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Del seguro social al alivio de la pobreza

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Del seguro social al alivio de la pobreza: avatares de la protección social en América 
Latina 
Resumen y palabras clave 
Este artículo expone cómo los analistas han narrado y analizado las transformaciones 
sufridas por las políticas de protección social en América Latina a partir de la emergencia 
de la seguridad social. Destaca el peso otorgado en estos análisis a la construcción de 
tipologías adaptadas a este contexto regional, la incidencia de la consolidación de la 
democracia, los modelos de desarrollo económico y los pactos empresariales, el papel de 
los partidos políticos y los hacedores de políticas, el legado de políticas anteriores., y las 
acciones emprendidas por los movimientos sociales y otros actores organizados (como los 
proveedores de servicios privados). En general, encuentra que las narrativas ofrecidas en la 
literatura especializada en este tema han mostrado el cómo de los desarrollos 
experimentados por los sistemas de bienestar en América Latina e identificado los factores 
que han incidido en estos cambios, pero pocas veces han buscado descubrir el porqué de los 
mismos. estas transformaciones. 
Este artículo expone cómo se han narrado y analizado las transformaciones sufridas por las 
políticas de protección social en América Latina desde el surgimiento de la seguridad 
social. Muestra cómo tales análisis han evolucionado desde explicaciones centradas en los 
pactos corporativos y construcciones tipológicas propias del contexto de la región, hasta 
interpretaciones que incorporan dimensiones como los ciclos económicos, el papel de los 
partidos políticos y los hacedores de políticas, los rasgos heredados de políticas anteriores, 
y las acciones de los movimientos sociales y otros actores organizados (por ejemplo, 
proveedores de servicios del sector privado) en las transformaciones en la protección social 
que han tenido lugar durante los siglos XX y XXI. 
Los inicios del seguro social: tipologías y clientelismo 
El estado de bienestar (WS), concebido como un componente esencial del papel del estado 
en la sociedad, surgió a partir de la Gran Depresión de la década de 1930 y se consolidó en 
las economías desarrolladas durante la posguerra. Este modelo buscaba restablecer el 
equilibrio entre la oferta y la demanda combinando una inserción masiva de la población en 
el mercado laboral con la promulgación de políticas redistributivas (Fleury, 2017). Los EB 
europeos se materializaron en diferentes tipos de regímenes de bienestar según la 
correlación de fuerzas políticas en cada contexto nacional y el tipo de arreglos contra los 
riesgos sociales que vinculan el estado, la familia y el mercado.1 
Los estudios sobre la formación de los regímenes de bienestar latinoamericanos y el papel 
del Estado en estos procesos han producido abundante literatura que analiza las coyunturas 
económicas, sociales y políticas que llevaron a su creación. También han definido 
taxonomías que designan los diferentes contextos de la región en función del grado de 
desarrollo de los sistemas de seguridad social (Barba Solano, 2007; Filgueira, 1998; Fleury, 
1998; Huber, 1997; Huber & Bogliaccini, 2010; Martínez -Franzoni, 2008; Mesa-Lago, 
1978; Mesa-Lago & Muller, 2002). Si bien la EB en América Latina no ha logrado alcanzar 
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el grado de consolidación alcanzado en Europa, podemos afirmar que los esquemas 
redistributivos desarrollados en la región pueden ser considerados como tipos de regímenes 
de bienestar o sistemas de protección social que se han expandido en diversos grados entre 
1929 y 1929. y 1980 (Antia, 2018). Los desarrollos más significativos comenzaron en la 
década de 1940 durante el auge de la sustitución de importaciones. Las políticas 
promulgadas entonces buscaron garantizar la salud y las pensiones de los trabajadores del 
sector formal y sus dependientes. Los países con democracias más consolidadas y aquellos 
encabezados por regímenes autoritarios se esforzaron igualmente por extender el seguro 
social a través de la creación de empleo (Huber & Niedzwiecki, 2018). 
Trabajos pioneros como el de Carmelo Mesa-Lago (1978), influidos por las ideas de 
Esping-Andersen, permitieron comprender y comparar los procesos de institucionalización 
de las prestaciones del seguro social en América Latina. Propuso tres tipos de WS, 
dependiendo del origen de los programas de seguridad social, su nivel de desarrollo y la 
capacidad de los grupos empresariales (principalmente sindicatos) para obtener concesiones 
de su gobierno ejerciendo presión. Argentina, Chile, Uruguay y Brasil representan los 
países pioneros que introdujeron el seguro social entre 1920 y 1930, y en los que los 
beneficios se expandieron bajo la influencia de grupos de presión o por iniciativa estatal. 
Los países intermedios, entre ellos México, Costa Rica, Ecuador, Venezuela y Colombia, 
establecieron, desde mediados de la década de 1940 hasta 1950, sistemas de seguridad 
social caracterizados por la creación de institutos de previsión social que favorecían a los 
grupos ocupacionales con mayor capacidad de presión. El tercer grupo está formado por los 
rezagados, entre ellos Nicaragua, El Salvador y Guatemala, en los que los seguros sociales 
surgieron en las décadas de 1950 y 1960 con coberturas más estrechas y menos beneficios. 
