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antonio
•enedetto:
entos de mi madre 
iseñaron a narrar»
vCK reportaje por Celia Zaragoza 
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F
—Usted nació en la calle Buenos Aires, 
en Mendoza ...
—La casa aún existe. La veo todos los 
días. Vieja. Ruinosa. No he vuelto a entrar 
en ella. Sin duda se conserva en mi ima­
ginación con determinadas características. 
Pero dentro debe de haber desaparecido 
todo lo que tiene alguna significación para 
mí. No hallaría absolutamente ninguna hue­
lla de mis padres. No se puede destruir. 
Tiene que permanecer como entonces. La 
tengo yo ...
—la tiene... ¿cómo?
—Como una vivienda de patios largos 
y no muy anchos: asi la recuerdo. De uno 
mí padre eliminó las baldosas y liberó 
la tierra. La abonó y la cultivó. Estableció 
una huerta minúscula y. desde luego, dado 
su tamaño, no utilitaria, sino destinada a 
fines de observación. Porque también era 
enólogo y nunca cesó de estudiar la vida 
vegetal, mejor si guiada por sus conoci­
mientos y sus propias manos.
—¿Sus ramas do origen?
—Mis abuelos paternos eran del campo. 
Mis abuelos maternos, de la ciudad. Las 
vacaciones, más que el veraneo, las hice 
a veces en casa de los primeros. Allí 
había una bodega con cubas de roble de 
Francia, estaban los viñedos en parte 
plantados con cepas quo ml abuelo Anto­
nio trajo de Italia, y los frutales, los ani­
males. los magníficos cursos de agua. 
Mucha noche. No había electricidad. Una 
aventura, para mi. pasar la noche, desde 
la temprana hora de cenar, con lámparas 
de ciertos combustibles elementales. Y 
ese recuerdo se me enlaza con el horno 
de barro, los dulces y el pan casero, los 
animales de corral, los pájaros y sus ár­
boles. No era Bermejo, sino un lugar más 
lejano, llamado Los Corralitos. Más aden­
tro todavia. se podía gozar de una laguna 
navegable con embarcaciones muy preca­
rias y livianas, poblada de un bicho pare­
cido al pato, que llamábamos tagua. La 
alegria estaba, más bien, en la zona de la 
familia de mi madre. La compensación de 
una vida sin mucha fortuna se daba por la 
solidaridad entre sus miembros, las gran­
des reuniones, el espíritu jovial, el gusto 
por el bel canto. Mi abuelo Giovannl —y 
también otros descendientes suyos— ha­
bía sido músico en Italia. En la rama pa­
terna. en cambio, imperaba el drama. Sui­
cidios repetidos en todas las etapas. Lo 
he dicho con mucha claridad en Los sui­
cidas, donde la historia de mi abuelo 
Antonio está contada en parte, como per­
sonaje que allí se trata de un modo real. 
Uno de los hermanos de mi padre se 
suicida luego de un largo período de pér­
dida de la razón. Las graves hostilidades 
familiares eran motivadas, casi siempre, 
por asuntos pasionales. Rivalidades que 
llegaban al extremo de la muerte. O de 
grandes silencios. Mi abuelo tenia el co­
razón fácil. Desde Italia regresó, en un 
viaje, acompañado. Esto le determinó un 
castigo Implacable de mi abuela. Convi­
vieron juntos hasta morir, pero ella nunca 
más le dirigió la palabra.
—En 1933 muere su padre.
—En febrero, en la casa de Bermejo. 
Cuando yo estaba en la escuela primarla. 
Tenía diez años. En la infancia se produjo 
el hachazo y nos quedamos en fuerte des­
amparo. Mi padre murió sin avisar ni ex­
plicar. No dejó cartas. La explicación que 
se da es que murió en forma natural (do 
un ataque). No la creo del todo.
—¿Cómo era su padre?
—Me llevaba al campo. No de picnic. 
(Tal vez hubo algún picnic, pero no con 
él.) Era un hombre de estudio, dedicado 
a la cultura pero, al mismo tiempo, ena­
morado de la tierra. Ensayaba continua­
mente nuevas variedades de frutales o 
Injertos y se hacía tiempo para ir al pe­
dazo de terreno donde se desarrollaba su 
trabajo experimental. Así nació mi propio 
ánimo sembrador. Precisamente por Imita­
ción. recordando su enseñanza de que 
germina lo que se siembra en una tierra 
cuidada, alimentada por el agua y por el 
sol —y como a mí me gustaba mucho la 
cerveza— una vez sembré un surco con 
la tierra dispuesta para cultivar una hor­
taliza. Le preparé espacios distanciados 
—de 15 a 30 centímetros—. como mi pa­
dre me había Indicado que se hace con 
la semilla, y en esos hoyos puse y cubrí 
tapitas corona, con la convicción de quo 
amanecerían botellas de cerveza. Pero al­
gún borracho madrugador las cosechó 
primero.
