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Este libro no es un tratado sobre la fotografía como arte, ni mucho menos una historia sobre el tema. Como en muchos de sus trabajos, Barthes rehúye los senderos más trillados y se lanza a una especie de desciframiento del signo expresivo, del objeto artístico, de la «obra» entendida como mecanismo productor de sentido. En este caso toma como punto de partida unas cuantas fotografías, con el fin de descubrir «una ciencia nueva para cada objeto» y, a partir de ahí, deducir «el universal sin el cual no existiría la fotografía», esa «alucinación» que provoca falsedad en el nivel de la percepción y verdad en el nivel del tiempo. El final de esta excursión al otro lado del espejo no solo proporciona un conocimiento más profundo (e inesperado) del objeto estudiado, sino que también desvela los mecanismos de la escritura ensayística enfrentada a otra escritura, la de la imagen fija. www.lectulandia.com - Página 2 Roland Barthes La cámara lúcida Nota sobre la fotografía ePub r1.2 Leflanevr 01.02.18 www.lectulandia.com - Página 3 Título original: La chambre Claire. Note sur la photographie Roland Barthes, 1980 Traducción: Joaquim Sala-Sanahuja Retoque de cubierta: Leflanevr Editor digital: Leflanevr ePub base r1.2 www.lectulandia.com - Página 4 En homenaje a Lo imaginario de Jean-Paul Sartre www.lectulandia.com - Página 5 Prólogo a la edición castellana Escrito a la sombra de los graves enunciados nietzscheanos, a los que debe en parte la posesión de un estilo, escrito bajo la advocación, también, del diario íntimo tal como lo practicara André Gide. La cámara lúcida constituye la parte final de la última trilogía de Roland Barthes. Es por ello, si cabe, un libro crepuscular: con él, de forma velada, impregnada de pudor, adquiere consistencia una especie de tratado del Tiempo, de la Nostalgia y, en definitiva, de la Muerte. Como si, al final, la muerte de su autor pocas semanas después de la publicación del libro acudiese a marcar con el sello de la realidad lo que de trágico tiene ya el libro. «Este libro defraudará a los fotógrafos», había advenido el mismo Barthes poco antes de su aparición. Pues nada tiene de común con un estudio de las técnicas fotográficas o con el análisis de los estilos, y ni tan solo se detiene en lo que constituye formalmente la finalidad última de los estructuralistas: la clasificación. La escritura se apodera aquí de la fotografía, la interroga, propone, anticipa provisionalmente ciertos elementos de ordenación del material fotográfico —tal la aparente oposición studium/punctum— que luego irán asentándose, transformándose tras su confrontación con otros ejemplos para aparecer al fin como nexo entre la fotografía y la reacción experimentada por el sujeto ante ella. Pues lo que Roland Barthes persigue ante todo a lo largo de su última trilogía es argumentar sus sensaciones y ofrendar de este modo su individualidad a una «ciencia del sujeto» cuya relación con las otras ciencias, y —en especial con la semiología— se diluye a medida que, paradójicamente, el sujeto se hace consistente. En general, las últimas obras de Barthes tendían ya hacia esa subjetivización. En contraste con sus primeras producciones, especialmente El grado cero de la escritura (1953) y acaso también las Mitologías (1957), que aparecían ordenadas como un intento de elucidar una mitología social a partir de las influencias inmediatas de Sartre, Marx y Brecht las obras posteriores a El placer del texto (1973) certifican el cambio que tal libro apuntaba en el sentido de la subjetivización. Así, en 1975 es publicado Roland Barthes por Roland Barthes, el reverso de cuya portada contiene en negativo, como en una transgresión confesada pero inconfesable, una advertencia que seguirá siendo válida para los libros posteriores y en especial para el presente: «Todo esto debe ser considerado como si fuese dicho por un personaje de novela». Desde entonces la escritura de Roland Barthes se sumirá en un mar de apuntes, de notas y fragmentos cuyo denominador común es un yo distante, tonsurado por la perfección, por el perfeccionismo de la escritura, un yo que dentro de esta teoría «de ficción» se transformará eventualmente en él («él se siente…», «alguien le interroga…», «su discurso funciona…»), cambio de persona, acaso cambio de tiempo verbal también, pero en modo alguno pluralización del sujeto o desdoblamiento. Paralelamente, la escritura se hace entrecortada, fragmentaria. El yo del texto, como en el caso del narrador proustiano, interroga el gesto, el objeto, todo lo que rodea el www.lectulandia.com - Página 6 quehacer cotidiano, y lo introduce en la dimensión del recuerdo, de la confrontación, con la intención plenamente intelectual de interpretar la realidad, sin ocultar por ello lo que de pasional, de deseo, posee tal ejercicio. Nietzsche, en Más allá del bien y del mal, anticipa la conexión de lo filosófico con la subjetividad y, en nuestro caso, con lo que clásicamente se ha dado en llamar «diario íntimo»: «Poco a poco se me ha ido manifestando qué es lo que ha sido hasta ahora toda gran filosofía: a saber, la autoconfesión de su autor y una especie de mémoires (en francés en el original) no queridas y no advertidas». Esta asimilación de las grandes filosofías a una memoria íntima alcanzará en el último Barthes su sentido más literal. A pesar del subterfugio de la «ficción». En Fragments d’un discours amoureux (1977), un yo enamorado experimenta en primera persona todo el proceso y los accidentes del enamoramiento, y de su reflexión va surgiendo lentamente el discurso, un discurso-tipo, del enamorado. Con la dramatización del texto, la obra se convierte en una especie de novela o en algo heteróclito que arranca del terreno de lo imaginario. Por lo demás, Fragments d’un discours amoureux es confeccionado a partir de un texto-guía, el Werther de Goethe, arquetipo del amor-pasión, y abunda en referencias a lo que Barthes llamaba «lecturas de noche», es decir, textos cuya lectura tenía como objetivo primordial el placer: Blake, Proust, Balzac, Brecht, Gide, el Zen… Ante tal suerte de hedonismo cultural, por lo demás profundamente enraizado en la civilización francesa y en grado extremo en el mundillo parisiense, podríase pensar que la subjetivización, con todos sus refinamientos, iba dirigida a la galería que en los últimos tiempos colmó a Barthes de incienso. O lo que es lo mismo: que se trataba de un ejercicio de frivolidad. Cuando en realidad esa «dramatización» del texto cubría o encubría una especie de autoconfesión, en el terreno de lo pasional, al que, sin embargo, sus coetáneos no eran ajenos. En último término, cabría interpelar a los precedentes literarios de Barthes, al Gide maestro del diario íntimo que se ofrece en sacrificio en una de las mayores exhibiciones del siglo, su Journal. Pero lo que distanciaba a Barthes de Gide, más allá de las circunstancias cronológicas e intelectuales, era posiblemente de índole personal: el pudor. De no ser por el pudor del que siempre hizo gala —aunque algo menos en estos últimos años, y esto por razones personales—, Roland Barthes hubiera sido un escritor —o un poeta, según la acepción de Stefan Zweig— de su vida. A pesar de que nunca cesara de afirmar, como en Roland Barthes por Roland Barthes, que todos los elementos biográficos que intervenían en su discurso debían ser consignados como puros elementos de ficción, como elementos pertenecientes a una novela familiar. Al final, sin embargo, el peso de esta ambigüedad entre lo biográfico (o íntimo) y lo teórico es suficiente para intuir una distanciación del autor para con su pasado «científico», aportandocomo prueba el contraste entre la semiología original y la «ciencia del sujeto» que constituye, por así decir, la coartada de las últimas obras. Por un lado, pues, la teoría, con la semiología y su discurso de exploración; por el www.lectulandia.com - Página 7 otro, aunque ligado al anterior, el sujeto ofreciéndose como cuerpo del experimento e, indirectamente, como protagonista de una gran novela. No está claro que, entre ambos extremos, sea la Semiología como ciencia la que se lleve la mejor parte. Podría parecer, incluso, que la ciencia de los signos es tan solo una de las vertientes obsesivas del personaje de nuestra novela, uno de esos leitmotiv que la crítica moderna cree percibir en muchos personajes de Zola o en el universo de Proust. Todo esto, Barthes lo sabía, y es evidente que la intención primordial de sus últimos libros se centra en dicho juego ambivalente. Si Fragments d’un discours amoureux se ocupaba del lenguaje que nace en torno al amor, La cámara lúcida cubre el polo opuesto: la Muerte. Entre ambos libros, en el intervalo de tres años, Barthes había escrito, leído y publicado su breve Leçon, texto de la clase inaugural de su cátedra de Semiología en el College de France —ante cuya sede fue víctima del accidente que le costó la vida—, al que siguió otro texto igualmente breve, Sollers écrivain, dedicado al escritor Philippe Sollers, máximo exponente de la tan traída vanguardia parisiense. Entretanto se va decantando lo que desde hace tiempo se esperaba de Barthes: un trabajo sobre la fotografía que contendrá a la vez una reflexión sobre la muerte. Roland Barthes se había ocupado ya del «lenguaje» cinematográfico e, indirectamente, de la fotografía en las Mitologías, a finales de los años cincuenta, y de modo igualmente disperso en varios artículos de la misma época. Tanto en el caso del cine como en el