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La camara lucida - Roland Barthes - Alejandro de la Torre

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Este	 libro	no	es	un	 tratado	 sobre	 la	 fotografía	 como	arte,	 ni	mucho	menos
una	historia	sobre	el	tema.	Como	en	muchos	de	sus	trabajos,	Barthes	rehúye
los	 senderos	más	 trillados	 y	 se	 lanza	 a	 una	 especie	 de	 desciframiento	 del
signo	 expresivo,	 del	 objeto	 artístico,	 de	 la	 «obra»	 entendida	 como
mecanismo	productor	de	sentido.
En	este	caso	toma	como	punto	de	partida	unas	cuantas	fotografías,	con	el	fin
de	descubrir	«una	ciencia	nueva	para	cada	objeto»	y,	a	partir	de	ahí,	deducir
«el	 universal	 sin	 el	 cual	 no	 existiría	 la	 fotografía»,	 esa	 «alucinación»	 que
provoca	falsedad	en	el	nivel	de	la	percepción	y	verdad	en	el	nivel	del	tiempo.
El	 final	 de	 esta	 excursión	 al	 otro	 lado	 del	 espejo	 no	 solo	 proporciona	 un
conocimiento	 más	 profundo	 (e	 inesperado)	 del	 objeto	 estudiado,	 sino	 que
también	 desvela	 los	 mecanismos	 de	 la	 escritura	 ensayística	 enfrentada	 a
otra	escritura,	la	de	la	imagen	fija.
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Roland	Barthes
La	cámara	lúcida
Nota	sobre	la	fotografía
ePub	r1.2
Leflanevr	01.02.18
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Título	original:	La	chambre	Claire.	Note	sur	la	photographie
Roland	Barthes,	1980
Traducción:	Joaquim	Sala-Sanahuja
Retoque	de	cubierta:	Leflanevr
Editor	digital:	Leflanevr
ePub	base	r1.2
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En	homenaje
a	Lo	imaginario	de
Jean-Paul	Sartre
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Prólogo	a	la	edición	castellana
Escrito	 a	 la	 sombra	 de	 los	 graves	 enunciados	 nietzscheanos,	 a	 los	 que	 debe	 en
parte	la	posesión	de	un	estilo,	escrito	bajo	la	advocación,	también,	del	diario	íntimo
tal	como	 lo	practicara	André	Gide.	La	cámara	 lúcida	constituye	 la	parte	 final	de	 la
última	trilogía	de	Roland	Barthes.	Es	por	ello,	si	cabe,	un	libro	crepuscular:	con	él,	de
forma	velada,	impregnada	de	pudor,	adquiere	consistencia	una	especie	de	tratado	del
Tiempo,	de	la	Nostalgia	y,	en	definitiva,	de	la	Muerte.	Como	si,	al	final,	la	muerte	de
su	autor	pocas	semanas	después	de	la	publicación	del	libro	acudiese	a	marcar	con	el
sello	de	la	realidad	lo	que	de	trágico	tiene	ya	el	libro.
«Este	libro	defraudará	a	 los	fotógrafos»,	había	advenido	el	mismo	Barthes	poco
antes	 de	 su	 aparición.	 Pues	 nada	 tiene	 de	 común	 con	 un	 estudio	 de	 las	 técnicas
fotográficas	 o	 con	 el	 análisis	 de	 los	 estilos,	 y	 ni	 tan	 solo	 se	 detiene	 en	 lo	 que
constituye	formalmente	la	finalidad	última	de	los	estructuralistas:	la	clasificación.	La
escritura	 se	 apodera	 aquí	 de	 la	 fotografía,	 la	 interroga,	 propone,	 anticipa
provisionalmente	 ciertos	 elementos	 de	 ordenación	 del	material	 fotográfico	—tal	 la
aparente	oposición	studium/punctum—	que	luego	irán	asentándose,	transformándose
tras	 su	 confrontación	 con	 otros	 ejemplos	 para	 aparecer	 al	 fin	 como	 nexo	 entre	 la
fotografía	y	la	reacción	experimentada	por	el	sujeto	ante	ella.
Pues	lo	que	Roland	Barthes	persigue	ante	todo	a	lo	largo	de	su	última	trilogía	es
argumentar	sus	sensaciones	y	ofrendar	de	este	modo	su	individualidad	a	una	«ciencia
del	sujeto»	cuya	relación	con	las	otras	ciencias,	y	—en	especial	con	la	semiología—
se	diluye	a	medida	que,	paradójicamente,	el	sujeto	se	hace	consistente.	En	general,	las
últimas	obras	de	Barthes	 tendían	ya	hacia	esa	subjetivización.	En	contraste	con	sus
primeras	producciones,	especialmente	El	grado	cero	de	 la	escritura	 (1953)	y	 acaso
también	las	Mitologías	(1957),	que	aparecían	ordenadas	como	un	intento	de	elucidar
una	mitología	social	a	partir	de	 las	 influencias	 inmediatas	de	Sartre,	Marx	y	Brecht
las	 obras	 posteriores	 a	El	placer	del	 texto	 (1973)	 certifican	 el	 cambio	 que	 tal	 libro
apuntaba	 en	 el	 sentido	 de	 la	 subjetivización.	 Así,	 en	 1975	 es	 publicado	 Roland
Barthes	por	Roland	Barthes,	el	reverso	de	cuya	portada	contiene	en	negativo,	como
en	una	transgresión	confesada	pero	inconfesable,	una	advertencia	que	seguirá	siendo
válida	para	los	libros	posteriores	y	en	especial	para	el	presente:	«Todo	esto	debe	ser
considerado	como	si	fuese	dicho	por	un	personaje	de	novela».
Desde	entonces	la	escritura	de	Roland	Barthes	se	sumirá	en	un	mar	de	apuntes,	de
notas	 y	 fragmentos	 cuyo	 denominador	 común	 es	 un	 yo	 distante,	 tonsurado	 por	 la
perfección,	por	el	perfeccionismo	de	la	escritura,	un	yo	que	dentro	de	esta	teoría	«de
ficción»	 se	 transformará	 eventualmente	 en	 él	 («él	 se	 siente…»,	 «alguien	 le
interroga…»,	«su	discurso	funciona…»),	cambio	de	persona,	acaso	cambio	de	tiempo
verbal	 también,	 pero	 en	 modo	 alguno	 pluralización	 del	 sujeto	 o	 desdoblamiento.
Paralelamente,	la	escritura	se	hace	entrecortada,	fragmentaria.	El	yo	del	texto,	como
en	el	caso	del	narrador	proustiano,	interroga	el	gesto,	el	objeto,	todo	lo	que	rodea	el
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quehacer	cotidiano,	y	lo	introduce	en	la	dimensión	del	recuerdo,	de	la	confrontación,
con	la	intención	plenamente	intelectual	de	interpretar	la	realidad,	sin	ocultar	por	ello
lo	que	de	pasional,	de	deseo,	posee	tal	ejercicio.	Nietzsche,	en	Más	allá	del	bien	y	del
mal,	anticipa	la	conexión	de	lo	filosófico	con	la	subjetividad	y,	en	nuestro	caso,	con
lo	que	clásicamente	se	ha	dado	en	llamar	«diario	íntimo»:	«Poco	a	poco	se	me	ha	ido
manifestando	 qué	 es	 lo	 que	 ha	 sido	 hasta	 ahora	 toda	 gran	 filosofía:	 a	 saber,	 la
autoconfesión	de	su	autor	y	una	especie	de	mémoires	 (en	 francés	en	el	original)	no
queridas	y	no	advertidas».	Esta	asimilación	de	las	grandes	filosofías	a	una	memoria
íntima	alcanzará	en	el	último	Barthes	su	sentido	más	literal.	A	pesar	del	subterfugio
de	 la	 «ficción».	 En	Fragments	 d’un	 discours	 amoureux	 (1977),	 un	 yo	 enamorado
experimenta	en	primera	persona	todo	el	proceso	y	los	accidentes	del	enamoramiento,
y	 de	 su	 reflexión	 va	 surgiendo	 lentamente	 el	 discurso,	 un	 discurso-tipo,	 del
enamorado.	Con	 la	 dramatización	del	 texto,	 la	 obra	 se	 convierte	 en	una	 especie	de
novela	o	en	algo	heteróclito	que	arranca	del	terreno	de	lo	imaginario.	Por	lo	demás,
Fragments	 d’un	 discours	 amoureux	 es	 confeccionado	 a	 partir	 de	 un	 texto-guía,	 el
Werther	 de	 Goethe,	 arquetipo	 del	 amor-pasión,	 y	 abunda	 en	 referencias	 a	 lo	 que
Barthes	llamaba	«lecturas	de	noche»,	es	decir,	textos	cuya	lectura	tenía	como	objetivo
primordial	el	placer:	Blake,	Proust,	Balzac,	Brecht,	Gide,	el	Zen…	Ante	tal	suerte	de
hedonismo	 cultural,	 por	 lo	 demás	 profundamente	 enraizado	 en	 la	 civilización
francesa	 y	 en	 grado	 extremo	 en	 el	 mundillo	 parisiense,	 podríase	 pensar	 que	 la
subjetivización,	 con	 todos	 sus	 refinamientos,	 iba	 dirigida	 a	 la	 galería	 que	 en	 los
últimos	tiempos	colmó	a	Barthes	de	incienso.	O	lo	que	es	lo	mismo:	que	se	trataba	de
un	ejercicio	de	frivolidad.	Cuando	en	realidad	esa	«dramatización»	del	texto	cubría	o
encubría	 una	 especie	 de	 autoconfesión,	 en	 el	 terreno	 de	 lo	 pasional,	 al	 que,	 sin
embargo,	sus	coetáneos	no	eran	ajenos.
En	 último	 término,	 cabría	 interpelar	 a	 los	 precedentes	 literarios	 de	 Barthes,	 al
Gide	maestro	 del	 diario	 íntimo	 que	 se	 ofrece	 en	 sacrificio	 en	 una	 de	 las	 mayores
exhibiciones	del	 siglo,	 su	Journal.	 Pero	 lo	que	distanciaba	 a	Barthes	de	Gide,	más
allá	 de	 las	 circunstancias	 cronológicas	 e	 intelectuales,	 era	 posiblemente	 de	 índole
personal:	el	pudor.	De	no	ser	por	el	pudor	del	que	siempre	hizo	gala	—aunque	algo
menos	 en	 estos	 últimos	 años,	 y	 esto	 por	 razones	 personales—,	 Roland	 Barthes
hubiera	 sido	 un	 escritor	—o	un	poeta,	 según	 la	 acepción	de	Stefan	Zweig—	de	 su
vida.	A	pesar	de	que	nunca	cesara	de	afirmar,	como	en	Roland	Barthes	por	Roland
Barthes,	que	 todos	 los	elementos	biográficos	que	 intervenían	en	su	discurso	debían
ser	consignados	como	puros	elementos	de	ficción,	como	elementos	pertenecientes	a
una	 novela	 familiar.	 Al	 final,	 sin	 embargo,	 el	 peso	 de	 esta	 ambigüedad	 entre	 lo
biográfico	(o	íntimo)	y	lo	teórico	es	suficiente	para	intuir	una	distanciación	del	autor
para	 con	 su	 pasado	 «científico»,	 aportandocomo	 prueba	 el	 contraste	 entre	 la
semiología	original	y	la	«ciencia	del	sujeto»	que	constituye,	por	así	decir,	la	coartada
de	las	últimas	obras.
Por	un	lado,	pues,	la	teoría,	con	la	semiología	y	su	discurso	de	exploración;	por	el
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otro,	aunque	ligado	al	anterior,	el	sujeto	ofreciéndose	como	cuerpo	del	experimento	e,
indirectamente,	 como	 protagonista	 de	 una	 gran	 novela.	 No	 está	 claro	 que,	 entre
ambos	 extremos,	 sea	 la	 Semiología	 como	 ciencia	 la	 que	 se	 lleve	 la	 mejor	 parte.
Podría	parecer,	incluso,	que	la	ciencia	de	los	signos	es	tan	solo	una	de	las	vertientes
obsesivas	 del	 personaje	 de	 nuestra	 novela,	 uno	 de	 esos	 leitmotiv	 que	 la	 crítica
moderna	cree	percibir	en	muchos	personajes	de	Zola	o	en	el	universo	de	Proust.	Todo
esto,	Barthes	lo	sabía,	y	es	evidente	que	la	intención	primordial	de	sus	últimos	libros
se	centra	en	dicho	juego	ambivalente.
Si	Fragments	d’un	discours	amoureux	se	ocupaba	del	lenguaje	que	nace	en	torno
al	amor,	La	cámara	lúcida	cubre	el	polo	opuesto:	la	Muerte.	Entre	ambos	libros,	en	el
intervalo	de	tres	años,	Barthes	había	escrito,	leído	y	publicado	su	breve	Leçon,	 texto
de	la	clase	inaugural	de	su	cátedra	de	Semiología	en	el	College	de	France	—ante	cuya
sede	 fue	 víctima	 del	 accidente	 que	 le	 costó	 la	 vida—,	 al	 que	 siguió	 otro	 texto
igualmente	 breve,	 Sollers	 écrivain,	 dedicado	 al	 escritor	 Philippe	 Sollers,	 máximo
exponente	de	la	tan	traída	vanguardia	parisiense.	Entretanto	se	va	decantando	lo	que
desde	 hace	 tiempo	 se	 esperaba	 de	 Barthes:	 un	 trabajo	 sobre	 la	 fotografía	 que
contendrá	a	la	vez	una	reflexión	sobre	la	muerte.	Roland	Barthes	se	había	ocupado	ya
del	«lenguaje»	cinematográfico	e,	indirectamente,	de	la	fotografía	en	las	Mitologías,
a	finales	de	los	años	cincuenta,	y	de	modo	igualmente	disperso	en	varios	artículos	de
la	misma	época.	Tanto	en	el	caso	del	cine	como	en	el	de	la	fotografía,	el	análisis	de
tipo	 semiológico	 que	 Barthes	 proponía	 por	 aquel	 entonces	 se	 enfrentaba	 a	 una
dificultad	básica:	para	que	el	 cine	pueda	 ser	 tratado	como	un	 lenguaje	es	necesario
que	 existan	 elementos	 que	 no	 sean	analógicos	 y	 que	 además	 puedan	 ser	 objeto	 de
sistematización.	 Sin	 embargo,	 es	 difícil	 discernir	 en	 la	 imagen	 cinematográfica
partículas	discontinuas,	significantes	cuyo	significado	no	esté	directamente	adosado	a
ellos:	 el	 cine	 está	 hecho	 de	 elementos	 analógicos	 (gestos,	 paisajes,	 animales…),
incapaces	de	entrar	en	el	 juego	de	una	combinatoria,	 tal	como	exige	 todo	 lenguaje.