El trabajo de Mesa Lago ha sido clave para comprender la incidencia de la industrialización 
y las redes clientelistas en la cobertura de la protección social. Ha servido de referente para 
interpretaciones posteriores que han buscado ampliarlo y complejizarlo aún más. 
Los análisis que siguieron los pasos de Mesa Lago han enfatizado niveles de 
mercantilización, desmercantilización o familización, así como grados de universalismo o 
exclusivismo en los regímenes de bienestar. Fernando Filgueira (1998) y Filgueira y 
Martínez-Franzoni (2002), por ejemplo, plantean que los tipos de sistemas de bienestar 
creados en América Latina hasta fines de la década de 1970 deben clasificarse según el 
grado de “madurez política” de los países, el la cobertura de los sistemas, los niveles de 
gasto y prestaciones sociales, y las condiciones de acceso a los servicios. A partir de estas 
variables se distinguen tres grupos de países. En el primero, que incluye a Argentina, Chile, 
Costa Rica y Uruguay, el sistema de WS se tipifica como un universalismo estratificado y 
se caracteriza por la expansión del empleo formal y tendencias universalistas en salud, 
educación y cobertura del seguro social. El segundo, que presenta regímenes duales, se 
encuentra en México y Brasil, dos países que han combinado el universalismo estratificado 
con la asistencia social. En el tercer grupo, denominados regímenes selectivos, como en 
Guatemala, Honduras, El Salvador y República Dominicana, solo se han promulgado 
prestaciones mínimas de seguridad social, 
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Otros académicos, entre ellos Barba Solano y Valencia-Lomelí (2013), afirman que no 
debemos equiparar a la región con un régimen de bienestar empresarial único, ya que se 
pueden identificar al menos tres tipos de arreglos institucionales bajo el paradigma del 
seguro social: universalista, dual, y excluyente. Los autores incluyen adicionalmente el 
componente etnocultural, considerado un elemento que influye en la reproducción de las 
desigualdades, como se ejemplifica en países con una gran proporción de indígenas y 
afrodescendientes, grupos que no están incluidos en el mercado ni en los esquemas de 
protección social. Adicionalmente, Fleury ha enfatizado la necesidad de incluir la 
dimensión de ciudadanía como condición para poder observar el alcance real de los 
derechos sociales (Fleury, 1998, 2017). 
Entre los estudios que también han servido como referentes paralas especificidades de la 
región latinoamericana se encuentra el de Juliana Martínez Franzoni (2008) quien subraya 
la necesidad de incluir en la construcción de tipologías dimensiones relacionadas con los 
cuidados y, en general, con el rol de la mujer. Ella identifica tres tipos de regímenes de 
bienestar según el grado de mercantilización/desmercantilización y la familiarización de la 
protección social. El primero, o proteccionista estatal, cubre a la mayoría de la población de 
los riesgos del mercado. Incluye países como Costa Rica y Uruguay. El segundo, o estatal-
productivista, cubre a los trabajadores urbanos formales en países como Argentina, Chile, 
Colombia, Brasil y México. La tercera o, familiarista, incluye a Guatemala y Nicaragua. A 
partir de su comparación de dieciocho países, la autora afirma que todos los regímenes de 
bienestar latinoamericanos son, en mayor o menor medida, informales y/o familiaristas 
debido al alto porcentaje de población que no está cubierta por el mercado laboral y la alta 
responsabilidad que tienen las familias2 (especialmente las mujeres) de proporcionar 
niveles mínimos de vida. 
En análisis posteriores en esta línea, Luna y Filgueira (2009) muestran que en el caso de 
Costa Rica, país en el que se desarrolló el bienestar universal, la explicación de este arreglo 
radica en la democracia y el liderazgo político/tecnocrático más que en los grupos de 
interés. Esta perspectiva fue ampliada recientemente por Martínez-Franzoni y Sánchez-
Ancochea (2017) quienes opinan que los líderes costarricenses que participaron en el 
proceso de formación del Estado fueron los responsables de los altos niveles de 
incorporación laboral y de la población en general a los servicios sociales públicos 
alcanzados en ese país. , así como la alta interacción entre élites, burocracia y corrientes 
influyentes de ideas internacionales. Este abordaje de la EB se enfoca en entender quiénes 
pertenecen a las élites y qué esperan del Estado, lo que conduce a ubicar la innovación en el 
marco de los entornos de políticas públicas internacionales. 
El período 1945-1973, conocido en la literatura como “la edad de oro del bienestar”, se 
inspiró en las ideas defendidas por la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y el 
enfoque estructuralista promovido por la Comisión Económica para América Latina y el 
Caribe de las Naciones Unidas ( CEPAL).3 Durante estos años, los países latinoamericanos 
impulsaron, en mayor o menor medida, medidas de fortalecimiento del mercado interno, al 
mismo tiempo que creaban sistemas de seguridad social y ampliaban la asistencia pública. 
