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El cerebro afectivo Dra. Mª Cruz R. del Cerro 2 Primera edición en esta colección: abril de 2017 © Mª Cruz Rodríguez del Cerro, 2017 © del prólogo, Ignacio Morgado Bernal, 2017 © de la presente edición: Plataforma Editorial, 2017 Plataforma Editorial c/ Muntaner, 269, entlo. 1ª – 08021 Barcelona Tel.: (+34) 93 494 79 99 – Fax: (+34) 93 419 23 14 www.plataformaeditorial.com info@plataformaeditorial.com ISBN: 978-84-17002-33-6 Diseño de cubierta y fotocomposición: Grafime Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org). 3 http://www.plataformaeditorial.com mailto:info@plataformaeditorial.com http://www.cedro.org Índice Prólogo de Ignacio Morgado Bernal 1. Introducción. ¿Por qué el cerebro afectivo? 2. Neuroendocrinología del afecto 3. Cerebro afectivo-cerebro efectivo. El cerebro maternal 4. Formación del vínculo afectivo 5. Alteraciones del vínculo parentofilial y sus consecuencias 6. Cultura y afecto 7. Cerebro afectivo y resiliencia 8. ¿Qué podemos hacer? 9. ¿Vuestras experiencias? Un capítulo inacabado Escribe tu experiencia «imposible» sobre el afecto Bibliografía 4 AFECTO: Del latín affectus, -a, -um 1. adj. Inclinado a alguien o algo. 5 En la ciencia, como en la vida, el fruto siempre llega después del amor. SANTIAGO RAMÓN Y CAJAL 6 A mis padres, Marcelo y Sofía, por lo que de ellos recibí. A Helena, Franciscos, Danis y Carmen por lo que espero dar. A Rosa, Fernando, Guille y más por compartir. A mis grandes amigos por estar ahí. A todos vosotros, lectores, porque me habéis elegido y de una u otra forma compartiremos esta parte de otros y de mí, con afecto y respeto. Hasta pronto 7 Prólogo El libro que el lector tiene en sus manos es un sencillo, pero a la vez profundo homenaje al amor como fuente de salud y de bienestar. Su autora, María Cruz Rodríguez del Cerro, es una de las mejores especialistas de nuestro país en el estudio y la investigación de la conducta parental en los mamíferos. Durante años, esta laboriosa científica ha invertido mucho esfuerzo y tiempo en trabajos de laboratorio con roedores, y ha tratado de descubrir los secretos biológicos que hacen que los progenitores atiendan a sus cachorrillos con alta prioridad e insuperable mimo. La profesora Del Cerro ha explorado todos los entresijos de esa atención en la dinámica temporal, que empieza con la gestación, continúa en el parto y se perpetúa en consecuencias tan sorprendentes como inimaginables después del parto y a lo largo de la vida. En las influencias de los progenitores, la autora ha comprobado cómo la plasticidad cerebral permite modificar el comportamiento de los mamíferos, incluso antes de que hayamos nacido, a medida que nos gestamos en el seno materno. Igualmente, ha podido comprobar de primera mano cómo las capacidades mentales y el comportamiento de los descendientes pueden resultar altamente condicionados por las atenciones particulares de los progenitores, especialmente en períodos críticos de los primeros meses y años de vida. La epigenética moderna, una ciencia que nos enseña cómo los factores ambientales pueden condicionar la expresión de los genes responsables del desarrollo y la inteligencia y el modo de ser de las personas no pueden encontrar mejor campo de desarrollo que el que proporciona el estudio de la conducta parental, en el que la profesora Del Cerro sobresale con excelencia. En su obra siempre destaca el afecto como epítome de todas las posibles conductas paternales benefactoras para el futuro de la progenie. En buena medida, este libro es una aproximación a la ontogénesis y el desarrollo del afecto y sus consecuencias positivas. Su pregunta particular, ¿amamos como hemos sido amados?, nos orienta especialmente en esa dirección, un camino en el 8 que ella ve toda suerte de beneficios, como cuando nos insinúa «antibióticos emocionales» para reforzar el sistema inmunitario, o cariño puro y duro para aumentar la resiliencia de las personas en situaciones de dificultad o enfermedad. Como no podía ser de otro modo en alguien con su sensibilidad, la autora ha proyectado todo el conocimiento adquirido en sus años de trabajo en su propia persona, es decir, en su cerebro y en su mente, pues se ha visto ella misma reflejada en todos y cada uno de sus muchos hallazgos científicos, de los que da fe su dilatado y cualificado currículo como investigadora. En las páginas siguientes, el lector apreciará que la profesora Del Cerro se sitúa a sí misma en las diferentes perspectivas que abarca su propia aproximación, es decir, como hija, como madre e incluso como abuela. Esto último quizá por aquello de que la verdadera influencia de la epigenética solo es constatable cuando transcurren al menos dos generaciones. Y también porque no podía dejar a Dani, su querido nieto, fuera de una obra en la que ella ha puesto el alma, la vida y el corazón. El libro tiene una buena prosa, gran riqueza argumental y documental y, desde luego, mucha emoción, que incluye la de la propia autora cuando nos habla de sus experiencias familiares y personales. Tampoco falta un llamamiento explícito a la financiación de la investigación como fuente de progreso y bienestar, un terreno en el que la profesora Del Cerro se mueve con conocimiento de causa. Cuenta en su expediente profesional con años de experiencia como directora del gabinete en la Presidencia del Consejo Económico y Social del Estado o como directora del Departamento de Psicobiología de la UNED. Por último, desde mi condición particular de neurocientífico y psicobiólogo, no quiero acabar este breve prólogo sin dejar de mencionar que la proyección social y humana que hace la profesora Del Cerro desde su trabajo científico en este libro es un magnífico ejemplo de cómo la investigación experimental con animales puede ayudarnos a entender más y mejor el comportamiento de las personas y a ser mejores gracias a ese conocimiento. IGNACIO MORGADO BERNAL, catedrático de Psicobiología y director del Instituto de Neurociencia de la Universidad Autónoma de Barcelona, Bellaterra, 6 de marzo de 2017 9 1. Introducción. ¿Por qué el cerebro afectivo? … Porque la mano que mece la cuna es la mano que gobierna el mundo. W. R. WALLACE Soy psicobióloga, intento entender el comportamiento en los mamíferos mediante el estudio experimental del cerebro y de las hormonas. También soy hija, madre y abuela. A esto último tengo que añadir; reciente (permitidme este resto de decreciente vanidad). Como investigadora, por tanto, de las relaciones entre el cerebro y la conducta tengo que avisar al lector de algo que le va a sorprender, dado el título de este libro. No existe un cerebro afectivo. O, por el contrario, todo nuestro cerebro es afectivo. ¿Qué quiero decir con esta aparente contradicción? El cerebro es el motor de nuestro comportamiento. O, como afirma el neurólogo António Damásio, «todo está en el cerebro». El cerebro es el órgano que recibe información ya desde que estamos dentro de nuestra madre y, mediante mecanismos químicos y eléctricos, va a dar respuesta a esos estímulos que recibimos tanto desde fuera (ambiente exterior, lo que sucede a nuestro alrededor) como desde dentro (ambiente interno, lo que pasa en nuestro cuerpo) para así almacenar memorias basadas en cada respuesta expresada. El funcionamiento cerebral es y está integrado. Sus diferentes estructuras y unidades funcionales se activan o inhiben de forma armónica y global. Cuando esta armonía se rompe por un trauma, como puede ser un accidente de tráfico con lesión cerebral o por 10 una isquemia o falta de oxígeno prolongadoen alguna zona cerebral, se observan los efectos que ese daño ocasionado produce en nuestra forma de enfrentarnos a la vida diaria. Así, por ejemplo, si tenemos la mala fortuna de enfrentarnos a la terrible experiencia de que una persona querida sufra un ictus serio que le haya afectado estructuras del área de Broca en la parte izquierda de su cerebro (zona temporal- hemisferio izquierdo), en este caso en concreto observaremos no solo su incapacidad para poder hablarnos, también sentiremos que esa persona tan cercana nos mira de otra forma y no es completamente ella o él. A pesar de que la lesión esté bien localizada, las interconexiones cerebrales son tan complejas, están tan integradas en el resultado final que la conducta que podemos ver delante de nosotros, la expresión facial de esa persona, también ha cambiado. Con esto quiero ilustrar lo que antes afirmé de esa forma tan rotunda y, a la vez, contradictoria. El cerebro afectivo no existe o, por el contrario, todo el cerebro es afectivo. En otras palabras, no debemos ser tan «reduccionistas- localizacionistas»1 como para afirmar que el cerebro afectivo se localiza en una determinada zona cerebral y no en otra, dado que todo está interconectado y las influencias entre regiones, vías de neurotransmisión y sistemas son constantes. Todo depende de todo. Pero, fundamentalmente, nuestro cerebro va a depender de nosotros mismos, de lo que voluntaria o involuntariamente hagamos a lo largo de nuestra vida. Decía nuestro genial Santiago Ramón y Cajal que «todo hombre puede ser, si se lo propone, escultor de su propio cerebro». A esta afirmación casi poética, me atrevo a añadir que en esa tarea de esculpir nuestro propio cerebro cuenta también el modelaje inicial que empieza incluso antes de nuestro nacimiento. Lo vamos a ver más adelante a través de los diferentes factores que pueden alterar el desarrollo cerebral durante la gestación, como pueden ser el estrés crónico sufrido durante la gestación o la ingesta de alcohol u otras sustancias adictivas por la madre. Incluso en estudios recientes se ha podido demostrar que el padre puede tener más influencia de la que se pudiera sospechar en el pasado, lo que revisaremos en el capítulo 4, sobre la formación del vínculo parentofilial (materno/paternofilial). No obstante, y teniendo en cuenta todo lo anterior, sí conocemos que las diferentes estructuras que conforman nuestro cerebro tienen cierta especialización en controlar diferentes tipos de respuestas, bien sean observables, como el habla o el movimiento, o menos evidentes, como pueden ser respuestas de afecto o de placer sin signos comportamentales, a veces aparentes, que lo exterioricen. Cuando abordemos, en el 11 siguiente capítulo, las estructuras cerebrales, así como las hormonas y neurohormonas relacionadas con el afecto, deberemos recordar esta llamada de atención sobre la relatividad de ese localizacionismo funcional. Nuestro comportamiento es el resultado, pues, de una compleja interacción entre lo que nos estimula desde fuera (una bella pieza musical), lo que nos estimula desde dentro (situación de relax con niveles altos de serotonina y endorfinas con bajo cortisol) y nuestra propia historia personal, tanto la aprendida a lo largo de nuestra vida como la que se deriva de nuestros antepasados más directos (herencia genética) y de nuestra propia especie (herencia evolutiva). Todo esto se puede traducir en un rato apacible disfrutando de la música que hayamos elegido en ese especial fin de semana tan esperado. 