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El cerebro afectivo
Dra. Mª Cruz R. del Cerro
2
Primera edición en esta colección: abril de 2017
© Mª Cruz Rodríguez del Cerro, 2017
© del prólogo, Ignacio Morgado Bernal, 2017
© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2017
Plataforma Editorial
c/ Muntaner, 269, entlo. 1ª – 08021 Barcelona
Tel.: (+34) 93 494 79 99 – Fax: (+34) 93 419 23 14
www.plataformaeditorial.com
info@plataformaeditorial.com
ISBN: 978-84-17002-33-6
Diseño de cubierta y fotocomposición:
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Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los
titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de
esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento
informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Si
necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO
(www.cedro.org).
3
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mailto:info@plataformaeditorial.com
http://www.cedro.org
Índice
 
Prólogo de Ignacio Morgado Bernal
 
1. Introducción. ¿Por qué el cerebro afectivo?
2. Neuroendocrinología del afecto
3. Cerebro afectivo-cerebro efectivo. El cerebro maternal
4. Formación del vínculo afectivo
5. Alteraciones del vínculo parentofilial y sus consecuencias
6. Cultura y afecto
7. Cerebro afectivo y resiliencia
8. ¿Qué podemos hacer?
9. ¿Vuestras experiencias? Un capítulo inacabado
 
Escribe tu experiencia «imposible» sobre el afecto
Bibliografía
4
AFECTO: Del latín affectus, -a, -um
1. adj. Inclinado a alguien o algo.
5
En la ciencia, como en la vida, el fruto
siempre llega después del amor.
SANTIAGO RAMÓN Y CAJAL
6
A mis padres, Marcelo y Sofía, por lo que de ellos recibí.
A Helena, Franciscos, Danis y Carmen por lo que espero dar.
A Rosa, Fernando, Guille y más por compartir.
A mis grandes amigos por estar ahí.
A todos vosotros, lectores, porque me habéis elegido y de una u otra forma
compartiremos esta parte de otros y de mí, con afecto y respeto.
Hasta pronto
7
Prólogo
El libro que el lector tiene en sus manos es un sencillo, pero a la vez profundo homenaje
al amor como fuente de salud y de bienestar. Su autora, María Cruz Rodríguez del Cerro,
es una de las mejores especialistas de nuestro país en el estudio y la investigación de la
conducta parental en los mamíferos. Durante años, esta laboriosa científica ha invertido
mucho esfuerzo y tiempo en trabajos de laboratorio con roedores, y ha tratado de
descubrir los secretos biológicos que hacen que los progenitores atiendan a sus
cachorrillos con alta prioridad e insuperable mimo. La profesora Del Cerro ha explorado
todos los entresijos de esa atención en la dinámica temporal, que empieza con la
gestación, continúa en el parto y se perpetúa en consecuencias tan sorprendentes como
inimaginables después del parto y a lo largo de la vida. En las influencias de los
progenitores, la autora ha comprobado cómo la plasticidad cerebral permite modificar el
comportamiento de los mamíferos, incluso antes de que hayamos nacido, a medida que
nos gestamos en el seno materno. Igualmente, ha podido comprobar de primera mano
cómo las capacidades mentales y el comportamiento de los descendientes pueden
resultar altamente condicionados por las atenciones particulares de los progenitores,
especialmente en períodos críticos de los primeros meses y años de vida.
La epigenética moderna, una ciencia que nos enseña cómo los factores ambientales
pueden condicionar la expresión de los genes responsables del desarrollo y la
inteligencia y el modo de ser de las personas no pueden encontrar mejor campo de
desarrollo que el que proporciona el estudio de la conducta parental, en el que la
profesora Del Cerro sobresale con excelencia. En su obra siempre destaca el afecto como
epítome de todas las posibles conductas paternales benefactoras para el futuro de la
progenie. En buena medida, este libro es una aproximación a la ontogénesis y el
desarrollo del afecto y sus consecuencias positivas. Su pregunta particular, ¿amamos
como hemos sido amados?, nos orienta especialmente en esa dirección, un camino en el
8
que ella ve toda suerte de beneficios, como cuando nos insinúa «antibióticos
emocionales» para reforzar el sistema inmunitario, o cariño puro y duro para aumentar la
resiliencia de las personas en situaciones de dificultad o enfermedad.
Como no podía ser de otro modo en alguien con su sensibilidad, la autora ha
proyectado todo el conocimiento adquirido en sus años de trabajo en su propia persona,
es decir, en su cerebro y en su mente, pues se ha visto ella misma reflejada en todos y
cada uno de sus muchos hallazgos científicos, de los que da fe su dilatado y cualificado
currículo como investigadora. En las páginas siguientes, el lector apreciará que la
profesora Del Cerro se sitúa a sí misma en las diferentes perspectivas que abarca su
propia aproximación, es decir, como hija, como madre e incluso como abuela. Esto
último quizá por aquello de que la verdadera influencia de la epigenética solo es
constatable cuando transcurren al menos dos generaciones. Y también porque no podía
dejar a Dani, su querido nieto, fuera de una obra en la que ella ha puesto el alma, la vida
y el corazón.
El libro tiene una buena prosa, gran riqueza argumental y documental y, desde luego,
mucha emoción, que incluye la de la propia autora cuando nos habla de sus experiencias
familiares y personales. Tampoco falta un llamamiento explícito a la financiación de la
investigación como fuente de progreso y bienestar, un terreno en el que la profesora Del
Cerro se mueve con conocimiento de causa. Cuenta en su expediente profesional con
años de experiencia como directora del gabinete en la Presidencia del Consejo
Económico y Social del Estado o como directora del Departamento de Psicobiología de
la UNED.
Por último, desde mi condición particular de neurocientífico y psicobiólogo, no quiero
acabar este breve prólogo sin dejar de mencionar que la proyección social y humana que
hace la profesora Del Cerro desde su trabajo científico en este libro es un magnífico
ejemplo de cómo la investigación experimental con animales puede ayudarnos a
entender más y mejor el comportamiento de las personas y a ser mejores gracias a ese
conocimiento.
IGNACIO MORGADO BERNAL, 
catedrático de Psicobiología y director del Instituto de Neurociencia de la Universidad
Autónoma de Barcelona, Bellaterra, 6 de marzo de 2017
9
1.
Introducción.
¿Por qué el cerebro afectivo?
… Porque la mano que mece la cuna es la mano que gobierna el
mundo.
W. R. WALLACE
Soy psicobióloga, intento entender el comportamiento en los mamíferos mediante el
estudio experimental del cerebro y de las hormonas. También soy hija, madre y abuela.
A esto último tengo que añadir; reciente (permitidme este resto de decreciente vanidad).
Como investigadora, por tanto, de las relaciones entre el cerebro y la conducta tengo que
avisar al lector de algo que le va a sorprender, dado el título de este libro. No existe un
cerebro afectivo. O, por el contrario, todo nuestro cerebro es afectivo. ¿Qué quiero
decir con esta aparente contradicción? El cerebro es el motor de nuestro
comportamiento. O, como afirma el neurólogo António Damásio, «todo está en el
cerebro».
El cerebro es el órgano que recibe información ya desde que estamos dentro de
nuestra madre y, mediante mecanismos químicos y eléctricos, va a dar respuesta a esos
estímulos que recibimos tanto desde fuera (ambiente exterior, lo que sucede a nuestro
alrededor) como desde dentro (ambiente interno, lo que pasa en nuestro cuerpo) para así
almacenar memorias basadas en cada respuesta expresada.
El funcionamiento cerebral es y está integrado. Sus diferentes estructuras y unidades
funcionales se activan o inhiben de forma armónica y global. Cuando esta armonía se
rompe por un trauma, como puede ser un accidente de tráfico con lesión cerebral o por
10
una isquemia o falta de oxígeno prolongadoen alguna zona cerebral, se observan los
efectos que ese daño ocasionado produce en nuestra forma de enfrentarnos a la vida
diaria. Así, por ejemplo, si tenemos la mala fortuna de enfrentarnos a la terrible
experiencia de que una persona querida sufra un ictus serio que le haya afectado
estructuras del área de Broca en la parte izquierda de su cerebro (zona temporal-
hemisferio izquierdo), en este caso en concreto observaremos no solo su incapacidad
para poder hablarnos, también sentiremos que esa persona tan cercana nos mira de otra
forma y no es completamente ella o él. A pesar de que la lesión esté bien localizada, las
interconexiones cerebrales son tan complejas, están tan integradas en el resultado final
que la conducta que podemos ver delante de nosotros, la expresión facial de esa persona,
también ha cambiado. Con esto quiero ilustrar lo que antes afirmé de esa forma tan
rotunda y, a la vez, contradictoria. El cerebro afectivo no existe o, por el contrario, todo
el cerebro es afectivo. En otras palabras, no debemos ser tan «reduccionistas-
localizacionistas»1 como para afirmar que el cerebro afectivo se localiza en una
determinada zona cerebral y no en otra, dado que todo está interconectado y las
influencias entre regiones, vías de neurotransmisión y sistemas son constantes. Todo
depende de todo. Pero, fundamentalmente, nuestro cerebro va a depender de nosotros
mismos, de lo que voluntaria o involuntariamente hagamos a lo largo de nuestra vida.
Decía nuestro genial Santiago Ramón y Cajal que «todo hombre puede ser, si se lo
propone, escultor de su propio cerebro». A esta afirmación casi poética, me atrevo a
añadir que en esa tarea de esculpir nuestro propio cerebro cuenta también el modelaje
inicial que empieza incluso antes de nuestro nacimiento. Lo vamos a ver más adelante a
través de los diferentes factores que pueden alterar el desarrollo cerebral durante la
gestación, como pueden ser el estrés crónico sufrido durante la gestación o la ingesta de
alcohol u otras sustancias adictivas por la madre. Incluso en estudios recientes se ha
podido demostrar que el padre puede tener más influencia de la que se pudiera sospechar
en el pasado, lo que revisaremos en el capítulo 4, sobre la formación del vínculo
parentofilial (materno/paternofilial).