—¿Conservó usted su ánimo cultivador?
—Se inició temprano, respaldado por 
mi padre, atrás la época Ingenua de la 
siembra de cerveza. Tendría yo ocho o 
nueve años, y debía usar el azadón y la 
pala aunque no me gustara, aunque me 
pareciera innecesario. Pero me había ad­
judicado un surco y yo debía cultivarlo 
bajo la guia de él. Como Imperativo ose 
contacto con la tierra, ya no como un 
consejo o experiencia agrícola. De mi pa­
dre aprendí entonces que hay que llenar 
do plantas y de árboles donde uno esté, 
hasta ese punto era fervoroso plantador. 
He Ido muchas veces, en los años siguien­
tes y melancólicos de la adolescencia, a 
contemplar una trinchera de álamos que 
mi padre plantó. Luego ha desaparecido, 
porquo construyeron viviendas en esa re­
gión Yo, desde lejos, la podía ver... Y 
aún conservo el ánimo cultivador, hereda­
do pero bien reservado, porque no tengo 
fuerzas, ni dedicación, ni tiempo.
—Mucha sevoridad y disciplina en los 
primoros años ...
—Pero mi padre me dejó algo más: sus 
libros. Leía cosas que muostran inclina­
ción hacia un sentido dramático y profun­
do —quizás angustioso— de la existen­
cia. Obras de filosofía, de pensamiento. 
Nletzsche abundaba sin duda. Era. prefe­
rentemente, lector de ensayos y. a su 
vez. quedaron de él muchas páginas escri­
tas. Realmente era como mi madre, narra­
dor nato. Fabulador, estaba dedicado al 
mundo de la Imaginación. Quizás no me 
lo transmitía a mi en forma directa, como 
lo hacia con tanto acierto mi madre.
—¿Qué narraba su madre?
—Mi madre —brasileña, de ascendencia 
Italiana— nos cantaba canciones de cuna
di benedetto
de Brasil, las que recordaba porque se 
las cantaban a ella. Mi madre tenía la 
memoria regada por la fantasía. Las fábu­
las. las leyendas de la baja Italia y tam­
bién las de Brasil —país donde se fabula 
mucho, y ella pasó su infancia alli—, en­
riquecían sus recuerdos.
He dichos muchas veces que. a pesar 
de que he aprendido a narrar de muchas 
maneras y con muchos maestros, mi gran 
maestra fue mi madre. Su familia, con 
numerosos ramales, ha tenido que afron­
tar circunstancias o situaciones trágicas o 
dramáticas. Y ha pasado muchas aventu­
ras en su trayecto de Sicilia a Brasil —San 
Pablo, donde nacen mi madre y hermanos 
y primos de ella— a Buenos Aires, a 
Mendoza. Se acumula el anecdotarlo y mi 
madre, cuando yo tenia cierta edad, solía 
contarme o contarnos la historia de cada 
miembro de la familia, o rememorar las 
circunstancias junto con sus parientes. Me 
gustaba muchísimo escucharla. Al princi­
pio, por conocer, por descubrir que lo que 
ella contaba eran verdaderas aventuras 
familiares, dramas o historias pintorescas; 
caracterizaciones de tipos que constituían 
verdaderos personajes para mi visión. Des­
pués comencé a prestar atención a cómo 
hacía ella para narrar, cómo construía un 
relato. Cómo lo empezaba, lo desarrollaba, 
lo cerraba. Si Incluía o no la descripción 
de personajes, qué palabras usaba, qué 
proporción les concedía en el relato. Veía 
una justeza y una distribución perfectas 
en la historia y en el grado que concedía 
a la descripción. Más tarde, observé que 
ella contaba una historia y sólo mencio­
naba a los personajes, sin detallos de 
éstos. Después —en posesión del conoci­
miento relativo de cómo eran los lugares 
donde vivió la familia, cuáles eran sus 
costumbres, qué características tenían los 
parientes lejanos—. ya no necesitaba nom­
brar a estos desconocidos. Entonces me 
los figuraba yo. y seguía construyendo el 
relato que se me quedaba prendido, la 
historia continuaba en mi. Me provocaba 
estímulos para descubrir que es bueno, 
para una narración, dejar elementos incon­
clusos. Asi, la historia continúa con la 
ayuda creativade quien la escucha o quien 
la lee. Es decir, el lector o el oyente par­
ticipan de la creación, reciben su siembra.
