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Mujeres-Peligrosas - César Ramírez

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Mujeres 
peligrosas 
 
 
 
 
Compilación de 
Otto Penzler 
 
 
 
Traducción de 
Mirta Rosenberg 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Título original: Dangerous women 
Traductora: Mirta Rosenberg 
 
Compilation copyright © 2005 by Otto Penzler 
Introduction copyright © 2005 by Otto Penzler 
“A Thousand Miles from Nowhere” by Lorenzo Carcaterra. Copyright © 2005 by 
Lorenzo Carcaterra. • “Cielo Azul” by Michael Connelly. Copyright © 2005 by Michael 
Connelly. • “Mr. Gray’s Folly” by John Connolly. Copyright © 2005 by John Connolly. • 
“What She Offered” by Thomas H. Cook. Copyright © 2005 by Thomas H. Cook. • 
“Born Bad” by Jeffery Deaver. Copyright © 2005 by Jeffery Deaver. • “Rendezvous” by 
Nelson DeMille. Copyright © 2005 by Nelson DeMille. • “Witness” by J. A. Jance. 
Copyright © 2005 by J. A. Jance. • “Her Lord and Master” by Andrew Klavan. 
Copyright © 2005 by Andrew Klavan. • “Louly and Pretty Boy” by Elmore Leonard. 
Copyright © 2005 by Elmore Leonard, Inc. • “Dear Penthouse Forum (A First Draft)” by 
Laura Lippman. Copyright © 2005 by Laura Lippman. • “Improvisation” by Ed McBain. 
Copyright © 2005 by Hui Corporation. • “Third Party” by Jay McInerney. Copyright © 
2005 by Bright Lights, Big City, Inc. • “Karma” by Walter Mosley. Copyright © 2005 by 
Walter Mosley. • “Give Me Your Heart” by Joyce Carol Oates. Copyright © 2005 by 
Joyce Carol Oates. • “Sneaker Wave” by Anne Perry. Copyright © 2005 by Anne Perry. 
• “Soft Spot” by Ian Rankin. Copyright © 2005 by John Rebus Ltd. • “The Last Kiss” by 
S. J. Rozan. Copyright © 2005 by S. J. Rozan. 
 
Editado por acuerdo con Warner Books, Inc., Nueva York, New York, USA. 
Todos los derechos reservados. 
 
Derechos exclusivos de edición en castellano para todo el mundo 
© 2006, Grupo ILHSA S.A. para su sello Editorial El Ateneo 
Patagones 2463 - (C1282ACA) Buenos Aires, Argentina 
Tel.: (54 11) 4943 8200 - Fax: (54 11 ) 4308 4199 
E-mail: editorial@elateneo.com 
 
1ª edición: octubre de 2006 
 
ISBN-10: 950-02-3086-0 
ISBN-13: 978-950-02-3086-5 
 
Diseño de cubierta: Departamento de Arte de Editorial El Ateneo 
Diseño de interiores: Mónica Deleis 
 
Impreso en Verlap S.A. 
Comandante Spurr 653, Avellaneda, 
provincia de Buenos Aires, 
en el mes de octubre de 2006. 
 
Queda hecho el depósito que establece la ley 11.723 
Libro de edición argentina 
 
No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la 
transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier 
medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopia, digitalización u otros métodos, 
sin el permiso escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 
25.446. 
 
 
Índice 
 
 
Introducción ..................................................................................................7 
Improvisación ..............................................................................................13 
Ed Mac Bain 
Cielo azul.....................................................................................................29 
Michael Connelly 
Dame tu corazón..........................................................................................45 
Joyce Carol Oates 
Karma .........................................................................................................56 
Walter Mosley 
Querido foro de Penthouse (un primer borrador) ...........................................89 
Laura Lippman 
Cita .............................................................................................................97 
Nelson DeMille 
Lo que ella me ofreció.................................................................................122 
Thomas H. Cook 
Su Amo y Señor .........................................................................................135 
Andrew Klavan 
La extravagancia del señor Gray.................................................................145 
John Connolly 
A mil millas de ninguna parte ....................................................................158 
Lorenzo Carcaterra 
Testigo.......................................................................................................174 
J. A. Jance 
Debilidad por ella.......................................................................................184 
Ian Rankin 
La tercera persona .....................................................................................204 
Jay McInerney 
El último beso............................................................................................214 
S. J. Rozan 
Ola sorpresa ..............................................................................................222 
Anne Perry 
Louly y Chico Lindo ...................................................................................244 
Elmore Leonard 
Mala de nacimiento....................................................................................258 
Jeffery Deaver 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Para Lisa Michelle Atkinson, 
cuya perfección la vuelve peligrosa 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 7 
Introducción 
¿Qué hace peligrosa a una mujer? Existen innumerables opiniones al 
respecto, dependiendo de la experiencia del hombre o la mujer que responda. 
Personalmente, creo que las mujeres más peligrosas son aquellas que 
resultan irresistibles. Cada uno de nosotros puede tener un punto débil 
particular, un talón de Aquiles indiscernible para los demás, o podemos 
compartir puntos sensibles universales que todo el mundo entiende. Puede ser 
la gran belleza de una mujer, o su encanto, o su inteligencia, aquello que 
conquista nuestros corazones. Puede ser la manera en que se aparta el cabello 
de los ojos, o la manera de reírse, o su forma de estornudar. 
Puede ser intensamente consciente de su poder, o desconocerlo por 
completo. Una lo usará como si fuera un arma con filo de acero, otra como 
manto de seguridad, para ocultarse. La intención y el propósito no aumentan 
ni disminuyen el poder, y ese es el mayor peligro de todos los que son 
seducidos y sometidos por él. 
El poder es peligroso. Podemos reconocerlo, incluso temerle, pero si 
deseamos el calor de esa llama, arriesgaremos todo para estar tan cerca de ella 
como sea posible. 
Las mujeres peligrosas han existido siempre. ¿Recuerdan a Dalila? Los 
escritores siempre han entendido la feroz atracción que ejercen las mujeres 
peligrosas y la han usado incesantemente como recurso literario. Casi todas 
las grandes mujeres de la historia, así como las figuras femeninas literarias 
más significativas, han sido peligrosas. Tal vez no para todo el mundo, pero 
con frecuencia sí para los que se han enamorado de ellas. Por las mujeres 
peligrosas, los hombres han matado, traicionado a su patria, a sus seres 
queridos y a sí mismos, han abdicado de sus tronos y cometido suicidio. A 
veces, las mujeres peligrosas han sido dignas de esos gestos... dignas de que 
alguien arriesgara todo y abandonara las cosas más preciadas. 
Muchos detectives de la literatura han reparado en las mujeres 
peligrosas. Sam Spade se enamoró de Brigid O'Shaughnessy, mientras que 
Philip Marlowe y Lew Archer han sido frecuentemente perseguidos por ellas, y 
a veces se dejaron atrapar. 
Sherlock Holmes, aunque se permitió enamorarse de Irene Adler ("la cosa 
más primorosa que puede encontrarse en este planeta debajo de un 
sombrero"), sentía una famosa e intensa aversión hacia casi todos los 
miembros del sexo opuesto. "Nunca se puede confiar del todo en las mujeres... 
 
 8 
ni siquiera en las mejores", afirma Holmes en El signo de los cuatro. "Le 
aseguro que la mujer más encantadora que conocí en mi vida fue ahorcada 
por envenenar a tres niños pequeños, para cobrar el dinero del seguro". 
Aunque Archie Goodwin ama a las mujeres, su jefe, Nero Wolfe, habla 
generalmente como un misógino. "Se puede confiar en las mujeres para 
cualquier cosa, salvo en su constancia",dice. Y más aún, cuando se lo 
encuentra particularmente de mal humor, declara: "Las vocaciones a las que 
mejor se adaptan son la argucia, el enredo, la autopromoción, la zalamería, la 
hipocresía y la procreación". 
Y ni Holmes ni Wolfe se topan con mujeres peligrosas en estas páginas. 
Esas mujeres los habrían consternado y horrorizado. Y también fascinado, tal 
como presumo que le ocurrirá a usted. Verían frustado su deseo de saber qué 
se proponían ellas, hacia dónde pretendían ir, qué adorables trucos escondían 
en la manga. 
A partir del duradero éxito de Hammett, Chandler, Mac Donald, Doyle y 
Rex Stout, resulta claro que esos escritores entendían mucho, incluyendo la 
capacidad de seducción, de cierta clase de mujeres peligrosas. Los autores 
incluidos en este volumen han demostrado similares logros al presentar un 
conjunto de femmes fatales para deleite del lector... y para provocarle un 
estremecimiento de alivio porque ninguna de ellas forme parte de su vida. Al 
menos, por su bien, es de esperar que no lo sean. 
Lorenzo Carcaterra es autor de seis libros, incluida la polémica novela 
Sleepers, que se convirtió en el best seller que encabezó la lista del New York 
Times y también en una película importante protagonizada por Brad Pitt, 
Robert De Niro, Dustin Hoffman, Kevin Bacon y Minnie Driver. En la 
actualidad es guionista y productor para la serie La ley y el orden, de NBC. 
Después de una exitosa carrera como periodista, Michael Connelly se 
dedicó a escribir ficción y publicó The Black Echo [El eco negro], donde 
presentó al detective Hyeronimus Bosch del Departamento de Policía de Los 
Ángeles, y con el que ganó el premio Edgar Allan Poe de la Sociedad de 
Escritores de Misterio de los Estados Unidos. Continuó con otras tres novelas 
de Bosch, Black Ice [Hielo negro], The Concrete Blonde [La rubia de hormigón] y 
The Last coyote [El último coyote], y después escribió un thriller independiente, 
The Poet [El poeta]. Por ser uno de los autores más celebrados por el mundo, 
sus libros se han convertido automáticamente en best sellers en muchos 
países. 
El joven escritor irlandés John Connolly ha trabajado como barman, 
funcionario local del gobierno, camarero, portero de la tienda departamental 
Harrods y periodista. El ex policía Charlie Parker fue presentado en 1999 en el 
libro Every Dead Thing [Todo lo que muere], volumen al que le siguió la saga 
formada por Dark Hollow [El poder de las tinieblas], The Killing Kind [Perfil 
asesino] y The White Road [El camino blanco]. La novela más reciente de 
Connolly, Bad Men, es un thriller independiente. Ningún escritor de hoy 
combina mejor que él la novela policial con elementos sobrenaturales. 
 
