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Título del original en inglés: 
Psychology and the HumanDilema 
©W.W.Norton & Co.,Inc.
Traducción: Dalila Ares (Capítulos 1-5)
Miguel Wald (Capítulos 6-14)
Diseño de cubierta: Alma Larroca
Segunda edición: julio del 2000, Barcelona
Derechos reservados para todas las ediciones en castellano!
© by Editorial Gedisa, S.A.
Paseo Bonanova, 9 l° - la 
08022 Barcelona, España 
Tel 93 253 09 04 
Fax 93 253 09 05
Correo electrónico: gedisa@gedisa.com 
nttp://www. gedisa.com
ISBN: 84-7432-670-2 
Depósito legal: B. 16279-2000
Impreso por: Carvigraf 
Hot, 31- Barcelona
mpreso en España 
Drinted in Spain
Jueda prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio de impresión, en 
orma idéntica, extractada o modificada, en castellano o en cualquier otro idioma.
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mailto:gedisa@gedisa.com
INDICE
Prefacio...................................................................................................................... 9
EL DILEMA DEL HOMBRE................................................................................ 15
1. ¿Qué es el dilema del hom bre?......................................................................... 17
PRIMERA PARTE: NUESTRA SITUACIÓN CONTEMPORÁNEA.......... 35
2. La pérdida de significación del hombre moderno.......................................... 37
3. La identidad personal en un mundo anónimo................................................. 50
SEGUNDA PARTE: ORÍGENES DE LA AN SIED A D ................................... 63
4. Raíces históricas de las teorías modernas, sobre la ansiedad........................ 65
5. La ansiedad y los valores..................................................................................... 80
TERCERA PARTE: LA PSICOTERAPIA........................................................... 91
6. El contexto de la psicoterapia............................................................................. 93
7. Un enfoque fenomenológico de la psicoterapia.......................................... 113
8. La terapia existencial y la escena norteamericana.......................................... 127
9. Jean-Paul Sartre y el psicoanálisis.................................................................... 136
10. Los peligros de la relación entre el existencialismo y la psicoterapia . . . 144
CUARTA PARTE: LIBERTAD Y RESPONSABILIDAD................................. 153
11. El hombre que fue enjaulado........................................................................... 154
12. Nuevo examen de la libertad y la responsabilidad...................................... 160
13. Interrogantes para una ciencia del hombre.................................................... 172
14. Las responsabilidades sociales de los psicólogos........................................ 188
Nota sobre los capítulos de este libro........................................................... 207
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PREFACIO
Estos ensayos tienen un tema en común. Un tema que surge de la gran 
variedad y riqueza de la naturaleza humana por una parte, y de su monoto­
nía y mezquindad por la otra. Surge asimismo del contraste entre la genero­
sidad de que somos capaces los seres humanos y la suprema crueldad que 
también podemos albergar. Exhibimos una admirable capacidad para el 
razonamiento pero éste se halla en permanente conflicto con nuestra con­
ducta aterradoramente irracional. Un día nos sentimos felices y capaces de 
criar, y al siguiente advertimos que nuestra propensión a la desesperación y 
la autoderrota no ha disminuido en lo más mínimo.
La propia amplitud de este espectro introduce, en mi opinión, ciertas 
características distintivas en la conciencia humana. Algunas aparecen en 
este libro bajo la denominación de “dilema”. Desde hace ya largo tiempo 
estoy convencido de que la totalidad de la experiencia humana, especial­
mente la que se muestra en estas polaridades, debe ser tema de estudio de la 
psicología, si esta disciplina ha de merecer el título de “ciencia de los seres 
humanos”.1
La palabra “dilema no aparece aquí en su sentido técnico. No la uso 
para referirme a un problema insoluble, a “estar entre la espada y la pared”, 
en una situación en la que si no terminamos atravesados por una, nos aplas­
ta la otra. La uso más bien para referirme a aquellas polaridades y paradojas 
ineludiblemente humanas. Sin duda alguna, los dilemas pueden dar por 
resultado estancamientos, obstrucciones, y el sobredesarrollo frenético de 
un extremo para escapar del otro. De ahí la cantidad de problemas y pertur­
baciones que hacen que la gente concurra a nuestras clínicas y a nuestros 
consultorios psicoterapéuticos. Pero esta polaridad es también el origen de 
la energía y la capacidad creadora del hombre. Gracias a la confrontación
1 Algunos de estos ensayos fueron escritos antes de que comenzáramos a comprender que 
“hombre” no abraza a “mujer”, cambiando levemente la frase de Churchill. Mi estilo actual ha 
variado en ese aspecto. Lamento, sin embargo, que debido a las exigencias de la publicación no 
me fuera posible carmbiar el texto del libro a este respecto.
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constructiva de tensiones producida por estas paradojas, los seres humanos 
erigimos culturas y civilizaciones.
Ya que este libro aborda fundamentalmente las responsabilidades de los 
psicólogos en relación con la cultura moderna, bien puede plantearse la 
siguiente pregunta: “¿De qué manera los psicólogos han estado cumpliendo 
con estas responsabilidades?”. No hay manera de evitar una respuesta ambi­
gua.
Hace unas semanas me visitaron dos personas provenientes de 
Inglaterra. Estaban entrevistando a los psicólogos y psiquiatras de los 
Estados Unidos a fin de grabar un programa para la British Broadcasting 
Company sobre las nuevas formas de terapia que se emplean en el país. En 
el transcurso de la entrevista me preguntaron: “¿Los psicólogos no son res­
ponsables, hasta cierto punto, de la inquietud y de los males espirituales que 
aquejan hoy a la sociedad occidental?”.
“No”, respondí, “nuestra responsabilidad no es mayor que la de los 
artistas por el estado de confusión del arte, o la de los economistas por la 
caída del mercado bursátil o por la depresión económica general del país. 
Ningún grupo profesional puede aceptar la culpa por las exigencias de la 
historia.”
Pero también comprendía, y así lo dije, que existen otros aspectos de la 
cuestión de los que no nos podemos desprender tan fácilmente. Los psicó­
logos han explotado la inquietud y los males espirituales de nuestra época! 
Han sacado provecho de la tremenda necesidad que tienen los ciudadanos dé 
nuestro tiempo de entender qué es la salud mental y de autoconocerse. Nc| 
nos engañemos creyendo que el enorme crecimiento de la profesión en este 
siglo (la cantidad de asociados a la American Psychological Association 
pasó de 387 en 1918 a más de 46.000 en 1978) se debió al brillo de nuestra 
labor. La causa fue más bien los intensos problemas interiores que experi­
menta la gente en una época como ésta, cuando una era está muriendo y la 
siguiente no ha nacido aún. Nuestro crecimiento es un síntoma de las gran­
des necesidades de la época.
En lugar de conformarnos con la seguridad que brinda este crecimientq 
fenomenal, preguntémonos más bien si este crecimiento no implica riesgos 
considerables. Nuestros colegas médicos podrían respondernos categórica­
mente que esta aceptación pública en realidad es muy peligrosa, como lo 
voy a demostrar mediante un ejemplo tomado de nuestra propia historia.
A comienzos y mediados de la década de 1950, el pequeño grupo de 
psicólogos que trabajábamos como terapeutas en el estado de Nueva York 
trabamos batalla en la legislatura estatal contra el poder abrumador de la 
American Medical Association. Durante cada período legislativo teníamos
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que hacer frente a la presentación de un proyecto de ley que convertía a la 
psicoterapia en una especialidadmédica. Esto nos colocaba ante el riesgo de 
una inmediata extinción de nuestra profesión y nos forzó a luchar por nues­
tra supervivencia. Desde mi posición como presidente del Joint Council of 
Psychologists un año y como presidente de la New York State Psychological 
Association al siguiente, estuve en el centro de la batalla y pude vivir desde 
dentro las emociones de esta lucha. Por sorprendente que parezca, los psi­
cólogos ganamos cada una de las batallas. Y terminamos por ganar la gue­
rra, tanto en ese Estado como en todo el territorio de los Estados Unidos.*
Pero nuestro triunfo se debió en gran parte a algo que no tenía nada que 
ver con nosotros; específicamente, la razón fue la ira y la desconfianza semi- 
conscientes y en estado latente que una parte de los legisladores sentía hacia 
el vasto poder de la AMA. Este poder se había acumulado merced al rol de 
“dios” que el público, por necesidad, había conferido a los médicos y que 
éstos habían aceptado sin medir las consecuencias. Cualquier grupo que 
acepta ser adorado como “dios” por parte del público, y lo explota, termi­
nará siendo acusado de “demonio” (o, mejor dicho, de demoníaco) en pro­
porción directa al grado de adoración previa. Esta ira y esta desconfianza 
han aflorado abiertamente en la conciencia pública como lo revelan la can­
tidad de juicios por negligencia y mal desempeño profesional, tan graves 
que en algunas situaciones han llegado a hacer casi imposible el ejercicio de 
la medicina.
Hace unos veinte años, muchos de nosotros predijimos que habría una 
reacción contra la psicoterapia, y especialmente contra el psicoanálisis, a 
causa de la excesiva fe y confianza depositadas en ellos. Hasta donde sé, esta 
predicción fue desoída; había muchísimos pacientes y el dinero fluía conti­
nuamente, ¿por qué preocuparse entonces? Ahora la reacción está encima de 
nosotros.
Pero temo una reacción aún mayor contra la psicología en su conjunto. 
(El que una parte de la gente se haya volcado hacia ciertos grupos semirre- 
ligiosos en búsqueda de respuestas podría interpretarse ya como un leve sín­
toma de esto). El simple hecho de que personas inteligentes, como mis 
entrevistadores británicos, puedan preguntar si los psicólogos no son res­
ponsables de la intranquilidad de nuestra época constituye en sí un indicio.
La gente busca en la psicología la respuesta a los problemas del amor y 
la ansiedad, la esperanza y la desesperación. ¿Qué reciben como respuesta? 
