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Antologias_de_la_literatura_latina - Pombero 00

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“Antologías de la literatura latina” 
 
José Miguel Baños Baños 
(Universidad Complutense de Madrid) 
 
 
 
 
 O. Introducción. 
 
De acuerdo con su etimología1 y con la definición que nos ofrecen, por ejemplo, 
tres diccionarios básicos de la lengua española (RAE, María Moliner, Manuel Seco)2, 
una antología es, ante todo, una selección, aunque diversa en cuanto a su extensión y 
alcance: podemos elegir fragmentos u obras, de un autor o de varios. Así, por ejemplo, 
si tomamos la figura de Virgilio, por un lado encontramos en la actualidad antologías 
de la Eneida3 o del conjunto de la obra del poeta4; por otro, Virgilio aparece en 
antologías temáticas (poemas de amor o poesía erótica latina)5 o, de forma más amplia, 
en antologías de la poesía latina6 o de la literatura latina en general7. 
A la hora de elaborar una antología hay, pues, que elegir, escoger, seleccionar 
fragmentos y obras representativas. Sólo que los criterios de esta selección pueden ser 
múltiples y no necesariamente, o exclusivamente, estéticos. Así, en no pocos de los 
ejemplos citados de antologías latinas se conjugan criterios gramaticales (el grado de 
dificultad de la lengua, en las antologías escolares), temáticos, históricos y literarios. Es 
más, en la antología latina actual más estrictamente literaria que conozco, sus autores 
señalan explícitamente8 que en la selección de los fragmentos más significativos se han 
tenido en cuenta no sólo sus cualidades estéticas, sino también su influencia posterior o 
su capacidad para expresar las ideas e inquietudes de los romanos sobre sí mismos. 
 
1 Del griego anthos, “flor”, y lego, “escoger”. La traducción latina del término es, pues, florilegio. Sin 
embargo, el término “florilegio” tiene en la actualidad un sentido más restrictivo que el de “antología”, 
ya que aparece casi siempre limitado al ámbito literario (RAE: “Colección de trozos selectos de materias 
literarias”; María Moliner: “Colección de trozos literarios selectos”), una restricción a la que no está 
sujeta la antología (podemos tener, por ejemplo, una antología musical). 
2 “Selección de obras o fragmentos [musicales o de otras artes]” (Diccionario de la Lengua Española, 
RAE, Madrid 1992, 21ª ed., p. 110); “Colección formada con trozos literarios seleccionados, de un autor 
o de varios” (María Moliner, Diccionario de uso del español, vol I, Gredos, Madrid, 1988, p. 198); “Libro 
constituido por una colección de fragmentos u obras seleccionadas de varios escritores o, más raramente, 
de uno solo”; “Colección de piezas escogidas de literatura, música, etc.” (M. Seco-O. Andrés-G. Ramos, 
Diccionario del español actual, vol. I, Aguilar, Madrid 1999, p. 355). 
3 Cf., por ejemplo, J.M. Requejo, Virgilio. Antología de la “Eneida” (Dido y Eneas: cantos I y IV), 
SEEC, Madrid 1987. 
4 Así, A.C. Gavaldá, Pensamientos de Virgilio, Ed. Sintes, Barcelona, 1958. 
5 C. Cantueso, Poemas latinos de amor, Coloquio, Madrid 1989; B. Segura, Antología de la Poesía 
Erótica Latina, Ed. El Carro de la Nieve, Sevilla, 1989. 
6 L.A. de Cuenca-A. Alvar, Antología de la poesía latina, Alianza, Madrid, 1981. 
7J.C. Fernández Corte-A. Moreno Hernández, Antología de la literatura latina, Alianza Editorial, Madrid, 
1996; V.J. Herrero Llorente, La literatura latina en sus textos. Antología de autores latinos, Gredos, 
Madrid 1978; L. Rubio-D. Ollero, Antología de textos latinos, Ediciones Clásicas, Madrid 1992. Más 
ejemplos de antologías actuales de Virgilio y de otros autores latinos se pueden encontrar en Bibliografía 
de los estudios clásicos en España (1956-1965), SEEC, Madrid 1968 (espec. pp. 402-413), A. Alvar, 
Bibliografía de los estudios clásicos en España (1965-1984), 3 vols. SEEC, Madrid 1991 (esp. pp. 1-5 y 
1087-1114), y en los restantes volúmenes publicados de Bibliografía de los estudios clásicos en España 
(1986-1990), SEEC, Madrid 1987-1995. 
8 J.C. Fernández Corte-A. Moreno, Antología de la literatura latina, op. cit., p. 9. 
2 José Miguel Baños 
 En definitiva, existen en la actualidad muchos tipos de antologías de la literatura 
latina, como distintas son también las razones o los criterios que las han originado. Pues 
bien, lo mismo ocurrió en el pasado aunque con algunas diferencias significativas. De 
ahí el título de este trabajo: como vamos a ver, desde sus orígenes hasta la Antigüedad 
tardía la literatura latina ha sido objeto de múltiples selecciones y por razones no 
siempre estrictamente literarias. Señalar algunos tipos fundamentales, sus motivos y sus 
consecuencias para la conservación y transmisión de la literatura latina van a ser los 
objetivos básicos de mi exposición. 
 
 1. La literatura latina es un antología de la literatura latina. 
 
 No es un juego de palabras: lo que llamamos literatura latina9 es, ante todo, una 
antología de dicha literatura: de los más de 700 nombres de autores latinos, tan sólo de 
unos 140 conservamos en la actualidad una o varias obras. No es extraño, pues, que 
Henry Bardon haya dedicado nada menos que dos extensos volúmenes para comentar el 
legado literario que se nos ha perdido por motivos muy diversos (materiales, históricos, 
ideológicos, etc.), entre los que no se puede olvidar la casualidad: 
 
“El azar está presente en la transmisión de las obras. También en períodos de calma: no tenemos 
todas las obras de Racine ni de Voltaire (…). ¿Por qué desapareció el Hortensius de Cicerón, y no su 
Cato Maior? ¿Por qué fueron aniquilados Cecilio, Lanuvino, Atilio, y no Terencio? ¿Por qué Calvo, y no 
Catulo? ¿Por qué Galo, y no Tibulo? (…) ¿Se atrevería alguien a invocar en tales casos talentos 
desiguales? De la salvación de estas obras se encargó la inestable Fortuna”10. 
 
 Pues bien, algunos de los ejemplos citados por Bardon, además de hacernos ver 
que la calidad estética no fue un criterio definitivo de selección de la literatura latina a 
través del tiempo, nos van a servir para destacar algunas razones de por qué se nos han 
conservado o perdido no pocos autores y obras fundamentales: desde la censura (y el 
caso de Cornelio Galo podría ser un buen ejemplo) y la difusión del libro y de la lectura 
en el mundo romano, hasta la importancia de la enseñanza escolar y del canon de 
autores “clásicos” (Terencio), sin olvidar las vicisitudes mismas de la transmisión 
material de la literatura latina, con el cambio, por ejemplo, del rollo al códice o el papel 
decisivo de la época carolingia. 
 
 (i) La censura. Como bien señala Luis Gil, “la existencia de una censura literaria 
en la Antigüedad clásica puede tenerse por una realidad perfectamente demostrada y por 
un fenómeno histórico tan antiguo casi como la misma literatura”.11 
Así, en el caso de la literatura latina de época republicana, fueron, sobre todo, 
motivos religiosos (y la religión romana constituía ante todo un elemento de cohesión 
social)12 los que provocaron la acción censora de los poderes públicos. El caso más 
significativo, por lo que supuso para la historia de la literatura, fue el de Nigidio Fígulo, 
a decir de Aulo Gelio (4,9,1), el hombre más sabio de su época después de Varrón: 
 
9 Por razones expositivas me voy a referir, fundamentalmente, al período comprendido entre los siglos III 
a.C. y II d.C. 
10 H. Bardon, La littérature latine inconnue, vol. II, Klincksieck, París, 1956, p. 320. 
11 L. Gil, Censura en el mundo antiguo, Alianza, Madrid 1985, p. 315. En pp. 125-314 el lector 
encontrará una excelente visión de conjunto sobre la censura en el mundo romano. 
12 Al fin y al cabo, la religión romana era una religión estatal, basada en un ritual y no en unos dogmas: 
poner en tela de juicio su función, cuestionar sus ritos o introducir otros nuevos constituían actos de “lesa 
majestad”, un atentado contra el Estado mismo, su dignidad y sus fundamentos.De ahí que, desde la ley 
de las XII Tablas, pasando por el Senatus consultus de Bacchanalibus del 186 a.C., se fuera configurando 
toda una legislación penal contra la magia, las prácticas adivinatorias o las religiones extrañas. 
Antologías de la literatura latina 3 
tachado de sacrilegus por sus enemigos políticos (D.C. 65,1,4) ya que entre su variada 
producción literaria no faltaban tratados sobre la adivinación, la astrología o la 
interpretación de los sueños, acabó muriendo en el destierro en el 45 a.C. y con él una 
obra inmensa y original, que tanta admiración provocara en su amigo Cicerón. 
Pero es, sobre todo, en época imperial, aunque con diferencias notables entre 
unos emperadores y otros, cuando mejor se hace sentir la censura pública sobre la 
literatura por razones políticas casi siempre, disfrazadas con argumentos morales o 
religiosos. Augusto fue tal vez quien la ejerció con mayor inteligencia: a la vez que 
alentaba toda una literatura oficial que justificaba el nuevo régimen y sus ideales (a ello 
contribuirán, con mayor o menor consciencia, Virgilio, Propercio, Horacio o Livio), 
supo silenciar aquellas obras críticas que suponían una amenaza para la restauración de 
los valores nacionales del princeps o una revisión de la historia oficial de los 
vencedores13. Historiadores anticesarianos como Labieno u oradores críticos como 
Casio Severo vieron cómo sus obras se quemaban en público. Cornelio Galo, el padre 
de la elegía romana, el maestro reconocido por Propercio y Ovidio14, tras caer en 
desgracia por su actuación en Egipto, acabará suicidándose en el 26 a.C., a la vez que su 
obra era eliminada de las bibliotecas públicas15. También Ovidio sufrió su famosa 
relegatio que, esta vez al menos, no alcanzó a su obra poética, incluida el Ars amatoria, 
si es que éste fue el carmen que provocó su destierro16. En fin, hasta la correspondencia 
de Cicerón habría sufrido una censura maquiavélica17: Ático, a instancias de Augusto, 
habría publicado de forma interesada sólo la parte de su correspondencia que más 
desprestigiaba la figura política del orador. 
La censura se acentuó con emperadores como Tiberio18 o Calígula. ¿Qué habría 
pasado, por ejemplo, si éste último hubiera llevado a cabo su proyecto de eliminar de 
todas las bibliotecas públicas a Homero, a un poeta como Virgilio, “de nulo talento y 
escasa erudición”, o a “un historiador prolijo y descuidado en la narración” (Suet. Cal. 
34,2) como Livio? 
 