 9 
Cuando la Sociedad de Escritores de Misterio de los Estados Unidos 
distinguió a Thomas H. Cook con el premio Edgar Allan Poe en 1997 por The 
Chatham School Affair, reconoció con retraso a uno de los mejores escritores 
del género policial del país. Ya antes había sido nominado para ese premio en 
otras dos categorías, la de mejor primera novela y la de mejor crimen real, y 
había ganado el premio Herodoto por mejor cuento histórico del año con su 
relato "Fatherhood". 
Jeffery Deaver trabajaba como periodista cuando decidió cursar leyes 
para convertirse en escritor legal. En cambio, practicó la abogacía durante 
varios años y, en sus viajes cotidianos, empezó a escribir narrativa de 
suspenso con extraordinario éxito. Ha sido nominado para cuatro premios 
Edgar, y ganó tres veces el premio Ellery Queen de los Lectores por el mejor 
cuento del año. Sus novelas de Lincoln Rhyme son un número fijo en todas las 
listas de best sellers; El coleccionista de huesos fue convertido en película, 
protagonizada por Denzel Washington en el papel del inválido ex oficial forense 
y por Angelina Jolie encarnando a la joven policía que logra llevar ante la 
Justicia a un asesino serial. 
Pocos escritores venden tantos libros como Nelson DeMille, cuyos 
exitosos thrillers han vendido más de treinta millones de ejemplares en todo el 
mundo. Notables por su impecable trama y estilo distinguido, entre sus best 
sellers se cuentan The Lion's Game [El juego del león], Plum Island [Isla 
misteriosa], Spencerville [Triángulo mortal], Gold Coast [La costa de oro], Word of 
Honor [Conjura de silencio] y The General's Daughter [La hija del General], una 
novela puramente policial que llegó al cine protagonizada por John Travolta y 
con guión cinematográfico de William Goldman. "Cita" es su primer cuento en 
veinte años. 
J. A. Janee no la pasó nada bien en su camino a convertirse en una 
autora de best sellers. Le negaron el ingreso a un programa de escritura 
creativa porque el profesor pensaba que las mujeres debían ser maestras o 
enfermeras, y el marido, alcohólico, coincidió plenamente con esa opinión. 
Después de divorciarse, y tras la muerte de su marido a los cuarenta y dos 
años a causa de una intoxicación alcohólica aguda, la autora se dedicó a 
escribir entre las cuatro y las siete de la mañana, antes de enviar a sus hijos 
al colegio. Sus series sobre el detective J. P. Beaumont empezaron 
modestamente en colecciones económicas, pero ahora figuran con regularidad 
en las listas de best sellers. 
Andrew Klavan, escribiendo con su verdadero nombre y con el 
seudónimo Keith Peterson, ha ganado dos Edgars, pero por alguna razón no 
ha llegado a la lista de best sellers a pesar de que ha gozado de gran éxito en 
Hollywood. Clint Eastwood dirigió y protagonizó True Crime [Crimen verdadero], 
la historia de un periodista que intenta salvar a un hombre inocente. El elenco 
del film incluía también a Isaiah Washington, James Woods, Denis Lean' y 
Lisa Gay Hamilton. Dos años más tarde, Michael Douglas y Famke Janssen 
 
 10
protagonizaron otro film basado en una novela de Klavan, Don't Say a Word 
[No digas ni una palabra]. 
Considerado con frecuencia como el mejor escritor policial vivo 
{Newsweek dijo que posiblemente fuera el mejor de todos los tiempos), Elmore 
Leonard ha producido veinte best sellers consecutivos, incluidos Mr. Paradise, 
Tishomingo Blues, Pagan Babies [Almas paganas] y el libro de cuentos When 
the Women Come Out to Dance. En sus obras se han basado numerosos films: 
Hombre, 3.10 to Yuma, The Moonshine War, Stick, The Big Bounce, Get Shorty 
[Tómatelo con calma], Out of Sight y Jackie Brown [Cóctel explosivo]. Ha sido 
distinguido con el título de Gran Maestro por los Escritores de Misterio de los 
Estados Unidos, con el que se honra la trayectoria de un escritor. 
Tres de los primeros cuatro libros de Laura Lippman fueron nominados 
para el premio Edgar Allan Poe; una proeza inigualada en la historia de los 
Escritores de Misterio de los Estados Unidos; Charm City lo ganó. La serie de 
novelas policiales cuya protagonista es Tess Monaghan también ganó los 
premios Shamus, Agatha y Anthony otorgados por los Escritores Policiales, y 
las distinciones Malice Domestic y Bouchercon. 
Evan Hunter y Ed McBain son dos novelistas de best seller que conviven 
en el mismo cuerpo. La primera novela adulta de Hunter, The Blackboard 
Jungle [La Jungla de pitarra], conmocionó a Estados Unidos, al igual que el 
film, enormemente taquillero, que se hizo a partir de ella. Con su verdadero 
nombre, McBain ha escrito más de cincuenta novelas, incluidas las icónicas 
ficciones del 
Precinto 87, que esencialmente definieron el procedimiento policial 
durante medio siglo. Como Hunter, escribió el guión de Los pájaros de Alfred 
Hitchcock. También ha sido distinguido con el título de Gran Maestro y fue el 
primer estadounidense a quien se le otorgó la distinción Diamond Dagger por 
su trayectoria, un reconocimiento concedido por la Asociación Británica de 
Escritores Policiales. 
Si hay un escritor que puede personificar el estilo de la década de 1980, 
ese es Jay McInerney, quien ascendió instantáneamente al estrellato con su 
primer libro, Luces de la ciudad. Aunque rara vez se aventuró en el ámbito del 
policial (dejando de ladoel uso y abuso de las drogas), su cuento "Con Doctor" 
fue seleccionado para el volumen Best American Mystery Stories 1998. 
Aunque Bill Clinton no hubiera dicho públicamente que Walter Mosley 
era su escritor policial favorito, la serie de Easy Rawlins lo mismo hubiera sido 
exitosa. Empezó con Devil in a Blue Dress [El demonio vestido de azul, obra 
nominada para el Edgar y luego filmada con actuaciones de Denzel 
Washington y Jennifer Beals. Como una de las voces más originales del 
mundo de la ficción policial, Mosley ha ingresado en la lista de best sellers del 
New York Times con novelas como Black Betty [Betty, la negra] y A Little Yellow 
Dog [Un perro amarillo]. Es ex presidente de los Escritores de Misterio de los 
Estados Unidos. 
 
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Entre los escritores vivos más distinguidos del mundo, Joyce Carol Oates 
se cuenta entre los más grandes que no han ganado el premio Nobel, aunque, 
según los rumores, ha figurado entre los finalistas varias veces. Ha producido 
una enorme variedad de obras a una velocidad prodigiosa, y es improbable 
que un escritor estadounidense vivo haya recibido tantos premios y galardones 
como ella, demasiado numerosos para consignarlos todos aquí, pero que 
incluyen seis nominaciones al premio nacional (incluyendo una obra 
ganadora, Them, en 1970) y tres obras finalistas al premio Pulitzer. Entre sus 
libros más recientes se cuentan Take Me, Take Me With You, Rape: A Love 
Story y The Tattooed Girl. 
Después de haber escrito y sido rechazada durante veinte años, la 
primera novela de Anne Perry, The Cater Street Hangman [Los crímenes de 
Cater Street], fue publicada en 1979, veinte años después de haberla escrito y 
de que hubiera sido rechazada por las editoriales. Desde entonces, ha 
aparecido un libro de ella cada año, principalmente las aclamadas novelas 
policiales ambientadas en la época victoriana, que la han hecho figurar en la 
lista de best sellers. La primera serie estaba protagonizada por el inspector 
Thomas Pitt y su esposa Charlotte, en tanto que la segunda es una serie 
bastante más negra, que tiene como protagonista al inspector William Monk. 
Ganó un Edgar con su cuento "Héroes", protagonizado por el profesor 
universitario y el capellán Joseph Reavley, ahora publicado en una nueva serie 
que se inicia con No Graves As Yet [Las tumbas del mañana]. 
No hay muchos escritores de policiales que figuren en el Libro Guinness 
de los Records, pero Ian Rankin lo consiguió cuando siete de sus libros 
figuraron al mismo tiempo en la lista de best sellers del London Times. Ganó 
tres premios Dagger de la Asociación de Escritores Policiales británica, dos por 
cuentos y uno por Black and Blue, obra también nominada a un Edgar. Sus 
novelas del inspector Rebús, serie que se inició con Unos and Crosses en 
1987, sirvieron como base de una serie de televisión de la BBC. Es uno de los 
primeros ganadores del premio Chandler-Fullbright. 
Las novelas de S. J. Rozan sobre Lydia Chin y Bill Smith se encuentran 
entre las más galardonadas de los últimos años, ya que han ganado premios 
Shamus, Anthony y Edgar; Winter and Night [Invierno y noche] ganó el Edgar a 
la mejor novela en 2003, sumado a la estatuilla de Poe que la autora recibió 
por mejor cuento. Lydia es una joven detective china nacida en los Estados 
Unidos cuyos casos se originan principalmente dentro de la comunidad china, 
en tanto que Smith es un detective privado más maduro y experimentado, que 
vive arriba de un bar de Tribeca. Ambos trabajan juntos en tramas 
cuidadosamente construidas (la autora, después de todo, es arquitecta), 
turnándose como figura dominante de un libro a otro. 
Estos gigantes del género han creado un grupo de mujeres peligrosas de 
todas clases que es casi un verdadero harén. ¿El sexo débil? No me hagan reír. 
Y manténganse en guardia para que estas mujeres no ganen su corazón, 
 
 12
porque les gustaría mucho que se lo entregaran en bandeja. Posiblemente, con 
algunos guisantes y un buen Chianti. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 13
Improvisación 
 
Ed McBain 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 14
—¿Por qué no matamos a alguien? —sugirió ella. 
Era rubia, por supuesto, alta y flexible, y llevaba puesto un vestido negro 
ceñido al cuerpo, cuya falda trepaba sobre los muslos y cuyo escote bajaba 
sobre su pecho. 
—Ya tengo esa experiencia —le dijo Will—. Lo he hecho. 
Los ojos de ella se abrieron con la sorpresa, de un azul intenso que 
contrastaba con el negro del vestido. 
—La guerra del Golfo —explicó él. 
—Pero eso no es lo mismo en absoluto —dijo ella, y ensartó la aceituna 
de su martini y la dejó caer en su boca—. Yo hablo de un asesinato. 
—Ajá, un asesinato —comentó Will—. ¿Y a quién querrías matar? 
—¿Qué te parece la chica que está sentada en el otro extremo del bar? 
—Ah, una víctima al azar —dijo él—. ¿Y en qué sería diferente de matar a 
alguien en combate? 
—Al azar pero específica—replicó—. ¿Y? ¿La matamos o no? 
—¿Por qué? —preguntó él. 
—¿Por qué no? 
Will conocía a la mujer desde hacía apenas veinte minutos (como 
máximo). De hecho, ni siquiera sabía cómo se llamaba. Su sugerencia de que 
mataran a alguien había surgido como respuesta a una pregunta que él 
mismo había formulado y que muchas veces le había sido muy útil para 
levantar mujeres: “¿Qué podemos hacer para divertirnos un poco esta 
noche?”. 
A lo que la rubia había respondido: “¿Por qué no matamos a alguien?”. 
No había susurrado esas palabras, ni siquiera había bajado la voz. Solo 
sonrió por encima del borde de su copa de martini, y había dicho con voz 
absolutamente normal: “¿Por qué no matamos a alguien?”. 
La víctima al azar pero específica que la rubia tenía en mente era una 
mujer de aspecto anodino que usaba una anodina chaqueta marrón sobre una 
blusa de seda marrón y una falda marrón un poco más oscura. Todo en su 
apariencia delataba a una agobiada archivista o una secretaria de un puesto 
de baja jerarquía: el arratonado cabello castaño, los ojos que no parpadeaban 
detrás de lo que llamaríamos más bien lentes que anteojos, la boca de labios 
delgados que denunciaban unos dientes superiores un poco salientes. Una 
mujer absolutamente carente de interés. No era raro que estuviera sola con 
una copa de vino blanco en la mano. 
 