No obstante, y teniendo en cuenta todo lo anterior, sí conocemos que las diferentes
estructuras que conforman nuestro cerebro tienen cierta especialización en controlar
diferentes tipos de respuestas, bien sean observables, como el habla o el movimiento, o
menos evidentes, como pueden ser respuestas de afecto o de placer sin signos
comportamentales, a veces aparentes, que lo exterioricen. Cuando abordemos, en el
11
siguiente capítulo, las estructuras cerebrales, así como las hormonas y neurohormonas
relacionadas con el afecto, deberemos recordar esta llamada de atención sobre la
relatividad de ese localizacionismo funcional.
Nuestro comportamiento es el resultado, pues, de una compleja interacción entre lo
que nos estimula desde fuera (una bella pieza musical), lo que nos estimula desde dentro
(situación de relax con niveles altos de serotonina y endorfinas con bajo cortisol) y
nuestra propia historia personal, tanto la aprendida a lo largo de nuestra vida como la que
se deriva de nuestros antepasados más directos (herencia genética) y de nuestra propia
especie (herencia evolutiva). Todo esto se puede traducir en un rato apacible disfrutando
de la música que hayamos elegido en ese especial fin de semana tan esperado.
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El estudio científico del afecto
El amor maternal es una de las emociones más paradigmáticas en el estudio de los
afectos. Mi línea de investigación se ha centrado en estudiar las bases neurobiológicas de
la conducta maternal. En otras palabras, intentamos conocer los mecanismos cerebrales y
hormonales que facilitan la expresión de conductas maternales y paternales en un
modelo animal como es la rata de laboratorio. Además, queremos averiguar cómo y qué
factores, especialmente durante la gestación y los primeros años tras el nacimiento,
pueden afectar tanto la expresión por parte de la madre de esos cuidados típicos y
estereotipados entre los mamíferos hacia sus crías, como el sustrato neuroendocrino
(cerebro y hormonas) en que se sustentan esos patrones de conducta maternal y paternal.
Pero, además, me ha interesado mucho conocer si esos cuidados iniciales recibidos
van a afectar la conducta de las propias crías cuando sean madres o padres y, si fuera así,
cómo esa influencia de la conducta maternal apropiada o no apropiada se pudiera
transmitir a la siguiente generación. Tengo que aclarar que no voy a dar el salto de la
madre rata a la madre humana y extrapolar así los datos obtenidos en el laboratorio con
explicaciones de la conducta afectiva humana. Eso es algo que en psicobiología tenemos
siempre muy presente a la hora de estudiar las bases biológicas de la conducta en
cualquiera de los modelos animales que se utilice. Sin embargo, sí me voy a referir, en
algunos casos, a datos experimentales que pueden ayudar a entender las respuestas
afectivas que nos interese comentar. Por otra parte, los estudios con modelos animales en
neurociencias del comportamiento o en psicobiología aportan conocimientos que nos
ayudan a avanzar en cómo funciona el cerebro en determinadas circunstancias. El
objetivo es siempre desentrañar los mecanismos que subyacen a ese funcionamiento
cerebral y contribuir a favorecer una vida mejor para todos.
Una cuestión ha estado muy presente en mi línea de investigación desde que inicié los
trabajos sobre conducta maternal hace ya algunos años, y es: ¿amamos como hemos sido
amados? Algunos trabajos relativamente recientes indican que se pueden heredar las
formas de interactuar con nuestros hijos. En otras palabras, ¿nuestro cerebro se modula
hacia el afecto o desafecto dependiendo de los primeros cuidados recibidos? Hoy, estoy
convencida de que, en gran parte, SÍ. Esta simple afirmación guarda una tremenda
cascada de acontecimientos psicobiológicos y sociales implícita. ¿Si somos bien
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queridos en los primeros años de nuestra vida, vamos a ser capaces, con mayor
posibilidad, de enfrentarnos a un ambiente cambiante, y a veces difícil, gracias a esa
impronta emocional recibida de nuestros padres o de aquellas personas que nos
«criaron» con amor y paciencia? y ¿esa mejora en el afrontamiento y futura adaptación
al entorno de los individuos puede tener una base biológica o es meramente educacional?
En definitiva: ¿el cerebro afectivo nace o se hace? ¿El cerebro es susceptible al afecto
recibido durante los momentos críticos de nuestro desarrollo?
Para intentar dar respuesta a estas cuestiones los investigadores han abordado
diferentes líneas de investigación que estudian: ¿cómo y cuándo los primeros cuidados
recibidos tienen efecto en nuestro cerebro?, ¿en qué zonas y mediante qué mecanismos,
qué sustancias o procesos?, ¿sucede durante la gestación, cuando nos estamos
desarrollando dentro de nuestra madre? Pero, además, para que nuestro cerebro pueda
modular respuestas afectivas va a depender ¿solo de nuestra madre?, ¿también del
padre?, ¿cambia el cerebro de la madre durante la gestación o tras el parto por la
interacción con el bebé y su cerebro afectivo pasa a ser más efectivo?, ¿cambia el
cerebro del padre como el de la madre?, ¿se podrían prevenir o mejorar situaciones en
que las madres o los padres llegan a expresar conductas parentales no deseables como el
rechazo, el maltrato o incluso el abuso o la muerte?
Por otra parte y respecto al hijo: ¿cambia el cerebro del bebé dependiendo de los
cuidados recibidos?, ¿estos cambios cerebrales en el bebé, si se dieran, son puntuales o
se mantienen?, ¿se pueden fijar o «improntar» las emociones positivas en el cerebro del
recién nacido?, ¿y las negativas, como el rechazo o la ausencia de suficiente contacto
físico o de afecto? De nuevo, volvemos a lo que el investigador intenta desentrañar: los
mecanismos psicobiológicos –cambios cerebrales interaccionandocon las conductas
parentales– responsables de que estos cambios en las respuestas afectivas se den y se
mantengan hasta la edad adulta. Nos preguntamos, pues, si tanto los primeros
contactos tras el nacimiento como las primeras experiencias afectivas recibidas en
los primeros años de nuestra vida pueden afectar el desarrollo de nuestro cerebro y,
por tanto, de nuestra conducta en sentido amplio, en la interacción familiar, escolar
y social.
14
Figura 1.1. Konrad Lorenz seguido por la recua de patos logrando demostrar, él mismo,
el fenómeno de la impronta.
15
¿Qué es la «impronta»?
No hace mucho, paseando al comienzo de la primavera por el campo, cerca de un lago,
vi la imagen típica que el etólogo K. Lorenz, premio Nobel de Fisiología y Medicina en
1973, convirtió en un estereotipo de la «impronta». En su caso era él mismo seguido por
una recua de patitos en fila india (figura 1.1), en mi caso, la imagen que despertó mi
interés fue la madre pata seguida por sus diez vástagos. Para los ánades de Lorenz esa
pauta fija de comportamiento consiste en seguir a la madre, o a él mismo, si la cadencia
del movimiento y la distancia es similar a la establecida con la propia madre. Esta
respuesta que se da tras el nacimiento obedece a una programación genética que
desencadena una serie de comportamientos encaminados a la protección de la cría para
permitir su supervivencia hasta el período adulto, cuando esa cría ya podrá reproducirse,
permitiendo así, en definitiva, la supervivencia de la especie. Lorenz acuñó el término
«impronta» para definir unos patrones de conducta fijos que, según él, estarían
genéticamente determinados y que se manifiestan dependiendo del ambiente particular
de cada especie animal. Dichas pautas fijas de respuestas iniciales van a ser cruciales
para la supervivencia animal, tanto, incluso, como sus características fisiológicas. La
aportación de Lorenz junto con otro famoso etólogo, Niko Tinbergen, con quien
compartió el Nobel, no se limitó a la constatación de programas fijos de comportamiento
que llamaron «innatos», sino que establecieron el concepto de «período sensible»,
también conocido como «período crítico», como el tiempo-ventana en que esas pautas de
comportamiento aparecen en unos y no en otros. Esta idea revolucionó no solo el campo
de la etología y, posteriormente, la neuroetología,2 sino que se empezó a tener en cuenta
en todas las áreas de las neurociencias. Así, por ejemplo, se establecieron «períodos
críticos» para los efectos de las hormonas en humanos. En concreto, si no hay una
suficiente cantidad de hormonas tiroideas en el momento del nacimiento, y esto no se
detectara en los primeros seis meses de vida, se produciría un hipotiroidismo que
afectará al desarrollo posnatal cerebral del niño, con las consecuentes alteraciones en
diferentes niveles fisiológicos y funcionales, que podrían derivar en alteraciones
cognitivas. Sin embargo, si esos niveles bajos de funcionamiento de la tiroides se
detectan a tiempo (dentro del período crítico, nacimiento-seis meses) y se le administran
las cantidades apropiadas de tiroxina, se solucionarán dichos problemas fisiológicos y
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posteriormente cognitivos. En España, gracias a la extraordinaria labor desempeñada por
Francisco Escobar del Rey y Gabriela Morreale de Escobar, precursores de la
endocrinología experimental en nuestro país, que estudiaron el hipotiroidismo congénito
en ratas y en humanos, se ha logrado introducir en la sanidad pública española la prueba
tiroidea para los recién nacidos. Gracias a ello se pueden prevenir fácilmente, con
administración de tiroxina (hormona tiroidea) o incluso con yodo en la dieta, trastornos
de hipotiroidismo en los niños que si no se diagnosticaran a tiempo, tras el nacimiento,
podrían tener efectos irreversibles. El síndrome del hipotiroidismo congénito se
caracteriza por fallos en la maduración y en el desarrollo cerebral que pueden dar lugar a
alteraciones en la conducta de los niños, como, por ejemplo, un bajo rendimiento
escolar, cocientes mentales inferiores a la media o hipoactividad.