12 El estudio científico del afecto El amor maternal es una de las emociones más paradigmáticas en el estudio de los afectos. Mi línea de investigación se ha centrado en estudiar las bases neurobiológicas de la conducta maternal. En otras palabras, intentamos conocer los mecanismos cerebrales y hormonales que facilitan la expresión de conductas maternales y paternales en un modelo animal como es la rata de laboratorio. Además, queremos averiguar cómo y qué factores, especialmente durante la gestación y los primeros años tras el nacimiento, pueden afectar tanto la expresión por parte de la madre de esos cuidados típicos y estereotipados entre los mamíferos hacia sus crías, como el sustrato neuroendocrino (cerebro y hormonas) en que se sustentan esos patrones de conducta maternal y paternal. Pero, además, me ha interesado mucho conocer si esos cuidados iniciales recibidos van a afectar la conducta de las propias crías cuando sean madres o padres y, si fuera así, cómo esa influencia de la conducta maternal apropiada o no apropiada se pudiera transmitir a la siguiente generación. Tengo que aclarar que no voy a dar el salto de la madre rata a la madre humana y extrapolar así los datos obtenidos en el laboratorio con explicaciones de la conducta afectiva humana. Eso es algo que en psicobiología tenemos siempre muy presente a la hora de estudiar las bases biológicas de la conducta en cualquiera de los modelos animales que se utilice. Sin embargo, sí me voy a referir, en algunos casos, a datos experimentales que pueden ayudar a entender las respuestas afectivas que nos interese comentar. Por otra parte, los estudios con modelos animales en neurociencias del comportamiento o en psicobiología aportan conocimientos que nos ayudan a avanzar en cómo funciona el cerebro en determinadas circunstancias. El objetivo es siempre desentrañar los mecanismos que subyacen a ese funcionamiento cerebral y contribuir a favorecer una vida mejor para todos. Una cuestión ha estado muy presente en mi línea de investigación desde que inicié los trabajos sobre conducta maternal hace ya algunos años, y es: ¿amamos como hemos sido amados? Algunos trabajos relativamente recientes indican que se pueden heredar las formas de interactuar con nuestros hijos. En otras palabras, ¿nuestro cerebro se modula hacia el afecto o desafecto dependiendo de los primeros cuidados recibidos? Hoy, estoy convencida de que, en gran parte, SÍ. Esta simple afirmación guarda una tremenda cascada de acontecimientos psicobiológicos y sociales implícita. ¿Si somos bien 13 queridos en los primeros años de nuestra vida, vamos a ser capaces, con mayor posibilidad, de enfrentarnos a un ambiente cambiante, y a veces difícil, gracias a esa impronta emocional recibida de nuestros padres o de aquellas personas que nos «criaron» con amor y paciencia? y ¿esa mejora en el afrontamiento y futura adaptación al entorno de los individuos puede tener una base biológica o es meramente educacional? En definitiva: ¿el cerebro afectivo nace o se hace? ¿El cerebro es susceptible al afecto recibido durante los momentos críticos de nuestro desarrollo? Para intentar dar respuesta a estas cuestiones los investigadores han abordado diferentes líneas de investigación que estudian: ¿cómo y cuándo los primeros cuidados recibidos tienen efecto en nuestro cerebro?, ¿en qué zonas y mediante qué mecanismos, qué sustancias o procesos?, ¿sucede durante la gestación, cuando nos estamos desarrollando dentro de nuestra madre? Pero, además, para que nuestro cerebro pueda modular respuestas afectivas va a depender ¿solo de nuestra madre?, ¿también del padre?, ¿cambia el cerebro de la madre durante la gestación o tras el parto por la interacción con el bebé y su cerebro afectivo pasa a ser más efectivo?, ¿cambia el cerebro del padre como el de la madre?, ¿se podrían prevenir o mejorar situaciones en que las madres o los padres llegan a expresar conductas parentales no deseables como el rechazo, el maltrato o incluso el abuso o la muerte? Por otra parte y respecto al hijo: ¿cambia el cerebro del bebé dependiendo de los cuidados recibidos?, ¿estos cambios cerebrales en el bebé, si se dieran, son puntuales o se mantienen?, ¿se pueden fijar o «improntar» las emociones positivas en el cerebro del recién nacido?, ¿y las negativas, como el rechazo o la ausencia de suficiente contacto físico o de afecto? De nuevo, volvemos a lo que el investigador intenta desentrañar: los mecanismos psicobiológicos –cambios cerebrales interaccionandocon las conductas parentales– responsables de que estos cambios en las respuestas afectivas se den y se mantengan hasta la edad adulta. Nos preguntamos, pues, si tanto los primeros contactos tras el nacimiento como las primeras experiencias afectivas recibidas en los primeros años de nuestra vida pueden afectar el desarrollo de nuestro cerebro y, por tanto, de nuestra conducta en sentido amplio, en la interacción familiar, escolar y social. 14 Figura 1.1. Konrad Lorenz seguido por la recua de patos logrando demostrar, él mismo, el fenómeno de la impronta. 15 ¿Qué es la «impronta»? No hace mucho, paseando al comienzo de la primavera por el campo, cerca de un lago, vi la imagen típica que el etólogo K. Lorenz, premio Nobel de Fisiología y Medicina en 1973, convirtió en un estereotipo de la «impronta». En su caso era él mismo seguido por una recua de patitos en fila india (figura 1.1), en mi caso, la imagen que despertó mi interés fue la madre pata seguida por sus diez vástagos. Para los ánades de Lorenz esa pauta fija de comportamiento consiste en seguir a la madre, o a él mismo, si la cadencia del movimiento y la distancia es similar a la establecida con la propia madre. Esta respuesta que se da tras el nacimiento obedece a una programación genética que desencadena una serie de comportamientos encaminados a la protección de la cría para permitir su supervivencia hasta el período adulto, cuando esa cría ya podrá reproducirse, permitiendo así, en definitiva, la supervivencia de la especie. Lorenz acuñó el término «impronta» para definir unos patrones de conducta fijos que, según él, estarían genéticamente determinados y que se manifiestan dependiendo del ambiente particular de cada especie animal. Dichas pautas fijas de respuestas iniciales van a ser cruciales para la supervivencia animal, tanto, incluso, como sus características fisiológicas. La aportación de Lorenz junto con otro famoso etólogo, Niko Tinbergen, con quien compartió el Nobel, no se limitó a la constatación de programas fijos de comportamiento que llamaron «innatos», sino que establecieron el concepto de «período sensible», también conocido como «período crítico», como el tiempo-ventana en que esas pautas de comportamiento aparecen en unos y no en otros. Esta idea revolucionó no solo el campo de la etología y, posteriormente, la neuroetología,2 sino que se empezó a tener en cuenta en todas las áreas de las neurociencias. Así, por ejemplo, se establecieron «períodos críticos» para los efectos de las hormonas en humanos. En concreto, si no hay una suficiente cantidad de hormonas tiroideas en el momento del nacimiento, y esto no se detectara en los primeros seis meses de vida, se produciría un hipotiroidismo que afectará al desarrollo posnatal cerebral del niño, con las consecuentes alteraciones en diferentes niveles fisiológicos y funcionales, que podrían derivar en alteraciones cognitivas. Sin embargo, si esos niveles bajos de funcionamiento de la tiroides se detectan a tiempo (dentro del período crítico, nacimiento-seis meses) y se le administran las cantidades apropiadas de tiroxina, se solucionarán dichos problemas fisiológicos y 16 posteriormente cognitivos. En España, gracias a la extraordinaria labor desempeñada por Francisco Escobar del Rey y Gabriela Morreale de Escobar, precursores de la endocrinología experimental en nuestro país, que estudiaron el hipotiroidismo congénito en ratas y en humanos, se ha logrado introducir en la sanidad pública española la prueba tiroidea para los recién nacidos. Gracias a ello se pueden prevenir fácilmente, con administración de tiroxina (hormona tiroidea) o incluso con yodo en la dieta, trastornos de hipotiroidismo en los niños que si no se diagnosticaran a tiempo, tras el nacimiento, podrían tener efectos irreversibles. El síndrome del hipotiroidismo congénito se caracteriza por fallos en la maduración y en el desarrollo cerebral que pueden dar lugar a alteraciones en la conducta de los niños, como, por ejemplo, un bajo rendimiento escolar, cocientes mentales inferiores a la media o hipoactividad. Tuve el privilegio de realizar gran parte de los experimentos de mi tesis doctoral con el doctor Escobar del Rey y de colaborar con la doctora Morreale en varios programas de divulgación científica en el canal UNED de radio hace ya muchos años, en los 80 del siglo