13 Es demasiada casualidad que se nos hayan perdido todas las obras históricas contemporáneas que 
ofrecían una visión crítica de César, del propio Augusto o un elogio de los héroes republicanos como 
Catón, Pompeyo o Bruto. Es el caso, por ejemplo, de las Historiae de Asinio Polión, una de las figuras 
más importantes de su generación: amigo de Horacio (carm. 2,1) y Virgilo (Buc. 4), además de 
representar una cierta oposición a Augusto, no se recató en cuestionar la veracidad histórica del propio 
Julio César. 
14 Prop. 2,34,91; Ov. trist. 4,10,51-56; rem. 765; ars 3,334; Quint. 10,93. 
15 Virgilio le había dedicado la Bucólica X y también el final del libro IV de las Geórgicas que, al 
parecer, hubo de sustituir, en una segunda edición, por el episodio de Orfeo y Eurídice después de que 
Galó cayó en desgracia. La predicción de Ovidio (“Galo será famoso en Occidente, famoso en Oriente, y 
con Galo famosa su querida Licoris”, am. 1,15,30) no pudo, pues, hacerse realidad. Por suerte, unos 
descubrimientos papirológicos en Nubia (Egipto) nos han permitido conocer algo (epigramas) de su 
poesía; cf. R.D. Anderson-P.J. Parsons-R.G.M. Nisbet, “Elegiacs by Gallus from Qasr Ibrim”, JRS 69, 
1979, 125-155. 
16 Sobre las causas del destierro de Ovidio, cf., por ejemplo, V. Cristóbal, P. Ovidio Nasón. Amores. Arte 
de amar. Sobre la cosmética del rostro femenino. Remedios contra el amor, Gredos, Madrid, 1989, pp. 
15-24. 
17 Si hemos de hacer caso a la sugestiva hipótesis de J. Carcopino, Les secrets de la correspondance de 
Cicéron, 2 vols., 2ª ed., París 1957. 
18 Así, las obras del historiador Cremucio Cordo, a juicio de Quintiliano “digno del recuerdo de los 
siglos” (inst. 1,104) fueron quemadas por culpa de una frases críticas hacia el senado y de su enemistad 
con Sejano, el valido de Tiberio. Lo cierto es que, salvo historiadores como Veleyo Patérculo o Valerio 
Máximo (ambos aduladores de Tiberio), la mayoría de las obras históricas perdidas “se adscriben a la 
resistencia senatorial ante la paulatina prepotencia de los príncipes, quienes responden, además de con la 
depuración progresiva de la aristocracia superviviente, con sus memorias y autobiografías. De hecho, será 
éste uno de los subgéneros cuya desaparición resulta más lamentable” (I. Moreno, “La historiografía 
perdida”, en C. Codoñer (ed.), Historia de la literatura latina, Cátedra, Madrid 1997, p. 537). 
4 José Miguel Baños 
Sin necesidad de más ejemplos, baste decir que del s. I d.C. (el siglo II, en 
cambio, asistió en parte a un mayor liberalismo político bajo excelentes emperadores), 
apenas nos quedan restos de aquellos géneros o manifestaciones literarias19 que servían 
de expresión a la crítica del poder y sus excesos. El juicio de Tácito sobre la política 
represora de Domiciano (81-96 d.C.) describe de forma magistral el ambiente de toda 
una época: 
 
“Y no sólo se cebó la crueldad con los escritores, sino también con sus propias obras (…) Creían 
sin duda que con aquellas llamas destruían la voz del pueblo romano, la libertad del senado, la conciencia 
de la humanidad. Fueron expulsados los maestros de filosofía y desterrados todos los nobles talentos para 
que nada honesto apareciera nunca a su vista. Dimos, sin duda, un gran ejemplo de mansedumbre; y así 
como los antiguos conocieron hasta dónde podía llegar la libertad, nosotros hemos conocido el colmo de 
la esclavitud (…) Y habríamos perdido la memoria junto con la voz, si hubiera estado en nuestra mano el 
olvidar como lo estuvo el callar.” (Tac. Agr. 2) 
 
(ii) Libros y lectura en el mundo romano. El efecto de la censura fue más 
pernicioso, si cabe, en una sociedad como la romana en la que la lectura era, ante todo, 
un ornamento y privilegio de los círculos aristocráticos, del grupo de libertos y esclavos 
que constituían los gramáticos y rétores, y de una minoría de la clase media-baja. En 
palabras de E. Auerbach20, “ni millones, ni siquiera centenares de miles, tal vez no más 
de algunas decenas de miles en los mejores tiempos”. Unas cifras que se reducen más 
aún en el caso de la lectura de obras literarias: salvo el drama y la oratoria, éstas tenían 
como destinatarios a un grupo selecto de lectores que debían compartir el universo 
conceptual y los presupuestos estéticos del poeta. 
Por otra parte, y hasta la época de Cicerón, más allá de las bibliotecas privadas 
de obras griegas, fruto de los botines de guerra, ni hay una industria editorial, ni apenas 
conciencia de autor. La figura misma de Cicerón (bibliófilo y preocupado por la 
conservación de su obra)21, más que un ejemplo de su época, es una excepción. Decir, 
por ejemplo, que su amigo, el banquero Pomponio Ático, “dirigía una importante 
editorial”22 es una exageración y un anacronismo: la “edición” de una obra estaba 
limitada a un puñado de copias que se distribuían entre amigos y clientes del autor. Que 
el propio Cicerón se queje de la baja calidad de dichas copias o de las dificultades para 
conseguir obras de autores que había admirado en su juventud (Q. fr. 3,5,6; Brut. 122) 
es un buen testimonio de la penuria de una industria del libro apenas existente23. 
 
19 Desde la historiografía, las memorias (supra, nota 18), libelos difamatorios yliteratura panfletaria a la 
fábula togata o las tragedias Así, por ejemplo, Tiberio decretó en el 23 a.C. el destierro de Italia de todos 
los cómicos (Suet. Tib. 61) y Domiciano prohibirá cualquier tipo de representación pública. Mamerco 
Emilio Escauro se suicidó, acusado por haberse referido a Tiberio en su tragedia Atreus (Sen. ben. 
4,31,3), una suerte parecida a la de Helvidio Prisco con Domiciano. También los filósofos (Vespasiano, 
pese a su liberalidad, promulgó un edicto expulsándolos de Italia, como más tarde Domiciano); incluso, 
los profesores de retórica (por recurrir con demasiada frecuencia en sus declamaciones al tema del tirano 
y el tiranicidio; cf. Quint. inst. 1,3,5; 5,10,97; Plin. ep. 4,11) sufrieron los efectos de la censura imperial. 
La Apocolocyntosis de Séneca y la Octavia son los únicos ejemplos conservados de este tipo de 
literatura comprometida con la crítica al poder 
20 Literatursprache und Publikum in der lateinischen Spätantike und im Mittelalter, Berna, 1958, p. 178. 
21 Salvo excepciones (ya Catón en el s. II a.C. se preocupó —Cic. sen. 38— de revisar algunos de sus 
discursos), los oradores republicanos no ponían mucho empeño en la publicación y conservación de sus 
discursos, lo que explica en parte (además de la sombra del Arpinate, convertido en paradigma y cumbre 
de la oratoria para la posteridad) que, más allá de fragmentos y citas, no hayan llegado hasta nosotros los 
discursos de las grandes figuras de la época (Hortensio, Licinio Calvo o el propio César) que tanto 
elogiara Cicerón. Cf. H. Bardon, op. cit., vol. II, pp. 318-319. 
22 S. Dahl, Historia del libro, Altaya, Barcelona, 1997, p. 37. 
23 Catulo (14,17-18) y el propio Cicerón (Phil. 2,21) nos hablan de la existencia de tiendas de libros 
donde se podían encontrar volumina de “pésimos poetas”. Un comercio del libro que floreció, sobre todo, 
Antologías de la literatura latina 5 
 Es cierto que el escenario cambia, en parte, en época imperial (siglos I-II d.C.), 
con una mayor demanda de libros y lectura. Sólo que sobre la práctica de la lectura hay 
que evitar cualquier paralelismo con la actualidad24. En primer lugar, los poetas, más 
que en un público lector, concebían sus obras para ser oídas y recitadas25. De ahí la 
importancia que, ya desde la escuela, se daba a la lectura en voz alta (Quint. inst. 1,8,1). 
De ahí también la práctica de las recitationes, de una lectura en público de las obras, 
antes incluso de su conclusión o de ser publicadas, o como presentación y lanzamiento 
de las mismas26. 
Por el contrario, la lectura privada, en silencio, como en la actualidad, no era una 
práctica habitual. Porque, además, leer un rollo de papiro, por su propia materialidad, 
era una operación lenta y nada cómoda, con la dificultad añadida del tipo de escritura 
(caligráfica, semicursiva o cursiva) y de la puntuación del texto (o su ausencia, en el 
caso de la scriptio continua). Una lectura comprensiva de un texto literario exigía, por 
tanto, además de una amplia formación intelectual y retórica, una práctica y unas 
capacidades al alcance de muy pocos.27 
Es en este contexto de una mayor difusión del libro y la lectura en el que se suele 
situar la creación de las bibliotecas públicas que iniciara Augusto con la biblioteca de 
Apolo en el Palatino. Pero, más que “públicas”, habría que hablar de bibliotecas 
“eruditas”, ya que era un público muy restringido el que a ellas acudía por las razones 
que acabamos de ver. Interesa, además, destacar que “estas bibliotecas fueron creadas 
como un intento de control por iniciativa imperial, en el contexto de una concentración 
y apropiación de la cultura escrita por parte del poder ”28, un dato que no hay que 
olvidar ya que dichas bibliotecas van a constituir el principal elemento de estabilidad en 
el proceso de transmisión y conservación de la literatura latina29. 
 