Tuve el privilegio de realizar gran parte de los experimentos de mi tesis doctoral con
el doctor Escobar del Rey y de colaborar con la doctora Morreale en varios programas de
divulgación científica en el canal UNED de radio hace ya muchos años, en los 80 del
siglo pasado (¡¡¡cómo suena!!!). Fue precisamente entonces cuando pude apreciar
directamente, a través de nuestros trabajos, algo que había pasado casi desapercibido
para mí durante mi formación curricular. Me di cuenta de la importancia del período
perinatal (alrededor del nacimiento, tanto antes como después), de todo lo que acontece
durante este para que el sistema nervioso central (SNC), el cerebro, se desarrolle de
forma apropiada. Mis trabajos consistían en estudiar los efectos de la ausencia de
hormonas tiroideas en ratas recién nacidas (dentro del período crítico de acción de la
glándula tiroides) en diferentes sistemas de neurotransmisores (sustancias químicas
responsables de que la actividad nerviosa se transmita) del sistema nervioso central
cuando llegaban a adultas. Los resultados fueron bien interesantes y apuntaron hacia los
mecanismos psicobiológicos que podían explicar las alteraciones de conducta y
cognitivas que se observaban en el cretinismo y en el hipotiroidismo severo. Entre otros,
las deficiencias en la distribución de la dopamina o de la serotonina, datos que podrían
explicar la dificultad que estos animales presentaban en la edad adulta a la hora de
realizar tareas de aprendizaje discriminativo debido a la caída de su sistema
dopaminérgico y como consecuencia de no recibir la retroalimentación del refuerzo. Sin
embargo, estos resultados se revertían o anulaban si se administraba la dosis adecuada de
hormonas tiroideas dentro de ese «período crítico». Quiero reconocer desde aquí la
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«impronta» que especialmente el doctor Escobar del Rey ejerció en mi amor por la
investigación y por su valor aplicado.
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¿Por qué estudiar las emociones positivas?
Las emociones positivas deberían acompañarnos durante la mayor parte de nuestra vida,
aunque desafortunadamente sabemos que no es así; sin embargo, estoy convencida,
posiblemente porque soy optimista por naturaleza, de que si lo queremos y entrenamos,
podemos lograr que nuestro cerebro pueda codificar experiencias negativas de forma
positiva y superarlas gracias a muchos factores que tienen que ver con procesos de
aprendizaje a lo largo de nuestra vida, pero, fundamentalmente, a la buena estimulación
afectiva que hayamos recibido tanto antes como después del nacimiento.
A diario nos relacionamos con nuestras parejas, hijos, compañeros de trabajo y
personas ajenas con las que de una u otra forma interaccionamos por motivos diversos,
por relación familiar o por puro azar social. Y lo que parece suceder es que esa
experiencia de las emociones va cambiando con la edad. Pasamos de un bajo o casi nulo
control de la expresión de nuestras emociones cuando somos muy niños a alcanzar cierto
control de las respuestas emocionales en la edad adulta y, de acuerdo con algunos
estudios psicológicos realizados en personas mayores, se ha observado que los ancianos
tienden a experimentar menos emociones negativas y más positivas. Posiblemente este
sea un rasgo adaptativo, de manera que intentamos disfrutar más de lo que tenemos
cuanto más nos acercamos al inexorable fin y no queremos perder tiempo en retener las
experiencias que nos duelen emocionalmente. Este tipo de afrontamiento es difícil de
observar en personas jóvenes tanto por motivos socioculturales –no cesión de «tu
verdad», rebeldía e inconformismo ante lo establecido por otra generación a la que tú no
perteneces, no pensar en la muerte como algo cercano («la dulce y eterna juventud»),
entre otros–, como por razones biológicas; las hormonas están activando nuestro cerebro
para responder de forma más agresiva y vehemente que cuando somos ya personas
maduras y bien maduras y nuestra «maquinaria» biológica va deteriorándose.Pero,
además de biología; somos seres sociales. Así, es posible que las vivencias que se van
acumulando nos estén dando pistas de que lo que realmente queremos es disfrutar de la
«bondad» de la vida y olvidar o evitar todo aquello que nos pueda provocar desasosiego
o dolor.
En los manuales de psicología o psiquiatría podemos encontrar temas repletos de
contenidos densos que nos describen procesos de comportamientos como la agresión y
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la violencia, los procesos de memoria y cognición y sus alteraciones, las alteraciones de
la personalidad y sus terapias…, pero muy rara vez encontramos, en estos voluminosos
textos, contenidos referidos a emociones positivas que nos hacen sentirnos mejor, como
el amor, la empatía o la formación de vínculos entre padres e hijos. Parece como si el
ser humano estuviera más interesado por conocer el origen y la expresión de los aspectos
más negativos del comportamiento que los más positivos y constructivos. Ello, por otra
parte, tiene un discurso lógico si pensamos que a lo largo de la historia de la ciencia se
ha intentado buscar soluciones a los problemas antes que incidir en estudiar los factores
beneficiosos que nos rodean para mantener nuestra homeostasis.3 Sin embargo, esto está
cambiando y se utilizan abordajes científicos a los aspectos de la conducta más positivos.
Se intenta «prevenir antes que curar» los comportamientos individuales no deseables
como la violencia, el odio, el rencor, y, dada la realidad cotidiana que nos está tocando
vivir, ¿deberíamos añadir el engaño, la corrupción, la ausencia de valores éticos
individuales y sociales? El control de estos comportamientos ha estado, en la sociedad
occidental, bajo el control de la religión y de pautas educativas culturalmente ligadas o
no a ella. La aparición del positivismo científico en el siglo XVIII y, especialmente, la
incursión de las teorías darwinistas sobre el control de las emociones, la selección sexual
y el origen de las especies en el XIX significaron una forma distinta de hacer ciencia y de
cómo el hombre se enfrentaba a estudiarse a sí mismo y a la naturaleza que lo rodeaba.
El hombre empieza a estudiar su propia «naturaleza» sin necesidad de echar mano de
explicaciones religiosas, rompiendo muchos tabúes relacionados especialmente con el
conocimiento de nuestro soporte biológico, nuestro cuerpo en su totalidad. Todo ello
provocó el gran avance en el conocimiento médico-científico de la naturaleza humana.
Desde entonces hasta hoy se está escudriñando y avanzando en esa dirección, y eso
significa que esto sucede desde hace tan solo cuatro siglos, un minúsculo átomo de
nuestra historia evolutiva si tenemos en cuenta los más de 150.000 años de la presencia
del hombre en nuestro planeta.
Charles Darwin fue pionero en el estudio científico de las expresiones afectivas y la
evolución de las emociones, y sugirió que en los mamíferos el afecto era una respuesta
adaptativa al medio. De hecho, tanto los afectos positivos como los negativos son
modulados por mecanismos cerebrales similares en la mayor parte de los mamíferos que
se han conservado evolutivamente a través de las especies, desde los humanos hasta los
roedores. Un ejemplo de esto es la expresión feroz de ataque de la madre leona de la
20
figura 1.2 hacia un intruso para proteger a su hijo o, por el contrario, la imagen de esa
misma madre de serenidad en contacto con su cría.
Figura 1.2. La maternidad puede provocar conductas extremas de cuidados a las crías y
de ataques a los posibles intrusos.
21
¿El estudio del afecto en alza?
Afortunadamente, algo está cambiando en el estudio de las emociones humanas. En las
primeras décadas del siglo XXI estamos asistiendo, curiosamente, a una proliferación de
trabajos científicos dedicados a estudiar los procesos cerebrales, endocrinos y
psicosociales que puedan explicar, al menos en parte, qué, cómo y para qué sentimos los
humanos emociones positivas como el apego o afecto parental, la empatía o el amor.
Decía «curiosamente» porque en neurociencias del comportamiento –área
interdisciplinar que estudia el cerebro, las hormonas y su relación con la conducta– el
tipo de comportamiento y, en concreto, el tipo de emociones que se han investigado han
sido típicamente las negativas o las que podían producir alteraciones en las respuestas
hacia los demás. Así, por ejemplo, se ha estudiado la agresión, el miedo, la depresión,
las alteraciones en la atención…, pero han pasado desapercibidas las emociones
positivas tales como la formación del vínculo maternofilial o paternofilial o la
explicación de por qué amamos o establecemos relaciones de amistad más o menos
duraderas. Creo haber encontrado una de las posibles razones para este cambio, y,
como casi siempre en la ciencia y en la vida, es económica.
Después de la tragedia del 11S (ataque terrorista a las torres gemelas de Nueva
York, el 11 de septiembre de 2001) una empresa privada estadounidense llamada
Institute for Research on Unlimited Love (Instituto para la Investigación del Amor
sin Límites) creó donaciones por un valor inicial de dos millones de dólares para
proyectos de investigación que estudiasen los mecanismos mentales de la empatía, el
altruismo, la felicidad y la formación de lazos sociales. Parece, pues, que, aunque
contadas, hay inciativas que apoyan la financiación de proyectos de investigación sobre
qué hace que nuestro soporte biológico, nuestro cerebro y sistema endocrino, en
interacción con el medio en el que nacemos y crecemos, responda de diferente manera
ante situaciones similares. En otras palabras, qué sucede en nosotros para que un padre
sea capaz de querer y defender con su propia vida a sus hijos mientras que otro es capaz
de abandonarlos o, incluso, en el peor de los casos, de hacerles daño.