Esto	los	convierte	en	sistemas	pobres,	cuyo	estudio	semiológico	no	tiene	sentido.	Sin
embargo,	 a	 pesar	 de	 que	 el	 filme	 comporte	 una	 representación	 analógica	 de	 la
realidad,	 existen	 también	 elementos	 que,	 por	 ser	 usuales	 en	 el	 universo	 de	 la
colectividad,	no	son	directamente	simbólicos,	sino	que	se	encuentran	culturalizados,
convencionalizados.	Es	lo	que	Barthes	llama	«elementos	retóricos»	o	«elementos	de
connotación»:	 dichos	 elementos,	 desligados	 de	 su	 simbolismo,	 pueden	 constituir
sistemas	de	significación	secundaria	que	se	superponen	al	discurso	analógico.	Así,	si
bien	el	análisis	semiológico	de	un	filme	no	 tiene	propiamente	sentido,	el	 inventario
de	 los	 elementos	 retóricos,	 connotadores,	 asimilables	 a	 signos,	 puede	 conducir	 al
establecimiento	 de	 una	 retórica	 del	 filme.	 Tales	 elementos	 son	 ya	 analizables
semiológicamente	y	forman	parte	de	lo	que	suele	llamarse	«estilo».
Algo	parecido	ocurre	con	la	fotografía.	La	imagen	fotográfica	es	la	reproducción
analógica	 de	 la	 realidad	 y	 no	 contiene	 ninguna	 partícula	 discontinua,	 aislable,	 que
pueda	ser	considerada	como	signo.	Sin	embargo,	existen	en	ella	elementos	retóricos
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(la	 composición,	 el	 estilo…),	 susceptibles	 de	 funcionar	 independientemente	 como
mensaje	 secundario.	 Es	 la	 connotación,	 asimilable	 en	 este	 caso	 a	 un	 lenguaje.	 Es
decir:	es	el	estilo	lo	que	hace	que	la	foto	sea	lenguaje.
A	partir	de	esta	premisa,	 elemental	 en	el	universo	de	 la	 semiología,	 se	 teje	una
especie	 de	 interrogación	 de	 la	 imagen	 fotográfica.	 Por	 medio	 de	 la	 connotación,
Barthes	 intentará	 delimitar	 ahora	 qué	 es	 lo	 que	 en	 la	 fotografía	 produce	 un	 efecto
específico	sobre	el	observador,	qué	es	lo	particular,	lo	propio,	cuál	es	la	esencia	de	la
fotografía,	cuál	el	enigma	que	la	hace	fascinante	(y	en	particular	para	ciertas	fotos)…
La	 búsqueda	 de	 la	 esencia	 de	 la	 fotografía	 a	 través	 de	 elementos	 concretos	 y
generalmente	puntuales	que	forman	parte	de	la	imagen	fotográfica,	pero	que	pueden
pasar	 inadvertidos	 al	 examinar	 su	 mensaje	 inmediato,	 enlaza	 con	 los	 objetivos
últimos	(!)	de	la	gran	filosofía.	Además,	dado	que	lo	que	se	oculta	tras	la	fotografía,
lo	 que	 se	 ampara	 indefectiblemente	 en	 la	 imagen	 fotográfica,	 es	 la	 Muerte,	 la
búsqueda	de	Barthes	adquiere	un	carácter	romántico	indudable.	A	la	pluralidad	de	su
discurso	—pues	en	el	de	ahora	aparecen	indistintamente	referencias	al	psicoanálisis,	a
la	 semiología	 en	 sus	 aspectos	 más	 amplios,	 al	 análisis	 sociológico,	 a	 todo	 lo	 que
desde	 cualquier	 ángulo	 pueda	 contribuir	 a	 interpretar	 la	 civilización	 de	 nuestro
tiempo—	 se	 añade	 la	 presencia	 del	 yo,	 del	 sujeto,	 del	 alma	 sensible	 sometida	 a	 la
prueba	de	la	fotografía.
Al	 tiempo	interrumpido,	a	 la	plasmación	de	 lo	que	fue,	se	refiere,	pues,	el	 libro
presente.	Mientras	que	a	su	alrededor,	como	en	un	zumbar	de	insectos,	se	acumulan
los	 corolarios	 de	 un	 teorema	 extraño	 que	 asociaría	 la	 muerte	 a	 la	 creación	 de
imágenes.	La	 fotografía	 recoge	una	 interrupción	del	 tiempo	 a	 la	 vez	que	 construye
sobre	el	papel	preparado	un	doble	de	la	realidad.	De	ello	se	infiere	que	la	muerte,	o	lo
que	es	lo	mismo:	la	evidencia	del	esto-ha-sido,	va	ligada	esencialmente	a	la	aparición
(o	 elaboración)	 del	 doble	 en	 la	 imagen	 fotográfica.	 Esto	 es	 corroborado	 por	 la
etnología,	 la	 cual	 se	hace	eco	 (término	no	 inocente)	del	pánico	de	muchos	pueblos
primitivos	hacia	la	fotografía	—pánico	que,	según	cuentan,	subsiste	todavía	en	ciertas
zonas	 de	Las	Hurdes	 y	 de	Albacete—.	El	 gran	 psicoanalista	Otto	Rank	 precisa	 en
Don	 Juan	 y	 el	 doble,	 su	 obra	 más	 conocida,	 el	 origen	 de	 estas	 asociaciones
estudiando	 ejemplos	 literarios	 clásicos:	 el	 tema	 de	 la	 sombra,	 del	 personaje	 que
pierde,	 abandona	 o	 vende	 su	 sombra,	 como	 en	 la	 historia	 de	 Peter	 Schlemihl,	 del
romántico	Chamisso,	o	en	muchos	de	los	cuentos	fantásticos	de	E.	T.	A.	Hoffmann;	el
del	retrato	como	garantía	mefistofélica	de	eternidad,	cuyo	ejemplo	más	divulgado	es
la	historia	wildeana	del	retrato	de	Dorian	Gray;	el	tema	del	reflejo	y	las	variantes	del
narcisismo;	 el	 lema	de	 la	gemelidad,	 de	 gran	 solera	 en	 la	 literatura	 infantil	 o	 en	 la
obra	del	mismo	Hoffmann,	de	Julio	Verne,	de	Kafka…	En	todos	los	casos	es	la	suerte
lo	que	permite	(o	provoca)	que	el	personaje	recupere	su	unicidad.	En	lo	concerniente
a	la	imagen	fotográfica,	cabría	considerar	—y	Barthes	no	habría	disentido	de	ello—
que	 la	 fotografía	 solo	 adquiere	 su	 valor	 pleno	 con	 la	 desaparición	 irreversible	 del
referente,	 con	 la	 muerte	 del	 sujeto	 fotografiado,	 con	 el	 paso	 del	 tiempo…	 En	 la
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fotografía	 del	 referente	 desaparecido	 se	 conserva	 eternamente	 lo	 que	 fue	 su
presencia,	 su	 presencia	 fugaz	 —esa	 fugacidad,	 con	 su	 evidencia,	 es	 lo	 que	 la
fotografía	 contiene	 de	 patético—,	 hecha	 de	 intensidades.	 Dicho	 de	 otro	 modo:	 es
imposible	 separar	 el	 referente	 de	 lo	 que	 es	 en	 sí	 la	 foto.	 Y	 de	 aquí,	 al	 cabo,	 la
deducción	de	Barthes:	la	esencia	de	la	fotografía	es	precisamente	esta	obstinación	del
referente	en	estar	siempre	ahí.
La	fotografía	es	más	que	una	prueba:	no	muestra	tan	solo	algo	que	ha	sido,	 sino
que	también	y	ante	todo	demuestra	que	ha	sido.	En	ella	permanece	dealgún	modo	la
intensidad	 del	 referente,	 de	 lo	 que	 fue	 y	 ya	 ha	 muerto.	 Vemos	 en	 ella	 detalles
concretos,	aparentemente	secundarios,	que	ofrecen	algo	más	que	un	complemento	de
información	 (en	 tanto	 que	 elementos	 de	 connotación):	 conmueven,	 abren	 la
dimensión	 del	 recuerdo,	 provocan	 esa	 mezcla	 de	 placer	 y	 dolor,	 la	 nostalgia.	 La
fotografía	es	la	momificación	del	referente.	El	referente	se	encuentra	ahí,	pero	en	un
tiempo	que	no	le	es	propio.	Con	detalles	dispersos	—un	gesto	hoy	en	día	poco	usual,
un	ornamento…—	que	lo	hacen	impropio.	El	Tiempo	—o	incluso	la	superposición	de
tiempos	distintos	y	quizá	contrapuestos—	puede	ser	uno	de	tales	«detalles»	invisibles
a	 primera	 vista.	 Pues	 el	 referente	 rasga	 con	 la	 contundencia	 de	 lo	 espectral	 la
continuidad	del	 tiempo.	La	foto	es	para	el	referente	 lo	que	el	hielo	para	el	alpinista
que	 el	 glaciar	 del	 Montblanc	 abandona	 en	 su	 falda	 siglo	 y	 medio	 después	 del
accidente	mortal:	un	trámite	tanatológico	que	nos	presenta	de	pronto,	abruptamente,
lo	que	fue	tal	como	fue.	Como	si	el	fotógrafo	fuese	en	el	límite	un	taxidermista	de	ese
haber	existido,	con	la	sola	diferencia	de	que	el	fotógrafo	no	falsea	el	 interior	de	los
cuerpos,	 no	 interviene	 en	 ellos,	 en	 su	 interior,	 sino	 que	 nos	 los	 presenta	 tal	 como
fueron	 en	 un	 instante	 concreto,	 enmarcados	 únicamente	 por	 los	 bordes	 de	 la	 placa
fotográfica.
Por	 último,	 es	 necesario	 hacer	 mención	 de	 algo	 que	 en	 La	 cámara	 lúcida	 es
inseparable	de	la	muerte:	el	amor	y	la	nostalgia.	De	cada	página	emana	la	nostalgia
del	amor	materno.
La	escritura,	curiosamente,	encuentra	uno	de	sus	polos	en	la	foto	de	la	madre	de
Roland	Barthes,	la	llamada	foto	del	Invernadero,	descrita	pero	jamás	mostrada.	En	su
juego	ambivalente,	el	libro,	presentado	como	una	nota	sobre	la	Fotografía,	es	también
explícitamente	un	homenaje	del	autor	hacia	su	madre,	fallecida	poco	antes.	Contiene,
en	efecto,	más	que	una	teoría	de	la	fotografía,	un	modo,	un	cariz	especial	en	el	modo
de	enfrentarse	a	la	imagen	fotográfica:	pues	de	lo	que	se	trata	al	mismo	tiempo	es	de
extraer	de	la	memoria,	a	través	de	la	fotografía	—en	este	caso	la	foto	del	Invernadero
—,	la	presencia,	el	retomo	del	ser	en	un	tiempo	pasado,	a	fin	de	someterse	—pero	es
una	sumisión	enfermiza,	de	corte	proustiano—	al	placer	de	la	nostalgia.
Joaquim	Sala-Sanahuja
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I
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Un	día,	hace	mucho	tiempo,	di	con	una	fotografía	de	Jerónimo,	el	último	hermano
de	Napoleón	(1852).	Me	dije	entonces,	con	un	asombro	que	después	nunca	he	podido
despejar:	 «Veo	 los	 ojos	 que	 han	 visto	 al	 Emperador».	 A	 veces	 hablaba	 de	 este
asombro,	pero	como	nadie	parecía	compartirlo,	ni	tan	solo	comprenderlo	(la	vida	está
hecha	así,	a	base	de	pequeñas	soledades),	lo	olvidé.	Mi	interés	por	la	Fotografía	tomó
un	cariz	más	cultural.	Decreté	que	me	gustaba	 la	 fotografía	en	detrimento	del	cine,
del	 cual,	 a	 pesar	 de	 ello,	 nunca	 llegué	 a	 separarla.	 La	 cuestión	 permanecía.	 Me
embargaba,	 con	 respecto	 a	 la	Fotografía,	 un	 deseo	«ontológico»:	 quería,	 costase	 lo
que	costara,	 saber	 lo	que	aquella	era	«en	sí»,	qué	 rasgo	esencial	 la	distinguía	de	 la
comunidad	de	las	imágenes.	Tal	deseo	quería	decir	que	en	el	fondo,	al	margen	de	las
evidencias	procedentes	de	la	técnica	y	del	uso,	y	a	pesar	de	su	formidable	expansión
contemporánea,	yo	no	estaba	seguro	de	que	la	Fotografía	existiese,	de	que	dispusiese
de	un	«genio»	propio.
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¿Quién	 podía	 guiarme?	 Desde	 el	 primer	 paso,	 el	 de	 la	 clasificación	 (pues	 es
necesario	 clasificar,	 contrastar,	 si	 se	 quiere	 constituir	 un	 corpus),	 la	 Fotografía	 se
escapa.	 Las	 distribuciones	 a	 las	 que	 se	 la	 suele	 someter	 son,	 efectivamente,	 bien
empíricas	 (Profesionales/Aficionados),	 bien	 retóricas
(Paisajes/Objetos/Retratos/Desnudos),	 bien	 estéticas	 (Realismo/Pictorialismo),	 y	 en
cualquier	caso	exteriores	al	objeto,	sin	relación	con	su	esencia,	la	cual	no	puede	ser
(si	es	que	existe)	más	que	la	Novedad	de	la	que	aquella	ha	sido	el	advenimiento;	pues
tales	 clasificaciones	 podrían	 muy	 bien	 ser	 aplicadas	 a	 otras	 formas	 antiguas	 de
representación.	Diríase	que	la	Fotografía	es	inclasificable.	Me	pregunté	entonces	cuál
podía	ser	la	causa	de	todo	este	desorden.