Ya sea utopías excesivamente simplificadas, o artilugios que cobran la forma
*Esta victoria hizo posible que la terapia a cargo de psicólogos fuese legal tanto en el Esta-
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de tests para todo, o libros técnicos que “resuelven” el problema pronun­
ciando palabras. Se descarta al amor y se lo reemplaza por el sexo, la ansie­
dad es sustituida por la tensión, la esperanza se transforma en ilusión, y la 
desesperación en depresión. No sorprende, por lo tanto, que algunos estu­
diosos serios y profundos de nuestra cultura, como Gregory Bateson, crean, 
que no existe una ciencia de la psicología y que, para empezar, la disciplina 
en su conjunto fue un error.
0 que el premio Nobel británico P. B. Medawar diga en las reseñas de 
libros sobre “Ciencia y política de los CI” que la psicología es una “ciencia 
artificial”, y enuncie entre los errores de la disciplina que: “...quienes la 
practican tratan de imitar de la manera más escrupulosa posible lo que ellos 
creen -con total desacierto ¡qué pena por ellos! que son los usos y costum­
bres de las ciencias naturales. Entre éstos figuran: a) la creencia en que la> 
medición y la cuantificación son actividades intrínsecamente meritorias (la 
adoración, en realidad, de lo que Errist Gombrich llama idola quantitatis);, 
b) el fárrago totalmente desprestigiado del inductivismo, en especial la ere-; 
encia de que los hechos son anteriores a las ideas...” 2
Tomemos el problema de la androginia. Quienes están buscando since­
ramente la clarificación de este problema tropiezan con los artilugios de 
tests destinados a determinar si son más “masculinos” o “femeninos” , y la 
realidad del problema, es decir, el desarrollo de ternura en los hombres y de- 
agresividad en las mujeres, sencillamente termina por diluirse. En ningún 
momento se enfrentan los problemas reales. Se los reprime bajo la técnica 
de abstraer el propio yo de la situación por medio de estos tests “ objetiva- 
dores”. Así, las personas a quienes se administran estos tests descubren con 
posterioridad que se las ha llevado hacia una senda florida, atractiva en prin­
cipio pero peligrosa a la larga, y que en el proceso han sacrificado su propia 
conciencia.
do de Nueva York como en toda la nación. En el transcurso de esta guerra, que duró tres años, 
organizamos, con la colaboración de Lawrence Frank, Frederick Alien, Cari Binger, Lawrence 
Kubie y otros esclarecidos ciudadanos y psiquíatras, una conferencia sobre Asesoramiento y 
Terapia en la Academia de Ciencias de Nueva York, invitamos a esta conferencia a cinco de las 
profesiones asistenciales: la psiquiatría, la psicología, la asistencia social, la educación y el clero. 
Mediante paneles estudiamos durante un año las exigencias de capacitación, experiencia y otros 
aspectos relevantes de la preparación necesaria para el trabajo terapéutico en cada una de estas 
profesiones, Los resultados de esta conferencia se publicaron con posterioridad en los Anales de 
la Academia de Ciencias de Nueva York, Cuando las legislaturas de otros Estados tuvieron que tra­
tar proyectos de ley similares, que restringían la práctica de la psicoterapia a los profesionales 
médicos, con mucha frecuencia los procuradores generales de esos Estados se remitieron a los 
Anales de la Academia de Ciencias de Nueva York. Hasta donde sé, todos ellos se pronunciaron a 
favor de los psicólogos.
1 The New York Review, febrero 3, 1977, pág. 13. • • *“"«■ ̂ '
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O bien tomemos el discurso pronunciado por Ralph Nader ante la con­
vención de la American Psychological Association celebrada en Washington 
en 1976. Durante una hora, Nader atacó al muy poderoso e influyente 
Educational Testing Service de Princeton sobre la base de sus tests para el 
ingreso en establecimientos de enseñanza superior. Nader sostuvo que los 
tests carecían de exactitud y perjudicaban seriamente a los potenciales estu­
diantes terciarios al declararlos no aptos. Fue un discurso importante que 
debió de haber generado un serio examen de conciencia en quienes elaboran 
esos tests. ¡Qué desalentador resultó, por lo tanto, ver en el APA Monitor 
una detallada defensa, larga y tediosa, de todo el sistema por parte de los 
bien resguardados directores del ETS! Esta defensa, en mi opinión, demos­
tró que no entendieron cuál era el meollo del problema.
Sostengo en este libro que una de las principales razones de la situación 
ambigua y difícil en la que nos encontramos los psicólogos es que hemos 
evitado permanentemente la' confrontación con el dilema del hombre. A 
causa de nuestra tendencia a la reducción, aparentemente omnipresente, 
omitimos aspectos esenciales del funcionamiento humano. Y terminamos 
sin la “persona a la que le ocurren estas cosas”. Nos quedamos sólo con las 
“cosas” que pasan, suspendidas en medio del aire. El pobre ser humano des­
aparece en el proceso.
A modo de ejemplo, es necesario que confrontemos nuestra propia 
dimensión histórica y la de los seres humanos que estudiamos, así como la 
historia de la cultura en la que vivimos y nos movemos y existimos. Es la 
incapacidad de ver las cosas en su dimensión histórica la que nos ha vuelto 
ciegos a los peligros de nuestro fenomenal crecimiento.
Precisamos, además, confrontar la literatura, especialmente la literatu­
ra clásica. Las obras clásicas son tales porque han expresado algunos aspec­
tos invariables de la experiencia humana, coadyuvando a las necesidades de 
los seres humanos cuando fueron escritas y a las de las diferentes épocas yculturas desde entonces. Porque la literatura es la autointerpretación de los 
seres humanos a lo largo de la historia.
La literatura lleva implícitos otros dos asuntos que debemos enfrentar: 
nos referimos a los símbolos y los mitos perdurables. Ambos comunican, de 
una manera que zanja las diferencias entre distintas épocas y culturas, la 
esencia de lo que significa ser humano. Los símbolos y los mitos constitu­
yen la estructura inmaterial que es la base de nuestra cultura, y son los sím­
bolos y los mitos los que sufren en una época de perturbaciones como la 
nuestra. Hablan directamente del dilema del hombre. ¿Cómo podemos aten­
der a los males que aquejan a los seres humanos si somos extraños a su len­
guaje más profundo?
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Ninguno de nosotros sabe si alguna vez podremos hacer de la discipli­
na psicológica una “ciencia de los seres humanos”. Pero si enfrentamos el 
dilema del hombre, al menos estaremos ocupándonos, de seres humanos y 
no de unas criaturas truncadas y absurdas reducidas a partes aisladas, y sin 
centro, alguno, partes que podemos poner a prueba ya que se ajustan a nues­
tras máquinas. Claro que esto, supone renunciar a nuestra propia necesidad, 
de poder y poner en claro nuestra necesidad de control. Sólo entonces, 
podremos, albergar alguna esperanza de que nuestra obra perdure.
Ojalá este libro contribuya a tal fin.
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El dilema del hombre
...Licón afirma en el juicio (a Sócrates); “No hay 
fe que soporte ser sometida a examen; un árbol 
no puede vivir si se exponen sus raíces a la vista”.
Sin embargo, la libertad sólo puede existir 
cuando la vida es sometida a examen constante y 
donde no hay censores que les digan a los hom­
bres hasta dónde Pueden llegar con sus investiga- 
cones. La vida humana vive en esta paradoja y 
entre la espada y la pared. El examen es la vida y 
el examen es la muerte. Es ambas y es la exten­
sión que existe entre ellas.
M a x w e l l A n d e r s o n , “Notes on Socrates”, 
en la sección drama del New York Times, 
28 de octubre , 1951.
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1
¿QUÉ ES EL DILEMA DEL HOMBRE?
Sin embargo no se, debería considerar desdeñosa­
mente lo paradójico; la paradoja es el origen de la 
pasión del pensador, y un pensador sin paradoja es 
como un amante sin sentimiento: un despreciable 
mediocre.
K ie r k e g a a r d , Fragments, pág. 29.
De vez en cuando tengo una curiosa fantasía. Se trata de algo más o 
menos así.
Un psicólogo -uno cualquiera, o todos nosotros- llega a las puertas del 
cielo al final de una vida larga y fructífera. Es conducido ante San Pedro para 
la habitual rendición de cuentas. Imponente, San Pedro, tranquilamente sen­
tado ante su escritorio, semeja en su aspecto al Moisés de Miguel Ángel. Un 
asistente angélico, vestido de chaqueta blanca, deja caer sobre el escritorio un 
sobre de papel madera que San Pedro abre y examina frunciendo el entrece­
jo. A pesar del terrible semblante del juez, el psicólogo aprieta su portafolio 
y avanza con encomiable coraje.
Pero el entrecejo de San Pedro se frunce aún más. Tamborilea los dedos 
sobre el escritorio y gruñe unos “ejem, ejem” nada aclaratorios mientras 
clava en el candidato sus ojos mosaicos.
El silencio es desconcertante. Finalmente el psicólogo abre su portafo­
lio y exclama: “¡Aquí están! Las reimpresiones de mis ciento treinta y dos 
trabajos”. t
San Pedro sacude lentamente la cabeza.
Hurgando en las profundidades del portafolio el psicólogo ofrece: 
“Permítame presentarle las medallas que recibí por mi hazaña científica”.
El ceño de San Pedro no disminuye mientras continúa en silencio, con 
la vista clavada en el rostro del psicólogo.
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Por fin, San Pedro habla: “Me doy cuenta, buen hombre, de lo trabaja­
dor que fue. No se lo acusa de pereza. Tampoco de conducta anticientífica”. 
Calla de nuevo y su expresión se vuelve aún más sombría. El psicólogo com­
prende que mucho antes de que la confesión pasara a realizarse en el diván 
del psicoanalista, era sumamente estimada en estas mismas partes.
“Bueno, es cierto”, admite con una exquisita muestra de sinceridad, 
“deformé un poco los datos en mi trabajo de tesis”.
Pero San Pedro no se aplaca. “No”, dice, sacando el formulario 1 -A del 
ex-pediente, “no es inmoralidad lo que aparece en este documento. Usted es 
tan ético como cualquier otro. Tampoco lo estoy acusando de ser conductis- 
ta o místico o funcionalista o existencialista o rogeriano. Esos son sólo peca­
dos veniales.”
