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P y S – Texto 27 1 Novaro (17, 168) Capítulo I: El golpe del 24 de marzo de 1976 El año 1976 se inició bajo el signo ominoso de la violencia política, la crisis institucional y el descalabro económico. La economía está estancada desde los efímeros éxitos iniciales de la concertación peronista. El aumento del precio internacional del petróleo y la depreciación de los alimentos anunciaban crecientes desequilibrios en la balanza de pagos. La inflación se aceleraba a pesar de los intentos de controlarla. Para controlar esto el gobierno había creado un paquete de ajuste de salarios y tarifas y devaluación del peso llamado “rodrigazo”, no logró ningún cambio en la tendencia inflacionaria. El déficit público alcanzó un record histórico: 12,6% del PBI. Por esos días se registraba un asesinato político cada cinco horas, y cada tres estallaba una bomba. En diciembre se habían contabilizado 62 muertes originadas por la violencia política. En enero ascendieron a 89 y llegaron a 105 en febrero, la mayor parte provocadas por bandas paramilitares y el silencio cómplice de las autoridades. El gobierno de Isabel ya había cambiado varias veces de ministro de Economía intentando dar con una fórmula para convencer tanto a militares como a empresarios, de que podía poner en caja el poder de los sindicatos, desactivar las luchas facciosas en el peronismo y limpiar de los “elementos subversivos infiltrados” tanto el movimiento como el sindicalismo. En la navidad del 75 Videla envió un ultimátum al gobierno ya que no bastaba haber ampliado el teatro de operaciones de la guerra antisubversiva a todo el país, ni haber designado generales en actividad al frente de la Policía Federal y la SIDE; el gobierno ebía purificarse de la “inmoralidad y la corrupción la especulación política, económica e ideológica” o sería desplazado. El golpe del 76 no es simplemente un eslabón más en la cadena de intervenciones militares que se inició en 1930. Es un régimen mesiánico inédito que pretendió producir cambios irreversibles en la economía, el sistema institucional, la educación, la cultura y la estructura social, partidaria y gremial. 1. El golpe y el consenso inicial El 24 de marzo de 1976 una junta de comandantes de las tres armas asumía el poder político en nombre del autodenominado Proceso de Reorganización Nacional, cuyos objetivos serían: restablecer el orden, reordenar las instituciones y crear las condiciones para una “auténtica democracia”. Isabel, sus ministros y figuras importantes del gobierno peronistas fueron apresados. Estas detenciones se multiplicaron afectando a delegados sindicales, militantes peronistas y de izquierda, periodistas e intelectuales. Muchos pasaron a engrosar la lista de desaparecidos. Algunos tuvieron más suerte y fueron “blanqueados” o “puestos a disposición del Poder Ejecutivo Nacional”. La CGT y “las 62” atinaron a anunciar un paro y una movilización a Plaza de Mayo. Pero el desánimo y la desmovilización de los actores políticos garantizaron la pasividad con la que se recibió el golpe. A la cárcel se sumaba la intervención de los sindicatos más importantes y de la CGT, la prohibición de las huelgas, la CGE y la suspensión de los partidos políticos que no habían sido prohibidos, acusados de promover actividades subversivas, y de otras asociaciones gremiales y empresarias. La ruptura del orden constitucional contaba en esta oportunidad con un amplio consenso social y con un monolítico respaldo de las FFAA. El consenso social que recibieron inicialmente reflejaba la creencia de que la coyuntura creada desde mediados de 1974 por un gobierno civil en bancarrota no ofrecía alternativa alguna al ejercicio militar del poder, creencia particularmente marcada en los sectores empresarios y la jerarquía católica. Este consenso también se cimentaba en un profundo temor frente a la generalización de la violencia y la evaporación del orden público, un similar disgusto por la P y S – Texto 27 2 política democrática, partidos y organizaciones, y el resignado acatamiento a la voluntad militar. La sociedad argentina experimentó un enorme proceso de despolitización, con el objetivo de convertirla en un rasgo permanente del nuevo orden social. En 1966, la Revolución Argentina fue recibida como una oportunidad para inaugurar una nueva Argentina. El ascenso de Onganía al poder podía ser visto como la oportunidad para concretar “el despegue” argentino. El descalabro en que concluyó esta experiencia