Y	 esto	 es	 lo	 que	 primeramente	 encontré.	 Lo	 que	 la	 Fotografía	 reproduce	 al
infinito	únicamente	ha	tenido	lugar	una	sola	vez:	la	Fotografía	repite	mecánicamente
lo	que	nunca	más	podrá	 repetirse	existencialmente.	En	ella	el	acontecimiento	no	se
sobrepasa	jamás	para	acceder	a	otra	cosa:	la	Fotografía	remite	siempre	el	Corpus	que
necesito	al	cuerpo	que	veo,	es	el	Particular	absoluto,	la	Contingencia	soberana,	mate
y	elemental,	el	Tal	(tal	foto,	y	no	la	Foto),	en	resumidas	cuentas,	la	Tuché,	la	Ocasión,
el	 Encuentro,	 lo	 Real	 en	 su	 expresión	 infatigable[1].	 Para	 designar	 la	 realidad	 el
budismo	emplea	la	palabra	sunya,	el	vacío;	y	mejor	todavía:	tathata,	el	hecho	de	ser
tal,	de	ser	así,	de	ser	esto:	tat	quiere	decir	en	sánscrito	esto[2]	y	recuerda	un	poco	el
gesto	del	niño	que	señala	algo	con	el	dedo	y	dice:	¡Ta,	Da,	Sa[3]!	Una	fotografía	se
encuentra	siempre	en	el	límite	de	este	gesto.	La	fotografía	dice:	esto,	es	esto,	es	asá,
es	 tal	 cual,	 y	 no	 dice	 otra	 cosa;	 una	 foto	 no	 puede	 ser	 transformada	 (dicha)
filosóficamente,	está	enteramente	lastrada	por	la	contingencia	de	la	que	es	envoltura
transparente	y	ligera.	Muestre	sus	fotos	a	alguien;	ese	alguien	sacará	inmediatamente
las	 suyas:	 «Vea,	 este	 de	 aquí	 es	 mi	 hermano;	 aquel	 de	 allá	 mi	 hijo»,	 etcétera;	 la
Fotografía	nunca	es	más	que	un	canto	alternado	de	«Vea»,	«Ve»,	«Vea	esto»,	señala
con	el	dedo	cierto	vis-à-vis[4]	y	no	puede	salirse	de	ese	puro	lenguaje	deíctico.	Es	por
ello	que,	 del	mismo	modo	que	es	 lícito	hablar	de	una	 foto,	me	parecía	 improbable
hablar	de	la	Fotografía.
Tal	foto,	en	efecto,	jamás	se	distingue	de	su	referente	(de	lo	que	ella	representa),	o
por	 lo	menos	no	 se	distingue	en	el	 acto	o	para	 todo	el	mundo	 (como	ocurriría	 con
cualquier	otra	 imagen,	sobrecargada	de	entrada	y	por	estatuto	por	 la	 forma	de	estar
simulado	 el	 objeto):	 percibir	 el	 significante	 fotográfico	 no	 es	 imposible	 (hay
profesionales	que	 lo	hacen),	pero	exige	un	acto	secundario	de	saber	o	de	 reflexión.
Por	 naturaleza,	 la	 Fotografía	 (hemos	 de	 aceptar	 por	 comodidad	 este	 universal,	 que
por	el	momento	solo	nos	remite	a	 la	repetición	 incansable	de	 la	contingencia)	 tiene
algo	de	tautológico:	en	la	fotografía	una	pipa	es	siempre	una	pipa,	irreductiblemente.
Diríase	que	la	Fotografía	lleva	siempre	su	referente	consigo,	estando	marcados	ambos
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por	 la	 misma	 inmovilidad	 amorosa	 o	 fúnebre,	 en	 el	 seno	 mismo	 del	 mundo	 en
movimiento:	están	pegados	el	uno	al	otro,	miembro	a	miembro,	como	el	condenado
encadenado	a	un	cadáver	en	ciertos	suplicios;	o	también	como	esas	parejas	de	peces
(los	 tiburones,	 creo,	 según	dice	Michelet)	que	navegan	 juntos,	 como	unidos	por	un
coito	eterno.	La	Fotografía	pertenece	a	aquella	clase	de	objetos	laminares	de	los	que
no	podemos	separar	dos	láminas	sin	destruirlos:	el	cristal	y	el	paisaje,	y	por	qué	no:	el
Bien	 y	 el	 Mal,	 el	 deseo	 y	 su	 objeto:	 dualidades	 que	 podemos	 concebir,	 pero	 no
percibir	 (yo	no	sabía	 todavía	que	de	esa	obstinación	del	Referente	en	estar	siempre
ahí	iba	a	surgir	la	esencia	que	buscaba).
Esta	 fatalidad	 (no	 hay	 foto	 sin	 algo	 o	 alguien)	 arrastra	 la	 Fotografía	 hacia	 el
inmenso	 desorden	 de	 los	 objetos	 —de	 todos	 los	 objetos	 del	 mundo:	 ¿por	 qué
escoger[5]	 (fotografiar)	 tal	 objeto,	 tal	 instante,	 y	 no	 otro?—.	 La	 Fotografía	 es
inclasificable	por	el	hecho	de	que	no	hay	razón	para	marcar	una	de	sus	circunstancias
en	concreto:	quizá	quisiera	convertirse	en	tan	grande,	segura	y	noble	como	un	signo,
lo	cual	le	permitiría	acceder	a	la	dignidad	de	unalengua;	pero	para	que	haya	signo	es
necesario	que	haya	marca;	privadas	de	un	principio	de	marcado,	las	fotos	son	signos
que	no	cuajan,	que	se	cortan,	como	la	leche.	Sea	lo	que	fuere	lo	que	ella	ofrezca	a	la
vista	y	sea	cual	fuere	la	manera	empleada,	una	foto	es	siempre	invisible:	no	es	a	ella	a
quien	vemos.
Total,	que	el	referente	se	adhiere.	Y	esta	singular	adherencia	hace	que	haya	una
gran	dificultad	en	enfocar	el	tema	de	la	Fotografía.	Los	libros	que	tratan	del	tema,	por
lo	 demás	 mucho	 menos	 numerosos	 que	 para	 otro	 arte,	 son	 víctimas	 de	 dicha
dificultad.	 Los	 unos	 son	 técnicos;	 para	 «ver»	 el	 significante	 fotográfico	 están
obligados	 a	 enfocar	 de	 muy	 cerca.	 Los	 otros	 son	 históricos	 o	 sociológicos;	 para
observar	el	fenómeno	global	de	la	Fotografía	estos	están	obligados	a	enfocar	de	muy
lejos.	Yo	constaté	con	enojo	que	ninguno	me	hablaba	precisamente	de	las	fotos	que
me	interesan,	de	las	que	me	producen	placer	o	emoción.	¿Qué	me	importaban	a	mí	las
reglas	 de	 composición	 del	 paisaje	 fotográfico	 o,	 en	 el	 otro	 extremo,	 la	 Fotografía
como	rito	familiar?	Cada	vez	que	leía	algo	sobre	la	Fotografía	pensaba	en	tal	o	cual
foto	preferida	y	ello	me	encolerizaba.	Pues	yo	no	veía	más	que	el	referente,	el	objeto
deseado,	el	cuerpo	querido:	pero	una	voz	importuna	(la	voz	de	la	ciencia)	me	decía
entonces	con	tono	severo:	«Vuelve	a	la	Fotografía.	Lo	que	ves	ahí	y	que	te	hace	sufrir
está	 comprendido	 en	 la	 categoría	 de	 “Fotografías	 de	 aficionados”,	 sobre	 la	 que	 ha
tratado	un	equipo	de	sociólogos:	no	es	más	que	 la	huella	de	un	protocolo	social	de
integración	destinado	a	sacar	a	flote	a	la	Familia,	etcétera».	Sin	embargo,	yo	persistía:
otra	 voz,	 la	más	 fuerte,	 me	 impulsaba	 a	 negar	 el	 comentario	 sociológico:	 frente	 a
ciertas	 fotos	 yo	 deseaba	 ser	 salvaje,	 inculto.	 Así	 iba	 yo,	 no	 osando	 reducir	 las
innumerables	 fotos	 del	mundo,	 ni	 tampoco	 hacer	 extensivas	 algunas	 de	 las	mías	 a
toda	la	Fotografía:	en	resumen,	que	me	encontraba	en	un	callejón	sin	salida	y	puede
decirse	que	«científicamente»	solo	y	desarmado.
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Me	dije	entonces	que	ese	desorden	y	ese	dilema	sacados	a	la	luz	por	el	deseo	de
escribir	sobre	la	Fotografía	reflejaban	perfectamente	una	especie	de	incomodidad	que
siempre	 había	 experimentado:	 la	 de	 ser	 un	 sujeto	 que	 se	 bambolea	 entre	 dos
lenguajes,	expresivo	el	uno,	crítico	el	otro;	y	en	el	seno	de	este	último,	entre	varios
discursos,	los	de	la	sociología,	de	la	semiología	y	del	psicoanálisis	—pero	que,	por	la
insatisfacción	en	la	que	me	encontraba	finalmente	de	unos	y	de	otros,	yo	evidenciaba
lo	único	que	había	de	seguro	en	mí	(por	ingenuo	que	fuese):	la	resistencia	furibunda	a
todo	sistema	reductor—.	Pues	cada	vez	que,	habiendo	recurrido	de	algún	modo	a	uno
de	 ellos,	 sentía	 un	 lenguaje	 hacerse	 consistente	 y	 de	 este	 modo	 deslizar	 hacia	 la
reducción	y	la	reprimenda,	lo	abandonaba	poco	a	poco	y	buscaba	en	otra	dirección:
me	ponía	a	hablar	de	otro	modo.	Valía	más,	de	una	vez	por	todas,	convertir	en	razón
mi	 protesta	 de	 singularidad,	 e	 intentar	 hacer	 de	 la	 «antigua	 soberanía	 del	 yo»
(Nietzsche)	un	principio	heurístico.	Resolví,	pues,	tomar	como	punto	de	partida	para
mi	investigación	apenas	algunas	fotos,	aquellas	de	las	que	estaba	seguro	que	existían
para	mí.	 Nada	 que	 tuviese	 que	 ver	 con	 un	 corpus:	 solo	 algunos	 cuerpos.	 En	 este
debate,	 convencional	 en	 suma,	 entre	 la	 subjetividad	 y	 la	 ciencia,	 yo	 llegaba	 a	 esta
curiosa	idea:	¿por	qué	no	tendríamos,	de	algún	modo,	una	nueva	ciencia	por	objeto?
¿Una	 Mathesis	 singularis	 (y	 ya	 no	 universalis)?	 Acepté,	 por	 tanto,	 erigirme	 en
mediador	de	toda	la	Fotografía:	intentaría	formular,	a	partir	de	algunos	movimientos
personales,	el	rasgo	fundamental,	el	universal	sin	el	cual	no	habría	Fotografía.
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Heme,	pues,	a	mí	mismo	como	medida	del	«saber»	 fotográfico.	¿Qué	es	 lo	que
sabe	mi	cuerpo	sobre	 la	Fotografía?	Observé	que	una	 foto	puede	ser	objeto	de	 tres
prácticas	(o	de	tres	emociones,	o	de	tres	intenciones):	hacer,	experimentar,	mirar.	El
Operator	es	el	Fotógrafo.	Spectator	 somos	 los	que	compulsamos	en	 los	periódicos,
libros,	 álbumes	 o	 archivos,	 colecciones	 de	 fotos.	 Y	 aquel	 o	 aquello	 que	 es
fotografiado	es	el	blanco,	el	referente,	una	especie	de	pequeño	simulacro,	de	eidôlon
emitido	por	 el	 objeto,	 que	 yo	 llamaría	 de	 buen	grado	 el	Spectrum	 de	 la	 Fotografía
porque	esta	palabra	mantiene	a	través	de	su	raíz	una	relación	con	«espectáculo»	y	le
añade	ese	algo	terrible	que	hay	en	toda	fotografía:	el	retorno	de	lo	muerto.
Una	de	esas	prácticas	me	estaba	prohibida	y	no	podía	tratar	de	interrogarla:	yo	no
soy	fotógrafo,	ni	 tan	solo	aficionado:	demasiado	impaciente	para	serlo:	necesito	ver
en	seguida	aquello	que	he	producido	(¿y	el	Polaroid?	Divertido,	pero	decepcionante,
salvo	cuando	un	gran	fotógrafo	se	mezcla	en	ello).	Podía	suponer	que	la	emoción	del
Operator	 (y	 por	 tanto	 la	 esencia	 de	 la	 Fotografía-según-el-Fotógrafo)	 tenía	 alguna
relación	con	el	«agujerito»	(sténopé)	a	través	del	cual	mira,	limita,	encuadra	y	pone
en	 perspectiva	 lo	 que	 quiere	 «coger»	 (sorprender).	 Técnicamente,	 la	 fotografía	 se
halla	en	la	encrucijada	de	dos	procedimientos	completamente	distintos;	el	uno	es	de
orden	 químico:	 es	 la	 acción	 de	 la	 luz	 sobre	 ciertas	 sustancias;	 el	 otro	 es	 de	 orden
físico:	es	la	formación	de	la	imagen	a	través	de	un	dispositivo	óptico.	Me	parecía	que
la	 Fotografía	 del	 Spectator	 descendía	 esencialmente,	 si	 así	 se	 puede	 decir,	 de	 la
revelación	química	del	objeto	(del	que	recibo,	con	efecto	retardado,	los	rayos),	y	que
la	 Fotografía	 del	Operator	 iba	 ligada	 por	 el	 contrario	 a	 la	 visión	 recortada	 por	 el
agujero	 de	 la	 cerradura	 de	 la	 camera	obscura.	 Pero	 yo	 no	 podía	 hablar	 de	 aquella
emoción	 (o	 de	 esa	 esencia),	 no	 habiéndola	 conocido	 jamás:	 no	 podía	 unirme	 a	 la
cohorte	de	aquellos	(los	más)	que	tratan	de	la	Foto-según-el-Fotógrafo.	No	tenía	a	mi
disposición	más	que	dos	experiencias:	la	del	sujeto	mirado	y	la	del	sujeto	mirante.
