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Aprender a leer sombras - Mateo Ruiz

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Aprender a leer sombras 
Los libros tuvieron que crear a su público. Y, al hacerlo, transformaron la 
forma de vida de los griegos. 
El alfabeto empezó a echar raíces en un mundo de guerreros. Solo recibían 
enseñanza —militar, deportiva y musical— los hijos de la aristocracia. Durante 
la niñez, les educaban sus ayos en palacio. Cuando llegaban a la adolescencia, 
entre los trece y los dieciocho años, aprendían el arte de la guerra de sus 
amantes adultos —la pederastia griega tenía función pedagógica—. Aquella 
sociedad consentía el amor entre combatientes maduros y sus jóvenes 
elegidos, siempre de alto rango. Los griegos creían que la tensión erótica 
incrementaba el valor de ambos: el guerrero veterano deseaba brillar ante su 
joven favorito, y el amado intentaba estar a la altura del prestigioso guerrero 
que lo había seducido. Con las mujeres relegadas a los gineceos, las ciudades�estado eran 
clubs de hombres que se observaban unos a otros, emulándose y 
enamorándose, obsesionados por el heroísmo bélico. En los paréntesis entre 
batalla y batalla, se dedicaban a banquetes, a torneos y a la caza. Ponían en 
práctica sus ideales caballerescos en las carnicerías más sangrientas. El 
historiador Tucídides cuenta que todos los habitantes de Grecia llevaban 
siempre armas encima, porque nadie podía sentirse seguro ni en las ciudades 
ni en los caminos. Dice también que los atenienses fueron los primeros que 
empezaron a dejar el armamento en casa y a comportarse de manera 
ligeramente menos ruda. 
En algún momento del siglo VI a. C., la educación dejó de ser esencialmente 
militar y atlética. Aun así, el adiestramiento para el combate no desapareció, 
claro está, porque los habitantes de las ciudades antiguas vivían peleándose 
sin descanso con los estados vecinos y ensartando con sus lanzas a quienes 
habitaban un poco más allá de la frontera. Pero poco a poco empezó a ganar 
terreno la enseñanza de las letras y de los números. Solo en algunos reductos 
como la arcaizante Esparta se mantuvieron los trece años obligatorios de 
alistamiento y disciplina militar. 
Y entonces sucedió lo inesperado. La fiebre del alfabeto se extendió más allá 
de los círculos nobles, que consideraban la educación como un privilegio 
propio. Los orgullosos aristócratas tuvieron que soportar a un número 
creciente de advenedizos que, con atrevimiento insoportable, pretendían 
iniciar a sus hijos en los secretos de la escritura y estaban dispuestos a pagar 
para conseguirlo. Así nació la escuela. La enseñanza personal de un 
entrenador o un amante ya no era suficiente para cubrir las necesidades de 
todos, y fue convirtiéndose en una práctica minoritaria. Cada vez más jóvenes —libres pero 
sin apellidos nobles— reclamaban educarse, y, bajo la presión de 
sus aspiraciones, aparecieron los primeros lugares colectivos para el 
aprendizaje. 
Para fechar ese acontecimiento decisivo, hay que rastrear los textos antiguos 
en busca de pistas. Descubrimos la existencia de una de las escuelas más 
tempranas, casi de refilón, en un texto de desasosegante actualidad. Se trata 
del relato de un suceso de crónica negra en la remota isla de Astipalea. El 
escritor Pausanias cuenta en su Descripción de Grecia un asesinato múltiple 
que conmocionó a las gentes del archipiélago del Dodecaneso en el año 
492 a. C. El crimen todavía habitaba la memoria de los isleños durante el 
siglo II d. C., cuando el escritor viajero lo oyó contar. La lúgubre historia 
parece un cruce entre Bowling for Columbine y la leyenda de Sansón. Relata 
Pausanias que un joven resentido contra el mundo y con antecedentes 
violentos, irrumpió en una escuela para desahogar su odio perpetrando una 
matanza de niños: «Dicen que el púgil Cleomedes de Astipalea mató en un 
combate a su contrincante Ico de Epidauro. Por su brutalidad, los jueces 
olímpicos le retiraron la victoria. Cleomedes se volvió loco de rabia. Cuando 
regresó a Astipalea, entró en la escuela, donde había sesenta niños, y 
derrumbó con la fuerza de sus brazos la columna que sostenía el techo. El 
edificio cayó sobre sus cabezas y los mató a todos». 