no podía sino resultar demostrativo, para los militares del 76, de las necesidades de que las FFAA mediaran y regularan todo contacto del gobierno con la sociedad, y se redujeran al mínimo las negociaciones con todos los sectores y grupos, incluidos los más cercanos adherentes. Las FFAA deberían gobernar desde arriba, haciendo oídos sordos a sus reclamos y opiniones, conduciéndolas contra su voluntad por el camino de la regeneración. A imagen de la experiencia brasileña en curso desde 1964 la solución consistía en una gestión prolongada (“tenemos objetivos no plazos”) que fuera capaz de completar sus metas, sentar sus bases de legitimación social y luego dar lugar a una convergencia cívico-militar de la que debía resultar un nuevo sistema político. Así si bien su aspiración fundacional encontraba afinidad por el proyecto del onganiato, dos datos esenciales lo diferenciaban de ella: la radicalidad del diagnóstico y la terapia regenerativa y la aspiración a conformar un poder autónomo. Los militares aspirarían no a lograr el respaldo de las fuerzas políticas y sociales existentes, sino a que ellas se desarticulasen y re articulasen en nuevas organizaciones más confiables. El fantasma de la “disolución nacional” terminó otorgándole a los militares la condición que siempre se habían atribuido: la de garantía de la unidad y el orden de la nación. Mediante los decretos dictados por María Estela Martínez de Perón e Ítalo Luder, las FFAA recibieron la autorización para “aniquilar” la guerrilla, primero en Tucumán, y luego en todo el territorio nacional, lo que significaba un reconocimiento de su rol decisivo en el “conflicto fundamental” y en el orden que resultaría de su resolución. La profundidad de la crisis debía borrar el recuerdo de su humillante salida del gobierno en 1973 y garantizarles un crédito ilimitado para el ejercicio del poder. Las FFAA se apropiarían por esta vía de las sensaciones (temor fracaso, etc.) producidas en la sociedad por la crisis, para difundir su diagnóstico de la situación y su terapia para resolverla. 2. El diagnóstico y los planes de la cruzada restauradora La coyuntura que en que se gestó el golpe fortalecía las convicciones de la gravedad de la situación que exigía respuestas definitivas aplicadas por una mano férrea. Esta visión era la culminación de la trayectoria ideológica alimentada desde los años sesenta por la doctrina de seguridad nacional. El diagnóstico de la guerra revolucionaria, una guerra no declarada, no convencional, que hace de la educación la cultura, la familia y la fábrica, otros tantos campos de batalla entre los valores nacionales y un monstruo de mil cabezas, la subversión, había devenido en un programa “institucional”, en el que convergían todas las facciones militares y sus tradicionalmente divergentes miradas de la realidad argentina. La inscripción de los conflictos sociales y políticos que desangraban el país en el marco de una guerra global permitía que se conciliaran el integrismo católico, el desarrollismo nacionalista y el tradicionalismo liberal. Aunque esto no significó que sus tensiones terminaran del todo. El catolicismo fundamentalista y el anticomunismo habían sido los componentes más estables en la cultura militar y de sus alianzas político-sociales. No serían menos en esta oportunidad. Esos valores tradicionales eran completamente funcionales para la fuerte orientación restauradora de losgolpistas. Rota la armonía entre las condiciones de seguridad y las del desarrollo, la absoluta prioridad que adquiría la guerra interna permitía dejar P y S – Texto 27 3 en segundo plano el discurso respecto de los efectos ordenadores que podían esperarse del progreso material. La cuestión era ahora recuperar el orden en todos los terrenos. Este orden consistía en una articulación entre el Estado y la sociedad que diera estabilidad en las relaciones de autoridad, tanto en la economía como en la política, la educación y la religión. Asumir esto implicaba reconocer las causas solidarias del desorden y la fundamental era: el populismo. A medidas que el programa antisubversivo fue tomando cuerpo, fue imponiéndose un nuevo consenso interno, repudiando el populismo político y las formas de organización de la economía como el proteccionismo industrialista y el estatismo. Ambos conflictos que en otros periodos fueron considerados con beneplácito en las filas militares, ahora aparecían asociados a la proliferación de conflictos sectoriales, la politización de las masas y la “penetración subversiva”. La magnificación de los valores tradicionales y de la doctrina de seguridad nacional en el diagnóstico y la terapia que se fueron gestando prometerían despejar las ambigüedades que habían caracterizado las preferencias militares en el terreno de las políticas económicas. (Igual Massera como dijo Andrea en clase era medio populista) Se difundió entre ellos una doctrina político económica genéricamente librecambista y anti estatista, asociada por un estrecho vínculo de sentido con el combate de la subversión y el disciplinamiento social. En la formación de este consenso contribuyeron un sector de la opinión empresaria, más librecambista. El diagnóstico militar que enfatizaba la necesidad de erradicar la subversión y el diagnóstico oligárquico conservador que apuntaba a eliminar el protagonismo del sector industrial en el campo económico, tenderían a coincidir en medios y fines: la cuna de la subversión, la Argentina populista, tenía por pilares dos sectores que debían ser drásticamente redefinidos: una clase media “indisciplinada” y un empresariado “ineficiente”. Martínez de Hoz fue el gran exponente de esta unión entre militares y empresarios librecambistas del establishment. El programa político finalmente adoptado tendría las características de un compuesto mixto de recetas neoliberales, conservadoras y desarrollistas, cuyo punto de convergencia sería el objetivo de redefinir el comportamiento de los actores a través del disciplinamiento de los mercados y la intervención selectiva del estado. La meta central de este programa sería mucho más política que económica y sería introducir un cambio estructural de las relaciones de poder, alterar el balance de las fuerzas sociales domésticas. No importaba tanto dejar atrás el estancamiento y la alta inflación como crear las condiciones estructurales, irreversibles, para que las relaciones entre capital y trabajo fueran completamente diferentes de las del pasado. 3. “Una solución institucional para una crisis institucional” Los golpistas habían aguardado durante meses el momento en el que la gravedad de la crisis y la aparente o real falta de alternativas otorgaran una legitimidad indiscutible a su intervención, trabajaron mientras tanto febrilmente en el diseño institucional, las alianzas y las orientaciones políticas del futuro régimen. Durante meses se prepararon redactando un programa económico, hecho por Martínez de Hoz, preparando el plan represivo y realizando una declaración de objetivos y metas y también su ordenamiento institucional. Dos actas son representativas de esto, el “Reglamento para el funcionamiento de la Junta Militar, el Poder Ejecutivo Nacional y la Comisión de Asesoramiento Legislativo (CAL)”, y el “Estatuto para el Proceso de Reorganización Nacional”. El esfuerzo inédito de planificación y organización institucional en el origen del Proceso está en relación con el carácter estratégico y de larga duración de las metas que el régimen se proponía alcanzar. Ellos P y S – Texto 27 4 no se justificaban con argumentos autoritarios, sino republicanos: el Proceso actuaría invocando siempre la Constitución de 1853. Sus metas eran en el terreno institucional y el económico ambiguas o inconsistentes. Por lo tanto, la gestión no tardaría en extraviarse en los laberintos de fuertes debates internos y agudas contradicciones. Para evitar caer en las tentaciones y las contradicciones los militares debían controlarse unos a otros en el ejercicio de las funciones de gobierno. Unanimidad y faccionalismo también se combinaron, de este modo para dar a luz a una novedosa modalidad de institucionalización y ocupación del aparato estatal. Los militares llegaban al poder con la firme convicción de que, como institución, tenían un papel central en la resolución de las disyuntivas que afrontaba el país. Ello quedaría reflejado en el “monolitismo institucional” con que los golpistas se hicieron con el Estado. Al establecerse que la Junta sería el órgano supremo del régimen, se confirmó que el proceso iniciado comprometía institucionalmente a las tres fuerzas. Ellas asumirían de común acuerdo las decisiones fundamentales para lograr los objetivos propuestos y lo harían en el cumplimiento de su rol institucional como guardianes del orden y de la preservación de la nación. Esto implicó limitar la personalización del poder, se establecieron mandatos trianuales de los integrantes de los tres órganos superiores del régimen. Se acotó el poder presidencial. La junta