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Puede	ocurrir	que	yo	sea	mirado	sin	saberlo,	y	sobre	esto	todavía	no	puedo	hablar
puesto	que	he	decidido	 tomar	como	guía	 la	conciencia	de	mi	emoción.	Pero	muy	a
menudo	 (demasiado	 a	 menudo,	 para	 mi	 gusto)	 he	 sido	 fotografiado	 a	 sabiendas.
Entonces,	cuando	me	siento	observado	por	el	objetivo,	todo	cambia:	me	constituyo	en
el	 acto	 de	 «posar»,	 me	 fabrico	 instantáneamente	 otro	 cuerpo,	 me	 transformo	 por
adelantado	en	imagen.	Dicha	transformación	es	activa:	siento	que	la	Fotografía	crea
mi	cuerpo	o	lo	mortifica,	según	su	capricho	(apólogo	de	este	poder	mortífero:	ciertos
partidarios	de	 la	Comuna	pagaron	con	la	vida	su	complacencia	en	posar	 junto	a	 las
barricadas:	 vencidos,	 fueron	 reconocidos	 por	 los	 policías	 de	 Thiers	 y	 casi	 todos
fusilados)[6].
Posando	 ante	 el	 objetivo	 (quiero	 decir:	 siendo	 consciente	 de	 posar,	 incluso	 de
forma	fugaz),	yo	no	arriesgo	 tanto	(al	menos	por	ahora).	Sin	duda,	mi	existencia	 la
extraigo	 metafóricamente	 del	 fotógrafo.	 Pero	 por	 más	 que	 esta	 dependencia	 sea
imaginaria	 (y	 de	 lo	 más	 puro	 de	 lo	 Imaginario),	 la	 vivo	 con	 la	 angustia	 de	 una
filiación	 incierta:	 una	 imagen	 —mi	 imagen—	 va	 a	 nacer:	 ¿me	 parirán	 como	 un
individuo	 antipático	 o	 como	 un	 «buen	 tipo»?	 ¡Ah,	 si	 yo	 pudiese	 salir	 en	 el	 papel
como	en	una	tela	clásica,	dotado	de	un	aire	noble,	pensativo,	inteligente,	etcétera!	En
suma,	¡si	yo	pudiese	ser	«pintado»	(por	Ticiano)	o	«dibujado»	(por	Clouett)!	Pero	lo
que	yo	quisiera	que	se	captase	es	una	textura	moral	fina,	y	no	una	mímica,	y	como	la
fotografía	es	poco	sutil,	salvo	en	los	grandes	retratistas,	no	sé	cómo	intervenir	desde
el	interior	sobre	mi	piel.	Decido	«dejar	flotar»	sobre	los	labios	y	en	los	ojos	una	ligera
sonrisa	que	yo	quisiera	«indefinible»	y	con	laque	yo	haría	leer,	al	mismo	tiempo	que
las	 cualidades	 de	 mi	 naturaleza,	 la	 conciencia	 divertida	 que	 tengo	 de	 todo	 el
ceremonial	 fotográfico:	me	 presto	 al	 juego	 social,	 poso,	 lo	 sé,	 quiero	 que	 todos	 lo
sepáis,	 pero	 este	 suplemento	 del	mensaje	 no	 debe	 alterar	 en	 nada	 (a	 decir	 verdad,
cuadratura	 del	 círculo)	 la	 esencia	 preciosa	 de	mi	 individuo:	 aquello	 que	 yo	 soy,	 al
margen	 de	 toda	 efigie.	 Yo	 quisiera	 en	 suma	 que	 mi	 imagen,	 móvil,	 sometida	 al
traqueteo	 de	 mil	 fotos	 cambiantes,	 a	 merced	 de	 las	 situaciones,	 de	 las	 edades,
coincida	siempre	con	mi	«yo»	(profundo,	como	es	sabido):	pero	es	lo	contrario	lo	que
se	ha	de	decir:	es	«yo»	lo	que	no	coincide	nunca	con	mi	imagen;	pues	es	la	imagen	la
que	 es	 pesada,	 inmóvil,	 obstinada	 (es	 la	 causa	 por	 la	 que	 la	 sociedad	 se	 apoya	 en
ella),	 y	 soy	 «yo»	 quien	 soy	 ligero,	 dividido,	 disperso	 y	 que,	 como	 un	 ludión,	 no
puedo	 estar	 quieto,	 agitándome	 en	 mi	 bocal:	 ¡ah,	 si	 por	 lo	 menos	 la	 Fotografía
pudiese	darme	un	cuerpo	neutro,	anatómico,	un	cuerpo	que	no	significase	nada!	Por
desgracia,	estoy	condenado	por	la	Fotografía,	que	cree	obrar	bien,	a	tener	siempre	un
aspecto:	mi	cuerpo	jamás	encuentra	su	grado	cero,	nadie	se	lo	da	(¿quizá	tan	solo	mi
madre?	Pues	no	es	la	indiferencia	lo	que	quita	peso	a	la	imagen	—no	hay	nada	como
una	foto	«objetiva»,	del	tipo	«Photomaton»,	para	hacer	de	usted	un	individuo	penal,
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acechado	por	la	policía—,	es	el	amor,	el	amor	extremo).
Verse	a	 sí	mismo	 (de	otro	modo	que	en	un	espejo):	 a	escala	de	 la	Historia	este
acto	es	reciente,	por	haber	sido	el	retrato,	pintado,	dibujado	o	miniaturizado,	hasta	la
difusión	de	la	Fotografía,	un	bien	restringido,	destinado	por	otra	parte	a	hacer	alarde
de	 un	 nivel	 financiero	 y	 social	 —y,	 de	 cualquier	 manera,	 un	 retrato	 pintado,	 por
parecido	que	sea	(esto	es	 lo	que	 intento	probar),	no	es	una	fotografía—.	Es	curioso
que	no	se	haya	pensado	en	el	trastorno	(de	civilización)	que	este	acto	nuevo	anuncia.
Yo	quisiera	una	Historia	de	las	Miradas.	Pues	la	Fotografía	es	el	advenimiento	de	yo
mismo	 como	 otro:	 una	 disociación	 ladina	 de	 la	 conciencia	 de	 identidad.	Algo	 aún
más	curioso:	es	antes	de	la	Fotografía	cuando	los	hombres	hablaron	más	de	la	visión
del	doble.	Se	compara	la	heautoscopia	a	una	alucinosis[7];	durante	siglos	fue	un	gran
tema	 mítico.	 Pero	 hoy	 ocurre	 como	 si	 desechásemos	 la	 locura	 profunda	 de	 la
Fotografía:	 esta	 solo	nos	 recuerda	 su	herencia	mítica	por	el	 ligero	malestar	que	me
embarga	cuando	«me»	miro	en	un	papel.
Ese	trastorno	es	en	el	fondo	un	trastorno	de	propiedad.	El	Derecho	ya	lo	ha	dicho
a	su	manera:	¿a	quién	pertenece	la	foto?,	¿al	sujeto	(fotografiado)?,	¿al	fotógrafo[8]?
El	paisaje	mismo,	¿no	es	acaso	algo	más	que	una	especie	de	préstamo	hecho	por	el
propietario	 del	 terreno?	 Innumerables	 procesos,	 según	 parece,	 han	 expresado	 esta
incertidumbre	de	una	 sociedad	para	 la	 cual	 era	 lógico	que	 el	 ser	 fuese	 incierto.	La
Fotografía	 transformaba	el	 sujeto	 en	objeto	 e	 incluso,	 si	 cabe,	 en	objeto	de	museo:
para	tomar	los	primeros	retratos	(hacia	1840)	era	necesario	someter	al	sujeto	a	largas
poses	bajo	una	cristalera	a	pleno	sol;	devenir	objeto	hacía	sufrir	como	una	operación
quirúrgica:	 se	 inventó	 entonces	 un	 aparato	 llamado	 apoyacabezas[9],	 especie	 de
prótesis	 invisible	 al	 objetivo	 que	 sostenía	 y	 mantenía	 el	 cuerpo	 en	 su	 pasar	 a	 la
inmovilidad:	 este	 apoyacabezas	 era	 el	 pedestal	 de	 la	 estatua	 en	 que	 yo	 me	 iba	 a
convenir,	el	corsé	de	mi	esencia	imaginaria.
La	Foto-retrato	 es	una	 empalizada	de	 fuerzas.	Cuatro	 imaginarios	 se	 cruzan,	 se
afrontan,	 se	deforman.	Ante	el	objetivo	soy	a	 la	vez:	aquel	que	creo	ser,	 aquel	que
quisiera	que	crean,	aquel	que	el	fotógrafo	cree	que	soy	y	aquel	de	quien	se	sirve	para
exhibir	su	arte.	Dicho	de	otro	modo,	una	acción	curiosa:	no	ceso	de	 imitarme,	y	es
por	 ello	 por	 lo	 que	 cada	 vez	 que	 me	 hago	 (que	 me	 dejo)	 fotografiar,	 me	 roza
indefectiblemente	 una	 sensación	 de	 inautenticidad,	 de	 impostura	 a	 veces	 (tal	 como
pueden	producir	ciertas	pesadillas).	Imaginariamente,	la	Fotografía	(aquella	que	está
en	mi	intención)	representa	ese	momento	tan	sutil	en	que,	a	decir	verdad,	no	soy	ni
sujeto	ni	objeto,	sino	más	bien	un	sujeto	que	se	siente	devenir	objeto:	vivo	entonces
una	microexperiencia	de	la	muerte	(del	paréntesis):	me	convierto	verdaderamente	en
espectro.	El	Fotógrafo	 lo	sabe	perfectamente,	y	él	mismo	 tiene	miedo	(aunque	solo
sea	por	razones	comerciales)	de	esta	muerte	en	la	cual	su	gesto	va	a	embalsamarme.
Nada	sería	más	gracioso	(si	uno	no	fuese	la	víctima	pasiva,	el	plastrón,	como	decía
Sade)	 que	 las	 contorsiones	 de	 los	 fotógrafos	 para	 «hacer	 vivo»:	 pobres	 ideas:	 me
hacen	 sentar	 ante	 mis	 pinceles,	 me	 hacen	 salir	 («fuera»	 es	 más	 viviente	 que
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«dentro»),	me	hacen	posar	ante	una	escalera	porque	hay	un	grupo	de	niños	que	juega
detrás	 de	 mí,	 divisan	 un	 banco	 y	 enseguida	 (vaya	 ganga)	 me	 hacen	 sentar	 en	 él.
Diríase	que,	aterrado,	el	Fotógrafo	debe	luchar	tremendamente	para	que	la	Fotografía
no	sea	la	Muerte.	Pero	yo,	objeto	ya,	no	lucho.	Presiento	que	de	esta	pesadilla	habré
de	ser	despertado	más	duramente	aún;	pues	no	sé	lo	que	la	sociedad	hace	de	mi	foto,
lo	 que	 lee	 en	 ella	 (de	 todos	modos,	 hay	 tantas	 lecturas	 de	 un	mismo	 rostro);	 pero,
cuando	 me	 descubro	 en	 el	 producto	 de	 esta	 operación,	 lo	 que	 veo	 es	 que	 me	 he
convertido	en	Todo-Imagen,	es	decir,	en	la	Muerte	en	persona;	los	otros,	—el	otro—
me	 despojan	 de	 mí	 mismo,	 hacen	 de	 mí,	 ferozmente,	 un	 objeto,	 me	 tienen	 a	 su
merced,	a	su	disposición,	clasificado	en	un	fichero,	preparado	para	todos	los	sutiles
trucajes:	 un	 excelente	 fotógrafo,	 un	 día,	 me	 fotografió;	 creí	 leer	 en	 esa	 imagen	 la
pesadumbre	 de	 un	 reciente	 duelo:	 por	 una	 vez	 la	 Fotografía	 me	 reproducía	 a	 mí
mismo;	 pero	 algo	 más	 tarde	 encontré	 esta	 misma	 foto	 en	 la	 tapa	 de	 un	 libelo;
mediante	 el	 artificio	 de	 un	 tiraje,	 yo	 tenía	 solo	 un	 horrible	 rostro	 desinteriorizado,
siniestro	 e	 ingrato	 como	 la	 imagen	 que	 los	 autores	 del	 libro	 querían	 dar	 de	 mi
lenguaje.	 (La	«vida	privada»	no	es	más	que	esa	zona	del	espacio,	del	 tiempo,	en	 la
que	no	soy	una	imagen,	un	objeto.	Es	mi	derecho	político	a	ser	un	sujeto	lo	que	he	de
defender).
En	el	fondo,	a	lo	que	tiendo	en	la	foto	que	toman	de	mí	(la	«intención»	con	que	la
miro),	es	a	 la	Muerte:	 la	Muerte	es	el	eidos	de	esa	Foto.	También,	curiosamente,	 lo
único	 que	 soporto,	 que	me	 gusta,	 que	me	 es	 familiar	 cuando	me	 fotografían	 es	 el
ruido	del	aparato.	Para	mí,	el	órgano	del	Fotógrafo	no	es	el	ojo	(que	me	aterra),	es	el
dedo:	lo	que	va	ligado	al	disparador	del	objetivo,	al	deslizarse	metálico	de	las	placas
(en	 los	 casos	 en	 que	 el	 aparato	 consta	 todavía	 de	 ellas).	 Gusto	 de	 esos	 ruidos
mecánicos	de	una	manera	casi	voluptuosa,	como	si,	en	la	fotografía,	fuesen	aquello
—y	nada	más	que	aquello—	y	recuerdo	que	originariamente	el	material	 fotográfico
utilizaba	las	técnicas	de	ebanistería	y	de	la	mecánica	de	precisión:	los	aparatos,	en	el
fondo,	eran	relojes	para	ser	contemplados	y	quizás	alguien	de	muy	antiguo	en	mí	oye
todavía	en	el	aparato	fotográfico	el	ruido	viviente	de	la	madera.