 15
—Digamos que verdaderamente la matamos —dijo Will—. ¿Qué hacemos 
para divertirnos un poco después? 
La rubia sonrió. 
Y cruzó las piernas. 
—Me llamo Jessica —dijo. 
Le tendió la mano. 
El se la estrechó. 
—Yo soy Will—dijo. 
Supuso que ella tenía la palma fría debido a la copa helada que había 
estado sosteniendo. 
 
 
En esa helada noche de diciembre, tres días antes de Navidad, Will no tenía la 
menor intención de matar a la ratonil archivista del otro extremo del bar, ni a 
ninguna otra persona. Había matado una buena cantidad de gente mucho 
tiempo atrás, todas ellas víctimas al azar pero específicas porque llevaban 
puesto el uniforme del ejército iraquí, hecho que las convertía en el enemigo. 
Suponía que eso era lo más específico que uno podía encontrar en época de 
guerra. Eso era lo que justificaba hacerlos pedazos en sus trincheras. Eso era 
lo que justificaba asesinarlos, a pesar de la refinada distinción que Jessica 
hacía ahora entre el asesinato y el combate. 
De todos modos, Will sabía que era tan solo un juego, una variación del 
ritual de apareamiento que ocurría en todos los bares de solos y solas de 
Manhattan cualquier noche del año. Uno abordaba con algún comentario 
ingenioso, obtenía una respuesta que indicaba interés, y así empezaba la cosa. 
De hecho, se preguntó cuántas veces y en cuántos bares antes de esa noche 
Jessica había usado su “¿Por qué no matamos a alguien?” como modo de 
inducir al juego. Era un enfoque por cierto aventurado, incluso posiblemente 
peligroso... ¿y si exhibía esas espléndidas piernas ante alguien que resultaba 
ser Jack el Destripador? ¿Y si levantabaa un tipo que realmente creía que 
podría ser divertido matar a la muchacha que estaba sentada sola en el otro 
extremo del bar? ¡Qué gran idea, Jess, hagámoslo! Y en realidad, eso era lo 
que él había dado a entender tácitamente, pero por supuesto que ella sabía 
que solo estaban jugando un juego, ¿verdad? Seguramente se daba cuenta de 
que no estaban planeando un asesinato de verdad. 
—¿Quién la aborda? —preguntó ella. 
—Supongo que debería hacerlo yo —respondió Will. 
—Por favor, no uses tu fórmula de “¿Qué podemos hacer para divertirnos 
un poco esta noche?”. 
—Pensé que te había gustado. 
—Sí, la primera vez que la escuché. Hace cinco o seis años. 
—Pensé que estaba siendo absolutamente original. 
—Trata de ser un poquito más original con la pequeña Alicia, ¿de 
acuerdo? 
 
 16
—¿Crees que ese es su nombre? 
—¿Y tú cómo crees que se llama? 
—Patricia. 
—Muy bien, yo seré Patricia —dijo ella—. A ver qué me dices. 
—Discúlpeme, señorita —dijo Will. 
—Un gran comienzo —comentó Jessica. 
—Mi amiga y yo la vimos aquí sentada, sola, y pensamos que tal vez le 
agradaría unirse a nosotros. 
Jessica miró a su alrededor como si tratara de localizar a la amiga que él 
le había mencionado. 
—¿A quién se refiere? —preguntó, con los ojos muy abiertos y perpleja. 
—La bella rubia que está sentada allá —dijo Will—. Se llama Jessica. 
Jessica sonrió. 
—Así que la bella rubia, ¿eh? —dijo. 
—Preciosa —enfatizó él. 
—Adulador —respondió ella, y le acarició la mano sobre el mostrador—. 
Entonces digamos que la pequeña Patty Pastel decide unirse a nosotros. ¿Y 
después qué? 
—La llenamos de halagos y de alcohol. 
—¿Y después qué? 
—La llevamos a algún callejón oscuro y la matamos a golpes. 
—Tengo una botellita de veneno en mi bolso —dijo Jessica—. ¿No sería 
mejor? 
Will entrecerró los ojos como un gángster. 
—Perfecto —dijo—. La llevamos a algún callejón oscuro y la matamos con 
veneno. 
—¿Un departamento no sería un sitio mejor? —preguntó Jessica. 
Y de repente a Will se le ocurrió que tal vez no estuvieran hablando para 
nada de asesinato, ni en broma ni en serio. ¿Sería posible que Jessica tuviera 
en mente una cama de tres? 
—Ve a hablar con la dama —le dijo ella—. Después, improvisaremos. 
 
 
Will no era muy bueno para abordar muchachas en los bares. 
De hecho, aparte de su “¿Qué podemos hacer para divertirnos un poco 
esta noche?”, no tenía un repertorio de abordaje demasiado nutrido. Se sintió 
un poco más estimulado por el alentador gesto de Jessica, que lo miraba 
desde el otro extremo del bar, pero lo mismo se sentó con timidez en el 
taburete vacío junto a Alicia o Patricia o como se llamara. 
Sabía por experiencia que las muchachas insignificantes eran menos 
receptivas a los halagos que las verdaderamente bellas. Suponía que se debía 
a que esperaban que les mintieran y a que no querían que las engañaran y las 
desilusionaran una vez más. Alicia o Patricia o como se llamara demostró no 
ser una excepción a esa regla de las Juanitas Insignificantes. Will se sentó en 
el taburete a su lado, se volvió hacia ella y le dijo “Disculpe, señorita”, 
 
 17
exactamente como lo había ensayado con Jessica, pero antes de que pudiera 
pronunciar otra palabra, ella dio un salto como si él la hubiera abofeteado. 
Con los ojos muy grandes, con aspecto evidentemente sorprendido, dijo: 
—¿Qué? ¿Qué pasa? 
—Lamento haberla asustado... 
—No, no es nada —dijo ella—. ¿Qué pasa? 
Tenía una voz aguda y quejosa, con un acento que él no pudo identificar. 
Detrás de los gruesos lentes redondos, sus ojos se veían de un marrón oscuro, 
y todavía muy abiertos por el miedo o la sospecha, o por ambos sentimientos. 
Mirándolo sin parpadear, esperó. 
—No quiero molestarla —dijo él—, pero... 
—No, no es nada, en serio —respondió—. ¿Qué pasa? 
—Mi amiga y yo no pudimos evitar advertir... 
—¿Su amiga? 
—La dama que está sentada allá. La rubia, en el otro extremo del bar, ¿la 
ve? —dijo Will, señalando a Jessica, quien amablemente alzó una mano para 
saludar. 
—Oh, sí —dijo—. La veo. 
—No pudimos evitar advertir que usted estaba aquí, bebiendo sola —
continuó—. Pensamos que tal vez le agradaría unirse a nosotros. 
—Oh —dijo ella. 
—¿Le parece que le agradaría? ¿Acompañarnos? 
Hubo un momento de vacilación. Los ojos pardos parpadearon, se 
suavizaron. Una levísima sonrisa se insinuó en la boca de delgados labios. 
—Sí, creo que me gustaría —dijo ella—. Me gustaría. 
 
 
Se sentaron ante una pequeña mesa, en un rincón penumbroso del bar. 
Susan —ni Patricia ni Alicia, según se reveló— pidió otro Chardonnay. Jessica 
siguió con sus martinis. Will pidió otro bourbon con hielo. 
—Nadie debería beber solo tres días antes de Navidad —dijo Jessica. 
—Oh, estoy de acuerdo, estoy de acuerdo —dijo Susan. 
Tenía el irritante hábito de repetir todo dos veces. Era como si el lugar 
tuviera eco. 
—Pero este bar me queda en el camino a casa —dijo—, y pensé que 
estaría bien detenerme a beber una copa de vino rápida. 
—Para combatir el frío —coincidió Jessica, asintiendo. 
—Sí, exactamente. Para combatir el frío. 
También repetía las palabras ajenas, advirtió Will. 
—¿Vives cerca? —preguntó Jessica. 
—Sí. Justo a la vuelta. 
—¿Y de dónde eres? 
—Oh, ¿todavía se nota? 
—¿Se nota qué? —preguntó Will. 
 
 18
—El acento. Por Dios, ¿todavía se nota? ¿Después de todas esas 
lecciones? Por Dios. 
—¿Y qué acento es ese? —preguntó Jessica. 
—De Alabama. Montgomery, Alabama —dijo, y sonó como “Mangammy, 
Alabama”. 
—Yo no escucho ningún acento en absoluto —dijo Jessica—. ¿Tú 
detectas algún acento, Will? 
—Bueno, en realidad es un acento regional —dijo Susan. 
—Suena como si hubieras nacido exactamente aquí en Nueva York —dijo 
Will, mintiendo descaradamente. 
—Son muy amables, de veras —dijo ella—. De veras son muy amables. 
—¿Cuánto hace que estás aquí? —preguntó Jessica. 
—Seis meses. Llegué a fines de junio. Soy actriz. 
Una actriz, pensó Will. 
—Yo soy enfermera —dijo Jessica. 
Una actriz y una enfermera, pensó Will. 
—¿En serio? —preguntó Susan—. ¿Trabajas en algún hospital? 
—Beth Israel —dijo Jessica. 
—Creí que eso era una sinagoga —dijo Will. 
—También un hospital —dijo Jessica, asintiendo antes de volver a 
dirigirse a Susan—. ¿Te habremos visto en algo? —le preguntó. 
—Bien, no, a menos que hayan estado en Montgomery —dijo Susan, y 
sonrió—. ¿El zoo de cristal? ¿Conocen El zoo de cristal? ¿Tennessee Williams? ¿La 
obra de Tennessee Williams? Hice el papel de Laura Wingate en la producción 
de los Paper Players en Montgomery. Todavía no he actuado en nada aquí. De 
hecho, he estado trabajando de camarera. 
Una camarera, pensó Will. 
La enfermera y yo estamos por matar a la camarera más insignificante de 
la ciudad de Nueva York. O peor, estamos por llevarla a la cama. 
 
