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La familia competente_ Nuevos caminos en la educación - Jesper Juul

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Portada
JESPER JUUL
La familia competente
Nuevos caminos en la educación
Traducción de
Ana Schulz
Herder
4
Página de créditos
Título original: Die kompetente Familie. Neue Wege in der Erziehung
Diseño de cubierta: Arianne Faber
Traducción: Ana Schulz
© 2007, Kösel-Verlag, del grupo Random House GmbH, Múnich
© 2014, Herder Editorial, S. L., Barcelona
Primera edición digital, 2014
ISBN digital: 978-84-254-3272-9
La reproducción total y parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los
titulares del copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.
Herder
www.herdereditorial.com
5
http://www.herdereditorial.com/
Índice
Introducción
Un libro de orientación para padres
Los niños competentes necesitan padres competentes
¿Qué es en realidad «familylab»?
¿Qué podemos hacer los padres cuando la situación se pone difícil?
Responsabilizarse en lugar de obedecer
1. La dinámica familiar
¿Cómo podemos tratar los conflictos?
2. Responsabilidad y obediencia
Encontrar nuestros propios valores
3. Los límites
¿Qué son los límites?
¿Dónde están sus límites?
Establecer límites
Expresarse de forma personal
«Yo quiero»
Cambiar los límites
Cuando fracasamos
Desarrollarnos juntos
4. La empatía
¿Es lo mismo la empatía que la compasión?
Niños con falta de empatía
5. ¿Existe la edad desafiante?
El afán de independencia
6. «Todo lo que quieras, lo tendrás»
Los límites del espíritu democrático
Los niños cooperan
7. La agresividad: un factor necesario en la vida familiar
Sentirse valorado
8. La alimentación familiar
Los gustos cambian
¿El padre en la cocina?
Los mitos sobre los niños y la alimentación
Conclusión
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9. La relación igualitaria
El carácter de la relación
10. La autoridad en la familia
Dos formas de autoridad
Breve repaso histórico
La necesaria autoridad
Los principios de la autoridad
Tirar siempre del mismo carro
El sentimiento de comunidad
El diálogo
Las discusiones
11. Responsabilidad colectiva y responsabilidad individual
Reparto de tareas
Energía común
12. «Lo que quiero y lo que debo hacer.» Sobre el conflicto entre
cooperación e integridad personal en la vida de los adultos
Mantenerse fiel a uno mismo
¿Qué debo hacer?
13. La preocupación: síntoma depresivo del amor
Víctimas de nuestras propias fantasías
14. No siempre es una ventaja saber tanto sobre los niños
Como de manual
El niño, el centro de atención
«A mamá no le gusta que manifiestes un síntoma»
Volver a lo básico
15. Padres como sparrings o parejas de entrenamiento de los hijos mayores
Las normas deben evolucionar
«¡Ya no puedo confiar en mi madre!»
El deseo de una convivencia armónica
Máxima resistencia sin ocasionar daños
La nueva sinceridad
El necesario diálogo
16. Los niños necesitan atención
«¡Quiero que me veas!»
17. ¿Deben los hijos tener obligaciones?
¿Bueno para el desarrollo?
«¡Teníamos un acuerdo!»
«¿Necesitas ayuda?»
«Alguna vez también podrías tomar tú la iniciativa, ¿no?»
Expectativas claras
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Una renovada disposición a ayudar
¿Vida familiar o empresarial?
18. La complicidad de los adultos: calor y alimento de la familia
Las cargas de nuestra familia de origen
19. Estar juntos, seguir juntos, separarse
¿Amar o estar enamorado?
¿Es posible educar a los hijos con cariño?
Custodia compartida
Ser pareja y ser padres
Cooperación
La situación de los hijos
Prestar atención a los hijos
20. Sobre el arte de dejarse asesorar
¿Qué debemos saber?
¿Pero siempre tienen la culpa los padres?
Enfado y decepción
¿Quién nos puede asesorar?
Los asesores también son humanos
Familylab, el taller familiar
¿Qué pueden esperar los padres de familylab?
Familylab para empresas y escuelas
Formación para coordinadores y coordinadoras de seminarios familylab
Información adicional
Ficha del libro
Biografía
Otros títulos
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Introducción
Un libro de orientación para padres
La pregunta más importante para cualquier familia es: ¿Cómo traducir los
sentimientos afectuosos en conductas afectuosas? Ya que, el hecho de que nos
queramos no basta para saber cómo tratarnos unos a otros. Jesper Juul, uno de los
terapeutas de familia más importantes de nuestro tiempo pretende ayudarle en la
búsqueda de una respuesta personal a esta pregunta.
Este libro está basado en el proyecto y seminario de ámbito europeo «familylab, el
taller familiar» y ofrece orientación y apoyos concretos. La principal preocupación de
Jesper Juul es ayudar a los padres a ampliar su capacidad de decisión para, incluso en
situaciones difíciles, tomar las decisiones correctas. Esto funciona sobre todo cuando
los padres consiguen materializar sus valores y objetivos más personales en la
convivencia de la familia. Este libro recoge la quintaesencia de los planteamientos
educativos de Jesper Juul y de su larga experiencia sobre las necesidades de los padres
e hijos para que, juntos, consigan que les vaya bien.
Los niños competentes necesitan padres competentes
Resulta de gran ayuda detenerse un momento y preguntarse a uno mismo cuál es la
conducta y modo de pensar que queremos fomentar con nuestra educación y nuestra
forma de relacionarnos en familia. ¿Queremos tener subordinados que respondan a
nuestras instrucciones y órdenes? ¿O deseamos que nuestros hijos se conviertan en
personas con un alto nivel de independencia, capacidad y fuerte autoestima?
Para que se dé la segunda opción los niños necesitan padres dispuestos a
desarrollarse. Padres que sean como faros que emiten señales claras y constantes, y
expresen con claridad lo que quieren (en vez de decir solo lo que no quieren).
Necesitan padres que sean como sparrings o parejas de entrenamiento, que preparen
a sus hijos prestando la máxima resistencia, pero causando el mínimo daño. Padres
que estén dispuestos a crecer con sus hijos. Padres que a diario cometan muchos
errores y no pretendan ser perfectos. Padres que se relajen y tengan la fortaleza de
decir que no si es lo que sienten. Padres que se tomen en serio su responsabilidad
conscientes de que los hijos no son una propiedad sino un regalo de la vida. Padres
que tengan claro que sus hijos no deben ser iguales que ellos para ser buenos. Padres
que tengan la fuerza de ser honestos consigo mismos y sean capaces de confiarse a
sus hijos.
¿Le parece que son aspiraciones nobles pero poco realistas? Jesper Juul en este
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libro muestra cómo es posible llevarlas a la práctica. Son inspiraciones para nosotros,
los padres, con las que pretende incitarnos a experimentar y actuar de forma diferente
a como lo aprendimos de nuestros padres. Con total entrega, no pretende dar
instrucciones para la felicidad familiar, sino mostrar que estamos en medio de una
transformación profunda que nos permitirá disfrutar más de nuestra familia y pareja.
Esto funciona cuando los padres asumen su papel de autoridad, y ejercen el poder
sobre sus hijos de modo transparente. Los padres son la autoridad en la familia,
autoridad física, psíquica y social, de eso no hay duda. Cuando los padres no asumen
esto, son los hijos los que toman el control y se genera el caos. Por eso es importante
que los padres ejerzan la autoridad en la familia de manera abierta, correcta y en
beneficio de todos, y sin abusar de la dependencia de los hijos.
Consciente de la ventaja que tienen los capítulos cortos e independientes (¿quién
quiere leer largos tratados de pedagogía tras una agotadora jornada?), Jesper Juul
arroja luz sobre temas como la testarudez, las obligaciones, los límites, las agresiones
o los problemas con la comida, es decir, sobre las cuestiones que más preocupan a los
padres. Son capítulos muy abordables que invitan a leer las 8 o 10 páginas de un
tirón.
¿Qué es en realidad «familylab»?
De la educación surge la relación, Pasar de la obediencia a la responsabilidad, Los
valores de la familia de hoy: pautas para las parejas y la educación de los hijos, Su
hijo, una persona competente, Límites, proximidad, respeto, estos son solo algunos
de los libros de Jesper Juul. «familylab» se ha creado con el fin de difundir su trabajo,
quepara muchos padres y profesionales de la pedagogía ha significado un verdadero
salto cualitativo.
«familylab» proporciona una base sólida para aquellos que quieran encontrar su
papel como padres y miembros de una pareja. Esto se consigue con la ayuda de
libros, asesoramiento a padres en seminarios y conferencias, asesoramiento online y
numerosas entrevistas y publicaciones que sirven de inspiración a los padres y de
apoyo a sus competencias. Antes de finales de 2007 se habrán formado en Alemania
y Austria alrededor de cien coordinadores de los cursos «familylab». Se trata de
profesionales, terapeutas y asesores familiares con más de cinco años de experiencia
profesional. Actualmente «familylab» funciona en Dinamarca, Noruega, Suecia,
Alemania y Austria. En Suiza y Croacia está en proceso de creación.
«Familylab, el taller familiar» fomenta la idea de que la educación de los hijos es
un proceso para toda la vida insertado en la vida familiar. Con esto no se pretende
ofrecer recetas ni métodos para la formación de padres. «familylab» se considera un
laboratorio de familias en el que se puede experimentar y aprender entre todos.1
¿Qué podemos hacer los padres cuando la situación se pone difícil?
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En situaciones de crisis los padres buscamos panaceas. Sin embargo una receta de
éxito universal no existe. En todo el mundo occidental las familias están buscando vías
para arreglárselas con su pareja y con la educación de sus hijos, pero no existe una
única solución para la educación, ni tampoco una que se ajuste a todos los padres. No
hay ningún asesor de familias, médico o terapeuta que tenga esta receta. Si hay
alguien que pretenda tenerla, rápidamente debería levantar sus sospechas. La práctica
ha demostrado que las circunstancias que conducen a una crisis siempre son muy
personales. En un asesoramiento a familias hay que averiguar con cada pareja o
familia, lo que sienten los adultos, lo que siente el hijo, lo que quiere expresar el niño.