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El	 desorden	 que	 desde	 el	 primer	 paso	 encontré	 en	 la	 Fotografía,	 con	 todas	 las
prácticas	y	todos	los	temas	mezclados,	lo	volví	a	encontrar	en	las	fotos	del	Spectator
que	yo	era	y	que	me	disponía	 ahora	a	 interrogar.	Veo	 fotos	por	 todas	partes,	 como
cada	uno	de	nosotros	hoy	en	día:	provienen	de	mi	mundo,	sin	que	yo	las	solicite;	no
son	más	 que	 «imágenes»,	 aparecen	 de	 improviso.	 Sin	 embargo,	 entre	 aquellas	 que
habían	sido	escogidas,	evaluadas,	apreciadas,	reunidas	en	álbumes	o	en	revistas	y	que
por	consiguientehabían	pasado	por	el	filtro	de	la	cultura,	constaté	que	había	algunas
que	provocaban	en	mí	un	júbilo	contenido,	como	si	remitiesen	a	un	centro	oculto,	a
un	caudal	erótico	o	desgarrador	escondido	en	el	fondo	de	mí	(por	serio	que	fuese	el
tema):	y	que	otras,	por	el	contrario,	me	eran	tan	indiferentes	que,	a	fuerza	de	verlas
multiplicarse	como	la	mala	hierba,	experimentaba	hacia	ellas	una	especie	de	aversión,
de	irritación	incluso:	hay	momentos	en	que	detesto	la	Foto:	¿qué	me	importan	a	mí
los	viejos	 troncos	de	árboles	de	Eugène	Atget,	 los	desnudos	de	Pierre	Boucher,	 las
sobreimpresiones	 de	 Germaine	 Krull	 (por	 citar	 solo	 nombres	 antiguos)?	Más	 aún:
constataba	que	en	el	fondo	nunca	me	gustaban	todas	las	fotos	de	un	mismo	fotógrafo:
de	Stieglitz	 solo	me	gusta	 (pero	 con	 locura)	 su	 foto	más	 conocida	 (La	 terminal	 de
tranvías	 de	 caballos,	 Nueva	York,	 1893);	 otra	 foto	 de	Mapplethorpe	me	 inducía	 a
creer	 que	 había	 encontrado	 «mi»	 fotógrafo;	 pero	 no,	 no	 me	 gusta	 en	 absoluto
Mapplethorpe.	No	podía,	pues,	 acceder	a	aquella	cómoda	noción,	 cuando	se	quiere
hablar	sobre	historia,	cultura,	estética,	llamada	estilo	de	un	artista.	Sentía	a	través	de
la	 fuerza	 de	 mis	 reacciones,	 de	 su	 desorden,	 de	 su	 azar,	 de	 su	 enigma,	 que	 la
Fotografía	 es	 un	 arte	 poco	 seguro,	 tal	 como	 lo	 sería	 (si	 nos	 empeñáramos	 en
establecerla)	una	ciencia	de	los	cuerpos	objeto	de	deseo	o	de	odio.
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«De	Stieglitz	solo	me	gusta	su	fotografía	más	conocida…».
Alfred	Stieglitz:	La	terminal	de	tranvías	de	caballos	(Nueva	York,	1893)	(Museum	of	Art,	Nueva	York).
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Veía	perfectamente	que	se	 trataba	de	movimientos	de	una	subjetividad	fácil	que
se	 malogra	 tan	 pronto	 como	 ha	 sido	 expresada:	me	 gusta/no	 me	 gusta:	 ¿quién	 de
nosotros	 no	 tiene	 una	 tabla	 interior	 de	 preferencias,	 de	 repugnancias,	 de
indiferencias?	 Pero	 precisamente:	 siempre	 he	 tenido	 ganas	 de	 argumentar	 mis
humores:	 no	 para	 justificarlos;	 y	 menos	 aún	 para	 llenar	 con	 mi	 individualidad	 el
escenario	del	texto;	sino	al	contrario,	para	ofrecer	tal	individualidad,	para	ofrendarla	a
una	ciencia	del	sujeto,	cuyo	nombre	importa	poco,	con	tal	de	que	llegue	(está	dicho
muy	pronto)	a	una	generalidad	que	no	me	reduzca	ni	me	aplaste.	Era	necesario	verlo.
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7
Decidí	 entonces	 tomar	 como	 guía	 de	mi	 nuevo	 análisis	 la	 atracción	 que	 sentía
hacia	ciertas	fotos.	Pues,	por	lo	menos,	de	lo	que	estaba	seguro	era	de	esta	atracción.
¿Cómo	llamarla?	¿Fascinación?	No,	la	fotografía	que	distingo	de	las	otras	y	que	me
gusta	no	tiene	nada	del	punto	seductor	que	se	balancea	ante	los	ojos	y	nos	hace	mecer
la	cabeza;	lo	que	aquella	produce	en	mí	es	lo	contrario	mismo	del	entorpecimiento:	es
más	bien	una	agitación	interior,	una	fiesta,	o	también	una	actividad,	la	presión	de	lo
indecible	 que	 quiere	 ser	 dicho.	 ¿Y	 entonces?	 ¿Es	 acaso	 interés?	 No,	 interés	 es
demasiado	 poco;	 no	 tengo	 necesidad	 de	 interrogar	 mi	 emoción	 para	 enumerar	 las
distintas	razones	que	hacen	interesarse	por	una	foto;	se	puede:	ya	sea	desear	el	objeto,
el	paisaje,	el	cuerpo	que	la	foto	representa;	ya	sea	amar	o	haber	amado	el	ser	que	nos
muestra	para	que	lo	reconozcamos;	ya	sea	asombrarse	de	lo	que	se	ve	en	ella;	ya	sea
admirar	 o	 discutir	 la	 técnica	 empleada	 por	 el	 fotógrafo,	 etcétera;	 pero	 todos	 estos
intereses	son	flojos,	heterogéneos;	tal	foto	puede	satisfacer	uno	de	ellos	e	interesarme
débilmente;	y	si	tal	otra	me	interesa	fuertemente,	quisiera	saber	qué	es	lo	que	en	esta
foto	 me	 hace	 vibrar.	 Asimismo,	 me	 parecía	 que	 la	 palabra	 más	 adecuada	 para
designar	(provisionalmente)	la	atracción	que	determinadas	fotos	ejercen	sobre	mí	era
aventura.	Tal	foto	me	adviene,	tal	otra	no.
El	principio	de	aventura	me	permite	hacer	existir	la	Fotografía.	Inversamente,	sin
aventura	no	hay	foto.	Cito	a	Sartre:	«Las	fotos	de	un	periódico	pueden	muy	bien	“no
decirme	nada”,	es	decir,	las	miro	sin	hacer	posición	de	existencia.	Las	personas	cuya
fotografía	veo	entonces	son	efectivamente	alcanzadas	a	través	de	esta	fotografía,	pero
sin	posición	existencial,	justamente	igual	que	el	Caballero	y	la	Muerte,	los	cuales	son
alcanzados	a	través	del	grabado	de	Durero,	pero	sin	que	yo	los	establezca.	Podemos,
por	 otra	 parte,	 encontrar	 casos	 en	 que	 la	 fotografía	 me	 deja	 en	 tal	 estado	 de
indiferencia	 que	 ni	 tan	 siquiera	 efectúo	 la	 “puesta	 en	 imagen”.	 La	 fotografía	 está
vagamente	constituida	en	objeto,	y	los	personajes	que	figuran	en	ella	están	en	efecto
constituidos	en	personajes,	pero	solo	a	causa	de	su	parecido	con	seres	humanos,	sin
intencionalidad	particular.	Flotan	entre	la	orilla	de	la	percepción,	la	del	signo	y	la	de
la	imagen,	sin	jamás	abordar	ninguna	de	las	tres[10]».
En	este	sombrío	desierto,	tal	foto,	de	golpe,	me	llega	a	las	manos:	me	anima	y	yo
la	 animo.	 Es	 así,	 pues,	 como	 debo	 nombrar	 la	 atracción	 que	 la	 hace	 existir:	 una
animación.	La	 foto,	de	por	sí,	no	es	animada	(yo	no	creo	en	 las	 fotos	«vivientes»),
pero	me	anima:	es	lo	que	hace	toda	aventura.
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En	esta	búsqueda	de	la	Fotografía,	la	fenomenología	me	prestaba,	pues,	un	poco
de	su	proyecto	y	un	poco	de	su	lenguaje.	Pero	se	trataba	de	una	fenomenología	vaga,
desenvuelta,	 incluso	 cínica,	 de	 tanto	 que	 se	 prestaba	 a	 deformar	 o	 esquivar	 sus
principios	según	las	necesidades	de	mi	análisis.	En	primer	lugar,	no	me	libraba	ni	tan
solo	intentaba	librarme	de	una	paradoja:	por	una	parte	las	ganas	de	poder	nombrar	al
fin	una	esencia	de	la	Fotografía	y	esbozar	así	el	movimiento	de	una	ciencia	eidética
de	 la	 Foto;	 y	 por	 otra	 parte	 el	 sentimiento	 irreductible	 de	 que	 la	 Fotografía,
esencialmente,	 si	 así	 puede	 decirse	 (contradicción	 en	 los	 términos),	 no	 es	más	 que
contingencia,	singularidad,	aventura:	mis	fotos	participaban	siempre,	hasta	el	final,	de
aquel	«cualquier	algo[11]»:	¿no	es	acaso	la	imperfección	misma	de	la	Fotografía	esa
dificultad	 de	 existir	 llamada	 trivialidad?	 Y	 luego,	 mi	 fenomenología	 aceptaba
comprometerse	con	una	 fuerza,	el	afecto;	el	afecto	era	 lo	que	yo	no	quería	 reducir;
siendo	irreductible,	era	por	ello	mismo	por	lo	que	yo	quería,	yo	debía	reducir	la	Foto;
pero	 ¿se	 podía	 retener	 una	 intencionalidad	 afectiva,	 una	 intención	 del	 objeto	 que
apareciese	inmediatamente	henchida	de	deseo,	de	repulsión,	de	nostalgia,	de	euforia?
No	 recordaba	 que	 la	 fenomenología	 clásica,	 aquella	 que	 yo	 había	 conocido	 en	mi
adolescencia	 (y	 no	 ha	 habido	 otra	 después),	 hubiese	 nunca	 hablado	 de	 deseo	 o	 de
duelo.	Es	cierto,	yo	 intuía	muy	bien	en	 la	Fotografía,	de	forma	muy	ortodoxa,	 toda
una	 red	 de	 esencias:	 esencias	 materiales	 (obligando	 a	 un	 estudio	 físico,	 químico,
óptico	de	la	Foto),	y	esencias	regionales	(que	dependen,	por	ejemplo,	de	la	estética,
de	 la	 historia,	 de	 la	 sociología);	 pero	 en	 el	 momento	 de	 llegar	 a	 la	 esencia	 de	 la
Fotografía	en	general,	me	bifurcaba:	en	vez	de	seguir	la	vía	de	una	ontología	formal
(de	 una	 Lógica),	me	 detenía,	 guardando	 conmigo,	 como	 un	 tesoro,	mi	 deseo	 o	mi
pesadumbre:	 la	 esencia	 prevista	 de	 la	Foto	 no	podía	 separarse	 en	mi	 espíritu	 de	 lo
«patético»	que	la	compone,	y	ello	desde	la	primera	mirada.	Me	ocurría	algo	parecido
a	lo	que	le	ocurrió	a	ese	amigo	que	se	había	inclinado	por	la	Foto	por	el	mero	hecho
de	que	esta	le	permitía	fotografiar	a	su	hijo.	Como	Spectator,	solo	me	interesaba	por
la	Fotografía	por	«sentimiento»;	y	yo	quería	profundizarlo	no	como	una	cuestión	(un
tema),	sino	como	una	herida:	veo,	siento,	luego	noto,	miro	y	pienso.
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Hojeaba	 una	 revista	 ilustrada.	 Una	 foto	me	 detuvo.	 Nada	 de	 extraordinario:	 la
trivialidad	 (fotográfica)	 de	 una	 insurrección	 en	Nicaragua:	 una	 calle	 en	 ruinas,	 dos
soldados	 con	 casco	 patrullan;	 en	 segundo	plano	pasan	 dos	monjas.	 ¿Me	gustabala
foto?	¿Me	interesaba?	¿Me	intrigaba?	Ni	tan	solo	eso.	Simplemente	existía	(para	mí).
Comprendí	rápidamente	que	su	existencia	(su	«aventura»)	provenía	de	la	copresencia
de	dos	elementos	discontinuos,	heterogéneos	por	el	hecho	de	no	pertenecer	al	mismo
mundo	(ninguna	necesidad	de	contrastarlos):	los	soldados	y	las	monjas.
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«Comprendí	rápidamente	que	la	aventura	de	esta	fotografía	provenía	de	la	copresencia	de	los	elementos…».
Koen	Wessing:	Ejército	patrullando	por	las	calles,	Nicaragua,	1979.
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Presentí	 una	 regla	 estructural	 (a	 la	 medida	 de	 mi	 propia	 mirada),	 y	 probé
enseguida	de	verificarla	inspeccionando	otras	fotos	del	mismo	reportero	(el	holandés
Koen	Wessing):	muchas	de	esas	fotos	me	atraían	porque	comportaban	esa	especie	de
dualidad	que	acababa	de	descubrir.	Aquí	una	madre	y	una	hija	 lamentan	a	gritos	 la
detención	 del	 padre	 (Baudelaire:	 «la	 verdad	 enfática	 del	 gesto	 en	 las	 grandes
circunstancias	de	la	vida»),	y	ello	ocurre	en	el	campo	(¿cómo	han	podido	enterarse	de
la	 noticia?,	 ¿a	 quién	 van	 dirigidos	 esos	 gestos?).	 Allí,	 sobre	 una	 calzada	 llena	 de
baches,	 el	 cadáver	 de	 un	 niño	 bajo	 una	 sábana	 blanca;	 los	 padres,	 los	 amigos	 lo
rodean,	desconsolados:	 escena,	por	desgracia,	 trivial,	 pero	observé	disturbancias:	 el
pie	 descalzo	 del	 cadáver,	 la	 ropa	 blanca	 que	 lleva	 llorando	 la	madre	 (¿por	 qué	 esa
ropa?),	una	mujer	a	lo	lejos,	sin	duda	una	amiga,	tapándose	la	nariz	con	un	pañuelo.
Y	 allí	 también,	 en	 un	 apartamento	 bombardeado,	 los	 ojazos	 de	 dos	 chiquillos,	 la
camisa	de	uno	de	ellos	remangada	sobre	su	pequeño	vientre	(lo	excesivo	de	esos	ojos
enturbia	 la	escena).	Y	allí,	 en	 fin,	 adosados	a	 la	pared	de	una	casa,	 tres	 sandinistas
con	la	parte	inferior	del	rostro	cubierta	con	un	trapo	(¿hediondez?,	¿clandestinidad?