 
Después, pensó que debía haber sido Jessica la que sugirió que compraran 
una botella de Moët Chandon y la llevaran al departamento de Susan para 
una última copa, dado que el departamento estaba tan cerca, justo a la vuelta 
de la esquina, en realidad, tal como Susan lo había señalado más temprano. O 
tal vez fue el propio Will quien hizo esa sugerencia, ya que para entonces 
había ingerido cuatro generosas medidas de Jack Daniels, y se sentía bastante 
más atrevido que de costumbre. O tal vez fue Susan quien los invitó a su casa, 
que estaba en el corazón del barrio de los teatros, justo a la vuelta de 
Flanagan's, donde ella misma había consumido cuatro copas de Chardonnay y 
había empezado a actuar para ellos la escena completa en la que el Caballero 
Visitante rompe el pequeño unicornio de cristal y Laura finge que no es una 
gran tragedia, haciendo ambos papeles para ellos, hecho que, Will supuso, con 
 
 19
certeza había hecho que el barman anunciara el cierre diez minutos antes que 
la hora habitual. 
Era una actriz espantosa. 
¡Pero tan inspirada! 
En el momento mismo que pisaron la calle, Susan levantó las manos 
hacia el cielo, con los dedos muy abiertos, y gritó con su horrible acento 
sureño: 
—¡Miren! ¡Broadway!¡La Gran Vía de las Luces! —Y luego hizo una 
pequeña pirueta, girando y danzando calle arriba, con los brazos aún en alto. 
—¡Dios mío, matémosla rápido! —le susurró Jessica a Will. 
Los dos estallaron en carcajadas. 
Susan debe haber pensado que ambos compartían su propia 
exuberancia. 
Will supuso que no sabía lo que le esperaba. O tal vez sí. 
A esa hora de la noche, las prostitutas habían empezado su ronda por la 
Octava Avenida, pero ninguna le echó siquiera una mirada a Will, 
probablemente suponiendo que era un tipo doblemente ocupado, con una 
chica de cada brazo. En una licorería abierta, no compró una botella de Moët 
Chandon sino de Veuve Clicquot, y los tres reanudaron su camino del brazo 
por la avenida. 
El departamento de Susan era un monoambiente del tercer piso de un 
edificio sin ascensor en la esquina de la calle Cuarenta y Nueve y la Novena. 
Subieron detrás de ella, que se detuvo ante la puerta del 3 A, revolvió su bolso 
buscando la llave, la encontró y abrió la puerta. El lugar estaba amoblado en 
un estilo que Will denominaba Economía de Actriz Joven que Lucha por 
Triunfar. Una cocina diminuta a la izquierda de la entrada. Una cama doble 
contra la pared del fondo, donde también había una puerta que conducía, 
supuso Will, al baño. Un sofá y dos sillones y un tocador con espejo. En la 
pared de la entrada había otra puerta, que abierta reveló un placard. Susan 
colgó allí sus abrigos. 
—¿Les importa si me pongo cómoda? —les preguntó, y fue al baño. 
Jessica enarcó las cejas. 
Will fue hasta la cocina, abrió el refrigerador y vació dos cubeteras en un 
cuenco que encontró en la alacena. También encontró tres vasos de jugo que 
tendrían que servir para la ocasión. Jessica se sentó en el sofá observándolo 
mientras él se disponía a destapar el champán. Sonó un agudo pop en el 
momento en que otra rubia salía del baño. 
 
 
Le llevó un minuto darse cuenta de que era Susan. 
—El maquillaje y la ropa son grandes aliados para caracterizar a un 
personaje —dijo. 
Ahora era una joven esbelta con cabello corto, lacio y rubio, un lindo par 
de pechos que asomaban por el profundo escote de una blusa roja, una breve 
 
 20
y apretada falda negra, buenas piernas rematadas por zapatos negros de taco 
muy alto. Colgando de su mano se balanceaba la arratonada peluca castaña 
que había llevado puesta en el bar, y cuando abrió la mano izquierda y la 
extendió hacia él, con la palma hacia arriba, Will vio la prótesis dental que le 
había simulado esos clientes salientes. A través de la puerta abierta del baño, 
pudo ver el desaliñado traje marrón que colgaba del barrote de la ducha. Sus 
lentes estaban sobre el lavatorio. 
—Un poco de relleno en la cintura me hizo más gruesa —dijo—. En clase 
usamos todos estos utilísimos accesorios. 
Ya no se percibía ningún acento sureño, advirtió él. Ni tampoco ojos 
marrones. 
—Pero tus ojos... —farfulló. 
—Lentes de contacto —dijo Susan. 
Sus verdaderos ojos eran tan azules como... bueno, los de Jessica. 
De hecho, podían pasar por hermanas. 
Dijo esto último en voz alta. 
—Podrían pasar por hermanas —dijo. 
—Tal vez porque lo somos —dijo Jessica—. Bien que te engañamos, ¿no 
es cierto? 
—Maldición, sí. 
—Probemos ese champán —dijo Susan, y fue hacia la cocina, donde la 
botella descansaba ahora en el cuenco con hielo. La levantó, escanció el vino 
en los vasos de jugo y llevó los tres vasos acunándolos en las manos. Jessica 
liberó uno de la maraña de dedos. Susan le entregó otro a Will. 
—Por nosotros tres —brindó Jessica. 
—Y por la improvisación —agregó Susan. 
Todos bebieron. 
Will supuso que sería una noche como pocas. 
 
 
—Estamos en la misma clase de actuación —le dijo Jessica. 
Seguía sentada en el sofá, con las piernas cruzadas. Piernas espléndidas. 
Will estaba en uno de los sillones. Susan, en el otro, frente a él, también con 
las piernas cruzadas, también espléndidas. 
—Las dos queremos ser actrices —explicó Jessica. 
—Creí que tú eras enfermera. 
—Oh, sí, igual que Sue es camarera. Pero nuestra ambición es actuar. 
—Algún día seremos estrellas. 
—Y nuestros nombres brillarán en las carteleras de Broadway. 
—Las Hermanas Carter. Todos volvieron a beber. 
—En realidad, no somos de Montgomery —dijo Jessica. 
—Bien, me doy cuenta ahora. Pero tu acento era muy bueno, Susan. 
—Dialecto regional —lo corrigió ella. 
—Somos de Seattle. 
—Donde llueve todo el tiempo —dijo Will. 
 
 21
—Eso no es cierto en absoluto —dijo Susan—. En realidad en Seattle 
llueve menos que en Nueva York, es un hecho comprobado. 
—Estadísticamente comprobado —dijo Jessica, asintiendo para 
demostrar su acuerdo, y vaciando su vaso—. ¿Queda algo de ese espumante? 
—Oh, cantidad —dijo Susan, mientras se incorporaba enérgicamente de 
su sillón y mostraba sin pudor uno de sus muslos. Will le alcanzó también su 
vaso vacío. Había un asunto muy serio del cual había que ocuparse allí esta 
noche, había que realizar una improvisación de envergadura. 
—Entonces, ¿cuánto hace que están viviendo aquí en Nueva York? —
preguntó—. ¿Es cierto eso que dijiste allá en el bar? ¿En verdad hace apenas 
seis meses? 
—Así es —dijo Jessica—. Desde fines de junio. 
—Y desde entonces asistimos a las clases de actuación. 
—¿De veras actuaste en El zoo de cristal? ¿Con los Paper Players? 
¿Existen los Paper Players? 
—Claro que sí —dijo Susan, volviendo con los vasos llenos—. Pero en 
Seattle. 
—Jamás hemos estado en Montgomery. 
—Eso era parte de mi personaje —dijo Susan—, del personaje que 
interpretaba en el bar. La Pequeña Suzie Culo Triste. 
Ambas rompieron a reír. 
Will se rió con ellas. 
—Yo interpreté a Amanda Wingate —dijo Jessica. 
—En El zoo de cristal —explicó Susan—. Cuando hicimos la obra en 
Seattle. La madre de Laura. Amanda Wingate. 
—En realidad yo soy la mayor —dijo Jessica—. En la vida real. 
—Ella tiene treinta —explicó Susan—. Yo, veintiocho. 
—Y aquí solitas en la gran ciudad perversa —dijo Will. 
—Sí, aquí solitas —dijo Jessica. 
—¿Ahí es donde duermen?—preguntó Will—. ¿En esa cama que está allí? 
¿Las dos solitas en esa gran cama perversa? 
—Ajá —dijo Jessica—. Quiere saber dónde dormimos, Sue. 
—Mejor ir con cuidado —dijo Susan. 
A Will le pareció que era mejor retroceder un poco, hacer la jugada con 
mayor lentitud. 
—¿Y dónde está esa escuela de actuación a la que van? 
—Sobre la Octava Avenida. 
—Cerca del Biltmore —dijo Susan—. ¿Conoces el teatro Biltmore? 
—No —dijo Will—. Lo siento. 
—Bueno, cerca de ahí —dijo Jessica—. Madame D'Arbousse, ¿conoces lo 
que hace? 
—No, lo siento, no la conozco. 
—Bueno, tan solo es famosa —dijo Susan. 
—Lo siento, no estoy familiarizado con... 
 
 22
—¿La escuela D'Arbousse? ¿Nunca oíste hablar de la Escuela de 
Actuación D'Arbousse? 
—No, lo siento. 
—Es apenas mundialmente famosa —dijo Susan. 
Parecía hacer mohines ahora, como una niña caprichosa. Will advirtió 
que estaba perdiendo terreno. Rápidamente. 
—Entonces... eeeh... ¿por qué te disfrazaste esta noche? —preguntó—. 
Fuiste a ese bar como... bueno... espero que me disculpes... como una 
anticuada archivista, que fue lo que creí que eras. 
—Fui muy buena, ¿no? —respondió Susan, sonriendo. Su sonrisa sin el 
postizo era adorable. Y su boca ya no parecía de labios finos, tampoco. 
Sorprendente lo que podía hacer un poco de lápiz labial para engordar los 
labios de una chica. El imaginó esos labios sobre los suyos, en la cama que 
estaba en el otro extremo de la habitación. También imaginó los labios de su 
hermana sobre los suyos. Imaginó todos sus labios enredados, entrelazados... 
—Eso era parte del ejercicio —dijo Susan. 
—¿El ejercicio? 
—Encontrar el lugar —dijo Jessica. 
—El lugar del personaje —dijo Susan. 
—Para un momento íntimo —explicó Jessica. 
—Encontrar el lugar para el momento íntimo de un personaje. 
—Pensamos que podía ser el bar. 
—Pero ahora creemos que podría ser aquí. 
—Bien, será aquí —dijo Jessica—. Una vez que lo creemos. 
Se estaban alejando de Will. Y, más importante aún, Will sentía quelo 
dejaban atrás. Esa cama, tal vez a unos cuatro metros de distancia, parecía 
perderse de vista en una inalcanzable lejanía. Tenía que lograr que las cosas 
volvieran a su cauce. Pero todavía no sabía cómo. No mientras siguieran 
insistiendo con... ¿de qué hablaban, al final? 
—Lo siento —dijo—, ¿pero qué es exactamente lo que tratan de crear? 
—Un momento privado de un personaje —dijo Jessica. 
—¿Es este el lugar que usaremos? —preguntó Susan. 
—Sí, creo que sí. ¿No te parece? Nuestro propio departamento. Un lugar 
real. A mí me parece muy real. ¿No te parece real, Sue? 
—Sí. Claro que sí. Parece muy real. Pero no me siento íntima. ¿Tú te 
sientes íntima? 
—No, todavía no. 
—Disculpen, señoras... —dijo Will. 
—Señoras, aaah —dijo Susan, poniendo los ojos en blanco. 
—...pero podemos hacer esto mucho más íntimo, si eso es lo que ustedes 
están buscando. 
—Estamos hablando de un momento íntimo —explicó Jessica—. La 
manera en que nos comportamos cuando nadie nos mira. 
 