de la fotografía, el análisis de tipo semiológico que Barthes proponía por aquel entonces se enfrentaba a una dificultad básica: para que el cine pueda ser tratado como un lenguaje es necesario que existan elementos que no sean analógicos y que además puedan ser objeto de sistematización. Sin embargo, es difícil discernir en la imagen cinematográfica partículas discontinuas, significantes cuyo significado no esté directamente adosado a ellos: el cine está hecho de elementos analógicos (gestos, paisajes, animales…), incapaces de entrar en el juego de una combinatoria, tal como exige todo lenguaje. Esto los convierte en sistemas pobres, cuyo estudio semiológico no tiene sentido. Sin embargo, a pesar de que el filme comporte una representación analógica de la realidad, existen también elementos que, por ser usuales en el universo de la colectividad, no son directamente simbólicos, sino que se encuentran culturalizados, convencionalizados. Es lo que Barthes llama «elementos retóricos» o «elementos de connotación»: dichos elementos, desligados de su simbolismo, pueden constituir sistemas de significación secundaria que se superponen al discurso analógico. Así, si bien el análisis semiológico de un filme no tiene propiamente sentido, el inventario de los elementos retóricos, connotadores, asimilables a signos, puede conducir al establecimiento de una retórica del filme. Tales elementos son ya analizables semiológicamente y forman parte de lo que suele llamarse «estilo». Algo parecido ocurre con la fotografía. La imagen fotográfica es la reproducción analógica de la realidad y no contiene ninguna partícula discontinua, aislable, que pueda ser considerada como signo. Sin embargo, existen en ella elementos retóricos www.lectulandia.com - Página 8 (la composición, el estilo…), susceptibles de funcionar independientemente como mensaje secundario. Es la connotación, asimilable en este caso a un lenguaje. Es decir: es el estilo lo que hace que la foto sea lenguaje. A partir de esta premisa, elemental en el universo de la semiología, se teje una especie de interrogación de la imagen fotográfica. Por medio de la connotación, Barthes intentará delimitar ahora qué es lo que en la fotografía produce un efecto específico sobre el observador, qué es lo particular, lo propio, cuál es la esencia de la fotografía, cuál el enigma que la hace fascinante (y en particular para ciertas fotos)… La búsqueda de la esencia de la fotografía a través de elementos concretos y generalmente puntuales que forman parte de la imagen fotográfica, pero que pueden pasar inadvertidos al examinar su mensaje inmediato, enlaza con los objetivos últimos (!) de la gran filosofía. Además, dado que lo que se oculta tras la fotografía, lo que se ampara indefectiblemente en la imagen fotográfica, es la Muerte, la búsqueda de Barthes adquiere un carácter romántico indudable. A la pluralidad de su discurso —pues en el de ahora aparecen indistintamente referencias al psicoanálisis, a la semiología en sus aspectos más amplios, al análisis sociológico, a todo lo que desde cualquier ángulo pueda contribuir a interpretar la civilización de nuestro tiempo— se añade la presencia del yo, del sujeto, del alma sensible sometida a la prueba de la fotografía. Al tiempo interrumpido, a la plasmación de lo que fue, se refiere, pues, el libro presente. Mientras que a su alrededor, como en un zumbar de insectos, se acumulan los corolarios de un teorema extraño que asociaría la muerte a la creación de imágenes. La fotografía recoge una interrupción del tiempo a la vez que construye sobre el papel preparado un doble de la realidad. De ello se infiere que la muerte, o lo que es lo mismo: la evidencia del esto-ha-sido, va ligada esencialmente a la aparición (o elaboración) del doble en la imagen fotográfica. Esto es corroborado por la etnología, la cual se hace eco (término no inocente) del pánico de muchos pueblos primitivos hacia la fotografía —pánico que, según cuentan, subsiste todavía en ciertas zonas de Las Hurdes y de Albacete—. El gran psicoanalista Otto Rank precisa en Don Juan y el doble, su obra más conocida, el origen de estas asociaciones estudiando ejemplos literarios clásicos: el tema de la sombra, del personaje que pierde, abandona o vende su sombra, como en la historia de Peter Schlemihl, del romántico Chamisso, o en muchos de los cuentos fantásticos de E. T. A. Hoffmann; el del retrato como garantía mefistofélica de eternidad, cuyo ejemplo más divulgado es la historia wildeana del retrato de Dorian Gray; el tema del reflejo y las variantes del narcisismo; el lema de la gemelidad, de gran solera en la literatura infantil o en la obra del mismo Hoffmann, de Julio Verne, de Kafka… En todos los casos es la suerte lo que permite (o provoca) que el personaje recupere su unicidad. En lo concerniente a la imagen fotográfica, cabría considerar —y Barthes no habría disentido de ello— que la fotografía solo adquiere su valor pleno con la desaparición irreversible del referente, con la muerte del sujeto fotografiado, con el paso del tiempo… En la www.lectulandia.com - Página 9 fotografía del referente desaparecido se conserva eternamente lo que fue su presencia, su presencia fugaz —esa fugacidad, con su evidencia, es lo que la fotografía contiene de patético—, hecha de intensidades. Dicho de otro modo: es imposible separar el referente de lo que es en sí la foto. Y de aquí, al cabo, la deducción de Barthes: la esencia de la fotografía es precisamente esta obstinación del referente en estar siempre ahí. La fotografía es más que una prueba: no muestra tan solo algo que ha sido, sino que también y ante todo demuestra que ha sido. En ella permanece dealgún modo la intensidad del referente, de lo que fue y ya ha muerto. Vemos en ella detalles concretos, aparentemente secundarios, que ofrecen algo más que un complemento de información (en tanto que elementos de connotación): conmueven, abren la dimensión del recuerdo, provocan esa mezcla de placer y dolor, la nostalgia. La fotografía es la momificación del referente. El referente se encuentra ahí, pero en un tiempo que no le es propio. Con detalles dispersos —un gesto hoy en día poco usual, un ornamento…— que lo hacen impropio. El Tiempo —o incluso la superposición de tiempos distintos y quizá contrapuestos— puede ser uno de tales «detalles» invisibles a primera vista. Pues el referente rasga con la contundencia de lo espectral la continuidad del tiempo. La foto es para el referente lo que el hielo para el alpinista que el glaciar del Montblanc abandona en su falda siglo y medio después del accidente mortal: un trámite tanatológico que nos presenta de pronto, abruptamente, lo que fue tal como fue. Como si el fotógrafo fuese en el límite un taxidermista de ese haber existido, con la sola diferencia de que el fotógrafo no falsea el interior de los cuerpos, no interviene en ellos, en su interior, sino que nos los presenta tal como fueron en un instante concreto, enmarcados únicamente por los bordes de la placa fotográfica. Por último, es necesario hacer mención de algo que en La cámara lúcida es inseparable de la muerte: el amor y la nostalgia. De cada página emana la nostalgia del amor materno. La escritura, curiosamente, encuentra uno de sus polos en la foto de la madre de Roland Barthes, la llamada foto del Invernadero, descrita pero jamás mostrada. En su juego ambivalente, el libro, presentado como una nota sobre la Fotografía, es también explícitamente un homenaje del autor hacia su madre, fallecida poco antes. Contiene, en efecto, más que una teoría de la fotografía, un modo, un cariz especial en el modo de enfrentarse a la imagen fotográfica: pues de lo que se trata al mismo tiempo es de extraer de la memoria, a través de la fotografía —en este caso la foto del Invernadero —, la presencia, el retomo del ser en un tiempo pasado, a fin de someterse —pero es una sumisión enfermiza, de corte proustiano— al placer de la nostalgia. Joaquim Sala-Sanahuja www.lectulandia.com - Página 10 I www.lectulandia.com - Página 11 1 Un día, hace mucho tiempo, di con una fotografía de Jerónimo, el último hermano de Napoleón (1852). Me dije entonces, con un asombro que después nunca he podido despejar: «Veo los ojos que han visto al Emperador». A veces hablaba de este asombro, pero como nadie parecía compartirlo, ni tan solo comprenderlo (la vida está hecha así, a base de pequeñas soledades), lo olvidé. Mi interés por la Fotografía tomó un cariz más cultural. Decreté que me gustaba la fotografía en detrimento del cine, del cual, a pesar de ello, nunca llegué a separarla. La cuestión permanecía. Me embargaba, con respecto a la Fotografía, un deseo «ontológico»: quería, costase lo que costara, saber lo que aquella era «en sí», qué rasgo esencial la distinguía de la comunidad de las imágenes. Tal deseo quería decir que en el fondo, al margen de las evidencias procedentes de la técnica y del uso, y a pesar de su formidable expansión contemporánea, yo no estaba seguro de que la Fotografía existiese, de que dispusiese de un «genio» propio. www.lectulandia.com - Página 12 2 ¿Quién podía guiarme? Desde el primer paso, el de la clasificación (pues es necesario clasificar, contrastar, si se quiere constituir un corpus), la Fotografía se escapa. Las distribuciones a las que se la suele someter son, efectivamente, bien empíricas (Profesionales/Aficionados), bien retóricas (Paisajes/Objetos/Retratos/Desnudos), bien estéticas (Realismo/Pictorialismo), y en cualquier caso exteriores al objeto, sin