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Yo-atomo-de-Jesus-Garcia-Barcala

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Yo, Átomo 
Mi historia, y la vuestra. 
 
 
 
 
 
 
 
 
Jesús G. Barcala
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Índice 
 
 
I.- ……………………………………………..Génesis 
II.- …………………………………………...CHONP 
III.- ……………………………………………...Geos 
IV.- ………………………………..Bios Mar y Tierra 
V.- …………………………………………...Invasión 
VI.- ………………………………...Carne de Carbón 
VII.- ……………………………………….Chicxulub 
VIII.- …………..…………………..Nuevo Amanecer 
IX.- …………………..………..Citius, Altius, Fortius 
X.- ….…………..…………...………………….Sabios 
XI.- ,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,…..,,,,,,,,Llegando Lejos 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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A mis padres y todos mis ancestros. 
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CAPITULO I 
Génesis 
 
La historia del mundo, de la vida y del universo, ha sido siempre una materia 
favorita de vosotros los primates de elevada sapiencia. Casi desde que dejáis 
esas graciosas prendas que llamáis pañales, vamos, desde que tenéis uso de 
razón o como lo llaméis, los humanos os preguntáis, ¿De dónde vengo? ¿A 
dónde voy? ¿Quién creó el universo, las estrellas, la vida, el ser, los perritos 
calientes, las patatas fritas del McDonald? Disculpad, pero es que con la edad 
no puedo evitar dispersarme… ¡he conocido mucho! 
En esta historia no encontraréis las respuestas a todas las preguntas, 
simplemente, porque yo no las tengo y a mi ya avanzada edad dudo mucho 
que algún día las tendré. Solo anhelo contaros mi propia experiencia en el 
universo actual a través de siglos y siglos de transformaciones y revoluciones; 
construcción y destrucción; vida y muerte. Gracias a una innata habilidad mía 
para colocarme siempre hacia el exterior de mis múltiples hogares, he tenido 
la suerte de ser testigo de muchos de los sucesos más importantes de la 
historia universal y, mejor aún, he compartido momentos inolvidables con 
algunos de los personajes que más han influenciado el devenir de la 
humanidad que quiero compartir con vosotros. Espero perdonéis que mi 
alegoría tenga también algunas lagunas ya que, en algunos periodos, me 
encontraba atrapado en lo más profundo de la corteza terrestre y no pude 
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ser testigo de todos los grandes acontecimientos o de la vida de todas las 
civilizaciones. Mi relato se basa mayoritariamente en lo que vi, pero hay 
otras cosas que me fueron contadas por los innumerables compañeros, 
amigos y parientes que encontré en mi vida o que aprendí de los libros que 
algún humano puso a mi disposición. Mi camino está rodeado de ilusiones y 
decepciones, alegrías y tristezas, miedos y sueños y no os dejará indiferentes. 
Os invito a que repitáis conmigo este largo viaje que me ha llevado desde los 
confines olvidados del universo a este gran planeta azul que llamáis Tierra. 
 
Vi la luz hace unos seis mil millones de años, poco antes de que la estrella en 
la que nací se convirtiese en una gran supernova en el sector central del 
universo, explotando con una fuerza lo suficientemente grande como para 
crear muchos de los actuales elementos que hoy forman todo lo que os 
rodea y que no habían nacido aún. Y lo de ver la luz no lo digo solo como un 
viejo cliché y, verdaderamente, mi nacimiento, o al menos así lo denomino, 
fue ciertamente un evento de gran luminosidad, el fenómeno más brillante 
que se pueda observar en el universo. Desde entonces, he pasado eones 
dando tumbos y siendo testigo de pequeños y grandes cambios en buena 
parte del universo y esa experiencia es la base de este relato, y no puedo 
dejar de mencionar la importancia que mi nacimiento tuvo, estimados 
lectores, porque, aunque suene presuntuoso, la vida no podría existir sin la 
ayuda de los de mi especie y similares. 
 
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Cuando la gran estrella ya no pudo aguantar la presión y explotó, trillones o 
más de nosotros, átomos de carbono y otros tantos de mis parientes lejanos 
y cercanos, salimos despedidos del inmenso vientre materno a velocidades 
de vértigo. Muchos de nosotros íbamos unidos fuertemente por lo que creo 
que llamáis lazos familiares. Mi grupo incluía unos 27 billones de trillones de 
nuevas vidas reunidas en un pequeño trozo de materia que en la tierra 
podría ser no más que un grumo del tamaño de una montaña terrestre. En el 
viaje, sin embargo, la constitución de mi morada y de mi entorno familiar 
varió incontables veces, desde el tamaño de una partícula de polvo hasta 
enormes rocas que yo llegué a considerar mansiones como las que millones 
de años después conocí en mi planeta adoptivo. 
 
Más importante es lo que ha sucedido después. 
 
Lo más memorable de nuestra desbandada fue la sensación causada por la 
velocidad a la que viajábamos. Todo pasaba tan rápido que era casi imposible 
fijar la vista en un objeto por más de una fracción de segundo. Volábamos 
aproximadamente a la misma velocidad que el resto de materia cercana a 
nosotros, tanta que parecía que no se movía nada. Nunca he llegado a saber 
la cifra exacta, pero parecía acercarse a la velocidad de la luz. Rápidamente 
nos alejamos del epicentro y comenzamos nuestra aventura. 
Con mi poca capacidad de raciocinio me es imposible describir en términos 
científicos estos hechos, pero tengo la certidumbre de que algún día alguien 
o algo podrá entender lo que sucedió y, más importante, el por qué sucedió. 
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Yo ya me di por vencido. Lo que sí puedo describir es la extraña pero 
agradable sensación causada por el bello paisaje que nos rodeaba. En un 
fondo negro profundo se desplegaba un espectáculo como el de los fuegos 
artificiales terrestres. Chispas, espirales, centellas todas buscando un nuevo 
hogar en el que depositar su energía. También nos hacía compañía un hueco 
silencio, como cuando la nieve cae en una gran tormenta absorbiendo todo 
sonido en la esponjosa superficie de sus copos. Yo pensaba que con tanto 
caos y explosión el estruendo sería descomunal, pero apenas y se oía ruido 
alguno, no entendía en aquel entonces que la falta de aire en el espacio 
exterior impedía la propagación del sonido. Con tanta paz, llegué a quedarme 
dormido muchas veces. 
Viajamos varios miles de millones de años, creo, y no sin incidentes. En los 
primeros instantes las colisiones entre los cuerpos eran incesantes. Casi 
siempre se producía una nueva explosión que desviaba hacia una nueva ruta 
cualquier trozo sobreviviente. El sonido era extraño, rápido, seco y, aunque 
nunca sufrí daño alguno, me estremecía hasta lo más profundo de mis 
electrones. 
 
Durante el largo viaje posterior a mi parto conocí a un viejo átomo de helio 
que gustaba de contar historias sobre cómo nació nuestra raza. TREF 227, 
como se le conocía a este anciano con aspecto de cebolla radioactiva, 
arrugado y blanquecino, había sido, siempre según él, uno de los primeros 
átomos en nacer, apenas unos mil años después de ese evento que vosotros 
los humanos denomináis Big Bang. Él fue quien me explicó un poco el origen 
de mi raza. 
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Aunque tenía los electrones cansados y una voz pesada y cavernosa, el 
conocido como Maestro Tref no paraba de hablar. Su edad y su talento para 
contar (y exagerar) hechos históricos lo hacía uno de los miembros más 
respetados de nuestra numerosa comunidad. Personalmente he aprendido 
mucho de él y de sus relatos que, si bien me han enseñado mucho, también 
me han llenado de más y más dudas sobre mi origen y, especialmente, sobre 
el largo camino hacia mi inexorable destino. El viejo sabio me contó entre 
otras muchas cosas que el nuevo universo no era el único, sino que había 
otros paralelos al nuestro y algunos más universos “burbuja” que se creaban 
y desaparecían continuamente.Yo no sé si esto sea cierto o no, pero si me 
consta que a principios del Siglo XXI un grupo de científicos estaría de 
acuerdo con dicha idea. ¿Querrá decir que hay otros como yo en algún lugar 
del infinito? Probablemente algún día lo sabremos, probablemente no. Por 
mi parte, me dediqué a escuchar sus lecciones e intentar absorber todo el 
conocimiento que pudiera serme útil en el futuro. 
 
-Fue en los primeros instantes a partir del Cero –nos contó el anciano - que 
se crearon electrones, protones y neutrones, vuestros futuros compañeros. 
Estas son las pequeñísimas partículas, llamadas subatómicas que forman 
parte de vuestra anatomía - dijo. Gracias a sus enseñanzas, aprendí que los 
primeros son un poco negativos pero son ellos los que nos permiten a los 
átomos combinarnos con otros átomos para formar múltiples compuestos. 
Los protones tienen una carga positiva, alegre y dicharachera y, junto con los 
neutrones que obviamente, son neutrales, son el núcleo de vuestros cuerpos. 
 
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En esos primeros días aprendí que fue poco después del Big Bang cuando se 
formaron mis antepasados hidrógeno y helio, incluyendo al Maestro Tref. 
Estos primos lejanos míos fueron los primeros de nuestra clase y salieron 
despedidos en todas direcciones y empezaron a formar la primera 
generación de cuerpos astrales en el universo. Por cierto, aprovecho para 
contaros un poco más sobre mí. 
 