 (iii) Del rollo al códice. El triunfo del cristianismo. Hasta el siglo III d.C. “leer 
un libro” significaba por lo general leer un rollo de papiro: los manuscritos de los 
autores latinos clásicos se hicieron sobre este material poco resistente al paso del 
tiempo, costoso y que hacía además de su lectura una tarea nada cómoda30. De ahí el 
éxito posterior del códice, del libro “con páginas” de pergamino: a su menor coste se 
añadía una mejor y más amplia difusión, una lectura de las obras mucho menos 
laboriosa y una conservación mucho más duradera. 
 
en el s. I. d.C.: entre otros famosos libreros, Horacio nos habla de los Sosios, Quintiliano y Marcial de 
Trifón, Atrecto, etc. Por su parte, Aulo Gelio en sus Noches Áticas nos ofrece interesantes noticias 
(2,3,5; 5,4,1; 9,14,3; 16,8,2; 18,5,11; 18,9,5, etc.) sobre el comercio del libro antiguo en el s. II d.C. 
24 P. Fedeli, “I sistemi di produzione e diffussione”, en G. Cavallo-P. Fedeli-A. Giardina (eds.), Lo spazio 
leterario di Roma antica II. La circolazione del testo, Roma, 1989, pp. 349-367. 
25 Cf. K. Quinn, “The poet and his Audience in the Augustean Age”, ANRW II, 30.1, Berlín-Nueva York, 
1982, pp. 155-165. 
26 Sabemos, por ejemplo, que Virgilio (vita Donat. 32-33) leyó, antes de su publicación póstuma, los 
libros 2, 4 y 6 de la Eneida a Augusto y a otros miembros de la familia imperial. 
27 No hay que olvidar, además, que la distancia entre el latín literario y la lengua hablada se acentuó con 
el tiempo, de suerte que, ya en el s. II d.C., un romano medio tenía serias dificultades para comprender, 
por ejemplo, la lengua de Lucrecio. 
28 G. Cavallo, “Entre el volumen y el codex. La lectura en el mundo romano”, en G. Cavallo-R. 
Chartier (eds.), Historia de la lectura en el mundo occidental, Taurus, Madrid, 1998, p. 105. 
29 E.J. Kenney-W. v. Clausen (eds.), Historia de la literatura clásica II. Literatura latina, Gredos, 
Madrid, 1989, p. 37. 
30 Sobre la materialidad del rollo de papiro, “poco práctico e inadecuado para utilizarlo y almacenarlo”, 
cf. E.J. Kenney-W. v. Clausen (eds.), op. cit., pp. 28-35. 
6 José Miguel Baños 
Este hecho es fundamental para la historia de la literatura ya que la sustitución 
del rollo por el códice sólo se generalizará31 a mediados del siglo IV d.C., es decir, 
cuando ya la literatura latina había producido sus mejores obras. Y de ellas sólo van a 
perdurar precisamente aquellas que se transcriben al nuevo formato: salvo contados 
fragmentos, no conservamos testimonios papirológicos32 o, lo que es lo mismo, 
manuscritos de la época en que fueron escritas las obras de la literatura latina. El siglo 
IV, por tanto, con la transcripción de los fondos de las bibliotecas públicas, va a ser, 
mucho más que la Edad Media, el responsable de la selección —y de la pérdida— de 
una parte importante de la literatura latina. Porque las obras que no se transcriben 
acabaron perdiéndose para siempre. Y fueron muchas las obras que, en medio de la 
penuria material de la época, no se transcribieron: o no eran conocidas en aquel 
momento (por ejemplo, pasada ya la moda arcaizante del s. II d.C., gran parte de la 
literatura republicana se había perdido) o simplemente no se las consideraba dignas de 
ser transcritas por diversas razones. 
Además, acabamos de señalar que dichas bibliotecas públicas habían sido un 
elemento de censura y selección por parte de los emperadores. Pues bien, a esta censura 
previa y a los sucesivos incendios y saqueos que padecieron las bibliotecas de Roma33, 
se añade ahora una nueva selección con el triunfo (político, social y cultural) del 
cristianismo sobre el mundo pagano, que se consuma precisamente a lo largo de este 
siglo. Es verdad que este cristianismo militante, que, como respuesta a las terribles 
persecuciones sufridas, había destruido los templos paganos, va a intentar asumiry 
preservar una parte al menos de la literatura clásica, pero siempre “con muchas 
reservas”34, tras una previa y necesaria selección, y gracias a la actitud conciliadora de 
personalidades como San Jerónimo o San Agustín, una élite cultural (formada al fin y al 
cabo en la escuela y en la cultura paganas) muy alejada del sentir de una sociedad que 
camina a marchas forzadas hacia un analfabetismo funcional y de una masa de 
creyentes que ve en los libros profanos una amenaza real para la Buena Nueva35: 
 
 
31 Sabemos por Marcial (2,1; 14,184, 186, 188, 190, 192) que ya desde finales del s. I d.C., aunque como 
una novedad, comienzan a aparecer códices literarios con las obras de Homero, Virgilio, Cicerón, Livio, 
Horacio o sus propios Epigramas. 
32 E. Bickel, por ejemplo (Historia de la literatura romana, Gredos, Madrid, 1982, pp. 22-25), ofrece una 
relación de los papiros latinos, muy raros los de contenido literario. No se incluyen los fragmentos de 
Galo (supra, nota 14). 
33 Parece que únicamente la biblioteca Ulpia de Trajano sobrevivió sin daños hasta el s. V d.C. De la 
importancia de estas bibliotecas para la conservación de la literatura (pero también de la escasez de 
copias de las obras literarias) da fe el hecho de que, cuando las bibliotecas de Roma fueron destruidas por 
el fuego, Domiciano se vio obligado a enviar emisarios a Alejandría para conseguir copias de los libros 
perdidos (Suet. Dom. 20). 
34 Ch. Mohrmann, Études sur le latin des chrétiens, vol. III, Roma, 1965, p. 33. Por un lado, la literatura 
pagana se acepta de forma instrumental, para entender las Sagradas Escrituras, Por otro, se reivindican o 
“cristianizan” determinadas obras de contenido próximo: desde algunas obras filosóficas de Cicerón (en 
especial, el De officiis, que Ambrosio cristianiza en su De officiis ministrorum) o el estoicismo de Séneca 
(se inventará, incluso, una correspondencia ficticia entre Séneca y S. Pablo) a la poesía virgiliana (la 
égloga IV se interpreta como un anuncio de la llegada del Mesías). 
35 Reacciones como la del círculo senatorial de Símaco, que con la recuperación de autores como Tito 
Livio buscaba el renacer de la cultura y de las antiguas tradiciones romanas, o como la de Juliano el 
Apóstata, prohibiendo en el 362 a.C. a los cristianos ejercer la docencia en las escuelas son ejemplos de 
un paganismo en franca retirada pero que considera esta literatura amenazada como el último reducto de 
su existencia y de su identidad. Así, con esta prohibición Juliano no hacia sino revestir las obras literarias 
clásicas de un cierto carácter sagrado similar al de la Biblia de los cristianos. La reacción airada de estos 
últimos demuestra hasta qué punto habían adoptado el sistema de educación clásica, lo que significa que 
aceptaban la cultura pagana en la que dicha educación se basaba. Sobre esta aparente contradicción, cf. 
H.I. Marrou, Histoire de l´éducation dans l´Antiquité, Seuil, París, 1948, pp. 458-467. 
Antologías de la literatura latina 7 
“Los cristianos, por su parte, no se cansaban de apuntar también los peligros de las malas 
lecturas (…). Ante todo, las polémicas, dañinas para las almas y blasfemas36. Luego, las meramente 
literarias que con sus inmoralidades seductoras o su belleza formal —vanidad de vanidades— distraían 
las almas de sus obligaciones piadosas. Entre los hombres apasionados y los espíritus timoratos se iba 
desarrollando una especie de horror o de desprecio al libro profano, paralelo al enaltecimiento de las 
Sagradas Escrituras, que explica la destrucción premeditada o impremeditada de grandes tesoros 
bibliográficos (…) La falta de interés por la lectura, que arranca la sentida queja de Amiano Marcelino 
por las bibliotecas de Roma cerradas como sepulcros, originó la pérdida de incontables obras que, al no 
transliterarse, perecieron con el último rollo de papiro que las contenían”37. 
 
 (iv) Los “siglos oscuros”, Edad Media y Renacimiento. Puesto que los códices 
de autores latinos no remontan, salvo excepciones38, más allá del s. VIII o IX, el 
período que va de finales del s. IV a la época carolingia resultó decisivo en la selección 
y conservación definitiva de la literatura latina. Son los “siglos oscuros” que se inician 
con las invasiones bárbaras del s. V: la vida cultural latina entra en crisis, se cierran las 
escuelas y, ante el derrumbe de las instituciones oficiales, la Iglesia de Occidente 
aparecerá como la única fuerza capaz de conservar la herencia cultural del mundo 
romano. 
Si, como parece probable, “las bibliotecas de los primeros monasterios y 
catedrales de Italia formaron sus reservas de libros adquiriéndolos o copiándolos de los 
manuscritos de las antiguas bibliotecas públicas paganas”39, la continuidad entre la 
Antigüedad tardía y la Edad Media parece al menos garantizada. Pero sólo en parte: el 
período comprendido aproximadamente entre el 550 y el 750 “fue de una casi increíble 
tiniebla total para los clásicos latinos en el continente; prácticamente dejaron de ser 
copiados”40 con lo que su transmisión estuvo al borde del abismo. 
En efecto, muchas de las bibliotecas habían sido destruidas o saqueadas en las 
interminables invasiones y sus fondos dispersados. Muchos manuscritos se vendían o 
reutilizaban, por ejemplo, ante la falta en los monasterios de material sobre el que 
escribir. El resultado de estas prácticas son los palimpsestos o codices rescripti, un buen 
ejemplo de la penuria material y cultural de la época, pero también de la prelación y 
preeminencia de la literatura cristiana sobre la pagana41: el mejor y más antiguo 
manuscrito conservado de Plauto, del s. IV, fue raspado para escribir sobre él un texto 
del Antiguo Testamento; el único manuscrito que nos ha llegado de La República de 
Cicerón42, su obra filosófico-política más importante, sirvió para escribir un comentario 
a los salmos de San Agustín; en fin, las Moralia de San Gregorio Magno se escribieron 
—ya en el siglo VIII— después de raspar un manuscrito, de comienzos del V, que 
contenía la primera década de T. Livio. 
 
