaran por qué, pero nadie respondió. Confundido, humillado, tomo el 
micrófono del establecimiento y en voz alta reclamó que lo atendieran. Era un día como 
todos, con gente entre las góndolas, un día de rutina que él alteraba con su atrevimiento. 
El chico pedía una explicación a su superior y quizá se la pedía a la sociedad, al mundo. 
Después, desenfundó un arma y se pegó un balazo. Un jefe ordenó que se continuara 
trabajando. El chico, muerto, permanecía aún en uno de los pasillos “¡Sáquenlo de aquí!”, 
dijo el jefe y ordenó subir el volumen de la música del supermercado. 
Hay días en que uno se pregunta si ser sólo un espectador no es ser un cómplice. 
Mendigos
Mientras camino, veo a los viejos mendigando en las calles, en las puertas de las iglesias, 
durmiendo en las entradas de los negocios, en los bancos de las plazas, en los pasillos 
de los subterráneos. Son mis contemporáneos. Muchas veces temo encontrar la cara de 
un amigo; otra como en un cuento fantástico, temo descubrir que yo mismo estoy allí. La 
escritora María Rosa Oliver contaba que a comienzo del siglo XX, las familias “paquetas” 
tenían días especiales para la limosna y la atención a los méndigos, como también un ri-
guroso calendario para asistir a la Sociedad de Beneficencia, dónde se realizaba el reparto 
de ropa y de víveres para los menesterosos. María Rosa creía recordar que ya entonces, 
siendo niña, sintió vergüenza de sus propios privilegios y la precoz necesidad de cambiar 
la sociedad en la que vivía. 
Hay algo obsceno en la mendicidad organizada de este nuevo siglo, en el que se utilizan 
chicos como “carnada” de la limosna. Los que mejor se cotizan son los bebés. Se alquilan 
a las “madres postizas” que salen con ellos a mendigar. Para que no lloren, para que no 
estén inquietos, se los adormece con calmantes, se los droga. 
Hay “madamas” en el nuevo negocio de la mendicidad: no regentean prostitutas sino 
chicos y chicas que por ahora mendigan pero que quizá más tarde ingresen en el merca-
do de la prostitución infantil. 
- ¿Qué quiere que haga? ¡Yo no hice este mundo!- dice, fatalista, la “madama” de los 
mendigos. 
En la calle, un chico a quien trajeron deRumania (hay un centenar de ellos) toca el acor-
deón mientras pide limosna. Vaya a saber con qué cuento lo trajeron a él y a sus padres 
a la Argentina. Un paseante arroja una moneda y alivia su culpa. Otro, pasa de largo. El 
chico que toca el acordeón aprieta la botonera y abre el fuelle, que emite un sonido lasti-
mero, una súplica inútil. 
Secuencias
1. El burgués quiere vivir en paz, quiere comer tranquilo. Pero la realidad es inoportuna. 
De pronto, en la pantalla del televisor ve a un hombre en llamas: “¿Será un efecto espe-
cial?”, se pregunta sin dejar de comer. 
2. La voz del locutor informa que el hombre que se prendió fuego como un bonzo vivía 
en Neuquén y se llamaba Rubén Arias. “No lo conozco, no está en mi agenda”, dice el 
hombre que quiere vivir en paz, mientras sigue comiendo. 
3. La cámara se acerca al hombre que se inmoló frente a la policía. Lo iban a desalojar (a 
él y a su familia) y entonces, el hombre se prendió fuego y ardió ante los ojos impúdicos 
de la televisión. 
-¿Quién dijo que era? – pregunta el hombre que mira el televisor. 
- Un desocupado… - informa su mujer. 
4. La movilera se acerca a la chica que llora junto al cuerpo del hombre que acaba de 
inmolarse. 
Le pregunta, melodramática: 
-¿vos vistes cómo se quemaba tu papá? 
-¿Qué dice la chica?- pregunta el hombre que come mientras mira el televisor. 
- No sé, parece que está llorando -le responde su mujer. 
5. El hombre que quiere vivir en paz, que quiere comer tranquilo, cambia de canal y opina, 
sentencioso: 
- No tendrían que pasar esas noticias a la hora de comer; arruinan la digestión. 
- Te traigo las pastillas – dice su mujer. 
El piquetero
Sombra inquietante de la crisis, emerge detrás del humo de los neumáticos quemados, 
en medio de un puente, en mitad de la ruta. Es uno y muchos; es el hombre y la mujer 
anónimos que surgieron de la desazón, del hambre y de la bronca. Están allí, alerta, como 
augures y pitonisas de la tragedia de un pueblo. Son lo que son: las circunstancia de un 
despido, de un desalojo, de las promesas incumplidas, de las humillaciones de mendi-
gar, de la falta de trabajo, salud, educación para sus hijos. 
El piquetero tuvo profesiones, oficios, empleo, ocupaciones de la vida útil. Después 
deambuló en busca de una changa, de cualquier trabajo efímero. Se fue cansando poco 
a poco, acumulando bronca. No era nada y nadie en la sociedad. Molestia, en todo caso. 
Le ofrecieron planes de trabajo, paquetes de comidas, paliativos para la pobreza. Pero, al 
fin se olvidaron de las promesas y de él, que de todos modos era un nadie. 