Como ya os dije anteriormente, soy un átomo de carbono. Una partícula de 
materia que los químicos llaman elemento y que, en una extraña tabla que 
todos los cachorros humanos detestan estudiar, me han dado el número seis. 
En la tierra los átomos de carbono formamos parte de todo ser viviente. No 
sé que tenemos que nos hace tan importantes, pero el caso es que sin 
nosotros no existiría la vida tal y como la conocéis. Además, somos uno de los 
elementos más comunes en el universo, de hecho, cualquiera de vosotros 
que tenga este libro en sus páginas contiene cientos de miles de millones de 
mis hermanos enlazados con otros elementos tales como hidrógeno, oxígeno 
y nitrógeno. Yo mismo he pertenecido a cientos de miles de cuerpos, unos 
vivos, plantas y animales y, otros no tanto, tales como el diamante y el grafito 
que, por cierto, he llegado a pensar que hice mis pinitos como escritor 
cuando un chaval etrusco del siglo III a.C. utilizó un trozo de grafito del que 
yo formaba parte, para escribir garabatos en un pergamino. 
Sobre mi vida privada hay poco que decir, pero sí que me considero un 
átomo afortunado por haber sido testigo a tantos y tantos cambios de 
vuestra historia y la del planeta. He formado parte de miles de objetos y 
seres vivos y he experimentado profundos cambios de hogar y de actividad. 
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Sin que yo pudiera tomar decisiones y por causas del destino he podido 
conocer y observar a cientos de individuos, algunos de los cuales tuvieron un 
gran impacto en la corta pero interesante historia del ser humano. No nos 
olvidemos de mis apéndices imprescindibles de mi existencia, Electrón y 
Neutrón a quienes llamo cariñosa y simplemente E y Pe, el primero, valiente 
y arriesgado aventurero que más de una vez nos ha metido en problemas y, 
el segundo, mi consejero más apreciado, ejemplo vivo de la mesura y el 
análisis. 
Pero basta de hablar de mí. Ya conoceréis mas detalles de mis capacidades a 
lo largo de estas memorias. De no todas me enorgullezco, pero son parte de 
mi existencia al igual que los defectos y las virtudes humanas son parte de la 
vuestra. 
Ahora bien, no quiero llevarme todo el crédito para los de nuestra especie. La 
vida en la tierra necesita además de nosotros a algunos otros de mis 
parientes, tales como el hidrógeno, el oxígeno, el nitrógeno y el fósforo, que 
también forman parte de este gran mundo al que muchos de nosotros 
llamamos hogar y sé a ciencia cierta de que hay muchos otros familiares que 
no conozco personalmente pero que habitan otros mundos tan lejanos como 
mi tierra originaria. 
El caso es que viajamos y viajamos por lo que parecía una eternidad. El 
universo es un sitio realmente grande, vamos, inimaginablemente 
gigantesco. La luz viaja a una velocidad de 300.000 Km. por segundo y en 
millones de años apenas y puede recorrer pequeñas zonas del universo. 
Científicos humanos han calculado (un poco presuntuosamente, creo) que la 
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distancia entre los extremos del universo es de 156 ¡billones de años luz! Sin 
comentario. 
Durante los miles de años que duró nuestro viaje, hubo muchos momentos 
en los que los pasé francamente mal, como cuando fuimos embestidos por 
un gran pedazo de hielo y mi hogar fue convertido en miles de proyectiles 
ahora separados y dirigiéndonos en igual número de direcciones. Pero 
también hubo momentos agradables, entre ellos, cuando viajé cogido de la 
mano de otros átomos formando diferentes moléculas, lo cual me hizo 
sentirme que mi labor servía de algo. Además, y ya cerca del final del viaje 
tuve una larga relación con una pequeña átomo de argón, una bella amazona 
que, aunque era un poco inestable, sacaba lo mejor de mí. 
Arna 43-U me llamó la atención desde la primera vez que la vi. Yo era tan 
solo un átomo adolescente que no sabía todavía su función en el Universo. 
Mis partículas saltaban de alegría cada vez que ella pasaba cerca de mí y 
pronto nos hicimos amigos. Me contó que había nacido el mismo día que yo y 
que por un tiempo viajó en una de las rocas más grandes que salieron 
despedida del punto Uno. Delgada y de frágil vuelo, Arna también me contó 
que sus compañeros de viaje habían sido varios elementos radioactivos que 
no la trataron muy bien y me confesó que se había sentido siempre muy sola 
hasta que nuestros caminos se cruzaron. Pasamos largos ratos juntos 
admirando el paisaje que nos rodeaba ya que nuestra velocidad había 
descendido considerablemente y podíamos ver como muchos átomos 
empezaban a formar corrillos a nuestro alrededor. Muchas veces logre entrar 
en cariñoso contacto con ella y disfrute del suave roce de sus bellas 
partículas. Pero sabíamos que lo nuestro era algo pasajero ya que nuestras 
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cargas no eran compatibles. Nos despedimos poco antes de ser absorbidos 
por el Gran Remolino, pero supe tiempo después que al formarse la corteza 
terrestre en su más reciente configuración había sido atrapada en un bloque 
de hielo antártico. 
 
El Errante Afortunado 
 
Ese Gran Remolino al que me refería anteriormente, marcó el fin de mi viaje 
inicial. Llegamos a verlo desde lejos, una enorme espiral de polvo y materia 
como un gran huracán que parecía absorber todo lo que se encontraba a su 
paso. No se distinguía de los otros quince o veinte remolinos que giraban no 
muy lejos de esa zona y con los que a punto estuvimos de chocar, pero por 
causas del destino, este fue el que se puso en mi camino. 
Pasamos a gran velocidad muy cerca de algunos de estos cuerpos en ciernes 
y fue ahí cuando sentí por primera vez una gran fuerza que me iba a 
acompañar durante el resto de mi existencia. Siglos después comprendí los 
poderes de este poderoso fenómeno. Se trata de una fuerza de atracción que 
todos los cuerpos ejercen entre sí, incluidos los humanos, sin embargo, 
normalmente no la percibimos ya que su poder depende de la masa del 
objeto que la ejerce y de la distancia entre los dos cuerpos. Mientras más 
grande el objeto más grande la fuerza pero, aunque no lo creáis, hasta una 
pequeña pelota de golf ejerce una fuerza de atracción sobre los cuerpos que 
la rodean y viceversa. Vosotros los humanos conocisteis este extraño tipo de 
energía pronto en vuestra historia pero no fue sino hasta el siglo XVI que un 
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profesor inglés llamado Sir Isaac Newton la entendió y describió. Unos siglos 
después, un simpático y desaliñado científico alemán, Albert Einstein, publicó 
una ley más actualizada sobre la gravedad. A este señor, del que hablaré mástarde en esta historia, le llegué a conocer bien ya que formé parte de una 
bombilla luminiscente que el utilizó durante la redacción de dicha ley. 
 
Volviendo al tema, cuando creía que ya nos habíamos librado de ser 
succionados por alguno de los grandes remolinos que flotaban a nuestro 
alrededor, sentí de repente una gran sacudida, un fuerte tirón, como si nos 
arrastrara la furiosa corriente de un río. Entramos a gran velocidad en un 
caudaloso torrente de materia y partículas elefantiásicas. Rocas, polvo, hielo 
y vapor rodeados de ruidosas explosiones causadas por las colisiones entre 
todo lo que ahí se encontraba. Aún más que cuando nací, me invadió la 
sensación de ser un insignificante soldado de infantería en el campo de 
batalla, siguiendo las órdenes de los comandantes y sufriendo el castigo del 
enemigo sin una trinchera dónde guarecerme. Chocábamos una y otra vez 
con grandes rocas y trozos de hielo saliendo despedidos en mil pedazos en 
todas direcciones pero volviendo una y otra vez al gran caudal. En esta 
ocasión si sentí que mi estructura interna se estremecía y pensé que en 
cualquier momento desaparecería de este mundo. Pero sobreviví con más 
resignación que voluntad a los primeros impactos, que empezaron a 
disminuir a través de los siglos. 
Al tiempo de mi llegada, este cuerpo celeste contaba ya con unos 40 millones 
de años, pero era aún un bebé geológicamente hablando. Su origen se 
basaba en la lenta aglomeración de millones de partículas de polvo, vapor y 
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silicio que flotaban en el espacio, probablemente restos no utilizados por el 
Sol cuando se formó. En esa etapa de formación, el calor de millones de 
impactos hacía que el planeta pareciese una bola de fuego flotando en medio 
del espacio, sin rumbo y sin destino, golpeada constantemente por materia 
estelar a muy alta velocidad, desviándola de su errante trayectoria y a la vez 
aumentando su tamaño. Por cierto, que a este astro en el que habitáis le 
llamáis Tierra equivocadamente, pues al estar cubierto en su mayoría por el 
líquido azul, deberíais llamarle Agua o en todo caso Hierro, como el elemento 
del que está hecho su núcleo. 
Fueron decenas de millones de años los que estuvimos girando alrededor de 
esa masa que poco a poco empezaba a tomar su forma esférica absorbiendo 
todo lo que encontraba en su camino y que, como yo, terminó formando 
parte del nuevo astro. Polvo sideral, piedras de todas dimensiones y gases 
continuaron uniéndosenos en esta espiral de materia fragmentada que 
finalmente comenzó a consolidarse y a enfriarse. Los elementos más pesados 
tales como hierro y plomo se fueron hundiendo hasta el centro y formaron el 
núcleo del planeta que, debido a las altas temperaturas que aún conserva, se 
mantiene en estado plasmático (ni líquido ni sólido, sino en un estado 
intermedio, como gelatinoso) y todavía realiza una importante función 
ayudando a mantener la temperatura de la superficie dentro de los niveles 
necesarios y permitidos para la vida de seres multicelulares. 
Y cuando el proceso de formación se hallaba en sus últimos siglos, un evento 
de gran magnitud terminó por sellar el destino del astro y, a su vez, de todos 
los que ahora poblamos este maravilloso y frágil planeta: una gigantesca 
roca, un asteroide o más posiblemente, los restos de un planeta fallido 
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llamado Theia, según corría el rumor, chocó con gran fuerza contra el 
incipiente cuerpo, fusionándose parcialmente e imprimiéndole a la Tierra una 
nueva trayectoria y velocidad. Los restos de aquella colisión, quedaron como 
aturdidos girando alrededor y formaron en menos de un año un pequeño 
cuerpo rocoso al que llamáis vuestro satélite natural, o simplemente la Luna. 
Aparte de sus misteriosas connotaciones románticas y mitológicas, la Luna 
juega un papel extremadamente importante en el comportamiento y 
características de la Tierra. Es conocida por muchos de vosotros la fuerte 
influencia que esta puede ejercer en la creación y movimiento de las mareas, 
pero pocos sabéis lo importante que puede ser para la existencia de las 
estaciones. 
Veamos, sabemos que estas existen debido a la inclinación de la Tierra sobre 
su eje. Así, durante una parte del año el hemisferio sur recibe menos horas 
de luz solar mientras que el norte disfruta de largos días veraniegos. Lo 
contrario en la segunda mitad del año. Pues bien, aparte de que el impacto 
que creó la Luna fue el origen de la inclinación del eje, esta también ejerce 
una serie de fuerzas gravitatorias sin las cuales el planeta no podría 
mantener dicha inclinación, ni su ángulo permanecería estable y las 
estaciones no existirían. Considerando el placer que he disfrutado en 
soleados y calurosos veranos, apacibles otoños y, mis favoritos, los bellos 
inviernos boreales en los que tanta paz he podido obtener, no me gustaría 
imaginar nuestro planeta sin las diferencias entre la primavera y las demás 
estaciones. 
 