Y la situación de cada familia siempre varía en algo. Es por eso que ni las opiniones
preconcebidas, ni las teorías prefabricadas ni las metodologías heredadas son de
ayuda alguna.
Cada familia es un cosmos particular con leyes y reglas del juego propias. Si el
asesor es capaz de descifrar estas reglas y hacerlas visibles, entonces será posible
entenderlas y modificarlas. Los niños, con su conducta, llaman la atención sobre los
desequilibrios en la familia. Cuando los niños se ponen difíciles, lo que hacen es
sostener un espejo frente a la familia en su conjunto. En lugar de despachar esta
conducta por «inadecuada» o «mala», podemos interpretar este lenguaje infantil de
forma que nos lleve a una transformación fructífera del cosmos familiar.
Responsabilizarse en lugar de obedecer
Hoy en día hay quienes vuelven a alabar la disciplina, sea por escrito, de palabra o
con los hechos, y con ello encuentran ávidos lectores y gran resonancia. ¡Yo les
agradezco la oportunidad que me dan de diferir de su postura! Es todo lo contrario a
nuestro trabajo. Nuestro objetivo no es transmitir a los niños que solo si obedecen
merecen pertenecer al grupo. Tampoco nos interesa que ustedes, los padres,
concluyan que hay que aplicar el castigo y amenacen con frases como: «si no me
haces caso, vas afuera» o «vas al rincón contra la pared» o «vas a cobrar»,
«mientras vivas bajo mi techo…», etc. Estas son las peores condiciones para
cimentar la autoestima y confianza de una persona joven, y son señal de impotencia y
falta de recursos más convincentes. ¡Además en el fondo los padres lo saben! Saben,
generalmente por propia experiencia dolorosa, que algo no está bien en ese sistema
paternalista que exige obediencia incondicional. Muchas veces no saben con certeza
qué es, pero se dan cuenta de que a base de reacciones precipitadas no se consiguen
las transformaciones.
Por tanto este libro no trata sobre los diez trucos para resolver los problemas de su
familia, el libro trata de algo más global, de sus valores propios y de cómo
establecerlos dentro de su familia. El trabajo de «familylab» se basa en la confianza
en la capacidad de transformación de todos los miembros de la familia y el deseo de
no humillar nunca a nadie. El trabajo de Jesper Juul aporta a esto claridad, ideas e
inspiración, y ofrece una alternativa muy razonable: Jesper Juul muestra dónde está el
camino entre los sueños antiautoritarios y las fantasías de autoridad todopoderosa.
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Proporciona las herramientas desarrolladas, contrastadas y argumentadas
científicamente a lo largo de tres décadas para que cada familia encuentre la
inspiración que necesite en cada momento para dar el siguiente paso.
Deseo que saque el máximo provecho personal y familiar a este libro.
Mathias Voelchert
Mathias Voelchert dirige «familylab» Alemania
Notas introducción
1. Si le interesan los cursos o el asesoramiento a padres por medio de «familylab», o si quiere solicitar
información sobre la formación de asesores de «familylab» puede encontrarla en www.familylab.de
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1. La dinámica familiar
Hay infinidad de maneras de convivir como hombre y mujer o como familia, y ningún
experto puede garantizar que de una u otra manera se vaya a tener éxito en ello. Hay
demasiados factores en juego. En la convivencia ocurre como en la vida, apenas se
puede planear, solo se puede vivir.
Por tanto la fórmula mágica no existe, sin embargo, sí sabemos a qué aspectos
debemos dedicar especial atención.
Es la calidad de la dinámica familiar entre los adultos la que marca un tono
determinado y decide la atmósfera que se respira en la familia.
Esto de primeras puede resultar un poco cuestionable si tenemos en cuenta, por
ejemplo, lo que puede llegar a afectar en el ambiente que haya un niño enfermo o el
tremendo esfuerzo que supone mantenerse despierto toda la noche por un bebé
llorón, o lo que puede llegar a preocupar a unos padres que su hija de 13 años no
haya vuelto a casa a la hora acordada.
Sin embargo, todo esto son sentimientos generados por diferentes circunstancias o
acontecimientos y, naturalmente, tienen su sentido y razón de ser, pero el ambiente
general de una familia depende más de cómo se las arreglan los adultos, en conjunto,
con estos sentimientos. ¿Puedo hablar con mi pareja sinceramente sobre mis
preocupaciones y necesidades? ¿Se toman en serio mis sentimientos dentro de la
familia? En esencia, esta es la cuestión central.
¿Cómo podemos tratar los conflictos?
En todas las familias surgen conflictos que no se pueden resolver de un plumazo, por
mucho que nos amemos o que estemos dispuestos a hablar sobre ellos. Hay conflictos
que están enraizados de manera tan profunda en nuestra existencia individual, que
aparecen una y otra vez y solo pasados diez o veinte años es posible resolverlos. El
modo de tratar este tipo de conflictos depende de cómo sea el ambiente en la familia.
Algunas personas tienen tanto miedo a perder a su pareja que a la mínima ocasión
les entra el pánico. Hay quienes necesitan mucho tiempo para reflexionar antes de
estar en condiciones de empezar a dialogar. Y en cambio hay quienes tienen que
hablar sobre todos los conflictos y encontrar una solución antes de la puesta del sol.
Mientras que uno entiende los conflictos como una lucha de poder y a toda costa
tiene que tener siempre la razón, el otro de primeras está dispuesto a ser flexible y
comprometerse. Para el buen transcurso de la vida familiar resulta decisivo que los
dos miembros de la pareja entiendan la necesidad de que haya conflictos y que
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encuentren un camino común para tratar con ellos. Si los dos son capaces de «vivir»
por ese camino, significa que es el camino correcto y la familia se convertirá en un
lugar seguro también para los niños.
Hacen falta dos cosas para conseguir un buen ambiente familiar: amor y
disposición.
No es suficiente que los adultos se quieran, también deben desear la vida en común.
Todos experimentamos momentos, horas, días en los que desearíamos no estar
viviendo juntos, tenemos demasiadas peleas o nos sentimossolos o la vida resulta
demasiado complicada… Este tipo de sentimientos son completamente normales y los
niños no sufrirán lesiones si efectivamente somos capaces de lidiar con ellos. Lo único
que podemos hacer es afrontarlos con transparencia y honestidad, y esto además, de
hecho, es suficiente.
Aunque tienen una sabiduría innata, los niños también tienen una necesidad
extrema de armonía. Odian que haya disonancias entre sus padres pero con facilidad
consiguen hacerles frente si ven que los adultos se quieren de verdad. Por tanto, no
hay ninguna razón para ocultar a los niños los conflictos, ¡lo que además es imposible!
Los niños muchas veces perciben los conflictos antes de que los adultos se hayan
siquiera dado cuenta de ellos, y la mejor manera de tratar los conflictos es no echarle
la culpa al otro y hacernos responsables de nuestros actos. Los conflictos y luchas
siempre son cosa de dos.
A menudo venimos de familias completamente distintas y llevamos en la maleta
experiencias y sueños muy diferentes. De antemano nadie domina el arte de acertar
con la persona por la que se opta vivir y formar una familia. Lo defino como un arte
porque se aplican factores que también entran en juego en la creación de obras de arte
como la intuición, la honestidad, la pasión, la autocrítica, y sobre todo la práctica,
práctica, práctica. Entonces puede que surjan momentos en los que sintamos la
plenitud del cuerpo y el alma.
Hay una idea generalizada de que todo sería más sencillo si nuestra pareja se
pareciera más a nosotros. Tampoco se puede hacer nada en contra de la idea de que
sería mejor llevar al otro a reparación para que vuelva a la familia totalmente
renovado y sin fallos, a poder ser. Sin embargo conviene saber que nada de esto es
posible Lo mismo vale para los niños que vienen al mundo con atributos propios muy
marcados, pero cuya conducta, en esencia, depende de cómo se sitúan los adultos
frente a estos atributos.
La vida familiar no c ons is te en lo que c omúnmente se c onoc e c omo educ ac ión infantil.
Es tá determinada por la c alidad de vida individual y c omún de los adultos . Es te nivel de
c alidad influye en el buen desarrollo del niño muc ho más de lo que puede llegar a influir
nues tra «educ ac ión» c onsc iente.
14
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2. Responsabilidad y obediencia
¿Qué objetivo perseguimos con la educación de nuestros hijos? El título de este
capítulo ya indica dos opciones básicas que, de hecho, se nos presentan a menudo.
En cualquier caso tanto para los niños como para los adultos resulta molesto y
desconcertante que los padres den saltos en zigzag entre estas dos alternativas.
Si se echa una mirada a la historia, la obediencia fue un objetivo educativo
incuestionable a lo largo de muchas generaciones. La sociedad en su conjunto era
autoritaria, cosa que se reflejaba en la mayoría de las familias, escuelas y en los
puestos de trabajo. La mejor manera de hacerte valer en sociedad era aprendiendo a
no oponerte a la autoridad. Sin embargo podemos poner en duda la validez de
semejante actitud en sentido psicológico y existencial.
Después la sociedad se inundó de una ola antiautoritaria y democrática. Las
mujeres se rebelaron contra la opresión; formalmente explotó el conocimiento sobre
los niños y cambió radicalmente nuestro punto de vista sobre ellos y sobre la infancia
en general. Durante muchas décadas la vieja educación autoritaria, con sus normas
estrictas, reglas y castigos, y la educación más libre y democrática se enfrentaron de
modo irreconciliable. Hasta que muchos descubrimos que ninguno de estos dos
métodos educativos resultaba verdaderamente convincente.
Si damos credibilidad a los resultados de diferentes investigaciones, la educación
que queda mejor parada es la que hoy en día se denomina «autoritativa»:
La educación más prometedora es aquella en la que los padres son autoridades
sin ser autoritarios.
En la que los padres aceptan su poder, no eluden su función directiva y se hacen
cargo de la integridad de sus hijos.