—¿Cuándo aparece Buenos Aires en su 
vida por primera vez?
—Mi primer recuerdo de Buenos Aires 
es muy Impreciso. Me veo con un sobre­
todo. muy abrigadlto —tendria dos o tres 
años—. acompañado por mi madre, en un 
autito de lata del parque Japonés. Es lo 
único que conservo de aquel via|e.
—Hubo un segundo viaje.
—En circunstancias muy distintas. Cuan­
do tenia once años, poco después de la 
muerte de mi padre, cuando quedamos 
solos y habla mucha tristeza en la casa, 
una tristeza que a mí me hizo intenso 
mal Me empezó a comer por dentro y me 
fui apagando. Un tío mío que viajaba con 
frecuencia, me trajo a Buenos Aires. Mi 
impresión fue la de un mundo adulto, de 
gente dinámica, de cosas que atropellan, 
difícil de conocer y entender. Me hizo un 
bien y me regó para un mal.
El bien fue que. como mi tío tenía mu­
cho que hacer —venía por sus negocios.
Con Alain Robbe-Grillet.
aunque me llevó a conocer las cosas que 
podían gustarle a un chico y cuyas Imá­
genes se me han borrado— me dejaba 
muchas horas, solo, en el hotel. Era tanto 
mi aburrimiento que. a veces, bajaba a la 
vereda y no me atrevía más que a caminar 
diez o quince pasos a derecha o a izquier­
da para no perderme. A la derecha había 
un edificio en el que. mirando por unas 
ventanitas. se veían grandes máquinas 
cuya función yo desconocía. Un día las 
sorprendí en actividad. Era la maquinaria 
del diario Crítica, de donde brotaba una 
Ininterrumpida sucesión de diarios. Esto 
me produjo un ensimismamiento que me 
concentraba, me perdía. Primero apresaba 
la imagen objetivamente. Pero luego esa 
cinta que se va cortando, doblando y pro­
duciendo el ejemplar, circulaba por dentro 
de mi. me llevaba a otras regiones, quizás 
a las que después veía en las páginas del 
diario, una vez en la calle.
—En cierto modo ése fue su primer 
contacto con el periodismo.
—Pero ese viaje me deparó otra sorpre­
sa. me produjo otro bien, de un orden 
parecido. Decidí comprar una revista. Has- 
ha eso momento había leído revistas como 
El Tony -de historietas—. o Tit-Bits—con­
taba historias, con narración escrita—. 
Aquel dia me llamó la atención una revista 
diferente. Se llamaba Leoplán. Fue el pri­
mer Leoplán que compré —sería el tercero 
o cuarto de la colección—, y leí. completa, 
la novela que incluía. Era de Edgar Alian 
Poe. Eso me llevó a enrolarme fielmento 
como lector de Leoplán. hasta que desapa­
reció. Leí toda la serle y valoré la gran 
oportunidad de adquirir tempranamente 
nociones de novela, a través de muchas 
grandes novelas. Y fue porque vi esa re­
vista en un kiosco de Buenos Aires. En 
Mendoza, tal vez hubiera tardado años en 
descubrirla. De modo que. en eso. el viaje 
me hizo bien. Pero, al mismo tiempo, hizo 
crecer en mi el recelo hacia esa ciudad 
que no me interesaba. Se convirtió en 
aversión y decidí no volver nunca más.
—¿Cumplió su propósito?
—Durante más de treinta años. No sé 
si realmente no me interesaba Buenos 
Aires, o sí la rechazaba a priorl. La ori­
llaba constantemente. Primero, tenia con­
tra Buenos Aires todos los resentimientos 
que tiene el pueblo del Interior. No sim­
plemente esa reacción frente a cómo es 
el porteño, y cómo es uno. lo que. desde 
ya. produce alguna fricción. No era eso 
en mí. En mí estaba, racionalmente, la 
consideración del Buenos Aires descrlpto 
por Martínez Estrada (aunque tardé en 
encontrarme con sus páginas). Su signifi­
cación en la historia y en la economia del 
país, el perjuicio que suele producir a las 
provincias, en su autonomía, en su econo­
mía. en su conducción. Pero también es­
taba. por medio, mi arrogancia. Y accedí 
a venir sólo cuando tuve una razón grande 
para hacerlo. Fue cuando Borges me invi­
tó a dar una conferencia en la Biblioteca 
Nacional. En realidad, hablan sido también 
razones grandes las de la publicación de 
los dos primeros libros, pero entonces me 
parecía que yo ya estaba representado, 
que era mejor que conocieran mi libro, mí 
producto, que a mí mismo. Y vine en 1958. 
por primera vez de una manera consciente 
y voluntarla.