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La constante de este nuevo protoplaneta era la inestabilidad. El núcleo 
fundido no permitía el enfriamiento de la superficie y las constantes 
colisiones amenazaban con romper de una vez por todas a este cuerpo del 
sistema solar. Pero sobrevivimos. 
Poco más puedo añadir sobre las etapas iniciales del nacimiento de la gran 
bola rocosa puesto que mi situación era tan caótica como la del resto de mis 
compañeros. La mayor parte del tiempo de formación estuve incrustado en 
un gran trozo de metal ligero que contenía a millones de átomos de carbono 
como yo así como otros de litio e hidrógeno. Mi hogar temporal flotó durante 
mucho tiempo en un mar de magma fundida hasta que con la lenta 
coagulación de la superficie nos posamos cerca de lo que ahora es el polo 
sur. 
 
El calor en la superficie del planeta en aquellos días sería insoportable para 
un humano o para cualquier ser viviente. Más de 3.000 grados centígrados y 
no había agua que pudiese aliviar tan horroroso infierno. Un inhóspito, 
oscuro y desolador paisaje incompatible con la vida. La superficie se parecía a 
lo que normalmente observáis durante una erupción volcánica. Es más, eran 
cientos de erupciones y explosiones de gases rodeadas de borbotones de 
vapor y ríos de lava ardiente entremezclados con islas de material ya 
solidificado bajo el todavía constante bombardeo de residuos proveniente 
del espacio. Constantemente nacían montañas de formas caprichosas, 
volcanes y desolados valles que pronto serían nuevamente fundidos por el 
calor y absorbidos por las entrañas del nuevo cuerpo celeste. 
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Pero como todo proceso que se precie de serlo, este también se acercaba a 
su fin. Tras varios millones de años, la temperatura bajó considerablemente y 
las primeras rocas se cristalizaron. La tierra se enfrió y la corteza se endureció 
formando un manto sólido relativamente estable aunque de poca 
profundidad y así, lentamente, el nuevo planeta empezó a tomar forma. Un 
desierto sin animales, sin plantas, sin vida y cuya enrarecida atmósfera era 
irrespirable y que nadie, nunca, podría imaginar el destino que le esperaba. 
Todo esto ocurrió hace unos cuatro mil millones de años. Lo sé yo porque fui 
testigo presencial de estos hechos. Pero no aceptéis lo que os cuento como 
dogma, tenéis evidencia que prueba mis afirmaciones. Los humanos lo habéis 
comprobado en las rocas rojas de Jack Hills, en Australia. Estas viejas señoras 
tienen una edad aproximada de 3.850 millones de años, pero se cree (y yo lo 
puedo confirmar) que siglos antes ya habían existido ejemplos de 
características similares, pero que fueron nuevamente fundidas por el 
intenso calor interno de la tierra. Por cierto, la edad de estas últimas se fijó 
utilizando un método de radioisótopos de uranio, un elemento que con el 
paso del tiempo se deteriora hasta convertirse en plomo. 
Y ya que nos encontramos en este tema quisiera también hablar, un poco por 
cuestiones familiares,del proceso más común para datar objetos orgánicos 
antiguos es conocido como el método del Carbono-14 y creo que a vosotros 
lectores os interesará conocerlo. 
Resulta que mis hermanos y yo (Carbono-12), somos mucho más comunes 
que mis primos dos números más arriba, aproximadamente hay un trillón de 
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nosotros por cada uno de ellos. En los procesos de alimentación orgánica 
tales como la fotosíntesis o la ingesta de animales y plantas, hay un 
constante flujo de átomos de carbón y la proporción entre nosotros antes 
mencionada se mantiene al menos durante la vida del consumidor. Pero al 
momento de morir la planta o el animal, los pobres de mis primos empiezan 
a deteriorarse hasta convertirse en átomos de nitrógeno. La vida media de un 
átomo de Carbón-14 es de 5730 +/- 40 años. Los Carbono-12 no nos 
deterioramos y, si así fuera, no estaría yo aquí. Los científicos, ergo, cuentan 
y comparan la proporción de C-14 con la de C-12 y pueden así calcular la 
edad de cualquier objeto orgánico. Hay algunas limitaciones, como el hecho 
de que a partir de 50.000 años, ya no hay Carbono 14 y no se puede utilizar 
este método, aunque existen otros similares para edades mayores y para 
cuerpos no orgánicos. 
 
Volviendo al nacimiento del nuevo errante, el enfriamiento continuó durante 
siglos, poco a poco endureciendo la corteza que ahora tiene de treinta a 
ciento cincuenta kilómetros de profundidad. En dicha corteza se asentaron 
todo tipo de materiales y elementos, incluyendo los metales y otros 
minerales que ahora extraéis de minas para fabricar cientos de productos. 
Seguía habiendo erupciones y meteoritos, polvo cósmico y trozos de hielo 
continuaban cayendo en cantidades considerables trayendo consigo nuevos 
elementos que pasarían a formar parte de la gran variedad que ahora 
conocemos. Pero a pesar de su alarmante inhospitabilidad, la Tierra empezó 
a parecer un lugar donde algún día, en un futuro muy lejano, la vida sería 
posible. 
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Helios 
 
Poco antes que se formara el planeta, nació su estrella madre, señora y 
dadora de vida. Lo mismo que el agua, y la luz, el calor del Sol es fundamental 
para la existencia de seres vivos. A ese gran gigante que calienta el sistema 
planetario en el que vivimos lo conozco bien ya que, aunque nunca haya 
estado ni cerca de él ni espero estarlo, se parece a mi progenitora. Cada día 
durante miles de millones de años, nuestra gran estrella ha sido nuestro 
compañero de viaje y un poderoso aliado. Ya desde los tiempos de mis 
queridos amigos afarensis (de los que hablaré algunos capítulos más tarde), 
se consideraba al astro mayor como un ser sobrenatural, un poderoso ente al 
que hay que amar, temer y respetar. 
El Sol ha sido la inspiración para poemas, historias y hubo hasta un 
presumido reyezuelo francés que se sentía el ídem. Una tribu precolombina 
construyó una Pirámide en honor del Sol (y otra en el de la Luna) en 
Teotihuacán, México, y en Mongolia, hay un templo al Gran Sol como 
agradecimiento a todo el bien que nos proporciona. Es más, en el idioma 
castellano se utiliza el nombre del gran astro como un cumplido: – eres un 
Sol –. 
Helios, como le llamaban los griegos, se formó unos pocos millones de años 
antes que la Tierra y los demás cuerpos que ahora forman el Sistema Solar. 
Es una estrella de los más normalita que hay, ni muy grande ni muy pequeña, 
ni muy joven ni muy vieja, ni muy caliente (comparada con otras estrellas) ni 
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muy fría. Muy importante para nosotros es que tenga esas características, 
porque si el Gran Sol fuese diferente o estuviese más lejos o más cerca, no 
nos serviría para nuestro propósito: calentar la tierra a su debido punto. 
Como todas las estrellas, está hecho de gases, principalmente hidrógeno y 
helio (pero contiene pequeñas cantidades de muchos otros elementos 
incluyendo el carbono), a muy alta temperatura, casi 6000º Celsius. Pero 
estamos a la distancia ideal para aprovechar sus ventajas sin achicharrarnos. 
O sea, yo os recomendaría no acercarse mucho. Y lo digo por experiencia ya 
que yo he estado en el interior de una estrella, aquella supernova en la que 
yo nací, y la verdad es que el ambiente no es muy placentero. Como 
anécdota, puedo añadir que todos los átomos del universo nacieron en una 
estrella, por lo que un famoso escritor-científico-profeta del siglo XX, Carl 
Sagan, un día dijo que todos los humanos estabais hechos de material de 
estrellas. Siempre supe que erais algo especial. 
 
El calor del sol es imprescindible para la vida, para el clima y para el ciclo de 
agua, evaporando la superficie de los océanos y creando las nubes que 
provocarán lluvia. Pero no solo el calor es importante para nosotros, la 
energía lumínica que nos envía es vital para uno de los procesos más 
importantes en el ciclo de vida terrestre y en el que yo he participado miles 
de veces y que tendrá un importante lugar en mi experiencia de vida: la 
fotosíntesis. Tan importante como los procesos es el espacio en el que se 
llevan a cabo. En este caso, hablamos de la delgada capa de gases que 
protege al planeta y en el que todos los fenómenos ambientales tienen lugar. 
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Atmósfera 
 