Ahora bien, la gran pregunta es: ¿cómo se consigue esto?
Por fortuna existen muchos puntos de vista diferentes al respecto, así como
experiencias muy diversas de infinidad de familias.
De hecho, los que se convirtieron en padres hace diez años fueron los primeros en
probar este tipo de educación. No basta con tratar de evitar los presuntos errores que
cometieron nuestros padres o escoger un «gurú» personal entre los diferentes
expertos y autores.
Los niños son increíblemente diferentes, y los padres también. Lo que funciona en
una familia puede fracasar en otra. Incluso los conceptos de uso común como
«límites», «cuidado», «reglas», «atención», etc. los concebimos de manera diferente
en función de nuestras propias experiencias. Esto es inevitable ¡y está bien que sea
así! Lo demás conduce a la homogeneización y convierte a las personas más
importantes de nuestras vidas en objetos, dañando su integridad.
16
Encontrar nuestros propios valores
Por consiguiente, cuando se trata de educación infantil no es una buena idea buscar
un método ajustado. En cambio sí es una buena idea rendir cuentas con el sistema de
valores propio:
¿En qué creo?
¿Cuáles son las verdaderas necesidades de las personas?
¿Cuáles son los valores que me han transmitido mis padres, que se ha probado
que son constructivos y cuáles debería echar por la borda?
Los niños siempre quieren cooperar y alegrar a sus padres, cada día. Si no lo hacen
puede ser por cuatro motivos:
• Los padres han perdido la capacidad de alegrarse y centran toda su energía en los
«problemas».
• Los niños no pueden cooperar más de lo que ya hacen sin verse dañados.
• A los niños no se les dio el tiempo suficiente para aprender a interpretar lo que los
padres de verdad desean.
• Los adultos sin darse cuenta ponen a sus hijos piedras en el camino.
Es natural que pretendamos que, en cierta medida, nuestros hijos se ajusten a lo que
les decimos, pero ¿es obediencia lo que realmente les pedimos?, ¿queremos que
hagan las cosas solo porque nosotros se lo hayamos dicho?, ¿queremos que en su
vida se sometan sin resistencia a autoridades ajenas?
¿Acaso no queremos más bien que desarrollen una personalidad independiente y
crítica, que asuman la responsabilidad de sus decisiones y no se dejen someter ni
seducir o manipular?
Durante mucho tiempo los padres querían que sus hijos mostraran la primera
actitud en casa y la segunda en el mundo exterior. Pero esto es una contradicción y
los niños no están en condiciones de cumplir con dos exigencias diferentes al mismo
tiempo, por mucho que lo deseen.
Si los niños o jóvenes durante un largo periodo dejan de hacer cosas que se
ajustarían a nuestros deseos y que además les favorecerían, entonces, por regla
general, en la familia, o quizá solo entre los adultos, o entre los hijos, sucede algo que
se lo está impidiendo. Entonces es que los padres sin querer van mal encaminados y
deben corregir su camino para que el hijo pueda recuperar su autonomía.
Sin embargo, solo podemos ir enc ontrándonos c on es tas c osas . No las podemos dec idir
de antemano. Primero debemos c onoc er a nues tros hijos y c onoc ernos a nosotros c omo
padres . La educ ac ión c ons is te en el «learning by doing» (aprender hac iendo) has ta
enc ontrar nues tro propio c amino. Los niños no nec es itan padres perfec tos que nunc a
duden ante nada, s ino personas auténtic as de c arne y hueso que no lo sepan todo, pero
que es tén dispues tas a seguir desarrollándose.
17
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3. Los límites
Los límites, y nos referimos en concreto a los que ponen los padres a los hijos, antes
funcionaban como ordenanzas policiales. Había ciertas normas y prescripciones para
la conducta dentro de las cuatro paredes del hogar y otras diferentes para el
comportamiento fuera de casa, y además muchas veces eran diferentes de las reglas
de los adultos.
Para los padres nunca fue fácil marcar los límites a sus hijos, sin embargo hubo
una época en la que esto sucedía de manera más evidente ysobre todo más
homogénea. Nunca fue fácil que los hijos se ajustaran a estos límites. Había que
aplicar castigos continuos, represalias, exigencias y prohibiciones, para que los niños
aceptaran estos límites o aprendieran a jugar el doble juego. El sistema funcionaba
sobre todo porque los padres tenían derecho a aplicar la violencia.
Por diferentes motivos, la mayoría de los padres no se planteaban cambiar su
conducta o preguntarse si el sistema no iba bien, si los límites en sí no eran adecuados
o el modo de transmitirlos en forma de orden. Todo el mundo estaba de acuerdo en
que, en caso de duda, era el niño el que no estaba bien, y así es como, tanto los
padres experimentados como los profesionales recomendaban marcar los límites aún
más. «¡Debe haber límites!» se decían entre sí los adultos mientras se concedían la
mutua absolución y seguían agitando la cabeza ante la insensatez de los jóvenes.
La época de las ordenanzas policiales generalizadas quedó atrás, igual que el
derecho de los adultos a aplicar la violencia con los hijos. Sin embargo, esto no ha
conseguido simplificar la vida. Muchos padres tienen que recurrir a la ayuda
profesional porque tienen dificultades para marcar los límites. Y muchas familias, a
pesar de sufrir graves problemas, jamás consultan a un médico o psicólogo.
¿Qué son los límites?
Los límites manifiestan lo que queremos y lo que no, lo que aceptamos y lo que
rechazamos, lo que nos gusta y lo que no, lo que nos parece correcto e incorrecto
tanto para uno mismo como para los más cercanos. Son el conjunto de normas y
reglas de las que estamos tan convencidos que consideramos que también deberían
regir para los demás.
Algunos límites conducen a reglas prácticas: ¿Deben los niños quitarse los zapatos
al entrar en casa o da igual? ¿La familia debe comer junta o esto no tiene
importancia? ¿Deben hacerse las camas antes de salir de casa o esto no es tan
importante? ¿Los niños tienen permiso para ver la tele todo el tiempo que quieran o se
limita el consumo de televisión? ¿Los niños pueden irrumpir sin más en el dormitorio
o deben tocar antes a la puerta?
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Otros límites tienen un carácter más personal: ¿Le resulta desagradable que sus
hijos trepen encima suyo como a un andamio siempre que les plazca? ¿Le da igual
que sus hijos entren en el baño mientras usted lo está utilizando o prefiere que le
dejen solo? ¿Le molesta que los niños hablen con incorrección y digan tacos o no le
afecta? ¿Valora que el día comience con tranquilidad o puede empezar a todo
volumen?
Hay otros límites que se corresponden con principios superiores y podrían
referirse, por ejemplo, a que los niños deberían irse a la cama todos los días a la
misma hora, o que los niños no deberían escuchar todo lo que hablan los padres, o
que los niños deberían aprender a creer en Dios, porque si no su vida no tendrá
sentido, o por ejemplo, a que es importante que los niños tengan obligaciones lo antes
posible.
¿Dónde están sus límites?
En primer lugar habría que tener claro dónde están nuestros límites personales, y si es
posible averiguar por qué es así.
Pondré un ejemplo personal: cuando hace ya más de treinta años fui padre, estaba
convencido de que lo mejor para nuestro hijo era que durmiera en su habitación lo
antes posible (por cierto, la madre de la criatura opinaba igual). Creo que esta
convicción tenía tres motivos: en primer lugar, yo no tuve la suerte de disfrutar de una
habitación propia hasta muy tarde y quería concederle este lujo a mi hijo desde el
principio. En segundo lugar, le daba mucha importancia a que nuestro dormitorio
siguiera siendo territorio adulto. Y tercero, había leído libros sobre educación infantil
que reforzaban mi idea de que era lo correcto. (Más adelante volveré a referirme a lo
que pasó con este límite.)
Si le sucede como a la mayoría, no tendrá dificultades en defender los límites sobre
los que ya ha reflexionado antes con detenimiento. Sin embargo también hay límites a
los que uno solo presta atención cuando los niños u otros adultos los sobrepasan. Es
una buena idea tratar con estos dos tipos de límites. Hable sobre ello con su pareja y
también con sus hijos, si tienen la edad suficiente, y descubra cuáles son los límites
que podría defender con la conciencia tranquila.
Solo de pensamiento no se suelen rendir cuentas con uno mismo. Por norma
general hace falta un conflicto. En una situación concreta puede que descubra que
usted y su pareja tienen concepciones diferentes, o le pueden entrar dudas de cuál es
la mejor manera de actuar.
Hay que tener siempre presente que los límites de uno no se corresponden
necesariamente con la verdad última. Puede que tenga razones de peso, pero si
considera que sus límites son los únicos válidos es muy probable que provoque
fuertes conflictos.
Establecer límites
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La cuestión de los límites era mucho más sencilla hace veinticinco o treinta años que
hoy en día. Esto se debía, en primer lugar, a que la educación de las familias (casi
todas establecían los mismos límites) y la educación en las guarderías y escuelas
coincidían en gran medida. Los adultos tenían mayor certeza que hoy sobre lo que era
la educación «correcta». Si los padres se encontraban en un compromiso, la respuesta
que obtenían de su círculo familiar o de amigos por regla general era uniforme. O si
llegaban a dudar de sí mismos, recibían un amplio respaldo de su entorno. La mayoría
de los adultos estaban firmemente convencidos de que los niños debían aprender a
ajustarse y subordinarse, incluso si fuera necesario, bajo la aplicación de castigos y
violencia. Por supuesto que existían diferencias entre clases sociales, pero dentro de la
clase a la que se pertenecía, se podía tener certeza sobre los objetivos y métodos
educativos.
Entretanto han sucedido muchas cosas en relación a los valores y normas dentro de
la familia y la sociedad. Se ha avanzado mucho en el conocimiento de los niños y su
desarrollo. En el Buch der Mutter (Libro de la madre) de 1925 se aconseja
encarecidamente a los padres a que no cenen con sus hijos. Después, durante varias
décadas se consideró fundamental que la familia comiera junta, y hoy en día, nos
inclinamos a pensar que cada padre y madre deben decidir si le dan prioridad a las
comidas en familia o si cada miembro debe hacerse cargo de su propia alimentación.