elegía al presidente y a los miembros del CAL. Lo más significativo de este diseño era que el presidente no podría ser miembro de la Junta. En virtud de estos arreglos, la Junta se reservaba el mando de tropa, compartía con el presidente las funciones de administración del PE, con derecho a veto. Las disputas empezaron nada menos que por la regla de oro del “cuarto hombre”, que garantizaba la separación entre Ejecutivo y la Junta: el Ejército logró imponerles a las otras fuerzas, pese a la resistencia de Massera, la continuidad de Videla en la comandancia en jefe (recién pasa a retiro en julio de 1978) aduciendo la “situación de excepcionalidad” que suponía la “lucha antisubversiva”. Un rasgo del modelo de los golpistas para la ocupación del Estado fue la extensa militarización y distribución tripartita de los cargos públicos. La gravedad del enfermo y la magnitud de la operación quirúrgica a realizar aconsejaban a los mando que el nuevo gobierno no debía ser cívico-militar, como en tiempos de Aramburu, ni tutelado, como el de Guido, ni puesto en manos de un profesional como Onganía, lo ejercerían esta vez las FFAA en conjunto y por sí mismas. Como explicaba Videla, “las FFAA, como institución, dieron una respuesta institucional a una crisis también institucional”. EL curso de los acontecimientos habría de colorear estas palabras con siniestra razón. 4. El Proceso se pone en marcha La ordenada y exhaustiva ocupación del poder permitió a la cúpula dar inicio a su gestión de gobierno sin mayores obstáculos. La retórica triunfal del presidente y de la Junta, y los contundentes golpes asestados a la “subversión” dieron el marco para que los ministros y funcionarios abundaran en extremos planes de reforma. En virtud de su complejo y bastante confuso diseño institucional, el Proceso se las ingeniaba para combinar una fuerte concentración de poder con una muy marcada fragmentación interna, que se evidenciaría tempranamente en la impotencia del Ejecutivo para tomar ciertas decisiones de gobierno y para implementar de un modo mínimamente consistente las que podía adoptar. Videla era un representante del profesionalismo prescindible y un general que distaba del hiperpoliticismo del almirante Massera, esto aparento ser funcional al esquema institucionalprevisto. Pero esta ilusión no duró mucho. P y S – Texto 27 5 En cuanto al gabinete, los funcionarios designados por cada fuerza rendirían cuenta a sus respectivos comandantes antes que al PE. En cuanto al CAL, aunque estaba formado por tres miembros por cada fuerza, los votos se emitían en bloque, de modo que quedaba descartada cualquier posibilidad de ruptura de la unidad de cada fuerza. Todo lo contrario, se alentaba el enfrentamiento de ellas. Entre las tres fuerzas se les fue haciendo más y más difícil llegar a acuerdos y sostenerlos, el sistema institucional adoptado no colaboraba en lo más mínimo a resolver esta dificultad. No pasaba inadvertido para ninguno de los protagonistas del momento que el Ejecutivo no podría superar las dificultades aludidas mientras estuviera Videla. Durante los primeros meses, la atención del gobierno y de la Junta estuvo focalizada en dos frentes que se consideraban decisivos para la consolidación del régimen y la persecución de sus objetivos estratégicos: la “guerra antisubversiva” y las reformas económicas. La primera cayó bajo la responsabilidad directa de los hombres de armas y la segunda en un influyente hombre de negocios y su equipo de colaboradores. La situación económica se discutió abiertamente, tanto dentro del gobierno como en grupos empresarios, en menor medida, en los partidos y medios de comunicación. Los sectores enfrentados a Videla en este terreno (Massera y los generales desarrollistas) no tardaron en lanzar sus críticas al equipo económico. Las fuerzas políticas el desarrollismo y radicales, descubrieron que en este terreno podían expresar sus críticas sin correr riesgos y apuntaron a recuperar algún protagonismo sacando provecho de diferencias existentes entre los uniformados. El plan económico tenía como objetivo no un buen desempeño económico, sino tener efectos reformuladores de la estructura societal. Fue un plan económico en sus primeros pasos se mantuvo dentro de los cánones habituales de los ajustes ortodoxos. Realizaron una reforma un tanto limitada para gusto de Martínez de Hoz de la ley de Contratos de Trabajo. A su vez, para asegurar su posición Martínez de Hoz pudo mostrar casi inmediatamente los frutos del respaldo