Los primeros rayos del Sol cayeron fuertemente sobre el planeta como balas 
de cañón. La radiación que traían era fortísima y golpeaba directamente todo 
lo que tocaba. Pero poco a poco, una débil capa de gases se fue formando 
alrededor del planeta protegiéndolo de ataques externos. Al principio, se 
trataba de los residuos gaseosos causados por las explosiones y erupciones 
que crearon el mundo. Eran básicamente parientes míos como el hidrógeno, 
el helio y el argón que le daban un aspecto desolador. La luz no traspasaba 
las partículas flotantes ni se extendía en todas direcciones hasta que la lluvia 
ayudó mucho a limpiar esa irrespirable e incipiente atmósfera y empezó a 
clarear. La luz ya podía extenderse uniformemente toda la superficie, fue la 
primera vez que tuve la sensación de que amanecía. Podía ver a grandes 
distancias el nuevo paisaje conformado aunque todavía cambiante y por 
primera vez sentí la necesidad de explorar lo que me rodea. Ese picante 
sentimiento que llamáis curiosidad y que no sé de quién heredé, sería un 
compañero inseparable a lo largo de mis aventuras. 
Nuestro planeta, y me atrevo a llamarlo nuestro porque yo llegué aquí antes 
que vosotros, es especial en muchos aspectos, pero pocos tan importantes 
como su atmósfera. Los restantes planetas del sistema solar no cuentan con 
algo semejante. Bueno si, tienen atmósferas, pero ninguna con las 
características tan valiosas que permiten que exista la vida tal y como la 
conocemos, empezando porque sus principales elementos actuales, oxígeno 
y nitrógeno, son muy escasos en el resto del universo. Curiosamente, no es la 
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única atmósfera que hemos tenido. La primera era la que arriba explicaba, 
hidrógeno y helio mayoritariamente, pero los primeros vientos solares se la 
llevaron lentamente y dejaron paso a nuestra protectora que tardó millones 
de años en convertirse en la gran señora que ahora es. 
Una pregunta muy común de los niños (y algunos adultos) es: ¿cómo se 
mantiene la atmósfera pegada a la Tierra? Pues la respuesta es muy fácil: ¿Os 
acordáis de aquella fuerza que me atrajo a la espiral que formó el planeta? La 
gravedad, si, pues eso, la fuerza de atracción no permite que los gases se 
vayan de paseo por el espacio. Pero como la fuerza se debilita con la 
distancia, mientras más se aleja de la superficie menos densa es la atmósfera 
y por eso es muy difícil de fijar con certeza los límites superiores de la 
atmósfera, ya que no termina en un punto exacto, sino que se va 
desvaneciendo poco a poco. Ahora bien, hay un límite que los científicos 
llaman la Línea Kármán, a unos cien kilómetros de altitud, y que es 
frecuentemente citada como el límite oficial con el espacio. 
Laatmósfera es responsable del bello color azul que vemos en nuestro cielo y 
eso lo explicó muy bien un señor inglés llamado Lord John Rayleigh, que 
descubrió los cambios que sufre la luz cuando atraviesa moléculas de agua, 
polvo y gas. De acuerdo con este fenómeno, la luz azul, que es la que tiene la 
onda más corta, es más fácilmente absorbida por las partículas antes 
mencionadas y que después la reflejan en todas direcciones. Que complicado 
¿no? 
También la atmósfera es responsable de nuestro clima. Todos los fenómenos 
meteorológicos como la lluvia, los relámpagos y los huracanes se forman en 
ella. La mayor parte de dichas manifestaciones ocurren en la tropósfera, 
25 
 
aproximadamente los diez kilómetros más cercanos a la superficie y ocurren 
porque la atmósfera está en constante movimiento. 
En fin, que le debemos mucho a nuestra amiga y por eso debemos cuidarla 
mucho. Desgraciadamente, los humanos no os habéis portado muy bien con 
ella causándole problemas como la polución. Pero ahora no estoy de humor 
para regañinas, ya llegará el momento. 
 
Agua 
 
El agua queridos lectores, es uno de los elementos que más ha cautivado a 
los seres vivos y a los que no lo estamos, pero que también somos 
beneficiarios y víctimas de su poderío. Esa enorme masa de majestuoso 
líquido nos relaja y nos llena de miedo y de misterio; nos protege y nos ataca 
inmisericorde; nos transporta y nos refresca. Este fluido milagroso tiene 
miles de interesantes historias que contar, (he intentado convencer, sin éxito 
hasta ahora, a un amigo mío de oxígeno para que escriba sus memorias) 
desde los primeros seres vivos hasta las aventuras de exploradores y piratas 
que surcaron los siete mares pasando por leyendas de monstruos 
submarinos y sirenas encantadoras o embaucadoras. Mares, ríos y lagos han 
servido fielmente al ser humano como medio de transporte y fuente de 
alimento sin dejar de inspirarlo, asombrarlo y empequeñecerlo con su fuerza 
bruta. El agua es también un buen catalizador al favorecer y acelerar las 
reacciones entre las moléculas y es, como veremos más tarde, fuente y 
26 
 
alimento de toda vida. Y para muestra un botón: el 95% de todos los hábitats 
terrestres se encuentran en los océanos. 
También conocida como H2O por sus dos átomos de hidrógeno y uno de 
oxígeno, el agua es un compuesto químico que forma la molécula más 
abundante de la Tierra. Aproximadamente el 71% de la superficie terrestre 
está cubierta por agua en cualquiera de sus tres estados físicos: líquido 
(mares, lagos y ríos), sólido (hielo y nieve en montañas y glaciares) y gaseoso 
(vapor, casi todo en la atmósfera). Además, más de un 60% de vuestro 
cuerpo está compuesto por este elemento. Pero no quiero aburriros con 
detalles técnicos acuáticos, así que pasemos a la primera lluvia. 
Como os he contado anteriormente, trozos de hielo proveniente de cometas 
colisionaron durante siglos la superficie del planeta, pero el agua que 
contenían se transformaba inmediatamente en vapor debido a las altas 
temperaturas. Las erupciones volcánicas también expulsaron enormes 
cantidades del gas a la superficie y, tras miles de años, una gigantesca nube 
empezó a formarse en la incipiente atmósfera. Esa nube primigenia no se 
parecía nada a lo que vosotros conocéis. Distaba mucho de ser una esponjosa 
bola de blanco vapor que toma las formas que nuestra imaginación les da. Se 
parecía más a la sucia capa de smog, combinación de humo y niebla con 
millones de partículas cenicientas flotando libremente, que millones de años 
después cubrirían algunas de vuestras descuidadas ciudades. La nube era de 
un color rojizo oscuro que obtenía del reflejo de la todavía recalcitrante 
superficie. Poco a poco cubrió todo el planeta y fue aumentando su 
densidad, hasta que un día, empezó a llover furiosamente. Llovió y llovió sin 
27 
 
parar durante miles de años, inundando una buena parte de la superficie 
terrestre de agua sucia y tóxica, pero agua al fin. 
La primera tormenta duró millones de años. La evaporación continuaba, 
pero la cantidad era tal que valles y cráteres fueron rápidamente inundados 
por el precioso líquido. La imparable fuerza del nuevo elemento destruyó 
barreras como si fueran castillos de arena, erosionó montañas y todo lo que 
encontraba a su paso. Uno de los grandes beneficiados por la lluvia fue el 
que les habla, ya que la erosión que el agua causó en la gran roca que era 
mi hogar, consiguió que saliera a la superficie. ¡Qué impresión! Descubrir el 
nuevo mundo fue uno de los eventos álgidos de mi existencia. Mi nuevo 
mundo no era lo que ahora conocemos, un bello planeta que la naturaleza 
ha dotado de una enorme variedad de ecosistemas llenos de color y vida. La 
oscuridad todavía reinaba en la superficie ya que la atmósfera no había 
adquirido su actual estado ni su propiedad de reflejar la luz que empezaba a 
llegar desde el Sol. Fue un momento en verdad impresionante pero no del 
todo agradable pues el ruido causado por el golpeteo de las gotas era 
ensordecedor y varias veces sentí que era involuntariamente desgarrado de 
mi hogar como sucedió a algunos de mis hermanos. El caso es que llovió 
incesantemente hasta que el agua formó ese inmenso universo que llamáis 
océanos. Estos gigantes que dominan el planeta son entidades de una 
complejidad maravillosa, parecen estar llenos de vida y están en constante 
movimiento. Agitados por los vientos, atraídos por la luna, calentados por el 
sol, forman parte del proceso regulador del clima planetario. 
 
28 
 
Al final del diluvio, reina una tensa calma. El único sonido es el de pequeñas 
olas golpeando las rocas a un ritmo constante. Se escucha un leve pero 
constante chapoteo, tan relajante como el golpeo sosegado de los remos 
rompiendo la superficie de un lago apacible. Estoy cerca de la orilla, mudo, 
sin moverme para no perturbar la estabilidad que me rodea. Tengo tiempo 
para pensar pero lo único que me viene a la mente es proteger mi 
integridad física. Miro al todavía oscuro cielo y dirijo mis lamentos al 
infinito: ¿Ahora qué? -Empiezo a reflexionar sobre mi existencia: 
 
- ¿Qué hago aquí? ¿Quién me envió? ¿Qué quieres de mí? 
- ¡Calla! -Me gritan a mi alrededor, -¡estás loco! ¡No hay nadie allá arriba! – 
 
Pero a mí me cuesta trabajo creer que todo esto es un sinrazón. Algo o 
alguien debe estar controlando el universo. Las piezas caen una a una en su 
sitio. Todo parece estar siguiendo un guión, un orden prescrito, no es 
casualidad que dos moléculas de hidrógeno y una de oxígeno se unan para 
formar este milagroso líquido. No es casualidad que yo esté aquí. No. 
Simplemente, no puede ser. 
 
Tampoco es casualidad que este errante en el que deambulo esté a una 
distancia perfecta relativa a su estrella. Si estuviese más cerca, el viento 
solar se llevaría su frágil atmósfera; si estuviese más lejos, el planeta se 
congelaría y por eso lo llamo el Planeta Afortunado, o Errante Afortunado, 
29 
 
como dirían los griegos. En la superficie la temperatura empieza a ser 
agradable gracias a los rayos de la enorme bola de fuego que arropan el 
paisaje y esa capa de gases que nos rodea se aclara gradualmente. 
Pero cuando ya me estaba acostumbrando a mi nueva y cómoda viva, un 
nuevo suceso rompió la calma. Un gigantesco asteroide se estrelló contra el 
planeta cual misil cósmico, sacudiéndolo todo a mi alrededor como cada 
vez que caía alguno. Uno en especial, compuesto mayoritariamente de 
hierro. Este elemento pesado, se hundió hasta el núcleo terrestre y cambió 
su composición que, debido a las propiedades químicas del hierro, creo una 
especie de campo magnético alrededor de la Tierra protegiéndola de los 
vientos solares y otros tipos de radiación. Sin dicho escudo, la vida no sería 
posible. 
 