Después de dar un resonante golpe sobre el escritorio con la palma de 
la mano, San Pedro exclama en un tono similar al de Moisés dando las nue­
vas de los diez mandamientos: “ ¡Se lo acusa de nimis simplicando!”
“Se ha pasado la vida convirtiendo las montañas en montículos: de eso es 
culpable. Cuando en el hombre había un sentimiento trágico usted lo conver­
tía en trivial. Cuando había en él picardía, usted lo llamaba fruslería. Cuando 
sufría pasivamente, lo describía como bobo; y cuando él juntaba el coraje 
necesario para actuar, usted denominaba al hecho estimulo y respuesta. El 
hombre experimenta pasión, y usted, cuando dictaba pomposamente su clase, 
la llamaba “satisfacción de las necesidades básicas”, y cuando estaba tranqui­
lo y contemplaba a su secretaria la llamaba “liberación de tensiones”. Usted 
hizo al hombre a imagen y semejanza de sus ideas sexuales o de las máximas 
de su infancia de la escuela dominical: ambas igualmente horrendas.”
“En suma, ¡lo enviamos a la tierra para que estuviera 72 años en un 
circo dantesco y usted se pasó día y noche en espectáculos secundarios! 
¡Nimis simplicando!' Cómo se declara, ¿culpable o inocente?”
“¡Oh, culpable, su celestial señoría”, tartamudea el psicólogo. “O mejor 
dicho, inocente. Porque yo estaba tratando de estudiar cómo se comportaba 
el hombre, ¿acaso no es ese el fin de la psicología? Y su propio Libro Santo 
dice que el hombre es un gusano, y que no hay salud en él. Por lo tanto, ¿no 
estaba cumpliendo con la tarea que se esperaba de mí?”
San Pedro barre el formulario 1 -A del escritorio con el antebrazo y se 
inclina sobre el rostro del psicólogo: “ ¡Usted ni siquiera vio al hombre que 
estaba estudiando! ¿Se cree que yo no sé que a veces es un gusano? Pero ese 
gusano también se yergue y pone una piedra sobre otra para construir el
* Los eruditos en latín me han informado que nimis significa “excesivo” y simplicandum, 
“simplificar”. O sea, simplificar en exceso.
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Partenón. Y ese hombre una noche se detuvo en el desierto junto al Nilo y 
observó las estrellas y se maravilló. Y cuando las estrellas se desvanecieron 
del firmamento volvió a su cueva en la colina y estudió las patas del ibis pin­
tadas en sus piezas de alfarería. Y sacó un trozo de madera chamuscada del 
fuego y trazó un triángulo sobre la pared, y creó las matemáticas. Y así se 
enseñó a determinar las órbitas de la estrellas y aprendió a sembrar sus gra­
nos de acuerdo con las crecientes y las bajantes del Nilo. ¿ Un gusano hace 
eso? Usted se olvidó de todo esto, ¿no es verdad?”
El psicólogo retrocede. “Su señoría, ¡sólo trataba de dejar al hombre 
expresarse por sí mismo!” n
“Oh, usted lo hacía, ¿no es así? Y ¿qué hay respecto de esos experi­
mentos?” San Pedro señala con un gesto el portafolio todavía abierto. 
“Anoche cuando supe que venía leí sus trabajos en un microfilme celestial. 
¿Qué pasa con aquellos experimentos en los que la gracia consistía en enga­
ñar al sujeto? Presione esta palanca y así hará sufrir al tipo que está al otro 
lado del vidrio.’ Y usted hacía que el hombre que iba a servir de señuelo fin­
giera muecas de dolor y siguiera el juego. ‘¿Cuál de las líneas es la más 
larga? A ver toda la clase’. ‘Oh, la más corta es la más larga.’ Y usted, 
Sujeto-cabeza-de-turco, ¿sigue sosteniendo estúpidamente en contra de toda 
la clase que la línea más larga es la más larga?”
San Pedro suspira y se recompone. “Le confieso que es la únicacosa 
que nunca pude entender de ustedes los psicólogos. Una vez que obtienen el 
doctorado suponen que pueden embaucar a los demás seres humanos todo el 
tiempo. No podrían ni engañar a su perro de esa manera: él se daría cuenta 
del engaño de inmediato.”
El intento de defensa por parte del psicólogo, “pero todos los sujetos 
participaban voluntariamente en el experimento...” termina ahogado por el 
tono estentóreo de San Pedro: “Oh, no crea que no lo sé. El animal humano 
posee una enorme capacidad para fingir que lo embaucan, y no permite que 
nadie, ni siquiera él mismo, se dé cuenta de que está fingiendo. Pero es usted 
de quien yo tenía mejor opinión...” y señala con un largo dedo huesudo al 
psicólogo. “Usted pensaba que todo el mundo podía ser engañado. Todos, 
excepto usted. Siempre supuso que usted, el burlador, ¡jamás seria burlado! 
No es una teoría muy coherente, ¿no lo cree?”
San Pedro suspira. El psicólogo abre la boca, pero San Pedro levanta 
una mano, “ ¡Por favor! No me venga con su bien practicada chachara. Hace 
falta algo nuevo.... algo nuevo.” Y vuelve a sentarse, meditando...
A esta altura, yo también estoy meditando. La fantasía tiene muchos 
finales: tantos como el humor de uno en un determinado momento. Pero
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cualquiera sea el final, y haciendo abstracción de cómo nos pueda ir a cual­
quiera de nosotros cuando tengamos que rendir cuentas a la entrada del 
cielo, ¿no debemos preguntarnos si San Pedro no ha pescado la importancia 
de algo, como se dice vulgarmente?
Este libro comienza así con una nota de irreverencia. Y me temo que 
debo advertir al lector que este capítulo, por lo menos, continuará en el 
mismo tono. Porque en la psicología la mayor parte del tiempo ¿no hemos 
pasado por alto, cuando no suprimido lisa y llanamente, consideraciones de 
importancia básica en la experiencia humana? Me propongo citar algunas 
de estas consideraciones que me vienen a la mente y que se agrupan alrede­
dor de lo que llamaré aquí el “dilema del hombre”.
¿Qué es el dilema del hombre? Permítanme ejemplificarlo de la mane­
ra más rudimentaria, y aunque estaré simplificando, espero no estar incu­
rriendo en nimis simplicandum.
Estoy aquí, sentado ante mi máquina de escribir, escribiendo uno de los 
capítulos que siguen. Mientras lo hago, tengo la vivencia de mí mismo como 
un hombre que debe terminar un capitulo, que se ha puesto una fecha lími­
te, que tiene pacientes que vendrán a la tarde y que se tiene que preparar para 
recibirlos a partir de las dos en punto, y que además debe tomar algún medi­
camento para evitar un resfrío en cierne. Echo un vistazo al reloj y cuento 
rápidamente la cantidad de páginas que he completado hasta el momento. 
Mientras escribo me asalta un pensamierto turbador: “A mi colega, el profe­
sor Fulano de Tal, no le va a gustar este punto; ¿quizá debiera hacer menos 
clara mi idea, hacerla sonar más profunda y no tan fácil de atacar?” 
Noblemente rechazo tan indigna tentación; pero sí voy a apuntalar las defen­
sas de mi razomiento; después me aparto de estos pensamientos intrusos y 
vuelvo a mi máquina de escribir.
Ahora bien, en el estado que acabo de describir, me estoy contemplan­
do y tratando como un objeto, un hombre, que ha de ser controlado y diri­
gido a fin de que ejecute con la mayor eficacia posible la tarea que tiene 
entre manos. Advierta que mis oraciones se articulan mediante verbos como 
tener que, deber, poner una fecha límite. Y las preguntas que me formulo a 
mí mismo son algunas variantes de: ¿Cuál es la mejor manera de hacer esto? 
¿y la técnica más eficaz? El tiempo es exterior, lo establecen el calendario 
y el reloj. Me trato a mi mismo como alguien que debe “encajar en”; estoy 
satisfecho en ese momento de ser una criatura de hábito sin mucha libertad 
de acción en su conducta; y mi objetivo es disminuir aún más esta libertad 
de acción, controlar mi conducta de manera más rigurosa para terminar así 
más pronto mi capitulo.
Pero mientras continúo escribiendo me encuentro repentinamente 
atrapado por una idea interesante. Ah, aquí hay algo que ha estado revolote­
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ando durante años por la periferia de mi conciencia: ¡qué perspectiva atra­
yente la de elaborarlo ahora mismo, darle forma y ver a dónde conduce! 
Miro por la ventana durante un rato, meditando, y sigo escribiendo después, 
casi sin darme cuenta del paso del tiempo. Me encuentro pensando: 
"¡Estupendo! Esta idea le da sentido a todo el razonamiento: quiero ponerla 
aquí, así que voy a volver a armar todo el capitulo.” Y experimento la sen­
sación estimulante de que esto-será-valioso: vale la pena que alguien lo lea. 
Ahora, cuando me asalta el pensamiento de que “al colega Fulano de Tal no 
le va a gustar”, casi ni me detengo a responder, “que se vaya al diablo, si no 
le gusta peor para él, yo quiero escribirlo lo mismo”. Prosigo escribiendo a 
máquina y de pronto, cuando parece que sólo ha pasado un instante, me doy 
cuenta de que son las doce y media, ha transcurrido media hora desde el 
momento en que había planeado terminar.
En este segundo estado -cuya descripción sin duda revela mi propio 
prejuicio- no me estoy contemplando como objeto sino como sujeto. M is 
oraciones se articulan ahora mediante verbos como querer, desear, sentir, en 
lugar de tener y deber. En el primer estado era el objeto del tiempo; en este 
segundo, soy el sujeto, Ya no soy un “esclavo del tiempo”, pero esto no sig-, 
nifica que el reloj y el calendario hayan perdido toda significación. El tiem-> 
po se abre ante m í para que lo use como prefiera. En la primera instancia 
me había colocado en un estado determinista; en la segunda, el acento radi­
ca en mi libertad de acción, mi margen de libertad para elegir y moldear mi 
conducta a medida que avanzo. La meta del primer estado es la conducta efi­
ciente, el significado de lo que estoy haciendo es, en su mayor parte, extrín­
seco a mis acciones. El segundo estado pone el acento sobre la vivencia y la* 
selección de cosas de significado intrínseco, Una vez más los verbos resul­
tan ilustrativos: en el primer estado, tener que, deber y establecer están rela­
cionados con la conducta al servicio de un valor externo, que yo he acepta­
do al menos en parte: terminar el capítulo. En el segundo, querer, desear, 
sentir, son verbos que tienen que ver con un acto de valoración interno.