Durante esta fase, las explicaciones acerca de por qué algunos países habían logrado crear 
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sistemas de bienestar con tendencia universal mientras que otros habían mantenido sistemas 
segmentados o residuales dieron un peso significativo a la industrialización y a los niveles 
de organización e incorporación política alcanzados por los trabajadores y los sectores 
populares, así como analistas de procesos europeos ya lo habían hecho anteriormente. No 
obstante esta tendencia a seguir modelos europeos, los estudios latinoamericanos también 
hicieron aportes novedosos y relevantes al incluir dimensiones tales como niveles de 
democracia, liderazgo político, alianzas entre las élites y el Estado, luchas por los derechos 
de ciudadanía, tecnocracia, género y componentes etno culturales. . Dichos estudios han 
contribuido a hacer comprensibles las variaciones entre países y mostrar la relevancia de 
los procesos políticos y económicos que precedieron al surgimiento de los sistemas de 
seguridad social. También han mostrado cómo las desigualdades características de la región 
han persistido a pesar de los esfuerzos por incorporar a los grupos de menores ingresos a la 
EB. Durante estos años, la protección social apenas llegaba a la mitad de la población y no 
incluía a los pobres ni al creciente sector laboral informal urbano. Tampoco lograron 
mejorar las condiciones de vida de los trabajadores rurales, los pueblos indígenas y las 
mujeres que tradicionalmente habían sido marginadas. Como consecuencia, la mayoría de 
los países carecían de sistemas universales de protección social y persistían las 
desigualdades. 
El giro hacia el mercado en las políticas sociales 
La década de 1980 vivió la caída de las dictaduras militares y la transición a la democracia, 
así como la introducción de diferentes reformas económicas y sociales. Estos cambios 
trajeron a la palestra nuevos actores globales y nacionales que redefinieron la protección 
social. Según Barba Solano (2007), en las décadas de 1980 y 1990 se puede hablar de un 
paulatino declive del paradigma del seguro social, que se había centrado en la adquisición 
de derechos a través del empleo formal, y una paulatina reducción de la protección social 
en favor de políticas orientadas a reducir la pobreza y la vulnerabilidad. 
Se suele decir que la primera generación de reformas que se denominan “neoliberales” 
coincidió con la crisis de la deuda de 1982. Sin embargo, Chile, el país pionero en la 
liberalización del comercio y la privatización de empresas públicas, llevó a cabo políticas 
tendientes a disminuir el papel benefactor del Estado desde la década de 1980. mediados de 
la década de 1970. Aparte de estos primeros desarrollos, se considera que el período entre 
1989 y 1994 experimentó las reformas estructurales más intensas de la región (Lora, 2001). 
El segundo grupo de reformas (denominado “modernización” del Estado por los gobiernos 
que las impulsaron) se remonta a mediados de la década de 1990, luego de que el llamado 
efecto tequila4 azotara la región en 1994. En estos años, el Banco Mundial (BM) y el 
Fondo Monetario Internacional (FMI) se consolidaron como actores clave en las decisiones 
sobre el desarrollo de la región. Estas organizaciones atribuyeron la crisis financiera de la 
región a la dependencia de los préstamos externos y al intervencionismo del Estado. En 
consecuencia, recomendaron que todos los países de la región adopten una serie de medidas 
de austeridad y ajustes uniformes. La idea, expresada por el BM (Banco Mundial, 1997), no 
era eliminar el Estado sino mejorar su capacidad burocrática. 
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Según Huber y Niedzwiecki (2018), las reformas neoliberales fueron posibles gracias a una 
combinación de altos niveles de endeudamiento y una débil resistencia social. Después de 
décadas de gobierno autoritario, los partidos de izquierda y los movimientos sociales se 
habían vuelto extremadamente débiles, algo que empeoraría a lo largo de la década de 
1990. Esta situación se vio reforzada por la elección de gobiernos receptivos a los 
postulados del llamado Consenso de Washington, lo que facilitó la introducción de 
reformas estructurales. Para Filgueira et al., este conjunto de políticas fue un proyecto de 
modernización conservador liderado por una élite que aceptó la democracia electoral y 
promovió la expansión del mercado y la educación, pero limitó el rango de políticas 
consideradas aceptables, con consecuencias cada vez mayores para la desigualdad y la 
distribución desigual de oportunidades (2012). , pág. 33). El país pionero en esta línea fue 
Chile durante la dictadura de Pinochet (1973-1989). Según Castiglioni, “Los [militares] 
desencadenaron un minucioso proceso de reducción. La participación estatal en la 
administración y provisión de las pensiones casi desapareció, dando paso a las 
administradorasprivadas… . Se eliminó la solidaridad intergeneracional y los aportes 
patronales” (2015, pp. 13-14). En Argentina, los cambios más significativos se introdujeron 
durante el gobierno de Carlos Menem (1989-1999), y en Colombia durante la presidencia 
de César Gaviria (1990-1994). En México, las transformaciones se introdujeron al inicio 
del gobierno de Miguel de la Madrid (1982-1988) y se ampliaron durante el gobierno de 
Carlos Salinas de Gortari (1988-1994). 