36 Como, por ejemplo, las obras polémicas de Juliano el Apóstata, o los escritos de Porfirio, de corte 
neoplatónico y combativos con el cristianismo, que se ordenó destruir en el concilio de Éfeso del 431 
d.C. La quema de los libros sibilinos por Estilicón, el valido de Honorio, en el 407 d.C. es todo un 
símbolo de la persecución y censura de la religión romana: el odio profundo de un escritor pagano como 
Rutilio Namaciano (2,52-60) por la acción de Estilicón contrasta con la alegría de Prudencio que 
interpreta el hecho como el comienzo de una nueva era (apoth. 438-445). 
37 Luis Gil, op. cit. pp. 299-300. 
38 Una descripción y comentario de estos códices se puede encontrar en E. Bickel, op. cit., pp. 15-19. 
39 E.J. Kenney-W. v. Clausen (eds.), op. cit., pp. 28-35. 
40 L.D. Reynolds-N.G. Wilson, Copistas y filólogos, Gredos, Madrid, 1986, p. 114. 
41 El s. VII y los comienzos del VIII fueron el período culminante de una práctica de la que no se libraron 
la mayoría de autores clásicos: fueron borrados manuscritos de Plauto, Terencio, Cicerón, Salustio, 
Livio, Virgilio, Ovidio, Séneca, Lucano, Juvenal, Persio, los dos Plinios, Aulo Gelio o Frontón (cf. L.D. 
Reynolds-N.G. Wilson, op. cit. pp. 115-116). 
42 A excepción del pasaje del Sueño de Escipión, que se transmitió como texto independiente, gracias al 
comentario que en el siglo VI realizara Macrobio. 
8 José Miguel Baños 
Sin que podamos detenernos en las vicisitudes del período medieval, baste 
recordar que va a ser sobre todo la época carolingia la responsable última de la 
conservación de la literatura latina que había sobrevividoa los distintos tipo de censura, 
al cambio del rollo por el códice de pergamino, al triunfo del cristianismo, a las guerras 
e invasiones bárbaras y a la penuria cultural y económica de los siglos oscuros. Y 
aunque con pérdidas inevitables y nuevas selecciones43, serán estos manuscritos 
medievales los que los humanistas buscarán con pasión para recuperar las obras de la 
literatura latina. 
Son, en definitiva, los restos de este naufragio de la literatura latina, tras un viaje 
largo, azaroso y lleno de escollos, los que se intentan recuperar en época carolingia y 
conservar en los siglos siguientes. Y, como en todo naufragio, las pérdidas fueron 
cuantiosas y el azar responsable de no pocas salvaciones. 
Por volver a la cita inicial de Bardon, sólo la casualidad, funesta en este caso, 
explica el que se perdiera una obra como el Hortensius de Cicerón, una ardiente 
exhortación a la filosofía, cuya lectura en el s. IV provocó en S. Agustín (conf. 3,4-7) 
toda una revolución espiritual. A buen seguro se nos perdió en esos siglos oscuros y ya 
no pudo ser recuperada por los scriptoria medievales. El caso opuesto, pero no menos 
significativo, es el de Catulo: algunos de sus poemas lo convertían en un poeta 
censurable por parte de la mentalidad cristiana y su obra permaneció casi desconocida 
durante la Edad Media; pero el patriotismo chico de Verona44, su lugar de nacimiento, 
hizo que se conservara un manuscrito, uno solo, descubierto (y hoy perdido) en el siglo 
XIV, que permitió rescatar a uno de los poetas más auténticos de la literatura latina45. 
En conclusión, en esta larga travesía, apenas esbozada, se nos perdió una parte 
importante (en cantidad y en calidad) de la literatura latina. Y en esta selección, en esta 
forzosa antología, se mezclaron, como hemos visto, razones de muy diversa índole, y no 
siempre —o casi nunca— estrictamente literarias. Las palabras de M. von Albrecht, que 
cierran su monumental Historia de la literatura romana, sirven también de colofón y 
síntesis de cuanto hemos expuesto: 
 
“Basándonos en el estado de la tradición no podemos por tanto esperar en absoluto poseer una 
selección realmente representativa de la literatura romana. Lo que se conserva es representativo en grado 
máximo de los intereses de la escuela, de la ciencia y de la sociedad tardoantigua; pero este cuadro es 
velado después por las posturas particulares de los lectores medievales. La amplitud de la tradición es un 
reflejo de la recepción en épocas determinadas; pero el hecho de que una cantidad precisamente de los 
mejores autores nos haya llegado exclusivamente a través de uno sólo o poquísimos manuscritos 
demuestra que también la actividad conservadora de eruditos particulares, que a veces nadan contra la 
corriente de su tiempo, puede decidir la vida y la perpetuación de una obra. Las elecciones de la historia 
de la tradición se realizan a veces en el espíritu de un solo lector”.46 
 
43 Como señala E. Bickel, “es probable que la época carolingia poseyera ya sustancialmente todo lo que 
hoy nos es conocido. A la tardía Edad Media fue reservada solamente la tarea de seguir copiando y 
difundiendo el acervo de clásicos salvados por el renacimiento carolingio” (op. cit. p. 42). Una excelente 
exposición de la época medieval la ofrecen L.D. Reynolds-N.G. Wilson, op. cit., pp. 107-159. 
44 Uno de los pocos testimonios medievales de conocimiento de la poesía catuliana es precisamente el 
testimonio de Raterio, obispo de Verona en el 962, y que aseguraba haber leído un ejemplar completo de 
Catulo. En la exhaustiva relación de florilegios medievales de B. Munk Olsen (“Les classiques latins 
dans les florilèges médiévaux antérieurs au XIIIe siècle (suite)”, RHT 10, 1980, p. 133), Catulo sólo 
aparece en un florilegio (Bibl. Nat. París, lat. 8071) y únicamente el poema 62, un epitalamio. 
45 Otros casos de transmisión textual única son la quinta década de Livio (conservado en un solo 
manuscrito que no fue copiado hasta el s. XVI), Tibulo y Estacio (y ello a pesar de que, por ejemplo, 
Estacio fue con su Tebaida uno de los poetas preferidos del Medievo). Para la historia de la transmisión 
de los textos clásicos es imprescindible L.D. Reynolds (ed.), Texts and transmission. A survey of the Latin 
classics, Oxford, 1983; cf. también, O. Pecere (ed.), Itinerari dei testi antichi, Roma, 1991. 
46 Historia de la literatura romana, Herder, Barcelona, 1999, p. 1581. 
Antologías de la literatura latina 9 
 2. Lo mejor es siempre enemigo de lo bueno: el canon de los autores 
“clásicos”. 
 
Establecido, pues, este primer nivel “antológico” de la literatura latina, es hora 
ya de hablar, desde la perspectiva misma de los latinos, de otros dos niveles, mucho más 
concretos y más próximos al concepto actual de antología: por un lado, el de antología 
en cuanto selección de autores y obras más representativos de la literatura latina; por 
otro, la selección misma de fragmentos de dichos autores y obras. 
 
 (i) La selección de autores y el canon escolar. Como es bien sabido, la 
aristocracia romana adoptó para sus hijos la educación griega: los gramáticos y rétores 
eran libertos o esclavos griegos, griego el sistema de aprendizaje y griegos los autores 
básicos (poesía y oratoria) para el estudio y la imitación47 hasta que en la época de los 
Gracos (s. II a.C.) los autores latinos comienzan también a formar parte de la 
“enseñanza secundaria”48. Todavía Horacio se queja de que hubo de aprenderse en la 
escuela los versos de Livio Andronico, aunque fueron los Annales de Enio el poema 
épico por excelencia durante casi dos siglos; junto con él, en un segundo plano, 
integraban el programa escolar Nevio, Lucilio y los autores cómicos (Hor. Epist. 2,1,50-
78). 
Pero, a diferencia del canon estricto de los griegos, los latinos lo fueron 
modificando y ampliando en paralelo al desarrollo y madurez de su literatura. Pronto se 
añadió, por ejemplo, Cicerón, cuyos discursos eran ya modelos escolares en vida del 
orador (Att. 2,1,3; 4,2,2). Y, sobre todo, Virgilio, cuya obra explicaba ya en el 24 a.C. el 
gramático Cecilio Epirota, junto a la de otros “poetas modernos”49. A lo largo del siglo I 
d.C., la elección se amplió no sólo con autores augústeos (Horacio, Ovidio, Livio) sino 
también, temporalmente, con otros más modernistas como Lucano (Tac. dial. 20,5-6) o 
Estacio (Theb. 12,815); a su vez, la moda arcaizante del s. II supuso el rescate temporal 
de escritores como Enio, Catón y Lucilio. 
Pero, más allá de ampliaciones o rescates temporales, el núcleo central de 
autores canónicos se va a mantener inalterable: “mientras subsistió la escuela antigua, 
hasta las tinieblas de los tiempos bárbaros, el programa permanecerá inmutable: con los 
cómicos, y sobre todo Terencio, son los grandes poetas del siglo de Augusto, y Virgilio 
por encima de todos, los que permanecerán como base de la cultura literaria latina”50. 
En efecto, a partir del s. III d.C. el número de autores se reduce gradualmente, de suerte 
que a finales del siglo IV cuatro autores seguían representando la clasicidad para el 
gramático Arusiano Mesio: Virgilio, Salustio, Terencio y Cicerón. Es la famosa 
“cuadriga de Mesio” que seguía presente en Casiodoro (inst. 1,15,7) dos siglos después. 
 