pasado (¡¡¡cómo suena!!!). Fue precisamente entonces cuando pude apreciar directamente, a través de nuestros trabajos, algo que había pasado casi desapercibido para mí durante mi formación curricular. Me di cuenta de la importancia del período perinatal (alrededor del nacimiento, tanto antes como después), de todo lo que acontece durante este para que el sistema nervioso central (SNC), el cerebro, se desarrolle de forma apropiada. Mis trabajos consistían en estudiar los efectos de la ausencia de hormonas tiroideas en ratas recién nacidas (dentro del período crítico de acción de la glándula tiroides) en diferentes sistemas de neurotransmisores (sustancias químicas responsables de que la actividad nerviosa se transmita) del sistema nervioso central cuando llegaban a adultas. Los resultados fueron bien interesantes y apuntaron hacia los mecanismos psicobiológicos que podían explicar las alteraciones de conducta y cognitivas que se observaban en el cretinismo y en el hipotiroidismo severo. Entre otros, las deficiencias en la distribución de la dopamina o de la serotonina, datos que podrían explicar la dificultad que estos animales presentaban en la edad adulta a la hora de realizar tareas de aprendizaje discriminativo debido a la caída de su sistema dopaminérgico y como consecuencia de no recibir la retroalimentación del refuerzo. Sin embargo, estos resultados se revertían o anulaban si se administraba la dosis adecuada de hormonas tiroideas dentro de ese «período crítico». Quiero reconocer desde aquí la 17 «impronta» que especialmente el doctor Escobar del Rey ejerció en mi amor por la investigación y por su valor aplicado. 18 ¿Por qué estudiar las emociones positivas? Las emociones positivas deberían acompañarnos durante la mayor parte de nuestra vida, aunque desafortunadamente sabemos que no es así; sin embargo, estoy convencida, posiblemente porque soy optimista por naturaleza, de que si lo queremos y entrenamos, podemos lograr que nuestro cerebro pueda codificar experiencias negativas de forma positiva y superarlas gracias a muchos factores que tienen que ver con procesos de aprendizaje a lo largo de nuestra vida, pero, fundamentalmente, a la buena estimulación afectiva que hayamos recibido tanto antes como después del nacimiento. A diario nos relacionamos con nuestras parejas, hijos, compañeros de trabajo y personas ajenas con las que de una u otra forma interaccionamos por motivos diversos, por relación familiar o por puro azar social. Y lo que parece suceder es que esa experiencia de las emociones va cambiando con la edad. Pasamos de un bajo o casi nulo control de la expresión de nuestras emociones cuando somos muy niños a alcanzar cierto control de las respuestas emocionales en la edad adulta y, de acuerdo con algunos estudios psicológicos realizados en personas mayores, se ha observado que los ancianos tienden a experimentar menos emociones negativas y más positivas. Posiblemente este sea un rasgo adaptativo, de manera que intentamos disfrutar más de lo que tenemos cuanto más nos acercamos al inexorable fin y no queremos perder tiempo en retener las experiencias que nos duelen emocionalmente. Este tipo de afrontamiento es difícil de observar en personas jóvenes tanto por motivos socioculturales –no cesión de «tu verdad», rebeldía e inconformismo ante lo establecido por otra generación a la que tú no perteneces, no pensar en la muerte como algo cercano («la dulce y eterna juventud»), entre otros–, como por razones biológicas; las hormonas están activando nuestro cerebro para responder de forma más agresiva y vehemente que cuando somos ya personas maduras y bien maduras y nuestra «maquinaria» biológica va deteriorándose.Pero, además de biología; somos seres sociales. Así, es posible que las vivencias que se van acumulando nos estén dando pistas de que lo que realmente queremos es disfrutar de la «bondad» de la vida y olvidar o evitar todo aquello que nos pueda provocar desasosiego o dolor. En los manuales de psicología o psiquiatría podemos encontrar temas repletos de contenidos densos que nos describen procesos de comportamientos como la agresión y 19 la violencia, los procesos de memoria y cognición y sus alteraciones, las alteraciones de la personalidad y sus terapias…, pero muy rara vez encontramos, en estos voluminosos textos, contenidos referidos a emociones positivas que nos hacen sentirnos mejor, como el amor, la empatía o la formación de vínculos entre padres e hijos. Parece como si el ser humano estuviera más interesado por conocer el origen y la expresión de los aspectos más negativos del comportamiento que los más positivos y constructivos. Ello, por otra parte, tiene un discurso lógico si pensamos que a lo largo de la historia de la ciencia se ha intentado buscar soluciones a los problemas antes que incidir en estudiar los factores beneficiosos que nos rodean para mantener nuestra homeostasis.3 Sin embargo, esto está cambiando y se utilizan abordajes científicos a los aspectos de la conducta más positivos. Se intenta «prevenir antes que curar» los comportamientos individuales no deseables como la violencia, el odio, el rencor, y, dada la realidad cotidiana que nos está tocando vivir, ¿deberíamos añadir el engaño, la corrupción, la ausencia de valores éticos individuales y sociales? El control de estos comportamientos ha estado, en la sociedad occidental, bajo el control de la religión y de pautas educativas culturalmente ligadas o no a ella. La aparición del positivismo científico en el siglo XVIII y, especialmente, la incursión de las teorías darwinistas sobre el control de las emociones, la selección sexual y el origen de las especies en el XIX significaron una forma distinta de hacer ciencia y de cómo el hombre se enfrentaba a estudiarse a sí mismo y a la naturaleza que lo rodeaba. El hombre empieza a estudiar su propia «naturaleza» sin necesidad de echar mano de explicaciones religiosas, rompiendo muchos tabúes relacionados especialmente con el conocimiento de nuestro soporte biológico, nuestro cuerpo en su totalidad. Todo ello provocó el gran avance en el conocimiento médico-científico de la naturaleza humana. Desde entonces hasta hoy se está escudriñando y avanzando en esa dirección, y eso significa que esto sucede desde hace tan solo cuatro siglos, un minúsculo átomo de nuestra historia evolutiva si tenemos en cuenta los más de 150.000 años de la presencia del hombre en nuestro planeta. Charles Darwin fue pionero en el estudio científico de las expresiones afectivas y la evolución de las emociones, y sugirió que en los mamíferos el afecto era una respuesta adaptativa al medio. De hecho, tanto los afectos positivos como los negativos son modulados por mecanismos cerebrales similares en la mayor parte de los mamíferos que se han conservado evolutivamente a través de las especies, desde los humanos hasta los roedores. Un ejemplo de esto es la expresión feroz de ataque de la madre leona de la 20 figura 1.2 hacia un intruso para proteger a su hijo o, por el contrario, la imagen de esa misma madre de serenidad en contacto con su cría. Figura 1.2. La maternidad puede provocar conductas extremas de cuidados a las crías y de ataques a los posibles intrusos. 21 ¿El estudio del afecto en alza? Afortunadamente, algo está cambiando en el estudio de las emociones humanas. En las primeras décadas del siglo XXI estamos asistiendo, curiosamente, a una proliferación de trabajos científicos dedicados a estudiar los procesos cerebrales, endocrinos y psicosociales que puedan explicar, al menos en parte, qué, cómo y para qué sentimos los humanos emociones positivas como el apego o afecto parental, la empatía o el amor. Decía «curiosamente» porque en neurociencias del comportamiento –área interdisciplinar que estudia el cerebro, las hormonas y su relación con la conducta– el tipo de comportamiento y, en concreto, el tipo de emociones que se han investigado han sido típicamente las negativas o las que podían producir alteraciones en las respuestas hacia los demás. Así, por ejemplo, se ha estudiado la agresión, el miedo, la depresión, las alteraciones en la atención…, pero han pasado desapercibidas las emociones positivas tales como la formación del vínculo maternofilial o paternofilial o la explicación de por qué amamos o establecemos relaciones de amistad más o menos duraderas. Creo haber encontrado una de las posibles razones para este cambio, y, como casi siempre en la ciencia y en la vida, es económica. Después de la tragedia del 11S (ataque terrorista a las torres gemelas de Nueva York, el 11 de septiembre de 2001) una empresa privada estadounidense llamada Institute for Research on Unlimited Love (Instituto para la Investigación del Amor sin Límites) creó donaciones por un valor inicial de dos millones de dólares para proyectos de investigación que estudiasen los mecanismos mentales de la empatía, el altruismo, la felicidad y la formación de lazos sociales. Parece, pues, que, aunque contadas, hay inciativas que apoyan la financiación de proyectos de investigación sobre qué hace que nuestro soporte biológico, nuestro cerebro y sistema endocrino, en interacción con el medio en el que nacemos y crecemos, responda de diferente manera ante situaciones similares. En otras palabras, qué sucede en nosotros para que un padre sea capaz de querer y defender con su propia vida a sus hijos mientras que otro es capaz de abandonarlos o, incluso, en el peor de los casos, de hacerles daño. Por otra parte, las fuentes de financiación, tanto públicas como privadas, al menos en los países occidentales, siempre habían incluido entre las áreas prioritarias para ser financiadas el estudio de las alteraciones y los problemas neurofuncionales. Hecho que, 22 por otra parte, tiene una lógica aplastante al permitir con ello avances en el tratamiento y en el conocimiento neurofarmacológico de dichas alteraciones. Pero también sería aceptable pensar que si estudiásemos los mecanismos psicobiológicos –variables psicológicas