 23
—Nadie nos mira ahora —dijo Will con tono alentador—. Podemos hacer 
lo que se nos antoje aquí, y nadie nunca... 
—Creo que no entiendes —dijo Susan—. Lo que estamos tratando de 
crear aquí esta noche son las emociones y los sentimientos íntimos de un 
personaje. 
—Entonces empecemos a crear todos esos sentimientos y emociones —
sugirió Will. 
—Esos sentimientos tienen que ser reales —dijo Jessica. 
—Tienen que ser absolutamente reales —dijo Susan. 
—Para que podamos aplicarlos a la escena que estamos haciendo. 
—¡Aaah! —dijo Will. 
—Creo que lo entendió —dijo Jessica. 
—Por suerte, lo entendió. 
—Están ensayando una escena las dos juntas. 
—¡Bravo! 
—¿Qué escena? —preguntó Will. 
—Una escena de Macbeth —dijo Susan. 
—En la que ella le dice que debe azotar su coraje contra el escollo —dijo 
Jessica. 
—Lady Macbeth. 
—Le dice a Macbeth. Cuando él empieza a flaquear ante la idea de matar 
a Duncan. 
—Azota tu coraje contra el escollo —repitió Jessica, esta vez con 
convicción—. Y no fallaremos. 
Miró a su hermana. 
—Eso estuvo muy bien —dijo Susan. 
—Azotar el coraje, ¿eh? —dijo él, con sonrisa suficiente, y bebió otro 
sorbo de champán. 
—Le está diciendo que no sea débil —dijo Susan. 
—La cosa es que están conspirando para matar al rey, ¿te das cuenta? —
dijo Jessica. 
—Es un momento íntimo para los dos. 
—Mientras analizan lo que están por hacer. 
—Están planeando un asesinato, como verás. 
—¿Cómo se siente eso? —preguntó Susan. 
—¿Cómo se siente dentro de tu cabeza? —agregó Jessica. 
—Ese momento íntimo dentro de tu cabeza. 
—El momento en que una está planeando verdaderamente la muerte de 
alguien. 
Por un instante reinó el silencio en la habitación. Las hermanas se 
miraron. 
—¿Alguien quiere más champán? —preguntó Susan. 
—A mí me encantaría un poco —dijo Jessica. 
—Yo lo traigo —dijo Will, y empezó a incorporarse. 
 
 24
—No, no, déjame a mí —dijo Susan, y tomando el vaso de él se dirigió 
con los tres vasos a la cocina. Jessica cruzó las piernas. En la cocina, a sus 
espaldas, Will podía oír a Susan que volvía a llenar los vasos. Contempló el pie 
de Jessica que se sacudía, con los zapatos de taco alto semisalidos, sostenidos 
solamente con los dedos del pie. 
—Así que toda esa escena del bar era parte de un ejercicio, ¿no? —dijo 
Will—. ¿Cuando me sugeriste matar a alguien? ¿Y después elegiste a tu 
hermana como víctima? 
—Bueno, algo así—dijo Jessica. 
Su zapato cayó al suelo. Ella se agachó para recobrarlo, extendiendo las 
piernas, el vestido negro trepándose a sus muslos. Cruzó una pierna sobre la 
otra, volvió a calzarse el zapato, le sonrió a Will. Susan ya estaba de vuelta con 
los vasos llenos. 
—Todavía queda un poco más —dijo, y les alcanzó los vasos. Jessica alzó 
el suyo para brindar. 
—En un momento así —dijo Jessica—, pongo a prueba tu amor. 
—Salud —dijo Susan, y bebió. 
—¿Y qué quiere decir? —dijo Will, y bebió también. 
—Está en la escena —dijo Jessica—. En realidad, está al principio de la 
escena. Cuando él empieza a vacilar. Al final, ella está convencida de que el 
rey debe morir. 
—Un falso rostro debe ocultar lo que un falso corazón revela —dijo 
Susan, y asintió. 
—Ese es el parlamento final de Macbeth. Al final de la escena. 
—¿Por eso te habías vestido como una archivista? Un falso rostro debe 
ocultar... ¿cómo era eso que acabas de decir? 
—Lo que un falso corazón revela —repitió Susan—. Pero no, no me había 
disfrazado por eso. 
—¿Por qué, entonces? 
—Era mi manera de intentar crear un personaje. 
—Tal vez él no entendió nada, después de todo —dijo Jessica. 
—Un personaje que podría matar —dijo Susan. 
—¿Para eso tenía que convertirte en una antigualla? 
—Bueno, tenía que convertirme en otra persona, sí. Alguien que no se 
pareciera a mí en absoluto. Pero eso no resultó suficiente. También tenía que 
encontrar el lugar adecuado. 
—El lugar es aquí —dijo Jessica. 
—Y ahora —dijo Will—. Así que, señoras, si no les molesta... 
—Ooooh, otra vez señoras —dijo Susan, y otra voz puso los ojos en 
blanco. 
—... ¿podemos olvidarnos por un momento de todo ese asunto de la 
actuación...? 
—¿Y qué hay de tus momentos íntimos? —preguntó Susan. 
—Yo no tengo momentos íntimos. 
 
 25
—¿Nunca te tiras un pedo cuando estás solo, en la oscuridad? 
—¿Nunca te masturbas cuando estás solo, en la oscuridad? 
Will se quedó con la boca abierta. 
—Esos son momentos íntimos —dijo Jessica. 
Por algún motivo, Will no pudo volver a cerrar la boca. 
 
 
—Creo que está empezando a hacerle efecto —dijo Susan. 
—Quítale el vaso de la mano antes de que lo deje caer —ordenó Jessica. 
Will las miró con los ojos y la boca bien abiertos. 
—Apuesto a que cree que es curare —dijo Jessica. 
—¿De dónde demonios podríamos sacar curare? 
—¿De las selvas de Brasil? 
—¿De Venezuela? 
Las dos chicas se rieron. 
Will no sabía si era curare o no. Todo lo que sabía era que no podía 
hablar ni moverse. 
—Bueno, sí sabe que no hicimos todo el viaje hasta el Amazonas para 
conseguir un veneno —dijo Jessica. 
—Claro, sabe que eres enfermera —dijo Susan. 
—Beth Israel, como bien sabes. 
—Y allí tienes acceso a pilas de drogas. 
—Incluso drogas con curare sintético. 
—Hay miles de esas. 
—Puedes hacerle una lista, Jess. 
—No quiero aburrirlo, Sue. 
—El curare hay que inyectarlo, ¿sabías, Will? 
—Los nativos empapan sus dardos en curare. 
—Y lanzan esos dardos con cerbatanas. 
—Las víctimas quedan paralizadas. 
—Indefensas. 
—La muerte se produce por asfixia. 
—Eso significa que no puedes respirar. 
—Porque los músculos respiratorios se paralizan. 
—¿Ya tienes problemas para respirar, Will? 
A él no le parecía que tuviera problema para respirar. ¿Pero qué era lo 
que decían? ¿Estaban diciendo que lo habían envenenado? 
—Las drogas sintéticas vienen en forma de tableta —le dijo Susan. 
—Es fácil pulverizarla. 
—Fácil disolverla. 
—Hay miles de usos legítimos para las drogas con curare sintético —dijo 
Jessica. 
—Siempre que uno sea cuidadoso con la dosis. 
—Nosotras no fuimos particularmente cuidadosas con la dosis, Will. 
 
 26
—¿Tu champán no sabía un poco amargo? 
Él quiso menear la cabeza para decir no. Su champán estaba muy rico. 
¿O había estado demasiado borracho para sentirle el sabor? Pero no podía 
menear la cabeza, no podía hablar. 
—Observémoslo —dijo Susan —. Estudiemos sus reacciones. 
—¿Por qué? —preguntó Jessica. 
—Bueno, podría ser útil. 
—No para la escena que estamos haciendo. 
—Matar a alguien. 
—Matar a alguien, sí, Susan. 
Matándome a mí, pensó Will. 
De veras me están matando. 
Pero, no... 
Chicas, pensó, están cometiendo un error. Esta no es la manera de 
hacerlo. Volvamos al plan original, chicas. El plan original era descorchar una 
botella de espumante y meternos juntos en la cama. El plan original era 
compartir esta encantadora noche tres días antes... en realidad ahora eran 
dos días, ya bien pasada la medianoche... dos días antes de Navidad, 
compartir esta noche agradable y poco complicada, se supone que todo lo que 
debía ocurrir acá era un actode hermanas con un tercero servicial. Entonces, 
¿cómo se puso tan seria la cosa de repente? No había motivo para que ustedes 
se pusieran tan serias con eso de las lecciones de actuación y los momentos 
íntimos, de veras, se suponía que esta noche íbamos a divertirnos y a jugar un 
rato. Entonces ¿por qué tuvieron que ponerme veneno en el champán? Quiero 
decir, por Dios, chicas, ¿por qué tuvieron que hacer eso cuando nos 
llevábamos tan bien? 
—¿Sientes algo? —preguntó Susan. 
—No —dijo Jessica—. ¿Y tú? —Creí que sí sentiría algo... 
—Yo también. 
—No sé... algo siniestro o eso. 
—Quiero decir... ¡matando a alguien! Creí que sería algo especial. Pero... 
—Te entiendo. Es sólo como observar a alguien que... no sé, se está 
haciendo un corte de cabello o algo así. 
—Tal vez deberíamos haber intentado otra cosa. 
—¿No veneno, quieres decir? 
—Algo más dramático. 
—Algo más terrorífico, eso quieres decir. 
—Provocarle alguna reacción. 
—En vez de tenerlo simplemente ahí sentado. 
—Sentado ahí como un drogón muriéndose. 
Las chicas se inclinaron sobre Will y escrutaron su rostro. Sus rostros se 
veían distorsionados de tan cerca que estaban. Parecía que los ojos azules se 
les escapaban de la cara. 
—Haz algo —le dijo Jessica. 
 