 
 
 
 
 
 
 
30 
 
 
CAPITULO II 
CHONP 
 
Una mañana del frio otoño de 1952, un joven de 23años cruzaba 
apresuradamente las calles de la ciudad de Chicago, a esas horas casi 
desierta. Los únicos testigos eran un repartidor de leche, vestido de punta en 
blanco con todo y gorra, un borracho mal abrigado recargado en una farola y 
los chorros de vapor producidos por la calefacción de los edificios 
colindantes. Espigado y no muy robusto, el estudiante en cuestión se frotaba 
sus enguantadas manos cuando llegó a la parada del autobús 12 que lo 
llevaría a su centro de estudios, la Universidad de Chicago. Stanley Miller 
había recibido su título de ingeniero en su natal Oakland pero prefirió la 
Ciudad de los Vientos para sus estudios de doctorado. 
La razón de su impaciencia no era más que la curiosidad. Hacía dos días había 
iniciado un experimento que podría cambiar el estudio de la exobiología, la 
ciencia que estudia los orígenes de la vida, y estaba ansioso por ver los 
resultados. 
 
Tres teorías se encuentran entre las más populares para explicar el origen de 
la vida en la Tierra, al menos entre los humanos: 1) que un Dios 
todopoderoso creo el universo en una semana, el mundo, los animales y 
31 
 
plantas que lo habitan y, en el sexto día, el hombre; 2) que la vida vino del 
espacio exterior transportada por un meteorito, teoría conocida como 
Panspermia; 3) que la vida se originó en el mar a través de la transformación 
y mezcla de distintos elementos. La primera ha sido ya descartada hasta por 
los líderes de la iglesia cristiana. Las dos últimas siguen causando 
quebraderos de cabeza. 
El joven Stanley creía en la tercera. Un profesor suyo, el Dr. Urey, había 
mencionado en una conferencia que era posible que, en la atmósfera de 
aquel entonces, algún tipo de radiación hubiese creado la primera forma de 
vida. Miller propuso a Urey llevar a cabo un experimento para ver si esto era 
posible. Este al principio rechazó la idea pero, a insistencia de aquel, aceptó. 
En menos de dos semanas ya tenían preparado el contenedor de cristal que 
simularía las condiciones del joven planeta. 
 
 
32 
 
 
Este singular aparato, reproducía (con perdón de la Madre Naturaleza) lo que 
podría haber sido la atmósfera en ese momento: Primero, se inyectaba una 
mezcla de gases que entonces se creía formaban la atmósfera, metano, 
amoniaco e hidrógeno; a continuación, se añadía agua a altas temperaturas 
para que el vapor se añadiera a la mezcla; posteriormente una descarga en 
forma de chispa simulaba un rayo o cualquier tipo de radiación llegada del 
espacio. 
Al final del primer día, Stanley observó que se había formado una pequeña 
capa de hidrocarburos en la superficie del agua. ¡Eso es! Hidrógeno y 
Carbono, familiares míos que representaban a aquellos que formamos los 
primeros compuestos orgánicos. Pero no era suficiente para el joven 
científico y decidió dejarlo una semana más. 
El 17 de noviembre de 1952, Stanley llegó a su laboratorio y observó lo que 
había sucedido: en el fondo del matraz, había algo, algo sospechoso. La 
mancha púrpura reposaba como restos de vino seco en una copa esperando 
el remojo. Rápidamente la analizó y encontró lo que buscaba: aminoácidos. 
Que palabro tan extraño, diréis, y lo es, pero sin ellos no estaríais aquí, ni 
vosotros ni nada que esté vivo. Y ya que estamos, ¿cómo sabemos que algo 
está vivo? Bueno, pues eso depende de quién lo diga aunque me imagino 
que querréis saber lo que los expertos humanos piensan. 
Hay tres requisitos básicos que aprendéis en vuestras escuelas: los seres 
vivos nacen, se reproducen y mueren. Biólogos humanos añaden que deben 
estar formados por células, que obtengan y utilicen la energía del medio que 
33 
 
los rodea y que se adapten al mismo. Los animales que hay en vuestras 
granjas, zoos y los que viven en estado salvaje; todo tipo de plantas, desde 
los grandes abetos de verde perenne y el más humilde de los helechos; 
hongos, musgos, hasta las malvadas bacterias que a veces os causan 
enfermedades (aunque estas últimas no sean siempre dañinas), todos, 
entran en la categoría de seres vivos. ¿Y nosotros los átomos? Pues en fin, 
que no estoy de acuerdo con vuestra descripción. Yo nací, utilizo la energía, 
bailo, canto y, aunque no me reproduzca, estoy vivo, lo que pasa es que los 
humanos no lo habéis descubierto. Todavía. 
Stanley Miller no fue el único científico que consiguió crear moléculas 
compatibles con la vida. El español Juan Oró, consiguió en 1961 sintetizar la 
adenina, que es otra de las moléculas más importante para el desarrollo de la 
vida y que forma parte de nuestro ADN. También encontró los azúcares 
ribosa y desoxirribosa, componentes de los ácidos nucleídos. Sus ideas no 
eran del todo originales, ya que habían sido expuestas originalmente por el 
ruso Alexander I. Oparín en 1924, pero este no pudo comprobarlas y tuvo 
que esperar varias décadas para ver su teoría confirmada. Estos 
experimentos no crearon una nueva forma de vida, pero si demostraron que 
la vida era posible si alguna fuerza exterior espontánea producía cambios en 
las moléculas ya existentes. 
La lista de teorías es larga y llena de aburridos e impronunciables tecnicismos 
que quiero evitar. Como ejemplo que no pienso repetir, reproduzco aquí lo 
que ese interesante invento humano llamado Wikipedia dice sobre la teoría 
de Origen Múltiple (premio al que se lo aprenda primero): 
 
34 
 
"Los primeros organismos auto-replicantes fueron arcillas ricas en 
hierro que fijaban dióxido de carbono en el ácido oxálico y otros 
ácidos dicarboxílicos. El sistema de replicación de las arcillas y su 
fenotipo metabólico evolucionó entonces hacia la región rica en 
sulfuro del manantial hidrotermal, adquiriendo la capacidad de fijar 
nitrógeno. Finalmente se incorporó el fosfato en el sistema en 
evolución que permitía la síntesis de nucleótidos y fosfolípidos. Si la 
biosíntesis recapitula la biopoyesis, entonces la síntesis de los 
aminoácidos precedió a la síntesis de bases púricas y pirimidínicas. 
Más allá de esto la polimerización de los tioésteres de aminoácido en 
polipéptidos precedió la polimerización dirigida de ésteres de 
aminoácidos por polinucleótidos." 
 
Os lo dije, un rollo apto para empollones. El caso es que los humanos aún 
estáis divididos en la cuestión del origen de la vida. Y creo que seguiríais así si 
no fuese por un testigo presencial de dichos hechos. Alguien o algo, ya que 
no había humanos, que por casualidad se encontrasen en el mismo sitio 
donde nació la primera molécula viva. Alguien o algo, como por ejemplo, 
mmmhh, no sé… ¿un átomo de carbono? 
Efectivamente, el mismo que esta larga parábola os escribe, estuvo ahí. Pero 
más que el que os escribe estuvo ahí, es que el que estuvo ahí os escribe. Me 
explico, si hubiese sido yo un átomo normalito sin nada interesante que 
contar, preferiría pasar mi jubilación durmiendo o enlazándome eternamente 
con las numerosas y hermosas moléculas que aceleran mis electrones y 
http://es.wikipedia.org/wiki/Pol%C3%ADmero
http://es.wikipedia.org/wiki/Polip%C3%A9ptido
35 
 
pululan alrededor mío. Pero ya que me tocó presenciar estos trascendentales 
acontecimientos, lo menos que puedo hacer es compartirlos con vosotros. 
 
Debo advertir primero que yo personalmente creo en la génesis múltiple, 
esto es, que las primeras formas de vida se desarrollaron en diferentes sitios 
y en diferentes condiciones. Es más, no me lo podéis rebatir porque yo 
estuve allí, vosotros no. Esto no quiere decir que no crea en LUCA (Last 
Universal Common Ancestor) el Último Ancestro Universal Conocido, todo lo 
contrario, ya que, a pesar de que la vida se originó simultáneamente de 
diferentes maneras, solo uno de estos tipos de vida sobrevivió, y billones de 
años después, aquí estáis. 
 
La Primera Molécula 
 
Os propongo un experimento: poned unalata de sopa de esas de la viejita 
de los comerciales en la que hay lentejas, trozos de tocino, de jamón, 
diferentes tipos de verdura y una viscosa masa anaranjada en la superficie. 
Ahora meted el tazón en el microondas y observad. ¿Qué sucede? Primero, 
descubrimos que la masa esa es grasa y que se derrite poco a poco con el 
calor de las microondas. El tazón sigue girando y el tiempo avanzando y ya 
en forma de sopa, vemos que empiezan a salir burbujitas del fondo, 
indicándonos que ya está hirviendo y está lista para comer. Pero, ¿qué pasa 
si la dejamos un poco más? Algunas lentejas que quedaron sobre la 
superficie se resecan y de repente, ¡PLAFF! Explotan como palomitas 
36 
 
poniéndonos el interior del horno como una caverna subterránea llena de 
estalactitas y estalagmitas de almidón. ¿Qué ha pasado? Muy simple, las 
microondas son una forma de energía que tiene la capacidad de 
transformar objetos alterando su composición química, en este caso 
lentejas, en puré. De la misma manera, rayos tipo gamma, beta, alfa, los 
famosos rayos X y muchos más, tienen la capacidad de transformar la 
materia que se encuentren en su camino en un nuevo compuesto. Y creo 
yo, que fue uno de estos rayos lo que provocó el siguiente cambio. 
 