y biológicas– que subyacen a las conductas positivas que favorecen la interacción humana, como el afecto, la generosidad o la capacidad de ponerse en la piel del otro (empatía), estaríamos acercándonos un poquito más a un mundo mejor. Es interesante resaltar aquí la importante fuente de financiación que representa la Fundación Bill & Melinda Gates4 para estudiar no solo la salud de la madre y del hijo alrededor del parto, sino también la importancia de las primeras interacciones madre-hijo para el ulterior desarrollo del niño, especialmente en entornos desfavorecidos. El hecho de que se esté produciendo este giro en la tendencia investigadora en neurociencias del comportamiento es esperanzador y nunca excluyente, ya que el hecho de que nos vayamos familiarizando con procesos que nunca antes se habían abordado desde el método científico representa una aproximación complementaria a las líneas de investigación ya existentes. Conviene, además, resaltar el ánimo de ese mecenazgo interesado en comprender y explicar más los sentimientos que nos unen que los que nos separan o producen dolor. Ello nos podría llevar a mejorar nuestra experiencia de vida individual y social. Sin embargo, esta iniciativa se ha visto muy dañada con la incisiva realidad generalizada de la reciente y larga crisis económica, por lo que los proyectos de investigación sobre estas emociones positivas han sufrido un duro golpe. No obstante, y desde mi natural optimismo, espero que esta situación cambie cuando comencemos a tener resultados rigurosos y replicables que arrojen datos esperanzadores sobre los mecanismos cerebrales de las respuestas afectivas. El conseguir resultados sobre, por ejemplo, qué regiones cerebrales, y, por tanto,qué sustancias neurotransmisoras y neuromoduladoras pueden estar relacionadas con el reconocimiento de emociones positivas tales como el apego, el cariño hacia nuestro propios hijos o pareja, podría servirnos para mejorar la conducta de aquellos padres hacia sus hijos que, por diferentes causas, pudiera estar alterada. Desde el punto de vista social, sería esperable que con los avances en el conocimiento de las bases psicobiológicas del afecto pudiéramos mejorar la forma de desarrollarnos y de relacionarnos tanto individualmente como en nuestro grupo social, cercano o no. Y déjenme soñar. Es posible que las formas apropiadas de interaccionar entre sí de las personas nos llevasen a una sociedad más saludable en todos los sentidos. 23 Ya sabemos la importancia en la prevención de enfermedades del mantenimiento de nuestro equilibrio funcional (homeostasis). Esa homeostasis funcional u orgánica implica también que nuestros sentimientos y afectos estén ajustados y sean adaptativos a las circunstancias vitales de cada uno. En otras palabras, nuestras respuestas de dar y recibir afecto pueden ser tan importantes para la salud global como el tomarnos un antibiótico siete días para combatir una infección. Incluso me atrevo a decir que una persona que sienta y haya desarrollado su capacidad de dar y recibir afecto tiene un sistema propio de refuerzo inmunitario. Tiene sus propios «antibióticos emocionales». 24 Cerebro afectivo y conducta parental Para conocer un poco más sobre nuestro cerebro afectivo, vamos a fijarnos en una conducta que tiene todos los ingredientes del afecto (tender hacia alguien con generosidad y cariño): la conducta parental (maternal y paternal). Voy a intentar acercarme a datos de ciencia básica (no aplicada) y, por tanto, procedente de estudios realizados con modelos animales (roedores y primates no humanos) de excelentes investigadores del cerebro y de la conducta parental como J. S. Rosenblatt, A. Fleming, M. J. Meaney, M. Numan, R. M. Sapolsky, S. B. Hrdy, B. R. Komisaruk y muchos otros, incluso nuestro propio laboratorio en la UNED, en Madrid. Espero convertir en información atractiva y útil los datos experimentales básicos porque son necesarios en el avance científico aplicado a la mejora de la vida de todos nosotros. Lo que intento, a través de este libro, es ofrecer mi modesta pero ilusionada aportación sobre lo que hoy conocemos desde el punto de vista psicobiológico sobre la formación de los circuitos afectivos cerebrales que se crean a través de los vínculos parentofiliales y de cómo esos vínculos o esa forma inicial de cómo quieren los padres a los hijos va a afectar el desarrollo cerebral de los bebés desde su período intrauterino hasta el período temprano tras el nacimiento. Esta formación de vínculo y apego tanto por parte de los padres hacia el hijo como del hijo hacia los padres en ese período alrededor del parto va a ser la piedra angular en la que se va a fundamentar la conducta emocional y social futura de los hijos y, en definitiva, de los individuos. Quiero, por tanto, hacer hincapié en señalar que esa etapa inicial en la vida de cada uno de nosotros va a ser crucial en nuestra futura forma de enfrentarnos a la realidad que nos rodee y también a cómo la viviremos. No obstante, es necesario añadir que, como todo en la vida, nada es tan categórico y definitivo. Siempre hay una salida para aquellos que por unos motivos u otros hayan nacido en unas circunstancias no favorables para ese ulterior desarrollo apropiado. Eso lo veremos en algunos estudios realizados tanto en animales como en jóvenes que son adoptados o que tras una primera infancia deficiente o, incluso, carente de lazos afectivos son incluidos en programas de convivencia responsable con resultados muy esperanzadores (ver el capítulo 5). En este sentido, quiero transmitir un mensaje de optimismo tras la lectura de estas páginas, que aquí adelanto: a pesar de lo importante que pueda parecer la formación de los primeros 25 vínculos afectivos en nuestra vida, si eso no sucediera de forma adecuada, siempre hay una forma de paliarlo y resolverlo, sustituir desamor con amor en los primeros años. Este tipo de actuación implica un seguimiento por parte de programas tanto dependientes del gobierno como de instituciones públicas y privadas, incluso del propio entramado social. Debemos estar alertas sobre aquellas situaciones indeseables en que los niños, especialmente en su primera infancia, no reciban los cuidados y el afecto necesario para su total y completo desarrollo. Y como diría, en otro ámbito de aplicación, mi gran amigo y maestro Jaime «esto hay que hacerlo porque es un buen negocio para todos». Con ello estamos poniendo «los palos de las tomateras» que van a permitir el crecimiento adaptativo individual y, en consecuencia, una sociedad mejor. Quiero trasladar algo que he conocido a través del estudio de la conducta parental, querido lector: somos responsables todos nosotros, toda la sociedad, de crear las condiciones más favorables para que desarrollemos un cerebro afectivo lo más adaptativo posible. Y todo esto lo intentaré contar con ilusión y rigurosidad desde mi experiencia como psicobióloga que ha trabajado durante más de tres décadas en estudiar qué sucede en el cerebro y en las hormonas de los mamíferos para que aparezcan y se mantengan diferentes pautas de comportamiento parental, madres y padres, y la influencia que estas, a su vez, pueden tener en el desarrollo posterior de sus hijos. Intento avanzar, en definitiva, en el conocimiento de la formación del cerebro afectivo. Me mueve a ello un sentido de responsabilidad, primero con mi entorno más inmediato y, si de paso pudiese suceder, con posibles lectores de otros países, porque de lo que aquí vamos a hablar es de un sentimiento y de una forma de actuar universal, del amor parental y de su influencia para el futuro del hijo. Y ¿no creéis que esto es realmente muy serio e importante? Estamos hablando nada más y nada menos de qué sociedad estamos creando, de la estimulación afectiva temprana, de la educación en valores de paz y respeto y, en definitiva, de nuestra aportación en señalar caminos para revindicar el valor del AMOR. 26 Cerebro afectivo. Mi propia experiencia vital Recuerdo cómo mi padre en los últimos años de su vida llegaba a expresar e incluso a pedir más muestras de cariño que en sus años anteriores. «Dame un beso, hija», pedía muy a menudo en los últimos meses antes de su repentina, pero sosegada muerte. Yo sentía estos deseos de cariño que él expresaba como alteraciones de conducta que tenían más que ver con una demencia senil que con la necesidad de recibir afecto. Yo lo besaba y le decía que se había vuelto muy besucón con los años y él no me contestaba, pero me sonreía con su cara de verdad, la de inteligente y no la de ausente de otras veces. Qué equivocada estaba, lo que algunos meses después con su fallecimiento pude deducir fue que mi padre sentía que su maquinaria, como él decía, se estaba agotando y tenía la necesidad de sentir el amor de sus seres queridos de manera directa, piel con piel. Quería sentir el amor de los suyos porque, posiblemente, intuyera que su tiempo se iba agotando. Puede decirse que en el caso de mi padre sí aparece un aumento con la vejez de la expresión de emociones positivas, como indican algunos estudios sobre la expresión de afecto a lo largo del ciclo vital. Pero dejadme que os cuente un poco de lo extraordinario de este amor paternofilial porque la historia de mi padre no es, afortunadamente, habitual. Marcelo, mi padre, sufrió un grave accidente de tráfico a los cuarenta y siete años de edad que lo dejó parapléjico. Después de tres años hospitalizado en el Centro Nacional de Parapléjicos de Toledo –un gran centro tanto clínico como investigador– pudo comenzar a tener una marcha muy dificultosa que sobrepasaba las expectativas y el pronóstico de los especialistas que lo trataban. Siempre tuvo nuestro cariño y los cuidados constantes de mi madre. Mostró, al menos abiertamente,muy pocas reacciones de desesperación, hecho lógico y muy frecuente en este tipo de pacientes, y estas se dieron en los primeros años, hasta aceptar, que no resignarse, su situación. Luchó con una voluntad férrea que