Gran parte de la literatura sobre este período ha enfatizado los aspectos económicos de las 
reformas, los cambios institucionales emprendidos y la capacidad del Estado para 
implementarlos (González-Rossetti & Bossert, 2000; Kaufman & Nelson, 2004; Lora, 
2001; Banco Mundial, 1997, 2006). Otro grupo, más crítico con los efectos de la 
descentralización, la privatización y la focalización en salud, pensiones y educación 
(Barrientos, 2012; Brachet-Márquez, 2007; Homedes & Hugalde, 2005; Levinas, 2013), ha 
mostrado las particularidades de estos procesos en diferentes países a pesar de la existencia 
de un modelo de reforma unificado (Castiglioni, 2016; Uribe & Abrantes-Pego, 2013). 
Otros más han explorado la influencia de los arreglos constitucionales (Huber, 1997) y el 
impacto de las presiones ejercidas por estructuras macroeconómicas y organizaciones 
internacionales (Madrid, 2004; Mesa-Lago, 1996). 
Según Castiglioni (2016), los cambios en el seguro social implementados entre 1973 y 
2000 en países como Chile y Uruguay pueden explicarse por una combinación de tres 
factores: “Las posiciones ideológicas de los hacedores de políticas, los patrones de 
distribución de la autoridad gubernamental , y las acciones de los actores no estatales” 
(Castiglioni, 2016, p. 14). Según este autor, a pesar de haber sido pioneros en la creación 
del seguro social y haber seguido procesos similares, estos dos países respondieron de 
manera diferente a las reformas estructurales. Mientras Chile redujo sustancialmente el 
alcance de sus instituciones de seguridad social, Uruguay trató de mantener los beneficios 
establecidos en la primera mitad del siglo XX. 
Con la reducción del papel del Estado en el bienestar social, el empleo formal se redujo, al 
igual que la población beneficiaria del seguro social básico. En estos años, las relaciones 
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Estado-sociedad se modificaron en el marco de la “consolidación democrática” y bajo el 
impacto de las reglas de la economía de mercado. Los gobiernos de la región comenzaron a 
incorporar al sector privado en la gestión de los bienes públicos, hecho de gran importancia 
para entender por qué las políticas neoliberales han perdurado en el tiempo. La expansión 
de las agencias de seguros privadas en sectores como la salud y las pensiones introdujo un 
nuevo actor en la competencia por los recursos. Además de acumular riqueza, el sector 
privado ha disfrutado hasta la fecha de altos niveles de poder de negociación con los 
gobiernos nacionales (Huber & Niedzwiecki, 2018; Levinas, 2017). Estos cambios han 
significado que la política social haya pasado de buscar ampliar la cobertura del seguro 
social a dar prioridad al acceso residual a los activos y la reducción de la vulnerabilidad de 
las personas y familias en extrema pobreza. Esta perspectiva de gestión del riesgo social ha 
limitado, a su vez, los esfuerzos de reducción de la pobreza a una dimensión monetaria y la 
definición de la vulnerabilidad a la exposición al daño. Esto, a su vez, ha reducido la 
protección social a la disponibilidad de una red de asistencia social ignorando que los 
riesgos son socialmente construidos, políticamente determinados y estrechamente 
vinculados a los determinantes de la pobreza en sus múltiples dimensiones (Lampis, 2011). 
Para explicar estos cambios, Filgueira ha incluido nuevas dimensiones en su tipología de 
los sistemas de bienestar, como la desigualdad de ingresos, la presencia de niños y ancianos 
dependientes en el contexto de la transición sociodemográfica y los niveles de desarrollo 
humano. Los únicos países que aparecen en la categoría de desarrollo humano alto son 
Argentina, Chile, Uruguay y Costa Rica. El grupo de países con desarrollo humano medio 
incluye a México, Brasil, Venezuela, Colombia, Panamá, Perú y Paraguay. En el grupo de 
países clasificados en desarrollo humano medio a bajo se encuentran Honduras, Guatemala, 
Ecuador, Bolivia y Nicaragua. A través de estas comparaciones, el autor ha buscado 
mostrar las transformaciones sufridas en el escenario social de América Latina 
evidenciadas en la familia y el mercado de trabajo, en las reconfiguraciones urbanas y en 
las transformaciones intergeneracionales de la desigualdad y los riesgos en salud (Filgueira, 
2007, 2009). Cabe señalar que, aunque se han agregado nuevas variables, la clasificación 
de los países en grupos avanzados, intermedios y bajos se mantiene básicamente como 
cuando surgieron los sistemas de bienestar. Esto muestra la incidencia de los legados de 
política, pero también muestra el peso de variables como el poder y la distribución de 
recursos. 
En esta fase de transformación de las políticas sociales, las tipologías de los regímenes de 
bienestar continuaron ocupando un lugar de alta prioridad en los análisis que muestran los 
cambios experimentados por los distintos países. También pusieron de relieve los desafíos 
de desarrollar políticas sociales en un contexto en el que los roles del Estado, el mundo 
laboral y las estructuras familiares han sufrido transformaciones fundamentales. Como 
resultado, los analistas se dividieron entre quienes defendían la introducción de la 
privatización, la descentralización y la focalización de recursos en los más pobres y quienes 
buscaban evidenciar los efectos negativos de estos cambios de política y el papel de las 
reformas neoliberales en el aumento de la desigualdad y la pobreza. 