Por otra parte, las fuentes de financiación, tanto públicas como privadas, al menos en
los países occidentales, siempre habían incluido entre las áreas prioritarias para ser
financiadas el estudio de las alteraciones y los problemas neurofuncionales. Hecho que,
22
por otra parte, tiene una lógica aplastante al permitir con ello avances en el tratamiento y
en el conocimiento neurofarmacológico de dichas alteraciones. Pero también sería
aceptable pensar que si estudiásemos los mecanismos psicobiológicos –variables
psicológicas y biológicas– que subyacen a las conductas positivas que favorecen la
interacción humana, como el afecto, la generosidad o la capacidad de ponerse en la piel
del otro (empatía), estaríamos acercándonos un poquito más a un mundo mejor. Es
interesante resaltar aquí la importante fuente de financiación que representa la Fundación
Bill & Melinda Gates4 para estudiar no solo la salud de la madre y del hijo alrededor del
parto, sino también la importancia de las primeras interacciones madre-hijo para el
ulterior desarrollo del niño, especialmente en entornos desfavorecidos.
El hecho de que se esté produciendo este giro en la tendencia investigadora en
neurociencias del comportamiento es esperanzador y nunca excluyente, ya que el hecho
de que nos vayamos familiarizando con procesos que nunca antes se habían abordado
desde el método científico representa una aproximación complementaria a las líneas de
investigación ya existentes.
Conviene, además, resaltar el ánimo de ese mecenazgo interesado en comprender y
explicar más los sentimientos que nos unen que los que nos separan o producen
dolor. Ello nos podría llevar a mejorar nuestra experiencia de vida individual y social.
Sin embargo, esta iniciativa se ha visto muy dañada con la incisiva realidad generalizada
de la reciente y larga crisis económica, por lo que los proyectos de investigación sobre
estas emociones positivas han sufrido un duro golpe. No obstante, y desde mi natural
optimismo, espero que esta situación cambie cuando comencemos a tener resultados
rigurosos y replicables que arrojen datos esperanzadores sobre los mecanismos
cerebrales de las respuestas afectivas. El conseguir resultados sobre, por ejemplo, qué
regiones cerebrales, y, por tanto,qué sustancias neurotransmisoras y neuromoduladoras
pueden estar relacionadas con el reconocimiento de emociones positivas tales como el
apego, el cariño hacia nuestro propios hijos o pareja, podría servirnos para mejorar la
conducta de aquellos padres hacia sus hijos que, por diferentes causas, pudiera estar
alterada. Desde el punto de vista social, sería esperable que con los avances en el
conocimiento de las bases psicobiológicas del afecto pudiéramos mejorar la forma de
desarrollarnos y de relacionarnos tanto individualmente como en nuestro grupo social,
cercano o no. Y déjenme soñar. Es posible que las formas apropiadas de interaccionar
entre sí de las personas nos llevasen a una sociedad más saludable en todos los sentidos.
23
Ya sabemos la importancia en la prevención de enfermedades del mantenimiento de
nuestro equilibrio funcional (homeostasis). Esa homeostasis funcional u orgánica implica
también que nuestros sentimientos y afectos estén ajustados y sean adaptativos a las
circunstancias vitales de cada uno. En otras palabras, nuestras respuestas de dar y recibir
afecto pueden ser tan importantes para la salud global como el tomarnos un antibiótico
siete días para combatir una infección. Incluso me atrevo a decir que una persona que
sienta y haya desarrollado su capacidad de dar y recibir afecto tiene un sistema propio de
refuerzo inmunitario. Tiene sus propios «antibióticos emocionales».
24
Cerebro afectivo y conducta parental
Para conocer un poco más sobre nuestro cerebro afectivo, vamos a fijarnos en una
conducta que tiene todos los ingredientes del afecto (tender hacia alguien con
generosidad y cariño): la conducta parental (maternal y paternal). Voy a intentar
acercarme a datos de ciencia básica (no aplicada) y, por tanto, procedente de estudios
realizados con modelos animales (roedores y primates no humanos) de excelentes
investigadores del cerebro y de la conducta parental como J. S. Rosenblatt, A. Fleming,
M. J. Meaney, M. Numan, R. M. Sapolsky, S. B. Hrdy, B. R. Komisaruk y muchos otros,
incluso nuestro propio laboratorio en la UNED, en Madrid. Espero convertir en
información atractiva y útil los datos experimentales básicos porque son necesarios en el
avance científico aplicado a la mejora de la vida de todos nosotros.
Lo que intento, a través de este libro, es ofrecer mi modesta pero ilusionada aportación
sobre lo que hoy conocemos desde el punto de vista psicobiológico sobre la formación
de los circuitos afectivos cerebrales que se crean a través de los vínculos parentofiliales y
de cómo esos vínculos o esa forma inicial de cómo quieren los padres a los hijos va a
afectar el desarrollo cerebral de los bebés desde su período intrauterino hasta el período
temprano tras el nacimiento. Esta formación de vínculo y apego tanto por parte de los
padres hacia el hijo como del hijo hacia los padres en ese período alrededor del parto va
a ser la piedra angular en la que se va a fundamentar la conducta emocional y social
futura de los hijos y, en definitiva, de los individuos.
Quiero, por tanto, hacer hincapié en señalar que esa etapa inicial en la vida de cada
uno de nosotros va a ser crucial en nuestra futura forma de enfrentarnos a la realidad que
nos rodee y también a cómo la viviremos. No obstante, es necesario añadir que, como
todo en la vida, nada es tan categórico y definitivo. Siempre hay una salida para aquellos
que por unos motivos u otros hayan nacido en unas circunstancias no favorables para ese
ulterior desarrollo apropiado. Eso lo veremos en algunos estudios realizados tanto en
animales como en jóvenes que son adoptados o que tras una primera infancia deficiente
o, incluso, carente de lazos afectivos son incluidos en programas de convivencia
responsable con resultados muy esperanzadores (ver el capítulo 5). En este sentido,
quiero transmitir un mensaje de optimismo tras la lectura de estas páginas, que aquí
adelanto: a pesar de lo importante que pueda parecer la formación de los primeros
25
vínculos afectivos en nuestra vida, si eso no sucediera de forma adecuada, siempre
hay una forma de paliarlo y resolverlo, sustituir desamor con amor en los primeros
años.
Este tipo de actuación implica un seguimiento por parte de programas tanto
dependientes del gobierno como de instituciones públicas y privadas, incluso del propio
entramado social. Debemos estar alertas sobre aquellas situaciones indeseables en que
los niños, especialmente en su primera infancia, no reciban los cuidados y el afecto
necesario para su total y completo desarrollo. Y como diría, en otro ámbito de
aplicación, mi gran amigo y maestro Jaime «esto hay que hacerlo porque es un buen
negocio para todos». Con ello estamos poniendo «los palos de las tomateras» que van a
permitir el crecimiento adaptativo individual y, en consecuencia, una sociedad mejor.
Quiero trasladar algo que he conocido a través del estudio de la conducta parental,
querido lector: somos responsables todos nosotros, toda la sociedad, de crear las
condiciones más favorables para que desarrollemos un cerebro afectivo lo más
adaptativo posible. Y todo esto lo intentaré contar con ilusión y rigurosidad desde mi
experiencia como psicobióloga que ha trabajado durante más de tres décadas en estudiar
qué sucede en el cerebro y en las hormonas de los mamíferos para que aparezcan y se
mantengan diferentes pautas de comportamiento parental, madres y padres, y la
influencia que estas, a su vez, pueden tener en el desarrollo posterior de sus hijos. Intento
avanzar, en definitiva, en el conocimiento de la formación del cerebro afectivo. Me
mueve a ello un sentido de responsabilidad, primero con mi entorno más inmediato y, si
de paso pudiese suceder, con posibles lectores de otros países, porque de lo que aquí
vamos a hablar es de un sentimiento y de una forma de actuar universal, del amor
parental y de su influencia para el futuro del hijo. Y ¿no creéis que esto es realmente
muy serio e importante? Estamos hablando nada más y nada menos de qué sociedad
estamos creando, de la estimulación afectiva temprana, de la educación en valores de paz
y respeto y, en definitiva, de nuestra aportación en señalar caminos para revindicar el
valor del AMOR.
26
Cerebro afectivo. Mi propia experiencia vital
Recuerdo cómo mi padre en los últimos años de su vida llegaba a expresar e incluso a
pedir más muestras de cariño que en sus años anteriores. «Dame un beso, hija», pedía
muy a menudo en los últimos meses antes de su repentina, pero sosegada muerte. Yo
sentía estos deseos de cariño que él expresaba como alteraciones de conducta que
tenían más que ver con una demencia senil que con la necesidad de recibir afecto. Yo
lo besaba y le decía que se había vuelto muy besucón con los años y él no me
contestaba, pero me sonreía con su cara de verdad, la de inteligente y no la de ausente
de otras veces. Qué equivocada estaba, lo que algunos meses después con su
fallecimiento pude deducir fue que mi padre sentía que su maquinaria, como él decía,
se estaba agotando y tenía la necesidad de sentir el amor de sus seres queridos de
manera directa, piel con piel. Quería sentir el amor de los suyos porque, posiblemente,
intuyera que su tiempo se iba agotando. Puede decirse que en el caso de mi padre sí
aparece un aumento con la vejez de la expresión de emociones positivas, como
indican algunos estudios sobre la expresión de afecto a lo largo del ciclo vital. Pero
dejadme que os cuente un poco de lo extraordinario de este amor paternofilial porque
la historia de mi padre no es, afortunadamente, habitual.