¿Sobre qué base deberían decidir los padres? ¿Hay aspectos psicológicos o de
salud que tengan prioridad? ¿Tienen más peso los enfoques prácticos como los
horarios de trabajo y la estructuración del tiempo libre? ¿Tiene que ver con lo que
resulta «cómodo» para los padres? ¿Qué papel desempeñan las experiencias infantiles
propias en relación a la hora de la comida? ¿Reinaban la relajación y alegría o el
silencio tenso? ¿A los padres les divierte preparar platos ricos o el microondas es el
altar de la familia? Y al margen de la decisión que tome cada uno, ¿se quiere
conseguir o evitar algo con esta decisión? ¿Son los sueños o las pesadillas las que
deciden las reglas y límites de la familia?
Sea como sea, en nuestra cultura, el poder ilimitado y totalitario de los adultos
sobre los niños pertenece casi por completo al pasado, y esto debería ser motivo de
alegría para todos. No obstante, una consecuencia directa es que los adultos debemos
encontrar nuevos caminos de convivencia con nuestros hijos, puesto que lo que no ha
cambiado nada es la conciencia de que los niños necesitan una familia con
determinados límites para crecer en buenas condiciones. Solo que estos límites ya no
los establecen las reglas y prohibiciones que pronunciaban los antiguos padres: ¡Debes
hacer! ¡No está permitido! ¡No deberías!
En términos generales, hoy en día hay dos tipos de padres que entran en conflicto
de forma casi inevitable. Por un lado, los padres que tratan de aferrarse a la antigua
educación autoritaria, y por otro, los que rechazan esta forma de educación pero que
lo tienen difícil para sustituirla por algo nuevo y mejor.
Los primeros muchas veces consideran a sus hijos unos rebeldese irrespetuosos, y
en el segundo grupo el mando real de la familia a veces lo ocupan los niños. Ambas
situaciones tienen fatales consecuencias.
La diferencia principal con la antigua educación está en que los límites ya no tienen
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forma de alambrado eléctrico que rodea a los niños, sino que son la expresión de los
límites personales de los padres. En lugar de preguntarnos: ¿qué es correcto para el
niño?, deberíamos preguntarnos: ¿qué es correcto para mí?, ¿y esto qué supone para
mi hijo? No existe un consenso vinculante que nos diga lo que es normal, correcto o
incorrecto. En vez de ello debemos hacernos la pregunta a nosotros mismos, lo que es
una tarea nueva e inusual para muchos de nosotros. Dicho de otro modo, debemos
averiguar quiénes somos y quiénes son nuestros hijos y esto puede exigir un largo
tiempo de dedicación.
A menudo se dice que los niños «miden» los límites y no es extraño que muchos
pedagogos y padres opinen que deberían marcarse más los límites y, en general, ser
más estrictos y consecuentes con la educación. Sin embargo, según mi experiencia,
resulta más aconsejable no hacer un «diagnóstico» y más bien tratar de desentrañar
las carencias o anhelos del niño.
Los niños que ponen a prueba los límites de los padres, en cierto sentido están
buscando su verdadera personalidad. Quieren saber quiénes son en realidad sus
padres y qué defienden.
Los niños buscan hasta dónde llegan los límites (lo que no hace más fácil la
convivencia con ellos) cuando los padres tienen dificultades para encontrarse a sí
mismos y encontrar los suyos propios. Cuando solo están «interpretando» su papel de
padres, tratando de ajustarse a un modelo preconcebido de cómo deberían ser y qué
aspectos evitar como padres.
La mayoría de estos padres tienen los mismos problemas con sus hijos que con
otros adultos, compañeros o colegas de trabajo. Lo que tampoco significa, en ningún
caso, que sean «culpables» de nada. No son ni malos padres ni educadores
descuidados que debieran aprender a comportarse bien o a aplicar un método o
técnica determinados. Sus hijos ponen de manifiesto un problema que ya existía antes
de que fueran padres.
En esto no hay nada vergonzoso ni inusual. La mayoría nos convertimos en padres
en un momento de nuestra vida en que todavía no nos conocemos a fondo ni tenemos
claro dónde están nuestros límites con los demás, ni (sobre todo) con la persona con
la que hemos decidido tener el hijo. En nuestras familias de origen aprendimos ciertas
cosas sobre nuestros límites, pero ni mucho menos lo aprendimos todo. Tuvimos que
desprendernos de algunos límites muy comprensibles porque nuestros padres no los
aceptaban, y tuvimos que aceptar otros límites dudosos, heredados de nuestros
padres. Algunos de nuestros límites fueron transgredidos y otros ignorados.
Nuestra segunda (y según el caso tercera, cuarta o quinta) familia es el lugar donde
concluimos de alguna manera nuestro desarrollo personal. En relación a nuestros
límites personales el proceso suele durar entre diez y quince años. Por tanto, una gran
parte del desarrollo se produce en la convivencia con los hijos y está muy inspirada
por ella, una inspiración que a menudo se percibe como una molestia o frustración.
Sin embargo, los padres tienen una experiencia de siglos en transformar estos
sentimientos en críticas, reproches y correcciones a los hijos. Todo esto daña la
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autoestima del niño y la dinámica familiar. Y lo que es aún más importante: como se
daña la integridad del niño, este aprende que está bien despreciar los límites de los
demás. Y esto se manifiesta en el desprecio a los límites de los padres.
Expresarse de forma personal
De primeras no es fácil reconocer la diferencia entre los dos siguientes mensajes:
«¡No tienes permiso para tocar la plancha!» o «¡No quiero que toques la plancha!».
El sentido es el mismo, puesto que en ambos casos se quiere evitar que el niño se
queme con la plancha.
No obstante, a largo plazo, la diferencia es notable. El primer mensaje es una
prohibición y el segundo la expresión de un límite personal. También se pueden
definir como «mensaje-yo» y «mensaje-tú».
El «mensaje-yo» o mensaje personal crea vínculos entre las personas, mientras
que el «mensaje-tú» crea distancia e impide el contacto. Y el contacto entre padres e
hijos necesita vitalidad para que estos aprendan y se desarrollen.
La próxima vez que riña con su pareja puede hacer la prueba. Si los dos hablan al
otro con mensajes-tú será una discusión estéril. Si hablan de sí mismos con mensajes-
yo surgirá una conversación constructiva.
Los niños quieren colaborar con los padres y darles lo que piden porque les
produce sentimientos de felicidad y satisfacción. Al igual que entre adultos, las
prohibiciones y críticas provocan lo contrario.
El primer mensaje, «¡No tienes permiso para tocar la plancha!», lleva implícita una
crítica velada. Y si se repite por quinta o décima vez llega a ser realmente
insoportable. La crítica puede manifestarse de forma directa: «¿Cuántas veces te he
dicho que… es que no me escuchas?». O indirecta: «Esto deberías ir entendiéndolo
porque estoy perdiendo la paciencia contigo».
Con este método el fracaso de los adultos está asegurado, porque ¿cómo vas a
aprender a respetar los límites de los demás si los tuyos son invadidos de forma
permanente? Niños y adultos reaccionan del mismo modo: se defienden con los
mismas armas, ofendiendo al contrario.
El mensaje «¡No quiero que toques la plancha!», al margen de que venga motivado
por el enfado, el susto o el suave reproche, tiene una cualidad esencial y es que es
cálido. Puede que el niño se asuste o se ponga triste, pero no verá dañada su
integridad. Sus límites permanecerán intactos y de este modo, poco a poco, aprenderá
a corresponder a sus padres con el mismo respeto que le muestran a él.
He puesto a propósito un ejemplo con el que todos podemos estar de acuerdo. Es
evidente que hay que proteger a los niños de la plancha ardiendo, por eso tampoco
resulta difícil reaccionar con un tono personal.
Pero qué ocurre con el siguiente ejemplo: «¡No quiero que toques el piano!» (en
lugar de: «¡No toques el piano!» o «El piano no es un juguete»). En una situación así
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es fácil dudar, puesto que no queremos coartar la creatividad del niño y frenar el
posible desarrollo de una carrera musical, antes siquiera de que comience. ¿En este
caso también debemos expresarnos de forma espontánea y personal?: «¡Quiero un
poco de tranquilidad!» ¿o recurrir a motivos económicos?: «¡Tocar tanto el piano
cuesta mucho dinero!».
Incluso aunque tengamos la situación concreta dominada, la antigua exigencia de
que debe haber consecuencias pesa como un yugo sobre nuestras espaldas. Hay que
pensárselo muy bien antes de convertir la prohibición de tocar el piano en una regla
firme. Y lo que es más difícil aún: si finalmente debe respetarse esta regla la pareja
también debe ser consecuente con la exigencia.
«Yo quiero»
Los límites personales tienen una ventaja importante y es que se pueden cambiar. Hay
días en los que nos da igual que la jovencita aporree el piano con los codos y otros, en
los que no nos parece tan bien. Y esto es completamente normal. Por tanto, el diálogo
con el niño podría tener este aspecto:
—No quiero que toques el piano ahora.
—¿Por qué no?
—Porque ahora mismo no aguanto el ruido que haces.
—Pero si ayer me dejaste.
—Sí, ayer me hacía gracia.
—Por favor, déjame solo un ratito. No tocaré tan fuerte.
—No, hoy no quiero.
—¡Eres tonto!
—Entiendo que lo pienses, pero hoy es así.
—¡Papá tonto!
Ahora compare este diálogo con la versión impersonal de la discusión:
—¡Deja el piano en paz! ¡Ya te lo he dicho mil veces!
—¿Pero por qué?»
—Porque si aporreas el piano se rompe. Cuando crezcas podrás ir a clases de
piano.
—Pero es muy divertido…
—No tiene ninguna gracia que estés aporreando el piano todo el rato.
—Por favor… solo un poquito.