47 No es casualidad que el primer nombre propio de la literatura latina fuera un profesor (grammaticus) 
griego, Livio Andronico, y que explicara su Odusia, una traducción literal de Homero, de forma paralela 
a los clásicos griegos (Suet. gramm. 1,1). 
48 Conviene recordar (cf. H.I. Marrou, op. cit., pp. 389-421) que, además de que la educación era un 
privilegio de la élite política y económica, no todos accedían a los distintos grados de la enseñanza (desde 
la escuela primaria, de los 7 a los 11 ó 12 años, en la que se aprendíafundamentalmente a escribir y leer 
de manos del litterator o primus magister; a la escuela “secundaria”, con el grammaticus, hasta los 15 
años), quedando, por ejemplo, el nivel “superior” (la formación con el rhetor) limitado a aquellos que 
pretendían dedicarse a la carrera política y a la actividad forense. 
49 Suet. gramm. 16,2. Entre estos poetas modernos se encontraría, a buen seguro, Horacio y otros 
coetáneos como Cornelio Galo y Asinio Polión. Sabemos también que algunos poemas del neotérico 
Cina, como su famoso Zmyrna, que tanto elogiara Catulo, fueron comentados por gramáticos ligados a la 
familia imperial. Cf. J. Cantó, “Los grammatici: críticos literarios, eruditos y comentaristas”, en C. 
Codoñer (ed.), op. cit., p. 744. 
50 H.I. Marrou, op. cit., p. 369. 
10 José Miguel Baños 
 
(ii) Criterios de selección. No fueron razones exclusivamente literarias las que 
determinan el establecimiento de este canon de autores “clásicos”51, de esta antología 
básica de la literatura latina. Ante todo, la educación tenía una finalidad eminentemente 
retórica, lograr el perfectus orator: lo fundamental era, como dirá Quintiliano (inst. 
1,4,2) “el conocimiento del buen hablar y la interpretación de los poetas” (recte 
loquendi scientiam et poetarum enarrationem), una interpretación basada en la 
erudición y de la que estaban ausentes la crítica y el análisis literario. 
Por otra parte, se buscaba formar a los jóvenes en los valores esenciales de 
Roma, por lo que resultaba primordial en esta selección el contenido ejemplarizante de 
los autores. De ahí que la poesía épica (Enio primero y después la Eneida) tuvieran una 
posición central en este programa escolar porque, junto a su calidad literaria, ofrecía 
ejemplos perennes de actitudes y valores tradicionales. De ahí también que, antes que a 
Plauto o Cecilio Estacio, se prefiriera a Terencio por razones lingüísticas (un latín más 
depurado) y de contenido. De ahí, en fin, que Catulo y Propercio resultaran inadecuados 
para la escuela, o que de Horacio se evitara la lectura de sus pasajes más licenciosos. 
Estos criterios de selección persisten también en el canon establecido por los que 
—salvando las distancias— podríamos llamar “críticos literarios” o eruditos. El ejemplo 
más clásico52 es el de Quintiliano: en su Institutio oratoria (10,1,85-131) nos ofrece una 
antología de los autores latinos que permitirían una educación literaria completa. Esta 
lista ideal, y tal vez por ello (y porque se pretende contraponer a una lista previa de 
autores griegos) demasiado extensa53, vuelve a poner de manifiesto lo mucho (y bueno, 
si hemos de hacer caso a sus juicios valorativos) que se nos ha perdido: de los 55 
autores citados, tan sólo de 16 se nos ha conservado alguna obra completa. En un 
recorrido apresurado por distintos géneros, en la épica habría que lamentar, entre otros, 
la pérdida de Cornelio Severo (que “podría aspirar con razón al segundo lugar [tras 
Virgilio] si hubiera concluido su Guerra de Sicilia al mismo nivel que en su primer 
libro”54), como de Galo en la elegía o Lucilio y Varrón en la sátira. Toda la tragedia, y 
en especial el Thyestes de Vario, “comparable a cualquier tragedia griega”55 se nos ha 
perdido, como también lo mejor de la oratoria, a excepción de Cicerón. 
 
51 En realidad, el adjetivo classicus no aparece en latín hasta Aulo Gelio (19,8,15) y revela ya que “el 
concepto de ´escritor modelo´ estaba subordinado en la Antigüedad al criterio gramatical de la corrección 
lingüística” (E.R. Curtius, Literatura europea y Edad Media Latina, vol. I, Fondo de Cultura Económica, 
Madrid, 1955, p. 353). Un concepto, el de “clásico”, que en la actualidad presenta otras connotaciones; 
cf., por ejemplo, T.S. Eliot, “¿Qué es un clásico?”, en Sobre poesía y poetas, Barcelona, 1992, pp. 55-
74. 
52 Ya antes Volcacio Sedígito (Gell. 15,24) había establecido un ordo de los comediógrafos latinos 
(Cecilio, Plauto, Nevio), o Cicerón de los oradores en el Brutus (25-51). 
53Son los siguientes: en la épica, Virgilio, Emilio Macro, Lucrecio, Varrón Atacino, Enio, Ovidio, 
Cornelio Severo, Serrano, Valerio Flaco, Saleyo Baso, Rabirio, Pedón Albinovano, Lucano y Domiciano. 
En la elegía, Tibulo, Propercio, Ovidio y Galo. En la sátira, Lucilio, Horacio, Persio y Terencio Varrón. 
En la lírica, Catulo, Bibáculo, Horacio y Cesio Baso. En la tragedia, Acio, Pacuvio, Vario Rufo, Ovidio 
y Pomponio Segundo. En la comedia, Plauto, Cecilio Estacio, Terencio y Afranio. En la historia, 
Salustio, Livio, Servilio Noniano, Aufidio Baso y Cremucio Cordo. En la oratoria, Cicerón, Asinio 
Polión, Mesala, César, Celio Rufo, Licinio Calvo, Servio Sulpicio, Casio Severo, Domicio Afro, Julio 
Africano, Galerio Trácalo, Vibio Crispo y Julio Segundo. Y en la filosofía, Cicerón, Bruto, Cornelio 
Celso, Plauto, Cacio y Séneca. 
54 Quint. inst. 10,1,89. Un juicio con el que coincidió su amigo Ovidio, que le proclama o vates 
magnorum maxime regum (Pont. 4,2). De su obra, enteramente perdida, sólo conocemos un fragmento 
por Séneca. 
55 Quint. inst. 10,1,98. L. Vario Rufo, amigo de Mecenas, Horacio y Virgilio (fue, junto con Tuca, quien 
publicó la Eneida) compuso esta tragedia, hoy perdida, para conmemorar la victoria de Accio. El juicio 
Antologías de la literatura latina 11 
Pero, como en el canon escolar, la selección de autores establecida por 
Quintiliano, grammaticus antes que crítico literario56, está encaminada a “fortalecer la 
capacidad oratoria” (10,1,44). De ahí que, junto a la ejemplaridad y la erudición, sean 
razones retóricas, más que auténtica crítica literaria, las que subyacen en los juicios de 
Quintiliano: Lucrecio es un autor “difícil” (10,1,87), Ovidio “lascivo” (88, 93), Lucano, 
“digno de ser imitado más por los oradores que por los poetas” (90), Tibulo, “el más 
correcto y elegante” (93) y, por tanto, mejor que Propercio, del mismo modo que 
Horacio —y por las mismas razones— es preferible a Lucilio (94), etc. Séneca, que 
cierra la selección, es quien merece un juicio más severo, precisamente por razones 
retóricas y por el efecto pernicioso que ejercía su popularidad entre los jóvenes: 
 
“En todo este elenco de la elocuencia, he dejado, a propósito, para el final a Séneca a causa de 
una falsa opinión generalizada, según la cual se cree que lo condeno e incluso que lo aborrezco. Y esto 
me ocurre por intentar reconducir con juicios más rigurosos un tipo de elocuencia corrompida y debilitada 
por todo tipo de vicios. Además, por entonces, Séneca era casi el único autor leído por los jóvenes” 
(Quint. inst. 10,1,125). 
 
(iii) Consecuencias de la selección. Puesto que las razones de la selección son 
las mismas, el canon de autores escolares de época imperial (y que se mantendrá, 
reducido a la “cuadriga de Mesio”, hasta la Edad Media) coincide prácticamente con la 
prelación que establece Quintiliano en cada uno de los géneros literarios: Virgilio 
(épica), Tibulo (elegía), Horacio (sátira y lírica), Vario (tragedia), Terencio (comedia), 
Salustio o Livio (historia) y Cicerón (oratoria y filosofía). 
No es una casualidad, como tampoco lo es el hecho de que hayan sido 
precisamente estos autores (con la excepción de Vario) los que mejor se nos han 
conservado hasta nuestros días. La escuela, por tanto, y el canon literario, inmutable en 
sus autores fundamentales durante casi un milenio57, van a ejercer un efecto positivo en 
la medida en que contribuyeron decisivamente a que, aun en las épocas más sombrías de 
la Antigüedad tardía58, se mantuviera el recuerdo de sus obras. Conviene no olvidar, 
además, que estos autores “clásicos”, y sobre todo Virgilio59, se convirtieron en objeto 
de atención primordial de los comentaristas, lo que contribuyó sinduda a que el texto de 
sus obras fuera respetado. Y aunque muchos de estos comentarios se nos han perdido60, 
 