El dilema del hombre es el que se origina en la capacidad de éste para 
sentirse como sujeto y objeto al mismo tiempo. Ambos son necesarios, para 
la ciencia de la psicología, para la psicoterapia y para una vida gratificante.
En psicoterapia a cada momento surgen ejemplos de este dilema. Puedo 
considerar a mi paciente en función de categorías diagnósticas, como un 
organismo que se adapta en mayor o menor grado a tal o cual pauta. Sé, por 
ejemplo, que las micciones frecuentes están a menudo relacionadas con pau­
tas de competencia entre los individuos de nuestra cultura. Este enfoque 
toma al paciente como objeto, y desde un aspecto es totalmente legitimo. 
Pero en ese momento yo no puedo identificarme con el paciente, experi­
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mentar lo que él está experimentando. En rigor, en la medida en que lo veo 
como objeto, no puedo entender las oraciones que formula cuando habla. 
Hace falta cierta capacidad para participar en una empatia subjetiva incluso 
para entender el lenguaje de otro, como lo demostraré más adelante. (Esto 
explica que sea tan difícil, a veces casi imposible, entender a alguien a quien 
odiamos.) Otro ejemplo al respecto se presenta en la consulta con un pacien­
te limítrofe. En esta circunstancia, debo considerar si requiere o no hospita­
lización, y en el caso de una respuesta afirmativa, cuál es el mejor método, 
etcétera, pero en ese momento yo me mantengo afuera y no estoy haciendo 
terapia.
Si he de hacer psicoterapia con él, no me deben preocupar la extravan- 
gancia y falta de sentido de sus expresiones, sino cuál es el significado ocul­
to de sus símbolos.Si afirma que dos por dos es igual a cinco, no debo pre­
guntarme qué tipo de psicosis indica esto, sino ¿puedo decubrir qué signifi­
cado tiene para él hacer esta afirmación? Sólo entonces se le ayudará final­
mente a abandonarla.
Un psicoterapeuta colega mío señala que él alterna, como en un partido 
de tenis, entre ver al paciente como objeto -cuando piensa en pautas, diná­
mica, prueba de la realidad y otros aspectos de los principios generales que 
se relacionan con su conducta- y como sujeto, cuando siente empatia hacia 
el sufrimiento del paciente y ve el mundo a través de sus ojos.
Lo mismo vale para nuestra vida diaria. Si trato de actuar como “suje­
to puro”, libre y sin las trabas que imponen las exigencias limitadas de las 
señales de tránsito y los principios mecánicos que determinan con qué velo­
cidad mi automóvil puede superar una curva, por supuesto sufriré algún que­
branto, que por lo general no será ni tan noble ni tan dramático como el de 
ícaro. Si por el contrario me dispongo a considerarme como un “objeto 
puro”, totalmente determinado y manipulable, me convierto en alguien 
impulsado, agostado, no afectado por sus experiencias y sin relación con 
ellas. Y entonces mi cuerpo me empuja a recordar que no soy un objeto 
mecánico derribándome con una gripe o un ataque al corazón. Es bastante 
curioso que estas dos alternativas -se r “puramente libre” o “puramente 
determinado”- equivalgan a una actitud similar de jugar a ser Dios en lo que 
se refiere a que nos negamos arrogantemente a aceptar el dilema que es 
nuestro destino y nuestra gran potencialidad como seres humanos.
Ahora bien, para precisar nuestra definición: no estamos describiendo 
simplemente dos formas sustitutivas de conducta. Ni tampoco es del todo 
exacto hablar de ser sujeto y objeto simultáneamente. El detalle importante 
es que nuestra conciencia es un proceso de oscilación entre ambos. De 
hecho, ¿la conciencia no consiste precisamente en esta relación dialéctica
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entre sentirme a mí mismo como sujeto y como objeto? El proceso de osci­
lación me confiere potencialidad: puedo elegir entre los dos, puedo inclinar 
mi peso hacia un lado o hacia el otro. De cualquier modo, podemos alternar 
el ocuparnos de otra persona -po r ejemplo, un paciente en terapia- con el 
hecho de ocuparnos de nosotros mismos; lo importante es la brecha entre los 
dos modos de responder. Mi libertad, en su sentido genuino, no radica en mi 
capacidad de vivir como “sujeto puro”, sino más bien en mi capacidad de 
experimentar ambos modos, de vivir en la relación dialéctica. 1
Ya que cierta cantidad de autores, incluyéndome a mi, ya han tratado de 
describir esta capacidad con mayor detalle, no entraré aquí en sus inferen-* 
cias infinitamente vastas. Agregaré tan sólo que esta solución de continuidad 
entre sujeto y objeto sustenta nuestra experiencia del tiempo e indica por qué 
razón el tiempo es una dimensión tan importante para los seres humanos. Es 
la experiencia de una distancia entre el sujeto y el objeto, un vacío creativo 
que debe ser tenido en cuenta y llenado. Hacemos esto mediante el tiempo; 
decimos: “hoy” estoy aquí; “mañana” estaré allá. Por el mismo motivo, el 
hecho de experimentar esta relación dialéctica entre sujeto y objeto ha dado 
lugar al surgimiento y evolución del lenguaje humano, las matemáticas y 
otras formas de simbolización. La relación entre el lenguaje y nuestra expe­
riencia del tiempo es, por lo tanto, de sumo interés: el lenguaje se vuelve 
posible gracias a nuestra capacidad para “conservar” el tiempo: experiment 
tamos una laguna respecto de la cual debemos hacer algo. El lenguaje nos 
da también poder sobre el tiempo: hablamos de “hoy” y “mañana”; planea­
mos nuestras vidas para la semana “próxima” y el año “que viene”. E inclu­
so podemos dar ese asombroso paso final de la conciencia de un sujeto que 
sabe que es también objeto: anticipar en tiempo futuro nuestra propia muer­
te, es decir, “Yo sé que en algún momento del futuro dejaré de existir”.
Este dilema estaba indeleblemente impreso en mi mente cuando hace 
doce años sostuve una conversación con el físico Werner Heisenberg. Los 
dos teníamos por delante un viaje de varias horas en automóvil para asistir 
a una conferencia, así que aproveché la oportunidad para pedirle que me 
explicara su principio de indeterminación.
1 Es en esta brecha donde aparece la forma de angustia que es típicamente humana: la angus­
tia que es el “vértigo de la libertad”, como dice Kierkegaard. El neurótico trata de evitar la angus­
tia abandonándose a una libertad irresponsable o mediante la actitud opuesta de controlar de 
manera obsesiva hasta la más mínima acción. Pero ninguna de las dos actitudes da resultado. La 
persona sana es la que elige dentro de la brecha. Cuando se pone a pintar un cuadro, por ejemplo, 
se libera a si misma para dejar que entren en acción su visión, sus fantasías, sus impulsos irracio­
nales. Cuando estudia para un examen final, por el contrario, adopta una modalidad bien contro­
lada, objetiva y dirigida externamente.
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Hombre muy cordial, me complació. En el transcurso de su explicación 
hizo hincapié en su convencimiento de que nuestra visión clásica y hereda­
da de la naturaleza como un objeto que está “allá afuera” es sólo una ilusión, 
el sujeto es siempre parte de la fórmula el hombre que contempla la natura­
leza debe figurar también, como el experimentador en sus experimentos y el 
artista en el paisaje que pinta. Esta polaridad sujeto-objeto, me señaló, era 
lo que él y Niels Bohr denominaban el “principio de complementariedad”. 
En este punto hizo una digresión: “Por supuesto, ustedes los psicólogos en 
su disciplina han sabido esto siempre”. Sonreí para mí mismo, no querien­
do interrumpir su exposición; pero experimenté la incómoda sensación de 
que la relación inseparable entre el sujeto y el objeto que Heisenberg estaba 
describiendo, era exactamente lo que gran parte de la psicología contempo­
ránea estaba tratando de evitar tenazmente. 2 ¡
Nuestro dilema ha sido expresado de manera diversa por biólogos, filó* 
sofos, teólogos y artistas. Aun cuando el lenguaje de algunos de los que cita­
ré ahora no sea ciertamente psicológico, representa, no obstante, una for­
mulación seria de los fenómenos que la psicología debe tener en cuenta y a 
los que en cierto modo debe adaptarse. Kurt Goldstein, sobre la base de sus 
estudios neurobiológicos, describió este fenómeno como la capacidad del 
hombre para trascender la situación inmediata y concreta de la cual fatal­
mente forma parte y para pensar en términos abstractos, es decir, para pen­
sar en función de “lo posible”. Goldstein sostenía, como muchos investiga­
dores en este campo, que esta capacidad es lo que distingue al hombre de los 
animales y de la naturaleza inanimada en la escala evolutiva.
2 Una alentadora excepción es la investigación desarrollada por Robert Rosenthal en Harvard 
sobre el “prejuicio del experimentador” en psicología. Rosenthal reclutó tres grupos de estudian­
tes avanzados para que participaran en un experimento con ratas que debían recorrer un laberin­
to. Informó al primer grupo de estudiantes que las ratas que les había dado eran muy inteligentes, 
al segundo grupo no le dijo nada sobre los animales, y al tercero le advirtió que sus sujetos eran 
ratas especialmente opacas. En realidad todas las ratas eran “ingenuas”, en el sentido que todas 
tenían la misma capacidad (o carecían de ella). Sin embargo, las ratas del primer grupo se des­
empeñaron significativamente mejor en el laberinto y las del tercer grupo (las supuestamente opa­
cas) fueron las que peor lo hicieron, con un mal desempeño realmente llamativo. Rosenthal y sus 
colegas han repetido este experimento con muchas variantes incluyendo pruebas con sujetos 
humanos. No hay duda de que el “prejuicio”, o la expectativa, del experimentador si influye en el 
rendimiento de los sujetos, a pesar de que se adoptaron todos los recaudosnecesarios para que los 
distintos experimentadores dieran exactamente las mismas instrucciones a sus sujetos. ¿Cómo se 
comunica la expectativa del experimentador a las ratas y otros sujetos? Al parecer lo más proba­
ble es que sea mediante movimientos corporales. Rosenthal está tratando de determinar ahora 
mediante el estudio de los movmientos de estos experimentadore qué es lo que se comunica. En 
mi opinión también influyen el tono y la inflexión de voz y el lenguaje subliminal infinitamente 
matizado con el cual nos comunicamos sin saber que suele ser significativo.