Marcelo, mi padre, sufrió un grave accidente de tráfico a los cuarenta y siete años
de edad que lo dejó parapléjico. Después de tres años hospitalizado en el Centro
Nacional de Parapléjicos de Toledo –un gran centro tanto clínico como investigador–
pudo comenzar a tener una marcha muy dificultosa que sobrepasaba las expectativas y
el pronóstico de los especialistas que lo trataban. Siempre tuvo nuestro cariño y los
cuidados constantes de mi madre. Mostró, al menos abiertamente,muy pocas
reacciones de desesperación, hecho lógico y muy frecuente en este tipo de pacientes,
y estas se dieron en los primeros años, hasta aceptar, que no resignarse, su situación.
Luchó con una voluntad férrea que fue mi inspiración vital y logró ser casi autónomo
23 años de sus 35 años de paraplejia. Fue, posiblemente, uno de los pacientes, no solo
en España sino en Europa, con más años de supervivencia. Estoy convencida de que
mi padre pudo afrontar su extrema dolencia gracias al poderoso vínculo afectivo
familiar en el que todos nos apoyamos, aprendiendo los unos de los otros. Yo lo llamé
27
el cerebro Rodríguez del Cerro, y me siento muy orgullosa y feliz de que mis hijos y
sobrinos hayan participado tan intensa y naturalmente de esta experiencia afectiva
familiar. La impronta de mis padres en mis primeros años de vida, junto con la
experiencia extrema de tener que enfrentarte a una situación tan dolorosa como el
accidente de mi padre, ha favorecido las estrategias vitales de todos nosotros y,
especialmente, ha influido en crear unos mecanismos de afecto y de adaptabilidad a
cualquier situación vital, por negativa que nos pueda resultar. Ha sido un duro
entrenamiento en resiliencia.
Por todo esto y por mi propia experiencia investigadora, creo, sinceramente,
intentando evitar cualquier tinte ñoño que podamos vislumbrar, que el afecto es el
arma más poderosa del ser humano. Ojalá pudiéramos tener la receta neurobiológica
de transformar la violencia en entendimiento y el odio en afecto. Estoy convencida de
que ello se puede conseguir desde la cuna e incluso desde la gestación querida y
reforzante, además, obviamente, de unas condiciones socioambientales y culturales
que lo permitan y faciliten. Pongamos nuestra inteligencia y voluntad en conseguirlo.
28
2.
Neuroendocrinología del afecto
Las primeras experiencias van a afectar el desarrollo de la arquitectura
cerebral que, a su vez, será el fundamento para todo el aprendizaje, la
conducta y la salud en el futuro.
J. P. SHONKOFF, Center on the Developing Child, Harvard University
El amor maternal es esencial para la supervivencia de la especie humana. Toda la serie
de respuestas maternales –cuidados generales, alimentación, protección y cariño– se
basan en esa poderosa motivación que es el vínculo que se forma entre la madre y el hijo
ya desde la gestación. Sin embargo, y a pesar de que la conducta maternal humana puede
ser considerada esencial en el desarrollo comportamental futuro del bebé y, por tanto, en
la conformación social del grupo, no se le ha prestado demasiada atención ni en
publicaciones científicas ni en escritos divulgativos, como sí ha podido suceder con otro
tipo de respuestas que podríamos llamar no positivas, como las conductas agresivas o las
diferentes alteraciones de las conductas afectivas. Por otra parte, los mecanismos
nerviosos que sustentan ese afecto maternal y las interrelaciones que este genera en
humanos es un tema poco estudiado y aún menos comunicado al público desde la
divulgación científica. Sin embargo, conocer esos mecanismos nerviosos en continua
relación con factores internos neuroendocrinos y externos o ambientales puede resultar
crucial para entender tanto la conducta maternal normal como la abusiva o la negligente.
Pero, además, lo que puede resultar más impactante es atisbar que a través del
conocimiento científico de la respuesta maternal podemos sugerir las bases de un
29
desarrollo emocional posterior del hijo y de las estrategias adaptativas que más adelante,
como adulto, va a desarrollar en su entorno y en su relación con los demás.
¿Qué áreas del cerebro humano controlan las respuestas de afecto? ¿Qué hormonas
están implicadas en la expresión de las respuestas afectivas que mostramos y de los
sentimientos de afecto que experimentamos? ¿Cómo se produce esa conexión entre
hormonas y cerebro para sentir y expresar afecto? Todas estas preguntas son casi
imposibles de contestar de una forma sencilla y rigurosa si nos limitamos al plano
meramente neurocientífico, porque la persona es mucho más que cerebro y hormonas.
Somos sociedad, somos grupo viviendo en un medio concreto, somos historia, cultura y,
sobre todo, somos familia. De la familia cercana y de la ancestral recibimos herencias
que se pueden ver alteradas por múltiples factores como, entre muchos otros, la
alimentación, el estrés o condiciones ambientales adversas crónicas o mantenidas en el
tiempo o el tipo de cuidado que hayamos recibido en nuestra primera infancia. De todo
esto hablaremos más adelante. Además, gracias a diferentes descubrimientos, algunos ya
pasados, como el del matrimonio Scharrer (1953) sobre el establecimiento de la
neuroendocrinología, y otros más recientes, como la introducción del registro in vivo de
la actividad cerebral (RMf: resonancia magnética funcional)5 en respuesta a diferentes
tipos de estímulos, hemos podido acercarnos con más facilidad a comprender qué
sistemas neurales y hormonales subyacen a la expresión de determinadas respuestas
emocionales.
La neuroendocrinología, considerada un subcampo de las neurociencias,6 contiene un
enorme cuerpo de datos que describen los mecanismos químicos de transcripción o la
forma en que sustancias químicas, como son las hormonas, interactúan con zonas
cerebrales que poseen receptores (puertas de entrada al interior de la neurona)
específicos para esas hormonas. Y son esos mecanismos de conversación entre
hormonas y neuronas lo que va a soportar la expresión de conductas cruciales para los
mamíferos. El ejemplo más contundente son las conductas reproductoras. Estas
conductas constituyen en los mamíferos una cadena de respuestas entre dos individuos
de la misma especie y de sexo diferente que se inician con el cortejo, derivan en la
cópula y la consecuente fertilización de la hembra por el macho para concluir en una de
las expresiones más bellas de respuestas motivadas como son los cuidados maternales y
en algunos mamíferos (especies biparentales) también paternales. El denominador
común de todas estas conductas es que su control neuroendocrino es casi el mismo, con
30
las únicas diferencias relativas al género. Aunque también, desde una perspectiva de la
motivación humana, podríamos sugerir que el denominador común en los humanos de
todas estas respuestas es el afecto y, en su grado último, el amor.
31
El cerebro, un enmarañado bosque en continua tormenta
Pero antes de seguir vamos a repasar unos cuantos conceptos muy básicos sobre el
cerebro y su funcionamiento que nos van a ser útiles para más adelante entender mejor
los contenidos.
El cerebro está formado por células llamadas neuronas (figura 2.1) y también por
otras células que se denominan glía y que sirven de soporte y de alimento a las más
numerosas, que son las neuronas. Cada neurona tiene un largo tronco y muchísimas
ramas, lo que le da un aspecto de árbol sin hojas. El tronco se denomina axón y
transmite la información a través suyo, y las ramas se llaman dendritas, nacen
directamente del cuerpo celular y tienen una especie de brotes pegados llamados espinas
dendríticas, cuyo tamaño y número dependerá de la función neuronal.
En la copa de ese árbol se encuentra el cuerpo celular, que contiene el núcleo y una
serie de orgánulos que permiten la supervivencia de la neurona. Siguiendo este símil
podríamos imaginar que en nuestro cerebro tenemos un bosque increíblemente
enmarañado formado por más de cien mil millones de árboles-neuronas con sus
ramificaciones o dendritas. Las espinas dendríticas están casi tocando los axones-troncos
de los otros árboles o neuronas. Toda la información que recibimos y codificamos,
como, por ejemplo, las decisiones que tenemos que tomar o, incluso, los mismos
sentimientos, viajan a lo largo de estos axones en forma de sustancias químicas o
neurotransmisores que generan diminutos impulsos eléctricos para soltarlos en los
espacios entre las espinas dendríticas y conectar así unas neuronas con otras. A estas
conexiones se las denomina sinapsis. De una forma gráficapodríamos imaginar que la
estimulación que recibimos tanto del exterior como de nuestro interior representa el
viento que provocará el choque de unas ramas con otras o con los troncos de los árboles
más cercanos, con lo que se dará un efecto en cascada que afectará a amplias zonas de
ese bosque enmarañado y que se traducirá en nuestras propias acciones o conductas
observables o no observables.
Nuestra conducta observable (dar un abrazo a un amigo) o no observable (sentir un
inmenso gozo al ver a tu bebé sonriendo en sus primeros sueños) se compone de una
increíble complejidad de sinapsis a través de nuestros hemisferios cerebrales
interconectados que se inician en el estímulo que es ver, oír, tocar u oler a tu amigo o a
32
tu hijo y que terminan en la acción del abrazo o del latido más acelerado de tu corazón y
tu pensamiento positivo sobre el vínculo maravilloso que te une a tu hijo. Todo ello está
aderezado por multitud de factores que han influido en cómo reaccionamos cada uno de
nosotros de forma individual. Sí, nuestra individualidad es multifactorial «a tope». Cada
uno es diferente del otro por: 1. nuestra carga genética procedente de nuestros padres
biológicos, 2. la carga evolutiva de nuestra propia especie o la manera en que todos
nuestros ancestros se enfrentaron a situaciones similares, 3. el desarrollo prenatal que
tuvimos dependiendo de la vida global de nuestra madre y de cómo haya vivido nuestra
gestación, y 4. el desarrollo posnatal dependiente, en este caso, tanto de los cuidados,
afecto y educación recibidos como de las circunstancias generales del grupo social, país
y momento histórico que nos haya tocado vivir. Este cóctel de variables diferentes va a
dar como resultado nuestra forma de ser y de estar en la vida, tan aparentemente simple
y complejo, casi nada. Como dirían los Monty Python en su divertida película El sentido
de la vida (1983), todo esto lo detecta la carísima máquina que hace «ping».