—¿¡Por qué nunca escuchas lo que te digo!? Ahora ve a tu habitación y juega con
otras cosas. Tienes un montón de juguetescarísimos con los que nunca juegas,
andando, ¡lo digo en serio!
La segunda conversación a muchos todavía nos resulta muy familiar. Es lo que
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oíamos de niños y lo que decimos cuando no se nos ocurre nada mejor. Por supuesto
que no queremos dañar la autoestima del niño o cargar el ambiente sin necesidad,
pero sucede de forma inevitable, y no debido a una ley incomprensible de la
naturaleza, sino única y exclusivamente por las palabras que salen de nuestra boca. Al
margen de los sentimientos que las acompañen son palabras frías y peyorativas, y
además, solo se obedecen si el niño tiene verdadero miedo a las consecuencias. Este
miedo es puro veneno para la relación padre-hijo, y esto naturalmente también vale
para las relaciones entre adultos.
Una expresión personal cálida comienza con palabras como: «Quiero…» o «No
quiero…»; «Me gusta…» o «No me gusta…»; «Estoy de acuerdo» o «No estoy de
acuerdo…».
A muchos nos cuesta comunicarnos de forma directa y personal, incluso cuando lo
hacemos con personas cercanas de nuestra familia. Esto se debe a que nuestros
padres nos transmitieron que hablar así era de «respondones», «gamberros» o
«sinvergüenzas». Es una lástima porque esto hizo que no aprendiéramos algo
fundamental, la comprensión y respeto por nuestros propios límites y necesidades.
Afortunadamente, los niños tienen hasta tal punto dominado el lenguaje personal
que más adelante podremos recuperarlo con su ayuda: si no les gusta la comida dicen
con toda franqueza «¡no quiero!», o «¡déjame!» si consideramos que es hora de
lavarles el pelo.
Si respetamos estas manifestaciones y tratamos de encontrar una solución en
conjunto, aprenderán a respetar los límites de los demás. En cambio, si
iniciamos una lucha de poder, en el futuro ellos también emprenderán luchas de
poder.
Cambiar los límites
Los límites son tremendamente variados. Por un lado, están los más personales, casi
privados, como los relacionados con la confianza que se tiene en las demás personas.
Si en una relación afectiva nos han hecho mucho daño pueden pasar años hasta que
volvamos a dejar que otra persona se acerque a nosotros en ese grado, aunque nunca
se le pasara por la cabeza herirnos de esa manera. Con mucho esfuerzo
recuperaremos la confianza en los demás y para ello necesitaremos estar seguros de
que nuestros (muchas veces incomprensibles) límites se vayan a respetar.
Los límites que ponemos a nuestros hijos muchas veces tienen un carácter
diferente, ya que tienen que ver con nuestras ideas y convicciones. Por eso, si somos
sensibles a determinados indicios también son más fáciles de cambiar.
Como ya he mencionado antes, mi mujer y yo opinábamos que nuestro hijo
pequeño debía acostumbrarse a tiempo a dormir en su habitación. Esta convicción era
tan firme que durante dos años lo normal era que dedicáramos varias horas a dormir
al niño. Como tantos otros padres, nos sentábamos en silencio junto a su cama hasta
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que en algún momento intentábamos salir a hurtadillas de la habitación. No obstante
nueve de cada diez veces el niño se despertaba. Nos costó dos años darnos cuenta de
que estábamos provocando lo contrario de lo que queríamos conseguir. Nuestro
«tiempo libre» se reducía porque teníamos que montar guardia junto a su cama. En
vez de fomentar su independencia, fomentábamos su dependencia. En lugar de
relajarnos tras una larga jornada de trabajo, aguantábamos la respiración junto a su
cama para no hacer ni un ruido que pudiera molestarle. Cuando nos dimos cuenta de
la tontería que estábamos haciendo y nos compramos una cama más grande, pudimos
por fin respirar tranquilos.
Otro indicio que debería hacernos reflexionar sobre nuestras opiniones y
convicciones aparece cuando nos encontramos con «conflictos destructivos», es
decir, conflictos estancados que se repiten una y otra vez, frustrando y perjudicando
tanto a los niños como a los adultos.
En este caso puede tratarse, por ejemplo, de la hora de ir a dormir. Muchos padres
opinan que, sobre todo los niños más pequeños, deben estar en la cama siempre a la
misma hora. Si esto desencadena un conflicto destructivo los padres deben detenerse
un momento para plantearse las siguientes preguntas: ¿Por qué motivo creemos que
debe haber una hora fija para ir a dormir? ¿Hemos tomado la idea de que es lo mejor
para el niño de otras personas o hemos hecho nosotros esta elección?
En el primer caso se trata de un límite que no es personal y que a la larga costará
mantener. Si la norma responde a una necesidad propia, deberíamos preguntarnos si
nuestro hijo realmente necesita dormir tanto como creemos. ¿Puede que las 7 u 8 h
sea demasiado pronto? Simplemente habría que hacer la prueba. Si esto no funciona
podemos pasar a la siguiente pregunta: ¿Hay algo en la manera de acostar a nuestro
hijo que no esté bien? ¿Desde que hemos llegado a casa le hemos dedicado algún rato
tranquilos? ¿Conseguimos relajarnos o seguimos estresados cuando le llevamos a la
cama? ¿Le damos tiempo a hacerse a la idea o de un momento a otro le decimos que
es la hora de irse a dormir? ¿Disfrutamos del tiempo del baño, limpieza de dientes y
trayecto a la cama, o queremos quitarnos de encima estas tareas cuanto antes?
¿Debemos tirar por la borda nuestras convicciones y dejar que el niño decida la hora
de irse a dormir? ¿O debemos cambiar la forma en que nos manejamos con ellas?
No hay ninguna familia en el mundo idéntica a la nuestra, así que debemos
experimentar juntos para encontrar el camino que nos satisfaga a todos.
Naturalmente también puede ocurrir que nuestros límites se transformen sin un
motivo racional. Esta semana disfrutamos de la música que trona de la habitación de
los niños, mientras que la siguiente no la podemos soportar. ¡Esto es completamente
normal! El ser humano no es un ser solo racional. Puede que los niños descubran este
o aquel punto débil de los padres, pero no importa, tienen que aprender a convivir con
ellos igual que nosotros debemos adaptarnos a las particularidades de nuestros hijos.
Si se cambian los límites lo más importante es que podamos defender este cambio
con todas sus consecuencias. No basta con que el cambio nos parezca razonable o
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que nos lo haya aconsejado algún experto en la materia. Los límites individuales son
parte de la personalidad de cada uno y no hay necesidad de encontrar explicaciones
teóricas o justificaciones para ellos. Sin embargo, esto a su vez supone que este tipo
de cambios no pueden responder a un vago compromiso. No se deben hacer para
conseguir la anhelada tranquilidad, sino para reforzar la unión con el niño.
Sin embargo, este objetivo no es fácil de conseguir. Hay padres a los que les cuesta
tanto definir sus propios límites —lo que es un verdadero lastre para todos los
implicados— que deberían solicitar consejo a amigos o asesores profesionales.
Muchos nos hemos criado en familias en las que, bajo cualquier circunstancia,
debíamos adaptarnos a los planteamientos de nuestros padres, negando nuestra propia
individualidad. Es doloroso reconocer que la conducta con la que obteníamos el amor
de nuestros padres sea precisamente la que nos impida construir una relación sincera e
íntima con nuestros hijos. Sin embargo, aceptar esto suele ser el único camino para
aprender a cuidar de uno mismo y de nuestros hijos.
Cuando fracasamos
Cuando los niños no respetan los límites, la mayoría de los padres reaccionan según
un modelo anticuado por el cual los actos deben tener «consecuencias», dicen, o
«¡hay que castigarlo!». Sin embargo, tal como se ha mencionado antes, este método
solo funciona cuando los hijos tienen un miedo inmenso, lo que costará muy caro a
las dos partes.
Si un niño siente que no se respetan sus límites no hay duda de que desarrollará
una personalidad destructiva o autodestructiva, es decir, una personalidad
autoaniquiladora. Los padres pierden así la confianza de los hijos y, en consecuencia,
la única cercanía que podría existir entre ellos.
Quien pide a los demás, sean niños o adultos, que se respeten sus límites quiereque le tomen en serio y ser aceptado tal como es. Se trata de una necesidad básica y
la premisa para sentirnos bien en una comunidad con otras personas.
Los niños pueden y quieren tomarse en serio a sus padres, pero para ello deben
experimentar que a ellos también se les toma en serio y que los padres entre sí se
tratan también con respeto.
La necesidad de que nos tomen en serio se arraiga en lo más profundo de nuestro ser,
y es precisamente por eso que puede ocurrir que le demos mucha importancia a cosas
que al otro le resulten por completo insignificantes. En este caso no nos enfadamos
por no pensar igual, sino porque sentimos que tenemos una importancia que nos
gustaría que el otro también valorara.
Y así se producen discusiones entre padres e hijos mayores que podrían sonar así:
—¡Me molesta que siempre tires tus chaquetas por el pasillo!
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—¡Pero si da igual!
—¡No, no da igual! Han costado mucho dinero…
Los adultos serían más sinceros si dijeran:
—Me da igual cómo trates tus chaquetas, es asunto tuyo, pero lo que me molesta
es que creas que me da igual.
Es importante que exijamos a las personas cercanas que nos tomen en serio. Si no lo
hicieran, deberíamos hablar con ellas para averiguar lo que les impide tomarnos en
serio. En la relación entre padres e hijos a menudo sucede que cuanto menos
defendamos los límites fijados, o cuanto más «interpretemos» nuestro rol de padres,
más difícil les resultará a nuestros hijos tomarnos en serio. Los hijos no pueden tomar
en serio a los adultos si estos actúan permanentemente para ellos, sea el papel de
madre, de padre o de profesor.
Si los padres sienten que sus hijos ignoran sus límites de forma continuada deben
tratar de hablar con ellos. Deben buscar un momento a poder ser relajado y decir por
ejemplo:
—Si te pido que respetes mis límites cuento con que vas a tomarme en serio. En
estos momentos parece que te resulta difícil y me gustaría saber la razón de ello.