 27
—Haz algo, pendejo —le dijo Susan. 
Siguieron observándolo. 
—Supongo que todavía podemos apuñalarlo —dijo Jessica. 
Por favor, no me apuñalen, pensó Will. Los cuchillos me dan miedo. Por 
favor, no me apuñalen. 
—Veamos qué hay en la cocina —dijo Jessica. 
De pronto estuvo solo. 
Las chicas habían desaparecido. 
A sus espaldas... 
No podía girar la cabeza para verlas. 
...podía escucharlas a sus espaldas mientras revolvían lo que supuso era 
una de las gavetas de la cocina, alcanzó a escuchar el tintineo de los 
utensilios... 
Por favor, no me apuñalen, pensó. 
—¿Qué te parece este? —preguntó Jessica. 
—Es enorme para el trabajo —respondió Susan. 
—Un buen tajo en su cochina garganta —dijo Jessica, y se rió. 
—Entonces vamos a ver si sigue ahí sentado como un idiota. 
—Si tiene alguna clase de reacción. 
—Si nos ayuda a sentir algo. 
—Ahora entendiste, Sue. Ese es el punto. 
El pecho de Will había empezado a entumecerse. Empezaba a tener 
problemas para respirar. 
En la cocina, las chicas volvieron a reírse. ¿Por qué se reían? 
¿Habían dicho algo que él no había escuchado? ¿Iban a hacer algo más 
con ese cuchillo, además de cortarle la garganta? Anheló poder respirar 
hondo. Sabía que se sentiría tanto mejor si pudiera respirar hondo. Pero no... 
no parecía poder... no era capaz... 
—¡Ey! —dijo Jessica—. ¡Tú! ¡No nos arruines todo! 
Susan la miró. 
—Creo que se nos fue —dijo. 
—¡Mierda! —dijo Jessica. 
—¿Qué estás haciendo? 
—Tomándole el pulso. 
Susan esperó. 
—Nada —dijo Jessica, y dejó caer la muñeca de Will. Las hermanas 
siguieron mirándolo, ahí derrengado en el sillón, con la boca todavía abierta, 
los ojos desorbitados. 
—Se lo ve más muerto que el demonio —dijo Jessica. 
—Mejor que lo saquemos de aquí. 
—Es un buen ejercicio —dijo Jessica—. Deshacerse del cuerpo. 
—Diría que sí. Apuesto a que pesa unos noventa kilos. 
—No digo esa clase de buen ejercicio, Sue. Hablo de un buen ejercicio. 
Un buen ejercicio de actuación. 
 
 28
—Ah, sí. Lo que se siente al deshacerse de un cadáver. Sí. 
—Hagámoslo —dijo Jessica. 
Empezaron a levantarlo del sillón. Era de veras muy pesado. Lo llevaron 
a medias alzado, a medias arrastrándolo, hasta la puerta de entrada. 
—Dime —dijo Susan—. ¿Y ahora... sientes algo... o todavía no? 
—Nada —dijo Jessica. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 29
Cielo azul 
 
Michael Connelly 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 30
En el camino, el aire acondicionado se descompuso poco después de 
Bakersfield. Viajaba por el medio del Estado, era septiembre y hacía calor. 
Muy pronto pude sentir que mi camisa empezaba a pegarse al asiento de 
vinilo. Me quité la corbata y me desabotoné el cuello de la camisa. Ni siquiera 
sabía por qué me había puesto corbata. No estaba trabajando y no iba a 
ninguna parte que requiriera corbata. 
Traté de ignorar el calor y de concentrarme en cómo trataría a Seguin. 
Pero era como el calor. Sabía que no había manera de manejarlo. De algún 
modo, siempre había sido al revés. Seguin me había manejado a mí, había 
hecho que la camisa se me pegara a la espalda. De una manera o de otra, eso 
terminaría después de este viaje. 
Giré la muñeca sobre el volante y miré la fecha en mi Timex. Habían 
pasado exactamente doce años desde el día que había conocido a Seguin. 
Desde que había mirado en los fríos ojos verdes de un asesino. 
 
 
El caso empezó en Mulholland Drive, la calle que serpentea como una culebra 
siguiendo la columna vertebral de las montañas de Santa Mónica. Un grupo 
de estudiantes se había detenido al costado del camino para beber cerveza y 
contemplar la brumosa ciudad de los sueños que se extendía a sus pies. Uno 
de ellos vio el cuerpo. Semioculta entre las malezas de la montaña y las latas 
de cerveza y las botellas de tequila arrojadas por juerguistas anteriores, la 
mujer estaba desnuda, con brazos y piernas separados y extendidos en una 
suerte de grotesca exhibición de sexo y muerte. 
El llamado nos tocó a mí y a mi compañero, Frankie Sheehan. En esa 
época trabajábamos en la División de Robos y Homicidios del Departamento 
de Policía de Los Ángeles. 
La escena del crimen era traicionera. El cuerpo estaba enganchado en 
una pendiente de más de sesenta grados de inclinación. Un resbalón y 
cualquiera podía caerse por la empinada ladera montaña abajo, terminando 
tal vez en el tibio baño de inmersión o en el patio de cemento de alguien. 
Usamos overoles y arneses de cuero y los bomberos del batallón 58 nos 
bajaron hasta el cadáver. 
La escena estaba limpia. Ni ropas, ni documento de identidad, ni 
evidencias físicas, ninguna pista salvo la mujer muerta. Ni siquiera 
 
 31
encontramos una fibra de tela que pudiera ser útil. Era algo inusual en un 
homicidio. 
Estudié detalladamente a la víctima y advertí que no llegaba a ser una 
mujer... probablemente una adolescente. Mexicana, o de origen mexicano, 
tenía cabello castaño, ojos pardos y piel oscura. Me di cuenta de que en vida 
debía haber sido bella. En la muerte te partía el corazón. Mi compañero 
siempre dijo que las mujeres más peligrosas eran así. Bellas en vida, 
desgarradoras en la muerte. Podían obsesionarte, y permanecer aun cuando 
uno encontrara al monstruo que les había quitado todo. 
Había sido estrangulada; las marcas de los dedos de su asesino se veían 
claramente en el cuello, la hemorragia petequial rodeaba sus ojos con un 
rouge criminal. El rigor mortis la había invadido y la había abandonado. 
Estaba laxa. Eso nos dijo que había estado muerta más de veinticuatro horas. 
Supusimos que la habían arrojado allí la noche anterior, bajo la 
protección de la oscuridad. Eso significaba que había yacido muerta en algún 
otro sitio durante doce horas o más. Aquel otro sitio era la verdadera escena 
del crimen. Era el lugar que debíamos encontrar. 
 
 
Cuando giré el auto hacia la bahía el aire finalmente empezó a refrescar. 
Bordeé el lado este de la bahía hasta Oakland y después crucé el puente hasta 
San Francisco. Antes de cruzar el Golden Gate me detuve a comer una 
hamburguesa en el Bar & Grill Balboa. Voy a San Francisco dos o tres veces al 
año, por mis casos. Siempre como en el Balboa. Esta vez comí en el 
mostrador, echando un vistazo ocasional al televisor para ver a los Giants que 
jugaban en Chicago. Iban perdiendo. 
Pero lo que más hice fue pensar y repensar el caso. Ahora era un caso 
cerrado y Seguin nunca más volvería a hacerle daño a nadie. Salvo a sí mismo. 
Su última víctima sería él mismo. Sin embargo, el caso no me abandonaba. El 
asesino había sido atrapado, juzgado y condenado, y ahora sería ejecutado por 
sus crímenes. Aunque todavía quedaba una pregunta sinrespuesta que me 
perseguía. Eso era lo que me había puesto en camino a San Quintín en mi día 
libre. 
 
 
No conocíamos su nombre. Las huellas digitales del cadáver no coincidían con 
ninguna de los registros informáticos. Su descripción no coincidía con 
ninguna de las descripciones de personas desaparecidas del condado de Los 
Ángeles ni de los registros criminales del sistema nacional. El retrato que hizo 
un dibujante de su rostro y que se difundió por televisión y en los periódicos 
no produjo ningún llamado de un ser querido o un conocido. Los bocetos 
enviados por fax a quinientas dependencias policiales del sudoeste y a la 
policía judicial estatal de México no tuvieron respuesta. La víctima no fue 
reclamada y permaneció sin identificación: su cuerpo quedó descansando en 
 
 32
el refrigerador de la oficina del forense mientras Sheehan y yo trabajábamos 
en el caso. 
Fue difícil. Casi todos los casos empiezan por la víctima. Quién era esa 
persona y dónde vivía se convierten en el centro de la rueda, el punto de 
partida. Todo lo demás surge del centro. Pero desconocíamos esos datos y 
también la verdadera escena del crimen. No teníamos nada ni íbamos a 
ninguna parte. 
Todo cambió con Teresa Corazón. Era la forense adjunta asignada al caso 
oficialmente conocido como Jane Doe #90-91. Mientras preparaba el cuerpo 
para la autopsia encontró la pista que nos llevaría primero a McCaleb y 
después a Seguin. 
Corazón descubrió que el cuerpo de la víctima había sido lavado 
aparentemente con un limpiador industrial antes de ser arrojado a la ladera 
de la montaña. Era un intento del asesino de destruir rastros que pudieran 
servir como evidencia. No obstante, en sí mismo, ese dato era una pista sólida 
y una evidencia. El producto limpiador podía ayudar a develar la identidad del 
asesino o a relacionarlo con el crimen. 
Sin embargo, fue otro descubrimiento de Corazón el que nos aclaró el 
caso. Mientras fotografiaba el cadáver, la forense advirtió una impresión en la 
parte posterior de la cadera izquierda. La lividez post-mortem indicaba que la 
sangre del cuerpo se había depositado sobre la mitad izquierda, lo que 
significaba que el cuerpo había yacido sobre el lado izquierdo en el lapso 
transcurrido desde que su corazón se detuvo hasta el momento en que 
arrojaron el cuerpo por la ladera junto a Mulholland. Tal evidencia indicaba 
que durante el tiempo en que la sangre se depositó, el cuerpo había yacido 
sobre el objeto que había dejado su marca en la cadera. 
Usando luz angular para estudiar la marca, Corazón descubrió que podía 
ver con claridad el número 1, la letra J y parte de una tercera letra que podría 
ser el trazo superior izquierdo de una H, una K o una L. 
—Una chapa patente —dije cuando Teresa me llamó a la sala de 
autopsias para que viera su descubrimiento. La puso sobre una patente. 
—Exactamente, detective Bosch —dijo Corazón. 
Sheehan y yo rápidamente elaboramos la teoría de que quien fuese que 
hubiera matado a la mujer sin nombre había ocultado el cuerpo en el baúl de 
un auto hasta que se hiciera de noche para poder llevarlo hasta las alturas de 
Mulholland con mayor seguridad y deshacerse de él. Después de limpiar con 
todo cuidado el cuerpo, el asesino lo guardó en el baúl de su auto, y había 
cometido el error de colocarlo sobre parte de una chapa patente que había 
quitado del auto y que también había guardado en el baúl. Esa zona de la 
teoría contemplaba que la chapa patente había sido quitada y posiblemente 
reemplazada por otra robada, como medida adicional de seguridad que 
ayudaría al asesino a evitar que se lo identificara en el caso de que su auto 
fuera visto por algún transeúnte suspicaz en el mirador de Mulholland. 
 