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Desde un punto de vista filosófico, Paul Tillich describió el dilema 
como la “libertad finita” : el hombre es finito en el sentido de que está suje-* 
lo a la muerte, la enfermedad, las limitaciones de la inteligencia, la percep­
ción, la experiencia y otras fuerzas deterministas ad infmitum. Pero al 
mismo tiempo el hombre tiene la libertad de relacionarse con estas fuerzas: 
puede tener conciencia de ellas, darles significado y seleccionar e inclinar­
se a favor de tal o cual fuerza que actúa sobre él. Reinhold Nieburli, desde 
un punto de vista más teológico, describe el fenómeno como fruto del hecho 
ile que la experiencia humana combina tanto la “naturaleza” como el “espí­
ritu”, y el hombre actúa en estas dos dimensiones de manera simultánea.
Para el biólogo suizo Adolph Portmann lo que caracteriza al hombre es 
su “apertura al mundo”. O sea, si bien por una parte el hombre está unido a 
su medio natural de infinitas maneras, por la otra puede ejercitar libertad de 
movimiento en relación con este medio. Existe aquí una progresión evoluti­
va: los árboles y las plantas poseen poca libertad de movimiento en relación 
con sus medios; los animales, con locomoción y el desarrollo de nuevos sen­
tidos, poseen un alcance mayor de movimiento. Pero el gusano está todavía 
atado al mundo del gusano y el ciervo al ámbito de su bosque, mientras que 
en el hombre aparece una dimensión radicalmente nueva de la apertura al 
mundo. “El libre juego de los miembros”, escribe Portmann, “que brinda al 
lactante humano muchísimas más posibilidades que las que tienen el moni- 
to o el primate recién nacido nos recuerda que nuestro propio estado en el 
momento del nacimiento no es simplemente el de indefensión sino que está 
caracterizado por una libertad significativa.”1 Es gracias al surgimiento de la 
conciencia que el hombre posee esta dimensión radicalmeate nueva de aper­
tura al mundo, la libertad de movimiento en relación con el medio objeti­
vo. Y lo que es de particular importancia para nuestra exposición aqui: la 
capacidad del hombre de estar autoconsciente del hecho de que es libre y 
esclavo a la vez brinda al fenómeno el genuino carácter de un dilema, en el 
que se debe adoptar alguna decisión, aunque sólo sea pegarse a hacerse res­
ponsable de la libertad que implica esta apertura al mundo.
Los artistas, por supuesto, han vivido íntimamente este dilema desde la 
primera vez que un cavernícola asió unas cañas y colores y luchó contra la 
rebeldía de la pintura y las paredes de la cueva y las formas, e intentó hacer
’ Adolph Portmann, Biologische Fragmente zu einer Lehre vom Menschen, Basilea, 1951, 
pág. 30. Agradezco a Emst Schachtuel su útil exposición sobre Portman y también esta cita. Véase 
Ernst Schachtuel, Metamorphosis, Basic Books, Nueva York, 1959, pág. 71. Partiendo de enfo­
ques distintos, otros biólogos alemanes como J. von Uexkiill y V. von Weizsäcker han llegado a 
conclusiones similares a las de Portmann.
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un cuadro que comunicara su experiencia subjetiva del bisonte o del reno. 
Eugene O’Neill califica al dilema como determinismo biológico, al que él 
denomina fuerza o destino, en contraste con la capacidad humana para mol­
dear el determinismo. En 1925 escribía en una carta:
Tengo siempre una conciencia muy aguda de la fuerza y de la eterna tragedia del hom ­
bre en su lucha gloriosa y autodestructiva tendiente a hacer que la fuerza lo exprese 
en vez de ser, com o lo es un animal, un incidente infinitesimal en la expresión de ésta. 
Y sostengo la orgullosa convicción de que es éste el único tema sobre el que vale la 
pena escribir y sobre el que es posible -o puede serlo- desarrollar en el teatro una 
expresión dramática en función de los valores y sím bolos modernos transfigurados, 
capaz hasta cierto punto de hacer que los espectadores actuales se den cuenta cabal 
de su ennoblecedora identidad con las figuras dramáticas que están en la e sc en a .4
U n a C o s a , por cierto, es que Eugene O’Neill y los artistas se enriquez­
can con este dilema, y otra muy distinta introducir el fenómeno en la cien­
cia de la psicología. El dilema que estamos esbozando a grandes rasgos ha 
constituido comprensiblemente una complicación y en cierto aspecto un 
escándalo para la psicología. Empeñado en construir sistemas científicos 
empíricos, el psicólogo se encuentra lanzado de pronto a una caldera de 
autocontradicción. Cuanto más se esfuerza por ser “puramente objetivo” con 
respecto a sus datos y su trabajo, más queda atrapado en la subjetividad, 
aunque lo niegue. Morris R. Cohén formula así este dilema: “A diferencia 
del físico, el psicólogo... investiga procesos que pertenecen al mismo orden 
-percepción, aprendizaje, pensamiento- que aquellos mediante los cuales 
conduce su investigación”.5
La dificultad en la que desemboca la psicología al pasar por alto o tra­
tar de evitar este dilema puede ejemplificarse mediante una carta que recibí 
mientras escribía este capitulo introductorio. La carta, proveniente de cole­
gas pertenecientes a un excelente departamento de psicología de una uni­
versidad, me informa que mi nombre fue seleccionado en un muestreo de los 
miembros de la American Psychological Association. ¿Tendría la amabili­
4 Carta a Arthur Hobson Quinn, citada en Doris v. Falk, Eugene O ’Neil and Tragic Tensión, 
Rutgers University Press, New Brunswick, N.J., 1958, págs 25-26. O’Neil emplea el término 
“autodestructiva”, pero es evidente que quiere decir que al mismo tiempo es la lucha más cons­
tructiva, la lucha por la cual, y sólo por la cual, un ser humano logra su individualidad y confiere 
tanto significado como belleza a su vida.
5 Morris R. Cohén, Reason and Nature, Free Press, Glencoe, Illinois, 1953, pág. 81. En un 
próximo capítulo volveremos a la cuestión de las consecuencias prácticas de esto para la ciencia 
de la psicología.
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dad de participar en su estudio marcando con una tilde la escala incluida en 
una tarjeta adjunta? En cada extremo de la tarjeta aparecía la siguiente pro­
posición:
Estoy junto al ventanal de la nursery de un hospital y miro a los recién nacidos.¡Qué 
diferentes parecen cuando se los mira de cerca! Si uno pudiese conocer las dim ensio­
nes a medir, uno podría ver aquí el com ienzo de estilos individuales que perdurarán 
toda la vida.
La proposición opuesta era:
Estoy junto al ventanal de la nursery de un hospital y miro a los recién nacidos. Sonrío 
cuando me sorprendo observando a uno e imaginando su “personalidad”. Qué tonte­
ría suponer que las dim ensiones del estilo personal que sería plausible poder medir en 
la nursery persistirán a través de la miríada de tropiezos que le esperan al niño, al ado­
lescente, al joven.
Se me pedía que marcara con una tilde si estaba plenamente de acuer­
do con una proposición o con la otra, o en qué punto de la escala entre las 
dos se hallaba mi opinión personal.
Ahora bien, el único problema con una escala de este tipo es que estas 
proposiciones no son opuestas de modo alguno. Uno de mis pacientes que 
fue padre recientemente me contó que el obstetra, al salir de la sala de par­
tos, le señaló: “Ha tenido un bebé largo, va a ser un chico alto”. 
Evidentemente ese padre, y cualquiera de nosotros que mire objetivamente 
a los bebés, sabe que el tamaño físico, el aparato neurológico, y otros ele­
mentos que se dan en ese momentoy pueden ser medidos hasta cierto punto 
tendrán cierta influencia en el estilo del bebé a lo largo de su vida. Pero es 
igualmente evidente, e igualmente lógico, que tanto el padre como cual­
quiera de nosotros que se identifique subjetivamente con uno de los bebés, 
estará preocupado por las experiencias importantes de su futuro ignoto 
(¿guerra atómica? ¿radiación?) que modificarán radicalmente su desarrollo 
y pueden incluso anular la capacidad física original. Las marcas que ponga 
sobre la escala de mis colegas dependen de cuál relación elija tener con los 
recién nacidos en un momento determinado. Si estoy en mi ropa de trabajo 
y dictando mi clase de psicología, tenderé a pensar en la proposición “pre­
decible”, y ¡ay! del estudiante que no se dé cuenta de que debe poner la tilde 
cerca de ese extremo si está tratando de ingresar en la universidad.
Lo que está mal con este test no son los detalles, sino el presupuesto 
básico en su conjunto. Los dos polos no son opuestos, sino dos dimensiones
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en las que pensamos y sentimos todo el tiempo. Me pedían que hiciera abs­
tracción de mi experiencia humana y asumiera un rol; y lo que un test de este 
tipo recoge no son los juicios o la, experiencia de quienes responden, sino los 
roles que asumen.
En esta situación extremadamente difícil y en algunos aspectos insoluble, 
no es sorprendente que aquellos de nosotros que han elegido ser psicólogos, 
experimenten una enorme inseguridad intelectual e incluso una actitud defen­
siva respecto de nuestra ciencia. Considero que no se puede evitar esta inse­
guridad sin violentar nuestro material, es decir, el ser humano. El gran interés 
de la psicologia por la metodología parece relacionarse con esta inseguridad, 
como ocurre con la esperanza -que creo que a la larga debe ser tan ilusoria 
como lo fue para los físicos - de que con sólo poder hallar el método correc­
to, nos libraremos del dilema del hombre. Por esta razón, algunos psicotera- 
peutas propugnan, por ejemplo, no formular la pregunta que nos permita com­
prender mejor a nuestro sujeto humano, sino la que produzca la respuesta 
cuantitativa que mejor se adapte a nuestro método y nuestro sistema.