Con frecuencia los niños saben exactamente por qué no pueden tomarse en serio esto
o aquello. A veces las normas o reglas simplemente no son realizables, o se han
comunicado en un tono tan autoritario o cargado de crítica personal que es difícil
aceptarlas. Y lo más terrible son las conversaciones en las que los límites se
comunican de forma velada. Lo más importante es que los adultos tomen tan en serio
las opiniones de sus hijos como les gustaría que les tomaran a ellos. Si los padres no
dan un buen ejemplo están condenados al fracaso. De este modo, no habrá más que
sentimientos de culpa, tensiones y conflictos.
Desarrollarnos juntos
Vivimos en una era en la que por fin hemos asimilado que los niños son «personas de
verdad». El trato que damos a los niños en principio no es diferente al trato que
damos a los amigos. No podemos ni queremos enseñarles todo pero sí, bajo nuestra
dirección, desarrollarnos con ellos en una comunidad digna por igual para todos.
Cuando los niños desc uidan los límites que les ponemos , aprendemos c osas de nosotros
mismos . Cuando les hac emos daño, el dolor en sus ojos nos dic e que no les c onoc emos
lo sufic iente. Puede que seamos padres ac eptables c uando vienen al mundo, pero solo
seremos padres realmente buenos s i inic iamos c on ellos un proc eso de desarrollo que
puede durar toda una vida.
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4. La empatía
El fundador del psicoanálisis, Sigmund Freud, opinaba que los niños nacen sin
capacidad de sentir empatía y que solo se guían por sus instintos más primitivos. Esto
fue un tema muy discutido, más adelante, por todos los que se dedicaron a la
psicología del desarrollo infantil.
A medida que los investigadores fueron fijándose cada vez más en la relación de
complicidad entre la madre y el bebé lactante este planteamiento fue cambiando. Por
otra parte, muchos estudios demuestran con detalle la existencia de lo que Daniel N.
Stern, investigador infantil y psicólogo del desarrollo de renombre internacional,
denomina «empatía», es decir, la capacidad de sensibilizar con los sentimientos del
otro y de ponerse en su piel.
De hecho, es una capacidad innata en los niños y, de esta forma, su atención se
centra de modo casi continuo en el estado emocional de sus padres, como individuos
y como pareja.
¿Es lo mismo la empatía que la compasión?
La empatía muchas veces se confunde con la compasión, pero esta parte de la idea de
que se han tenido experiencias y sentimientos similares a los de la persona que
despierta nuestra compasión.
Imagínense una niña de 4 años que ha huido con sus padres de una zona en guerra.
Todo lo que posee es un pequeño bolso de charol, pero un día el bolso desaparece.
Los padres tratan de consolarla en vano, hasta que otra niña de 4 años le pone la
mano sobre el brazo y la tranquiliza diciéndole: «Yo también perdí una vez mi
peluche». Esta conducta demuestra empatía y compasión. Otro niño quizá hubiera
dicho: «Va, olvida el bolso. Ya te comprará otro tu madre y listo».
Antes se disuadía a los niños de sentir empatía porque la educación consistía en
enseñarles cuál era la conducta adecuada para cada situación. Se creaba un patrón de
conducta para contextos sociales concretos que de alguna manera los niños
memorizaban antes de desarrollar, ya de jóvenes o casi adultos, su capacidad de
empatía.
Hoy en día este tipo de educación está mucho menos extendida, es más, se suelen
escuchar quejas de que los niños de hoy son incapaces de empatizar y que carecen de
competencias sociales y sentido de la comunidad. Para algunos, los niños son
simplemente unos «maleducados» y la empatía se exige muchas veces con un tono
incluso moralizante.
De hecho, hay muy pocos niños de entre 3 y 4 años que den señales de que su
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capacidad innata de empatía esté dañada o que carezcan del todo de ella. Los niños
sin empatía no se dan cuenta de si hacen daño a otros y las reprimendas morales no
les influyen en nada. Volveremos a ellos más adelante.
De momento es importante diferenciar la capacidad de sentir empatía de las
conductas asociadas a ella en las diferentes culturas. El modo de expresar la empatía
hacia otras personas es el resultado de un largo proceso de aprendizaje que exige
muchos y buenos ejemplos de los padres y demás personas con las que los niños
entran en contacto a diario.
Veamos el siguiente ejemplo: Lisa está sentada en el rincón de arena y prepara una
«tarta de arena». Esto despierta la curiosidad de Matías que quiere coger el molde,
pero Lisa no se lo da. Matías se pone a llorar. ¿Qué debe hacer Lisa?
La respuesta automática que siempre se ha dado es que Lisa le deje el molde a
Matías para que no se ponga triste, ya que hay que aprender a compartir. Es la frase
que dicen casi todos los padres de forma automática. ¿Pero qué significa en realidad?
¿Hay que darle al otro todo lo que pida para que no se ponga triste?
¿Debe la joven de 14 años acostarse con su novio para que no se sienta frustrado?
¿Debe el hijo ya adulto visitar a sus padres solo para que no se pongan tristes? ¿Debe
el joven aferrarse a su aburrida formación para no decepcionar a su padre? ¿Debe la
mujer renunciar al encuentro mensual con sus amigas porque a su marido no le gusta?
No es tan sencillo. Sin embargo, Lisa está jugando con su molde y se da cuenta de
que Matías está triste porque no se lo ha dejado. Tal vez lo que debamos hacer es
ayudar a Lisa a tomar conciencia de sus necesidades para estar en condiciones de
tomar una decisión de la que además pueda hacerse responsable. Así es como se
consigue una convivencia humana de calidad. Sin embargo, en este tipo de conflictos
los adultos muchas veces sienten lástima por el niño infeliz y exigen a su hijo que
responda por la lástima que sienten ellos. Esto no es justo ni empático.
Lo que naturalmente tampoco significa que no debamos tener en cuenta los
sentimientos de los demás, pero esto los niños lo aprenden sobre todo de la
convivencia con sus padres, por medio de la empatía y compasión que reciben de
ellos. Por otro, lado también hay gente que opina quelos jóvenes deberían
acostumbrarse a tiempo a la dureza e injusticias de la vida. La empatía y la
compasión, aseguran, les impide ser lo suficientemente fuertes como para estar a la
altura, más adelante, de las exigencias de la vida.
Niños con falta de empatía
Volviendo a los pocos niños que han perdido la capacidad de sentir empatía, por lo
general, pertenecen a dos tipos de familias:
Por un lado, a familias, en las que los niños son agredidos psíquica y físicamente
y/o están expuestos a abusos sexuales. Su experiencia es que no se respetan sus
límites y al mismo tiempo pierden la sensibilidad por las otras personas. Necesitan
adultos que estén dispuestos a ofrecerles una buena dosis de cariño, compasión,
cuidados y apoyo hasta que se restituya su sensibilidad y límites naturales.
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Por otro lado, están las familias en las que los padres se consideran algo así como
estaciones de servicio. Se trata de padres y madres que hacen todo lo posible por
mantener a sus hijos alejados de cualquier experiencia o sentimientos desagradables, y
que convierten a la familia en una especie de miniparaíso en el que nadie debe estar
frustrado o ser infeliz. Estos niños crecen en una comunidad en la que los
sentimientos fuertes e importantes están vetados y en la que los padres se esfuerzan
por ocultar sus propios sentimientos. Así es como se niega a los hijos la oportunidad
de desarrollar cierta sensibilidad por los sentimientos de los demás, lo que se
demostrará cuando vayan a la guardería o a la escuela.
Prácticamente sucede lo mismo en las familias cuyos padres evitan por todos los
medios cualquier conflicto y tratan de satisfacer el mínimo deseo de los hijos. Los
padres así anulan sus propios límites y ocultan tanto sus emociones más lógicas como
las más irracionales. Además niegan a sus hijos la oportunidad de adaptarse a otras
personas y aprender a respetarlas. Los niños necesitan padres cuyos límites velen por
sus propios intereses, que sean vitales, cálidos y a veces irracionales, y que afronten
los conflictos sin poner en duda el cariño de la relación con sus hijos.
He aquí un resumen de las condiciones necesarias para que los niños puedan
desarrollar su capacidad innata de empatía y potencial social:
• No debe dañarse su capacidad de empatizar con el otro.
• Los padres deben expresar con claridad sus propios sentimientos y límites.
• Los padres deben tratar a su vez a sus hijos con empatía y compasión.
• Los niños deben poder experimentar la decepción, frustración y dolor sin que se
rechacen o relativicen sus sentimientos.
• Los padres deberían saber «trabajar en equipo» y mostrar su disposición a
ayudarse en esta colaboración.
• La familia debe entenderse como el lugar en el que se ve, se escucha y se toma
en serio a todos sus miembros, no solo a los niños ni al que grite más fuerte.
• En lugar de dar discursos moralizantes, los padres deben dar la oportunidad a los
hijos de mostrar su compasión hacia otros niños.
La empatía y c ompas ión entre adultos , inc luso dentro de una misma c ultura, se
manifies ta de diferentes formas . Se pueden expresar verbalmente o c on los ges tos y la
mímic a. Algunas personas tienden a refugiarse en el s ilenc io y mantener s iempre una
dis tanc ia de respeto. Los niños imitan la c onduc ta de los adultos más importantes para
ellos , por eso no s irve de nada explic arles c uál es la c onduc ta c orrec ta y la inc orrec ta.
Privar por c ompleto a un niño o a un joven de la c apac idad de empatizar, por regla
general, es una equivoc ac ión y sobre todo no es nada empátic o.
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5. ¿Existe la edad desafiante?