Figura 2.1. Microfotografía de una neurona y su esquema.
33
Conceptos básicos sobre desarrollo cerebral
Acabamos de ver las unidades básicas fundamentales que componen el SNC, las
neuronas. Para adentrarnos, someramente, en su desarrollo debemos saber que el SNC se
compone del encéfalo y la médula espinal. Así mismo, el encéfalo, a su vez, se
subdivide en cerebro, cerebelo y tronco del encéfalo.
El objetivo de estos contenidos sobre procesos y secuencias del desarrollo cerebral se
centra en acercar al lector de manera directa y breve a conceptos que más adelante
veremos, cuando abordemos, por ejemplo, las posibles causas de las alteraciones en la
formación del vínculo entre madre-padre-hijo hablemos de que el consumo de alcohol o
incluso la nicotina van a afectar dichos procesos, con el consiguiente efecto en el
desarrollo fetal y las posteriores alteraciones neurales y comportamentales en el recién
nacido y en la propia madre. Por lo tanto, a pesar de que la terminología nos pueda
resultar complicada, el objetivo es, fundamentalmente, intentar comprender la
importancia que un buen embarazo, una buena alimentación y un buen entorno puede
tener no solo para la madre, sino para el propio hijo y su bienestar en su nueva vida.
Nuestro cerebro muestra el mayor grado de plasticidad7 durante las primeras fases de
nuestra vida. Con el paso de los años se mantiene un cierto grado de flexibilidad y
adaptabilidad, que permanecerá con nosotros a lo largo de nuestra historia vital. Para
entender el cerebro como «motor» de nuestra conducta es necesario conocer en especial
su proceso de crecimiento y desarrollo.
En este espacio complejo que acabamos de enunciar, el que existe entre los
componentes moleculares y las explicaciones psicológicas de nuestro comportamiento,
se encuentran las experiencias familiares tempranas, la educación, el contexto social
donde hayamos crecido y posiblemente muchas cosas más. Todo ello, junto con nuestra
herencia biológica familiar y de nuestra especie, va a conformar nuestras habilidades
cognitivas y nuestra propia personalidad. Pero veamos a continuación parte del inicio de
nuestro cerebro ¿afectivo y efectivo?
Después de la concepción, el embrión es una diminuta bola de unas cuantas células. El
desarrollo del cerebro y del resto del sistema nervioso comienza hacia las tres semanas
de gestación mediante la diferenciación de células que van a dar origen a la placa neural
a lo largo de la parte dorsal (espalda) del embrión.8 Esta placa se pliega hacia dentro
34
hasta formar el llamado tubo neural, que dará lugar, a su vez, al encéfalo y la médula
espinal. Hacia la cuarta semana, la parte superior del tubo neural empieza a aumentar de
tamaño hasta convertirse en un pequeño bulbo que será el encéfalo, mientras que el resto
del tubo comienza a desarrollarse como la médula espinal. La corteza cerebral comienza
a ser visible la séptima semana, cuando el embrión apenas mide dos centímetros. Justo a
partir de este momento el cerebro aumenta de tamaño hasta que en el segundo mes, con
el inicio del período fetal, el encéfalo y otras estructuras del feto continuarán creciendo y
madurando hasta el momento del nacimiento, hacia la semana 36. Los únicos órganos no
funcionales hasta ese momento son los pulmones.
La estructura básica del cerebro infantil se considera completamente desarrollada
hacia el tercer año de vida, aunque algunas zonas, como la corteza prefrontal o la visual,
siguen aún desarrollándose. Procesos de mielinización9 continúan sucediendo hasta los
siete años, como sucede en el tronco del encéfalo con la formación reticular,10 e incluso
continúan durante la adolescencia y parece que en menor medida en el período adulto.
Figura 2.2. Desarrollo esquemático de la embriología del SNC.
35
Desarrollo del cerebro: conexiones y desconexiones
A partir del primer mes de gestación comienzan a formarse las diferentes áreas
cerebrales siguiendo una secuencia de procesos que definen el desarrollo cerebral. Estos
procesos, descritos y dibujados ya, en su mayoría, por nuestro premio Nobel de
Fisiología y Medicina (1906) Santiago Ramón y Cajal, son: neurogénesis o
proliferación, migración y diferenciación celular, formación de sinapsis o sinaptogénesis,
eliminación de sinapsis o «poda sináptica» y muerte neuronal o apoptosis. La
explicación de cada fase podría ser sencilla e intuitiva, aunque debemos saber que cada
región cerebral va a tener su propio tiempo marcado y así, por ejemplo, el cerebelo o el
hipocampo tienen una proliferación neuronal que se alarga hasta después del nacimiento.
De la misma manera, cada fase es afectada por diferentes tipos de agentes
teratogénicos11 (tabla 2.1).
Esta secuencia en el desarrollo del cerebro contiene cambios progresivos pero
también regresivos. Entre los primeros se encuentran el crecimiento neuronal, axonal y
de espinas dendríticas que crearán nuevas conexiones (sinapsis) en el cerebro en
desarrollo. A este proceso se lo denomina sinaptogénesis. Pero, además, y dependiendo
de muchísimos factores, se van a producir cambios regresivos, como la «muerte celular
programada» o apoptosis, con la consecuente eliminación de las sinapsis más débiles.
Este importante fenómeno se denomina poda sináptica. Por lo tanto, es importante que
sepamos que el desarrollo cerebral va a alternar procesos de crecimiento pero también de
eliminación. Tanto la sinaptogénesis como la poda sináptica se van a suceder en
marcos temporales distintos. Parece que la primera se da desde el último trimestre del
embarazo hasta los dos años de edad, aproximadamente, aunque algunos autores
prolongan la sinaptogénesis hasta los tres años (Grubisha y col., 2016). A continuación
se producirá el proceso de poda sináptica con patrones temporales diferentes,
dependiendo de la estructura cerebral en que se esté produciendo. La corteza
prefrontal, estructura clave en el reconocimiento y expresión del afecto, tiene un
proceso de sinaptogénesis y poda sináptica más tardía que otras áreas cerebrales.
Cualquier agente o estímulo que pueda alterar estos procesosdurante el período
perinatal (alrededor del nacimiento), como se ha demostrado en modelos animales,
va a provocar cambios irreversibles en la conformación final del cerebro y, en
36
consecuencia, en la futura conducta del individuo. Entre estos estudios se encuentran
los nuestros propios sobre los efectos que el estrés ambiental perinatal tiene en el
desarrollo y la diferenciación sexual del cerebro y de la conducta maternal en la rata y
que veremos en el capítulo 5, que trata de los factores que pueden alterar la formación
del vínculo parentofilial. Por otra parte, estudios sobre la poda sináptica están arrojando
alguna luz en la comprensión, y esperemos tratamiento, de alteraciones de conducta
dentro del espectro autista, en trastornos por déficit de atención con hiperactividad e,
incluso, en esquizofrenia (Penzes y col., 2013).
Tabla 2.1. Agentes ambientales que afectan el desarrollo cerebral
37
Estudio científico de las emociones
Desde que Charles Darwin establece a finales del siglo XIX la teoría de la evolución, se
asume en la comunidad científica el hecho de estudiar procesos biológicos que pueden
ayudar a comprender mejor el funcionamiento de nuestro organismo a través de modelos
animales de nuestra misma especie, los mamíferos, o, incluso, de cualquier otra (estudios
de la caracterización del genoma en la mosca del vinagre –Drosophila melanogaster– o
de procesos de aprendizaje en cefalópodos como el pulpo). Además, Darwin estudió la
expresión de las emociones en el hombre y en los animales señalando el aumento de
las similitudes cuanto más cercano (filogenéticamente) se encontrase el animal a
nosotros. Esto venía a justificar su teoría sobre la evolución del hombre desde especies
primitivas muy lejanas en la historia del planeta, hasta la aparición, hace 150 millones de
años, del primer primate humano (Homo sapiens sapiens).12
Los modelos animales han contribuido a conocer los mecanismos que regulan
procesos emocionales como la tristeza, el miedo o la angustia. Esos avances han
conducido a terapias farmacéuticas para mejorar los síntomas depresivos, los estados
extremos de ansiedad, diferentes tipos de fobias y otras alteraciones de comportamiento
relacionadas con el estrés. Más recientemente se están utilizando modelos animales,
especialmente roedores, ungulados y primates no humanos (rata, ratón, conejo, oveja,
chimpancés y bonobos) para estudiar los componentes neurobiológicos que están en la
base del afecto. El tipo de estudio que se realiza en estos modelos animales puede
abordar desde preguntas moleculares hasta cuestiones más molares y complejas como
algunos tipos de conductas, tanto sexodimórficas (diferentes en machos y en hembras)
como de aprendizaje. Entre las primeras, entre los estudios a nivel molecular se
encuentran, por ejemplo, investigaciones relacionadas con alteraciones genéticas que
producen el bloqueo de la conducta maternal en la rata o con la localización cerebral de
determinados receptores para neurotransmisores que intervienen en la expresión de
respuestas de apego social, como la oxitocina en la oveja. Entre las segundas, las
aproximaciones molares, podemos citar trabajos de nuestro propio laboratorio realizados
en rata (raza Wistar) sobre los efectos que un agente ambiental que actúa durante la
gestación como es el estrés puede alterar, nada más y nada menos, que el proceso de
diferenciación sexual del cerebro con consecuencias a largo plazo en la conducta
38
maternal o paternal posterior de las crías que sufrieron ese estrés prenatal. Es obvio que
este y otros muchos tipos de investigaciones sobre el funcionamiento del cerebro,
especialmente en períodos críticos del desarrollo, han de llevarse a cabo en modelos
animales de experimentación.