Ahora bien, por cierto me doy cuenta -si es que puedo decirlo sin pare­
cer demasiado condescendiente - de que la apremiante necesidad de ser 
honestos es uno de los motivos que lleva a los psicólogos a buscar medidas 
cuantitativas, la necesidad de descubrir si en realidad entendemos mejor al 
ser humano y de procurar formulaciones que no dependan de nuestros pro­
pios criterios subjetivos. Me doy cuenta también de que en la actualidad la 
investigación tiene que estar cuidadosamente fundada a fin de poder enseñar 
sus resultados y de que los demás pueden basarse en ellos. El impulso peren­
torio de llegar a la verdad es lo que nos perfecciona a todos nosotros como 
psicólogos, y es parte esencial de la integridad intelectual. Pero exhorto a que 
no permitamos que el impulso a la honestidad nos ponga anteojeras y cerce­
ne el alcance de nuestra visión de modo tal que perdamos de vista justamen­
te lo que comenzamos a entender: el ser humano vivo. Debemos ir más allá 
de la ingenuidad de creer que si podemos tan sólo llegar de algún modo y por 
último a los “hechos empíricos puros” habremos al fin arribado a puerto 
sanos y salvos. El profesor Feigl hace bien al recordarnos que nuestras difi­
cultades no son tan fáciles de superar. “Simplemente sugeriré”, afirma, “que 
el empirismo radical tiene mucho que ver con el deseo de seguridad intelec­
tual, es decir, con el deseo de limitar las propias extrapolaciones al dominio 
en el cual ya han sido concienzudamente puestas a prueba... La fobia a las 
hipótesis ha sido con frecuencia un rasgo de personalidad de los positivistas.”6
6 En un discurso pronunciado ante la convención anual de la American Psychological 
Association. H. Feigl, “The Philosophical Embarrassments o f Psychology”, en American 
Psychologist, 14:125-126, 1959.
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Para demostrar algunos de los problemas e interrogantes que surgen de 
lo que denomino dilema del hombre, deseo hacer referencia, aunque más no 
sea brevemente, a los debates entre los dos psicólogos que son ampliamen­
te conocidos como representantes de los dos extremos de este dilema, B.F. 
Skinner y Cari Rogers.7 A partir de su trabajo sobre el condicionamiento 
operante, el profesor Skinner plantea que el dilema -o “la bifurcación”, 
como él lo llama - se puede evitar mediante la aplicación universal de sus 
concepciones y métodos conductistas. “La bifurcación de la naturaleza en 
propiedades físicas y psíquicas se puede evitar demostrando que el organis­
mo individual simplemente reacciona a su ambiente y no a alguna experien­
cia interna de ese ambiente.”8 En otro momento sostiene la necesidad e 
inevitabilidad del control externo sobre el hombre, y afirma que el “control 
interno” carece de relevancia, y - aunque no sé si tiene en cuenta todo lo que 
implica esta afirmación - que “el control externo y el control interno son la 
misma cosa”.9
Sí, la bifurcación puede omitirse precisamente omitiendo uno de los 
aspectos del dilema, la experiencia subjetiva, y luego -ya que la experiencia 
subjetiva rehúsa ser suprimida- incluyéndola directamente en el “control 
externo”. O al menos uno puede hacer esto en los papeles o en situaciones 
de laboratorio y hospital especialmente controladas. Pero si se me permite 
una pregunta ingenua, basada en lo que hemos demostrado a cada momen­
to en psicoterapia, ¿no es un hecho que la gente reacciona ante una expe­
riencia interna de su medio, ve su medio en función de su experiencia pasa­
da, y lo interpreta sobre la base de sus propios símbolos, esperanzas y temo­
res?
Cuando Skinner sostiene, además, que en la educación “el niño puede 
ser moldeado como el alfarero lo hace con la arcilla”, nuestra respuesta no 
es que esto sea imposible. Da resultado hasta cierto punto y en ciertas situa­
ciones determinadas. Pero este modo de ver ¿no excluye importantes expe­
riencias que volverán para perseguirnos, no deja afuera de la ecuación, por 
ejemplo, motivaciones subjetivas críticas del aprendizaje como aquellas que 
Jerome Bruner llama curiosidad y Robert White denomina deseo de compe­
tencia? Cada vez que oigo la metáfora del alfarero y la arcilla aplicada a 
seres humanos, me preparo para el estallido de un trueno y la acusación de 
nimis simplicandum atravesando los cielos como un rayo lanzado desde el 
Monte Olimpo. ,
7 Retomaremos a la obra de Skinner y de Rogers en el capitulo 14.
“ Scientific Monthly, noviembre de 1954.
’ Science, noviembre de 1956.
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Esta problemática cuestión vuelve a presentarse cuando leemos el inte­
resante debate (postumo, al menos para una de las partes) de Skinner con 
Dostoievski:
El estudio de la conducta humana (escribe Skinner) responde también a la cínica 
denuncia de que existe una evidente “perversidad” en el hombre que frustrará 
siempre los esfuerzos tendientes a su perfección... D ostoievski afirmaba ver algún 
plan en esto. “Por pura ingratitud”, se quejaba, o posiblem ente se ufanaba, “ el hom ­
bre tiene el hábito de jugar sucio sólo para probar que los hombres son hombres toda­
vía y no teclas de un piano... E incluso si se pudiera probar que un hombre es só lo una 
tecla de piano, haría todavía algo por pura adversidad -crear destrucción y el caos 
simplemente para probar que tiene razón...Y si a su vez todo esto pudiese ser anali­
zado y evitado al saber de antemano qué va a ocurrir, entonces el hombre se volverá 
deliberadamente loco para no dar su brazo a torcer.
Skinner procede entonces a exponer su propia reacción ante las aseveracio­
nes del novelista ruso.
Es ésta una comprensible reacción neurótica a un control inadecuado. Unos poco's 
hombres pueden haberla manifestado, y muchos tal vez hayan disfrutado con las 
afirmaciones de Dostoievski porque tienden a manifestarla. Pero que esa perversi­dad sea una reacción fundamental del organismo humano ante condiciones de con­
trol es puro disparate. 10
Primero debemos aclarar ciertas palabras del profesor Skinner pues 
implican una petición de principio. Supongamos que Dostoievski no se está 
“quejando” ni “ufanando”, sino que está tratando de establecer un punto que 
considera importante. Tampoco nos debe inducir a error el hecho de que el 
profesor Skinner se desembarace de su oponente mediante un diagnóstico 
psicopatológico, un error del que habitualmente se nos acusa a los psicote- 
rapeutas- como por ejemplo cuando califica las afirmaciones de Dostoievski 
de “reacción neurótica” y sostiene que quienes “disfrutan con ellas” (entre 
los que francamente me incluyo) muestran también esta misma “reacción 
neurótica”. Más allá de esto, la respuesta del profesor Skinner a Dostoievski 
es “puro disparate”.
Pero recordemos que éste es el Dostoievski que nos dio los personajes 
conmovedoramente profundos de Los hermanos Karamazov y el retrato 
maravillosamente sutil de la evolución psicológica en Crimen y castigo y a
10 B. F. Skinner, “Freedom and the Control o f Man”. American Scholar, invierno 1955-56. 
vol. 25, n° 1.
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quien el consenso general ha reconocido como uno de los más grandes estu­
diosos y retratistas de la experiencia humana en lo que va de la historia. ¿No 
tiene que haber algo radicalmente erróneo en una solución del dilema que 
exige, o permite, desechar a Dostoievski por ser “puro disparate”? Y deja­
mos a un lado este razonamiento en la convicción de que, mucho después de 
que nuestros actuales métodos psicológicos queden relegados a los archivos 
polvorientos y sean reemplazados una y otra vez por otros nuevos, la obra 
ile Dostoievski continuará serenamente, revelando a una generación tras otra 
su profunda sabiduría con respecto a la experiencia humana.
Cari Rogers, en la otra punta de este debate, ha sostenido coherente y 
firmemente que lo que importa es el control interno, su enfoque está “cen­
trado en el cliente” y no en el medio. Rogers ha sido siempre de la opinión 
de que si uno le brinda al paciente la relación humana correcta -es decir, una 
relación caracterizada por la “coherencia”, el respeto y la aceptación de 
todos los sentimientos - el paciente irá alcanzando de manera casi natural la 
madurez, la responsabilidad y otras metas generalmente aceptadas de la 
terapia. Rogers ha sido descrito como un “rousseauniano”, y él ha aceptado 
esta calificación de buen grado. De diferentes maneras, afirma una y otra vez 
su convicción de que el ser humano es “exquisitamente racional”, y elegirá 
lo que racionalmente más le convenga si se le brinda la oportunidad correc­
ta. Todo esto se traduce en una declaración enfática a favor del otro extremo 
del dilema.
Pero me gustaría plantear varias preguntas. Mis dudas se basan sobre 
todo en mis observaciones como uno de los diez miembros del jurado que 
opinó sobre la terapia en un proyecto de investigación desarrollado por 
Rogers durante cuatro años en la universidad de Wisconsin, y donde aplicó 
su terapia centrada en el cliente a pacientes esquizofrénicos.
Al escuchar las grabaciones de esta terapia, me sorprendió el hecho de 
que aunque los psicoterapeutas rogerianos eran excelentes cuando refleja­
ban la soledad, la resignación, el abandono, la tristeza, etc.., del paciente, 
prácticamente jamás reflejaban su ira. Otras emociones negativas, como la 
agresión, la hostilidad y el conflicto genuino (a diferencia de la mera des­
avenencia) también estaban casi ausentes en las respuestas del terapeuta en 
las grabaciones. No pude dejar de preguntarme si estos pacientes nunca sen­
tían ira. Por cierto, los sentimientos de hostilidad y las expresiones del deseo 
de pelear jamás pueden esta del todo ausentes en una persona, salvo que se 
trate de un caso absolutamente patológico. Y no estaban ausentes en estos 
pacientes, como se vio después: ocasionalmente en la grabación aparecía 
algún paciente que sentía cólera hacia el personal del hospital o el propio 
psicoterapeuta. Pero el terapeuta casi nunca se daba cuenta de esto e inter­
pretaba este sentimiento como soledad o incomprensión aun cuando el
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paciente trataba de hacer clara su emoción mediante interjecciones airadas 
y blasfemias.