internacional que disfrutaba. En primer lugar, se dieron los pasos iniciales de la apertura comercial. En el órden macroeconómico el ministro impuso un duro ajuste ortodoxo. Para eso realizó un congelamiento de salarios por tres meses (haciendo perder un 40% del salario real). En principio logro bajar la inflación, pero luego comenzó a tomar medidas más heterodoxas y la inflación continuó en valores muy altos. Esto se debe posiblemente a que el gasto público no lo controlaba el Ministerio de Economía ya que lo manejaban los militares según sus deseos e iban en detrimento de la política económica llevada a cabo por Martínez de Hoz. Para disciplinar los mercados el ministro llevaría a cabo una reforma financiera profunda. (cap. 3) Capítulo II: El Imperio de la Muerte El colapso de la guerrilla La escalada de violencia en el gobierno de Isabel preparó el terreno para el golpe. Las guerrillas ya estaban derrotadas, pero continuaban militarizándose y haciendo actos violentos porque creían en una posible revolución, perdiendo prestigio y provocando que los militares busquen disolver toda disonancia mediante la represión. P y S – Texto 27 6 El ERP buscaba establecer una guerrilla rural en Tucumán en 1974. El gobierno responde en febrero de 1975 con el Operativo Independencia, creándose los primeros centros de detención y sus grupos operativos. En ellos rotaban las tres fuerzas para entrenarse. Montoneros hace una gran cantidad de ataques en fábricas y contra el Ejército, lo que intensificó la represión. En octubre de 1975 intentaron atacar el regimiento 29 (Formosa), fracasando y provocando que el Ejército sea autorizado a extender la guerra antisubversiva y sus mecanismos a todo el país. El ERP atacó el regimiento 601 (Monte Chingolo) en diciembre de 1975, siendo derrotados. En julio de 1976, matan a sus líderes. En 1977, luego de más secuestros, suspenden la resistencia en Roma y se dividen. En 1976, la represión genera la falta de cuadros correctamente entrenados en Montoneros, su actividad ya era nula en 1977. Esto se debe a que no cambiaron de estrategia ya que, debido a su experiencia anterior, se creían imbatibles y daban por seguro el levantamiento de las masas. Debido al reclutamiento de demasiados militantes novatos y a su mezcla con la izquierda peronista, los militares terminen por no distinguir entre guerrilleros y militantes, tomando a estos como subversivos. Tanto ERP como Montoneros consideraban que el Proceso planteaba un mejor escenario que el gobierno de Isabel, el adversario ahora era visible, lo que legitimaría la lucha armada y alinearía a las masas, pero su error fue que nunca se imaginaron una cacería humana que acabaría con sus bases. Los líderes de Montoneros en el exilio pretendían suceder al peronismo, haciendo que varios militantes retornen para la Contraofensiva de 1979. El fracaso rotundo y los rumores de encuentros con la Armada provocaron el desprestigio y el fin de Montoneros. El terrorismo de Estado: de la Tres A al plan de las tres Armas Hay una marcada continuidad entre la Triple A y el Proceso: involucrar a todo el sistema de defensa orgánicamente en la formación de un ejército secreto para llevar a cabo un plan de operaciones que sistematizaba y perfeccionaba lo que los grupos parapoliciales habían venido haciendo en el gobierno anterior. En los meses previos al golpe se intensifica el clima de guerra, acá es cuando el terrorismo de derecha apoyado por sectores peronistas del gobierno fue mucho más efectivo con la guerrilla. La Triple A, fundada por López Rega, tuvo un papel importante debido a sus miembros (oficiales retirados y en actividad, matones sindicalistas y de derecha) y al respaldo de agencias estatales (el Ministerio de Bienestar Social -de López Rega- , la SIDE, estructuras policiales, gobernadores, regimientos y cuarteles). Desaparece con el golpe, ya que sus miembros se incorporan al Proceso. ¿Cómo surge? Desde los cincuenta, cuando la inestabilidad se atribuyó al peronismo y a la izquierda, fueron tomando forma tanto la doctrina de seguridad nacional como el enemigo: la subversión, a la que se tenía que combatir con “sus técnicas”: terrorismo encubierto. Esto se legitima con las escuelas militares norteamericanas a las que fueron militares argentinos entre los años 60-75, y al normalizarse provocó problemas de cohesión, deteriorando la unidad y autoridad internas. Entones, las cúpulas obsesionadas con la seguridad interna desarrollaron tanto un fanatismo como una disposición