 
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El retorno del Estado y la expansión de las transferencias monetarias condicionadas 
Un nuevo ciclo de transformaciones en la protección social, denominado “reformas de 
tercera generación”, “posneoliberalismo” o “marea rosa” en la literatura (Bakker & Yates, 
2014; Saader, 2008; Silva, 2009) surgió en América Latina entre finales de la década de 
1990 y principios de la década de 2000. Este “retorno del Estado” se caracterizó por las 
movilizaciones sociales de múltiples grupos, como en Argentina en 2001, en Bolivia en 
2003 y en Ecuador en 2000. Las reivindicaciones sociales de estos grupos no se 
restringieron a la economía sino que también abordaron aspiraciones étnicas y culturales y 
la expansión de los derechos políticos. 
El inicio del siglo XXI fue un período convulso, marcado por el descontento popular con el 
aumento de la población en situación de pobreza y el crecimiento de la desigualdad y el 
trabajo informal. Según el informe 2000-2001 de Panorama Social para América Latina, 
América Latina ha sido (y sigue siendo) la región más desigual del mundo. A principios de 
la década de 2000, el 10 por ciento superior de los hogares con mayores recursos recibía 
más del 30 por ciento de los ingresos. En el mismo período, la proporción de empleos 
informales aumentó en más de 5 puntos porcentuales, lo que equivale a un crecimiento del 
sector informal de cerca de 20 millones de personas (CEPAL, 2001–2002). 
Como consecuencia de la crisis de las políticas centradas en el mercado (que a la larga 
resultó menos profunda de lo que parecía en ese momento), el sigloXXI se inició con el 
surgimiento, vía electoral, de un nuevo desarrollismo progresista que se denominó “el giro 
a la izquierda de América Latina”5. Durante estos años se desplegaron esfuerzos para 
reconstruir la conducción del Estado, enfrentando entonces el desafío de enmendar los 
problemas redistributivos a través de la ampliación de la protección social, en un contexto 
que reclamaba alternativas a las tradicionales formas de seguridad social del pasado 
(Barrientos, 2012; Brachet-Márquez & Uribe-Gómez, 2016; Huber & Stephens, 2012; 
Uribe-Gómez, 2018). Estos gobiernos tenían en común el rechazo al Consenso de 
Washington, la voluntad de inducir una mayor participación estatal en la dinámica de las 
economías nacionales, la alianza con los movimientos sociales y una perspectiva de 
protección social que buscaba incluir a sectores tradicionalmente olvidados, como el rural y 
el informal. trabajadores (Huber & Niedzwiecki, 2018, p. 2091). 
Si bien se considera que este período se inició en 1998, con la elección de Hugo Chávez en 
Venezuela, su mayor expansión se dio entre 2003 y 2007. Durante estos años, la región 
registró una tasa de crecimiento económico de 3,7 por ciento, muy superior al 0,8 por 
ciento registrado en la década de 1980 y duplicando la cifra de la década de 1990. Según 
Ocampo, “el desempeño económico en 2003-2007 fue incluso algo superior al registrado en 
la década de 1970” (2015, p. 96). En este contexto, los gobiernos de “giro a la izquierda” 
incrementaron el gasto social, impulsaron la expansión de los subsidios monetarios y 
ampliaron el acceso a la asistencia social. 
Este giro político generó una serie de análisis que centraron sus explicaciones en la crisis de 
incorporación6 creada por el modelo de mercado y la recuperación de las capacidades del 
Estado (Alonso & Di Costa, 2015; Filgueira, Reygadas, & Luna, 2012; Repetto, 2004). 
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Estos análisis también exploraron los contenidos de las agendas posteriores al Consenso de 
Washington y se centraron en las diferencias entre estos gobiernos y sus características 
distintivas (Alcántara 2008; Midaglia & Castillo, 2018). Algunos estudios argumentaban 
que se había producido un proceso de ruptura con la posmodernidad colonial (Escobar, 
2010; Mignolo, 2011), mientras que otros daban mayor peso al papel de los partidos y 
movimientos sociales de izquierda como promotores del cambio (Huber & Stephens , 2012; 
Pribble, 2013). Otros enfatizaron la incorporación de personas excluidas o “outsiders” al 
proceso político (Garay, 2016) y las oportunidades generadas en el mercado internacional 
por el auge de las materias primas (Haggard & Kaufman, 2008; Ocampo, 2015). Para 
autores como Silva (2009), estos cambios fueron producto de reacciones defensivas contra 
el orden neoliberal que podrían explicarse por modificaciones en cuatro clusters de poder 
interconectados: clases sociales, política, fuerzas armadas y redes transnacionales. Según 
esta interpretación, las fuerzas que sustentaban el proyecto neoliberal habían sido 
debilitadas por la desaceleración de la economía y, en algunos casos, por el apoyo de 
grupos subalternos por parte de las fuerzas armadas, como había sido el caso de Venezuela 
(2015, p. 409). . 