Más allá de su oscuro final, esta historia nos revela que un pequeño islote del 
mar Egeo, de apenas 13 kilómetros de ancho, poseía a principios del 
siglo V a. C. una escuela donde, en un día cualquiera, estudiaban sesenta 
alumnos. Otros testimonios parecen confirmar la verosimilitud del dato. Por 
aquellas fechas, el alfabeto estaba impregnando la vida griega incluso en esas 
remotas aldeas que solo abandonan la trastienda de la historia cuando las 
azota una catástrofe natural o si en ellas se comete un crimen espeluznante. 
Mi madre quiso enseñarme a leer y yo me negué. Tenía miedo. En mi colegio 
había un niño llamado Alvarito, hijo de maestros, que había aprendido en 
casa. Cuando los demás todavía tartamudeábamos con los tarjetones de las 
sílabas, él leía de corrido con distraída perfección. Una facilidad pasmosa, 
difícil de soportar. La venganza se desencadenó en el patio de recreo. Lo 
perseguían. Gritaban: cuatro ojos, gordinflas. Le pisotearon la cartera. Le 
colgaron el anorak de las ramas de la higuera, donde no podía alcanzarlo 
porque no era ágil trepando. Alvarito había quebrantado el código de la 
escuela; se había pasado de listo. Sus padres tuvieron que cambiarlo de 
colegio. 
A mí no me pasará, pensé con orgullo. Además, no me hacía ninguna falta 
tomarles la delantera a los demás. Mi madre me leía cuentos por la noche. 
Nuestro pequeño teatro nocturno no correría peligro mientras yo no supiera 
leer. Lo que de verdad quería era aprender a escribir. Ignoraba que ambas 
cosas van juntas y se necesitan. 
Un día por fin tengo un lápiz entre los dedos. No se deja sujetar fácilmente, 
hay que domesticarlo. Lo aprieto con fuerza contra el papel para que no se 
escape, pero a veces se planta en rebelión, partiéndose las narices contra el 
cuaderno. Entonces necesito el tajador para afilar otra vez la punta. Puedo 
verme; estoy sentada con otros niños en una mesa redonda de color vainilla. 
Inclinada hacia delante, dibujo palotes, puentes, redondeles, curvas. La 
lengua me asoma entre los labios, siguiendo el desplazamiento de la mano. 
Filas de emes enganchadas con sus vecinas. Filas de bes con su barriguita. No 
me gusta la barra transversal de la t (complica el asunto). 
Tiempo después, asciendo: ya puedo juntar letras. La eme extiende un rabito 
hacia la a. Al principio todo parece un embrollo, un lío de rayujos. Sigo 
adelante. Como soy zurda, restriego el puño por encima de los renglones al 
avanzar y los voy esfumando. Dejo una estela gris. Con la mano ennegrecida, 
continúo. Hasta que una mañana, sin darme cuenta, por sorpresa, le arranco 
el secreto a la escritura. Hago magia. Mamá. Los palitos y los redondeles 
cantan en silencio. He atrapado la realidad con una red de letras. Ya no hay 
solo líneas; es ella la que aparece de pronto en el papel: su voz tan bonita, las 
ondas de su pelo castaño, la mirada cálida, la sonrisa que enseña unos 
incisivos prominentes y, por eso, porque le dan vergüenza sus dientes 
desordenados, acaba siempre en un gesto tímido. La he llamado con mi lápiz, 
está ahí. ¡Mamá! Acabo de escribir y comprender mi primera palabra. 
En todas las sociedades que utilizan la escritura, aprender a leer tiene algo de 
rito iniciático. Los niños saben que están más cerca de los mayores cuando 
son capaces de entender las letras. Es un paso siempre emocionante hacia la 
edad adulta. Sella una alianza, desgaja una parte superada de la infancia. Se 
vive con felicidad y euforia. Todo pone a prueba el nuevo poder. ¿Quién iba a 
sospechar que el mundo entero estaba engalanado con cadenetas de letras, 
como una gran verbena? Ahora hay que descifrar la calle: far-ma-cia, pa-na�d…e-ro, se al-
quiiii-la. Las sílabas estallan en la boca como fuegos artificiales, 
lanzando chispas. En casa, en la mesa, por todaspartes te asaltan mensajes. 