laudatorio de Quintiliano (como autor trágico pero también como poeta épico) coincide con el de 
Horacio (carm. 1,6,1-4; sat. 1,10,43-44) y Tácito (dial. 12). 
56 Desde un punto de vista formativo, la lectura de estos autores sería gradual: Virgilio, tragedia y una 
selección de líricos en la enseñanza secundaria del grammaticus (Quint. inst. 1,8,5); Cicerón y Livio, 
como primeras lecturas con el rétor (inst. 2,5,19-20) y una selección amplia de autores (latinos y griegos) 
para completar la formación retórica. 
57 Sobre el canon medieval, cf., por ejemplo, E.R. Curtius, op. cit., pp. 367-372, y B. Munk Olsen, I 
classici nel canone scolastico altomedioevale, Florencia 1991. 
58 Los escasos y codiciados codices archetypi de los siglos IV-VI d.C, en letra capital o uncial, pertenecen 
precisamente a Virgilio, Terencio, Livio o Cicerón. Una descripción de estos códices se puede encontrar 
en E. Bickel, op. cit., pp. 17-19. 
59 Cf. S. Timpanaro, Per la storia della filologia virgiliana antica, Salerno ed., Roma 1986. No es una 
casualidad tampoco que la práctica de los centones se centre sobre todo en Virgilio, “el máximo 
paradigma literario y cultural”. Cf. G. Polara, “I centoni”, en G. Cavallo-P. Fedeli-A. Giardina (eds.), Lo 
spazio letterario di Roma antica. III. La ricezione del testo, Salerno ed., Roma, 1990, p. 263. 
60 Como, por ejemplo, los comentarios de Porfirio y el pseudo-Acrón (s. II d.C.) a Horacio. Sí se nos han 
conservado, en cambio, los comentarios (fundamentalmente históricos) de Asconio (s. I d.C.) a varios 
discursos de Cicerón. Por su parte, los comentarios de Donato y Servio continúan e integran toda una 
tradición anterior (así, para Virgilio, los comentarios de Cornuto, Probo, Aspro, etc.). Sobre estos 
comentarios, una excelente visión de conjunto la ofrece J.E.G. Zetzel, Latin Textual Criticism in 
Antiquity, Arno Press, N. York, 1981, pp. 75-200; y, de forma más resumida, M. Spallone, “I percorsi 
12 José Miguel Baños 
los que se nos han conservado (en especial, el de Donato a Terencio y el de Servio a 
Virgilio, ambos de la segunda mitad del s. IV d.C.) van a ejercer una gran influencia 
hasta la Edad Media como vehículo de transmisión misma de la literatura clásica61. 
Por último, determinadas obras menores de la literatura (desde la Rhetorica ad 
Herennium al Appendix vergiliana o la Octavia, el único ejemplo de tragedia de 
contenido romano) se nos han conservado en la medida en que se atribuyeron por error 
a alguno de estos autores clásicos (Cicerón, Virgilio y Séneca, respectivamente)62. 
 Pero junto a estos efectos positivos, no se pueden olvidar sus consecuencias 
negativas. En primer lugar, “víctimas de una vecindad que los eclipsa” la desgracia de 
muchos autores fue permanecer “a la sombra de los grandes”, una sombra que acabó 
cubriéndolos en el olvido63. Por otra parte, hemos visto que tanto en la enseñanza 
escolar de estos autores como en las reflexiones de Quintiliano o en los comentarios de 
Donato o Servio, prima la perspectiva retórica y lingüística sobre la crítica y el análisis 
literario. Ello provoca no pocas distorsiones, de las que la más evidente es, sin duda, el 
caso de Terencio, cuyo “único y más importante éxito (…) fue convertirse en el 
Menander Latinus en la biblioteca y en el aula más que en la escena”64. En efecto, 
Terencio tuvo más que dificultades para poder representar siquiera sus comedias, y no 
gozó ni del favor del público ni de la crítica posterior65: en el canon de los mejores 
comediográfos de Volcacio Sedígito (Gell. 15,24), ocupa el sexto lugar en una lista 
encabezada por Cecilio Estacio, Plauto y Nevio. También la crítica literaria actual 
coincide en que Terencio no resiste la comparación con Plauto en cuanto a vis comica; 
como tampoco, a buen seguro, con Cecilio Estacio, que no tuvo la suerte de perdurar en 
la escuela66 y con ello en la posteridad. 
 Es, por tanto, comprensible que, al señalar las distintas causas de la pérdida de 
una parte importante de la literatura latina, un autor como Bieler incluya, tras la 
decadencia cultural de la Antigüedad tardía y la cristianización del Imperio, la 
conversión en “clásicos” de determinados autores y la enseñanza escolar: 
 
medievali del testo: accessus, commentari, florilegi”, en G. Cavallo-P. Fedeli-A. Giardina (eds.), Lo 
spazio letterario… III, op. cit., pp. 417-442. 
61 Donato va a ser, además, con su ars maior y minor, un autor fundamental para la enseñanza del latín 
en la Edad Media. No es extraño, pues, que, entre las “causas de la conservación de los clásicos en la 
Alta Edad Media”, E. Bickel (op. cit., p. 31) cite en primer lugar el hecho de que “los escritores 
destinados a las escuelas, en la cúspide Virgilio, tenían las mayores probabilidades de subsistir”. 
62 El caso del Appendix vergiliana sigue suscitando controversia entre los estudiosos, ya que no hay 
acuerdo unánime sobre cuáles de estas composiciones son auténticamente virgilianas. Pero lo cierto es 
que no pocos de estos poemas, de características y temática muy diversa, difícilmente se habrían 
conservado de no haberse atribuido a Virgilio. Por su parte, la Rethorica ad Herennium, junto con el De 
inventione (“comentarios escolares, apenas dignos de mi edad actual”, Cic. De orat 1,5), precisamente 
por su carácter didáctico, se convirtieron “en uno de los principales vehículos de transmisión de la 
retórica clásica a la Edad Media” (J.M. Baños, Cicerón, Ediciones Clásicas, Madrid, 2000, p. 29), 
relegando a un segundo plano a sus dos grandes tratados, Orator y De oratore, como lo prueba su escasa 
presencia en los catálogos de las bibliotecas medievales. 
63 L. Duret, “Dans l´ombre des plus grands. I. Poètes et prosateurs mal connus de l´époque augustéénne”, 
ANRW II.30.3, 1983, p. 1449. Cf. también, “Dans l´ombre des plus grands. II. Poètes et prosateurs mal 
connus de la latinité d´argent”, ANRW II.32.5, 1986, pp. 3152-3346. 
64 E.J. Kenney-W. v. Clausen (eds.), op. cit., p. 152. 
65 Cicerón cita a Terencio más que a Plauto, pero precisamente para destacar la elegancia de su lengua 
(Att. 7,3,10) o la profundidad de sus contenidos (Tusc. 3,30). César coincidirá con los críticos modernos 
al señalar (Donat. vita Ter. 7) que, pese a su corrección lingüística (puri sermonis amator) a Terencio le 
faltaba vis comica. 
66 Quintiliano, al referirse a Cecilio, habla de que “los antiguos lo colman de elogios” (inst. 10,1,99). En 
su olvido (una vez pasada la moda arcaizante del s. II d.C, sus obras, con la excepción de Nonio, sólo son 
conocidas por antologías) tuvo sin duda que ver el juicio negativo (retórico y lingüístico) de Cicerón: 
malus enim auctor Latinitas est (De orat. 2,10,40; cf. también, Brut. 258). 
Antologías de la literatura latina 13 
 
 “Lo mejor es siempre enemigo de lo bueno: en la Antigüedad, en que el principio de la imitación 
dominaba, si es que no era una ley absoluta, sucedía que una obra maestra en su género oscurecía de tal 
modo a las precedentes menos perfectas, que poco a poco caían en el olvido. La Eneida de Virgilio y las 
Sátiras de Horacio debían sustituir, según la intención de sus autores, a las obras de Ennio y de Lucilio 
(…). Donde con más fuerza actúa la tendencia a abandonar a los autores menos perfectos es en la 
enseñanza. Un buen profesor sólo presentará como modelo a sus alumnos lo mejor; y quizás llegue a 
ponerles en guardia expresamente contra obras menos perfectas, como hizo Quintiliano (…) contra el 
estilo de Séneca entonces de moda: el ciceronianismo de Quintiliano ha ejercido su influencia casi hasta 
hoy”67.Los ejemplos de los Anales de Enio, “la pérdida más lamentable de toda la 
literatura latina”68, o de Lucilio, “uno de los más brillantes poetas de la literatura latina 
arcaica”69 son sin duda paradigmáticos, pero no los únicos. No menos importante, a mi 
juicio, es la pérdida de toda la oratoria latina republicana (con figuras como César, 
Hortensio o Licinio Calvo)70, eclipsada primero y condenada después al olvido, por 
culpa de Cicerón, quien ya se ocupó en el Brutus de presentarse a la posteridad como la 
culminación del género y que gozó además del refrendo de Quintiliano, el primer 
ciceroniano militante71. En fin, si la obra histórica de Tácito estuvo a punto de perderse, 
se debe en gran medida a que nuestro autor “llegó demasiado tarde para entrar en un 
repertorio limitado” en el que ya Salustio (y en parte Livio) parecían insustituibles72. 
 
 3. Las otras antologías: la literatura latina fragmentada. 
 
 Llegamos, por fin, al tercer nivel “antológico”, el más concreto y el más 
próximo también a la práctica actual de seleccionar fragmentos de la obra de uno o 
varios autores. Una práctica ya presente en la Antigüedad y que en Roma estuvo muy 
ligada a la escuela, lo que explica, a su vez, tres características fundamentales que, 
aunque con matices de una época a otra, presentan a mi juicio estas antologías: 
ejemplaridad, retoricismo y erudición. 
Por otra parte, las antologías, entonces y ahora, son uno de los resultados (el otro 
son los resúmenes, compendios o epítomes) de abreviar un texto para hacerlo accesible. 
Estas dos posibilidades (reducción del texto condensando su contenido, o bien selección 
de pasajes importantes o representativos) se interfieren y se confunden a veces en la 
práctica de los antiguos desde el momento en que sus motivaciones son similares73. 
 