Resulta que un día, unos 300 millones de años después de la solidificación 
terrestre, cuando me encontraba flotando plácidamente cerca del fondo 
del entonces no muy profundo y primigenio mar, pasó por ahí una joven y 
pizpireta átomo de oxígeno. Ella estaba liada con un átomo de hidrógeno y 
ambos se acababan de separar de otro de estos últimos con el que hasta 
hace poco formaban una molécula de agua. No sé qué me pasa, pero me 
siento fuertemente atraído a ellos y termino enlazando uno de mis 
electrones al grupo. 
Nunca he sabido a ciencia cierta cómo fue que llegamos a convertirnos en 
un compuesto pre-orgánico fundamental para la vida, solo sé que en un 
determinado momento sentimos una fuerte sacudida que nos hizo cambiar 
los precarios lazos que hasta ese momento habíamos forjado. Una fuerza 
invisible nos golpeó como si del dedo de un gigante se tratara y nuestras 
estructuras se estremecieron tan profundamente que ya no éramos los 
átomos de antes. Por causas ajenas a nuestra voluntad, habíamos logrado 
nuestro objetivo: ser algo. Mi limitado raciocinio, no mucho mejor que el 
37 
 
vuestro, no me permite comprender los caprichos de la Madre Naturaleza y 
sus imparables transformaciones. Hasta principios del Siglo XXI, vosotros los 
humanos tampoco lo habéis comprendido. Desde que algunos de vuestros 
ancestros caminaron sobre el planeta, los humanos habéis intentado 
explicar los orígenes de la vida con explicaciones nada fantasiosas, pero sí 
metafóricas en su forma. Más adelante veremos las diversas doctrinas que 
las civilizaciones antropomórficas han dibujado para dar un poco de luz a 
las tinieblas del conocimiento. 
 
Así pasamos varios días, en un ambiente caótico y convulsivo que 
complicaba las relaciones entre nuestro grupo que ya incluía átomos de 
carbono (C), hidrógeno (H), oxígeno (O), nitrógeno (N) y un oloroso átomo 
de azufre (S) que había sido expulsado del centro del planeta, pero gustosos 
de conseguir un hogar más estable y una vida más pacífica. 
Desgraciadamente ya sabía yo que los deseos no necesariamente se 
convierten en realidad. 
Mis compañeros de molécula y yo no fuimos los únicos de experimentar ese 
gran salto de unión. Cientos de miles de pelotones parecidos a nosotros 
nadaban confundidos en la inmensidad del mundo azul como plumas 
dejadas a los caprichos del viento. Aparentemente habían sufrido el mismo 
cambio que nosotros, aunque no todos disfrutaron mucho de su nueva 
realidad y pronto se separaron para seguir su camino en solitario o, con 
otros socios. Yo estaba a gusto y deseaba permanecer para siempre unido a 
mis nuevos colegas siguiendo a las corrientes a donde nos quisieran llevar, 
38 
 
de norte a sur, del fondo a la superficie; pensé que estaba en lo que llamáis 
Nirvana y que viviría así por los siglos de los siglos. 
Pero no fueron siglos, sino apenas unas horas las que gocé en aquel 
aminoácido, como creo que los científicos llaman a estos compuestos, pero 
tampoco sufrí mucho pues pronto fui absorbido en nuevas moléculas y 
conocí a muchos amigos de todas partes y con diferentes números 
atómicos. Lo importante es que yo sentía que el mundo había cambiado, ya 
no estaba vacío, ya había alguien que ocupase parte de su amplio espacio y 
dijese: - Aquí vivo yo. 
Las siguientes horas y días se sucedieron en una serie de fusiones entre las 
miles o millones de moléculas nuevas intentando, creo yo, formar 
compuestos más estables, pero sinceramente ignoro si estos hechos se 
llevaban a cabo aleatoriamente o bajo algún orden establecido o por la 
voluntad de alguna fuerza superior. 
Antes de un mes, noté que la complejidad de varios de los compuestos que 
me rodeaban aumentaba y se diferenciaba de nosotros. Más y más 
aminoácidos se unían para formar unas estructuras que ahora llamáis 
polipéptidos y que parecen rizados collares de perlas multicolores. Yo 
quería formar parte de una de estas moléculas que parecían más atractivas, 
fuertes y durables, pero mis compañeros se resistían pues, según decían, 
querían conservar su independencia. Sin embargo, al ser yo el átomo Alfa 
que nos mantenía unidos, tuve la fuerza y el coraje suficientes para 
convencerlos y obligarnos a colisionar contra una especie de collar de 
cuentas formado por decenas de aminoácidos. Sentí que mi existencia se 
fundía en la de otro cuerpo cuando nos incorporamos en el mismo centro 
39 
 
de la cadena, compartí uno de mis electrones que pronto comenzó a orbitar 
alrededor de un átomo de nitrógeno y, sin mediar palabra, fuimos uno, o 
mejor dicho, una, pues ya éramos lo que denomináis una proteína. 
 
Las proteínas son el elemento básico de la vida. Hay miles de ellas y son muy 
importantes porque, no solo catalizan todas o casi todas las reacciones de 
una célula y controlan todos los procesos celulares, sino que también 
contienen la información que determinará su estabilidad y forma. Dicha 
información se encuentra en las secuencias de los aminoácidos que la forman 
y por eso, el número y tipo de aminoácidos dictará el tipo de proteína. Yo no 
podría deciros bien qué tipo de proteína se convirtió en mi nueva morada, 
pero si sé que contaba con unos 320 aminoácidos y que parecía un triángulo 
tubular como los que utilizáis en vuestras orquestas para producir sonidos 
agudos, eso sí, de tamaño microscópico. 
Uno de los principales grupos de proteínas son las enzimas, que tienen la 
tarea de facilitar la aproximación de moléculas y de animarlas a que 
reaccionen, esto es, que intercambien algunos de sus electrones y creen un 
nuevo tipo de organismo más complejo: las células, cuyos procesos vitales 
como su alimentación y respiración están también a cargo de las enzimas. 
Tarde o temprano, actuarían como catalizadoras de la vida. 
 
Mi existencia fue nuevamente grata por un periodo de tiempo que no pasó 
de unas cuantas jornadas. Sostenidos por las corrientes, nos mecíamos 
plácidamente en el inmenso espacio del océano sin oficio ni beneficio, 
40 
 
disfrutando de la agradable temperatura del agua como si de un colosal Spa 
se tratara. Viajábamos por el océano en movimientos rítmicos y pausados, 
como nobles figuras siguiendo el vaivén de un vals wagneriano, de un lado al 
otro, un, dos, tres; hacia adelante y un, dos, tres, hacia atrás. 
Lo único que interrumpía mi apacible estancia era la incertidumbre del 
futuro, algo que ya me había ocurrido en el pasado, pero para lo que aun no 
he recibido respuesta. ¿Es este mi destino o hay algo más? – Me preguntaba 
repetidamente – ¿Tiene mi vida algún propósito o soy solamente un peón 
extraviado en el infinito tablero del universo? Algo más tendríaque esperar 
para encontrar la respuesta. 
 
El mar empezaba a llenarse de pequeñas partículas y moléculas de todos 
colores y composiciones. Los océanos no eran lo que ahora conocéis; el agua 
era más bien tóxica, hasta corrosiva podríamos decir. El magma hirviente 
encerrado en el centro del planeta escupía, y escupe, una gran cantidad de 
gases a través de chimeneas submarinas calentando el agua y llenando el 
mundo submarino de incontables compuestos químicos que nos servían de 
alimento. Había millones de proteínas que, como nosotros, seguían 
aumentando de tamaño al unirse con más y más aminoácidos, millones 
también de átomos y moléculas solitarias vagando o buscando socios de viaje 
y, en menor número, trozos de roca caliente que caían al mar, procedentes 
de las numerosas explosiones que todavía se sucedían en el exterior. La 
oscuridad reinaba en las profundidades, solo cuando nos acercábamos un 
poco a la superficie podíamos atisbar un poco de la nueva luz que el Sol 
comenzaba a irradiar suavemente la atmósfera. 
41 
 
En este ambiente de confusión y duda se preparaba algo que pronto 
cambiaría la historia, un evento aparentemente insignificante en un cosmos 
de cambio permanente pero de gran envergadura para el nacimiento de un 
nuevo orden. 
A todo esto, es muy importante añadir algunos de los componentes básicos 
de un ser vivo: primero está el agua, que ya conocimos anteriormente y que 
está compuesta de hidrógeno (H) y oxígeno (O); luego estamos las proteínas, 
que incluyen las enzimas y que normalmente me incluyen a mí, el carbono 
(C), hidrógeno, oxígeno, nitrógeno (N) y azufre (S) CHONS; también están las 
grasas, un compuesto del que no he hablado antes pero que sirven para 
acumular energía (CHO); los carbohidratos, que están hechos de azúcares y 
forman las paredes de la célula (CHO); y unos compuestos de nombres 
graciosos llamados ADN, ARN, los genes, y ATP, encargados de almacenar las 
instrucciones de funcionamiento y de producir energía (CHONP, la P es de 
fósforo). 
Los carbohidratos y las grasas son entonces moléculas muy parecidas a las 
proteínas y lograron formarse casi al mismo tiempo. 
La mayor parte de las células de una planta o de un animal están formadas 
por estos elementos, con pequeñísimas partes de otros pero - ¿Por qué? –me 
preguntó una vez un colega de plata. – Muy simple, - le dije – los CHON, junto 
con el helio (un gas al que no le gusta juntarse con nadie), somos los 
elementos químicos más abundantes del universo y, algunas de las mezclas 
entre nosotros como el metano (carbono e hidrógeno) y el amoniaco 
(nitrógeno e hidrógeno), son esenciales para que la vida funcione 
correctamente. Es obvio que habiendo más de nosotros, teníamos más 
42 
 
posibilidades de ser los protagonistas. Nosotros los carbonos, tenemos dos 
ventajas adicionales que nos hace particularmente adecuados para construir 
moléculas: 1) cada uno de nuestros átomos tiene cuatro “ganchos” que 
sirven de bisagras entre los demás átomos y 2) que nuestros enlaces son lo 
suficientemente flexibles para permitir que las moléculas cambien 
constantemente y continúen su camino evolutivo. 
 
La Primera Célula 
 
La vida, estimados lectores, es de acuerdo con vuestra propia definición, la 
capacidad que tienen algunos organismos para nacer, crecer, reproducirse y 
morir. Otros expertos de vuestro tiempo añaden la facultad de alimentarse 
de otros organismos y de convertir dicho alimento en energía. Los mejores 
ejemplos de estos procesos naturales los encontramos en las plantas, que 
cumplen con todos los requerimientos: nacen, absorben los nutrientes de la 
tierra para convertirlos en los ladrillos que componen su estructura y así 
aumentar de tamaño, se reproducen de diferentes formas que ya tendremos 
oportunidad de ver y, mueren; y en los animales, que también nacen, comen 
plantas u otros animales, se reproducen y, aunque no os guste, mueren. 
 