Empiezan las ráfagas de preguntas: ¿qué significa bajoencalorías?, ¿y 
aguamineralnatural?, ¿consumirpreferentemente? 
En la sociedad judía medieval se celebraba con una ceremonia solemne el 
momento del aprendizaje, cuando los libros hacían partícipes a los chiquillos 
de la memoria comunitaria y del pasado compartido. Durante la fiesta de 
Pentecostés, el maestro sentaba en su regazo al niño al que iba a iniciar. Le 
enseñaba una pizarra en la que estaban escritos los signos del alfabeto hebreo 
y a continuación un pasaje de las Escrituras. El maestro leía en voz alta, y el 
alumno repetía. Luego se untaba con miel la pizarra y el iniciado la lamía, 
para que las palabras penetrasen simbólicamente en su cuerpo. También se 
escribían letras en huevos duros ya pelados o en pasteles. El alfabeto se volvía 
dulce y salado, se masticaba y se asimilaba. Entraba a formar parte de uno 
mismo. 
¿Cómo no va a ser mágico el alfabeto, que descifra el mundo y revela los 
pensamientos? Los griegos antiguos también sentían su hechizo. En aquel 
tiempo, las letras se utilizaban para representar, además de palabras, 
números y notas musicales. Cada una de sus siete vocales simbolizaba uno de 
los siete planetas y de los siete ángeles que los presiden. Se utilizaban para 
embrujos y amuletos. 
En aquellas remotas escuelas griegas —tardes pardas, llovizna, monotonía 
tras las ventanas—, los niños cantaban a coro las letras: «Hay alfa, beta, 
gamma y delta, y épsilon, y también zeta…». Después, las sílabas: beta con 
alfa, ba. El maestro las dibujaba y luego, tomando la mano de su alumno con 
la suya, le hacía repasar el trazo por encima. Los niños repetían mil veces los 
modelos. Copiaban o escribían al dictado breves máximas de una línea. Como 
nosotros, aprendían poemas de memoria —sus «diez cañones por banda» y 
«asombrose un portugués»— y retahílas de palabras raras. Recuerdo una de 
esas cantilenas de infancia: brujir, grujir y desquijerar; nunca más he vuelto a 
tropezar con esos verbos chirriantes. 
La didáctica era obsesiva y cansina. El maestro-domador recitaba, y los 
alumnos repetían. El aprendizaje avanzaba a ritmo lento (no era raro que 
niños de diez o doce años todavía estuvieran aprendiendo a escribir). En 
cuanto eran capaces, empezaban a leer, repetir, resumir, comentar y copiar 
una selección de textos esenciales, casi siempre los mismos. Sobre todo de 
Homero, también de Hesíodo. Y de otros indispensables. Los antiguos, que 
veían a los niños como una especie de adultos en miniatura sin gustos ni 
talentos propios, les ofrecían los mismos libros que leían los adultos. No había 
nada parecido a la actual literatura infantil o juvenil, ninguna facilidad. 
Todavía no se había inventado la infancia, aún no había llegado Freud para 
atribuir una importancia crucial a los primeros años. Entonces, lo mejor que 
podías hacer por un niño era zambullirlo de cabeza en el mundo adulto y 
quitarles la niñez a restregones, como si fuera mugre. 
El alfabeto podía ser mágico, pero el método de enseñanza era con frecuencia 
sádico. Los castigos corporales eran inseparables de la rutina escolar de los 
niños griegos, igual que lo habían sido para los escribas egipcios o judíos. En 
una obrita humorística de Herodas, el maestro brama: «—¿Dónde está el 
cuero duro, la cola de buey con la que azoto a los rebeldes? Dádmelo antes de 
que estalle mi cólera». 
 
 
 
Capítulo “Aprender a leer sombras” del libro: “El infinito en un junco” La invención de los 
libros en el mundo antiguo. Autora: Irene Vallejo. Páginas 48-49.

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