La primera década de los 2000 estuvo marcada por la expansión de los programas de 
transferencias monetarias condicionadas dirigidos a los pobres y basados en el enfoque de 
capital humano, que buscaban inducir a las familias a mantener a sus hijos escolarizados y 
ejercer su derecho de acceso a los servicios médicos en a cambio de subsidios monetarios. 
Estas estrategias, que gobiernos simpatizantes de las reformas neoliberales ya habían 
comenzado a implementar desde fines de la década de 1990 (por ejemplo, Progresa en 
México, creada en 1997), fueron adoptadas por gobiernos progresistas que se propusieron 
aumentar los montos de las transferencias monetarias y ampliar la cobertura. y beneficios 
Este fue el caso del gobierno de Lula con los programas Hambre Cero y Bolsa Familia, y de 
Argentina con la Asignación Universal por Hijo. En ese momento, el objetivo que se 
perseguía era aumentar la cobertura de la protección social a través de componentes no 
contributivos como una forma de reducir la pobreza (especialmente las pensiones para 
personas mayores de 65 años). Respecto a este tema en particular, autores como Filgueira et 
al. (2012, pp. 50–51) han preguntado por qué algunos gobiernos de izquierda han usado 
estrategias liberales y conservado los programas de alivio de la pobreza en en lugar de 
combatir la desigualdad con cobertura universal. Proponen varias respuestas a esta 
pregunta: conveniencia política, recursos limitados y una débil oposición de los partidos de 
derecha a estos programas. No obstante, estos autores afirman que aún queda por resolver 
lo que denominan “crisis de incorporación”, argumentando que el gran desafío que 
enfrentan los gobiernos de izquierda es crear mecanismos de largo plazo para la transición a 
sistemas universales de salud, educación , y seguros sociales que van más allá de la 
atención asistencial y residual inherente a las transferencias monetarias. 
Incluso si la estrategia de subsidios monetarios ha sido implementada tanto por gobiernos 
de izquierda como de derecha, no podemos hablar de propósitos similares. Mientras los 
gobiernos de izquierda promovían una extensión paulatina de la ciudadanía, los gobiernos 
de centroderecha promovían redes de protección enfocadas en los más vulnerables, 
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atribuyendo la pobreza casi exclusivamente a la falta de ingresos. Como afirman Cecchini y 
Martínez, “detrás de la etiqueta de transferencias monetarias condicionadas, se esconde una 
diversidad de enfoques e innovaciones locales-nacionales. Algunos programas tienen 
condicionalidades más estrictas para los beneficiarios (como Progresa en México), otros 
son más flexibles (p. ej., Bolsa Familiar en Brasil) y otros funcionan como redes de 
coordinación programática con condicionalidades (Chile Solidario)” (2011, p. 180). . Estas 
características han hecho posible la implantación de políticas sociales de segunda y tercera 
generación, pero no podemos hablar de un único modelo de protección social. 
Según la CEPAL, a pesar de la importancia de los programas de transferencias monetarias 
de principios de la década de 2000, la reducción de la pobreza y la expansión de las clases 
medias observada en la mayoría de los países de América Latina entre 2002 y 2008 se debe 
más a aumentos de salarios que a programas sociales: “ De los 15 países donde los ingresos 
aumentaron notablemente entre los hogares pobres, los ingresos laborales representaron las 
tres cuartas partes o más de dichos aumentos en ocho países. La contribución de las 
transferencias (que incluyen los ingresos del sistema de pensiones, las transferencias 
públicas y de otros hogares) al aumento de los ingresos de los hogares pobres fue menor, 
excepto en Uruguay, donde jugaron un papel importante” (CEPAL, 2017). 
Para Pribble (2013), se ha dado demasiado peso al papel que juegan los partidos políticos 
en la explicación de estos procesos. Propone incluir otros determinantes, como los legados 
de la política social, las formas en que los partidos de gobierno se organizan y establecen 
vínculos con los grupos sociales y la dinámica de la competencia política. Estas 
dimensiones le han servido como punto de partida para analizar el grado de universalismo 
alcanzado por los programas sociales de los gobiernos de centroizquierda en Chile, 
Argentina y Uruguay. Sobre la base de una medida de universalismo según los niveles de 
cobertura, el carácter de la implementación de políticas(como transparente o discrecional), 
los aumentos en la calidad, las disminuciones en la segmentación y la sostenibilidad fiscal, 
clasifica a los países según se distribuyen en las siguientes dimensiones: (1) universalismo 
puro , caracterizado por una cobertura del 100 por ciento de la población y por un 
financiamiento equitativo y sostenible (modelo abordado por la salud en Costa Rica); (2) 
reformas avanzadas, que aumentan el acceso hasta por lo menos el 50 por ciento de la 
población más pobre y administran los beneficios con transparencia para minimizar las 
manipulaciones políticas, como en Chile y Uruguay; (3) reformas moderadas, como la 
reforma educativa en Argentina; (4) universalismo débil, ejemplificado por las reformas de 
asistencia social en Venezuela, que, a pesar de la transparencia, no ha logrado aumentar la 
cobertura, el tamaño de las transferencias y la sostenibilidad del financiamiento; y (5) 
reformas regresivas, que exacerban los problemas de cobertura, desigualdad y 
financiamiento, como en el sistema de pensiones argentino durante la presidencia de Carlos 
Menem. 