Soy	inocente,	no	conozco	las	realidades	de	la	guerrilla):	el	uno	aguanta	un	fusil	que
reposa	sobre	su	pierna	(puedo	ver	sus	uñas);	pero	su	otra	mano	se	abre	y	se	extiende,
como	 si	 explicase	 o	 demostrase	 algo.	Mi	 regla	 funcionaba	 tanto	mejor	 cuanto	 que
otras	 fotos	 del	 mismo	 reportaje	 me	 hacían	 detener	 menos	 tiempo:	 eran	 bellas,
expresaban	bien	la	dignidad	y	el	horror	de	la	insurrección,	pero	no	comportaban	a	mis
ojos	 ninguna	 marca:	 su	 homogeneidad	 no	 pasaba	 de	 ser	 cultural:	 se	 trataba	 de
«escenas»,	un	poco	a	lo	Greuze,	de	no	ser	por	la	aspereza	del	tema.
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«…	La	ropa	blanca	que	lleva	llorando	la	madre	(¿por	qué	esa	ropa?)…».
Koen	Wessing:	Padres	descubriendo	el	cadáver	de	su	hijo,	Nicaragua,	1979.
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Mi	 regla	 era	 suficientemente	 plausible	 para	 intentar	 nombrar	 (deberé	 hacerlo)	 esos
dos	 elementos	 cuya	 copresencia	 establecía,	 según	 parecía,	 la	 especie	 de	 interés
particular	que	yo	tenía	por	esas	fotos.
El	primero,	visiblemente,	es	una	extensión,	 tiene	la	extensión	de	un	campo,	que
yo	percibo	bastante	familiarmente	en	función	de	mi	saber,	de	mi	cultura:	este	campo
puede	ser	más	o	menos	estilizado,	más	o	menos	conseguido,	según	el	arte	o	la	suerte
del	 fotógrafo,	 pero	 remite	 siempre	 a	 una	 información	 clásica:	 la	 insurrección.
Nicaragua,	y	 todos	 los	signos	de	una	y	otra:	combatientes	pobres,	vestidos	de	civil,
calles	 en	 ruinas,	muertos,	 dolor,	 el	 sol	 y	 los	 pesados	 ojos	 indios.	Millares	 de	 fotos
están	hechas	con	este	campo,	y	por	estas	fotos	puedo	sentir	desde	luego	una	especie
de	 interés	 general,	 emocionado	 a	 veces,	 pero	 cuya	 emoción	 es	 impulsada
racionalmente	 por	 una	 cultura	 moral	 y	 política.	 Lo	 que	 yo	 siento	 por	 esas	 fotos
descuella	 de	 un	 afecto	 mediano,	 casi	 de	 un	 adiestramiento.	 No	 veía,	 en	 francés,
ninguna	palabra	que	expresase	simplemente	esta	especie	de	interés	humano;	pero	en
latín	esa	palabra	creo	que	existe:	es	el	studium,	que	no	quiere	decir,	o	por	lo	menos	no
inmediatamente,	«el	estudio»,	sino	la	aplicación	a	una	cosa,	el	gusto	por	alguien,	una
suerte	 de	 dedicación	 general,	 ciertamente	 afanosa,	 pero	 sin	 agudeza	 especial.	 Por
medio	del	studium	me	intereso	por	muchas	fotografías,	ya	sea	porque	las	recibo	como
testimonios	 políticos,	 ya	 sea	 porque	 las	 saboreo	 como	 cuadros	 históricos	 buenos:
pues	es	culturalmente	(esta	connotación	está	presente	en	el	studium)	como	participo
de	los	rostros,	de	los	aspectos,	de	los	gestos,	de	los	decorados,	de	las	acciones.
El	segundo	elemento	viene	a	dividir	(o	escindir)	el	studium.	Esta	vez	no	soy	yo
quien	 va	 a	 buscarlo	 (del	 mismo	 modo	 que	 invisto	 con	 mi	 conciencia	 soberana	 el
campo	 del	 studium),	 es	 él	 quien	 sale	 de	 la	 escena	 como	 una	 flecha	 y	 viene	 a
punzarme.	En	 latín	existe	una	palabra	para	designar	esta	herida,	este	pinchazo,	esta
marca	hecha	por	un	instrumento	puntiagudo;	esta	palabra	me	iría	tanto	mejor	cuanto
que	 remite	 también	 a	 la	 idea	 de	 puntuación	 y	 que	 las	 fotos	 de	 que	 hablo	 están	 en
efecto	 como	 puntuadas,	 a	 veces	 incluso	 moteadas	 por	 estos	 puntos	 sensibles;
precisamente	esas	marcas,	esas	heridas,	son	puntos.	Ese	segundo	elemento	que	viene
a	 perturbar	 el	 studium	 lo	 llamaré	 punctum;	 pues	 punctum	 es	 también:	 pinchazo,
agujerito,	pequeña	mancha,	pequeño	corte,	y	también	casualidad.	El	punctum	de	una
foto	es	ese	azar	que	en	ella	me	despunta	(pero	que	también	me	lastima,	me	punza).
Habiendo	así	distinguido	dos	temas	en	la	Fotografía	(pues	en	definitiva	las	fotos
que	me	gustaban	estaban	construidas	al	modo	de	una	sonata	clásica),	podía	ocuparme
sucesivamente	de	uno	y	de	otro.
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11
Muchas	 fotos,	 por	 desgracia,	 permanecen	 inertes	 bajo	mi	mirada.	 Pero	 incluso
entre	aquellas	que	a	mis	ojos	tienen	alguna	existencia,	la	mayoría	no	provoca	en	mí
más	que	un	interés	general	y	por	decirlo	así	educado:	ningún	punctum	en	ellas:	me
gustan	o	me	disgustan	sin	punzarme:	únicamente	están	investidas	por	el	studium.	El
studium	 es	 el	 campo	 tan	 vasto	 del	 deseo	 indolente,	 del	 interés	 diverso,	 del	 gusto
inconsecuente:	 me	 gusta/no	 me	 gusta.	 I	 like/I	 don’t.	 El	 studium	 pertenece	 a	 la
categoría	del	to	like	y	no	del	to	love:	moviliza	un	deseo	a	medias,	un	querer	a	medias:
es	 el	 mismo	 tipo	 de	 interés	 vago,	 liso,	 irresponsable,	 que	 se	 tiene	 por	 personas,
espectáculos,	vestidos	o	libros	que	encontramos	«bien».
Reconocer	 el	 studium	 supone	 dar	 fatalmente	 con	 las	 intenciones	 del	 fotógrafo,
entrar	en	armonía	con	ellas,	aprobarlas,	desaprobarlas,	pero	siempre	comprenderlas,
discutirlas	en	mí	mismo,	pues	la	cultura	(de	la	que	depende	el	studium)	es	un	contrato
firmado	 entre	 creadores	 y	 consumidores.	 El	 studium	 es	 una	 especie	 de	 educación
(saber	 y	 cortesía)	 que	 me	 permite	 encontrar	 al	 Operator,	 vivir	 las	 miras	 que
fundamentan	y	animan	sus	prácticas,	pero	vivirlas	en	cierto	modo	al	revés,	según	mi
querer	 de	Spectator.	Ocurre	 un	 poco	 como	 si	 tuviese	 que	 leer	 en	 la	 Fotografía	 los
mitos	del	Fotógrafo,	fraternizando	con	ellos,	pero	sin	llegar	a	creerlos	del	todo.	Estos
mitos	tienden	evidentemente	(el	mito	sirve	para	esto)	a	reconciliar	la	Fotografía	y	la
sociedad	 (¿es	 necesario?	 —Pues	 bien,	 sí—:	 la	 Foto	 es	 peligrosa),	 dotándola	 de
funciones,	 que	 son	 para	 el	 Fotógrafo	 otras	 tantas	 coartadas.	 Estas	 funciones	 son:
informar,	 representar,	 sorprender,	 hacer	 significar,	 dar	 ganas.	 En	 cuanto	 a	 mí,
Spectator,	 las	 reconozco	 con	 más	 o	 menos	 placer:	 dedico	 a	 ello	 mi	 studium	 (que
nunca	es	mi	goce	o	mi	dolor).
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12
Como	la	Fotografía	es	contingencia	pura	y	no	puede	ser	otra	cosa	(siempre	hay
algo	 representado)	—contrariamente	 al	 texto,	 el	 cual,	mediante	 la	 acción	 súbita	 de
una	 sola	 palabra,	 puede	 hacer	 pasar	 una	 frase	 de	 la	 descripción	 a	 la	 reflexión—,
revela	 enseguida	 esos	 «detalles»	 que	 constituyen	 el	 propio	 material	 del	 saber
etnológico.	CuandoWilliam	Klein	fotografía	El	Primero	de	Mayo	de	1959	en	Moscú,
me	enseña	cómo	se	visten	 los	soviéticos	 (lo	cual,	después	de	 todo,	 ignoro):	noto	 la
voluminosa	 gorra	 de	 un	muchacho,	 la	 corbata	 de	 otro,	 el	 pañuelo	 de	 cabeza	 de	 la
vieja,	el	corte	de	pelo	de	un	adolescente,	etcétera.	Puedo	descender	aun	en	el	detalle,
observar	 que	 muchos	 de	 los	 hombres	 fotografiados	 por	 Nadar	 llevaban	 las	 uñas
largas:	 pregunta	 etnográfica:	 ¿cómo	 se	 llevaban	 las	 uñas	 en	 tal	 o	 cual	 época?	 La
Fotografía	puede	decírmelo,	mucho	mejor	que	los	retratos	pintados.	La	Fotografía	me
permite	el	acceso	a	un	infra-saber;	me	proporciona	una	colección	de	objetos	parciales
y	puede	deleitar	cierto	 fetichismo	que	hay	en	mí:	pues	hay	«yo»	que	ama	el	 saber,
que	 siente	 hacia	 él	 como	 un	 gusto	 amoroso.	 Del	 mismo	modo,	 me	 gustan	 ciertos
rasgos	biográficos	en	la	vida	de	un	escritor,	me	encantan	igual	que	ciertas	fotografías;
a	estos	rasgos	los	he	llamado	«biografemas»;	la	Fotografía	es	a	la	Historia	lo	que	el
biografema	es	a	la	biografía.
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«…	El	fotógrafo	me	enseña	cómo	se	visten	los	soviéticos:	noto	la	voluminosa	gorra	de	un	muchacho,	la	corbata
de	otro,	el	pañuelo	de	cabeza	de	la	vieja,	el	corte	de	pelo	de	un	adolescente…».
William	Klein:	El	Primero	de	Mayo	de	1959	en	Moscú.
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13
El	primer	hombre	que	vio	la	primera	foto	(si	exceptuamos	a	Niepce,	que	la	había
hecho)	 debió	 creer	 que	 se	 trataba	 de	 una	 pintura:	 el	 mismo	 marco,	 la	 misma
perspectiva.	La	Fotografía	ha	estado,	está	todavía,	atormentada	por	el	fantasma	de	la
Pintura	(Mapplethorpe	representa	un	ramo	de	lirios	igual	que	podría	haberlo	hecho	un
pintor	oriental):	la	Fotografía	ha	hecho	de	la	Pintura,	a	través	de	sus	copias	y	de	sus
contestaciones,	la	Referencia	absoluta	y	paternal,	como	si	hubiese	nacido	del	Cuadro
(esto,	 técnicamente,	es	verdad,	pero	solo	en	parte:	ya	que	la	camera	obscura	de	 los
pintores	es	solo	una	de	las	muchas	causas	de	la	Fotografía;	lo	esencial,	quizá,	fue	el
descubrimiento	 químico).	 Nada	 distingue,	 eidéticamente,	 en	 el	 punto	 a	 que	 he
llegado	de	mi	 investigación,	 una	 fotografía,	por	 realista	que	 sea,	de	una	pintura.	El
«pictorialismo»	no	es	más	que	una	exageración	de	lo	que	la	Foto	piensa	de	sí	misma.
Sin	embargo,	no	es	(me	parece)	a	través	de	la	Pintura	como	la	Fotografía	entronca
con	el	arte,	es	a	través	del	Teatro.	En	el	origen	de	la	Foto	se	sitúa	siempre	a	Niepce	y
a	Daguerre	(aunque	el	segundo	ha	usurpado	un	poco	el	sitio	al	primero);	Daguerre,
cuando	se	apropió	del	invento	de	Niepce,	explotaba	en	la	Plaza	del	Château	(Plaza	de
la	República)	un	teatro	de	panoramas	animados	por	movimientos	y	juegos	de	luz.	La
camera	obscura,	en	definitiva,	ha	dado	a	la	vez	el	cuadro	perspectivo,	la	Fotografía	y
el	Diorama,	 siendo	 los	 tres	 artes	de	 la	 escena;	pero	 si	 la	Foto	me	parece	estar	más
próxima	al	Teatro,	es	gracias	a	un	mediador	singular	(quizá	yo	sea	el	único	en	verlo
así):	 la	 Muerte.	 Es	 conocida	 la	 relación	 original	 del	 Teatro	 con	 el	 culto	 de	 los
Muertos:	los	primeros	actores	se	destacaban	de	la	sociedad	representando	el	papel	de
Muertos:	maquillarse	 suponía	 designarse	 como	 un	 cuerpo	 vivo	 y	muerto	 al	mismo
tiempo:	busto	blanqueado	del	teatro	totémico,	hombre	con	el	rostro	pintado	del	teatro
chino,	 maquillaje	 a	 base	 de	 pasta	 de	 arroz	 del	 Katha	 Kali	 indio,	 máscara	 del	Nô
japonés.	Y	esta	misma	relación	es	la	que	encuentro	en	la	Foto;	por	viviente	que	nos
esforcemos	 en	 concebirla	 (y	 esta	 pasión	por	 «sacar	 vivo»	no	puede	 ser	más	que	 la
denegación	mítica	de	un	malestar	 de	muerte),	 la	Foto	 es	 como	un	 teatro	primitivo,
como	un	Cuadro	Viviente,	 la	 figuración	del	aspecto	 inmóvil	y	pintarrajeado	bajo	el
cual	vemos	a	los	muertos.