67 L. Bieler, Historia de la literatura romana, Gredos, Madrid, 1980, pp. 18-19. 
68 Cf. E.J. Kenney-W. v. Clausen (eds.), op. cit., p. 98, que recogen el juicio de Escalígero: “Ennio, un 
poeta egregio, de extraordinario ingenio. ¡Ojalá lo tuviéramos completo y hubiéramos perdido a Lucano, 
Estacio, Silio Itálico y tous ces garçons-la…, aunque algunas veces huele a ajo, tiene un espíritu 
extraordinario”. 
69 R. Cortés, “Lucilio, inventor de la sátira romana”, en C. Codoñer (ed.), op. cit., p. 81. 
70 Cf. el capítulo de H. Bardon, “Autour de Cicéron”, op. cit., vol. I, pp. 211-245. 
71 Para Quintiliano “Cicerón es el nombre no de un personaje sino de la oratoria misma” (inst. 10,1,112). 
En este mismo sentido, no deja de ser significativa la norma formulada por Livio —y asumida por 
Quintiliano— de que, fuera de Cicerón, hay que estudiar al resto de autores “en la medida en que se le 
asemejan” (inst. 2,5,20). 
72 E.J. Kenney-W. v. Clausen (eds.), op. cit., p. 702. Si Tácito se nos ha conservado, se debe no tanto a 
sus méritos literarios cuanto al interés de los monasterios alemanes por el autor de la Germania (E. 
Bickel, op. cit., pp. 38 y 59). Por otra parte, si la anécdota es cierta, en la conservación de Tácito habría 
jugado también un papel el emperador del mismo nombre que, creyéndose descendiente del historiador, 
se preocupó (Hist. Aug. Tac., 10,3) de renovar los ejemplares de sus obras “en todas las librerías”. 
73 Los propios términos de florilegium o anthologia pertenecen a la lengua latina moderna. Los latinos 
utilizaban expresiones más genéricas, como por ejemplo, el verbo excerpere (“seleccionar fragmentos”) o 
los sustantivos collectio, excerpta, flores, dicta, notabilia. Cf., a este respecto, J. Hamesse, “Parafrasi, 
14 José Miguel Baños 
 (i) Antologías moralizantes y retóricas. El contenido ejemplarizante de los 
autores escolares, por un lado, y la finalidad eminentemente retórica de la educación 
romana, por otro, van a originar distintos tipos de selecciones o antologías. 
Así, sabemos, por ejemplo, que de autores como Horacio no se comentaba en la 
escuela toda su obra, sino una selección de la que se excluían los pasajes y poemas más 
licenciosos. Algo similar ocurría con Ovidio. Es decir, no sólo se excluyen autores del 
canon escolar, sino que en determinados casos se seleccionan los pasajes de los autores 
permitidos, una práctica que, por lo demás, va a persistir hasta nuestros días. En el caso 
de la literatura latina, se hace sobre todo evidente tras el triunfo del cristianismo y va a 
constituir el criterio fundamental para la elaboración de las antologías y florilegios en la 
Edad Media, que es la época (en especial los siglos XI y XII) en que este tipo de obras 
adquieren casi el rango de género literario74. 
Por otra parte, cuando Catón el Censor (234-149 a.C.), muy dado a las frases 
lapidarias, escribió un carmen de moribus (en prosa) pensando en la educación de su 
hijo, estaba posiblemente iniciando75 toda una tradición que perdurará durante siglos en 
el mundo latino76. En efecto, los Disticha Catonis, una colección de proverbios en 
parejas (dísticos) de hexámetros, recopilada a finales del s. III o comienzos del IV d.C., 
tienen tal vez su origen (aunque se fueran agregando con el tiempo otros proverbios y 
máximas) en la obra de Catón el Censor, por más que la tradición atribuyera esta 
colección a Catón de Útica (Cato minor), contemporáneo y enemigo de César77. Sea 
como fuere, lo cierto es que los Disticha (como la colección de sententiae atribuidas a 
Publilio Siro, mimógrafo de la época de César)78, convertidos en textos escolares79, 
tendrán una gran fortuna en la latinidad tardía y, sobre todo, en la Edad Media: cientos 
de manuscritos difunden, de forma abreviada o con interpolaciones, estas antologías de 
refranes de sabiduría popular80. 
 
florilegi e compendi”, en G. Cavallo-C. Leonardi-E. Menestò, Lo spazio letterario del medioevo. 1. Il 
medioevo latino. III. La ricezione del testo, Salerno ed., Roma, 1995, pp. 210-214; y las reflexiones en 
este mismo volumen del Prof. Marcos Martínez. 
74 Sobre las características de estos florilegios, cf. infra, § 3(iv) y B. Munk Olsen, “Les classiques latins 
dans les florilèges médiévaux antérieurs au XIIIe siècle”, RHT 9, 1979, pp. 49-57. 
75 En realidad, ya con anterioridad Apio Claudio el Ciego había escrito sus Sententiae como una selección 
de máximas morales con función educadora (Cic. Tusc. 4,4). Sobre esta práctica, cf. G.F. Gianotti, “I testi 
nella scuola”, en G. Cavallo-P. Fedeli-A. Giardina. (eds.), Lo spazio.., II, op. cit. pp. 433-438. 
76 El texto latino de los Disticha, con el comentario de Erasmo y la traducción castellana, se puede 
encontrar en A. García Masegosa, Los Dísticos de Catón (edición, traducción y notas), Public. Univ. de 
Vigo, Vigo 1997. Para un estudio más profundo, cf. P. Roos, Sentenza e proverbio nell´antichità e i 
“Distici di Catone”, Brescia, 1984. 
77 Pero también a un tal Dionisio Catón, gramático latino, que habría podido ser el compilador de la 
colección en el s. III d.C.. De ahí que en los manuscritos la obra reciba distintas denominaciones: Dionysii 
Catonis disticha de moribus ad filium, Dicta M. Catonis ad filium suum, Libri Catonis philosophi, 
Disticha moralia Catonis, Marci Catonis ad filium libri, etc. 
78 En realidad sólo una parte de las casi 700 sentencias, ordenadas alfabéticamente, pertenecen a Siro; las 
demás fueron agregándose hasta constituir esta colección, que como tal circulaba y fue utilizada como 
texto escolar ya en el s. I d.C. 
79 A este tipo de colecciones parece referirse Séneca (epist. 33,6-7) cuando dice: “Es inmensa la multitud 
de sentencias que se encuentran en cualquier parte; hay que asumirlas, más que coleccionarlas (…) Por 
eso se las damos a los niños para que las aprendan (y también las frases que los griegos llaman “chrías”), 
porque las puede comprender la inteligencia de unniño”. A esta misma categoría pertenecería el 
florilegio moral Liber de moribus, atribuido a Séneca, y sobre el que se configuraría más tarde un nuevo 
florilegio, los Senecae Monita. De época tardía, o tal vez ya medieval, son las Sententiae Varronis, 
atribuidas a Varrón según la moda de poner nombres famosos a estas colecciones. 
80 Que todavía nuestros padres hablen del “Catón” como de la cartilla para aprender a leer es indicativo de 
cómo una antología de máximas acabó confundiéndose con el aprendizaje mismo de los rudimentos 
Antologías de la literatura latina 15 
Dentro de esta misma tradición de reunir los hechos y frases más destacados de 
hombres célebres81 se incluyen los exempla. Sólo que los exempla, además de una 
mayor extensión y una estructura prefijada82, se diferencian de las colecciones de 
sententiae en el hecho, sobre todo, de que tienen una finalidad fundamentalmente 
retórica: ofrecer recursos, no sólo para discursos y declamaciones, sino para cualquier 
exposición literaria. De estos repertorios, reunidos como material para la ejercitación 
retórica, el ejemplo más conocido son los nueve libri factorum et dictorum 
memorabilium que Valerio Máximo dedica en el s. I d.C. al emperador Tiberio. 
Apoyándose en una tradición anterior (Nepote, Ático, Varrón), Valerio Máximo, 
moralista y rétor, ofrece a los oradores toda una colección de anécdotas y frases 
memorables, ordenada además por materias (religión, instituciones antiguas, etc.) y 
dividida en ejemplos nacionales y extranjeros. Decía Norden83 que “Valerio Máximo 
pertenece a esa serie de escritores en lengua latina insoportables hasta la desesperación 
por su falta de naturalidad”, pero lo cierto es que su obra, como los disticha Catonis o 
las sententiae de P. Siro, fue una de las más difundidas en la Edad Media. 
 
(ii) Antologías literarias. En realidad, la mayoría de ejemplos mencionados 
hasta ahora no son “antologías” en sentido estricto, por más que a veces así las 
califiquen los estudiosos de la literatura latina84. Y es que, hasta la época medieval 
apenas sí tenemos noticias (y textos) de antologías literarias, a no ser aquellas de 
carácter escolar con fines ejemplarizantes o retóricos, como la selección moralizante de 
la obra de Horacio a que me he referido antes. 
Un ejemplo de antología literaria de origen retórico es la que nos proporciona 
una anécdota, por lo demás trágica, de Suetonio: el emperador Domiciano hizo ejecutar 
a Metio Pompusiano porque, además de soñar con el imperio, “llevaba siempre consigo 
discursos de reyes y generales extraídos de T. Livio” (Suet. Dom. 10,3). Que tanto 
Livio como Salustio eran leídos y comentados en la escuela más como oradores que 
como historiadores lo confirma el hecho de que la primera antología de Salustio 
conservada, de finales del s. IV, se limita a recoger los discursos y cartas contenidos no 
sólo en sus monografías (De coniuratione Catilinae, De bello Iugurthino) sino también 
en sus Historiae, una obra ésta última actualmente perdida y de la que apenas habríamos 
sabido nada de no ser por dicha antología85. 
Al margen de estas antologías, surgidas al abrigo de una enseñanza escolar 
fundamentalmente retórica, las referencias a otro tipo de antologías literarias son más 
bien escasas. 
 
escolares. Cf. la definición de “catón” en el Diccionario de la RAE (op. cit, p. 311): “libro compuesto de 
frases y períodos cortos y graduados para ejercitar en la lectura a los principiantes”. 
81 Puestos a coleccionar, los latinos coleccionaban hasta antologías de chistes. César, por ejemplo, 
gustaba de reunir las frases ingeniosas, las pullas y chistes de Cicerón, como otros coleccionarán los 
dichos célebres del propio César. 
82 El exemplum suele constar de una introducción (exordium), la narración propiamente dicha y una 
reflexión sobre su contenido. Conviene tener presente que este uso estereotipado de los exempla tiene 
mucho que ver con la transformación, en época imperial, de la oratoria en meros ejercicios declamatorios 
y retóricos. 
83 E. Norden, Die Antike Kunstprosa, vol. I, Leipzig, 1898, p. 303. 
84 Bickel, por ejemplo, (op. cit. p. 445) habla de “florilegios morales” para referirse a los Disticha 
Catonis y a las sententiae de P. Siro. De todos modos, el término más habitual para definir este tipo de 
obras es el de “colección” (Kenney-Clausen, op. cit., pp. 755-6; M. V. Albrecht, op. cit., p. 896, etc.), 
término que veíamos presente (supra, nota 2) en las distintas definiciones de “antología”. 
85 Salvo esta antología (Vaticanus Latinus 3864) de las Historiae de Salustio sólo poseemos dos pequeños 
fragmentos de papiros (s. III d.C.) y alguno más amplio en un manuscrito del s. V d.C. 
16 José Miguel Baños 
Tal sería el caso, por ejemplo, de la colección de poesías “de pésimos poetas” 
contemporáneos que Licinio Calvo envía, como regalo envenenado, a su amigo Catulo 
(carm. 14) en el s. I a.C. con ocasión de las fiestas de las Saturnales. A su vez, un 
ejemplo de antología temática (aunque en lengua griega) podría ser el que nos 
proporciona Cicerón: su amigo y banquero Pomponio Ático estaba escribiendo un 
poema sobre Amaltea, la cabra nodriza de Júpiter, y había reunido al respecto “poemas 
e historias” en las que se hacía mención a la susodicha cabra (Cic. Att. 1,16,18). 
En fin, si hemos de hacer caso a Porfirio (s. III d.C.), comentarista de Horacio, 
un tal Floro, amigo del poeta augústeo, habría elaborado una antología del género 
satírico reuniendo para ello “pasajes elegidos (selecta) de Enio, Lucilio y Varrón” 
(Porph. Hor. Epp. 2,2), es decir, de los poetas satíricos anteriores a Horacio. 
 