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No está solo. Junto a él aparece la piquetera, con un jarro de mate cocido y un trozo de 
pan. Un chico corre al costado de la ruta, bajo la mirada vigilante de la piquetera. Es la 
sagrada familia de la crisis. Ocultos en la niebla y más tarde en medio de la tormenta, 
llegan los represores. Se oyen los estampidos. El hombre se agiganta entre relámpagos e 
insultos. Toma una piedra. La mujer agarra su hijo y lo protege con su cuerpo. 
“¿Dónde está Dios?”, pregunta una anciana a quien alcanzó un proyectil de goma. Está 
de rodillas y reza su incertidumbre. “Eva -murmura-, Evita”, como si la abanderada de los 
humildes pudiera oírla desde el cielo. 
Según el Diccionario de la Lengua Española, un piquete, en su quinta acepción, es un 
“pequeño grupo de personas que exhibe pancartas con lemas, consignas políticas, pe-
ticiones, etc., en algunos países de América”. Y en su sexta acepción: “grupo de perso-
nas que pacífica o violentamente, intenta imponer o mantener una consigna de huelga”. 
Quien integra un piquete sabe que se arriesga a ser un blanco móvil para los represores 
y un objeto menos preciado en el discurso oficial. Su no estar en un trabajo, ocupación 
social, residencia fija lo hace sospechoso. Ahora es sólo una sombra, una amenaza fan-
tasmal, una mancha sobre las prolijas estadísticas de los bien pensantes. Si no es posible 
borrarlo por las buenas, ellos no dudarán eliminarlo por las malas. El piquetero lo sabe. 
Por eso pelea, defendiendo su identidad en las rutas de una Argentina en crisis. Él sabe 
que tiene el derecho a tirar la primera piedra. 
Cuento para la boliviana que viajaba en el tren
La vieron subir al tren con varias bolsas en su brazo y un chico en el otro. El tren arrancó 
y ella comenzó a balancearse en el pasillo, entre los asientos, igual que cuando llegó de 
Bolivia cinco años atrás; ella, Marcelina Meneses, de treinta años, repositora de un super-
mercado, casada con un albañil Froilán Torres, un año mayor que ella boliviano también 
padre de sus hijos: uno de tres años y otro (el que lleva en los brazos) de apenas veinte 
meses: Alejandro Josua Torres, que tiene una piel muy suave, el pelo negro, los ojos gran-
des, como los de Froilán, esos ojos que la encandilaron cuando estaban allá. 
Corre el tren y ella trata de mantener el equilibrio, con las bolsas en un brazo y el hijo en 
el otro. Que no llore ahora. Que se mantenga quietecito –piensa ella-, que no moleste a 
la gente. Nadie le da el asiento. Nadie parece verla en ese vagón. Mejor, mejor así. Ella no 
quiere molestar a nadie. No le gusta que la miren mal, que le digan cosas. Ella no tiene la 
culpa si el tren corre más rápido, más rápido, más rápido que antes y roza a un pasajero 
con una de las bolsas. “Disculpe”, alcanza a murmurar. Pero el hombre está enojado. 
“¡Boliviana de mierda! ¡Mirá por dónde caminás, carajo!”. “Disculpe”, responde ella otra 
vez y esa palabra se pierde entre los insultos del hombre, que busca la complicidad de los 
otros pasajeros. “¡Éstos vienen a robar, a joder la paciencia!”, grita y encuentra la aproba-
ción de una mujer y de un viejo y de un joven con la cabeza rapada que dice que hay que 
matarlos a todos, mientras la mujer aprieta a su chico contra el pecho, porque tiene mie-
do, mucho miedo, en ese tren que corre cada vez más rápido. Alguien trata de defenderla, 
pero los otros la insultan. Marcelina Meneses tiene miedo, “Muy mucho, señor”, le dice 
al guarda del tren, que llega en medio de la batahola. “¡Otra vez los bolivianos haciendo 
quilombo!... Yo me voy”, dice el guarda y abandona el vagón. 
Marcelina sabe que la estación está cerca y eso la tranquiliza un poco. Ella quiere llegar 
hasta la puerta del vagón, no quiere molestar a nadie, Dios mío. Tenía razón el cura cuan-
do hablaba del infierno. Sólo faltan unos pasos para llegar hasta la puerta. Unos pasos 
nomás. Una puerta y la luz del día. Una puerta para llegar a la estación. “Falta poco, ya 
falta poco”, piensa la mujer. 
El tren llega al curvón; puede verlo, puede ver la estación muy cerca. Entonces la puerta 
se abre. 
-¿Qué hiciste? ¡La empujaste, hijo de puta!- grita el único hombre que defendía a la boli-
viana. 
Los cuerpos de la madre y su hijo quedaron junto a las vías. 
Dicen que al llegar a la estación Avellaneda, la gente que iba en aquel vagón, bajó como 
si nada hubiese ocurrido. 
Puede parecer un cuento, pero no lo es. El hecho ocurrió el miércoles 10 de enero de 2001, 
a las 9 de la mañana, aunque recién se supo el 22 de mayo. La mujer llevaba a su hijo al 
hospital Fiorito.

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