Otros jurados que juzgaron estas grabaciones advirtieron también la 
incapacidad de los terapeutas para percibir o responder a las emociones 
agresivas y negativas, Y en realidad, incluso Rogers y sus colaboradores se 
plantearon un interrogante sobre este punto en su resumen de las críticas 
profesionales de los jurados.
Particularmente llamativa resultó la observación casi general respecto de que el pro­
ceso de terapia centrado en el cliente evitó de algún m odo las expresiones usuales y 
esperadas de los sentimientos agresivos, hostiles o negativos del paciente. Resulta 
clara la sugerencia implícita de que el psicoterapeuta centrado en el cliente por algu­
na razón parece menos abierto a recibir sentimientos agresivos, hostiles o negativos. 
¿Es que los terapeutas no comprenden bien o sienten poco respeto por sus propios 
sentim ietos agresivos, hostiles o negativos, y son por lo tanto incapaces de percibir 
adecuadamente esos sentimientos en el paciente?
Necesitamos, por consiguiente, formular la pregunta. ¿El acento que 
Rogers pone sobre la racionalidad, y su creencia en que el individuo sim­
plemente escogerá lo que es racional para él, no omite un gran sector del 
espectro de la experiencia humana, más precisamente, los sentimientos irra­
cionales? Admitamos que no es “exquisitamente racional” morder la mano 
que nos alimenta, sin embargo esto es exactamente lo que los pacientes 
hacen: y es una de las razones por las que necesitan de terapia. Por otra 
parte, esta ira, esta agresividad y esta hostilidad expresan con frecuencia el 
esfuerzo más valioso del paciente tendiente a la autonomía, su manera de 
tratar de encontrar algún punto de apoyo contra las autoridades que han 
sofocado siempre su vida: que la han asfixiado tanto a fuerza de “benevo­
lencia” como de explotación.
Nuestra posición es que el énfasis excesivo en el polo subjetivo del dile­
ma del hombre, el de la libertad, y el olvido del ser humano como objeto 
determinado, constituye también un error. Rogers tal vez concuerde en 
parte, al menos en teoría, con esta posición. En un trabajo reciente, escrito 
después de la investigación antes mencionada, expone lo que él denomina la 
“paradoja” de la experiencia humana:
Estoy convencido de que una parte de la vida moderna consiste en hacer frente a la 
paradoja según la cual visto desde una perspectiva, el hombre es una máquina com ­
pleja... Por otra parte, en otra dimensión de su existencia, el hombre es subjetivamen­
te libre; su elección y su responsabilidad personales dan razón de su propia vida: él es 
en realidad el arquitecto de sí mismo. Si en respuesta a esto alguien señala: “Pero estas
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dos opiniones se contraponen, las dos no pueden ser ciertas”, mi respuesta es: “Esta 
es la paradoja insondable con la que debemos aprender a vivir”.“
De hecho es verdad. Pero no se puede deducir de este trabajo si Rogers 
¡ulvierte o no que esta afirmación modifica su concepción anterior con res- 
[vcto a que el hombre es “exquisitamente racional” y elegirá siempre lo 
iorrecto” si se le da la oportunidad. Porque si admitimos la paradoja ante- 
nor, ya no podemos hablar más del mero “crecimiento” como la necesidad
l asica del ser humano, pues el crecimiento está siempre dentro de una rela- 
. ion dialéctica en un dilema que nunca se resuelve plenamente.12 ¿Qué es. 
entonces lo “correcto”? Una cosa es si se lo ve desde el punto de vista de la 
libertad y la subjetividad: Gauguin abandona su trabajo en un banco y su 
l.tmilia y se va a Tahiti a pintar y no cuesta mucho casi un siglo después 
cuando sus obras se han convertido en sólidas inversiones financieras- olvi­
darse de lo irresponsableque su “libertad” debe haber parecido en su época, 
l’ero ¿qué ocurre con lo “correcto” desde el punto de vista de un hombre que, 
a diferencia de Gauguin, desea adaptarse a su vida de bancario, desea que lo 
ayuden a ser un sujeto social con éxito en su comunidad? No quiero decir con 
esto que debamos simplemente acabar con las relatividades culturales y 
morales: esa también es una solución demasiado fácil como para hacerle jus­
ticia a la situación humana. Estoy planteando, en cambio, que hemos incu­
rrido en un peligroso exceso de simplificación respecto de nuestro concepto 
de nosotros mismos y de nuestro prójimo, y que debemos introducir en nues­
tra visión de conjunto el dilema de la experiencia humana.
Podemos anunciar algo sobre nuestro próximo tema, mencionando aquí 
que las consideraciones anteriores arrojan luz sobre el motivo por el cual 
Kierkegaard y Nietzsche concedieron tanta importancia al compromiso. El 
propio hecho de comprometerse con uno u otro extremo de la paradoja 
añade una nueva “fuerza”que no estaba presente antes, y que no puede que­
dar contenida en el mero concepto de crecimiento. Cuando la persona opta 
por actuar, un nuevo elemento se agrega desde ese momento a la pauta moti- 
vacional, pero no nos es posible conocer la medida ni la dirección de esta 
fuerza sino hasta que la persona efectivamente opte por actuar.
En este capítulo inicial, he descrito al sistema del hombre como la capa­
cidad de éste para verse como sujeto y como objeto. Mi idea es que uno y
" Cari Rogers, “Freedom and Commitment” trabajo presentado ante el San Francisco State 
College, 1963.
12 Por el mismo motivo, Rogers ha rechazado siempre las consecuencias totales de los con­
ceptos freudianos de resistencia y represión, conceptos que constituyen para mí una expresión 
muy importante del dilema del hombre.
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otro son necesarios: necesarios para la ciencia de la psicología, para una 
terapia eficaz y para una vida plena de significado. Planteo asimismo que en 
el proceso dialéctico entre estos dos polos radica el desarrollo, la profundi- 
zación y la ampliación de la conciencia humana. El error de las dos posi­
ciones extremas para las que he usado como ejemplos a Skinner y al Rogers 
previo a la paradoja consiste en suponer que se puede evitar el dilema con 
sólo aferrarse a uno de sus polos. La cuestión no se limita a que el hombre 
debe aprender a vivir con la paradoja: el ser humano ha vivido siempre en 
esta paradoja o dilema, desde el momento mismo en que advirtió por pri­
mera vez que era él quien moriría y acuñó una palabra para referirse a su 
propia muerte. Las enfermedades, las limitaciones de todo tipo y cada uno 
de los aspectos de nuestro estado biológico que hemos indicado son fases 
del extremo determinista del dilema: el hombre es como la hierba del 
campo, se marchita. El tomar conciencia de esto, y el actuar de acuerdo con 
esta conciencia es el genio del hombre sujeto. Pero debemos también incluir 
las inferencias de este dilema en nuestra teoría psicológica. Entre deacuer­
do con esta conciencia, ese jenio del hombre sujeto. Pero debemos también 
incluir las inferencias de este dilema en nuestra teoría sicológica. Entre los 
dos extremos del dilema, el hombre ha creado los símbolos, el arte, el len­
guaje y la clase de ciencia que está continuamente expandiéndose en sus 
propias presuposiciones. Vivir valientemente dentro del dilema constituye, 
en mi opinión, el origen de la creación humana.13
En los próximos capítulos abordaremos este tipo de consideraciones.
13 “O’Neill creía.,. que para los hombres vivos la verdadera ‘reconciliación’ de los opuestos 
era vivirlos profundamente y soportarlos con valor”, op. cit., pág. 24. Parece que los artistas siem­
pre han sabido esto de una manera intuitiva., Rainer María Rilke escribe en su carta a un joven 
poeta: “No busques ahora las respuestas, no te las pueden dar porque no estarías capacitado para 
vivirlas. Y ese es el punto: vivirlo todo. Vive ahora las preguntas. Quizá gradualmente, casi sin 
advertirlo, vivirás hasta un distante día en que llegues a la respuesta”. Rainer María Rilke, Letters 
to a Young Poet, versión inglesa de M. D. Herter Norton, W. W. Norton & Co., Nueva York, 1934.
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PRIMERA PARTE
Nuestra situación 
contemporánea
En ciertos períodos históricos los dilemas de la 
vida se vuelven más pronunciados, más difíciles de 
tolerar y de resolver. Nuestra época, la mitad del 
siglo xx, es uno de esos períodos. Si el lector acep­
ta esta tesis a título de ensayo, en los dos capítulos 
siguientes presentaremos algunas de las formas en 
las que estos dilemas se manifiestan.
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2
LA PÉRDIDA DE SIGNIFICACIÓN DEL HOMBRE 
MODERNO
El hombre es sólo una caña, la más débil de la 
naturaleza, pero es una caña pensante. No hace 
falta que el universo entero se arme para aplastar­
lo: un vapor, una gota de agua bastan para matar­
lo. Pero aun si el universo lo aplastara, el hombre 
sería todavía más noble que lo que lo mata, porque 
sabe que muere y que el universo tiene ventaja 
sobre él; el universo no sabe nada de esto. En con­
secuencia, toda nuestra dignidad consiste en el 
pensamiento. Por medio del pensamiento debemos 
levantarnos, y no por el espacio y el tiempo, que no 
podemos llenar. Esforcémonos, entonces, en pensar 
bien: he allí el principio de la moral.