relación con su esencia, la cual no puede ser (si es que existe) más que la Novedad de la que aquella ha sido el advenimiento; pues tales clasificaciones podrían muy bien ser aplicadas a otras formas antiguas de representación. Diríase que la Fotografía es inclasificable. Me pregunté entonces cuál podía ser la causa de todo este desorden. Y esto es lo que primeramente encontré. Lo que la Fotografía reproduce al infinito únicamente ha tenido lugar una sola vez: la Fotografía repite mecánicamente lo que nunca más podrá repetirse existencialmente. En ella el acontecimiento no se sobrepasa jamás para acceder a otra cosa: la Fotografía remite siempre el Corpus que necesito al cuerpo que veo, es el Particular absoluto, la Contingencia soberana, mate y elemental, el Tal (tal foto, y no la Foto), en resumidas cuentas, la Tuché, la Ocasión, el Encuentro, lo Real en su expresión infatigable[1]. Para designar la realidad el budismo emplea la palabra sunya, el vacío; y mejor todavía: tathata, el hecho de ser tal, de ser así, de ser esto: tat quiere decir en sánscrito esto[2] y recuerda un poco el gesto del niño que señala algo con el dedo y dice: ¡Ta, Da, Sa[3]! Una fotografía se encuentra siempre en el límite de este gesto. La fotografía dice: esto, es esto, es asá, es tal cual, y no dice otra cosa; una foto no puede ser transformada (dicha) filosóficamente, está enteramente lastrada por la contingencia de la que es envoltura transparente y ligera. Muestre sus fotos a alguien; ese alguien sacará inmediatamente las suyas: «Vea, este de aquí es mi hermano; aquel de allá mi hijo», etcétera; la Fotografía nunca es más que un canto alternado de «Vea», «Ve», «Vea esto», señala con el dedo cierto vis-à-vis[4] y no puede salirse de ese puro lenguaje deíctico. Es por ello que, del mismo modo que es lícito hablar de una foto, me parecía improbable hablar de la Fotografía. Tal foto, en efecto, jamás se distingue de su referente (de lo que ella representa), o por lo menos no se distingue en el acto o para todo el mundo (como ocurriría con cualquier otra imagen, sobrecargada de entrada y por estatuto por la forma de estar simulado el objeto): percibir el significante fotográfico no es imposible (hay profesionales que lo hacen), pero exige un acto secundario de saber o de reflexión. Por naturaleza, la Fotografía (hemos de aceptar por comodidad este universal, que por el momento solo nos remite a la repetición incansable de la contingencia) tiene algo de tautológico: en la fotografía una pipa es siempre una pipa, irreductiblemente. Diríase que la Fotografía lleva siempre su referente consigo, estando marcados ambos www.lectulandia.com - Página 13 por la misma inmovilidad amorosa o fúnebre, en el seno mismo del mundo en movimiento: están pegados el uno al otro, miembro a miembro, como el condenado encadenado a un cadáver en ciertos suplicios; o también como esas parejas de peces (los tiburones, creo, según dice Michelet) que navegan juntos, como unidos por un coito eterno. La Fotografía pertenece a aquella clase de objetos laminares de los que no podemos separar dos láminas sin destruirlos: el cristal y el paisaje, y por qué no: el Bien y el Mal, el deseo y su objeto: dualidades que podemos concebir, pero no percibir (yo no sabía todavía que de esa obstinación del Referente en estar siempre ahí iba a surgir la esencia que buscaba). Esta fatalidad (no hay foto sin algo o alguien) arrastra la Fotografía hacia el inmenso desorden de los objetos —de todos los objetos del mundo: ¿por qué escoger[5] (fotografiar) tal objeto, tal instante, y no otro?—. La Fotografía es inclasificable por el hecho de que no hay razón para marcar una de sus circunstancias en concreto: quizá quisiera convertirse en tan grande, segura y noble como un signo, lo cual le permitiría acceder a la dignidad de unalengua; pero para que haya signo es necesario que haya marca; privadas de un principio de marcado, las fotos son signos que no cuajan, que se cortan, como la leche. Sea lo que fuere lo que ella ofrezca a la vista y sea cual fuere la manera empleada, una foto es siempre invisible: no es a ella a quien vemos. Total, que el referente se adhiere. Y esta singular adherencia hace que haya una gran dificultad en enfocar el tema de la Fotografía. Los libros que tratan del tema, por lo demás mucho menos numerosos que para otro arte, son víctimas de dicha dificultad. Los unos son técnicos; para «ver» el significante fotográfico están obligados a enfocar de muy cerca. Los otros son históricos o sociológicos; para observar el fenómeno global de la Fotografía estos están obligados a enfocar de muy lejos. Yo constaté con enojo que ninguno me hablaba precisamente de las fotos que me interesan, de las que me producen placer o emoción. ¿Qué me importaban a mí las reglas de composición del paisaje fotográfico o, en el otro extremo, la Fotografía como rito familiar? Cada vez que leía algo sobre la Fotografía pensaba en tal o cual foto preferida y ello me encolerizaba. Pues yo no veía más que el referente, el objeto deseado, el cuerpo querido: pero una voz importuna (la voz de la ciencia) me decía entonces con tono severo: «Vuelve a la Fotografía. Lo que ves ahí y que te hace sufrir está comprendido en la categoría de “Fotografías de aficionados”, sobre la que ha tratado un equipo de sociólogos: no es más que la huella de un protocolo social de integración destinado a sacar a flote a la Familia, etcétera». Sin embargo, yo persistía: otra voz, la más fuerte, me impulsaba a negar el comentario sociológico: frente a ciertas fotos yo deseaba ser salvaje, inculto. Así iba yo, no osando reducir las innumerables fotos del mundo, ni tampoco hacer extensivas algunas de las mías a toda la Fotografía: en resumen, que me encontraba en un callejón sin salida y puede decirse que «científicamente» solo y desarmado. www.lectulandia.com - Página 14 3 Me dije entonces que ese desorden y ese dilema sacados a la luz por el deseo de escribir sobre la Fotografía reflejaban perfectamente una especie de incomodidad que siempre había experimentado: la de ser un sujeto que se bambolea entre dos lenguajes, expresivo el uno, crítico el otro; y en el seno de este último, entre varios discursos, los de la sociología, de la semiología y del psicoanálisis —pero que, por la insatisfacción en la que me encontraba finalmente de unos y de otros, yo evidenciaba lo único que había de seguro en mí (por ingenuo que fuese): la resistencia furibunda a todo sistema reductor—. Pues cada vez que, habiendo recurrido de algún modo a uno de ellos, sentía un lenguaje hacerse consistente y de este modo deslizar hacia la reducción y la reprimenda, lo abandonaba poco a poco y buscaba en otra dirección: me ponía a hablar de otro modo. Valía más, de una vez por todas, convertir en razón mi protesta de singularidad, e intentar hacer de la «antigua soberanía del yo» (Nietzsche) un principio heurístico. Resolví, pues, tomar como punto de partida para mi investigación apenas algunas fotos, aquellas de las que estaba seguro que existían para mí. Nada que tuviese que ver con un corpus: solo algunos cuerpos. En este debate, convencional en suma, entre la subjetividad y la ciencia, yo llegaba a esta curiosa idea: ¿por qué no tendríamos, de algún modo, una nueva ciencia por objeto? ¿Una Mathesis singularis (y ya no universalis)? Acepté, por tanto, erigirme en mediador de toda la Fotografía: intentaría formular, a partir de algunos movimientos personales, el rasgo fundamental, el universal sin el cual no habría Fotografía. www.lectulandia.com - Página 15 4 Heme, pues, a mí mismo como medida del «saber» fotográfico. ¿Qué es lo que sabe mi cuerpo sobre la Fotografía? Observé que una foto puede ser objeto de tres prácticas (o de tres emociones, o de tres intenciones): hacer, experimentar, mirar. El Operator es el Fotógrafo. Spectator somos los que compulsamos en los periódicos, libros, álbumes o archivos, colecciones de fotos. Y aquel o aquello que es fotografiado es el blanco, el referente, una especie de pequeño simulacro, de eidôlon emitido por el objeto, que yo llamaría de buen grado el Spectrum de la Fotografía porque esta palabra mantiene a través de su raíz una relación con «espectáculo» y le añade ese algo terrible que hay en toda fotografía: el retorno de lo muerto. Una de esas prácticas me estaba prohibida y no podía tratar de interrogarla: yo no soy fotógrafo, ni tan solo aficionado: demasiado impaciente para serlo: necesito ver en seguida aquello que he producido (¿y el Polaroid? Divertido, pero decepcionante, salvo cuando un gran fotógrafo se mezcla en ello). Podía suponer que la emoción del Operator (y por tanto la esencia de la Fotografía-según-el-Fotógrafo) tenía alguna relación con el «agujerito» (sténopé) a través del cual mira, limita, encuadra y pone en perspectiva lo que quiere «coger» (sorprender). Técnicamente, la fotografía se halla en la encrucijada de dos procedimientos completamente distintos; el uno es de orden químico: es la acción de la luz sobre ciertas sustancias; el otro es de orden físico: es la formación de la imagen a través de un dispositivo óptico. Me parecía que la Fotografía del Spectator descendía esencialmente, si así se puede decir, de la revelación química del objeto (del que recibo, con efecto retardado, los rayos), y que la Fotografía del Operator iba ligada por el contrario a la visión recortada por el agujero de la cerradura de la camera obscura. Pero yo no podía hablar de aquella emoción (o de esa esencia), no habiéndola conocido jamás: no