Más o menos alrededor del tercer año de vida los niños manifiestan una exigencia
nueva, en realidad es la voluntad de una mayor autonomía e independencia de los
padres. Tradicionalmente esta fase (que en realidad dura dieciocho años) se denomina
«la edad desafiante». En EEUU a veces también se llama «the trouble 2’s» (el
problemático segundo año) o «the terrible twos» (el terrible segundo año). Ambas
expresiones son el reflejo de una tradición antigua, por la cual, los adultos siempre
atribuyen los conflictos a determinadas fases del desarrollo del niño. Sin embargo, hoy
sabemos que su origen es más complejo. Tiene que ver con el desarrollo del niño,
pero también con la voluntad de los adultos de acompañarles en el camino. Además,
los conflictos en la etapa desafiante hablan de la calidad de la relación entre los padres
e hijos durante los anteriores dos años.
El afán de independencia
A esa edad lo que más desean los niños es hacer muchas cosas solos: lavarse los
dientes, ponerse los zapatos, sacar algo de comer de la nevera, etc. Muchos padres
tienen dificultades para adaptarse a este afán. Si solo ceden el control de mala gana y
no son capaces de alegrarse honestamente por el afán de independencia de sus hijos,
todo deriva en una lucha de poder que podría tener el siguiente aspecto:
—¡Me sirvo yo la comida!
—No vas a poder. Trae, yo te la pongo.
—¡Yo solo!
—No, déjame… ¡lo ves! por tu culpa ahora lo he manchado todo. Te lo he dicho,
eres demasiado pequeño.
En cierto modo los padres tienen razón. El riesgo de que en el trayecto de la fuente al
plato se caiga algo es muy grande.
Sin embargo, en la colaboración entre padres e hijos la cuestión no es quién
tiene la razón, sino que los hijos tengan la oportunidad de aprender todo lo que
en pocos años deberán dominar. Y para ello deben poder experimentar cosas que
todavía no les salgan perfectamente. Y solo habrá que prestarles ayuda si lo
piden.
Los niños tienen una capacidad casi sobrehumana de aprender cosas. Sin descanso, se
empeñan en resolver tareas que les resultan difíciles. En una fase (muy) posterior de
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la vida aprenderán a reconocer sus limitaciones y a aceptarlas, pero para entonces ya
se habrán ido de casa hace mucho tiempo.
Si de pronto los niños dan muestras de querer coger muchas cosas solos, lo
correcto será apoyarles en su aspiración y prestarles ayuda solo si ellos quieren:
—¡Me sirvo yo la comida!
—Bien, pues vamos a ver si lo consigues.
Si el niño lo mancha todo:
—¡Uy, casi lo consigues! ¿Quieres que te ayude?
—No, yo solo.
—Vale, ¡verás como ahora sí lo consigues!
Por la mañana, al ponerse la chaqueta y los zapatos para ir a la guardería, los padres
muchas veces justifican con las prisas su «disposición a ayudar», puesto que hay que
llegar a tiempo al autobús o al trabajo.
Ante este argumento lamento tener que decir que se trata de una excusa barata. Si
cree que por las mañanas no hay margen de tiempo para el desarrollo de sus hijos, la
cosa es muy sencilla, solo tiene que organizarse para tener más margen.
Imagínese que el niño tiene ya 8 años y se afana con los deberes:
—¡No me aclaro con los deberes de mates!
—No desistas tan rápido. Aprender algo nuevo siempre es difícil. ¡Si no tienes
paciencia nunca aprenderás nada!
También es cierto que en la vida familiar siempre surgen situaciones inesperadas que
se escapan de cualquier planificación esmerada. ¿Cómo actuar en estos casos? Lo
adecuado entonces sería reconocer la voluntad de aprendizaje del niño y disculpar las
prisas:
—Sé que lo quieres intentar solo y me parece muy bien, pero justo ahora tengo
muchísima prisa, ¿me dejas hacerlo por ti?
En nueve de c ada diez c asos el niño ac eptará de mala gana, lo que debe c ontentarnos
pues to que en realidad es tamos menosc abando su independenc ia y poniendo trabas a su
aprendizaje. Además , tenga en c uenta que fac ilitando es te importante aprendizaje los
padres no pierden ni un ápic e de la influenc ia ni importanc ia que tienen para sus hijos .
En c ambio ganan algo de tiempo y espac io para s í mismos y la pareja.
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6. «Todo lo que quieras, lo tendrás»
En los últimos diez años el concepto del «pequeño tirano» ha ido teniendo cada vez
más resonancia. A pesar de que muchos expertos han señalado que los niños en sí no
tienen la culpa de este fenómeno, todavía se escuchan manifestaciones que les
atribuyen la responsabilidadde una conducta de la que los padres son los únicos y
exclusivos responsables.
Los llamados «pequeños tiranos» exigen todo el rato, están siempre insatisfechos y
consiguen ser el centro de atención en cualquier momento y lugar. Uno no puede más
que sentirse tiranizado por ellos. Sus competencias sociales brillan por su ausencia,
son egocéntricos y no tienen ningún tipo de sensibilidad.
Como cualquier otra conducta destructiva, esta también es el síntoma de un desvío
erróneo del desarrollo familiar, ¡un síntoma a tomar además muy en serio! Si se
mantiene hasta el quinto o sexto año de vida será un verdadero motivo de alarma.
Los límites del espíritu democrático
A menudo encontramos a estos niños en familias impecables, cuyos padres son muy
conscientes de su tarea educativa y han reflexionado mucho sobre ella.
En general se puede afirmar que el origen de este fenómeno está en la
desafortunada tendencia a simplificar los problemas complejos. Esto suele suceder
cuando se impone una creencia nueva en la sociedad o cuando algún experto publica
alguna nueva investigación.
En las últimas décadas, por ejemplo, se ha extendido la idea de que los niños tienen
derecho a recibir una explicación. Esta idea fue proclamada por una generación que
en su mayoría había sido educada bajo el principio de obedecer instrucciones, y con
razón, echaban en falta la defensa de este tipo de argumentos. Por lo tanto, se trata de
una buena idea, pero que, como tantas buenas ideas, ha caído en la simplificación. El
resultado se vio años después en forma de hordas de niños francamente adictos a las
explicaciones. Son niños a los que les da igual lo que se les diga, siempre preguntan
por qué y se puede tener por seguro que la respuesta no les interesa en absoluto o que
la utilizarán en contra de la persona que se la da.
Los adultos también abusaron de este principio para manipular y dirigir a los hijos
por medio de las explicaciones.
Una actitud similar es la base de otro fenómeno al que está dedicado este capítulo:
una actitud en general positiva y complaciente que defiende que los niños decidan
sobre su situación personal y que no estén obligados a nada, con el argumento de que
los padres no deben ser unos dictadores, ¡y cuidado aquel que no piense lo mismo!
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El único problema es que muchas veces se instaura el extremo contrario: los niños
son los dictadores que prácticamente niegan a los adultos el derecho a codecidir. Para
este tipo de polarización inversa también se encuentran ejemplos históricos. Cuando
en los años treinta se descubrió que los niños que habían sido permanentemente
criticados por sus padres (y otros adultos) perdían la confianza en sí mismos, se
concluyó que había que intentar lo contrario: ¡había que halagarlos! Pero al poner
todo el empeño en esto no se tuvo en cuenta que tantos halagos eran igual de nocivos
para su autoestima que las críticas. En las discusiones sobre cuál es la educación
correcta sale a la luz una vieja tradición de pensar en contrarios en vez de en
alternativas, como si en toda la paleta de colores no hubiera más que el blanco o el
negro.
Un ejemplo: recientemente tuve el placer de hablar con la familia de uno de estos
llamados niños tiranos. Se trataba de la hija de 2 años y medio que no daba tregua a la
familia. La prueba más evidente de ello sucedía en los desayunos: la niña tenía 13
alimentos diferentes a su elección. Aun así, no quería ninguno. ¡Seguro que hubiera
preferido poder elegir entre 14!
En el resto de comidas y en muchas otras situaciones se producía un drama similar.
Los padres contaban con una sólida formación, por fortuna conservaban el sentido del
humor y reconocían con claridad que la situación era insostenible. Eran unos
demócratas convencidos y defendían que los niños deben ser tratados exactamente
igual que el resto de las personas. En términos económicos estaban cubiertos y
emocionalmente contaban con grandes reservas, así que desde el principio tuvieron
muy claro que a su hija no debía faltarle de nada.
Los niños cooperan
Muchos artículos, al igual que nuestros cursos de «familylab», están dedicados a la
capacidad y voluntad de los niños de cooperar. Que los niños cooperen significa que
imitan la conducta tanto interna como externa de los adultos. Sin embargo esta
imitación puede ser exacta o como un reflejo inverso. Un niño que crece en un
entorno de violencia diaria puede que imite esta conducta dirigiendo él también la
violencia hacia fuera, o que lo haga a modo de reflejo inverso hacia el interior con
comportamientos autodestructivos.
Por otro lado, la cooperación también puede tener un carácter «clásico», y que la
conducta del niño transmita directamente a los padres lo que están haciendo mal y
cómo deberían actuar. Esto último se aplica a los niños con padres que se dejan
tiranizar. Traducido al lenguaje de los adultos podría expresarse así:
«Sé que solo queréis lo mejor para mí y que os esforzáis para que esté feliz y
contento. Pero me tratáis mal y por eso soy tan exigente y estoy descontento con
todo. No es que no me tratéis “lo suficientemente bien” sino que demasiadas veces
“me tratáis mal”. A mi edad todavía no puedo saber lo que me conviene o no, o al
menos no de una manera que pueda hablar de ello. Pero mi organismo sí lo sabe y
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por eso estoy feliz y contento cuando me dais lo que está bien para mí y descontento
cuando me dais lo que no me conviene. No obstante, mi conciencia no sabe nada al
respecto. Solo puedo reaccionar y confiar en que vosotros os deis cuenta de lo que no
va bien entre nosotros».
Los niños solo pueden hacer una aportación constructiva autónoma cuando
aprenden a decir «sí quiero» o «no quiero», es decir, cuando tienen entre 2 años y
medio y 3 años, una fase que en realidad debería llamarse «la edad de la
independencia». Hasta entonces dependen en gran medida de que sus padres
interpreten con empatía las señas que emiten y que tomen las decisiones correctas.