fue mi inspiración vital y logró ser casi autónomo 23 años de sus 35 años de paraplejia. Fue, posiblemente, uno de los pacientes, no solo en España sino en Europa, con más años de supervivencia. Estoy convencida de que mi padre pudo afrontar su extrema dolencia gracias al poderoso vínculo afectivo familiar en el que todos nos apoyamos, aprendiendo los unos de los otros. Yo lo llamé 27 el cerebro Rodríguez del Cerro, y me siento muy orgullosa y feliz de que mis hijos y sobrinos hayan participado tan intensa y naturalmente de esta experiencia afectiva familiar. La impronta de mis padres en mis primeros años de vida, junto con la experiencia extrema de tener que enfrentarte a una situación tan dolorosa como el accidente de mi padre, ha favorecido las estrategias vitales de todos nosotros y, especialmente, ha influido en crear unos mecanismos de afecto y de adaptabilidad a cualquier situación vital, por negativa que nos pueda resultar. Ha sido un duro entrenamiento en resiliencia. Por todo esto y por mi propia experiencia investigadora, creo, sinceramente, intentando evitar cualquier tinte ñoño que podamos vislumbrar, que el afecto es el arma más poderosa del ser humano. Ojalá pudiéramos tener la receta neurobiológica de transformar la violencia en entendimiento y el odio en afecto. Estoy convencida de que ello se puede conseguir desde la cuna e incluso desde la gestación querida y reforzante, además, obviamente, de unas condiciones socioambientales y culturales que lo permitan y faciliten. Pongamos nuestra inteligencia y voluntad en conseguirlo. 28 2. Neuroendocrinología del afecto Las primeras experiencias van a afectar el desarrollo de la arquitectura cerebral que, a su vez, será el fundamento para todo el aprendizaje, la conducta y la salud en el futuro. J. P. SHONKOFF, Center on the Developing Child, Harvard University El amor maternal es esencial para la supervivencia de la especie humana. Toda la serie de respuestas maternales –cuidados generales, alimentación, protección y cariño– se basan en esa poderosa motivación que es el vínculo que se forma entre la madre y el hijo ya desde la gestación. Sin embargo, y a pesar de que la conducta maternal humana puede ser considerada esencial en el desarrollo comportamental futuro del bebé y, por tanto, en la conformación social del grupo, no se le ha prestado demasiada atención ni en publicaciones científicas ni en escritos divulgativos, como sí ha podido suceder con otro tipo de respuestas que podríamos llamar no positivas, como las conductas agresivas o las diferentes alteraciones de las conductas afectivas. Por otra parte, los mecanismos nerviosos que sustentan ese afecto maternal y las interrelaciones que este genera en humanos es un tema poco estudiado y aún menos comunicado al público desde la divulgación científica. Sin embargo, conocer esos mecanismos nerviosos en continua relación con factores internos neuroendocrinos y externos o ambientales puede resultar crucial para entender tanto la conducta maternal normal como la abusiva o la negligente. Pero, además, lo que puede resultar más impactante es atisbar que a través del conocimiento científico de la respuesta maternal podemos sugerir las bases de un 29 desarrollo emocional posterior del hijo y de las estrategias adaptativas que más adelante, como adulto, va a desarrollar en su entorno y en su relación con los demás. ¿Qué áreas del cerebro humano controlan las respuestas de afecto? ¿Qué hormonas están implicadas en la expresión de las respuestas afectivas que mostramos y de los sentimientos de afecto que experimentamos? ¿Cómo se produce esa conexión entre hormonas y cerebro para sentir y expresar afecto? Todas estas preguntas son casi imposibles de contestar de una forma sencilla y rigurosa si nos limitamos al plano meramente neurocientífico, porque la persona es mucho más que cerebro y hormonas. Somos sociedad, somos grupo viviendo en un medio concreto, somos historia, cultura y, sobre todo, somos familia. De la familia cercana y de la ancestral recibimos herencias que se pueden ver alteradas por múltiples factores como, entre muchos otros, la alimentación, el estrés o condiciones ambientales adversas crónicas o mantenidas en el tiempo o el tipo de cuidado que hayamos recibido en nuestra primera infancia. De todo esto hablaremos más adelante. Además, gracias a diferentes descubrimientos, algunos ya pasados, como el del matrimonio Scharrer (1953) sobre el establecimiento de la neuroendocrinología, y otros más recientes, como la introducción del registro in vivo de la actividad cerebral (RMf: resonancia magnética funcional)5 en respuesta a diferentes tipos de estímulos, hemos podido acercarnos con más facilidad a comprender qué sistemas neurales y hormonales subyacen a la expresión de determinadas respuestas emocionales. La neuroendocrinología, considerada un subcampo de las neurociencias,6 contiene un enorme cuerpo de datos que describen los mecanismos químicos de transcripción o la forma en que sustancias químicas, como son las hormonas, interactúan con zonas cerebrales que poseen receptores (puertas de entrada al interior de la neurona) específicos para esas hormonas. Y son esos mecanismos de conversación entre hormonas y neuronas lo que va a soportar la expresión de conductas cruciales para los mamíferos. El ejemplo más contundente son las conductas reproductoras. Estas conductas constituyen en los mamíferos una cadena de respuestas entre dos individuos de la misma especie y de sexo diferente que se inician con el cortejo, derivan en la cópula y la consecuente fertilización de la hembra por el macho para concluir en una de las expresiones más bellas de respuestas motivadas como son los cuidados maternales y en algunos mamíferos (especies biparentales) también paternales. El denominador común de todas estas conductas es que su control neuroendocrino es casi el mismo, con 30 las únicas diferencias relativas al género. Aunque también, desde una perspectiva de la motivación humana, podríamos sugerir que el denominador común en los humanos de todas estas respuestas es el afecto y, en su grado último, el amor. 31 El cerebro, un enmarañado bosque en continua tormenta Pero antes de seguir vamos a repasar unos cuantos conceptos muy básicos sobre el cerebro y su funcionamiento que nos van a ser útiles para más adelante entender mejor los contenidos. El cerebro está formado por células llamadas neuronas (figura 2.1) y también por otras células que se denominan glía y que sirven de soporte y de alimento a las más numerosas, que son las neuronas. Cada neurona tiene un largo tronco y muchísimas ramas, lo que le da un aspecto de árbol sin hojas. El tronco se denomina axón y transmite la información a través suyo, y las ramas se llaman dendritas, nacen directamente del cuerpo celular y tienen una especie de brotes pegados llamados espinas dendríticas, cuyo tamaño y número dependerá de la función neuronal. En la copa de ese árbol se encuentra el cuerpo celular, que contiene el núcleo y una serie de orgánulos que permiten la supervivencia de la neurona. Siguiendo este símil podríamos imaginar que en nuestro cerebro tenemos un bosque increíblemente enmarañado formado por más de cien mil millones de árboles-neuronas con sus ramificaciones o dendritas. Las espinas dendríticas están casi tocando los axones-troncos de los otros árboles o neuronas. Toda la información que recibimos y codificamos, como, por ejemplo, las decisiones que tenemos que tomar o, incluso, los mismos sentimientos, viajan a lo largo de estos axones en forma de sustancias químicas o neurotransmisores que generan diminutos impulsos eléctricos para soltarlos en los espacios entre las espinas dendríticas y conectar así unas neuronas con otras. A estas conexiones se las denomina sinapsis. De una forma gráficapodríamos imaginar que la estimulación que recibimos tanto del exterior como de nuestro interior representa el viento que provocará el choque de unas ramas con otras o con los troncos de los árboles más cercanos, con lo que se dará un efecto en cascada que afectará a amplias zonas de ese bosque enmarañado y que se traducirá en nuestras propias acciones o conductas observables o no observables. Nuestra conducta observable (dar un abrazo a un amigo) o no observable (sentir un inmenso gozo al ver a tu bebé sonriendo en sus primeros sueños) se compone de una increíble complejidad de sinapsis a través de nuestros hemisferios cerebrales interconectados que se inician en el estímulo que es ver, oír, tocar u oler a tu amigo o a 32 tu hijo y que terminan en la acción del abrazo o del latido más acelerado de tu corazón y tu pensamiento positivo sobre el vínculo maravilloso que te une a tu hijo. Todo ello está aderezado por multitud de factores que han influido en cómo reaccionamos cada uno de nosotros de forma individual. Sí, nuestra individualidad es multifactorial «a tope». Cada uno es diferente del otro por: 1. nuestra carga genética procedente de nuestros padres biológicos, 2. la carga evolutiva de nuestra propia especie o la manera en que todos nuestros ancestros se enfrentaron a situaciones similares, 3. el desarrollo prenatal que tuvimos dependiendo de la vida global de nuestra madre y de cómo haya vivido nuestra gestación, y 4. el desarrollo posnatal dependiente, en este caso, tanto de los cuidados, afecto y educación recibidos como de las circunstancias generales del grupo social, país y momento histórico que nos haya tocado vivir. Este cóctel de variables diferentes va a dar como resultado nuestra forma de ser y de estar en la vida, tan aparentemente simple y complejo, casi nada. Como dirían los Monty Python en su divertida película El sentido de la vida (1983), todo esto lo detecta la carísima máquina que hace «ping». Figura 2.1. Microfotografía de una neurona y su esquema. 