a romper las reglas y la disciplina de las FFAA. En los años 74-75, el accionar de la guerrilla y la izquierda, además de sus relaciones con amplios sectores peronistas y católicos terminaron por radicalizar a los militares en su postura, llegando hasta los altos mandos, segregando a los que se oponían. En septiembre de 1975, con la Estrategia Nacional Contrasubversiva, surge la doctrina de guerra: ampliar el Operativo Independencia a todo el país. Este proceso de deterioro institucional P y S – Texto 27 7 de radicalización, faccionalismo, corrupción y selección negativa1 se competa con el movimiento que lleva a la cúpula militar al Proceso. Los militares se obsesionaron tanto con identificar a su enemigo, la condición subversiva, que esta se volvió muy amplia y difusa: un virus ideológico que podía estar en cualquiera. Esta lucha era por la patria, unida a las FFAA: para los militares ser subversivo era no ser argentino, no tenías derechos por ser ciudadano o humano, sino sólo si eras “buen argentino”, las FFAA se veían como las protectoras de una civilización, con una base fuerte de integrismo católico.El mesianismo del régimen militar se nutrió del apoyo de la jerarquía católica, de una Iglesia sostén de la Nación, que temía una revolución con el Concilio Vaticano II (1962), el Movimiento de los Sacerdotes del Tercer Mundo (1967) y el Consejo Episcopal Latinoamericano en Medellín (1968), donde se criticaban la rigidez de la jerarquía y la asociación de la Iglesia con la preservación de un orden social. A estos reformistas se los aisló, provocando su radicalización. Cuando la represión aumentó (incluso contra sacerdotes), se buscó un difícil equilibrio para poder seguir apoyando al régimen, que incluso estaba bien visto por el Vaticano, aunque le fue quitando apoyo. Cuando el silencio se hizo insostenible, la Conferencia Episcopal intentó reclamar por los desaparecidos, pero luego de una serie de acuerdos, la Iglesia decidió ignorar lo que estaba pasando. Había demasiado en juego como para reconocer unos cuantos “excesos”, ya que relacionarse con el poder permitía lograr objetivos institucionales, pero además vieron que el integrismo ya no servía: se reorientaron al ecumenismo, moderando la intolerancia y encarando la cuestión social sin militancia, permitiendo a la Iglesia en el futuro presentarse como la voz de la sociedad victimizada y fracturada. La victoria del Proceso y su precio Las operaciones del Proceso fueron masivas y eficaces, mediante un método sistematizado de localización, secuestro, tortura, trabajos forzados y desaparición. La represión del Proceso fue enorme comparada con otros países, su masividad y método permitió imponer terror a un sector muy amplio de la sociedad y ocultar a los responsables (y a los detenidos). Así, se pudo mantenerla lejos de la opinión (especialmente la externa) y de los alcances de la ley. En los secuestros habitualmente se robaban las pertenencias de las víctimas y a sus hijos. Los militares habían identificado dos terrenos donde había buenos “objetivos”, a donde se destinaron los mayores esfuerzos: el sindical, que había evitado los programas de anteriores gobiernos militares y se había radicalizado; y el educativo, en particular la universidad y sus agrupaciones. Otro rasgo del plan fue la combinación de una concepción y conducción centralizada, con una estructura operativa informal y descentralizada. Fue tan eficaz que empezó a desactivarse a mediados de 1978, ya que la mayor parte del trabajo estaba terminado, además de que se aproximaba el Mundial y había presión internacional. Esto provocó conflictos entre los militares: el Ejecutivo y comando del Ejército querían declarar la victoria, pero los sectores duros, en especial de la Armada, se resistían porque eso implicaba apertura política y pérdida de poder. Además, la guerra sucia seguía siendo un factor de cohesión, volviéndose muy riesgoso terminarla, entonces solo se la ralentizó y se les dio nuevos objetivos: combatir la infiltración cultural y educativa, además de colaborar con otros países americanos (el Plan Cóndor permitía este trabajo conjunto). Por su parte, en 1979 las organizaciones de DDHH empezaron a ser cada vez más desafiantes, apoyadas en la visita de la Comisión Interamericana de DDHH. 1 Los extremos de una característica son seleccionados en contra, por lo que los organismos "promedio" sobreviven. P y S – Texto 27 8 Seguridad y temor: la vida cotidiana en los primeros años del Proceso La vida de los