Nosotros los aminoácidos y proteínas, habíamos nacido, crecido y, algunas de 
mis compañeras, muerto. Pero hasta ahora no habíamos conseguido 
reproducirnos. La única forma de crear nuevos entes era la unión de 
elementos ya existentes, moléculas que a su vez, eran la combinación de 
43 
 
partículas aún más pequeñas. Eso estaba a punto de cambiar, cuando la 
naturaleza incidió en sus misteriosas formas, sin que sepamos la causa u 
objetivo a seguir, pero siguiendo aparentemente una serie de instrucciones 
no escritas pero bien definidas en un gigantesco manual de instrucciones 
virtual. 
Todo esto ocurrió, según mis cálculos, hace aproximadamente tres mil 
quinientos millones de años, cuando la Tierra no era más que una enorme 
esfera rocosa cubierta casi por completo de agua y protegida por su campo 
magnético y su joven atmósfera. Era un día cualquiera, como pudo haber 
sido otro, relativamente en calma, con el ocasional trueno de una nueva 
explosión volcánica que ya había dejado de asustarme. Precisamente debido 
a que una erupción submarina había empujado enormes cantidades de 
magma hacia la superficie creando un islote, la proteína en la que vivía había 
sido atrapada en un pequeño charco que, con el calor, estaba perdiendo 
agua y empezaba a parecerse a una sopa. En ese “caldo”, un conglomerado 
de cadenas proteínicas cercano a mí fue atacado por una fuerza invisible, 
etérea, pero con la capacidad de producir un acontecimiento indispensable 
en nuestra evolución: con la ayuda de un proceso químico llamado 
deshidratación-condensación, que tiene que ver con el rompimiento de 
antiguas moléculas y la creación de nuevas, miles de diferentes tipos de 
moléculas como las proteínas, los carbohidratos y los azúcares, nos unimos 
para formar la primera célula. 
El por qué de nuestro nacimiento es algo a lo que yo no puedo responder. 
Algunos científicos han expuesto teorías para explicar, no tanto las razones, 
pero sí las causas de tan relevante evento. La que más me gusta es la que 
44 
 
propuso el Sr. Charles Darwin. El naturalista inglés conocido por sus estudios 
sobre la evolución, decía que la transformación gradual de materia 
inorgánica en células vivas se debía a la tendencia que tienen las moléculas a 
organizarse en organismos cada vez más intrincados, de lo simple a lo 
complejo. Darwin pensaba que si todas las condiciones necesarias para la 
producción de un organismo vivo hubieran existido en el pasado, las 
moléculas CHON deberían ser fáciles de construir. Y como hemos visto, no 
fue tan complicado. 
Resumiendo, un ser vivo, sea vegetal o animal, no es sino la suma de millones 
de átomos organizados en moléculas que, reunidas en organismos llamados 
células, constituyen los ladrillos de cualquier cuerpo. Si recordáis un poco mi 
historia, no hace mucho era yo un átomo solitario que tuvo la fortuna de 
liarse con otros elementos y formar una estructura más compleja, al menos 
temporalmente. Poco después, los aminoácidos ya se habían unido para 
formar proteínas. Al final, gracias a la mutación provocada en sus elementos, 
las proteínas se habían fusionado para formar células. Pues bien, ahora esas 
mismas recibían el don de la reproducción. Estos nuevos cuerpos habían 
nacido, crecido, ahora pueden reproducirse y, algún día, morirán. Ergo, están 
vivos. Pero para que estas primitivas estructuras vivientes se hayan 
convertido en los complejos seres que hoy habitan la Tierra, tienen que 
haber sufrido un sinnúmero de mutaciones, los resultados de las cuales 
formaron nuevos seres que a su vez se reprodujeron y así poco a poco, a 
través de los siglos, aparecisteis vosotros. Se dice fácil, pero el proceso ha 
durado miles de millones de años. Por eso, os pido un poco más de paciencia 
mientras avanzamos en el tiempo. 
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Las primeras células entran en el grupo que denomináis bacterias 
procariotas, esto es, que no tenían núcleo y que eran anaeróbicas y 
heterotróficas, lo quequiere decir que no requerían de oxígeno para respirar 
y que no creaban su propio alimento sino que los tomaban de su entorno. - 
¿Y de dónde salía dicho alimento? - Os preguntaréis, pues de otras moléculas 
que no habían logrado formar células: azúcares, carbohidratos y proteínas. 
Hay otro tipo de bacterias que se desarrollaron en una segunda fase, aunque 
mil millones de años después: las eucariotas autotróficas, células que 
producen su propio alimento. Pero las anteriores, al ser más simples, eran el 
primer paso del proceso evolutivo. 
Estoy seguro que el hecho de haberme encontrado en el centro mismo de la 
acción fue solo una casualidad. Nuestra proteína fue una de las primeras en 
unirse para crear una célula y terminamos formando parte de la pared que la 
protegía y delimitaba. Empujado por mi innata curiosidad y por mi especial 
talento para moverme hacia la luz, en pocos minutos logré situarme en el 
exterior de mi anfitrión. Menudo espectáculo. El mar había cambiado, más 
limpio y más azul que como lo recordaba, la luz del sol brillando ya a su 
máxima capacidad que también había moderado la temperatura. 
 
Mientras tanto, alrededor de nosotros la actividad era frenética. El proceso 
que os describí de nuestro nacimiento no fue individual ni mucho menos. 
Fueron millones de nuevas células las que se formaron al mismo tiempo y 
muy diversas maneras. Algunos compañeros de viaje me han contado que 
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también en las profundidades del océano hubo procesos formativos 
parecidos al nuestro pero impulsados por otras fuerzas. Se comentaba que 
había cientos o miles de chimeneas en el fondo del mar que expulsaban 
gases procedentes del centro de la tierra y que dichos gases, aparte de 
calentar el agua que rodeaba la zona, proporcionaba las condiciones 
necesarias para crear vida y los nutrientes necesarios para sostenerla. A mí 
no me consta personalmente que haya sucedido, pero vuestros estudiosos 
así lo han sugerido y no lo considero descabellado. 
 
La bacteria que se había convertido en mi nuevo hogar no se diferenciaba 
mucho del anterior, de hecho, la proteína en la que me encontraba se 
mantuvo casi intacta en el proceso de fusión de la célula. Noté, además, que 
había nuevas compañeras agrupadas dentro de nuestra bacteria. La 
estructura era muy básica: una frágil pared hecha de carbohidratos formando 
una cápsula que nos protegía a los inquilinos; una membrana celular, 
compuesta de proteínas y grasas y con la importante función de mantener la 
forma como si fuera un esqueleto; el citoplasma, o todo lo que se encuentra 
dentro de la pared celular, que es una especia de líquido espeso con algunos 
compuestos flotantes, incluyendo mi anfitriona. En uno de nuestros 
extremos, por fuera, teníamos una especie de cola hecha de largas cadenas 
proteínicas que llamada flagelo (látigo). Este último miembro cumplía una 
función fundamental en nuestra precaria vida y subsecuente evolución. 
Como dije anteriormente, las bacterias procarióticas no producían su propio 
alimento, así que debíamos buscarlo. Pero como todos sabemos, el alimento 
no suele venir voluntariamente a su sacrificio en aras de nuestro crecimiento, 
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sino que hay que ir a buscarlo. Pues bien, el flagelo, moviéndose y 
sacudiéndose como una bailarina de vientre, nos impulsaba hacia adelante y 
nos permitía salir de caza. 
-¿Y qué comíais? – os preguntaréis. 
Pues bien, un poco de todo lo que encontrábamos en nuestro camino, pero 
sobre todo moléculas que se habían separado de sus compuestos o trozos de 
los mismos. Recordad que mi primera bacteria no era más que una simple 
célula de tamaño microscópico y sin boca. El proceso de degustación 
simplemente consistía en absorber la “comida” a través de minúsculos poros 
en las paredes de la célula o, a veces, con un movimiento envoltorio de la 
misma sobre su víctima. Muchas veces, también, el bocado no era digerido 
por la nosotros sino que pasaba a formar parte de la misma, aumentando así 
la complejidad y tamaño del anfitrión. Comíamos mucho, pero eso no quiere 
decir que siempre aumentásemos de peso, simplemente utilizábamos la 
energía que la comida nos proporcionaba para poder movernos y sobrevivir. 
Éramos una forma muy primitiva de vida, lo sé, pero eso no quiere decir que 
no me sintiese realizado. Al menos me sentía útil, con una función colectiva 
que sostenía un bien común. 
Para lo que no me sentía preparado, fue para un evento que después se 
volvió en una característica repetida y constante en mi existencia: la bacteria 
en la que vivía fue engullida por una más grande. 
Para vosotros debe ser normal que un animal se coma a otro y, ahora, 
también lo es para mí. Pero en aquellos titubeantes inicios de la vida en la 
tierra era algo completamente nuevo, aterrador si me lo permitís. Cuando 
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me di cuenta de estos hechos, no pude más que pensar que la vida no era 
precisamente algo de lo que alegrarse, sino más bien un estado de constante 
alerta y peligro, al mismo tiempo cargado de la obligación de procurarse un 
sustento calórico. Para un átomo como yo o cualquier otro, el hecho de ser 
merendado por un ser más grande, más fuerte o más astuto, no significaba el 
fin. Era solo un cambio de organismo, de hogar y de funciones. La mayoría de 
las veces formé parte de estructuras celulares parecidas a las proteínas y, en 
algunos casos, de las paredes que protegían a la célula, limitándose mi labor 
a mantener la cohesión entre los demás componentes. 
Un paso muy importante fue que estas primitivas células encontraron la 
forma de replicarse, - ¿cómo? – pues por medio de un mecanismo llamado 
fisión binaria. Para entender mejor este proceso tenemos que conocer muy 
bien uno de los componentes celulares llamado cromosoma, compuesto de 
Ácido Desoxirribonucleico o ADN. Este ácido forma una especie de espiral 
doble (como si torciésemos una escalera de mano) en la que existen cuatro 
moléculas llamadas bases: Adenina, Citosina, Guanina y Tinina, todas ellas 
compuestas de mis primos de hidrógeno, oxígeno y nitrógeno y formando 
parejas en diversas combinaciones que vienen a ser los “escalones”. Las 
“barras” de la escalera están formadas por azúcares y fosfatos. El orden de 
dichas combinaciones será lo que distinga a una célula de otra y por 
consiguiente lo que diferenciará a un ser vivo de otro. Esta estructura 
contiene la información genética del microorganismo, el código o conjunto 
de instrucciones para crear nuevas proteínas y otros elementos celulares. 
Pues bien, la doble espiral se separa en uno de sus extremos con cada una de 
las ramas sosteniendo una de las bases antes aparejadas. Luego vendrán 
unas enzimas llamadas polímeros que se encargarán de emparejar las bases 
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solteras en el mismo orden en el que estaban originalmente. Al final, las dos 
nuevas e idénticas espirales se separan y ya como dos cadenas 
independientes, pueden ya iniciar el proceso de división celular aunque, en 
un capítulo posterior, cuando hablemos de la evolución, veremos que no 
siempre la réplica de las espirales de ADN es perfecta. 
La reproducción celular prosigue cuando las dos espirales resultantes se 
alejan una de la otra con la ayuda de unas proteínas y se pegan a la pared de 
la célula en polos opuestos. Por alguna razón que desconozco, la presión que 
ejercen sobre la membrana hace que la célula se alargue tanto, que llega un 
momento en que se divide en dos, formando dos nuevas unidades llamadas 
células hijas. 
Este proceso fue utilizado por las primeras bacterias en las que yo viví pero 
sigue siendo la forma más común y eficiente de reproducción celular, y sin él, 
los seres vivos no podrían crecer. Más tarde, al volverse las células más 
complejas en su estructura y funcionamiento, el procedimiento se volvió 
también más complejo, pero los fundamentos siguen ahí. Ahora bien, este 
proceso de reproducción tenía susdesventajas. Ya que la división celular 
resultaba en una clonación exacta de la madre, todas las virtudes y defectos 
se copiaban idénticos en la resultante hija, sin cambios, sin oportunidad de 
mejorar o evolucionar en una forma de vida más compleja y adaptada a las 
circunstancias del entorno. 
 