podía unirme a la cohorte de aquellos (los más) que tratan de la Foto-según-el-Fotógrafo. No tenía a mi disposición más que dos experiencias: la del sujeto mirado y la del sujeto mirante. www.lectulandia.com - Página 16 5 Puede ocurrir que yo sea mirado sin saberlo, y sobre esto todavía no puedo hablar puesto que he decidido tomar como guía la conciencia de mi emoción. Pero muy a menudo (demasiado a menudo, para mi gusto) he sido fotografiado a sabiendas. Entonces, cuando me siento observado por el objetivo, todo cambia: me constituyo en el acto de «posar», me fabrico instantáneamente otro cuerpo, me transformo por adelantado en imagen. Dicha transformación es activa: siento que la Fotografía crea mi cuerpo o lo mortifica, según su capricho (apólogo de este poder mortífero: ciertos partidarios de la Comuna pagaron con la vida su complacencia en posar junto a las barricadas: vencidos, fueron reconocidos por los policías de Thiers y casi todos fusilados)[6]. Posando ante el objetivo (quiero decir: siendo consciente de posar, incluso de forma fugaz), yo no arriesgo tanto (al menos por ahora). Sin duda, mi existencia la extraigo metafóricamente del fotógrafo. Pero por más que esta dependencia sea imaginaria (y de lo más puro de lo Imaginario), la vivo con la angustia de una filiación incierta: una imagen —mi imagen— va a nacer: ¿me parirán como un individuo antipático o como un «buen tipo»? ¡Ah, si yo pudiese salir en el papel como en una tela clásica, dotado de un aire noble, pensativo, inteligente, etcétera! En suma, ¡si yo pudiese ser «pintado» (por Ticiano) o «dibujado» (por Clouett)! Pero lo que yo quisiera que se captase es una textura moral fina, y no una mímica, y como la fotografía es poco sutil, salvo en los grandes retratistas, no sé cómo intervenir desde el interior sobre mi piel. Decido «dejar flotar» sobre los labios y en los ojos una ligera sonrisa que yo quisiera «indefinible» y con laque yo haría leer, al mismo tiempo que las cualidades de mi naturaleza, la conciencia divertida que tengo de todo el ceremonial fotográfico: me presto al juego social, poso, lo sé, quiero que todos lo sepáis, pero este suplemento del mensaje no debe alterar en nada (a decir verdad, cuadratura del círculo) la esencia preciosa de mi individuo: aquello que yo soy, al margen de toda efigie. Yo quisiera en suma que mi imagen, móvil, sometida al traqueteo de mil fotos cambiantes, a merced de las situaciones, de las edades, coincida siempre con mi «yo» (profundo, como es sabido): pero es lo contrario lo que se ha de decir: es «yo» lo que no coincide nunca con mi imagen; pues es la imagen la que es pesada, inmóvil, obstinada (es la causa por la que la sociedad se apoya en ella), y soy «yo» quien soy ligero, dividido, disperso y que, como un ludión, no puedo estar quieto, agitándome en mi bocal: ¡ah, si por lo menos la Fotografía pudiese darme un cuerpo neutro, anatómico, un cuerpo que no significase nada! Por desgracia, estoy condenado por la Fotografía, que cree obrar bien, a tener siempre un aspecto: mi cuerpo jamás encuentra su grado cero, nadie se lo da (¿quizá tan solo mi madre? Pues no es la indiferencia lo que quita peso a la imagen —no hay nada como una foto «objetiva», del tipo «Photomaton», para hacer de usted un individuo penal, www.lectulandia.com - Página 17 acechado por la policía—, es el amor, el amor extremo). Verse a sí mismo (de otro modo que en un espejo): a escala de la Historia este acto es reciente, por haber sido el retrato, pintado, dibujado o miniaturizado, hasta la difusión de la Fotografía, un bien restringido, destinado por otra parte a hacer alarde de un nivel financiero y social —y, de cualquier manera, un retrato pintado, por parecido que sea (esto es lo que intento probar), no es una fotografía—. Es curioso que no se haya pensado en el trastorno (de civilización) que este acto nuevo anuncia. Yo quisiera una Historia de las Miradas. Pues la Fotografía es el advenimiento de yo mismo como otro: una disociación ladina de la conciencia de identidad. Algo aún más curioso: es antes de la Fotografía cuando los hombres hablaron más de la visión del doble. Se compara la heautoscopia a una alucinosis[7]; durante siglos fue un gran tema mítico. Pero hoy ocurre como si desechásemos la locura profunda de la Fotografía: esta solo nos recuerda su herencia mítica por el ligero malestar que me embarga cuando «me» miro en un papel. Ese trastorno es en el fondo un trastorno de propiedad. El Derecho ya lo ha dicho a su manera: ¿a quién pertenece la foto?, ¿al sujeto (fotografiado)?, ¿al fotógrafo[8]? El paisaje mismo, ¿no es acaso algo más que una especie de préstamo hecho por el propietario del terreno? Innumerables procesos, según parece, han expresado esta incertidumbre de una sociedad para la cual era lógico que el ser fuese incierto. La Fotografía transformaba el sujeto en objeto e incluso, si cabe, en objeto de museo: para tomar los primeros retratos (hacia 1840) era necesario someter al sujeto a largas poses bajo una cristalera a pleno sol; devenir objeto hacía sufrir como una operación quirúrgica: se inventó entonces un aparato llamado apoyacabezas[9], especie de prótesis invisible al objetivo que sostenía y mantenía el cuerpo en su pasar a la inmovilidad: este apoyacabezas era el pedestal de la estatua en que yo me iba a convenir, el corsé de mi esencia imaginaria. La Foto-retrato es una empalizada de fuerzas. Cuatro imaginarios se cruzan, se afrontan, se deforman. Ante el objetivo soy a la vez: aquel que creo ser, aquel que quisiera que crean, aquel que el fotógrafo cree que soy y aquel de quien se sirve para exhibir su arte. Dicho de otro modo, una acción curiosa: no ceso de imitarme, y es por ello por lo que cada vez que me hago (que me dejo) fotografiar, me roza indefectiblemente una sensación de inautenticidad, de impostura a veces (tal como pueden producir ciertas pesadillas). Imaginariamente, la Fotografía (aquella que está en mi intención) representa ese momento tan sutil en que, a decir verdad, no soy ni sujeto ni objeto, sino más bien un sujeto que se siente devenir objeto: vivo entonces una microexperiencia de la muerte (del paréntesis): me convierto verdaderamente en espectro. El Fotógrafo lo sabe perfectamente, y él mismo tiene miedo (aunque solo sea por razones comerciales) de esta muerte en la cual su gesto va a embalsamarme. Nada sería más gracioso (si uno no fuese la víctima pasiva, el plastrón, como decía Sade) que las contorsiones de los fotógrafos para «hacer vivo»: pobres ideas: me hacen sentar ante mis pinceles, me hacen salir («fuera» es más viviente que www.lectulandia.com - Página 18 «dentro»), me hacen posar ante una escalera porque hay un grupo de niños que juega detrás de mí, divisan un banco y enseguida (vaya ganga) me hacen sentar en él. Diríase que, aterrado, el Fotógrafo debe luchar tremendamente para que la Fotografía no sea la Muerte. Pero yo, objeto ya, no lucho. Presiento que de esta pesadilla habré de ser despertado más duramente aún; pues no sé lo que la sociedad hace de mi foto, lo que lee en ella (de todos modos, hay tantas lecturas de un mismo rostro); pero, cuando me descubro en el producto de esta operación, lo que veo es que me he convertido en Todo-Imagen, es decir, en la Muerte en persona; los otros, —el otro— me despojan de mí mismo, hacen de mí, ferozmente, un objeto, me tienen a su merced, a su disposición, clasificado en un fichero, preparado para todos los sutiles trucajes: un excelente fotógrafo, un día, me fotografió; creí leer en esa imagen la pesadumbre de un reciente duelo: por una vez la Fotografía me reproducía a mí mismo; pero algo más tarde encontré esta misma foto en la tapa de un libelo; mediante el artificio de un tiraje, yo tenía solo un horrible rostro desinteriorizado, siniestro e ingrato como la imagen que los autores del libro querían dar de mi lenguaje. (La «vida privada» no es más que esa zona del espacio, del tiempo, en la que no soy una imagen, un objeto. Es mi derecho político a ser un sujeto lo que he de defender). En el fondo, a lo que tiendo en la foto que toman de mí (la «intención» con que la miro), es a la Muerte: la Muerte es el eidos de esa Foto. También, curiosamente, lo único que soporto, que me gusta, que me es familiar cuando me fotografían es el ruido del aparato. Para mí, el órgano del Fotógrafo no es el ojo (que me aterra), es el dedo: lo que va ligado al disparador del objetivo, al deslizarse metálico de las placas (en los casos en que el aparato consta todavía de ellas). Gusto de esos ruidos mecánicos de una manera casi voluptuosa, como si, en la fotografía, fuesen aquello —y nada más que aquello— y recuerdo que originariamente el material fotográfico utilizaba las técnicas de ebanistería y de la mecánica de precisión: los aparatos, en el fondo, eran relojes para ser contemplados y quizás alguien de muy antiguo en mí oye todavía en el aparato fotográfico el ruido viviente de la madera. www.lectulandia.com - Página 19 6 El desorden que desde el primer paso encontré en la Fotografía, con todas las prácticas y todos los temas mezclados, lo volví a encontrar en las fotos del Spectator que yo era y que me disponía ahora a interrogar. Veo fotos por todas partes, como cada uno de nosotros hoy en día: provienen de mi mundo, sin que yo las solicite; no son más que «imágenes», aparecen de improviso. Sin embargo, entre aquellas que habían sido escogidas, evaluadas, apreciadas, reunidas en álbumes o en revistas y que por consiguientehabían pasado por el filtro de la