 33
La impresión sobre la piel no daba pistas sobre el Estado al que 
pertenecía la patente. Pero el uso del mirador de Mulholland nos sugería la 
idea de que nos enfrentábamos con alguien familiarizado con la zona, un 
residente local. Empezamos con el Departamento de Vehículos de California y 
conseguimos la lista de todos los autos registrados en el condado de Los 
Ángeles que tuvieran una patente que empezara con 1JH, 1JK y 1JL. 
La lista contenía más de mil nombres de propietarios de autos. 
Eliminamos un cuarenta por ciento de esos nombres descartando a las 
mujeres propietarias. Los nombres restantes fueron cargados en el Index 
Criminal Nacional de nuestra computadora y nos quedamos con treinta y seis 
hombres que tenían un prontuario criminal que oscilaba entre los delitos 
menores y los más graves. 
Lo supe la primera vez que estudié esa lista de treinta y seis nombres. 
Sentí con toda certeza que uno de los nombres que aparecían allí pertenecía al 
asesino de la mujer sin nombre. 
 
 
El Golden Gate estaba a la altura de su nombre bajo el sol de la tarde.1 Se 
hallaba atestado de autos que iban en ambas direcciones y la salida de 
turistas en el lado norte exhibía el cartel de COMPLETO. Seguí adelante hasta el 
túnel pintado con los colores del arco iris y a través de la montaña. Pronto 
pude ver San Quintín arriba, a la derecha. Un lugar ominoso en un paisaje 
idílico, alojaba a los peores criminales que California podía ofrecer. Y yo iba a 
ver al peor de los peores. 
 
 
—¿Harry Bosch? 
Me alejé de la ventana por la que había estado mirando las lápidas 
blancas del cementerio de veteranos que se extendía abajo, al otro lado de 
Wilshire. Un hombre de camisa blanca y corbata granate estaba allí 
manteniendo abierta la puerta de los despachos del FBI. Parecía estar entre 
los treinta y los cuarenta años, con un físico esbelto y apariencia saludable. 
Sonreía. 
—¿Terry McCaleb? 
—El mismo. 
Nos estrechamos la mano y me invitó a seguirlo, conduciéndome a través 
de un tortuoso laberinto de pasillos y oficinas con paneles de madera hasta 
que llegamos a la suya. Parecía que alguna vez había sido el armario de un 
conserje. Era más pequeña que una celda de castigo y apenas si tenía lugar 
para albergar un escritorio y dos sillas. 
—Creo que es una suerte que mi compañero no haya querido venir —
dije, metiéndome a presión en el cuarto. 
 
1 Golden Gate: en inglés, puerta de oro (N. de la T). 
 
 
 34
Frankie Sheehan se refería a los perfiles criminales como “huevadas de 
oficina” o bien como “charlatanerías”. Una semana antes, cuando yo había 
decidido contactar a McCaleb, el especialista en perfiles criminales residente 
de la oficina del FBI de Los Ángeles, habíamos tenido una discusión. Pero el 
caso era mío, así que hice la llamada. 
—Sí, las cosas están un poco apretadas aquí —dijo McCaleb—. Pero al 
menos tengo un espacio privado. 
—A casi todos los polis que conozco les gusta estar en la sala general del 
escuadrón. Supongo que les gusta la camaradería. 
McCaleb sólo asintió y comentó: 
—A mí me gusta estar solo. 
Señaló la silla extra y me senté. Advertí una foto de una adolescente 
pegada a la pared encima de su escritorio. Parecía apenas unos años más 
joven que mi víctima. Pensé que tal vez, en el caso de que fuera la hija de 
McCaleb, podría representar un pequeño plus para mí. Algo que podría 
inducirlo a darle un impulso extra a mi caso. 
—No es mi hija —dijo McCaleb—. Es un caso viejo. Un caso de Florida. 
Lo miré. No sería la última vez que él pareció leerme el pensamiento con 
tanta claridad como si yo hubiera hablado en voz alta. 
—Así que todavía ninguna identificación en el suyo, ¿verdad? 
—No, nada todavía. 
—Eso siempre resulta duro. 
—En su mensaje me decía que había vuelto a revisar el archivo, ¿no? 
—Sí, así es. 
La semana anterior le había enviado copias fotográficas del asesinato y 
de la escena del crimen. No habíamos filmado en video la escena del crimen y 
eso preocupaba a McCaleb. Pero yo había conseguido una grabación que me 
había dado un periodista de televisión. El helicóptero de su canal había 
sobrevolado la escena del crimen aunque no habían emitido la filmación 
debido a que el contenido era demasiado crudo.McCaleb abrió una carpeta sobre su escritorio y se concentró en ella 
antes de hablar. 
—Antes que nada, ¿está familiarizado con nuestro programa ACRIV... 
Arresto Criminal Violento? 
—Sé lo que es. Esta es la primera vez que presento un caso. 
—Sí, usted es una rareza en el Departamento de Policía de Los Ángeles. 
La mayoría de ustedes no quieren ayuda ni confían en ella. Pero con unos 
pocos tipos más como usted tal vez me den una oficina más grande. 
Asentí. No pensaba decirle que la desconfianza y suspicacia hacia la 
institución eran el motivo por el que la mayoría de los detectives del DPLA no 
buscaba ayuda del FBI. Era un dictamen tácito que procedía del propio jefe de 
la policía. Se decía que se podía escuchar al jefe maldiciendo a los gritos en su 
oficina cada vez que se enteraba por las noticias que el FBI había hecho un 
arresto dentro de los límites de la ciudad. En el departamento se sabía que el 
 
 35
escuadrón de robos bancarios habitualmente monitoreaba las transmisiones 
radiales del escuadrón bancario del FBI y con frecuencia caía sobre los 
sospechosos antes de que los federales tuvieran tiempo de moverse. 
—Sí... bueno, sólo quiero aclarar el caso —dije—. No me importa si usted 
es un clarividente o Santa Claus; si tiene algo que pueda ayudarme lo 
escucharé. 
—Bien, creo que tal vez lo tenga. 
Dio vuelta una página de la carpeta y alzó una pila de fotografías de la 
escena del crimen. No eran las que yo le había enviado. Eran ampliaciones de 
24 x 30 de las fotos originales de la escena del crimen. Las había hecho por su 
cuenta. Eso me dijo que McCaleb verdaderamente le había dedicado un poco 
de tiempo al caso. Me hizo pensar que tal vez estuviera tan obsesionado como 
yo. Una mujer sin nombre a la que habían arrojado sin vida en una ladera. 
Una mujer a la que nadie había reclamado. Una mujer que no le importaba a 
nadie. La clase más peligrosa. En lo más íntimo, a mí sí me había importado y 
yo la había reclamado. Y ahora parecía que tal vez McCaleb también. 
—Permítame empezar diciéndole cuál es mi perspectiva, lo que creo que 
usted tiene entre manos —dijo McCaleb. 
Revolvió las fotos un momento, quedándose finalmente con una que se 
había hecho del video del programa de noticias. Mostraba una toma aérea del 
cuerpo desnudo, con los brazos y las piernas extendidos y separados sobre la 
ladera. Extraje mis cigarrillos y sacudí el paquete para servirme uno. 
—Tal vez usted haya llegado a las mismas conclusiones. Si es así, le pido 
disculpas. No quiero hacerle perder el tiempo. A propósito, no puede fumar 
aquí. 
—No se preocupe —dije, guardando el tabaco—. ¿Qué es lo que tiene allí? 
—La escena del crimen es muy importante porque nos da una entrada de 
acceso al pensamiento del asesino. Lo que veo aquí sugiere el trabajo de lo que 
llamamos un asesino exhibicionista. En otras palabras, es un asesino que 
quería que su crimen se viera —que fuera muy público— y que en virtud de 
ello infundiera horror y miedo en la población en general. Su gratificación 
derivaría de esa reacción del público. Es alguien que lee los periódicos y ve las 
noticias en televisión buscando cualquier información o avance de la 
investigación. Es su manera de ver cómo va el marcador. Así que creo que 
cuando lo encontremos, también hallaremos recortes de periódicos y tal vez 
incluso videos de las noticias sobre el caso difundidas por televisión. 
Probablemente todo ese material esté en su dormitorio porque le sirve para 
estimular fantasías masturbatorias. 
Advertí que había usado el “nosotros” para referirse a los investigadores 
del caso, pero no reaccioné de ninguna manera. McCaleb prosiguió como su 
estuviera hablando consigo mismo y no hubiera nadie más en su oficina. 
—Un elemento de la fantasía del asesino exhibicionista es el duelo. 
Exhibir su crimen ante el público incluye exhibirlo ante la policía. De hecho, 
está planteando un desafío. Está diciendo: “Soy mejor que ustedes, más listo y 
 
 36
más inteligente. Demuéstrenme que estoy equivocado, si es que pueden. 
Atrápenme si pueden”. ¿Se da cuenta? Se está batiendo con usted en el ruedo 
público de los medios de comunicación. 
—¿Conmigo? 
—Sí, con usted. En este caso en particular usted aparece en los medios. 
Es su nombre el que dan los periódicos en sus artículos. 
—Estoy a cargo del caso. Yo fui el que habló con todos los periodistas. 
McCaleb asintió. 
—Muy bien —dije—. Todo esto sirve para entender que este tipo es un 
chiflado. ¿Pero qué tiene para ayudarnos a localizar al tipo? 
McCaleb asintió. 
—¿Sabe lo que dicen siempre los agentes inmobiliarios? Ubicación, 
ubicación, ubicación. Yo digo lo mismo. El lugar que eligió para dejarla es 
significativo porque se relaciona con sus tendencias exhibicionistas. Las 
colinas de Hollywood. Mulholland Drive y toda la vista de la ciudad. Esta 
víctima no fue arrojada allí por casualidad. El lugar fue elegido, quizá tan 
cuidadosamente como fue elegida la víctima. La conclusión es que el sitio 
donde la dejó es un lugar con el que nuestro asesino puede estar familiarizado 
debido a las rutinas de su vida, pero sin embargo no fue elegido por razones 
de conveniencia o comodidad. Eligió ese lugar, quería que fuera ese porque era 
el mejor para anunciar su obra ante el mundo. Formaba parte del cuadro. 
Significa que tal vez puede haber recorrido mucha distancia para dejarla ahí. 
O podría haber recorrido unas pocas manzanas. 
Reparé que había dicho “nuestro”, “nuestro asesino”. Sabía que si 
Frankie hubiera venido conmigo ya habría estallado. Yo lo dejé pasar. 
—¿Vio la lista de nombres que le envié? 
—Sí, la leí toda. Y creo que sus instintos son buenos. Los dos potenciales 
sospechosos que usted destacó encajan en el perfil que construí para este 
asesinato. Alguien cerca de los treinta años con un prontuario criminal en 
escalada. 
—El portero de Woodland Hills tiene acceso cotidiano a limpiadores 
industriales... podríamos comparar alguno de ellos con el agente limpiador que 
se usó sobre el cuerpo. Es uno de los candidatos que más nos gustan. 
McCaleb asintió pero no dijo nada. Parecía estar estudiando las fotos, que 
ahora estaban desparramadas sobre el escritorio. 
—A usted le gusta el otro tipo, ¿no? El escenógrafo de Burbank. McCaleb 
alzó la vista hacia mí. 
—Sí, me gusta más. Sus delitos, aunque menores, encajan mejor con los 
modelos de maduración de los depredadores sexuales que hemos visto. Creo 
que cuando hablemos con él debemos asegurarnos de hacerlo en su casa. Así 
podremos estudiarlo mejor. Sabremos... 
—¿Nosotros? 
—Sí. Y debemos hacerlo pronto. 
Con la cabeza indicó las fotos que cubrían su escritorio. 
 