33 Conceptos básicos sobre desarrollo cerebral Acabamos de ver las unidades básicas fundamentales que componen el SNC, las neuronas. Para adentrarnos, someramente, en su desarrollo debemos saber que el SNC se compone del encéfalo y la médula espinal. Así mismo, el encéfalo, a su vez, se subdivide en cerebro, cerebelo y tronco del encéfalo. El objetivo de estos contenidos sobre procesos y secuencias del desarrollo cerebral se centra en acercar al lector de manera directa y breve a conceptos que más adelante veremos, cuando abordemos, por ejemplo, las posibles causas de las alteraciones en la formación del vínculo entre madre-padre-hijo hablemos de que el consumo de alcohol o incluso la nicotina van a afectar dichos procesos, con el consiguiente efecto en el desarrollo fetal y las posteriores alteraciones neurales y comportamentales en el recién nacido y en la propia madre. Por lo tanto, a pesar de que la terminología nos pueda resultar complicada, el objetivo es, fundamentalmente, intentar comprender la importancia que un buen embarazo, una buena alimentación y un buen entorno puede tener no solo para la madre, sino para el propio hijo y su bienestar en su nueva vida. Nuestro cerebro muestra el mayor grado de plasticidad7 durante las primeras fases de nuestra vida. Con el paso de los años se mantiene un cierto grado de flexibilidad y adaptabilidad, que permanecerá con nosotros a lo largo de nuestra historia vital. Para entender el cerebro como «motor» de nuestra conducta es necesario conocer en especial su proceso de crecimiento y desarrollo. En este espacio complejo que acabamos de enunciar, el que existe entre los componentes moleculares y las explicaciones psicológicas de nuestro comportamiento, se encuentran las experiencias familiares tempranas, la educación, el contexto social donde hayamos crecido y posiblemente muchas cosas más. Todo ello, junto con nuestra herencia biológica familiar y de nuestra especie, va a conformar nuestras habilidades cognitivas y nuestra propia personalidad. Pero veamos a continuación parte del inicio de nuestro cerebro ¿afectivo y efectivo? Después de la concepción, el embrión es una diminuta bola de unas cuantas células. El desarrollo del cerebro y del resto del sistema nervioso comienza hacia las tres semanas de gestación mediante la diferenciación de células que van a dar origen a la placa neural a lo largo de la parte dorsal (espalda) del embrión.8 Esta placa se pliega hacia dentro 34 hasta formar el llamado tubo neural, que dará lugar, a su vez, al encéfalo y la médula espinal. Hacia la cuarta semana, la parte superior del tubo neural empieza a aumentar de tamaño hasta convertirse en un pequeño bulbo que será el encéfalo, mientras que el resto del tubo comienza a desarrollarse como la médula espinal. La corteza cerebral comienza a ser visible la séptima semana, cuando el embrión apenas mide dos centímetros. Justo a partir de este momento el cerebro aumenta de tamaño hasta que en el segundo mes, con el inicio del período fetal, el encéfalo y otras estructuras del feto continuarán creciendo y madurando hasta el momento del nacimiento, hacia la semana 36. Los únicos órganos no funcionales hasta ese momento son los pulmones. La estructura básica del cerebro infantil se considera completamente desarrollada hacia el tercer año de vida, aunque algunas zonas, como la corteza prefrontal o la visual, siguen aún desarrollándose. Procesos de mielinización9 continúan sucediendo hasta los siete años, como sucede en el tronco del encéfalo con la formación reticular,10 e incluso continúan durante la adolescencia y parece que en menor medida en el período adulto. Figura 2.2. Desarrollo esquemático de la embriología del SNC. 35 Desarrollo del cerebro: conexiones y desconexiones A partir del primer mes de gestación comienzan a formarse las diferentes áreas cerebrales siguiendo una secuencia de procesos que definen el desarrollo cerebral. Estos procesos, descritos y dibujados ya, en su mayoría, por nuestro premio Nobel de Fisiología y Medicina (1906) Santiago Ramón y Cajal, son: neurogénesis o proliferación, migración y diferenciación celular, formación de sinapsis o sinaptogénesis, eliminación de sinapsis o «poda sináptica» y muerte neuronal o apoptosis. La explicación de cada fase podría ser sencilla e intuitiva, aunque debemos saber que cada región cerebral va a tener su propio tiempo marcado y así, por ejemplo, el cerebelo o el hipocampo tienen una proliferación neuronal que se alarga hasta después del nacimiento. De la misma manera, cada fase es afectada por diferentes tipos de agentes teratogénicos11 (tabla 2.1). Esta secuencia en el desarrollo del cerebro contiene cambios progresivos pero también regresivos. Entre los primeros se encuentran el crecimiento neuronal, axonal y de espinas dendríticas que crearán nuevas conexiones (sinapsis) en el cerebro en desarrollo. A este proceso se lo denomina sinaptogénesis. Pero, además, y dependiendo de muchísimos factores, se van a producir cambios regresivos, como la «muerte celular programada» o apoptosis, con la consecuente eliminación de las sinapsis más débiles. Este importante fenómeno se denomina poda sináptica. Por lo tanto, es importante que sepamos que el desarrollo cerebral va a alternar procesos de crecimiento pero también de eliminación. Tanto la sinaptogénesis como la poda sináptica se van a suceder en marcos temporales distintos. Parece que la primera se da desde el último trimestre del embarazo hasta los dos años de edad, aproximadamente, aunque algunos autores prolongan la sinaptogénesis hasta los tres años (Grubisha y col., 2016). A continuación se producirá el proceso de poda sináptica con patrones temporales diferentes, dependiendo de la estructura cerebral en que se esté produciendo. La corteza prefrontal, estructura clave en el reconocimiento y expresión del afecto, tiene un proceso de sinaptogénesis y poda sináptica más tardía que otras áreas cerebrales. Cualquier agente o estímulo que pueda alterar estos procesosdurante el período perinatal (alrededor del nacimiento), como se ha demostrado en modelos animales, va a provocar cambios irreversibles en la conformación final del cerebro y, en 36 consecuencia, en la futura conducta del individuo. Entre estos estudios se encuentran los nuestros propios sobre los efectos que el estrés ambiental perinatal tiene en el desarrollo y la diferenciación sexual del cerebro y de la conducta maternal en la rata y que veremos en el capítulo 5, que trata de los factores que pueden alterar la formación del vínculo parentofilial. Por otra parte, estudios sobre la poda sináptica están arrojando alguna luz en la comprensión, y esperemos tratamiento, de alteraciones de conducta dentro del espectro autista, en trastornos por déficit de atención con hiperactividad e, incluso, en esquizofrenia (Penzes y col., 2013). Tabla 2.1. Agentes ambientales que afectan el desarrollo cerebral 37 Estudio científico de las emociones Desde que Charles Darwin establece a finales del siglo XIX la teoría de la evolución, se asume en la comunidad científica el hecho de estudiar procesos biológicos que pueden ayudar a comprender mejor el funcionamiento de nuestro organismo a través de modelos animales de nuestra misma especie, los mamíferos, o, incluso, de cualquier otra (estudios de la caracterización del genoma en la mosca del vinagre –Drosophila melanogaster– o de procesos de aprendizaje en cefalópodos como el pulpo). Además, Darwin estudió la expresión de las emociones en el hombre y en los animales señalando el aumento de las similitudes cuanto más cercano (filogenéticamente) se encontrase el animal a nosotros. Esto venía a justificar su teoría sobre la evolución del hombre desde especies primitivas muy lejanas en la historia del planeta, hasta la aparición, hace 150 millones de años, del primer primate humano (Homo sapiens sapiens).12 Los modelos animales han contribuido a conocer los mecanismos que regulan procesos emocionales como la tristeza, el miedo o la angustia. Esos avances han conducido a terapias farmacéuticas para mejorar los síntomas depresivos, los estados extremos de ansiedad, diferentes tipos de fobias y otras alteraciones de comportamiento relacionadas con el estrés. Más recientemente se están utilizando modelos animales, especialmente roedores, ungulados y primates no humanos (rata, ratón, conejo, oveja, chimpancés y bonobos) para estudiar los componentes neurobiológicos que están en la base del afecto. El tipo de estudio que se realiza en estos modelos animales puede abordar desde preguntas moleculares hasta cuestiones más molares y complejas como algunos tipos de conductas, tanto sexodimórficas (diferentes en machos y en hembras) como de aprendizaje. Entre las primeras, entre los estudios a nivel molecular se encuentran, por ejemplo, investigaciones relacionadas con alteraciones genéticas que producen el bloqueo de la conducta maternal en la rata o con la localización cerebral de determinados receptores para neurotransmisores que intervienen en la expresión de respuestas de apego social, como la oxitocina en la oveja. Entre las segundas, las aproximaciones molares, podemos citar trabajos de nuestro propio laboratorio realizados en rata (raza Wistar) sobre los efectos que un agente ambiental que actúa durante la gestación como es el estrés puede alterar, nada más y nada menos, que el proceso de diferenciación sexual del cerebro con consecuencias a largo plazo en la conducta 38 maternal o paternal posterior de las crías que sufrieron ese estrés prenatal. Es obvio que este y otros muchos tipos de investigaciones sobre el funcionamiento del cerebro, especialmente en períodos críticos del desarrollo, han de llevarse a cabo en modelos animales de experimentación. La utilización de los modelos animales en experimentación es necesaria y beneficiosa para el avance científico y sus aplicaciones para mejorar la vida de las personas. No obstante, quiero reconocer aquí el valor positivo e importante de las asociaciones pro derechos de los animales. En los últimos cuarenta años han venido siendo muy activas y gracias al activismo medido, que no al agresivo