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Me	 imagino	 (es	 todo	 lo	 que	 puedo	 hacer,	 puesto	 que	 no	 soy	 fotógrafo)	 que	 el
gesto	esencial	del	Operator	consiste	en	sorprender	algo	o	a	alguien	(por	el	pequeño
agujero	de	la	cámara),	y	que	tal	gesto	es,	pues,	perfecto	cuando	se	efectúa	sin	que	lo
sepa	el	sujeto	fotografiado.	De	este	gesto	derivan	abiertamente	 todas	 las	fotos	cuyo
principio	 (valdría	más	 decir	 justificación)	 es	 el	 «choque»;	 puesto	 que	 el	 «choque»
fotográfico	 (muy	 distinto	 del	 punctum)	 no	 consiste	 tanto	 en	 traumatizar	 como	 en
revelar	 lo	que	 tan	bien	escondido	estaba	que	hasta	el	propio	actor	 lo	 ignoraba	o	no
tenía	conciencia	de	ello.	Y,	por	lo	tanto,	toda	una	gama	de	«sorpresas»	(eso	es	lo	que
son	para	mí,	Spectator;	pero	para	el	Fotógrafo	son	«éxitos»).
La	 primera	 sorpresa	 es	 la	 de	 lo	 «raro»	 (rareza	 del	 referente,	 desde	 luego);	 un
fotógrafo,	 se	nos	dice	con	admiración,	ha	empleado	cuatro	años	de	búsquedas	para
componer	 una	 antología	 fotográfica	 de	 monstruos	 (el	 hombre	 de	 dos	 cabezas,	 la
mujer	 de	 tres	 senos,	 el	 niño	 con	 cola,	 etcétera;	 todos	 ellos	 sonrientes).	La	 segunda
sorpresa	 es,	 en	 sí	 misma,	 muy	 conocida	 de	 la	 Pintura,	 la	 cual	 ha	 reproducido	 a
menudo	un	gesto	captado	en	el	punto	de	su	recorrido	en	que	el	ojo	normal	no	puede
inmovilizarlo	 (en	 otra	 parte	 he	 llamado	 ese	 gesto	 el	 numen	 del	 cuadro	 histórico):
Bonaparte	acaba	de	tocar	a	los	Apestados	de	Jaffa;	su	mano	se	retira;	de	igual	modo,
la	 Foto,	 aprovechando	 su	 acción	 instantánea,	 inmoviliza	 una	 escena	 rápida	 en	 su
momento	 decisivo:	 Apestéguy,	 cuando	 el	 incendio	 del	 Publicis,	 fotografía	 a	 una
mujer	en	el	momento	de	saltar	por	una	ventana.	La	tercera	sorpresa	es	la	de	la	proeza:
«Desde	hace	medio	siglo,	Harold	D.	Edgerton	fotografía	la	caída	de	una	gota	de	leche
a	la	millonésima	de	segundo»	(casi	no	es	necesario	declarar	que	este	género	de	fotos
no	me	impresiona	ni	me	interesa:	demasiado	fenomenólogo	para	gustar	de	otra	cosa
que	no	sea	una	apariencia	a	mi	medida).	Una	cuarta	sorpresa	es	 la	que	el	 fotógrafo
espera	de	las	contorsiones	de	la	técnica:	sobreimpresiones,	anamorfosis,	explotación
voluntaria	 de	 ciertos	 defectos	 (desencuadre,	 desenfoque,	 mezcla	 de	 perspectivas);
grandes	 fotógrafos	 (Germaine	 Krull,	 André	 Kertész,	 William	 Klein)	 han	 utilizado
estas	sorpresas	sin	convencerme,	aunque	comprenda	su	capacidad	subversiva.	Quinto
tipo	de	sorpresa:	el	hallazgo;	Kertész	fotografía	la	ventana	de	una	buhardilla;	detrás
del	 cristal	 dos	 bustos	 antiguos	miran	 hacia	 la	 calle	 (Kertész	me	 gusta,	 pero	 no	me
gusta	el	humor	ni	en	música	ni	en	fotografía):	 la	escena	puede	ser	preparada	por	el
fotógrafo;	pero	en	el	mundo	de	los	media	ilustrados	se	trata	de	una	escena	«natural»
que	el	buen	 reportero	ha	 tenido	el	genio,	 es	decir,	 la	 suerte	de	 sorprender:	un	emir
vestido	de	tal	esquía.
Todas	estas	sorpresas	obedecen	a	un	principio	de	desafío	(es	por	ello	que	me	son
ajenas):	 el	 fotógrafo,	 como	 un	 acróbata,	 debe	 desafiar	 las	 leyes	 de	 lo	 probable	 e
incluso	de	lo	posible;	en	último	término,	debe	desafiar	las	leyes	de	lo	interesante:	la
foto	se	hace	«sorprendente»	a	partir	del	momento	en	que	no	se	sabe	por	qué	ha	sido
tomada;	 ¿qué	 motivo	 puede	 haber,	 y	 qué	 interés,	 para	 fotografiar	 un	 desnudo	 a
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contraluz	 en	 el	 hueco	 de	 una	 puerta,	 la	 parte	 delantera	 de	 un	 viejo	 auto	 sobre	 la
hierba,	un	carguero	atracado,	dos	bancos	en	una	pradera,	unas	nalgas	de	mujer	ante
una	 ventana	 rústica,	 un	 huevo	 sobre	 un	 vientre	 desnudo	 (fotos	 premiadas	 en	 un
concurso	 de	 aficionados)?	 En	 un	 primer	 tiempo,	 la	 Fotografía,	 para	 sorprender,
fotografía	lo	notable:	pero	muy	pronto,	por	una	reacción	conocida,	decreta	notable	lo
que	 ella	 misma	 fotografía.	 El	 «cualquier	 cosa»	 se	 convierte	 entonces	 en	 el	 colmo
sofisticado	del	valor.
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Puesto	que	toda	foto	es	contingente	(y	por	ello	fuera	de	sentido),	la	fotografía	solo
puede	significar	(tender	a	una	generalidad)	adoptando	una	máscara[12].	Es	la	palabra
que	emplea	Calvino	para	designarlo	que	convierte	 a	un	 rostro	 en	producto	de	una
sociedad	y	de	 su	historia.	Así	ocurre	 con	el	 retrato	de	William	Casby,	 fotografiado
por	 Richard	 Avedon:	 la	 esencia	 de	 la	 esclavitud	 se	 encuentra	 aquí	 al	 desnudo:	 la
máscara	es	el	sentido,	en	tanto	que	absolutamente	puro	(tal	como	estaba	en	el	teatro
antiguo).	 Es	 por	 ello	 que	 los	 grandes	 retratistas	 son	 grandes	 mitólogos:	 Nadar	 (la
burguesía	francesa),	Sander	(los	alemanes	de	la	Alemania	prenazi),	Avedon	(la	high-
class	neoyorquina).
La	máscara	es	sin	embargo	la	región	difícil	de	 la	Fotografía.	La	sociedad	según
parece,	desconfía	del	sentido	puro:	quiere	sentido,	pero	quiere	al	mismo	tiempo	que
este	 sentido	 esté	 rodeado	 por	 un	 ruido	 (como	 se	 dice	 en	 cibernética)	 que	 lo	 haga
menos	agudo.	Por	esto	la	foto	cuyo	sentido	(no	digo	efecto)	es	demasiado	imprevisto
es	rápidamente	apartada;	se	la	consume	estéticamente,	y	no	políticamente.
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«…	La	máscara	es	el	sentido	en	tanto	que	absolutamente	puro…».
Richard	Avedon:	William	Casby,	nacido	esclavo,	1963.
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La	 Fotografía	 de	 la	 Máscara	 es	 en	 efecto	 suficientemente	 crítica	 como	 para
inquietar	(en	1934	los	nazis	censuraron	a	Sander	porque	sus	«rostros	del	tiempo»	no
respondían	al	arquetipo	nazi	de	la	raza),	pero	por	otra	parte	es	demasiado	discreta	(o
demasiado	 «distinguida»)	 para	 constituir	 verdaderamente	 una	 crítica	 social	 eficaz,
por	 lo	 menos	 según	 las	 exigencias	 del	 militantismo:	 ¿qué	 ciencia	 comprometida
reconocía	el	interés	de	la	fisiognomía?	La	aptitud	para	percibir	el	sentido,	sea	político
o	moral,	de	un	rostro,	¿no	es	acaso	en	sí	misma	una	desviación	de	clase?	Y	todavía	es
decir	demasiado:	el	Notario	de	Sander	está	impregnado	de	importancia	y	de	rigidez,
su	 Ujier	 de	 afirmación	 y	 de	 brutalidad,	 pero	 jamás	 un	 notario	 o	 un	 ujier	 habrían
podido	 leer	 estos	 signos.	Como	 distancia,	 la	mirada	 social	 se	 sirve	 de	 una	 estética
refinada	que	la	convierte	en	vana:	solo	hay	crítica	en	aquellos	que	son	ya	aptos	para
la	crítica.	Este	callejón	sin	salida	es	un	poco	el	de	Brecht:	fue	hostil	a	la	fotografía	en
razón	 (decía	él)	de	 la	debilidad	de	su	poder	crítico;	pero	su	 teatro	mismo	nunca	ha
podido	ser	políticamente	eficaz	a	causa	de	su	sutilidad	y	su	calidad	estética.
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«…	Los	nazis	censuraron	a	Sander	porque	sus	rostros	del	tiempo	no	respondían	a	la	estética	nazi».
August	Sander:	Notario	(por	cortesía	de	la	Sander	Gallery,	Washington).
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Si	 exceptuamos	 el	 ámbito	 de	 la	 Publicidad,	 en	 el	 que	 el	 sentido	 solo	 debe	 ser
claro	y	distinto	en	razón	de	su	naturaleza	mercantil,	la	semiología	de	la	Fotografía	se
limita	pues	a	 los	resultados	admirables	de	unos	pocos	retratistas.	Para	el	resto,	para
las	 «buenas	 fotos»	 corrientes,	 todo	 lo	mejor	 que	 podemos	 decir	 de	 ellas	 es	 que	 el
objeto	habla,	que	induce,	vagamente,	a	pensar.	Y	aún:	incluso	esto	corre	el	riesgo	de
ser	olfateado	como	peligroso.	En	último	término,	nada	de	sentido	en	absoluto,	es	más
seguro:	los	redactores	de	Life	rechazaron	las	fotos	de	Kertész,	a	su	llegada	a	Estados
Unidos	en	1937,	porque,	dijeron	ellos,	sus	 imágenes	«hablaban	demasiado»;	hacían
reflexionar,	 sugerían	 un	 sentido	 —otro	 sentido	 que	 la	 letra—.	 En	 el	 fondo	 la
Fotografía	 es	 subversiva,	 y	 no	 cuando	 asusta,	 trastorna	 o	 incluso	 estigmatiza,	 sino
cuando	es	pensativa.
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Un	caserón,	un	porche	con	sombra,	unas	tejas,	una	decoración	árabe	deslucida,	un
hombre	 sentado	 apoyado	 contra	 el	muro,	 una	 calle	 desierta,	 un	 árbol	mediterráneo
(Alhambra,	 de	 Charles	 Clifford):	 esta	 fotografía	 antigua	 (1854)	me	 impresiona:	 es
que,	ni	más	ni	menos,	tengo	ganas	de	vivir	allí.	Estas	ganas	se	sumergen	en	mí	hasta
una	profundidad	y	por	medio	de	unas	raíces	que	desconozco:	¿calor	del	clima?	¿Mito
mediterráneo,	apolinismo?	¿Desheredamiento?	¿Jubilación?	¿Anonimato?	¿Nobleza?
Sea	lo	que	fuera	(de	mí	mismo,	de	mis	móviles,	de	mi	fantasma),	tengo	ganas	de	vivir
allí,	con	tenuidad,	y	esta	tenuidad	jamás	la	foto	de	turismo	puede	satisfacerla.
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«Es	allí	donde	quisiera	vivir…».
Charles	Clifford:	Alhambra	(Granada),	1854-1856.
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Para	mí,	las	fotografías	de	paisajes	(urbanos	o	campesinos)	deben	ser	habitables,
y	no	visitables.	Este	deseo	de	habitación,	si	lo	observo	a	fondo	en	mí	mismo,	no	es	ni
onírico	 (no	 sueño	 con	 un	 lugar	 extravagante)	 ni	 empírico	 (no	 intento	 comprar	 una
casa	a	partir	de	las	vistas	de	un	prospecto	de	agencia	inmobiliaria):	es	fantasmático,
deriva	 de	 una	 especie	 de	 videncia	 que	 parece	 impulsarme	 hacia	 adelante,	 hacia	 un
tiempo	 utópico,	 o	 volverme	 hacia	 atrás,	 no	 sé	 adónde	 de	 mí	 mismo:	 doble
movimiento	que	Baudelaire	ha	cantado	en	Invitation	au	Voyage	y	en	Vie	Antérieure.
Ante	 esos	 paisajes	 predilectos,	 todo	 sucede	 como	 si	 yo	 estuviese	 seguro	 de	 haber
estado	en	ellos	o	de	tener	que	ir.	Freud	dice	del	cuerpo	materno	que	«no	hay	ningún
otro	lugar	del	que	se	pueda	decir	con	tanta	certidumbre	que	se	ha	estado	ya	en	él[13]».
Tal	sería	entonces	la	esencia	del	paisaje	(elegido	por	el	deseo):	heimlich,	despertando
en	mí	la	Madre	(en	modo	alguno	inquietante).
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Habiendo	de	este	modo	pasado	revista	a	los	 intereses	serios	que	despertaban	en
mí	 ciertas	 fotos,	 me	 parecía	 constatar	 que	 el	 studium,	 mientras	 no	 sea	 atravesado,
fustigado,	rayado	por	un	detalle	(punctum)	que	me	atrae	o	me	lastima,	engendraba	un
tipo	 de	 foto	 muy	 difundido	 (el	 más	 difundido	 del	 mundo)	 que	 podríamos	 llamar
fotografía	unaria.	En	la	gramática	generativa,	una	transformación	es	unaria	cuando	a
través	de	ella	una	sola	sucesión	es	generada	por	la	base:	así	son	las	transformaciones:
pasiva,	negativa,	interrogativa	y	enfática.	La	Fotografía	es	unaria	cuando	transforma
enfáticamente	 la	 «realidad»	 sin	 desdoblarla,	 sin	 hacerla	 vacilar	 (el	 énfasis	 es	 una
fuerza	 de	 cohesión):	 ningún	 dual,	 ningún	 indirecto,	 ninguna	 disturbancia.	 La
Fotografía	unaria	tiene	todo	lo	que	se	requiere	para	ser	trivial,	siendo	la	«unidad»	de
la	composición	 la	primera	regla	de	 la	retórica	vulgar	(y	especialmente	escolar):	«El
tema,	dice	un	consejo	dirigido	a	los	aficionados	a	la	fotografía,	debe	ser	simple,	libre
de	accesorios	inútiles;	esto	tiene	un	nombre:	búsqueda	de	unidad».