cultura, constaté que había algunas que provocaban en mí un júbilo contenido, como si remitiesen a un centro oculto, a un caudal erótico o desgarrador escondido en el fondo de mí (por serio que fuese el tema): y que otras, por el contrario, me eran tan indiferentes que, a fuerza de verlas multiplicarse como la mala hierba, experimentaba hacia ellas una especie de aversión, de irritación incluso: hay momentos en que detesto la Foto: ¿qué me importan a mí los viejos troncos de árboles de Eugène Atget, los desnudos de Pierre Boucher, las sobreimpresiones de Germaine Krull (por citar solo nombres antiguos)? Más aún: constataba que en el fondo nunca me gustaban todas las fotos de un mismo fotógrafo: de Stieglitz solo me gusta (pero con locura) su foto más conocida (La terminal de tranvías de caballos, Nueva York, 1893); otra foto de Mapplethorpe me inducía a creer que había encontrado «mi» fotógrafo; pero no, no me gusta en absoluto Mapplethorpe. No podía, pues, acceder a aquella cómoda noción, cuando se quiere hablar sobre historia, cultura, estética, llamada estilo de un artista. Sentía a través de la fuerza de mis reacciones, de su desorden, de su azar, de su enigma, que la Fotografía es un arte poco seguro, tal como lo sería (si nos empeñáramos en establecerla) una ciencia de los cuerpos objeto de deseo o de odio. www.lectulandia.com - Página 20 «De Stieglitz solo me gusta su fotografía más conocida…». Alfred Stieglitz: La terminal de tranvías de caballos (Nueva York, 1893) (Museum of Art, Nueva York). www.lectulandia.com - Página 21 Veía perfectamente que se trataba de movimientos de una subjetividad fácil que se malogra tan pronto como ha sido expresada: me gusta/no me gusta: ¿quién de nosotros no tiene una tabla interior de preferencias, de repugnancias, de indiferencias? Pero precisamente: siempre he tenido ganas de argumentar mis humores: no para justificarlos; y menos aún para llenar con mi individualidad el escenario del texto; sino al contrario, para ofrecer tal individualidad, para ofrendarla a una ciencia del sujeto, cuyo nombre importa poco, con tal de que llegue (está dicho muy pronto) a una generalidad que no me reduzca ni me aplaste. Era necesario verlo. www.lectulandia.com - Página 22 7 Decidí entonces tomar como guía de mi nuevo análisis la atracción que sentía hacia ciertas fotos. Pues, por lo menos, de lo que estaba seguro era de esta atracción. ¿Cómo llamarla? ¿Fascinación? No, la fotografía que distingo de las otras y que me gusta no tiene nada del punto seductor que se balancea ante los ojos y nos hace mecer la cabeza; lo que aquella produce en mí es lo contrario mismo del entorpecimiento: es más bien una agitación interior, una fiesta, o también una actividad, la presión de lo indecible que quiere ser dicho. ¿Y entonces? ¿Es acaso interés? No, interés es demasiado poco; no tengo necesidad de interrogar mi emoción para enumerar las distintas razones que hacen interesarse por una foto; se puede: ya sea desear el objeto, el paisaje, el cuerpo que la foto representa; ya sea amar o haber amado el ser que nos muestra para que lo reconozcamos; ya sea asombrarse de lo que se ve en ella; ya sea admirar o discutir la técnica empleada por el fotógrafo, etcétera; pero todos estos intereses son flojos, heterogéneos; tal foto puede satisfacer uno de ellos e interesarme débilmente; y si tal otra me interesa fuertemente, quisiera saber qué es lo que en esta foto me hace vibrar. Asimismo, me parecía que la palabra más adecuada para designar (provisionalmente) la atracción que determinadas fotos ejercen sobre mí era aventura. Tal foto me adviene, tal otra no. El principio de aventura me permite hacer existir la Fotografía. Inversamente, sin aventura no hay foto. Cito a Sartre: «Las fotos de un periódico pueden muy bien “no decirme nada”, es decir, las miro sin hacer posición de existencia. Las personas cuya fotografía veo entonces son efectivamente alcanzadas a través de esta fotografía, pero sin posición existencial, justamente igual que el Caballero y la Muerte, los cuales son alcanzados a través del grabado de Durero, pero sin que yo los establezca. Podemos, por otra parte, encontrar casos en que la fotografía me deja en tal estado de indiferencia que ni tan siquiera efectúo la “puesta en imagen”. La fotografía está vagamente constituida en objeto, y los personajes que figuran en ella están en efecto constituidos en personajes, pero solo a causa de su parecido con seres humanos, sin intencionalidad particular. Flotan entre la orilla de la percepción, la del signo y la de la imagen, sin jamás abordar ninguna de las tres[10]». En este sombrío desierto, tal foto, de golpe, me llega a las manos: me anima y yo la animo. Es así, pues, como debo nombrar la atracción que la hace existir: una animación. La foto, de por sí, no es animada (yo no creo en las fotos «vivientes»), pero me anima: es lo que hace toda aventura. www.lectulandia.com - Página 23 8 En esta búsqueda de la Fotografía, la fenomenología me prestaba, pues, un poco de su proyecto y un poco de su lenguaje. Pero se trataba de una fenomenología vaga, desenvuelta, incluso cínica, de tanto que se prestaba a deformar o esquivar sus principios según las necesidades de mi análisis. En primer lugar, no me libraba ni tan solo intentaba librarme de una paradoja: por una parte las ganas de poder nombrar al fin una esencia de la Fotografía y esbozar así el movimiento de una ciencia eidética de la Foto; y por otra parte el sentimiento irreductible de que la Fotografía, esencialmente, si así puede decirse (contradicción en los términos), no es más que contingencia, singularidad, aventura: mis fotos participaban siempre, hasta el final, de aquel «cualquier algo[11]»: ¿no es acaso la imperfección misma de la Fotografía esa dificultad de existir llamada trivialidad? Y luego, mi fenomenología aceptaba comprometerse con una fuerza, el afecto; el afecto era lo que yo no quería reducir; siendo irreductible, era por ello mismo por lo que yo quería, yo debía reducir la Foto; pero ¿se podía retener una intencionalidad afectiva, una intención del objeto que apareciese inmediatamente henchida de deseo, de repulsión, de nostalgia, de euforia? No recordaba que la fenomenología clásica, aquella que yo había conocido en mi adolescencia (y no ha habido otra después), hubiese nunca hablado de deseo o de duelo. Es cierto, yo intuía muy bien en la Fotografía, de forma muy ortodoxa, toda una red de esencias: esencias materiales (obligando a un estudio físico, químico, óptico de la Foto), y esencias regionales (que dependen, por ejemplo, de la estética, de la historia, de la sociología); pero en el momento de llegar a la esencia de la Fotografía en general, me bifurcaba: en vez de seguir la vía de una ontología formal (de una Lógica), me detenía, guardando conmigo, como un tesoro, mi deseo o mi pesadumbre: la esencia prevista de la Foto no podía separarse en mi espíritu de lo «patético» que la compone, y ello desde la primera mirada. Me ocurría algo parecido a lo que le ocurrió a ese amigo que se había inclinado por la Foto por el mero hecho de que esta le permitía fotografiar a su hijo. Como Spectator, solo me interesaba por la Fotografía por «sentimiento»; y yo quería profundizarlo no como una cuestión (un tema), sino como una herida: veo, siento, luego noto, miro y pienso. www.lectulandia.com - Página 24 9 Hojeaba una revista ilustrada. Una foto me detuvo. Nada de extraordinario: la trivialidad (fotográfica) de una insurrección en Nicaragua: una calle en ruinas, dos soldados con casco patrullan; en segundo plano pasan dos monjas. ¿Me gustabala foto? ¿Me interesaba? ¿Me intrigaba? Ni tan solo eso. Simplemente existía (para mí). Comprendí rápidamente que su existencia (su «aventura») provenía de la copresencia de dos elementos discontinuos, heterogéneos por el hecho de no pertenecer al mismo mundo (ninguna necesidad de contrastarlos): los soldados y las monjas. www.lectulandia.com - Página 25 «Comprendí rápidamente que la aventura de esta fotografía provenía de la copresencia de los elementos…». Koen Wessing: Ejército patrullando por las calles, Nicaragua, 1979. www.lectulandia.com - Página 26 Presentí una regla estructural (a la medida de mi propia mirada), y probé enseguida de verificarla inspeccionando otras fotos del mismo reportero (el holandés Koen Wessing): muchas de esas fotos me atraían porque comportaban esa especie de dualidad que acababa de descubrir. Aquí una madre y una hija lamentan a gritos la detención del padre (Baudelaire: «la verdad enfática del gesto en las grandes circunstancias de la vida»), y ello ocurre en el campo (¿cómo han podido enterarse de la noticia?, ¿a quién van dirigidos esos gestos?). Allí, sobre una calzada llena de baches, el cadáver de un niño bajo una sábana blanca; los padres, los amigos lo rodean, desconsolados: escena, por desgracia, trivial, pero observé disturbancias: el pie descalzo del cadáver, la ropa blanca que lleva llorando la madre (¿por qué esa ropa?), una mujer a lo lejos, sin duda una amiga, tapándose la nariz con un pañuelo. Y allí también, en un apartamento bombardeado, los ojazos de dos chiquillos, la camisa de uno de ellos remangada sobre su pequeño vientre (lo excesivo de esos ojos enturbia la escena). Y allí, en fin, adosados a la pared de una casa, tres sandinistas con la parte inferior del rostro cubierta con un trapo (¿hediondez?, ¿clandestinidad? Soy inocente, no conozco las realidades de la guerrilla): el uno aguanta un fusil que reposa sobre su pierna (puedo ver sus uñas); pero su otra mano se abre y se extiende, como si explicase o demostrase algo. Mi regla funcionaba tanto mejor cuanto que otras fotos del mismo reportaje me hacían detener menos tiempo: eran bellas, expresaban bien la dignidad y el horror de la insurrección, pero no comportaban a mis ojos ninguna marca: su homogeneidad no pasaba de ser cultural: se trataba de «escenas», un poco a lo Greuze, de no ser por la aspereza del tema. www.lectulandia.com - Página 27 «… La ropa blanca que lleva llorando la madre (¿por qué esa ropa?)