Otros análisis, como el de Garay (2016), exploran el proceso de expansión de los sistemas 
de bienestar latinoamericanos desde 1980, argumentando que las políticas sociales se han 
rediseñado para incorporar a la población tradicionalmente desprotegida, o los llamados 
outsiders (que incluyen trabajadores informales y rurales, desempleados y personas 
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dependientes). Con base en el estudio de las transferencias de ingresos, salud y pensiones 
en Argentina, México, Brasil y Chile, Garay propone que la expansión del carácter no 
discrecional de las políticas sociales ha dependido de la consolidación de la democracia en 
la región, lo que ha permitido la presencia de partidos de oposición, mayor competencia 
electoral por votos externos y presencia de movimientos sociales activos. La competencia 
electoral condiciona el momento en que se implementan las políticas, mientras que la 
movilización social determina el tipo y las características de estas políticas sociales como 
inclusivas o restrictivas, con diferentes niveles de cobertura, beneficios y mecanismos de 
participación (Garay, 2016). 
Las explicaciones que muestran la importancia de los gobiernos de izquierda en la 
disminución de la pobreza y la desigualdad y el papel de los movimientos sociales y los 
legados políticos han sido predominantes durante este ciclo. En este contexto, temas como 
la construcción de un piso básico de bienestar, los principios de derechos versus 
aseguramiento, universalismo versus focalización, cobertura versus acceso a servicios de 
alta calidad y sistemas contributivos versus no contributivos han sido permanentes en la 
agenda de la política social. 
El Fin del Ciclo Progresista: ¿Cambios o Continuidades? 
Después de 2014 se profundizó la crisis del modelo político de gobiernos progresistas. Para 
entonces, Hugo Chávez había muerto, Cristina Kirchner había perdido su mayoría 
parlamentaria y la gente había protestado en Brasil contra el aumento de los precios del 
transporte público, la mala calidad de la educación y la corrupción. En 2015, el “giro a la 
derecha” parecía ser una realidad, aunque en Bolivia y Uruguay seguían existiendo 
gobiernos de centroizquierda. En ese año, Argentina eligió al empresario conservador 
Mauricio Macri, tendencia que se reforzó en Chile con la elección de Sebastián Piñera en 
2017. En Brasil, Dilma Roussef, del Partido de los Trabajadores, fue destituida en 2016, y 
un partido de derecha tomó la presidencia. su lugar, seguido en 2018 por otro presidente 
aún más conservador. 
Los programas de transferencias condicionadas han persistido durante este “nuevo” ciclo de 
partidos de centro-derecha. Si bien Macri y Piñera habían anunciado recortes en el gasto 
social, ambos han continuado con los exitosos programas lanzados por los gobiernos 
posneoliberales7, como las pensiones no contributivas y las transferencias monetarias que 
requieren poca inversión y contribuyen a legitimar sus respectivos gobiernos. Esta 
tendencia, sin embargo, no ha estado acompañada ni por la expansión de los servicios 
públicos ni por programas dirigidos a la universalización de los derechos ciudadanos, como 
había sido el caso bajo los gobiernos posneoliberales (Niedzwiecki & Pribble, 2017, p. 74). 
Se han realizado análisis muy esclarecedores para explicar por qué, a pesar de los cambios 
en las tendencias ideológicas de los gobiernos, los programas redistributivos se han 
mantenido e incluso ampliado (Fairfield & Garay, 2017; Huber & Niedzwiecki, 2018). 
Según Fairfield y Garay (2017), tanto la competencia electoral por los votantes de bajos 
ingresos como las presiones ejercidas por actores del sector empresarial y de los 
movimientos sociales han incentivado la adopción de programas de redistribución entre 
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representantes tanto de izquierda como de derecha. En este último, esta tendencia se explica 
en términos de un interés por el funcionamiento óptimo del mercado, lo que requiere 
estabilidad política y social. Aun así, las aspiraciones de los gobiernos conservadores en 
esta línea suelen ser más modestas. Por ejemplo, la crisis económica, que se agudizó en 
2015-2016 durante la presidencia de Michel Temer en Brasil, sirvió como argumento para 
hacer recortes significativos en los programas sociales, tendencia que probablemente se 
refuerce con el ascenso de Jair Bolsonaro al poder presidencial en 2018. 
A lo largo de la década de 2000, varios analistas de la política social en América Latina han 
dado especial relevancia a la posición ideológica de los líderes (tanto de izquierda como de 
derecha) para explicar los cambios de política social que se han producido en la región. 