Las	fotos	de	reportaje	son	muy	a	menudo	fotografías	unarias	(la	foto	unaria	no	es
necesariamente	apacible).	Nada	de	punctum	 en	 esas	 imágenes:	 choque	 sí	—la	 letra
puede	traumatizar—,	pero	nada	de	trastorno:	la	foto	puede	«gritar»,	nunca	herir.	Esas
fotos	 de	 reportaje	 son	 recibidas	 (de	 una	 sola	 vez),	 es	 todo.	 Las	 hojeo,	 no	 las
rememoro;	 jamás	un	detalle	(en	tal	o	tal	rincón)	acude	a	interrumpir	mi	lectura:	me
intereso	por	ellas	(igual	que	me	intereso	por	el	mundo),	pero	no	me	gustan.
Otra	foto	unaria	es	la	foto	pornográfica	(no	digo	erótica:	lo	erótico	es	pornografía
alterada,	 fisurada).	 Nada	más	 homogéneo	 que	 una	 fotografía	 pornográfica.	 Es	 una
foto	 siempre	 ingenua,	 sin	 intención	 y	 sin	 cálculo.	 Como	 un	 escaparate	 que	 solo
mostrase,	 iluminado,	 una	 sola	 joya:	 la	 fotografía	 pornográfica	 está	 enteramente
constituida	por	la	presentación	de	una	sola	cosa,	el	sexo:	jamás	un	objeto	secundario,
intempestivo,	 que	 aparezca	 tapando	 a	 medias,	 retrasando	 o	 distrayendo.	 Prueba	 a
contrario:	Mapplethorpe	hace	pasar	sus	grandes	planos	de	sexos	de	lo	pornográfico	a
lo	 erótico	 fotografiando	de	muy	cerca	 las	mallas	del	 eslip:	 la	 foto	ya	no	 es	 unaria,
puesto	que	me	intereso	por	la	rugosidad	del	tejido.
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En	este	espacio	habitualmente	tan	unario,	a	veces	(pero,	por	desgracia,	raramente)
un	«detalle»	me	atrae.	Siento	que	su	sola	presencia	cambia	mi	lectura,	que	miro	una
nueva	foto,	marcada	a	mis	ojoscon	un	valor	superior.	Este	«detalle»	es	el	punctum	(lo
que	me	punza).
No	 es	 posible	 establecer	 una	 regla	 de	 enlace	 entre	 el	 studium	 y	 el	 punctum
(cuando	se	encuentra	allí).	Se	trata	de	una	copresencia,	es	todo	lo	que	se	puede	decir:
las	monjas	«se	encontraban	allí»,	pasando	por	el	 fondo,	cuando	Wessing	 fotografió
los	soldados	nicaragüenses;	desde	el	punto	de	vista	de	la	realidad	(que	es	quizás	el	del
Operator),	 toda	 una	 causalidad	 explica	 la	 presencia	 del	 «detalle»:	 la	 Iglesia	 está
implantada	en	esos	países	de	América	Latina,	 las	monjas	 son	enfermeras,	 las	dejan
circular,	etcétera;	pero,	desde	mi	punto	de	vista	de	Spectator,	el	detalle	es	dado	por
suerte	 y	 gratuitamente;	 el	 cuadro	 no	 tiene	 nada	 de	 «compuesto»	 según	 una	 lógica
creativa;	 la	 foto	 es	 sin	 duda	 dual,	 pero	 dicha	 dualidad	 no	 es	 el	 móvil	 de	 ningún
«desarrollo»,	 como	 ocurre	 en	 el	 discurso	 clásico.	 Para	 percibir	 el	 punctum	 ningún
análisis	me	sería,	pues,	útil	(aunque	quizás,	a	veces,	como	veremos,	el	recuerdo	sí):
basta	con	que	la	imagen	sea	suficientemente	grande,	con	que	no	tenga	que	escrutarla
(no	serviría	de	nada),	con	que,	ofrecida	en	plena	página,	la	reciba	en	pleno	rostro.
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Muy	a	menudo,	el	punctum	es	un	«detalle»,	es	decir,	un	objeto	parcial.	Asimismo,
dar	ejemplos	de	punctum	es,	en	cierto	modo,	entregarme.
He	aquí	una	 familia	negra	norteamericana,	 fotografiada	en	1926	por	 James	Van
der	Zee.	El	studium	es	claro:	me	intereso	con	simpatía,	como	buen	sujeto	cultural,	por
lo	 que	 dice	 la	 foto,	 pues	 habla	 (se	 trata	 de	 una	 «buena»	 foto):	 expresa	 la
respetabilidad,	el	familiarismo,	el	conformismo,	el	endomingamiento,	un	esfuerzo	de
promoción	social	para	engalanarse	con	los	atributos	del	blanco	(esfuerzo	conmovedor
de	tan	ingenuo).	El	espectáculo	me	interesa,	pero	no	me	«punza».	Lo	que	me	punza,
es	 curioso	 decirlo,	 es	 el	 enorme	 cinturón	 de	 la	 hermana	 (o	 de	 la	 hija)	—oh	 negra
nodriza—,	sus	brazos	cruzados	detrás	de	 la	espalda	a	 la	manera	de	 las	escolares,	y
sobre	lodo	sus	zapatos	con	tiras	(¿por	qué	una	antigualla	tan	remota	me	impresiona?
Quiero	 decir:	 ¿a	 qué	 época	 me	 remite?).	 Ese	 punctum	 mueve	 en	 mí	 una	 gran
benevolencia,	casi	ternura.	No	obstante,	el	punctum	no	hace	acepción	de	moral	o	de
buen	gusto:	el	punctum	puede	ser	maleducado.
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«Los	zapatos	con	tiras».
James	Van	der	Zee:	Retrato	de	familia,	1926.
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William	 Klein	 ha	 fotografiado	 a	 los	 chiquillos	 de	 un	 barrio	 italiano	 de	 Nueva
York	(1954);	es	conmovedor,	divertido,	pero	 lo	que	yo	veo	con	obstinación	son	 los
dientes	estropeados	del	muchachito.	Kertész	hizo	en	1926	un	retrato	de	Tzara	joven
(con	un	monóculo);	 pero	 lo	 que	 observo,	 gracias	 a	 ese	 suplemento	 de	 vista	 que	 es
algo	 así	 como	 el	 don,	 la	 gracia	 del	punctum,	 es	 la	mano	 de	 Tzara	 puesta	 sobre	 el
marco	 de	 la	 puerta:	mano	 grande	 de	 uñas	 poco	 limpias.	 Por	 fulgurante	 que	 sea,	 el
punctum	tiene,	más	o	menos	virtualmente,	una	fuerza	de	expansión.	Esta	fuerza	es	a
menudo	 metonímica.	 Existe	 una	 fotografía	 de	 Kertész	 (1921)	 que	 representa	 un
modesto	violinista	cíngaro,	ciego,	conducido	por	un	chiquillo;	ahora	bien,	lo	que	yo
veo,	a	través	de	este	«ojo	que	piensa»	y	me	hace	añadir	algo	a	la	foto,	es	la	calzada	de
tierra	batida;	la	rugosidad	de	esta	calzada	terrosa	me	produce	la	certidumbre	de	estar
en	Europa	central;	percibo	el	referente	(aquí	la	fotografía	se	sobrepasa	realmente	a	sí
misma:	¿no	es	acaso	la	única	prueba	de	su	arte?	¿Anularse	como	medium,	no	ser	ya
un	signo,	sino	la	cosa	misma?),	reconozco	con	mi	cuerpo	entero	las	aldeas	por	donde
pasé	en	el	curso	de	antiguos	viajes	por	Hungría	y	Rumania.
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«Lo	que	yo	veo	con	obstinación	son	los	dientes	estropeados	del	muchachito».
William	Klein:	El	barrio	italiano,	Nueva	York,	1954.
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«Yo	reconozco	con	mi	cuerpo	entero	las	aldeas	por	donde	pasé	en	el	curso	de	antiguos	viajes	por	Hungría	y
Rumania…».
André	Kertész:	La	balada	del	violinista,	Abony,	Hungría,	1921.
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Existe	otra	expansión	del	punctum	(menos	proustiana):	cuando,	paradoja,	aunque
permaneciendo	 como	 «detalle»,	 llena	 toda	 la	 fotografía.	 Duane	 Michals	 ha
fotografiado	a	Andy	Warhol:	retrato	provocativo,	ya	que	en	él	Warhol	se	tapa	la	cara
con	las	dos	manos.	No	tengo	ningún	deseo	de	comentar	intelectualmente	este	juego
de	escondite	(esto	es	studium);	pues,	para	mí,	Andy	Warhol	no	esconde	nada;	me	da	a
leer	abiertamente	sus	manos;	y	el	punctum	no	es	el	gesto,	es	la	materia	algo	repulsiva
de	esas	uñas	espatuladas,	suaves	y	contorneadas	al	mismo	tiempo.
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Ciertos	detalles	podrían	«punzarme».	Si	no	lo	hacen,	es	sin	duda	porque	han	sido
puestos	 allí	 intencionalmente	 por	 el	 fotógrafo.	 En	 Shinohiera,	 Fighter	 Painter,	 de
William	Klein	(1961),	 la	cabeza	monstruosa	del	personaje	no	me	dice	nada,	porque
veo	perfectamente	 que	 es	 un	 artificio	 de	 la	 toma	de	 vista.	Unos	 soldados	 sobre	 un
fondo	de	monjas	me	habían	servido	de	ejemplo	para	hacer	comprender	lo	que	era	a
mis	ojos	el	punctum	(allí	realmente	elemental);	pero	cuando	Bruce	Gilden	fotografía
juntos	a	una	religiosa	y	unos	 travestis	 (Nueva	Orleans,	1973),	el	contraste,	deseado
(por	 no	 decir	 acentuado),	 no	 produce	 en	 mí	 ningún	 efecto	 (sino,	 incluso,	 cierta
irritación).	Así	 el	 detalle	 que	me	 interesa	 no	 es,	 o	 por	 lo	menos	 no	 rigurosamente,
intencional,	y	probablemente	no	es	necesario	que	lo	sea;	aparece	en	el	campo	de	la
cosa	 fotografiada	 como	 un	 suplemento	 inevitable	 y	 a	 la	 vez	 gratuito;	 no	 testifica
obligatoriamente	sobre	el	arte	del	fotógrafo;	dice	tan	solo	o	bien	que	el	fotógrafo	se
encontraba	 allí,	 o	 bien,	 más	 pobremente	 aún,	 que	 no	 podía	 dejar	 de	 fotografiar	 el
objeto	 parcial	 al	 mismo	 tiempo	 que	 el	 objeto	 total	 (¿cómo	 habría	 podido	 Kertész
«separar»	la	calzada	del	violinista	que	pasea	por	ella?).	La	videncia	del	Fotógrafo	no
consiste	en	«ver»,	sino	en	encontrarse	allí.	Y	ante	todo,	imitando	a	Orfeo,	¡que	no	dé
vueltas	sobre	lo	que	él	conduce	y	me	da!
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Un	 detalle	 arrastra	 toda	 mi	 lectura;	 es	 una	 viva	 mutación	 de	 mi	 interés,	 una
fulguración.	Gracias	a	la	marca	de	algo	la	foto	deja	de	ser	cualquiera.	Ese	algo	me	ha
hecho	vibrar,	ha	provocado	en	mí	un	pequeño	estremecimiento,	un	satori,	el	paso	de
un	vacío	(importa	poco	que	el	referente	sea	irrisorio).	Cosa	curiosa:	el	gesto	virtuoso
que	 se	 apodera	de	 las	 fotos	«serias»	 (investidas	de	un	 simple	 studium)	 es	 un	 gesto
perezoso	 (hojear,	 mirar	 de	 prisa	 y	 cómodamente,	 curiosear	 y	 apresurarse);	 por	 el
contrario,	 la	 lectura	del	punctum	 (de	 la	 foto	punteada,	por	decirlo	así)	 es	 al	mismo
tiempo	 corta	 y	 activa,	 recogida	 como	 una	 fiera.	 Astucia	 del	 vocabulario:	 se	 dice
«desarrollar	 una	 foto[14]»;	 pero	 lo	 que	 la	 acción	 química	 desarrolla	 es	 lo
indesarrollable,	una	esencia	(de	herida),	lo	que	no	puede	transformarse,	sino	tan	solo
repetirse	 a	 modo	 de	 insistencia	 (de	 mirada	 insistente).	 Esto	 asemeja	 la	 Fotografía
(ciertas	 fotografías)	 al	 Haikú.	 Pues	 la	 notación	 de	 un	 Haikú	 es	 también
indesarrollable:	 todo	 viene	 dado,	 sin	 provocar	 deseos	 o	 incluso	 la	 posibilidad	 de
expansión	 retórica.	 En	 ambos	 casos	 se	 podría,	 se	 debería	 hablar	 de	 inmovilidad
viviente:	ligada	a	un	detalle	(a	un	detonador),	una	explosión	deja	una	pequeña	estrella
en	 el	 cristal	 del	 texto	 o	 de	 la	 foto:	 ni	 el	 Haikú	 ni	 la	 Foto	 hacen	 «soñar».	 En	 la
experiencia	 de	Ombredane,	 los	 negros	 solo	 ven	 en	 la	 pantalla	 la	 gallina	minúscula
que	 en	 un	 rincón	 cruza	 por	 la	 plaza	 del	 pueblo.	 Tampoco	 yo,	 de	 los	 dos	menores
disminuidos	 de	 una	 institución	 de	Nueva	 Jersey	 (fotografiados

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