La utilización de los modelos animales en experimentación es necesaria y
beneficiosa para el avance científico y sus aplicaciones para mejorar la vida de las
personas. No obstante, quiero reconocer aquí el valor positivo e importante de las
asociaciones pro derechos de los animales. En los últimos cuarenta años han venido
siendo muy activas y gracias al activismo medido, que no al agresivo e insensato, se
adoptaron medidas bioéticas relativas, entre otras, a las condiciones de estabulación de
los animales, a la naturaleza de los tratamientos experimentales o a la innecesaria
cantidad de animales utilizados en según qué experimentos.
Son innumerables los ejemplos de cómo estudios realizados en modelos animales
ayudan a mejorar la vida de las personas. Simplemente me voy a referir aquí a uno muy
reciente que por la trascendencia terapéutica que puede tener ha saltado de las
publicaciones meramente científicas a los medios públicos de comunicación y ha
llegado, así, a la población en general. Me refiero a los trabajos de un grupo de
investigadores liderados por el profesor Studer (Zimmer y col., 2016), del conocido
centro de investigación oncológica Sloan Kettering de Nueva York. Tras aislar células
madre hipofisarias humanas las trasplantaron en ratas con una enfermedad similar al
hipopituitarismo humano (enfermedad caracterizada por enanismo y envejecimiento
prematuro). El resultado fue que estos implantes promovieron en los animales la
producción de las hormonas hipofisarias, resolviendo así la deficiencia glandular.
En los humanos hay diferentes causas que pueden provocar la insuficiencia
hipofisaria. Desde tumores, alteraciones genéticas, traumas cerebrales, infecciones o,
incluso, la radiación de terapias contra el cáncer. Con el desarrollo de este nuevo método
de reemplazo celular se pueden resolver los tratamientos hormonales de por vida, que,
además, no se ajustan a las demandas reales del organismo, dado que son dosis fijas
externas. Pero aún hay más. Si tenemos en cuenta que las consecuencias de la deficiencia
hipofisaria en niños son particularmente graves por las alteraciones que se producen en
el crecimiento, aprendizaje, pubertad y función sexual, podemos percatarnos de la
relevancia que el estudio en animales de laboratorio tiene para los avances
39
neurocientíficos y biosanitarios y, en definitiva, para mejorar la salud y la calidad de
vida de las personas.
40
Neuroendocrinología del afecto: la parte neuro, el cerebro
El cerebro humano se desarrolla a un ritmo vertiginoso durante la gestación y los
primeros años de vida. Cada una de las regiones cerebrales y cada uno de los tipos de
células (neuronas o glía) que integran esas áreas se produce en diferentes momentos. Es
precisamente en este período acelerado de crecimiento y desarrollo del cerebro humano
cuando este es especialmente sensible a muchos factores; algunos de los más estudiados
se incluyen en la tabla 2.1.
Por una parte, el desarrollo cerebral viene determinado por nuestro legado genético y,
por otra, por la actividad de las células nerviosas que se van especializando. Estas, a su
vez, están influidas por la disponibilidad de: a) neurotransmisores liberados por otras
células cerebrales, b) vitaminas para el crecimiento, c) la presencia de sustancias
nutritivas y d) hormonas. Es por ello que el período perinatal (antes y después del
nacimiento) es tan importante para la adaptación posterior del individuo al entorno, dado
que gran parte de las acciones que los diferentes factores puedan estar ejerciendo va a ser
irreversible para bien o para mal. Sabemos a través de estudios, tanto en modelos
animales como en humanos, que todo lo que sucede alrededor del nacimiento va a
afectar al desarrollo cerebral y neurohormonal, así como a la conducta posterior de los
sujetos. Recordemos los desafortunadamente13 famosos estudios del matrimonio Harlow
en macacos sobre el desarrollo afectivo temprano. Una de las investigaciones más
conocidas y de las que menos polémica llegó a suscitar fueron los estudios sobre el
efecto de la ausencia prolongada de la madre tras el nacimiento. Estos investigadores
observaron que las crías que no habían tenido contacto con sus madres mostraron
efectos muy severos, tanto físicos como en los comportamientosque mostraron en
su posterior socialización con el grupo. Los efectos en su desarrollo físico fueron
similares al síndrome conocido como marasmo,14 descrito en bebés humanos
abandonados en instituciones de acogida de determinados países que no han recibido
contacto físico ni afecto desde su nacimiento y que, casi exclusivamente, han sido
alimentados con artefactos para no tener siquiera que ser atendidos directamente por los
cuidadores. Tanto los niños como los macacos sufrieron síntomas irreversibles en su
desarrollo físico y en el afectivo y cognitivo. Desde aquellos lejanos trabajos de los
Harlow en los años 70 del pasado siglo, han sido muchos los estudios realizados para
41
conocer las diferentes sensibilidades de nuestro cerebro y, como consecuencia, a medio y
largo plazo, de nuestro comportamiento a los factores, tanto procedentes del entorno
social más directo, madre, padre y cuidadores, como del medio externo, ambiente,
cultura, alimentación, etc., que puedan afectarnos en el período perinatal.
Figura 2.3. El bebé macaco siempre prefiere la madre de características sensoriales
similares a la real frente a la de alambre.
El afecto, como una expresión de nuestra complejidad personal en respuesta a las
diferentes situaciones vitales que nos toque encarar, va a venir determinado muy
directamente por ese período perinatal y por las interrelaciones emocionales que
hayamos experimentado en los primeros años de vida, dado que nuestro cerebro en
desarrollo se va a ver afectado por ellas. Los efectos podrán ser reversibles o
irreversibles dependiendo de qué agente y en qué momento se haya dado la influencia en
la madre o en el recién nacido.
42
Pero para adentrarnos un poco más en esa interrelación afecto-cerebro-conducta
vamos a aproximarnos a las estructuras cerebrales más directamente relacionadas con el
control neural de las respuestas afectivas.
43
El cerebro afectivo
El cerebro humano está formado por varias zonas diferentes que evolucionaron en
distintas épocas a lo largo de nuestra historia evolutiva. Se considera que el control de
los afectos se lleva a cabo, fundamentalmente, por estructuras primitivas que
forman el llamado sistema límbico, al que controlan, a su vez, las partes más nuevas
del cerebro humano, la neocorteza. Cuando en el cerebro de nuestros antepasados
crecía una nueva zona, generalmente las antiguas no desaparecían y las más nuevas se
iban superponiendo. Esas primitivas partes del cerebro humano siguen funcionando
mediante la regulación, especialmente, de respuestas estereotipadas heredadas tanto de
los mamíferos terrestres como, más atrás aún en el tiempo, de los reptiles acuáticos que
dieron origen a los mamíferos, hace más de doscientos millones de años. Es por ello que
a la parte más primitiva de nuestro cerebro (figura 2.4) se la ha llamado «cerebro reptil»,
y está formado por estructuras que controlan las respuestas más básicas de supervivencia
–el deseo sexual, la conducta maternal, la búsqueda de comida y las respuestas agresivas
tipo pelea-o-huye (el famoso juego de palabras en inglés: fight or flight, pelea o vuela)–.
En los reptiles, las respuestas al objeto sexual, a la comida o al predador son
automáticas y programadas genéticamente. La corteza cerebral, con sus circuitos para
comparar opciones y seleccionar una determinada acción, no existe en estos animales.
No obstante, muchos experimentos han demostrado que gran parte del comportamiento
humano se origina en zonas profundamente enterradas del cerebro, las mismas que en un
tiempo dirigieron los actos vitales de nuestros antepasados. Nuestro cerebro primitivo
de reptil aún mantiene el control de los mecanismos básicos neuroendocrinos de
conductas tan relevantes para la supervivencia de la especie como el cortejo, tener
hijos y defenderlos de posibles agresiones. Como afirma el neurocientífico P.
MacLean del Instituto de Salud Mental (de los NIH, de Estados Unidos): «Aún tenemos
en nuestras cabezas estructuras cerebrales muy parecidas a las del caballo y el
cocodrilo».
44
Figura 2.4. La evolución del cerebro en los mamíferos.
45
El sistema límbico o cerebro emocional
Los afectos, como respuestas que nos adaptan de forma positiva a nuestro entorno,
pueden entenderse como sucesivos niveles de control que van desde las emociones
primarias hasta los más elevados sentimientos –entremezclados con pensamientos–.
Necesitamos adaptarnos de forma rápida a nuestro entorno ecológico y social.
Las respuestas afectivas se organizan en una serie de redes neurales genéticamente
perfiladas situadas en las regiones subcorticales profundas, por debajo de la neocorteza
cerebral. Dichas regiones constituyen lo que se conoce como sistema límbico o cerebro
emocional, que, junto con varias zonas de la corteza cerebral, se consideran el
denominado cerebro afectivo.
El sistema límbico (figura 2.5) es la porción del cerebro situada inmediatamente
debajo de la corteza cerebral y comprende centros críticos para la supervivencia del
individuo como son el tálamo, el hipotálamo, el hipocampo y la amígdala.15 En los
mamíferos, estos centros son las estructuras cerebrales involucradas en el control de
respuestas emocionales como el temor o la agresión. Pero al mismo tiempo estos son
también los centros de la afectividad, es aquí donde se procesan las distintas emociones
y el hombre experimenta penas, angustias y alegrías intensas que, antes de llegar a la
corteza cerebral, son procesadas por las estructuras límbicas.
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Figura 2.5. Estructuras principales que conforman el cerebro afectivo.