…». Koen Wessing: Padres descubriendo el cadáver de su hijo, Nicaragua, 1979. www.lectulandia.com - Página 28 10 Mi regla era suficientemente plausible para intentar nombrar (deberé hacerlo) esos dos elementos cuya copresencia establecía, según parecía, la especie de interés particular que yo tenía por esas fotos. El primero, visiblemente, es una extensión, tiene la extensión de un campo, que yo percibo bastante familiarmente en función de mi saber, de mi cultura: este campo puede ser más o menos estilizado, más o menos conseguido, según el arte o la suerte del fotógrafo, pero remite siempre a una información clásica: la insurrección. Nicaragua, y todos los signos de una y otra: combatientes pobres, vestidos de civil, calles en ruinas, muertos, dolor, el sol y los pesados ojos indios. Millares de fotos están hechas con este campo, y por estas fotos puedo sentir desde luego una especie de interés general, emocionado a veces, pero cuya emoción es impulsada racionalmente por una cultura moral y política. Lo que yo siento por esas fotos descuella de un afecto mediano, casi de un adiestramiento. No veía, en francés, ninguna palabra que expresase simplemente esta especie de interés humano; pero en latín esa palabra creo que existe: es el studium, que no quiere decir, o por lo menos no inmediatamente, «el estudio», sino la aplicación a una cosa, el gusto por alguien, una suerte de dedicación general, ciertamente afanosa, pero sin agudeza especial. Por medio del studium me intereso por muchas fotografías, ya sea porque las recibo como testimonios políticos, ya sea porque las saboreo como cuadros históricos buenos: pues es culturalmente (esta connotación está presente en el studium) como participo de los rostros, de los aspectos, de los gestos, de los decorados, de las acciones. El segundo elemento viene a dividir (o escindir) el studium. Esta vez no soy yo quien va a buscarlo (del mismo modo que invisto con mi conciencia soberana el campo del studium), es él quien sale de la escena como una flecha y viene a punzarme. En latín existe una palabra para designar esta herida, este pinchazo, esta marca hecha por un instrumento puntiagudo; esta palabra me iría tanto mejor cuanto que remite también a la idea de puntuación y que las fotos de que hablo están en efecto como puntuadas, a veces incluso moteadas por estos puntos sensibles; precisamente esas marcas, esas heridas, son puntos. Ese segundo elemento que viene a perturbar el studium lo llamaré punctum; pues punctum es también: pinchazo, agujerito, pequeña mancha, pequeño corte, y también casualidad. El punctum de una foto es ese azar que en ella me despunta (pero que también me lastima, me punza). Habiendo así distinguido dos temas en la Fotografía (pues en definitiva las fotos que me gustaban estaban construidas al modo de una sonata clásica), podía ocuparme sucesivamente de uno y de otro. www.lectulandia.com - Página 29 11 Muchas fotos, por desgracia, permanecen inertes bajo mi mirada. Pero incluso entre aquellas que a mis ojos tienen alguna existencia, la mayoría no provoca en mí más que un interés general y por decirlo así educado: ningún punctum en ellas: me gustan o me disgustan sin punzarme: únicamente están investidas por el studium. El studium es el campo tan vasto del deseo indolente, del interés diverso, del gusto inconsecuente: me gusta/no me gusta. I like/I don’t. El studium pertenece a la categoría del to like y no del to love: moviliza un deseo a medias, un querer a medias: es el mismo tipo de interés vago, liso, irresponsable, que se tiene por personas, espectáculos, vestidos o libros que encontramos «bien». Reconocer el studium supone dar fatalmente con las intenciones del fotógrafo, entrar en armonía con ellas, aprobarlas, desaprobarlas, pero siempre comprenderlas, discutirlas en mí mismo, pues la cultura (de la que depende el studium) es un contrato firmado entre creadores y consumidores. El studium es una especie de educación (saber y cortesía) que me permite encontrar al Operator, vivir las miras que fundamentan y animan sus prácticas, pero vivirlas en cierto modo al revés, según mi querer de Spectator. Ocurre un poco como si tuviese que leer en la Fotografía los mitos del Fotógrafo, fraternizando con ellos, pero sin llegar a creerlos del todo. Estos mitos tienden evidentemente (el mito sirve para esto) a reconciliar la Fotografía y la sociedad (¿es necesario? —Pues bien, sí—: la Foto es peligrosa), dotándola de funciones, que son para el Fotógrafo otras tantas coartadas. Estas funciones son: informar, representar, sorprender, hacer significar, dar ganas. En cuanto a mí, Spectator, las reconozco con más o menos placer: dedico a ello mi studium (que nunca es mi goce o mi dolor). www.lectulandia.com - Página 30 12 Como la Fotografía es contingencia pura y no puede ser otra cosa (siempre hay algo representado) —contrariamente al texto, el cual, mediante la acción súbita de una sola palabra, puede hacer pasar una frase de la descripción a la reflexión—, revela enseguida esos «detalles» que constituyen el propio material del saber etnológico. CuandoWilliam Klein fotografía El Primero de Mayo de 1959 en Moscú, me enseña cómo se visten los soviéticos (lo cual, después de todo, ignoro): noto la voluminosa gorra de un muchacho, la corbata de otro, el pañuelo de cabeza de la vieja, el corte de pelo de un adolescente, etcétera. Puedo descender aun en el detalle, observar que muchos de los hombres fotografiados por Nadar llevaban las uñas largas: pregunta etnográfica: ¿cómo se llevaban las uñas en tal o cual época? La Fotografía puede decírmelo, mucho mejor que los retratos pintados. La Fotografía me permite el acceso a un infra-saber; me proporciona una colección de objetos parciales y puede deleitar cierto fetichismo que hay en mí: pues hay «yo» que ama el saber, que siente hacia él como un gusto amoroso. Del mismo modo, me gustan ciertos rasgos biográficos en la vida de un escritor, me encantan igual que ciertas fotografías; a estos rasgos los he llamado «biografemas»; la Fotografía es a la Historia lo que el biografema es a la biografía. www.lectulandia.com - Página 31 «… El fotógrafo me enseña cómo se visten los soviéticos: noto la voluminosa gorra de un muchacho, la corbata de otro, el pañuelo de cabeza de la vieja, el corte de pelo de un adolescente…». William Klein: El Primero de Mayo de 1959 en Moscú. www.lectulandia.com - Página 32 13 El primer hombre que vio la primera foto (si exceptuamos a Niepce, que la había hecho) debió creer que se trataba de una pintura: el mismo marco, la misma perspectiva. La Fotografía ha estado, está todavía, atormentada por el fantasma de la Pintura (Mapplethorpe representa un ramo de lirios igual que podría haberlo hecho un pintor oriental): la Fotografía ha hecho de la Pintura, a través de sus copias y de sus contestaciones, la Referencia absoluta y paternal, como si hubiese nacido del Cuadro (esto, técnicamente, es verdad, pero solo en parte: ya que la camera obscura de los pintores es solo una de las muchas causas de la Fotografía; lo esencial, quizá, fue el descubrimiento químico). Nada distingue, eidéticamente, en el punto a que he llegado de mi investigación, una fotografía, por realista que sea, de una pintura. El «pictorialismo» no es más que una exageración de lo que la Foto piensa de sí misma. Sin embargo, no es (me parece) a través de la Pintura como la Fotografía entronca con el arte, es a través del Teatro. En el origen de la Foto se sitúa siempre a Niepce y a Daguerre (aunque el segundo ha usurpado un poco el sitio al primero); Daguerre, cuando se apropió del invento de Niepce, explotaba en la Plaza del Château (Plaza de la República) un teatro de panoramas animados por movimientos y juegos de luz. La camera obscura, en definitiva, ha dado a la vez el cuadro perspectivo, la Fotografía y el Diorama, siendo los tres artes de la escena; pero si la Foto me parece estar más próxima al Teatro, es gracias a un mediador singular (quizá yo sea el único en verlo así): la Muerte. Es conocida la relación original del Teatro con el culto de los Muertos: los primeros actores se destacaban de la sociedad representando el papel de Muertos: maquillarse suponía designarse como un cuerpo vivo y muerto al mismo tiempo: busto blanqueado del teatro totémico, hombre con el rostro pintado del teatro chino, maquillaje a base de pasta de arroz del Katha Kali indio, máscara del Nô japonés. Y esta misma relación es la que encuentro en la Foto; por viviente que nos esforcemos en concebirla (y esta pasión por «sacar vivo» no puede ser más que la denegación mítica de un malestar de muerte), la Foto es como un teatro primitivo, como un Cuadro Viviente, la figuración del aspecto inmóvil y pintarrajeado bajo el cual vemos a los muertos. www.lectulandia.com - Página 33 14 Me imagino (es todo lo que puedo hacer, puesto que no soy fotógrafo) que el gesto esencial del Operator consiste en sorprender algo o a alguien (por el pequeño agujero de la