e insensato, se adoptaron medidas bioéticas relativas, entre otras, a las condiciones de estabulación de los animales, a la naturaleza de los tratamientos experimentales o a la innecesaria cantidad de animales utilizados en según qué experimentos. Son innumerables los ejemplos de cómo estudios realizados en modelos animales ayudan a mejorar la vida de las personas. Simplemente me voy a referir aquí a uno muy reciente que por la trascendencia terapéutica que puede tener ha saltado de las publicaciones meramente científicas a los medios públicos de comunicación y ha llegado, así, a la población en general. Me refiero a los trabajos de un grupo de investigadores liderados por el profesor Studer (Zimmer y col., 2016), del conocido centro de investigación oncológica Sloan Kettering de Nueva York. Tras aislar células madre hipofisarias humanas las trasplantaron en ratas con una enfermedad similar al hipopituitarismo humano (enfermedad caracterizada por enanismo y envejecimiento prematuro). El resultado fue que estos implantes promovieron en los animales la producción de las hormonas hipofisarias, resolviendo así la deficiencia glandular. En los humanos hay diferentes causas que pueden provocar la insuficiencia hipofisaria. Desde tumores, alteraciones genéticas, traumas cerebrales, infecciones o, incluso, la radiación de terapias contra el cáncer. Con el desarrollo de este nuevo método de reemplazo celular se pueden resolver los tratamientos hormonales de por vida, que, además, no se ajustan a las demandas reales del organismo, dado que son dosis fijas externas. Pero aún hay más. Si tenemos en cuenta que las consecuencias de la deficiencia hipofisaria en niños son particularmente graves por las alteraciones que se producen en el crecimiento, aprendizaje, pubertad y función sexual, podemos percatarnos de la relevancia que el estudio en animales de laboratorio tiene para los avances 39 neurocientíficos y biosanitarios y, en definitiva, para mejorar la salud y la calidad de vida de las personas. 40 Neuroendocrinología del afecto: la parte neuro, el cerebro El cerebro humano se desarrolla a un ritmo vertiginoso durante la gestación y los primeros años de vida. Cada una de las regiones cerebrales y cada uno de los tipos de células (neuronas o glía) que integran esas áreas se produce en diferentes momentos. Es precisamente en este período acelerado de crecimiento y desarrollo del cerebro humano cuando este es especialmente sensible a muchos factores; algunos de los más estudiados se incluyen en la tabla 2.1. Por una parte, el desarrollo cerebral viene determinado por nuestro legado genético y, por otra, por la actividad de las células nerviosas que se van especializando. Estas, a su vez, están influidas por la disponibilidad de: a) neurotransmisores liberados por otras células cerebrales, b) vitaminas para el crecimiento, c) la presencia de sustancias nutritivas y d) hormonas. Es por ello que el período perinatal (antes y después del nacimiento) es tan importante para la adaptación posterior del individuo al entorno, dado que gran parte de las acciones que los diferentes factores puedan estar ejerciendo va a ser irreversible para bien o para mal. Sabemos a través de estudios, tanto en modelos animales como en humanos, que todo lo que sucede alrededor del nacimiento va a afectar al desarrollo cerebral y neurohormonal, así como a la conducta posterior de los sujetos. Recordemos los desafortunadamente13 famosos estudios del matrimonio Harlow en macacos sobre el desarrollo afectivo temprano. Una de las investigaciones más conocidas y de las que menos polémica llegó a suscitar fueron los estudios sobre el efecto de la ausencia prolongada de la madre tras el nacimiento. Estos investigadores observaron que las crías que no habían tenido contacto con sus madres mostraron efectos muy severos, tanto físicos como en los comportamientosque mostraron en su posterior socialización con el grupo. Los efectos en su desarrollo físico fueron similares al síndrome conocido como marasmo,14 descrito en bebés humanos abandonados en instituciones de acogida de determinados países que no han recibido contacto físico ni afecto desde su nacimiento y que, casi exclusivamente, han sido alimentados con artefactos para no tener siquiera que ser atendidos directamente por los cuidadores. Tanto los niños como los macacos sufrieron síntomas irreversibles en su desarrollo físico y en el afectivo y cognitivo. Desde aquellos lejanos trabajos de los Harlow en los años 70 del pasado siglo, han sido muchos los estudios realizados para 41 conocer las diferentes sensibilidades de nuestro cerebro y, como consecuencia, a medio y largo plazo, de nuestro comportamiento a los factores, tanto procedentes del entorno social más directo, madre, padre y cuidadores, como del medio externo, ambiente, cultura, alimentación, etc., que puedan afectarnos en el período perinatal. Figura 2.3. El bebé macaco siempre prefiere la madre de características sensoriales similares a la real frente a la de alambre. El afecto, como una expresión de nuestra complejidad personal en respuesta a las diferentes situaciones vitales que nos toque encarar, va a venir determinado muy directamente por ese período perinatal y por las interrelaciones emocionales que hayamos experimentado en los primeros años de vida, dado que nuestro cerebro en desarrollo se va a ver afectado por ellas. Los efectos podrán ser reversibles o irreversibles dependiendo de qué agente y en qué momento se haya dado la influencia en la madre o en el recién nacido. 42 Pero para adentrarnos un poco más en esa interrelación afecto-cerebro-conducta vamos a aproximarnos a las estructuras cerebrales más directamente relacionadas con el control neural de las respuestas afectivas. 43 El cerebro afectivo El cerebro humano está formado por varias zonas diferentes que evolucionaron en distintas épocas a lo largo de nuestra historia evolutiva. Se considera que el control de los afectos se lleva a cabo, fundamentalmente, por estructuras primitivas que forman el llamado sistema límbico, al que controlan, a su vez, las partes más nuevas del cerebro humano, la neocorteza. Cuando en el cerebro de nuestros antepasados crecía una nueva zona, generalmente las antiguas no desaparecían y las más nuevas se iban superponiendo. Esas primitivas partes del cerebro humano siguen funcionando mediante la regulación, especialmente, de respuestas estereotipadas heredadas tanto de los mamíferos terrestres como, más atrás aún en el tiempo, de los reptiles acuáticos que dieron origen a los mamíferos, hace más de doscientos millones de años. Es por ello que a la parte más primitiva de nuestro cerebro (figura 2.4) se la ha llamado «cerebro reptil», y está formado por estructuras que controlan las respuestas más básicas de supervivencia –el deseo sexual, la conducta maternal, la búsqueda de comida y las respuestas agresivas tipo pelea-o-huye (el famoso juego de palabras en inglés: fight or flight, pelea o vuela)–. En los reptiles, las respuestas al objeto sexual, a la comida o al predador son automáticas y programadas genéticamente. La corteza cerebral, con sus circuitos para comparar opciones y seleccionar una determinada acción, no existe en estos animales. No obstante, muchos experimentos han demostrado que gran parte del comportamiento humano se origina en zonas profundamente enterradas del cerebro, las mismas que en un tiempo dirigieron los actos vitales de nuestros antepasados. Nuestro cerebro primitivo de reptil aún mantiene el control de los mecanismos básicos neuroendocrinos de conductas tan relevantes para la supervivencia de la especie como el cortejo, tener hijos y defenderlos de posibles agresiones. Como afirma el neurocientífico P. MacLean del Instituto de Salud Mental (de los NIH, de Estados Unidos): «Aún tenemos en nuestras cabezas estructuras cerebrales muy parecidas a las del caballo y el cocodrilo». 44 Figura 2.4. La evolución del cerebro en los mamíferos. 45 El sistema límbico o cerebro emocional Los afectos, como respuestas que nos adaptan de forma positiva a nuestro entorno, pueden entenderse como sucesivos niveles de control que van desde las emociones primarias hasta los más elevados sentimientos –entremezclados con pensamientos–. Necesitamos adaptarnos de forma rápida a nuestro entorno ecológico y social. Las respuestas afectivas se organizan en una serie de redes neurales genéticamente perfiladas situadas en las regiones subcorticales profundas, por debajo de la neocorteza cerebral. Dichas regiones constituyen lo que se conoce como sistema límbico o cerebro emocional, que, junto con varias zonas de la corteza cerebral, se consideran el denominado cerebro afectivo. El sistema límbico (figura 2.5) es la porción del cerebro situada inmediatamente debajo de la corteza cerebral y comprende centros críticos para la supervivencia del individuo como son el tálamo, el hipotálamo, el hipocampo y la amígdala.15 En los mamíferos, estos centros son las estructuras cerebrales involucradas en el control de respuestas emocionales como el temor o la agresión. Pero al mismo tiempo estos son también los centros de la afectividad, es aquí donde se procesan las distintas emociones y el hombre experimenta penas, angustias y alegrías intensas que, antes de llegar a la corteza cerebral, son procesadas por las estructuras límbicas. 