—¿Cómo se produjo su llegada al perio­
dismo?
—Cuando tenía unos quince a dieciséis 
años, no sé qué casualidad me acercó a 
un periódico semanal. Creo que se ven­
día en las canchas de fútbol "para que 
algunas personas lo compraran y pudieran 
sentarse encima, y no directamente sobro 
el cemento": esto me decía siempre el 
dueño, un Impresor muy pobre, aunque 
sé que no era del todo verdad. Su formato 
era tabloid. Se Imprimía en papel verde. 
Me asignó la página de Cine que yo en­
tregaba. semana tras semana.
—1945 es clave en su vida periodística. 
—Ingresé en "Los Andes". Inicialmente, 
a la redacción general, aunque desde el 
primer momento colaboré en la parte ar­
tística Durante un periodo de escasez de 
papel de diario, algunos redactores de 
"Los Andes" fuimos trasladados a radio 
Aconcagua. Mis tareas de radiotelefonía 
—nada Importantes ni exigentes— me 
permitían escribir, y estudiar mis libros 
de abogacía.
—Por entonces esboza "Mundo animal". 
—Y se publica en 1953. época do graves 
dificultades. Con ese libro me Inicio en la 
carrera literaria, por decirlo asi. "en pú­
blico". ya que condené para siempre otros 
trabajos anteriores.
Mi esposa. Luz. más buenamente ansio­
sa que yo. trajo de la imprenta el primer 
ejemplar de Mundo animal que, por mi 
parte, no había visto ni sabía que estu­
viese encuadernado. Ella habló con el edl-
La madre. Sara Fisigaro.
tor. don Gildo D'Accurzio. y se pusieron 
de acuerdo para darme la primicia en una 
noche con una copa y el grupo de mis 
amigos más queridos. Y hay otro aspecto. 
Me enfermaban los ruidos, los padecía 
como una agresión personal del mundo 
contra mí. De esa hipersensibllidad y de 
la comprensión de los efectos del que 
yo llamo "ruido material", surgió la mitad 
de El silenciero, la otra mitad es más 
profunda, atañe al "ruido metafíslco". Pues 
bien, padeciendo esa tortura, quizás para 
salvarme, escribí la novela: pero no habría 
sido posible hacerla sin determinadas de­
fensas contra los factores perturbadores. 
También en eso aplicó dedicación mi mu­
jer. me defendió.
-Usted, Di Benedetto, ¿encuentra si­
militud entre el adulto que es y aquel otro
El padre. José Di Benedetto.
en que —cuando criatura—, pensaba con­
vertirse mientras imaginaba su futuro?
—Absolutamente, no. Cuando era niño 
pensé... Vivía en una farmacia, la de mi 
padre; casi podría decir que nací en una 
farmacia. Pensaba que iba a ser farmacéu­
tico. Jugaba a preparar remedios. He 
aprendido el oficio, estuve en eso hasta 
los dieciocho años. Entonces, al revés de 
ahora, casi todas las medicinas se prepa­
raban en el propio laboratorio. Aprendí 
cómo se hace una píldora, cómo se pre­
para una bebida, cómo se elabora una 
pasta o ungüento... Pero más tarde pen­
sé ser veterinario, veterinario de campo. 
De todos modos, cuando se trató de de­
cidir. elegí el Derecho... Y cuando se 
trató de ejercer, las posibilidades reales 
me llevaron al periodismo.
—En cuanto a su visión del mundo, ¿se 
Con la esposa, la hija y el puma 
reconoce aquel chico en el adulto con 
quien dialogo?
—No. no. Aquel chico era un ser natu­
ral. vale decir, formaba parte de la natu­
raleza. Yo estoy ahora en una existencia 
que es organización, trabajo, conciencia. 
Estoy ante la angustia, no sólo de vivir 
—que ya no hay ni que nombrarla, porque 
es común a todos, y en la Infancia si se 
siente no se entiende—. sino de la cer­
canía de la muerte, de la proximidad de 
los limites. Aplico la palabra limites para 
muchas circunstancias. No haber produci­
do o realizado muchas cosas que poseen 
una importancia cuya ausencia hace su­
frir. Por ejemplo, no haberle dado más 
a mi hija, y ya no sé si le podré dar. 
Haberla acompañado más. Creo que todos 
estos años se han perdido. No debo la­
mentar. tal vez, no haber escrito más.

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