B l a s Pa s c a l , Pensamientos
En un período de transición, cuando los antiguos valores están vacíos y 
las costumbres tradicionales han perdido viabilidad, el individuo experimen­
ta singulares dificultades para encontrarse a sí mismo en su mundo. Es más 
la gente que padece de manera más intensa el problema de Willie Loman en 
La muerte de un viajante: “Nunca supo quién era”. El dilema básico, inma­
nente a la conciencia humana, forma parte de toda experiencia psicológica y 
está presente en todos los períodos históricos. Pero en las épocas de cambios 
culturales radicales, como los que se producen en las costumbres sexuales y 
las creencias religiosas, aquellos dilemas que constituyen expresiones de la 
situación básica del hombre resultan más difíciles de superar. ’
1 Por supuesto, no cuesta nada pronunciar generalidades proféticas sobre la época de uno; 
el propósito muchas veces es confundir y evadir las realidades concretas de nuestra inmediata . 
experiencia diaria. Pero no deberíamos permitir que nuestro tedio ante estas generalidades termi­
ne por embotar nuestra capacidad de advertir lo que está ocurriendo alrededor de nosotros, por 
disimular ante nuestra conciencia el significado y las inferencias de nuestro momento histórico, o 
por ocultamos detrás del vallado seguro y confortable de las estadísticas ex postfacto. Procuraré 
expresar de la manera más clara posible mis propias opiniones y conjeturas a medida que avanza­
mos, en la confianza que el lector podrá disentir y llegar a sus propias conclusiones en mejores 
condiciones si tiene bien en claro cuáles son las mías.
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En primer lugar, planteo el siguiente interrogante: ¿uno de los mayores 
problemas del hombre occidental en esta época no es el de sentirse un ser 
carente de significación como individuo? Concentrémonos en ese aspecto de 
la imagen que tiene de sí mismo consistente en su duda respecto de si puede 
actuar y en su semiconvicción de que aun si actuara de nada serviría. Esta es 
sólo una faz de la imagen de sí mismo del hombre contemporáneo, pero es 
un aspecto críico desde el punto de vista psicológico: una duda de sí mismo 
que refleja el tremendo poder tecnológico que surge a cada momento alrede­
dor de él y empequeñece de manera aplastante sus débiles esfuerzos.
Se trata de una evolución cultural del problema de la “identidad” puesto 
de manifiesto con especial fuerza de convicción en los trabajos publicados en 
la década de 1950 por analistas como Erickson y Wheelis. Toda clase de 
gente en estos días, sobre todo los jóvenes, cuando acuden aun consejero o 
a un psicoterapeuta diagnostican su problema como una “crisis de identidad”, 
y el hecho de que la frase se haya vuelto trillada no debe llevamos a pasar por 
alto la posibilidad de que sea trascendentemente cierta. “En este momento el 
sentimiento del yo es deficiente. Las preguntas de la adolescencia: ‘¿Quien 
soy yo?’ ‘¿Adonde me dirijo?’ ‘¿Cuál es el significado de la vida?’, no reci­
ben una respuesta final. Tampoco se las puede dejar de lado. La incertidum- 
bre persiste”, escribía Alien Wheelis en 1958.2 Continúa hablando con res­
pecto al progreso tecnológico actual tanto en la cultura como en la educación 
en los siguientes términos: “Pero así como ha aumentado la cantidad de años 
que vivimos, ha disminuido la cantidad de tiempo con significado”.
Sostengo la tesis de que el problema de identidad de la década de 1950 
se ha convertido actualmente, de manera más específica, en una crisis de pér­
dida del sentido de significación. Es posible perder el sentido de la identidad 
y conservar todavía la esperanza de tener influencia: “Puedo no saber quién 
soy, pero al menos puedo hacer que me adviertan”. En nuestra actual etapa 
de pérdida del sentido de significación, la sensación tiende a ser: “Aun cuan­
do supiese quién soy, de todas maneras no importaría como individuo”.
Deseo citar como ejemplo de esta pérdida de significado individual una 
serie de episodios que expresan algo importante para los habitantes de los 
Estados Unidos. Me refiero a la “insurrección”, como la llamaron sus ene­
migos, o a la “resistencia pasiva”, como la denominaron los estudiantes, ocu­
rrida en la ciudad universitaria de Berkeley, perteneciente a la Universidad de 
California. Sean cuales fueren los factores complejos y sutiles que sustenta­
ron esta protesta, todas las partes parecen concordar en que se produjo en el 
alumnado el flujo de una profunda y poderosa resistencia contra “el anoni­
mato de los estudiantes en la universidad fabril de nuestros días”. La dispo­
2 Alien Wheelis, The Quest fo r Identity, Norton, Nueva York, 1958, págs. 118 y 23.
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sición de ánimo se muestra a la perfección en la retórica encendida de Mario 
Savio, estudiante del último año de la carrera de filosofía que encabezó la 
sentada masiva que dio lugar a los arrestos:
Hay un momento en el que el funcionamiento de la máquina (de la educación co lec­
tivizada) se hace tan odioso, nos parte tanto el corazón que ya no se puede participar... 
uno tiene que poner todo el cuerpo sobre las ruedas y los engranajes, sobre las palan­
cas, sobre todo el mecanismo y tiene que hacerlo parar...
Un testimonio adicional del que el substrato profundo de las emociones 
estudiantiles que entraron luego en erupción fue la protesta contra el hecho 
de ser tratados como dientes anónimos en las ruedas de un tremendo engra­
naje aparece en las razones que esgrimieron muchos estudiantes para justi­
ficar el valor de sus protestas. Después de las demostraciones, fueron 
muchos los participantes que me hicieron saber, con profunda emoción, que: 
“Ahora todos hablan con todos en la ciudad universitaria” . Ningún enuncia­
do podría ser más claro con respecto al hecho de que lo que estaba en juego 
era la situación insoportable de “nadie conoce mi nombre”, “no tengo signi­
ficado alguno”. En realidad, uno de los valores evidentes de ser un rebelde, 
como Camus y un sinnúmero de personalidades lo han señalado a lo largo 
de la historia de la humanidad, y como trataré de demostrarlo más adelante, 
consiste en que mediante el acto de rebelión obligo a las autoridades imper­
sonales o al sistema demasiado sistemático a mirarme, a reconocerme, a 
admitir que existo, a tomar en cuenta mi poder. El subrayado de esta última 
palabra no obedece a razones retóricas: quiero decir, literalmente, que a 
menos que pueda tener alguna vigencia, a menos que pueda ejercitar mis 
facultades y ello importe, inevitablemente seré la víctima pasiva de fuerzas 
exteriores y me sentiré carente de significación.
Puesto que esta sensación de insignificancia de los estudiantes tiene 
importancia para lo que sigue, veamos algunos testimonios demostrativos de 
que el “Anonimato de la fábrica de educación” no es en absoluto la simple 
proyección de una fantasía neurótica o subjetiva del alumnado.
En Berkeley, com o en muchas otras ciudades universitarias estatales, la imagen de la 
“fábrica” dejó de ser una broma. La población estudiantil de Berkeley totaliza casi 
27.500 alumnos. Con un cuerpo de profesores de dedicación exclusiva que llega a 
1.600 docentes, algunos de los cuales están de licencia o dedicados a la investigación, 
la relación efectiva estudiante -profesor es de aproximadamente 18 a 1, según los fun­
cionarios universitarios.
Los miembros más eminentes del cuerpo de profesores de Berkeley por lo general 
están tan absorbidos en la investigación que tienen poco tiem po para los alumnos. Los
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profesores más jóvenes, enfrentados al problema de “publique o perezca” luchan por 
permanecer en Berkeley, y tampoco tienen mucho tiempo para los estudiantes. El peso 
de la enseñanza recae en gran medida en los auxiliares docentes que por lo general son 
inexpertos estudiantes del último año que están esforzándose por obtener su título... 
Una de las tantas ironías de la situación en Berkeley es que mucho de lo que ha ocu­
rrido fue previsto con claridad por el Dr. Kerr, presidente de la universidad, en su libro 
The Uses o f the University, publicado en 1963. El Dr. Kerr, experto en relaciones 
industriales con reputación nacional com o árbitro laboral, advierte en su obra sobre la 
“incipiente insurrección de los estudiantes universitarios”, sobre el “cuerpo docente in 
obsentia ’’ y sobre la frustración de los estudiantes sofocados “bajo un manto de reglas 
impersonales” . En lo que ahora parece una subestimación de la crisis de Berkeley, el 
Dr. Kerr, quien ha sido presidente de la universidad desde 1958, advertía: “Los estu­
diantes también quieren ser tratados com o individuos diferentes” . 1
Debe quedar en claro también que el fenómeno contemporáneo de la 
rebelión estudiantil no ha sido “provocado” por algunos hombres especial­
mente malvados que se sientan en las oficinas de los presidentes o en las jun­
tas directivas de las universidades. Es evidente que los propios estudiantes 
reconocen el origen impersonal del problema, como lo demuestran muchos 
editoriales de publicaciones estudiantiles como, por ejemplo, el siguiente:
Un estudiante a cargo de una columna en el D aily Illini, de la universidad de Illinois, 
solicitaba una mayor participación estudiantil en el planeamiento de un nuevo edifi­
cio que iba a ser pagado en parte con fondos de los estudiantes. “Es nuestra tarea, 
com o estudiantes interesados... ayudar a salvar este maravilloso organismo, la univer­
sidad, de su propia eficiencia”, escribía, para añadir luego: “ ... la pérdida de un edi­
ficio no es nada si se la compara con la pérdida del sentimiento de comunidad aquí.” 4
Lo que está ocurriendo es un fenómeno inevitable de nuestra época, el 
resultado forzoso del colectivismo, de la educación masiva, de la comunica­
ción masiva, de la tecnología masiva y de los demás procesos “masivos” que 
moldean las mentes y las emociones del público moderno.
Estos no son meros fogonazos, como lo demuestra el hecho de que, a 
pesar de las recomendaciones de la comisión interuniversitaria en favor de 
la adopción de las reformas solicitadas por los estudiantes, una nueva ola de
’ Extraído de un editorial, “Berkeley’s Lesson”, en New England Association Review, órga­
no oficial de la New England Association of Colleges and Secondary Schools, invierno de 1965, 
páginas 14 y 15.
4 Ibidem.
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apatía se ha extendido sobre la ciudad universitaria, lo que presagia, según 
el Dr. Kerr, la posible reiteración de nuevas protestas.5
¿Cuál es el conflicto más recóndito que se oculta en la base de esta pro­
funda inquietud

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