46 Figura 2.5. Estructuras principales que conforman el cerebro afectivo. El tálamo se localiza en la parte interior del cerebro medio y es una estructura de gran tamaño si la comparamos con el resto de las que conforman el sistema límbico. Es el núcleo que recibe primero la información que nos llega de los órganos de los sentidos, excepto el olfato. El tálamo se subdivide en una serie de grupos nucleares especializados en funciones concretas dependiendo de la información sensorial que les llega y conecta dicha información con la corteza y con el resto de estructuras cerebrales. El tálamo, por tanto, viene a ser una especie de interconector entre la información que nos llega del exterior y el resto de nuestro cerebro, especialmente nuestra corteza cerebral. Está conectado con el lóbulo frontal, por lo que la información de estímulos agradables o desagradables es filtrada a través de esta proyección recíproca. El hipotálamo es una compleja estructura de tamaño ínfimo localizada en la base del cerebro que resulta crítica en la regulación de las funciones vitales del cuerpo. El hipotálamo actúa a través de la hipófisis, que es una glándula asentada en la silla turca (especie de hueco en la vertiente craneal –base del cráneo– del hueso esfenoides) y viene a tener el tamaño de un garbanzo. De la interacción del hipotálamo con la hipófisis a través de las sustancias de liberación se va a facilitar la secreción de hormonas 47 hipofisarias y su paso a la circulación sanguínea. Todo esto controlará, a su vez, la producción de otras hormonas que se sintetizan en otras glándulas situadas en el resto del cuerpo, como las suprarrenales y las gónadas, entre otras. El hipocampo en los primates es una estructura con forma de caballito de mar, de ahí su nombre. Se localiza en el interior del lóbulo temporal, bajo la corteza cerebral. En los mamíferos, y en particular en los humanos, el hipocampo se relaciona con la regulación de los procesos de memoria y de orientación espacial. Lesiones en el hipocampo pueden producir la imposibilidad de la formación de nuevos recuerdos tras la lesión (amnesia anterógrada) o incluso el recuerdo de hechos sucedidos antes de esta (amnesia retrógrada). Sin embargo, en este último caso los recuerdos más antiguos permanecen, lo que ha llevado a sugerir que la consolidación de recuerdos a lo largo del tiempo puede realizarse a través de transferencias de memorias desde el hipocampo a otras estructuras cerebrales. El hipocampo ha pasado a ser «famoso» por considerarse uno de losmejores ejemplos de plasticidad neural. Estos cambios en la respuesta sináptica (conexión entre neuronas) breve e intensa de las células del hipocampo como respuesta a la lluvia de información que nos rodea y a la meramente espacial que puede durar desde horas a días fue definida como la potenciación a largo plazo. De esta manera, en el hipocampo se ha determinado experimentalmente el mecanismo por el que la memoria se almacena en el cerebro. Así, por ejemplo, en la enfermedad de Alzheimer, el hipocampo es una de las primeras estructuras cerebrales en sufrir daños y, en consecuencia, los síntomas iniciales que aparecen son problemas de orientación y de memoria. Pero, además, el hipocampo desempeña un papel esencial en la captación de señales afectivas en la información, como pueden ser las expresiones faciales o rasgos gestuales. No en vano memorizamos mejor situaciones cargadas de contenido afectivo, tanto positivo como negativo. El papel de la amígdala como centro de procesamiento de las emociones está profusamente documentado. Pacientes con la amígdala lesionada ya no son capaces de reconocer la expresión de un rostro o si una persona está contenta o triste. En experimentos con primates no humanos con lesiones parciales o completas de la amígdala, manifestaron un comportamiento social alterado: perdieron la capacidad de entender las complejas reglas de comportamiento social en su manada. Lo más importante que quiero resaltar es el papel que estas estructuras cerebrales tienen en el establecimiento de las relaciones tempranas de afecto. En este sentido, lo que resulta clave es que en estos primates con lesión en la amígdala se observó un comportamiento 48 maternal y unas reacciones afectivas claramente alteradas frente a las de los otros animales. Las madres con lesiones amigdalinas transportaban a sus crías sin objetivo, no las alimentaban ni las defendían de posibles intrusos que apareciesen en la manada. Por lo que fue necesario que los recién nacidos fueran criados por madres adoptivas sin lesión en la amígdala. En otro experimento, también en primates no humanos, los investigadores J. F. Fulton y D. F. Jacobson, de la Universidad de Yale, aportaron, además, pruebas de que la capacidad de aprendizaje y de memoria requiere de una amígdala intacta. Para ello, pusieron a unos chimpancés delante de dos cuencos de comida, en uno de ellos había un apetitoso bocado, el otro estaba vacío. Luego taparon los cuencos. Al cabo de unos segundos se permitió a los animales tomar uno de los recipientes cerrados. Los animales controles o sin lesión en la amígdala tomaron sin dudarlo el cuenco que contenía el apetitoso bocado, mientras que los chimpancés con la amígdala lesionada eligieron al azar. El bocado apetitoso no había despertado en ellos ninguna excitación de la amígdala y tampoco lo recordaban. Parece, por tanto, que en los procesos de aprendizaje los factores emocionales pueden desempeñar un papel importante. Se conoce así, gracias a los numerosos estudios realizados en los últimos cincuenta años, que las estructuras que conforman el sistema límbico son cruciales en la codificación y expresión del afecto. Además, sabemos que el sistema límbico está en constante conexión con la corteza cerebral. Una transmisión de señales de alta velocidad permite que el sistema límbico y el neocórtex o neocorteza trabajen juntos, y esto es lo que explica que podamos tener control sobre nuestras emociones. 49 La neocorteza Cuando compartimos el sufrimiento de los demás (empatizamos) o fingimos calma en una situación de riesgo controlado, como podría ser ante la caída de nuestro hijo, siempre está trabajando el neocórtex o neocorteza. Hace aproximadamente cien millones de años aparecieron los primeros primates. La evolución del cerebro dio entonces un gran salto. Por encima del bulbo raquídeo y del sistema límbico, se empezó a desarrollar la neocorteza cerebral. A los impulsos y emociones se añadió, con la aparición de la neocorteza, la capacidad de pensar de forma abstracta y de comprender las relaciones globales existentes entre los diferentes estímulos para adelantarse así a los acontecimientos y planificar acciones en el futuro. Hoy en día la corteza cerebral, la neocorteza, es una de las zonas más importantes del cerebro humano y recubre y engloba las más antiguas. Esas viejas regiones no han sido eliminadas, sino que permanecen debajo, sin tener ya el control completo del cuerpo, como sucedía hace millones de años, pero siguen siendo muy activas aún, a pesar de ser moduladas por la neocorteza o corteza cerebral. La corteza cerebral no solo es el área más accesible del cerebro, sino que también es la más distintivamente humana. La mayor parte de nuestro pensar o planificar, y del lenguaje, la imaginación, la creatividad y la capacidad de abstracción, proviene de esta región cerebral. Así pues, la neocorteza nos capacita no solo para aprender a caminar, crear una composición musical o pilotar un avión, como es el caso de mi hijo Fran, piloto y músico. Además, nuestra vida emocional va a contar con una nueva capacidad de decisión sobre a quién queremos amar o cómo sentimos o compartimos sentimientos con los demás. La neocorteza relacionada con la afectividad y las emociones se localiza en la zona más adelantada de nuestro cerebro, en la zona frontal. Los lóbulos prefrontales y frontales desempeñan un papel especial en la asimilación neocortical de los afectos. Como «pilotos» de nuestras emociones, asumen dos importantes tareas. En primer lugar, «despegan» filtrando las señales que llegan del sistema límbico (tálamo, hipotálamo, hipocampo y amígdala). En segundo lugar, desarrollan planes de actuación concretos para situaciones emocionales para que el «aterrizaje sea seguro». Mientras que la amígdala proporciona los primeros auxilios en situaciones emocionales extremas, el lóbulo prefrontal se ocupa de coordinar nuestras 50 emociones para llegar a facilitar una respuesta afectiva oportuna. La importancia de la corteza en el control neural de la afectividad es primordial, pero no debemos olvidar que aquellas zonas más primitivas (el sistema límbico) que están debajo de la corteza nueva aparecida hace millones de años en los primeros primates terrícolas participarán siempre de nuestros afectos y emociones. Esto se puso de manifiesto estudiando a pacientes con lesiones en estructuras mesolímbicas: las respuestas afectivas a un hijo o a la pareja quedarían anuladas sin la participación del cerebro emocional o sistema límbico. Por sí misma, la neocorteza solo sería un buen piloto, pero sin avión. 51 Los estímulos afectivos pueden ser muy poderosos Todos hemos tenido alguna vez en nuestra vida alguna experiencia en la que lo hayamos dejado todo para acudir al lado de nuestro ser querido al saber que nos necesitaba. ¿Qué sucede en nuestro cerebro para que dejemos de inmediato lo que estamos haciendo y corramos hacia quien nos importa mucho más que aquello? Las técnicas de RMf (resonancia magnética funcional) nos permiten observar la actividad de zonas cerebrales específicas para determinados estímulos. En diferentes estudios realizados con esta técnica en los que se presentaban estímulos neutros (imágenes sin carga emocional) y estímulos emocionales negativos (imágenes de agresiones violentas) justo después de haberse iniciado una tarea de memoria de asociación en la que se requiere mantener la información durante un breve período de tiempo, se ha observado que las imágenes de alto contenido emocional alteraban la ejecución de la tarea de aprendizaje. Dependiendo del tipo de estímulo recibido, se activaban diferentes sistemas neurales (sistema ejecutivo dorsal para tareas de aprendizaje ejecutivo y sistema afectivo ventral para estímulos de contenido emocional). Lo interesante de estos trabajos fue que en todos ellos se observó que al presentar las imágenes de alto contenido emocional la actividad cerebral se registraba en las regiones ventrales –amígdala y corteza prefrontal medial–, relacionadas
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