Esto no significa que haya que ignorar los indicios negativos o positivos que
muestren los niños a esa edad. Más bien deberían indicarnos el camino pero no tomar
la decisión por nosotros. Pongamos el ejemplo del sueño: los niños tienen necesidades
de sueño muy diferentes que hay que aprender a conocer poco a poco. Los niños de
menos de 3 años apenas son conscientes de lo que les conviene o no, por eso son tan
vulnerables, y no les aporta nada que la relación con los padres tenga un carácter
cuasi democrático.
Los niños saben de inmediato lo que les apetece hacer. En esta fase el arte de los
padres consiste, entre otras cosas, en proporcionarles lo que necesitan de una
manera que les resulte apetecible.
Los padres deben reflexionar sobre lo que sus hijos realmente necesitan y acordar un
marco que establezca determinados límites.
Volviendo al ejemplo del desayuno, los padres deben averiguar lo que es bueno
para el niño (valorar la calidad y valor nutritivo de la comida) y experimentar durante
un tiempo para poder tener en cuenta la reacción del organismo infantil: ¿hace bien la
digestión?, ¿hay indicios de alguna alergia?, en resumen: ¿reacciona el organismo
como si estuviera bien cuidado?
No hay nada que objetar al hecho de querer ofrecer al niño una cierta variedad de
alimentos para que no tenga que comer lo mismo cada día, pero limítela a unos pocos
alimentos. Si una mañana el niño ya no quiere comer más papilla le puede ofrecer
yogur. Si también rechaza el yogur no hay motivo de preocupación. Entonces le
puede decir: «Lo siento mucho, pero no hay nada aparte del yogur». Ningún niño se
ha muerto por no desayunar unos cuantos días seguidos. Pero no lo olvide: evite los
reproches, las amenazas y la manipulación con los dulces. Si los padres utilizan estos
métodos los hijos automáticamente les imitarán (cooperarán).
Esta es una de las cosas a aprender de las familias cuya situación financiera
simplemente no les permite tener una variedad tan grande de alimentos. Si no se les
reprocha que les guste más el yogur que los cereales, los niños cooperany se comen
los cereales sin rechistar.
Lo más importante para los niños es, como siempre, el alimento psicológico que
reciben de la familia.
Si el daño ya está hecho es el momento de revisar las normas que se deben cumplir
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en la familia. Después hay que empezar a establecer nuevos límites. Respecto a los
límites, en este punto quisiera volver a subrayar lo siguiente:
Lo importante es expresarse de modo personal («yo quiero» o «yo no quiero»),
ser cariñoso (respetar los propios sentimientos sin culpar al niño) y no
criticarle, sea de forma directa o indirecta.
Si el niño no respeta los límites de los padres, son los padres los responsables de ello.
El niño no tiene culpa alguna. Si, con las mejores intenciones, se ha desarrollado en la
familia uno de estos llamados niños tiranos, habrá que afrontar un trabajo de dos a
tres años, ¡mínimo! Se trata de un proceso vertiginoso en el que resulta difícil que los
sentimientos de culpa no repercutan en los niños o que lleguen incluso a
sobrepasarnos.
Por ello, puede ser una buena idea buscar ayuda externa: de amigos, familiares y
asesores profesionales. La experiencia demuestra que conviene reflexionar sobre los
consejos que se reciben antes de ponerlos en práctica. Algunos expertos enseguida
establecen el diagnóstico de «hiperactividad» o «TDAH» (Trastorno de déficit de
atención con hiperactividad) sin haber tratado más de cerca las estructuras familiares.
Es probable que aconsejen a los padres marcar los límites con prescripciones y
prohibiciones o que centren única y exclusivamente la atención en la conducta del
niño.
Así que, s i tiene la sensac ión de que su asesor va mal enc aminado, rec uerde que ni por
asomo c onoc e a su familia c omo us ted. Debería ayudarle a c onoc erla mejor para que su
c olaborac ión resulte útil. En el c apítulo f inal, «Sobre el ar te de dejarse asesorar»,
desc ubrirá más ac erc a de es te tema.
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7. La agresividad: un factor necesario en la vida
familiar
No hay duda de que todos, por naturaleza, tenemos temperamentos diferentes. Hay
quienes son retraídos e introvertidos, otros son alegres y activos, y también los hay
que son agresivos. A los últimos los denomino «los guerreros». Parece que quieran
afrontar cada desafío u obstáculo con la fuerza concentrada del que va a combatir a la
guerra.
Hay niños que si están frustrados, por ejemplo porque su juguete no funciona,
lloran hacia el interior en silencio. Los guerreros empiezan a gritar, a lanzar el juguete
o pisarlo, y así se comportan hasta bien entrada la edad adulta. No tiene sentido
intentar cambiarlos. No sabemos mucho sobre las razones que les llevan a ser así,
pero sí sabemos que no es fácil vivir con esta condición. Consume muchísima energía
y dificulta las relaciones con los demás.
Dejando al margen a los «guerreros», nuestra agresividad, es decir, la irritación, el
rencor, la rabia y el odio tiene diferentes orígenes.
El miedo es uno de ellos. El miedo a la autoridad, a la pérdida, a la muerte.
Los sentimientos de culpa también provocan conductas agresivas. Cuando no
somos capaces de soportar el sentimiento de culpa y la autocrítica, empezamos a
criticar y echar la culpa a los demás.
Sin embargo, el origen más común de la agresividad radica en la experiencia de
no sentirse valorado tanto como en realidad nos gustaría.
Sentirse valorado
Experimentar que las personas que queremos y apreciamos nos valoran es una
necesidad humana fundamental, y sentirse valorado es la base de nuestra autoestima.
En todas las familias siempre hay fases en las que la comunicación se distorsiona, sea
porque nos expresamos con poca claridad, y por tanto, nos sentimos incomprendidos,
sea porque nuestras experiencias e ideas son tan diferentes que resulta muy difícil
encontrar puntos de encuentro, o bien porque nuestra pareja se siente rechazada o
abandonada porque últimamente estamos muy ausentes… y así podríamos seguir
hasta la eternidad, ya que hay innumerables factores que pueden dificultar el contacto
por un tiempo y nos pueden hacer sentir solos.
Cuando esto sucede dejamos de sentir que somos importantes para nuestra pareja
o para nuestros padres, a veces de forma pasajera, pero otras, tenemos la profunda
sensación de dejar de pisar tierra firme y de que se derrumba lo más básico que nos
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sostiene.
La agresividad surge como primera reacción, estamos irritables y enfadados,
sentimientos que se ponen de manifiesto de diferentes maneras. Tradicionalmente, no
se permite que las mujeres se salgan de sus casillas tan rápido como los hombres, así
que tienden a llorar con más facilidad. Durante varias generaciones, los niños no
debían mostrar dolor cuando sus padres les humillaban, así que en vez de ello,
manifestaban los llamados síntomas psicosomáticos: dolor de cabeza o tripa, fiebre,
cansancio crónico, por mencionar los más habituales.
Los hombres muchas veces enmudecen y buscan refugio ante el televisor, detrás
de un periódico, un arma de caza o una caña de pescar. Pero todo esto son variantes
de lo mismo, es decir, formas de agresividad culturalmente aceptadas. Esto también
vale para los que dirigen su agresividad hacia sí mismos en forma de autorreproches,
depresiones y sentimientos de culpa.
Si de repente un miembro de la familia se vuelve agresivo está diciendo lo
siguiente: «No me siento tan respetado ni valorado como me gustaría, más bien
me siento fuera de lugar, marginado y un estorbo». Precisamente por esta razón
es importante dejar espacio para que se manifieste la agresividad en la familia.
La agresividad no es enemiga del amor y la atención. Es una de las muchas formas de
manifestación del amor. Si se ignora o reprime crece hasta tener un carácter volcánico
o frío como el hielo.
¡En realidad no es lógico! ¿Por qué reaccionamos con agresividad, reproches y
críticas cuando no nos sentimos valorados por la comunidad? ¿Por qué no nos
ponemos tristes, lo que sería mucho más comprensible?
Los adultos a menudo sienten que hay una tensión general, una crispación latente
que produce continuas peleas «sin motivo». Si es así conviene juntarse para tomar, de
alguna manera, el pulso a la familia.
La impresión de que nuestros allegados no nos valoran como nos gustaría de
ningún modo está injustificada. Me voy a remitir a un ejemplo clásico.
Durante muchos siglos el hombre era, ante todo, el proveedor de la familia, y era
extraño que su trabajo estuviera asociado al placer o interés personal. Esto ha
cambiado en la parte rica del planeta, en el transcurso de la última generación. Sin
embargo, el hombre con familia sigue sintiéndose apelado por esa antigua obligación
de proveer a la familia y mejorar sus condiciones de vida.
Y aunque entretanto las mujeres hayan conquistado el mercado laboral, la mayoría
de las veces son ellas las que centran su atención en la relación y convivencia con la
pareja e hijos. Ya tenemos el conflicto: él trabaja duro para satisfacer las necesidades
de la familia y mejorar su situación financiera; ella en cambio, siente que no les presta
suficiente atención, ni a ella ni a los hijos.
Hay muy pocos hombres que cuenten con el nivel de autoconocimiento y lenguaje
necesarios para decir: «Escucha, precisamente por mi familia voy todos los días a
trabajar». La mujer es la que, en general, pasa más tiempo en casa y tiene más
sensibilidad para crear una atmósfera agradable, pero siente que su implicación no se
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reconoce lo suficiente. En la pareja, los dos invierten mucha energía en que el otro les
valore, pero no se sienten realmente valorados.
Por ello, es importante rendir cuentas cada cierto tiempo sobre en qué medida
estamos implicados con el otro, y si, después de todo, logramos ser para el otro un
valor. Si cualquiera de los dos manifestara cierta agresividad, esto debería ser motivo
suficiente para incluir la cuestión en el orden del día.
Los padres sienten la conexión entre aprecio y agresividad sobre todo en su
relación con los hijos. En ninguna otra relación ponen en duda tan rápido si son lo
suficientemente

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