Pasaron millones de años y los primitivos habitantes de la tierra 
evolucionaban a paso muy lento, aunque poco a poco nos hacíamos más 
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grandes y conseguíamos vivir un poco más de unos días. Hubo periodos de 
tiempo en los que la bacteria en la que habitaba moría sin más y el cadáver, 
conmigo dentro, se depositaba en el fondo del mar. Las moléculas se 
separaban y algunas lograban ser rápidamente consumidas por un nuevo ser 
para volver a la vida, mientras que otras quedábamos abandonadas a nuestra 
suerte en el fango. Una vez yo estuve así más de veinte millones de años sin 
poder ver lo que sucedía, aunque veinte millones de años apenas son unos 
instantes en la larga cronología terrestre. 
Mientras tanto, la vida empezó a extenderse por todo lo largo y ancho del 
océano. Durante cientos de millones de años las únicas pobladoras del 
planeta fueron las antes mencionadas bacterias procariotas, seres 
unicelulares que carecían de casi todo órgano pero que ya se podían 
considerar como vivas. Pero su número aumentó tanto que llegó un 
momento en que la comida empezó a escasear y surgió una nueva palabra en 
el diccionario evolutivo: la competencia. 
Así es, al principio el mar era una gigantesca masa de agua todavía en 
proceso de formación casi virgen y con pocos vecinos. Cuando las primeras 
células adquirieron su estatus de seres vivos, no les fue difícil encontrar 
alimento entre los muchos compuestos orgánicos CHONP de los que hablé 
anteriormente. Las cosas se complicaron cuando, después de unos cientos de 
millones de años, las primeras bacterias se multiplicaron rápidamente y, sin 
un depredador que limitara sus números, pronto consumieron los recursos 
disponibles para su alimentación. Las células primitivas tuvieron que 
competir entre ellas por los ahora escasos recursos y, como sus futuros 
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descendientes de la selva, las mejores dotadas comían y sobrevivían, las que 
no, morían y sus compuestos iniciaban nuevamente el ciclo de la vida. 
En aquel entonces era yo miembro de una bacteria unicelular con dos largos 
y fuertes flagelos que nos permitían una buena velocidad de desplazamiento. 
Estábamos en constante movimiento al acecho de proteínas, enzimas, ácidos 
o cualquier otra molécula comestible y casi siempre le ganábamos a las 
demás vecinas que intentaban hacerse con nuestra presa. Pero cada vez 
había menos comida a repartir entre más bacterias y, un aciago pero 
trascendental día, mientras nadábamos a gran velocidad tras una vulnerable 
célula, sufrimos un accidente al chocar contra una roca y quedamos 
noqueados a la deriva por unos minutos, aunque lo peor fue que perdimos 
nuestros amigos propulsores. Caímos lentamente al fondo y nos quedamos 
quietos durante un buen tiempo, consumiendo las reservas que habíamos 
almacenado pero sobrevivimos. La casualidad quiso que poco antes 
habíamos atrapado una pequeña célula con una habilidad muy importante: 
podía obtener energía de una molécula de dióxido de carbono combinándola 
con la luz solar, y así, producir su propio alimento. Dicho proceso tiene como 
nombre una palabreja muy famosa que todos habéis estudiado en vuestra 
infancia. 
 
Fotosíntesis. 
 
Por tener una definición, la fotosíntesis es un proceso con el que las plantas 
verdes y algunas bacterias absorben dióxido de carbono (una de las muchas 
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formas que adoptaré durante mi existencia y que será, tristemente, 
vilipendiado por un grupo de pseudocientíficos a finales del Siglo XX,) y 
energía solar, para transformarlas en ATP, que es el combustible de todos los 
seres vivos. Conozco bien el tema ya que dicha transformación abarca el bien 
conocido Ciclo del Carbono, y más tarde veréis como yo mismo he formado 
parte de él muchas veces al ser convertido en carbohidrato en este proceso. 
Todo este ciclo se lleva a cabo en apenas unos segundos y en mi experiencia, 
lo puedo describir como una montaña rusa de alta velocidad, esto es, 
divertida pero escalofriante. 
El elemento más importante del proceso es una molécula llamada clorofila, a 
la que imagino que conocéis bien desde que fuisteis al cole y que habéis visto 
multitud de ilustraciones al respecto, por eso me conformo con una pequeña 
explicación y no voy a meterme demasiado en las cuestiones técnicas. 
Estas pequeñas pero arduas trabajadoras de color verde que normalmente se 
encuentran en las hojas, tienen la propiedad de absorber la energía del sol 
necesaria para desarrollar una reacción química. La energía resultante es 
entonces utilizada para extraer el carbono del CO2 (dióxido de carbono) y el 
hidrógeno del agua (H2O). Con los átomos de carbono y de hidrógeno la 
planta puede construir carbohidratos como ladrillo para el crecimiento de la 
planta, o los puede convertir en almidón, que puede almacenar como 
alimento para el futuro. El oxígeno que sobra, sin el cual los humanos no 
podríais vivir, es expulsado por la planta a la atmósfera. 
Y fue así que, hace unos dos mil quinientos millones de años, una nueva 
generación de bacterias denominadas cianobacterias, consiguió desarrollar, o 
absorber, moléculas de clorofila y, ya que no necesitaban competir por 
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comida sino que se la auto-fabricaban, pronto se multiplicaron y empezaron 
a aumentar su tamaño y complejidad. Así pues, nuestra nobel célula nos dio 
la capacidad de sobrevivir en un cambiante entorno caracterizado por la 
competencia. Ahora podíamos aprovechar un elemento muy común, el CO2, 
y transformarlo en alimento con ayuda de la luz del sol. 
Las nuevas habilidades de las células tuvieron como resultado una de las 
primeras explosiones demográficas del mundo. La reproducción de las 
cianobacterias aumento de tamaño exponencial y se convirtieron en los 
amos del océano, mandamás de las profundidades, respetadas y admiradas 
por las demás criaturas como el logro más importante jamás logrado por la 
naturaleza. 
Yo, henchido de orgullo por formar parte de tan revolucionario avance, me 
encargaba de que cada átomo ligado a mí conservara la compostura y se 
mantuviera en sus sitio, tarea sin la cual no podría sobrevivir ningún ser. 
Ahora yo era alguien, tenía una misión; y durante millones de años me 
dediqué a mis labores con ilusión y esfuerzo, aprendiendo mucho de cada ser 
del que formé parte y siendo testigo de la evolución de la vida y del planeta 
que la alberga. 
La atmósfera sufrió cambios aún más traumáticos. Como vimos 
anteriormente, las cianobacterias antes mencionadas y en particular los 
estromatolitos, despedían al aire el oxígeno resultante de la fotosíntesis. El 
hasta entonces escaso gas, se fue acumulando poco a poco sobre el mar 
hasta que se convirtió en el elemento más común de la atmósfera, dándole 
de paso la tonalidad azul claro que aún disfrutamos y creando las condiciones 
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necesarias para la existencia de organismos que respirasen este preciado 
elemento. 
Arriba en la superficie, los cambios también se sucedían lentamente 
diseñando el nuevo mundo que ya se preparaba para sus nuevos amos. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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CAPÍTULO III 
GEOS 
 
¿Os ha ocurrido alguna vez, queridos lectores, que al observar un mapa del 
mundo notáis que entre África y Sudamérica hay una cierta concordancia de 
formas? ¿Sí? Pues a mí también. Si pudiéramos juntarlas con una grúa del 
tamaño de la luna, el ángulo recto cercano a la desembocadura del Congo se 
acomodaría en la esquina oriental del Brasil como si fueran dos piezas de un 
gigantesco rompecabezas. Y no es el único ejemplo, también la península 
arábiga parece haberse separado de África y

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