argentinos durante los primeros años del Proceso fue profundamente conmovida, no por el establecimiento de un régimen autoritario y opresor, sino por un proyecto de reorganizar la sociedad mediante el terrorismo de Estado, lo que separó la vida cotidiana en dos mundos diferentes. El mundo de la seguridad: Debido a la amenaza subversiva surgida en los años anteriores, hubo un acompañamiento social al Proceso que, a diferencia de un totalitarismo revolucionario, fue conservador, no fue acompañado por grandes movilizaciones ni, por lo tanto, por violencia horizontal2, además de tener un discurso ambiguo e incoherente. El golpe fue visto como una nueva intervención correctiva y moderadora de las FFAA, no como un fenómeno diferente. El “acostumbramiento” de regímenes militares y civiles permitió que no llamara la atención el espíritu refundacional que distinguía al Proceso y que le iba a permitir superar a las anteriores experiencias militares. Los argentinos querían que termine la violencia, trataron de pensar que a ellos no les podía pasar (“por algo será”) ignorando que ellos también podían ser “chupados”, pero este consentimiento de métodos ilegales se completó con algo siniestro: ignorarlo, negarlo, evadirlo. El mundo del temor: Por el Rodrigazo, muchos vieron al Proceso como la intensificación de una represión que ya venían experimentando, pero se fueron dando cuenta que las acciones del Estado no eran una continuidad de este, ya que no solo eran represivas, sino que afectaban sus condiciones de vida: caída de los salarios, rotación en los puestos de trabajo, empeoramiento de las condiciones laborales (la única preocupación de los militares era que no aumente el desempleo), cambios de planes educativos, medios aburridos. Todo esto llevó al tedio y a la angustia (“no se irían”). El régimen también lanzó una serie de políticas públicas que buscaban orientarse a desmantelar las estructuras formales e informales de protección estatal que se habían creado desde la década de 1930 con el primer peronismo. A pesar del miedo El miedo no tuvo los mismos efectos en todos: muchos denunciaron y se enfrentaron al mismo destino. Hubo una supresión del espacio público, pero debido a que no había presión colectiva favorable al Proceso, hubo posibilidad de acción con otros: manteniendo un sentido de reconocimiento, una resistencia en el ámbito privado y secreto. Quizá el movimiento más identificatorio y movilizador fue el del rock nacional, siendo este tanto de los rockeros como los que desafiaban al régimen. Desde el lado de las empresas, las nuevas condiciones laborales tuvieron que ser impuestas a la fuerza dada la resistencia gremial, que logró limitar la acción del gobierno y las empresas. La política del deporte: “una fiesta de todos” 2 Básicamente, la violencia horizontal es que los partidarios activos del régimen movilizados actúan constantemente en la vida cotidiana, atacándote si estás contradiciendo al régimen. En el Proceso solo había violencia vertical: la coerción del Estado. P y S – Texto 27 9 Quizá fueron las mejores horas del régimen: sin grandes grupos movilizados, presidieron y sacaron provecho de un campeonato en el cual el público no manifestó repudio, sino que presentó la imagen de un país unido, en armonía y paz, en el que todos los argentinos estaban orgullosos. El Mundial del 1978 permitió la fusión de los dos mundos. Muchos de los repudiaban al régimen esperaban que aumenten las denuncias desde el exterior, debido al campeonato y a la política exterior de Carter, provocando preocupación en el gobierno, que también estaba frustrado por los fracasos de los intentos de Martínez de Hoz para reducir la inflación. Sin embargo, la sociedad se comportó bastante bien y eso le permitió al Proceso un óptimo aprovechamiento político al corto plazo (además de la explosión nacionalista con el triunfo de Argentina, más allá del miedo), pero generó ideas erróneas al largo plazo. El encubrimiento de la represión, lo que generó el “no saber”, permitió que la idea de una “campaña anti argentina” fuera muy efectiva. La presión colectiva fue enorme tanto por el fútbol como adoptar los mecanismos de negación: el terror era cosa del pasado. Aunque todos sabemos que la euforia que acompaña a los despotismos viene antes de su desastre: los generales tomaron decisiones fatales, ya que se intentó poner en marcha una estrategia para obtener apoyos civiles y formalizar la invitación a CIDH.
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