cámara), y que tal gesto es, pues, perfecto cuando se efectúa sin que lo sepa el sujeto fotografiado. De este gesto derivan abiertamente todas las fotos cuyo principio (valdría más decir justificación) es el «choque»; puesto que el «choque» fotográfico (muy distinto del punctum) no consiste tanto en traumatizar como en revelar lo que tan bien escondido estaba que hasta el propio actor lo ignoraba o no tenía conciencia de ello. Y, por lo tanto, toda una gama de «sorpresas» (eso es lo que son para mí, Spectator; pero para el Fotógrafo son «éxitos»). La primera sorpresa es la de lo «raro» (rareza del referente, desde luego); un fotógrafo, se nos dice con admiración, ha empleado cuatro años de búsquedas para componer una antología fotográfica de monstruos (el hombre de dos cabezas, la mujer de tres senos, el niño con cola, etcétera; todos ellos sonrientes). La segunda sorpresa es, en sí misma, muy conocida de la Pintura, la cual ha reproducido a menudo un gesto captado en el punto de su recorrido en que el ojo normal no puede inmovilizarlo (en otra parte he llamado ese gesto el numen del cuadro histórico): Bonaparte acaba de tocar a los Apestados de Jaffa; su mano se retira; de igual modo, la Foto, aprovechando su acción instantánea, inmoviliza una escena rápida en su momento decisivo: Apestéguy, cuando el incendio del Publicis, fotografía a una mujer en el momento de saltar por una ventana. La tercera sorpresa es la de la proeza: «Desde hace medio siglo, Harold D. Edgerton fotografía la caída de una gota de leche a la millonésima de segundo» (casi no es necesario declarar que este género de fotos no me impresiona ni me interesa: demasiado fenomenólogo para gustar de otra cosa que no sea una apariencia a mi medida). Una cuarta sorpresa es la que el fotógrafo espera de las contorsiones de la técnica: sobreimpresiones, anamorfosis, explotación voluntaria de ciertos defectos (desencuadre, desenfoque, mezcla de perspectivas); grandes fotógrafos (Germaine Krull, André Kertész, William Klein) han utilizado estas sorpresas sin convencerme, aunque comprenda su capacidad subversiva. Quinto tipo de sorpresa: el hallazgo; Kertész fotografía la ventana de una buhardilla; detrás del cristal dos bustos antiguos miran hacia la calle (Kertész me gusta, pero no me gusta el humor ni en música ni en fotografía): la escena puede ser preparada por el fotógrafo; pero en el mundo de los media ilustrados se trata de una escena «natural» que el buen reportero ha tenido el genio, es decir, la suerte de sorprender: un emir vestido de tal esquía. Todas estas sorpresas obedecen a un principio de desafío (es por ello que me son ajenas): el fotógrafo, como un acróbata, debe desafiar las leyes de lo probable e incluso de lo posible; en último término, debe desafiar las leyes de lo interesante: la foto se hace «sorprendente» a partir del momento en que no se sabe por qué ha sido tomada; ¿qué motivo puede haber, y qué interés, para fotografiar un desnudo a www.lectulandia.com - Página 34 contraluz en el hueco de una puerta, la parte delantera de un viejo auto sobre la hierba, un carguero atracado, dos bancos en una pradera, unas nalgas de mujer ante una ventana rústica, un huevo sobre un vientre desnudo (fotos premiadas en un concurso de aficionados)? En un primer tiempo, la Fotografía, para sorprender, fotografía lo notable: pero muy pronto, por una reacción conocida, decreta notable lo que ella misma fotografía. El «cualquier cosa» se convierte entonces en el colmo sofisticado del valor. www.lectulandia.com - Página 35 15 Puesto que toda foto es contingente (y por ello fuera de sentido), la fotografía solo puede significar (tender a una generalidad) adoptando una máscara[12]. Es la palabra que emplea Calvino para designarlo que convierte a un rostro en producto de una sociedad y de su historia. Así ocurre con el retrato de William Casby, fotografiado por Richard Avedon: la esencia de la esclavitud se encuentra aquí al desnudo: la máscara es el sentido, en tanto que absolutamente puro (tal como estaba en el teatro antiguo). Es por ello que los grandes retratistas son grandes mitólogos: Nadar (la burguesía francesa), Sander (los alemanes de la Alemania prenazi), Avedon (la high- class neoyorquina). La máscara es sin embargo la región difícil de la Fotografía. La sociedad según parece, desconfía del sentido puro: quiere sentido, pero quiere al mismo tiempo que este sentido esté rodeado por un ruido (como se dice en cibernética) que lo haga menos agudo. Por esto la foto cuyo sentido (no digo efecto) es demasiado imprevisto es rápidamente apartada; se la consume estéticamente, y no políticamente. www.lectulandia.com - Página 36 «… La máscara es el sentido en tanto que absolutamente puro…». Richard Avedon: William Casby, nacido esclavo, 1963. www.lectulandia.com - Página 37 La Fotografía de la Máscara es en efecto suficientemente crítica como para inquietar (en 1934 los nazis censuraron a Sander porque sus «rostros del tiempo» no respondían al arquetipo nazi de la raza), pero por otra parte es demasiado discreta (o demasiado «distinguida») para constituir verdaderamente una crítica social eficaz, por lo menos según las exigencias del militantismo: ¿qué ciencia comprometida reconocía el interés de la fisiognomía? La aptitud para percibir el sentido, sea político o moral, de un rostro, ¿no es acaso en sí misma una desviación de clase? Y todavía es decir demasiado: el Notario de Sander está impregnado de importancia y de rigidez, su Ujier de afirmación y de brutalidad, pero jamás un notario o un ujier habrían podido leer estos signos. Como distancia, la mirada social se sirve de una estética refinada que la convierte en vana: solo hay crítica en aquellos que son ya aptos para la crítica. Este callejón sin salida es un poco el de Brecht: fue hostil a la fotografía en razón (decía él) de la debilidad de su poder crítico; pero su teatro mismo nunca ha podido ser políticamente eficaz a causa de su sutilidad y su calidad estética. www.lectulandia.com - Página 38 «… Los nazis censuraron a Sander porque sus rostros del tiempo no respondían a la estética nazi». August Sander: Notario (por cortesía de la Sander Gallery, Washington). www.lectulandia.com - Página 39 Si exceptuamos el ámbito de la Publicidad, en el que el sentido solo debe ser claro y distinto en razón de su naturaleza mercantil, la semiología de la Fotografía se limita pues a los resultados admirables de unos pocos retratistas. Para el resto, para las «buenas fotos» corrientes, todo lo mejor que podemos decir de ellas es que el objeto habla, que induce, vagamente, a pensar. Y aún: incluso esto corre el riesgo de ser olfateado como peligroso. En último término, nada de sentido en absoluto, es más seguro: los redactores de Life rechazaron las fotos de Kertész, a su llegada a Estados Unidos en 1937, porque, dijeron ellos, sus imágenes «hablaban demasiado»; hacían reflexionar, sugerían un sentido —otro sentido que la letra—. En el fondo la Fotografía es subversiva, y no cuando asusta, trastorna o incluso estigmatiza, sino cuando es pensativa. www.lectulandia.com - Página 40 16 Un caserón, un porche con sombra, unas tejas, una decoración árabe deslucida, un hombre sentado apoyado contra el muro, una calle desierta, un árbol mediterráneo (Alhambra, de Charles Clifford): esta fotografía antigua (1854) me impresiona: es que, ni más ni menos, tengo ganas de vivir allí. Estas ganas se sumergen en mí hasta una profundidad y por medio de unas raíces que desconozco: ¿calor del clima? ¿Mito mediterráneo, apolinismo? ¿Desheredamiento? ¿Jubilación? ¿Anonimato? ¿Nobleza? Sea lo que fuera (de mí mismo, de mis móviles, de mi fantasma), tengo ganas de vivir allí, con tenuidad, y esta tenuidad jamás la foto de turismo puede satisfacerla. www.lectulandia.com - Página 41 «Es allí donde quisiera vivir…». Charles Clifford: Alhambra (Granada), 1854-1856. www.lectulandia.com - Página 42 Para mí, las fotografías de paisajes (urbanos o campesinos) deben ser habitables, y no visitables. Este deseo de habitación, si lo observo a fondo en mí mismo, no es ni onírico (no sueño con un lugar extravagante) ni empírico (no intento comprar una casa a partir de las vistas de un prospecto de agencia inmobiliaria): es fantasmático, deriva de una especie de videncia que parece impulsarme hacia adelante, hacia un tiempo utópico, o volverme hacia atrás, no sé adónde de mí mismo: doble movimiento que Baudelaire ha cantado en Invitation au Voyage y en Vie Antérieure. Ante esos paisajes predilectos, todo sucede como si yo estuviese seguro de haber estado en ellos o de tener que ir. Freud dice del cuerpo materno que «no hay ningún otro lugar del que se pueda decir con tanta certidumbre que se ha estado ya en él[13]». Tal sería entonces la esencia del paisaje (elegido por el deseo): heimlich, despertando en mí la Madre (en modo alguno inquietante). www.lectulandia.com - Página 43 17 Habiendo de este modo pasado revista a los intereses serios que despertaban en mí ciertas fotos, me parecía constatar que el studium, mientras no sea atravesado, fustigado, rayado por un detalle (punctum) que me atrae o me lastima, engendraba un tipo de foto muy difundido (el más difundido del mundo) que podríamos llamar fotografía unaria. En la gramática generativa, una transformación es unaria cuando a través de ella una sola sucesión es generada por la base: así son las transformaciones: pasiva, negativa, interrogativa y enfática. La Fotografía es unaria cuando transforma enfáticamente la «realidad» sin