 37
—Esto no fue un hecho aislado. Sea quien fuere, va a hacerlo otra vez... 
si es que no lo ha hecho ya. 
 
 
Yo había sido responsable de que muchos hombres fueran a parar a San 
Quintín pero nunca antes había estado ahí. En la puerta mostré mi 
identificación y me entregaron una hoja impresa con instrucciones que me 
encaminaron hacia un lote cercado destinado a vehículos del personal policial. 
En una puerta cercana, con un letrero que decía PERSONAL POLICIAL SOLAMENTE 
me condujeron a través del gran muro de la prisión y guardaron mi arma bajo 
llave en una bóveda. Me dieron un recibo de plástico rojo con el número 7 
impreso. 
Después de que ingresaron mi nombre en la computadora y comprobaron 
las autorizaciones ya acordadas, un guardia que ni se molestó en presentarse 
me condujo a través de un patio de recreación vacío hasta un edificio de 
ladrillos que se había oscurecido con el tiempo hasta cobrar un matiz 
negruzco de chimenea. Era la casa de la muerte, el lugar donde Seguin 
recibiría la inyección dentro de una semana. 
Pasamos por un cepo y por un detector de metales y me confiaron a un 
nuevo guardia. Éste abrió una sólida puerta de acero y me señaló un pasillo. 
—La última a la derecha —dijo—. Cuando quiera salir haga señas a la 
cámara. Estaremos mirando. 
Me dejó allí, cerrando la puerta de acerocon un ruido atronador que 
pareció reverberar en mis huesos. 
 
 
A Frankie Sheehan no lo hacía nada feliz, pero yo estaba a cargo y yo hice el 
llamado. Permití que McCaleb viniera con nosotros a las entrevistas. 
Empezamos con Víctor Seguin. Era el primero en la lista de McCaleb, el 
segundo en la mía. Pero había algo en la intensidad de la mirada y las 
palabras de McCaleb que me instó a hacerle una concesión e ir a ver primero a 
Seguin. 
Seguin era un escenógrafo que vivía en Screenland Drive, en Burbank. 
Tenía una casa pequeña con mucha madera, como se podría esperar en la 
casa de un carpintero. Parecía que cuando Seguin no encontraba trabajo en el 
cine se quedaba en casa construyendo tiestos y marcos de ventanas. 
El Ford Taurus con la chapa patente que contenía 1JK estaba 
estacionado en la entrada. Apoyé la mano sobre el capó mientras 
caminábamos hacia la puerta de entrada de la casa. Estaba frío. 
A las 8.00 pm, en el momento justo en que la luz desaparecía del cielo, 
toqué el timbre. Seguin nos abrió, vestido con blue jeans y remera. Sin 
zapatos. Vi que sus ojos se abrían muy grandes cuando me miró. Sabía quién 
era antes de que le mostrara mi insignia y le dijera mi nombre. Sentí el frío 
dedo de la adrenalina deslizándose por mi espalda. Me acordé de lo que había 
 
 38
dicho McCaleb sobre que el asesino le seguía la pista a la policía mientras la 
policía le seguía la pista a él. Yo había estado en la televisión hablando sobre 
el caso. Había aparecido en los periódicos. 
Sin delatar nada de lo que sentía, dije con calma: 
—Señor Seguin, soy el detective Harry Bosch del Departamento de Policía 
de Los Ángeles. ¿Es su auto ese que está en la entrada? 
—Sí, es mío. ¿Qué ocurre con él? ¿Qué está pasando? 
—Necesitamos hacerle algunas preguntas sobre el auto, si no le importa. 
¿Podemos entrar unos minutos? 
—Bien, no, primero me gustaría saber... 
—Gracias. 
Traspuse el umbral, obligándolo a dar un paso atrás. Los otros me 
siguieron.. 
—¡Eh, un minuto! ¿Qué es esto? 
Lo habíamos convenido antes de llegar. A mí me tocaba conducir la 
entrevista. Sheehan era mi segundo. McCaleb dijo que sólo quería observar. 
El living era un alarde de carpintería. Bibliotecas empotradas en tres 
paredes. Alrededor de la pequeña chimenea de ladrillos se había construido 
una repisa de madera que era demasiado grande para el cuarto. Un gabinete 
de televisión de piso a techo cumplía la función de dividir el área de recepción 
de otra zona que parecía un pequeño espacio de oficina. 
Asentí con aire aprobador. 
—Buen trabajo. ¿Tiene mucho tiempo libre en su actividad? 
Seguin asintió con reticencia. 
—Hice casi todo esto cuando estuvimos en huelga hace un par de años. 
—¿A qué se dedica? 
—Hago escenografías para el cine. Oiga, ¿qué es eso de mi auto? No 
pueden entrar aquí por la fuerza. Tengo mis derechos. 
—Mejor siéntese, señor Seguin, y le explicaré. Creemos que es posible 
que su auto se haya usado para cometer un delito grave. 
Seguin se dejó caer en un sillón acomodado en el mejor ángulo para 
mirar televisión. Advertí que McCaleb se movía por los bordes de la habitación, 
escudriñando los libros de los anaqueles y los diversos adornos y chucherías 
exhibidos sobre la repisa de la chimenea y otras superficies. Sheehan se sentó 
en el sofá que estaba a la izquierda de Seguin. Él lo miró con frialdad, sin 
decir una palabra. 
—¿Qué delito? 
—Un asesinato. 
Dejé que mi respuesta hiciera su efecto. Pero me pareció que Seguin ya 
se había recobrado de su impresión inicial y se estaba acorazando. Era una 
reacción que ya había visto antes. Parecía no admitir nada. 
—¿Alguien más conduce su auto aparte de usted, señor Seguin? 
—A veces. Si se lo presto a alguien. 
—¿Se lo prestó a alguien hace unas tres semanas, el 15 de agosto? 
 
 39
—No lo sé. Tendría que fijarme. Creo que no quiero contestar más 
preguntas y creo que quiero que ustedes se vayan ya mismo. 
McCaleb se deslizó en el sillón que estaba a la derecha de Seguin. Yo 
permanecí de pie. Miré a McCaleb y él asintió levemente y sólo una vez. Pero 
entendí lo que me estaba diciendo: este es el hombre. 
Miré a mi compañero. Sheehan no había visto el gesto de McCaleb 
porque en ningún momento le había sacado los ojos de encima a Seguin. Volví 
a mirar a McCaleb. Él me devolvió la mirada, con la expresión más intensa que 
hubiera visto. 
Con un gesto le indiqué a Seguin que se pusiera de pie. 
—Señor Seguin, póngase de pie. Lo estoy arrestando como sospechoso de 
asesinato. 
Seguin se incorporó lentamente y luego hizo un repentino movimiento en 
dirección a la puerta. Pero Sheehan lo estaba esperando y se le fue encima y 
puso su cara contra la alfombra antes de que el hombre hubiera dado tres 
pasos. Entonces lo ayudé a poner de pie a Seguin y lo llevamos hasta el auto, 
dejando a McCaleb adentro. 
Frankie se quedó con el sospechoso. En cuanto pude, volví a entrar. 
Encontré a McCaleb todavía sentado en su sillón. 
—¿Qué pasa? 
McCaleb extendió una mano hasta el anaquel más próximo de la 
biblioteca. 
—Este es su sillón de lectura —dijo. 
Sacó un libro del anaquel. 
—Y este es su libro favorito. 
El libro estaba muy manoseado, con el lomo quebrado y las páginas 
marcadas por las repetidas lecturas. Mientras McCaleb lo hojeaba alcancé a 
ver palabras y oraciones enteras subrayadas a mano. Me acerqué y cerré el 
libro para poder ver la tapa. Se llamaba El coleccionista. 
—¿Lo leyó? —preguntó McCaleb. 
—No. ¿Qué es? 
—Es sobre un tipo que rapta mujeres. Las colecciona. Las tiene en su 
casa, en el sótano. 
Asentí. 
—Terry, necesitamos irnos de aquí y conseguir una orden de 
allanamiento. Quiero hacer esto bien. 
—También yo. 
 
 
Seguin estaba sentado en la cama de su celda mirando un tablero de ajedrez 
apoyado sobre el inodoro. No alzó la vista cuando me acerqué a la reja, 
aunque vi que mi sombra había caído sobre el tablero. 
—¿Con quién está jugando? 
 
 40
—Con alguien que murió hace sesenta y cinco años. Registraron su 
mejor momento —esta partida— en un libro. Y sigue viviendo. Es eterno. 
Alzó la vista para mirarme, sus ojos exactamente iguales que antes —
fríos y verdes ojos de asesino— en un cuerpo que se había vuelto pálido y débil 
por los doce años pasados en cuartos pequeños y sin ventanas. 
—Detective Bosch. No lo esperaba hasta la semana que viene. 
Meneé la cabeza. 
—No vendré la semana que viene. 
—¿No quiere ver el espectáculo? ¿No quiere ver la gloria de los justos? 
—No es para mí. Antes, cuando usaban el gas, tal vez hubiera valido la 
pena verlo. ¿Pero ver cómo le ponen la inyección a un cabrón echado sobre 
una camilla de masaje, y cómo se va después a la Tierra del Nunca Jamás? 
No, voy a ver a los Dodgers que juegan contra los Giants ese día. Ya compré mi 
entrada. 
Seguin se puso de pie y se acercó a las rejas. Recordé las horas que 
habíamos pasado en la sala de interrogatorios, así de próximos. Su cuerpo se 
había deteriorado, pero no sus ojos. No habían cambiado. Esos ojos eran la 
rúbrica de todo el mal que había conocido en mi vida. 
—¿Entonces qué lo ha traído a verme hoy, detective? 
Me sonrió mostrándome los dientes, que se habían vuelto amarillos, sus 
encías tan grises como los muros. En ese momento supe que mi viaje había 
sido un error. Supe que no me daría lo que deseaba, que no me dejaría en paz. 
 
 
Dos horas después de que pusimos a Seguin en el auto llegaron dos detectives 
del juzgado con una orden de registro firmada para revisar la casa y el auto. 
Como estábamos en la ciudad de Burbank, cumpliendo con la rutina yo había 
notificado de nuestra presencia a las autoridades locales y un equipo de 
detectives de Burbank y dos patrulleros llegaron a la escena. Mientras los 
patrulleros mantenían vigilado a Seguin, el resto de nosotros empezamos el 
registro de la casa. 
Nos separamos. La vivienda no tenía sótano. McCaleb y yo nos ocupamos 
del dormitorio principal y Terry advirtió de inmediato que le habían agregado 
ruedas a las patas de la

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