Otros, entre ellos Osorio (2018), se han centrado en el papel que han jugado organismos 
internacionales como el BM y el Banco Interamericano de Desarrollo en la difusión de 
programas de transferencias monetarias condicionadas. Estas organizaciones, argumenta el 
autor, han conformado una comunidad epistémica regional que, junto a think tanks, 
expertos y universidades públicas, ha contribuido a difundir y legitimar estos programas. 
Uno de los análisis más novedosos de estas transformaciones recientes (Levinas, 2017) 
muestra que incluso durante los años del “giro a la izquierda” (bajo los gobiernos de Lula 
Da Silva y Dilma Rousseff en Brasil), la financiarización8 de la economía y la 
implementación de políticas neoliberales continuó sin cesar. Según el autor, los 
conglomerados privados aumentaron su presencia en la prestación de servicios sociales 
durante estos dos gobiernos. Adicionalmente, se incentivó un mayor endeudamiento de los 
hogares, lo que aumentó la vulnerabilidad de las clases populares y limitó la 
desmercantilización en el acceso a derechos. Para Levinas, debemos recordar que el 
objetivo de las políticas sociales es, en principio, asegurar los niveles de bienestar, no el 
acceso al crédito financiero. Este trabajo revela claramente un aspecto poco discutido de la 
competencia política por los recursos sociales en el que las organizaciones financieras se 
convierten en jugadores en “alianza” con las élites gubernamentales (izquierda y derecha) y 
los responsables políticos. Su análisis también muestra claramente cómo el crecimiento de 
los proveedores privados de servicios sociales ha influido en las decisiones de política 
social y en los patrones de consumo de las personas. 
A partir de los elementos discutidos hasta aquí, es imperativo indagar sobre el futuro de la 
protección social en la región. De acuerdo con el informe PREALC 2018 titulado “Hacia 
una Agenda Regional de Desarrollo Inclusivo”, la agenda de desarrollo sostenible 2030 
debe ser el marco de las acciones encaminadasa lograr la equidad. Sin embargo, el mismo 
estudio advierte que las medidas críticas requeridas para hacer avanzar esta propuesta son 
bloqueados por la persistencia de la pobreza y las desigualdades, la inequidad en el acceso a 
la protección social y la insuficiente inversión social. 
Reflexiones finales 
Los diferentes episodios de creación, expansión y transformación de la protección social 
analizados en este artículo muestran relaciones particulares entre el Estado, la sociedad y el 
mercado en la lucha por la distribución del bienestar. En general, encontramos que las 
narrativas ofrecidas en la literatura especializada en este tema han mostrado el cómo de los 
desarrollos experimentados por los sistemas de bienestar en América Latina e identificado 
los factores que han incidido en estos cambios, pero pocas veces han buscado descubrir el 
por qué de los mismos. estas transformaciones. El cómo es el conjunto de contextos 
históricos en los que el EB se desarrolló y evolucionó hasta el día de hoy en los diferentes 
países de la región. A saber, las diferentes caracterizaciones adoptadas para describir la 
institucionalización de los sistemas de bienestar y las tipologías propuestas para mostrar las 
especificidades de la región durante la segunda mitad del siglo XX. En cambio, el por qué 
se trata de explicar el surgimiento y movilización de fuerzas políticas alternativamente a 
favor y en contra de decisiones estatales progresistas o regresivas que han marcado la 
historia de la protección social en América Latina. Pero estudios más recientes (como los 
de Castiglioni, 2016; Garay, 2016; Huber & Stephens, 2012; Levinas, 2017) han logrado 
importantes avances en desenterrar las causas de los avances o retrocesos en estas disputas 
distributivas en contextos democráticos. 
A pesar de la fecundidad de estos aportes más recientes, queda mucho por hacer para 
explicar cambios no anticipados en los ciclos de política social que, en un momento, 
parecían haber roto con lógicas oligárquicas y excluyentes al incorporar nuevos grupos 
sociales a los programas de protección social (como en Argentina , Chile y Uruguay 
durante la primera década del presente siglo), para volver a ellos, a partir de 2014, con la 
llegada al poder de gobiernos de derecha. Estos últimos, si bien han mantenido algunos 
beneficios, como las transferencias monetarias, han dado baja prioridad a las acciones 
encaminadas a disminuir las desigualdades y definir la protección social como un derecho 
de ciudadanía. Para llenar este vacío, necesitamos análisis comparativos más detallados de 
los altibajos de los procesos políticos y económicos que alternativamente han aumentado y 
disminuido las oportunidades políticas abiertas a las fuerzas políticas rivales para remodelar 
las políticas de protección social. Dichos estudios deberán tener en cuenta la fuerza relativa 
del régimen democrático a lo largo del tiempo; trabajo en red entre actores nacionales y 
transnacionales; giros inesperados con consecuencias imprevisibles; cambios en las reglas 
de distribución de energía; ciclos de contención; y las consecuencias del surgimiento de 
nuevos actores organizados, como las asociaciones de personas jubiladas, las 
organizaciones de trabajadores informales y las mujeres involucradas en los programas de 
transferencias monetarias condicionadas.

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