El tálamo se localiza en la parte interior del cerebro medio y es una estructura de gran
tamaño si la comparamos con el resto de las que conforman el sistema límbico. Es el
núcleo que recibe primero la información que nos llega de los órganos de los sentidos,
excepto el olfato. El tálamo se subdivide en una serie de grupos nucleares especializados
en funciones concretas dependiendo de la información sensorial que les llega y conecta
dicha información con la corteza y con el resto de estructuras cerebrales. El tálamo, por
tanto, viene a ser una especie de interconector entre la información que nos llega del
exterior y el resto de nuestro cerebro, especialmente nuestra corteza cerebral. Está
conectado con el lóbulo frontal, por lo que la información de estímulos agradables o
desagradables es filtrada a través de esta proyección recíproca.
El hipotálamo es una compleja estructura de tamaño ínfimo localizada en la base del
cerebro que resulta crítica en la regulación de las funciones vitales del cuerpo. El
hipotálamo actúa a través de la hipófisis, que es una glándula asentada en la silla turca
(especie de hueco en la vertiente craneal –base del cráneo– del hueso esfenoides) y viene
a tener el tamaño de un garbanzo. De la interacción del hipotálamo con la hipófisis a
través de las sustancias de liberación se va a facilitar la secreción de hormonas
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hipofisarias y su paso a la circulación sanguínea. Todo esto controlará, a su vez, la
producción de otras hormonas que se sintetizan en otras glándulas situadas en el resto del
cuerpo, como las suprarrenales y las gónadas, entre otras.
El hipocampo en los primates es una estructura con forma de caballito de mar, de ahí
su nombre. Se localiza en el interior del lóbulo temporal, bajo la corteza cerebral. En los
mamíferos, y en particular en los humanos, el hipocampo se relaciona con la regulación
de los procesos de memoria y de orientación espacial. Lesiones en el hipocampo pueden
producir la imposibilidad de la formación de nuevos recuerdos tras la lesión (amnesia
anterógrada) o incluso el recuerdo de hechos sucedidos antes de esta (amnesia
retrógrada). Sin embargo, en este último caso los recuerdos más antiguos permanecen, lo
que ha llevado a sugerir que la consolidación de recuerdos a lo largo del tiempo puede
realizarse a través de transferencias de memorias desde el hipocampo a otras estructuras
cerebrales. El hipocampo ha pasado a ser «famoso» por considerarse uno de losmejores
ejemplos de plasticidad neural. Estos cambios en la respuesta sináptica (conexión entre
neuronas) breve e intensa de las células del hipocampo como respuesta a la lluvia de
información que nos rodea y a la meramente espacial que puede durar desde horas a días
fue definida como la potenciación a largo plazo. De esta manera, en el hipocampo se ha
determinado experimentalmente el mecanismo por el que la memoria se almacena en el
cerebro. Así, por ejemplo, en la enfermedad de Alzheimer, el hipocampo es una de las
primeras estructuras cerebrales en sufrir daños y, en consecuencia, los síntomas iniciales
que aparecen son problemas de orientación y de memoria. Pero, además, el hipocampo
desempeña un papel esencial en la captación de señales afectivas en la información,
como pueden ser las expresiones faciales o rasgos gestuales. No en vano memorizamos
mejor situaciones cargadas de contenido afectivo, tanto positivo como negativo.
El papel de la amígdala como centro de procesamiento de las emociones está
profusamente documentado. Pacientes con la amígdala lesionada ya no son capaces de
reconocer la expresión de un rostro o si una persona está contenta o triste. En
experimentos con primates no humanos con lesiones parciales o completas de la
amígdala, manifestaron un comportamiento social alterado: perdieron la capacidad de
entender las complejas reglas de comportamiento social en su manada. Lo más
importante que quiero resaltar es el papel que estas estructuras cerebrales tienen en el
establecimiento de las relaciones tempranas de afecto. En este sentido, lo que resulta
clave es que en estos primates con lesión en la amígdala se observó un comportamiento
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maternal y unas reacciones afectivas claramente alteradas frente a las de los otros
animales. Las madres con lesiones amigdalinas transportaban a sus crías sin
objetivo, no las alimentaban ni las defendían de posibles intrusos que apareciesen
en la manada. Por lo que fue necesario que los recién nacidos fueran criados por
madres adoptivas sin lesión en la amígdala. En otro experimento, también en primates
no humanos, los investigadores J. F. Fulton y D. F. Jacobson, de la Universidad de Yale,
aportaron, además, pruebas de que la capacidad de aprendizaje y de memoria requiere de
una amígdala intacta. Para ello, pusieron a unos chimpancés delante de dos cuencos de
comida, en uno de ellos había un apetitoso bocado, el otro estaba vacío. Luego taparon
los cuencos. Al cabo de unos segundos se permitió a los animales tomar uno de los
recipientes cerrados. Los animales controles o sin lesión en la amígdala tomaron sin
dudarlo el cuenco que contenía el apetitoso bocado, mientras que los chimpancés con la
amígdala lesionada eligieron al azar. El bocado apetitoso no había despertado en ellos
ninguna excitación de la amígdala y tampoco lo recordaban. Parece, por tanto, que en los
procesos de aprendizaje los factores emocionales pueden desempeñar un papel
importante.
Se conoce así, gracias a los numerosos estudios realizados en los últimos cincuenta
años, que las estructuras que conforman el sistema límbico son cruciales en la
codificación y expresión del afecto. Además, sabemos que el sistema límbico está en
constante conexión con la corteza cerebral. Una transmisión de señales de alta velocidad
permite que el sistema límbico y el neocórtex o neocorteza trabajen juntos, y esto es lo
que explica que podamos tener control sobre nuestras emociones.
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La neocorteza
Cuando compartimos el sufrimiento de los demás (empatizamos) o fingimos calma en
una situación de riesgo controlado, como podría ser ante la caída de nuestro hijo,
siempre está trabajando el neocórtex o neocorteza.
Hace aproximadamente cien millones de años aparecieron los primeros primates. La
evolución del cerebro dio entonces un gran salto. Por encima del bulbo raquídeo y del
sistema límbico, se empezó a desarrollar la neocorteza cerebral. A los impulsos y
emociones se añadió, con la aparición de la neocorteza, la capacidad de pensar de forma
abstracta y de comprender las relaciones globales existentes entre los diferentes
estímulos para adelantarse así a los acontecimientos y planificar acciones en el futuro.
Hoy en día la corteza cerebral, la neocorteza, es una de las zonas más importantes del
cerebro humano y recubre y engloba las más antiguas. Esas viejas regiones no han sido
eliminadas, sino que permanecen debajo, sin tener ya el control completo del cuerpo,
como sucedía hace millones de años, pero siguen siendo muy activas aún, a pesar de ser
moduladas por la neocorteza o corteza cerebral.
La corteza cerebral no solo es el área más accesible del cerebro, sino que también es la
más distintivamente humana. La mayor parte de nuestro pensar o planificar, y del
lenguaje, la imaginación, la creatividad y la capacidad de abstracción, proviene de esta
región cerebral. Así pues, la neocorteza nos capacita no solo para aprender a
caminar, crear una composición musical o pilotar un avión, como es el caso de mi
hijo Fran, piloto y músico. Además, nuestra vida emocional va a contar con una
nueva capacidad de decisión sobre a quién queremos amar o cómo sentimos o
compartimos sentimientos con los demás. La neocorteza relacionada con la afectividad
y las emociones se localiza en la zona más adelantada de nuestro cerebro, en la zona
frontal. Los lóbulos prefrontales y frontales desempeñan un papel especial en la
asimilación neocortical de los afectos. Como «pilotos» de nuestras emociones, asumen
dos importantes tareas. En primer lugar, «despegan» filtrando las señales que llegan del
sistema límbico (tálamo, hipotálamo, hipocampo y amígdala). En segundo lugar,
desarrollan planes de actuación concretos para situaciones emocionales para que el
«aterrizaje sea seguro». Mientras que la amígdala proporciona los primeros auxilios en
situaciones emocionales extremas, el lóbulo prefrontal se ocupa de coordinar nuestras
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emociones para llegar a facilitar una respuesta afectiva oportuna. La importancia de la
corteza en el control neural de la afectividad es primordial, pero no debemos
olvidar que aquellas zonas más primitivas (el sistema límbico) que están debajo de
la corteza nueva aparecida hace millones de años en los primeros primates
terrícolas participarán siempre de nuestros afectos y emociones. Esto se puso de
manifiesto estudiando a pacientes con lesiones en estructuras mesolímbicas: las
respuestas afectivas a un hijo o a la pareja quedarían anuladas sin la participación del
cerebro emocional o sistema límbico. Por sí misma, la neocorteza solo sería un buen
piloto, pero sin avión.
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Los estímulos afectivos pueden ser muy poderosos
Todos hemos tenido alguna vez en nuestra vida alguna experiencia en la que lo hayamos
dejado todo para acudir al lado de nuestro ser querido al saber que nos necesitaba.
¿Qué sucede en nuestro cerebro para que dejemos de inmediato lo que estamos
haciendo y corramos hacia quien nos importa mucho más que aquello? Las técnicas
de RMf (resonancia magnética funcional) nos permiten observar la actividad de zonas
cerebrales específicas para determinados estímulos. En diferentes estudios realizados con
esta técnica en los que se presentaban estímulos neutros (imágenes sin carga emocional)
y estímulos emocionales negativos (imágenes de agresiones violentas) justo después de
haberse iniciado una tarea de memoria de asociación en la que se requiere mantener la
información durante un breve período de tiempo, se ha observado que las imágenes de
alto contenido emocional alteraban la ejecución de la tarea de aprendizaje. Dependiendo
del tipo de estímulo recibido, se activaban diferentes sistemas neurales (sistema
ejecutivo dorsal para tareas de aprendizaje ejecutivo y sistema afectivo ventral para
estímulos de contenido emocional). Lo interesante de estos trabajos fue que en todos
ellos se observó que al presentar las imágenes de alto contenido emocional la
actividad cerebral se registraba en las regiones ventrales –amígdala y corteza
prefrontal medial–, relacionadas

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