 (iii) Epítomes y antologías: ¿erudición o pobreza cultural? A esta relación, y 
como un ejemplo más de antología literaria, habría que añadir los extractos (excerpta) 
de Lucrecio y Enio que, allá por el año 161 d.C., el emperador Marco Aurelio pidiera a 
su amigo Frontón (Fronto, p. 105 N.). La anécdota podría entenderse como una prueba 
de la dificultad de acceder directamente a las obras de estos dos autores “antiguos”, o 
bien (o además) como un testimonio más de la costumbre de utilizar directamente 
resúmenes o antologías de las obras literarias, sin necesidad de una lectura directa y 
completa de las mismas, con fines retóricos y educativos. Así, se suele señalar que 
“ante la oferta en el mercado librero de numerosas obras y al prevalecer una concepción 
enciclopédica del saber, fue propio de la edad imperial la difusión también en Roma de 
la costumbre de preferir a una lectura atenta y completa la de unos pasajes ejemplares, 
antologías y compendios”86. 
 Es posible que en los siglos I-II d.C., además de su utilidad escolar, los 
compendios, epítomes y antologías fueran en parte una consecuencia de esa concepción 
enciclopédica del saber y, por supuesto, de la necesidad de hacer accesibles obras como 
las de Livio87 demasiado extensas y demasiado costosas como para caber completas en 
la biblioteca de Marcial88. Pero si éste fue el origen y la razón de ser de estas prácticas 
abreviatorias, muy pronto epítomes y antologías se convirtieron en un fin en sí mismos 
y, sobre todo, en un síntoma de decadencia cultural: no es una casualidad que dicha 
práctica se generalice en el s. III d.C., un siglo en el que, coincidiendo con una grave 
crisis política y económica, apenas sí se cultivan los grandes géneros literarios, 
 
86 M. Geymonat, “Le mediazioni”, en G. Cavallo-P. Fedeli-A. Giardina (eds.), Lo spazio letterario… III 
op. cit., p. 288. 
87 Un caso similar son las Historiae Philippicae de Pompeyo Trogo, otro gran historiador de la época de 
Augusto, conservadas a través de dos epítomes: el de Justino,de comienzos del s. III d.C. (que él mismo 
denomina “florilegio”: breve veluti florum corpusculum feci) y el de Trogo. Ausonio con su De XII 
Caesaribus resume el De vita Caesarum de Suetonio, Nepociano (s. IV-V) la obra de Valerio Máximo, 
etc. Fuera del campo de la historiografía, el De verborum significatu del liberto de Augusto M. Verrio 
Flaco, toda una enciclopedia de erudición política, histórica, jurídica, lingüística y religiosa, fue 
condensada (¡en 20 libros!) por el gramático Festo en el s. II; a su vez, en el s. VIII la obra de Festo fue 
objeto de un nuevo epítome por Paulo Diácono. 
88 Mart. 14,190. Como se sabe, de los 142 libros de su Ab urbe condita sólo se nos han conservado, y 
posiblemente no por casualidad, la primera década (los orígenes de Roma) y los libros XXI-XLV (con las 
grandes victorias romanas desde la segunda guerra púnica a Pidna), es decir, textos particularmente 
importantes para la formación civil y moral de las nuevas generaciones. Pero los epítomes de su obra 
pronto comenzaron a surgir (cf. L. Bessone, “La tradizione epitomaria liviana in età imperiale”, ANRW 
2.30.2, 1982, pp. 1230-1263) y configuraron una tradición de la que beben historiadores posteriores: de 
Floro a Granio Liciniano, de Aurelio Víctor y Eutropio a Orosio, Casiodoro y Julio Obsecuente. Los 
resúmenes de Livio que se nos han conservado (las periochae) son del s. III o IV y gozaron de una rica 
tradición manuscrita medieval. 
Antologías de la literatura latina 17 
oscurecidos por este tipo de obras menores dirigidas a un público lector sin 
pretensiones literarias y que busca ante todo el detalle curioso y una información 
sustancial mínima89. 
Es verdad que la imposibilidad de acceder a la lectura de toda la producción de 
un autor, obliga, sobre todo desde una perspectiva didáctica, a seleccionar fragmentos 
representativos del mismo. El problema está cuando los epítomes o las antologías 
sustituyen a las obras que intentan abreviar y hacer accesibles. Tal amenaza se convirtió 
en una realidad en el caso de obras extensas como las de Livio, que fueron sustituidas 
por sus epítomes (y por los epítomes de sus epítomes), pero también con aquellas obras 
que no eran centrales en el programa escolar: si basta una buena cita, una anécdota 
brillante o un episodio ejemplar para llenar de colorido un discurso, enriquecer una 
argumentación o mostrarse erudito, ¿qué necesidad hay de leer una obra completa? Esta 
reflexión se hizo realidad en los siglos III y IV d.C., siglos por lo demás críticos, como 
vimos, para la conservación de la literatura por tantos otros motivos. 
Por supuesto que, una vez sustituidos los originales por sus resúmenes o 
antologías, éstos acabarán resultando fundamentales para la historia misma de los textos 
clásicos90. Pero que podamos hacernos una idea de las Historiae de Salustio por una 
antología de sus discursos, no debe hacernos olvidar que la existencia de esa antología 
tal vez contribuyó a la pérdida de la obra original. 
 
(iv) A modo de apéndice: la Anthologia Latina y los florilegios medievales. 
Aunque el límite inicial de esta exposición era la Antigüedad tardía, nuestro recorrido 
por las antologías de la literatura latina no podía concluir sin referirnos a la única obra 
que lleva este título (la Anthologia Latina) y sin hablar —si quiera brevemente— de la 
Edad Media, que es la época por excelencia de las antologías latinas. 
La denominada Anthologia Latina, creación de la filología moderna (A. Riese) a 
finales del siglo XIX, es en realidad un conglomerado de antiguos epigramas y poesía 
diversa, que abarca más de diez siglos de la literatura latina. Por ello es más oportuno, 
sin duda, el título alternativo sive poesis Latinae supplementum, porque, en sentido 
estricto, no hay ninguna selección, sino una simple recopilación de poesía dispersa tanto 
en inscripciones como en manuscritos de muy distinta naturaleza91. 
Dejando a un lado los tres volúmenes que recogen los carmina latina 
epigraphica (una recopilación de inscripciones de poesía sagrada y sepulcral, desde el 
 
89 I. Moreno, “Los autores de resúmenes”, en C. Codoñer (ed.), op. cit., p. 700. E. Bickel (op. cit. p. 256) 
insiste en esta misma idea: “El espíritu, que se contentaba con la redacción de textos gramaticales 
escolares, la explicación y extractos de autores clásicos y con el cultivo de la cultura general expuesta en 
compendios, se hizo cada vez más notorio por su pobreza y limitación” . 
90 En efecto, algunos de estos compendios y resúmenes “fueron importantes porque aseguraron la 
continuidad de la tradición clásica a lo largo de la Edad Media, cuando las grandes obras literarias no 
estaban disponibles o no se adaptaban a las necesidades y posibilidades de la época; algunas todavía 
tienen valor, al haberse perdido o mutilado sus fuentes” (L.D. Reynolds-N.G. Wilson, op. cit, pp. 49-50). 
Por citar un ejemplo, una compilación como el De compendiosa doctrina de Nonio Marcelo, todo un 
diccionario de erudición, contiene numerosas citas de obras hoy perdidas, entre ellas dos tragedias de 
Enio que Nonio resume y extracta en esta enciclopedia. 
91 Precisamente, la falta de un criterio organizativo claro ha llevado a D.R. Shackleton Bailey a intentar 
una nueva edición, eliminando algunas de las composiciones que había reunido A. Riese, pero 
manteniendo —como tributo a la tradición— un título, el de Anthologia, que reconoce inoportuno y 
ambiguo: “Nomen illud Anthologia Latina, tametsi rei ipsi parum aptum sit et vario virorum doctorum 
usu ambiguitatem molestam habeat, magis inveteravit quam ut respuere ausus sim”, en “praefatio” a 
Antohologia Latina. I. Carmina in codicibus scripta, rec. D.R. Shackleton Bailey, fasc. 1 (libri 
Salmasiani aliorumque carmina), Teubner, Stuttgart, 1982, p.iv. 
18 José Miguel Baños 
Canto de los hermanos Arvales hasta época cristiana)92, la parte de la Anthologia 
Latina que más nos interesa es la que contiene poemas transmitidos, no en 
inscripciones, sino a través de manuscritos93. En efecto, el fondo principal de esta parte 
de la Antología es el Codex Salmasianus, uno de los más antiguos y hermosos de la 
literatura latina (datado en los siglos VII a VIII) y que reúne a su vez una gran 
diversidad de composiciones poéticas en un período de tiempo muy amplio: desde un 
epitalamio a fragmentos de una tragedia, un libro de enigmas de Sinfosio en verso, el 
Pervigilium Veneris y la poesía neotérica de la época de los Antoninos, etc. 
Ahora bien, el contenido tal vez más interesante del Codex Salmasianus son los 
epigramas de famosos literatos (Séneca o Petronio), de personajes de la vida pública 
(emperadores), o de poetas tardíos como Luxorio, autor de un Liber epigrammaton en el 
siglo VI. En este sentido, da la impresión de que parte del contenido de este códice es el 
resultado de un trabajo de compilación de epigramas a lo largo del tiempo, ya que, 
como es bien sabido, “el género del epigrama parece destinado a adquirir formato de 
libro solamente en las colecciones de diversos autores”94, es decir, a través de antologías 
o florilegios. En definitiva, la Antohologia Latina, aun no siendo propiamente una 
antología, estaría recogiendo, en una parte del Codex Salmasianus, una tradición de 
recopilaciones o antologías epigramáticas. 
Pero, además, el Codex Salmasianus nos sirve de puente para hablar de la Edad 
Media, la época por excelencia de florilegios y antologías. 
Como es sabido, la mayoría de los florilegios que contienen autores clásicos 
latinos se encuentran en manuscritos de los siglos XI y XII, un período en el que se 
intensifica la producción escrita y se extiende la práctica de la lectura. Este renacimiento 
cultural supone, pues, una recuperación de

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