desdoblarla, sin hacerla vacilar (el énfasis es una fuerza de cohesión): ningún dual, ningún indirecto, ninguna disturbancia. La Fotografía unaria tiene todo lo que se requiere para ser trivial, siendo la «unidad» de la composición la primera regla de la retórica vulgar (y especialmente escolar): «El tema, dice un consejo dirigido a los aficionados a la fotografía, debe ser simple, libre de accesorios inútiles; esto tiene un nombre: búsqueda de unidad». Las fotos de reportaje son muy a menudo fotografías unarias (la foto unaria no es necesariamente apacible). Nada de punctum en esas imágenes: choque sí —la letra puede traumatizar—, pero nada de trastorno: la foto puede «gritar», nunca herir. Esas fotos de reportaje son recibidas (de una sola vez), es todo. Las hojeo, no las rememoro; jamás un detalle (en tal o tal rincón) acude a interrumpir mi lectura: me intereso por ellas (igual que me intereso por el mundo), pero no me gustan. Otra foto unaria es la foto pornográfica (no digo erótica: lo erótico es pornografía alterada, fisurada). Nada más homogéneo que una fotografía pornográfica. Es una foto siempre ingenua, sin intención y sin cálculo. Como un escaparate que solo mostrase, iluminado, una sola joya: la fotografía pornográfica está enteramente constituida por la presentación de una sola cosa, el sexo: jamás un objeto secundario, intempestivo, que aparezca tapando a medias, retrasando o distrayendo. Prueba a contrario: Mapplethorpe hace pasar sus grandes planos de sexos de lo pornográfico a lo erótico fotografiando de muy cerca las mallas del eslip: la foto ya no es unaria, puesto que me intereso por la rugosidad del tejido. www.lectulandia.com - Página 44 18 En este espacio habitualmente tan unario, a veces (pero, por desgracia, raramente) un «detalle» me atrae. Siento que su sola presencia cambia mi lectura, que miro una nueva foto, marcada a mis ojoscon un valor superior. Este «detalle» es el punctum (lo que me punza). No es posible establecer una regla de enlace entre el studium y el punctum (cuando se encuentra allí). Se trata de una copresencia, es todo lo que se puede decir: las monjas «se encontraban allí», pasando por el fondo, cuando Wessing fotografió los soldados nicaragüenses; desde el punto de vista de la realidad (que es quizás el del Operator), toda una causalidad explica la presencia del «detalle»: la Iglesia está implantada en esos países de América Latina, las monjas son enfermeras, las dejan circular, etcétera; pero, desde mi punto de vista de Spectator, el detalle es dado por suerte y gratuitamente; el cuadro no tiene nada de «compuesto» según una lógica creativa; la foto es sin duda dual, pero dicha dualidad no es el móvil de ningún «desarrollo», como ocurre en el discurso clásico. Para percibir el punctum ningún análisis me sería, pues, útil (aunque quizás, a veces, como veremos, el recuerdo sí): basta con que la imagen sea suficientemente grande, con que no tenga que escrutarla (no serviría de nada), con que, ofrecida en plena página, la reciba en pleno rostro. www.lectulandia.com - Página 45 19 Muy a menudo, el punctum es un «detalle», es decir, un objeto parcial. Asimismo, dar ejemplos de punctum es, en cierto modo, entregarme. He aquí una familia negra norteamericana, fotografiada en 1926 por James Van der Zee. El studium es claro: me intereso con simpatía, como buen sujeto cultural, por lo que dice la foto, pues habla (se trata de una «buena» foto): expresa la respetabilidad, el familiarismo, el conformismo, el endomingamiento, un esfuerzo de promoción social para engalanarse con los atributos del blanco (esfuerzo conmovedor de tan ingenuo). El espectáculo me interesa, pero no me «punza». Lo que me punza, es curioso decirlo, es el enorme cinturón de la hermana (o de la hija) —oh negra nodriza—, sus brazos cruzados detrás de la espalda a la manera de las escolares, y sobre lodo sus zapatos con tiras (¿por qué una antigualla tan remota me impresiona? Quiero decir: ¿a qué época me remite?). Ese punctum mueve en mí una gran benevolencia, casi ternura. No obstante, el punctum no hace acepción de moral o de buen gusto: el punctum puede ser maleducado. www.lectulandia.com - Página 46 «Los zapatos con tiras». James Van der Zee: Retrato de familia, 1926. www.lectulandia.com - Página 47 William Klein ha fotografiado a los chiquillos de un barrio italiano de Nueva York (1954); es conmovedor, divertido, pero lo que yo veo con obstinación son los dientes estropeados del muchachito. Kertész hizo en 1926 un retrato de Tzara joven (con un monóculo); pero lo que observo, gracias a ese suplemento de vista que es algo así como el don, la gracia del punctum, es la mano de Tzara puesta sobre el marco de la puerta: mano grande de uñas poco limpias. Por fulgurante que sea, el punctum tiene, más o menos virtualmente, una fuerza de expansión. Esta fuerza es a menudo metonímica. Existe una fotografía de Kertész (1921) que representa un modesto violinista cíngaro, ciego, conducido por un chiquillo; ahora bien, lo que yo veo, a través de este «ojo que piensa» y me hace añadir algo a la foto, es la calzada de tierra batida; la rugosidad de esta calzada terrosa me produce la certidumbre de estar en Europa central; percibo el referente (aquí la fotografía se sobrepasa realmente a sí misma: ¿no es acaso la única prueba de su arte? ¿Anularse como medium, no ser ya un signo, sino la cosa misma?), reconozco con mi cuerpo entero las aldeas por donde pasé en el curso de antiguos viajes por Hungría y Rumania. www.lectulandia.com - Página 48 «Lo que yo veo con obstinación son los dientes estropeados del muchachito». William Klein: El barrio italiano, Nueva York, 1954. www.lectulandia.com - Página 49 www.lectulandia.com - Página 50 «Yo reconozco con mi cuerpo entero las aldeas por donde pasé en el curso de antiguos viajes por Hungría y Rumania…». André Kertész: La balada del violinista, Abony, Hungría, 1921. www.lectulandia.com - Página 51 Existe otra expansión del punctum (menos proustiana): cuando, paradoja, aunque permaneciendo como «detalle», llena toda la fotografía. Duane Michals ha fotografiado a Andy Warhol: retrato provocativo, ya que en él Warhol se tapa la cara con las dos manos. No tengo ningún deseo de comentar intelectualmente este juego de escondite (esto es studium); pues, para mí, Andy Warhol no esconde nada; me da a leer abiertamente sus manos; y el punctum no es el gesto, es la materia algo repulsiva de esas uñas espatuladas, suaves y contorneadas al mismo tiempo. www.lectulandia.com - Página 52 20 Ciertos detalles podrían «punzarme». Si no lo hacen, es sin duda porque han sido puestos allí intencionalmente por el fotógrafo. En Shinohiera, Fighter Painter, de William Klein (1961), la cabeza monstruosa del personaje no me dice nada, porque veo perfectamente que es un artificio de la toma de vista. Unos soldados sobre un fondo de monjas me habían servido de ejemplo para hacer comprender lo que era a mis ojos el punctum (allí realmente elemental); pero cuando Bruce Gilden fotografía juntos a una religiosa y unos travestis (Nueva Orleans, 1973), el contraste, deseado (por no decir acentuado), no produce en mí ningún efecto (sino, incluso, cierta irritación). Así el detalle que me interesa no es, o por lo menos no rigurosamente, intencional, y probablemente no es necesario que lo sea; aparece en el campo de la cosa fotografiada como un suplemento inevitable y a la vez gratuito; no testifica obligatoriamente sobre el arte del fotógrafo; dice tan solo o bien que el fotógrafo se encontraba allí, o bien, más pobremente aún, que no podía dejar de fotografiar el objeto parcial al mismo tiempo que el objeto total (¿cómo habría podido Kertész «separar» la calzada del violinista que pasea por ella?). La videncia del Fotógrafo no consiste en «ver», sino en encontrarse allí. Y ante todo, imitando a Orfeo, ¡que no dé vueltas sobre lo que él conduce y me da! www.lectulandia.com - Página 53 21 Un detalle arrastra toda mi lectura; es una viva mutación de mi interés, una fulguración. Gracias a la marca de algo la foto deja de ser cualquiera. Ese algo me ha hecho vibrar, ha provocado en mí un pequeño estremecimiento, un satori, el paso de un vacío (importa poco que el referente sea irrisorio). Cosa curiosa: el gesto virtuoso que se apodera de las fotos «serias» (investidas de un simple studium) es un gesto perezoso (hojear, mirar de prisa y cómodamente, curiosear y apresurarse); por el contrario, la lectura del punctum (de la foto punteada, por decirlo así) es al mismo tiempo corta y activa, recogida como una fiera. Astucia del vocabulario: se dice «desarrollar una foto[14]»; pero lo que la acción química desarrolla es lo indesarrollable, una esencia (de herida), lo que no puede transformarse, sino tan solo repetirse a modo de insistencia (de mirada insistente). Esto asemeja la Fotografía (ciertas fotografías) al Haikú. Pues la notación de un Haikú es también indesarrollable: todo viene dado, sin provocar deseos o incluso la posibilidad de expansión retórica. En ambos casos se podría, se debería hablar de inmovilidad viviente: ligada a un detalle (a un detonador), una explosión deja una pequeña estrella en el cristal del texto o de la foto: ni el Haikú ni la Foto hacen «soñar». En la experiencia de Ombredane, los negros solo ven en la pantalla la gallina minúscula que en un rincón cruza por la plaza del pueblo. Tampoco yo, de los dos menores disminuidos de una institución de Nueva Jersey (fotografiados
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